7. El Gran Tesoro

Nunca los diarios ritos y tareas le habían parecido tan numerosos, tan inútiles ni tan largos. Las niñas pequeñas, de caritas pálidas y aire furtivo, las turbulentas novicias, las sacerdotisas, frías y austeras en apariencia, pero cuyas vidas eran una secreta maraña de celos, miserias, mezquinas ambiciones y pasiones vanas; todas aquellas mujeres entre las que siempre había vivido y que eran para ella el mundo humano, le parecían ahora tan lastimosas como aburridas.

Pero ella, que servía a las grandes potestades, ella, la sacerdotisa de la Noche Implacable, estaba más allá de esas pequeñeces.

Ella no tenía que preocuparse por la agobiante mezquindad de la vida cotidiana, los días cuyo único placer era con frecuencia el de recibir una ración de lentejas con más grasa de cordero que la vecina… Ella estaba más allá de los días. Bajo tierra no había días. Allí había sólo noche, siempre.

Y en esa noche interminable, el prisionero: el hombre negro, el nigromante, encadenado por el hierro y enclaustrado en piedra, esperando a que ella fuese o no fuese, a que le llevara el agua y el pan y la vida, o bien el cuchillo y la jofaina del matarife y la muerte, según su capricho.

Sólo a Kossil le había hablado del hombre y Kossil no se lo había contado a nadie más. El hombre llevaba ya tres días y tres noches en la Cámara Pintada y Kossil no le preguntaba a Arha por él. Quizá lo daba por muerto y suponía que Arha habría encargado a Manan que llevara el cadáver a la Cámara de las Osamentas. No era muy de Kossil dar las cosas por supuesto pero Arha se decía que su silencio no tenía nada de extraño. Kossil quería guardar el secreto y detestaba hacer preguntas. Y además, Arha le había dicho que no se entrometiera. Kossil se limitaba a obedecer.

Sin embargo, si se daba al hombre por muerto, Arha no podía pedir comida para él. De modo que, salvo las manzanas y cebollas secas que hurtaba en la despensa de la Casa Grande, Arha apenas comía. Hacía que le enviaran la comida y la cena a la Casa Pequeña, pretextando que deseaba comer a solas, y por la noche bajaba todo, excepto la sopa, a la Cámara Pintada del Laberinto. Estaba habituada al ayuno, hasta durante cuatro días consecutivos, y no era para ella un problema. El hombre del Laberinto devoraba las magras porciones de pan, queso y alubias, como un sapo devora una mosca: de un solo bocado. Era evidente que hubiera comido cinco o seis veces más; sin embargo le daba las gracias con parsimonia como si él fuese el invitado y ella la anfitriona, sentados a una mesa, como las que se mencionaban en los cuentos sobre los festines del Palacio del Dios-Rey, cubierta de carnes asadas, panes untados con mantequilla, y vino en copas de cristal. Era un hombre muy raro.

—¿Cómo son los Países del Interior?

Había llevado abajo un pequeño taburete de marfil, con patas plegadizas, para no tener que estar de pie mientras lo interrogaba, ni tampoco sentarse en el suelo, al mismo nivel.

—Bueno, hay muchas islas. Cuatro veces cuarenta, dicen, sólo en el Archipiélago, y además están los Confines; ningún hombre ha recorrido jamás todos los Confines ni ha contado todas las islas. Y todas son diferentes. Pero la más hermosa de todas tal vez sea Havnor, la gran isla del centro del mundo. En el corazón de Havnor, en una amplia bahía llena de embarcaciones, está la ciudad de Havnor. Las torres de la ciudad son de mármol blanco. Las casas de los príncipes y de los mercaderes tienen torres que se alzan por encima de las demás. Los techos son de tejas rojas, y los puentes sobre los canales están recubiertos de mosaicos, rojos, azules y verdes. Y las banderas de los príncipes, de todos los colores, ondean sobre las torres blancas. En la más alta de todas las torres está clavada, como un pináculo, la espada de Erreth-Akbé, apuntando al cielo. Cuando el sol sale en Havnor, primero se refleja en la espada y la hace centellear, y cuando se pone, la hoja brilla como el oro sobre el crepúsculo, durante un rato.

—¿Quién fue Erreth-Akbé? —preguntó Arha, con aire de burla.

El la miró en silencio, pero le sonrió. Luego dijo, como si se le ocurriera en ese momento: —Cierto que poco podéis saber aquí de él. Nada, quizá, aparte de que vino a los países kargos. ¿Y qué sabes tú de esa historia?

—Que perdió su vara de hechicero, su amuleto y sus poderes, lo mismo que tú —respondió ella—. Que escapó del Sumo Sacerdote y huyó hacia el Oeste, y que lo mataron los dragones. Pero si hubiese venido a las Tumbas, no habría habido necesidad de dragones.

—Es verdad —dijo el prisionero.

Arha no quería hablar más de Erreth-Akbé, presintiendo que el tema era peligroso. —Era señor de dragones, dicen. Y tú dices que también lo eres. Cuéntame: ¿qué es un señor de dragones?

El tono de Arha era siempre burlón; las respuestas del hombre, llanas y directas, como si creyera en la buena fe de las preguntas.

—Una persona con quien los dragones aceptan hablar —dijo—, eso es un señor de dragones, o al menos eso es lo que importa. No se trata de domar a los dragones, como cree la mayor parte de la gente. Los dragones no se dejan domar por nadie. Con un dragón, el problema es siempre el mismo: o habla contigo o te devora. Si puedes contar con que haga lo primero, y no lo segundo, entonces eres un señor de dragones.

—¿Hablan los dragones?

—¡Por supuesto que hablan! En la Lengua Antigua, la misma que nosotros los hombres aprendemos con tanta dificultad y usamos con tanta torpeza en nuestros hechizos de magia y de transformación. Ningún hombre conoce bien esa lengua, ni siquiera una décima parte. Aprenderla lleva demasiado tiempo. Pero los dragones viven mil años… Vale la pena hablar con ellos, como puedes suponer.

—¿Hay dragones aquí, en Atuan?

—No, desde hace muchos siglos, creo, ni en Ka-rego-At. Pero en vuestra isla más septentrional, Hur-at-Hur, se dice que aún quedan grandes dragones en las montañas. Los de los Países del Interior están ahora todos muy al Oeste, en el remoto Confín del Poniente, en islas donde no hay hombres y que muy pocos conocen. Cuando tienen hambre, llega a vérselos en los territorios del Este; pero eso no es frecuente. He visto la isla donde se reúnen para bailar juntos. Vuelan en círculos con alas enormes, yendo y viniendo, elevándose cada vez más sobre el mar de poniente, como un torbellino de hojas amarillas en el otoño.

Arrebatado por esta visión, el hombre miraba a través de las negras pinturas de las paredes, a través de los muros, la tierra, y las tinieblas, y veía el mar abierto, que se extendía hacia el ocaso, y los dragones dorados en el viento dorado.

—Mientes —dijo la joven con vehemencia—, son invenciones tuyas.

El la miró sorprendido. —¿Por qué habría de mentir, Arha?

—Para que yo me sienta como una tonta y estúpida y miedosa. Para hacerte pasar por sabio y valiente y poderoso, y señor de dragones, y esto y aquello y lo de más allá. Tú has visto bailar a los dragones, y las torres de Havnor, y lo sabes todo. Y yo no sé nada de nada y no he ido a ninguna parte. ¡Pero todo lo que sabes son mentiras! No eres nada más que un ladrón y un prisionero, y no tienes alma, y nunca volverás a salir de aquí. Qué importa que haya océanos y dragones y torres blancas y todo lo demás, porque nunca volverás a verlos, nunca verás nada, ni siquiera la luz del sol. Todo cuanto yo conozco es la oscuridad, la noche subterránea. Y eso es lo único que realmente existe. Eso es, al fin y al cabo, cuanto hay que conocer. El silencio y la oscuridad. Tú lo sabes todo, hechicero. Pero yo sé una cosa: ¡la única cosa que es cierta!

Él agachó la cabeza. Las manos largas y cobrizas le descansaban sobre las rodillas. Arha le miró las cicatrices de la cara. Había ido más lejos que ella en la oscuridad; conocía la muerte mejor que ella, incluso la muerte… Sintió que un arrebato de odio subía a ella y le apretaba la garganta. ¿Cómo podía estar allí tan desvalido y ser tan fuerte a la vez? ¿Por qué no podía vencerlo?

—Por eso te he dejado vivir —dijo de repente, sin ninguna premeditación—. Quiero que me enseñes los trucos de los hechiceros. Mientras tengas algo que enseñarme seguirás con vida. Si no tienes nada que enseñarme, si tus artes no son más que bufonadas y mentiras, entonces acabaré contigo. ¿Has entendido?

—Sí.

—Muy bien. Adelante.

Él hundió un momento la cabeza entre las manos y cambió de postura. El ceñidor de hierro le impedía ponerse cómodo, a menos que se tendiera boca abajo.

Por último levantó la cara y habló con gran seriedad: —Escucha, Arha. Yo soy un Mago, lo que tú llamas un hechicero. Domino ciertas artes y poderes. Eso es verdad. También es verdad que aquí, en el Lugar de las Antiguas Potestades, mi fuerza es muy escasa y mis artes de poco sirven. Aunque podría obrar para ti sortilegios de ilusión y mostrarte toda suerte de maravillas. Es la parte más sencilla de la magia. He hecho sortilegios desde niño, y podría hacerlos aún aquí. Pero si crees en ellos, te aterrorizarán, y quizá quieras matarme si el miedo te enfurece. Y si no crees, no verás más que mentiras y bufonadas, como tú dices; y en ese caso también pierdo la vida. Y mi deseo y mi propósito, por el momento, es seguir vivo.

Esto la hizo reír, y dijo: —Oh, vivirás algún tiempo, ¿no te das cuenta? ¡Pareces tonto! Está bien, enséñame esas ilusiones. Sé que son artificios y no me asustarán. En verdad, tampoco me asustarían si fuesen reales. Pero empieza de una vez. Tu precioso pellejo está a salvo, al menos por esta noche.

Él se rió al oírla, como ella un momento antes. Se pasaban del uno al otro la vida de él como si jugasen con una pelota.

—¿Qué quieres que te muestre?

—¿Qué puedes mostrarme?

—Cualquier cosa.

—¡Cómo fanfarroneas!

—No —dijo él, visiblemente picado—. No fanfarroneo, por lo menos, no es mi intención.

—Muéstrame algo, algo que según tú merezca la pena. ¡Cualquier cosa!

Él inclinó la cabeza y se quedó mirándose las manos. No pasó nada. La vela de sebo de la linterna de Arha ardía con una luz tenue pero constante. Las imágenes de los muros, las negras figuras con alas de pájaro abatidas y ojos pintados en rojo y blanco se cernían amenazadoras sobre él y sobre ella. No se oía ningún ruido. Arha suspiró decepcionada y un tanto triste. Él era débil; hablaba de grandes cosas, pero no hacía nada. No era más que un mentiroso, ni siquiera un verdadero ladrón. —En fin —dijo, y se recogió las faldas para levantarse. La lana susurró de un modo raro al moverse. Arha se miró y se irguió sobresaltada.

El pesado ropón negro que llevaba desde hacía años había desaparecido; tenía ahora un vestido de seda color turquesa, brillante y delicado como el cielo del atardecer, acampanado en las caderas. Y la falda estaba toda bordada con finos hilos de plata, aljófar y gemas de cristal, y relucía levemente como la lluvia de abril.

Miró al mago, sin habla.

—¿Te gusta?

—¿De dónde…?

—Es como el vestido de una princesa que vi en la Fiesta del Retorno del Sol, en el Palacio Nuevo de Havnor —dijo él, mirándola con satisfacción—. Dijiste que querías ver algo que mereciera la pena. Te muestro a ti misma.

—Haz… hazlo desaparecer.

—Tú me diste tu capa —dijo él en un tono de reproche—. ¿No puedo yo darte nada? Bueno, no te preocupes. Es pura ilusión; mira.

Se hubiera dicho que no había movido un dedo, y desde luego no pronunció una sola palabra; pero el esplendor azul de la seda desapareció, y Arha volvió a llevar el rústico vestido negro.

Permaneció un momento inmóvil y callada.

—¿Cómo puedo saber —dijo al fin— si eres lo que pareces?

—No puedes —dijo él—. Yo no sé lo que parezco a tus ojos.

Arha se quedó un momento pensativa. —Podrías embaucarme, para que yo te viera como…—Se interrumpió, porque él había levantado la mano y parecía señalar hacia arriba, con el mínimo esbozo de un gesto. Ella pensó que estaba urdiendo un sortilegio y retrocedió a toda prisa hacia la puerta; pero levantando los ojos descubrió en lo alto de la bóveda oscura un pequeño recuadro: la mirilla de la recámara del Templo de los Dioses Gemelos.

No entraba luz por la mirilla y Arha no vio ni oyó a nadie allí, pero él la miraba ahora con ojos interrogantes.

Estuvieron quietos y callados un tiempo.

—Tu magia es mera tontería, para embaucar niños —dijo ella con voz clara—. Supercherías y mentiras. Ya he visto bastante. Servirás de pasto a los Sin Nombre. Yo no volveré.

Recogió la linterna y salió, y corrió ruidosamente y a fondo los pasadores de hierro. Luego se quedó un momento al lado de la puerta, consternada. ¿Qué debía hacer?

¿Cuánto había visto u oído Kossil? ¿De qué habían hablado? No lo recordaba. Parecía que nunca le decía al prisionero lo que había pensado decirle. Él siempre la enredaba con aquellas historias de dragones y torres, dando nombre a los Sin Nombre, y mostrándole que quería vivir, y agradeciéndole la capa sobre la que estaba tendido. Él nunca decía lo que tenía que haber dicho. Ella ni siquiera le había preguntado por el talismán que aún llevaba escondido en el pecho.

Mejor así, puesto que Kossil había estado escuchando.

Pero, ¿qué más daba, qué podía hacer Kossil? Sin embargo, desde el mismo momento que se lo preguntó, supo la respuesta. Nada más fácil de matar que un halcón enjaulado. Encadenado en aquella jaula de piedra, el hombre estaba indefenso. A la Sacerdotisa del Dios-Rey le bastaría mandar a su sirviente Duby a que lo estrangulase aquella misma noche; y si ella y Duby no conocían hasta ese extremo el Laberinto, bastaría con echar veneno en polvo por la mirilla de la Cámara Pintada. Kossil tenía cajas y redomas de sustancias nocivas; unas para envenenar los alimentos y el agua, y otras que emponzoñaban el aire y mataban a quien lo respirase demasiado tiempo. Y por la mañana el hombre estaría muerto. Nunca más habría una luz bajo las Tumbas.

Arha recorrió de prisa los estrechos pasadizos de ledra hasta la entrada de la Cripta, donde Manan la esperaba, acuclillado y paciente como un viejo sapo en la oscuridad. Las visitas de Arha al prisionero lo inquietaban. Ella no quería que la acompañase hasta el final y habían acordado que él la esperaría allí. Ahora le alegraba tenerlo a mano. En él, al menos, podía confiar.

—Manan, escucha. Irás a la Cámara Pintada, ahora mismo. Dile al hombre que lo llevas para enterrarlo vivo bajo las Tumbas. —Los ojillos de Manan se iluminaron.— Dilo en voz bien alta. Sácale la cadena y llévalo a… —Se interrumpió, porque aún no había decidido cuál sería el mejor escondite para el prisionero.

—A la Cripta —dijo Manan, impaciente.

—No, tonto. He dicho que lo digas, no que lo hagas. Espera…

¿Dónde estaría a salvo de Kossil y de los espías de Kossil? En ninguna parte, a no ser en los subterráneos más profundos, los lugares más sagrados y ocultos de los dominios de los Sin Nombre, adonde ni ella se atrevía a ir. Aunque ¿no se atrevería Kossil a casi cualquier cosa? Podía, sí, temer los lugares oscuros, pero se sobrepondría al miedo si fuera necesario. Era imposible saber hasta qué punto conocía ella el plano del Laberinto, por Thar, por la encarnación anterior de Arha, o incluso por las exploraciones secretas que ella misma podía haber llevado a cabo en otros tiempos. Arha sospechaba que Kossil sabía más de lo que aparentaba saber. Pero había un camino que ella sin duda no había descubierto, el secreto mejor guardado.

—Llevarás al hombre adonde yo te guíe, y lo harás a oscuras. Luego, cuando te traiga de vuelta aquí, cavarás una fosa en la Cripta y harás un ataúd, y lo meterás vacío en la fosa, y le echarás tierra encima, pero que se note, de modo que el que lo busque pueda encontrarlo. Una fosa profunda. ¿Entiendes?

—No —dijo Manan, terco y malhumorado—. Pequeña, esa farsa no es sensata. No está bien. ¡No tendría que haber ningún hombre aquí! Nos caerá un castigo…

—Sí, ¡y a un viejo tonto le cortarán la lengua! ¿Te atreves a decirme a mí lo que es sensato? Yo obedezco las órdenes de las Potestades Tenebrosas. ¡Sígueme!

—Perdón, mi ama, perdón…

Regresaron a la Cámara Pintada. Arha esperó fuera, en el túnel, mientras Manan entraba y soltaba la cadena del aro del muro. Oyó que la voz profunda inquiría: «¿A dónde vamos ahora, Manan?», y que la voz de contralto respondía hoscamente: «Vamos a enterrarte vivo, ha dicho mi ama. Bajo las Piedras Sepulcrales. ¡Levántate!». Arha oyó que la pesada cadena restallaba como un látigo.

El prisionero salió. Llevaba dos brazos atados con el cinturón de cuero de Manan. Manan asomó detrás, como si sujetara un perro tirando de una corta traílla, sólo que el collar ceñía una cintura y la traílla era de hierro. El prisionero miró a Arha, pero ella sopló la bujía y, sin decir una palabra, se internó en la oscuridad. Pronto se movió con pasos lentos pero regulares como cada vez que andaba a oscuras por el Laberinto, tocando las paredes con las yemas de los dedos a ambos lados. Manan y el prisionero la seguían, mucho más torpes a causa de la trailla, tropezando y arrastrando los pies. Pero tenían que ir a oscuras, pues Arha no quería que ninguno de los dos aprendiese el camino.

Una vuelta a la izquierda después de la Cámara Pintada,.y dejar atrás una abertura, y tomar la siguiente a la derecha, y pasar de largo otra abertura a la derecha; luego un largo trecho curvo y un tramo de escaleras descendentes, largo, resbaladizo y demasiado estrecho para pies humanos normales. Arha nunca había ido más allá de esos escalones. Recordaba muy bien las instrucciones y aun el tono de la voz de Thar. Bajar los escalones (detrás de ella el prisionero tropezó en la oscuridad, y oyó que jadeaba y que Manan lo obligaba a levantarse, con un fuerte tirón de la cadena) y, al llegar abajo, girar en seguida a la izquierda. Continuar por la izquierda, pasar tres aberturas, luego la primera a la derecha y continuar por la derecha. Los túneles se alargaban en curvas y ángulos; no había ninguno recto. «Ahora tendrás que bordear el Pozo —decía la voz de Thar en la oscuridad de su propia mente—. Y el paso es muy estrecho.»

Aminoró el paso, y agachándose, avanzó tanteando el suelo con una mano adelantada. El pasadizo iba ahora en línea recta un largo trecho, dando una engañosa seguridad al transeúnte. De improviso la mano que seguía tocando y explorando la roca delante de ella, no encontró nada. Había un reborde de piedra, y más allá el vacío. Por la derecha, el muro del corredor se precipitaba a plomo en el pozo. A la izquierda había una cornisa, un bordillo no mucho mayor que la palma de la mano.

—Hay un pozo. Poneos a la izquierda, pegados al muro, y caminad de costado, arrastrando los pies. No sueltes la cadena, Manan… ¿Estáis en la cornisa? Cada vez es más estrecha. No piséis con los talones. Bueno, ya he pasado el pozo. Dame la mano. Aquí…

El túnel corría ahora en cortos zigzagues y con muchas aberturas laterales; en algunas de ellas el sonido de las pisadas resonaba con ecos extraños, cavernosos; pero, había aún algo más extraño, una corriente de aire muy débil, una especie de succión. Aquellos pasadizos terminaban sin duda en un pozo semejante al que acababan de dejar atrás. Tal vez hubiera allí, en esta parte baja del Laberinto, una cavidad, una caverna mucho más profunda y vasta que la Cripta, un negro e inmenso vacío interior.

Pero por encima de ese abismo, a medida que se internaban en los túneles oscuros, los pasadizos se iban haciendo cada vez más estrechos y bajos, tanto que aun Arha tenía que encorvarse. ¿Es qué aquel camino no tendría fin?

El final llegó de repente: una puerta cerrada. Encorvada, pero caminando con más rapidez que de costumbre, Arha chocó contra la puerta, golpeándose la frente y las manos. Buscó a tientas la cerradura, luego la llavecita entre las que le colgaban del cinturón, la llave de plata que nunca había usado, la de la guarda en forma de dragón. La llave entró en la cerradura y giró. Arha abrió la puerta del Gran Tesoro de las Tumbas de Atuan. Un aire seco, acre y rancio brotó como un suspiro de la oscuridad.

—Manan, tú no puedes entrar aquí. Espera en la puerta.

—¿Él sí y yo no?

—Si entras en esta cámara, Manan, nunca saldrás. Es la ley para todos menos para mí. Ningún mortal ha salido con vida de esta cámara. ¿Quieres entrar?

—Esperaré afuera —dijo la voz melancólica en la negrura—. Ama, mi ama, no cierres la puerta…

El miedo de Manan acobardó a Arha, que dejó la puerta entornada. Y en verdad aquel lugar le parecía terrible y hosco, y además desconfiaba del prisionero, por muy maniatado que estuviese. Una vez dentro, encendió la luz. Las manos le temblaban. En aquella atmósfera cerrada y muerta la linterna tardó en encenderse. A la luz trémula y amarillenta de la llama, que después de la larga caminata nocturna parecía resplandeciente, la Cámara del Tesoro apareció alrededor, poblada de sombras movedizas.

Había seis grandes cofres, todos de piedra, todos cubiertos de fino polvo gris, como el moho del pan; nada más. Las paredes eran toscas, el techo bajo. Hacía frío, un frío profundo que parecía helar la sangre en las venas. No había telarañas, sólo polvo. Nada vivía allí, absolutamente nada, ni siquiera las escasas arañas blancas del Laberinto. El polvo era espeso, muy espeso, y quizá cada partícula de polvo era un día transcurrido aquí, donde no había tiempo ni luz: días, meses, años, siglos trocados en polvo.

—Éste es el sitio que buscabas —dijo Arha, con voz firme—. Éste es el Gran Tesoro de las Tumbas. Has llegado al fin. Ahora nunca podrás abandonarlo.

El hombre no respondió. Parecía que ahora estuviese tranquilo, pero tenía en los ojos una expresión que turbó a Arha; una desolación, la mirada de quien se siente traicionado.

—Dijiste que querías seguir viviendo. Éste es el único sitio que conozco donde puedes seguir vivo. Kossil te mataría o me obligaría a matarte, Gavilán; Pero hasta aquí no puede alcanzarte.

Él seguía callado.

—De todos modos, nunca hubieras podido salir de las Tumbas. ¿No te das cuenta? Aquí pasa lo mismo. Pero al menos has llegado al… al término de tu viaje. Lo que buscabas está aquí.

El prisionero se sentó en uno de los grandes cofres. Estaba agotado. La cadena que arrastraba rechinó ásperamente contra la piedra. Miró alrededor los muros grises y las sombras; luego miró a Arha.

Ella apartó los ojos y observó los cofres de piedra. No sentía ningún deseo de abrirlos. Ni le interesaba ver qué maravillas se pudrían dentro.

—Aquí no hace falta que lleves la cadena. —Se acercó a él, soltó el ceñidor de hierro y desenganchó el cinturón de cuero de Manan que le sujetaba los brazos.— Tendré que echar el cerrojo, pero cuando venga me fiaré de ti. Ya sabes que no puedes salir, que no debes intentarlo. Yo soy la mano vengadora, cumplo la voluntad de los Sin Nombre, pero si los traiciono, si tú traicionas mi confianza, ellos mismos se vengarán. No intentes salir de esta cámara, atacándome o engañándome cuando venga. Tienes que confiar en mí.

—Haré lo que tú dices —dijo él con dulzura.

—Te traeré agua y comida, cuando pueda. No será mucho. Bastante agua, pero no demasiada comida, por ahora. También yo empiezo a tener hambre, ¿sabes? La suficiente para que sigas vivo. Es posible que no pueda venir en uno o dos días, o quizás más. Necesito despistar a Kossil. Pero vendré. Lo prometo. Aquí tienes el frasco. Economiza el agua, porque tardaré en volver. Pero volveré.

Él alzó el rostro y la miró con expresión extraña.

—Ten cuidado, Tenar —dijo.

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