11. Las montañas de poniente

Tenar despertó debatiéndose entre pesadillas, tratando de escapar de unos parajes por donde había caminado durante tanto tiempo que la carne se le había desprendido y ella podía verse los dobles huesos blancos de los brazos, que brillaban débilmente en la oscuridad. Abrió los ojos a una luz dorada y aspiró el olor picante de la salvia. Un dulce bienestar fue colmándola poco a poco, hasta que al fin desbordó; se sentó en el suelo, estiró los brazos fuera de las negras mangas del manto y miró en torno con evidente complacencia.

Estaba anocheciendo. El sol se había puesto detrás de las montañas que asomaban altas y próximas en el oeste; pero el resplandor del crepúsculo inundaba la tierra y el cielo: un vasto y despejado cielo invernal, una vasta tierra árida y dorada, de montañas y valles anchos. El viento había amainado. Hacía frío y el silencio era total. Nada se movía. Las hojas de las matas de salvia cercanas estaban secas y grises; los tallos resecos de las minúsculas hierbas del desierto le pinchaban las manos. El inmenso y silencioso prodigio dé la luz ardía en cada rama y blanqueaba tallos y hojas, sobre las colinas, en el aire.

Miró a la izquierda y vio al hombre tendido en el suelo del desierto, envuelto en la capa, con un brazo bajo la cabeza, profundamente dormido. El rostro tenía una expresión seria, casi malhumorada; pero la mano izquierda yacía flojamente sobre la tierra, junto a un cardo pequeño que todavía conservaba el raído capuchón de pelusa gris y la diminuta coraza de púas y espinas. El hombre y el pequeño cardo del desierto; el cardo y el hombre dormido…

Un hombre cuyos poderes eran parecidos a los de las Antiguas Potestades de la Tierra, y no menos fuertes; un hombre que hablaba con los dragones y paraba los terremotos con una palabra. Y allí reposaba, dormido sobre la tierra, con un pequeño cardo junto a la mano. Qué extraño era todo. Vivir, estar en el mundo, era algo muchísimo más extraño que lo que ella soñara jamás. Los fulgores del cielo tocaron los cabellos polvorientos del hombre y por un instante doraron el cardo.

La luz se extinguía lentamente. Y el frío parecía más intenso minuto a minuto. Tenar sé levantó y empezó a juntar salvia seca, quebrando las ramas delgadas, pero recias y nudosas, como de roble. Se habían detenido allí a eso del mediodía, cuando hacía calor, y el cansancio les había impedido continuar. Un par de enebros achaparrados y la ladera occidental del cerro por la que acababan de descender eran abrigo suficiente; después de beber un poco de agua del frasco, se habían echado en el suelo a dormir.

Bajo los arbolitos había unas ramas más largas, y ella las recogió. Cavando un hoyo entre unas rocas que emergían de la tierra, preparó una hoguera y la encendió con su pedernal. La yesca de hojas y ramitas de salvia se encendió con rapidez. Las ramas secas se inflamaron en llamas encarnadas, perfumadas de resina. Ahora, todo parecía oscuro alrededor de la hoguera, y las estrellas asomaban otra vez en la vastedad del cielo. La crepitación y el chisporroteo de las llamas despertaron al hombre dormido. Se incorporó, se frotó la cara mugrienta con las manos, y al fin se levantó, entumecido, y se acercó al fuego.

—Me pregunto…—dijo con voz soñolienta.

—Lo sé, pero no aguantaremos aquí toda la noche sin un fuego. Hace demasiado frío. —Y al cabo de un momento, ella agregó: —A menos que tú conozcas alguna magia que nos mantenga calientes, o que oculte la luz…

El se sentó junto al fuego, los pies casi metidos en las llamas y abrazándose las rodillas. —¡Brr! —dijo—. El fuego es mucho mejor que la magia. He creado una pequeña ilusión a nuestro alrededor; si alguien viene por aquí le pareceremos palos y piedras. ¿Qué crees tú? ¿Nos estarán siguiendo?

—Lo temo, aunque no es probable. Nadie excepto Kossil sabía que tú estabas allí. Kossil y Manan. Y ellos han muerto. Seguramente ella estaba en el Palacio del Trono cuando se derrumbó. Esperándonos en la puerta-trampa. Y los otros, los demás, pensarán que yo estaba en el Palacio o en las Tumbas, y que me ha sepultado el terremoto.

—También ella se abrazó las rodillas, y se estremeció.— Espero que los otros edificios no se hayan derrumbado. No se veían bien desde la colina, con tanto polvo. No los templos y las casas, al menos, no la Casa Grande donde duermen las niñas…

—Yo diría que no. Sólo las Tumbas, que se devoraron a sí mismas. Vi el techo de oro de un templo cuando nos alejábamos; todavía estaba en pie. Y había gente al pie de la colina, gente corriendo.

—Qué dirán, qué pensarán… ¡Pobre Penta! Quizá tenga que convertirse en la Suma Sacerdotisa del Dios-Rey. Ella era quien siempre deseaba escapar. No yo. Quizás escape ahora. —Tenar sonrió. Tenía una alegría que ningún pensamiento ni ningún temor podía ensombrecer, la misma alegría confiada que había nacido dentro de ella al despertar a la luz dorada. Abrió la bolsa y sacó dos panecillos aplastados; le dio uno a Ged por encima del fuego y mordió el otro. El pan era duro, y agrio, y muy bueno para comer. Durante un rato los dos masticaron en silencio.

—¿A qué distancia estamos del mar?

—Dos días y dos noches tardé en venir. Tardaremos más en ir.

—Soy fuerte —dijo ella.

—Eres fuerte y valiente. Pero tu compañero está cansado —dijo él con una sonrisa—. Y no tenemos mucho pan.

—¿Encontraremos agua?

—Mañana en las montañas.

—¿Podrás encontrar comida para nosotros? —preguntó ella, con cierta timidez e indecisión.

—Para cazar hace falta tiempo, y armas.

—Quiero decir, ya sabes, con encantamientos.

—Puedo llamar a un conejo —dijo él, atizando el fuego con una retorcida vara de enebro—. Ahora mismo, todo alrededor, los conejos están saliendo de las madrigueras. Es la hora de los conejos, el anochecer. Si llamara a alguno por el nombre, acudiría… Pero ¿te gustaría atrapar, desollar y guisar un conejo al que has llamado así? Tal vez si estuvieras muriéndote de hambre. Pero sería un abuso de confianza, creo yo.

—Sí. Yo pensaba que quizá podrías…

—Hacer aparecer una cena —dijo él—. Oh, podría. Y en vajilla de oro, si quieres. Pero eso es ilusión, y cuando comes ilusiones acabas más hambriento que antes. Lo mismo sería que te comieras tus propias palabras. —Durante un instante ella vio brillar los dientes blancos de Ged a la luz de la hoguera.

—Tu magia es singular —dijo con cierta dignidad, de igual a igual, de Sacerdotisa a Mago—. Por lo que parece, sólo sirve para cosas grandes.

Él agregó un poco de leña al fuego y las llamas estallaron en chisporroteos y crepitaciones, un juego de artificios que olía a enebro.

—¿De veras puedes llamar a un conejo? —preguntó Tenar de pronto.

—¿Quieres que lo haga?

Ella asintió.

El se apartó del fuego y dijo con voz queda hacia la oscuridad inmensa y estrellada: —Kebbo… O kebbo…

Silencio. Ningún sonido. Ningún movimiento. Y de pronto, en el linde mismo de la parpadeante luz de las llamas, apareció un ojo, redondo como un guijarro de azabache, muy cerca del suelo. La curva de un lomo peludo; una oreja, larga, levantada, atenta.

Ged habló otra vez. La oreja tembló, y una segunda oreja emergió repentinamente de las sombras; luego, el animalito se volvió y Tenar lo vio entero un instante, el brinco corto, ágil y sigiloso con que regresó despreocupado a sus ocupaciones nocturnas.

—¡Ahí —dijo ella, recuperando el aliento—. Qué encanto. —Y preguntó en seguida: —¿No podría hacerlo yo?

—Pues…

—Es un secreto —dijo ella, seria otra vez.

—El nombre del conejo es un secreto. Al menos, no se ha de pronunciar a la ligera, sin una razón. Pero lo que no es un secreto, sino más bien un don, o un misterio, entiendes, es el poder de convocar a alguien.

—Oh —dijo ella—. Y eso es lo que tú tienes. ¡Ahora comprendo! —Había una pasión en la voz de Tenar que la burla presunta no lograba esconder. Él la miró y no respondió.

En realidad, todavía estaba agotado por la lucha con los Sin Nombre: había consumido todas sus energías en aquellos túneles que se sacudían. Y aunque había ganado, no le quedaban ánimos para celebrarlo. Pronto volvió a acurrucarse, lo más cerca posible del fuego, y se durmió.

Tenar se quedó alimentando el fuego y contemplando las constelaciones invernales que centelleaban de horizonte a horizonte hasta que se adormeció mareada por el esplendor y el silencio.

Los dos despertaron. La hoguera estaba apagada. Las estrellas que Tenar había contemplado brillaban lejos ahora, más allá de las montañas, y otras nuevas habían asomado por el este. Los había despertado el frío, el frío seco de la noche desértica, el viento como un cuchillo de hielo. Un celaje de nubes cubría el cielo por el sudoeste.

La leña casi se había acabado. —En marcha —dijo Ged—. No tardará en amanecer. —Le castañeteaban los dientes y a ella le costaba entender lo que él decía. Echaron a andar, subiendo por la larga ladera del oeste. Los matorrales y las rocas parecían negros a la luz de las estrellas, y era fácil caminar, como si fuera de día. Después de un primer rato de frío, entraron en calor; dejaron de encogerse y tiritar, y empezaron a moverse más fácilmente. Al amanecer estaban ya en la primera elevación de las montañas que hasta entonces habían amurallado la vida de Tenar.

Hicieron alto en un bosquecillo con árboles de hojas doradas v temblorosas que aún pendían de las ramas. Él le dijo que eran chopos; ella no conocía más árboles que el enebro, los álamos enfermizos que crecían junto a las fuentes del río y los cuarenta manzanos del huerto del Lugar. Un pajarito gorjeaba débilmente entre los chopos: dii-dii. Bajo los árboles corría un riachuelo, estrecho pero ruidoso, turbulento entre las rocas y cascadas, demasiado revuelto para helarse. Tenar casi tuvo miedo. Estaba acostumbrada al desierto donde las cosas son silenciosas y se mueven despacio: ríos perezosos, sombras de nubes, buitres volando en círculos.

Se repartieron un pedazo de pan y una última migaja de queso como desayuno, descansaron un poco y continuaron subiendo.

Al anochecer el cielo estaba encapotado, soplaba el viento, y el frío era glacial. Acamparon en el valle de otro río, en un paraje donde abundaba la madera, y esta vez se calentaron con un vivaz fuego de leños.

Tenar era feliz. En el hueco de un tronco caído había encontrado el escondite de nueces de una ardilla: un par de libras de buenas nueces, de cáscara lisa, que Ged, desconociendo el nombre kargo, llamaba ubir. Ella las cascaba una por una sobre una piedra chata, y le pasaba al hombre una de cada dos.

—Ojalá pudiéramos quedarnos aquí —dijo, mirando hacia el valle, ventoso y ya casi oscuro, entre las colinas—. Me gusta este sitio.

—Es un buen sitio —convino él.

—Aquí nunca viene nadie.

—No muy a menudo… Yo nací en las montañas —dijo él—, en la Montaña de Gont. Pasaremos por allí, en camino hacia Havnor, si navegamos por la ruta del norte. Es hermosa en invierno, elevándose toda blanca del mar, como una ola muy alta. Mi aldea estaba a la orilla de un riachuelo como éste. ¿Dónde naciste tú, Tenar?

—En el norte de Atuan, en Entat, me parece. No lo recuerdo.

—¿Tan pequeña eras cuando te llevaron?

—Tenía cinco años. Recuerdo un hogar encendido y… y nada más. —El se frotó el mentón, en el que le había crecido una barba rala, pero que al menos estaba limpio; a pesar del frío, los dos sé habían bañado en los arroyos de la montaña. Se frotó el mentón con una expresión pensativa y severa. Ella lo observaba, y jamás hubiera podido decir lo que ocurría entonces dentro de ella, a la luz del fuego, en el anochecer de la montaña.

—¿Qué vas a hacer en Havnor? —dijo él, hablándole al fuego, no a ella—. En verdad… y más de lo que yo creía… has vuelto a nacer.

Ella asintió y esbozó una sonrisa. Se sentía recién nacida.

—Al menos tendrás que aprender el idioma.

—¿Tu idioma?

—Sí.

—Me gustaría.

—Bien, entonces… Esto es kabat —y echó una piedrecita al regazo de la túnica negra de Tenar.

Kabat. ¿En la lengua dragontiana?

—No, no. ¡No se trata de que eches sortilegios, sino de que hables con otros hombres y mujeres!

—¿Pero cómo se dice guijarro en la lengua de los dragones?

Tolk —dijo él—. Pero no voy a hacer de ti mi aprendiz de hechicero. Quiero enseñarte la lengua que se habla en el Archipiélago, en los Países del Interior. Yo tuve que aprender la tuya antes de venir aquí.

—La hablas de un modo raro.

—No lo dudo. Ahora, arkemmi kabat —y extendió las manos para que ella le diera el guijarro.

—¿Es necesario que vaya a Havnor?

—¿Adonde, si no, quisieras ir, Tenar?

Ella titubeaba.

—Havnor es una ciudad hermosa —dijo él—. Y tú le llevas el anillo, el signo de la paz, el tesoro perdido. Serás bien recibida, como una princesa. Te honrarán por el magnífico regalo que les llevas, y te darán la bienvenida, y tú te sentirás bienvenida. Es un pueblo noble y generoso el de esa ciudad. Te llamarán la Dama Blanca, por el color claro de tu piel, y te querrán aún más porque eres tan joven. Y porque eres hermosa. Tendrás cien vestidos como el que yo te mostré en una ilusión, pero serán reales. Encontrarás alabanzas, y gratitud, y amor. Tú, que no has conocido nada más que soledad, envidia y tinieblas.

—Estaba Manan —dijo ella, como defendiéndose, la boca un poco temblorosa—. El me quería y era bueno conmigo, siempre. Me cuidaba como mejor podía y yo lo maté; se cayó al pozo oscuro. No quiero ir a Havnor. No quiero ir. Quiero quedarme aquí.

—¿Aquí, en Atuan?

—En las montañas. Donde estamos ahora.

—Tenar —dijo Ged con una voz grave y tranquila—, en ese caso nos quedaremos. Aunque yo no tengo mi cuchillo, y si nieva, será duro. Pero mientras encontremos qué comer…

—No. Ya sé que no podemos quedarnos. Me estoy portando como una tonta —dijo Tenar, y esparciendo alrededor las cáscaras de nuez se levantó para agregar leña al fuego. Se quedó de pie, delgada y muy erguida, envuelta en la túnica y la capa negra, desgarradas y manchadas de tierra—. Todo lo que yo sé no me sirve ahora para nada —dijo—, y no he aprendido ninguna otra cosa. Trataré de aprender.

Ged desvió la mirada y se estremeció, como si hubiera sentido una punzada de dolor.

Al día siguiente cruzaron la cordillera leonada. En el paso soplaba un viento áspero, punzante y enceguecedor, que arrastraba nieve. Sólo después de descender un largo trecho por la vertiente del otro lado, fuera de la techumbre de nubes de nieve de los picos, vio Tenar la tierra que se extendía más allá de la muralla montañosa. Todo era verde: los pinos, las praderas, los campos sembrados y los barbechos. Hasta en lo más crudo del invierno, cuando los matorrales estaban desnudos, y en los bosques abundaban las ramas, era verde aquella tierra humilde y apacible. La contemplaron desde un elevado promontorio rocoso. Sin una palabra, Ged señaló el oeste, donde el sol declinaba tras unas nubes espumosas y turbias. El sol estaba cubierto, pero algo brillaba en el horizonte, algo casi tan rutilante como las paredes de cristal de la Cripta, una especie de animado resplandor al borde del mundo.

—-¿Qué es eso? —dijo ella; y él: —El mar.

Poco después, Tenar vio algo apenas menos maravilloso. Habían encontrado un camino y lo siguieron; y al caer la noche vieron una aldea: diez o doce casas a los lados del camino. Ella miró inquieta a Ged cuando advirtió que estaban llegando a un lugar habitado. Miró y no lo vio. A un lado, con las ropas de Ged, y su forma de andar, y sus zapatos, caminaba otro hombre, de tez blanca y sin barba. El la miró de soslayo. Tenía ojos azules. Le hizo un guiño.

—¿Los engañaré? —dijo—. ¿Qué te parecen tus ropas?

Ella se miró de arriba abajo. Iba vestida como una campesina: falda y jubón de color castaño oscuro, y un mantón de lana roja.

—Oh —dijo, deteniéndose de golpe—. ¿Eres… eres Ged? —En ese mismo momento lo vio con toda claridad; la cara oscura, cubierta de cicatrices que ella conocía, los ojos oscuros; y sin embargo quien marchaba junto a ella era el desconocido de piel lechosa.

—No pronuncies mi nombre verdadero delante de nadie. Tampoco yo diré el tuyo. Somos hermanos, y venimos de Tenacbah. Y creo que pediré algo para cenar, si veo una cara afable. —Le tomó la mano y entraron en la aldea.

Partieron a la mañana siguiente con el estómago lleno, después de haber dormido plácidamente en un henil.

—¿Mendigan a menudo los Magos? —preguntó Tenar, caminando entre unos prados verdes donde pastaban unas cabras y unas vacas pequeñas y moteadas.

—¿Por qué lo preguntas?

—Pareces acostumbrado a mendigar. En realidad lo hiciste bien.

—Pues sí. He mendigado toda mi vida, si lo miras de ese modo. Los hechiceros no poseen gran cosa, sabes. A decir verdad, sólo la vara y las ropas que llevan puestas, si son hechiceros errantes. La mayoría de la gente los recibe bien y les dan asilo y comida. Y ellos dan algo a cambio.

—¿Qué dan?

—Bueno, a esa mujer de la aldea, por ejemplo, le curé sus cabras.

—¿Qué enfermedad tenían?

—Las ubres infectadas, las dos. Yo de niño cuidaba cabras.

—¿Le dijiste que las habías curado?

—No. ¿Cómo hubiera podido? ¿Y por qué hubiera tenido que decírselo?

Después de un silencio ella comentó: —Ahora veo que tu magia no sólo sirve para cosas grandes.

—La hospitalidad —dijo él—, la bondad para con un forastero, son cosas grandes. Con dar las gracias basta, desde luego. Pero me apenaban las cabras.

Por la tarde llegaron a una gran ciudad. Estaba construida con ladrillos de arcilla y rodeada de murallas, al estilo kargo, con almenas voladizas, torres de atalaya en las cuatro esquinas, y un portalón único. Allí, a la entrada, unos pastores apacentaban un gran rebaño de ovejas. Los techos de tejas rojas de por lo menos un centenar de casas asomaban por encima de los muros de ladrillo amarillento. Dos soldados con los cascos de penacho rojo de la guardia del Dios-Rey custodiaban la puerta. Tenar había visto hombres con cascos idénticos que llegaban al Lugar alrededor de una vez al año, escoltando ofrendas de esclavos o dinero para el templo del Dios-Rey. Cuando se lo contó a Ged, mientras pasaban frente a la muralla, él dijo: —Yo también los vi, de niño. Invadieron Gont. Entraron en mi aldea, a saquearla. Pero fueron rechazados. Y hubo una batalla cerca del Estuario del Ar, en la costa; murieron muchos hombres, centenares, dicen. Bueno, tal vez ahora que el anillo está entero y la Runa Perdida rehecha, no habrá más correrías y matanzas entre el Imperio Kargo y los Países del Interior.

—Sería disparatado que esas cosas continuasen —dijo Tenar—. ¿Que haría el Dios-Rey con tantos esclavos?

Ged pareció reflexionar un momento.

—¿Si los kargos conquistaran el Archipiélago, quieres decir?

Ella asintió.

—No creo que eso llegue a suceder.

—Pero mira cómo es de poderoso el Imperio. Mira esta gran ciudad, con murallas, y todos esos hombres. ¿Cómo podrían resistir vuestros países, si los atacaran?

—Ésta no es una ciudad muy grande —dijo él con cautela y dulzura—. También yo la hubiese encontrado enorme, si bajara por primera vez de mi montaña. Pero hay muchas, muchas ciudades en Terramar, y comparada con ellas, ésta no es más que un pueblo. Hay muchos, muchísimos países. Ya los verás, Tenar.

Ella no dijo nada. Avanzaba fatigada, con el rostro inexpresivo.

—Es maravilloso verlos: nuevas tierras que emergen del mar a medida que tu barco se va acercando. Tierras cultivadas y bosques, ciudades con puertos y palacios, mercados donde se vende todo cuanto hay en el mundo.

Ella asintió. Sabía que él trataba de darle ánimos, pero la alegría que ella había conocido había quedado atrás, en las montañas, en el valle del riachuelo a la luz del crepúsculo. Ahora había en ella un temor que no dejaba de crecer. Todo cuanto la esperaba era desconocido. Ella sólo había visto el desierto y las Tumbas. ¿Y de qué le servía? Conocía los meandros de un laberinto en ruinas, conocía las danzas que se bailaban ante un altar derruido. Nada sabía de bosques, ni de ciudades, ni del corazón de los hombres.

De repente dijo: —¿Te quedarás tú allí conmigo?

No lo miró. Él seguía con aquel disfraz ilusorio, era un campesino kargo de tez blanca, y a ella no le gustaba verlo así. Pero su voz no había cambiado, era la misma que le había hablado en la oscuridad del Laberinto.

Él tardó en responder. —Tenar, yo voy a donde me mandan. Yo sigo mi destino. Hasta ahora, nunca me ha permitido permanecer mucho tiempo en ningún país. ¿Lo comprendes? Yo hago lo que he de hacer. Allí donde voy, tengo que ir solo. Mientras tú me necesites, estaré contigo en Havnor. Y si alguna vez vuelves a necesitarme, llámame. Acudiré. ¡Saldría de mi tumba si tú me llamaras, Tenar! Pero no puedo quedarme contigo.

Ella no replicó. Un poco después, él dijo: —No me necesitarás mucho tiempo allí. Serás feliz.

Ella inclinó la cabeza, asintiendo, en silencio.

Marcharon juntos hacia el mar.

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