3. Los prisioneros

Los pasos de Kossil resonaban regulares y deliberados en el vestíbulo de la Casa Pequeña. La figura alta y corpulenta llenó el vano de la puerta de la alcoba, pareció que se encogía cuando la sacerdotisa se inclinó y tocó el suelo con una rodilla, y volvió a crecer cuando ella se incorporó erguida y tiesa.

—Señora.

—¿Qué pasa, Kossil?

—Se me ha permitido, hasta ahora, ocuparme de ciertas cosas que pertenecen al dominio de los Sin Nombre. Si le parece, ya es tiempo de que mi señora aprenda, y vea, y se haga cargo de todos esos asuntos que aún no ha recordado en esta vida.

Arha había estado sentada en el cuarto sin ventanas, supuestamente meditando, pero en realidad sin hacer nada y casi sin pensar en nada. La expresión fija, obstinada y altanera tardó un rato en cambiar. Pero cambió, aunque ella quiso disimularlo. Al fin dijo, con cierta socarronería: — ¿El Laberinto?

—No, no entraremos en el Laberinto. Pero habrá que atravesar la Cripta de las Tumbas.

Había un matiz en la voz de Kossil que acaso fuera miedo, o quizá miedo fingido, para atemorizar a Arha. La joven se levantó sin prisa y dijo, indiferente: —Muy bien. —Pero, dentro de ella, mientras seguía a la corpulenta sacerdotisa del Dios-Rey, se sentía alborozada: ¡Por fin! ¡Por fin veré mis propios dominios!

Tenía quince años. Había pasado un año desde que se hiciera mujer y fuera reconocida a la vez como Sacerdotisa Única de las Tumbas de Atuan, la más alta de todas las altas sacerdotisas de las Tierras de Kargad, alguien a quien ni siquiera el Dios-Rey podía dar órdenes. Todas se hincaban ahora ante ella, hasta las severas Thar y Kossil. Todas le hablaban con una esmerada deferencia. Sin embargo, nada había cambiado. Nada había ocurrido. Una vez concluidas las ceremonias de la consagración, los días seguían pasando como siempre habían pasado. Había que hilar la lana, tejer la tela negra, moler el grano y celebrar los ritos; todas las noches se entonaban los Nueve Cánticos y se bendecían los portales, dos veces al año se derramaba sangre de cabra para que las Piedras bebieran y se bailaban las danzas de la oscuridad lunar, ante el Trono Vacío. Y así había pasado el año, igual que todos los años anteriores. Pero ¿pasarían así todos los años de su vida?

A veces el aburrimiento que la dominaba era tan sofocante que se parecía al terror; le cerraba la garganta. No hacía mucho, había sentido la necesidad de contárselo a alguien. O hablaba, pensó, o se volvería loca. Se lo comentó a Manan. El orgullo le impedía confiarse a las otras jóvenes, y la prudencia, confesarse con las mujeres mayores, pero Manan no era nada, sólo un viejo manso y fiel; dijera lo que dijera, importaba poco. Sorprendida, descubrió que Manan tenía una respuesta.

—Hace mucho tiempo —dijo—, como tú sabes, pequeña, antes de que nuestros Cuatro Países se unieran en un imperio, antes de que hubiera un Dios-Rey que reinara sobre todos nosotros, había un montón de reyezuelos, de príncipes y caciques. Y siempre estaban disputando unos con otros. Y venían aquí a resolver sus disputas. Así que venían de nuestra patria Atuan, y de Karego-At, y de At-nini, y hasta de Hur-at-Hur, todos los caciques y príncipes, con sus servidumbres y sus ejércitos. Y te preguntaban qué tenían que hacer. Y tú te ponías delante del Trono Vacío y les transmitías él consejo de los Sin Nombre. Bueno, eso era hace mucho. Más tarde, los Reyes-Sacerdotes llegaron a gobernar en toda Karego-At, y pronto también en Atuan; y ahora, desde nace cuatro o cinco vidas humanas, los Dioses-Reyes reinan en las cuatro islas, convertidas en un imperio. Y por eso las cosas han cambiado. El Dios-Rey puede deponer a los caciques rebeldes y arbitrar él mismo todas las disputas. Y al ser un dios, no necesita consultar a los Sin Nombre demasiado a menudo.

Arha reflexionó un rato. El tiempo no significaba mucho allí, en el desierto, bajo las piedras inmutables, llevando una vida que había sido siempre igual desde el principio del mundo. No estaba habituada a pensar en las cosas que cambian, en las viejas costumbres que mueren y en las nuevas que las sustituyen. Pero estas consideraciones no la tranquilizaban. —Los poderes del Dios-Rey son muy inferiores a los de Aquellos a quienes yo sirvo —dijo, frunciendo el ceño.

—Sin duda… Sin duda… Pero eso no se le dice a un dios, pequeño panal de miel. Ni a su sacerdotisa.

Mirando los ojos pequeños y parpadeantes de Manan, Arha pensó en Kossil, la Suma Sacerdotisa del Dios-Rey, a quien había temido desde que llegara al Lugar, y comprendió lo que el eunuco quería decirle.

—Pero el Dios-Rey y los suyos descuidan el culto de las Tumbas. Nunca viene nadie.

—Bueno, manda prisioneros para los sacrificios. De eso no se olvida. Ni tampoco de las ofrendas a los Sin Nombre.

—¡Ofrendas! ¡El Templo se vuelve a pintar todos los años, hay un quintal de oro en el altar, en las lámparas arde esencia de rosas! Y mira el Palacio del Trono: agujeros en el techo, la cúpula agrietada, y ratas, lechuzas y murciélagos en todos los muros… Pero de cualquier modo sobrevivirá al Dios-Rey y a todos los otros templos, y a todos los reyes que le sucedan. Estaba ahí antes que ellos y seguirá ahí cuando todos hayan desaparecido. Es el centro dé las cosas.

—Es el centro de las cosas.

—Hay riquezas allí; Thar me ha hablado de ellas. Tantas como para llenar diez veces el Templo del Dios-Rey. Oro y trofeos ofrendados hace siglos, cien generaciones atrás, quién sabe por cuánto tiempo. Están guardadas bajo tierra, en los fosos y los sótanos. No quieren llevarme allí, y tengo que esperar y esperar. Pero yo sé cómo es. Hay cámaras subterráneas en el Palacio, en todo el Lugar, aun debajo de donde estamos ahora. Hay una inmensa maraña de túneles, un Laberinto. Es como una gran ciudad oscura, debajo de la colina. Llena de oro y de espadas de antiguos héroes, y de viejas coronas, y de osamentas, y de años, y de silencios.

Hablaba como en trance, en éxtasis. Manan la observaba. La cara fofa, que nunca expresaba más que una impenetrable y sufrida tristeza, estaba ahora más triste que de costumbre. —Bueno, y tú eres la dueña y señora de todo eso —dijo—. Del silencio y la oscuridad.

—Sí. Pero ellas no quieren enseñarme nada, sólo las cámaras detrás del Trono. Ni siquiera me han mostrado las entradas de los subterráneos; sólo las mencionan entre dientes y rara vez. ¡Me excluyen de mis propios dominios! ¿Por qué me hacen esperar y esperar?

—Eres joven. Y quizás —respondió Manan con su ronca voz de contralto—, quizás tienen miedo, pequeña. Al fin y al cabo, esos dominios no les pertenecen, son sólo tuyos. Ellas corren peligro cuando entran allí. No hay mortal que no tema a los Sin Nombre.

Arha no dijo nada, pero le brillaban los ojos. Una vez más Manan le había mostrado una nueva forma de ver las cosas. Tan formidables, tan frías y fuertes le habían parecido siempre Thar y Kossil, que jamás hubiera imaginado que pudiesen tener miedo. Y sin embargo Manan no se equivocaba. Ellas temían aquellos lugares, aquellos poderes de los que Arha era parte y a los que pertenecía. Tenían miedo de penetrar en los lugares oscuros, miedo de ser devoradas.

Ahora, mientras descendía con Kossil los peldaños de la Casa Pequeña y subía por el sendero empinado y sinuoso que conducía al Palacio del Trono, recordaba aquella conversación con Manan y se sentía animada otra vez. La llevasen donde la llevasen y le enseñaran lo que le enseñaran, ella no tendría miedo. Reconocería el camino.

Siguiéndola a corta distancia por el sendero, Kossil habló: —Uno de los deberes de mi señora, como ella sabe, es el de oficiar el sacrificio de ciertos prisioneros, criminales de noble cuna, que por sacrilegio o traición han pecado contra nuestro señor el Dios-Rey.

—O contra los Sin Nombre —dijo Arha.

—Cierto. Es impropio, sin embargo, que la Devorada cumpla con este deber mientras todavía es niña. Pero mi señora ya no es una niña. Hay prisioneros en la Cámara de las Cadenas, enviados hace un mes por la gracia de nuestro señor el Dios-Rey, desde la ciudad de Awabath.

—No sabía que habían llegado prisioneros. ¿Por qué no lo sabía?

—Los prisioneros llegan de noche, y en secreto, siguiendo el camino prescrito desde tiempos remotos en el ritual de las Tumbas. Es el camino secreto que recorrerá mi señora, si toma por la senda que discurre junto al muro.

Arha salió del sendero y echó a andar a lo largo del muro que cercaba las Tumbas, detrás del Palacio abovedado. Las piedras más pequeñas del muro pesaban más que un hombre y las mayores eran tan grandes como carretas. Aunque sin labrar, estaban ensambladas con precisión y esmero. No obstante, algunos remates se habían desmoronado y las rocas yacían al pie del muro en montones informes. Estas ruinas sólo tenían una explicación: una antigüedad inmemorial, cientos de años bajo un clima desértico, con días ardientes y noches glaciales, y los movimientos imperceptibles y milenarios de las montañas.

—Es muy fácil escalar el Muro de las Tumbas —dijo Arha mientras continuaban rodeándolo.

—No tenemos hombres suficientes para reconstruirlo —respondió Kossil.

—Tenemos hombres suficientes para vigilarlo.

—Sólo esclavos. No se puede confiar en ellos.

—Se podría confiar si tuvieran miedo. Si el castigo fuera el mismo para ellos que para el intruso que hollase el suelo sagrado del recinto.

—¿Cuál sería ese castigo? —Kossil no preguntaba para conocer la respuesta. Ella misma se la había enseñado a Arha hacía mucho tiempo.

—Ser decapitados delante del Trono.

—¿Es la voluntad de mi señora que apostemos un guardia sobre el Muro de las Tumbas?

—Lo es —respondió la joven. Dentro de las largas mangas negras, los dedos se le crispaban de entusiasmo. Sabía que Kossil no deseaba malgastar un esclavo en la tarea de vigilar el muro, lo que en realidad era una tarea inútil, pues ¿qué extraños se aventuraban alguna vez a acercarse? Era improbable que ningún hombre, por error o a sabiendas, pudiera merodear sin ser visto a una milla a la redonda del Lugar; desde luego, jamás llegaría a aproximarse a las Tumbas. Pero apostar un guardia era rendir un homenaje a las Tumbas, y Kossil no podía oponerse. Tenía que obedecer a Arha.

—Aquí —anunció con su voz fría.

Arha se detuvo. Había recorrido muchas veces el sendero que bordeaba el Muro de las Tumbas y lo conocía como conocía cada palmo del Lugar, cada roca, cada matorral y cada cardo. El gran muro de piedra se elevaba a la izquierda, tres veces más alto que ella; a la derecha, la ladera descendía hasta un valle árido y poco profundo, que pronto volvía a alzarse hacia fas estribaciones de la sierra del poniente. Miró los terrenos de las inmediaciones y no vio nada que no hubiera visto antes.

—Bajo las piedras rojas, señora.

Pocos metros más abajo, un afloramiento de lava roja formaba un escalón o un pequeño saliente en la ladera. Cuando bajaron hasta allí, y Arha estuvo de cara a las piedras, vio que eran una puerta tosca, de poco más de un metro de altura.

—¿Qué hay que hacer?

Había aprendido hacía tiempo que en los lugares sagrados es inútil tratar de abrir una puerta sin saber cómo se abre.

—Mi señora tiene todas las llaves de los lugares oscuros.

Desde que se celebraran los ritos de la adolescencia, Arha llevaba en la cintura una argolla de hierro de la que colgaban una daga y trece llaves, unas largas y pesadas, otras pequeñas como anzuelos. Alzó la argolla y desplegó las llaves. —Ésa —dijo Kossil, señalando; luego puso un grueso dedo índice en una grieta entre dos carcomidas piedras rojas.

La llave, una larga varilla de hierro con dos guardas trabajadas, entró en la grieta. Arha la movió hacia la izquierda con las dos manos; pero la llave giró con facilidad.

—¿Y ahora?

—Las dos…

Las dos empujaron la tosca superficie de roca a la izquierda de la cerradura. Lentamente, sin sacudirse y casi sin ruido, una sección irregular de la roca roja retrocedió descubriendo una abertura estrecha y negra.

Arha se agachó y entró.

Kossil, corpulenta y con ropas pesadas, tuvo que encogerse para pasar por la abertura. Tan pronto como estuvo dentro se apoyó de espaldas contra la puerta, empujó y la cerró.

La oscuridad era completa. No había ninguna luz. La tiniebla pesaba como una felpa húmeda en los ojos abiertos.

Estaban agachadas, dobladas casi hasta el suelo, pues el pasadizo tenia escasamente un metro de altura, y era tan angosto que las manos tanteantes de Arha tocaban a la vez la roca húmeda a la derecha y a la izquierda.

—:¿Has traído una luz?

Arha habló en un susurro, como se habla en la oscuridad.

—No he traído ninguna luz —replicó Kossil desde atrás. También ella hablaba ahora más bajo, pero en un tono raro, como si estuviera sonriendo. Y Kossil no sonreía nunca. Arha sintió que se le aceleraba el corazón y que la sangre le golpeaba la garganta. Se dijo a sí misma, sin arredrarse: ¡Éste es mi lugar, el lugar que me corresponde! ¡Y no tendré miedo!

Pero no habló en voz alta. Empezó a avanzar; y sólo había una dirección posible: hacia dentro de la colina y hacia abajo.

Kossil la seguía, jadeante, arrastrando y frotando las vestiduras contra la roca y la tierra.

De repente el techo se elevó. Arha pudo erguirse y las manos extendidas no alcanzaban a tocar los muros de los lados. El aire, que hasta entonces olía a cerrado y a tierra, le rozó la cara con una humedad más fresca; y había leves corrientes de aire alrededor como si estuvieran en un gran espacio. Arha avanzó unos pasos cautelosos en la negra oscuridad. Un guijarro que ella empujó con la sandalia chocó con otro guijarro, y el minúsculo chasquido despertó una multitud de ecos, sutiles, distantes y otros todavía más distantes. La caverna tenía que ser inmensa, alta y ancha, pero no estaba vacía: algo había en la oscuridad, superficies de objetos o tabiques invisibles, que quebraba el eco en mil fragmentos.

—Ahora estamos sin duda bajo las Piedras —susurró Arha, y el susurro se extendió por la negrura retumbante y hueca y se deshizo en hebras de sonido, tenues como telarañas, que vibraron largo rato.

—Sí. Es la Cripta de las Tumbas, Adelante. Yo no puedo quedarme aquí. Hay que seguir bordeando el muro hacia la izquierda; y dejar atrás tres aberturas.

El susurro de Kossil era un silbido (y tras él silbaban los ecos diminutos). Kossil tenía miedo, era indudable que tenía miedo. No le gustaba estar aquí entre los Sin Nombre, en las tumbas o cuevas de la oscuridad. Ella no pertenecía a este lugar; no era de aquí.

—Volveré con una antorcha —dijo Arha guiándose a tientas por la pared de la caverna y tratando de descifrar las formas extrañas de la roca, con huecos y protuberancias, curvas y bordes delicados, ya áspera como un encaje, ya pulida como el bronce: relieves esculpidos sin duda. ¿Estaría toda la caverna trabajada por escultores de los días antiguos?

—Aquí la luz está prohibida. —El cuchicheo de Kossil fue tajante. Antes que terminara de decirlo, Arha comprendió que así tenía que ser. Aquél era el reino de las tinieblas, el corazón mismo de la noche.

Tres veces pasó los dedos por una brecha en la complicada negrura de la roca. La cuarta vez palpó la altura y el ancho de la abertura y se metió dentro. Kossil la siguió.

En ese túnel, que volvía a ascender en una suave pendiente, pasaron junto a otra abertura a la izquierda, y en una bifurcación tomaron el camino de la derecha: siempre a tientas en la ceguera y el silencio del mundo subterráneo. En aquel pasadizo había que tocar casi constantemente las dos paredes del túnel, para no dejar de contar o pasar por alto alguna abertura o bifurcación de la galería. Sólo el tacto las guiaba; el camino era invisible, pero lo llevaban en las manos.

—¿Esto es el Laberinto?

—No. Es el más pequeño, que está debajo del Trono.

—¿Dónde está la entrada del Laberinto? Arha disfrutaba con aquel juego a oscuras y ansiaba enfrentarse a un enigma más complicado.

—Era la segunda abertura cuando atravesamos la Cripta. Ahora tenemos que buscar una puerta a la derecha, una puerta de madera; tal vez la hayamos dejado atrás…

Arha oía las manos de Kossil moviéndose nerviosas a lo largo de la pared, arañando la roca viva. Ella tocó la piedra con las yemas de los dedos y al cabo de un rato encontró las vetas suaves de la madera. Empujó y la puerta cedió dócilmente, chirriando. Se quedó un momento inmóvil, deslumbrada por la luz.

Entraron en una cámara grande y de techo bajo, con paredes.de piedra tallada, iluminada por una antorcha humeante que colgaba de una cadena. El aire estaba viciado por el humo de la antorcha, que no tenía salida. A Arha le escocían y le lloraban los ojos.

—¿Dónde están los prisioneros?

—Allí.

Arha comprendió al fin que los tres bultos informes del fondo de la nave eran hombres.

—La puerta no tiene cerrojo. ¿No hay nadie que vigile?

—No es necesario.

Arha se adelantó unos pasos, vacilando, escudriñando la espesa humareda. Los prisioneros estaban encadenados por los tobillos y una muñeca a unas grandes argollas incrustadas en la pared de la roca. Si uno de ellos quería tumbarse, el brazo encadenado seguía en alto, coleado del grillete. Los cabellos y barbas enmarañados, junto con las sombras, les ocultaba el rostro. Uno yacía medio recostado; los otros dos, sentados o en cuclillas. Estaban desnudos. El olor que despedían era aún más fuerte que el tufo del humo.

A Arha le pareció que uno de ellos la miraba y creyó ver unos ojos brillantes, pero no estaba segura. Los otros no se movieron ni levantaron la cabeza.

Arha se volvió, dándoles la espalda. —Ya no son hombres —dijo.

—Jamás lo fueron. ¡Eran demonios, espíritus bestiales que conspiraban contra la sagrada vida del Dios-Rey! —Los ojos de Kossil relampagueaban a la luz rojiza de la antorcha.

Arha miró de nuevo a los prisioneros, aterrorizada y curiosa.

—¿Cómo un hombre pudo atacar a un dios? ¿Como fue? Tú: ¿cómo te atreviste a atacar a un dios viviente?

El hombre se quedó mirándola entre la negra maraña de pelos, pero no dijo nada.

—Les cortaron la lengua antes de traerlos a Awabath —dijo Kossil—. No habléis con ellos, señora. Son gente corrupta. Os pertenecen, pero no para hablarles, ni para mirarlos, ni para pensar en ellos. Son vuestros para que los ofrezcáis a los Sin Nombre.

—¿Cómo hay que sacrificarlos?

Arha ya no miraba a los prisioneros, sino a Kossil, tratando de sacar fuerzas de aquel cuerpo fornido, de la voz fría. Se sentía mareada, y con náuseas a causa del hedor del humo y la mugre, y sin embargo Kossil parecía pensar y hablar con una calma perfecta. ¿Acaso no había hecho esto mismo otras veces, antes?

—La Sacerdotisa de las Tumbas sabe mejor que nadie qué clase de muerte complacerá a los Señores, y ella misma ha de elegirla. Hay muchas maneras.

—Que Gobar, el capitán de los guardias, les corte la cabeza. Y que la sangre sea vertida delante del Trono.

—¿Como si se tratara de un sacrificio de cabras? —Kossil parecía burlarse de la falta de imaginación de Arha. La joven enmudeció. Kossil dijo entonces:— Además, Gobar es un hombre. Ningún hombre puede entrar en los Lugares Oscuros de las Tumbas, como sin duda recuerda mi señora. Si entra, no sale…

—¿Quién los trajo? ¿Quién les da de comer?

—Los guardianes que cuidan el Templo, Duby y Uahto; son eunucos y pueden entrar aquí y atender a los Sin Nombre, lo mismo que yo. Los soldados del Dios-Rey dejaron a los prisioneros bien atados al otro lado del muro, y yo y los guardianes los trajimos por la Puerta de los Prisioneros, la de las piedras rojas. Así se hizo siempre. La comida y el agua se les baja por una puerta-trampa desde una habitación detrás del Trono.

Arha alzó los ojos y vio, junto a la cadena de que pendía la antorcha, un recuadro de madera empotrado en el techo de piedra. Era demasiado pequeño para que cupiera un hombre, pero una cuerda que bajase desde allí tocaría el suelo justo al alcance del prisionero del medio. Una vez más, desvió rápidamente la mirada.

—Entonces, que no les traigan más agua ni comida. Que dejen que la antorcha se apague.

Kossil hizo una reverencia. —¿Y los cuerpos, cuando mueran?

—Que Duby y Uahto los entierren entonces en la gran caverna que hemos atravesado, en la Cripta de las Tumbas —dijo la joven en un tono repentinamente agitado y agudo—. Y tendrán que hacerlo en la oscuridad. Los Señores devorarán los cadáveres.

—Así se hará.

— ¿Está bien así, Kossil?

—Está bien, señora.

—Entonces, vayámonos —dijo Arha con una voz estridente. Dio una media vuelta y volvió de prisa a la puerta de madera y salió de la Cámara de las Cadenas a la negrura del túnel. Le pareció dulce y serena como una noche sin estrellas, callada, impenetrable, sin luz ni vida. Se precipitó a la limpia oscuridad, adelantándose de prisa como un nadador a través del agua. Kossil la seguía, apretando el paso y cada vez más atrás, entre jadeos y trompicones. Sin titubeos, Arha entró en los mismos túneles y dejó atrás las mismas aberturas que en el camino de ida, cruzó la enorme Cripta resonante, y trepó encorvada por el último y largo túnel hasta dar con la puerta de piedra. Entonces se puso en cuclillas y buscó la gran llave en la argolla que llevaba a la cintura. Encontró la llave pero no la cerradura. En aquel muro invisible no había el menor resquicio de luz. Lo tocó con las puntas de los dedos buscando en vano un cerrojo, un pestillo o una palanca. ¿Dónde se metería la llave? ¿Cómo iba a salir?

—¡Señora!

La voz de Kossil magnificada por los ecos, silbó y retumbó muy atrás.

—Señora, la puerta no se abre desde dentro. Por ahí no hay salida. No es el camino de vuelta.

Arha se acurrucó contra la roca. No dijo nada.

—¡Arha!

—Estoy aquí.

—¡Venid!

Arrastrándose por el pasadizo sobre manos y rodillas, como un perro, Arha llegó a las faldas de Kossil.

—A la derecha. ¡De prisa! Yo no puedo demorarme aquí. Éste no es mi lugar. Seguidme.

Arha se puso de pie y se aferró a las vestiduras de Kossil. Echaron a andar hacia la derecha, siguiendo durante largo trecho la pared de los relieves extraños, entrando luego por una brecha negra que se abría en medio de la negrura. Después fueron subiendo, por túneles, por escaleras. La joven seguía aferrada a la túnica de Kossil. Caminaba con los ojos cerrados.

A través de los párpados alcanzó a ver una luz roja. Creyó que habían vuelto a la cámara llena de humo y no abrió los ojos. Pero el aire tenía un olor dulzón, seco y mohoso, un olor familiar; y ahora trepaban por unos peldaños muy empinados. Soltó la túnica de Kossil y miró. Sobre ella había una puerta-trampa abierta. Subió detrás de Kossil y se encontró en un lugar conocido, una pequeña celda de piedra que contenía algunos cofres y cajas de hierro, una de las muchas que había en el Palacio detrás del gran Salón del Trono. La luz del día tre-mulaba gris y pálida en el corredor, al otro lado de la puerta.

—La Puerta de los Prisioneros sólo sirve para entrar en los túneles. No para salir. La única salida es ésta. Si hay alguna más, yo no la conozco ni tampoco la conoce Thar. Pero no creo que la haya. —Kossil seguía hablando en voz baja y con un cierto despecho. Bajo la capucha negra, el rostro abotagado parecía pálido y sudoroso.

—No recuerdo los recodos de esta salida.

—Os lo diré. Sólo una vez. Tendréis que recordarlo. La próxima vez no iré con vos. Este no es mi lugar. Tendréis que ir sola.

Arha asintió. Miró a Kossil a la cara y pensó que tenía un aspecto muy raro, pálida de miedo, y sin embargo exultante, como si se regodeara viéndola desamparada y débil.

—En adelante iré sola —dijo Arha, y de pronto, al tratar de apartarse de Kossil, sintió que las piernas le flaqueaban y que la habitación daba vueltas.

Se desmayó y cayó como un pequeño bulto a los pies de la sacerdotisa.

—Aprenderás —dijo Kossil, todavía jadeando, inmóvil—. Aprenderás.

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