Él iba de un lado al otro de la habitación con paso ligero y elástico, como el que ejecuta unos movimientos bien aprendidos; el suelo de madera, pintado de un blanco puro y provocativo, crujía ligeramente bajo sus pies, calzados con unos zapatos negros y puntiagudos que parecían muy sucios y estropeados sobre la mullida alfombra granate que cubría aquella blancura; y, como si preparara un rito secreto, desconocido para mí, una especie de ceremonia de iniciación, encendía velas, agitando la caja de los fósforos y, con una cortesía que rayaba en lo impersonal, me ofreció una butaca de aspecto confortable; pero la cortesía no disimulaba la oficiosidad de aquellos preparativos injustificados, con los que parecía querer manifestar el propósito de hacer agradable y, sobre todo, cómodo nuestro cara a cara, y animarme, con su ajetreo, a unirme a su intento; se quitó la chaqueta, aflojó la corbata, desabrochó los últimos botones de la camisa y, paseando, abstraído, la mirada por la habitación, se acarició el vello del pecho con fruición, como si yo no estuviera, fue hacia el bello arco de la puerta, salió a la sala y, al cabo de unos momentos de un trajín incomprensible, empezó a sonar, por altavoces escondidos, suave música clásica; pero yo era reacio a abandonarme a aquel ambiente preparado con exquisitez pero también con una intención transparente e intrusiva, y me quedé de pie.
Volvió y apagó la lámpara del techo, lo que me sorprendió, es más, para ser sincero, me consternó, porque era una alusión clara a algo que debíamos mantener en secreto incluso ante nosotros mismos; pero en los candelabros de la pared, montados en espejos, y en los de encima de los muebles ya ardían esbeltas velas de cera, unas treinta en total que si, por un lado, recordaban la guerra, por el otro, daban a la habitación un ambiente sacro; había cerrado las pesadas cortinas de seda roja de la ventana que cubrían con sus pliegues desde el suelo hasta el techo y tenían una muestra de lirios entretejida que brillaba con reflejos dorados a la luz de las velas.
Se recreaba en sus movimientos, y como su figura -los brazos, las manos, los muslos ceñidos por el pantalón- era esbelta y flexible, sus ademanes no producían extrañeza, tocaba los objetos con mimo, como si su contacto le produjera una alegría elemental; parecía querer incluirme también a mí en aquel ritual ceremonioso, amable, íntimo, casi afectado, por el que repartía toques y caricias; como si su propósito fuera el de convencerse y convencerme de cómo se podía gozar de la vida aquí, qué ritmo de movimientos exigía el entorno, y hacerme una minuciosa demostración de ese ritmo, que era tan personal como los objetos que le rodeaban; pero, a pesar de su aparente franqueza y afabilidad, yo percibía en él cierta rigidez, la impudicia de su exhibicionismo no era del todo espontánea, detrás de la aparente desenvoltura y superioridad con que alardeaba de sensualidad se advertía cierta inquietud, como si, desde el parapeto de su arrogancia, espiara si yo sentía curiosidad por las muestras de confianza que me ofrecía y se preguntara si no se habría equivocado al juzgarme.
Y, como en todos sus movimientos, por armoniosos, seguros e inequívocos que fueran y por más que pudieran interpretarse como una franca confesión, advertía yo una curiosidad ávida, persistente e interesada, quizá estuviera justificada su implícita pregunta; yo me desentendía de aquella representación, como si optara por mantenerme dentro de los seguros límites del decoro y del orden convencional, o no comprendiera el significado oculto de sus gestos, y tan impuesto estaba de mi papel y tanto temía la atracción de lo desconocido que hubiera preferido cerrar los ojos para no verle revelarse y ofrecerse a mí esperando reciprocidad, y él, al percibir claramente el alcance y la índole de mi temor, se mostró dispuesto a neutralizar sus señales con un cambio de actitud e iniciar la retirada.
Evidentemente, aun haciendo abstracción de lo anterior, ya habíamos ido demasiado lejos como para poder pensar en una retirada propiamente dicha, el error había sido subir a su casa, ahora estaba delante de mí con una sonrisa infinitamente confiada, insistente, libre de temor y de ansiedad, que no mendigaba confianza sino que la ofrecía, en la que aún temblaba la inseguridad, sonrisa irresistible que se dibujaba en los pequeños pliegues verticales de la boca, los ojos, la frente lisa, la sombra de las comisuras de los labios y, naturalmente, también en los hoyos de afabilidad que se marcaban en las mejillas, a la que yo no podía cerrar los ojos; en este breve instante, yo comprendía claramente que hasta un involuntario parpadeo hubiera delatado aquella atracción que desde el primer momento él había ejercido en mí y que estaba en clara oposición a la actitud aparentemente rígida e indiferente con la que yo me esforzaba por ocultar esa atracción no sólo a él sino a mí mismo, por neutralizarla, por introducirla a la fuerza en el marco de un orden moral, lo mismo que el hechizo que en mí ejercían su boca, su sonrisa, sus ojos, su voz profunda y melodiosa y su andar elegante y garboso; porque él caminaba como diciendo: ¡mirad cómo ando!, ¿y tenía yo que imponerme disciplina, dominar mis sentimientos y obligarle a él a ajustar sus movimientos a un orden severo? Pretensión tan ridicula como inútil, como si la situación en la que ahora nos encontrábamos, en esta habitación interesante más por lo que tenía de inhóspita que de acogedora, una situación en la que la razón jugaba al escondite con la sensualidad, pudiera controlarse mediante una disciplina cualquiera; yo me esforzaba con tesón por desviar hacia el elegante y rancio entorno la mirada que había quedado prendida en su sonrisa, aún buscaba una salida para mi mente, que estaba a merced de mis sentimientos, pero entonces sentí que su sonrisa se había apoderado de mis ojos y mi boca, que, a pesar mío, yo le estaba sonriendo con sus mismos ojos, unos ojos muy abiertos, que me había identificado con él; pero pasaba el tiempo e, hiciera yo lo que hiciera, intentara lo que intentara, todo nos arrastraría en la dirección en la que él quería ir, si yo consentía, si su sonrisa no se helaba en mis labios; y yo no podía desprender su sonrisa de mis labios, y eso me daba a entender que, poco a poco, estaba perdiendo la facultad de decidir por mí mismo; ¡si no me hubiera inquietado tanto aquella determinación suya, nutrida de experiencias, flexible, dúctil y a la vez indecente y arrogante! Tenía que buscar una excusa y marcharme cuanto antes -¡fuera de aquí!, pero entonces, ¿por qué me había dado tanta prisa en venir?- o, simplemente, girar sobre los talones y salir de la casa, pero no podía marcharme sin más, porque, aparentemente, la situación no tenía nada de particular, era natural que un hombre joven invitara a otro a tomar una copa, ¿qué mal podía haber en ello?, aunque su mutua simpatía provocara una pasajera confusión porque resultaba mucho más cálida que lo que su pudor les permitía reconocer, un sosegado intercambio de ideas durante el que pudieran hacer derivar los sentimientos hacia pensamientos abstractos habría de permitirles superar toda turbación; si no hubiera sido tan transparente este pretexto, si no hubieran robustecido nuestra comunión aquel ambivalente sentimiento mío de deseo y rechazo de intimidad y nuestra mutua consideración -yo no quería ofenderle y él no quería ir demasiado lejos-, pero todo conspiraba para consolidarla, y al fin mi esforzado renunciamiento, mi afán por engañarme a mí mismo y cerrar los ojos, mi desconcierto, mi ostensible frialdad, mi precaución, todo repercutió en mí con efecto bumerán.
Y, además, él no paraba de hablar, deprisa, en un tono un poco roas alto de lo necesario, persiguiendo implacablemente mis miradas con sus palabras, de otra cosa no podía hablar en ese momento, tenía que comentar y explicar todo aquello que, a su entender, despertaba la curiosidad de mis ojos; podríamos decir, con cierto cinismo, que él hablaba, simplemente, para vencer mi turbación e impedir que esta turbación, que se leía en la trémula y atormentada sonrisa de mis labios, volviera a incidir en él; piropeaba, arrullaba, halagaba y engatusaba, todo lo cual contribuía a que su superioridad, por no decir el componente específicamente sexual de su superioridad, se me hiciera insufrible, inaceptable, precisamente por ser una superioridad eminentemente masculina o lo que por tal entendemos, una superioridad que exuda seguridad, halagadora, intrusiva, violentamente tierna, el crudo reflejo -¡qué reflejo, caricatura!- de una actuación que hasta ahora yo no había tenido ocasión de contemplar, a pesar de que, sin darme cuenta, la había practicado, un lamentable hábito que adopta uno en un momento de la pubertad por considerarlo viril en grado superlativo, y que consiste en hablar por los codos sin decir nada, a fin de que, por la entonación, se adivine el significado hábilmente disimulado bajo el torrente de palabras; que si me sorprendía que hubiera pintado el suelo de blanco, preguntó, pero no esperaba la respuesta, sino volver a cazar mi mirada con la suya, para apresarme, desde luego él ya sabía que no era corriente, dijo, pero qué hacía él que fuera corriente, y que si me parecía bonito, a él cuando acabó de pintar lo se lo parecía y se sintió satisfecho de sí mismo, aunque no fuera más que por haberse ahorrado rascar el suelo; aquello era un corral, un corral de gallinas, ¿podía imaginar que allí vivía un anciano?, él con frecuencia se veía a sí mismo de viejo y temía que aquél fuera el tramo más difícil de su vida, habida cuenta de sus anómalas inclinaciones, él sabía que el cuerpo, aun hecho una ruina, conserva los deseos de la juventud, sigue anhelando cuerpos jóvenes, en fin, decían los vecinos que el viejo había muerto en la salita, donde ahora estaba el sofá, al parecer, en un jergón de paja saturado de orina, por eso él pedía al destino que no le deparara una vejez semejante, en realidad, él prefería no llegar a viejo, yo no podía imaginar la cantidad de porquería que había encontrado al mudarse, y qué hedor, hasta en invierno tenía que dejar las ventanas abiertas, e incluso ahora, al cabo de cuatro años, a veces, aún le parecía olerlo, por otra parte, ¿por qué no podía ser blanco el suelo?, ¿por qué tenía que ser o marrón o amarillo?, ¿no había sido una idea excelente cubrir toda la inmundicia con la blancura de la pureza?, al fin y al cabo, ello armonizaba con el proceder de los rectos alemanes, y él era, si no alemán del todo, por lo menos, medio alemán.
¿Sólo medio?, pregunté, sorprendido.
Él dijo riendo que ésta era una larga y divertida historia, y como el que aparta a un lado un obstáculo inesperado, siguió hablando animadamente, me preguntó si ya había tenido ocasión de observar en él estas cualidades y agregó que, de no ser así, ya descubriría que este blanco era un símbolo muy acertado de la idiosincrasia del dividido pueblo alemán.
Yo respondí que me parecía más apropiado el gris, y, como esta frívola respuesta me violentó más a mí que a él, desvié la mirada involuntariamente.
Pero él la persiguió; era bonito el escritorio, ¿verdad?, los sillones, los candelabros, las alfombras eran de su madre, ¡allí casi todo eran recuerdos de familia!, había saqueado la casa de su madre, ¡pero eso a las madres les encanta!, aunque el expolio había sido después, porque al principio le gustaba la casa vacía y blanca, sólo una cama había comprado, con una sábana blanca, nada más, pero estaba diciendo muchas bobadas, y era que se alegraba de que yo estuviera allí, aunque no se había atrevido a decirlo, ¿y si tomáramos un trago?, casualmente tenía una botella de champaña en fresco para una ocasión especial, y es que nunca se sabe, ¿qué me parecía si consideráramos especial nuestro encuentro y destapáramos la botella?
Y cuando él, interpretando mi aturdido silencio por aquiescencia, me dejó solo para ir en busca del champaña, el viejo reloj de pared dio las doce; apático y atontado, fui contando las campanadas, «vaya, las doce», me dije con un alarde de ingenio, y es que, en aquel momento, mis procesos mentales habían cesado casi por completo, para dejar el campo libre a la sensibilidad y la percepción sensorial; me veía a mí mismo como un objeto que no sabía cómo había venido a parar aquí, sensación que no me era desconocida pero nunca había experimentado con tanta claridad, y aunque el escenario me parecía tan insólito como la hora, e intuía que aquí ocurriría algo para lo que yo no estaba preparado, algo que cambiaría mi vida y que a ello, fuera lo que fuere, me abandonaría, en esa hora de tentación, esa hora de brujas, ¡y ninguna mejor!, no podía menos que reírme de mí mismo, ¡ni que nunca me hubiera entregado a nadie! ¿Quién era yo, una doncella que no sabe si sacrificar su pureza o defenderla? Como si esta habitación fuera la estación terminal de un hecho demorado e ignorado, como si yo, sólo por obligación, fingiera -¡qué elemental placer el de fingir ante uno mismo!- que no tenía ni idea de lo que era esta cosa extraordinaria que podía ocurrir aquí, o quizá ya había ocurrido, pero ¿qué era?
Las velas ardían con un chisporroteo agradable y sedante, fuera diluviaba y, después de que sonaran las campanadas, no se oía nada más que el ritmo regular de la música barroca y el fragoroso repicar de la lluvia, como si un director artístico hubiera escenificado la situación con un preciosismo rayano en la cursilería.
Alguien tuvo que escenificarla, de esto estoy seguro, no él ni yo, otro, o quizá se había preparado por sí misma como todo encuentro casual en el que hasta que miramos atrás no nos parece ver la mano del destino; a primera vista, todo es cotidiano, fortuito, fútil, fragmentos, ráfagas de pensamiento a las que no es necesario prestar, ni se presta, atención especial, porque lo que de una amalgama de hechos aparentemente incoherentes se destaca como casualidad, y que podríamos interpretar como señal o prueba, parece formar parte de un proceso más vasto que no nos afecta; aquello venía a ser una derivación de las cuitas amorosas de Thea, pensaba yo entonces, porque de él hablaba ella a frau Kühnert aquella tarde de otoño, oscura y aburrida, durante el forzado descanso en el ensayo, a él se refería cuando decía el «chico», en aquel tonillo burlón, apto para despertar nuestra curiosidad, pero en aquel momento me había parecido más interesante seguir el proceso interno, las fases de transición por las que ella proyectaba hacia el objeto exterior, el llamado «chico», las fuertes emociones suscitadas por su papel; y entre las extraordinarias facultades de Thea, como entre las de cualquier gran intérprete, figuraba, como ya he dicho en un capítulo anterior, la de hacer constantemente visibles y palpables estos procesos que tenían lugar en su interior, mezclados con los de su vida privada, y, dado que la manifestación de los sentimientos en el escenario se nutre de la llamada vida privada, no se podía saber a ciencia cierta cuándo hablaba en serio y cuándo representaba un papel, algo que, para ella, era más serio todavía; digámoslo con franqueza, el proceso por el que cada actor -a la inversa del resto de los mortales- juega con las cosas serias a fin de ser capaz en todo momento de tomar en serio lo que no es más que un juego: este fenómeno me cautivaba mucho más que la trivial cuestión de la identidad de la persona a la que ella llamaba desdeñosamente el «chico», alguien a quien ella despreciaba e incluso aborrecía de tal modo que ni se dignaba pronunciar su nombre; a quien no se atrevía a llamar por teléfono, porque él, por alguna razón, le había pedido que no volviera a llamarle, pero cuya proximidad anhelaba de tal modo, en el momento de la forzosa interrupción de la escena de amor del ensayo, que estaba dispuesta a arrostrar cualquier humillación, y en cuya habitación estaría yo aquella misma noche, en cierto modo, en lugar de ella.
Cuando yo, a pesar de los malos presagios, que no faltaron, me decidí a ceder a su insistencia y pasar la velada con ellos -«vamos, hombre, ¿por qué tiene que ser tan antipático?, ¿por qué no ha de querer ir con nosotros?, ¿por qué ha de ser tan intransigente en algo que yo le pido? ¡Ah, estos hombres me volverán loca! Por lo menos, deje que se lo presente, es un tipo realmente original, pero no tenga celos, porque no es tan original como usted, por supuesto. ¡Sieglinde, ayúdame a convencerle! Y yo también se lo suplico, ¿es que no le basta?»- ronroneaba con zalamería, en su papel de jovencita desvalida, colgándose de mi brazo y apretando contra mí su cuerpo frágil; pero yo no les había acompañado no porque no pudiera resistir aquel despliegue de afectada coquetería, no porque me impulsara la curiosidad, y mucho menos los celos, ni tampoco porque la relación, presumiblemente perversa, que existiera entre ellos dos me intrigara, sino más bien porque Thea, en el momento en que por fin consiguió apartar del cuerpo semidesnudo de Hübchen su mirada cargada de furor y de ansias amorosas y se volvió hacia nosotros, sorprendió mi propia mirada, no menos ansiosa, incluso cargada de la ávida lubricidad del voyeur; también yo me sentía vivamente excitado por aquel proceso que se desarrollaba en ella, en la peligrosa zona fronteriza situada entre la sinceridad profesional y la personal, porque en aquel momento aún no estaba decidido si la escena que la intervención del director, zafia como suya, había interrumpido en el punto culminante no se continuaría entre nosotros dos, porque suspenderla era imposible, de ello no cabía duda.
A pesar de todo, nuestra relación estaba regida por la razón y no podía ser desviada de su prudente trayectoria por una mirada impulsiva o encendida, si acaso, la mirada sólo le agregaba aliciente poniendo en el camino alguna que otra curva peligrosa para dar emoción a lo que, en realidad, siempre había estado frío y frío seguiría; como si, con altivez y arrogancia, encantados de nuestra superioridad moral, nos hubiéramos asegurado mutuamente que nosotros podíamos resistir esas miradas inesperadas sin arrojarnos el uno sobre el otro como animales salvajes, y mantener un cálido interés mutuo que abarcaba todos los detalles pero no salía de la esfera del intelecto por antinatural que ello fuera, y revelador de la acción de los instintos- y es que la curiosidad es tan fuerte que la posibilidad de desvincularse, tan necesaria en toda relación humana natural, no se da ni un momento; aunque eso no es un fenómeno tan extraordinario como pudiera parecer en un principio, baste si no pensar en los enamorados que, en el punto culminante del deseo, no son capaces de consumar la unión corporal hasta que han descendido de las sublimes alturas de los sentimientos a un mundo sensorial más terreno y el amor queda reducido a un humillante mínimo por efecto del dolor de sus cuerpos, y sólo por el resquicio de este común dolor en el placer, que crece hasta hacerse insoportable, se llega al placer liberador de la satisfacción, que no es definitiva, ni perdurable, pero basta para el momento, es decir, no se va a donde se pretendía ir, sino a donde el cuerpo permite llegar.
Estábamos en el estrecho pasillo que iba de la sala de ensayos a los camerinos, el almacén, las duchas y los retretes, iluminado por fría luz fluorescente e impregnado de un hedor peculiar, compuesto por el olor a la cola y el polvo de los decorados y el tufo empalagoso de maquillaje, polvos, colonia, trajes sudados y humanidad, desagües atascados, zapatillas y zapatos viejos, jabón reblandecido y toallas sucias y húmedas, cuando nos tocamos por primera vez, hasta entonces nunca había tenido su cara tan cerca, y me pareció que contemplaba no una cara humana, una cara de mujer, sino un curioso paisaje, un familiar paisaje patrio, del que conociera cada rincón, cada sendero, cada hondonada donde pudieran refugiarse sombras y recuerdos, y el significado de los más leves rumores, un paisaje que me devolvía a mi niñez; frau Kühnert, entre confusa y ofendida y también con una especie de autocomplaciente satisfacción, aún tenía en la mano el auricular del teléfono mural, «¡ya ves cómo tengo que rebajarme por tus encargos, no hay nada que yo no hiciera por ti!», dijo con voz escrupulosamente neutra, para terminar el informe de su conversación con Melchior; «¿no os decía yo que soy irresistible?», exclamó Thea, y entonces frau Kühnert, con sonrisa triunfal pero ademán arrebatado, colgó el auricular; Thea estaba irritante, aunque no más de lo acostumbrado, era habitual en ella atribuirse todos los éxitos, hasta los más insignificantes, aunque no completamente en serio, pues conocía sus debilidades mejor que nadie, ¡pero aun así!, el enfado de frau Kühnert no sólo estaba justificado porque no había sido fácil inducir a una persona a hacer lo que no le apetecía, ya que estaba perfectamente claro que Melchior no había aceptado la invitación porque Thea fuera tan irresistible, no, la estratagema había dado resultado, la trampa había funcionado, Melchior había aceptado la invitación para no incomodar a frau Kühnert, la mediadora, a la que por cierto casi no conocía, sin sospechar que Thea era incapaz de callarse nada, como si, a cambio de esta incontinencia verbal, pudiera proteger los secretos de su vida, y él no quería dar publicidad al violento rechazo con el que se veía obligado a protegerse de ataques furiosos y, según descubrí después, no del todo moralmente correctos, no quería revelar a frau Kühnert un secreto que por cierto para ella no era tal secreto; sin embargo, el reproche de su mirada y de su voz no lo había suscitado esta desagradable conversación, ni la secreta venganza contenida en la respuesta de Melchior a Thea, de que sus importunos esfuerzos eran inútiles, que él era el dueño de la situación y que acudiría con mucho gusto, pero traería a su amigo francés que en estos momentos se hospedaba en su casa, a lo que frau Kühnert, naturalmente, no había podido decir que no, al contrario, le aseguró que Thea se alegraría mucho de conocer al amigo de Melchior; los reproches, el mal humor y el enfado de frau Kühnert tal vez se debían al sorprendente movimiento, insólitamente cariñoso, con el que, durante la conversación, Thea se volvió hacia mí, se colgó de mi brazo y trató de hechizarme, a lo que yo reaccioné con una sonrisa de perplejidad, ¿por qué diablos se arrimaba a mí, si estaba pensando en otro?, ¿buscaba, lo mismo que antes, en lugar del cuerpo desnudo de Hübchen, mi mirada desnuda?, ¿o quería a los dos a la vez?, ¿deseaba que nos conociéramos para azuzarnos a uno contra otro, para demostrar que Melchior no significaba tanto para ella, que podía conquistar a cualquiera, ¡a cualquiera!, y resarcirse así de la humillación que le habían infligido el rechazo y la crudeza de Melchior, o quizá durante el ensayo de la escena de Hübchen se había abierto una herida profunda -porque era cierto que ella ansiaba amor y juventud- que durante la desabrida discusión con el director había empezado a sangrar inconteniblemente? En cualquier caso, al ver cómo nos mirábamos a los ojos con ternura, interés y confianza, en medio del pasillo y de la actividad cotidiana, frau Kühnert se había quedado desconcertada; los tramoyistas acarreaban accesorios y bastidores, sonaba la descarga del inodoro, Hübchen salió de la ducha desnudo y mientras iba a su camerino, andando con parsimonia, al pasar por nuestro lado guiñó un ojo a Thea con descaro como diciendo: «¿ves como eres un pedazo de puta?, ¡ahora vas a conseguir de éste lo que antes querías de mí!», pero frau Kühnert no entendía nuestra actitud ni nuestras miradas, aparte de que Thea no le hubiera dicho ni gracias por su mediación, porque sólo tenía ojos para mí y le parecía normal que frau Kühnert la sirviera.
Pero enseguida noté que su atención estaba fija en mí sólo aparentemente, lo mismo que la mía en ella, pero aquel interés fingido me resultaba tan grato como si fuera auténtico y pleno, me halagaba, su cuerpo era delicado y esbelto, y no era ésta la primera vez que yo sentía deseos de abrazarlo, pero intuía que aquel cuerpo no admitía la fuerza, que había dureza bajo su aparente ductilidad y que sólo se entregaría si yo me mantenía cauto y reducía mis ímpetus a la fuerza de un suspiro; en resumen, me había seducido, pero mientras yo parecía mostrarle una admiración viva y rendida, no dejaba de observar la técnica que ella utilizaba, porque una técnica era, para producir esta ilusión, me intrigaba cómo conseguía crear una situación aparentemente real y, al mismo tiempo, quedar al margen, me preguntaba quién era ella en realidad y si podía mantener semejante control en todos sus gestos, y también por todo ello yo me fingía tan sumiso, entregado y enamorado como creía verme frau Kühnert; pero a fin de cuentas quizá era este casi sangriento juego de las apariencias lo que me mantenía en constante tensión desde el momento en que, unas seis semanas antes de la escena del pasillo, Langerhans me llevó a la mesita del director y me sentó al lado de frau Kühnert, en su propia silla, que él nunca usaba, ya que durante los ensayos se paseaba por la sala, rascándose la barbilla y quitándose y poniéndose las gafas con aire ausente, como desentendiéndose de lo que realmente le preocupaba.
Pero lo que no recuerdo es cuándo ni cómo vino ella a nuestra mesa, ni si, cuando yo ocupé aquel sitio que por tantos motivos iba a resultarme desagradable, ella ya estaba allí y yo no me fijé.
Pudo haber estado y pudo venir después, de todos modos, enseguida me pareció que estaba allí por mí, y esta imprecisión, esta laguna de la memoria, no es sino una prueba más de que la interacción de los sentimientos, que tanto nos ocupa en esta novela, queda oscurecida por sus propios procesos mecánicos, de manera que nada significativo podemos decir de ella; como si cada hecho quedara tapado por nuestra propia aguzada atención y, al mirar atrás, no pudiéramos recordar lo ocurrido sino sólo el modo en que nosotros lo observábalos, los sentimientos que despertó en nosotros aquel hecho que se difumina en la niebla, por lo que no percibimos el hecho como hecho, el cambio como cambio, el viraje como viraje, a pesar de que constantemente esperamos de la vida cambios y dramáticos vuelcos, porque de cada cambio y cada vuelco, aunque tengan proporciones trágicas, esperamos la redención, ese sentimiento excelso que puede traducirse por un «esto es lo que yo esperaba»; y como la observación oscurece el hecho y la espera oscurece el cambio y todos los cambios de nuestra vida se producen calladamente, no empezamos a sospechar hasta que la nueva situación se ha apoderado de nosotros y es imposible emprender la retirada hacia el pasado, desdeñado y aborrecido pero seguro.
Yo, sencillamente, no me había dado cuenta de que, desde la aparición de Thea, había dejado de ser el que era.
Ella estaba al lado de la tarima, con los codos apoyados en la mesa y, sin reparar en mi persona, prosiguió su conversación; de pronto, recordé fotos y escenas de películas, Thea, en el acto de levantar la ropa de la cama y acostarse junto a otra persona, con diez años menos como mínimo, cómo se agitan sus pechitos con el movimiento, era una sensación familiar y extraña al mismo tiempo, como la de ver la cara de la madre o de la amante por primera vez; era un sentimiento de intimidad y desconocimiento unido a vergüenza por la natural curiosidad, sensaciones contradictorias tan poderosas que no pude sino ceder a ambas y aparentar indiferencia mientras me mantenía pendiente de ella, captando hasta su olor, pero haciendo como si estuviera atento a todo menos a su persona; curiosamente, aunque por razones distintas que no supe hasta mucho después, ella se comportó de modo análogo, haciendo como si mi cara no estuviera a dos palmos de la suya, como si no sintiera su cálida irradiación, y sin embargo, mientras se dirigía a frau Kühnert, como si, simplemente, continuara la conversación, daba la impresión de que sus palabras estaban destinadas a mis oídos y las matizaba con una entonación especial, a fin de hacerlas interesantes para mí, que había llegado a la mitad y no podía saber de qué hablaba.
Al parecer, había recibido una especie de camarones congelados, del otro lado, el otro lado del Muro, se entiende, de la ciudad del Oeste, y esta rebuscada expresión, pronunciada en la sala de ensayos, entre los ruidos de los preparativos para la sesión de la mañana, daba a la frase una resonancia irreal, ajena al entorno, como si estuviera extraída de un cuento o de una trasnochada serie de televisión, y tenías la impresión de que, nada más salir de la sala, te encontrarías frente al Muro, aquel Muro del que raramente hablábamos, detrás del cual había alambradas, trampas antitanques y minas traidoras que te hacían volar por los aires si las pisabas, una tierra de nadie detrás del cerco y, más allá, una ciudad de ensueño, una ciudad fantasma, inexistente para nosotros, de la que, burlando la severa vigilancia de los soldados provistos de metralletas y perros adiestrados para la caza del hombre, alguien había traído de contrabando los camarones congelados; los había traído un amigo cuyo nombre no entendí, pero que al parecer era una persona muy relevante e incondicional admirador de Thea, pero a ella, cuando abrió la bolsa y vació el contenido en una fuente, le pareció estar viendo unas lombrices color de rosa, ni más ni menos, o unos gusanos sorprendidos por una terrible glaciación cuando se disponían a envolverse en su capullo, aunque no era la primera vez que ella veía camarones, sólo que ahora, no sabía por qué, le produjeron una extaña repugnancia, se le revolvió el estómago y sintió ganas de vomitar, no sabía qué hacer con aquello, hay que ver las cosas que engullen las personas, ¿no sería preferible ser hipopótamo y alimentarse de hierbas crujientes, relucientes y perfumadas?, pero las papilas gustativas de la lengua humana tienen antojos estúpidos, piden cosas saladas, acidas, dulces y amargas, siguió parloteando, piden y piden, más de lo que hay en el mundo, en su opinión, la marranada no era cagar en público sino comer en público, pero al fin, a pesar de que no se le había pasado la náusea, decidió disponer estéticamente los ingredientes encima de la mesa de la cocina, frau Kühnert ya sabía a lo que se refería, para que la vista estimulara el apetito, porque para ella la cocina era juego, era improvisación, y no hay que permitir que un mareo nos estropee un juego, ¿no es verdad?, así que primero hizo un puré de patata, pero no un puré de patata cualquiera, no, un puré al que, para quitarle la insipidez de la leche y la mantequilla, agregó queso rallado y crema de leche agria, luego puso el puré en una fuente, hizo un hoyo en el centro con la cuchara y allí colocó los camarones salteados en mantequilla de hierbas y lo acompañó con unas zanahorias aderezadas con clavo, ¡estaba exquisito!, simple, pero exquisito, y, para beber, un blanco seco, «como a mí me gusta».
En su manera de presentar la cabeza -porque «presentar» es la palabra-, adelantando el cuello largo, nervudo y, al mismo tiempo, un poco escuálido, casi feo, encogiendo ligeramente los hombros, estrechos y huesudos, y arqueando la espalda como el gato que va a saltar, mientras miraba fijamente al interlocutor a los ojos, con descaro, como desafiándolo a intervenir en una representación cuyo escenario serían la cara, los ojos y la expresión de las facciones, representación que, naturalmente, dirigiría ella, se advertía un cierto deseo de agradar que, naturalmente, no era el habitual en el común de las gentes; en esta representación, ella no quería aparecer hermosa ni atractiva, sino fea, como si se desfigurara adrede o, para ser más exactos, como si su cuerpo tuviera otro concepto de la belleza y ella considerara que era errónea y pusilánime la opinión generalizada de que el cuerpo humano o la cara puedan ser una obra bella y no un mero sistema de huesos, músculos, piel y diversas sustancias cartilaginosas, dispuestos de modo funcional, totalmente ajeno al concepto de la belleza y, por ello, no trataba de parecer hermosa, a pesar de que cuidaba su persona más que nadie, pero parecía hacerlo con el propósito de reírse de sus propios deseos de belleza y perfección, de ironizar, de burlarse de ellos, exagerando la nota, y hasta podríamos decir que le gustaba hacer payasadas, incomodar, irritar y provocar a la gente con su fealdad, como un chiquillo mal educado que trata de llamar la atención con sus travesuras cuando en realidad no quiere sino caricias y mimos; llevaba el pelo muy corto, descuidado y pegado a su cabeza casi completamente redonda, ella misma se lo había cortado, «para que no me sude tanto el cuero debajo de la peluca», dijo, sin que yo le preguntara nada, durante uno de sus largos monólogos con los que justificaba su corte de pelo; en su opinión, había dos clases de sudor, el simple sudor físico, que se produce cuando el cuerpo no puede adaptarse a la temperatura del entorno, ya sea por fatiga y agotamiento, o por sobrealimentación y abotargamiento, y el sudor psíquico, mucho más frecuente, que se produce cuando no queremos admitir lo que el cuerpo necesita, cuando hacemos oídos sordos al lenguaje de nuestro cuerpo, cuando somos falsos, hipócritas, débiles, desgraciados, codiciosos, cobardes, tímidos y tontos, cuando queremos imponer a nuestro cuerpo aquello que exigen el decoro o la costumbre, y el choque de las distintas corrientes de la voluntad genera este calor y entonces, como suele decirse, «sudamos por cada poro una gota»; pero si algo deseaba ella era ser libre, saber cuándo rompía a sudar su alma, y no echar la culpa de su sudor a las pelucas ni a los pesados trajes, y tanto menos por cuanto que aquello no era sino la inmundicia del alma, ésta es la razón por la que al ser humano le repugna su sudor y se avergüenza de que le vean sudar, ¿por qué si no? El ser humano odia sus miedos y la suciedad de su alma; desde luego, esto no explicaba por qué se teñía el pelo en casa, unas veces de rojo, otras de negro, y otras dejaba de teñirse y entonces se veía que lo tenía gris; aunque tampoco era pelo propiamente dicho sino una especie de pelusa, fina y pobre, que probablemente nunca tuvo un color definido, entre rubio y castaño, como el plumón de un polluelo; por lo demás, sólo los pronunciados pómulos hacían su cara un poco interesante, sus facciones eran completamente anodinas, una cara aburrida, con una frente ni alta ni ancha, una nariz roma de punta un poco respingona y aletas carnosas, unos labios gruesos y sensuales que desentonaban y parecían haber venido de otra cara por equivocación, ¡pero qué voz la que salía de aquellos labios, del cerco de unos dientes grandes y amarillos de nicotina!, una voz profunda, grave, llena, dulce y acariciadora o histérica y desgarrada, cuyo más áspero registro encerraba ternura y delicadeza, en cuyo susurro vibraba la posibilidad del grito, y en el grito, el siseo del odio, en la que en cada inflexión se adivinaba la opuesta; la misma ambigüedad percibía el observador en el resto de su cara, que a simple vista parecía la de una trabajadora, castigada, desencantada y desengañada, una de esas caras que mañana y tarde, en las llamadas horas punta, se ven en el tranvía o en el metro, abúlicas de cansancio y desesperanza; por otra parte, su cutis trigueño parecía un camuflaje, una máscara, desde la que te miraban dos ojos inmensos, infinitamente dulces, comprensivos y sabios, agrandados por espesas pestañas, unos ojos que no parecían pertenecer a esta cara sino a otra que se ocultaba bajo la máscara, y que podían calificarse de resplandecientes, sin temor a caer en la exageración romántica; yo, a modo de explicación, me decía que los globos oculares debían de ser desproporcionadamente grandes para una cara tan pequeña, o quizá más abultados de lo normal, que parecía lo más probable, ya que la impresión de su gran tamaño persistía cuando cerraba sobre ellos unos pesados párpados, lisos y convexos; la máscara, surcada por los pliegues de la expresividad, era como un mapa del proceso de envejecimiento: en la frente, las líneas eran horizontales y regulares y estaban muy juntas, pero cuando arqueaba las cejas, las cortaban en sentido vertical dos pliegues que partían del entrecejo, y entonces en su frente parecían palpitar unas alas de mariposa finamente estriadas, sólo en las hondonadas de las sienes y en el mentón estaba tensa la piel, porque hasta a lo largo del hueso nasal había una línea que, más que arruga, era como una fina ranura; si fruncía los labios, se le marcaban surcos que prefiguraban a la anciana; cuando reía, irradiaba del extremo exterior de los ojos un abanico de líneas; en cuanto a las mejillas, era como si, en su juventud, los altos pómulos hubieran tensado excesivamente la piel y ahora hubiera que pagar tanta tersura a fuerza de arrugas, y tenías que mirar bien para no perderte, aunque, más que un laberinto, lo que allí había era una riqueza de marcas de expresividad vital tan grande que no podías captarlas ni interpretarlas a la primera ojeada.
– Esperaré a que se cambie, ¿de acuerdo? Después hablaremos -dije en voz baja-. ¡Pero dése prisa!
Aún me miraba, aún eran para mí los pliegues de su risa, los frunces de debajo de los ojos y los finos trazos curvos y muy juntos que casi borraban las líneas más profundas y oscuras que la amargura y la tristeza habían puesto en torno a su boca, pero despacio, cuidando que la transición fuera suave, para no descomponer el gesto, retiró su brazo del mío y por el brillo de sus ojos se adivinaba que ya no iba a disponer de más tiempo para recibir mis atenciones; ya había conseguido lo que quería y no tenía por qué seguir con lo mismo, y se daría prisa, sí, pero no porque yo se lo pidiera ni porque quisiera cambiarse sino porque tenía otros planes.
– ¡A mí ya me perdonaréis, pero no pienso ir con vosotros! No contéis conmigo -dijo frau Kühnert en tono ofendido y cargado de reproche, con una voz de falsete que no podía dominar, pero Thea, que ya se había soltado de mí y corría por el pasillo en dirección al camerino de Hübchen, gritó por encima del hombro: «Ahora no tengo tiempo para ti.»
frau Kühnert se echó a reír bruscamente, como si acabara de oír un buen chiste, porque no podía hacer otra cosa: cuando son tan grandes la desfachatez y la desconsideración, ya no nos es posible reaccionar con el enojo, porque éste denota un afecto que halaga al que nos ha ofendido, saboteando así nuestro propósito de castigarlo; se acercó a mí y, como si quisiera ocupar el lugar, caliente todavía, que había dejado su amiga, instintivamente, con un movimiento maquinal, me tomó del brazo y, al darse cuenta de lo que hacía, su risa se crispó en una sonrisa de azoramiento que, sin transición, se convirtió en un gesto de honda desolación.
Comparadas con la cara de Thea, todas las demás, incluida la mía, me parecían bastas y vulgares, caras que reflejaban los sentimientos de un modo primitivo, incontrolado, crudo, tosco; y esto me ocurrió entonces, cuando sentí el brazo libre de la presión de la mano de frau Kühnert, que la había retirado con rapidez, pero los dos nos demorábamos en la huella de Thea, indecisos, y entonces la mujer, en su confusión, se dejó dominar por una expansiva sinceridad, que no estaba justificada por la situación y acrecentó aún más mi disgusto y nos violentó a ambos con una turbación común, que hubiera podido calificarse de solidaria, de no ser porque ninguno deseaba semejante solidaridad.
– ¡Le ruego que no vaya usted! -me dijo, o mejor, me gritó aferrándose a mi brazo-. ¡No se mezcle en este asunto, por favor!
– ¿Se puede saber qué asunto? -pregunté con una sonrisa boba.
– ¡No sabrá usted desenvolverse, ni falta que le hace! Tengo la impresión, y no es mi intención ofenderle, de que a veces ni siquiera entiende de qué hablamos, y podría figurarse que está chiflada o qué sé yo, perdóneme, pero es algo que no se puede explicar, ¡es de locura, créame, de locura!, y aunque yo trato de frenarla todo lo que puedo, a veces tengo que ceder, porque de otro modo no podría controlar esos ramalazos de puta, porque de eso se trata, y entonces sí que perdería la cabeza, por eso le suplico que no abuse de su situación, porque si en lugar de usted fuera otro, se iría con ese otro. ¡Si no me cree, oiga lo que pasa ahí dentro!
Porque en el camerino de Hübchen había alboroto, se oían gritos de hombre, chillidos de Thea, golpes de objetos contra el suelo, siseos y risas ahogadas que culminaron con el gorjeo desafiante de una risa cantarina, altiva y un tanto afectada; la puerta se cerró con estrépito y momentáneamente quedaron amortiguados los sonidos lascivos, pero enseguida volvió a abrirse, y aunque yo entendía lo que me decía frau Kühnert, me parecía muy ventajoso el papel de candido que ella me había adjudicado, porque ¿hay en el mundo alguna historia de la que no desee uno saber más? ¿Hay detalles que no nos hagan desear buscar otros detalles más reveladores? Así pues, si seguía haciéndome el tonto, podría reunir más información y quién sabe si descubrir aspectos insospechados.
– Perdone, pero no sé de qué me habla -dije acentuando la estupidez de mi candida sonrisa y fingiendo cierta irritación, y la táctica dio resultado. Naturalmente, tu ignorancia siempre complace al interlocutor, fue el empujoncito final en la dirección que de todos modos ella pensaba tomar, ahora podía desahogarse sin tapujos, y me habló como a un idiota, descargando todo el furor acumulado durante la conversación telefónica.
– ¡Usted no lo entiende, no, no lo entiende! -susurró con impaciencia, dando una ojeada al ajetreo del pasillo-. ¡Ya le he dicho que no puede entenderlo, ni falta que le hace, ni yo deseo que lo entienda, porque es asunto privado, pero si se empeña se lo diré, y es que ella está perdidamente, ¿me entiende?, perdidamente enamorada, mejor dicho, cree estarlo, o mejor aún, ¡se ha convencido a sí misma de que está enamorada de ese sujeto! -señaló el teléfono con un airado movimiento de cabeza-. Y, por si no fuera bastante que él tenga veinte años menos, es marica, pero a ella se le ha metido en la cabeza conquistarlo, porque dice que nunca ha querido a nadie como a él, aunque podría irse a la cama con ese idiota de ahí dentro o con quien le diera la gana, ¡hasta con usted, por ejemplo! ¿Lo entiende? Pero ha de ser precisamente él, el único con el que no puede ser. ¿Lo entiende ahora? Por eso le ruego que desaparezca cuanto antes. No se enfade conmigo, pero márchese. ¡Ahora mismo! Quizá así yo pueda disuadirla. ¡No soporto que la humillen! ¿Me entiende? ¡No lo soporto!
Por mucho que frau Kühnert hubiera deformado la realidad en ese desahogo confidencial, era evidente que le había gustado revelarme algo que en realidad hubiera debido callar, y que hasta deseaba callar, pero su pasión era tan viva y tan real que no pude sustraerme a su influjo. Me miraba fijamente con las gafas un poco caídas, y la mitad inferior de sus ojos saltones, de un azul desvaído, cuarteados de venitas, estaba agrandada por las dioptrías de un modo francamente aterrador; era la pasión de la bondad, del amor y del desvelo, pura e inconfundible, que no empañaba el que, para realzar su abnegación, recurriera a ciertas exageraciones; le producía una satisfacción inmensa ser la única persona que no perseguía fines egoístas, interesados ni mezquinos y que comprendía perfectamente al prójimo, tal como era, la única que comprendía a Thea, y esta comprensión, y el privilegio de ser partícipe de sus secretos, eran la única recompensa que recibía por su bondad y su desinterés; la mano que hacía un momento me sujetaba me señalaba ahora el camino, me apartaba de sí, me empujaba, y yo me encaminaba de buen grado hacia la salida, pero en aquel momento ya estaban otra vez en el pasillo ellos dos, sin aliento y sofocados, jadeando, enzarzados en una furiosa riña infantil; Hübchen, desnudo y tapándose las vergüenzas con la mano, caminaba hacia atrás y Thea, en actitud de espadachín, perseguía al pobre idiota, como lo llamaban ellas, golpeándolo con una toalla mojada; debían de doler bastante los toallazos, pero cuando ella vio, seguramente por el rabillo del ojo, que yo me iba, lanzó la toalla haciendo un molinete» gritó: «¿adonde va?» y corrió tras de mí dejando libre a su víctima el camino de la huida.
Pero lo que ella esperaba que fuera un asalto triunfal se convirtió en tranquila despedida.
Cuando subimos a su coche, para recorrer la corta distancia que Separaba los dos teatros -íbamos a la ópera a ver un nuevo montaje de Fidelio-, Thea estaba silenciosa, revolvió un rato en la oscuridad hasta encontrar por fin, en la guantera, las gafas que se ponía para conducir, otro de sus peculiares aditamentos, unas gafas de cristales grasientos que nunca limpiaba y a las que faltaba una patilla, lo que la obligaba a erguir el delgado cuello y mover la cabeza con parsimonia para impedir que le resbalaran de la nariz; las calles estaban desiertas, era una noche desapacible, de fuerte viento, y en los conos de luz de las farolas se veía llover en diagonal, no hablábamos, y yo, desde el asiento de atrás, un poco nervioso por el silencio, observaba a Thea, por supuesto.
En ese momento, excepcionalmente, ella no parecía representar un papel, y ello me producía una agradable sensación de descanso, por otra parte, después de las confidencias de frau Kühnert, ya no me parecía tan misteriosa; estaba seria, tensa, cansada y ensimismada, y, aunque realizaba todas las operaciones que exigía la conducción, sus movimientos eran maquinales, no estaba atenta a lo que hacía: cuando salíamos de la casi oscura Friedrichstrasse para torcer por Unter den Linden, algo mejor iluminada, ella detuvo el coche e hizo la preceptiva señal de que iba a girar, y en el cuadro se encendió una lucecita roja, pero, a pesar de que no había coches, ella no arrancaba, como si un denso tráfico se lo impidiera, la lucecita roja seguía parpadeando con ligeros chasquidos, las ráfagas de viento lanzaban la lluvia contra las portezuelas, las escobillas rechinaban en el parabrisas, y si frau Kühnert no le hubiera avisado de que podíamos seguir, no sé el rato que hubiéramos estado en aquel cruce.
– Sí, claro -dijo entonces ella en voz baia, como hablando consigo misma, y arrancó.
Para mí, tuvo mucha importancia aquel momento, largo y breve al mismo tiempo, aquel compás de espera antes del viraje, estaba esperándolo sin saberlo, deseando unos instantes normales, de distanciamiento y sosiego, sin saberlo, pero estaba muy cansado y también muy agitado como para poder percibir todo aquello conscientemente, es decir, no pensaba, sólo mi sensibilidad actuaba, y aunque sólo la veía de perfil, y su perfil -adornado, además, con aquellas gafas- no impresionaba, me parecía que el reflejo de las luces de la calle en el asfalto mojado habían transformado su cara, mejor dicho, le habían devuelto su forma original acentuando sus rasgos y borrando la retícula de arrugas, ésta era la cara que yo buscaba, la cara que ya había visto antes pero que, por su movilidad, sólo momentáneamente había podido captar; era la cara que estaba debajo de la máscara, la cara que cuadraba con sus ojos, una cara aún más vieja y más fea en realidad, porque tenía sombras más oscuras y, con aquella luz pálida y aquel pasmo interior, hasta parecía muerta, pero al mismo tiempo era la cara tersa y sin definir de la niña, esa niña cuya imagen yo llevaba dentro y amaba con ternura desde hacía mucho tiempo, una niña preciosa que probaba en mí sus encantos, pero esto no era un recuerdo de mi niñez ni de mi adolescencia, a pesar de que el momento, quizá por aquella fuerte lluvia de otoño, era propicio a la nostalgia; aunque Thea me recordaba a todas las niñas que yo hubiera podido tratar, por su cualidad desconocida se parecía más a mí que a las que había conocido realmente y de las que rara vez me acordaba. Probablemente, si desde hacía semanas yo la observaba con aquella reticencia y aquella fascinada repulsión era porque percibía entre nosotros una afinidad inexplicable, como si me viera reflejado en su cara como en un espejo, nuestra relación, a pesar del mutuo interés, se mantuvo siempre distante, serena y estrictamente convencional, rehuyendo toda posibilidad de contacto, sin duda porque con la propia imagen, por familiar que nos resulte, no se puede intimar, el amor al ego sólo puede satisfacerse indirectamente y por caminos secretos; pero en aquel momento, del que hasta este día me acuerdo con más precisión y claridad que de escenas posteriores y más íntimas, surgió en mí de improviso y sin motivo aparente una imagen que borró la imagen real: una niña, ensimismada delante del espejo, estudia atentamente los rasgos de su cara, experimenta con ellos, los deforma, pero no está jugando, más bien parece que, obedeciendo a una voz interior, observa el efecto que estas muecas causan en ella, pero esto no era un recuerdo, quizá era sólo que mi imaginación venía en mi ayuda, me dije, ¿y qué podía impulsarme a imaginar esta situación en que la niña se esforzaba por verse tal como podría verla otra persona, por descubrir en el espejo la diferencia entre la cara propia y la que ven los demás?
Quizá en aquel momento yo descubrí esa esencia, o, más exactamente, ese estrato de su personalidad en el que anidaban sus facultades para la simulación, su exhibicionismo, su temperamento teatral, su hipocresía, sus propiedades camaleónicas, sus mentiras y su constante, implacable y autodestructiva lucha consigo misma: era el terreno firme en el que se apoyaba en sus momentos de cansancio, inseguridad y desesperación, ese lugar seguro del que se alejaba con sus juegos y simulaciones, tan seguro que podía abandonarlo cuando quisiera, y al que quizá volvió durante aquel trayecto de breves minutos entre los dos teatros, para poder aparecer ante Melchior en el salón de descanso con su verdadera faz, en su mejor forma, con su belleza recuperada, transformación que mostraba también los secretos caminos que tenía que recorrer para representar en el escenario los más diversos personajes.
Quizá no era niña ni era niño, sino esa criatura sin sexo que aún no necesita calcular ni recelar, porque no imagina que alguien pueda dejar de quererla y por eso se acerca a nosotros con tanta seguridad, haciéndonos ofrenda de su confianza, quizá frau Kühnert amaba en ella a esa criatura, se sentía madre de esa criatura a cuya confianza había que corresponder aunque no fuera más que con una sonrisa involuntaria; así entró en la sala de descanso, ligera, bella, alegre y un poco infantil, y fue rápidamente hacia Melchior, que estaba en lo alto de la escalera con su amigo francés, destacando por su estatura entre el ruidoso público que entraba en la sala; si al vernos asomó a su cara un gesto de contrariedad, su expresión se suavizó mientras bajaba rápidamente la escalera y se acercaba a Thea, como si, mal que le pesara, se le hubiera contagiado la sonrisa de ella, en la que no había ni el menor vestigio de aquella cínica insistencia con que había promovido ese encuentro, ni rastro del furor apasionado y brutal con que apuntaba con la espada al pecho desnudo de Hübchen, ni del temor con que había buscado apoyo en mis ojos, ni nada que indicara que para ella Melchior fuera un «chico» como Hübchen, por ejemplo, con el que podía retozar a placer; Melchior era un joven apuesto que parecía formal, tranquilo y equilibrado, un burgués que no podía imaginar la tormenta de pasiones y sentimientos que Thea había dejado atrás al salir de la sala de ensayo, un hombre simpático, desenvuelto y risueño, de porte erguido y quizá un poco rígido, lo cual podía indicar tanto buena educación como autodisciplina, y en aquel momento en que iban el uno hacia el otro, se advertía que nosotros, los testigos del encuentro, simplemente, habíamos dejado de existir.
Se abrazaron, Thea le llegaba al hombro, su fino cuerpo casi desapareció en los brazos del hombre.
Melchior la apartó suavemente, sin soltarla.
– ¡Estás preciosa! -dijo con una voz profunda y cálida y una risa suave.
– ¿Preciosa? Dirás muerta de cansancio -respondió Thea, que le miraba ladeando la cabeza con coquetería-. Quería verte, aunque no fuera más que un momento.
Y entonces llegaron aquellas semanas, pocas, quizá un mes, durante las que cada hora que pasábamos separados nos parecía tiempo perdido, y era inútil que tratáramos de alejarnos, a pesar de que hubiéramos tenido que poner distancia entre nosotros o, por lo menos, si no podíamos separarnos, marcharnos a cualquier otro sitio, para no estar aquí ni estar tan juntos; porque la mayor parte del tiempo, descuidando otras obligaciones, la pasábamos en esta habitación, en este ático al que mis ojos no acababan de habituarse, que se me antojaba a la vez asfixiante y helado, y que, a la luz de las velas, parecía el salón de un burdel de lujo o un santuario misterioso, aunque no es mucha la diferencia, era frío y sensual, extraña combinación de cualidades, que te desconcertaba y no se convertía en un lugar habitable a la medida del ser humano hasta que el sol entraba por las sucias ventanas y revelaba el fino polvo que cubría los muebles, los marcos de las fotografías, los pliegues de las cortinas, y la pelusa de los rincones, y, con la pálida luz otoñal, fatigada y oscilante, se asomaba a la habitación el paisaje rectilíneo, desvaído e inmóvil de muros de incendio, tejados y patios traseros, aquel mundo exterior adusto y bello del que su sensibilidad le hacía aislarse a fuerza de sedas, alfombras de dibujo barroco y cortinajes de terciopelo y al que, al mismo tiempo, se aferraba; al fin y al cabo, era indiferente donde estuviéramos, quién iba a preocuparse por banales diferencias de gusto ni por lo que suele llamarse la limpieza, si más no, porque parecía que sólo en esta habitación podíamos estar juntos al abrigo de la gente, estas paredes nos ocultaban y protegían y a veces hasta ir a la cocina a preparar algo de comer nos parecía una penosa excursión, y es que hacía frío en la cocina, Melchior tenía la manía de dejar la ventana abierta y era inútil que yo tratara de convencerle de que en el aire frío se notan más los olores, él odiaba el olor a cocina y por eso tenía que estar abierta la ventana, así que solíamos sentarnos frente a frente en la caldeada habitación -él encendía la estufa de cerámica blanca por la mañana-, yo, en la butaca de la primera noche que se había convertido en mi lugar fijo, y nos mirábamos, me gustaba mirarle las manos, la media luna blanca de sus uñas alargadas y abombadas y rozar, con las mías, planas y achatadas, su dura superficie, finamente estriada, ¡y los ojos!, la frente, las cejas, nos dábamos las manos, yo le acariciaba los muslos, el bulto del vientre, el empeine de los pies dentro de las zapatillas, nuestras rodillas se rozaban, charlábamos y, al volver la cabeza, veía por la ventana el álamo del patio, entre tejados y ciegos muros de incendio, un álamo muy alto, más que el quinto piso, que asomaba por encima del tejado recortándose en el límpido cielo del otoño y que iba soltando hojas, que caían girando en el aire, y pronto estaría desnudo.
Digo que charlábamos, pero quizá debería decir que contábamos, aunque tampoco esta palabra define con exactitud aquel afán de decir ni aquella ansia de escuchar con los que tratábamos de completar, pero también de tapar y oscurecer, nuestro contacto físico, la percepción constante de nuestros cuerpos, con señales ajenas a esta proximidad, con la música de la voz y el significado de la palabra; perorábamos, relatábamos, discurseábamos, nos sepultábamos en palabras y, como el engarce, el acento, la entonación y la cadencia de las palabras tienen también un valor sensual y físico, agregado a su significado semántico, sublimábamos con él la proximidad de nuestros cuerpos, como si comprendiéramos que, en definitiva, la palabra no es sino la señal de la vida espiritual, de lo que existe más allá del cuerpo, porque las palabras pueden ser ciertas pero nunca lo dicen todo; y aunque hablábamos ininterrumpida, insaciable e incesantemente de nuestras caóticas vidas, entre otras razones, para incorporar al otro en la propia historia, para compartirla como compartíamos el cuerpo, parecía también que con nuestro relato pretendíamos resistirnos a tanta entrega y tanta interdependencia, poniendo de manifiesto que había existido un pasado alegre en el que habíamos sido independientes uno de otro, ¡y libres!, pero, al mismo tiempo, por una especie de instinto, no dábamos especial importancia a estas historias, no por frivolidad, sino porque no nos conformábamos con contarnos sólo una parte, queríamos decirlo todo, referir cada momento completo, y comprendíamos que era un empeño vano y ridículo; nos perdíamos por completo en nuestros relatos, sin que yo pudiera adivinar por qué teníamos tanto que contar, no recuerdo frases concretas, a pesar de que ahora que rememoro todo aquello puedo afirmar que probablemente no haya nada objetivo que yo no supiera de él, pero cada historia traía consigo cien detalles que referir, no podíamos llegar hasta el final, a pesar de que nos lo proponíamos firmemente, ¿quizá para comprender al fin por qué me quería él y por qué le quería yo?, ni que decir tiene que estos relatos, que reflejaban dos mundos diferentes, con elementos históricos, sociales, culturales y psicológicos diferentes, constituían una especie de texto intelectual, muchas de cuyas palabras exigían el complemento de otras cien, aparte del hecho de que él era el único que hablaba en su lengua materna, ventaja que aprovechaba con fruición, suscitándome infinidad de dudas, por lo que teníamos que dedicar una parte importante de nuestro tiempo y atención a la creación y estructuración de un lenguaje común, y todo quedaba un poco en el aire; yo nunca estaba seguro de haber entendido bien, él tenía que completar significados y adivinar lo que yo trataba de decir, perdíamos mucho tiempo aclarando malas interpretaciones, explicando conceptos, expresiones, giros, modismos, reglas gramaticales y excepciones, lo que para él parecía ser un juego que halagaba su ego y para mí, tiempo muerto; en realidad, era un obstáculo natural y también simbólico para un entendimiento, un conocimiento, una toma de posesión que no siempre podía, ni debía, conseguirse con argumentos razonables, porque, al tratar de asimilar las complejas reglas de una lengua, continuamente, y siempre de modo inesperado, nos tropezamos con obstáculos en los que el planteamiento lógico y racional, lejos de ayudar, estorba; nuestros torrentes de palabras, aquella verborrea que unas veces se remansaba y otras se desbordaba, este ofrecerse al otro, este abrirse por medio de las palabras, también languidecía, y entonces venía la divagación, la mirada se extraviaba, la sangre palpitaba en las yemas de los dedos, o la llama de la vela se agitaba a una corriente de aire y la pupila brillaba como si estuviera iluminada desde dentro y fuera un lugar transitable, y la mirada pudiera entrar por la oscura puerta de la pupila en el azul del ojo; él decía que aquí no podía vivir, pero lo decía como si no hablara de sí mismo sino de un extraño, y sonreía, no, él aquí no podía existir, sencillamente, y no porque le molestara ni lo más mínimo el que aquí todo fuera falso de arriba abajo, todo, corrupción e hipocresía, que todo tuviera un doble fondo, que todo fuera sucio e incoherente, no, eso más bien le divertía, estaba acostumbrado y hasta consideraba una suerte haber nacido en un lugar del mundo en el que -figúrate- desde hacía más de medio siglo imperaba el estado de sitio, en el que desde hacía más de medio siglo no se decía en público ni una sola palabra normal, ni siquiera entre vecinos, y en el que Adolf Hitler había ganado por mayoría aplastante, porque aquí, por lo menos, las personas no alimentaban ilusiones vanas, y a partir de cierto punto, «punto que hemos dejado atrás hace tiempo», él consideraba la mentira como algo humano y hasta normal, y por ello le producía un placer perverso no llamar inhumano a este sistema alimentado de mentiras y lubrificado con mentiras, no tacharlo de fascista, como hacía todo el mundo, porque ¿no es decente, no es asquerosamente decente decir siempre lo contrario de lo que uno piensa y hacer siempre lo contrario de lo que uno quiere hacer, abonarse a la mentira, la simulación, la holgazanería y el trapicheo, en lugar de regirse por la verdad, la transparencia, la sinceridad y la llamada justicia, que por cierto no son menos difíciles de soportar? Y así como el humanismo se esfuerza por institucionalizar la razón natural, el fascismo ha institucionalizado la mentira natural, lo que no deja de ser lógico; si se quiere, esto no es sino otra forma de verdad, aunque una verdad que el mundo ha desconocido hasta ahora, por lo demás, a él todo le importaba un pimiento, todo lo que había dicho hasta ahora era simple política y él se cagaba en la política, en sus verdades y en sus mentiras, también en las suyas propias, él se cagaba en las teorías y en los sentimientos, y no digamos en los suyos propios, en los que también se cagaba, aunque sin mala intención, sólo por capricho, porque conocía muy de cerca la naturaleza interna de la mentira como para no saber apreciarla, la consideraba algo sagrado, mentir era bueno, necesario y divertido, él mentía continuamente, a conciencia, incluso ahora me mentía a mí, por lo que me rogaba que no creyera nada de lo que me decía, que lo tomara a broma, que no me fiara de él ni de sus palabras, que en lo que a él se refería no diera nada por descontado, por ejemplo, a pesar de mi discreción, le constaba que esta habitación me parecía detestable, porque aquí todo era mentira -tendría que perdonarle pero aún percibía en mí resabios de burgués, porque mentía con escrúpulos, como envolviendo la mentira en papel de seda- y a él la habitación le gustaba precisamente por esto, no es que la hubiera decorado a su gusto, porque no tenía ni idea de cuál debía ser el aspecto de la habitación que él pudiera llamar suya, ¡ni lo sabía ni quería saberlo!, pero, si la hubiera dejado vacía como pensó en un principio, no hubiera sido menos falsa, ¿y en el fondo no era indiferente cuál de las dos mentiras hubiera elegido?, sencillamente, no quería una habitación como es debido porque tampoco él era un hombre como es debido, así que seamos consecuentes en la mentira, no pongamos lo feo al lado de lo bello, a lo malo le corresponde lo peor y así sucesivamente, y a la mentira, la mentira, y tampoco se le escapaba de qué forma le engañaba yo, naturalmente, esto que él hacía era definirse, era un acto de protesta, un desafío y una agresión, y reconocía que por ello no podía negar su condición de alemán, si no que recordara a Nietzsche, si lo conocía, el virulento radicalismo con que negaba a Dios, a él siempre le había dado risa que, de este modo, por la misma negación de Dios, por la ira y la desesperación que provocaba en él esta ausencia, hubiera creado a ése al que tanto echaba de menos, ¡pero al que, de haber existido, hubiera destruido!; sí, por el hecho de no poder vivir aquí -a pesar de que aquí vivía-, él quería demostrar que vivía aquí, a pesar de que continuamente tropezaba con objetos extraños y superfluos, pero por lo menos sabía orientarse en medio de ellos, amaba su falsedad, y aunque no creía que en otro sitio pudiera irle mejor, pensaba marcharse estaba harto de todo esto; aunque le costara la vida, intentaría marcharse, ni siquiera esta posibilidad podía detenerle, con lo que no quería dar a entender que pensara convertirse en suicida, pero, si tenía que morir hoy, mañana o cuando fuera, nada tenía que objetar, que tratara de imaginarme una vida en cuyos veintiocho años hubiera habido tan sólo un momento que pudiera llamarse real o auténtico, él sabía bien qué momento era, aquél en el que empezó a recuperarse de la enfermedad que estuvo a punto de costarle la vida; ya me había hablado de aquello cuando le pregunté de qué eran las dos largas cicatrices que tenía en el vientre y él me habló de las dos operaciones, tenía diecisiete años, se había levantado de la cama muy despacio, era la primera vez que intentaba ponerse de pie, y se movía con cautela, apoyándose en los muebles para no perder el equilibrio, por lo que no se daba cuenta de que iba hacia la estantería en la que estaba el violín, en su estuche, cubierto de polvo ¿podía yo imaginar lo que para un violinista significa un estuche negro como aquél?, no se dio cuenta de lo que hacía hasta que tuvo el violín en la mano y sintió deseos de destruirlo, quizá destruirlo no, dejarlo inservible, golpearlo contra el canto de la estantería, por ejemplo, agrietar la madera, naturalmente, no tenía fuerzas para eso, alrededor de él todo era vago, sin contorno definido, nebuloso, pero los ruidos le llegaban con fuerza, como si una sierra mecánica mordiera la madera con un chirrido penetrante; estaba solo y podía hacer lo que quisiera, pero la debilidad se lo impedía, sólo tuvo fuerzas para dejar otra vez el violín en su estuche forrado de paño verde y entonces fue cayendo despacio y perdió el conocimiento, como si todo se hubiera oscurecido de pronto, el violín había perdido el significado que hasta entonces había tenido para él, el violín no existía para satisfacer su deseo de admiración, aquella admiración que él despertaba en su entorno con sus pobres dotes de provinciano, que su madre le agobiaba para que cultivara, con la misma inocente ofuscación con la que él se engañaba a sí mismo y a los demás que le consideraban un niño prodigio y le habían hecho creer que el violín hacía de él un ser especial, un elegido, una excepción, ¡virtuoso de un objeto muerto! No, el violín existía por sí y para sí, para que alguien lo hiciera vibrar, para fundir sus posibilidades físicas con las posibilidades físicas de una persona, y el genio siempre se movería en esa estrecha tierra de nadie en la que el objeto deja de ser objeto y la persona deja de ser persona, donde Ia ambición de hacer sonar este objeto deja de ser un sentimiento personal y sólo cuenta el instrumento; por lo menos, había tenido el mérito de reconocerlo, por aplicado, sensible y perseverante que fuera, él sólo podría extraer de su violín artificio que halagara su vanidad, no hacer que sonara con voz propia, no había vuelto a tocarlo, por más aiie se lo pedían y suplicaban, nadie lo entendía, ni él mismo lo entendía, pero era incapaz hasta de ponerle las manos encima.
Entonces, en su habitación de adolescente, lo colgó de la pared porque era bonito, no debía ser más que un objeto de formas armoniosas, callado y sereno, por eso también aquí estaba colgado de la pared, por lo menos el violín debía seguir siendo lo que era, a pesar de que, después de contarme a mí lo que no había dicho a nadie, le parecía que esa historia, que hasta aquel momento había guardado dentro de sí con tanto afán, no era del todo sincera, ahora le parecía un pretexto para enmascarar su desesperación, su cinismo, su decepción y su cobardía, un sentimiento devastador, como el que había experimentado otra vez, de la que también me había hablado, provocado por la revelación de su madre el día en que él, frivolamente, como quien juega y con un punto de malicia, le preguntó si era realmente hijo del muerto cuyo apellido llevaba, porque en las fotografías no veía ningún parecido, sino de otro, ahora podía decírselo, ya era mayor; ¿cómo te has enterado?, gritó ella, que estaba lavándose y volvió hacia él una cara que parecía llena de gusanos retorcidos, ¡y él no sabía ni había oído nada! ¿Y qué iba a saber?, y entonces le pareció que su propia muerte, su destino, le miraba a la cara y aquella exclamación le hizo comprender que, inesperada e incomprensiblemente, los dos corrían peligro, peligro de muerte, era una sensación que prefiguraba la rigidez de la muerte, la insensibilidad de todos los miembros y una leve contracción de la piel, estaba mirando unos ojos muertos de los que no podía apartar los suyos, y hasta la noche estuvieron al lado del lavabo, mientras ella le contaba la historia del prisionero de guerra francés, su padre natural; después, él enfermó, aunque no creía que la enfermedad tuviera que ver con aquella impresión, no parecía probable; ¿sabes?, me dijo, uno no tiene padre, se lo imagina, y luego resulta que ése no era su padre verdadero, pero el padre verdadero tampoco existe, ¡lo mismo que Dios!, y entonces descubrió por qué su madre se empeñaba tanto en que él no fuera como los demás niños -¡el violín!-, al fin y al cabo, no lo era, debía ser un elegido, pero no lo era, no debía ser alemán, pero lo era, y aún no me había contado, porque hasta ahora no se había acordado, que había estado dos meses entre moribundos que iban desapareciendo de las camas hasta que al final no quedaba en la sala nadie más que él, que debía de estar muriéndose, porque de allí nadie salía vivo, e incluso le gustaba el papel de moribundo, el vientre se le llenaba de pus una y otra vez, parecía inútil volver a operar, le extraían el pus con una cánula, aún tenía un bulto en el vientre donde había estado la cánula, podía tocarlo, no sabían qué hacer con él, estaba desahuciado pero no se moría, así que, al cabo de dos meses, pidieron a su madre, que había encanecido del remordimiento y estaba medio loca, que se lo llevara a casa, ella estaba consumida, temblaba, todo le caía de la mano, y parecía que sus ojos continuamente le pedían perdón, pero él, por más que lo deseaba, no podía perdonarla; ella se movía a su alrededor como un espectro, como si de cada sorbo de agua que le daba dependiera su salvación, como si al cabo de tantos años aún tuviera que seguir purgando aquella culpa -¡había que figurárselo, una alemana y un francés! Aunque, afortunadamente, se libró de la pena que entonces se aplicaba a los que atentaban contra la pureza de la raza, «tuvo que pasar tres meses en la cárcel, embarazada de mí»-, ¡pero ya me hablaría de eso en otro momento, porque entonces el médico de cabecera que lo visitaba dos veces a la semana tuvo una súbita inspiración y le dijo: abre la boca, chico, vamos a ver esos dientes, y dos semanas después de que le arrancaran dos muelas estaba más sano que una manzana, y no había tenido más problemas, estaba fuerte como un roble, como podía ver por mí mismo, y gracias a aquellas dos muelas podridas nosotros podíamos ahora escabullimos del putrefacto lodazal de su alma, pero bromas aparte quería expresarme su sincero y profundo agradecimiento, me estaba muy agradecido porque yo le había dado ocasión de manifestar en voz alta todo lo que sabía de sí mismo y que hasta entonces no se había atrevido a decir, para él yo era como el dentista que le había extraído de la boca aquellos dos Adolfitos Hitler, yo le había arrancado algo, había resuelto algo, porque mientras hablaba veía muchas cosas con más precisión, aunque no pudiera hablar de ellas debidamente, y como era un terrible egoísta, creía saber por qué había tenido que introducirme en su vida, porque él sólo podía decir estas cosas a un extranjero, él se marcharía, de eso no tenía ni la menor duda, ya estaba harto de sentirse como un extraño, pero prefería marcharse con la cabeza despejada, sin reproches ni rencores y eso tenía que agradecérmelo a mí y quizá precisamente a mi condición de extranjero.
Le respondí, poco más o menos, que exageraba, que no me parecía que yo pudiera ser tan importante, porque las cosas no se resuelven de esta manera.
Él dijo que, de exageración, ni asomo, y que cuando hay que dar las gracias se dan las gracias, y se le saltaban las lágrimas.
Quizá fue aquel el momento en que le rocé la cara con la yema de los dedos y apunté en voz baja que también Pierre era extranjero.
Con él, me dijo, no podía hablar en su lengua materna, Pierre era francés, y aunque, en cierto modo, también él era francés, su lengua era el alemán.
¡Qué diablos!, dije, él no tenía nada de francés, exageraba mi importancia, y ello me gustaba, sí, me halagaba, pero yo no necesitaba ninguna prueba, podía creerme, porque lo que yo sentía… pero lo que yo sentía no podía decirlo.
Sólo podía decir que me daría vergüenza hablar de ello.
Yo sostenía su cara entre las manos y él sostenía la mía, el movimiento fue idéntico, pero con él frustramos mutuamente nuestros propósitos, es posible que yo ni llegara a hablar en voz alta de mi vergüenza, por si esta palabra lo violentaba y tenía que recurrir a su habitual displicencia, escudarse en su sonrisa irónica, aquella sonrisa perenne, endiabladamente bella, y mi torpeza destruía algo que de ninguna manera debía ser destruido; privaría a mi mano del calor y la tersura de su cara, añoraría el roce áspero de sus mejillas, que yo adoraba, en las yemas de los dedos, pero aquella primera noche había en mí una clara resistencia, la resistencia y el temor que inspira lo que es extraño y familiar a la vez, pero también me atraía la leve abrasión de una cara masculina, acariciar con los labios unos labios rodeados de piel en la que apuntaba la barba lo mismo que en la mía y percibir en el otro la misma fuerza que irradiaba de mí, como si no recibiera una fuerza ajena sino la mía, que me era devuelta. «¿Por qué, la boca de mi padre?», gritó otro con mi voz aquella primera noche, cuando su boca se posó en la mía y se oía el leve rechinar de mentón contra mentón, como si la cara de nuestros padres rozara la piel lisa de la niñez olvidada; entonces me sumergí con complacencia en la mezcla repulsiva del amor y el odio de uno mismo, ahora comprendo que ya debíamos de haber dejado de hablar, aunque no nos habíamos dado cuenta de que aquello no era una conversación, yo aceptaba, incluso de buen grado, mi asco de mí mismo, porque este sentimiento parecía sanear todo aquello que me angustiaba y asustaba, por fin había dejado atrás el cadáver de mi padre, ahora podía perdonarle, a pesar de que no estaba seguro de cuál de los dos era mi verdadero padre, pero esto ya no tenía importancia, ahora estaban unidos, fundidos en uno solo, esto era la paz, el lenguaje del cuerpo, aún resonaba en el oído el chorro de palabras, sí, y es que las corrientes que transitan por las circunvoluciones del cerebro necesitan tiempo para guardar en su sitio todo lo que hay que almacenar, en latas, cestitos, estuches, cajas, jaulas y urnas transparentes, y cuando cesa el zumbido de este febril esfuerzo clasificador, aún pasan silbando fragmentos que, por alguna razón, no han encontrado sitio en el gran almacén del entendimiento, y, curiosamente, éstas suelen ser las frases más triviales; «muerte francesa», por ejemplo, no tenía ni el menor significado, pero el movimiento con el que atraje su cara hacia mí, sosteniéndole la barbilla con la palma de las manos y rozándole las mejillas con los dedos fue sólo un medio utilizado inconscientemente para alcanzar un fin percibido vagamente, ya no podíalos hablar más, ni él ni yo; a pesar de que, mientras hablaba, su airada no se apartaba de la mía, como si en mis ojos hubiera encontrado un firme asidero, daba la impresión de que, en relidad, no quería verme o de que, a sus ojos, yo era un simple objeto, ahora podía atraerse más aún, ir a donde quizá no se hubiese atrevido a ir él solo, pero a mí esta retirada parecía permitirme avanzar hasta donde, en otras circunstancias, no me hubiera sido posible llegar, y cuanto más se anclaba su mirada en la mía, cuanto más me convertía yo en un objeto a sus ojos, más fácil le era alejarse de mí, pero yo debía estar alerta porque tenía que seguirle, y, estando yo con él, podía explayarse en el tema que de verdad le interesaba, sus pensamientos, sus recuerdos y, digámoslo ya de una vez, esa soledad que produce la mera existencia del cuerpo, el sentirse forma viva en un espacio que se percibe muerto, con frases alambicadas impregnadas de frío raciocinio y acompañadas de una sonrisa tierna, hasta que, merced a esa frialdad y esa sonrisa, se situaba a una distancia de la historia de su cuerpo desde la que casi podía contemplar sus pequeños episodios con mis ojos; quizá su agradecimiento se debiera a que, durante un momento, había podido descubrir cómo ve el espacio muerto a la forma viva, experimentar una identificación con el mundo exterior; que yo raramente alcanzaba, de ahí que se le humedecieran los ojos, pero sin que llegara a brotar el llanto acumulado bajo los párpados, sólo lo justo para empañarle la mirada, velar mi imagen y borrar la visión fugaz apenas vislumbrada; a fin de hacerle volver a mí desde el lejano espacio interior en el que se había sumido, a fin de que el objeto que era yo volviera a convertirse en persona, me apresuré a abandonar a mi vez aquellas profundidades y hurtarme a sus ojos, temeroso de perder lo que ya poseía: sentir su rodilla entre mis rodillas, tocar su cara inclinándome un poco hacia adelante, mientras sus rodillas oprimían mi rodilla y él, inclinándose un poco hacia adelante, me tocaba la cara.
Tocar.
Tocar, sentir.
A veces escuchábamos música, él leía en voz alta o yo recitaba versos en húngaro, porque quería hacérselos comprender y sentir, y también demostrar que había una lengua en la que podía expresarme con soltura y relativa corrección, eso le divertía, se reía, me miraba con la boca abierta, como los niños que contemplan un juguete desconocido, yo me sentía feliz y despreocupado, nos dormíamos abrazados, vestidos o desnudos, en el sofá de la salita, entre dos luces, y cuando llegaba la noche, noche de invierno, había que encender las velas y cerrar las cortinas, para poder volver a sentarnos, frente a frente, hasta la madrugada o hasta que se hacía de día, mientras la habitación iba enfriándose, y el reloj de pared nos acompañaba con su tictac sosegado, y las velas chisporroteaban al consumirse, y bebíamos un fuerte vino tinto búlgaro en esbeltas copas de cristal tallado; pero me resulta difícil hablar de aquellas horas, días y semanas que nos llevaron del otoño al invierno sin que nos diéramos cuenta, mientras el afiligranado esqueleto del álamo se envolvía cada mañana en una tenue niebla, me resulta casi tan difícil como responder a la pregunta de con qué derecho incorporo los sentimientos de un extraño en el recuerdo de una historia común, ni qué me autoriza a decir que nos pasó esto o lo otro, cuando habitualmente, y no sin razón, sólo me siento autorizado a hablar de mí mismo, es decir, aspirar a describir con exactitud lo que pasaba por mí; no existe respuesta para esta pregunta, mejor dicho, quizá aquella noche de invierno tuve una intuición de cómo nos queríamos, si por amor se entiende una mutua unión íntima y apasionada, o quizá la respuesta llegó al cabo de varias semanas, quizá un mes, cuando descubrimos que algo empezaba a ir mal, que algo había cambiado en nosotros, en él y en mí, y seguía cambiando; y tan grande era el cambio que tuve que cerrar los ojos un momento para no verlo, con la esperanza de que, cuando los abriera, habría desaparecido todo lo que me afligía, que volvería a ver su cara de antes, a sentir otra vez su mano en mi mano ¡porque ahora me parecía estar oprimiendo el muñón de mi propia mano!, y que también su sonrisa sería la misma, porque a fin de cuentas no había ocurrido nada, ¿y qué podía haber ocurrido? No lo recuerdo con exactitud, pero debía de ser a últimos de noviembre o primeros de diciembre -y qué nos importaba entonces el calendario-, el único punto de referencia era el estreno de Thea al que Melchior me acompañó, a pesar de que para entonces ellos dos ya no se hablaban; por lo tanto, debió de ser antes cuando ella, movida por la inquietud, el recelo y la desesperación, subió una noche, con la esperanza de encontrar a Melchior solo, esperanza que yo había tratado de alimentar, y me encontró a mí solo, lo cual también hizo que cambiaran muchas cosas, a pesar de que aparentemente nada había cambiado; nosotros seguíamos allí sentados, las velas ardían como antes, había silencio, la habitación estaba igual, el teléfono no sonaba y nadie llamaba a la puerta, la gente nada quería de nosotros, ni nosotros de la gente, como si estuviéramos en una torre sobre las ruinas de una ciudad europea muerta y deshabitada, sin esperanza de ser liberados y, aunque en la ciudad hubiera otra persona en una habitación como ésta, nunca la encontraríamos; aquella intimidad potenciada por nuestro aislamiento que tan grata había sido hasta entonces, cambió de signo bruscamente; no sé por qué, yo era consciente de que mis reproches no estaban justificados, pero en vano me decía que, durante aquellas semanas, él lo había dejado todo por mí, había desconectado el teléfono, no abría la puerta a nadie, había cerrado su casa, era inútil, yo tenía que hacerle reproches, aunque no en voz alta, naturalmente, porque todo lo relacionado con él me afectaba sólo a mí; así que de nada servía cerrar los ojos, con estos pensamientos en la cabeza, lo que a mí me pesaba era precisamente aquella relación tan íntima, tenía que distanciarme, me parecía que hasta entonces no había descubierto su profundidad y era como si este descubrimiento la hiciera abominable e insoportable, tenía que encontrar un espacio nuevo que también fuera desconocido para él, completamente ajeno a él, algo que no nos perteneciera a ambos en común; y, cuando abrí los ojos, su cara me pareció más indiferente y extraña que la de un individuo cualquiera, y esto era a la vez grato y doloroso, porque una cara desconocida puede encerrar la promesa de un reconocimiento o, por lo menos, de una afinidad, pero esta cara estaba vacía de interés para mí, no prometía nada, me había cansado de él y lo sabía, pero, por lo que a las últimas semanas se refería, este conocimiento me parecía tan fútil como cualquier otra experiencia, porque ninguna, por aventurada que fuera, parecía ofrecer una clave, una orientación hacia lo esencial y definitivo, así pues, había sido una aventura estéril, seguíamos siendo extraños el uno para el otro, no comprendía cómo había podido parecerme guapo, con lo feo que era, no, feo no, ni eso, sólo aburrido, un hombre que no significaba nada para mí, eso, un hombre.
Lo aborrecía y sentía asco de mí mismo.
Y, como si él pensara o sintiera algo parecido, retiró su mano de la mía, por lo menos, ya no tendría que seguir oprimiente aquel horrible muñón, se levantó, empujó la butaca hacia un lado y conectó el televisor.
Fue todo tan brusco que tampoco yo dije nada, aparté mi butaca y salí a la antesala.
Saqué un libro de la estantería al azar y, como si tuviera que demostrarme a mí mismo que este libro me interesaba, me tumbé en la oscura y mullida alfombra y me puse a leer.
No era sólo el dibujo de la alfombra lo que me irritaba, sino también el ampuloso estilo literario con el que tenía que batallar mientras leía que no hay en el mundo más que un templo, el templo del cuerpo humano, ni nada más sagrado que la sublime imagen del hombre; me hacía bien leer casualmente, echado en una cómoda alfombra, que, cuando nos inclinamos ante el hombre, rendimos tributo a su encarnación y, cuando tocamos su cuerpo, tocamos el cielo.
Mientras me esforzaba por comprender este texto, que no me parecía muy oportuno, sin prestar especial atención a que por una ventana acababa de salir una mujer que se colgaba de las ramas de una enredadera, que el revoque de la pared se desprendía y la mujer gritaba y caía al vacío, pensando que todo se arreglaría, lo que más me preocupaba era no haber sabido dominarme y haber dado aquel puntapié al sillón, ahora aullaba una ambulancia y a continuación tintineaban instrumentos, debíamos de estar en un quirófano y, a pesar de que parecía una reacción tan tonta e insignificante, no podía reprimir la sensación de que me había comportado con brutalidad, veía ante mí el sillón al que había dado el puntapié, un sillón que no era mío. sonaba música fúnebre, la mujer debía de haber muerto, no debí hacerlo, era daño a las cosas, no debe uno apartar bruscamente un sillón que no le pertenece, ni aunque el cuerpo sea un templo sublime, él sí podía dar un puntapié al sillón porque era suyo, y no yo, pero se lo había dado, y hasta me había gustado.
Después le pregunté en voz alta si quería que me marchara.
Sin volver la cabeza, él respondió que hiciera lo que considerara oportuno.
Pregunté si tenía algo contra mí, porque eso me dolería.
Lo mismo podía preguntarme él, dijo.
Yo le aseguré que no tenía nada contra él.
Ahora sólo deseaba ver la película.
Precisamente esta película.
Precisamente.
Pues por mí que la viera.
Ya la veía.
Lo más curioso es que no hubiéramos podido ser más objetivos, de este modo éramos más brutalmente sinceros que si hubiéramos dicho en voz alta todo lo que pensábamos realmente, mejor dicho, estas prudentes pequeñas maniobras de distracción de la mentira revelaban la situación con más claridad de lo que hubieran podido exponerlas nuestros sentimientos, porque en aquel momento nuestros sentimientos estaban muy exaltados como para que pudiéramos ser sinceros.
Yo no podía marcharme y él no podía retenerme.
Y el reconocimiento de este hecho escueto que se desprendía de nuestras palabras creaba un vínculo más fuerte que el que pudiera haber entre hermanos de sangre.
Pero, a causa de las mentiras, algo, quizá una pura fuerza o emanación que hasta entonces había palpitado insensiblemente entre nosotros con la naturalidad del instinto, pareció declinar, aunque no desvanecerse del todo, sólo inmovilizarse; en cualquier caso, lo cierto es que faltaba algo y esta falta me permitía descubrir lo que había sentido yo realmente hasta aquel momento.
Y supe que también él lo sentía.
Era algo que parecía temblar en el aire, lo mismo que el resplandor azulado de la pantalla, era algo casi tangible que llenaba el espacio entre la sala y la habitación, quizá hasta se pudiera tocar o apagar, pero esta pulsión contenida, independiente de nosotros, nos paralizaba -ninguno de los dos era capaz de mover ni un músculo- y nos hacía comprender, con la frialdad de la razón pura, que no teníamos más remedio que someternos y resignarnos a esta inmovilidad, el único lazo que había entre nosotros, definitivo como una sentencia; como si una tercera persona nos mostrara la verdadera naturaleza de nuestra relación en el momento de su brusco enfriamiento.
Y aunque, en tales situaciones, lo inmediato es estudiar las posibilidades de la solución más evidente, simple y práctica, en aquel momento me parecía imposible levantarme, quitarme sus zapatillas, calzarme mis zapatos, agarrar el abrigo y marcharme, habida cuenta de que, al fin y al cabo, allí no había pasado nada, porque, ¿qué había sucedido en definitiva?: ¡nada!, y una salida semejante resultaría muy ceremoniosa, rebuscada, engorrosa y teatral; pero, por otra parte, permanecer cómodamente echado en la alfombra ofendía mi sentido de la corrección, porque la alfombra era suya, y el derecho de propiedad -y no olvidemos que de nuestra total entrega personal se trata- es en el amor más importante que el mismo sentimiento, yo debía marcharme, debía levantarme y marcharme, pensaba intensamente, como si, por el mero hecho de pensarlo, pudiera hacer que sucediera algo que yo no estaba en condiciones de realizar, porque seguía haciendo como si leyera, del mismo modo en que él hacía como si estuviera atento a la pantalla.
Ninguno se movía.
Él estaba sentado de espaldas a mí, frente al resplandor azul de la pantalla, yo me inclinaba sobre el libro y, aunque ello me parece francamente infantil, reconozco que lo que más me molestaba era la rigidez de mi postura, porque me delataba y, aunque él no podía verme, yo sabía que nos vigilábamos estrechamente el uno al otro, y que él detectaba mi forzada naturalidad lo mismo que yo su fingido interés por aquella película estúpida, y sabía que en realidad estaba viéndome a mí, y que sabía que yo lo sabía, pero que algo nos obligaba a representar esta pequeña farsa transparente que si, por un lado, era más descarada que la verdad desnuda, por el otro, a pesar de nuestro gesto taciturno, era ridícula y hasta cómica.
Yo esperaba, esperaba y me preguntaba si no aprovecharía él este cariz divertido y ridículo de la situación, el único resquicio por el que podíamos escapar de la trampa de nuestra afectada seriedad, me decía yo, pensando, mejor, intuyendo que detrás de aquella actitud trágica bullían las ganas de reír.
Porque esto era un juego, y ahora movía él, un juego pequeño y torpe de los sentimientos que, por insignificante y pueril que pudiera ser, nos obligaba con sus reglas a no salimos de las medidas y proporciones propias de las relaciones humanas; a jugar a este juego nos impulsaba nuestro afán de equidad, el ansia sempiterna de revancha, y precisamente por ser esto un juego en el más estricto sentido de la palabra, yo no podía considerarle un extraño, un ser indiferente, yo jugaba, los dos jugábamos, el juego era implacable y el sentimiento de estar los dos empeñados en él, incluso, en cierta medida, mitigaba mi aversión, pero yo no podía moverme, ni hablar, ahora tenía que esperar, ya había hecho mi jugada al decirle la mentira de que no tenía nada contra él, ahora le tocaba jugar a él.
Y esta espera, la vibración de una decisión que estaba en el aire, la incapacidad de decidir, aquel tercero en discordia que influía en el e influía en mí, aquella fuerza que existía pero no operaba y que no se sabía si partía de mí hacia él, de él hacia mí o, simplemente, estaba «en el aire» como suele decirse con una imagen muy gráfica y acertada, recordaba y podía asociarse a lo que habíamos sentido aquella primera noche en que yo subí a su casa y él me dejó solo un momento para ir a la cocina a buscar el champaña.
Él había dejado la puerta abierta y yo hubiera tenido que oír algo, algún sonido, abrirse y cerrarse la nevera, tintinear copas, sus pasos, pero después, cuando aquello quedaba ya muy lejos como para que pudiéramos comprender algo y empezamos a contarnos mutuamente nuestra historia común, tratando de justificarnos, él, al referirse a aquellos minutos, dijo que creía recordar haberse quedado delante de la ventana de la cocina, viendo y oyendo llover y, sin saber por qué, no había podido moverse, como si no deseara regresar a la habitación, pero con el firme propósito de hacerme sentir el silencio de su desvalimiento, y yo lo había sentido, había percibido su espera y su indecisión, él quería que me diera cuenta de que entonces, para él, la lluvia, los tejados oscuros y el momento mismo tenían más importancia que yo, que le esperaba en su habitación, aunque tenía que reconocer que el que yo estuviera esperándole le hacía feliz, y era muy raro poder gozar de un sentimiento semejante, y le hubiera gustado compartirlo conmigo.
Él se levantó y vino hacia mí, como si quisiera ir también ahora a la cocina.
No sabíamos qué decidiríamos, pero comprendíamos que la decisión ya estaba tomada.
De pronto, como si hubiera cambiado de propósito y ya no quisiera ir a la cocina, se echó en la alfombra a mi lado y apoyó el codo en el suelo y la cabeza en la palma de la mano; semiincorporados, nos miramos a los ojos.
Era uno de los raros momentos en los que él no sonreía.
Su mirada venía de lejos, no me miraba a mí sino a la imagen en la que acababa de convertirme a sus ojos, y yo miraba su cara como se mira un objeto cuya hermosura o calidad reconocemos a pesar nuestro aun siendo distinta de la que nosotros podríamos amar, la hermosura que veíamos no era ni la que él amaba ni la que yo creía amar.
Y entonces dijo en voz baja: conque ésas tenemos.
Yo le pregunté en qué pensaba.
Pensaba en lo que yo sentía, me dijo.
Le dije que era odio, porque ya no era eso exactamente.
¿Podía explicarle por qué?, preguntó.
Una melena rubia, crespa, selvática, la piel tirante sobre la frente alta y abombada, de senos bien marcados, la suave depresión de las sienes, unas cejas, oscuras, pobladas e hirsutas, que se adelgazan y unen sobre el caballete de la nariz y se curvan en la frente, adornadas de pelos más largos y pálidos, para difuminarse en el cuenco de la sien, sombreando y realzando a la vez los gruesos párpados que, divididos por unas pestañas, largas, negras y rizadas, forman un marco vivo y móvil a la negra pupila que se contrae y se dilata en el centro del iris azul, ¡y qué azul!, ¡qué frialdad y qué fuerza!, ¡y cómo se destaca la orla negra de las pestañas en el cutis blanco como la leche, y qué contraste entre el negro de las cejas y el rubio del pelo!, ¡qué llamativo colorido!, ¡qué fino el caballete de la nariz, que se abre en el arco doble de las aletas y con qué elegancia se recogen éstas sobre sí mismas formando una elegante voluta barroca, para rodear los pequeños orificios y, tras desaparecer discretamente bajo la piel, levantan dos riscos verticales que enlazan simbólicamente la pared interna de los orificios nasales con el borde del labio superior que parece ir a su encuentro, uniendo dos facciones totalmente distintas, la verticalidad de la nariz y la horizontalidad de la boca, en el óvalo de la cara en la que los labios, que parecen casi en carne viva, presentan, cerrados, una forma que recuerda el círculo!
Le rogué que no se enfadara conmigo.
Sólo dándole un beso hubiera podido demostrarle que hablaba en serio, pero su boca ya no era una boca, sino la boca, y también la mía era la boca, por lo que no hubiera resultado.
¿Por qué iba a enfadarse?, él no estaba enfadado conmigo.
Quizá no eran los detalles de su cara sino el movimiento de sus labios al abrirse y cerrarse para formar las palabras, aquel movimiento mecánico, lo que, unido a su impasibilidad, me daba una impresión de infinita frialdad, ¿o era yo el frío?, ¿o los dos? Pero todo, todo había cambiado, su cara, su boca, sobre todo, su boca que se abría y cerraba, y también mi brazo que, bajo el peso de mi cuerpo y por lo forzado de la postura, empezaba a dormirse, y su mano, su forma de apoyarla, como si todo esto no fuera más que la mecánica de aquella fuerza desconocida de nuestro cuerpo que actúa en nosotros sin poder manifestarse, ya que cada convulsión y cada movimiento están determinados por las formas físicas y, si todo lo rigen las formas, será en vano que yo tenga la sensación de que Dios habita en mí, puesto que mis movimientos no pueden ir más allá ni por otro camino que el marcado por la funcionalidad de la forma, la forma corporal da la pauta al movimiento y, por consiguiente, el efecto que éste produce no será más que una señal, una indicación, la manifestación de las funciones concretas de estas formas, de cómo se ejecutan los esquemas prefijados en mí, y a esto llamo yo sentimiento, a pesar de que no es más que goce de mí mismo, no gozo de él, no veo más que una forma, un esquema, no a él, una señal, una indicación, sólo nos comprendemos en la medida en que nuestros cuerpos funcionan de la misma manera, sus movimientos suscitan en mí los mismos movimientos, y esto me permite conocer sus propósitos, es el placer de jugar con espejos, todo lo demás es engañarse a sí mismo, y este descubrimiento me hizo el mismo efecto que si, en pleno goce de una pieza musical, hubiera empezado a fijarme en el principio por el cual funcionan los instrumentos, en las cuerdas y los martillos, en lugar de escuchar las notas.
Yo dije qué no me lo tomara a mal, pero que no entendía absolutamente nada.
Él preguntó qué quería entender y por qué.
Tendría que disculparme, no podía explicarlo mejor, pero quizá ahora podría hablar de lo que había despertado su curiosidad y que yo había callado porque me parecía excesivamente sentimental y temía que, si hablaba de ello, podía destruir algo, pero ahora, y también por ello debería perdonarme, hasta sus movimientos habían dejado de tener tanta importancia para mí, y también si él me tocaba o yo lo tocaba a él, porque, hiciéramos lo que hiciéramos, mejor dicho, fuera lo que fuera lo que nos esforzáramos en hacer, todo estaba fijado de antemano, ¡nada podía cambiar!, y nosotros, en cierto modo, teníamos que haber estado unidos antes de conocernos, sólo que no lo sabíamos, ¿podía imaginárselo?, ésta era sólo una de mis ideas fijas de la que hasta ahora no me había atrevido a hablar, a saber, que él era hermano mío.
Él se echó a reír a carcajadas, casi a bramidos y, apenas hube pronunciado la palabra, también yo tuve que reírme; para quitar causticidad a su risa, él me rozó la cara con el dedo, pero no nos reíamos sólo porque, en aquel momento de tensa calma y en tono de profunda emoción, yo hubiera soltado una sandez, sino porque era evidente que quería decir algo muy distinto, y es que, en su lengua, la palabra hermano, «Bruder», no significa, en este contexto, lo mismo que en la mía; cuando dije en su idioma la palabra que había pensado en el mío, yo mismo me di cuenta del desliz porque inmediatamente pensé en el adjetivo «warm», caliente: en alemán se llama «warm Bruder» al homosexual, alusión que hubiera podido ser acertada, y hasta ingeniosa, de no haberla hecho con voz ahogada por la emoción; en este caso, era mentar la soga en casa del ahorcado, una metedura de pata de la que no podíamos sino reírnos, y a él se le saltaban las lágrimas, de tanto reír, y en vano yo, azorado como estaba, trataba de explicarle que en húngaro la palabra hermano, «testvér», abarca los conceptos de cuerpo y de sangre, y que en esto pensaba yo al decirla.
Cuando se tranquilizó un poco y fueron espaciándose sus carcajadas, descubrí que nos habíamos alejado todavía más.
Había vuelto a envolverse en aquel aire de superioridad del que, con precaución, se había desprendido en nuestra primera noche.
En voz baja, agregué entonces que tampoco era esto lo que yo quería decir.
Él me tomó la cara entre las manos, me había perdonado mi estupidez, pero, una vez acabó de reírse, su perdón le hacía parecer más distante.
En realidad, yo quería decirle algo que hasta ahora había callado para no molestarle, proseguí, pero no tenía objeto seguir ocultándolo, mi situación me parecía desesperada, que no se enfadara conmigo, pero tenía la sensación de estar en una cárcel.
¿Por eso tenía que enfadarse, por eso?
Dije que quizá deberíamos dejar de vernos temporalmente.
Claro, por eso había dicho él que ésas teníamos. ¿Estaba convencido ya? Pero antes había hecho como si no le entendiera.
Y no lo entendía.
Cierto, tampoco él lo había pensado, por primera vez le había parecido que conmigo sería diferente, pero no lo era, y antes, al notarlo en mi mano, se había quedado estupefacto, consternado, pero estaba claro que lo nuestro había terminado, que de aquí no pasábamos, y, mientras hacía como que veía la televisión, había comprendido que, si era esto lo que yo sentía, él tenía que asumirlo, y entonces se había tranquilizado, porque, podía creerle, él lo sabía por experiencia, dos hombres o, como tan graciosamente lo había expresado yo, dos warme Brüder -y aquí volvió a reír, pero su risa sonaba a sollozo- no podían prolongar su relación, y no había excepciones, yo me había esforzado por imponer en nuestra relación el sistema emocional al que me habían acostumbrado las mujeres, pero él no tenía la culpa de que mi pasado sentimental fuera tan azaroso, y no había que olvidar que de la relación con una mujer podía resultar algo, algo distinto de ella y de mí, y que la posibilidad de continuidad que da la naturaleza no puede existir en una relación anómala, mal que me pesara, entre dos hombres, empero, sólo podía haber lo que había, ni más ni menos, y por eso sólo él me anconsejaba que, si aquello había terminado, dejara de engañarme y me marchara ahora mismo con cualquier pretexto sin preocuparme por nada y que no volviera, que ni mirara atrás, porque lo que de este modo podría conservar tendría para nosotros dos mucho más valor que todo lo que yo tratara de simular, y es que a él, y de esto podía estar seguro, no lo engañaría, porque él conocía estos desenlaces, y lo único razonable era no volver a pensar en el asunto.
Le dije que era muy transparente su intento de dárselas de frío y hasta de fascista.
Él me dijo que yo era un sentimental.
Le respondí que quizá sí, porque no podía expresarme debidamente en esta condenada lengua.
Entonces lo diría él por mí.
Le pedí que no dijera estupideces.
¿Qué estupideces?
Por mí, podía seguir.
¿Sabía yo de qué hablábamos?
¿Lo sabía él, acaso?