El sol ya declinaba y, aunque temía encontrarme con algún perro, prefería volver a casa cruzando el bosque.
Había que avanzar con precaución, porque el hondo sendero que discurría entre nudosos troncos de viejos robles cargados de muérdago, con raíces como serpientes y un sotobosque de rosales silvestres, saúco y oxiacanta, que hasta en las zonas menos tupidas parecía impenetrable, bajaba en pendiente muy pronunciada, y yo resbalaba en la hojarasca empapada en agua del deshielo que cubría el suelo de arcilla del sendero, surcado por finos hilos de agua que se unían en un cauce central formando un arroyo cristalino; el agua corría sobre un lecho ocre y se remansaba en los recodos del camino, para desbordarse y precipitarse con ímpetu de torrente sobre las piedras blancas; y yo, que imaginaba en torno a mí extensos bosques y grandes cataratas, bajaba la cuesta en zigzag, saltando de una a otra orilla de mi pequeño arroyo y confiando el peso de mi cuerpo a la pendiente, porque había observado que, cuanto más atrevidos eran mis saltos, es decir, cuanto más breve y potente era el contacto de mi pie con el suelo -siempre buscando con la mirada el punto de apoyo del salto siguiente-, con más seguridad me movía y menores eran las probabilidades de caer; así pues, bajaba volando, zumbaba.
Al pie de la cuesta, el sendero se detenía, como a tomar un descanso, en un claro salpicado de parches de nieve; al otro lado del claro había alguien entre los árboles.
Yo no podía volver atrás, no podía escapar, pero por lo menos quería tranquilizar mi respiración, dejar de jadear, no fuera a creerse que me había quedado sin aliento por su causa.
Salió de entre los arbustos y vino hacia mí.
Yo deseaba mostrarme perfectamente tranquilo y sereno, como si ese encuentro casual no me inquietara lo más mínimo, tenía la espalda empapada en sudor, a causa de la carrera y las orejas, ridículamente coloradas del frío, me ardían y sentía las piernas cortas y rígidas, como si me viera con sus ojos.
El cielo estaba sereno, un vasto azul, lejano y vacío.
Detrás del bosque, por entre las copas de los árboles, brillaba débilmente el sol, pero el aire era ácido y frío, los cuervos graznaban, las urracas parloteaban en la tarde quieta y se adivinaba que, en cuanto se pusiera el sol, se haría un silencio helado.
Lentamente íbamos acercándonos.
En su largo abrigo azul marino brillaban botones dorados, como de costumbre, llevaba la cartera de fino cuero negro a la espalda, colgada de un hombro con negligencia, torciendo un poco su largo cuello y ladeando el cuerpo, pero andaba con paso elegante y despreocupado y la cabeza erguida, alerta.
La distancia entre nosotros era larga; desde el momento en que lo descubrí entre los arbustos tuve que esforzarme por sosegar y controlar mis más secretas y contradictorias emociones; «Kristian» me hubiera gustado gritar en el primer momento de sorpresa, si más no, porque su nombre, que al principio de nuestra amistad no me atrevía a pronunciar en voz alta y sólo lo repetía para mis adentros, me parecía el compendio de la exquisitez que respiraba toda su persona; hasta su nombre ejercía sobre mí aquel irresistible atractivo al que no me atrevía a abandonarme; decir en voz alta su nombre hubiera sido como tocar su cuerpo desnudo, por eso prefería mantenerme apartado de él, siempre esperaba a que se marchara camino de su casa con los otros, para no tomar la misma dirección, y hasta en clase procuraba no acercarme, rehuyendo la posibilidad de tener que hablarle o de chocar con su cuerpo en una pelea fortuita; pero lo observaba constantemente, le seguía como una sombra, imitaba sus gestos delante del espejo, y me producía una dolorosa voluptuosidad el pensar que, mientras yo lo observaba e imitaba en secreto y trataba de descubrir en mí rasgos y propiedades comunes, él nada sabía, no advertía que yo estaba siempre con él y él conmigo, que ni me miraba, que yo no significaba para él más que un objeto cualquiera que no le era de utilidad alguna, algo totalmente superfluo e insignificante.
Por supuesto, la prudencia me aconsejaba no darme por enterado de mis apasionados sentimientos, era como si en mí habitaran dos seres completamente independientes, como si los goces y tormentos que él me causaba con su simple existencia fueran sólo un juego que no merecía la menor atención, porque yo odiaba y despreciaba a una parte de mi Yo tanto como la otra le admiraba y quería a él; y puesto que me esforzaba en no manifestar ni el odio ni el amor, yo era el que daba la impresión de que él me era completamente indiferente; mi amor era muy encendido y apasionado como para que yo pudiera admitirlo, ello hubiera supuesto una entrega total, pero mi odio me arrastraba a unas fantasías tan denigrantes que me asustaba la sola idea de poder realizarlas, y por eso era yo el que se mostraba inaccesible e insensible incluso a sus miradas casuales.
– Quiero pedirte una cosa -me dijo, llamándome por mi nombre con la mayor naturalidad cuando nos paramos a menos de un metro de distancia-, te estaría muy agradecido si me hicieras ese favor.
Sentí que la sangre me subía a la cara.
Y él no dejaría de notarlo.
Como aquella simpática desenvoltura con que él había pronunciado mi nombre -yo sabía, por supuesto, que ello se debía a su excelente educación- me había devastado, ahora me parecía tener no sólo las piernas muy cortas, sino también la cabeza muy grande, yo no era más que un cabezón que flotaba cerca del suelo, un gusano infecto; y en mi azoramiento se me escapó la única palabra que no deseaba decir, «Kristian», en voz alta, y con un acento cauteloso y casi temeroso, desacorde con aquella firme determinación con que él se había obligado a sí mismo a esperarme y pedirme algo, por lo que alzó las cejas como el que cree no haber oído bien y se volvió hacia mí en actitud solícita, «¿decías?, ¿deseas algo?», preguntó, pero yo, el yo que hallaba un inesperado placer en mi turbación, se mostró más dulce y afable todavía, «no, no, nada -dije con calma-, sólo he dicho tu nombre, ¿está prohibido?».
Sus gruesos labios se abrieron, sus pestañas se agitaron, la dorada piel de su cara pareció oscurecerse por la excitación contenida, sus negras pupilas se contrajeron haciendo que el iris verde pálido se agrandara; creo que ni siquiera era la forma de su cara -la frente ancha y pronta a fruncirse, las mejillas delgadas, el mentón hendido y la nariz desproporcionadamente pequeña y afilada, quizá no desarrollada todavía- lo que más profunda y dolorosamente conmovía mi sentido de la belleza, sino el colorido: en el verde de sus ojos, que destacaba del exótico moreno de su piel, había romanticismo y altivez, mientras que el rojo de sus labios agrietados y el negro de su rizada y rebelde melena le daban un aire un poco tenebroso; pero su mirada, franca y transparente como la de un animal, nos devolvió a aquellos primeros momentos de confianza, en los que, sumidos en nuestras miradas llenas de aparente hostilidad y amor oculto, comprendimos claramente que nuestra mutua atracción no obedecía sino a una inmensa curiosidad, y que esta curiosidad no era más que el reflejo de algo que nos unía y ataba, y que era más profundo que cualquier pasión peligrosa a la que se pudiera dar nombre, porque estaba condenado a no encontrar objeto ni satisfacción; precisamente la simultánea contracción de pupilas y dilatación del iris de nuestros ojos delataban claramente y sin paliativos que aquellos sentimientos de confianza y afinidad eran un piadoso engaño y que éramos dos seres totalmente distintos e incompatibles.
Era como si no estuviera mirando unos ojos, sino dos terribles bolas mágicas de cristal.
Desde luego, sólo pudimos seguir mirándonos poco tiempo, aunque no nos rehuíamos, no desviamos la mirada, pero su expresión cambió, sus ojos perdieron su diáfana sinceridad, se velaron de cálculo y reflexión y se pusieron a cubierto.
– Tengo que pedirte una cosa -dijo en voz baja y áspera y, para que no volviera a interrumpirle, se acercó y me agarró rudamente del brazo, y es que no me delates al director y, si me has delatado, que retires la acusación.
Se mordía los labios continuamente, me estrujaba el brazo y parpadeaba, su voz perdió firmeza y suavidad, escupía las palabras como si quisiera evitar que le rozaran los labios, tenía que pronunciar esas palabras odiosas, librarse de ellas, porque quería demostrarse a sí mismo que había hecho todo lo posible, aun a sabiendas de que su petición sería inútil porque yo nunca me avendría a atenderla; no creo, pues, que sintiera curiosidad por mi respuesta, aparte de que no estaba claro cómo imaginaba él que podría yo retirar la acusación; creo que sabía de antemano que pisaba terreno poco firme; me miraba, pero no parecía verme -al parecer, había tenido que concentrar todos sus sentidos en adoptar aquel tono de humildad-, y también es probable que no viera realmente mi cara porque a sus ojos yo no era más que una mancha que se diluye en la bruma.
Yo nunca me había sentido tan seguro de mí y saboreaba aquella sensación de superioridad.
Se me hacía una petición y sólo de mí dependía concederla o denegarla; había llegado el momento de demostrar mi importancia, podía tranquilizarle o destrozarle a mi antojo y, con una sola palabra, resarcirme de todas sus secretas ofensas, ofensas que en realidad no me había infligido él sino yo mismo, con mi obsesión; de la humillación que él me había hecho sentir, con toda inocencia, por el mero hecho de respirar, de vivir, de tener buena ropa, de jugar con otros, de hablar con otros, mientras, al parecer, conmigo no podía ni quería entablar relación, una relación que yo ansiaba y que ni yo mismo sabía qué forma hubiera podido tener; y ahora, a pesar de que yo no le llegaba más que al hombro, podía mirarle de arriba abajo; su mortificada sonrisa me resultaba repulsiva; mi cuerpo no sólo recuperó sus proporciones naturales sino que se sintió imbuido de aquella eufórica seguridad en la que uno olvida toda autodefensa y, encogiéndose de hombros, acepta todos los sentimientos, aun los más contradictorios, con el resultado de que hasta las formas y los convencionalismos pierden su importancia; ya no me interesaba el aspecto que yo pudiera tener, ya no quería gustar; aún sentía, sí, el sudor frío en la espalda y la humedad que penetraba en mis zapatos agujereados, el áspero roce del viejo pantalón en los muslos, el ardor de las orejas, mi pequeñez y mi fealdad, pero no había en ello nada ofensivo ni humillante, a pesar de mi inferioridad física, me sentía libre y fuerte; sabía que le quería y que, hiciera él lo que hiciera, nunca dejaría de quererle, estaba en sus manos y no sabía por qué tenía yo que castigarlo ni qué tenía que perdonarle, aunque poca diferencia había entre lo uno y lo otro; a pesar de que ahora no me parecía tan guapo y atractivo como cuando lo imaginaba, o cuando surgía ante mí inesperadamente y yo me sentía encantado de verle; su piel morena amarilleaba ahora al palidecer, el aliento le olía a ajo y me repugnaba, pero en su sonrisa había una sumisión crispada y exagerada que delataba lo mucho que tenía que violentarse para no mostrar su verdadero enojo, pero lo disimulaba orgullosamente, exhibiendo en su lugar una falsa sumisión con la que pretendía halagarme y engañarme.
Yo enrojecí, desasiéndome con brusquedad.
Pero no podía elegir, no podía decidir soberanamente; todas las posibilidades que se me ofrecían acababan en un callejón sin salida; ni por asomo había pensado en acusarle, porque, si lo hacía, si lo hacía ahora, lo perdería para siempre, quizá incluso lo detuvieran; pero fingir que cedía a su petición daría a entender que me había dejado engañar por su mal fingida humildad, con lo que su triunfo sería más fácil de lo que yo deseaba; ahora no me avergonzaba de mi sonrojo, al contrario, deseaba que él lo notara, no ansiaba sino que él descubriera mis sentimientos y no se resistiera a ellos; pero mi sofoco no hacía sino poner de manifiesto claramente que nada podía ayudarme; hiciera lo que hiciera, dijera lo que dijera, la situación volvería a escapárseme de las manos; habría otra mala interpretación, y yo tendría que refugiarme otra vez en estériles fantasías; tengo que decidir de acuerdo con mi propio criterio, con serenidad y sin miramientos, pensaba, como decidirían mis padres, aunque en aquel momento no los sentía presentes, pero mis convicciones, en el caso de que las hubiera tenido, no hubieran sido sólo mías, aunque la situación era muy singular y muy personal como para que yo escuchara y repitiera como un papagayo las palabras que ellos pudieran susurrarme al oído; no obstante, ellos habitaban en mis pensamientos con una persistencia familiar, siempre dispuestos a intervenir, y por eso yo sabía que existe una forma de actuación que permite excluir los sentimientos y actuar únicamente por unos principios, que consiste en tener convicción; pero yo carecía de la fuerza necesaria para sofocar mis sentimientos.
– ¡No te lo pido por mí! -dijo él con más vehemencia aún, y la mano de dedos finos y muñeca delgada de la que yo había desasido mi brazo seguía suspendida en el aire, titubeando, pero yo no iba a consentirlo, no quería que él siguiera hablando, no quería verle de aquel modo por más tiempo y le interrumpí: «¡En primer lugar, deberías saber que una cosa es informar y otra, denunciar!»
Pero él prosiguió, como si no me hubiera oído: «Deseo evitar a mi madre más disgustos.»
Nos interrumpíamos el uno al otro.
– Si me has tomado por un delator, de nada servirá seguir hablando.
– Te he visto subir a la sala de profesores después de clase.
– ¿Te has creído que no tengo nada más que hacer que preocuparme de ti?
– Y sabes muy bien que mi madre está enferma del corazón.
Yo me eché a reír, y fue una risa poderosa.
– Cada vez que te metes en líos, tu madre está enferma del corazón.
Sus ojos volvieron a brillar, como encendidos desde dentro por un rayo helado y me gritó, echándome a la cara, con sus palabras, el olor a ajo: «Di, ¿qué quieres de mí? ¿Qué quieres? ¿Que te lama el culo?»
Algo se movió, y los dos volvimos la cabeza automáticamente: una liebre corría por el claro salpicado de manchas de nieve.
Yo no seguí con la mirada a la liebre, que desaparecería entre los arbustos que rodeaban el prado, sino que lo miraba a él; sin darnos cuenta, durante la disputa nos habíamos acercado tanto que, de haber prestado atención, él hubiera notado en el cuello mi aliento, por más que yo trataba de reprimirlo; se había aflojado el nudo de su bufanda a rayas, seguramente, tendría desabrochado el botón de la camisa y ésta se le habría metido dentro del jersey, y su cuello esbelto, elegantemente arqueado, se ofrecía a mis ojos como un paisaje desnudo y extraño: entre los músculos y los tendones tirantes, bajo la piel suave, se veía palpitar acompasadamente la arteria, mientras la nuez subía y bajaba a un ritmo imprevisible; la sangre que había acudido a sus mejillas al increparme volvía a retirarse lentamente, y observé cómo su cara recuperaba su color natural; sus gruesos labios se entreabrieron mientras él seguía la carrera de la liebre con los ojos, y cuando éstos dejaron de moverse comprendí que la liebre había desaparecido.
En sus ojos verdes se reflejaba la luz amarillo pálido del sol que se ponía por detrás del bosque, y me parecía que la chachara interminable de las urracas, el ininterrumpido graznar de los cuervos, el aroma del aire y hasta cada leve sonido del bosque tenían la misma tangible realidad que su cara, bien dibujada y vívida en su misma inmovilidad, sólida; sin acusar sentimiento alguno, se entregaba con simplicidad y despreocupación al espectáculo del momento, y quizá no fuera su belleza, la armonía de su coloración y la delicadeza de sus facciones, por mucho que me gustaran, lo que me hechizaba y me producía envidia, sino aquella cualidad interior que le permitía entregarse por entero y sin reservas al ahora; cuando me miraba al espejo, para compararme a él, tenía que reconocer que tampoco yo era feo, aunque hubiera preferido ser como él; yo tenía los ojos azules, claros y transparentes, el pelo rubio que se me ondulaba sobre la blanca frente, pero a mí los rasgos finos de mi cara, que me daban un aspecto vulnerable, me parecían falsos, porque, por más que algunas personas me hicieran carantoñas y me encontraran encantador, yo me sabía grosero, ordinario, perverso y ruin, no veía en mí nada adorable, no podía amarme a mí mismo; me parecía que mi verdadero carácter se escondía tras una máscara; para no decepcionar, me sentía obligado a asumir papeles más acordes con mi aspecto que con mi verdadera personalidad; procuraba mostrarme atento y amable, sonreía dulcemente y fingía ser pacífico y dócil, cuando en realidad era huraño, irritable, amante de los placeres más groseros, colérico y vengativo; de buena gana hubiera ido siempre con la cabeza baja, para no ver a nadie ni ser reconocido, y, si miraba a los ojos a la gente, era para descubrir en ellos el efecto de mis dotes de simulación, y conseguía engañar a casi todos; pero sólo me sentía realmente cómodo cuando estaba solo, porque a los que tan fácilmente, se dejaban engañar no podía sino despreciarlos por su tontería y su ceguera, mientras que los suspicaces, los incrédulos o los, simplemente, desconfiados, merecían toda mi consideración y en conquistarlos volcaba todas mis energías hasta desfallecer voluptuosamente, y en el momento en que finalmente conseguía conquistar a los que me eran extraños, indiferentes o incluso odiosos, más hipócrita y manipulador me sentía; yo quería que todos me quisieran, pero no podía querer a nadie; yo reconocía, sí, el hechizo de la belleza y comprendía que quien estuviera tan obsesionado y se hubiera rendido a ella tan enteramente como yo no podía amar ni ser amado, pero no podía renunciar a ella, porque tenía la sensación de que mi cara, que la gente llamaba bella, no era mía, aunque yo me servía de esa belleza para mi engaño, porque el engaño podía darme poder; hacia los inválidos y los poco agraciados sentía franca aversión, lo cual era incomprensible por cuanto que, a pesar de que los demás me encontraban guapo, y así me veía yo en el espejo, me sabía hipócrita y repugnante, a mí mismo no podía engañarme, mis sentimientos me decían quién era yo en realidad con más claridad que el poder conquistado con mi atractivo físico, y por eso yo ansiaba una belleza en la que los atributos externos e internos fueran idénticos, y la armonía del físico no disimulara un alma contrahecha, sino que fuera reflejo de su bondad y su fortaleza; yo anhelaba, pues, la perfección o, cuando menos, la íntima compenetración conmigo mismo, la libertad de ser imperfecto, de ser infinitamente malvado y ruin; pero él no me dejaría llegar a tanto.
– Yo no pensaba denunciarte -dije en voz baja, pero él ni volvió la cabeza-, y aunque te denunciara, podrías negarlo, decir que hablabas de tu perro, aunque no te sería fácil explicarlo, realmente, hubieras podido referirte a vuestro perro.
Mi susurro no era más perceptible que el vapor que mi aliento formaba a la fría luz; cada palabra mía rozaba su cara inmóvil; yo no hubiera podido actuar con más habilidad: me reservaba una posibilidad, que no pensaba utilizar y, en lugar de lanzarle una velada amenaza, le ofrecía una salida por la que él podía escapar de la red en la que yo hubiera podido apresarlo; ahora bien, ello presuponía que yo estaba convencido de que hubiera debido denunciarlo realmente; sólo entonces hubiera podido mostrarme duro y fuerte; quizá aún lo hiciera; más bajo ya no podía caer; ya no sabía de lo que sería capaz, estaba fuera de mí, pero bajo, muy bajo.
Nada era más importante que el aliento que yo exhalaba y que rozaba su piel -las palabras eran insignificantes-, pero tampoco esto parecía suficiente, porque su mirada seguía ausente, él no parecía comprender lo que yo pensaba.
– ¡Ni se me ha pasado por la cabeza, créeme!
Por fin se volvió hacia mí y vi que la suspicacia desaparecía poco a poco de sus ojos.
– ¿De verdad? -preguntó también en un susurro, y sus ojos estaban claros y transparentes, como a mí me gustaban: «de verdad» dije con énfasis, sin saber apenas a qué se refería esta respuesta, porque al fin me había aceptado, ya no tenía que disimular, sentí cómo también mi mirada se despejaba, y esto era lo más importante; «¿de verdad?», volvió a preguntar, pero ahora ya no con desconfianza, sino como el que quiere cerciorarse de su amor, y estas palabras me acariciaron la boca como gotas de rocío; «de verdad, de verdad que no», susurré a mi vez, y entonces nos miramos quietos y callados, muy cerca uno de otro, tan cerca que apenas tuve que mover la cabeza para rozar su boca con mis labios.
Mi madre, que había salido del hospital hacía tres días, tenía que guardar cama y, tan pronto como Kristian desapareció entre los matorrales y me quedé solo, de pronto, me acordé de ella y la vi acostada en su ancha cama, con su brazo desnudo extendido hacia mí.
Aún sentía sus labios en los míos, las grietas de la piel, su boca blanda, su aliento que me invadía, aún sentía el leve temblor de sus labios que se abrían bajo mi boca cerrada, la lenta exhalación que me envolvía y la profunda aspiración que sus labios absorbían de mí, pero, a pesar de que el hecho parece desmentirme, no creo que pueda llamarse a eso un beso y no sólo porque nuestros labios apenas se habían rozado, ni tampoco únicamente porque el contacto de nuestros labios fuera para los dos la revelación de unos instintos, cuya llamémosle utilidad amatoria ninguno de los dos podía conocer todavía con exactitud, sino principalmente porque en aquel momento mi boca no era más que el último medio de que disponía para convencerle, el último mudo argumento; en cuanto a él, su aliento se había llevado su miedo y el mío le había insuflado seguridad.
En realidad, ni sé cómo nos separamos, porque aquel momento abarcaba una inmensidad de tiempo, en la que me entregué por completo a saborear la sensación que me producían sus labios y la respuesta que percibía en su aliento; pero no pretendo dar a entender que en nuestro contacto o en nuestras palabras no hubiera sensualidad, sería ridículo negarlo, porque la había, y mucha, pero era una sensualidad inocente, e insisto en que estaba exenta de la natural intención que los adultos ponen en el beso, nuestras bocas, inocentemente y con exclusión de todo lo ocurrido y por ocurrir, se concentraban en aquello que dos bocas pueden intercambiar durante una fracción de segundo, satisfacción, consuelo y absolución, y entonces debí de cerrar los ojos, ya que nada externo importaba; de todos modos, al pensar en ello no puedo sino preguntarme qué más puede haber en un beso.
Cuando abrí los ojos, él ya estaba hablando.
– ¿Sabes dónde viven las liebres en el invierno?
A pesar de que su voz era ahora más grave y ronca que de costumbre, no había en ella ni asomo de tensión, hacía la pregunta con la mayor naturalidad, como si la liebre, en lugar de cruzar el prado hacía minutos, acabara de pasar en aquel momento, como si desde entonces no hubiera sucedido absolutamente nada, y mientras yo contemplaba su cara, sus ojos, su cuello, aquella imagen repentinamente lejana sobre el fondo de frondas y ramas desnudas que se recortaban en un cielo luminoso y opal, al instante debí de comprender que había cometido un error irremediable, porque aquella pregunta en modo alguno significaba que él, en su natural confusión, tratara de refugiarse en un tema indiferente; ni en su mirada, ni en sus facciones, ni en su actitud se advertía la menor confusión, sino que mantenía con fría seguridad su habitual aire aristocrático y sereno; quizá, liberado de sus temores por el beso, había vuelto a hacerse inasequible, lo que no significa ni mucho menos que se mantuviera indiferente o ajeno a los acontecimientos, al contrario, estaba atento a las circunstancias del momento, tanto el pasado como el futuro quedaban borrados, lo que hacía que pareciera hallarse fuera de su existencia corporal, ausente, en tanto que yo siempre estaba prisionero de las cosas pasadas, un solo momento importante podía despertar en mí tanta pasión y tanto dolor que no me dejaba tiempo para el siguiente, por lo que también yo estaba ausente, pero de otro modo; no podía seguirle.
– No tengo ni idea -murmuré de mala gana, como el que ha despertado bruscamente.
– Quizá viven en madrigueras.
– ¿En madrigueras?
– ¡Con una buena trampa, se podría pillar a toda una familia!
Después, debí de abrir la puerta sin prisa y, probablemente, dejar la cartera con suavidad en lugar de tirarla descuidadamente, no sonó un golpe en el suelo de mosaico ni se oyó un portazo, nadie advirtió mi llegada, tampoco subí corriendo la reluciente escalera de roble del vestíbulo; aunque yo no era consciente de ese extraño cambio, no podía sospechar que a partir de entonces me movería siempre con más cautela y sigilo, que sería más reposado, reflexivo y reservado, lo cual no me impediría tomar conocimiento de los hechos que ocurrieran a mi alrededor, pero sólo desde la perspectiva del extraño; las vidrieras del comedor estaban abiertas, por el leve tintineo de los cubiertos deduje que había vuelto a llegar tarde, la comida casi había terminado, lo cual no me interesaba lo más mínimo, porque en el vestíbulo habíí una penumbra y un calor muy agradables, por la vidriera esmerilada entraba un poco de luz de la tarde, el radiador crepitaba y gorgoteaba y los tubos parecían responder, como un eco, con un crujido metálico; yo debí de pararme un momento, al olor del asado de carne picada, mirándome en el viejo espejo de cuerpo entero, pero en aquel momento me interesaba más la alfombra rojo púrpura que mi cara y mi cuerpo, cuya oscura silueta se difuminaba suavemente en la plateada superficie.
Yo había comprendido, ¿y cómo no iba a comprenderlo?, que, al hablar de la trampa, él quería dejar entrever la posibilidad de compartir un pasatiempo, y sabía que lo que él pretendía, más que recibir una respuesta, era que yo me reprimiera y volviera a la forma habitual de nuestra relación o, incluso, hiciera una propuesta concreta para una empresa conjunta; naturalmente, ésta hubiera podido ser diferente, no teníamos por qué aferramos a la estúpida liebre, mientras se tratara de algo que exigiera fuerza y destreza, que se ajustara a nuestra idea de lo que era propio de hombres; pero a mí aquel ofrecimiento, hecho con conciliadora gentileza, me parecía no ya pueril sino ridículo, después de lo ocurrido, y no sólo porque tal actividad no era propia de nuestra edad, sino porque su infantilismo delataba ya que no era más que un medio de defensa buscado con precipitación para no pensar en lo que acababa de ocurrir, es decir, era una cortina de humo, una evasión, una distracción, lo cual a fin de cuentas hubiera resultado una solución mucho más sensata que todo lo que yo hubiera podido intentar en tal situación, sólo que, en aquel momento, lo que menos deseaba yo era sensatez; la alegría por mi absolución dimanaba de mí como algo tangible, parecía extenderse formando olas concéntricas, como buscando algo que viniera a mi encuentro, pero yo no deseaba sino mantenerme en este estado, un estado en el que el cuerpo se entrega a todo lo que es instinto, sensualidad y pasión, y, liberado de estas energías, se siente ingrávido, deja de ser un peso; quería prolongar aquel estado, hacerlo extensivo a todos los momentos del futuro, es decir, traspasar todas las barreras, la costumbre, los convencionalismos de la educación y el decoro, todo lo que nos roba nuestros momentos cotidianos y nos impide comunicar las más profundas verdades de nuestro ser, de tal modo que no estamos nosotros en el tiempo, sino que el tiempo ocupa nuestro lugar, y vacío, como es de rigor; y mientras, azorado e incapaz de hablar con voz normal, me obstinaba por apresar el momento, advertía que nada de aquello llegaba hasta él y que, a fin de permanecer sereno y tranquilo frente a ese anhelo desbordante, seguramente recurría a todas sus energías, ya que era como una pared lisa en la que todo lo que irradiaba de mí se estrellaba y rebotaba, y, en lugar de alcanzarlo a él, me envolvía a mí en una especie de nube que, a pesar de todo, me protegía porque era de mi misma esencia; pero aunque yo me mecía gratamente en ese fluido, sabía que el menor descuido podía destruirlo, bastaría una palabra dicha en voz alta para que la radiación del cuerpo se esfumara en el aire como el vapor de nuestro aliento; él me miraba a los ojos, no veíamos más que nuestros ojos, y, sin embargo, él seguía alejándose mientras yo permanecía en el mismo sitio porque allí quería estar, precisamente allí y tal como estaba, porque sólo en aquel estado de ofuscada entrega me sentía yo mismo, más aún, por primera vez percibía toda la magnificencia, toda la belleza y toda la peligrosidad de los sentimientos que bullían en mí, éste era realmente yo, yo, no aquella vaga silueta de una cara y un cuerpo que reflejaba el espejo; yo no podía menos que percibir su distanciamiento, primero, aquella fugaz consternación que, contra todos sus propósitos y autodisciplina, se pintó en su cara, después, aquella tonta superioridad que se manifestó en una leve sonrisa, con la que, sobreponiéndose a la ternura provocada por la sorpresa, consiguió distanciarse hasta poder mirarme con una curiosidad incluso un poco compasiva, pero yo seguía callado y quieto; para mí, aquel silencio era, sencillamente, la plenitud, y estaba tan imbuido de mi propia importancia que no me afectó que de su cara se borrara hasta aquella sombra de sonrisa, que el silencio se hiciera claramente perceptible y que en aquel silencio volviera a oírse el bosque, el graznar de los cuervos, el crujido de ramas lejanas agitadas por el viento, el rumor del agua en las ásperas piedras y nuestra propia respiración.
– Puedes venir otra vez cuando quieras -dijo en voz más alta y aguda, lo cual podía significar cosas muy distintas y hasta contradictorias, ya que la forzada entonación parecía más reveladora que las palabras en sí, pues denotaba su turbación al comprender que no le resultaría tan fácil como él imaginaba sustraerse a mi influjo; era precisamente mi mutismo lo que le había obligado a decir una frase que, de otro modo, ni se le hubiera ocurrido, a pesar de que su tono daba a entender que ese ofrecimiento no podía tomarse en serio y, por lo tanto, yo no debía ni pensar en aceptar esta vaga invitación sino que, por el contrario, debía interpretarla como la amable indicación de que, a partir de ese momento, no debía pensar en volver a poner los pies en su casa; no obstante, la frase estaba dicha y aludía a la tarde en que su madre lo había llamado desde la ventana y yo tenía dos nueces en la mano.
– ¡Kristian! ¡Kristian! ¿Dónde estás, por qué me haces gritar tanto? ¡Kristian!
Estábamos debajo del nogal, la lluvia caía con suave rumor, la bruma del atardecer envolvía el jardín que el otoño teñía de rojo y amarillo, él tenía en la mano una piedra plana con la que había partido nueces y, como no acababa de enderezar el cuerpo, no se podía adivinar si de un momento a otro no me daría una pedrada en la cabeza.
– Aún no nos habéis robado la casa, ¿o sí? Mientras sea nuestra, te agradeceré que no vuelvas a poner aquí los pies, ¿entendido?
A pesar de que aquello no tenía nada de cómico, yo me reí.
– Esta famosa casa la robasteis vosotros a los que explotabais, y no es pecado robar a un ladrón, ¡porque los ladrones sois vosotros!
Transcurrió un tiempo mientras los dos sopesábamos las consecuencias de nuestras palabras, pero, por más satisfacción que nos causara decirlas, estaba claro que tanto su ira como mi serena alegría, nue me parecía insólita en mí, no eran sino manifestación de unos sentimientos de venganza y revancha por la multitud de pequeñas heridas que nos habíamos infligido durante la breve pero turbulenta época de nuestra amistad; desde hacía varios meses pasábamos juntos todas las horas del día, y era siempre la curiosidad lo que nos permitía vencer nuestras diferencias, nuestros choques eran la inevitable consecuencia de aquella proximidad, su reverso, aunque era en vano buscar ahora explicaciones convincentes, esta inesperada explosión nos había alejado tanto que ya no cabía la posibilidad de volver atrás y, por estúpido que pudiera parecer mi acto, no pude menos que soltar las dos nueces, que cayeron con un chasquido sobre las hojas mojadas, su madre seguía gritando y yo fui hacia la puerta del jardín con la satisfacción del que ha zanjado definitivamente una cuestión.
Él me miraba a los ojos y esperaba.
La frase, formulada ambiguamente y por compromiso, me alejaba de aquel otro momento del que yo no podía ni quería distanciarme, pero no tenía más remedio que advertir que la distancia crecía no sólo en sus ojos sino también en mí mismo, a pesar de que, al parecer, aquella evasiva invitación no podía causar mayor impacto que un recuerdo fugaz; un destello, nada más, un pez que salta de la quieta superficie tratando de respirar en un elemento extraño y levanta una ondulación que se alisa rápidamente antes de hundirse en el silencio; el recuerdo había elegido un punto importante, esencial, y me había hecho comprender que lo que ahora nos ocurría no sólo estaba ligado tanto a lo ya acontecido como a lo aún por llegar, sino que era alusión a un pasado aún más remoto, de modo que eran vanos mis deseos y tentativas de forzar las cosas; porque es imposible demorarnos en lo que llamamos alegría, placer o felicidad; sólo el hecho de que yo sienta de un modo tan vivido cómo huye y se disipa mi felicidad indica ya mi imposibilidad de retenerla, apenas llega ya se ha ido, me ha abandonado, y no me queda sino la cavilación; a pesar de todo, no pude contestarle, por más que se advertía en su actitud que esperaba mi respuesta; de buena gana se la hubiera dado, porque sabía que, sin esa respuesta, yo no podría existir; estaba frente a mí como el que se dispone a marchar, y entonces, echándose la cartera al hombro, dio media vuelta bruscamente y se alejó por entre los matorrales, por donde había venido.