Pero después de tanto divagar, volvamos a la tarde de aquel paseo, porque tiempo habrá para todo lo que aún tiene que ocurrir y pronto olvidamos el pasado; atrás, pues, volvamos a donde habíamos quedado: el momento en que, terminada en circunstancias un tanto dramáticas nuestra sesión de aeroterapia, entramos en la avenida de la estación, sombreada por grandes plátanos.
Aquí nos vienen al encuentro sensaciones diversas, es la hora de mayor animación, la brisa marina agita las sombras de los árboles que empiezan a alargarse y trae o se lleva a su capricho retazos de la alegre música que la orquesta ha empezado a tocar en el salón terraza del sanatorio; a esta hora van a la estación los coches que han de recoger a los viajeros, ya se oye a lo lejos el tren que resopla, silba y traquetea, pasan jinetes y amazonas al trote, solos o en grupos, que, al llegar al majestuoso edificio de la estación, azuzan a sus hermosas cabalgaduras y se adentran al galope en el sombrío bosque de hayas llamado románticamente «la Selva»; ¡y no olvidemos a los paseantes!, porque a esa hora todo el que no tuviera que guardar cama estaba aquí; era casi norma de etiqueta acudir al paseo a charlar con unos y otros, intercambiando impresiones y cumplidos, caminando arriba y abajo o formando corrillos; si, por su interés u otras consideraciones, había que prolongar la conversación, el recorrido, contrariamente a lo habitual, se hacía varias veces y al margen de la multitud, si bien no estaban muy bien vistos los apartes, que podían denotar un exceso de familiaridad, y allí todo el mundo observaba a todo el mundo; había que procurar que aquel sinnúmero de sonrisas, miradas, sombrerazos, beso-a-usted-la-manos y mohines, entreverado de ocultos rencores y antipatías, no infringiera las normas ni, con todo su artificio, turbara la aparente naturalidad del ambiente; los niños de mi edad jugábamos al aro sobre las blancas losas de mármol, y había que ser muy diestro para sortear las faldas de las señoras y evitar que pasara por entre las piernas de los caballeros; a veces acudía al paseo el duque Enrique de Mecklemburgo en persona, acompañado de la duquesa, bastante más joven y más alta que él, y su séquito, lo cual ponía a prueba las reglas no escritas del paseo; aparentemente, nada cambiaba, a no ser que se considerase cambio el forzar un poco más todavía la aparente naturalidad del ambiente, y el paseante avezado, al llegar a las dos grandes urnas de mármol, de las que caía una cascada de aterciopeladas petunias violeta, y que, colocadas sobre esbeltos zócalos, formaban la simbólica entrada del paseo, podía adivinar si hoy paseaba el duque, aunque no se le viera aún -oculto por el séquito que le rodeaba, daba el brazo a la duquesa y escuchaba atentamente lo que le decían, asintiendo enérgicamente con su gran cabeza gris-, porque las espaldas se erguían con más arrogancia, las sonrisas eran más amables, las risas y las voces más suaves; no era de buen tono buscarlo con la mirada, había que darse por enterado de su presencia como por casualidad y hacerse el encontradizo, acechando la fracción de segundo en que él, sin interrumpir la conversación, posaba su mirada en nosotros, para que nuestro respetuoso saludo no se perdiera en el vacío y pudiera ser correspondido; por lo tanto, había que estar alerta, evitar cualquier estridencia y, sobre todo, cuidar la compostura; cada paseante se mantenía, pues, alerta, preparado incluso para la eventualidad de que el duque deseara intercambiar con él, precisamente con su insignificante persona, unas triviales frases de cortesía; con los oídos aguzados por la envidia, los circunstantes trataban entonces de averiguar quién era el afortunado interlocutor del duque y adivinar el tema de la conversación.
Mi madre que, por su educación, estaba muy versada en cuestiones de etiqueta, aquella tarde, naturalmente, se colgó del brazo que le ofrecía mi padre y apoyándose en él sonrió dulcemente en actitud de amante esposa, mientras se recogía la cola de su vestido malva con tres dedos de la mano libre; ellos iban del brazo, pero yo me quedaba atrás, para distanciarme, porque no soportaba sus disputas y sólo me situaba al lado de mi madre cuando sentía curiosidad; parecía que las colas de los vestidos que las señoras levantaban ligeramente -no había que excederse- hubieran abrillantado el suelo de mármol, y sobre su lisa superficie susurraban sedas, tafetanes y encajes, repicaban zapatitos y rechinaban botas masculinas; viendo a mis padres, ni conocidos ni extraños podían adivinar por su expresión ni por su actitud -porque también mi padre sonreía, aunque crispadamente- el odio que los envenenaba, «¡entonces será preferible volver a casa inmediatamente, porque al fin y al cabo, querido Theo, si no me equivoco, estamos aquí por mi enfermedad, no para su diversión!», y en estas frecuentes desavenencias, que se ventilaban sotto voce, era mi madre la que marcaba la pauta, la que alimentaba un odio más acerbo, la sola presencia de mi padre era para ella un suplicio, porque, aun estando a su lado, él se mantenía fuera de su alcance, aparentemente indiferente -sólo aparentemente- a las convulsiones psíquicas de esa mujer de cuerpo frágil; y mi madre, rencorosa y exquisita, guardaba su venganza para la hora del ceremonioso paseo, y era Ia suya una venganza refinada y alevosa, ya que ella aprovechaba las pausas de aquel complicado ritual del saludo cortés y la charla banal, para murmurar al oído de su marido, con una sonrisa seductora, delante de todo el mundo, las frases más acerbas e hirientes, a las que él menos ágil en estas lides, no acertaba a responder a tiempo.
Aquel día memorable, probablemente, no fue la frase en sí lo que provocó la ira de mi madre, contenida al principio, aunque amenazadora, y que fue creciendo hasta desbordarse: «¿o estoy equivocada, querido Theo?, ¡conteste!, ¿por qué calla?, ¡en momentos como éste me gustaría escupirle a la cara!», la causa real del disgusto no era que mi padre, quebrantando el acuerdo establecido entre ellos, no hubiera esperado a que ella terminara la cura para recordar que, a aquel paso, nos perderíamos la llegada del tren -mi madre, como provocándole, deliberadamente, respiraba más despacio de lo indicado, y yo en vano procuraba marcar el ritmo correcto-, no, aquella imprudente y torpe frase de apremio fue sólo el detonante de una discordia latente, su manifestación, el pretexto que permitiría a ambos desahogar sus sentimientos; aún me parece oírle: mi padre trataba de adoptar un tono ligero, pero su voz, habitualmente grave, tenía un tono más agudo de lo normal, forzado y convulso, y de nada sirvieron sus esfuerzos por disimular, el fino oído de mi madre percibió claramente lo que él trataba de ocultar: su impaciencia.
En el tren llegaba el consejero privado Frick, al que mi padre esperaba desde hacía días: «el consejero» o «Frick» a secas lo llamaban ellos, evitando cuidadosamente, de un modo harto significativo, utilizar su nombre de pila, a pesar de ser el mejor amigo de mi padre, su íntimo desde hacía décadas, amigo de la infancia, amistad firme que hoy creo poder afirmar que nada empañó en ningún momento, como si, con su talante e ideas diferentes, ambos hubieran brotado de una misma raíz, lo cual, por otra parte, no era de extrañar, ya que los dos habían sido alumnos del mismo internado religioso, célebre por su rigor medieval, de cuyas enseñanzas los dos habían renegado con su foma de vida; su afinidad, pues, podía ser tanto indicio de que aquella severidad estaba justificada como resultado de su común rebeldía contra ella; mi madre se guardaba de pronunciar el nombre de pila del consejero para dar a entender que no deseaba en modo alguno entablar una relación personal con aquel hombre que, en su opinión, con su inmoralidad, su pedantería y su arrogancia había ejercido y seguía ejerciendo una influencia nefasta en mi padre que, según ella, lamentablemente, carecía de sólidos principios morales. «¡Theodor, se deja usted atraer por ese hombre como los insectos por la luz, ni más ni menos, cuando está con él se porta de un modo infantil y ridículo que considero denigrante!» Mi padre, no contento con dirigirse a su amigo pronunciando su nombre de pila casi con voluptuosidad, le dedicaba apelativos afectuosos, como «mi buen amigo», «camarada», «buen mozo» y «pillastre», a pesar de que ambos, fieles a las rígidas formas de su alma mater, nunca se habían tuteado; pero cuando hablaba de él con mi madre evitaba utilizar el querido nombre, para excluirla de aquella íntima relación en la que ella deseaba introducirse a toda costa, para destruirla, y éste era el punto sensible, la zona prohibida en la que no cabían bromas.
Una tarde, al despertar de la siesta, fui testigo de una de aquellas escenas que enfurecían a mi madre: estaban los dos amigos tomando el sol en la terraza y yo, echado en el estrecho diván, no tenía ni que moverme para observarlos, sin que ellos me vieran, a través de las cortinas de muselina que hinchaba el viento; era una estupenda ocasión y no iba yo a delatarme sin necesidad, aparte de que aún estaba adormilado; estaban apoyados en la balaustrada, al sol, no muy cerca uno de otro, aunque es posible que sus dedos se rozaran sobre la áspera piedra erosionada por la lluvia, lo cual daba a la escena no sólo un aire de intimidad sino también cierta tensión; los dos llevaban traje claro de verano, estaban en la misma postura y eran igual de altos, reflejo uno de otro, aunque no se podía adivinar quién era reflejo de quién. «¡Los instintos, mi buen amigo, nuestros instintos y reflejos!», decía Frick antes de que yo abriera los ojos, su voz llegaba hasta mí con un timbre agradable, grave y queda, tan natural como la voz con la que uno se habla a sí mismo. «Incluso en este momento en el que me cabe el placer de mirarle a los ojos, en este y cada uno de los momentos de nuestra existencia, somos páginas ya escritas y quizá por eso resultamos tan aburridos incluso para nosotros mismos, porque las sutilezas morales, la noción del bien y del mal son conceptos ridículos y trasnochados, ya sabe usted que no me gusta hablar de Dios, sencillamente, porque no amo a este Dios, pero si aún hubiera un lugar en el que pudiéramos encontrarle, o él a nosotros, ese lugar serían nuestros instintos, y si usted me dijera que quizás es ahí donde reina, yo estaría dispuesto a suscribirlo, pero reinaría ajeno a todo, sin mover ni un dedo, porque ya lo tiene todo hecho por adelantado, nada le queda por hacer, y observa, apático e indiferente, cómo nosotros llevamos a cabo lo que él dispuso al proyectarnos, lo que inscribió en nosotros; de ello podríamos deducir, si mi modesto razonamiento no le aburre, que la moral, digamos, el concepto del bien y del mal, no reside en las cosas en sí, sino que nosotros lo proyectamos sobre ellas, y sólo los filósofos, los psicólogos y el resto de esa turba de inútiles quieren hacernos creer que la moral se encuentra en la naturaleza de las cosas, ¡qué superchería!, como les parecía vulgar, excesivamente simple y desprovisto de toda grandeza ver en los instintos los resortes de nuestros actos, buscaron algo más elevado, muy por encima de cosas tan ordinarias: una idea, un espíritu que pudiera explicar lo inexplicable, ¡un consuelo para los débiles!, pero en el proceso se les escapó la verdadera naturaleza de este caos y no nos explican absolutamente nada de esas cosas maravillosas; ¡sencillamente, las silencian!; y esas cosas que cada uno de nosotros tiene que sentir forzosamente: minuto a minuto se consideran indecentes, de manera que, cuando oigo hablar de lo que es bueno y lo que es malo, no se me ocurre pensar sino que hoy no he defecado bien, algo que también para la higiene moral es de suma importancia, o que tengo ganas de peer, pero esto no se hace en la buena sociedad, y es que, en definitiva, el refinamiento moral no significa sino que hay que aguantarse las ganas unos momentos.»
– ¡Amigo, es usted creyente, eso me tranquiliza y me da envidia! -dijo mi padre con la misma espontánea cordialidad con que hablaba su amigo; los dos permanecían sin mover la cabeza ni el cuerpo, fija la mirada en los ojos del otro, con total franqueza, como si esta forma de contacto fuera más importante que la armonía del pensamiento o el roce de las manos, pero sus ojos en ningún momento se desviaban hacia la zona peligrosa de la atracción erótica, no buscaban esta evasión, lo que hacían era mucho más significativo y eficaz porque, conscientes de la imposibilidad de una unión plena, se asían con la mirada sobreponiéndose a la excitación sensual que provoca el contacto visual, pero saboreando la sensualidad en su estadio inicial y puro, dejando a la mirada sólo la libertad indispensable para percibir el temblor de las pestañas, el parpadeo y los pequeños pliegues que aparecían alrededor de los ojos, y todo ello hacía asomar a sus labios una sonrisa apenas perceptible, la misma sonrisa.
– ¿Debo expresarme con mayor claridad? -preguntó Frick, como si respondiera con esta pregunta a una interpelación no formulada. «No estaría de más, si no tiene inconveniente», dijo mi padre, reafirmando a su amigo en lo que creo que era su intención; no se perdían en divagaciones acerca de la ambigua condición del cuerpo sino que se movían por el mundo interior del pensamiento, no cedían a la debilidad y, por ello, se advertía en su conciliábulo una objetividad fría y sostenida, pero en vano trataban de sustraerse al ilimitado poder de Eros que, de forma refinada, por medio de la mirada, la telepatía y la cauta atención con que se estudiaban mutuamente, daba satisfacción a ambos y también a sí mismo. «Sería indudablemente una exageración pretender limitarlo todo a la entrepierna», prosiguió Frick, reflexionando sobre lo dicho. «¿Y no ha querido decir eso precisamente?», replicó mi padre y, al intercambiar estas breves frases, sus voces iban pareciéndose cada vez más, en tono, volumen e impostación, y daba la impresión de que eran una sola persona que argumentaba consigo misma. «¡Pues no! ¡Rotundamente, no! En tal caso, yo caería en el mismo error que estoy denunciando», dijo Frick en voz más alta, pero sin asomo de irritación. «¡Pues expliqúese!» Siguió una pausa a la demanda de mi padre, que quedó flotando en el aire.
– Según el procedimiento clásico, deberíamos partir de la premisa de que yo estoy aquí y que delante de mí está usted -prosiguió Frick, que parecía más alto porque era delgado, aunque no flaco, porque su cuerpo, que yo había tenido ocasión de ver en la playa durante el baño matutino, cubierto con el bañador de última moda que, mojado, se pegaba a la piel, era bien proporcionado; tenía la cara chupada, con la piel tirante sobre los huesos y el pelo, fino y rubio y quemado por el sol, muy corto, al estilo militar, para disimular un principio de calvicie, pues era vanidoso-. Si conseguimos deshacernos de los principios morales que nos son inculcados, no nos queda otra certeza que la de la pura existencia, la de que estamos aquí, y sólo sobre esto, que no es poco, podemos razonar, ¡y no me importa reconocer que, a diferencia de los diletantes inútiles a los que antes me refería, a mí no me interesa nada más!
Aquí mi padre soltó una risita breve, no exenta de cierta socarronería, que tuvo la virtud de moderar la vehemencia de Frick, aunque en su cara, una de las caras más extraordinarias que me había sido dado contemplar hasta entonces, la fugaz confusión relajó un poco la tensión del gesto meditativo, pese a que su cara se distinguía precisamente por una calma interior, una suficiencia natural y una impávida y afable superioridad y, naturalmente, por su ascetismo: quizá porque la naturaleza había modelado su material con tanto esmero, no creyó necesario adornarla con detalles triviales ni halagadoras capas de grasa que la muerte eliminaría de todos modos; a veces, por muy animadamente que estuviera hablando, me parecía una calavera, un hueso mondo, un pisapapeles puesto encima de un escritorio, y otras veces, por el contrario, como hoy, desbordaba vitalidad, con aquella piel tostada y reluciente, curtida por la brisa marina del verano, que se tensaba sobre la frente ancha y aquellas mejillas surcadas por unas grietas finas que no le avejentaban, porque sus grandes ojos, grises y vivaces, dominaban el resto, unos ojos fríos, implacables, cuya severidad acentuaban la nariz afilada y los labios delgados, y sólo el hoyo de la barbilla ponía en su cara una nota tierna un poco infantil.
– No crea que el afán de poder ha de privarnos del goce de los placeres de la vida -prosiguió, y su leve confusión se diluyó rápidamente en una sonrisa un tanto burlona; seguían mirándose a los ojos-. Todo lo contrario, el deseo y la posesión del poder puede hacernos gustar un placer más hondo o, si lo prefiere, más elevado; aunque no más hondo ni más elevado, desde luego, que el que nos depara la eyaculación, que es el más adecuado a nuestra naturaleza, el mayor de nuestros placeres, y precisamente aquí quería yo venir a parar, porque, al fin y al cabo, en este mundo todo aspira y se orienta hacia el placer de la eyaculación, ¡eso sí, cuando somos lo bastante libres como para reconocer estos deseos y posibilidades!; por lo que ha sido usted muy oportuno al interrumpirme con esa risa que ha marcado un rumbo nuevo a mis pensamientos, me parece primordial, por lo que no tengo el menor inconveniente en seguir por este derrotero -y, después de tomar aliento agregó-: Porque, entre el sentimiento y el pensamiento, entre el instinto y la razón, existe algo así como la posibilidad de un feliz equilibrio, el equilibrio de los equilibrios, y por ello el hombre que ostenta el poder es el más apto para gozar de la vida; con el poder en sus manos, tiene la posibilidad de llegar hasta los límites del conocimiento y de la razón, desde donde regresa, por puesto, el que puede regresar, para experimentar el goce de los sentidos y, como ha dejado de temer los peligros contra los que previenen los apólogos de los falsos valores, se ha librado de todas sus represiones morales y puede entregarse plenamente al goce de los sentidos y llevar su voluptuosidad hasta el límite; y quién más libre que el que experimenta y saborea sus limitadas posibilidades -limitadas, porque están predeterminadas- con plenitud, amigo mío, aun cuando nuestra libertad no nos permite saber lo que es esto, porque ¿qué es realmente esta plenitud?, y es que ahí tiene la libertad sus verdaderos límites, donde no subsiste ninguna cuestión teórica, sino que todo se reduce al ejercicio de la voluntad que conoce sus posibilidades pero que no puede comprenderse con la razón, pero ¿a qué seguir?, usted ya sabe en lo que estoy pensando.
– ¿En una nueva aventurilla? -preguntó mi padre.
– Algo parecido -suspiró él.
– Cuente -apremió mi padre.
– Es actriz -respondió él.
– Supongo que rubia y jovencita -dijo mi padre.
– ¡Ah!, eso es lo menos que puede decirse de ella.
Hubiera seguido hablando y sin duda descrito su experiencia con hipérboles, pelos y señales, tal como yo había tenido ocasión de descubrir en una ocasión anterior, si en ese momento los dos hombres no hubieran tenido que volverse hacia la escalinata que bajaba de la terraza al parque y, desgraciadamente, aquí se interrumpió la conversación, en el punto más interesante sin duda; entonces apareció la figura de mi madre, acompañada de fräulein Wohlgast, que volvían del café de la tarde; subían despacio, dando impresión de confianza y armonía; ya al pie de la escalera, la fräulein, con su voz sonora, grave y un poco áspera, empezó su jocosa diatriba: «¡ay, estos hombres -exclamó, ahogando casi con la voz la última frase de Frick-, mientras nosotras debatimos asuntos serios, ellos, aquí, tan tranquilos, ¿no se lo decía yo, querida frau Thoenissen?, ya pasaron aquellos tiempos felices en los que ellos tenían nuestro destino en sus manos, ahora nosotras hacemos proyectos y tomamos decisiones y los señores de la creación se dedican a la charla trivial, ¿o me equivoco?, quizá por una vez podrían ser sinceros y no tratar de disimular».
Pero de esto ya hacía tiempo, dos o tres veranos y así lo recordaba yo, por lo menos, porque mi entendimiento de niño no podía captar todas las sutilezas y todas las tonterías de los mayores y tenía que llenar con la imaginación las lagunas que habían quedado en aquella ya lejana escena.
Lejana, digo, y buscando un punto de referencia trato de recordar si la hermosa fräulein Wohlgast -de la que era sabido que en el 71 había perdido a su novio, un valiente oficial, en la guerra franco-prusiana, y, movida por un exaltado patriotismo, había hecho el voto de llevar luto por él hasta el fin de sus días, «¡hasta la tumba y más allá!», para recordar al mundo la infamia que se había cometido «no sólo conmigo sino con todas nosotras»-, si fräulein Wohlgast, decía, vestía de gris -el negro ya estaba descartado- y qué tono de gris, ya que de año en año su vestuario se iba aclarando; aquella tarde, empero, cuando, a causa de la perfidia de mi madre, llegamos a la estación muy alterados y cruzamos el espacioso y fresco vestíbulo en el momento en que la achaparrada locomotora, arrastrando sus cuatro vagones rojos, llegaba al andén, el vestido que llevaba era de un encaje blanco como la nieve.
Aún temblaban en el aire las hirientes frases de mi madre, que se habían clavado en la carne de mi padre como las flechas en la de un san Sebastián de una estampa romántica, y habían quedado sin respuesta, pues lo único que él había conseguido farfullar fue un: «si quieres, nos volvemos», que mi madre hizo como si no oyera; y es que ahora estaba muy ocupada saludando y sonriendo a diestro y siniestro; en el andén se había congregado mucha gente que venía, más que a esperar a alguien -tampoco llegaban tantos viajeros-, a disfrutar de la contemplación de aquella pequeña maravilla de la técnica; como si el corto paseo de la tarde sólo pudiera terminarse dignamente aquí; me pregunto cómo se divertían los huéspedes del balneario antes de que existiera la línea ferroviaria que unía la amable ciudad medieval de Bad Dobedan, donde el duque tenía su residencia de verano, con la localidad que ostentaba el bello nombre de Kühlungsbronn, porque ahora, como en los palcos de un teatro cuando se levanta el telón, cesaron las conversaciones y los presentes contemplaron fascinados cómo los diligentes revisores abrían puertas y bajaban estribos; era la apoteosis de la llegada del tren: los mozos que cargaban con los equipajes desaparecían a intervalos en las nubes de vapor que lanzaba la locomotora con fuertes siseos, hasta que, al cabo de unos minutos de estática espera, sonaba, entre el murmullo de bienvenidas y despedidas, la señal del jefe de estación, se recogían los estribos, se cerraban las puertas con innecesaria violencia y, dejando atrás rostros marcados por la fatiga del viaje, la alegría de la llegada o la nostalgia de lugares remotos, la maravilla del progreso, arrancaba entre tintineos, pitidos y resuellos, que se trocaban gradualmente en un traqueteo regular, y desaparecía por la curva, dejándonos atrás también a nosotros, ahora, definitivamente.
Peter von Frick se había quedado un momento en la puerta del vagón rojo, fue el primero en aparecer, y recorrió el andén con la mirada, descubriéndonos inmediatamente entre la multitud que esperaba -yo me di cuenta de que nos veía, de que nos apartaba de la colección de amigos y conocidos que habían venido a esperarle-, pero enseguida volvió los ojos hacia otro lado, su cara estaba más seria, sin su sonrisa habitual, y su piel, más pálida que de costumbre, llevaba un elegante traje de viaje inglesado que le hacía más esbelto; con el sombrero flexible y el maletín en la mano saltó ágilmente al andén y se volvió para ayudar a bajar a otra persona que apareció entonces y que era fräulein Nora Wohlgast, vestida de blanco, no cabía duda, vestida de blanco como una novia: era la primera vez que yo la veía de blanco y, después de los inminentes acontecimientos, sería también la última; dado que la llegada del consejero revestía especial interés a causa de su decisiva intervención en el esclarecimiento del doble atentado perpetrado recientemente contra el emperador y en la detención de los implicados, hechos sobre los que el público que se hallaba de vacaciones en Heiligenamm sólo había podido informarse por los periódicos y de los que ahora esperaba oír de viva voz detalles y secretas concomitancias, la aparición de la pareja causó una sensación rayana en el escándalo; si bien la concurrencia parecía cerrar los ojos a la evidencia, por la gran consideración de que gozaba el consejero Frick, como si nadie viera lo que todos veían, como si se tratara de un encuentro fortuito -por otra parte, estas cosas hacen aumentar la popularidad del que es el favorito de la sociedad, una conducta un tris escandalosa lo prestigia, lo sitúa por encima de nosotros, demuestra su superioridad, le franquea unas barreras que nosotros no nos atrevemos a rebasar-; pero, ¿y la fräulein, cómo podía ella estar en este tren si se había desayunado con nosotros, y vestida de blanco, un blanco tanto más llamativo por cuanto que ya casi no podía permitírselo a su edad, más próxima de los treinta que de los veinte, por qué esta provocación, insólita en ella, por qué?, ¿se había prometido en secreto o, quizá, casado con el consejero, aquel solterón empedernido? Y yo, que me hacía estas mismas preguntas, miré primero a mi padre y después a mi madre, buscando la respuesta en sus rostros; el de mi madre no revelaba nada, pero en la cara de mi padre, por el contrario, vi signos de una indignación inexplicable; impulsivamente, como si pretendiera salvarlo de una catástrofe, le oprimí la mano, a lo que él no reaccionó, como si se hubiera quedado insensible, tenía la piel color ceniza y miraba a la pareja con desorbitados ojos de poseso y la boca abierta estúpidamente; aún caminábamos, nosotros hacia ellos y ellos hacia nosotros y, una fracción de segundo después, nos parábamos entre las exclamaciones de una vehemencia un tanto exagerada que partían del abigarrado corro que se formaba alrededor de Frick; una veintena de frases inacabadas chocaban en el aire enredándose entre sí y, pendiente cada cual de la propia frase, con la que se interesaba por las incidencias del viaje, manifestaba alegría por la llegada del consejero o achacaba al «trabajo extenuante» la palidez de su cara, en aquel ambiente saturado de tópicos y efusiones banales, nadie, quizá ni el mismo Frick, miraba a la otra cara, la cara de mi padre que presagiaba el desastre; pero nadie pudo dejar de ver y oír cómo desasía su mano de la mía, que la apretaba ansiosamente, se encaraba con fräulein Wohlgast y, aun tratando de ahogar la voz, le gritaba: «¿Se puede saber qué haces tú aquí?»
Como si no hubiera poder capaz de atravesar el blindaje de los convencionalismos, no estalló el escándalo, nadie se puso a gritar ni a repartir bastonazos, a pesar de que, dada la propensión al histerismo de la naturaleza humana, parecía lo más plausible; como si la pregunta de mi padre no hubiera sido formulada, o como si fuera perfectamente natural, a pesar de que todos debían de saber que él no tenía ni podía tener con fräulein Wohlgast una relación que justificara la pregunta y, mucho menos, el tuteo, ¿o sí? ¿Se revelaba aquí un lance turbio y escabroso? ¿No afectaría aquello únicamente a dos personas sino a tres, o a cuatro, contando a mi madre? ¡No, y no! Nadie pareció advertir nada, cada cual terminó su frase sin atascarse y empezó la siguiente con diligencia, para que las reglas del juego de la buena sociedad que habían sido atacadas permanecieran incólumes ante cualquier elemento perturbador; incluso yo pude observar en mí mismo el efecto de las rígidas leyes de las buenas maneras: a pesar de que estaba a punto de desmayarme de la impresión y tenía la sensación de que el escándalo era inevitable, que el abismo ya se había abierto y la caída no era una amenaza sino un hecho, y de buena gana hubiera cerrado los ojos y me hubiera tapado los oídos, guardé la compostura, porque la buena educación así lo exigía; mi madre estuvo francamente admirable: cuando Frick se inclinó con galantería a besarle la mano, fue capaz de decir con naturalidad: «¡nos alegramos de tenerle aquí por fin, Peter! ¡De no haberle retenido importantes asuntos de Estado, no le hubiéramos perdonado que nos privara de su compañía!», pero ya no había salvación, porque cuando Frick se volvió hacia mi padre, mientras respondía con afable autocomplacencia: «procuraré compensarles por mi tardanza» y le tendía la mano -nada de abrazos esta vez, por supuesto-, mi padre exclamó con voz aún más potente: «¡asuntos de Estado, no me hagas reír! -estrechando con fuerza la mano del consejero mientras le miraba a los ojos con expresión impenetrable y, bajando bruscamente la voz, susurraba-: digamos mejor delitos comunes, mi querido herr Frick, ¿no es verdad? Y que no hubieran sido tan fáciles de descubrir si el atentado hubiera estado mejor organizado.»
– Siempre tan bromista -dijo Frick con una sonrisa divertida, como si acabara de oír un buen chiste, y, una vez más, se había evitado el desastre. Los circunstantes, esforzándose ya abiertamente en ayudar, se pusieron a hablar en voz más alta, para prevenir nuevas acometidas de mi padre, y se hizo una algarabía de voces nerviosas hasta que una dama de edad a la que todos respetaban y que, por haber capeado muchos temporales como aquél, había desarrollado la habilidad necesaria para salvar lo salvable, se colgó del brazo de Frick y declarando «me lo llevo» puso fin a la escena, mientras el resto, con sus comentarios, trataban de disimular el momentáneo desconcierto de una situación que ya empezaba a resolverse; ¡qué escándalo!, ¡pero qué escándalo!, debían de pensar para sus adentros; entonces mi madre se colgó a su vez del brazo de mi padre, como si tratara de retenerlo, lo que parecía necesario porque él daba la impresión de que estaba decidido a llegar a las manos o ponerse a gritar. «Perdonen este rapto, pero el duque le aguarda», dijo la anciana alzando su voz fina y afable, mientras los presentes empezaban a andar en dirección al blanco edificio de la estación haciendo rechinar la grava; solos, prácticamente abandonados, quedamos nosotros dos: fräulein Wohlgast que, irritada por la escena anterior, aún no acertaba a aprovecharse del cambio salvador, y yo, de quien nadie se preocupaba.
– Está bien, vamonos ya de una vez -farfulló mi padre moviéndose en sentido opuesto y casi tropezando con la blanca figura de la fräulein que, al verse delante de mi madre, creyó encontrar en su confusa cabeza una explicación plausible: «¡No se lo van a creer! Después del desayuno me han entrado unas ganas locas de dar un largo paseo, y cuando he querido recordar ya estaba en Bad Dobedan y a que no adivinan a quién he encontrado allí», dijo en un tono coloquial que, en las circunstancias, sonaba como una lastimosa parodia. «¡Señorita, se ha comportado usted de un modo escandaloso!», fue la augusta respuesta de mi madre, que la miró altivamente a los ojos y, arrastrada por el ímpetu de mi padre, casi arrolló a la joven. Yo corrí tras ellos, cruzamos la vía en silencio y, casi a paso de carga, regresamos al balneario dando un gran rodeo por el bosque de hayas y el páramo y no llegamos hasta después de anochecer. ¡Qué horrible noche nos esperaba!
Yo desperté porque en la puerta vidriera de la terraza, detrás de la cortina transparente, había alguien, ¿o era sólo una sombra?, ¿un fantasma quizá?; temiendo que hasta un parpadeo pudiera delatarme, no me atrevía ni a volver a cerrar los ojos, aunque mejor hubiera sido no ver ni oír nada de lo que ocurrió después. Recordé la escena de la tarde y sentí otra vez la angustia; ¡la cortina se movía! La figura entró, cruzó rápidamente la habitación, era una noche oscura, sin lana, los pasos sonaban en el suelo desnudo y se ahogaban en la alfombra, entonces, por fin, vi que era mi madre; fue hasta la puerta del corredor, puso la mano en el picaporte y seguramente lo hizo girar porque sonó un chasquido en la quietud de la noche, apenas turbada por el susurro de las olas, acompasado y perezoso; no había viento que hiciera murmurar los abetos; indecisa, volvió sobre sus pasos, taconeando gemente con sus chinelas, como si supiera bien adonde iba y por qué; se había puesto encima del camisón una bata que le arrastraba un poco y la gruesa seda crujía al rozar el suelo; al llegar a la vidriera, se quedó quieta unos instantes, yo quería decir algo, pero tenía la sensación de que no me saldría la voz, me parecía soñar, pero no cabía duda de que estaba bien despierto; ella, como acechando, apartó la cortina, pero no salió sino que rápidamente dio media vuelta, sus pasos volvieron a sonar en la habitación y a detenerse frente a la puerta del corredor; oprimió el picaporte con fuerza, el ruido fue inconfundible, pero la puerta no se abrió, hizo girar la llave y la puerta cedió, pero ella no salió sino que volvió hacia la terraza, dejando la puerta entreabierta; pareció que la corriente de aire movía la cortina en la oscuridad; yo me senté en la cama.
– ¡Qué ha pasado! -pregunté en voz baja, quizá demasiado baja, porque el asombro que había sucedido al miedo me ponía un nudo en la garganta; pero ella, sin darse por enterada de mi pregunta, que quizá ni oyó, salió a la terraza, dio unos pasos y retrocedió, como si la asustara el repique de las chinelas en las losas-. ¿Qué ha pasado? -insistí, con voz más fuerte, mientras ella iba otra vez hacia la puerta del corredor, la abría y volvía a retroceder; incapaz de seguir en la cama, me levanté para tratar de ayudarla.
Nuestros cuerpos, que se movían en direcciones opuestas, chocaron en el centro de la habitación.
– ¿Qué ha pasado?
– ¡Lo sabía, hace cinco años que lo sé!
– ¿Qué sabías?
– ¡Lo sabía, hace cinco años que lo sé!
Estábamos abrazados.
Tenía el cuerpo agarrotado y, aunque durante un momento, me apretó contra sí y yo traté de estrecharla con fuerza, comprendía que aquel abrazo en nada podía ayudarla, mi buena voluntad era vana, yo sentía su cuerpo pero ella no parecía sentir el mío, para ella no er más que un mueble, una mesa o un sillón al que agarrarse para nc perder el equilibrio, antes de llevar a cabo su decisión dictada por puro delirio; a pesar de todo, yo no quería soltarla, apretaba mi cuerpo contra el suyo, como si supiera de qué terrible impulso debía tenerla; me era indiferente cuál fuera el impulso, porque yo no podía sospechar lo que se avecinaba; mi instinto me ordenaba retenerla fuera lo que fuera lo que ella se propusiera hacer, y como si mi tenaz esfuerzo hubiera surtido efecto, como si por fin reconociera en mí su hijo, como si descubriera que era algo suyo, se inclinó y me besó con fuerza, casi me mordió, en el cuello, pero entonces, como si ese beso y mi angustia le infundieran valor para dar el siguiente paso, arrancó mis brazos de sus caderas, me empujó hacia un lado, gritó «¡Desgraciado!» con desesperación y volvió a salir a la terraza.
Yo corrí tras ella.
Ella cruzaba la terraza pero no, como hubiera sido lo natural, hacia la escalinata que bajaba al parque sino en dirección opuesta, hacia la suite de la fräulein.
La vidriera estaba abierta, dentro de la habitación había velas encendidas y su tembloroso resplandor se arrastraba sobre las losas hasta nuestros pies.
Yo me quedé clavado en el suelo, captando la escena no sólo con los ojos sino con todo el cuerpo.
¡Ah, no!, no diré que no sospechara lo que aquello significaba, pero tampoco puedo afirmar lo contrario.
Por chocante que pueda parecer, un niño no sabe de esas cosas porque se las hayan explicado, sino por experiencia, por el placer que sus manos extraen de su propio cuerpo; no obstante, aquello era una sorpresa tan brutal que excedía de mis posibilidades de comprensión.
Formaban el cuadro dos cuerpos desconocidos, dos cuerpos desnudos cuya palidez resaltaba sobre el suelo, había prendas de vestir blancas esparcidas alrededor, la fräulein estaba echada de lado, acurrucada, con las piernas dobladas casi rozándole el pecho, volviendo hacia mi padre un anca opulenta que ahora, con la experiencia de los años, puedo calificar de francamente bella, pero «volver» no es la palabra, más bien se la presentaba, se la ofrecía, se la servía, y él, arrodillado, comprimiendo el vientre contra las redondas nalgas y asiéndole la oscura melena, se agitaba con un movimiento oscilante y frenético; estaba dentro de aquel cuerpo, completamente hundido, podía gozar libremente, con violencia o con la mayor delicadeza -ahora lo sé: en esta posición, el miembro penetra más, llega hasta el fondo, y la fina piel del prepucio, el dilatado borde del glande y las hinchadas venas frotan el clítoris que se contrae, acarician la vulva y penetran en la suave cavidad como en una caverna, y el pene, duro y poderoso, llega hasta el útero, último obstáculo y llena el espacio de manera que ya no se sabe quién es quién; esta extraña posición es, pues, la de mayor violencia y también de sublime voluptuosidad, porque qué puede ser más hermoso, qué puede haber más delicioso-, pero entonces yo sólo veía que mi padre arqueaba la espalda violentamente, que abría las posaderas como si fuera a defecar, que tenía una mano apoyada en el suelo y que sus grandes testículos se agitaban al comprimirse contra el lugar que deparaba a ambos un placer tan evidente; la fräulein dio un grito agudo y penetrante; mi padre tenía la boca abierta y eso me asustó, porque parecía que no iba a poder cerrarla nunca más, de la garganta le salía un ronquido profundo, sacaba la lengua y tenía la mirada extraviada; pero no me parecía que los gritos y los ronquidos estuvieran directamente relacionados con aquel placer, porque, cuando él penetró del todo, se quedó quieto, como si hubiera encontrado su abrigo definitivo, y su cuerpo, cubierto de grandes parches de vello oscuro, se agitó con un temblor convulso e interminable; tiraba del pelo a la mujer golpeándole la cabeza contra el suelo, y aunque entonces los gritos de ella eran más penetrantes y voluptuosos, también se retorcía, como si quisiera apartarse, para que él reanudara el movimiento de vaivén enérgico y delicado que le hacía sentir un placer más intenso; pero mi padre volvió a tirarle del pelo y le golpeó la cabeza contra el suelo con un ruido seco.
En aquel momento, pudo más en mí la voluptuosidad que la estupefacción y, olvidándome hasta de mi madre, me concentré en la escena cuya contemplación hacía que me sintiera feliz y más allá del bien y del mal, y ello no sólo se debía a que hubiera quedado satisfecha la natural curiosidad infantil -el conde de Stollwerk, mi amigo y compañero de juegos en Heiligendamm, que era varios años mayor que yo, ya me había revelado esos secretos- sino a que una serie de deseos, impulsos e inclinaciones crueles que hasta entonces estaban latentes en los repliegues del conocimiento se manifestaban ahora inesperadamente y me sentía como si me hubieran desenmascarado, como si la fräulein con sus gritos me hubiera pillado en flagrante delito; aquella escena despertó mi sensualidad, fue una revelación que tenía que ver no sólo conmigo, ni con un conocimiento abstracto, ni siquiera con mi compañero de juegos al que un día sorprendí en el páramo, masturbándose tumbado entre los juncos, ni tenía que ver con mi padre, sino con la fräulein, objeto de mi admiración y simpatía.
Aquellas salidas nocturnas no habían dejado de tener consecuencias, ya que, si bien me gustaba estar solo en nuestra terraza común, me alegraba encontrarla allí y que ella me apretara contra su cuerpo caliente de la cama y de la desazón que no la dejaba dormir.
Era un cuerpo que irradiaba belleza, aunque su belleza no residía en la estética de las formas ni en la regularidad de las facciones, sino que impregnaba la carne y hacía resplandecer la piel; no reflejaba el ideal clásico, evidentemente, pero su atractivo era más poderoso que el de cualquier ideal; por fortuna, nos fiamos más del tacto de nuestras manos que de rígidos cánones de belleza, y puedo decir que ni mi madre era insensible a ese poderoso y desconcertante atractivo, a pesar de su talante respetuoso con las normas; en este caso, también ella se fiaba de sus ojos, estaba entusiasmada con la fräulein, le tenía viva simpatía y seguramente hasta había pensado en entablar con ella una amistad como la que existía entre mi padre y Frick; los ojos castaños, brillantes y confiados, la piel meridional, agitanada, tirante sobre los anchos pómulos, la nariz fina y los labios carnosos, rojos y hendidos no sólo en sentido horizontal sino vertical, como por cortes rituales, ejercían en ella un efecto electrizante; en vano mi padre, que tampoco estaba exento de malicia, señalaba que, en realidad, la fräulein era «de lo más vulgar», ella no reparaba en sus modales un poco bastos, cerraba los ojos a su desenvoltura rayana en la mala educación y no paraba mientes en la frente estrecha y huidiza, síntoma de una limitación mental que la fräulein no trataba de disimular con discreción, sino que exhibía con su particular desenfado; yo conocía aquel cuerpo que ahora estaba en el suelo: los senos pequeños, duros y separados, la cintura que, con ayuda de vestidos sabiamente cortados, parecía mucho más esbelta de lo que era en realidad y las caderas cuya opulencia acentuaba el corte de la falda; yo conocía bien aquel cuerpo porque en sus noches de insomnio, cuando salía a la terraza y me abrazaba con una ternura maternal un tanto exagerada -efusiones que, ahora lo descubría yo, estaban dirigidas a mi padre-, había llegado a hacérseme familiar, con toda su voluptuosidad y su irregular perfección, ya que ella no se echaba una bata por encima y, a través de la fina seda del camisón yo lo palpaba todo, hasta el suave vello de su vientre cuando mi mano se extraviaba como por casualidad y su perfume me envolvía.
Pero ya basta.
Porque el decoro y el buen gusto exigen que hagamos una pausa en nuestro recuerdo.
Y es que, en aquel momento, mi madre exhaló un gemido y se desplomó sobre las losas, sin sentido.