Mesa redonda

¡Ay!, a pesar de mi heroica resistencia, dominan mis encendidos y efervescentes sentidos los crudos instintos que solemos calificar de viles, abyectos y hasta, vulgarmente, de marranadas o, en términos más delicados, de desvergonzados, diabólicos y dignos de desprecio y del mayor de los castigos, y apresurémonos a añadir que justificadamente, si bien todo esto de lo que me veo obligado a hablar no es sino el producto impuro de actividades humanas, es decir, funciones que tienen por objeto el desahogo corporal; no menos justificada, empero, estaría la pregunta de si estos instintos no son tan nuestros como la sana moral y la pureza de costumbres, cuya misión consiste sin duda en luchar contra ellos; pero, sea como fuere, reconozca o no lo impuro como mío, tanto si acepto el reto y combato como si me entrego encogiéndome de hombros con indolencia, esto existe y constantemente me deja sentir su fuerza innegable, como una pornografía de origen divino; si la rechazo con energía estando despierto, me asalta a traición durante el sueño, demostrando su poder absoluto sobre mi cuerpo y mi espíritu, no hay escapatoria, no puede haberla, como tuve ocasión de comprobar la noche de mi llegada a Heiligendamm, ¡que me sirva de lección!, cuando, ansioso -¡y cómo!- de sumirme en un sueño reparador, un sueño profundo, largo y purificador, para huir de mis muchas tribulaciones, las estúpidas dudas artísticas, los tristes y enternecedores recuerdos de mis padres y de mi infancia, las fatigas del arduo viaje y la dulce melancolía de la despedida de Helene, volvió a acometerme, aunque esta vez con más suavidad, no tan brutalmente como cuando, por ejemplo, se me aparecía un hombre desnudo que venía hacia mí con el pene erecto, ahora sólo eran imágenes inocentes de un sueño en las que yo podía reconocer el reflejo de mi propio desvalimiento.

La escena era una calle mojada en la que sonaban pasos firmes y la luz tétrica de las farolas de gas manchaba la noche; la oscuridad me envolvía con la blanda firmeza de un vientre de mujer, o del mismo sueño, y yo me rendía con agrado, me entregaba a la belleza de la oscuridad salpicada de lívidas esferas de luz, porque, para mí, aquella calle nocturna representaba a Helene, aunque no había indicios que permitieran pensar que éste era su cuerpo, pero mis sentimientos y deseos fluían allí con toda libertad, sin temor ni reserva, legítimamente, por así decir, como si fuera ella de verdad, como si ahora pudiera ofrecerle por fin los sentimientos que debía negarle y negarme estando despierto, obligado por las circunstancias, incluso en los más apasionados momentos del éxtasis.

Como si el bien, el sumo bien que resplandece sobre todas las cosas, se complaciera ahora en ejercer su poder sobre mí y yo tuviera que encomendarme a él, y en realidad ya se había apoderado de mí, se me había incorporado, él era yo y yo era él, pero me parecía que aún había mucho que dar y que yo estaba sobrado de dones; mis pasos, extrañamente firmes, resonaban en la calle del bien, en el camino, la noche, la oscuridad y la luz del bien, y me parecía que cuanto más diera más tendría para dar; y esto era bueno, muy bueno, a pesar de que mis pasos sonaban en mis oídos como si llegaran de un espacio helado.

Podía verlo desde aquí, porque la naturaleza del bien se había hecho visible, y para ir hacia él pude sustraerme al ruido perturbador de mis pasos, yo comprendía que hay algo mejor que el bien y que lo que me aguarda sólo puede ser mejor, porque si yo voy tan libremente por el bien, entonces es que la redención que tanto ansio desde la profundidad de mi dolor ya se ha producido, calladamente.

¡Ah, grande es el amor que se me ha otorgado!; amar los adoquines de la calle que reflejan, cada uno, la luz y son absorbidos por ella, amar las gotas de agua que caen de las ramas desnudas, amar el siniestro repique de los pasos, y la suave oscilación de la llama de gas sobre el agua acumulada en el globo de cristal, y la oscuridad, porque permite ver la luz, y la sombra de un gato que pasa veloz, y las huellas que, blandamente, sus patas dejan en la noche, y el brillo de las esbeltas farolas finamente forjadas y el áspero crepitar, tan leve que el oído enamorado casi no percibe.

También los ojos buscan en vano, a punto de reventar como burbujas.

La crepitación se acentúa, yo me acerco, dejando atrás el sonido de mis pasos en los adoquines, chirriantes puertas de hierro que mueve el viento, ¡si no hay viento!, y, esperando que sea éste el último sonido, que después nada turbe la densa oscuridad, voy hacia allí, y cada paso produce un sonido nuevo. Y entonces me veo a mí mismo acercarme.

Pero ¿cómo podría yo proteger la oscuridad de estos ruidos?

Yo estaba detrás de la puerta abierta por el viento, en medio del hedor y seguía atentamente el sonido de los pasos.

El viento cerró la puerta de hierro, que gimió, crujió y me hizo desaparecer, pero al momento volvió a abrirse de par en par y me vi de pie, esperando.

¿Dónde estaba yo en realidad?

No me era desconocido el lugar, aunque no podía determinar exactamente dónde estaba yo, y de esto se trataba, ¿dónde?, si estaba aquí y allí al mismo tiempo, por eso era tan angustiosa mi situación, sentí deseos de gritar, y hubiera gritado, sin duda, de no haber temido rasgar la oscuridad con un sonido más; todavía iba por la calle, por la calle del bien, yo sé que ésta es la calle del bien, ¡no tratéis de engañarme!, y, sin embargo, esta calle conduce directamente a esta puerta, los árboles desnudos y las farolas mojadas que había a cada lado de la calle parecían señalarme la dirección, ¡no había escapatoria!, yo tenía que llegar a la puerta de hierro, que ahora revelaba mucha vergüenza, nostalgia, miedo, curiosidad y humillación como para que pudiera seguir pareciéndome desconocida, aunque yo hubiera preferido no darme por enterado, pero yo estaba allí, oliendo a alquitrán y orina, esperándome a mí mismo; debía de hacer mucho tiempo que esperaba, porque el hedor se había adherido no sólo a mi ropa, por cierto, ¿dónde estaba mi sombrero?, sino también a mi piel, emanaba de mí, de mi pelo, ¿cómo iba a escapar, si estaba atrapado?

Pero alguien manda en mi sueño, porque yo sabía, a pesar de todo, que esto era sólo un sueño, no había que sofocarse, es sólo un sueño del que puedo despertar cuando quiera, pero en él manda alguien, y no me deja despertar, pero yo no podía recordar quién podía ser, a pesar de que su voz, cuando me susurraba que no había piedad, que no la habría -era un susurro ahogado y ronco-, me parecía conocida; me espera detrás de la puerta cerrada y me susurra al oído que aquella sensación de paz que el bien me había deparado era un engaño y, como una llamada casi inaudible, agrega: es inútil, inútil; la oscuridad espera.

Es inútil.

Seguí andando, sin sentir extrañeza por mi temblor; tenía miedo, pero aun protestando y defendiéndome, estaba convencido de que no había miedo ni angustia a los que no pudiera habituarme, por fuertes que fueran; mas parecía que aquella fuerza quería obligar a mi cuerpo recalcitrante a aceptar todos sus deseos secretos y toda la terrible carga que la vida había puesto sobre mis hombros; y durante la lucha se iba alargando el camino, mis pasos eran más vacilantes, aún resonaban, pero ya no sentía suelo firme bajo mis pies, y perdí el control de mis miembros como un epiléptico; sentía que babeaba, gemía y me convulsionaba, pero todo seguía igual; la boca del pequeño edificio oscuro, que se abría y cerraba, chacoloteando, crujiendo, chirriando, me esperaba con un jadeo claramente audible, un jadeo humano, entre unos arbustos sin hojas.

El esqueleto de los arbustos se recortaba, nítido e inmóvil, en el cielo oscuro, mientras yo, que no me atrevía a gritar, seguía andando.

No era, pues, de extrañar que despertara tan cansado aquella mañana, reventado, como se dice vulgarmente, ni que hubiera pasado la noche en vela, cuando en realidad debía de haber dormido profundamente, o no estaría tan atontado, pero me sentía fatigado, me hubiera gustado seguir durmiendo, quizá entonces, durante el sueño, ocurriera lo que tenía que ocurrir; pero la habitación estaba inundada de una claridad deslumbrante, como si, detrás de las cortinas de seda blanca, hubiera nevado, y hacía fresco, casi frío; en el pasillo se oían pasos livianos, y más lejos, quizá en el comedor de la planta baja, tintineo de cubiertos y platos, murmullo de voces, palabras sueltas, una puerta que se abría -la puerta que por la noche me había despertado al cerrarse-, una breve risa de mujer, pero todo amortiguado, suave, lejano y amable, a pesar de lo cual yo no sentía ningún deseo de levantarme, porque estos ruidos matinales, que me eran familiares desde la niñez, me recordaban que tendría que reanudar una vida aparentemente fácil y ociosa que en estos momentos no me apetecía; no debí venir, pensé irritado, y volviéndome de lado cerré los ojos y traté de regresar al calor y la oscuridad que me había deparado el sueño, pero ¿regresar adonde?

Aún parecía tener al alcance de la mano jirones del sueño, no sería difícil volver a dormirse, el hombre sigue delante de la pared alquitranada del urinario y ahora me ofrece una rosa, pero yo no quiero tomarla, porque la sonrisa de su cara redonda y blanca es repugnante, y qué curioso, la rosa me parecía azul, amoratada, un botón prieto y carnoso, apenas entreabierto y aquel capullo soñado volvía a ofrecérseme con insistencia, como si aún no fuera de día sino de noche y yo estuviera allí.

Pero entonces, en el vano de la puerta que separaba la sala del dormitorio, vi a un criado de pelo rojo, atento y discreto, que seguía cada pequeño movimiento de mi despertar con sus ojos castaños y amistosos, como si llevara esperando sabe Dios cuánto y tuviera una idea bastante clara de lo que yo acababa de soñar, a pesar de que sus pasos silenciosos y su sola presencia tenían que haberme despertado ahora mismo; esta muda aparición que venía a recordarme mis obligaciones era un muchacho joven, extraordinariamente fuerte y robusto, más apto para mozo de equipajes o cochero, que parecía que iba a reventar con los muslos y los hombros las costuras del calzón negro y la librea verde; me dio la impresión de que también él había surgido del sueño, o de un lugar más profundo todavía, me recordó al criado que teníamos en casa y, naturalmente, también aquella noche de zozobra; su cuerpo despedía la misma pesada calma y aplomada dignidad que yo percibía al lado de Hilde; mientras contemplaba con agrado su cara pecosa, reprimí un profundo bostezo y repetí furioso para mis adentros la misma frase inútil: no, no debí venir, pero ¿adonde ir si no? De todos modos, resultaba tan cómico este cuerpo macizo, embutido en unas ropas que no habían sido hechas para él, y la nariz respingona, las pecas, los ojos infantiles y curiosos y Ia seriedad con que esperaba órdenes, y me parecían tan inanes mis cavilaciones y mi irritación ahora que estaba del todo despierto que no pude contener la risa.

– ¿Desea levantarse, herr Thoenissen? -preguntó el criado, como si no hubiera reparado en mi risa, que podía interpretarse como invitación a una familiaridad improcedente.

– Sí, me parece que sí. Ya es hora.

– ¿Desea té o café?

– ¿Quizá mejor una taza de té?

– ¿Desea el agua caliente para el baño antes o después del té?

– ¿Opinas que hay que bañarse todos los días?

Calló un momento, no pestañeó, pero algo parecía haber comprendido.

– ¿Bajará al comedor o desea que le suba el desayuno?

– No; bajaré, naturalmente. Pero ¿no hace aquí mucho frío?

– ¡Ahora mismo enciendo la estufa, herr Thoenissen!

– ¿Y podrías afeitarme?

– Por supuesto, herr Thoenissen.

Desapareció durante unos minutos, yo hubiera debido aprovechar su ausencia para levantarme a hacer mis necesidades, quizá no me equivoque al suponer que él demoró su vuelta a fin de darme tiempo para ello; los hombres suelen guardarse entre sí ciertos miramientos en estas circunstancias, que no deben entenderse como consideración ni cortesía, sino más bien como un guiño fraternal respecto a la embarazosa circunstancia de que la orina acumulada en la vejiga provoca a veces una erección matinal, y al levantarte de la cama puedes dar una impresión equivocada al que te ve, hacerle testigo de un proceso biológico que no tenemos muy claro y que, por lo tanto, nos violenta; pero yo desperdicié la ocasión y cuando él abrió la puerta de par en par, entró empujando una mesita con ruedas y luego cerró la puerta, yo seguía echado en la cama, mejor dicho, más o menos incorporado sobre la almohada que había mullido a mi espalda, para ponerme lo más cómodo posible, como si supiera que levantándome podía impedir o soslayar un proceso que ahora me parecía mucho más importante que esta pequeña molestia física. Cierto que la presión de la vejiga no puede eliminarse artificialmente, pero la erección remite poco a poco si consigue uno distraerse, y con ella desaparecen también los étimos vestigios de la excitación sensual de los sueños.

Estos pensamientos me ocupaban mientras él hacía sus preparativos en silencio, acercaba la mesita a la cama haciéndola rodar sobre la alfombra, sigiloso como un gato, procurando que el servicio no vibrara desagradablemente sobre el cristal, y yo observaba muy complacido su pericia, tan refinada que daba impresión de naturalidad; sirvió el té, que gorgoteó humeante, me preguntó si lo tomaba con leche, y del pico de la tetera no cayó al mantel ni una gota de líquido, yo le respondí que no lo sabía, pero el desenfado de mi respuesta no lo azoró, la escuchó en silencio, dando a entender que la decisión no era de su incumbencia sino única y exclusivamente asunto mío, es decir que él aprobaría sin reservas lo que yo decidiera, pero no había sumisión ni indiferencia en su actitud, sino simplemente buena disposición para servirme, una actitud servicial y neutra al mismo tiempo, con la que satisfaría todos mis deseos viables y comprendería los caprichos irrealizables; con sus dedos gruesos retiró la servilleta que cubría el cesto de los panecillos y un segundo después de que me presentara la taza de té y el azucarero con las pinzas había desaparecido, no sé cómo, ni siquiera oí sus pasos, seguramente supuso que no lo necesitaría.

Pero en aquel momento, a nadie necesitaba yo tanto como a él. Cuando, después de tomar el primer sorbo de té caliente, miré por encima del borde de la taza, él había vuelto a entrar, trayendo un cesto de leña y se arrodilló delante de la estufa de cerámica blanca, procurando no darme la espalda mientras limpiaba el hogar y encendía el fuego, manteniéndose siempre de perfil: se había retirado discretamente pero permanecía atento a mis órdenes con un lado de su cuerpo.

Los panecillos estaban calientes y fragantes, relucían gotas de agua en las bolitas de la mantequilla colocadas sobre hojas de fresa, y cuando golpeé ligeramente la mesa con el codo, vi tremolar la translúcida mermelada de frambuesa moteada de semillas.

Si mi niñez no estuviera lastrada de recuerdos tan dolorosos y lúgubres, ni fuera tan fría y distante la figura de mi madre, hubiera podido imaginar que esta escena evocaba una lejana sensación de seguridad: los apetitosos panecillos, el aromático té, la dorada mantequilla, la trémula mermelada, el buen orden del mundo que nos hace creer que, por horribles que sean nuestros sueños, este mundo del que nosotros nos sentimos el centro, sentados en una cama que ha calentado nuestro cuerpo, no sólo está gobernado con absoluta seguridad por unas leyes inmutables, sino que pone todo su empeño y energía en satisfacer nuestras necesidades y halagar nuestra sensibilidad, y hasta caldea nuestra habitación con los árboles del bosque; por lo tanto, no hay lugar para la ansiedad, la depresión ni la angustia; pero, en realidad, quizá porque yo las había padecido ya de niño, no podía menos que ser consciente de la fragilidad de este orden, su falsedad y su deficiencia; después, mi apasionada búsqueda de la verdad me había impulsado a asociarme a personas que no sólo estaban dispuestas a rasgar las envolturas de las falsas apariencias, sino que luchaba por poner fin a la hipocresía y crear una seguridad auténtica y fundamental, aun a costa de la destrucción de este falso orden, sin reparar en las víctimas, para construir sobre las ruinas un mundo verdadero, fiel a su esencia interior, por lo que puedo afirmar que aquella mañana, mientras mis ojos, mi lengua y mis oídos se recreaban con el orden ya caduco, mi razón observaba mi infantil complacencia desde una gran distancia y, de pronto, me sentí viejo.

¡Qué lejos estaba este blanco dormitorio bañado en la luz de la mañana, de la sombría habitación de mis años de juventud, pasados en la secreta compañía de Claus Diestenweg, pensando en la construcción del orden nuevo y la destrucción del viejo y aborrecido sistema, y qué cerca parecía de las habitaciones de una niñez nunca vivida de una forma tan pura!

En efecto, a veces basta un pasajero cambio de humor para que se altere en nosotros el curso del tiempo.

Como si el hombre que, un poco desengañado y ligeramente trastornado todavía por los sueños, ahora tomaba el té tranquilamente en la cama, no tuviera tras de sí tres etapas sucesivas de una misma vida, sino las vidas de tres personas distintas.

Una voluta de humo salió por la boca de la estufa, las llamas prendieron y se reflejaron en la cara del muchacho y parecieron encender su pelo rojo.

El humo le hizo parpadear, se enjugó las lágrimas y durante un momento miró fijamente las ya limpias llamas.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunté en voz baja.

– Hans -respondió y, olvidando su servicial actitud, no se volvió hacia mí.

– ¿Y de apellido?

Yo me alegraba de que existiera todavía el concepto de servidumbre, aunque al recordar mi otra vida me avergonzaba de mi alegría.

– Me llamo Baader, señor -dijo con su voz de antes, y una voz y la otra no se parecían en nada.

– ¿Cuántos años tienes?

– Dieciocho, señor.

– Felicítame, Hans. Hoy cumplo treinta años.

Él se levantó instintivamente.

Sonrió, sus bellos ojos almendrados desaparecieron tras la capa de grasa infantil de las mejillas, sobre los dientes grandes y voraces brilló la encía colorada, casi como carne viva, que en los pelirrojos tan llamativamente contrasta con el color de la piel y armoniza con el del cabello; levantó el brazo con un ademán de familiaridad, como si fuera a dar una cariñosa palmada a un amigo de su misma edad, al darse cuenta de lo impropio del movimiento se sonrojó y, al notar que se ponía colorado, se le encendió aún más la cara y se quedó mudo.

– Hoy es mi cumpleaños.

– De haberlo sabido, herr Thoenissen, la dirección se hubiera honrado en felicitarle; por lo menos, permítame a mí ofrecerle el testimonio de mis mejores deseos -dijo finalmente, y sonrió, pero su sonsa no era para mí sino para sí mismo, por haber conseguido salir airoso de su comprometida situación.

Hubo otro silencio.

Y cuando, tras aquel silencio incómodo, le di las gracias, algo sucedió entre nosotros, algo que yo presentía, esperaba y había provocado, porque lo que yo le agradecía no era su ceremoniosa y cursi felicitación sino que poseyera una perfección física que me conmovía.

Él se quedó callado un momento, yo estaba quieto, él bajó la cabeza con desvalimiento, yo seguí mirándole.

Y cuando, después, me preguntó si quería que trajera el agua, yo asentí.

Aquí estaba la línea divisoria: al otro lado, el reino prohibido en el que yo no hubiera debido desear poner los pies, pero entre nosotros algo había concluido, la intimidad del momento se había desvanecido inmediatamente, y es que a partir de aquí no podía haber comunión yo seguía siendo el amo, también el amo de la situación, un amo un poco lastimoso, ridículo y solitario, pero él era el criado y, por lo tanto, él debía ser el prudente y precavido y, probablemente, también el que sentía tanto asco como compasión, sentimientos contradictorios que estorbaban el libre juego de la intimidad; así pues, aquello era un experimento, yo había querido excitar en él algo que era ajeno a nuestros respectivos papeles, pero, a causa de mi superioridad, nada podía perder con el experimento, que era vergonzosamente desequilibrado, pero me fue imposible resistir la tentación, gocé tanto de mi superioridad como de su indefensión, y él tuvo que aceptar esta indefensión porque se la imponía su papel de criado, es más, humillándolo a él yo me humillaba a mí mismo y gozaba de mi propia humillación; por otra parte, las circunstancias prácticamente lo pusieron en mis manos, y nuestra pequeña historia continuó casi sin mi intervención, por su propio impulso.

Mientras él, a horcajadas sobre mis muslos abiertos, me humedecía la cara con una esponja que aún olía a mar y, con un suave masaje circular de sus dedos, extendía el jabón de afeitar, formando sobre la barba una espuma espesa y firme, nuestros cuerpos se encontraban en una proximidad muy sugestiva, con la mano libre, tenía que sostenerme la cabeza, aplicando la palma a la nuca u oprimiéndome la frente, mientras yo, por la presión de su mano, tenía que adivinar sus deseos, seguirle, ayudarle; a veces, su rodilla rozaba la mía, él tenía que concentrar toda la atención en mi cara mientras yo estaba atento a cada uno de sus movimientos; él contenía la respiración, lo mismo que yo, para no echarnos el aliento a la cara, lo que acentuaba la tensión de la operación: ésta alcanzó su punto culminante cuando, por fin, terminados los preparativos, sacó la navaja de afeitar de estuche, pasó la hoja varias veces por el suavizador y, volviendo a situarse entre mis piernas, me puso el índice en la sien para tensar piel y me miró un momento a los ojos.

Con un único y firme movimiento, pasó la navaja por la mejilla izquierda, rasurando la barba con un ruido áspero: en cierta medida, me divertía mi propio nerviosismo, porque, por muy gustosamente que nos prestemos a esta operación, por mucha tranquilidad que aparentemos, el miedo nos agarrota los músculos faciales, deseamos cerciorarnos de que la hoja no se ha atascado, no nos ha cortado, los ojos se nos salen de las órbitas, pero no podemos dejar traslucir nuestra desconfianza, ya que con ello entorpeceríamos la labor, haríamos que aumentara el peligro y provocaríamos nosotros mismos el percance, lo que sería para nosotros por lo menos tan desagradable como para él; y es que cuando se lastima la piel, de pronto, tras la máscara de plena confianza del uno y de la tensa concentración del otro, asoma el puro odio, él nos odia a nosotros porque nuestra piel ha resultado tan ridiculamente frágil e imprevisible y ha desacreditado su habilidad, porque nuestra barba tiene remolinos, y porque la cuchilla ha tropezado con una verruga o un granito imperceptibles, y nosotros lo odiamos a él por su torpeza y sobre todo porque nos hemos puesto en sus manos irreflexivamente, y este odio mutuo crece cuando, al ver en el espejo la sangre que nos resbala por la cara, tenemos que hacer como si esto fuera una insignificancia que no nos irrita ni lo más mínimo, mientras él, azorado, se pone a silbar y empuña con forzada soltura la piedra pómez para, encima, vengarse de nosotros provocándonos escozor; pero hasta el momento nada de esto había ocurrido, por el movimiento con que limpió la navaja con el índice y luego echó la espuma en la bacía se veía que tenía práctica, me hizo volver la cabeza y se acercó aún más, mi nariz casi rozaba la dura pechera de su camisa y su rodilla, ligeramente flexionada, estaba en mi entrepierna, y con la misma energía rasuró entonces la mejilla derecha; pero, a pesar de la habilidad, pericia y quirúrgica seguridad del barbero, la piel permanece tensa y crispada y un temblor nos estremece la cara, porque ahora viene lo peor, el difícil terreno del mentón, el cuello, la nuez, aparte de que, mientras él blande la navaja, se nos ocurre que puede cortarnos nariz y orejas, ¡que no ha oído uno contar atrocidades!, de todos modos, mirando su cara desde abajo con ojos bizcos, la encontraba excesivamente blanda, a pesar del encanto y el vigor de la juventud, blandura que sólo podía percibirse desde esta perspectiva: en su piel, bajo la que se adivinaba una blanca capa de grasa, no había todavía ni asomo de vello rojo, nunca tendría que afeitarse, descubrí con satisfacción, será lampiño como un castrado; también veía unas grandes fosas nasales y una boca carnosa y voluntariosa -se mordía el labio inferior mientras me apuraba la barbilla con pequeños movimientos-, dentro de unos años tendrá papada, pensé, su cuerpo robusto tenderá a engordar, el sobrepeso le hará respirar con dificultad, y mientras, con un voluptuoso cosquilleo en la garganta, esperaba que me tirara de la piel de la nuez y pasara limpiamente la navaja por esta zona de peligro; sin que él se diera cuenta, levanté la mano, esperé a que aplicara la navaja y entonces, como impulsado por el miedo, sin mover cabeza ni cuerpo, oprimí el prieto muslo.

El liso paquete de músculos era duro e increíblemente fuerte, mientras que mi mano parecía débil y flácida, como si su gesto fuera inútil, no sólo porque no detectaba ni un ápice de su naturaleza interior, sino porque incluso la superficie parecía ajena al contacto, como si lo que yo palpaba fuera sólo la envoltura, el blindaje, un caparazón duro e insensible; debí imaginármelo, si hubiera sido capaz de pensar, tan imposible era detectar una reacción en su carne como en sus ojos, su boca o los rasgos de su cara que ahora se inclinaba sobre la mía, ni turbación, ni aceptación, ni rechazo: la cara, la piel y los músculos seguían tan indiferentes como hasta ahora, y también sus movimientos; así que era yo el que pugnaba por vencer aquella terrible indiferencia, era yo el que reaccionaba respecto a él y no a la inversa, él ni sentía nada ni parecía entender nada.

Generalizar parece siempre una tontería, no obstante, debo decir que nunca, ni antes ni después de aquello, he hecho un movimiento más inútil.

Pero tenía la impresión de que al hacerlo había llegado a la cúspide o al fondo de mis extrañas inclinaciones.

No podía retirar la mano, en cualquier caso, el gesto no podía borrarse, por otra parte, no sentía absolutamente nada, aun estando mi mano donde estaba, él seguía rasurándome el cuello impávido, como si el contacto fuera puramente producto de mi imaginación, del que él, naturalmente, nada podía saber.

Yo no hubiera tenido nada que objetar si por casualidad entonces él me hubiera degollado.

La navaja hubiera seccionado el delicado cartílago con un crujido apenas audible.

Yo no podía cerrar los ojos, seguía esperando una señal delatora.

Para sacudir en la bacía la espuma que recogía con los dedos, él tenía que ladear el cuerpo y así fue como apartó el muslo de mi mano.

La mano abandonada, apéndice ridículo de mi cuerpo, quedó suspendida en el aire.

Él sumergió la esponja en el agua, me echó la cabeza hacia atrás y me lavó la cara.

Por fin pude cerrar los ojos.

– Este hotel se está poniendo imposible, señor -dijo en la oscuridad.

Cuando abrí los ojos, él ya se ladeaba otra vez, para dejar la esponja en la bacía, y seguía sin hacer la señal delatora.

– ¿Masaje, señor? -preguntó en voz baja.

A pesar de todo, no había en su actitud nada ofensivo, ningún r proche, su corrección resultaba hasta divertida, gracias a ella, ambos podríamos relegar mi experimento al desván de las insensateces este mundo.

– Sí, claro.

Entonces se me ocurrió que su frase quizá hacía referencia al alboroto nocturno, los ruidos y los gritos que me habían despertado de mi primer sueño y que era posible que él hubiera intervenido en ello.

Y que quizá mi mano no le había ofendido, que no había sido vano el movimiento.

Con una mano me sujetaba la cabeza por encima de la nuca, hundiendo los dedos en mi pelo, mientras con la palma de la otra me extendía el alcohol por la cara.

Después me abanicó con un paño, para que el alcohol se evaporara, lo que nos refrescó a ambos, y entonces, por primera vez en mucho rato, nos miramos a los ojos.

Fuera lo que fuera lo que sabía él, por imposible que se hubiera puesto este hotel, el pequeño experimento en el que ya nos había involucrado a ambos con éxito, hacía que el lugar que tantos recuerdos míos guardaba me resultara cordial y familiar, y me inducía a pensar que no me había equivocado, aunque su mirada permaneciera impasible; sí, me quedaría, en la estufa crepitaba alegremente el fuego, yo aguardaba con impaciencia a que él recogiera sus utensilios y se marchara, y, como el que es acometido por una fiebre ligera, sentía deseos de precipitarme hacia mi cartera negra, abrir la pequeña cerradura, extender mis papeles sobre la mesa y ponerme a trabajar inmediatamente, si bien mis amargas experiencias me prevenían contra la precipitación, porque las cosas no son tan fáciles como las presentan nuestros deseos y es preferible actuar metódicamente, separar la espuma del arrebato del caldo en ebullición de las emociones, dejar que se condense, éste no era el momento propicio, y por eso, cuando por fin él hubo cerrado la puerta, me acerqué a la ventana, abrí las cortinas blancas y el espléndido panorama me sosegó.

Todavía faltaba una hora para que abajo sonara la campana llamando a los huéspedes a desayunar.

El cielo otoñal resplandecía con una luz purísima, los abetos rojos, de ramas flexibles, estaban inmóviles en el parque, había cesado el viento de la noche y aunque desde aquí no podía ver el mar, el paseo del balneario, ni el ancho camino de la estación, ni el estanque, ni el páramo, ni tampoco el bosque, sabía que todo estaba allí, al alcance de la mano, lo que me parecía importante y también doloroso.

Había hojas esparcidas sobre las baldosas decorativas de la terraza.

El estaba aquí, y por ello yo podía permitirme permanecer fuera, en mi historia imaginaria.

Y olvidarlo todo.

¿Se debe esta sensación de ligereza a que, cuando por fin he convido librarme de mi prometida, me engañe la bella ilusión irrealizable, de saber cerca a este criado complaciente, al que siempre puedo llamar? ¿Pero no volveré a estar entonces entre dos personas? ¿Dónde queda la ansiada soledad?

El pensamiento que asociaba a ambos de forma tan desagradable casi me revolvía el estómago. ¡Que no me dejaran en paz ni estando solo!

Pero esto no afectó a mi buen humor, al contrario, me sentía como el que de pronto acaba de ver con los ojos de un desconocido su propio cuerpo y se siente satisfecho de sus proporciones, no porque pase por alto sus defectos, sino porque por fin reconoce y comprende que la forma viva siempre está determinada por la síntesis de las partes, que surgen de procesos inalterables, porque también lo imperfecto tiene sus leyes, ésta es su perfección, el funcionamiento en sí es lo perfecto, su presencia es lo perfecto, la ordenación singular e inalterable de las desproporciones es lo perfecto, y, si hasta hoy esto ha sido así, hasta mi treinta cumpleaños, ¿por qué nunca hasta este día -o desde que pueda recordar, desde que tengo uso de razón, desde que fui consciente de mis funciones corporales- he sufrido siempre por estar aprisionado entre dos cosas, dos sucesos, dos personas, como el que está entre dos piedras de molino? ¡Y esto desde mis primeros recuerdos!, cuando, en aquellas tardes, caminando por el paseo marítimo, entre el cuerpo de mi madre y el cuerpo de mi padre sentía el propio cuerpo dividido e indivisible a la vez y, por hostiles que fueran los sentimientos que los enfrentaban, porque en su carne eran irreconciliables, no sólo me identificaba con los dos sino que deseaba identificarme, porque no podía ni quería decidir entre ellos, a pesar de que ellos trataban de desgarrarme y yo estaba desgarrado; por lo tanto, ni mi fisonomía, ni mi forma corporal ni mi carácter podían indicar a cuál de ellos había salido, probablemente, a los dos, pero quizá también a muchos otros, a una infinidad, y es que sólo por simplificar hablamos de una dicotomía, de un doble parecido, porque yo tenía algo de todos mis antepasados muertos, que están presentes y vivos en mi carácter, mis rasgos y movimientos -y ahora me hacía feliz pensar que estas dos personas tan distantes una de otra pudieran unirse en mí de modo tan increíble-, ¿cómo podía yo saber, querer o decidir lo que está permitido y lo que no, sin saber la causa, cómo podía yo separar lo que es inseparable en mí? ¡Todo está permitido! ¡Sí, yo seré el más acérrimo anarquista!, y no porque casualmente haya pasado mi juventud en compañía de anarquistas y no pueda renegar de aquellos años, porque yo no me había unido a ellos por mis altos ideales ni por afinidad ideológica, sino porque siempre he sido un anarquista del cuerpo, fuera de mi cuerpo no hay Dios y sólo el hecho consumado puede redimir mi cuerpo, ya que sólo entonces vislumbro la infinidad de posibilidades.

Vuestra moralidad no me interesa ni lo más mínimo.

Ni la pared del urinario que aparece en el sueño del vientre de mi prometida ni el muslo real del camarero apuntan a una aventura frívola, eso no.

Después, cuando entré en el comedor, deslumhrado por el sol de la mañana que fulguraba en las copas, los espejos, la plata y la porcelana, por no hablar de los ojos, sentí aquella alegría nueva, aquella íntima paz, la energía que infundía en mi cuerpo una sensación de superioridad, y me alegré de poder comunicar inmediatamente esta sensación mirándoles a los ojos, y de saber que al otro lado de la ventana estaba el mar, todavía encrespado y espumeante del temporal nocturno, pero que poco a poco se apaciguaba.

Si algo me interesa es la desvergonzada inmoralidad de este Dios mezquino.

Pero ahora incluso me alegraba de tener que observar ciertas normas de conducta social que detestaba porque, consciente de mi superioridad, podía reírme de ellas, volvía a tener mi cuerpo controlado.

Gozaba infinitamente al pensar que yo, que anteayer abrazaba a mi prometida en la alfombra y hacía un rato manoseaba el muslo de un camarero, pudiera estar ahora tan tranquilo en esta puerta, con una afable sonrisa en los labios, un poco deslumbrado, y cuando el dueño del hotel -un caballero grueso, calvo y jovial, que no era otro que el hijo del dueño anterior, que no sólo destruía los castillos de arena que construíamos el conde Stolberg y yo, sino que, además, unos años mayor que nosotros, nos sacudía por protestar- me presentó a los demás huéspedes, con voz un poco engolada y gesto ceremonioso y paternal a la vez, yo incliné la cabeza a derecha e izquierda, procurando dedicar una mirada a cada uno de los presentes, que, a su vez, asintieron de forma no menos afable y procurando disimular la curiosidad.

Para el desayuno y la cena se disponían largas mesas y cada huésped podía servirse a placer de las abundantes viandas, el carácter informal y familiar de estos dos ágapes contrastaba con el de la comida de las cinco, que se servía con cierta solemnidad, y para la que se nos distribuía por grupos pequeños en mesas separadas; ahora no había que esperar a que llegaran todos los comensales, cada cual podía sentarse y empezar cuando quisiera, servido por la multitud de mozos de comedor que circulaban alrededor de la mesa; esto no había cambiado durante los veinte últimos años, por lo que no me hubiera sorprendido encontrar en esta mesa a mi madre, al consejero privado Peter von Frick, a mi padre y a fraülein Wohlgast; la misma artística cubertería tintineaba en platos decorados con idéntica cenefa azul celeste, por más que era de suponer que desde entonces ya se habría foto más de una vajilla, y en las mismas pesadas fuentes de plata, hornadas con la misma aparente sencillez, los alimentos formaban un apetitoso paisaje: las prietas rosas verde pálido de las alcachofas, añadas en vinagreta, la langosta de roja coraza, el rosado salmón, el jamón veteado de reluciente grasa, la pálida ternera cocida al vapor, os huevos rellenos de negro caviar, las crujientes endivias, las doradas tiras de anguila ahumada sobre hojas de lechuga húmedas de rocío, las esferas y conos de paté, de caza, de setas, de marisco o de hígado de ave, los graciosos pepinillos, las lonchas de los amarillos quesos holandeses, prietos y caprichosamente agujereados, el áspic de lucioperca, las salsas, cremosas, agrias, dulces o picantes, las montañas de pan crujiente, las frutas, dispuestas en fruteros de cristal de varios pisos, los cangrejos, de distintos tamaños y variedades, las codornices, doradas y jugosas, las salchichas que aún siseaban en la fuente, el dulce de membrillo relleno de nueces del que no me veía harto cuando era niño, y los cálidos olores que llenaban el comedor los perfumes matinales de las lociones, las cremas y los polvos que sé desprendían con los movimientos de los cuerpos, el concierto de tintineos, crujidos, voces, risas, suspiros, toses y resoplidos, que subía y bajaba de tono, se aceleraba o languidecía; el que contempla desde el exterior esta escena un tanto caótica, pero no desprovista de cierto orden, tiene la impresión de que va a arrojarse a un río helado lleno de remolinos, y permanece en el umbral con la mirada extraviada, una sonrisa insípida congelada en los labios y en los músculos el tono de indolente aplomo necesario en cualquier circunstancia para salir del refugio de la soledad y comparecer ante la gente de manera que el encuentro no tenga consecuencias, aunque uno sabe muy bien que aquí y ahora puede ocurrir cualquier cosa, por más que el carácter público de la escena nos induzca a descartar de antemano todo hecho trascendental; en ningún sitio como aquí se percibe la teatralidad cómoda y molesta al mismo tiempo de nuestra vida, las cumbres y los abismos de la envidia, el noble impulso de mentir cuando el prójimo se muestra tan cortés y evasivo como inaccesibles nos mantenemos nosotros, inaccesibles e impávidos, y este doble esfuerzo de ataque y defensa hace que, al quedar a solas con nosotros mismos, nos sintamos fatigados, exhaustos y superfluos, pero también contentos, ya que por nuestra secreta voluntad no ha pasado lo que no ha pasado.

Pero por impecable que sea nuestra entrada, siempre entraña algo desagradable, que percibimos como un obstáculo insuperable o como una viva confusión, a veces es el propio cuerpo, su forma y aspecto, aunque lo hayamos envuelto con esmero en el vestido; cuando buscamos nuestro sitio entre los demás, con el temor de no encontrarlo, de pronto este cuerpo nos parece desgarbado, feo, francamente repulsivo, con las extremidades muy cortas o muy largas, precisamente quizá porque deseamos aparecer simpáticos y atractivos, cuando no perfectos; pero quizá la causa de nuestro cohibimiento no sea el cuerpo, sino el traje, que no hemos sabido elegir, que no nos favorece, que está pasado de moda o demasiado a la moda, un cuello que nos asfixia, una corbata chillona, unas mangas estrechas, la sisa que tira, la costura del pantalón que se mete entre las posaderas, por no hablar de las funciones físicas que suelen manifestarse ostentosamente en tales momentos: el sudor que nos humedece la frente, el labio superior, la espalda y las axilas, la afonía que nos quiebra la voz, las manos que se quedan frías y viscosas o el intestino que se rebela contra las normas de la buena educación, y empieza a roncar o desea expulsar, precisamente ahora, el gas fétido de una digestión nerviosa; y, naturalmente, siempre hay entre la concurrencia alguien cuya sola presencia nos excita, una persona a la que nosotros, olvidando toda prudencia, deseamos manifestar inmediatamente nuestros sentimientos hostiles o afectuosos, pero, en cualquier caso, elementales, y que debemos reprimir, al igual que la ventosidad maloliente, ya que el juego consiste en no exteriorizar nada que sea auténtico, sólo lo falso puede expresarse con el mayor desparpajo.

Quizá lo bueno de la situación sea que no nos deja tiempo para reflexionar sobre estas incongruencias, porque inmediatamente hemos de empezar a hablar, con una sonrisa en los labios.

Es como si te colocaran en el trasero una pera de considerables proporciones que tienes que sujetar con el esfínter, sin aspirarla ni expulsarla: confieso que esto siento yo en público y me consta que no soy el único, ya que por el agarrotamiento de la parte inferior del tronco puede detectarse el proceso en otras personas, reconozco que la imagen es poco elegante, por mucho que estemos curados de espanto.

Mientras seguía al mozo de comedor -que también llevaba librea verde- que me acompañaba a mi sitio, poco faltó para que me quedara clavado en el suelo de estupefacción, al ver sentadas a la mesa a las dos señoras que venían conmigo en el tren.

Pero tampoco había tiempo para la estupefacción, porque mis dos vecinos de mesa empezaron a hablarme mientras me sentaba, y también tenía que mirar a los demás, lo que significaba que antes de volverme hacia la comida debía presentar mi cara a la minuciosa observación de la concurrencia, un momento crucial.

El hombre que estaba a mi derecha, cuyo aspecto me fascinó inmediatamente -pelo gris, piel tersa y bronceada, cejas negras y muy pobladas, grueso bigote sobre unos labios carnosos y brillantes, ojos oscuros y sonrientes- y me hizo desear haberme sentado frente a él y no a su lado, me preguntó con acento extranjero si había llegado la víspera, durante aquella espantosa tormenta; en el primer momento me pareció que me hablaba en un dialecto desconocido, y hasta que siguió hablando, para decir que, por culpa de las tormentas, todos llevaban tres noches sin dormir, porque el temporal, en la costa -en la montaña era distinto, lo sabía por experiencia-, es causa de irritabilidad y trastornos nerviosos, a él, sin ir más lejos, le provocaba crisis de cólera, no descubrí que no me hablaba en su lengua materna: no utilizaba correctamente los tiempos de los verbos.

– ¡Tanto más agradable es, por la mañana, al levantarse, ver un cielo tan maravillosamente azul! ¿No es fabuloso? -dijo entonces mi vecino de la izquierda con voz potente y la boca llena, y, gesticulando delante de mi nariz con una gamba ensartada en el tenedor, agregó que no interpretara mal lo que iba a decirme, que no tenía nada contra la cocina de la casa, al contrario, era fabulosa, fantástica, pero que él era partidario de los placeres culinarios sencillos, nada de salsas, nada de especias y que me recomendaba que lo imitara en esto y, si quería probar algo realmente exquisito, que siguiera su ejemplo: estaban frescas, carnosas, crujientes, aromáticas y, cuando les hincabas el diente, ¡fabuloso!, sentías en la boca todo el sabor del mar.

Exquisito, fabuloso, repitió, aunque me dio la impresión de que no me hablaba a mí sino al bocado que estaba masticando, porque, por diligencia y entusiasmo que pusiera en consumir los manjares por delectación con que masticara, triturara y saboreara la comida, parecía que no llegaba a satisfacer plenamente las ansias de su lengua y quería cerciorarse de lo que sentía, mejor dicho, de lo que no llegaba a sentir tanto como él deseaba, y tenía que corroborar su placer con vehementes comentarios; en su plato, en los varios platos que tenía delante, se amontonaban pieles, caparazones, huesos y espinas, y no tardé en observar que, a pesar del celo francamente cómico que desplegaban los camareros, no dejaban de producirse percances: algo que se derramaba, volcaba, salpicaba o goteaba; como no paraba de moverse, continuamente le resbalaba la servilleta del cuello al estómago o a las rodillas, y a veces había que ir a rescatarla debajo de la mesa, y tenía migas no sólo en el mantel sino también en la negra perilla, teñida, sin duda, en las anchas solapas del chaqué y en la corbata, mucho menos que inmaculada, pero él no se preocupaba de las migas, sólo de los pequeños accidentes; por ejemplo, si escapaba del cuchillo un trozo de jugosa carne, esbozaba un ademán de disculpa, y seguía hablando sin parar; hablaba con la misma fruición con que masticaba y se relamía, mientras la nuez le subía y bajaba, y mantenía crispada, sin apenas sonreír, su cara ajada y pálida, en la que unos ojos hundidos parpadeaban nerviosamente, casi asustados, en sus oscuras cuencas.

Unas veinte personas se sentaban en torno a la larga mesa, frente a mí había un sitio vacío.

La más joven de las dos mujeres comía con guantes, lo cual, naturalmente, llamaba la atención, y mientras yo miraba aquellos guantes blancos anormalmente ajustados, volví a sentir aquel vértigo que había experimentado la víspera en el compartimiento del tren cuando ella, despiadadamente, me había enseñado la mano.

Con movimientos lentos extendí la servilleta sobre las rodillas, a pesar de que no tenía hambre; sentía las atentas miradas en la cara, los ojos, el traje y la corbata.

Dije al fornido caballero de pelo gris y cuello ancho, vestido con holgado traje color castaño que armonizaba con su tez bronceada, chaleco algo más claro y camisa a rayas, indumentaria que se había puesto de moda para la calle, que estaba sentado a mi derecha y que debía de tener mi edad, que también yo había acusado la tensión de la tormenta de la víspera y que me habían despertado unas voces o unos gritos, aunque muy seguro no estaba, sólo me lo parecía, y, con una sinceridad que me sorprendió a mí mismo y que sin duda sólo cabía atribuir a la confianza que inspiraba su aspecto, agregué que tal vez el grito o gritos sonaron en un desagradable sueño que había tenido, en otras palabras, también yo me contaba entre los insomnes, por más que no era de extrañar que uno durmiera mal la primera noche; pero él no me miró, hizo como si no me hubiera oído, y había en su estudiada indiferencia algo desagradablemente didáctico, propio de esas personas que suelen dosificar sus gestos, sus palabras y hasta sus silencios con el aire de superioridad del que todo lo sabe, todo lo ha visto y nunca se equivoca, para inducirnos a mostrarnos francos, confiados y candorosos, a hacer todo aquello que ha de permitirles consolidar su frágil poder sobre nuestra supuesta inferioridad; mientras tanto, mi vecino de la izquierda disertaba doctamente sobre los procesos del curado y ahumado del jamón, tema al que yo poco podía contribuir, pero, para no aparentar indiferencia a mi vez, traté de complacerle pidiendo gambas.

La mayor de las dos señoras -a la que en el tren no había reconocido sino al cabo de varias horas, cuando se quedó dormida, ladeó la cabeza y abrió la boca- no comía nada, sólo seguía con la mirada los movimientos de su hija, mientras sorbía su chocolate caliente, algo que parecía hacer por pura cortesía, para no estar ociosa.

Por fin también yo empecé a comer.

– ¿Puedo rogarle que lo antes posible después del desayuno nos acompañe usted, señor consejero?

La anciana tenía una voz grave, ronca y varonil, y también su complexión era fuerte y angulosa, por lo que, en su persona, el elegante vestido de encaje negro hacía el efecto de un disfraz.

– Reconozco que estoy impaciente.

Las dos señoras estaban muy juntas, quizá más de lo normal, formando un todo inseparable, aunque me daba la impresión de que era la madre la que más necesitaba de esta unión, ya lo había advertido en el tren, en el que estaba casi apoyada en el hombro de la hija, a pesar de que sus cuerpos no se tocaban.

Yo recordaba con qué desdén y hasta aversión la hija miraba a la madre mientras ésta roncaba suavemente.

¿O estaba su desdén destinado a mi persona?

– Ni que decir tiene, éste era mi propósito -respondió, obsequioso, el prematuramente encanecido caballero de mi derecha-. Lo antes posible, por supuesto, aunque, como ya he explicado, en las actuales circunstancias, puede esperarse todo, lo que se dice todo.

De nuevo tuve la sensación de que la joven me observaba, de que acaba para mí, aunque rehuía mi mirada y yo la suya, naturalmente.

– Si me permite la pregunta, ¿recuerda usted ese sueño que ha calificado de desagradable? -preguntó el hombre del pelo gris con voz soñolienta volviéndose hacia mí de repente-. ¿Puedo rogarle que me lo cuente?

– ¿Mi sueño?

– Sí, su sueño.

Nos miramos en silencio.

– Es que soy una especie de coleccionista de sueños, sabe usted, corro tras ellos con un cazamariposas -dijo enseñando sus dientes blancos y relucientes en amplia sonrisa, que al momento borró de su cara, como si sus ojos negros y hoscos hubieran advertido en mí algo muy sospechoso, porque en ellos brillaba ahora la chispa del descubrimiento.

– ¡Pero no lo considere una obligación ni mucho menos, señor consejero! -volvió a oírse la voz de la anciana; él giró el cuerpo hacia el otro lado con la misma brusquedad; al parecer, le divertían los movimientos sorprendentes e imprevisibles.

– Por otra parte, también cabe imaginar que la crisis se deba exclusivamente al tiempo tormentoso y que, una vez apaciguados los elementos, remita la alteración del organismo, y no crea que lo digo sólo para tranquilizarla, señora, le aseguro que no es infundada esta esperanza.

Yo apenas tocaba la comida, no quería sobrecargar mis perezosos intestinos.

Echaba de menos mi ritual matutino al que sólo razones poderosas me hacían renunciar, y llevaba ya tres días -primero, por la inesperada visita de mi prometida, después el viaje y, finalmente, la grata presencia del camarero- sin evacuar debidamente.

– Diga, ¿qué le parecen? -preguntó entonces el vecino de la izquierda.

– ¡Un bocado realmente exquisito!

En aquel momento no hubiera podido decir cuál de los dos objetivos, la labor literaria o la evacuación diaria, era más importante, aunque andando el tiempo descubriría que, para mí, el trabajo intelectual y las más prosaicas funciones corporales son actividades complementarias e indisociables.

El hombre de la perilla negra observaba cómo yo masticaba y tragaba el bocado concentrando su atención en mi persona, con la boca entreabierta y los labios fruncidos, como la madre que, al dar de comer a su hijo, imita los movimientos que hace la criatura al masticar, y después paseó en derredor una mirada de triunfo como diciendo: mirad si no tenía yo razón.

Cuando me levanto por la mañana, tal como estoy, sin lavar ni afeitar y en bata, me siento al escritorio, costumbre que, si mal no recuerdo, tenía ya en casa de mis padres, después del horrendo crimen y el terrible suicidio de mi padre, cuando tenía que dejar pasar un tiempo antes de poder empezar el día, porque, a pesar de que no conocía bien su historia, a raíz de aquellos hechos estuve varios años en una especie de estupor.

A veces iba a la orilla del ancho y majestuoso río, y, para que no me arrastrara la impetuosa corriente, tenía que asirme a las quebradizas ramas de los secos sauces de la orilla para izarme del limo mientras contemplaba cómo los grises y espumeantes remolinos volteaban, mecían y se llevaban árboles y cadáveres.

Sentado a la mesa, mientras contemplaba por la ventana los tejados de las casas de enfrente y sorbía mi manzanilla, escribía en el papel que me nabía acercado distraídamente alguna que otra frase, tal como me venía, sin reflexionar.

Hilde y yo ya no teníamos secretos el uno para el otro, estábamos solos en la casa, salíamos poco a la calle, era verano, en torno a nosotros se asilvestraba el jardín, a veces nos dormíamos abrazados sin que aquel contacto provocara ni la más leve excitación sexual; ella tenía ya cuarenta años y yo diecinueve; yo sabía que mi padre había robado la inocencia a su cuerpo cálido y dócil y durante años lo había utilizado como un objeto, ella sabía que tenía en los brazos al hijo del hombre amado que meses antes había violado, asesinado y mutilado a su sobrina, una muchachita preciosa y frágil, casi una niña, a la que ella había traído a nuestra casa para que la ayudara.

De aquellas frases iban surgiendo relatos, extraños cuentos sin pretensiones literarias, mientras yo esperaba que la amarga infusión que había ido enfriándose poco a poco me aflojara el intestino y que mis frases me hicieran olvidar la noche.

Una mañana en que, gracias a la manzanilla de Hilde, yo había evacuado satisfactoriamente -el proceso en sí era largo, no podía precipitarlo apretando demasiado, ya que entonces se quedaba dentro la mayor parte, y la seda de la bata, al igual que mi piel, se impregnaban del penetrante olor del excremento-, al salir del retrete, envuelto en el perfume de mi pequeña victoria cotidiana, la encontré en el pasillo, despeinada y con la blusa rota; con los ojos extraviados y los labios ensangrentados, se arrojó sobre mí, me abrazó y me mordió en el cuello, yo nunca había oído a un ser humano gritar de aquel modo, era un alarido que salía de lo más hondo, tan penetrante que parecía que iba a perforarme el tímpano, y que no acababa, hasta que su recio cuerpo se desplomó sin fuerzas arrastrándome consigo al suelo de mosaico.

La joven dejó de masticar lo que tenía en la boca y su enguantada mano depositó el cubierto en el plato.

Con aquella expresión de repugnancia y desdén con que en el tren había contemplado a su madre, que roncaba sin recato, miraba ahora al hombre de la perilla sentado a mi izquierda, aunque debo señalar que su desprecio y aversión no estaban exentos de seducción y tenían menos de repulsa que de provocación, y cuando, curioso, miré a mi vecino, descubrí que su boca había dejado de moverse, ahora la perilla le temblaba de agitación, mientras la altiva mirada de la joven imponía calma a sus ojos, hundidos y nerviosos, y las pupilas de ambos se enzarzaban en un coqueteo descarado.

Entonces, la augusta anciana se volvió hacia mí y me pidió disculpas, ya que deseaba hablar con el consejero de un asunto serio para el que no era marco apropiado la mesa redonda de un desayuno, lo comprendía perfectamente, y si no me daba más detalladas explicaciones -¡los demás, desgraciadamente, sabían ya de qué hablaba!- era por mi propio bien, ya que no quería empañar con sus preocupaciones mi evidente buen humor matutino -¡se preocupaba por mí!-, sus palabras no tenían otro objeto que el de servir de recordatorio al consejero, y confiaba en que yo comprendería.

Fue como si ella aprovechara el momento en que, esbozando mi sonrisa más amable, le manifesté mi comprensión total y sin reservas y le di las gracias por su consideración, para acaparar mi atención con su charla caudalosa, y a partir de entonces se me hizo difícil seguir observando a los otros dos, que ahora que ya no tenían que defenderse de mis miradas curiosas coqueteaban abiertamente; de todos modos, mientras escuchaba cortésmente a la madre, por el rabillo del ojo veía cómo la hija, con un mohín de displicencia en su cara redonda y sonrosada, encandilaba al maduro y galante caballero; ahora ella empezó a masticar otra vez, imitándolo con una mímica asombrosamente exacta, fingiendo un apetito voraz e insaciable, haciendo temblar el mentón como si moviera la perilla, y esto no fue sino el principio del juego, porque el hombre, que hasta ese momento no parecía haber reparado en la hermosura de su vecina de enfrente, no se dio por ofendido sino al contrario: la ávida manera de masticar de la joven ponía en los ojos hundidos y un poco bizcos del hombre la mirada voluptuosa de un libertino irredento, mirada que hacía que la joven se sintiera fascinada a su vez, y entonces él, después de contemplarla por encima de la opulenta mesa con la mandíbula inmóvil, empezó a masticar despacio, con la delicadeza de una damisela, y ella hizo varios gestos voraces y, por increíble que pueda parecer, ambos siguieron masticando y tragando al unísono, incluso cuando ya no les quedaba en el plato nada más que masticar y tragar.

Pero yo no podría seguir observando estos escarceos durante mucho rato, porque en el comedor se sucedían a velocidad de vértigo otros acontecimientos apasionantes.

En la puerta vidriera apareció un hombre joven que, por su sola indumentaria, ya constituía una figura singular; en el momento de su aparición, yo me llevaba la taza a los labios, y el consejero de mi derecha, que hasta entonces aparentaba una calma soñolienta, hizo con el codo un brusco movimiento nervioso que casi lanzó el té de mi taza a la cara de la anciana, que se inclinaba hacia mí.

Con ademán desenvuelto, el recién llegado se quitó su sombrero flexible de color claro y lo dio a un camarero, y entonces pareció estallar una masa de cabello rubio y ensortijado, iluminado por el sol; el joven no llevaba chaqueta sino un jersey de lana gruesa y una bufanda muy larga del mismo material, que le daba dos vueltas al cuello y le colgaba a la espalda, un modo de vestir que, evidentemente, no denotaba buena educación; sin duda, volvía de su paseo matinal, y traía buen humor y buen color; pero no daba impresión de desenfado sólo por la vestimenta, sino también por su actitud, por su soltura al andar y su sonrisa despreocupada, y mientras nosotros intercambiábamos miradas de disculpa por el incidente del té, el joven rubio repartía sonrisas y saludos a diestro y siniestro, como si estuviera en las más cordiales relaciones con todo el mundo; sin dejar de sonreír, colgó la bufanda del respaldo de la silla, y entonces la anciana que estaba frente a mí, adivinando su llegada por mi mirada de fascinación, levantó la cara hacia la esbelta figura y con su mano enjoyada oprimió la de él mientras exclamaba, radiante: «Oh, ce cher Gylernbourg! Quelle immense joie de vous voir aujourd'hui!»

Él se llevó a los labios la mano cargada de anillos y la besó ligeramente, lo que era más, y también menos, que un gesto galante.

Pero a nuestra espalda había ya un camarero que hablaba al oído al consejero sentado a mi derecha, y en la puerta vidriera apareció el dueño del hotel, que nos miraba con expresión compungida y un poco boba, como esperando ver el efecto que surtía el recado.

El joven no se sentó, sino que se dirigió rápidamente hacia la dama de aspecto frágil que presidía la mesa y que, inclinándose risueña hacia atrás, le ofreció su frente lisa, coronada de cabello plateado, recogido en un moño alto.

Avez-vous bien dormi, maman? -se le oyó preguntar.

Pero en aquel momento, el consejero se levantó con tanta brusquedad que hubiera derribado la silla, de no haberla sostenido el camarero, y, prescindiendo de toda ceremonia, salió corriendo del comedor. Cuando su rechoncha figura había desaparecido casi en la penumbra del salón situado al otro lado de la vidriera, se paró como si de pronto reparase en un olvido, volvió sobre sus pasos, vaciló un momento al pasar por delante del dueño del hotel y susurró unas palabras al oído de la anciana, que no era otra -ahora puedo decirlo ya- que la condesa Stolberg, la madre de mi compañero de juegos de la infancia y de la joven enguantada.

Por lo tanto, yo sabía de quién estaban hablando, sólo que en el tren no quise darme a conocer porque, inevitablemente, ellas hubieran mencionado a mi padre y yo, después de lo ocurrido, no podía hablar de él.

En aquel momento no había en el comedor nadie que no comprendiera que era testigo de un hecho no ya insólito sino trascendental.

Se hizo el silencio.

El seguía al lado de la silla de su madre.

Las dos mujeres se pusieron en pie muy despacio y luego los tres salieron del comedor rápidamente.

Nosotros permanecimos en silencio, nadie se movía, sólo se oía algún que otro tintineo.

Entonces, con voz alterada por la emoción, el dueño del hotel comunicó a la concurrencia que el conde Stolberg había fallecido.

Yo me quedé mirando fijamente las gambas que tenía en el plato, quizá todos mirábamos algo fijamente cuando él se paró delante del servicio intacto que estaba enfrente de mí y retiró la bufanda del respaldo, yo lo vi a pesar de estar mirando al plato.

Bien, je ne prendrai pas de petit déjeuner aujourd'hui -dijo en voz baja, y agregó algo que no parecía propio del momento-: Que diriez-vous d'un cigare?

Yo lo miré un poco cortado, porque no sabía si me hablaba a mí.

Pero me sonreía, y me levanté.

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