Hasta el más leve movimiento hubiera podido poner fin a esa calma, por eso me resistía a abrir los ojos, quería retener algo que entonces se había hecho definitivo entre nosotros, en nuestro calor compartido, y no quería que ella descubriera en mi mirada cuánto temía yo lo que ahora venía, pero no importaba, ¡aceptaba el miedo de buen grado! Yo sentía en mi cuerpo todo lo que su cuerpo podía darme: su piel húmeda, que había dejado al descubierto la falda levantada de su vestido de seda, en la piel húmeda de mi muslo, el olor cálido y acre de su axila que se mezclaba con el olor de mi aliento, el duro contorno de su cadera que quizá era el duro contorno de la mía, la presión del hueso bajo el peso blando de su brazo, que ella retiró muy despacio, mi hombro y mi espalda, que seguían sintiendo aquel peso en la carne y los huesos, y cuando ella levantó un poco la cabeza, para ver mejor la señal del mordisco, me alegré de que también se pueda ver con los párpados entornados, sin que te delaten los propios ojos; ella sólo vería el temblor de los párpados, la leve agitación de las pestañas, sin adivinar el miedo que yo tenía, a pesar de que nada habíamos hecho aún, pero yo podía observar claramente cómo me miraba el cuello, y engañarla; contempló largamente la señal y la rozó con la yema del dedo, sus labios se abrieron y besaron el punto que aún dolía un poco.
Como si la boca de Sidonia me hubiera besado el cuello.
Así nos quedamos mucho rato, callados y quietos, su cara en mi cara y mi cara en su hombro, por lo menos así lo recuerdo.
Quizá, incluso con los ojos cerrados.
Pero, aunque tuviera los ojos abiertos, no podía ver nada más que el dibujo de la colcha y los rizos de su pelo que me hacían cosquillas en los labios.
Y, aunque ella tenía los ojos abiertos, no podía ver nada más que las sombras verdes de la tarde que se deslizaban en silencio por el techo de la habitación.
Es posible que me durmiera y quizá ella también.
Entonces, con una voz tan baja que mi oído apenas adivinó las palabras en su aliento, pareció decirme que ya debíamos empezar.
Debíamos empezar, dije también yo, o, por lo menos, creí haberlo dicho, pero ninguno de los dos se movió.
Aunque ni el menor obstáculo nos lo impedía; quién había de imaginar que el mayor obstáculo éramos nosotros.
Porque, a esa hora de la tarde, Sidonia siempre desaparecía, se iba a casa de alguna vecina, tenía alguna cita o, sencillamente, se tomaba un descanso, y mientras no delatara a los padres de Maja las aventuras de la tarde de su hija, podía estar segura de que sus pequeñas escapadas no saldrían a la luz; no era sólo que se protegieran mutuamente, sino que se hacían confidencias, explicándose las aventuras de las horas robadas como dos amigas entre las que no hubiera una diferencia de edad de siete años; una vez las sorprendí sin querer y estuve escuchando lo que decían, sin atreverme casi ni a respirar, encantado por aquel golpe de suerte; Sidonia, con el pelo suelto, se columpiaba en la hamaca mientras hablaba, y Maja, sentada en la hierba, la escuchaba absorta y sólo de tarde en tarde daba un distraído empujón a la hamaca.
Aquello por lo que hubiéramos tenido que empezar, por lo que queríamos empezar, aquella búsqueda que iniciaríamos ahora, temblando por lo inevitable de la tarea, era un secreto oscuro y abrumador; estoy seguro de que ella nunca ha hablado de él, como tampoco yo lo he revelado a nadie, mi primer confidente es este papel blanco, ni siquiera entre nosotros hablábamos de ello, si acaso, indirectamente, con veladas alusiones e insinuaciones, como si observáramos un pacto de silencio, e incluso, en cierto modo, nos aterrorizábamos mutuamente con aquel terrible secreto que compartíamos, que a nadie podíamos revelar y que nos unía más estrechamente que cualquier relación amorosa.
Qué era esa mancha que tenía yo en el cuello, preguntó con un suspiro de voz.
Esa mancha roja.
En aquel momento no sabía de qué me hablaba y pensé que sólo trataba de perder tiempo, aunque también yo agradecía la demora.
¿Qué era?, sólo un mordisco, no tuve que decirle de quién, ya lo sabía, pero me halagaba que el mordisco se notara y que se hubiera fijado en él.
Con un pesado balanceo, la hamaca salía de la sombra de los manzanos a la luz.
Tampoco he olvidado aquella tarde.
Y nos quedamos quietos, como si se hubiera dormido con la boca pegada a mi cuello.
El peso de la hamaca agitaba los troncos de los manzanos; cada vez que el vaivén la llevaba al sol, Sidonia alzaba la voz, las hojas susurraban, las ramas crujían, la hamaca volvía a la sombra y ella bajaba la voz, lo que imprimía en sus palabras, injustificadamente enfáticas unas y apenas audibles otras, un curioso balanceo, como si también su tono se columpiara, mientras las manzanas, verdes todavía, temblaban en las ramas; yo estaba detrás de un boj recortado en forma de bola, respirando el aroma ácido y penetrante de sus hojitas oscuras y relucientes, Sidonia hablaba de un cobrador de tranvía, y aquella involuntaria oscilación de su voz parecía influir en Maja, que empujaba la hamaca con más o menos fuerza, impulsándola con furia o apenas apoyando la mano, con lo que, a su vez, aceleraba o frenaba el ritmo de la narración, siempre, imprevisiblemente; el cobrador era bajo, tenía los ojos castaños, saltones y con venitas rojas y la frente llena de granos «¡del tamaño de mi dedo pulgar! -dijo Sidonia-, ¡así de gordos y colorados!», y Maja lanzó una risita chillona y dio un fuerte empujón; lo más curioso de las narraciones de Sidonia era que hablaba con la total indiferencia y la sonrisa de la persona para la que los detalles son importantes, sí, pero no ve en ellos ni un solo punto relevante, para ella lo que contaba eran los detalles propiamente dichos; iba en el tranvía veintitrés, en el remolque, donde a ella le gustaba viajar porque «da unas sacudidas de miedo», estaba casi vacío y ella, naturalmente, se había sentado en el lado de la sombra, llevaba su blusa blanca con el cuello redondo y la trencilla azul, la que a Maja le gustaba, porque realza el talle, y la falda blanca plisada, que en su casa sólo le dejaban ponerse en Pascua, porque es muy delicada, enseguida se ensucia y por eso cuando se sienta pone un pañuelo debajo, y es que cuesta mucho planchar los pliegues, hacía mucho calor en el tranvía, y aquel cobrador parecía gitano, porque muchos gitanos tienen ojos saltones, había bajado todas, lo que se dice todas las ventanillas con una manivela, iba despacio, porque a cada momento la manivela se salía, y al final se sentó delante de ella, a bastante distancia, desde luego, en el lado del sol y había guardado la manivela en la bolsa de bandolera y se había quedado mirándola, pero ella había hecho como si no se diera cuenta y había cerrado los ojos, porque el viento le daba en la cara, pero a ella lo que más le gustaba era cuando el tranvía tomaba las curvas deprisa, a veces hasta le daba miedo; un día, yendo con la hermana de su madrina en el dieciocho, creyó que no lo contaba, y en el tranvía iba un hombre que no hacía más que mirarla, pero a veces se olvidaba de todo, mirando por la ventanilla, o cerrando los ojos y pensando en otra cosa, pero no se apeaba sino que seguía adelante, porque el cobrador no hacía más que acercarse, ella, desde luego, le había mirado la mano, y no llevaba anillo de casado, y, aunque no le gustaba, sólo el pelo, muy negro, y el vello de los brazos, por lo demás, tenía cara de sucio, ella sentía curiosidad de ver si ocurría algo, si se atrevía a hablarle, porque aquel otro hombre no se cansaba de mirarla.
Su espeso cabello castaño oscuro iba secándose al calor de la tarde, cuando me aposté detrás del boj, todavía lo tenía mojado y pegado a los hombros y la espalda -llevaba una camisola de lino blanco y enagua con puntillas, la camisola se abrochaba delante, con ganchitos, le aplastaba los robustos senos y dejaba al descubierto la espalda, los redondos hombros y los gruesos brazos -y mientras la hamaca, con su ritmo desigual, oscilaba entre sol y sombra, poco a poco se iban despegando los cabellos, empezando por los lados, y volaban con el vaivén.
Hasta que, por fin, llegaron a la parada de fin de trayecto, siguió contando, aunque ella no sabía que era el final, a pesar de que el cobrador, que llevaba mucho rato sentado delante de ella, se había levantado, y también el otro hombre se había levantado, para apearse pero seguía mirando, ¿qué pasaría?, no tenía mal aspecto, iba bien trajeado, con camisa blanca y sombrero negro, y llevaba un paquetito, seguramente de comida, porque estaba un poco manchado de grasa, pero tenía cara de hambre, aunque no de borracho, y entonces el cobrador le dijo a ella que aquello era el final y que era una lástima que tuvieran que separarse, pero ella le miró riendo, ¿quién decía que tuvieran que separarse?, ella podía volver en el mismo tranvía.
Aquí las dos soltaron una carcajada breve, seca y vibrante, fue como un choque de dos risas que, sobresaltadas, cesaron bruscamente; Maja dejó de empujar la hamaca, se arrebujó la falda entre los muslos con movimiento rápido y, sentada como estaba, tensó el cuerpo y lo inclinó hacia adelante; la hamaca siguió moviéndose, ahora más despacio, columpiando sola el cuerpo de Sidonia en el silencio, y entonces me pareció haber descubierto su más íntimo secreto, porque, a pesar de que las conocía, me daba la impresión de que las veía ahora por primera vez; era como si Maja atrajera y alejara a Sidonia con la mirada, imprimiéndole el balanceo sin tocarla y Sidonia, a su vez, con la ligera oscilación de su mirada, quisiera mantener a Maja en aquella inmovilidad hechizada, pero no se asían sólo con la mirada, también sus rostros se habían inmovilizado en aquella risa fugaz, áspera y burlona, con los labios abiertos y mudos, los ojos redondos y las cejas arqueadas, porque, con todas sus diferencias, su secreto las hermanaba y asemejaba.
Y cuando la hamaca casi se había parado ya y sólo oscilaba un poco, Maja la empujó con las dos manos, con una violencia en la que había saña y hasta perversidad, pero no contra Sidonia, al contrario, parecía querer expresar su solidaridad con ella que, lanzada otra vez hacia la luz, siguió hablando con su voz cargada de picardía, ahora en tono más alto.
Que durante el trayecto de vuelta el cobrador había estado hablando sin parar, pero ella no había pronunciado ni una sílaba, sólo escuchaba y le miraba a los ojos redondos, y se había levantado varias veces para cambiar de sitio, y el cobrador siempre la seguía, pero lo hacía sin darse cuenta, se iba tras ella hablando sin parar, porque durante mucho rato no había subido nadie, y le había contado que también él era del campo, que vivía en una barraca, que le gustaría saber cómo se llamaba -ella no se lo había dicho, desde luego-, que se había enamorado de ella nada más verla, que siempre había buscado a una muchacha como ella y que no tuviera miedo de él, y que iba a serle sincero, hacía una semana que había salido en libertad, había pasado año y medio en la cárcel y durante todo aquel tiempo no había estado con ninguna mujer, pero podía creerle, él era inocente, era hijo único y su madre tenía un amigo, un borracho y un holgazán, con el que ya había roto, pero con aquel tipo había tenido una niña, y él quería a su hermanastra más que a su propia vida, su madre estaba muy enferma, la pobre sufría del corazón, y a su hermana la había criado él, era una niña rubia y dulce, pero aquel sujeto, cuando se le acababa el dinero o no tenía donde dormir, se presentaba en casa, aporreaba la puerta y más de una vez les había roto el cristal de la ventana, pero, si le dejaban entrar, pegaba a la madre y la llamaba golfa y, si él trataba de defenderla, también le pegaba, porque el muy cafre era un gigante, y una noche, cuando ya habían bañado y acostado a la pequeña y él estaba fregando los cacharros, el tipo se había presentado y las cosas habían empezado como siempre, ellos que no querían abrir y él que gritaba, y los vecinos que protestaban que aquello era intolerable, hasta que su madre había abierto la puerta, y cuando entra él la madre retrocede hacia la mesa, se apoya en ella, su mano tropieza con un cuchillo que había quedado allí encima -no era muy grande pero estaba afilado, porque él siempre afilaba los cuchillos en casa-, lo agarra y se lo clava al canalla, y él, para que su hermana no se quedara sin madre, cargó con la culpa, pero durante el juicio se descubrió que no había sido él, porque la puerta estaba abierta y los vecinos habían visto lo ocurrido, y por eso lo condenaron sólo a un año y medio por encubrimiento y falso testimonio, y le suplicaba que no se fuera sin darle su dirección o quedar para salir, porque no podría olvidarla y siempre pensaría en su hermosa cara.
Maja se levantó -de pie podía hacer más fuerza-, dio dos pasos atrás, separó las piernas y empujó la hamaca violentamente, como si quisiera hacer dar la vuelta a Sidonia, lo que era imposible, desde luego, los manzanos crujieron y gimieron, las hojas temblaron, la hamaca se elevó hacia el sol y bajó impetuosamente, arrastrada por el peso de Sidonia que, con el aliento entrecortado por el vértigo, gritó «otra vez».
Si tanto deseaba verla, que el sábado por la tarde, con ese mismo tranvía fuera hasta la plaza Boráros y allí tomara el seis; él tenía servicio el sábado, ¡pues que cambiara el turno!, con el seis debía ir hasta la plaza Moskwa, tomar un cincuenta y seis hasta el cremallera y subir hasta la vía Adonis, allí, al final de la tapia de la primera casa, encontraría un camino que va al bosque, no podía perderse, no tenía más que buscar los tres pinos, cruzar el bosque hasta llegar a un gran claro y esperarla allí.
Sólo que se había citado con Pisti a la misma hora, chilló con énfasis.
Al tal Pisti también yo lo conocía.
Que a ver qué hacían entonces aquellos dos.
Maja estaba tensa de excitación, se adivinaba que no resistiría mucho más, que buscaría un pretexto para escapar de la historia de Sidonia, le dio otro empujón y enseguida se tapó la cara con las manos como si tuviera que reír con la misma vehemencia con que había gritado Sidonia, pero no profirió sonido alguno, estaba simulando, simulaba aquella risa ante sí misma y ante Sidonia, la hamaca seguía oscilando por inercia, pero ahora, puesto que había empezado, tenía que seguir fingiendo y, oprimiéndose el vientre con las manos, se retorcía con una risa muda y convulsa, se dejó caer al suelo y miró fijamente a Sidonia como si, de la risa, fuera a orinarse en las bragas.
Tenía la piel de la cara y el cuello pálida y moteada, y el cuerpo casi hundido en la hierba espigada, yo sabía que estaba muerta de vergüenza, pero en ella podía más la curiosidad, y miraba a Sidonia con la boca abierta y los ojos brillantes como si, al tiempo que le suplicaba que tuviera compasión, la instara a seguir hablando.
Sidonia, sin esperar a que se parara la hamaca, se incorporó y, agarrándose a las cuerdas con las dos manos, empezó a columpiarse dándose impulso con sus pies descalzos, hasta que, del esfuerzo, se le tiñó de rojo la frente, fruncida con expresión boba, pero ahora mantenía la voz baja y enseñaba los dientes en una sonrisa constante que parecía mortificar a Maja.
Cuando llegó, Pisti ya estaba esperándola, pero ella se escondió allí donde el camino baja en pendiente pronunciada, en aquella roca plana rodeada de arbustos donde siempre hay algún condón; Maja conocía el sitio, desde allí podías verlo todo sin que te vieran desde abajo; se puso en cuclillas en la piedra plana, no se sentó para poder salir corriendo si ocurría algo; Pisti no iba de uniforme, llevaba camisa blanca y traje azul marino -si hasta ahora no había dicho nada de aquello a Maja era por miedo a que tuviera malas consecuencias-, así que Pisti estaba tendido en la hierba, fumando, cori la chaqueta al lado, doblada, porque era muy aseado, pensaban ir al baile, pero pasaba el tiempo y no ocurría nada, aunque Pisti no parecía impaciente, y no se oía nada, de modo que él no podía imaginar que ella se acercara, pero el sol calentaba y había una mosca pesada, porque se la espantaba una vez y otra, y ella, escondida en la roca, se aguantaba la risa, pero no podía reír, y ya no creía que el cobrador se presentara, porque ya hacía rato que había oído llegar y marcharse el cremallera, pero llegó al cabo de una hora, con el cremallera siguiente, Pisti fumaba sin parar y espantaba las moscas, y ella al final tuvo que sentarse en la roca.
Pisti siempre hace como si no la oyera acercarse, siempre, y ella va despacito y le da un beso, pero Pisti sigue con la cara apoyada en la palma de la mano, no se mueve ni tira el cigarrillo, tiene los ojos abiertos, pero finge que no la ve, y ella le besa y besa en la boca, los ojos, las mejillas y el cuello hasta que él no puede más y también Ia besa y la abraza, y entonces ella trata de escapar y no puede, porque él no la suelta, y es muy fuerte; el cobrador se quedó parado, iba de uniforme, con la cartera al hombro, quizá había dejado el tranvía por ella, miró alrededor parpadeando, para cerciorarse de que no se había equivocado de sitio y despacio, para que Pisti no oyera sus pasos, se situó detrás de los árboles, donde ella no podía verle, pero entonces Pisti se sentó.
Ella podía ver que Pisti no veía al otro, pero el cobrador sí lo veía a él, y se notaba que Pisti sabía que alguien lo miraba.
Porque hizo como si estuviera allí casualmente, se levantó, recogió la chaqueta del suelo y empezó a andar y, cuando llegó a los árboles, se volvió bruscamente y miró hacia el lugar en el que debía de estar el cobrador.
Y entonces, mientras ella estaba allí arriba, agachada al sol, notó que le venía la regla, y no iba preparada.
Estás loca, como una cabra, dijo Maja.
Entonces el cobrador, lentamente, empezó a salir, pero no del todo, se quedó un rato debajo de los árboles, tendió el oído, se hurgó en los bolsillos y se enjugó la frente llena de granos, se veía que estaba nervioso, ¿se habría equivocado de sitio? Entonces empezó a andar, sin darse cuenta de que Pisti le observaba, y ella, mientras tanto, tenía unos dolores tan fuertes que creía que iba a estallarle el vientre, y cuando se tocó por debajo de la falda notó la sangre, sangraba mucho y, agachada como estaba, las gotas le resbalaban por el trasero, no sabía qué hacer, no podía levantarse, y, cuando el cobrador llegaba al centro del claro, Pisti salió a su encuentro, cerrándole el paso, menos mal que ella llevaba un pañuelo, lo dobló, retorció un extremo y se lo metió por ahí, pero no tenía con qué limpiarse la sangre, ni podía moverse bien, y Pisti debió de darse cuenta de que aquello lo había montado ella, nunca le habló de ello, pero ella lo sabía, y entonces fue hacia el cobrador, como si ni lo viera -cuando hacía calor, Pisti siempre llevaba la chaqueta colgada del hombro, con la tira del cuello enganchada en el dedo-, en fin, el cobrador no podía dar media vuelta, aunque no por falta de ganas, y se paró, y Pisti también, pero ella sólo vio que le sacudía en la cara con la chaqueta, y cuando el cobrador levantó las manos y se agachó para protegerse, Pisti le dio en la nuca con la palma de la mano que sostenía la chaqueta, y el cobrador cayó al suelo, la cartera se volcó y las monedas se esparcieron por la hierba.
Sidonia estiraba y encogía sus bonitas piernas, pero estaba muy hundida como para darse impulso y la hamaca oscilaba poco.
Pisti se fue sin dignarse siquiera volver la cabeza, ella, desde luego, tampoco le dijo que lo había visto todo, pero estaba segura de que, si aquel cobrador volvía a verla, la pegaría.
Maja irguió el tronco; su cara y la extraña dignidad de su postura reflejaban algo de la calma y la infinita satisfacción de Sidonia, se miraron largamente a los ojos, calladas y un poco ensimismadas, y a mí aquel silencio me pareció más elocuente que la historia en sí, una y otra vez parecía que Sidonia, al extender los pies, rozaría la cara de Maja, que ni pestañeaba, como si en aquel silencio se hubiera producido un hecho más importante que el relatado, un hecho en el que un momento antes yo había intuido ya un secreto, su secreto, y que no era sino que Sidonia no había podido menos que contarlo y Maja no había podido menos que escuchar.
Allá abajo, al pie de la suave colina, a la luz caliginosa del verano fulguraba tenuemente la ciudad.
Y entonces Maja habló con una voz extraña, desconocida.
En la tarde plácida resplandecían a lo lejos las blancas casas de Buda, se arremolinaban los tejados, se diluían en la bruma las cúpulas y las torres.
Qué pañuelo, guapita, preguntó.
Y, al otro lado de la cinta gris del río soñoliento, se extendía hasta perderse de vista, exhalando humo y polvo, la aglomeración de Pest.
Era una voz aguda, punzante, áspera, distinta.
Un pañuelo, respondió Sidonia con voz átona e indiferente y, al extender el pie, rozó la cara de Maja con la punta de los dedos.
Te he preguntado qué pañuelo, mona.
Un condenado pañuelo, respondió Sidonia al siguiente balanceo de la hamaca, dándole con el pie en la cara.
Ahí te metiste mi pañuelo de batista, exclamó Maja con una voz aún más estridente, pero se notaba que le gustaba sentir en la cara el roce cálido de la planta del pie de Sidonia, y apaciguada, casi gozosa, cerró los ojos un momento, mi pañuelito de encaje, no lo niegues.
Lo curioso es que ahora se borró la sonrisa de Sidonia, y tampoco Maja sonreía, se comprendían y hasta se parecían, quizá porque las dos tenían el mismo gesto de dignidad, y, sin embargo, estaba claro que la cosa no iba en serio.
Maja estaba sentada sobre sus talones, con los muslos abiertos, la espalda erguida y la frente alta, y acompasadamente, aunque no con fuerza, golpeaba las plantas de los pies que Sidonia extendía; las dos callaban, ya no se miraban, y yo no podía adivinar qué harían ahora.
También aquella tarde Maja llevaba un vestido de su madre, lila, con adornos de encaje, que le estaba muy ancho y largo, con unas hombreras que le caían casi hasta el codo, y también su nueva voz recordaba la de su madre, o es posible que me hiciera pensar eso el vestido, lo cierto es que las dos habían mantenido su duelo verbal con mucho desparpajo y estaba claro que se trataba de un juego bien ensayado.
El sol me quemaba la nuca, pero hasta aquel silencio no reparé en que también yo estaba allí ni en que tenía calor, me parecía que hasta entonces no había estado presente.
No sabía cuánto tiempo llevaba detrás de las hojas verdes y calientes del boj, sin tomar grandes precauciones para no ser descubierto; al fin y al cabo, no tenía necesidad de esconderme ni espiar, porque ellas ya hablaban de aventuras semejantes en mi presencia y hasta me pedían mi opinión, y yo se la daba, de modo que hubiera podido presentarme en cualquier momento sin que pasara nada; si no me habían visto era por lo abstraídas que estaban, pero el arbusto era tan tupido que, para ver algo -y yo quería ver-, tenía que asomar la cabeza, de todos modos, no me atrevía a moverme de mi precario escondite, deseaba desaparecer, desvanecerme en el aire o, quizá, poner fin a la escena brutalmente, arrojando una piedra entre las dos o, si no, cerca tenía un grifo y retorcida en la hierba estaba la manguera roja, pero hubiera sido muy difícil tirar de ella hasta poder asir la boquilla y luego abrir el grifo sin ser visto ¡y cómo me hubiera gustado destruir aquella mutua confianza que me mortificaba y que sólo podría percibir mientras estuviera escondido y ellas no me vieran! Ya podía yo hacerme ilusiones, pero ahora entre ellas, a cada momento, a cada centésima de segundo, pasaba algo que, de haber estado yo delante, no se hubiera producido, yo les robaba algo, aunque no tenía ni la más remota idea de qué era lo que yo les robaba, y también era insoportable pensar que yo me apropiaba, y a cada momento seguiría apropiándome, de algo de lo que no podía hacer ni buen uso ni mal uso, todo aquello les pertenecía a ellas exclusivamente, toda la confianza que me habían demostrado hasta ahora era falsa, un engaño, migajas, ellas me habían engañado porque nunca me habían incluido en su verdadera confianza, simplemente porque yo no soy una chica, y ellas hablan de sus cosas y, a pesar de todo, yo les robo.
Yo había elegido la solución más vergonzosa y estaba preparando mi retirada para desaparecer y no volver más, llegar a la verja del jardín sin ser visto y cerrarla con fuerza, cuando Sidonia atenazó el cuello de Maja entre los pies y ésta la agarró por las robustas piernas para soltarse, pero la hamaca osciló hacia atrás arrastrando a Maja sobre la hierba; casi no pude ver lo que ocurría después, porque, entre el forcejeo de manos y pies, tirones y empujones, de repente, Sidonia cayó sobre Maja, que se zafó con agilidad, se levantó y echó a correr chillando, mientras Sidonia la perseguía lanzando alaridos, parecían dos exóticas mariposas que girasen una en torno de la otra; Maja, con el ancho vestido lila, y Sidonia, con el pelo suelto hasta la cadera que se agitaba como un ala, bajaron por la pronunciada pendiente y vi que al llegar abajo chocaban y se besaban, pero enseguida se agarraron de las manos tensando el cuerpo hacia atrás e hicieron el molinete y luego se soltaron y siguieron dando vueltas cada una por su lado hasta que cayeron al suelo, jadeantes.
Maja no me besaba a mí, sino la señal de los dientes de Sidonia.
Después, unos labios se movieron en mi cuello, y el áspero roce inesperado me produjo un escalofrío mientras mi cuerpo y el suyo se entrelazaban.
Estoy sangrando, dijeron sus labios sobre mi piel estremecida.
Y, echado sobre el vientre de mi madre, con los labios en el hueco de su brazo, sobre los círculos azules y amarillos de las extracciones de sangre, donde mi boca había encontrado un lugar muy blando en la martirizada vena, también hubiera tenido que contar esto, y tenía la impresión de que en cierto modo se lo contaba.
Quizá el roce se lo decía, al fin y al cabo, yo estaba transmitiéndole lo que había puesto la boca de Maja allí donde Sidonia me había mordido.
Pero de esa dolorosa fusión de contactos no se podía hablar con palabras, por más que a mí me hubiera gustado, pero la historia no tenía principio, porque a aquel contacto estaban asociados otros muchos, hasta el de la boca de Kristian.
Vamos, dije, pero no nos movimos.
Comprendí que le gustaba hablarme rozándome el cuello con los labios, no debía enfadarme con ella, dijo, seguramente por eso antes estaba tan nerviosa, porque tenía la regla, entonces siempre se ponía nerviosa, yo ya lo sabía, y esto tampoco se lo diría a nadie.
Esos días estaba más excitada y susceptible de lo que yo podía imaginar, y tenía que tratarla con dulzura, o volvería a llorar. Me hubiera gustado sacar los dedos de sus bragas, se me había dormido el brazo bajo el peso de su cuerpo y lo que hasta entonces yo creía que era la humedad de la piel o sudor quizá fuera sangre; su sangre, pensé de pronto, tenía el dedo en su sangre, pero no lo moví, no quería ser desconsiderado, me parecía tener que mimar una sensibilidad que a mí me estaba vedada, yo le envidiaba aquella sangre, y soportaba estoicamente el brazo dormido, con tal de que no se diera cuenta de cómo me asustaba pensar que mi dedo pudiera estar bañado en su sangre.
Yo no sabía con exactitud a qué se refería ni por qué sangraba, aunque era posible que ella me hubiera mentido y todo fuera una invención porque también en eso quisiera parecerse a Sidonia.
Porque yo no querría que llorara ahora, ¿verdad?
Tenía que guardarme bien de hacer ni el más pequeño movimiento, para que su cuerpo no advirtiera lo que yo sabía, que nada de aquello era verdad, que yo no era el destinatario de sus palabras y sus movimientos, y que aquello que hacía un momento yo había creído mío no me pertenecía, había vuelto a engañarme, si algo me había dado era porque lo tenía disponible, a mano, y porque no se atrevía ni se atrevería nunca a darlo a quien ella deseaba.
Yo tenía que amarla como me amaba ella.
Y, naturalmente, yo también mentía, no había venido por ella, ni por la investigación, sino porque pensaba que quizá encontraría aquí a Livia, cuyo nombre odiaba repetir hasta para mis adentros, ya que aquella tarde la había esperado en vano junto a la valla, tampoco hoy se había presentado, y yo no había podido seguir soportando la espera y había venido a casa de Maja con la esperanza de verla por lo menos un momento y que ella volviera a mirarme como aquel día, pero no me atrevería a dirigirle la palabra y mucho menos, a tocarla.
Pero no importaba saber que nos engañábamos mutuamente, que vo ocupaba el lugar que correspondía a Kálmán y, sin querer, daba a Maja lo que estaba destinado a Livia, puesto que gozaba de un modo indescriptible oyéndola murmurar con los labios en mi cuello, y respirando el olor de su cuerpo y de su sangre, y sintiendo el hormigueo del brazo, y su peso, y nuestro calor, y embriagándome con la turbia satisfacción de estar robando, porque había vuelto a llevarme algo que no me pertenecía, aunque también a ella podía acusarla de falsedad.
Sólo por haber podido pensar en Livia en ese momento, mejor dicho, no en Livia sino en su ausencia, me parecía que la ofendía de un modo irreparable y la arrastraba a la ciénaga en la que, por cierto, tan a gusto me encontraba yo, pero es que la odiaba porque no había venido.
Sé que seré una puta, dijo Maja.
Tampoco esa frase era suya, sino el eco de una exclamación de Sidonia, que ella exhalaba ahora en mi cuello, al igual que una piedra absorbe el calor del día para expulsarlo durante la noche, ella era el eco de la otra a la que quería parecerse, a la que había besado, a la que idolatraba, y aquella depravación me recordaba a Kristian tan dolorosamente como un alfilerazo; anoche mismo, prosiguió sin respirar, porque quería impedir que yo dijera algo que pudiera ofenderla, ya muy tarde, cuando todos estaban en la cama, Kálmán había entrado en su cuarto por la ventana, imagina, debía de estar agachado debajo de la ventana, esperando a que se apagara la luz, le dio un susto de muerte, ya dormía y se asustó tanto que ni gritar pudo, y entonces él le suplicó que le dejara echarse a su lado un rato, no quería más que eso, podía creerle, nada más, sólo que le hiciera un sitio a su lado, pero a ella la horrorizaba pensar que alguien pretendiera meterse en su cama con los pies fríos y no se lo había consentido y lo había apartado de un empujón, pero Kálmán lloraba, lloraba tanto que había tenido que consolarle, ¡gusano asqueroso!, y prometerle que otro día le dejaría, ¡pero, a ése, jamás!, ¿lo comprendía yo? Por muy puta que fuera, con ése, ni hablar, ¡jamás!, pero había tenido que prometérselo para que se callara de una vez y, como lloraba de aquel modo y ella quería ser amable, le había acariciado el pelo y la cara, pero él le había agarrado la mano llorando; como tratara de meterse en su cama, gritaría, le había dicho ella, y le dijo que hiciera el favor de no besarle tanto la mano, y es que lo despreciaba y de buena gana lo hubiera mandado al diablo, pero él lloraba a mares y siguió mojándole la mano de lágrimas y mocos, hasta que ella le juró quería, pero le dijo también, que, si no la dejaba en paz, gritaría y entonces vendría su padre y le daría una paliza, así que hiciera el favor de ser sensato porque, si se marchaba ahora mismo, le querría un poquito.
Me pareció que una ola caliente me inundaba el cerebro expulsando su voz, dejándome sordo, arrancándome de sus brazos y arrastrando su cuerpo lejos de mí sin dejar rastro y, mientras tanto, el contacto de sus labios y su aliento me hacía sentir escalofríos.
Ahora que la había obligado a confesármelo todo, podía estar satisfecho.
Yo la odiaba, como poco antes odiaba a Livia por no haber venido, la odiaba ahora a ella por ocupar su lugar, y como ella debía de haberme odiado a mí la noche antes.
Sabía que ella le había dado un beso, le dije, y percibí el odio de mi voz.
Ella no le había dado ningún beso y a ver si hacía el favor de dejar de atormentarla.
Ella no podía adivinar que, en aquel momento, yo deseaba besar a Kristian, como ella había besado en la boca a Sidonia, yo lo había visto, y sentí una envidia atroz al comprender que ella era más valiente que yo, no sólo porque besaba a Sidonia sino porque dejaba entrar a Kálmán en su cama; entonces ella se agitó en mis brazos y se mostró agradecida por mis supuestos celos, aunque, en aquel momento, yo no tenía celos de Kálmán sino de ella y de Sidonia, y la odiaba porque imitaba a Sidonia descaradamente, y yo no me atrevía a imitar a Kristian con aquel descaro y quizá por eso nunca lograra distinguir lo verdadero de lo falso, porque nunca sabría si el bien nace de la verdad o de la mentira, nunca sabría lo que está permitido y lo que no lo está.
Y, en esa violenta y oscura marea de sangre, surgió, como por última vez antes de ahogarse, la carita pálida de Livia que, por su misma ausencia, conjuraba el recuerdo de aquella memorable mañana de marzo, en la que me propuse no volver a mirarla y no podía apartar los ojos de su cara, a pesar de que ya nos observaba Hedi Szán, y, como por efecto de mi mirada, ella se desplomó, salió de la fila y cayó al reluciente suelo del gimnasio, las niñas gritaron, pero nadie se movió, nosotros no hacíamos más que mirar, luego sonaron pasos rápidos, y se llevaron su cuerpo inerte con los pies colgando, con calcetines blancos.
Fue todo tan rápido que casi no tuvimos tiempo de comprender lo ocurrido, nos quedamos quietos, sin mover ni un músculo, pero nuestra inmovilidad nada tenía que ver con el duelo.
Aunque nadie lo sabía, el ojo gigante lo había visto, había visto claramente qué yo era el causante, el culpable.
Lo que ahora me contaba Maja, lo que, supuestamente, yo le había obligado a confesar, no me satisfacía, al contrario, su franqueza, su irreflexiva traición me humillaban; no obstante, la revelación de su secreto creaba entre nosotros una momentánea sensación de intimidad, yo había conseguido lo que tanto deseaba, interponerme entre ellos, desplazar al otro; quería saber lo que hacía él, para averiguar qué tenía que hacer yo, y, en definitiva, qué era lo que estaba ocurriendo a espaldas mías, si eran realmente tan irresistibles como les gustaba dar a entender con sus obscenidades, porque cuando hablaban de chicas su chachara sonaba a falso; pero lo que Maja me cuchicheaba acalorada y furiosamente junto al cuello me hacía comprender que Kálmán la quería con la misma desesperada fidelidad y con más valentía de lo que yo quería a Livia, a la que perseguía con la mirada y cuyo persistente rechazo me esclavizaba, porque seguramente también ella jugaba conmigo, para delatarme luego a otro, con aire de condescendiente superioridad, otro que, sin duda, la querría menos que yo; ahogado por los celos, imaginaba que mientras yo estaba en la cama con Maja, Livia estaría con Kristian, habiéndole de mí.
Como si la boca de Maja susurrara las palabras traicioneras de Livia junto al cuello de Kristian.
Ten cuidado, Maja, dije, no te fíes de tu pequeño Kálmán ni aunque le veas gimotear, y noté con satisfacción que mi voz era serena y firme.
¿Por qué no?, preguntó ella.
Por nada en particular, pero ten cuidado.
Pero ¿por qué?
No quise decírselo.
Eso no era justo, ella me lo había contado todo.
Hoy no debía ir al bosque, le dije.
¿Por qué no?
No podía decir más, no debía ir, y tenía buenas razones.
Que quién era yo para decirle lo que ella tenía que hacer y dejar de hacer, me gritó, y me apartó de un empujón.
Ahora por fin pude sacar el dedo de las bragas y liberar mi brazo dormido.
Naturalmente, ella podía hacer lo que quisiera, yo la había avisado, porque Kálmán me había contado ciertas cosas que no pensaba decirle.
Nos habíamos sentado bruscamente, y nos mirábamos como si combatiéramos con los ojos, yo no podía rehuir su mirada sombría y fiera en la que brillaba el odio, ni lo deseaba, todavía teníamos las piernas entrelazadas cuando ella me rechazó haciendo presión con el tronco, tenso de furor, pero mi propio cuerpo estaba relajado y aparentemente tranquilo, yo pensaba poder dominar, con sosegada superioridad, la ira de su mirada, por fin soy dueño de la situación, pensaba, puedo destruir en ella y en mí lo que tanto me ha atormentado, aunque, desde luego, sólo a costa de la más vil de las traiciones, me susurraba una muy disminuida conciencia, ¡podía sentirme orgulloso!, pero aquel inesperado cambio de situación también me sorprendía y me restaba cierta seguridad, porque lo que yo había querido delatar de Kálmán en la oscuridad de nuestra cálida intimidad, lo que yo apuntaba con tanto énfasis y perfidia, como si fuera poseedor del conocimiento absoluto, ahora, cara a cara, me parecía inconfesable espantoso, perverso, en aquel momento, a la luz fría e indiferente de la habitación, no hubiera podido ni decírmelo a mí mismo; antes, había sido el destello fugaz de una idea en la oscuridad del monólogo interior, una imagen aparentemente inocente que quiere salir a la luz, pero para la que no se encuentran palabras y que uno olvida rápidamente, lo mismo que aquella situación, en la que también mi cuerpo me había engañado; hoy, al mirar en torno a mí desde la perspectiva de los años y la experiencia, mientras escribo estas líneas, me divierte recordar la extraordinaria, más aún, la fatídica confusión de aquel muchacho al que su alma extraviaba y su cuerpo tendía una trampa, el muchacho que, en los brazos de la niña, había sentido cómo la sangre le subía al cerebro y le latían las sienes -¡qué curiosa coincidencia que precisamente entonces ella le hablara de su menstruación!-, y, aturdido por la palpitación de su sangre que ella estimulaba con su voz, no se había dado cuenta, ni se la daría, de que ese afán por alcanzar el dominio sobre los demás y esa lucha febril contra las fuerzas interiores le hacían hervir la sangre, y no sólo en la cabeza sino también en las ingles; apretándose con la mano contra el vientre de ella, naturalmente, había tenido una erección, lo que de nuevo le recordó la imagen anterior y aquella frase que él se guardaba como último triunfo y que luego no se había atrevido a jugar.
Por otra parte, parecía que, en el fondo, Maja no quería que él le contara nada.
¿Qué te ha dicho? ¡Venga ya!
Nuestros juegos prohibidos, el escenario de las aventuras de Sidonia, la simple alusión al bosque, hubiera bastado para dar peso a mis advertencias.
No, eso no, parecía gritar ella, en lugar de preguntar; sus ojos se entornaban, inseguros, a la defensiva, y en lo más profundo de su iris castaño se escondía el odio. El amor no quiere saber.
Yo no contesté, pero amarré su mirada con la mía, para que sus ojos no se extraviaran hacia mi pantalón, que hubiera delatado lo que pasaba por mí.
Porque yo quería contarle lo que hacía Kálmán cuando nos tendíamos en la roca blanca y plana escondida entre las matas, algo que también yo deseaba hacer, pero hasta que él me tocaba no tenía valor para tocarle y entonces respondía a su movimiento con el mío, mi brazo y el suyo se cruzaban y nos asíamos el uno al otro; pero, curiosamente, no sentía su miembro en mi mano tan duro como el mío en la suya, a pesar de que tan erecto parecía el uno como el otro, y entonces Kálmán decía con voz ronca, y eso era lo que yo quería decirle a ella, que un día se follaría a Maja.
Esto había dicho.
Entonces, para ganar tiempo y distraer su atención de mi propia vergüenza, le dije que un día se lo contaría, puesto que todo se lo contaba, pero ahora no, y estaba temiendo que se diera cuenta de que me había puesto colorado de vergüenza.
Pero yo sabía que nunca se lo diría.
Y no porque fuera incapaz de una tan vil traición; para quitarle el sitio al otro, podía cometer cualquier infamia.
Si hubiera podido extraer la frase del contexto en el que había sido pronunciada, si no hubiera sentido en mí la presión de la mano de Kálmán, si no hubiera percibido en él el calor de la roca blanca…
Porque no podía delatar el secreto propósito de Kálmán sin exponer mi propia perversidad.
Yo no podía inhibirme de aquella frase porque no se refería sólo a Maja, sino también a él y a mí.
Y de nosotros dos no se podía hablar, porque nuestro contacto físico no era el comienzo sino el final, el colofón, la última estación, el límite al que pueden llegar dos muchachos en esa región a la que no tienen acceso las chicas, una zona de esa región prohibida incluso a los chicos, y en honor a Kálmán hay que decir que sus instintos funcionaban con toda normalidad y precisión, y que, al llegar al momento culminante, no sólo no se asustaba de sus más íntimos deseos, es decir, de averiguar si el cuerpo del otro chico sentía lo mismo que el suyo y qué era lo que sentía él, sino que, con una temeridad ciega, muy propia de él, asociaba el acto de tocar a otro chico con el ardiente deseo que sentía por una chica, saciando así lo insaciable y convirtiendo el placer ajeno en propio, al relacionar dos mundos secretos próximos pero incompatibles.
Lo que él quería hacer con Maja era más bien un acto de contrición por lo que hacíamos nosotros en aquel momento.
Y una clara alusión a lo que, según me había contado Kálmán, Sidonia había intentado hacer con él.
Eso no debería asustarnos, ya que por experiencias cotidianas sabemos que para soportar la terrible soledad de sentirnos diferentes constantemente buscamos consuelo en aquello que nos hace iguales a los demás.
También las chicas tienen reino propio, en el que puedes atisbar, olfatear, espiar desde la frontera y hasta infiltrarte como agente secreto y obtener información valiosa, con una zona prohibida, siempre cerrada e inaccesible.
Sólo hubiera sido capaz de decírselo si yo hubiera sido una chica y podido espiarme a mí mismo y a los otros chicos con ojos femeninos, con los ojos ingenuos y confiados de una chica; a mí me hubiera gustado mucho ser chica, me parecía que sólo una membrana muy fina y transparente me separaba del mundo de las chicas, y el deseo de rasgar la membrana para eliminar esa separación era muy fuerte me parecía que con este paso podría salir a la luz radiante de un mundo libre de falsedad e inseguridad, un idílico calvero, y por eso en aquel momento yo quería identificarme con ella, convertirme en chica y traicionar a mi sexo, pero como no podía decírselo, no podía explorar aquella otra región, algo que, al parecer, tampoco ella deseaba, y mi silencio y mi vergüenza me devolvieron al mundo de los chicos.
Influía no poco en nuestra vida sentimental la circunstancia de que, gracias a la incuestionable fidelidad de nuestros padres al régimen, viviéramos al lado de la inmensa zona vigilada en la que se encontraba la residencia de Rákosi.
Cuando regresaba de casa de Maja, pocas veces tomaba el camino que discurría junto a la alambrada de la zona cerrada, nadie transitaba por aquella carretera sombreada por las ramas que sobresalían de la cerca que cortaba el bosque, en la que hasta el aire estaba inmóvil y, en el silencio hostil, sólo se oía el crujido de los propios pasos; no veías a los centinelas armados, aunque sabías que estaban en sus observatorios camuflados entre los árboles o excavados en el suelo, desde donde podían observarlo todo y seguían tus pasos con periscopios y prismáticos sin que se les escapara ni un solo movimiento, y cuando yo, para acortar, pasaba por allí para ir a casa en lugar de dar un rodeo por el bosque, sentía con fuerza su vigilancia, mejor dicho, no es que la sintiera, no estaba seguro de si puede sentirse algo semejante, sino que mi propia vigilancia se duplicaba por efecto de la suya; ahora me veo a mí mismo caminar confiadamente y observar confiadamente lo que se ofrece a mi mirada, y, al mismo tiempo, observo con recelo, con sus ojos recelosos, mi desconfianza disfrazada de confianza; esa extraña sensación era parecida a la que experimentaba en la escuela cuando desaparecía algo y, en la atmósfera asfixiante de la suspicacia general, de pronto, tenía la sensación de que aquello lo había robado yo, ¡yo era el ladrón!; así, también aquí, ante su mirada, me sentía agente subversivo o espía perseguido, y, por la tensión que generaba su vigilancia, se me ponía la piel de gallina en la espalda, los brazos y el cuello; yo caminaba a lo largo de aquella cerca, a la que estaba prohibido aproximarse y que consistía en una tela metálica corriente, un poco oxidada, como el que, de un momento a otro, teme sentir un balazo en la espalda; pero, más miedo que los ojos de los centinelas, me daban los perros.
No éramos los niños los únicos que teníamos miedo de aquellos perrazos policía, sino también los mayores y los otros perros, por ejemplo, Vitéz, el perro de Kálmán, negro, robusto y de ordinario pendenciero, al que no había manera de hacer salir del bosque al camino, ni atándole una cuerda al cuello, por más que nosotros lo intentábamos, con el afán de verlos pelear; pero el animal, intuyendo una sangrienta lucha a muerte, se echaba en el suelo con el pelo del lomo erizado de miedo y se ponía a aullar, y de nada servía dar tirones, empujar ni azuzar para despertar en él un poco de agresividad, mientras aquellos mastodontes contemplaban, impasibles, desde el otro lado nuestros estúpidos e inútiles esfuerzos.
Y, aunque yo comprendía la utilidad de aquellos perros, la cerca era el foco de todos mis temores.
Y ello a pesar de que al otro lado se extendía un bosque de robles, mudo y tranquilo, que aparentemente en nada se distinguía del que había a este lado del camino, el auténtico y libre, el nuestro, un bosque normal, con ramas secas en el suelo, copas alborotadas por el viento y adornadas con las perlas blancas y amarillas del muérdago, troncos caídos, raíces que asomaban del suelo pedregoso, con enormes labios de yesca casi petrificada y alimentada por la putrefacción, con profundas hondonadas oscuras, mullidas almohadas de musgo, pimpollos esbeltos y flexibles que crecen al abrigo de robles viejos y vigorosos; con cola de caballo y heléchos que se alimentan del blando mantillo criado con hojas secas acumuladas a lo largo de siglos, un sotobosque verde y efímero, con zonas caldeadas por el sol, con las crestas violeta de las corydalis que agita hasta la brisa más leve, los azules racimos de los perfumados jacintos, la filigrana blanca de las flores de la cicuta, abiertas como sombrillas, las espigas amarillas de la avena de los prados y el agropiro verde azulado; en las zonas húmedas, las caltas de hojas relucientes, a la sombra de las peñas, el verde lustroso del ciclamen que aquí nunca florece, en los lugares soleados, una aglomeración de vellosas hojas de fresa y, suspendidas de los gruesos tallos del sello, entre las hojas estriadas, las campanillas blancas, y luego los grandes arbustos del bosque de robles, el espino blanco que, si tiene espacio, alcanza porte de árbol, el vigoroso evónimo y, sobre todo, la maraña impenetrable de la espinosa y prolífica zarzamora, que en otoño se carga de sabroso fruto; a pesar de todo, una mirada atenta enseguida descubría que, al otro lado del camino y de la cerca, el bosque no era igual, allí no había troncos caídos, y las ramas partidas eran retiradas por manos diligentes, quizá al anochecer, con el último resplandor del crepúsculo, o de madrugada, en secreto, Porque nunca se veía a nadie trabajando, ¡ni un alma!, allí los arbustos estaban más dispersos y aislados y, como en otoño se acumulaba menos hojarasca, podía crecer la hierba en extensiones mayores y a más altura, y así se había creado un bosque cuidado que debía dar una impresión de descuido al observador casual; nunca llegué a comprender el porqué de tal pretensión, cuando la intervención de la mano del hombre no podía estar más clara, y es que, en una franja de unos dos metros de ancho, se había arrancado hasta la última planta y cubierto el terreno de arena blanca y limpia en cuya superficie podían verse por la mañana las huellas de la labor de aquellas manos Misteriosas, en forma de estrías de rastrillo, y por esta franja de arena corrían los perros.
Cuando salía de la vía Istenhegyi y empezaba a subir la suave cuesta de la vía Adonis, era inútil que me mantuviera lo más lejos posible de la cerca y que registrara con la mirada los arbustos del otro lado, porque siempre aparecía de improviso y sin hacer ruido y, siempre, un perro solo, porque, yo lo sabía, tenían sus turnos, lo mismo que los invisibles guardias; eran unos animales enormes y bien alimentados, pastores alemanes de pelo gris o color barquillo con manchas negras, cola gruesa y enhiesta, ojos castaños, inteligentes y aparentemente bondadosos, en la puntiaguda cabeza, orejas erguidas y supersensibles, boca casi siempre abierta, con la lengua, carnosa, roja y reluciente, colgando y oscilando al ritmo de su jadeo, entre molares blancos, afilados y poderosos; no hacían nada más que caminar a mi lado, más deprisa si yo apretaba el paso, más despacio si lo aflojaba, por supuesto, sin hacer ni el menor ruido al hundir sus patas negras en la arena; ya hacía tiempo que yo no me paraba a ver qué ocurría, porque entonces ellos me imitaban y se quedaban mirándome con la boca abierta, y quizá eran los ojos lo más terrorífico: vigilantes y, al mismo tiempo, indiferentes, y veías cómo, al pararse, bajo el tupido pelo, tensaban los músculos, preparando el salto, y, todo, sin proferir sonido alguno, ni ladraban, ni gruñían, ni tan sólo respiraban más aprisa; Kálmán lo sabía por Pisti, que era guardia de la zona cerrada y prestaba servicio en el puesto de la calle Loránt, y a veces charlaba con él y le daba aquellos cigarrillos rusos con boquilla de cartón que ellos compartían durante el recreo en el lavabo, y decía Pisti que cuando más peligrosos son los perros es cuando te paras, que por eso nunca debes pararte, ni mirarlos, porque, a pesar de que los entrenadores toman en consideración todas las posibilidades, su sistema nervioso es más imprevisible cuanto más riguroso es el entrenamiento, esos perros pueden hacerlo todo y entenderlo todo, pero son un manojo de nervios, decía Kálmán, y hasta los entrenadores les temen, y tienen músculos de acero, decía, y una valla no muy alta como ésta te la saltan estando parados, sin tener que tomar carrerilla, por eso la valla no tenía alambre de espino en la parte de arriba, y es que los entrenadores solicitaron al comandante que retirara el alambre de espino para que los perros no se engancharan la cola, pero el comandante se negó, porque la valla no hubiera sido reglamentaria, y tuvo que dar la autorización el camarada Rakósi en persona, porque cada perro de ésos tiene un gran valor; incluso dentro del recinto los llevan sujetos con la correa, es imposible hacerse amigo suyo, no aceptan comida ni azúcar de nadie, ni olerlo, como si no existieras y, si alguien tratara de enfurecerlos, por ejemplo, golpeando la valla, con lo que un perro corriente empezaría a ladrar, éstos sólo enseñan los dientes, es su manera de avisar, porque han sido entrenados para evitar todo sonido innecesario, y son duramente castigados si se equivocan, con el palo y el látigo, y, cuando no haces nada más que mirarles a los ojos tranquilamente, entonces ellos no saben lo que tienen que hacer, y ahí se ve que son un puro nervio, y es inútil que les peguen por saltar cuando no deben, no pueden contenerse, saltan y te agarran por la nuca; ellos me acompañaban, mejor dicho, después de varios pasos, parecía que yo los acompañaba a ellos, mientras trotaban por Ia senda de arena; ésta torcía bruscamente en lo alto de la cuesta, siguiendo el trazado de la valla, luego venía un largo tramo recto por el que ellos transitaban con la cola en alto y, si yo me comportaba correctamente, no me adelantaba ni me rezagaba, no echaba a correr de miedo -lo cual de poco hubiera servido, porque hubiera tenido que correr casi trescientos metros, que era la longitud de la recta después del recodo, acompañado de sus ladridos infernales-, es decir, si, a pesar de mi vergüenza y mi humillación, mi odio y mi indignación, acataba sus normas y no me paraba ni corría, no aceleraba ni frenaba la marcha y hasta procuraba no respirar con demasiada fuerza y reprimir, en la medida de lo posible, todo movimiento o emoción sospechosos, lo cual mitigaba su nerviosismo y estabilizaba, en cierta medida, nuestra mutua desconfianza, al cabo de un rato se suavizaba también nuestra relación, disminuía la amenaza, yo representaba mi papel y el perro, ya casi indiferente hacia mi persona, el suyo; pero si, al salir de casa de Maja, no me sentía con ánimo para entregarme a este juego, porque también esto era un juego, un experimento, un número de equilibrio no exento de peligro entre el autodominio y la claudicación, la disciplina y la independencia, una especie de gimnasia política, y elegía el camino más placentero, y torcía hacia el bosque al llegar a los tres pinos que Sidonia había indicado al cobrador como punto de referencia, entonces, escondido entre los arbustos, contemplaba con satisfacción al perro de guardia que me seguía con una mirada entre perpleja y defraudada, el bosque me ocultaba, pero yo sabía que también aquí me seguían los prismáticos de los guardias; el sendero tenía una subida muy pronunciada y a veces, aunque ya anocheciera, yo elegía este camino, a pesar de que aquí parecían acechar peligros más oscuros, por no decir inexplicables, pero a ellos podía uno enfrentarse con más libertad y más aplomo que a los malditos perros.
Entonces esto era todavía un verdadero bosque, quizá la última franja verde ininterrumpida en el mapa de colinas y montañas que rodean la ciudad, la última manifestación de la armonía original entre suelo y vegetación, que la ciudad, en su expansión, ha ido devorando, modificando e incorporándose poco a poco; hoy también aquí hay bloques de viviendas y del bosque no quedan sino unos cuantos grupos de árboles, anodino ornamento de zonas ajardinadas.
No es que lo lamente, no hay nada que yo conozca mejor que la destrucción, no en vano he sido el artífice de la mía propia, y ahora, al describir la del bosque, me refiero también, una vez más, una última vez, a mi destrucción particular, y confieso que contemplo con emoción el tiempo de la infancia, ese tiempo que nos parece interminable, ¡pero qué pronto se acaba!, el tiempo en el que nada nos parece más perdurable que la rugosa corteza de un árbol majestuoso, sus retorcidas raíces y el vigor con que se aferra al suelo y se funde con el paisaje; por ello, las percepciones de la niñez no pueden tener soporte más sólido ni fijación más firme que la misma naturaleza, en la que todo milita contra la destrucción y hasta la misma decadencia nos remite a lo perdurable, lo impersonal, lo permanente.
Pero no deseo cansar a nadie con mis sutilezas acerca de la relación entre las caprichosas emociones infantiles y la espontánea vida de la naturaleza; es evidente, sí, que la naturaleza es nuestra gran maestra, aunque sólo los sabios aprenden de ella, nada enseña a los tontos; por lo tanto, más valdrá que sigamos por aquel sendero solitario que nos lleva al calvero y observemos lo que ve él, ese chico cuyo pie conoce cada accidente del terreno, la piedra con la que podría tropezar y que evita alargando la zancada, la duración del crepúsculo, la dirección de la brisa que le acaricia la cara; y, si por allí ha pasado alguien antes que él, su fino olfato distinguirá si era hombre o mujer; sólo el oído le engaña a veces cuando entre susurros y crujidos cree oír un golpe sordo o una tos, y entonces se detiene y, antes de poder seguir adelante, ha de vencer el miedo abriendo bien los ojos y disipar con la mirada sombras aparentemente reales, señales premonitorias y visiones espeluznantes.
El camino se pierde entre la hierba del calvero, sus pies descalzos están bañados de rocío, el murmullo del viento lo acompaña, el cielo despide un último resplandor, nada parece moverse aparte de él, lo que da al momento una sensación de irrealidad, en torno a él vuela, en silencio, un murciélago hasta que vuelve a entrar en el bosque, pero aquí hay dos caminos, uno que sube la montaña y otro que sigue en sentido horizontal.
En la cima, bordea el bosque una vieja carretera y, unos pasos más allá, está la calle Felho, donde vive Hedi, frente a la oscura escuela, en una casita amarilla, en la que, a esa hora, la tía Hüvös acostumbra a cerrar las cortinas antes de encender la luz.
Desde la ventana de Hedi se ve la ventana de Livia.
Tomé el camino bajo.
Por muy tarde que llegara a casa, nadie me preguntaba dónde había estado.
Aquí el bosque clareaba y ya se divisaba el tejado un poco combo de casa de Csuzdi, estaba encendida la lámpara del porche, que proyectaba pálidos haces luminosos hacia la oscuridad del bosque; el efecto era amable y tranquilizador y ponía de manifiesto la agradable soledad del paraje; cuando regresaba por aquel camino, podía estar casi seguro de encontrar a Kálmán todavía fuera.
Aún estaba lejos cuando su perro negro ladró una vez en el silencio. La casa se levantaba en el centro de un terreno rectangular ganado al bosque, entre un campo de maíz en la parte más alta y un huerto en la más baja, la finca se llamaba la Granja del Bosque y constaba de una antigua y bella casa construida al estilo de las granas vitícolas de Suabia, con paredes entramadas, tejado inclinado y una amplia galería de madera que recorría su sencilla fachada, en la ue había una puerta de doble batiente por la que se bajaba a la bodega; frente al largo edificio, al otro lado del espacioso patio pavimentado de ladrillos, había una casa parecida, también de paredes entramadas pero más baja, que servía de establo, garaje y porquera, el patio estaba rodeado por un seto y tenía en el centro un nogal de gran envergadura y, en un ángulo, un prieto pajar; hoy nos parece increíble, pero entonces aún quedaban en las laderas rocosas y arcillosas de los montes de Suabia viejas casas de labranza que, aisladas del mundo, apuraban sus últimos años de existencia.
El perro vino a mi encuentro trotando perezosamente hasta la valla, pero no ladró ni saltó encima de mí como acostumbraba, sino que se quedó mirando fijamente hacia adelante, distraído, moviendo la cola ligeramente como para darme a entender que ocurría algo anormal, luego dio media vuelta y me guió por el patio con paso mesurado.
Aquí era más alta la temperatura, las piedras despedían el calor del sol y el espeso seto cortaba el paso al aire fresco del bosque.
Por aquel entonces aún había en la granja un caballo, dos vacas, cerdos, gallinas y gansos; en el palomar, situado encima del pajar, sonaban arrullos, y, desde un nido del alero, una pareja de golondrinas practicaba vuelos en picado por relevos, volvía una y salía la otra; a aquella hora llenaban la granja los sonidos que hacían los animales al disponerse para el descanso, y el aire caliente y quieto estaba impregnado de un penetrante olor a orina, excrementos y estiércol en fermentación.
Sorprendido, seguí al perro, la luz amarilla de la lámpara de petróleo destacaba de un modo extraño en el crepúsculo azulado; Kálmán estaba en la puerta del establo, mirando lo que alumbraba la lámpara que sostenía en alto.
Estaba inmóvil, con la frente apoyada en el travesaño.
La llama parpadeaba y humeaba dentro del tubo de vidrio, y la lengua de luz amarilla le lamía el brazo, la espalda y el cuello desnudos.
Desde la primavera, nada más llegar de la escuela, Kálmán se quitaba los zapatos, la camisa y el pantalón, y hasta bien entrado el otoño no llevaba más que un calzoncillo largo negro que, como había tenido ocasión de observar, no se quitaba ni para dormir.
Dentro del establo sonó un gruñido ronco que se trocó en chillido estridente, se cortó bruscamente y, al cabo de unos instantes, se repitió con idéntica secuencia.
Pero Kálmán no estaba ridículo con su calzoncillo negro, sus robustos muslos y musculosas nalgas lo llenaban por completo, y la tela, gastada y desteñida por los muchos lavados, acomodaba sus pliegues al cuerpo, se tensaba sobre el vientre y formaba una bolsa en la entrepierna, dándole total libertad de movimientos y amoldándose como una segunda piel, de manera que tenías la impresión de que estaba desnudo.
El perro se paró, indeciso, delante del establo, agitó la cola una vez y, como si acabara de tomar una decisión, se acercó a Kálmán, se sentó sobre los cuartos traseros y bostezó nerviosamente.
En una pocilga separada del resto yacía de costado una cerda enorme, Kálmán sostenía la lámpara tan arriba que el marco de la puerta cortaba la luz, por lo que, en el primer momento, no pude ver más que unas tetas hinchadas, esparcidas en el enlodado suelo y un anca vuelta hacia nosotros, los sonidos venían de la oscuridad. Iba a preguntar qué ocurría, pero no pregunté. Era inútil hacer ciertas preguntas a Kálmán, porque no contestaba. Ya debía de llevar mucho rato allí de pie, por eso había apoyado la frente en el travesano, miraba fijamente hacia el establo con aparente indiferencia, pero yo le conocía lo bastante como para saber que en él esto era síntoma de una tensión próxima al punto de ruptura o de explosión.
Y cuando me situé a su lado y miré hacia donde miraba él, poco a poco, a la media luz del establo, descubrí el morro de la cerda y luego los ojos; se oía un gruñido, la brusca interrupción de la respiración, el silbido del aire en las fosas nasales que se dilataban y contraían y un chillido agudo; de vez en cuando, el animal parecía querer levantarse, pero era como si sus cortas patas no encontraran el suelo, como si una fuerza superior lo sujetara, y su gruesa piel se estremecía, temblaba sobre las capas de grasa del cuerpo que se debatía, y sus esfuerzos hacían que toda la musculatura tremolara espasmódicamente; Kálmán, sin mirarme, me puso la lámpara en la mano y saltó a la porquera.
Yo toqué accidentalmente el cristal, que estaba muy caliente, hice oscilar la lámpara, la mecha se mojó de petróleo y empezó a humear, y la luz se oscureció.
Kálmán parecía asustado, porque, aunque estaba decidido a todo, se apretaba contra la pared.
Quizá temía que la cerda le mordiera.
Extendió una mano y rascó al animal en la base de una oreja, para tranquilizarlo y, aunque la cerda gruñó con rabia, él le apretó hábilmente la cabeza contra el suelo mientras, con la otra mano, palpaba el abultado vientre y el ijar hundido y le daba unos golpes nada suaves, a lo que el animal enmudeció, expectante.
Entonces Kálmán hizo otro curioso movimiento; hasta aquel momento, yo no había advertido, bajo los oscuros pliegues del ano contraído de la marrana, la hendidura vaginal abierta por la que asomaban unos labios carnosos y sonrosados, limpios, tersos, sedosos y relucientes que se apoyaban en las ancas embadurnadas de excrementos y orina; con precaución, Kálmán pasó el dedo por aquel cráter vivo y el ano del animal se estremeció con la misma delicadeza con que Kálmán lo tocaba, pero entonces Kálmán retrocedió rápidamente y, con un movimiento involuntario, se limpió el dedo en el muslo.
El animal parecía observarnos.
Kálmán me quitó la lámpara de las manos con un movimiento de impaciencia; los ojos de la cerda desaparecieron de nuevo en la oscuridad, se quedó tranquila unos instantes, sólo en los establos contiguos se oían gruñidos y pateos inquietos, y él volvió a apoyar la frente en el astillado travesaño de la puerta.
Hace más de una hora que ha roto aguas, dijo.
Hubiera sido una estupidez preguntar qué aguas.
Mira que dejarlo solo, completamente solo, dijo, y la voz salió de su garganta con tanta fuerza que hasta la mano que sostenía la lámpara tembló y el vidrio golpeó el travesano, fue un sollozo de rabia y desesperación, pero su cuerpo seguía rígido, la tensión no dejaba brotar las lágrimas, quiso tragar saliva, pero sólo pudo sollozar, mira que dejarlo solo, repitió, y ellos lo sabían, lo sabían y lo habían dejado solo, canallas.
El anca del animal se agitó en el suelo viscoso, su cabeza osciló hacia atrás y hacia adelante con la boca muy abierta, como si le faltara el aire, y era horrible ver que de aquel sufrimiento no escapaba sonido alguno.
En aquel animal estaba ocurriendo algo que no acababa.
Él dijo que se iba a buscar a su padre.
El padre y los hermanos de Kálmán, un poco mayores que éste, trabajaban de panaderos, hacía tiempo que la panadería era de su padre, por lo que Kálmán era considerado un «capitalista» enemigo del pueblo, lo mismo que Kristian; a primera hora de la tarde, se iban a amasar y a encender el horno y no volvían hasta el amanecer, después de repartir el pan, también la madre estaba fuera porque por la noche, después de recoger y ordeñar las dos vacas, trabajaba en el servicio de limpieza del hospital János.
Los dos éramos libres, a mí nadie me preguntaba qué hacía y él estaba solo todas las noches.
A nuestros pies, el perro movía la cola y gañía por lo bajo.
Kálmán volvió a darme la lámpara y vaciló, y yo pensé que iba a girar sobre sus talones para ir en busca de auxilio, lo que significaría que yo me quedaría aquí, con todo este horror, pero quizá ni él mismo sabía qué hacer; yo deseaba ofrecerme para tratar de encontrar ayuda, no quería sino marcharme de allí, pero la cerda se agitaba en silencio y él volvió a entrar en la porquera.
Me incliné para alumbrarle, quería alumbrarle lo mejor posible, a pesar de que no tenía ni la más remota idea de lo que podía hacer él, ni si sabía lo que había que hacer en estos casos, pero, en el fondo, confiaba en que lo supiera, aunque ahora, por su aspecto, no lo parecía; claro que, cuando de plantas y animales se trataba, él sabía muchas cosas, lo sabía todo, mientras que para mí todo aquello era incomprensible y el sentimiento que producía, inexplicable: aquel sufrimiento que, por nuestra impotencia, se convertía en sufrimiento nuestro y no nos daba ni la posibilidad de sustraernos a él por cobardía; yo le agradecía que no me dejara solo sino que tratara de hacer algo, para que yo no tuviera más que sostenerle la lámpara.
Se quedó en cuclillas detrás del animal, quieto, un momento.
Hacía calor y olía mal allí dentro, costaba respirar, pero no era esto lo que me preocupaba, estando presente la muerte, a pesar de que sabía que aquello era un nacimiento.
Despacio, con aire pensativo, él levantó la mano que descansaba en su muslo, con los dedos ligeramente doblados, y la deslizó entre los abultados labios rosa, hasta la muñeca.
El animal gimió, volvía a respirar, esto ya no era un ronquido, lo sacudió una convulsión, agitó las patas y volvió el morro reluciente de baba hacia Kálmán haciendo crujir los dientes como para morderle.
Él sacó la mano rápidamente, pero, en cuclillas como estaba, no podía saltar hacia atrás, además, yo le estorbaba, plantado con la lámpara en la mano delante de la estrecha puerta, paralizado del susto, y cayó de nalgas en la cenagosa paja.
La cerda bajó la cabeza, sorbiendo ansiosamente el precioso aire por la boca con aspiraciones rápidas, irregulares y roncas y mirando a Kálmán con sus ojos castaño claro bordeados de pestañas rubias.
Yo sentía en la pierna el jadeo acompasado del perro.
La cerda miraba a Kálmán con ojos desorbitados y sanguinolentos.
Él, al ver aquellos ojos, no se lo pensó más, se alzó sobre las rodillas y volvió a meter la mano en el cuerpo del animal inclinándose lentamente hacia adelante; sin preocuparse de la orina y los excrementos que le hacían resbalar, se tendió encima del hinchado costado del animal, haciendo presión con todo su peso, los dos se miraban a los ojos y respiraban al unísono; cuando él se apretaba contra ella, la cerda exhalaba el aire, y, cuando se levantaba, el animal aspiraba rápidamente, él ya había metido todo el antebrazo cuando, como si hubiera recibido una descarga eléctrica, dio un grito y lo sacó temblando de pies a cabeza.
Gritaba algo que yo no entendía, palabras incomprensibles.
La cerda lanzó un chillido, movió el anca, aspiró con fuerza, estiró las patas y volvió a chillar con estridencia, largamente, como resistiéndose, luego se estremeció y volvió a ponerse rígida, pero conservó el ritmo de la respiración, mejor dicho, su cuerpo se adaptó al ritmo que entre los dos habían encontrado, y sus ojos no se apartaban de Kálmán, se mantenían límpidos, mientras él, con el reluciente brazo extendido a la luz de la lámpara como si fuera un objeto extraño, hundía a su vez la mirada en aquellos ojos y dejaba de gritar tan bruscamente como había empezado; si dijera que aquellos ojos le pedían ayuda, si dijera que le guiaban, si dijera que le daban las gracias, que le animaban a seguir porque estaba en el buen camino, etcétera, estaría reduciendo a la escala de sentimentales conceptos humanos unas emociones primordiales pero en modo alguno toscas que sólo es capaz de expresar la mirada de un animal.
A los gritos de Kálmán había respondido la cerda con penetrantes chillidos, al silencio del animal respondió él con silencio.
Ahora estaban separados, pero seguían muy cerca.
En el interior de la espumeante hendidura vaginal se adivinaba una pulsación con ritmo de respiración o latido del corazón.
Él volvió a introducir la mano en el mismo lugar del que con tanto sobresalto la había sacado, moviéndose con la seguridad con que una necesidad imperiosa nos hace volver a un lugar de sobras conocido.
Él ladeaba la cabeza, como para ver lo que hacía, pero tenía los ojos cerrados.
La cerda estaba quieta, y parecía contener el aliento voluntariamente.
Daba la impresión de que él estaba palpando algo allí dentro y de que mantenía los ojos cerrados para orientarse mejor.
Luego, lentamente, con movimiento de cansancio, sacó la mano y se alzó sobre una rodilla, con la cabeza inclinada, por lo que no podía verle la cara.
Seguía el silencio, la cerda no se movía, luego, como si quisiera responderle, aunque con retraso, empezó a subir y bajar, primero, el costado y después todo el cuerpo, hasta que, a cada espasmo, lanzaba un grito desgarrador que se ahogaba en el hedor insoportable de la estrecha pocilga.
Va a reventar, no lo resistirá, dijo en voz baja, como si ya hubieran dejado de impresionarle aquellos gritos de dolor porque había visto la cara a la muerte; no se movía de allí, pero no podía hacer más.
Pero lo que estaba ocurriendo en el cuerpo del animal no había terminado, ni mucho menos.
Al cabo de un momento apareció una cosita roja entre los trémulos pliegues de la hendidura, y él, aullando como la cerda, se arrojó sobre ella, pero calló enseguida porque aquella cosa, como si en la carne de la cerda se hubiera metido un hueso extraño, le resbaló de la mano, él volvió a asirla y volvió a resbalarle.
El trapo, gritó, y el grito era para mí, pero tuve la impresión de que transcurría una porción muy importante de aquel tiempo precioso hasta que comprendí que allí tenía que haber un trapo.
Como si el pasmo que me impedía encontrar el trapo fuera el castigo por mis pecados ocultos.
No había trapo.
Me dio la impresión de que, de pronto, yo no sabía qué era lo que me pedía, como si la palabra «trapo» se hubiera borrado de mi vocabulario, y, mientras tanto, a él, que repetía «¡venga ya ese trapo!», había vuelto a resbalarle de la mano aquella cosa.
Ahora me gritaba.
En aquel momento estuvo a punto de caer el tubo de vidrio de la lámpara, que tropezó con el travesano de la puerta, al ir yo a mirar fuera del establo, pero allí estaba el trapo, ya lo veía, el perro lo azotaba con la cola, aunque ahora lo más urgente era sujetar el tubo.
El evitar que cayera el vidrio mientras agarraba el trapo es la hazaña más importante que he realizado en toda mi vida.
Asomaban dos diminutas pezuñas hendidas.
Él las envolvió con el trapo y, en cuclillas, empezó a tirar, mientras la cerda empujaba y chillaba.
La lucha fue larga pero el hecho en sí, casi imperceptible.
El cuerpo salió despedido con tanta rapidez que él, desprevenido, perdió el equilibrio y se quedó sentado en la paja, con el cuerpo inanimado del recién nacido envuelto en un velo cristalino y satinado entre las piernas.
Me pareció que a los tres se nos cortaba la respiración.
Creo que la primera en moverse fue la madre, que levantó la cabeza como si quisiera ver, convencerse de que por fin había ocurrido aquello, y se desplomó de agotamiento; sin embargo, cuando golpeó el suelo con la cabeza, recorrió su cuerpo una inquietud nueva, una energía elemental, un ánimo que le infundió una agilidad, una habilidad, una flexibilidad y una inventiva insospechadas en un animal tan voluminoso, deslizó el anca hacia un lado, cuidando de no lastimar al recién nacido con las patas traseras, el largo cordón umbilical cedió, el tocinillo estaba inmóvil entre las piernas de Kálmán, con gruñidos de satisfacción, la madre dobló el cuerpo hacia atrás, lo olfateó, se estremeció de alegría al reconocer su olor, partió con dos dentelladas el cordón umbilical y mientras Kálmán se apartaba torpemente, ella se levantó casi de un salto y empezó a lamer al pequeño, moviéndose hacia uno y otro lado, empujándolo con el morro, gruñendo de impaciencia, lamiéndolo como si quisiera devorarlo y achuchándolo hasta que por fin empezó a respirar.
Cuando, al cabo de más de una hora, cerramos la puerta del establo y el pestillo de madera se deslizó en la ranura con un ligero chasquido, cuatro lechoncillos chupaban las cálidas tetas violáceas de la madre.
Era una noche de verano estrellada, oscura y silenciosa.
El perro trotaba detrás de nosotros.
Kálmán fue a la parte de atrás, se bajó el pantalón y orinó largamente.
Yo estaba en medio del patio, con el perro.
Kálmán sepultó la placenta en el estercolero.
No había nada más que decir, y yo tuve la impresión de que en lo sucesivo él y yo ya no necesitaríamos hablar.
Era más que suficiente poder estar allí escuchando el largo gorgoteo de su copiosa orina.
Porque, cuando nació el primero y él salió de la porquera, y yo, con la lámpara en alto, me hice a un lado, nos miramos un momento; mientras nuestros movimientos se cruzaban, nuestras miradas se encontraron con idéntica alegría, y fue un momento tan intenso que pareció salirse del tiempo y tuve la impresión de que todos los sentimientos acumulados durante la lucha sólo podían desahogarse con esta súbita compenetración: la lámpara iluminaba nuestra sonrisa radiante, nuestras caras estaban muy cerca, sus ojos desaparecían en su sonrisa, sólo se le veían la boca y los dientes, el acusado mentón y el pelo sudoroso que le caía en la frente, y entonces, cuando él surgió de pronto delante mí, descubrí que su cara era reflejo de la mía, porque yo sonreía con misma exaltación y la misma avidez, y parecía que sólo podríamos romper el encanto y entrar en la dimensión de una relación normal con un abrazo.
Sólo con un abrazo.
Pero ni esto sería suficiente, ni un abrazo bastaría para celebrar la victoria de la cerda.
Y entonces empezamos una especie de diálogo. De palabras y risas.
Que si me descuido rompo la lámpara, dije, y que el pequeño estaba atravesado, dijo él, y yo le pregunté por qué había gritado de aquel modo y le dije que no había entendido lo que decía, y él, que ni su padre hubiera podido hacerlo mejor, y que al principio yo creía que la cerda estaba enferma, dije, y qué suerte con el cordón umbilical, y que yo no encontraba el trapo y qué lista, la cerda, dijo él.
El perro corría por el patio ladrando y dando vueltas cada vez más anchas, con lo que también contribuía a la conversación. Despacio, exhaustos, subimos la escalera.
Todavía salía humo del agua de la olla; mientras él esperaba a que saliera la placenta, yo había puesto agua a calentar, para que él limpiara las tetas a la madre.
Fue a la mesa, tiró de la silla y se sentó.
Yo miraba la cocina, el horno de cerámica blanca, el armario verde manzana, el edredón rosa del catre, puse la lámpara encima de la mesa -como habíamos dejado la puerta abierta, la ligera corriente de aire hacía que despidiera más humo que luz- y me senté.
Nos quedamos abstraídos.
Puta mierda, dijo él en voz baja.
No nos mirábamos, pero yo intuía que él no deseaba que me fuera, y tampoco yo lo deseaba.
Me pareció que, con aquellas palabrotas, quería desagraviarme.
El, a diferencia de los otros chicos, no acostumbraba a decir tacos ni obscenidades, por lo menos, yo no recordaba más que tres ocasiones: esta noche, lo que había dicho que haría con Maja y la amenaza que me había lanzado en el lavabo.
Que tendría que comerme la polla de Prém para almorzar.
Aquello me hizo mucho daño, me marcó, podría olvidarlo pero no perdonarlo.
Y no sólo porque con esta obscenidad, aparentemente inofensiva, se hubiera puesto de parte de Prém y de Kristian, ¿qué más podía hacer?, por mucho que me doliera, yo no podía tomárselo a mal, porque percibía en su actitud aquella constante inseguridad inherente en toda relación humana o quizá en el ambiente de la época, en el que no se podía distinguir entre amigo y enemigo y, en definitiva, en cada persona tenías que ver a un enemigo, bastaba si no pensar en el odio y el miedo que sentía yo frente a la valla de la zona prohibida, y ya no sabía de qué lado estaba, o en la mortificación que me producía el que, a causa del cargo de mi padre, los demás vieran en mí a un espía, a pesar de que nunca había delatado a nadie; pero él, al verse obligado a tomar partido, había lastimado nuestra amistad en su punto más sensible, a pesar de que los otros no podían saber qué había querido decir exactamente con aquello de que podía comer la polla de Prém para almorzar, ellos no podían saber lo que quería decir y, no obstante, era como si me hubiera puesto en evidencia delante de los demás, ¡y esto era peor que una traición descarada!, porque yo había tenido la suya en la mano, y como si ahora no deseara sino comer una para almorzar, como si aquello no lo hubiéramos hecho los dos, y como si no hubiera empezado él.
Apartó la silla de la mesa y sacó del armario una botella de aguardiente y dos vasos.
Con el mismo irreflexivo coraje con que había querido desagraviarme, me tendió ahora la mano.
Para no tener que avergonzarse delante de los otros, él había disimulado sus sentimientos más íntimos, y ahora parecía que, con estas palabrotas, pretendía reparar su traición y darme las gracias por estar aquí a pesar de todo.
Ello desató un torrente de sentimientos que me dejó mudo.
Y de estas cosas no podía yo hablar a Maja más de lo que había podido hablar de las chicas, inclinado sobre el brazo de mi madre.
El aguardiente nos dejó borrachos y mudos.
¡Ah!, si bastara con aprender las cosas más importantes de la vida, pero es que también tiene uno que aprender a callárselas.
Nos quedamos un buen rato mirando la mesa, borrachos; desde las palabrotas no habíamos vuelto a mirarnos a los ojos.
Pero las palabrotas lo habían dejado todo muy claro, definitivamente.
Su lealtad inquebrantable, la promesa de que nunca me olvidaría, nunca.
Se puso a manosear la lámpara, quería apagarla, bajó la mecha, pero la llama no se extinguía, sólo echaba más humo, y, cuando quitó el tubo para apagarla soplando -tuvo que probar varias veces, porque acertaba con la llama-, le entró la risa y el tubo caliente y tiznado e le escurrió de la mano y se estrelló en el suelo de mosaico.
Ni lo miró.
Fue agradable oír aquel estallido, el tubo se hizo añicos.
Después me parecía haber pasado de la plena lucidez a este placentero estado o haberme extraviado en mis pensamientos, aunque hubiera podido decir en qué pensaba ni si pensaba en algo; con el embotamiento de la embriaguez conocí la nueva sensación de pensar sin pensamientos, y ni me di cuenta de cuándo se levantaba, sacaba el barreño y echaba en él el resto del agua caliente.
No es que la escena fuera borrosa, sólo tan lejana que no me interesaba.
Él seguía echando agua.
Yo quería pedirle que acabara de una vez.
Tampoco me había dado cuenta de que ya era otra agua la que estaba echando en el barreño.
Del cubo.
Tampoco le vi tirar el calzoncillo al suelo y meterse en el barreño, el jabón se le escurrió de la mano y fue a parar debajo del armario de la cocina.
Me pidió que lo recogiera.
Por la voz se notaba que también él estaba borracho, y eso me hizo reír, pero no podía levantarme.
Cuando por fin lo conseguí se oyó un chapoteo y él pudo enjabonarse.
No la tenía tan grande como la de un caballo, sino más bien corta y gruesa, siempre se le marcaba debajo el pantalón, con los testículos altos; ahora se la enjabonaba.
Yo seguía allí de pie y en aquel momento descubrí que me dolía no saber quién era mi amigo en realidad.
No sé cómo fui de la mesa al barreño, debió de llevarme la intención sin que yo me diera cuenta del tiempo ni del movimiento invertidos en el trayecto, sólo recuerdo que me encontré delante de él, pidiéndole el jabón con un ademán.
Era esa compenetración que está más allá de cualquier pasión erótica que yo ansiaba alcanzar también con Kristian, ese sentimiento fraternal, casi neutro, que nunca tuvieron mis relaciones con él y que, sin embargo, es tan natural como la vista, el olfato o la respiración, el don del amor sin sexualidad; y por ello quizá no sea exagerado decir que sentía un cálido agradecimiento, sí, me sentía agradecido y humilde, porque de él había recibido lo que en vano había esperado del otro, pero no había humillación en mi sentimiento porque no tenía que estarle agradecido a él, sino sólo a la circunstancia de que él estuviera aquí y yo también.
Me miró vacilando, su cabeza se movía a derecha e izquierda buscando mi mirada sin encontrarla y, sin embargo, me entendió enseguida, porque me puso el jabón en la mano y se agachó.
Yo le mojé la espalda y se la enjaboné bien.
Yo sabía que si Prém había dicho aquella estupidez era porque él la tenía muy grande; a veces Kristian le ordenaba que nos la enseñara y nosotros la mirábamos mudos de asombro y luego casi reventábamos de risa, por lo grande que era.
Yo sentía una felicidad inenarrable porque Kálmán, a pesar de todo, fuera amigo mío.
Su espalda enjabonada olía a establo y la aclaré bien.
Prém había dicho aquello para que Kálmán no se acercara a mí y siguiera siendo amigo suyo.
Pero el jabón se me escapó de la mano y cayó en el barreño, entre sus piernas.
Tuve que salir a respirar, del asco que me daba Prém.
Pisé una cosa blanda.
Sentí una náusea.
El perro dormía plácidamente, tendido en el porche. Yo tenía las manos llenas de jabón.
Me eché en el suelo, alguien había apagado la luz, estaba oscuro.
Las estrellas habían desaparecido, la noche era silenciosa y asfixiante.
Durante mucho rato, sólo pensé que tenía que irme a casa, nada más, sólo que tenía que irme a casa.
A lo lejos parpadeaban relámpagos y retumbaban truenos.
Y ahora las piernas me llevaban, la cabeza tiraba de mí, los pies tanteaban un camino que nadie sabía a dónde conducía.
El trueno anunció la llegada de los relámpagos, el aire se alborotó y el viento aulló en las copas de los árboles.
Mi boca sintió algo duro y frío, con sabor a herrumbre y comprendí que había llegado a casa; entre los árboles, la familiar ventana iluminada y aquí, entre mis labios, el hierro de la verja.
Como el que entra por primera vez en un lugar bien conocido, como si ya hubiera visto lo que tan extraño le parece.
Yo tenía que descubrir ante todo dónde estaba.
Entre el viento fresco que aullaba, empezaron a caer unos goterones tibios, que cesaron y luego volvieron.
Me quedé un rato echado a la luz de la ventana abierta, deseando que nadie me encontrara nunca.
Por encima de la pared, veía los relámpagos.
No tenía ganas de entrar porque yo odiaba aquella casa, y sin embargo debía ser mi único refugio.
Aún hoy, mientras me esfuerzo por rememorar el pasado con ecuanimidad, me resulta difícil hablar objetivamente de la casa bajo cuyo techo las personas se habían alejado tanto unas de otras, estaban hasta tal punto consumidas por su proceso de desintegración física y moral, tan abandonadas a sí mismas, que ni advertían la ausencia de un miembro de la llamada unidad familiar, el hijo.
¿Por qué no se habían dado cuenta?
Debía de ser tan poco lo que me echaban de menos que ni yo mismo me daba cuenta de que vivía en un infierno de ausencias, de que para mí el mundo era un infierno de ausencias.
Dentro se oían leves crujidos del parquet, un chasquido, pequeños rumores, como si alguien buscara algo, golpecitos y arrastrar de pies.
Estaba debajo de la ventana del abuelo.
Él vivía de noche y dormía de día, por la noche deambulaba por la casa y durante el día daba cabezadas en los sillones o dormía en el sofá de su habitación, a oscuras, y con esta inversión del tiempo se mantenía apartado de todos.
Si yo supiera cuándo empezó aquella desintegración múltiple, o si había tenido un principio, y cuándo y por qué se había enfriado nuestro espacioso nido familiar, podría contar muchas cosas acerca de la naturaleza humana y, desde luego, también del tiempo que me tocó vivir.
Pero no me hago ilusiones, yo no poseo la vasta sabiduría de los dioses.
¿Fue, quizá, la enfermedad de mi madre?
Sin duda, éste fue un importante punto de inflexión en el proceso, aunque, curiosamente, a mí su enfermedad me parecía más la consecuencia que la causa de aquella desintegración; en todo caso, también su enfermedad fue cubierta por el velo de la falsa naturalidad con que se enmascaraban el estado de mi hermana pequeña y los ataques de asma del abuelo, de los que la abuela decía en confianza que ni el tratamiento médico, ni la dieta, ni la puntual administración de los medicamentos servían de nada porque todo era puro histerismo.
Y que lo único que necesitaba era un cubo de agua fría.
Acerca de las formas físicas de esta degeneración no merece la pena hablar, como tampoco de que la abuela no dirigía la palabra al abuelo que, a su vez, muy raramente hablaba con mi padre, convidan día tras día sin saludarse siquiera, hacían como si no se vieran, a pesar de que la casa en que vivía mi padre pertenecía al abuelo.
Ni aún hoy podría afirmar si para ser feliz es preferible saber o ignorar; pero a pesar de que yo procuraba habituarme a estas mentiras, adaptándome al sistema y hasta contribuía con mis propios engaños a su buen funcionamiento, a pesar de que desconocía su origen y ni siquiera sabía cuál era su finalidad ni qué era lo que se pretendía tapar, no dejaba de darme cuenta de ciertas cosas: sabía, por ejemplo, que la enfermedad del abuelo era auténtica y grave, que cualquier ataque podía ser mortal y, como la abuela observaba los ataques con indiferencia y sin auxiliarle, me parecía que ella estaba esperando precisamente que se muriera; también sabía que la enfermedad de mi hermana era incurable, que había nacido con el cerebro dañado irreparablemente, pero el remordimiento por las circunstancias de su nacimiento o, quizá, de su concepción, es decir, la causa del mal, si la había, habían inducido a mis padres a sellar un pacto para encubrirla, y no perdían ocasión de manifestar su confianza en una curación, tratando con ello de proteger un secreto que nadie debía descubrir; en nuestra familia era como si cada cual se sirviera de la mentira para tener en sus manos la vida de los demás; sí, y por un movimiento casual descubrí también que mi madre no guardaba cama porque estuviera convaleciente de una operación de vesícula.
Apoyado en su brazo, atento a su respiración, yo no quería sino acariciarle el cuello y la cara, por eso digo que fue un movimiento casual; ella no dormía, pero tenía los ojos cerrados, y, cuando acerqué la mano a su cuello, mi dedo se enganchó en la cinta que cerraba el escote del camisón, que no estaba atada o se desató entonces, y la fina seda blanca resbaló de su pecho, quiero decir que durante una fracción de segundo creí que había resbalado de su pecho y me pareció ver su pecho, pero lo que vi en lugar del pecho eran los costurones de una cicatriz en forma de estrella y las señales rojas de los puntos.
Sobre mi cabeza retumbaron cristales y se cerró rápidamente la ventana.
No podía ser más oportuna la tormenta, yo me quedé allí echado, como si esperase que la lluvia torrencial pudiera sepultarme, hacer que se me tragara la tierra, pero el agua fría me serenó.
Me levanté y golpeé el cristal de la ventana, para que me abrieran.
Entonces vi con sorpresa los ojos de espanto de la abuela que me miraban; el abuelo estaba echado boca arriba en su sofá, con los ojos cerrados.
Mientras esperaba que me abriesen la puerta se me empaparon la camisa y el pantalón, diluviaba, tronaba y relampagueaba, y cuando por fin la abuela me dejó entrar hasta el pelo me chorreaba.
Pero ella ni encendió la luz, no dijo nada y, sin preocuparse de mí, regresó rápidamente a la habitación del abuelo.
Yo la seguí.
No se daba prisa porque fuera a hacer algo, ya que, simplemente, volvió a sentarse en la silla de la que mi inesperada llegada la había hecho levantarse; se daba prisa para estar allí, para estar presente cuando ocurriera.
El agua que resbalaba por los grandes cristales de la ventana era como una cortina, destellos azulados iluminaban incesantemente los árboles que, bajo la lluvia, tenían un contorno desdibujado y mágico, los truenos hacían temblar los cristales, y parecía que todo el bochorno de antes de la tormenta estaba encerrado en esta habitación.
El pecho del abuelo subía y bajaba rápidamente, el libro que tenía abierto en la mano colgaba del borde del sofá, como si fuera a caer de un momento a otro, pero él parecía aferrarse a aquel libro como si fuera lo último que lo unía a este mundo, tenía la cara blanca y reluciente de sudor, en los pelillos del labio, encima de su boca abierta, había gotitas, su respiración era apresurada, sibilante y fatigosa.
La lámpara de pie que estaba detrás de la cabeza del abuelo le iluminaba la cara para que nada de su lucha quedara oculto, pero la abuela estaba sentada en la sombra, contemplándolo, inmóvil, un poco tensa y expectante, desde la cálida y grata semioscuridad.
Tan rígida como el respaldo de la silla.
La abuela era una mujer alta, de porte erguido, una anciana majestuosa, aunque ahora reconozco que la consideraba más vieja de lo que era en realidad, ya que no tendría más de sesenta años, casi veinte menos que el abuelo, lo cual para mi infantil noción de la edad no representaba una gran diferencia, los dos me parecían viejísimos y muy parecidos entre sí, a causa de su edad.
Los dos eran delgados, angulosos y callados, lo que entonces me parecía otro síntoma de vejez, aunque probablemente eran razones muy distintas las que los habían llevado al silencio, además, sus mutismos tenían una calidad distinta; en el de la abuela vibraba una ligera irritación, constante y ostensible con la que daba a entender que ella no callaba porque no tuviera nada que decir, sino que deliberadamente negaba al mundo sus palabras, para castigarlo, y yo temía aquel castigo; no sabía cómo había sido la abuela de joven, pero buscando la razón de aquella irritación, suponía que no había podido asumir y superar el cambio de su forma de vida, que se había producido hacía sólo unos años, y fue un cambio muy grande, y ella era tan hermosa que se creía con derecho a ser mimada por la fortuna hasta el fin de sus días; todavía años después de la guerra la llevaba a la ciudad un Mercedes negro, reluciente como un espejo, que me hacía pensar en una cómoda carroza, conducido, como era de rigor, por un elegante chófer con librea y gorra de plato, pero hubo que vender el coche, y las acciones de la abuela me sirvieron para forrar los libros Y libretas del colegio durante varios años -el reverso, perfectamente Manco, era ideal para este fin, una vez desprendidos los cupones perforados-; después, el abuelo tuvo que cerrar repentinamente el bufete del bulevar Térez, y fue necesario despedir a la criada, cuya habitación ocupó Maria Stein durante una temporada, hasta que también ella desapareció y, finalmente, para colmo de males, el año de la nacionalización, el abuelo, sin consultarla, renunció voluntariamente a a propiedad de la casa que tenían en común; fue tal la consternación e la abuela, me contó mi madre riendo, que al enterarse de la renuncia, al cabo de varias semanas y por casualidad, se desmayó, porque, al fin y al cabo, la casa era patrimonio suyo, y, cuando volvió en sí -la tía Klara, la hermana mayor de mamá, la reanimó de dos bofetadas-, se impuso e impuso a la familia el mayor de los castigos, y desde aquel día no volvió a dirigir la palabra al abuelo, pero lo gracioso era que él no se daba por enterado de su mutismo y seguía hablándole; y, realmente, no le faltaban razones para sentirse dolida, ella no había nacido para ser criada, enfermera y hermana de la caridad de tres enfermos graves y dos desequilibrados -estaba convencida de que tanto mi padre como yo éramos anormales-, ya que carecía de la abnegación y la ternura que exige la labor, ello no obstante, con gesto de agravio, hacía todo lo que hubiera que hacerse; el silencio del abuelo tenía otras causas, quizá, su infinita paciencia y su humor innato: él no estaba ofendido, mejor dicho, no se consideraba ofendido, y las cosas del mundo le parecían tan absurdas, mezquinas, aburridas y ridiculas que callaba por pura consideración, para no ofender a nadie, porque no podía conceder la menor importancia a todo lo que los demás se tomaban tan en serio y, para evitar discusiones, optaba por reservarse su opinión, y creo que eso le hacía sufrir por lo menos tanto como a la abuela su orgullo herido.
En los labios del abuelo temblaba el rictus amargo de su sonrisa irónica incluso durante los ataques, como si, protegido por sus párpados cerrados, estuviera divirtiéndose con su propio ahogo y considerara la inútil batalla que libraba su organismo para impedir lo que era inevitable, una equivocación comprensible pero lamentable.
La abuela miraba al abuelo con verdadera rabia, porque él, con su humorística actitud, no encajaba en el papel del paciente agradecido; si no se moría no era por falta de ganas, por eso no se entregaba en manos de su enfermera, sino que, con profunda sabiduría, encomendaba cuerpo y alma al poder que, según sus creencias, debía disponer de ellos, sustrayéndose a los piadosos cuidados de la humana misericordia y hasta dejándolos en ridículo.
Y era lógico que, a los amargados ojos de la abuela, pareciera que él representaba el número de la agonía interminable con el único propósito de mortificarla hasta el último momento.
No obstante, en aquel resentimiento y aquella contienda no había sordidez, grosería ni mezquindad; ambos sabían guardar las formas y mantener la dignidad.
Vestían con pulcritud y corrección, nunca los vi desaseados ni descuidados. El abuelo, a pesar de que nunca salía a la calle, se afeitaba a diario, hacia el mediodía, usaba camisa blanca con cuello duro, corbata de seda con el nudo grande y no muy bien hecho, pantalón gris, holgado, con la raya perfectamente marcada y chaqueta de pana color café, y la abuela lavaba, guisaba y hacía la limpieza con zapatillas de tafilete de medio tacón y batas de casa entalladas, largas y acampana das que, según la estación y la hora, eran de cretona, de seda, de lanita o de terciopelo, y le daban un aire muy elegante como si, en lugar de batas de casa, fueran vestidos de noche, lo que, lejos de resultar ridículo, daba sensación de rigor y distinción; con el cigarrillo en una mano y el vestido hasta los pies, la abuela tocaba los objetos como si no supiera para qué servían; sólo para las tareas más pesadas, como limpiar ventanas, encerar el parquet y hacer limpieza a fondo, tenía ayuda o, como decía ella, «hago venir a una mujer», del mismo modo en que ella nunca «subía» simplemente a un tranvía o a un taxi, sino que los «tomaba»; hacía la colada la madre de Kálmán, que, una vez a la semana, se llevaba la ropa sucia y la traía limpia y planchada.
En la breve pausa entre dos de sus jadeos sibilantes, el abuelo dijo algo así como ¡aire! o ¡la ventana!, no se le entendía bien, porque, con sus convulsos esfuerzos por respirar, sólo emitía sonidos vagos, y entonces la abuela se levantó, pero no abrió la ventana, sino que apagó la lámpara que estaba sobre la cabeza del abuelo y volvió a sentarse.
Debía de ser cerca de la medianoche. La ventana no se abre, dijo la abuela en la oscuridad, ahora, en plena noche, no nos apetece sacar la bayeta y ponernos a secar el suelo, y aire hay de sobras.
Cuando yo estaba delante, le hablaba dirigiéndose a mí.
A oscuras, esperamos a que se le pasara el ataque o a que ocurriera algo.
A pesar de todo, al día siguiente me desperté muy temprano.
Era una mañana de verano extraña, insólita, el azul del cielo, después del temporal nocturno, tenía velos de bruma, la luz era clara y soplaba un vendaval.
En las alturas, en un lugar indefinible, el viento brama y silba sin cesar, descienden fuertes ráfagas que hienden las copas de los árboles, azotan los arbustos y agitan y enredan la hierba reluciente, y el fragor de las hojas que susurran, vibran, tabletean y se arremolinan, de los troncos que crujen y las ramas que chasquean y gimen se mezcla con el aullido de allá arriba, mientras aquí abajo todo se mueve y centellea, la ráfaga revuelve y desplaza luces y sombras, pero no puede darles un nuevo lugar definitivo, porque su impulso muere, y sólo persiste el estruendo, arriba, en el azul, que no produce nada, no trae nada, a diferencia del rayo, que trae al trueno, y, con la ráfaga siguiente, todo vuelve a empezar, imprevisible y caprichosamente, es un viento que no trae nubes ni lluvia, que no turba la paz del verano, que no hace regresar la tormenta, que no refresca ni calienta; el aire está claro, cristalino, no hay remolinos de polvo, hasta se oye picotear a un pájaro carpintero, y, a pesar de todo, es una tormenta, quizá la fuerza pura, escueta y seca.
Un furor al que nosotros, nerviosos y estremecidos, nos abandonamos, lo mismo que los pájaros confían gozosamente el cuerpo al viento clemente.
Es bonito que sople el viento y es bonito que luzca el sol.
En el jardín encontré a mi hermana, estaba en lo alto de la escalera que conducía a la verja, asiendo con una mano el hierro oxidado, con la cabeza colgando pesadamente sobre el pecho y el camisón blanco hinchado por el viento.
Yo había salido con un tazón de leche caliente, y me contrarió encontrarla allí, sabía que, si me veía, no podría librarme de ella, éste a siempre un empeño difícil, porque, a pesar de que jugaba con ella pacientemente, mi objetivo era siempre zafarme lo antes posible.
Pero a aquella hora no era muy grande el peligro, y es que por la mañana, cuando acompañaba a nuestro padre hasta la puerta, podía quedarse en la verja hasta una hora entera, apesadumbrada, sin moverse, como petrificada.
Y a veces estaba tan afligida que ni la abuela, a la que temía más que a nadie, como era natural, conseguía llevársela de allí.
Mi hermana tenía un reloj interior infalible; por un instinto misterioso, sabía con exactitud cuándo se despertaba nuestro padre, v riendo alegremente, saltaba de la cama, le seguía al cuarto de baño y de pie al lado del lavabo, le observaba mientras él se afeitaba; la operación del afeitado era el punto culminante de su relación, el momento en el que se satisfacía el amor de mi hermana, un goce que se repetía cada mañana: nuestro padre, delante del espejo, se pasaba la brocha por la cara al tiempo que emitía con la garganta un zumbido grave que crecía en la misma medida que la espuma, como si gozara sacando de la nada una espuma tan hermosa y abundante; mi hermana imitaba el sonido y, cuando ya estaba enjabonada toda la cara y el zumbido casi se había hecho rugido, mi padre callaba bruscamente, también mi hermana callaba, y entonces se hacía una pausa muy agradable mientras mi padre aclaraba la brocha y la dejaba en el estante de vidrio, y cuando, con un ceremonioso movimiento, él levantaba la cuchilla, mi hermana le miraba la mano conteniendo la respiración, y mi padre la miraba a los ojos por el espejo y, con un ronco gemido de placer, deslizaba la cuchilla tensando la piel con dos dedos, y repetía el sonido a cada pasada de la cuchilla con la que se llevaba la espuma y la barba; el juego consistía en fingir que la cuchilla hacía mucho daño a la espuma, pero también mucho bien y, a cada pasada, mi hermana gritaba de alegría y también de dolor al mismo tiempo que nuestro padre, luego observaba con gran excitación cómo se vestía y permanecía sentada a su lado balbuceando mientras él se desayunaba; pero, en cuanto él se limpiaba los labios con la servilleta y se levantaba de la mesa para marcharse -si no era domingo, el día en el que al acto de limpiarse los labios seguía el de fumar tranquilamente un cigarrillo-, en la cara de mi hermana la alegría se trocaba en desesperación, se aferraba al brazo y la mano de nuestro padre y, si él había olvidado dejar preparados los expedientes que necesitara, tenía que llevar a rastras a la niña no sólo del comedor al recibidor, sino del comedor al despacho y del despacho al recibidor; si el juego del afeitado le divertía también a él, esta escena le irritaba y a veces los labios se le crispaban en la sonrisa forzada con que trataba de disimular, y juraba entre dientes por tener que someterse día tras día al mismo ritual, y estaba a punto de golpearla, pero entonces se asustaba y dominaba el impulso con renovada paciencia, y cuando por fin llegaban a la fatídica puerta en la que la separación era inevitable, mi hermana pasaba bruscamente del paroxismo de Ia desesperación a la abulia de la resignación y dejaba que nuestro padre la tomara de la mano y dócilmente lo acompañaba hasta la verja, donde esperaba el coche con el motor en marcha.
Quién podría explicar por qué fui hacia ella, si yo quería rehuirla, no turbar su ensimismamiento que me brindaba la oportunidad de escapar; evidentemente, yo no era consciente de los celos que me inspiraba su incondicional devoción por mi padre, ni de que estos celos me hacían buscar su compañía, por el afán de compartir su añoranza.
También con Kálmán, a causa de nuestro común afecto por Maja, sentía yo una afinidad similar.
Ella se sujetaba a un barrote de la verja, yo me senté en la escalera, mientras bebía la leche, procurando que la nata no me entrara en la boca y, con una alegría malsana, casi denigrante, saboreaba la tristeza que irradiaba su cuerpo.
Porque el cuerpo exhala sus sentimientos, sólo hay que estar lo bastante cerca para percibirlos.
En su dolor veía yo un reflejo deformado de la sensación que había suscitado en mí la pérdida del cuerpo desnudo de mi padre, una sensación de carencia que nunca superaría.
Al cabo de un rato, ella se volvió hacia mí y empezó a seguir mis movimientos, lo que me impulsó a beber la leche más despacio todavía, para hacerla durar; yo hacía como el que no ve ni siente una presencia, se mantiene indiferente, se desentiende de ella, con lo que, instintivamente, ahondaba en su herida, acrecentando su sensación de abandono.
Hasta el momento en que le pareció que el tazón de la leche podía consolarla.
Alargó la mano hacia él, pero yo me lo llevé a la boca y di un sorbetón.
Ella se soltó de la verja y se acercó a mí, mejor dicho, al tazón, al sorbetón, al acto de beber.
Ahora estaba a mi lado y en esta proximidad se inició nuestro diálogo mudo. Yo seguía fingiendo no darme cuenta de que ella quería la leche y, con ademán casual, me puse el tazón entre las rodillas, para protegerlo.
Ella extendió el brazo y entonces yo retiré el tazón.
Sólo soltó un débil quejido, aquel sonido odioso con el que por la tarde esperaba a nuestro padre.
Porque no sólo sabía cuándo se levantaba él, sino que también adivinaba cuándo regresaba a casa.
Por las tardes, cuando yo esperaba a Livia, entre cuatro y cinco, dondequiera que estuviera, le entraba de pronto un vivo nerviosismo, inquietud y desasosiego, y dejaba oír aquel gemido interminable, como si la alegría se anunciara con dolor, y porfiaba en el sonido hasta que éste se convertía en llanto, un llanto que iba subiendo de tono; aunque no era propiamente llanto, porque no derramaba lágrimas, más parecía la queja de un animal, que ella, deambulando por la casa y el jardín o agarrada a la verja, mantenía hasta que nuestro padre llegaba a casa.
Si mal no recuerdo, mi hermana no daba estas exageradas señale de pena o de júbilo cuando estaba reunida toda la familia, por ejem pío, en la sobremesa del almuerzo del domingo.
Cansado de oír su llanto, metí el índice en el tazón y saqué la nata de la leche. Esta bobada tuvo la virtud de distraerla de su dolor, y se inclinó hacia mí con la boca abierta, dando a entender que quería la nata.
Le acerqué el dedo a la boca, como el que enseña el cebo al pez pero, antes de que ella pudiera atrapar la nata con los labios y la lengua, retiré el dedo, repetimos el juego hasta que su boca volvió a contraerse con la mueca del llanto, y entonces le di el cebo y el dedo.
Ella chupaba con fruición, y yo, para aumentar su placer, le puse en la mano el tazón ya casi vacío y salí por la verja que estaba a su espalda corriendo con todas mis fuerzas para que, cuando se diera cuenta de mi marcha, no viera más que la calle vacía.
En el sendero estaba Kálmán.
Estaba en el sendero que, encima del campo de maíz situado detrás de la casa de sus padres, conducía al bosque, tenía en la mano un bastón y con un extremo apuntaba al suelo, sin moverse.
El viento agitaba las relucientes hojas verde oscuro del maíz con una crepitación seca y el bosque murmuraba.
Qué estaba haciendo allí, le pregunté cuando llegué arriba, jadeando, casi tuve que gritar, para dominar con la voz el bramido del viento, pero él no me contestó, volvió la cabeza despacio y me miró fijamente, como el que no sabe con exactitud quién tiene delante.
A sus pies, en medio del camino, había un ratón muerto, al que no había tocado con la punta del bastón.
A mí no se me ocurría qué podía haberle sucedido, porque cuando había dado la vuelta a la granja buscándolo -a aquella hora no se podía gritar, porque sus padres y hermanos dormían-, todo parecía estar en perfecto orden: había sacado a los pollos y los gansos, el establo estaba vacío y en la porquera los lechoncitos se agarraban con ansia a las tetas de su madre, plácidamente tumbada en el suelo.
Me acerqué a la cerda, para ver cómo seguía, y ella levantó la cabeza y me gruñó largamente, como si me reconociera y se alegrara de verme, y a mí me hubiera gustado compartir con él inmediatamente la satisfacción, la tonta sensación, de que el animal me quería.
Un poco más allá, su perro corría alrededor de un arbusto, hundía el hocico en las hojas, volvía a dar vueltas, muy excitado, y otra vez husmeaba y escarbaba en el sitio en el que había encontrado algo sensacional que no conseguía atrapar.
Al ver que estaba observando a unos escarabajos enterradores que trajinaban en torno al ratón muerto, me agaché a mirar, con la esperanza de hacerle hablar; me irritaba su silencio, quizá era efecto del viento, pero yo me sentía muy excitado y pletórico de energía como para poder identificarme con él sin una transición, pero tampoco podía preguntar qué le pasaba, porque estas cosas no se preguntan.
Si más no, porque la desgracia debía de ser tan grande que ni se daba por enterado de mi actitud deferente, al contrario, hacía como si estuviese allí por casualidad y hasta le mortificara haberse quedado mirando a aquellos estúpidos escarabajos; con su gesto y con su inmovilidad, me daba a entender que estaba muy equivocado si creía que tenía algún plan, él ni miraba los escarabajos ni pensaba hacer nada, estaba allí y nada más, y yo podía guardarme mi interés, no me necesitaba, a ver si lo dejaba en paz, sería inútil que hiciera como si aquellos escarabajos me interesaran tanto, él me veía las intenciones, y le bastaba con el maldito viento y este asco de sol y el chiflado de su perro, y yo podía irme al cuerno de una vez.
Pero yo no me moví, lo cual no dejaba de ser humillante, porque su indiferencia y su retraimiento hacían que pareciera inútil quedarse, y a pesar de todo, me quedé.
¿A qué había venido? ¿Por qué venía a su casa? Pero ¿adonde había de ir si no? Y, si no venía yo a su casa, ¿no iría él a la mía? Porque, cuando yo me enfadaba, cuando me sentía ofendido y la herida de mi amor propio era muy profunda como para que pudiera olvidarla y encogerme de hombros, era él el que se presentaba en nuestra casa, sonriendo de oreja a oreja como si no hubiera ocurrido nada, aunque yo sabía bien que no venía exclusivamente por mí sino porque trataba de impedir que yo fuera a casa de Maja y, aunque no de forma tan descarada, yo hacía otro tanto, también iba a su casa para averiguar si había ido a ver a Maja.
La diferencia entre nosotros consistía en que él trataba de vigilarme, estorbarme y retenerme, en tanto que yo sólo quería controlar y saber, y, cuando no lo encontraba en su casa ni su madre podía decirme adonde había ido, cuando en vano recorría el bosque con la esperanza de que mis suposiciones fueran falsas porque lo encontraría por ahí, y no lo encontraba, sentía que los celos me ahogaban, pero no tanto por Maja como por Kristian.
Porque, mientras yo andaba por ahí solo, triste e indefenso, ellos estaban juntos sin pensar en mí para nada, porque yo nada significaba para ellos.
Pero de esto nada podía saber él.
Tampoco podía saber que mis celos, cuando él conseguía burlar mi vigilancia y escapar a casa de Maja, no eran tan fuertes, ni mucho menos, como los suyos en el caso contrario, porque a mí no me afectaba tanto lo que él pudiera hacer con Maja, mejor dicho, me hubiera gustado saberlo, pero me producía cierto placer, un placer doloroso, desde luego, pensar que, en un asunto que yo creía que no me interesaba especialmente, él fuera mi sustituto, y yo, el suyo, y cuando estaba en casa de ella esta idea de la sustitución me apasionaba.
Era como si Maja no amara en nosotros a dos seres diferentes sino a uno solo, que, sin embargo, no podía concretarse individualmente en ninguno de los dos, de manera que, cuando ella me hablaba a mí también le hablaba a él, un poco, y cuando estaba con él también parecía querer estar conmigo, por lo que, mal que nos pesara, cada uno debía soportar la presencia del otro, del extraño, que, por otra parte por familiar que a ella le resultara, no dejaba de ser un intruso que le impedía alcanzar el placer ansiado; Maja, por muchos aires de puta que se diera, a nuestros ojos, era un ideal, no era la veradera Maja, ni para él ni para mí, ni siquiera para sí misma, porque lo que buscaba en él o en mí sólo podía encontrarlo en los dos y, al no hallar a ese ser único, sufría e imitaba la coquetería de Sidonia, con lo que se convertía a nuestros ojos en una especie de símbolo de la feminidad al que nosotros hubiéramos debido oponer nuestra masculinidad, pero no podíamos saber aún que ella, precisamente con este juego de las sustituciones, en el que aprendíamos unos de otros y unos con otros, estaba llevándonos hacia nuestra realización; paciencia, nos exhorta la naturaleza, cada cosa a su tiempo, aunque a veces haya que sacar esta paciencia de la impaciencia de un amor arrebatado.
Y yo creía que, en este confuso juego, sólo yo ganaría, porque aunque entre ellos hubiera ocurrido algo irremediable, algo más, pongamos por caso, que un beso, y ese «algo más» lo deseaba yo también, naturalmente, el gran secreto que compartíamos Maja y yo -nuestra investigación- impedía que Kálmán, con su enamoramiento o lo que fuera, se interpusiera entre nosotros, él nunca podría romper nuestra unión.
Y si hubiera ocurrido lo irremediable yo lo hubiera percibido a través de Maja, algo me hubiera transmitido ella.
Kálmán y yo nos atenazábamos mutuamente con astucia y ardor, y, comparado con este abrazo perpetuo que, en los momentos de celos, parecía mortal, el hecho de que nos hubiéramos tocado el pene el uno al otro era una menudencia, o, si no, la consecuencia de nuestra rivalidad.
Pero después de lo que habíamos pasado juntos la noche antes, a partir de ahora, hiciera lo que hiciera, nunca más podría ofenderme, y nunca más podría yo decirle lo que tal vez le hubiera dicho en un caso similar, por ejemplo: «Que te den, gilipollas», antes de salir corriendo; como yo corría más que él, sólo tenía que procurar lanzar e insulto en el instante mismo de salir disparado, porque él era más ha bil y podía ponerme la zancadilla.
Por otra parte, me parecía que su mal humor y su furor no estaban dirigidos contra mí sino que tenían un carácter más general, debía de haberle sucedido algo desagradable; aunque en aquel momento ignoraba la causa, deseaba ayudarle, porque pensé que tal vez tenía que ver con Maja, y traté de distraerle.
Empujé ligeramente el ratón con el dedo, lo que hizo que los escarabajos enterradores se inmovilizaran inmediatamente, expectantes, pero sin escapar abandonando la presa.
También lo de los escarabajos tenía su historia.
Por cierto que a mí con Livia me ocurría lo mismo, de repente, sin que hubiera sucedido nada especial, me invadían la postración y la repugnancia, como si estuviera en una zanja profunda, oscura y resbaladiza, en la que sentía un odio asesino hacia todo el que se asomara a mirar: que se largara, que reventara, que desapareciera para siempre de la faz de la tierra.
Mi dedo rozó una cosa blanda y el cadáver cedió plásticamente, el ratón tenía un ojo abierto y por su hocico contraído asomaba un colmillo bajo el que había una gotita de sangre coagulada.
Yo esperaba que él me gritara que me estuviera quieto, porque no le gustaba que la gente manoseara las cosas.
Había sacudido a Prém por un lagarto.
Un bonito lagarto verde con cabecita azul turquesa -no muy grande, todavía flaco de la invernada, y joven, a juzgar por las escamas- que tomaba el sol en un tronco, era primavera, la época en que los lagartos aún están un poco torpes y, al sentir nuestra presencia, retrocedió, pero despacio, sin ganas, reacio a dejar el sol por la fría sombra, y se quedó mirándonos con sus ojitos vivos, hasta que pareció convencerse de que no teníamos intenciones hostiles y bajó los párpados con lasitud, confiándose a nuestra benevolencia, y entonces Prém no pudo seguir conteniéndose y lo agarró, y aunque en el lagarto despertó al momento el instinto de conservación y pudo escapar, tuvo que dejar la cola, que quedó retorciéndose en el tronco, goteando sangre rosada, y fue entonces cuando Kálmán se echó sobre Prém, vociferando.
Pero ahora mi movimiento no lo impulsó ni a decirme una palabra y, tan pronto como la sombra de mi mano se apartó, los escarabajos volvieron al trabajo.
Mis conocimientos acerca de los escarabajos enterradores, al igual que de otros animales y de muchas plantas los debía a Kálmán y, aunque yo no era insensible a los fenómenos de la naturaleza, tal vez la diferencia entre nosotros consistía en que yo era un observador y él sentía estos fenómenos como algo propio, y mientras la observación despertaba en mí excitación, dolor, repugnancia, temor o entusiasmo, sentimientos que casi inmediatamente se traducían en el deseo de intervenir, él se identificaba profundamente con ellos, como el que, tanto bajo la tortura del más terrible dolor como en el goce de la más exquisita alegría, cede a sus emociones, no las reprime con prejuicios ni temores, él era neutral como la naturaleza misma, ni sensible ni insensible, su ecuanimidad era de otra índole; creo yo que así reaccionan las personas bien templadas, y quizá por eso nada le repugnaba, por eso no tocaba nada que no le tocara a él, por eso lo sabía todo del bosque, escenario de sus andanzas; se movía despacio y en silencio, su vista era clara e infalible, en este terreno no admitía discusiones, aquí mandaba él, sin querer mandar; esta naturalidad lo blindaba contra todo reproche, como aquel domingo en que, a primera hora de la tarde, apareció de improviso en la puerta de nuestro comedor; a los ojos de los adultos ofrecía un aspecto francamente grotesco, nosotros estábamos todavía de sobremesa, mi primo Albert, el hijo de la tía Klara, un joven mas bien grueso, con una calva prematura, al que yo admiraba por su aplomo y su aire de superioridad casi tanto como lo despreciaba por su hipocresía y su estupidez, estaba contándonos el caso de un tal Emilio Gadda, un escritor italiano; porque mi primo era el único miembro de la familia que cultivaba una vena más o menos artística, era cantante, profesión que en aquellos años se consideraba tan insólita como ventajosa, viajaba mucho y poseía un abundante repertorio de anécdotas que gustaba de relatar con su agradable voz de bajo, que hacía presagiar una estimable carrera lírica, y cierto aire de modestia, entremezclando los acontecimientos con comentarios picantes y pequeñas melodías, como si hablara cantando y cantara hablando, citas musicales con las que daba a entender que él eso del cante lo tenía tan arraigado que ni en los momentos de grato esparcimiento podía dejar de ejercitar su preciosa voz; pero cuando Kálmán apareció de pronto en la puerta, descalzo y con su raído calzoncillo, mi primo se interrumpió y soltó una carcajada sonora y autocomplaciente: ¡qué gracioso chiquillo, sucio y maleducado!, y los demás le hicieron coro, pero yo me avergoncé un poco de mi amigo y también de mí mismo, por haberme avergonzado de él, que, sin una palabra de saludo, me hacía señas para que saliera inmediatamente, el motivo que le había traído debía de parecerle tan importante que no prestó atención a los circunstantes, como si no viera a nadie más que a mí, lo que tengo que reconocer que no dejaba de ser cómico.
Los escarabajos, a pesar de las piedrecitas y los terrones que entorpecían su labor, excavaban rápidamente debajo del ratón, utilizando a modo de pala su cabeza puntiaguda, que hacían girar sobre su negra coraza y expulsando la tierra hacia atrás con sus patitas articuladas; abrían primero una zanja alrededor del cadáver, después cavaban debajo de éste hasta hundirlo en el suelo y, por último, lo cubrían cuidadosamente, enterrándolo sin dejar huella, de ahí su nombre de enterradores, según me explicó Kálmán; su trabajo es pesado y, como tienen que enterrar animales que, comparados con ellos, son gigantescos, dura muchas horas, aunque desinteresado no es, porque, antes de empezar la tarea, ponen sus huevos en el cadáver, de los que saldrán las ninfas que, cuando crezcan, una vez se hayan comido e cadáver putrefacto, saldrán a la luz del día; es su vida.
Aquel domingo habían enterrado una rata, lo que resultó una labor incomparablemente más fácil, a pesar de que la rata era más grande, pero aquí, en el camino, en torno al ratón, el terreno no solo era compacto sino pedregoso.
Trabajaban nueve escarabajos.
Dos anchas franjas rojas cruzan las negras corazas dorsales en cuello y abdomen, y finos pelos amarillos protegen las delicadas articulaciones de su cuerpo.
Cada escarabajo trabaja en un territorio delimitado con precisión, oero el esfuerzo está concertado, porque cuando uno tropieza con un terrón o una piedra, parece llamar a sus compañeros, que dejan su tarea y acuden rápidamente al escollo, lo palpan con sus largas antenas en forma de cuerno y, una vez han estudiado la situación, se tocan mutuamente con las antenas, como si cambiaran impresiones; si es un terrón, varios escarabajos se ponen a triturarlo y, si es una piedra, tratan de retirarla entre todos.
Mientras yo observaba a los escarabajos preguntándome qué podía ocurrirle a Kálmán, él empezó a hablar de pronto, para decir que Kristian le había hecho caer la jarra de la leche de la mano, adrede.
Yo no sabía de qué me hablaba.
Pero él repetía que lo había hecho adrede, que no había sido sin querer sino a propósito.
Yo seguía sin entender qué había hecho Kristian.
Anoche, empezó con un profundo suspiro cuando, por fin, tras repetir varias veces la pregunta, conseguí sacarle del estupor provocado por la intencionalidad de Kristian, había olvidado decírmelo, pero anoche habían dormido en la tienda, sí, aquella gran tienda militar que tenía Prém, y esta mañana él les había subido leche recién ordeñada, y Kristian le había gastado la broma estúpida de decirle que había una mosca en la leche y, cuando él se había inclinado a mirar, el otro, por debajo, había golpeado la jarra, que había caído al suelo y se había roto, y esto nunca se lo perdonaría.
Hablaba completamente en serio, y el viento bramaba con tanta fuerza que yo casi tenía que leerle las palabras en los labios, pero él no me miraba, volvía la cara como si le avergonzara hablar de aquello o como si le avergonzara no poder reprimir la queja, mientras yo, al imaginar la escena de este burdo truco que siempre da resultado, y cómo la leche le saltaba a la cara, no pude menos que reírme.
Era como si con aquello Kristian hubiera querido darme una satisfacción a mí, aunque yo nunca había pensado en tomar revancha de Kálmán.
Pero ahora me parecía que con mi risa me vengaba de él, y era grata la venganza, a pesar de que traicionaba su confianza, pero no pude menos que reírme; en cuclillas junto a los atareados escarabajos, levanté la mirada, era visible la huella que había dejado Kristian en su gran cara inocente y en sus ojos, francos a pesar de la ofensa, y descubrir en su cara la huella de Kristian me complacía tanto que no podía ni quería contener la risa, ¡es una suerte que a veces uno no se dé cuenta de lo que hace!, me abracé las rodillas y me dejé caer en el suelo, revolcándome materialmente de risa, porque Kristian le había tirado la leche a los morros, y la jarra se había caído al suelo y ¡cras!, se había roto a sus pies y toda la leche se había derramado, era en vano que yo viera que él me miraba dolido y desconcertado, ¡y es que él no podía entenderlo!, cómo iba él a entender que Kristian le dominaba y le trataba con tanta crueldad porque él, Kálmán, no hablaba ni entendía este lenguaje, pero yo sí entendía el lenguaje de la crueldad y de la fuerza y no sólo lo utilizaba sino que incluso podría decirse que era lo único que teníamos en común Kristian y yo, el lenguaje de la arrogancia y la fuerza, que seguía siendo nuestro idioma común, aun cuando ejercitábamos nuestros recursos verbales a distancia, y ahora me complacía sentirme unido a Kistian por este lenguaje secreto, a costa de Kálmán.
Dónde estaba la gracia, preguntó, mirándome con sus límpidos ojos azules, dónde estaba la gracia, su madre le echaría una bronca, era una buena jarra vidriada.
¡Y, además, una jarra vidriada!, celebré, riendo con más fuerza todavía, por la pura alegría que provocan el daño y la destrucción, y precisamente porque no sabe uno lo que hace, pero se siente libre en su inconsciencia, ahora se me antojó que tenía que hacer algo más, era muy fuerte la alegría que bullía dentro de mí como para que bastara mi propia risa para manifestarla, ya no era suficiente su mera presencia y el parpadeo de perplejidad de sus pestañas pajizas para alimentar aquella hilaridad que me asfixiaba: en una apoteosis de ruindad, decidí hacerle intervenir activamente en mi fiesta -aparte de que mi risa no era más que un beso en la boca de Kristian- y, mientras me revolcaba por el suelo, al lado del cadáver del ratón, riendo de mi propia risa, le di un golpe en las piernas que le pilló desprevenido y le hizo caer encima de mí.
La risa, la diversión, el beso, el placer de la inesperada venganza acabaron cuando, al caer, él me agarró por el cuello con las dos manos y de su cara se borró por completo la huella de Kristian, y, aunque yo le rodeé el cuerpo con los brazos arqueando la espalda para desasirme, era tan impetuosa la corriente de odio que mi risa había desatado en él que, para contenerla, hacía falta más fuerza y más habilidad de las que yo poseía; inmediatamente comprendí, y fue como el último destello del pensamiento, que tendría que servirme de medios más ruines e indecentes todavía, pero hubiera sido indigno utilizarlos inmediatamente, primero había que pelear, había que acepta las reglas de honor del proclamado estado de guerra, fingiendo valor, arrojo y hombría, pero no conseguía sacudírmelo de encima, me atenazaba el cuello con una fuerza que hacía que en mis oídos se apagara el rugido del viento y la oscuridad se cerrara sobre mí como una lluvia roja; el peso de su cuerpo era insoportable, aunque la presión de sus manos despertó mis fuerzas defensivas, qué eran éstas, comparadas con aquel odio desatado, que ya en el momento de la acometida comprendí que no estaba provocado únicamente por la risa ni por mi persona sino por la ofensa infligida por Kristian, era el reverso de la inocencia, la bondad, la paciencia y la consideración características en él. ¡Quería estrangularme!, hacerme pagar lo que le había hecho Kristian y vengarse por lo de Maja, esto no era broma, quería cortar mi risa para siempre, ahogar en mí a Maja y a Kristian, me oprimía contra el suelo con el peso de su cuerpo, me tenía inmovilizado, yo no podía utilizar las caderas ni los pies para defenderme, pero conseguí que aflojara la presión de sus manos un momento y aproveché el respiro para darle un cabezazo en la frente, nuestros cráneos chocaron con un ruido seco, vi una lluvia de centellas, quedé atontado y no sólo perdí la ventaja de la sorpresa tan esforzadamente conquistada, sino que salí perdiendo porque entonces él, para inmovilizar mi cabeza, me hundió el codo en la cara, de manera que, para liberarme, yo no podía retorcerme más que hacia un lado, su brazo me apretaba la cara contra el suelo, la nariz me sangraba y mi boca abierta estaba al lado del ratón muerto.
No sé qué lugar ocupan en las estadísticas del crimen los asesinatos cometidos por niños, pero estoy seguro de que Kálmán quería matarme, mejor dicho, no creo que lo quisiera, que le moviera un propósito concreto, quizá una agresividad brutal lo cegaba, y, de no haber sentido yo el ratón tan cerca -lo tenía prácticamente en la boca-, si esta humillación, que distinguía esta pelea de nuestras riñas habituales, no hubiera movilizado esos instintos profundos que, ante la inminente derrota física, siguen buscando una salida, estoy seguro de que hubiera acabado conmigo, no sé cómo, quizá estrangulándome o aplastándome el cráneo con una piedra que tuviera a mano; a pesar de que la causa no era grave, el calor de la lucha lo ofuscaba, el control de la razón había dejado de funcionar, y lo que había empezado como chufla, broma y baladronada infantil, se había convertido en un momento en una lucha a muerte, una situación límite en la que la mente puede despertar fuerzas físicas desconocidas porque prescinde de toda consideración moral, no se para a decidir si lo que es posible es lícito y, por lo tanto, no contempla las posibilidades del cuerpo desde el punto de vista de la moral convencional sino oclusivamente desde el de la mera supervivencia, y éste es sin duda un instante extraordinario y crucial en el que parece que Dios mira hacia otro lado, un momento estelar a la hora de la remembranza, aunque el que recuerda, por inevitables fallos de la memoria, no puede evocar decisiones, preguntas y respuestas concretas del diálogo interior, aparte las imágenes caóticas del alma y la maraña de los sentimientos; a partir de este momento, la mente no tiene más objeto que el cuerpo y por ello tampoco tiene voluntad, no queda nada más que la forma escueta que, en sí misma, sin el conocimiento, ya no es la nuestra, o más exactamente, por lo que se refiere al control de las cosas, ya no es la nuestra, es ella la que decide y dispone en lugar nuestro, y sin duda no es casualidad que los poetas canten con tanto fervor la relación entre el amor y la muerte, porque nosotros en ningún momento percibimos con tanta claridad el derecho de autodeterminación de nuestro cuerpo como cuando luchamos por nuestra vida o cuando experimentamos el éxtasis amoroso, es la percepción del estado más arcaico del cuerpo humano, a partir de ahí el cuerpo no tiene historia ni Dios pierde su peso y su contorno, no se ve en ningún espejo, ni lo desea, se convierte en un punto luminoso en perenne explosión en la infinita negrura interior; por ello no quiero dar a entender que en aquel momento yo pensara lo que hacía, no, aquellos simples movimientos, reveladores de numerosos defectos de mi carácter, los reconstruyo ahora a partir de los vestigios de mero sentimiento que quedan en mi recuerdo, y si hablo de defectos es porque, al mirar atrás, sin yo quererlo, interviene el inevitable criterio moral, lo cual en realidad no es más que una deformación de los hechos, análoga a los juicios que emitimos después de las grandes guerras, con los que ennoblecemos lo que es vil clasificándolo por las categorías morales de valor y cobardía, honor y deshonor, lealtad y deserción, porque es nuestra única posibilidad de recuperar, asumir y situar este período inmoral, este estado de excepción, en la aburrida monotonía de lo cotidiano; si en aquel momento de angustia yo hubiera cerrado la boca, hubiera mordido el ratón y la sangre de mi nariz hubiera caído sobre él, pero la imagen que yo ofrecía debía de ser tan insólita, repugnante y hasta quizá traumática, que, durante una fracción de segundo, él aflojó la presión de su mano y percibí en él una cierta vacilación, lo que, no obstante, no me brindó una verdadera posibilidad de zafarme, sino que abrió sólo una rendija al alma, para que descubriera la total derrota del cuerpo; no, en aquel instante yo no pensaba en Maja, aunque esta derrota también podía significar una pérdida irreparable frente a ella, pero ¿dónde va a refugiarse el alma para salvarse sino en lo último a lo que ha renunciado? En la risa, yo tenía que volver a reír, con desmesura, con ganas, y de esta risa nueva y frenética que hacía burla de su ansia asesina, de su victoria y de su fuerza, que me hacía volver a sentir su piel, y el calor de su cuerpo desnudo, de esta risa malévola y pérfida nació el movimiento inmediato, las cosquillas y, por la alegría del efecto conseguido, mi boca se cerró sobre el cadáver del ratón; en este momento, él me asió la cabeza con las dos manos y la golpeó contra el suelo, pero no me importó, mi alma rastrera me había dado la clave para resolver la situación, yo le hacía cosquillas y me reía, mientras me ahogaba y escupía; él, para sujetarme las manos, hubiera tenido que rodar de encima de mí, y esto equivalía a renunciar a la victoria, pero tampoco podía soportar las cosquillas, cuatro veces por lo menos me golpeó la cabeza contra el suelo -me pareció que una piedra afilada me cascaba el hueso detrás de la oreja- y entonces empezó a gritar, ¡y cómo gritaba!, el furor ponía en su garganta un aullido triunfal que, en el apogeo de su victoria, se quebró en una risa chillona, porque no sólo su piel, su cuerpo arqueado y sus músculos tensos se resistían a la risa, también sus alaridos tenían el propósito de intimidarme, él trataba de defenderse de esta risa inoportuna, pero cuando su cuerpo se irguió, huyendo de mis dedos, yo pude por fin repetir mi fallido intento y escurrirme de debajo de él empujándolo con las caderas y golpeándolo con los pies, y él, debilitado por las cosquillas, se dejó expulsar jadeando y gimiendo y los dos rodamos, entre gritos y risas, del camino a los matorrales, mientras el perro aullaba, ladraba y arañaba y mordía el aire, y esto decidió el resultado de la pelea.
Entonces eché a correr por el bosque, gozando del placer de la carrera y de la fuerza del viento, él corría detrás de mí, pero no podría alcanzarme, porque, si mi huida era el reconocimiento de su victoria, también era mi desquite, el perro corría con nosotros, todo quedaba ahora en un juego, estábamos empatados y reconciliados, y entonces, como el joven macho que acaba de pelear por la hembra, con la euforia de haber conseguido escapar, con el placer de sentir la velocidad con que avanzaba mi cuerpo y la agilidad con que esquivaba las ramas haciendo quiebros, con la libertad que infunde la energía, entonces sí me acordé de Maja, de cómo corría delante de Sidonia por la pendiente del jardín, debió de ser por las risas, por la similitud de las situaciones, me parecía que yo era Maja, y es que mi forma de pelear tampoco era la propia de un muchacho; él trotaba y jadeaba detrás de mí, las ramas crujían y se partían bajo nuestros pies, las hojas nos azotaban el cuerpo entre siseos, murmullos y chasquidos, no dejé que me alcanzara -yo era más rápido y quería demostrárselo poniendo distancia entre los dos- hasta que llegamos al calvero, en cuyo extremo, bajo los árboles, habían plantado la tienda.
Cuando me paré bruscamente y me volví a mirarlo vi que temblaba de pies a cabeza, ya no se reía, estaba pálido y su piel tostada por el sol parecía manchada.
Jadeábamos echándonos mutuamente el aliento, yo me limpié la nariz con la mano y me sorprendió ver la sangre, también sangraba detrás de la oreja, pero esto no me interesaba en absoluto, estábamos los dos muy excitados, aunque fingíamos indiferencia, como para reparar en estas cosas.
Yo sabía que él estaba al tanto de lo que me proponía, lo había notado mientras corríamos, y él me comprendía lo mismo que yo a él.
La sangre le impuso un poco, pero con el ademán con que me limpié la mano en el muslo, le di a entender que eso ahora carecía de importancia, a mí no me preocupaba y tampoco él debía preocuparse.
Era una suerte que, gracias al viento, no nos hubieran oído acercarnos, por señas, le indiqué que avanzara un poco más, y se escondiera detrás de un arbusto y también que algo había que hacer con el perro.
Los observamos en silencio desde la espesura.
Pero el perro nos observaba a nosotros, no entendía aquella parada repentina y era de temer que hiciera un movimiento que nos delatara o, incluso, que se pusiera a ladrar en son de protesta.
Y, para que la cosa saliera bien, era indispensable que no sospecharan.
El viento ondulaba la hierba alta del calvero que relucía al sol.
Todo debía seguir como estaba ahora.
Kristian se encontraba cerca del borde inferior del calvero, tenía en la mano una rama larga que, abstraído y con la indolente elegancia peculiar en él, estaba tallando con su cuchillo de monte con puño de marfil del que estaba muy orgulloso y que debía de ser de su padre, cortaba las hojas, seguramente, para hacer un espetero, y Prém, que estaba sentado en lo alto de un árbol no muy lejos de él, le decía algo que el viento no nos dejaba oír claramente.
Algo de unas tablas que tenían que traer.
Kristian no contestaba, sólo levantaba la cabeza con aire distraído y le dejaba hablar, mientras sostenía la rama a distancia y hacía saltar los pequeños haces de hojas con un ligero movimiento del cuchillo.
Entonces me di cuenta de que, hasta aquel momento, nunca los había visto juntos a solas, a pesar de que, por sus indirectas, sus insinuaciones y sus despectivas observaciones, tenía que haber comprendido que eran inseparables, porque, por más que los observaba y especulaba sobre ellos, todo lo que los rodeaba era un misterio, y sus medias palabras me parecían la prueba de su común deseo de pasar inadvertidos; como si sólo existieran ellos dos y un mundo aparte, carente de todo interés, poblado por seres extraños, inferiores y estúpidos; si alguien lograba acercárseles, se avenían a jugar con él, amigablemente y de buen grado, como dos futbolistas bien compenetrados que juegan con el forastero por cortesía y para distraerse; de este modo, su vida en común permanecía oculta, y quizá éste fuera el secreto de su seguridad y su superioridad, que te hacía creer que ellos gozaban de la vida verdadera, la que todos ambicionamos pero que nos está vedada, y vedada ha de permanecer, porque ellos son los guardianes de esta vida maravillosa.
Yo ansiaba esa vida y me mortificaba vivamente no poder tenerla o, por lo menos, participar de ella.
La tienda estaba en el borde de la parte alta del calvero, debajo de los árboles y, a su lado, se veían un balde azul, volcado, el mango vertical de una pala hincada en el suelo, el montón de leña preparado para la hoguera nocturna, la hierba del calvero que se ondulaba, más allá, la mancha roja de una manta de lana, de pie en la parte baja, Kristian que, de vez en cuando, se llevaba una mano a la espalda, como para espantar una mosca impertinente, y, subido al árbol, Prém: el cuadro respiraba una paz y una armonía que casi podían interpretarse como un mensaje secreto, pero yo esperaba descubrir secretos más emocionantes.
Kálmán se agachó sigilosamente, tomó una piedra que estaba junto a su pie y, con un movimiento rápido, la arrojó hacia el perro, apuntando cuidadosamente para no tocarle.
La piedra dio en el tronco de un árbol, y el perro, sin moverse, miró a Kálmán, como si le hubiera entendido pero no supiera a qué venía aquello y movió la cola ligeramente, con reprobación.
Kálmán siseó furioso, le hizo seña de que se largara, que se fuera a casa, que desapareciera, levantó otra piedra con gesto amenazador, aun temblaba y estaba pálido.
Entonces el perro empezó a andar, con paso inseguro y no en la dirección en que Kálmán quería que fuera sino hacia nosotros, pero, de pronto, de sus ojos se borró todo interés por nuestras personas, dio media vuelta y, por más que Kálmán siseaba y amenazaba con la piedra, salió trotando al calvero; lo seguíamos con la mirada sin movernos, lo vimos desaparecer, ahora sólo se adivinaba dónde estaba por cómo su cuerpo interrumpía la suave ondulación de la hierba, por fin, su lomo oscuro surgió allá abajo, a los pies de Kristian, que levantó la mirada y le dijo algo y el animal se paró, dejó que Kristian le rascara la cabeza con la punta del cuchillo y se fue trotando por entre los árboles.
Que Kristian no sospechara, que no mirara en dirección a nosotros, que no indagara de dónde venía el perro, nos produjo un júbilo triunfal, Kálmán dio unos puñetazos al aire y nos miramos sonriendo ampliamente, y resultaba extraña la sonrisa en su cara todavía pálida, él seguía temblando, como si luchara contra una fuerza que no podía descargarse por sí sola y que desafiaba a sus puños con insistencia, o contra una enfermedad desconocida que lo enfebrecía; también el cuello lo tenía más pálido, pero no la piel del cuerpo, que sólo parecía haberse contraído, estremecida, con aquellos cambios, era como si a mi lado tuviera a un desconocido, sensación a la que entonces, a causa de mi propia excitación, no di importancia, porque, ¿qué puede haber en el mundo que un niño no encuentre natural?, ¡y qué puede haber que no comprenda! -el temblor, la palidez, el brillo vidrioso de los ojos habían borrado de sus facciones su expresión plácida y bonachona característica, a pesar de que ahora parecía más robusto y bien formado que nunca y hasta más guapo, aunque quizá sería más apropiado decir que la capa de grasa que tenía bajo la piel que le daba aquel aire bondadoso se había fundido y la vibración nerviosa de sus músculos desnudos hablaba ya de un nuevo Kálmán, más hermoso pero transfigurado, sus tetillas moradas parecían más grandes sobre los músculos del pecho que la fiebre hacía temblar, la boca, pequeña, los ojos, inexpresivos y, en lugar de la naturalidad de siempre, advertía yo ahora una rigidez que acentuaba sus formas anatómicas, una buena razón para reflexionar sobre las leyes de la belleza-; si aún viviera, mi curiosidad acerca de las leyes funcionales de la belleza me haría preguntarle por las causas internas de aquella transformación, pero murió delante de mis ojos, casi en mis brazos, la noche del veintitrés de octubre de mil novecientos cincuenta y seis, un martes, por lo que no puedo sino suponer que su excitación, provocada por nuestra pelea, su derrota y su triunfo despertaron en él sentimientos desconocidos contra los que su cuerpo, precisamente porque eran desconocidos, no pudo luchar; entonces echó a correr y yo fui tras él, y, si es cierto que la idea salió de mi cabeza, no lo es menos que sus músculos fueron los primeros en entrar en acción; corríamos con precaución, buscando a cada tranco un lugar seguro para asentar el pie, a fin de no hacer ruido y dando un rodeo, para que Prém no nos viera desde el árbol.
Rodeamos el calvero y llegamos a la roca memorable en la que nos habíamos tocado el uno al otro y desde la que, protegida por las matas de espino blanco, Sidonia había visto a Pisti pegar al cobrador y, de la impresión, le había venido la regla. Vista con los ojos de hoy, no es una roca, naturalmente, sino una simple piedra plana, no muy grande, erosionada por el agua y el hielo y cuarteada por raíces, que se desmenuza a capas, y cuando, años después, pasé casualmente por allí, me sorprendió comprobar cómo los niños, en su inocencia, pueden considerar observatorios discretos y escondites seguros lugares tan expuestos y arbustos tan poco tupidos.
Kristian había terminado de tallar la vara y dijo algo que el viento no nos dejó oír, pero en aquel momento Prém, tensando el cuerpo y buscando puntos de apoyo con los pies, empezó a bajar del árbol.
Había llegado el momento, mejor dicho, ya no podíamos esperar más. Yo saltaría primero y Kálmán me seguiría, él ya no podía reprimir por más tiempo su energía acumulada, si le hubiera dejado, se hubiera lanzado a lo bruto, pero yo quería saborear los efectos de la sorpresa.
A grandes zancadas llegamos a la tienda sin ser vistos y, uno tras otro, nos arrastramos al oscuro interior, que era sorprendentemente espacioso, la gruesa lona no dejaba pasar la luz, hacía calor, hubiéramos podido ponernos de pie, pero nos movíamos a gatas, en el aire enrarecido enseguida percibí el fino olor de Kristian, sólo una raya de luz entraba por la abertura del techo medio levantada, oscureciendo más que iluminando el interior de la tienda; chocábamos constantemente con brazos y piernas, cegados tanto por la luz como por la oscuridad, nos arrastrábamos entre los objetos palpándolos ávidamente, aún me parece oír a Kálmán husmear como un animal, pero no puedo encontrar en mi memoria ningún otro detalle, aparte de aquel palpar y arrastrarnos excitados en la oscuridad asfixiante, el brillo de su nuca en la franja de luz oblicua, el jadeo de su respiración; ignoro, por ejemplo, cuánto tardamos en decir algo, creo que no teníamos necesidad de hablar, yo sabía lo que él quería, lo que él haría, y él, lo que quería y haría yo, sabíamos por qué deseábamos apoderarnos de aquellos caros objetos que nos producían un vértigo de alegría, dentro de un momento saldrían volando de la tienda y, no obstante, cada uno de nosotros estaba solo, encerrado en su furor, en lo que nos parecía la auténtica vida secreta de los conspiradores; creo recordar que empezó él, debió de levantar el ala de la puerta y echarla sobre el techo, lo cierto es que la tienda se llenó de luz, eso lo recuerdo claramente, y entonces oí chocar con estrépito contra el suelo la olla que había salido disparada describiendo un amplio arco, yo tenía en la mano una linterna, a partir de entonces, arrojábamos lo primero que encontrábamos, cosa por cosa, no importaba lo que fuera, mientras fuera duro y se rompiera, los objetos estallaban, reventaban, se partían, se astillaban, no había tiempo para escoger, revolvíamos furiosamente en la ropa, prendas de vestir, trapos, sacos, mantas, chocando en nuestro frenesí, porque ya subían corriendo hacia nosotros por el calvero, Kristian, con el palo y el cuchillo; aunque quedaban todavía muchas cosas, yo, incluso en pleno delirio, procuraba que lo más delicado, como el catalejo, el reloj de cocina, el farol que parecía oxidado al tacto, los tenedores, el encendedor y la brújula fueran a parar lo más lejos posible y en las direcciones más diversas.
Yo gritaba, gritaba con todas mis fuerzas llamándole, tiraba de él, había que salir de allí, porque ya empezaban a sonar las pedradas en la lona; Prém corría, se agachaba, lanzaba la piedra y seguía corriendo con una habilidad endemoniada, como si la acción de agacharse y lanzar no le frenara, pero Kálmán estaba ciego, obsesionado, no me oía, y tuve miedo de verme obligado a dejarlo, algo que me parecía imposible, yo empujaba y tiraba de él, pero él parecía no darse cuenta de que ya estaban allí; Prém había adelantado a Kristian, no teníamos tiempo, había que actuar, y, mientras yo salía a rastras por detrás de la tienda y, asiéndome a raíces y ramas, sin dejar de mirar atrás, trepaba hacia la maldita roca para ponerme a cubierto detrás del espino, él se quedó parado delante de la tienda hasta que los tuvo a pocos pasos, mirándolos a los ojos, se agachó y, sin apresurarse, dio la vuelta a la tienda arrancando una a una todas las estacas, las más flojas, de un simple puntapié y, echando a correr a su vez, me siguió.
La tienda cayó en el momento en que llegaban ellos, el espectáculo los dejó atónitos, y si alguna idea tenían de lo que había que hacer, se les olvidó, y se quedaron allí plantados, jadeantes y perplejos.
Bajo el aullido del viento se oía chirriar las piedras que Kálmán hacía rodar con los pies.
La derrota era total y definitiva, por eso no se movían, no gritaban, no podían perseguirnos ni insultarnos, era imposible abarcar todos los daños de una sola mirada, y cualquier movimiento o palabra no hubiera sido sino el reconocimiento del descalabro, sencillamente, no disponían de una reacción a la medida de aquel desastre, una satisfacción más para nosotros; a pesar de nuestra retirada, ahora ocupábamos una posición muy ventajosa en nuestro camuflado otero, mientras ellos estaban en descubierto allá abajo; Kálmán se tendió sobre el vientre a mi lado, para no delatar nuestra posición, y nos quedamos quietos, esperando; era una victoria, sí, pero nadie sabía qué consecuencias podía tener, por eso no diré que nos regodeáramos, al contrario, lo mismo que ellos, calculábamos ahora el alcance de nuestra acción, y yo empezaba a sentirme inquieto, no por la alevosía del ataque ni la ruptura de la amistad, que estaban justificadas, sino porque barruntaba que, con la destrucción de objetos de valor, habíamos cruzado una frontera prohibida, no debimos hacerlo, desde aquí no se podía volver atrás a nuestros juegos habituales, a esto tenía que seguir algo terrible y catastrófico, eso ya no podía considerarse un juego; con la destrucción de aquellas cosas, los exponíamos a una intervención de los padres, de consecuencias imprevisibles y, por muy justificada que estuviera nuestra venganza, los habíamos entregado, por lo que nuestra victoria era una vil traición con la que nos situábamos fuera de la ley, porque no sólo nos habíamos erigido en jueces sino que los habíamos puesto en las manos del enemigo común, y sabíamos que a Prém su padre lo golpeaba todas las noches, y no con la mano sino con el cinturón y con el bastón y, si caía al suelo, con el pie, y el farol y el despertador eran suyos, y cuando los oía romperse pensé que Prém se los habría llevado sin permiso, pero no dejaba de ser una victoria y no íbamos a renunciar a sus momentáneas ventajas por consideraciones morales o la preocupación porque la magnitud de los daños fuera a proporcionarles una superioridad moral que no podríamos soportar.
No se miraban, estaban quietos delante de la tienda caída, Kristian, con el palo en una mano y el cuchillo en la otra, lo que, vista su derrota, resultaba más ridículo que amenazador, las caras, también totalmente inmóviles -no podíamos adivinar si, secretamente, por señas, preparaban un cotraataque-, como si reconocieran que aquello era el fin; Prém apretaba un puño, como si aún sostuviera en la mano la piedra que acababa de lanzar, pero, si ya había acabado todo, ¿qué hacíamos ahora?, yo no sé qué pensaba Kálmán, yo sopesaba las posibilidades de una retirada inmediata, incondicional y silenciosa, teníamos que salir como fuera de aquella situación denigrante, retroceder, abandonar cobardemente el teatro de operaciones y olvidar nuestra victoria lo antes posible, pero entonces Kálmán se alzó bruscamente sobre una rodilla y, como si acabara de darse cuenta de que estaba echado sobre un depósito de municiones, tomó un puñado de piedras y empezó a lanzarlas desde detrás de las matas, sin apuntar. La primera dio a Kristian en un hombro y las otras se perdieron. Y entonces, como impulsados por un mismo resorte pero en direcciones opuestas, empezaron a correr por el claro, el uno hacia la derecha y el otro hacia la izquierda y desaparecieron entre los árboles. Con ello, por un lado dividían el ataque y desconcertaban a los atacantes y, por el otro, disipaban la ilusión de que, en su derrota, no supieran qué hacer.
Aunque sus caras no lo habían dejado traslucir, tenían un plan, esta carrera no era, pues, una huida, allí, delante de nuestros propios ojos, se habían puesto de acuerdo con su lenguaje secreto sin que nosotros nos enteráramos; así pues, entre ellos había algo que no podía ser destruido.
Siseando con rabia, dije a Kálmán que era un idiota por andar a pedradas sin ton ni son, y un hijo de puta; nunca le había llamado tal cosa, pero ahora me hizo mucho bien pronunciar esas palabras, fue como una especie de venganza por todo.
Él seguía de rodillas, con piedras en las manos y sólo se encogió de hombros ligeramente, como dando a entender que no sabía por qué me enfadaba, que no había razón, de su cara habían desaparecido las manchas claras, ya no tiritaba, estaba tranquilo y hasta contento, y me miraba con la obtusa superioridad del triunfador, tenía la boca abierta, sus ojos habían perdido aquel brillo alarmante, pero en su actitud amistosa percibía yo cierto desdén, y, con un ademán, me indicó que ahora, probablemente, tratarían de rodearnos, por lo que valdría más que me calmara y me diera la vuelta, porque había que asegurar la retaguardia.
Yo estaba furioso, de buena gana le hubiera sacudido o le hubiera hecho caer de la mano aquellas malditas piedras: por una jarra de leche me había enemistado para siempre con Kristian; me puse de rodillas jurando para mis adentros, mientras entre nosotros volaban dos mariposas negras que casi le rozaron el pecho y se elevaron en tirabuzón junto a su cara, pero no le llamé estúpido campesino de mierda como deseaba, sino que le agarré la mano, pero tampoco eso me salió como pensaba, no sé qué me ocurría, lo cierto es que empecé a suplicarle, vamonos ya, por favor, le llamaba Kálmánka, un diminutivo que sólo usaba su madre, lo que me hizo sentir asco de mí mismo, le dije que todo aquello era una idiotez, que no tenía objeto, que qué más quería, que si no venía lo dejaría solo, y entonces volvió a encogerse de hombros y retiró la mano, dándome a entender que por él podía irme adonde quisiera, que le tenía sin cuidado.
Le dije que era un jodido idiota, y se lo dije por Kristian.
En realidad, deseaba decirle que no debíamos haber hecho aquello, pero no podía olvidar tan fácilmente que la idea había sido mía, y no se enmienda una mala acción con una injusticia, también él me importaba, ¡sólo que no de igual manera!, bien lo sabía yo, ¡no de igual manera!, y, por otra parte, el momento de la victoria no era el más apropiado para portarse como un bellaco, por eso no tenía más remedio que ponerme insoportable.
Pero más asco me daba a mí mismo, por no poder marcharme, me revolví sobre la roca, indeciso, me eché sobre el estómago y miré hacia el bosque por si aparecían por allí.
En cierto modo, estaba agradecido a Kálmán, porque, al quedarle, algo de dignidad había salvado, por lo menos, mi cobardía había quedado entre él y yo, y él no se había permitido hacer ni el menor comentario, aunque había comprendido -aquel destello de malicia que yo había visto en sus ojos-, y quizá, por primera vez, asumido que Kristian era muy importante para mí, y que él, en realidad, no contaba.
El sol nos quemaba, ni el viento mitigaba su calor, la piedra ardía, no ocurría nada, sólo acudían moscas, y hubiéramos tenido que aceptar que no vendrían, aunque de un momento a otro podían salir zumbando por entre los árboles, porque una cosa era segura, no renunciarían a la revancha; en cualquier momento, yo hubiera podido gritar ¡ya están aquí!, y hasta pensé en no advertirle, ¡qué vinieran y que hicieran lo que quisieran con nosotros! Los árboles que murmuraban, crujían y castañeteaban al viento, las ramas que se agitaban y combaban, los huecos que se abrían y cerraban en el sotobosque, los destellos irregulares de las hojas, todo me daba la impresión una vez y otra de que oía pasos, rechinar de suelas, de que una cara acechaba entre la espesura, cuerpos surgían de detrás de un tronco, o se escondían, pero nada de eso sucedía, era en vano que yo esperara recuperar a Kristian por una traición, no venía nadie, yo no podía sino, por las tácitas leyes de un estúpido código del honor, seguir tostándome en aquella piedra, ojo avizor, permanecer en la trampa al lado de Kálmán; como el asunto no me afectaba ni me interesaba, para no tener que pensar, amontonaba piedras, para demostrarme a mí mismo mi propósito de combatir, así las tendría a mano, llegado el caso, pero también esta tarea acabó, ya no había nada más que hacer, y cuando él se movió y me rozó casualmente el pie con el hombro, yo lo retiré, me desagradaba el calor de su piel.
Había que contar con la posibilidad de que no vinieran solos, sino que trajeran refuerzos, de que uno de ellos estuviera observándonos mientras el otro ya había ido en busca de ayuda, y, sin embargo, yo no pensaba más que en el cuchillo de Kristian, ¡que me atacaba por detrás con el cuchillo!, y eso hacía que sintiera en la espalda con más fuerza los rayos del sol y la caricia del viento.
Debía de ser casi mediodía, pero aún no se oían las campanas de la iglesia cercana que resonarían en todo el bosque, el sol estaba perpendicular y calentaba como si hubiera descendido sobre nosotros; de no ser por el vendaval, no hubiéramos podido resistir aquellas horas de inactividad, dos veces le pregunté si veía algo, ya que yo nada veía, y no me contestó, y su obstinado silencio me reveló que un mismo encono mantenía nuestros cuerpos inmóviles sobre la roca, el miedo amansa el furor y la llama del odio se extingue en la cobardía; pero este sentimiento, reprimido y envolvente a la vez, no estaba dirigido a los otros dos sino a nosotros, no era un miedo corriente, miedo a que pudieran traer refuerzos, rodearnos, zurrarnos y derrotarnos, porque era evidente que, pasara lo que pasara, no teníamos esperanzas, y la falta de esperanzas reduce el miedo, era sólo que, en estas horas de incertidumbre, nosotros mismos habíamos destruido la superioridad conquistada, la había destruido aquel extraño sentimiento compartido; es destino de los vencedores castigarse a sí mismos como no les ha castigado el enemigo; nuestros cuerpos hablaban, nuestro silencio era clamoroso, nuestra piel tenía una elocuencia demoledora; en esa hora, habíamos comprendido que nuestro triunfo no era discutible sólo moralmente sino también por simples cuestiones prácticas; ni siquiera acerca de su significado estábamos de acuerdo, para cada uno significaba algo distinto, y poco a poco fuimos descubriendo los límites de nuestra amistad, descubrimos que nuestra momentánea alianza, concertada a espaldas de los otros dos chicos, se había roto; por más que nos hubiéramos rebelado contra ellos, por más que, durante el breve tiempo de la conspiración y la acción, hubiéramos considerado aquella unión tan firme como la de ellos, nuestra alianza no había podido resistir el éxito ni mantenerlo; le faltaba el ingrediente secreto, nosotros dos no bastábamos, podíamos ser, como mucho, cómplices, pero nos faltaba la armonía que nace de la compenetración y la complementariedad que habíamos combatido en ellos, que yo les envidiaba, que me exasperaba, que había resultado inexpugnable como una fortaleza y, a través de la mágica radiación de esta armonía, mágica, sí, no me asusta la palabra, ellos no sólo nos habían otorgado su amistad, sino que también nos dominaban, y era una buena cosa, pero ahora nosotros habíamos malgastado, disipado, destruido aquella cosa buena y éramos nosotros los perjudicados; el lugar de Kálmán estaba a su lado, su calma, su sensatez y su bondad eran buen contrapunto para la turbulencia, la malicia y el humor feroz de la pareja, pero yo sólo podía establecer relación con ellos desde fuera, a través de la amistad de Kálmán, como frío observador del triunvirato, por mí solo no tenía acceso a ellos, pero necesitaban a alguien en el exterior, que asegurara y robusteciera la unión; también era una jerarquía en cuya cúspide estaba Kristian, sin duda por su encanto y su ingenio, así habíamos tenido que aceptarlo y no lo discutíamos, porque nos gustaba que así fuese y porque eso marcaba nuestra vida, y quizá yo hasta deseaba sufrir por él, porque algo bueno y útil podía salir de ello; Kálmán tardó más en advertir lo que yo había descubierto enseguida, que en nuestra victoria estaba nuestro fracaso definitivo, y que ahora yo perdía, además de mis esfuerzos, todo lo de bueno tenía mi vida, y en su actitud advertí que comprendía sería inútil seguir allí, inútil esperar, inútil defender nuestro honor, porque, aun en el caso de que nosotros los derrotáramos, lo que era poco probable, nunca podría restablecerse el viejo orden destruido, y no había un orden nuevo, sólo el caos.
Mira, dijo de pronto en voz baja, ronca de la sorpresa y, a pesar de yo estaba esperando un sonido, una señal, algo, su advertencia me pilló desprevenido, porque en el desierto de la espera hasta el movimiento de un grano de arena es inesperado y sorprendente, rápidamente levanté la cabeza, aquélla no era su voz de combate sino su vieja voz que, gratamente sorprendida, salía de una tranquila contemplación, la voz que tenía durante nuestras excursiones cuando por fin, descubría lo que había estado esperando, un pajarillo caído del nido, una oruga peluda, un puerco espín que escarbaba en la hojarasca, yo tuve que incorporarme para ver.
Abajo, donde el empinado y sinuoso sendero que subía de la calle salía al calvero entre dos espesos arbustos, por entre las hojas agitadas por el viento, aparecieron un destello blanco, un trozo de tela roja, un brazo desnudo, un fulgor dorado, eran las tres chicas que venían por el camino.
Subían sin detenerse, estaban cada vez más cerca, venían en fila india, muy juntas, casi tapándose unas a otras por el estrecho sendero, y ahora, al salir a campo libre, casi tropezaron entre sí; hacían pequeños movimientos, se agachaban, se volvían, charlaban, reían, Hedi, siempre tan amiga de recoger flores, llevaba un ramillete en la mano e, inclinándose hacia atrás, lo agitaba delante de la nariz de Livia, jugando, y hasta le golpeó suavemente la cara, ella era la del vestido blanco, Maja le dijo algo al oído, pero en un tono que también debió de oír Livia, cuya falda era el rojo que habíamos visto entre las ramas; ésta se adelantó corriendo y, como si quisiera arrastrar a Maja con su impulso, le tomó la mano, y Hedi agarró la otra mano de Livia mientras agitaba sus flores delante de la cara de Maja, ahora iban todas de la mano, muy juntas, y se acercaban a nosotros, paso a paso, Hedi, Livia en el centro y Maja, pendientes unas de otras, intercambiando palabras según un código indescifrable, dejándose llevar por el ritmo de la charla, juntando y separando las cabezas, y su avance entre la hierba del claro que el viento sacudía y revolvía parecía rápido y majestuosamente lento a la vez.
La escena no era insólita, ellas solían ir de la mano o del brazo, ni era de extrañar que Hedi llevara el vestido blanco de Maja, que se había puesto el de seda azul marino de Hedi, a pesar de que no le estaba a la medida; Hedi era más alta y más llena, «tiene más pechera», decían amigablemente, refiriéndose a las prendas de vestir, a mí me gustaba escucharlas, sospechaba que existía entre ellas una rivalidad similar a la que había entre nosotros, los chicos, pero a ellas parecía preocuparles menos el tamaño del busto que la cuestión de dónde colocar la pinza del pecho, que debatían con gran seriedad, y la descosían, ponían alfileres y daban tirones a la tela hacia uno y otro lado, con lo que mis sospechas se mitigaban, aunque no creo que fueran infundadas; lo cierto es que los vestidos de Maja aplastaban el pecho de Hedi, lo que «no favorecía nada», pero parecía que la sobra o la falta de ropa y la tan comentada diferencia de tamaño hacían todavía mas interesante el constante intercambio de vestidos, en el que Livia no intervenía, por cierto, y las dos amigas respetaban su reserva con delicadeza y sólo se probaban sus vestidos, no los usaban, además, el vestuario de Livia era modesto, aunque las otras dos todo lo encontraban «monísimo», y rivalizaban en prestarle pañuelos, pulseras, broches, cinturones, cintas y collares, para «arreglarla», que ella aceptaba encantada y con toda naturalidad, ahora mismo llevaba un collar de coral que Maja birlaba a su madre cada vez que quería ponerse el vestido blanco; aparte de estos caprichos, a ninguna parecía importarle que aquel intercambio sólo favoreciera a Maja, a ella le sentaban bien los amplios vestidos de Hedi, por lo menos, a nosotros nos parecía más mujer con ellos, la abundancia de tela disimulaba el aire desgarbado de su cuerpo un poco anguloso, entonces parecía toda una señora, era como si ese desigual intercambio tuviera por objeto el de compensar la verdadera diferencia entre ellas, una diferencia que invitaba a ofensivas comparaciones y atormentaba a Maja, y es que Hedi era la más guapa, mejor dicho, era la que, en todas partes, se consideraba la más guapa, de la que todos se enamoraban, y la que, cuando iban juntas las tres, atraía todas las miradas, a la que los hombres susurraban obscenidades, a la que en la oscuridad del cine y en las apreturas de los transportes públicos parcheaban y pellizcaban incluso yendo con Kristian, lo que la humillaba y hacía llorar; era inútil que doblara los hombros hacia adelante y se protegiera el pecho con los brazos, y también las mujeres estaban encantadas con ella, sobre todo con su pelo, y lo acariciaban como si fuera una joya preciosa o hundían en él los dedos con avidez; con aquella melena rubia y ondulada hasta los hombros, la frente alta y abombada, las mejillas redondas y los ojos enormes y un poco saltones, ella era «la más bonita» y esto hacía sufrir a Maja de tal manera que siempre tenía que sacar el tema y ponderaba y alababa más que nadie la belleza de Hedi, como si se enorgulleciera de ella o esperara que alguien contradijera sus elogios; las largas y negras pestañas y las oscuras cejas de Hedi hacían sus ojos muy interesantes y luminosos, ella misma daba a sus cejas la forma y el grosor deseados arrancando con unas pinzas los pelos sobrantes, operación muy dolorosa que presencié una vez, ella tensaba la piel con dos dedos, asía los pelillos con la pinza y los arrancaba, mientras me miraba por el espejo y me explicaba que ahora estaban de moda las cejas finas y que había chicas que se las depilaban del todo y luego se las pintaban con lápiz, «como las cocineras», una ordinariez, porque la mujer elegante nunca debía seguir la moda ciegamente sino encontrar el equilibrio entre sus propias cualidades y las tendencias del momento, no como Maja, que a veces cometía el error de ponerse algo que estaba muy de moda pero que no le sentaba bien, y si le decías algo se ofendía, lo que era muy infantil, pero las cejas tenía que depilárselas, hacía daño, desde luego, pero no era tan terrible, y cuando una tiene unas cejas tan gruesas y tan feas como Maja debería depilárselas a la cera, que no duele nada, y bien que se depilaba las piernas a la cera, que las tenía muy peludas, pero ella no se dejaba las cejas muy finas, porque entonces recitaría más la nariz, y saldría perdiendo; quizá su nariz era un poco grande, delgada y aguileña, una vez dijo que tenía la nariz de su padre, y que la nariz era lo más judío de su cara, de no ser por eso, podría pasar por alemana, rió, no había conocido a su padre, lo mismo que Kristian, bueno, no se acordaba de él, había sido «deportado», y esta palabra me causó una impresión casi tan viva como la que se refería al padre de Kristian, que había «caído», y a mí me gustaba pasarle el dedo por la nariz, así tenía la sensación de tocar algo judío; pero el color de su piel compensaba con creces este pequeño defecto, si hay que considerar defecto a lo irregular, que también es parte integrante de la belleza, y es que su piel completaba todas sus gracias, no era blanca como la de la mayoría de las rubias de ojos azules, sino que tenía un delicado tono trigueño que daba a los irregulares rasgos de su cara la armonía de la perfección; y qué decir de los hombros redondos, las piernas fuertes y largas, el pie arqueado que se posaba en el suelo con suavidad, la cintura esbelta y las femeninas caderas que, al parecer, ella movía provocativamente, por lo que fue amonestada, y entonces la señora Hüvös, su madrina y casera, se presentó en la escuela e hizo una escena en la sala de profesores, dijo que más les valdría vigilar su sucia imaginación y no pensar guarradas y que «habría que prohibir a semejantes personas que se dedicaran a la enseñanza»; era una perfección que no sólo la distinguía en nuestro medio, sino que en todas partes llamaba la atención, era una belleza soberana, belleza que ella sacrificaba un poco con el intercambio de vestidos, pero lo hacía con gusto, porque Maja tenía ropa más bonita y más interesante.
Venían de casa de Maja e iban a la de Livia o de Hedi, y pasaban por allí para acortar camino o para dar a Hedi la oportunidad de recoger flores, actividad que ella, con toda franqueza, reconocía que resultaba favorecedora, lo mismo que tocar el cello y, en general, todo lo exquisito, su habitación estaba llena de platitos, jarros y floreros, y todos los días recogía flores frescas pero nunca tiraba las viejas sino que las secaba y conservaba durante mucho tiempo, a menudo mordisqueaba alguna planta, hierba, hoja o flor, no doblaba las páginas de los libros ni utilizaba más señales que flores u hojas secas y, si te prestaba alguna lectura, dentro encontrabas todo un jardín botánico; estudiaba cello y tocaba el voluminoso instrumento con habilidad.
Hedi solía actuar en las fiestas del colegio y una vez me pidió que la acompañara a la ciudad, porque tenía que tocar en un acto de los judíos y no le gustaba ir sola en el tranvía: regresaría tarde, el instrumento era muy caro y, sobre todo, los hombres no la dejaban en paz; su casa estaba en el centro, en la calle Dob, cerca de la sinagoga, era un edificio viejo y oscuro, que tenía en la planta baja un hogar para trabajadores con un patio en el que se lavaban los nombres, pero su madre, a la que yo no conocía, la había puesto a pensión en casa de la señora Hüvös, que vivía en la parte alta, donde el aire era más puro, ya que, al parecer, Hedi tenía un pulmón delicado, y, además, Ia señora Hüvös cultivaba un hermoso huerto y criaba animales de granja, por lo que su comida tenía que ser más nutritiva, pero Hedi me contó que todo eran excusas y que ella estaba a pensión porque su madre tenía un amante, un tal Rezsó Novák Storcz, un tipo «viscoso» al que ella no soportaba; la madre no estaba en casa, pero había dejado una nota clavada en la puerta en la que decía que esperaba a Hedi en el local de la fiesta y la ropa que tenía que ponerse, y si entonces me acordé de todo esto es porque aquella tarde Hedi llevaba el vestido de seda azul marino de Maja y su madre la obligaba a cambiarse; estábamos en el lúgubre rellano, delante de la puerta, y entonces pensé que a su padre se lo habían llevado de allí, imaginé una escena tumultuosa, un cuadro escalofriante: robustos trabajadores del transporte arrastran un cuerpo vivo y real por el descansillo como si de un armario o de un sofá se tratara, brillan los picaportes, las placas y los artísticos timbres antiguos de latón, en las paredes, impactos de bala, desconchados, parches sobre el revoque mugriento y chamuscado, orificios más pequeños de ráfagas de metralleta; era otoño pero aún hacía calor, por entre los tejados entraban oblicuamente los rayos de un sol fatigado, abajo, unos obreros en calzoncillos se echaban agua unos a otros y sus voces resonaban en el patio adornado con adelfas, alguien batía nata, por una puerta abierta se oía una radio, cantaba un coro, Hedi, sujetando entre las piernas el enorme estuche del cello, leía la nota como si se tratara del argumento de una tragedia, la leyó varias veces, palideció, no podía creerlo, pero sería inútil preguntar qué decía el papel y, cuando fui a mirar, se lo guardó y, con un suspiro, levantó el felpudo en busca de la llave.
En el piso, que era grande y fresco, estaban abiertas todas las puertas, y eran blancas; ella fue directamente al baño, el silencio era total, las ventanas de la calle estaban cerradas y cubiertas por gruesos visillos de encaje y cortinajes de terciopelo color burdeos ribeteados de pesadas borlas y recogidos formando drapeados, en aquel piso todo parecía tener varias capas superpuestas, todo era blando y muelle: las paredes estaban cubiertas de un papel con dibujo plateado, sobre el papel había colgaduras oscuras, y, sobre las colgaduras, marcos dorados con paisajes, bodegones y un desnudo iluminado por la llama púrpura de un pequeño fuego que ardía en segundo término, sobre las alfombras, lonas a rayas rojas, sobre las fundas floreadas de las butacas y los sillones, macasares de ganchillo, y en la habitación central, en la que yo me había quedado de pie, esperándola, la araña de cristal, con su funda blanca anudada a ras del techo, parecía la momia de un monstruo hinchado, el orden y la limpieza eran rigurosos e inhóspitos, los cristales, el cobre, los espejos y la plata tenían un brillo impecable, todo había sido restregado sin piedad, no se veía ni una mota de polvo.
Ella tardó en volver, no se oía correr el agua; luego, sonó una cañería, había abierto un grifo, no había ido al baño a hacer pipí sino a llorar un poco, y salió como el que ha hecho una tarea que consideraba inaplazable; esto es el salón, dijo, haciendo como si se enjugara por última vez los ojos, que tenía enrojecidos pero sin lágrimas, y ahí está mi habitación, prosiguió, debía de ser un disgusto que deseaba olvidar cuanto antes y aunque se esforzaba por sonreír, me daba cuenta de que le dolía que la viera en aquel estado y hasta que estuviera allí.
Había quietud en la casa, ella no dijo más, abrió el gran estuche negro, sacó el instrumento y se sentó delante de la ventana, tensó las cuerdas, las pulsó, dio resina al arco y siguió afinando; mientras tanto, yo iba de una habitación a otra, era fácil imaginar que de aquí se hubieran llevado a alguien, pero no que aquel Rezsó Novak hiciera con su madre todas las noches, en el oscurecido dormitorio que daba al patio, algo que «la ponía mala».
Yo había vuelto a la sala cuando ella se puso a tocar. La pieza empezaba con unos tañidos suaves, largos y profundos, me gustaba observar la expresión tensa y ensimismada de su cara, los dedos recorrían el mástil del instrumento, oprimían una cuerda, temblaban haciéndola vibrar, y se oían unos sones quejumbrosos, breves, que iban subiendo de tono hasta alcanzar un nivel en el que ella, trenzando rápidamente las notas agudas y graves, cortas y largas, tenía que desarrollar el tema de la melodía, pero se equivocaba y, tras varios intentos, abandonó, con gesto de contrariedad.
El gesto estaba dedicado a mí, aunque ella hacía como si yo no estuviera.
Apoyó el instrumento en la silla, se levantó, dio unos pasos hacia su cuarto, pero rectificó, volvió atrás, tomó el instrumento suavemente por el cuello y lo guardó con cuidado en el estuche, puso la resina y el arco en su sitio, cerró el estuche y se quedó en el centro de la habitación, sin decir nada.
Yo, no sé por qué, tampoco decía nada, sólo la miraba.
Hoy haría el ridículo, dijo, no era de extrañar que no pudiera concentrarse, no le basta con ir a todas partes con ese bicho repugnante, hablaba en voz baja y temblando de pies a cabeza, por lo menos podía tener el detalle de no llevarlo a su concierto, porque ella sabe perfectamente que la pone frenética tener que verlo; aquello me asustaba, yo nunca había oído hablar de una madre con tanto odio, y sentí vergüenza, como si tomara parte en algo prohibido, y sentí el deseo de protestar; y ella no soportaba, prosiguió, que aquel tipo estuviera allí sentado mirándola, pero no le basta con eso, dijo riendo coi amargura, también tiene que meterse en lo que me pongo, la blusita blanca, naturalmente, Hedi, cielo, y la falda plisada azul marino, sí, ¡para que esté fachosa y cursi a más no poder!, hacía por lo menos dos años que no llevaba aquella blusa ni aquella falda porque le estaban pequeñas, pero su madre hacía como si no se diera cuenta, ¡y es que piensa que así ese cerdo no va a comérsela con los ojos!
Furiosa, se quitó el cinturón y empezó a desabrocharse el vestido; el vestido azul marino tenía botoncitos rojos y también era rojo el citurón, y cuando se hubo desabrochado hasta la cintura y yo le vi la piel del pecho, quise darme la vuelta, porque no parecía que se desnudara por mí, sino porque iba a cambiarse, pero, con un solo movimiento, se quitó el vestido y se quedó delante de mí en la semioscuridad, sólo con las bragas y las sandalias, y el vestido en la mano, vuelto del revés, y la expresión un poco ausente.
En voz baja, me dijo que no tuviera miedo, que también a Kristian le había dejado verla así, y nos quedamos callados, y no sé cuándo desapareció la distancia que nos separaba, yo deseaba tocarla, ahora no estaba tan bonita sino más bien patosa, con las sandalias blancas y el vestido en la mano, pero sus pechos irradiaban paz y parecían dos ojos que me miraran, creo recordar, aunque no lo sé con exactitud, que entonces vino hacia mí, o yo fui hacia ella, o nos movimos los dos a la vez, como si ella se hubiera dado cuenta de su actitud casi infantil y, para dárselas de audaz y frívola, dejó caer el vestido, pero, al mismo tiempo, me rodeó el cuello con los brazos, para ocultar a mi mirada lo que ella misma había destapado; el olor de su piel, el vaho tenue de su sudor, me inundó la cara, con un movimiento involuntario, la abracé a mi vez, aunque lo que yo quería era tocarle el pecho, el cuadro debía de resultar francamente cómico, ya que yo no le llegaba ni a la barbilla, pero no me daba cuenta y hasta sentía dolor porque mis dedos no pudieran tocar lo que tanto ansiaba mi mente.
No de sus brazos ni de su piel sino de su pecho partió el movimiento con el que, suavemente, me besó en la oreja, luego rió y dijo que, si no tuviera a Kristian, me haría dejar a Livia, pero en aquel momento no me importaba lo que dijera, me importaba su pecho, su carne, no sé qué me importaba, su contacto blando y firme, aunque ella procuraba no apretarse contra mí, para percibir entre los dos la suavidad de la carne, enseguida se soltó riendo y se fue a otra habitación dejando el vestido en el suelo, sus pasos se llevaron su pecho, oí chirriar la puerta del armario y entonces me pareció que no había pasado nada.
Cuando Maja me dijo susurrando que ella sabía muy bien que yo sólo quería a Hedi, no protesté ni le juré que sólo la quería a ella, ni ie dije que no las quería ni a ella ni a Hedi sino únicamente a Livia, porque, en el fondo, a pesar de todo, yo deseaba que Hedi me hiciera olvidar a las otras.
Ya estaban casi en el centro del calvero cuando se pararon bruscamente y miraron en derredor con extrañeza, al darse cuenta de que aquí había sucedido, o estaba sucediendo, algo especial, extraño, algo peligroso, que aún no podían adivinar, y cuando me incorporé y las vi llegar, se me ocurrió la idea de que quizá las enviaba Kristian, de que esto podía ser una trampa, un ardid, pero por su sorpresa se veía que estaban aquí por casualidad y, aunque también yo estaba sorprendido, me parecía una casualidad feliz, francamente feliz, y me encantaba verlas escudriñar cada una en una dirección, descubrir cómo se evaporaba su alegría y cómo se oprimían las manos con más fuerza.
Con qué ternura se tocaban, se daban las manos, manteniendo un contacto constante mientras caminaban, cómo iban del brazo, cómo bailaban unas con otras o se besaban con la mayor naturalidad, o se intercambiaban los vestidos, como si quisieran regalarse algo mutuamente o dar a la otra una parte de sí, cómo se peinaban y se rizaban el pelo unas a otras con las tenacillas, o se pintaban las uñas y, cuando estaban disgustadas, cómo apoyaban la cabeza en el hombro, el regazo o el pecho de la amiga y lloraban sin avergonzarse y cómo compartían las alegrías abrazándose estrechamente -todo eso me hacía sentir un anhelo que estaba más allá de toda envidia, que apenas podía disimular y, en ningún caso, disipar-; aunque lo intentaba, porque tenía la sensación de que mi padre me vigilaba, que observaba y reprobaba cada uno de mis gestos supuestamente afeminados, quizá tenía sus razones, no sé, pero, cuando yo miraba a las chicas, y no podía evitar mirarlas, bastaba el más inocente movimiento para que me inundara aquel anhelo, y quizá pudiera ser ésta la explicación de por qué me hubiera gustado ser chica, y muchas veces me imaginaba que lo era y que tenía el derecho indiscutible a aquellos contactos físicos que no acarreaban ningún castigo, aunque yo intuía que en aquella aparente libertad había más instinto, temor, tensión y hábito de lo que yo estaba dispuesto a reconocer; y cuando no me ofuscaba el deseo de este contacto físico constante y desinhibido, yo comprendía que aquel contacto venía a ser una forma paralela de la rivalidad que existía entre nosotros, los chicos, a pesar de que nosotros no debíamos tocarnos, mejor dicho, teníamos que buscar subterfugios engorrosos, complicados y, en el fondo, humillantes, pretextos, trucos con los que tratábamos de engañarnos unos a otros para, a fin de cuentas, poder intercambiar de algún modo nuestros sentimientos más elementales; yo veía, por ejemplo, consumido por los celos, la profunda simpatía que impulsaba a Kristian a pelear continuamente cor Kálmán, era una manera de pelear típica de los chicos, que nunca sí da entre las niñas, que sólo en los casos más graves llegan a las manos, y entonces chillan, se tiran del pelo, arañan y muerden; entre nosotros, una pelea de mentirijillas, inconcebible entre las niñas, podia empezar incluso sin motivo, sencillamente porque queríamos palpar, asir, apoderarnos del deseado cuerpo del otro, deseo que sólo podíamos legitimar por medio de la pelea, porque, si nos hubiéramos abrazado o besado sin recato como hacían las niñas, los otros chicos nos hubieran llamado maricas, pero no era yo el único que actuaba con cautela, también los demás se vigilaban y procuraban no cruzar esa frontera, a pesar de que nadie sabía con exactitud qué quería decir aquella palabra, era una de esas expresiones de significado mítico, como casi todas las palabrotas y obscenidades con las que se alude a lo prohibido, «soplapollas», decimos, porque eso no se hace, o «hijo de puta», un ultraje a la madre; por otra parte, para mí la palabra se refería a una inclinación natural que Prém había explicado un día por algo que había oído a su hermano que, por tener seis años más, era una autoridad: «si un tío te la chupa, ya no puedes follarte a una mujer», había dicho, lo cual no requería comentarios ni explicaciones, porque estaba muy claro que todas esas cosas de los maricas son un peligro para la virilidad, que es, precisamente, lo más importante para nosotros, muchos de cuyos aspectos, sin embargo, escapaban a nuestra imaginación infantil; para mí la idea estaba asociada a esas cosas feas y repulsivas que hacían los mayores y que, naturalmente, uno no deseaba imitar, pero aquella palabra misteriosa no mitigaba los deseos que nos impulsaban a enzarzarnos en nuestras peleas de broma, si acaso, sólo los reprimía, aunque los chicos siempre estaban dispuestos a hablar de eso, yo observaba que no era el único y que, por ejemplo, cuando Kristian agarraba de pronto a Kálmán por la espalda y lo derribaba o cuando los dos echaban un pulso debajo del banco -uno de sus juegos favoritos, en el que estaba prohibido asomar la mano por encima del pupitre y apoyar el codo en el muslo: un brazo debía vencer al otro en el aire- y, rojos del esfuerzo, enseñando los dientes, trataban de mantener el equilibrio oprimiendo las rodillas del contrario con las propias, pero el objetivo no era vencer al contrario como en una pelea corriente, sino sentir su fuerza, su resistencia y su vigor, gozar de la igualdad, satisfacer el deseo mediante el incruento enfrentamiento de las dos fuerzas; también en las ternezas de las chicas se advertía cierta insidiosa doblez, menos perceptible, más velada, pero, cuando las veía parlotear, cuchichear y reír cogidas de la mano, consolarse y arrullarse e intercambiarse los vestidos, yo tenía la clara sensación de que el contacto físico sólo les estaba permitido como manifestación externa de su relación, de su amistad, de su alianza, que era un camuflaje necesario, parecido a nuestras peleas de broma, con el que, en lugar de manifestar sus verdaderos sentimientos, encubrían una conspiración secreta y hasta una viva hostilidad; esta sospecha se agudizó después del día en que, en el gimnasio, Hedi descubrió casualmente cómo nos mirábamos Livia y yo y le falto tiempo para propagar la noticia: estábamos enamorados, con lo que no sólo expuso a Livia al cotilleo general sino que la delató ante mí, dijo que Livia se había desmayado de amor por mí, con lo que la comprometía públicamente, pero ello no puso celosa a Maja sino que provocó en ella un gran entusiasmo y, a partir de entonces, se desvivía por facilitarnos entrevistas a solas; al mismo tiempo, sin embargo, parecía que, con sus cariñosas atenciones y su maternal aprobación, las dos amigas trataban de mantener a Livia entre sus garras, su aprobación era la trampa, su amabilidad, el lazo, porque, bajo el manto de la amabilidad y la aprobación, hacían ambiguas concesiones encaminas a establecer conmigo una relación más estrecha, como si pretendieran desconcertarme: por un lado, empujaban a Livia hacia mí y, por el otro, me hacían imposible elegir entre las tres y se aseguraban de que Livia sólo pudiera pertenecerme en la medida en que a ellas les conviniera; y Livia ni intentaba siquiera resistirse, porque la alianza secreta urdida por mi causa y contra mí, y la íntima relación con las otras dos, eran para ella más importantes que yo y, por otra parte, también le interesaba que esta secreta alianza pusiera coto a su fiera rivalidad, ya que, si se declaraban las hostilidades, quizá yo tomara partido por una de ellas, por eso era preferible que todo siguiera como estaba, en el aire.
Al parecer, Livia fue la primera en reaccionar, soltó las manos, se agachó y levantó con asombro el despertador que estaba entre la hierba, dijo algo, se rió, seguramente porque aún funcionaba y lo mostró a sus amigas; ella era la más tranquila de las tres, pero las otras no le prestaban atención y entonces fue sacando del marco las astillas de cristal y dejándolas caer, como si le divirtiera, luego se puso el reloj en la cabeza y así coronada empezó a andar con paso majestuoso, manteniendo el equilibrio.
Las otras dos, más prudentes, seguían inmóviles e indecisas, tendiendo el oído una hacia la derecha y la otra hacia la izquierda, y hasta que Livia, con un airoso movimiento, se puso la manta roja en los hombros, no empezaron a moverse, como si hubieran visto en ello una señal.
Corrieron tras ella, y Maja fue a envolverse en una sábana que había recogido del suelo, pero entonces empezó una disputa, porque Hedi también quería la sábana y las dos tiraban de ella, quizá Hedi pensaba que armonizaba mejor con el vestido blanco que le había prestado Maja, pero el conflicto se zanjó con asombrosa rapidez, de lo que se deducía que la pelea no era sólo por la sábana, también era cuestión de rango, y la sábana fue para Hedi, que siempre ejercía la preferencia que le otorgaba ser la más bonita, lo cual, evidentemente, sulfuraba a Maja; la sábana se convirtió en una especie de cola del vestido blanco, Maja ayudó a Hedi a colgársela del cinturón rojo, cor lo que Hedi quedó convertida en una especie de dama de honor, Livia era la reina y Maja, la camarera que, naturalmente, no supo arreglar la cola, y recibió un puntapié, para que aprendiera.
Hacían todas estas cosas deprisa y como de rutina, pero no en serio, podría decirse que jugaban, jugaban a jugar, aunque no movían a risa, porque se veía que gozaban con sus bobadas y porque allí estaban completamente fuera de lugar; nosotros las mirábamos conteniendo la respiración, sin haber comprendido aún, por la sorpresa, que, en aquella situación desesperada, serían nuestra salvación.
A mí me irritaban las tres, porque se mezclaban en algo que no les importaba.
Ahora volvían a caminar en fila india, Livia abría la marcha con Ia manta roja anudada debajo del cuello de la blusa y el despertador en la cabeza, Maja, que llevaba la cola de Hedi, estuvo a punto de tropezar con la olla, se agachó a recogerla, la levantó en alto y, con una profunda reverencia, pero no sin malicia, se la encasquetó a Hedi; así llegaron arriba, donde estaba la tienda desmontada.
Yo había comprendido a qué jugaban en el mismo momento en que ellas, sin decirse ni palabra, habían decidido a qué iban a jugar allí.
Livia tenía un libro muy grande, Reinas de Hungría, que solía llevar a casa de Maja, les gustaba mirarlo juntas, y en aquel libro había un grabado desolador, en el que se veía a la reina María, la viuda del rey Luis, recorrer en sueños el campo de batalla de Mohács entre espantosos cadáveres de soldados y caballos, en busca del cuerpo de su esposo.
Livia empezó a moverse como una sonámbula y las otras dos la imitaron, con los brazos extendidos hacia adelante, levantaban los pies como si avanzaran sin tocar el suelo y se golpeaban el pecho llorando y gimiendo como la reina del grabado, que es la estampa de la aflicción.
Delante de la tienda, Livia se arrojó al suelo con los brazos en cruz, y el despertador rodó por el suelo; ella exageraba los aspavientos, para hacer reír.
A mí no me hacía reír aquello, al contrario, me dolía verla hacer el payaso delante de las otras dos.
Kálmán miraba la escena con la boca abierta; yo deseaba intervenir, para poner fin al espectáculo.
Maja y Hedi la miraban, compasivas, se inclinaron parpadeando de emoción, la acariciaron y la sujetaron por debajo de las axilas, tratando de levantarla, pero era difícil separar a la reina del cadáver de su esposo.
Y, cuando se la llevaban entre las dos, reproduciendo exactamente la escena del grabado, ella empezó a vivir el papel y durante unos instantes su interpretación adquirió un realismo desgarrador, se debatía con un furor insospechado, ponía los ojos en blanco, extendía os brazos, y al fin se abalanzó hacia adelante con el cuerpo rígido y anto ímpetu que las otras dos casi no se bastaban para sujetarla, y sta imagen convirtió mi desdén en admiración, aquello me asombró, me pilló desprevenido -me ocurrió lo que en el cine cuando, al ver una escena de horror, para no gritar, llorar o echar a correr, tengo que decirrne que es película, que es mentira y que mi sentimiento tampoco puede ser auténtico-, pero en aquel momento Maja soltó el brazo que sujetaba y se alejó corriendo, con lo que las otras dos perdieron el equilibrio y quedaron en el suelo, en un montón; Hedi que, con la olla en la cabeza, no veía nada ni podía saber qué ocurría, cayó encima de Livia quien, a su vez, se aferró al cuerpo indefenso de su amiga, mientras Maja, indiferente, corría hacia el montón de la leña, allí descubrió las cerillas y, mientras las otras dos aún estaban en el suelo, riendo, ella se puso en cuclillas y encendió el fuego.
Entonces, entre los árboles, s,onó un grito, era Kristian, al que, como un eco, contestó desde el otro lado del calvero el grito de Prém, también Kálmán se puso a gritar, y unidos a sus gritos, oía yo los míos.
Ahogando el rugido del viento con nuestros alaridos de victoria, los dos corríamos cuesta abajo mientras los otros salían al claro por los lados; haciendo crujir las ramas y rechinar las piedras con los pies, caímos sobre ellas como una fuerza de la naturaleza desatada.
La llama prendió en las ramas secas, y el viento enseguida la hizo crecer y girar en un remolino de lenguas largas y aplastadas, Maja arrojó los fósforos y echó a correr hacia las otras dos, que se habían puesto en pie con un solo movimiento; cuando nosotros llegamos abajo, ya ardía toda la leña.
Las tres corrían ahora en direcciones distintas, pero estaban rodeadas y no podían escapar, y, sin saber por qué, yo me puse a perseguir a Hedi, Kálmán se fue detrás de Maja y Prém y Kristian corrían detrás de Livia, que huía veloz como un gamo; Hedi corría cuesta abajo, perdió una sandalia pero no se paró a recogerla; echaba la cabeza hacia atrás agitando su pelo rubio y arrastrando la sábana, y recuerdo que pensé que, si le pisaba la sábana, la haría caer, no sé muy bien qué ocurría a mi espalda, sólo vi que Maja casi había llegado a los árboles cuando Kálmán la agarró con los dos brazos, pero entonces Livia empezó a chillar desesperadamente, como si aquello ya no fuera un juego, y Hedi cambió bruscamente de dirección, y mientras yo, por el impulso que llevaba, pasaba de largo como un estúpido, ella tuvo tiempo de completar la media vuelta y subir a ayudar a Livia.
Peleaban en el suelo, y las llamas, alargadas por el viento, ondeaban sobre ellos; Hedi se arrojó sobre los contendientes gritando como una loca, quizá para indicar a Livia, que se retorcía en el suelo, que allí estaba ella para socorrerla, pero entonces yo me eché encima de Hedi, a pesar de que ya había visto lo que ocurría, que a Livia le habían bajado la falda roja, que estaba debajo de las rodillas de Kristian, lo que no les habría costado mucho, ya que sólo se sujetaba a la cintura con una ancha banda elástica, y ahora iban a por la blusa; mientras Kristian le sujetaba los muslos con las rodillas, para que no pudiera patalear, Prém trataba de reducir el frenético braceo con el que ella se defendía, y le tiraba de la blusa; pero no me di cuenta de la asombrosa circunstancia de que Prém no llevaba calzoncillo hasta el momento en que me arrojé sobre la espalda de Hedi, Livia apretaba los párpados y gritaba con todas sus fuerzas, y encima de su cara, justo encima, casi rozándosela al oscilar con los bruscos movimientos del forcejeo, colgaba el considerable pene de Prém.
Aun después de ver esto, yo seguía queriendo ayudar a los chicos y trataba de arrancar de la espalda de Kristian a Hedi, que se defendía con uñas y dientes.
Sólo que mi ayuda -por tantas razones, cuestionable- resultó innecesaria, porque Kristian, al sentir en la espalda el cuerpo de Hedi, soltó a Livia y, con una fuerte sacudida hacia atrás, se liberó de Hedi que se le había agarrado a los hombros y ahora resbaló al suelo; también Prém soltó a Livia, pero, cuando ella trató de escurrirse, volvió a asirla por la blusa, y no sé si los botones ya habían saltado o se desprendieron con el agarrón, lo cierto es que, cuando se levantó, ella tenía los pechos al aire; Kristian sonreía ampliamente, movía la cabeza haciendo brincar los oscuros rizos y, con un ágil quiebro, esquivó a Hedi, que volvía a atacar gritando; mientras, Prém corría detrás de Livia, pero pronto se vio que no la perseguía a ella sino que iba en busca del pantalón, y Livia, sujetándose la blusa sobre el pecho, corría con la falda en la mano entre los árboles, por donde ahora apareció Kálmán que, frustrado y perplejo, la vio alejarse con sus braguitas rosa; «¡eres un cerdo, un cerdo es lo que eres!», gritó Hedi a Kristian con la voz rota por el llanto, pero Kristian no parecía enterarse; como si Hedi le fuera totalmente indiferente, sostenía mi mirada con aire retador, yo me sentía sonreír de oreja a oreja, como sonreía él, que tenía largos arañazos en la frente y la barbilla, los dos nos sonreíamos, entre nosotros estaba Hedi, nos sonreíamos y nos mirábamos a los ojos, y entonces él levantó la mano por delante de Hedi y me dio un fuerte bofetón con el revés de la mano.
Se me nubló la vista y me parece que no fue del golpe.
Vagamente, advertí que Hedi, que ignoraba el porqué del bofetón, iba a defenderme, pero Kristian se desasió, dio media vuelta y, despacio, se alejó hacia el fuego que se retorcía al viento.
Yo debí de volver la espalda y marcharme sin más.
Debajo de los árboles estaba Kálmán, que nos miraba con indiferencia, Prém se ponía los pantalones, Maja había desaparecido.
Después Prém dijo que, cuando Maja prendió fuego a la leña, él estaba cagando, pero yo no le creí, porque para cagar te bajas el pantalón, no te lo quitas, aunque, después de todo lo que había pasado, de nada hubiera servido decirle a la cara que mentía.
También me enteré de que Kálmán consiguió atrapar a Maja, pero, para abrazarla, tuvo que abrazar también un árbol y, cuando quiso darle un beso en los labios, Maja le escupió en la boca y escapó.
Tendrían que transcurrir muchas semanas antes de que yo pudiera empezar a olvidar.
Nadie iba a casa de nadie, yo no me atrevía ni a salir del jardín, Para no encontrarme casualmente con uno de ellos.
Hacia el final del verano, sin embargo, pareció que se restablecía el antiguo orden de cosas; Kristian, quizá para dar celos a Hedi y reconquistarla, empezó a dedicarse a Livia, o quizá porque ahora se había fijado en ella, o porque quería hacerse perdonar; la esperaba, la acompañaba, Hedi los veía desde la ventana de su cuarto apoyados en la valla del patio del colegio, charlando confidencialmente, y fue a quejarse a Maja quien, a su vez, para mortificarme, me llamó por teléfono y me pidió que fuera a su casa, porque había encontrado algo muy sospechoso, un documento nuevo, entre los papeles de su padre; en realidad, no había encontrado nada interesante, por lo menos no parecía algo que pudiéramos utilizar, sólo era la copia de una nota interna en la que su padre rogaba al ministro del Interior que le confirmara que no obraba por cuenta propia sino por orden expresa, personal y directa del ministro, al poner escuchas en el teléfono de una tal Emma Arendt.
Maja quería cotillear conmigo y, de paso, ver el efecto que me producía la noticia, y a mí la ocasión me parecía propicia para la reconciliación, así que fui a su casa e hice como si no me interesara ni lo más mínimo lo que pudiera haber entre Livia y Kristian; aquel día acordamos no volver a hablar por teléfono de cosas importantes, porque, si su padre estaba autorizado a escuchar ciertas conversaciones, debía de existir un aparato para estas cosas y era posible que también en nuestros teléfonos hubiera escuchas.
Cuando salía, encontré a Kálmán en la puerta, que se puso colorado y dijo que casualmente pasaba por allí -a pesar de que ya no nos creíamos nuestras excusas, seguíamos mintiéndonos tenazmente-, y juntos nos encaminamos hacia mi casa, ya que él no podía tener motivos para quedarse y estaba obligado a ser consecuente con la excusa; por el camino me enteré de que había hecho las paces con Prém y Kristian, aprovechando la ocasión de que los mapas militares que eran de Kristian se habían quedado en casa de Kálmán; así pues, hacia finales del verano, poco a poco, con altibajos y algunos cambios, se reanudaron las relaciones, pero ya no era igual, faltaban el sabor y la vitalidad de antes.
Kristian, astuto y marrullero, llegó a decir que todo había sido puro teatro, minimizando lo ocurrido, y hasta planeó nuevas funciones en el mismo sitio; habría que cortar los arbustos que estaban debajo de la roca plana, aquello sería el escenario, y las chicas se encargarían del vestuario; al principio, quería dejarme fuera, pero las chicas se opusieron, al parecer, nuestra enemistad era importante para ellas, de modo que, mal que le pesara, decidió encargarme el texto, dos veces estuve en su casa, para discutirlo, pero volvimos a pelearnos y dijo que no necesitábamos texto, él quería una historia de guerra y yo, una historia de amor, que seguramente hubiera reflejado la realidad, pero, con mi obstinación, yo mismo me excluí, entre otras cosas, porque las chicas preferían ser heroínas que enamoradas.
Aquella tarde, Maja se disponía a ir a una de las funciones planeadas, a la que no se me había invitado, pero no habría más funciones, aquélla, la primera y auténtica, surgida de la casualidad, que hubiéramos debido olvidar, sería también la única, las demás fueron suspendidas por diversos y curiosos obstáculos, y es que, sin que nosotros hubiéramos advertido el cambio, los juegos de nuestra niñez habían terminado para siempre.
A pesar de todo, yo seguía yendo al bosque, para percibir a solas aquello que tanto nos asustaba entonces.
A la primavera siguiente, creció la hierba en la huella del fuego.
Por todo ello, después de tanto divagar, sin saber exactamente dónde nos hemos apartado del recuerdo ni a dónde hemos venido a parar, creo que ha llegado el momento de volver atrás al punto del relato en que Maja, en la revuelta cama, con su boca redonda entreabierta y los ojos un poco asustados, enamorados y rencorosos a la vez, deseaba y no deseaba que yo le dijera lo que sabía de Kálmán, y yo no podía decirle lo que quería decir; la voluntad, el propósito y el intento fallan en la nítida línea divisoria entre los sexos, allí percibía yo una fuerza superior, algo así como una ley o una erección; pero, al mismo tiempo, bastó la sola mención del bosque para hacerle perder aplomo, contrariar su propósito y obligarla a cambiar de planes, sin necesidad de revelar los celos que me atormentaban.
Aquella tarde queríamos registrar las carpetas de su padre, y a ello hubiéramos tenido que ponernos nada más llegar yo, puesto que nada ni nadie nos lo impedía; Sidonia tenía una cita y la madre de Maja había ido a la ciudad, pero teníamos una buena razón para demorarlo: el miedo; y es que ese secreto al que antes aludía tímidamente era que nos dedicábamos a investigar, unas veces en su casa y otras, en la mía, y he de agregar que en la mía era mucho más peligrosa la actividad porque mi padre no ignoraba mis aficiones detectivescas y cerraba con llave los cajones de su escritorio.
Desde la cerradura del cajón central se bloqueaban todos, pero, si levantabas el tablero haciendo palanca con un destornillador, el mecanismo se abría suavemente; Maja y yo sospechábamos que nuestros padres eran espías y trabajaban juntos.
A nadie he revelado este horrible secreto de mi vida.
Realmente, había en la conducta de ambos enigmas que daban pábulo a la sospecha, y nosotros nos manteníamos alerta, buscábamos y recopilábamos pruebas.
Ellos se conocían sólo superficialmente, es decir, nosotros pensábamos que así lo fingían, y aún nos hubiera parecido más incriminatorio que no se hubieran conocido en absoluto; a veces, sus viajes con destino desconocido coincidían, aunque cuando no coincidían y uno se iba cuando el otro acababa de regresar, también recelábamos.
Un día tuve que llevar al padre de Maja un sobre amarillo, lacrado, que pesaba mucho, y otro día ella y yo fuimos testigos de una escena muy sospechosa; mi padre venía de la ciudad en su coche oficial al mismo tiempo en que el padre de ella iba camino de la ciudad en el suyo, los dos coches pararon en la vía Istenhegyi, ellos se apearon, intercambiaron unas palabras aparentemente triviales y el padre de Maja dio algo a mi padre, ¡con un rápido movimiento!, y cuando, por la noche, le pregunté qué le había dado -naturalmente, yo tenía que someterlo a interrogatorio-, él me dijo que no metiera la nariz en todo y se rió de un modo sospechoso, y a mí me faltó tiempo para contárselo a Maja por teléfono.
Si hubiéramos encontrado pruebas incriminatorias, una nota, moneda extranjera, un microfilm -por las películas y las novelas soviéticas sabíamos que siempre hacen falta pruebas, y revolvíamos el sótano y la buhardilla buscando escondrijos-, si hubiéramos encontrado algo tangible e inequívoco, los hubiéramos denunciado, así nos lo habíamos jurado; porque, si son espías traidores, lo demás no importa, no hay que tener consideración, que se hundan, y no hubiéramos roto el juramento, porque esta común investigación en la vida de nuestros padres hacía que tuviéramos miedo y desconfiáramos el uno del otro, buscábamos con ahínco y deseábamos encontrar algo concreto para acabar de una vez, sentíamos la culpa en el aire y, si había culpa, tenía que haber una prueba; pero, al mismo tiempo, la posibilidad de encontrar tal prueba nos hacía temblar, aunque teníamos que disimular el miedo incluso ante nosotros mismos, porque demostrar miedo por el padre hubiera parecido a los ojos del otro como una ruptura del juramento, una traición, y demorábamos la búsqueda y nos estorbábamos el uno al otro para retrasar el momento del descubrimiento.
Ese momento podría ser magnífico y terrible; yo imaginaba que la prueba acusaría al padre de Maja exclusivamente, y ella sería tan valerosa que sólo una lágrima de furor y frustración asomaría a sus ojos.
Pero aquella tarde, por puro miedo, nos sumergimos de tal modo en los confusos sentimientos y sensaciones de nuestras almas y cuerpos que olvidamos nuestro primitivo propósito, aunque no podíamos liberarnos del todo del secreto, del juramento, del compromiso de buscar, porque nuestra alianza política había nacido de un sufrimiento erótico y una pasión que a los dos nos habían marcado por igual y que no podíamos comprender, pero que eran más poderosos y excitantes que los insaciables deseos del cuerpo y el alma.
Así que volvamos atrás, busquemos el hilo de la narración, si bien, en este punto, el narrador vacila, trata de hacer de tripas corazón, ¡valor y adelante!, pero tiene miedo, aún hoy tiene miedo, lo reconoce, y los cantos de sirena del sentimentalismo no dejan de brindarle evasivas, rodeos, digresiones, justificaciones y puntualizaciones, ¡cualquier cosa, con tal de no tener que hablar de eso! y, si se piensa fríamente, es lógico, ya que no es fácil explicar lisa y llanamente por qué dos niños han de querer denunciar a sus padres y por qué se les ha ocurrido que puedan ser agentes de una potencia enemiga, ¿y qué potencia enemiga?, ¿quién es aquí el enemigo y enemigo de quién?
Sería una explicación apresurada y vulgar decir que esperábamos que tal conjura política -en el caso de que consiguiéramos entregar las autoridades a nuestros padres, los hombres a los que amábamos más que a nada en el mundo- nos liberara del yugo de aquel amor imposible; en aquellos tiempos, esa clase de denuncias no se consideraban simples niñerías; nuestra imaginación repetía la escena como un disco rayado.
Pero se acababa el tiempo, ocurrió lo que tenía que ocurrir, Maja retiró el pie de entre mis muslos y, como el que actúa por impulso, se levantó rápidamente y fue hacia la puerta.
Desde el centro de la habitación se volvió a mirarme, tenía manchas rojas en la cara, seguramente le ardía tanto como a mí la mía, me miró con una sonrisa extraña y dulce, y comprendí que ahora iría al despacho de su padre, pero yo me quedé esperando a que se calmara mi excitación, una vez más, ella había sido la más fuerte, y a mí me parecía que acababa de separarse de mí para siempre, pero no podía tranquilizarme, porque al verla sonreír a la luz verdosa de la habitación oí dentro de mí la voz de Kálmán que decía que tenía que follársela, y yo había desperdiciado la ocasión de hacer lo que él tanto deseaba.
Digo que era extraña su sonrisa porque no había en ella superioridad ni burla, quizá un punto de tristeza, dirigida más hacia sí misma que hacia mí, era una sonrisa sabia, una sonrisa vieja, una sonrisa que trataba de resolver esta situación aparentemente insostenible, no con un acto de fuerza superficial, sino con el tino de la razón, por el que la persona reconoce que, cuando no se siente a gusto en una situación o no la encuentra satisfactoria, debe cambiarla sin contemplaciones.
Hasta en el más pequeño cambio de situación y hasta en la inquietud hay esperanza.
A pesar de que la nueva situación que creaba para sí misma y para mí con su marcha hacia la puerta era por lo menos tan insostenible como la anterior y, desde el punto de vista ético, francamente catastrófica, no dejaba de ser un cambio, y el cambio siempre implica cierto optimismo.
Yo me había quedado sentado en la revuelta cama, sofocado todavía por el calor de la última hora, un calor y una energía que no se disipaban sino que persistían en la cama, como persistían en ella, dentro de la habitación que nos envolvía con fría indiferencia; inmerso en aquel calor, yo no podía seguirla, no sólo porque en aquel momento mi persona no estaba presentable, sino porque su sonrisa generaba en mí nuevas oleadas de gratitud y comprensión.
Aunque hoy aquella comprensión más me parece estupidez, como en aquel momento yo hubiera experimentado ese vivo pero en modo alguno obligado agradecimiento sólo porque ella era una chica; y, a pesar de que no tenía ni el menor deseo de registrar con ella las carpetas de su padre, sabía que la seguiría.
Era como si ella supiera algo que yo ignoraba, como si supiera que aquella búsqueda secreta produciría en nuestros cuerpos la misma intensa excitación que antes no habíamos podido satisfacer.
Salió de la habitación sin decir nada.
Nunca la he querido gomo entonces, y la quería porque era una chica, lo cual seguramente no es tan absurdo como en un primer momento pudiera parecer.
Cuando, tras largos minutos, mi cuerpo se tranquilizó lo suficiente como para poder seguirla, crucé el comedor y entré en el despacho, en el que ella, de espaldas a mí, estaba ya ante el escritorio de su padre, esperando, porque sin estar yo a su lado no podía empezar.
El escritorio era un mueble oscuro, sobrio y robusto, con muchas casillas, cajones y gavetas de distinto tamaño y situación, un mastodonte de patas cortas y delgadas que casi llenaba la habitación.
Que no cerrara la puerta, me dijo en voz baja, con impaciencia, casi con irritación, porque era tarde y podían regresar de un momento a otro.
No hacía falta que me lo dijera, siempre dejábamos la puerta entornada, para oír si alguien se acercaba sin que se nos viera, aunque aquella habitación era una ratonera, una especie de intestino ciego, una trampa de la que, si tratabas de escapar apresuradamente, podías tropezar con las patas de la mesa.
Tan pronto como entrábamos allí, se nos aceleraba la respiración, por más que tratábamos de dominarnos, casi nos silbaba el aire en la garganta mientras, para disimular el temblor de las manos, todo lo asíamos con mucha fuerza y con movimientos muy lentos, y eso nos delataba el uno al otro, y entonces nos hablábamos con hostilidad sin motivo ni razón, y es que nos parecía que el otro lo hacía todo mal.
Era difícil decir cuál de los dos corría más peligro, quizá ella; si hubiéramos encontrado algo, la prueba hubiera incriminado a su padre, lo cual me obligaba a mostrarme mas sereno que ella; por otra parte, si éramos sorprendidos durante nuestras pesquisas, yo estaña en peor situación, ya que mi presencia allí estaría menos justificada que la suya, por lo que siempre procuraba situarme de manera que, si se oían pasos, pudiera escabullirme primero, aun a costa suya; era una pequeña ventaja a la que no quería renunciar.
Aunque me avergonzaba un poco, no tenía valor para prescindir de mi estrategia; para el peor de los casos, tenía un plan: si no oía los pasos hasta el último momento, agarrar el picaporte como el que mira con indiferencia lo que hace el otro pero que no ha tocado nada porque acaba de entrar, todavía tiene el picaporte en la mano, lo que daba la medida de mi vil cobardía.,
Ahora bien, aquella excitación explosiva, casi insoportable, no debía influir en nuestra actividad, no podíamos actuar con precipitación, teníamos que ser rigurosamente metódicos, no actuar como simples aficionados, ni como ladrones, que se largan con el botín dejándolo todo revuelto; por la índole misma del trabajo, no cabía esperar hallazgos espectaculares, pero, por otra parte, no había dato, por pequeño que fuera, que no tuviera su importancia, así que, dominando el nerviosismo y la impaciencia, actuábamos como dos buenos sabuesos.
En primer lugar, reconocíamos el terreno ateniéndonos a una norma básica: en casa de Maja, era ella la que dirigía la operación, mientras que en la nuestra el sistemático vaciado de cajones era de mi incumbencia; una vez realizada esta tarea, juntos comprobábamos si se había producido algún cambio desde la última visita; por término medio, transcurrían de dos semanas a un mes entre los registros de cada mesa, tiempo suficiente para que variara el contenido de muchos de los cajones, desaparecieran transitoria o definitivamente papeles y objetos, llegaran otros o cambiara el orden interno; en mi casa resultaba más fácil la labor, ya que su padre, aunque no desordenado, no era tan riguroso como el mío, que no nos dificultaba el trabajo, revolviendo o metiendo y sacando papeles con impaciencia.
Primeramente, Maja sacó los cajones, despacio y sin ruido, mientras yo miraba por encima de su hombro, uno a uno, sin prisa y sin olvidar ninguno, los dos conocíamos la capacidad y velocidad de captación de nuestra atención, siempre invertíamos el mismo tiempo en reconocer el terreno, aprehender el aspecto del cajón y disposición de su contenido, lo que nos permitía establecer una rápida comparación, y era entonces cuando, sin necesidad de intercambiar ni una palabra, manteníamos nuestros debates más profesionales acerca de la esencia misma de nuestro trabajo; se trataba de nuestra integridad en la condición de agentes voluntariamente asumida y de la responsabilidad política que la misma implicaba, y es que a veces cerrábamos un cajón deprisa, sin advertir los cambios o, lo que era peor, fingiendo no haberlos advertido, y entonces nos reconveníamos con la mirada el uno al otro, dependiendo el papel de arbitro de la casa en que nos encontráramos: en mi casa, ella fiscalizaba, mientras que aquí era yo el vigilante; por supuesto, la vigilancia debía ser impersonal, estricta pero imparcial, cerrando los ojos a la lamentable pero inevitable circunstancia de que, instintivamente, tratábamos de proteger al propio padre, lo que podía tener pésimas consecuencias para nuestro trabajo; un cajón revuelto, una carpeta nueva o un sobre extraño nos ponían nerviosos, y el vigilante, con sumo tacto y delicadeza, debía disculpar ese nerviosismo de aficionado y, en nombre de la integridad profesional y la necesaria objetividad, ayudar al otro a vencer la timidez filial, perfectamente comprensible; pero en estos casos había que proceder sin desdén ni brusquedad, incluso haciendo como si no te fijaras en lo que el otro no quería ver, o no se atrevía a ver, para volver después, como por casualidad, a la omisión y reprobarla con la convicción de la auténtica rectitud.
Y entonces podía empezar la labor de investigación propiamente dicha, el detenido estudio de tarjetitas, notas, cartas, facturas, memorándums y demás papeles, que revisábamos de pie, uno al lado del otro -nunca nos sentábamos-, al calor de una misma excitación; juntos y simultáneamente, leíamos, devorábamos con ansia y en un mutismo total, una información en su mayor parte anodina, aburrida e incomprensible por estar fuera de contexto, y sólo cuando parecía que el otro no comprendía, interpretaba erróneamente o podía sacar consecuencias falsas de algún escrito, rompíamos el silencio dando en voz baja la explicación pertinente.
No nos dábamos cuenta de lo que nos hacíamos el uno al otro y a nosotros mismos; obcecados por nuestro ostensible objetivo, no queríamos reconocer que aquella actividad estaba depositando en nuestras entrañas un sedimento que nunca podríamos eliminar, y no nos dábamos por enterados de la sensación de asco.
Porque, naturalmente, no había sólo papeles oficiales y profesionales sino también cosas insospechadas, como numerosas y extensas cartas de amor, y, mal que me pese, tengo que reconocer que el material descubierto en la mesa de mi padre era bastante más fuerte; pero, una vez habíamos leído detenidamente, con el implacable rigor de censores profesionales, todo lo que caía en nuestras manos, nos parecía que, a pesar de obrar en nombre de ideales puros, nos habíamos adentrado en el ámbito de pasiones profundas e inconfesables y nos habíamos contaminado del pecado, porque la culpa se transmite; el que busca a un criminal tiene que ponerse en su lugar para comprender las circunstancias y los móviles del crimen, así también nosotros seguíamos a nuestros padres por un terreno en el que no hubiéramos debido entrar, en el que, a juzgar por el testimonio de las cartas, ellos mismos se movían sigilosamente, como pecadores contumaces.
Sabia es la prohibición del Antiguo Testamento de posar la mirada en las vergüenzas del padre.
Si cada uno de nosotros hubiera descubierto solo aquellas infidelidades, quizá hubiera podido ocultárselo a sí mismo, ya que a veces el olvido es buen compañero, pero complicaba la situación nuestra relación, apasionada y recelosa, más que amistad y menos que amor; juntos y sexualmente insatisfechos, no hay que olvidarlo, nos enteramos de aquellos secretos cuyo objeto era la pasión y la mutua satisfacción, y el secreto compartido deja de ser secreto; con el conocimiento y aprobación de Maja, leí yo las cartas de una tal Olga y de la madre de ésta, escritas con arrebatada pasión, en las que ambas maldecían, conminaban, coaccionaban, insultaban y, sobre todo, suplicaban al padre de Maja que no las abandonara, todo ello aderezado con las consabidas lágrimas rodeadas de una orla, rizos de pelo, flores prensadas y corazoncitos pintados de rojo, detalles que nosotros, aunque ya intuíamos la fuerza brutal de la pasión, con nuestra estética remilgada, encontrábamos francamente deplorables; Maja, a su vez, con mi aprobación y ayuda, leía las cartas mucho más sobrias que habían escrito János Hamar a mi madre y María Stein a mi padre, pero también ellos se confesaban sus sentimientos en aquel complicado cuadrilátero, y nosotros, una vez enterados de todo ello, hubiéramos debido enjuiciar o, por lo menos, ordenar las cosas, situarlas en perspectiva, para lo que, naturalmente, no alcanzaba nuestra fuerza moral, que tan formidable nos parecía.
¿Cómo íbamos a saber nosotros que nuestra propia relación era una imitación, una copia frivolamente exagerada -y, hoy lo comprendo, también diabólica- del ideal de nuestros padres, que, en cierta medida, era el de la época, públicamente proclamado y practicado a ultranza? Nuestro papel de investigadores no era más que una reproducción lastimosa, torpe e infantil de su conducta, un remedo; puesto que el padre de Maja era general del servicio de contraespionaje militar, y el mío, fiscal del Estado, nosotros, con palabras captadas al vuelo e interpretadas a nuestra manera, nos habíamos iniciado, contra su voluntad, naturalmente, en los métodos de la investigación criminal, para ser exactos, era esta actividad, que nosotros habíamos convertido en juego, lo que hacía que su vida nos pareciera espléndida, peligrosa, importante, francamente respetable y digna de ser emulada y, a juzgar por el contenido de aquellos cajones, también lo había sido su pasado, su juventud, llena de aventuras, auténticos peligros, evasiones y falsas identidades; sí, y yendo un poco más lejos -¿y por qué no había de ir?-, podría decir que ellos mismos habían bendecido el cuchillo que nosotros pretendíamos clavarles, y, vistas así las cosas, no sólo sufríamos sino que también gozábamos con nuestro juego; nos halagaba la importancia del rol político que habíamos asumido voluntariamente, que aunque por un lado comportaba temores y remordimientos, por otro nos deparaba una sublime sensación de fuerza, porque nosotros podíamos ejercer control incluso sobre hombres tan poderosos como ellos, en virtud de la ética imperante que, según sus propios puntos de vista, debía considerarse la más sagrada y no exigía sino vivir de acuerdo con los principios ascéticos e inmaculados del comunismo puro; ¡y qué cruel broma del destino el que ellos estuvieran en Babia!, porque, ¿cómo iban a saber que era inútil que, llevados de su celo purificador y su pragmatismo, eliminaran a diestro y siniestro a enemigos reales o imaginarios, si habían alimentado a una víbora en su seno? ¿Quién profanaba sus ideales más clamorosamente que nosotros? ¿Quién los desacreditaba con mayor eficacia que nosotros, con toda nuestra inocencia? ¿Y con quién habíamos de compartir nuestro terrible secreto, si ahora los mirábamos y nos mirábamos el uno al otro con la suspicacia de los cazadores de brujas que ellos habían plantado en nosotros y por la que ellos se regían, con quién? Yo no podía hablar de esto con Kristian ni con Kálmán, ni ella con Hedi ni con Livia, ¿cómo iban a comprendernos? Aunque en el mundo de todos nosotros imperaba el mismo Zeitgeist, a ellos esta situación les hubiera parecido extraña, ii prensible y repugnante.
Nuestro secreto nos había abierto el mundo de los poderosos, nos había hecho madurar y comprender muchas cosas a nuestros pocos años, era una especie de iniciación que nos separaba del mundo de los menos privilegiados, en el que todo era mucho más simple.
Las cartas de amor se referían franca e inequívocamente a las horas en las que, por ironía del destino, habíamos sido concebidos nosotros, casualmente, porque ellos no nos querían a nosotros, ellos sólo querían su amor.
María Stein, por ejempo, en una de sus cartas a mi padre, describía detalladamente lo que sentía cuando la poseía János Hamar y cuando la poseía mi padre, y de aquella carta, lo recuerdo claramente, lo que más me preocupaba era el significado de la palabra poseer, me hubiera gustado interpretarla como un simple abrazo, un gesto amistoso, una caricia, pero era indudable que se trataba de otra cosa, lo que para un niño venía a ser como si, de repente, los animales en celo se pusieran a hablar, algo interesante, sin duda, pero incomprensible, y no eran más discretas las cartas que mi madre recibía, incluso antes de mi nacimiento, de aquel János Hamar, que había desaparecido de nuestras vidas de forma tan misteriosa e inesperada como María Stein; un buen día habían dejado de venir a casa, y por eso los olvidé; a Maja la impresionaba que su padre aún mantuviera relaciones con aquella tal Olga, relaciones que su madre creía terminadas hacía tiempo, y con su silencio temía proteger a su padre, y le dolía convertirse en cómplice de su engaño a pesar de que era él al que más quería.
Imagino que, mientras nosotros leíamos aquellas cartas, los ángeles debían de tapar a Dios los ojos con las manos.
Para hacérnoslo más fácil, leíamos deprisa las cartas, como si carecieran de interés, las apartábamos como si fueran una majadería, ¡cómo era posible que personas mayores y respetables escribieran semejantes marranadas!, y, una vez apagada la llama de nuestra curiosidad, seguíamos buscando con más afán unos delitos que no existían, por lo menos bajo la forma que suponíamos nosotros.
Pero aquello ya empezaba a ser demasiado para mí; aunque no porque hubiera reflexionado y sacado conclusiones, sino más bien porque ya me dejaba indiferente, ya no me interesaban los papeles de aquellos cajones, me habían interesado pero ya no, y no sabía por qué, quizá porque quería marcharme.
Atardecía, a la grata media luz de la pequeña habitación, el escritorio parecía aún más grande y, en cierto modo, tétrico, y en la fina capa de polvo de la oscura madera se veían las huellas delatoras de los dedos de Maja.
Y entonces me invadió una sensación nueva, desconocida, me sentí increíblemente ligero y, plenamente consciente de mi responsabilidad, comprendí que debía dejar lo que estaba haciendo, y que ello no supondría cobardía, sino, por el contrario, un acto de valor, aunque me inquietaba un poco la tensión con que ella encogía el hombro, me preocupaba el gesto y también las huellas que había dejado nuestra búsqueda; quizá lo que me había liberado de ese juego infantil, convertido por nosotros en misión trascendental, era la erección que había tenido, la reacción de mi cuerpo a su proximidad, no sé, lo cierto es que algo me decía ¡basta ya!, y ahora me parecía que nada quería yo tanto como aquellos hombros, finos y nerviosos, que tan flacos y cómicos estaban con el vestido de la madre, me gustaban más que los hombros llenos y reposados de Hedi, que no me inspiraban semejantes pensamientos, a mí me excitaban más los de Maja y quería que ella relajara aquella tensión ¡pero cómo explicárselo!, era incapaz de decirle cómo la deseaba y, si ahora le decía que este gesto suyo no me gustaba, las cosas no serían como tanto yo deseaba que fueran.
Sabía que la perdería, que algo iba a terminar, pero ello no me causaba angustia ni dolor, tenía la sensación de que lo que iba a suceder entre los dos dentro de un momento, ya había sucedido, comprendía que hay cosas que tienen que terminar y que no hay por qué sentirlo.
Pero no quería ser brutal, ella y yo habíamos llegado a un punto que no admitía la brutalidad.
Alguien viene, dije en voz baja.
Su mano, que en aquel momento sacaba el cajón de abajo del escritorio, vaciló un instante, ella se quedó escuchando y, maquinalmente, cerró el cajón; pero, al no oír ningún ruido, me miró más asombrada por mis palabras que por la situación, no comprendía por qué le había dicho una mentira tan evidente que se descubriría al instante.
Y entonces sólo levantó la cabeza, con la mano en el cajón, como si alguien le hubiera dado una bofetada pero no lo tomara a mal.
Me ha parecido que venía alguien, dije en voz más alta, pero, para nacer más verosímil mi explicación, hubiera tenido que encogerme de hombros y, al no hacerlo, le confirmaba que seguía mintiendo deliberadamente, y entonces observé en ella aquella ligera transformación que se producía cuando algo la conmovía: se puso colorada, como si se ruborizara y, en el mismo instante, ocurrió lo que yo tanto deseaba, su cuerpo, inclinado delante del cajón, se relajó y se relajaron también sus hombros.
No me comprendía, pero no parecía enfadada.
Tengo que irme a casa, dije y mis palabras tenían una afectada seriedad.
Me preguntó si me había vuelto loco.
Yo asentí, y me pareció que mi sensación de ligereza se acentuaba, porque no cabían explicaciones, y no había que destruir esta sensación.
Porque era extraordinariamente frágil, y yo temía que desapareciera y todo volviera a ser tan difícil como antes; había que ser prudente para mantener el equilibrio interior, y esa prudencia me impedía dar media vuelta inmediatamente o salir de la habitación andando hacia atrás, había que obrar como si hiciera uno lo que ella quería o, por lo menos, como si no actuara contra su voluntad, a pesar de que yo comprendía que ella se quedaría.
Ven conmigo, le pedí, porque, de repente, tenía muchas cosas que decirle.
Ella se irguió muy despacio, acercándome el paisaje de su cara, estaba seria, su boca, redonda de la sorpresa, se entreabrió y en su frente, encima de la nariz, apareció el pliegue vertical que tenía cuando leía y buscaba a lo lejos la explicación de lo que estaba delante de sus ojos.
Comprendí que sería inútil insistir, que tenía que quedarse, lo cual era bastante triste.
Asqueroso gallina, dijo sin alterarse, para que yo no advirtiera que lo había comprendido todo.
Ella conocía mis ocultos propósitos, y mi involuntaria sonrisa hizo que volviera a enrojecer de odio y de vergüenza por mi traición.
Que por qué no me iba de una vez, que a ver qué esperaba, al diablo, cagueta, gilipollas, canalla, qué hacía allí plantado como un pasmarote.
Acerqué la cara a la boca que me insultaba y que yo deseaba morder y, apenas mis dientes rozaron la piel oscura y reluciente de sus labios jugosos, ella cerró los ojos; yo no cerré los míos, porque no cedía a sus sentimientos sino a los que bullían en mí, sentí estremecerse su boca entre mis dientes y vi temblar sus párpados.
Yo quería cerrarle la boca con los dientes, pero su boca, cálida, entregada y curiosa, quería mi boca, y los dos nos apartamos a la vez, cuando ella sintió mis dientes.
Cuando salí por la verja y me fui calle arriba, me hubiera gustado volver a encontrar allí a Kálmán esperándola, me veía a mí mismo guiñar un ojo con desenfado, ahora ya podía entrar él a ver a Maja; pero esto sólo podía ocurrir en mi imaginación, en realidad los dos estaban ya muy lejos, todos estaban lejos, y por fin yo me había quedado solo con mis sentimientos.
Era como si la naturaleza me hubiera revelado ese sentimiento que nace con la unión de dos cuerpos.
Hoy comprendo que quizá ese sentimiento extraño, desconocido aún, poderoso y triunfante había empezado a germinar en mí cuando mi cuerpo me había hecho experimentar lo que significaba en realidad la palabra «chica», que yo conocía desde hacía trece años, y había florecido cuando mi cuerpo se había negado a seguir buscando con ella en aquellos cajones, un sentimiento que, camino de mi casa, yo portaba como un precioso tesoro que hay que guardar y proteger de todo y que me tenía tan absorto que ni me fijaba por dónde iba, sólo ponía un pie delante del otro, como si este cuerpo no fuera mío, sjno el cuerpo de mi sentimiento y, abrigándolo tiernamente, recorría el camino familiar entre las dos franjas de bosque, un atardecer de verano, sin advertir apenas que, al otro lado de la valla de la zona prohibida, lo acompañaba el perro de guardia, pero el cuerpo no lo temía, no sentía pánico, no sentía nada, sólo el afán de mantener alejado de ese sentir todo lo que fuera doloroso, oscuro, pecaminoso, misterioso y prohibido; hoy comprendo, naturalmente, que, a aquella hora crepuscular, ese sentimiento obró en mí una transformación radical, yo no quería saber ni comprender lo que aún no era capaz de saber ni comprender, ¡basta ya!, no tenía por qué arrojarme al abismo de la desesperación ahora que había descubierto cuál era mi lugar entre las criaturas de la tierra, algo que, para el cuerpo, tiene una importancia mucho mayor que la de ciertas ideas y su grado de pureza; era feliz, casi diría que por primera vez en mi vida, si no creyera que también la sensación de felicidad no es sino un recuerdo escondido, era feliz porque me parecía que esta dulce calma que súbitamente apaciguaba mis ansias extinguía mis sufrimientos para siempre.
Los había extinguido un beso, que me traía el recuerdo de otro beso, doloroso aquél, y era como si, con el beso que había dado a Maja en la boca, me hubiera despedido de Kristian y de mi niñez, sintiéndome fuerte y sabio, como el que, con el cuerpo templado en el dolor y la tristeza, ha experimentado todas las posibilidades, comprende el significado de las palabras, conoce las reglas y ya no necesita seguir probando ni buscando; yo era feliz, a pesar de que este sentimiento, que parecía explicar y resolver muchas cosas, un sentimiento que se nutría y colmaba en y por sí mismo, no era, naturalmente, nada más ni nada menos que un plazo de gracia que se concede al cuerpo para su protección, sólo durante un momento, para una breve transición.
De este modo nos protegen nuestros sentimientos, engañándonos, dándonos algo bueno y, mientras nosotros nos aferramos al placer del fomento, rápidamente, escondido bajo el manto de nuestro gozo, vuelve el mal, porque -no nos engañemos- también los malos sentimientos perduran.
Hablo de momentáneo plazo de gracia cuando, en realidad, Maja y yo nunca más volvimos a investigar, porque aquel sentimiento fugaz, mis escrúpulos y mi retirada pusieron fin a nuestra perversa actividad y casi a nuestra relación; ya no sabíamos qué hacer el uno con el otro, porque, ¿qué podía ser más apasionante que pervertirnos mutuamente los sentimientos que nos unían a nuestros padres?, y ahora, por falta de aliciente, hacíamos como si estuviéramos enfadados, nos saludábamos con frialdad y ocultábamos bajo la apariencia del enfado la verdadera causa de nuestro distanciamiento.
Yo lo hubiera olvidado casi por completo, pues había transcurrido casi un año.
Pero cuando, al volver de la escuela una inocente tarde de finales de invierno, vi colgado en el recibidor aquel abrigo desconocido, resurgió en mí todo aquel mundo sumergido de intuiciones, sospechas y conocimientos prohibidos que Maja y yo habíamos adquirido por medios ilícitos, gozando del arriesgado juego con malsana fruición.
Fue sólo el instinto lo que nos impulsó a lanzarnos a aquella búsqueda insensata, el instinto de que, en nuestro entorno, a pesar de la aparente firmeza con que se observaban las buenas formas y los principios de solidaridad, fallaba algo, y nosotros buscábamos una causa una explicación y, al no encontrarla, conocimos la angustia de la duda, un sentimiento que, en cierto modo y a escala individual, era reflejo de la realidad histórica del momento.
Pero ¿cómo íbamos a comprender nosotros, con nuestra mente infantil, que nuestras intuiciones nos revelaban la realidad completa? Nosotros buscábamos algo tangible, y ese mismo afán nos protegía del desencanto.
Aún no podíamos saber que un día el destino nos revelaría la razón de nuestros sentimientos y, retrospectivamente, nos mostraría la relación que había entre nuestros sentimientos, que nosotros creíamos independientes, y la realidad, pero el destino viaja por caminos escondidos y tortuosos, quedamente, sin prisa, hay que esperar, no se le puede apremiar.
Aparece una tarde de finales de invierno, una tarde como tantas, bajo la forma de un abrigo desconocido, un abrigo que huele mal, a moho o a pobreza, y uno de sus botones recuerda los del abrigo de Kristian y, quizá, también el color.
Aquel abrigo oscuro que estaba colgado en el recibidor indicaba claramente que había visita, una visita fuera de lo corriente, porque era un abrigo un poco sórdido, muy distinto de los que solía haber en el perchero, no era de un médico ni de un pariente, sino que parecía surgido de los recovecos de una lúgubre fantasía, del rincón de las penas y del olvido; no se oían ruidos ni voces extrañas, todo estaba como siempre, por eso entré impetuosamente en el cuarto de mi madre y no advertí mi propia sorpresa hasta que había dado varios pasos hacia la cama.
Al lado de la cama estaba arrodillado un desconocido que lloraba con la cara hundida en el edredón, encima de la mano de mi madre que sostenía entre las suyas y besaba, mientras los sollozos le sacudían la espalda, y ella, con su mano libre, hundía los dedos en el pelo corto y gris del hombre, como si quisiera atraerlo con ternura.
Esto vi al entrar, y me pareció que me clavaban un cuchillo en el pecho, ¿así que no era sólo János Hamar sino que había otro?, impulsado por el odio, di unos pasos más hacia la cama, mientras el hombre levantaba la cabeza sin prisa, y mi madre, que inmediatamente había retirado la mano de su pelo, se incorporaba apoyándose en las almohadas e inclinaba el cuerpo hacia adelante, mirándome con horror, porque había descubierto su repugnante secreto, y me ordenó salir de la habitación.
Pero el hombre dijo que me quedara.
Hablaron los dos a la vez, mi madre, con voz trémula y rota, mientras se llevaba la mano al cuello para cerrarse la mañanita y ocultar que tenía el camisón desabrochado, y por eso supe lo ocurrido, supe que se lo había enseñado, ¡le había enseñado el pecho al desconocido!, la cicatriz del pecho amputado, pero el hombre me habló amistosamente, con dulzura, como si se alegrara de que yo hubiera entrado inesperadamente y en momento tan inoportuno; y yo, violento y desconcertado por las órdenes contradictorias, me quedé quieto.
Entraban en la habitación finas franjas del último sol de la tarde, pálido e invernal, dibujando en el suelo reluciente la complicada muestra del estor; en torno a mí todo parecía retumbar, hasta la luz zumbaba de un modo odioso, el canalón goteaba, el agua del deshielo susurraba y gorgoteaba como si hubiera un altavoz en los desagües, todo me hería el oído; las franjas de sol llegaban sólo hasta el pie de la cama, donde había un paquete un poco chapucero, dejándolos a ellos dos en penumbra, y entonces el hombre se enjugó las lágrimas, se irguió, sonrió y se levantó, yo sabía quién era, pero no quería saberlo, su traje me parecía tan curioso como el abrigo del perchero, un traje claro, de verano, bastante raído, él era alto, más alto que el János Hamar que yo tenía en el recuerdo y al que mis sentidos se negaban a reconocer, porque mis emociones defendían otra imagen, su cara tenía una belleza pálida, llevaba una camisa blanca, arrugada.
Me preguntó si lo reconocía. Yo miré la señal roja de su frente, vi que, aunque se había enjugado los ojos, en uno aún tenía lágrimas, y dije que no, que no lo reconocía, y es que no quería, además, había en él algo extraño, pero yo me negaba a reconocerlo sobre todo para aterrarme a aquella mentira con la que mis padres lo habían hecho desaparecer de mi vida durante años, y también porque me parecía que con mi negativa podría separarlo de mi madre.
Pero mi madre idolatrada no entendió mi negativa, o no quiso entenderla, y volvió a mentir, tenía que mentir, aunque con su mentira se apartara de mí, destrozándome, porque hizo como si la asombrara que yo no reconociera al hombre, fingió extrañeza delante de él, para dar la impresión de que yo estaba predispuesto al olvido y lo había borrado de mi memoria por ella y por mi padre; pero su voz sonaba seca y ahogada por la agitación que le producían sus propias mentiras, entonces me pareció repulsiva su voz, pero hoy, superada ya la vergüenza que me causaban mi indefensión y la grave ofensa que ella infligía a mi orgullo infantil, su autodominio me parece admirable, ¿qué podía hacer ella -quizá yo había entrado en el momento más dramático de su encuentro-, sino asumir un papel que le sirviera de refugio, el papel de madre que reprende a su hijo, es decir, convertirse rápidamente en madre? Esa gimnasia del alma le cambió la cara por completo, ahora, sentada en la cama, había una hermosa pelirroja de mejillas encendidas por la emoción, una desconocida para mí que, con voz hipócrita, dudaba de que hubiera podido olvidar tan pronto a ese hombre, ese hombre al que yo odiaba, pero el brillo de sus hermosos ojos verdes delataba lo abandonada que se sentía en esta vidriosa situación.
Y yo me alegraba de ello y, naturalmente, me hubiera gustado desenmascararla, gritar a los cuatro vientos esta mujer miente, nos engaña a todos, pero de mis labios no salió ni un sonido, porque el zumbido de mi cabeza me aturdía y las lágrimas que no podían asomarme a los ojos me caían por la garganta.
El desconocido no advirtió lo que ocurría entre nosotros, soltó una risa fuerte y grata al oído y, como si quisiera acudir en mi ayuda y neutralizar el reproche que había en la voz de mi madre, dijo «son cinco años», de lo que deduje que habían transcurrido cinco años, y ahora no sólo su risa sino también su voz me era grata y consoladora, como si se riera de aquellos cinco años, como si se los echara a la espalda; con paso firme y pausado, vino hacia mí, y entonces volvió a ser él realmente, y su paso, su risa, la franqueza de sus ojos azules y, sobre todo, la confianza que me inspiraba, vencieron mi retraimiento.
Me atrajo hacia sí, y yo no pude sino entregarme, aún se reía y decía que habían sido cinco años, que no era poco, pero su risa era más para mi madre, que seguía mintiendo y explicaba que me habían dicho que se había ido al extranjero, y no era verdad, porque la única vez que yo pregunté por János fue ella la que, adelantándose a mi padre, contestó que János Hamar había cometido un grave crimen y que nunca más hablaríamos de él.
No hacía falta que dijera qué crimen, puesto que yo sabía que el peor de los crímenes es la traición, y por eso había que hacer como si él no existiera, no existía, ni había existido y, aunque viviera, había muerto para nosotros.
Mi cara rozaba su pecho, tenía un cuerpo duro, magro y huesudo, y cuando, involuntariamente, cerré los ojos, sumergiéndome en el zumbido de mi cabeza, retirándome al último refugio que en aquel momento ofrecía mi cuerpo, percibí muchas cosas de él: su cálida ternura, su alegría reprimida, su despreocupación y la fuerza latente en sus nervios, tendones y huesos, y, aunque no podía abandonarme del todo -no podía admitir las mentiras de mi madre-, ahora reconocía su cuerpo familiar; volvía el pasado, su cuerpo me recordaba el cuerpo que mi padre me negaba y también todo lo que había sufrido a causa de mi amor por Kristian; ese duro cuerpo de hombre me hablaba de una seguridad perfecta, pero, al mismo tiempo, de la privación de esta seguridad, su cuerpo me alumbraba aquel pasado de cinco años atrás, en el que yo, con toda inocencia, aún podía tocarlo todo, y ese impetuoso torrente de emociones me cohibía durante su abrazo.
Me era imposible tanto negar el tiempo como asimilarlo con más rapidez; aún no sabía que el destino no puede detenerse; empezaron a hablar entre ellos.
¿Por qué mentir?, había estado en la cárcel, dijo él.
Mi madre murmuraba algo así como que no habían podido explicármelo debidamente.
Y entonces él, con el mismo tono ligero y despreocupado, repitió que había estado en la cárcel, sí, en la cárcel y que venía directamente de allí; y, aunque se dirigía a mí, su tono irónico estaba destinado a mi madre que, escudándose en un acento indolente, me aseguró que no había robado ni estafado.
Pero él no parecía dispuesto a soslayar el tema y dijo secamente que pensaba contármelo, ¿y por qué no?
Y entonces, la voz de mi madre, cargada de odio, dijo que estaba bien, ¡si lo creía indispensable!, lo que no significaba sino que le prohibía decir ni una sola palabra; quería protegerme a mí y neutralizarlo a él.
¡Así pues, ella no me había repudiado!, me hacía bien oír a mi espalda su voz protectora, aunque era una extraña protección la que desde el umbral del conocimiento me arrojaba de nuevo a las oscuras regiones del silencio; el desconocido no contestó y la discusión quedó en suspenso sobre mi cabeza, pero yo tenía la sensación de que debía enterarme, que tenía derecho a saber; quizá no sea lícito, leí en la mirada de él, que dudaba; me asió con firmeza por los hombros, me apartó ligeramente, me miró, miró al muchacho, y yo, que sostenía su mirada inquisitiva, sentí el tiempo, el tiempo que se le manifestaba en mi cuerpo, y comprendí que él, por lo que veía, por los cambios que observaba, estaba contento, infinitamente satisfecho, asimilaba por los ojos mi transformación, hacía suyo mi crecimiento con entusiasmo, y me sacudía, y me daba palmadas en el hombro, y yo en aquel momento me vi con sus ojos, y todo me dolía, su mirada hacía que me dolieran cada una de las partes de mi cuerpo, como si mi cuerpo fuera la mentira misma, y él la gozara, y yo no estuviera limpio de culpa, eso era lo que dolía, dolía tanto que las lágrimas que se me habían acumulado en la garganta se abrieron paso con un leve quejido; el quizá no lo oyó porque entonces me besaba en las mejillas ruidosamente, casi con rabia, como el que no puede saciarse de tocar, de la uicha de mirar, y me besó por tercera vez, y entonces mi madre, a nuestra espalda, dijo que nos volviéramos porque iba a levantarse; ahora yo sollozaba violentamente y, al tercer beso, a mi vez, con la boca torpe de la emoción, rocé su cara, el olor a moho de su cara, mojé su cara con el dolor que brotaba de mí, pero a él no le importó, me atrajo brutalmente y me estrechó con fuerza, como si quisiera sorber mis lágrimas con su cuerpo.
Aquel fuerte llanto parecía haberme limpiado el cerebro del zumbido, ya no sabía por qué lloraba, no quería llorar, no quería que él lo notara, no quería que nadie lo viera, porque era mi impureza la que brotaba de mí, pero mientras yo luchaba conmigo mismo, entregado a su abrazo, su cuerpo recuperó la calma.
Como finas venas de agua que brotaran de la roca subterránea, los impetuosos manantiales de emoción que nacen en las oscuras cavidades del cuerpo arrastran al exterior la ternura que, al aflorar, disipa su fuerza, y entonces desfallecen los brazos, se hace un vacío en el vientre y se estremecen los muslos, no iba a ocurrir nada más, nada había cambiado, él seguía abrazándome con suavidad, pero sus fuentes se habían secado, no tenía nada más que dar, había vuelto la calma.
No sé cuánto rato hacía que mi padre estaba en la puerta.
Yo no advertí su presencia hasta que, al desvanecerse la ternura, comprendí que algo ocurría a mi espalda.
Él lo miraba por encima de mi cabeza.
Mi madre, de pie al lado de la cama, alargaba la mano hacia la bata.
Él tenía el abrigo puesto, el sombrero gris flexible en la mano y el lacio mechón rubio en la frente, que él solía peinar hacia atrás con sus dedos finos y nerviosos, estaba pálido y nos miraba con ojos sombríos; parecía que no nos veía a nosotros sino algo incomprensible, en lugar de nuestros cuerpos abrazados, una aparición, un espectro, un fenómeno inconcebible, quizá por eso yo tenía la impresión de que su mirada, normalmente clara y severa, estaba empañada por una nube de estupefacción, y le temblaban los labios, como si fuera a decir algo y desistiera, porque le faltaban las palabras.
Mis lágrimas se habían hecho superfluas, el silencio era pesado e impenetrable, yo me sentía inerme, como el animal que no tiene escapatoria no sólo por lo ingenioso de la trampa, sino porque le falla su propio instinto.
Lentamente, él me soltó, con gesto de cansancio, casi de indiferencia, como se deja un objeto; mi madre no se movía.
Muy largo tenía que ser el silencio para abarcar cinco años.
Y lo que yo había descubierto de mi padre revolviendo en sus papeles era una trivialidad, comparado con lo que ahora se reflejaba en su cara, que quizá tampoco hubiera debido ver; su cuerpo se había contraído de un modo extraño, como si su alta figura se doblara bajo el peso del abrigo, su porte arrogante era sólo un recuerdo, tenía la espalda más encorvada que nunca, parecía costarle un gran esfuerzo sostener la cabeza, que se inclinaba con desánimo; al tratar de decir lo que no conseguía articular, no le temblaban sólo los labios, sino también las aletas de la nariz, los párpados y las cejas y se le marcaban pliegues en la frente, se le agarrotaba el cuello y los sonidos se le quedaban en la garganta; él, siempre tan atildado, ahora tenía la corbata torcida, una punta del cuello de la camisa doblada hacia arriba, el abrigo y la chaqueta desabrochados y la camisa un poco fuera del pantalón, señales todas ellas de un apresuramiento muy poco digno y una alteración de la que él, naturalmente, no era consciente; aún hoy no he sido capaz de adivinar por quién pudo enterarse de la noticia, ya que, según todos los indicios, János se había presentado en nuestra casa inesperadamente; de todos modos, imagino que, al ser informado, salió corriendo hacia el coche, que debía de estar a la vez jubiloso y consternado, que su alma, si la tenía, se habría partido por la mitad silenciosamente y mientras, por instinto, él se esforzaba por aparentar serenidad, en su interior debían de pelear furiosamente dos fuerzas irreconciliables; eso era lo que le alteraba, le hacía temblar la cara y bajar la cabeza.
Pero hasta ahora he hablado sólo de la fuerza de las emociones, de su ritmo y su dinámica, de las mareas en las que se manifiestan sus signos, su aliento y su palpitación, no de las emociones en sí, sólo de una de sus características; lo que en realidad sentía él sólo puedo esbozarlo con una metáfora, era como si se hubiese convertido en niño y anciano a la vez, como si sus facciones revelaran dos edades distintas: por un lado, la de un niño gravemente ofendido, al que hasta ahora el mundo ha mimado con falsos halagos, entonteciéndolo, y en este momento le muestra un semblante hosco, porque las cosas no salen como él esperaba, como de costumbre, y el niño se enfurruña, se rebela y gimotea de rabia, se resiste a admitir la realidad, no quiere ver lo que está viendo, porque podría hacerle daño, no quiere sufrir y ansia volver al mundo de las bellas apariencias, quiere que lo mimen y contemplen, desea seguir siendo tonto, se chupa el dedo, y pide el pecho de su madre; y ahora todo lo que de puro, íntegro y magnífico había visto yo en su cara, el rigor de una moral insobornable, parecía revelar su verdadera fuente: una confianza infantil y la predisposición a dejarse llevar de la mano; le temblaban los labios, parpadeaba y arrugaba la frente como un niño, señales que, en la cara de un adulto, resultaban grotescas y hasta monstruosas, era como si, en la ajada cara del hombre, reconociera yo al niño que no había podido crecer, y que, por otro lado, pálido como un espectro, parecía haber envejecido de repente, se había convertido en anciano, un anciano al que los hechos reales, crueles, sangrientos y criminales, que se esconden bajo las mundanas apariencias, habían devastado por completo, un anciano que no conservaba ni asomo de inocencia y apenas un ápice de instinto vital, que todo lo sabía, todo lo veía y todo lo comprendía, al que nada podía sorprender, y todo lo que le sorprendiera sería sólo repetición de algo que ya había sucedido, y por ello, bajo el fino velo de su inteligencia y comprensión, había más fatiga y hastío que verdadera simpatía o amor, como si su cara, aprisionada entre los polos de niñez y ancianidad, pasado y futuro, no hubiera podido componer la noble expresión que la situación exigía y se hubiera desintegrado.
Y János Hamar lo observaba tranquilo, casi conmovido, lo miraba con su fuerza disminuida, como se contempla el objeto de un viejo amor, como si sonriera a un pasado perdido, con esa suave expresión con que tratamos de apoyar al débil, de infundirle ánimo, de ponernos en su lugar y asegurarle afectuosamente que, si se decide a hablar comprenderemos sus sentimientos o, por lo menos, procuraremos comprenderlos.
Yo estaba seguro, mejor dicho, mis sentimientos creían adivinar, que mi verdadero padre era él y no el ridículo personaje del abrigo grande, y entonces recordé que antes János tenía el pelo oscuro y espeso y que si, en el primer momento, no había experimentado aquella sensación de íntima familiaridad que ahora me embargaba, si no lo había reconocido inmediatamente, era porque también su piel había cambiado, ya no estaba tersa y morena la piel que ahora cubría los grandes huesos de su cara sino ajada y descolorida.
La cara de mi madre, la más misteriosa, corroboraba mi sospecha, porque ahora, bruscamente, sin moverse de su sitio ni completar el movimiento con el que iba a asir la bata, se había interpuesto entre los dos.
Y entonces fue la boca temblona de mi padre, el del abrigo, la que, en aquel silencio, pronunció la primera frase, algo así como vaya, has venido a vernos.
El dolor nubló la sonrisa del otro que, con la sonrisa y la tristeza fundidas en la cara, respondió que, en realidad, no pensaba venir, y agregó que, seguramente, ellos ya debían de saber que su madre había muerto hacía dos años, que primero había ido a su casa, como era natural, y las personas que ahora ocupaban el apartamento le habían dado la noticia.
No lo sabíamos, dijo mi padre del abrigo.
Pero entonces se oyó la voz de mi madre, áspera como una sierra que se atasca en el nudo de un tronco, que gritó ya basta.
Volvió a hacerse el silencio y, mientras mi madre, con voz ahogada y tensa, como si quisiera vengarse de alguien, decía que ellos lo sabían pero no habían ido al entierro, yo sentí que me abandonaban las fuerzas y que no podía moverme.
Todos callaron como si se retiraran a su interior para recuperarse.
A cabo de un rato, él dijo está bien, dejémoslo, la sonrisa desapareció de su cara y sólo quedó el dolor.
Esto hizo que mi padre del abrigo de invierno se sintiera más fuerte y, con el sombrero en la mano, fue hacia él y, aunque no hacía ningún movimiento que lo indicara, parecía que iba a darle un abrazo, pero el otro lo detuvo alzando la mano, como aludiendo a su dolor.
El del abrigo de invierno se paró, un fino rayo de sol hizo relucir su pelo y -no sé por qué, quizá por la interrupción del movimiento- se le cayó de la mano el sombrero.
Esto tenía que acabar, dijo mi madre en un susurro, como si quisiera mitigar la brusquedad del rechazo y, en tono más bajo todavía, repitió que esto tenía que acabar.
Los dos la miraron con la esperanza de que ella, la mujer, les ayudara.
Y aquellas miradas volvieron a unirlos, a enlazarlos.
Pero ninguno podía ayudar a los demás; al cabo de un momento, János se volvió de espaldas a ellos, quizá le dolía que fueran otra vez tres, y entonces los otros dos, al quedar cara a cara, se miraron con odio a espaldas del tercero, que parecía abstraído en lo que veía por la ventana, como si contemplara el canalón que goteaba y las ramas desnudas que se mecían al viento, pero entonces se le escapó un sollozo y se tragó unas lágrimas, en fin, dijo, está bien, dijo, y se echó a llorar, y mi madre me gritó con voz histérica si no me daba cuenta de que allí estaba de más y que me fuera de una vez.
Yo quería marcharme, pero no podía, como tampoco ellos podían acercarse uno a otro y permanecían clavados cada uno en su sitio.
Así que vienes a pedir explicaciones, dijo mi padre, alzando la voz excesivamente para decir lo que hasta entonces no se había atrevido a decir.
No, dijo él, perdona, y se enjugó las lágrimas con el puño, dejándose un ojo húmedo, lo mismo que antes, perdona pero no he venido a verte a ti, he venido a esta casa pero no por ti, y agregó que mi padre no tenía nada que temer, que esto no era una conspiración, que no tenía intención de hablar con él, que si hubiera venido a exterminar a su familia hubiera procedido de distinta forma, ¿no?, pero que, de todos modos, de ahora en adelante, por desagradable y penoso que le resultara, mi padre tendría que contar con él, que estaba vivo, que no había reventado y que diría lo que pensaba.
Mi padre del abrigo de invierno preguntó entonces en voz muy baja si no había pensado que él podía haber mediado.
Para que lo soltaran o para que lo detuvieran, preguntó el otro a su vez.
Para que lo soltaran, por supuesto.
Francamente, no lo había pensado y, habida cuenta de ciertas circunstancias, más bien suponía todo lo contrario.
¿Eso creía?
Desgraciadamente, no había podido olvidar esas circunstancias, no habían bastado para ello los malditos cinco años, y creía que sólo los muertos podían olvidar preceptivamente, y que quizá hubieran tenido que esforzarse un poco más, ser más precavidos, para que no quedara nadie que pudiera recordar.
Si tendría la amabilidad de decirle a qué circunstancias se refería, preguntó mi padre del abrigo de invierno.
Entonces mi madre soltó la bata y llevó las manos al vientre, como si dentro de ella estuviera ocurriendo algo espantoso y así pudiera impedirlo.
No parecía éste el momento más apropiado para entrar en detalles triviales.
¡Ahora no, susurró mi madre, ahora no!
No se trataba de un detalle trivial, ya que afectaba a su honor, y le exigía que dijera a qué circunstancias se refería, quería saberlo.
János guardó silencio un buen rato, pero ya no era el silencio de antes, era éste un silencio tenso; a mi padre la cólera le había devuelto el aplomo, sus sentimientos volvían a discurrir por el camino trillado de sus convicciones, aunque, detrás de la frágil máscara de la seguridad recuperada, aún espiaba ansiosamente lo que fuera a decir el otro que, curiosamente, por efecto de aquella discusión a la que había sido arrastrado contra su voluntad, parecía menos seguro de sí, ya que, con sus palabras cuidadosamente elegidas, no había conseguido mantener a distancia a su oponente, y entretanto se había borrado de su cara la bella expresión de la emoción contenida y el noble sufrimiento causado por la conmoción de la libertad recobrada, la pérdida del hogar, la noticia de la muerte de la madre y el dramático encuentro con nosotros, por no hablar de la contemplación del cuerpo mutilado de mi madre, que por sí sola hubiera bastado para hacer que un hombre se sintiera triturado por las fauces del destino; pero él, a diferencia de mi padre, por esta discusión, parecía haberse liberado de la carga de sus sentimientos, tenía que pelear desnudo e inerme, pero peleaba, trataba de sonreír, pero no luchaba contra sus sentimientos, sino contra la libertad que los dioses le imponían, en torno a sus ojos se fruncía una red de arrugas y, con cierta benévola exageración, podría decirse que Mentor en persona estaba a su lado apuntándole y animándole, luego se ensombrecieron sus facciones y se alisaron sus arrugas, estaba cansado pero no exánime, era el cansancio del hombre que está seguro de sus convicciones y de su verdad, que no es una mezquina verdad personal, sino la verdad total, una y universal, de manera que todo lo que sea aportar pruebas le cansa de antemano, le parece superfluo e inútil; desde un punto de vista moral, no era una pelea equilibrada, ya que él y sólo él podía tener la razón, porque él era la víctima, pero ahora que estaba en libertad tenía escrúpulos en asumir ese papel; no obstante, la pelea no podía evitarse porque ya había empezado, desde hacía varios minutos estaban hablando en el lenguaje secreto que sólo ellos entendían, el lenguaje de la cautela y la desconfianza, de la vigilancia constante y la suspicacia un lenguaje cuyo origen y procedencia Maja y yo habíamos tratado de descubrir en nuestras pesquisas, era su lenguaje, la única arma que podían esgrimir uno contra otro, el lenguaje de su pasado, su lenguaje común, que él no podía considerar vacío ni falso, so pena de destruirse a sí mismo; pero odiaba todo lo que los asemejaba y buscaba una fisura, un giro, una entonación que, aun ahora, le permitieran rehuir a su antiguo yo.
Mira, dijo arrastrando las sílabas, como si con esta sola palabra pudiera ganar un tiempo vital, tú sabes muy bien, mejor que yo, lo que puedes exigirme y lo que no, pero no me grites ni te empeñes en tener la razón, y, por otra parte, me gustaría hacerte una pregunta, en tono amistoso, sin levantar la voz y con independencia de mi, digamos, caso, porque mi proceso ya no puede suponer ninguna diferencia en nuestra relación, dime, ¿cuántas sentencias de muerte has firmado?, porque, dijo, era un dato que le interesaba por razones puramente estadísticas.
Los dos hombres se miraban fijamente, mi padre guardó silencio y, al fin, sirviéndose a su vez de aquel lenguaje formal, dijo que la pregunta no procedía, y que el propio János debía de saber que él no firmaba sentencias, ya que ello no figuraba en sus atribuciones.
¡Ah, ya!, naturalmente, tendría que perdonarle, lo había olvidado.
Mi padre agregó entonces, en tono mesurado, que, en algunos casos, él solicitaba la pena de muerte, pero, como todo el mundo sabía, eran el juez y los dos miembros del tribunal popular quienes emitían el fallo según su criterio.
Naturalmente, exclamó él, es el procedimiento, mi padre tendría que perdonarle, pero esto le parecía muy complicado y siempre se hacía un lío.
¡Así se administraba justicia, y no había por qué hacerse líos!
¡Magnífico, entonces no había más que hablar!
Yo deseaba marcharme, pero no me atrevía ni a remover el aire que había a mi alrededor.
Era de suponer, prosiguió mi padre en tono amenazador, pausado y grave, ya que, por lo que él recordaba de su antigua relación, no sabía cuál había sido el más radical de los dos, era de suponer que el propio János no hubiera actuado de otro modo en el caso contrario, también él hubiera cumplido con su deber de acuerdo con la doctrina, ¿o no?, y, por lo tanto, consideraba fruto de la casualidad el papel que a cada uno de ellos le había caído en suerte durante los cinco últimos años.
Sus voces se habían convertido en susurro, y también mi madre surraba sin cesar sus no, ahora no, te lo suplico, ahora no.
¿Lo ves?, casi hubiera podido olvidar las casualidades, dijo él muy quedo, pero aun siendo simples casualidades, se convirtieron en hechos, unos hechos que, curiosamente, a ti te inquietan, ¿y por qué?, ¿a qué viene esa ridícula alteración?, dices que fue el papel que me tocó representar, ¡bien!, estamos en paz, yo aquí y tú allí, no te reprocho nada, ¿de acuerdo?
¡Se lo diría todo, por lo menos, todo lo que él sabía!, pero le rogaba, ya que no tenía derecho a exigir, le rogaba que le dijera cuáles eran esas circunstancias especiales a las que antes se refería con tanto énfasis.
¡A tu sentido del honor!, dijo János.
Ya, dijo mi padre del abrigo de invierno, conque a mi sentido del honor…
Entonces volvió a hacerse el silencio y yo fui hacia la puerta, y el silencio hizo a mi madre abrir los ojos, porque quería ver qué sucedía en aquel silencio, yo pasé por su lado, pero ella no se dio cuenta de que, por fin, yo podía volver a andar.
Llevas este interrogatorio con mucha habilidad, dijo, y es que me conoces bien, sabes de mí más cosas que yo mismo.
¿Qué quería decir con esto?
En realidad, nada, y tampoco quería hablar con él de estas cosas.
Oí todo esto mientras me iba, pero no pude salir de la habitación, porque mi padre empezó a vociferar: ¡que se hundiera el mundo, con todo lo que la mano del hombre había construido sobre la corteza terrestre!, ¡que se desmoronara y desintegrara!, sollozaba frenéticamente; era el grito del hombre al que sólo un último vestigio de razón impide cometer un asesinato, y, para no matar al otro, se oprimía las sienes con las dos manos, como si fuera a estallarle la cabeza, y gritaba entre sollozos por qué había tenido que ocurrir esto y por qué de esta manera, ¡no puedo más, no puedo soportarlo!, y que no entendía nada, y cómo iba a describirle aquellas noches en las que temía que a continuación le tocara a él, en las que se sentía completamente solo, le daba vergüenza y al mismo tiempo no se la daba, porque no entendía nada, no entendía por qué su mejor amigo, por el que tanto se había expuesto, no quería hablarle.
Das lástima, risa y asco, dijo el otro con voz clara y serena.
Yo me sujetaba a la madera blanca del marco de la puerta.
Pero, por qué, por qué, repetía mi padre, ¿no se daba cuenta de cómo le atormentaba, de que no podía resistir más?
Cuando has entrado, dijo János, te he mirado a la cara y me he preguntado si conservarías la decencia o quizá mejor el sentido común suficiente para comprender lo que habías hecho.
Mi padre dejó caer los brazos y, como si le faltara el aire, abrió los labios con aquel dolor infantil que había brotado de él con sus roncos sollozos de hombre, aunque a mí me parecía que no eran éstos signos de debilidad y que su cuerpo seguía siendo fuerte.
Era como si el cuerpo le dijera que, en adelante, él ya no era mas que una pequeña porción de curiosidad y sólo lo que el cuerpo del otro le dijera tenía importancia.
Está bien, dijo János con vehemencia, acabemos de una vez, y col sus ojos azules muy abiertos miró a los ojos azules del otro, de su cara se borró la fina red de arruguitas y su piel quedó tersa, pero quiero que quede bien entendido, al segundo día, y tú sabes muy bien lo que significa el segundo día, me enseñaron un papel con tu firma, tu confesión, según la cual, en mayo del treinta y cinco, cuando fui excarcelado, te dije llorando que no había podido resistir los golpes y me había mostrado dispuesto a colaborar con la policía secreta -aquí se interrumpió y aspiró profundamente-, y que, como lloraba de aquel modo, no habías querido denunciarme y te habías limitado a buscar un pretexto para sacarme de la circulación durante una temporada, ya que de este modo tampoco tendría de qué informar, pero no he venido en busca de desquite, esto no es una acusación, ¡no quiero ajustar cuentas contigo!, gritó, pero también decías que cuando aborté nuestra operación de Szob y María fue arrestada por mi causa, tuviste la prueba de que yo trabajaba para la policía.
¡Pero esto es un disparate!, dijo mi padre, todo el mundo sabía que después de aquello estuvimos dos meses trabajando juntos en la clandestinidad.
Que, a partir de aquel segundo día -al primero aún no sabía qué pensar-, mejor dicho, a partir del tercero, ya que había necesitado tiempo para asimilarlo, había accedido a todo lo que le habían pedido.
Pero él no había firmado ninguna declaración, protestó mi padre.
No sólo la había firmado, sino que, con la meticulosidad que le caracterizaba, había corregido las faltas de mecanografía.
¡No, no, tenía que haber un error, él nunca había hecho declaración alguna contra él, ni nadie se lo había pedido!
¡Mientes!, dijo él.
Como si el marco blanco de la puerta me hubiera ayudado a salir, por fin me vi fuera de la habitación.
János, puedes creerle, es la verdad, oí decir a la voz átona de mi madre.
¡Miente!, repitió él.
De no haber oído los pasos de la abuela, hubiera chocado con ella en la puerta.
No, János, yo no lo hubiera consentido, él nunca fue interrogado, oí decir a mi madre en la habitación.
La abuela venía de la cocina con las mejillas coloradas y aquella Opresión entre ufana y ansiosa que aparece cuando guisar no es una rutina cotidiana y aburrida, sino que los gestos mil veces repetidos de rallar, pelar, destapar, probar, el rápido movimiento de retirar las cacerolas del fuego, el escaldar, aclarar, remover y colar, adquieren un sentido festivo y solemne, porque el comensal que aguarda es una persona querida y, una vez lista la comida, te preguntas ¿le gustará?, pero también se notaba que no venía directamente de la cocina, sino que había pasado por el cuarto de baño, porque se había atusado el pelo, empolvado la cara, retocado los labios y, probablemente, hasta se había cambiado la bata de casa, para eliminar el olor a cocina, ahora llevaba la de pana gris pálido que armonizaba con su cabello plateado; para no chocar conmigo, me atrajo un instante hacia sí y olí su perfume recién aplicado, del que solía ponerse una gota detrás de cada oreja.
Era poco probable que no hubiera oído las últimas frases y, aunque no hubiera comprendido su significado, por acalorada que estuviera por su propia actividad, el tono de las voces y la escena que se le ofrecía -tres personas alejadas entre sí, inmóviles, atenazadas por la emoción- no podían dejar lugar a dudas, pero ella, sin inmutarse, me apartó con un movimiento enérgico aunque no impaciente, entró en la habitación taconeando con sus chinelas y anunció animadamente, como si fuera ciega y sorda o increíblemente estúpida: ¡vamos, todo el mundo a la mesa!
Naturalmente que había comprendido, pero mi abuela, con su tacto, su distinción, su figura alta y erguida, su seriedad, su fino bigotito y sus facciones angulosas y un poco agrias, que ahora, por la excitación que le causaba la presencia de János y el sofoco de la cocina, parecían más bellas y femeninas, era como el arquetipo de la dignidad burguesa; ella se desentendía de los hechos y vicisitudes de la vida humana que no encajaran en el rígido marco de la buena educación y el decoro; estas cosas no existían para ella, y no porque se situara por encima de ellas -no había altivez en su actitud-, sino porque, sencillamente, las soslayaba, como diciendo que es preferible no darse por enterada de lo que no tiene remedio o que, por lo menos, debes disimular que estás al cabo de la calle, ya que, de lo contrario, el curso de los acontecimientos no sólo no se detiene sino que se acelera; no juzgues, espera antes de actuar, ya que cualquier actuación supone un juicio, y se necesita mucho tiento para juzgar; cuando yo era niño, me irritaba su manera de ser, me repugnaba su hipocresía, y tendría que transcurrir mucho tiempo para que la amarga experiencia me hiciera reconocer y adoptar su sabiduría, para que descubriera que cerrar los ojos, mirar para otro lado o fingir sordera denotan mayor flexibilidad y comprensión que la solidaridad más patente, y exigen más sensibilidad y más humanidad que una intervención inmediata en busca de la verdad, en virtud de la llamada sinceridad, ya que con la inhibición se puede dominar nuestra natural inclinación a la prepotencia y al juicio temerario, sin duda, a fuerza de otra clase de prepotencia; en aquel momento, debía de sentirse en su elemento, y ni pestañeó, como el que entra en un salón en el que se habla de naderías mientras se toma el aperitivo; pero estaba claro que había percibido la gravedad de la situación porque, casi sin pararse a tomar aliento, se volvió hacia mi padre con gesto de sorpresa por encontrarlo allí -tendría que poner otro cubierto- y, en su habitual tono un poco seco, dijo deprisa, a quitarse el abrigo, lavarse las manos y a la mesa, sería una lástima que se enfriara la comida, pero mientras hablaba ya iba hacia János, el destinatario de toda aquella representación teatral al que había que demostrar que, pase lo que pase, en esta casa todo marcha como sobre ruedas, ¡pues no faltaba más!, en esta familia reinan el orden y la buena armonía, y quizá sea el momento de señalar que precisamente en este buen funcionamiento de la casa se aprecian la sabia moral y la prudencia del decoro burgués, que manda que siempre y en todas las circunstancias se mantengan las normas de vida, aun a riesgo de la vida; sería una comida improvisada, dijo con una sonrisa, y mirando a János largamente, para darle tiempo, le oprimió el brazo y dijo que no podía imaginarse él lo contenta que estaba de verle.
Naturalmente, las voluntariosas maniobras de diversión de la abuela no hubieran bastado por sí solas para contener las aguas que estaban a punto de desbordarse; al contrario, los tres se encontraban en un estado en el que cabía temer no sólo que no pudieran seguir dominando su feroz ansia de verdad, sino que la hipocresía de la abuela les hiciera estallar y, en una reacción aparentemente justificada, descargaran sobre ella todo el furor, la indignación y la desesperación que en aquel momento los dominaban; mi madre enrojeció de ira contra su propia madre, y parecía que iba a echarla de la habitación o a saltarle a la garganta, para estrangular aquel tono de voz falso y aborrecido; pero su talante, diametralmente opuesto al decoro de la abuela, no le permitía acción tan extrema, porque, para lograr sus fines, tanto mi madre como mi padre observaban imprevisibles diferencias estratégicas de comportamiento, según fuera éste lícito o ilícito, que les daban superioridad moral a la par que fuerza práctica, toda palabra o todo gesto definitivo hubieran podido traicionarlos y traicionar su solidaridad, tampoco podían exteriorizar fuertes emociones, los conflictos internos de su vida íntima debían permanecer secretos, ésta era una zona prohibida que habían acotado entre los dos y que ambos conspiraban para proteger, y en ella dirimían sus asuntos, excluyendo al mundo exterior, hostil y sospechoso; para mí, lo más asombroso de la escena fue que esas dos formas de conducta, inspiradas por afanes opuestos, se aunaran armoniosamente bajo el manto de la hipocresía y el disimulo.
Después volverían a la carga, desde luego, pero entonces mi padre dijo rápidamente, como si hubieran estado de chachara, algo así como que iba a lavarse las manos y ahora mismo volvía; ello fue una señal para mi madre, que enrojeció más aún pero se volvió hacia la bata, para esconder el odio que le desfiguraba la cara y dijo que se vestiría, que no quería comer en bata, ¡que se daría prisa!, y en la cara de János el gesto de un desconcierto momentáneo se convirtió en una rapida sonrisa, con la que trataba de proteger lo que debía permanecer oculto, otro reflejo, una sonrisa cómplice que correspondía a la de exagerada alegría con que le miraba la abuela, sonrisas perfectas una y otra que, aun encubriendo los sentimientos, suscitaban sentimientos verdaderos.
Él, mientras su mano correspondía a la presión de la mano de la abuela, consiguió decir que no podía considerarse lo que se dice afortunado, pero que se alegraba de estar aquí y que, en realidad, aún no sabía muy bien qué le había ocurrido; entonces la abuela adoptó una expresión compungida, tu pobre madre, dijo, con ojos llorosos, ahora había entre ellos auténtica solidaridad, ambos habían recurrido al mismo esquema emocional, la pena porque su pobre madre no pudiera verlo, el esquema funcionaba, pero precisamente porque los dos buscaban una comunicación sincera, los suspiros, el pesar y las lágrimas los hicieron volver a la cuestión de la que ya habían hablado a la llegada de János, para ponerle punto final, con una especie de entierro discreto y emocionado; hasta que la abuela, sobreponiéndose y abarcando a la madre muerta en su tierno ademán de consuelo, se colgó de su brazo.
Yo no me moví, nadie se preocupaba por mí, mi padre había desaparecido y mi madre había ido a vestirse.
Ernö estaba trastornado de la emoción, rió la abuela, y lo esperaba con impaciencia.
Iban hacia el comedor.
János, asumiendo con facilidad el tono de la conversación, preguntó rápidamente, un poco avergonzado por el olvido, cómo estaba Ernö, y entonces su voz sonó a falsa.
Con qué claridad ve ahora la mente lo que entonces los ojos captaban como movimiento, los oídos como voz y entonación y la memoria, a saber por qué, iba guardando.
Al oír aquel acento forzado, la abuela se paró bruscamente en la puerta del comedor y, como si tuviera que decirle algo que no pudiera esperar, retiró la mano del brazo de János, se puso delante de él y le miró con sus ojos un tanto debilitados por la edad, de su cara había desaparecido la alegría que hasta aquel momento se había impuesto, ahora había cansancio y tristeza y también miedo, pero no dijo lo que quería decir, se lo calló y, simulando distracción, asió las solapas de la chaqueta de János, manoseándolas con gesto de tímida jovencita, lo que parecía señal de algo grave, porque, una vez más, ella trataba de disimular una aflicción insondable.
Entonces, bruscamente, cuando János debía de creer que había podido dominar sus emociones porque había adoptado el único acento posible adecuado a la situación, su cara se descompuso, la emoción reprimida durante los minutos anteriores se desbordó y los pliegues de la boca y los ojos empezaron a temblar, como si tuviera miedo de lo que la abuela quería decir y no diría pero que él ya sabía.
Como ya sabes, empezó la abuela en voz baja, casi en un susurro, para que no se la oyera en el comedor, toda la vida ha sido un hombre muy activo, y recalcó activo, incapaz de darse ni un punto de reposo y, ahora, esto, no es que yo entienda de política, tampoco quiero hablar de ello, pero esto lo ha hundido, ¡esta impotencia!, y también por ti ha sufrido, me consta, aunque nunca habla de ello, no dice nada, ¡sólo calla!, y así vive, de ataque en ataque, se ha aislado de todos, no habla con nadie; su cuchicheo era ahora más vehemente y en su cara se pintó una expresión de viva contrariedad, ella no quería hablar de él sino de sí misma, de lo que ella sufría, ¡a él ya nadie puede ayudarle!, y tampoco quiere ayuda de nadie.
Él acarició el pelo a la abuela, pero no era el ademán del que trata de consolar a una vieja chiflada sino un movimiento tímido y vacilante.
La abuela volvió a reír, no quería darse por enterada del verdadero motivo del ademán de János. Así están las cosas, dijo, ven, y abrió la puerta.
Pero la abrió sólo para que pasara él, nosotros nos quedamos fuera, observando.
Y János necesitó sin duda de toda su presencia de ánimo para aceptar como normal la escena que de improviso apareció ante él.
Si el ser humano puede soportar las duras pruebas de la vida es porque sus mecanismos reflejos hacen por él aquello que, si tuviera que hacer deliberadamente, necesitaría toda la existencia, ello le produce la sensación de estar un poco ausente, y esta sensación lo protege de sus propios sentimientos.
El gesto de su espalda, de sus acusadas paletillas, de su cuello enflaquecido, todo fibra, indicaba que no era su Yo el que entraba, que éste había quedado petrificado de horror, que era su humano sentido del deber lo que movía sus pies.
La lámpara del techo resplandecía sobre la larga mesa, puesta con suntuosidad, el abuelo, de pie, asido al alto respaldo de su silla, trataba de disimular su dolencia y mantenía la mirada fija en la porcelana amarillenta, los cubiertos de plata y la cristalería tallada, pero sin verlos, porque en realidad estaba pendiente de su respiración, observándola atentamente; su cara de rasgos finos estaba lívida y, sobre las profundas cavidades de las sienes, en la frente alta y abombada, enmarcada por las bien peinadas ondas de su fino pelo blanco, se destacaban dos venas azules, tenía que vigilar cada aspiración y espiraron, impedir el jadeo que desencadenaría la crisis, ¡bella estampa de anciano!, y, al otro lado de la mesa, mi hermana, bien peinada, con el vestido azul del cuellecito blanco, sentada en una silla sobre varios almohadones, daba puntapiés a la mesa con aire ausente y golpeaba el plato de hierro esmaltado con la cuchara, con la boca abierta, desde luego, sin reparar en que se abría la puerta y entraba un descocido.
El abuelo miraba por encima de las gafas, aún no había levantado la cabeza, sólo con los ojos quería decir lo que sentía, que era tanto y tan sincero que no hubieran bastado las palabras, por eso no necesitaba levantar la cabeza, y entonces los silbidos de su respiración, prolongados artificialmente, se calmaron, su cara se oscureció y su frente palideció todavía más: se había controlado.
Le bastó una mirada para descubrir el malestar en los ojos del otro, no sonrió, se quedó serio, pero en sus ojos brillaba algo que podía llamarse alegría, y con su alegría animaba a János.
Con gesto levemente humorístico, ladeando la cabeza, miró a mi hermana como diciendo ya ves lo que hay, pero aquí estoy yo para asegurarme de que puede golpear el plato cuanto quiera, para que János pudiera mirarla sin reparo en lugar de hacer como si no viera lo que no podía dejar de ver.
Luego sus miradas volvieron a encontrarse y, mientras mi hermana seguía golpeando el plato con la cuchara acompasadamente, fueron al encuentro uno de otro.
Se dieron las manos, manos viejas y manos curtidas, por encima de la cabeza de la niña idiota, y entonces pude ver otra vez la cara de János, que había vuelto a transformarse, los dos se animaban y consolaban mutuamente.
He pensado mucho en ti, Ernó, dijo János, después de un largo silencio.
Si así era, respondió el abuelo, no podía decirle nada mejor.
Había sido una necesidad y, además, había tenido mucho tiempo para reflexionar.
Él, por el contrario, se había preparado para la eternidad, porque no abrigaba ni la menor esperanza de que esto pudiera acabar, no creía llegar a verlo y hubiera debido imaginárselo.
Qué, preguntó János.
El abuelo sacudió la cabeza, no quería decirlo, pero de pronto, como si tuviera que salir a la luz lo que no querían ocultar ni por hipocresía ni por miedo, simplemente, se dieron un abrazo fuerte y largo.
Cuando se separaron, mi hermana dejó de martillear en el plato y los miró con la boca abierta; imposible adivinar si el grito que se escapó de su garganta era de miedo o de alegría, la abuela, detrás de mí, suspiró y se fue deprisa a la cocina.
Ellos estaban como desamparados, con los brazos colgando.
Que había comprendido muchas cosas, dijo, tantas cosas, Ernö, que casi me he convertido en liberal, ¡imagina!
No puede ser, dijo el abuelo.
Imagina.
Entonces quizá deberías presentarte a las próximas elecciones.
Los dos pares de manos volvieron a asirse, y los dos hombres se rieron en la cara uno del otro, literalmente, a grandes carcajadas, con una risa de borracho que se ahogó en un silencio repentino, un silencio que quizá ya estaba allí desde hacía rato, aguardando pacientemente detrás de la risa.
Yo estaba frente a la puerta abierta, no podía marcharme ni podía entrar a seguir la escena con mi presencia, me sentía fuera de mi cuerpo; volví la cara y vi que mi hermana, con el cuello doblado, su gran cabeza ladeada, la cuchara en el puño y el labio colgando, los miraba entre hiposa y sonriente mientras trataba de descubrir si el significado de aquella escena insólita era bueno o era malo y, al no entender las señales, quizá asustada por su propia incapacidad, empezó a dar alaridos.
Algo que quien no ha vivido con un deficiente mental considera un hecho inexplicable, puramente fortuito.
Después, mi padre me empujó hacia la mesa, porque los gritos de jiri hermana, esto lo recuerdo perfectamente, me habían paralizado, y yo di la excusa de que no tenía hambre.
Entonces llegó la abuela con la sopera humeante.
Si mi memoria conserva un recuerdo nítido de lo que precedió a aquella comida, lo que ocurrió después está sepultado profundamente; sí, ya sé que la memoria todo lo guarda, reconozco mi debilidad, la verdad es que no quiero acordarme.
De que la cara de mi madre va tomando un tinte amarillo oscuro, yo lo veo, pero ella hace como si no pasara nada, y no me atrevo a decírselo, ni a ella ni a los demás.
Y de cómo ha entrado en el comedor, con una falda azul marino, una blusa blanca y unos zapatos de piel de serpiente con tacón muy alto que hacen aún más largas sus piernas y que normalmente sólo se pone en las grandes solemnidades, y ha ido rápidamente hacia mi hermana, lleva los botones de arriba de la blusa desabrochados, un chal de seda de colores vivos anudado al cuello, hacía meses que no la veía vestida, y seguramente se ha puesto el chai para disimular su delgadez; cuando mi hermana se ponía en aquel estado, nadie debía tocarla, y mi madre se agachó delante de ella y le hizo un conejito con la servilleta.
Y cómo las mira János.
Y mi padre que grita que se la lleven de allí.
Y cómo, cuando ya se la han llevado y ha vuelto el silencio de los tres hombres, van apagándose sus gritos.
Y, en las horas siguientes, la sensación de que había que acallar algo más, y luego el silencio y la masticación de la comida.
Y lo que tardó en llegar el final, era inútil que vaciaras el plato, siempre había algo más, y todas las posibles evasivas o salidas que se les ocurrían quedaban frustradas porque no llegaba el final.
Después se encerraron y sólo se oían palabras sueltas y exclamaciones ahogadas, pero de aquellas palabras que escapaban yo no quería sacar conclusiones porque para mí ya todo significaba lo mismo.
Debía de ser por la noche cuando agarré el destornillador y, sin encender la luz ni cerrar la puerta, porque de nada servía ya tomar precauciones, todo me daba igual, introduje el destornillador entre el cajón y el tablero de la mesa e hice palanca, la cerradura saltó y cuando sacaba el dinero del cajón, el abuelo cruzó la habitación oscura.
Me preguntó qué hacía.
Nada, le dije.
Para qué necesitaba el dinero.
Para nada, dije.
Se quedó un momento allí de pie y luego me dijo que no tuviera miedo, que ellos resolverían sus diferencias, y se fue.
Su voz era grave y serena, y esta voz, que venía de otro lugar muy distinto, estas palabras, que nacían de un razonamiento distinto, me hicieron ver qué era lo que iba a hacer, me quedé un rato en la habitación oscura con la sensación de haber sido desenmascarado ante mí mismo, y allí se desvaneció mi propósito, aunque, al mismo tiempo, ahora rae sentía un poco más tranquilo, de todos modos, me guardé los doscientos forints. El cajón quedó abierto y el destornillador, encima de la mesa.
Incluso me acuerdo de que aquella noche dormí vestido y hasta el día siguiente no me di cuenta; durante la noche, alguien me había tapado con una manta, por lo menos, aquella mañana no tuve que vestirme.
No menciono esto porque me parezca cómico, sino como ejemplo de las pequeñas ventajas con las que el ser humano puede consolarse en tales momentos.
Cuando volví de la escuela, los dos abrigos estaban colgados del perchero, el de mi padre, más grueso, y aquel otro, y en la habitación sonaban sus voces.
Pero no me quedé a escuchar.
No me acuerdo de cómo pasé la tarde, me parece que estuve en el jardín, sin hacer nada, ni siquiera me quité el abrigo, sólo me quedé allí de pie, tal como había llegado.
Anochecía, recuerdo que eso me aliviaba, el resplandor del ocaso era rojo, el cielo estaba despejado y la luna, alta; había vuelto a helar, el suelo del bosque crujía y chasqueaba bajo mis pies.
Hasta que llegué a lo alto de la calle Felhö y vi la ventana de Hedi con las cortinas cerradas y la luz encendida no me di cuenta de lo frío que era el aire que respiraba.
Dos niñas venían hacia mí por la calle en sombra, arrastrando un trineo que se encallaba en la rugosa superficie del hielo.
Les dije que vaya ocurrencia, sacar el trineo cuando ya no quedaba nieve.
Ellas se pararon y me miraron con caras bobas, pero enseguida una ladeó la cabeza y estiró el cuello y replicó con petulancia que no era verdad, que en la calle Városkuti aún había nieve.
Dije que les daría dos forints si entraban a decir a Livia que saliera.
O no me entendieron o no querían ir, pero cuando saqué del bolsillo un puñado de monedas la más descarada tomó unas cuantas.
Al salir, metí la mano en el bolsillo del abrigo de János y pillé todo lo que pude, todo lo que había.
Las dos crías cruzaron el patio arrastrando el trineo; desde fuera les grité cuál era la puerta del sótano. Tuvieron que batallar mucho para meter aquel trasto por la escalera, los hierros chirriaban ásperamente en la piedra, al parecer, las muy tontas tenían miedo de que les robara su trineo; durante un rato no pasó nada y, cuando ya me marchaba -había estado a punto de irme un par de veces, no quería que Hedi me viera allí-, salió Livia con blusa y pantalón de gimnasia y las mangas subidas -debía de estar lavando, o fregando la cocina- y les subió el trineo.
No pareció sorprenderse al verme en la valla, dio la cuerda del trineo a las niñas, que volvieron a arrastrarlo por la grava del patio, pero no se iban, al parecer, querían ver cómo acababa aquello, y cuchicheaban y se reían.
Livia venía pisando con fuerza, golpeándose los hombros con las manos y encogiendo el pecho, como si quisiera protegerlo del frío, pero, al oír las risas de las niñas, se paró y se quedó mirando a la pareja con severidad hasta que ellas se callaron y empezaron a andar, remoloneando, curiosas.
Ya estaba muy cerca de la valla, y el vaho de la cocina que despedían su cuerpo y sus cabellos me inundó la cara.
Las dos memas aún gritaron algo desde lejos.
Yo no le dije nada, pero ella vio que estaba destrozado, me lo notó enseguida, y mis ojos observaban con agrado lo que de la cocina traía ella pintado en la cara, el reflejo de una tarde hogareña vulgar y corriente, y los dos recordamos aquel verano en que yo esperaba junto a la valla a que viniera ella, sólo que ahora el que estaba fuera era yo, y nos gustaba que con el tiempo se hubieran trocado los papeles.
Ella sacó los dedos por la tela metálica de la valla, los cinco, y yo bajé la cabeza y apoyé en ellos la frente.
Pero casi no sentía sus dedos tibios y, cuando arrimé también la cara, ella apretó la palma de la mano contra la valla y yo sentí en la boca, con la herrumbre del alambre, el olor cálido de su mano.
En voz baja, preguntó qué me pasaba.
Yo le dije que me marchaba.
Por qué, preguntó.
Dije que no soportaba seguir en casa y que venía a despedirme.
Entonces ella retiró la mano rápidamente y me miró, para leerme en la cara lo que me ocurría, y tuve que explicárselo.
A mi madre le importa más su amante que yo, dije, y sentí un dolor muy agudo, como una cuchillada, que casi me hizo bien.
Asustada, me dijo que la esperase, que vendría conmigo.
El dolor agudo había pasado, pero, mientras esperaba, sentía cómo su estela me recorría el sistema nervioso, extendiéndose por todas sus ramificaciones y galvanizándome cada nervio; aunque la frase no era exacta, no hubiera podido decirle nada más cierto; ahora el dolor se había mitigado, y mi cerebro repetía al compás de los latidos de mi corazón «contigo, contigo», sin poder adivinar qué se imaginaba ella, ni qué pensaba hacer.
Era casi de noche, en el crepúsculo frío y azul brillaban las farolas amarillas.
Al parecer, temía que me marchara sin ella, porque no tuve que esperar mucho antes de verla venir corriendo, con el abrigo desabrochado y la bufanda y la gorra roja en la mano; a pesar de la prisa, cerró con cuidado la verja que, como no tenía cerradura, había que atar con un alambre.
Se paró delante de mí, expectante, ahora yo hubiera tenido que decirle adonde pensaba ir, pero temía que, si se lo explicaba, todo se acabaría, que ella diría que eso era una enormidad, como si le dijera que quería abandonar este mundo, lo cual no era más que la pura verdad; porque, cuando hice saltar con el destornillador la cerradura del cajón, dudé un momento entre el dinero y la pistola, pero esto no podía confesárselo.
Yo quería marcharme para siempre, pero ya no éramos unos niños.
Ella se envolvió el cuello con la bufanda, con un movimiento lento y muy bello, quizá para darme tiempo a decir algo, pero yo no podía decir nada, y entonces se puso la gorra y me miró fijamente.
Yo no podía decirle que no debía venir conmigo y, casi contra mi voluntad, murmuré pues entonces ven; si no lo hubiera dicho, mi decisión no me hubiera parecido firme a mí mismo.
Ella me miró muy seria, y no sólo a la cara sino de arriba abajo, y dijo que era una tontería que no llevara gorra y que dónde tenía los guantes, y yo respondí que eso no importaba, y entonces ella tampoco se puso los guantes y me tendió la mano.
Yo así su mano pequeña y cálida, y empezamos a andar.
Era fabulosa, porque no preguntaba, no preguntaba absolutamente nada, y sabía todo lo que debía saber.
Mientras íbamos de la mano por la calle Felhö, no necesitábamos hablar, nuestras manos conversaban animadamente de algo muy distinto, y no podía ser de otra manera; una mano sentía el calor de la otra, notaba que estaba ahí y que la envolvía, y era una sensación que le parecía muy buena, pero también desconocida, y la palma se asustaba, pero entonces los dedos hacían una pequeña presión, y los músculos contraídos se distendían y se acoplaban a la superficie blanda y oscura de la otra mano, y, como había resultado tan natural el movimiento, ahora los dedos ya podían oprimir libremente, pero esto generaba más confusión, ya que parecía que su misma presión impedía a las manos sentir lo que realmente deseaban.
Hay que relajar los dedos, dejarlos sueltos, no obligarlos, permitir que se entrelacen para que se avive esa leve curiosidad de las yemas que, jugueteando, quieren tocar, acariciar, palpar los blandos montículos de la palma y deslizarse hacia los valles abiertos por la presión, ir tanteando y explorando con pequeños avances y prudentes retiradas, mientras, lenta e insensiblemente se va aumentando la presión, hasta que le oprimí la mano con tanta fuerza que le hice daño y ella gritó, aunque no en serio, mientras subíamos por la empinada vía Diana.
No volvimos a mirarnos, no nos atrevíamos.
Éramos sólo manos: como si la queja fuera en serio y su mano, lastimada y ofendida, quisiera desasirse, y la mía, cariñosa y apesadumbrada, no se lo permitiera, y, al mitigarse el dolor, vino la reconciliación, que fue tan completa que la pelea de antes parecía un juego.
Seguimos por vía Karthauzi; aunque yo no me había preocupado mucho del rumbo, instintivamente la llevaba en la dirección que me parecía la apropiada para alcanzar aquel objetivo difuso y lejano que me había marcado con infantil determinación; lo que no lamento, porque, sin la compañía de su mano, quizá se hubiera fijado prematuramente en mí la idea de que nada podemos hacer para cambiar nuestra situación; de haber estado solo y de no haberme obligado su mano a aceptar deliberadamente mi disparatada aventura, a la que me había lanzado instintivamente, es posible que no hubiera tardado en dar media vuelta, el deseo de calor me hubiera tentado a regresar a donde la cordura me impedía volver, pero, con su mano en la mía, parecía imposible el regreso, y ahora, al recordarlo, al atar el recuerdo con mis palabras, no puedo sino mover la cabeza de arriba abajo como un anciano: sí, que se vayan, adiós y buena suerte a la pareja, reconozco que me encanta su simpleza.
Por el aún nevado terraplén pasaron, iluminados, dos coches del tranvía de cremallera, detrás de nosotros caminaban varias personas, figuras indistintas de un mundo que habíamos dejado atrás.
Nuestras manos enlazadas compartían el calor de ambos, y cuando llevaban mucho rato descansando juntas sin moverse, parecía que no sólo por el frío sino también por la costumbre empezaban a perderse la una a la otra, y había que cambiar de postura, pero con cuidado, procurando que el cambio no destruyera la paz.
A veces ocurría todo lo contrario, y las dos manos, una dentro de la otra, se encontraban en una posición tan natural y equilibrada que no se sabía con exactitud cuál era la mía y cuál, la suya, si yo la asía a ella o ella a mí, y me daba un poco de miedo que mi mano pudiera perderse en la suya, y por eso tenía que moverla.
Las figuras vagas habían desaparecido, estábamos solos, nuestros pasos rápidos, quizá demasiado rápidos, repicaban ásperamente en la calle iluminada por pálidas farolas, bajo los árboles desnudos que se recitaban al claro de luna, oscuros y fantasmagóricos; de vez en cuando, cerca y lejos, ladraban perros; el aire olía al humo de las chimeneas y era tan frío que, al respirarlo, te helaba los pelillos de la nariz, lo que te producía un cosquilleo que no era desagradable; a la izquierda de la calle, en los jardines hundidos, relucían grandes parches de nieve, humeaban las chimeneas, la mayoría de las casas estaban oscuras.
Había luna llena y, mientras subíamos la Escalera Suiza, la teníamos enfrente, como si una cara inmóvil estuviera esperándonos arriba.
Aquella escalera interminable debilitaba la unión de nuestras manos; en terreno llano, insensiblemente, acoplábamos el paso, mientras que ahora, al subir, unas veces ella tiraba de mí y otras era yo el que se adelantaba, y no eran tanto los escalones lo que rompía el como los rellanos: a cada tres peldaños había que caminar cuatro pasos, y en uno de aquellos rellanos, durante nuestros desiguales cuatro pasos, -yo los contaba mecánicamente- ella preguntó adónde iba.
No preguntó adónde íbamos sino adonde iba yo, y lo dijo con naturalidad, como si la construcción de la frase no tuviera importancia por lo que no tuve necesidad de pararme para contestar.
A casa de mi tía, dije.
Lo que no era del todo cierto.
Pero, afortunadamente, no hizo más preguntas y seguimos subiendo, sin mirarnos, ahora no nos atrevíamos, a causa de su pregunta.
Habría transcurrido una media hora cuando llegamos arriba e, involuntariamente, miramos atrás.
Cuando volvimos la cabeza para calcular el camino recorrido, nuestras caras se rozaron y vi que ella quería saber, pero yo no podía explicar, hubiera sido muy complicado, y nuestras manos se soltaron entonces al mismo tiempo.
Yo seguí andando y ella vino tras de mí.
La calle Rege sube ligeramente, yo iba deprisa, huyendo de una explicación, pero, después de dar por separado varios pasos apresurados y nerviosos, ella extendió la mano hacia mí.
Extendió la mano porque ya sabía, lo noté al tocarla, sabía que iba a dejarme, y mi mano no quiso convencerla, no quiso retenerla, que se fuera.
Ahora íbamos por la despoblada cima del monte, junto a la larga valla metálica del hotel, a cuyo extremo nos esperaba la última farola de la ciudad, la última luz amarilla en la oscuridad azul, que parecía alumbrar el límite de nuestras posibilidades; allí acababa la calle y empezaba un sendero que discurría entre robles dispersos y arbustos desmedrados, y, cuando dejamos atrás esta última luz, yo tenía la sensación de que mi mano deseaba soltar su mano.
Seguimos andando otra media hora, quizá menos.
Cruzamos el profundo valle del Lobo, cuyas empinadas laderas estaban cubiertas de una nieve intacta y azulada que rechinaba y crujía bajo nuestros pasos, y allí ocurrió.
Ella se paró y yo enseguida abrí la mano, pero ella no se soltó y miró atrás.
Era inútil mirar, ya no se distinguía nada, las luces habían desaparecido, estábamos en el fondo del valle.
Dijo que debíamos volver.
Yo callaba.
Entonces me soltó la mano.
Dijo que me pusiera su gorra, pero yo sacudí la cabeza; era una tontería, pero no quería ir por ahí con una gorra roja.
Dijo entonces que me llevara sus guantes, por lo menos, y los sacó del bolsillo.
Me los puse, eran bonitos los guantes, de una lana muy cálida, roja, pero no me importó.
Esto la asustó, y empezó a rogar y suplicar, decía que no era por ella sino por sus padres, y que no sería una cobardía ni mucho menos; hablaba atropelladamente y en voz baja, pero el valle recogía hasta aquellas débiles palabras.
El eco me dio un escalofrío, y comprendí que no podía decir nada, porque, si mi voz resonaba de aquel modo, tendría que volver a casa.
Tenía miedo, dijo, miedo de regresar sola, y me pidió que la acompañara, por lo menos, un trecho.
Un trecho, trecho, repitió el valle quedamente.
Seguí andando, deprisa, para no oír más, pero a los pocos pasos me paré y me volví; quizá, visto desde aquí, pareciera todo más fácil para los dos.
Así estuvimos mucho rato, a aquella distancia no podíamos vernos la cara, y en el fondo era mejor.
No me importaba que ella regresara, que se fuera en paz, quizá también ella se dio cuenta de que me era indiferente que me dejara; despacio, dio media vuelta y empezó a correr, resbaló, miró atrás, yo la seguía con la mirada, adivinando más que viendo, es posible que se volviera o que se parara, que caminara deprisa o que corriera, un puntito en la nieve azul, hasta que desapareció, aunque me parecía que seguía viéndola.
Durante un rato oí sus pasos, después sólo imaginaba oírlos, pero no eran pasos, sino el tintineo de las ramas heladas que el viento agitaba, ecos de crujidos y chasquidos, un misterioso estallido, pero yo no me movía, esperé hasta que desapareció y la acompañé con el pensamiento hasta que dejé de verla.
Un frío cosquilleo en la garganta insinuaba el deseo de que volviera, ahora, no, todavía no, enseguida aparecería el puntito, pero no aparecía.
A pesar de todo, me alegraba de haberla apartado de mí, porque no tenía la impresión de haberla perdido sino, al contrario, de haberla ganado para siempre, por haber sido lo bastante fuerte como para quedarme solo.
El camino aguardaba, y seguí adelante, aunque no creo que sea interesante relatar con mayor detalle la historia de mi huida.
Mi candor me hacía pensar que el objeto de mi historia era yo, y que aquella noche de frío y desamparo no era sino el marco, cuando mi verdadera historia se desarrollaba casi con independencia de las peceñas aventuras por mí vividas o, mejor dicho, paralelamente a ellas.
Habíamos salido a las ocho, recuerdo haber oído las campanadas, ella debió de llegar a su casa poco antes de las diez, a la hora en que yo dejaba atrás las peñas de la cima de Ordogorom y, desde la meseta situada al pie, divisaba con satisfacción, allá abajo, las pálidas luces de Budaörs; todavía estaban lejos, pero no parecía difícil mantener el rumbo.
Después supe que, al llegar, había ido directamente a su cuarto sin hacer ruido, se había desnudado deprisa y se había metido en la cama, y casi dormía cuando la descubrieron, encendieron la luz y se pusieron a gritarle, pero ella no quería delatarme y dijo que había salido a pasear porque le dolía la cabeza, su madre le dio una bofetada, ella lloraba y, como tenía miedo de que me ocurriera algo, confesó.
Para entonces yo ya había llegado a Budaörs, el camino había sido largo, oscuro y sinuoso, se bajaba al llano por un sendero escarpado, una especie de zanja con profundas roderas, abrigada por altos matorrales, aquí el frío era menos intenso que en campo abierto, pero el paraje parecía más amenazador, por un lado, porque no sabía qué me aguardaba tras el siguiente recodo y, por otro, porque continuamente tenía que cerciorarme de que no me desviaba de la buena dirección; para darme ánimo, decidí que, si llegaba a las luces lejanas, alquilaría una habitación o pediría cobijo en alguna casa, pero, cuando por fin llegué a las primeras casas del pueblo, comprendí que había pecado por exceso de optimismo, porque de una casa saltó un perro, un pequeño monstruo, repugnante y medio congelado, con un muñón nudoso en lugar de cola, que se puso a seguirme ladrando y saltando hacia mis pantalones, y obligándome a defenderme a puntapiés que él esquivaba mientras gruñía y enseñaba los dientes; así pasamos por delante de la fonda, donde en aquel momento cerraban los postigos dos mujeres y un hombre que me miraron fijamente, porque debí de parecerles sospechoso, puesto que el perro me perseguía, y esto me hizo desistir de la idea de pedir alojamiento.
El padre de Livia se había puesto el abrigo y salía hacia nuestra casa.
Debían de ser cerca de las doce cuando yo abandonaba el pueblo y el padre llamaba a nuestra puerta.
El perro se quedó en medio del camino, ladrando, con las patas separadas; al salir del pueblo empecé a subir una cuesta; el nítido perfil de las montañas se recortaba en el cielo claro, y el que el perro no me persiguiera, ni me hubiera mordido en una pierna, y que yo pudiera andar, y que, a mi espalda, su ladrido se convirtiera en un aullido vacilante y prolongado, es decir, el saberme seguro, completamente solo y poder respirar con libertad me hacía indescriptiblemente feliz, tan contento iba, acompañado por los aullidos del perro, que durante un buen rato hasta me olvidé del frío, había entrado en calor.
A la misma hora, en casa esperaban la ambulancia que llevaría a mi madre al hospital.
El padre de Livia estaba en la sala, comunicando lo ocurrido cuando llegaron los enfermeros; János acompañó a mi madre, mientras mi padre llamaba a la policía.
Yo ya no sabía qué hora era, iba por la carretera silenciosa, inconsciente de que, en el fondo, inmaduro como era, estaba esperando el ruido del coche que se aproximaba; al principio pensé en pararlo y pedir que me llevaran a dondequiera que fueran, pero luego no me atreví, salí de la carretera y me metí en la cuneta, con nieve hasta los tobillos, para dejarlo pasar.
Venía zumbando, yo ya pensaba que no me habían visto cuando los frenos y las ruedas chirriaron con una vehemencia que hizo derrapar el coche, que rebotó en el bordillo del arcén y fue a chocar contra un mojón; el motor se paró y los faros se apagaron.
Al chirrido y el estrépito siguió un instante de silencio, luego se abrieron las portezuelas de delante y dos abrigos oscuros corrieron hacia mí. Yo escapé cuesta abajo dando traspiés, pisé los helados terrones de un prado nevado y me disloqué un tobillo.
Me agarraron por el cuello del abrigo.
¡Ven aquí, cabroncete, que por tu culpa casi acabamos en la cuneta!
Me retorcían los brazos a la espalda y me arrastraban hacia el coche, yo no me resistía.
Me arrojaron al asiento trasero, como moviera ni un solo dedo, me aplastarían la cabeza, el coche tardó en arrancar y estuvieron jurando durante todo el viaje, pero hacía un calorcito tan agradable que yo me estremecía de gusto, y sus voces empezaron a mezclarse y confundirse con el ronquido del motor, y me quedé dormido.
Ya amanecía cuando paramos delante de un caserón blanco.
Me enseñaron el parachoques hundido, no serían ellos quienes lo pagaran y ya vería cómo se me quitaban las ganas de dormir.
Me llevaron a una habitación del primer piso y me encerraron con llave.
Yo trataba de coordinar ideas y urdir unas cuantas mentiras, pero al poco rato tuve que apoyar la cabeza en la mesa.
Estaba dura la madera, y puse el brazo a modo de almohada.
Una llave giró en la cerradura, así que me había dormido, fuera había una mujer de uniforme y, detrás de ella, en el pasillo, el abuelo.
En el taxi, cuando salimos de la vía Istenhegyi a la vía Adonis y circulábamos junto a la valla de la zona prohibida, me contó lo sucedido durante la noche.
Parecía que no había ocurrido en una sola noche sino en varios años.
Era una mañana luminosa y alegre, por todas partes goteaba el agua del deshielo.
En la cama de mi madre habían puesto la colcha a rayas, lo mismo que años atrás, antes de que enfermara.
Aquella cama hecha me daba la impresión de que ella ya no estaba con vida.
Y no me engañaba mi intuición, porque no volví a verla.