En la gran choza las mujeres fueron desvestidas hasta la desnudez y examinadas por dos mujeres más altas que las humanas, tanto como Usa, la de la Tribu de Carther. Sus largos cabellos eran blancos y tan ligeros que casi dejaba el cuero cabelludo al descubierto. Su piel parecía haberse blanqueado sobre los huesos. Cuarenta o cincuenta años de edad, pensó Minya, aunque era difícil saberlo; su aspecto era extraño. Vestían ponchos con el color escarlata del jugo de las bayas, cerrados entre las piernas. Su forma de andar era relajada, producto de la práctica. Minya pensó que debían haber malgastado muchos años en la gravedad del Árbol de Londres.
—Parece que la gente vive aquí mucho tiempo —le susurró a Jayan, y Jayan asintió con la cabeza.
Las supervisoras no contestaban preguntas, aunque hacían muchas.
Las encontraron sucias y heridas, pero no enfermas. Curaron las magulladuras de Minya, y le avisaron brusca-diente de que tuviera cuidado de no ofender a los ciudadanos en el futuro. Minya sonrió. ¿Ofender? Minya estaba segura de que le había roto el brazo a un hombre antes de que la dejaran inconsciente a garrotazos.
Usa estaba ostensiblemente embarazada. Jayan también se declaró encinta, para la obvia sorpresa de Minya, y le hicieron reunirse con Usa. Minya agarró a Jinny por el brazo, temiendo que pudiera empezar una inútil batalla con su gemela.
Una de las supervisoras notó la congoja de Jinny.
—Todo irá bien —dijo—. Llevan huéspedes. Uno de los aprendices del Científico las verá luego. Tampoco a los hombres los dejaron estar cerca de ellas.
¿A causa de qué? Pero la mujer no dijo nada más. y Minya tuvo que esperar.
El Grad miraba a través de las pequeñas ventanas; la gran ventana daba sobre la arrugada corteza a cuatro cémetros de distancia. Afuera estaban pasando cosas.
Un hombre con una túnica blanca hablaba a unos hombres vestidos con ponchos azules o rojos que parecían amplios sacos. Después todos ellos se abalanzaron a lo largo de la corteza hacia la más baja de las columnas de chozas.
—¿Quién es? —preguntó el Grad.
La Aprendiz del Científico no se dignó a contestar. El piloto se lo dijo.
—Es Klance, el Científico. Tú nuevo propietario. No hay que sorprenderse, piensa que posee el árbol entero.
Klance el Científico iba hablando consigo mismo mientras se aproximaba al mac. Su blanca túnica le llegaba justo por debajo de las caderas; los extremos de un suelto poncho de ciudadano se asomaban por debajo. Era alto para ser un habitante de árbol, y se inclinaba sobre un voluminoso vientre. No es un luchador, pensó el Grad —la cuarentena, de músculos flojos. Su cabello era abundante y blanco, la nariz afilada y curvada en forma convexa. Un momento después, el Grad pudo escuchar su voz cortando el aire.
—Lawri. —Aguda, portadora de un perentorio chasquido.
El piloto pulsó el botón amarillo y plantó las yemas de dos dedos sobre el modelo resultante de líneas amarillas (recuérdalo), adelantándose a Lawri. Las dos puertas del mac giraron hacia afuera y hacia adentro.
El Científico todavía estaba hablando cuando entró.
—Quieren saber cuándo podré mover el árbol. Malditos locos. Apenas acabo de llenar el depósito. Si nos movemos ahora el agua podría empezar a flotar lejos de nuestro alcance. Primero tenemos que… —Se detuvo. Sus ojos se fijaron en la espalda del piloto (el piloto todavía no había terminado de darse la vuelta), luego en el Grad, luego en Lawri—. ¿Bien?
—Es el Científico de la tribu destruida. Traía esto. —Lawri levantó las cajas de plástico.
—Vieja ciencia. —Sus ojos se volvieron avariciosos—. Cuéntamelo después —dijo—. Piloto.
El hombre de la Armada volvió la cabeza.
—¿Está el mac dañado de alguna forma? ¿Se ha perdido algo?
—Ciertamente que no. Si necesitas un informe detallado…
—No, con eso vale. El resto del grupo de la Armada está esperando el ascensor. Pienso que todavía tendrás tiempo para abordarlo.
El piloto asintió rígidamente. Se levantó y se propulsó hacia las puertas gemelas. Estuvo a punto de rozar al Científico, que se mantuvo en su lugar; luego, se impulsó a través de las puertas y desapareció.
El Científico pulsó las luces amarillas. En la ventana se alzó una pantalla.
—Los tanques de combustible están casi secos. Habrá que llenarlos para varias semanas. Aparte de eso… todo parece bien. Lawri, quiero que me des un informe detallado, pero cuéntame ahora mismo si ha pasado algo.
—Parece que sabe lo que se hace. No me gusta el alimentador de árboles, pero no se ha dado ningún golpe con una piedra. El grupo de saqueo estaba volviendo con esto, y con él. El Científico tomó uno de los objetos de plástico que Lawri le ofrecía.
—¡Una lectora! —susurró—. Me traes un tesoro. ¿Cuál es tu nombre?
El Grad titubeó, luego contestó: —Jeffer.
—Jeffer, estoy esperando oír tu historia. Primero nos lavaremos a fondo. Durante años he temido que la Armada perdiera mi mac, con lectora y todo. No puedo decirte lo que me gusta tener una de reserva.
La gravedad era más ligera. Por otra parte, Minya no quería decir nada en el Árbol de Londres acerca de su propia mata. Allí había la misma penumbra verdosa, los mismos aromas vegetales. Túneles de enramada corrían a través del follaje sin que nadie pasase por ellos. Las mujeres altas las conducían en silencio. Jinny y Minya las seguían. Nadie las adelantó.
Todavía estaban desnudas. Jinny caminaba encorvada, como si aquello la pudiera tapar. No había hablado desde que Jayan había sido apartada. Minutos después, el túnel desembocó en una gran cavidad, iluminada por la deslumbrante luz del día en el extremo más lejano.
—Jinny. ¿Los Comunes eran así de grandes en la Mata de Quinn?
Como por obligación, Jinny miró a su alrededor, y no pareció reaccionar.
—Los nuestros tampoco. —La cavidad rodeaba el tronco y todo el camino que había hasta la boca del árbol. Más allá, pudo ver el cielo vacío. Las sombras eran extrañas, con el azul teñido de la luz de Voy brillando por debajo. En la Mata de Dalton-Quinn siempre lo hacía por encima.
Todo el follaje había sido desarraigado. ¿Acaso no temían los cazadores de copsiks matar el árbol? ¿O les bastaba con sólo desplazarse a otro?
Treinta o cuarenta mujeres habían formado una hilera para la comida. Muchas iban cargadas con niños: tres años, o incluso más pequeños. Ignoraron a Minya y a Jinny cuando estas pasaron a su lado, hacia la boca del árbol.
—Dime qué es lo que más te preocupa —dijo Minya. Pasaron varias inhalaciones antes de que Jinny contestara. Luego dijo:
—Clave. No iba en la caja. Todavía debe estar en la jungla.
—Jinny, tendrá que curarse la pierna antes de poder hacer algo.
—Lo perderé —dijo Jinny—. Volverá, pero lo perderé. Jayan espera un hijo suyo. Nunca más será mío.
—Clave os ama a las dos —dijo Minya, pensando que ella no tenía ni la más remota idea acerca de los sentimientos que Clave pudiera tener en aquellos momentos. Jinny sacudió la cabeza.
—Pertenecemos a los cazadores de copsiks, a los hombres. Mira, siempre están ahí.
—Minya frunció el ceño y miró a su alrededor. ¿Estaba Jinny imaginando cosas…? Su mirada percibió algo en la verde curvatura que sobremontaba los Comunes, una forma oscura oculta entre las sombras y el follaje. Luego vio otras dos más… cuatro, cinco… hombres. No dijo nada.
Las llevaron hasta la entrada de la boca del árbol, casi debajo de la gran reserva montada donde la rama emergía del tronco. Minya miró hacia abajo. Despojos, basura… dos cuerpos en una plataforma, completamente cubiertos de ropa. Cuando Minya se apartó, las mujeres que las escoltaban se habían quitado los ponchos.
Las habían tomado por los brazos y las habían llevado junto al gran estanque. Una de las supervisoras tiró de una cuerda, y el agua cayó como en una inundación en miniatura. Minya se estremeció, impresionada. Las mujeres tenían una especie de masa, y una empezó a frotarla en el cuerpo de Minya, amasándola sobre ella.
Minya nunca antes había sabido lo que era el jabón. Estaba atemorizada, era algo extraño. Las supervisoras también se enjabonaron, luego dejaron que la inundación volviera a producirse. Después de que se hubieron secado con sus propias ropas, se las pusieron. A Minya y a Jinny las dieron unos ponchos escarlatas.
La espuma de jabón les había dejado la piel extraña. Minya tuvo pocos problemas para ponerse el poncho; pese a que la apretaba un poco entre las piernas, parecía confortablemente holgado. ¿Estaría hecho para la gente más voluminosa de la jungla? Esto la preocupaba más que el color rojo de las bayas de la mata. Allí, los copsiks vestían de rojo; en su hogar, los ciudadanos vestían de rojo. Minya había llevado mucho tiempo aquel color.
Sus escoltas las abandonaron mientras servían la mesa. Cuatro cocineras —también mujeres altas— servían un estofado de vegetales de vida terrestre y carne de pavo en unos tazones de bordes curvados hacia adentro. Minya y Jinny se sentaron en un elástico brazo del follaje y se pusieron a comer. El alimento era más blando que el que se comía en la Mata del Dalton-Quinn.
Otra copsik se sentó junto a ellas: dos metros y medio de estatura, mediana edad, con facilidad para caminar en la gravedad del Árbol de Londres. Le habló a Jinny. —Parece que sabes andar. ¿Eres de un árbol? Jinny no contestó. Minya lo hizo en su lugar. —De un árbol que se desintegró. Soy Minya Dalton-Quinn. Esta es Jinny Quinn.
—Heln —dijo la desconocida—. Sin apellido por ahora. —¿Llevas aquí mucho tiempo?
—Diez años aproximadamente. Solía usar el de Carther. Sigo esperando… bien. —¿El rescate? Heln se escogió de hombros.
—Sigo pensando que intentarán algo. Naturalmente, no pueden. Además, ahora tengo hijos. —¿Casada? Heln la miró.
—Ellos no te lo dicen. De acuerdo, ellos no te dicen nada. Los ciudadanos son nuestros propietarios. Cualquier hombre que lo desee puede ser nuestro propietario.
—Yo… pensaba algo parecido a eso. —Minya sólo movió los ojos hacia las sombras de las cercanías. Y ellos la habían visto desnuda…—. ¿Qué estaban haciendo? ¿Eligen?
—Eso es. —Heln levantó la vista—. Come deprisa si quieres terminar. Dos hombres sombríos se acercaban hacia ellas, paseando despreocupadamente a lo largo del entramado de ramajes que formaba el suelo.
Minya los observó sin dejar de comer. Se detuvieron a varios metros de ellas, esperando. Sus ponchos eran más ceñidos que los de las mujeres y de variados y vivos colores. Miraban a las mujeres y hablaban entre sí. Minya pudo oír:
—…una de las heridas ruinas de Karal…
Heln los ignoró. Minya intentó hacer lo mismo. Cuando su tazón estuvo vacío, preguntó:
—¿Qué hay que hacer con esos?
—Dejarlos —dijo Heln—. Si ningún hombre te toma, te mandan a las cocinas. Pero me parece que tendrás compañía. Te pareces a los ciudadanos. —Hizo una mueca—. nosotros nos llaman gigantes de la jungla.
Demasiados cambios. Hacía tres sueños, ningún hombre en su universo local se habría arriesgado a tocarla. ¿Qué harían si se resistía? ¿Qué pensaría Gavving de ella? Aunque más tarde pudieran escapar…
Si se iba paseando hasta la boca del árbol, pensó Minya, ¿podría alguien pararla? Ella podría «alimentar el árbol». Una corta carrera hasta más allá de la boca del árbol y un impulso la llevarían al cielo antes de que nadie pudiera reaccionar. Ya había estado perdida en el cielo y sobrevivido…
¿Pero cómo alertar a Gavving para que saltara también? Quizá no tuviera oportunidad de hacerlo. O quizá él pensara que aquella idea era una locura.
Era una locura. Minya la desechó. Y los hombres empezaron a pasear para reunirse con ellas.
La primera comida del Grad en la Ciudadela fue sencilla pero extraña. Recibió una calabaza con una hendidura de buen tamaño cortada en ella y una calabaza vaciada para los líquidos, y un tenedor de dos dientes. Un espeso estofado, transportado desde la lejana mata, y que se había enfriado en el camino a la Ciudadela. Pudo reconocer dos o tres de los ingredientes. Le hubiera gustado preguntar lo que estaba comiendo, pero era Klance quien hacía las preguntas.
Una de las primeras fue:
—¿Te enseñaron medicina?
—Ciertamente. —La palabra salió de su boca antes de que su mente pudiera mentir.
Lawri parecía dubitativa. Klance el Científico rió.
—Eres demasiado joven para estar tan seguro. ¿Has trabajado con niños? ¿Cazadores heridos? ¿Mujeres enfermas? ¿Mujeres con huéspedes?
—Con niños, no. Con mujeres con huéspedes, sí. Cazadores heridos, sí. También he tratado enfermedades de la malnutrición. Siempre supervisado por el Científico. —Su mente embalada le decía lo que tenía que contarle a Klance. De hecho, sí había trabajado con niños; había inspeccionado en una ocasión a una mujer embarazada; había colocado el hueso de la pierna de Clave. El viejo cazador de copsiks no me dejara practicar en los ciudadanos, ¿verdad? ¡Primero quiere probarme con los copsiks! Con mi propia gente… Klance seguía hablando.
—Aquí no tenemos malnutrición, gracias al Controlador. ¿Cómo fue que llegasteis a la jungla?
—De manera imprevista. —Comiendo una comida extraña, con extraños ingredientes en concentración de caída libre. No podía dejarse pillar por una distracción; al Grad le alegraba tener una oportunidad de hablar. Se comió lo que le habían dado y contó la historia de la destrucción de la Tribu de Quinn.
El Científico le interrumpió con preguntas sobre la Mata de Quinn, sobre cómo atendían la boca del árbol, los hongos, los relámpagos, el dumbo, el moby, los insectos y la zona media del árbol. Lawri parecía fascinada. Sólo estalló una vez, para preguntar cómo se luchaba contra los pájaros espada y los triunos. El Grad se refirió a Minya y Gavving. Quizá ella pudiera saber dónde se encontraban.
La comida concluyó con una amarga infusión negra que el Grad rechazó; y continuó hablando. Cuando acabó, estaba ronco.
Klance el Científico chupó la pipa —más corta que la que usaba el Presidente de la Tribu de Quinn— y nubes de humo derivaron lentamente por la habitación hasta desaparecer. La habitación era más una jaula de madera que una choza; había estrechas ventanas por todas partes, y tablas que podían girarse para cubrirlas. Klance habló.
—Ese hongo gigante tiene propiedades alucinógenas, ¿no?
—No conozco la palabra, Klance. —El borde rojizo os hizo sentiros raros pero bien. ¿Quizá esa era la razón por la que lo protegían?
—No lo creo. Había muchos hongos iguales. Aquel era más grande y estaba mejor formado y tenía un nombre especial.
—La Mano del Controlador. Jeffer, ¿habías oído antes la palabra Controlador?
—Mi abuela la empleaba para decir «El alimentador del árbol debe pensar que es el Controlador en persona» cuando quería hacer enfadar al Presidente. No la he oído en ninguna otra parte…
El Científico tomó la lectora del Grad y una de sus propias cintas grabadas.
—Me parece recordar…
CONTROLADOR. Oficial encargado de vigilar que un ciudadano o grupo de ciudadanos permanezcan leal al Estado. La responsabilidad del Controlador incluyen las acciones, actitudes, y el bienestar de aquellos que le han sido confiados. Él Controlador que viaja a bordo del Disciplina es la grabación de Sharls Davis Kendy en el computador maestro de la nave.
—Eso es estrictamente material de hombre estelar. El Estado… me tomó cuatro días leer el registro sobre el Estado. ¿Lo conoces?
—Sí. Gente extraña. Tengo el sentimiento de que podían vivir más tiempo que nosotros.
Klance bufó.
—¿Tu Científico nunca se dio cuenta de eso? Tenían años más cortos. Su año era una vuelta completa alrededor de su sol. Nosotros sólo usamos media vuelta, y esos siete quintos de un año del Estado. La verdad es que vivimos un poco más de lo que vivían ellos, y también que crecemos más lentamente.
Escuchar tanto desprecio sobre su maestro hizo que los oídos del Grad se inflamaran. Apenas oyó lo que Klance dijo a continuación.
—Conforme, Jeffer, por ahora debes pensar en mí como en tu Controlador.
—Sí, Científico.
—Llámame Klance. ¿Cómo te sientes?
El Grad contestó cuidadosamente con una verdad a tedias.
Limpio, alimentado, descansado y a salvo. Me sentiría mejor si supiera que el resto de la Tribu de Quinn está bien.
—Se han duchado y comido y bebido y vestido. Sus hijos serán ciudadanos. Lo mismo que tú, Jeffer, te guste o no estar aquí; pero estoy pensando que te aburrirías en la mata.
—Así es, Klance.
—Excelente. Por un tiempo, tendré dos aprendices. Lawri explotó.
—Es algo inaudito que un recién llegado, un prisionero copsik, se quede en la Ciudadela! ¡La Armada…!
—La Armada se puede ir a dar de comer al árbol. La Ciudadela es mía.