PRIMERA PARTE. Incitación Del 20 de diciembre al 3 de enero

El dieciocho por ciento de las mujeres de Suecia

han sido amenazadas en alguna ocasión por un hombre.


Capítulo 1. Viernes, 20 de diciembre

El juicio, inevitablemente, ya había terminado y todo lo que se había podido decir estaba ya dicho. Ni por un momento le cupo la duda de que lo iban a declarar culpable. El fallo se hizo público, por escrito, el viernes a las diez de la mañana; ya sólo quedaba el análisis final de los reporteros que esperaban en el pasillo del juzgado.

Mikael Blomkvist los vio a través de la puerta abierta y se detuvo un instante. No quería hablar de la sentencia que acababa de recoger, pero sabía, mejor que nadie, que las preguntas resultaban inevitables, y que debían ser hechas y contestadas. «Así es como se siente un delincuente al otro lado del micrófono», pensó. Algo incómodo, irguió la cabeza y se esforzó en sonreír. Los periodistas le correspondieron y le saludaron amablemente con movimientos de cabeza, casi avergonzados.

– A ver… Aftonbladet, Expressen, la agencia TT, TV4… ¿Y tú de dónde eres…? ¡Anda!, del Dagens Industri. Me he hecho famoso -constató Mikael Blomkvist.

– Danos una buena frase, Kalle Blomkvist -dijo el reportero de uno de los dos grandes periódicos vespertinos.

Mikael Blomkvist, cuyo nombre completo daba la casualidad de que era Carl Mikael Blomkvist, se obligó, como siempre, a no hacer muecas de desaprobación al escuchar su apodo. En una ocasión, hacía veinte años, cuando tenía veintitrés y acababa de empezar su primer trabajo como periodista -una sustitución de verano-, Mikael Blomkvist, sin mérito alguno, y por puro azar, desenmascaró a una banda de atracadores de bancos que, durante dos años, había cometido cinco espectaculares atracos. No cabía duda de que se trataba de la misma banda en todas las ocasiones; su especialidad era entrar con un coche en pequeñas poblaciones y robar uno o dos bancos con una precisión prácticamente militar. Llevaban máscaras de látex que representaban a personajes de Walt Disney, razón por la que se les bautizó, en una jerga policial no del todo exenta de lógica, como la banda del Pato Donald. No obstante, los periódicos la rebautizaron como la banda de los Golfos Apandadores, que les pegaba más, teniendo en cuenta que, en dos ocasiones, sin ninguna consideración y sin preocuparles aparentemente la seguridad de las personas, dispararon varios tiros al aire para amenazar a la gente que pasaba o que les parecía demasiado curiosa.

El sexto atraco se cometió en la provincia de Östergötland en pleno verano. Se dio la circunstancia de que un reportero de la radio local se hallaba en el banco precisamente cuando se produjo el golpe y reaccionó como correspondía a su oficio. En cuanto los atracadores abandonaron el banco se fue a una cabina telefónica y llamó a la radio, dando así la noticia en directo.

Mikael Blomkvist estaba pasando unos días con una amiga en la casa de campo que los padres de ella tenían cerca de Katrineholm. Ni siquiera cuando fue interrogado por la policía pudo explicar con exactitud por qué había relacionado los hechos, pero en el mismo momento en que escuchó la noticia le vino a la mente un grupo de cuatro chicos instalados en una casa situada a unos doscientos metros de la suya. Un par de días antes, cuando él y su amiga iban de camino al quiosco de helados, los había visto jugando al bádminton en el jardín.

Lo único que vio fue a cuatro jóvenes rubios y atléticos en pantalón corto y con el torso desnudo. Resultaba evidente que eran culturistas, pero había algo más en aquellos jugadores de bádminton que llamó su atención, quizá porque el partido se estaba jugando, a pesar del sofocante calor provocado por un sol abrasador, con una energía tremendamente intensa. No parecía un simple pasatiempo.

No había ninguna razón objetiva para sospechar que se tratara de atracadores de bancos, pero, aun así, Mikael dio un paseo y se sentó en una colina con vistas a la casa, que en ese momento parecía vacía. Llegaron al cabo de unos cuarenta minutos y aparcaron un Volvo en la entrada. Parecían tener prisa y cada uno llevaba una bolsa de deporte, tal vez un indicio de que, simplemente, habían estado nadando. Sin embargo, uno de ellos volvió al coche y recogió un objeto que cubrió rápidamente con una cazadora. Incluso desde el lugar en el que se encontraba, relativamente lejano, Mikael pudo ver que se trataba de un auténtico AK4 de los de toda la vida, justo el tipo de arma con el que acababa de estar casado durante un año de servicio militar, de modo que llamó a la policía e informó de su descubrimiento. Así se inició el asedio de la casa, que duró tres días. La noticia fue ampliamente cubierta por los medios de comunicación con Mikael en primera fila, lo que le permitió cobrar una generosa retribución como freelance de uno de los grandes periódicos vespertinos. La policía instaló su centro de operaciones en una caravana situada en el jardín de la casa donde Mikael se alojaba.

La consagración que todo joven periodista necesita en su profesión le vino a Mikael de la mano de la banda de los Golfos Apandadores. La cara negativa de la fama fue que el vespertino de la competencia no pudo resistirse a usar el titular «El superdetective Kalle Blomkvist resolvió, el caso». El texto, de tono ligeramente burlón, estaba redactado por una columnista de cierta edad y contenía al menos una docena de referencias al personaje de Kalle Blomkvist, el joven detective creado por la famosa escritora Astrid Lindgren. Para colmo de males, el periódico ilustraba el artículo con una foto borrosa en la que Mikael, con la boca semiabierta y el dedo índice levantado, parecía darle instrucciones a un agente uniformado. En realidad, no hacía más que indicarle el camino al retrete.


Poco importaba que Mikael Blomkvist jamás hubiera usado su primer nombre, Carl -mucho menos su apodo Kalle-, ni firmado ningún artículo como Carl Blomkvist. Desde ese momento, para su propia desesperación, fue conocido entre sus compañeros de profesión como Kalle Blomkvist; un epíteto pronunciado con provocadora mofa, no con verdadera maldad, pero tampoco de manera muy agradable. Con todo el respeto para Astrid Lindgren, por mucho que le encantaran sus libros odiaba el apodo. Fueron necesarios varios años y méritos periodísticos de bastante más relevancia para que dejaran de llamarlo así. Y todavía se sentía incómodo cada vez que lo oía.

Así que sonrió serenamente y miró al reportero del vespertino a los ojos.

– Bah, invéntate tú algo. Siempre les pones mucha imaginación a tus textos.

El tono no resultaba, en absoluto, desagradable. Los peores críticos de Mikael no habían acudido y todos los allí presentes se conocían más o menos bien. Una vez colaboró con uno de ellos y en otra ocasión, en una fiesta, hacía ya algunos años, casi consiguió ligarse a «la de TV4».

– Te machacaron bien allí dentro -le soltó Dagens Industri, que, al parecer, había enviado a un joven suplente.

– Bueno, sí -reconoció Mikael. Difícilmente podría afirmar otra cosa.

– ¿Y cómo te sientes?

A pesar de lo tenso de la situación, ni Mikael ni los periodistas más veteranos pudieron evitar sonreír por la pregunta. Mikael intercambió una mirada con «la de TV4». Los periodistas serios siempre habían sostenido que esa pregunta -«¿cómo te sientes?»- era la única que los periodistas deportivos bobos eran capaces de hacer al deportista jadeante al otro lado de la meta. Pero acto seguido recobró la seriedad.

– No puedo más que lamentar que el tribunal no haya llegado a otra conclusión -contestó de manera algo formal.

– Tres meses de prisión y ciento cincuenta mil coronas de indemnización por daños y perjuicios. Una sentencia que debe de resultar dura -dijo «la de TV4».

– Sobreviviré.

– ¿Vas a pedirle disculpas a Wennerström? ¿A darle la mano?

– No, no creo. Mi idea sobre la ética empresarial del señor Wennerström no ha cambiado.

– ¿Así que sigues pensando que es un sinvergüenza? -se apresuró a preguntar Dagens Industri.

Tras aquella pregunta se escondía una cita acompañada de un devastador titular, y Mikael podría haber mordido el anzuelo si el reportero no le hubiese advertido del peligro al acercar su micrófono con un entusiasmo algo excesivo. Meditó la respuesta un instante.

El juez acababa de dictaminar que Mikael Blomkvist había calumniado al financiero Hans-Erik Wennerström, así que la condena impuesta fue por difamación. El juicio había concluido y Mikael no tenía intención de recurrir la sentencia. Pero ¿qué pasaría si, imprudentemente, repitiese sus declaraciones en las mismas escaleras del juzgado? Mikael decidió que no quería averiguarlo.

– Consideré que tenía buenas razones para publicar aquellos datos. El juez lo ha visto de otro modo y, naturalmente, debo aceptar que el proceso jurídico haya seguido su curso. Ahora vamos a comentar la sentencia detenidamente en la redacción antes de decidir qué hacer. No tengo nada más que añadir.

– Pero se te olvidó que un periodista debe probar sus afirmaciones -dijo «la de TV4» con un deje de dureza en la voz.

No podía negar lo que ella decía. Habían sido buenos amigos. Su cara mostraba indiferencia, pero Mikael creyó detectar en sus ojos una sombra de decepción y rechazo.

Mikael Blomkvist siguió contestando a los periodistas durante un par de interminables minutos más. La pregunta tácita que flotaba en el aire y que nadie se atrevía a hacer -quizá porque resultaba vergonzosamente incomprensible- era cómo había podido redactar un texto tan desprovisto de sustancia. Los periodistas allí presentes, a excepción del suplente de Dagens Industri, eran ya veteranos con una dilatada experiencia profesional. Para ellos la respuesta a aquella pregunta iba más allá del límite de lo concebible.

TV4 colocó a Mikael ante la cámara situada delante de la entrada del juzgado para poder hacerle las preguntas algo apartados de los demás. La periodista mostró más amabilidad de la que se merecía y la entrevista contó con las suficientes declaraciones para contentar a todo el mundo. La historia -resultaba inevitable- daría lugar a numerosos titulares, pero Mikael hizo un esfuerzo para recordar que no se trataba del suceso más importante del año. Los reporteros ya tenían lo que querían y volvieron a sus respectivas redacciones.


Mikael había pensado dar un paseo, pero era un día de diciembre muy ventoso y, además, había cogido frío durante la entrevista. Al encontrarse solo en las escaleras del juzgado levantó la mirada y descubrió a William Borg bajando de su coche, donde había permanecido mientras duró la entrevista. Sus miradas se cruzaron; acto seguido William Borg sonrió.

– Ha merecido la pena venir hasta aquí sólo para verte con ese papel en la mano.

Mikael no contestó. Conocía a William Borg desde hacía quince años. Una vez trabajaron juntos como reporteros suplentes de economía en un diario matutino. Tal vez se debiera a una falta de química personal, pero lo cierto es que allí se asentó la base de su eterna enemistad. A ojos de Mikael, Borg no sólo era un pésimo periodista, sino también una persona mezquina, vengativa y pesada, que incordiaba a los que le rodeaban con chistes y bromas estúpidas, y que hablaba con desprecio de los reporteros de más edad, evidentemente mucho más experimentados. En especial le caían mal las reporteras veteranas. Tuvieron una primera discusión, a la que le sucedieron otros enfrentamientos, hasta que su antagonismo se convirtió en un asunto personal.

Luego, a lo largo de los años, Mikael y William Borg se encontraron con cierta regularidad, pero no fue hasta finales de los años noventa cuando se hicieron enemigos de verdad. Mikael publicó un libro sobre el periodismo económico, con numerosas citas de una serie de estúpidos artículos que llevaban la firma de Borg. En la versión de Mikael, Borg era caracterizado como un perfecto pedante que lo entendía todo al revés y que escribía artículos-homenaje a empresas puntocom al borde de la quiebra. A Borg no le hizo ninguna gracia el análisis de Mikael, y en un encuentro casual en un bar del barrio de Söder faltó poco para que se liaran a puñetazos. Por las mismas fechas, Borg abandonó el periodismo para trabajar de informador -cobrando un sueldo considerablemente más alto- en una empresa que, para colmo, estaba dentro de la esfera de intereses del industrial Hans-Erik Wennerström.

Estuvieron mirándose el uno al otro durante un buen rato; luego Mikael se dio la vuelta y se marchó, ir al juzgado sólo para reírse a carcajadas de él era muy típico de Borg.

Mientras iba andando, pasó el autobús 40 y subió, más que nada para alejarse del lugar cuanto antes. Bajó en Fridhemsplan y se quedó en la parada indeciso, con la sentencia aún en la mano. Finalmente, decidió cruzar la calle hasta el Kafé Anna, al lado del garaje de la jefatura de policía.

Menos de medio minuto después de haber pedido un caffè latte y un sándwich empezó el boletín informativo en la radio. Su historia se comentó en tercer lugar, después de la de un terrorista suicida en Jerusalén y la noticia de que el gobierno había constituido una comisión investigadora para estudiar la presunta formación de un cártel en el sector de la construcción.

Esta misma mañana el periodista Mikael Blomkvist de la revista Millennium ha sido condenado a tres meses de cárcel por haber difamado gravemente al industrial Hans-Erik Wennerström. En un artículo sobre el llamado «caso Minos», publicado a principios de año, Blomkvist afirmaba que Wennerström empleó fondos públicos -destinados a inversiones industriales en Polonia- para el tráfico de armas. Mikael Blomkvist también ha sido condenado a pagar ciento cincuenta mil coronas de indemnización por daños y perjuicios. En un comunicado, Bertil Camnermarker, abogado de Wennesrström, dice que su cliente está contento con la sentencia. «Se trata de un caso de difamación sumamente grave», ha manifestado.

La sentencia tenía veintiséis páginas. Daba cuenta de las razones por las que Mikael había sido declarado culpable de quince casos de grave difamación al empresario Hans-Erik Wennesrström. Mikael hizo sus cálculos y llegó a la conclusión de que cada uno de los cargos de la acusación por los que había sido condenado valía diez mil coronas y seis días de cárcel, sin contar las costas judiciales y la retribución de su abogado. Le faltaban fuerzas para calcular a cuánto ascenderían los gastos, pero al mismo tiempo reconoció que podría haber sido peor; ya que el tribunal lo había absuelto de siete cargos.

A medida que iba leyendo los términos de la sentencia le invadió una sensación cada vez más pesada y desagradable en el estómago. Le sorprendió. Desde el mismo momento en el que se inició el juicio sabía que si no se producía un milagro, lo iban a condenar. No le cabía la menor duda y ya se había hecho a la idea. Asistió a los dos días del juicio de manera bastante despreocupada; además, durante once días, sin sentir nada en especial, estuvo esperando a que el tribunal terminara con sus deliberaciones y redactara el documento que tenía en las manos. Y ahora, una vez concluido el proceso, un malestar empezó a apoderarse de él.

Al darle el primer mordisco al sándwich tuvo la sensación de que la miga le crecía en la boca. Le costó tragar y lo apartó.

Era la primera vez que condenaban a Mikael Blomkvist por un delito; nunca había sido sospechoso de nada, ni acusado por nadie. Si la comparaba con otras, la sentencia le parecía insignificante, un delito sin importancia. Al fin y al cabo, no se trataba de un robo a mano armada, un homicidio o una violación. Sin embargo, desde el punto de vista económico, la condena impuesta le dolía. Millennium no era precisamente el buque insignia de los medios de comunicación con fondos ilimitados -la revista vivía al límite-, pero la sentencia tampoco suponía una catástrofe. El problema residía en que Mikael era uno de los socios de Millennium a la vez que, por idiota que pudiera parecer, ejercía tanto de escritor como de editor jefe de la revista. Mikael pensaba pagar la indemnización, ciento cincuenta mil coronas, de su propio bolsillo, lo cual daría al traste prácticamente con la totalidad de sus ahorros. La revista respondería de las costas judiciales. Administrando los gastos con prudencia, saldría adelante.

Meditó la posibilidad de vender su casa, cosa que le partiría el corazón. A finales de los felices años ochenta, durante un período en el que contaba con un trabajo estable y unos ingresos relativamente decentes, se puso a buscar un domicilio fijo. Vio muchas casas y descartó la mayoría antes de dar con un ático de sesenta y cinco metros cuadrados en Bellmansgatan, justo al principio de la calle. El anterior propietario había iniciado una reforma para convertirlo en una vivienda habitable, pero le salió un trabajo en una empresa puntocom del extranjero y Mikael pudo comprar aquella casa a medio reformar por un buen precio.

Mikael rechazó los bocetos del arquitecto y terminó la obra él mismo. Apostó por el baño y la cocina, y decidió no reformar el resto. En vez de poner parqué y levantar tabiques para hacer una habitación independiente, acuchilló las viejas tablas del suelo, encaló directamente los toscos muros originales y cubrió las imperfecciones más visibles con un par de acuarelas de Emanuel Bernstone. El resultado fue un loft completamente abierto, con un salón-comedor junto a una pequeña cocina americana y un espacio para dormir ubicado tras una librería. La vivienda tenía dos ventanas de buhardilla y una ventana lateral con vistas a los tejados que se extendían hasta la bahía de Riddarfjärden y Gamla Stan. También se podía ver un poquito de agua de Slussen y el Ayuntamiento. En la actualidad no habría podido comprar una casa así, de modo que quería conservarla.

Pero el riesgo de perderla no era nada en comparación con el tremendo golpe profesional que acababa de sufrir, cuyos daños tardaría mucho tiempo en reparar… si es que era posible.

Se trataba de una cuestión de confianza. En el futuro, muchos editores se lo pensarían más de una vez antes de publicar un texto firmado por él. Seguía teniendo suficientes amigos en la profesión que comprenderían que había sido víctima de las circunstancias y de la mala suerte, pero a partir de ahora no podía permitirse ni el más mínimo error.

Lo que más le dolía, no obstante, era la humillación.

Tenía todas las de ganar, pero, aun así, perdió contra un gánster de medio pelo con traje de Armani. Un maldito y canalla especulador bursátil. Un yuppie con un abogado famoso que se había pasado todo el juicio con una burlona sonrisa en los labios.

¿Cómo diablos podían haberle salido tan mal las cosas?


El caso Wennesrström empezó, de modo muy prometedor, en la bañera de un velero Mälar-30 amarillo la noche de Midsommar, fiesta del solsticio de verano, hacía ahora un año y medio. Todo fue fruto de la casualidad: un ex colega periodista, actualmente informador de la Diputación provincial, quiso impresionar a su nueva novia y, sin reflexionar demasiado, alquiló un Scampi para pasar un par de días de navegación improvisada, aunque romántica, por el archipiélago. Tras oponer cierta resistencia, la novia, recién llegada de Hallstahammar para estudiar en Estocolmo, se dejó convencer con la condición de que su hermana y el novio de ésta también los acompañaran. Ninguno de ellos había pisado jamás un barco de vela. Pero el verdadero problema era que el amigo informador, en realidad, tenía bastante menos experiencia como marinero que entusiasmo por la excursión. Tres días antes de partir llamó desesperadamente a Mikael y lo convenció para que los acompañara como quinto tripulante, el único con verdaderos conocimientos de navegación.

Al principio la propuesta no le hizo mucha gracia, pero acabó aceptando ante la expectativa de pasar unos días placenteros en el archipiélago y de disfrutar de buena comida y una agradable compañía, como se suele decir. No obstante, sus esperanzas se frustraron y el viaje fue más desastroso de lo que hubiera imaginado jamás. Navegaron por una ruta bonita, pero poco emocionante, a una velocidad de apenas cinco metros por segundo, subiendo desde Bullando y pasando por Furusund. Aun así, la nueva novia del informador se mareó enseguida. La hermana se puso a discutir con su novio y nadie mostró el menor interés por aprender lo más mínimo de navegación. Pronto quedó claro que esperaban que Mikael se encargara del barco mientras los demás le daban consejos bienintencionados, pero en su mayoría absurdos. Después de pasar la primera noche en una cala de Ängsö, estaba dispuesto a atracar en Furusund y volver a casa en autobús. Sólo las súplicas desesperadas del informador le hicieron quedarse en el barco.

A eso de las doce del día siguiente, lo suficientemente pronto para que todavía quedaran algunos sitios libres, amarraron en el embarcadero de Arholma. Prepararon la comida y, mientras terminaban de comer, Mikael reparó en un M-30 amarillo de fibra de vidrio que estaba entrando en la cala, deslizándose sólo con la vela mayor. El barco hizo un suave viraje mientras el capitán buscaba un hueco en el embarcadero. Mikael echó un vistazo a su alrededor y se dio cuenta de que el espacio entre su Scampi y un barco-H que había a estribor era, probablemente, el único hueco; el estrecho M-30 cabría allí, aunque algo justo. Se puso de pie en la popa y señaló con el brazo; el capitán del M-30 levantó la mano en señal de agradecimiento y se dirigió rumbo al embarcadero. «Un navegante solitario que no tenía intención de molestarse en arrancar el motor», pensó Mikael. Escuchó el ruido de la cadena del ancla y unos segundos después vio arriar la vela mayor, mientras el capitán se movía como una culebra para mantener el timón derecho y al mismo tiempo preparar la amarra de proa.

Mikael subió a la borda y le tendió una mano, dispuesto a prestarle ayuda. El navegante hizo un último cambio de rumbo y entró deslizándose sin ningún problema, casi completamente parado, hasta la popa del Scampi. Hasta que el recién llegado no le dio la cuerda a Mikael no se reconocieron; una sonrisa de satisfacción se dibujó en sus rostros.

– ¡Hombre, Robban! -exclamó Mikael-. ¿Por qué no usas el motor? Así no les rascarías la pintura a todos los barcos del puerto.

– ¡Hola, Micke! Ya decía yo que me sonaba esa cara. No me importaría usarlo si arrancara. El condenado se me murió hace dos días en Rödlöga.

Se dieron la mano por encima de las bordas.

En el instituto de Kungsholmen, en los años setenta -hacía ya una eternidad-, Mikael Blomkvist y Robert Lindberg habían sido amigos, incluso íntimos amigos. Como pasa a menudo con los viejos compañeros de estudios, la amistad acabó después del día de la graduación. Cada uno tiró por su camino y durante los últimos veinte años apenas si se habían visto en media docena de ocasiones. En aquel momento, cuando se encontraron inesperadamente en el embarcadero de Arholma, habían pasado por lo menos siete u ocho años desde la última vez. Se observaron el uno al otro con curiosidad. Robert estaba bronceado, tenía el pelo enmarañado y una barba de dos semanas.

De repente, Mikael se sintió de mucho mejor humor. Cuando el informador y sus bobos acompañantes subieron hacia la tienda del pueblo, al otro lado de la isla, para celebrar la noche de Midsommar bailando en la explanada alrededor del mayo, él se quedó en la bañera del M-30, charlando con su viejo amigo de instituto en torno a unos arenques y unos chupitos de aguardiente.

En algún momento de la noche, tras abandonar la lucha contra los mosquitos de Arholma, tristemente célebres, y trasladarse a la cabina, la conversación, después de un considerable número de chupitos, se convirtió en un amistoso duelo verbal sobre la ética y la moral en el mundo de los negocios. Los dos habían elegido carreras profesionales que, de alguna manera, tenían que ver con la economía del país. Robert Lindberg pasó del instituto a la Escuela Superior de Economía de Estocolmo y, desde allí, dio el salto al sector bancario. Mikael Blomkvist se graduó en la Escuela Superior de Periodismo y llevaba gran parte de su vida profesional dedicándose a revelar y denunciar dudosas operaciones, precisamente en el ámbito de la banca y de los negocios. La conversación empezó a girar en torno a lo moralmente defendible en ciertos contratos blindados de los años noventa. Después de haber defendido valientemente algunos de los casos más llamativos, Lindberg dejó el vaso y, muy a su pesar, tuvo que reconocer que en el mundo de los negocios, seguramente también habría algún que otro corrupto cabrón. De pronto miró a Mikael seriamente.

– Tú que eres periodista de investigación y te ocupas de fraudes económicos, ¿por qué no escribes algo sobre Hans-Erik Wennesrström?

– Ignoraba que hubiera algo que decir sobre él.

– Busca. Tienes que buscar, joder. ¿Qué sabes del programa CADI?

– Pues que era una especie de programa de subvenciones que en los años noventa ayudó a la industria de los países del Este a levantarse. Se suspendió hace un par de años. No he escrito nada sobre eso.

– Las siglas significan Comité de Ayuda para el Desarrollo Industrial, un proyecto que tuvo apoyo gubernamental y fue dirigido por representantes de una decena de grandes empresas suecas. El CADI recibió garantías estatales que le permitieron poner en marcha una serie de proyectos acordados con los gobiernos de Polonia y de los Países Bálticos. El sindicato LO hizo su pequeña aportación como avalista para reforzar también el movimiento sindical obrero en el Este, siguiendo las pautas del modelo sueco. Formalmente se trataba de un proyecto de apoyo al desarrollo basado en los principios de ayuda como forma de incentivar el progreso, lo cual les daría a los regímenes del Este la oportunidad de sanear su economía. Sin embargo, en la práctica se trataba de que ciertas empresas suecas recibieran subvenciones estatales para entrar y establecerse como socios de empresas de países del Este. Aquel maldito ministro de los democristianos era un entusiasta partidario del CADI. Se abrió una fábrica papelera en Cracovia, se reformó una industria metalúrgica en Riga, una fábrica de cemento en Tallin… La dirección del CADI, compuesta por pesos pesados del mundo de la banca y de la industria suecas, repartió el dinero.

– ¿Te refieres al dinero de los contribuyentes?

– Alrededor del cincuenta por ciento provenía de subvenciones estatales, el resto lo pusieron los bancos y la industria. Pero no pienses que se trataba de una labor sin ánimo de lucro. Los bancos y las empresas contaban con sacar una buena tajada. Si no, el tema no les hubiese interesado una mierda.

– ¿De cuánto dinero estamos hablando?

– Espera, hombre; escúchame. El CADI estaba compuesto principalmente por compañías suecas de toda la vida que querían entrar en los mercados del Este, importantes sociedades como ABB, Skanska y similares. En otras palabras, nada de empresas especuladoras.

– ¿Me estás diciendo que Skanska no se dedica a especular? ¿No despidieron acaso al director ejecutivo de Skanska por dejar que uno de sus chavales especulara y perdiera quinientos millones buscando dinero rápido? ¿Y qué te parecen sus histéricos negocios inmobiliarios en Londres y Oslo?

– Sí, bueno; en todas las empresas del mundo hay idiotas, pero ya sabes a lo que me refiero. Por lo menos son empresas que producen algo concreto. La columna vertebral de la industria sueca y todo ese rollo…

– ¿Y qué pinta Wennesrström en esto?

– Wennesrström es la gran incógnita. A ver, es un tipo que surgió de la nada, que no tiene ningún pasado en la industria pesada y que realmente no pinta nada en esos círculos, pero ha amasado una colosal fortuna en la bolsa y la ha invertido en empresas ya consolidadas. Digamos que ha entrado por la puerta de atrás.

Mikael se sirvió un chupito de aguardiente Reimersholms y se acomodó en la cabina pensando en lo que sabía de Wennesrström, lo cual, en realidad, no era gran cosa. Había nacido en algún lugar de Norrland, donde fundó una empresa inversora en los años setenta. Ganó su buen dinero y se trasladó a Estocolmo, donde hizo una carrera meteórica durante los felices años ochenta. Creó el Grupo Wennesrström, que, al abrir oficinas en Londres y Nueva York, se rebautizó como Wennerstroem Group, de modo que la empresa empezó a aparecer en los mismos artículos de prensa que Beijer. Negociaba con acciones y opciones, y especulaba con la forma de ganar dinero rápido. No tardó en aparecer en la prensa del corazón como uno más de esos numerosos nuevos ricos propietarios de un ático en Strandvägen, una magnífica residencia veraniega en Varmdo y un yate de veintitrés metros de eslora que, en su caso, compró a una estrella retirada del tenis con problemas de solvencia. En realidad, no era más que un simple contable, pero la de los ochenta fue la década de los contables y de los especuladores inmobiliarios. Y Wennesrström no destacó más que otros; más bien al revés, siguió siendo una figura relativamente anónima entre Los Grandes Chicos. Carecía de las rimbombantes maneras de Stenbeck y no se prostituía en la prensa como Barnevik. Rechazaba los negocios inmobiliarios y, en su lugar, invertía masivamente en el antiguo bloque comunista. Cuando se desinfló la burbuja económica de los noventa y todos los altos cargos, uno tras otro, se vieron obligados a cobrar sus contratos blindados, la empresa de Wennesrström se las arregló sorprendentemente bien. Ni el más mínimo escándalo. «A Swedish success story», tituló el mismísimo Financial Times.

– Era 1992. De repente Wennesrström se puso en contacto con el CADI y les comunicó que quería dinero. Presentó un plan, aparentemente bien arraigado entre las partes interesadas de Polonia, con el fin de crear una empresa que fabricara envases para la industria alimentaria.

– O sea, una fábrica de latas de conserva.

– No exactamente, pero algo por el estilo. No tengo ni idea de a quién conocía en el CADI, pero salió sin problemas con sesenta millones de coronas.

– Esto empieza a ponerse interesante. Déjame adivinar: fue la última vez que alguien vio ese dinero.

– No -replicó Robert Lindberg, y esbozó una sonrisa antes de animarse con un poco más de aguardiente-. Lo que sucedió después fue digno de una lección magistral de contabilidad. Wennesrström fundó realmente una industria de embalajes en Polonia, en Lodz, para ser más exacto. La empresa se llamaba Minos. El CADI recibió unos alentadores informes durante el año 1993; luego… silencio. De repente, en 1994, Minos se vino abajo.


Para ilustrar el hundimiento de la empresa, Robert Lindberg dio un golpe en la mesa con la copa vacía.

– El problema del CADI era que no existía ningún tipo de procedimiento sobre cómo rendir cuentas de esos proyectos. Te acuerdas del espíritu de la época, ¿no? Todo ese optimismo cuando cayó el muro de Berlín: que se instauraría la democracia, que la amenaza de guerra nuclear ya era historia y que los bolcheviques se iban a convertir en capitalistas de la noche a la mañana. El gobierno quería afianzar la democracia en el Este. Todos los capitalistas querían subirse al tren y ayudar a construir la nueva Europa.

– No sabía que los capitalistas estuvieran tan dispuestos a dedicarse a hacer obras de caridad.

– Créeme, estamos hablando del sueño húmedo de cualquier capitalista. Quizá Rusia y los países del Este constituyan, después de China, el mercado restante más grande del mundo. A la industria no le importaba ayudar al gobierno, especialmente porque las empresas sólo tenían que responder de una pequeña parte de los gastos. En total, el CADI se comió más de treinta mil millones de coronas de los contribuyentes. El dinero volvería en forma de futuras ganancias. Formalmente el CADI era una iniciativa del gobierno, pero la influencia de la industria era tan grande que, en la práctica, la dirección del CADI trabajaba de manera independiente.

– Entiendo. Pero ¿aquí hay material para un artículo o no?

– Paciencia. Cuando los proyectos se pusieron en marcha no hubo problemas para financiarlos. Suecia aún no había sido golpeada por la crisis surgida a raíz de la enorme subida de los intereses. El gobierno estaba contento porque con el CADI se pondría de manifiesto la gran aportación sueca a favor de la democracia en el Este.

– ¿Y todo esto pasó con el gobierno de derechas?

– No metas a los políticos en esto. Se trata de dinero e importa una mierda si los que designan a los ministros son socialistas o de derechas. Así que adelante, a toda pastilla. Luego llegaron los problemas de divisas y después unos chalados llamados los nuevos demócratas (sin duda te acordarás del partido Nueva Democracia) empezaron a quejarse de que no había transparencia en lo que hacía el CADI. Uno de sus payasos confundió al CADI con la Agencia Sueca de Cooperación Internacional para el Desarrollo y creyó que se trataba de algún maldito proyecto de ayuda en plan caritativo como el de Tanzania. Durante la primavera de 1994 se designó una comisión para investigar al CADI. A esas alturas varios proyectos ya habían sido criticados, pero uno de los primeros en inspeccionarse fue el de Minos.

– Y Wennerström no pudo dar cuenta del dinero.

– Al contrario. Wennerström presentó un excelente libro de cuentas demostrando que más de cincuenta y cuatro millones de coronas habían sido invertidas en Minos, pero que seguía habiendo problemas estructurales demasiado importantes en la rezagada Polonia para que pudiera funcionar una moderna industria de envases, por lo que, en la práctica, la competencia de un proyecto alemán similar les había ganado la partida. Los alemanes estaban en pleno proceso de compra de todo el bendito bloque del Este.

– Dijiste que le dieron sesenta millones.

– Exacto. El dinero del CADI se gestionó como un crédito sin intereses. La idea era, por supuesto, que las empresas acabaran devolviendo parte del dinero durante una serie de años. Pero Minos quebró y el proyecto fracasó; nadie pudo reprocharle nada a Wennerström. Aquí entraban las garantías del Estado, por lo que Wennerström quedó libre de responsabilidades. Simplemente no tuvo que devolver el dinero perdido cuando quebró Minos, y al mismo tiempo pudo demostrar que había perdido una suma equivalente de su propio dinero.

– A ver si lo he entendido bien: el gobierno ofrece el dinero de los contribuyentes y pone a los diplomáticos al servicio de una serie de hombres de negocios para abrirles puertas. La industria coge el dinero y lo usa para invertir en joint ventures de las que luego saca una buena tajada. En fin: la misma historia de siempre. Algunos se forran y otros pagan la cuenta, y ya sabemos muy bien qué papel interpreta cada uno…

– ¡Qué cínico eres! Los créditos se iban a devolver al Estado.

– Pero has dicho que estaban libres de intereses. Por tanto, significa que los contribuyentes no recibieron ni un duro por poner la pasta. Le dieron a Wennerström sesenta kilos, de los cuales invirtió cincuenta y cuatro. ¿Qué pasó con los restantes seis millones?

– En el momento en que quedó claro que el proyecto del CADI sería objeto de estudio por parte de una comisión, Wennerström envió un cheque de seis millones al CADI como pago de la diferencia. Con eso, jurídicamente hablando, el caso quedaba cerrado.

Robert Lindberg se calló y miró, desafiante, a Mikael.

– Suena como si Wennerström hubiera perdido un poco del dinero del CADI, pero en comparación con los quinientos millones que desaparecieron de Skanska o la historia del contrato blindado de aquel director de ABB que cobró una indemnización por despido de más de mil millones, algo que realmente indignó a la gente, esto no parece ser gran cosa para un artículo -dijo Mikael-. La verdad es que los lectores de hoy en día están bastante hartos de textos sobre especuladores incompetentes, aunque sea dinero que provenga de los impuestos. ¿Hay algo más en toda esta historia?

– Esto no ha hecho más que empezar.

– ¿Cómo es que sabes tanto sobre los negocios de Wennerström en Polonia?

– En los años noventa trabajé en Handelsbanken. Adivina quién era el encargado de hacer las investigaciones para el representante del banco en el CADI.

– Vale, ahora lo entiendo. Anda, sigue.

– Entonces… para resumir, el CADI recibió una explicación por parte de Wennerström. Se firmaron los documentos pertinentes. El resto del dinero se devolvió. Ese detalle de los seis millones devueltos fue una jugada muy astuta. A ver, si alguien llama a tu puerta para darte una bolsa de dinero, ¿cómo coño vas a pensar que no es trigo limpio?

– Ve al grano.

– Blomkvist, ¡por favor!; ése es el grano. Los del CADI se quedaron satisfechos con el libro de cuentas de Wennerström. La inversión se fue al garete, pero no había nada que objetar en cuanto a la gestión. Miramos facturas, transferencias y todo tipo de papeles. Todo impoluto. Yo me lo creí. Mi jefe se lo creyó. El CADI se lo creyó y el gobierno no tuvo nada que añadir.

– Entonces ¿dónde está la pega?

– Ahora es cuando la historia se pone interesante -dijo Lindberg y, de repente, pareció asombrosamente sobrio-. Ya que eres periodista, que conste que esto es off the record.

– ¡Joder, no puedes estar contándome cosas para luego decirme que no me dejas utilizarlas!

– Claro que sí. Lo que te he explicado hasta ahora es de conocimiento público. Busca el informe y échale un vistazo si te apetece. El resto de la historia, lo que no te he contado todavía, publícalo si quieres, pero tienes que tratarme como una fuente anónima.

– Vale, pero según la terminología general off the record significa que me han revelado confidencialmente algo sobre lo que no puedo escribir nada.

– A la mierda con la terminología. Escribe lo que quieras, pero yo soy una fuente anónima. ¿De acuerdo?

– Vale -contestó Mikael.

Naturalmente, a la luz de los acontecimientos posteriores su respuesta constituía un error.

– Muy bien. Aquella historia de Minos tuvo lugar hará unos diez años, justo después de caer el muro, cuando los bolcheviques se estaban convirtiendo en capitalistas decentes. Yo era una de las personas que investigaba a Wennerström y había algo que me daba mala espina.

– ¿Por qué no dijiste nada entonces?

– Se lo comenté a mi jefe. El caso era que no había nada en concreto. Todos los papeles estaban en orden. No tuve más remedio que firmar el informe. Pero ahora, cada vez que me encuentro con el nombre de Wennerström en la prensa me viene a la mente la historia de Minos.

– Vale. ¿Y?

– Unos años después, a mediados de los noventa, mi banco hizo negocios con Wennerström, negocios bastante importantes, de hecho. Y no salieron muy bien.

– ¿Os timó?

– No; tanto como eso, no. Los dos ganamos dinero. Lo que pasó fue más bien que… no sé muy bien cómo explicártelo; estoy hablando de mi propia empresa y eso no me gusta. Pero el balance de todo aquello -o sea, la impresión general, por decirlo de alguna manera- no es positivo. A Wennerström le definen en los medios de comunicación como un impresionante oráculo de la economía. De eso vive. Es su valor seguro.

– Sé lo que quieres decir.

– Yo siempre tuve la sensación de que se trataba simplemente de un fanfarrón. No mostraba ninguna habilidad para los negocios. Todo lo contrario; me pareció asombrosamente superficial e ignorante en muchos temas. Tenía un par de jóvenes tiburones realmente muy agudos como consejeros, pero personalmente me cayó fatal.

– ¿Y?

– Hace unos años fui a Polonia para un asunto completamente diferente. Nuestro grupo cenó en Lodz con unos inversores y por casualidad acabé en la misma mesa que el alcalde. Hablamos de lo difícil que resultaba levantar la economía polaca y de cuestiones similares; y, entre unas cosas y otras, mencioné el proyecto Minos. Al principio el alcalde pareció no entenderme, como si en su vida hubiera oído hablar de Minos, pero luego se acordó de que era un pequeño negocio de mierda que nunca llegó a ser nada. Despachó el tema con una carcajada y dijo, cito literalmente, que si eso era todo lo que eran capaces de hacer los inversores suecos, nuestro país no tardaría en hundirse por completo. ¿Me sigues?

– El comentario da a entender que el alcalde de Lodz es un hombre inteligente. Venga, continúa.

– No pude sacarme esas palabras de la cabeza. Al día siguiente tenía una reunión por la mañana, pero por la tarde estaba libre. Por pura maldad me fui a ver la fábrica abandonada de Minos, situada en un pequeño pueblo a las afueras de Lodz, con una taberna en un granero y retretes fuera de las casas. La gran fábrica de Minos era un almacén en ruinas, un viejo cobertizo de chapa que había montado el Ejército Rojo en los años cincuenta. Me encontré con un guardia que sabía un poco de alemán y me contó que uno de sus primos había trabajado en Minos. El primo vivía muy cerca, así que fuimos a verlo. El guardia me acompañó para hacer de intérprete. ¿Quieres saber lo que dijo?

– Me muero por saberlo.

– Minos empezó sus actividades en el otoño de 1992. Llegó a tener un máximo de quince empleados, en su mayoría mujeres mayores. Cobraban ciento cincuenta coronas al mes. Al principio no había maquinaria, de modo que los empleados se pasaban el día limpiando aquel almacén. A primeros de octubre llegaron tres máquinas para hacer cartones, compradas en Portugal. Estaban viejas, desgastadas por el uso y completamente anticuadas. Su valor como chatarra no pasaría de un par de miles de coronas. Es verdad que las máquinas funcionaban, pero se rompían cada dos por tres. Naturalmente, no había piezas de repuesto, así que Minos se veía afectada por constantes paradas en la producción. Por regla general, un empleado siempre acababa reparando la máquina de manera provisional.

– Esto ya empieza a parecerse a un artículo -reconoció Mikael-. ¿Y en realidad qué fabricaban en Minos?

– Durante 1992 y la mitad de 1993 fabricaron cartones perfectamente normales para detergentes, hueveras y cosas por el estilo. Luego se dedicaron a las bolsas de papel. Pero la fábrica sufría una constante escasez de materia prima y nunca llegó a tener mucha producción.

– No suena precisamente como una inversión muy importante.

– He hecho mis cálculos. El gasto total del alquiler rondaría las quince mil coronas en dos años. Los sueldos podrían haber ascendido, como mucho, y estoy siendo muy generoso, a unas ciento cincuenta mil. Compra de maquinaria y transportes, una furgoneta que distribuía las hueveras… a ojo de buen cubero, unas doscientas cincuenta mil. Eso sin contar los costes administrativos de permisos y unos pocos billetes de avión; según parece, tan sólo una persona de Suecia visitaba el pueblo en muy contadas ocasiones. Bueno, digamos que toda la operación salió por un total de algo menos de un millón. Un día del verano de 1993, el capataz bajó a la fábrica y anunció que estaba cerrada; poco después apareció un camión húngaro y se llevó toda la maquinaria. Hasta la vista, Minos.


Durante el juicio, Mikael se acordó a menudo de aquella noche de Midsommar. El tono de la conversación le recordaba los años de instituto: la típica discusión de amigos, juvenil y desenfadada. Como adolescentes habían compartido los problemas propios de esa edad. Como adultos eran, en realidad, perfectos desconocidos; dos personas completamente distintas, en el fondo. A lo largo de aquella noche, Mikael se estuvo preguntando por qué no podía acordarse de lo que les había convertido en buenos amigos durante el bachillerato. El recuerdo que guardaba de Robert era el de un chaval callado y reservado que mostraba una incomprensible timidez con las chicas. De adulto se había convertido en un exitoso… llamémosle trepa, del mundo de la banca. A Mikael no le cabía la menor duda de que su compañero tenía opiniones que estaban totalmente en desacuerdo con su propia visión del mundo.

Mikael raramente se emborrachaba, pero aquel encuentro casual había convertido una fracasada navegación en una de esas agradables veladas donde el nivel de la botella de aguardiente va acercándose lentamente al fondo. Debido precisamente a ese tono adolescente de la conversación, en un principio no se tomó en serio la historia de Robert, si bien sus instintos periodísticos acabaron aflorando. De repente, se puso a escuchar la historia con mucha atención, y entonces se le ocurrieron algunas objeciones lógicas.

– Espera un momento -suplicó Mikael-. Wennerström se encuentra entre la élite de los especuladores bursátiles. Si no me equivoco es multimillonario…

– Un cálculo rápido situaría a Wennerstroem Group en unos doscientos mil millones. Ahora te estarás preguntando por qué un multimillonario de esa categoría se molestaría en montar una estafa así para ganar una miserable calderilla de unos cincuenta millones, ¿verdad?

– Bueno, más bien por qué iba a arriesgarlo todo cometiendo un fraude tan obvio.

– No sé si estoy de acuerdo en llamarlo obvio precisamente; la junta directiva del CADI al completo, la gente de la banca, los interventores y los auditores del gobierno y del Parlamento… Todos han aceptado el rendimiento de cuentas de Wennerström.

– No obstante, estamos hablando de una miseria.

– Cierto, pero piensa que Wennerstroem Group es una de esas empresas inversoras que se meten en todo tipo de negocios con los que se puede ganar un dinero rápido: inmuebles, valores, opciones, divisas… you name it. Wennerström se puso en contacto con el CADI en 1992, justo cuando el mercado estaba a punto de hundirse. ¿Te acuerdas del otoño de 1992?

– ¿Cómo no me voy a acordar? Tenía un interés variable en mi hipoteca y el Banco de Suecia lo subió al quinientos por ciento en octubre. Tuve que enfrentarme a un interés del diecinueve por ciento durante un año.

– Bueno, bueno; ¡qué tiempos aquéllos! -dijo Robert sonriendo-. Yo perdí una barbaridad de dinero ese año. Y Hans-Erik Wennerström, como los demás actores del mercado, tuvo que hacer frente al mismo problema. La empresa tenía miles de millones invertidos a plazo fijo en valores de distintos tipos, pero una cantidad asombrosamente reducida de dinero en efectivo. Ya no podían pedir prestadas más sumas astronómicas. Lo normal en una situación así es vender inmuebles y lamerse las heridas por la pérdida. Pero en 1992, de la noche a la mañana, nadie quiso comprar ni una sola casa.

– Cash-flow problem.

– Exacto. Y Wennerström no fue el único con ese tipo de problemas. Todos los empresarios…

– No los llames empresarios; emplea otra palabra, porque llamándolos así estás insultando a una categoría profesional seria.

– Vale, de acuerdo: todos los especuladores bursátiles tenían, por aquel entonces, cash-flow problems… Míralo así: Wennerström recibió sesenta millones de coronas. Devolvió seis, pero al cabo de tres años. Los gastos de Minos no podían haber ascendido a mucho más de un millón. Sólo los intereses de sesenta millones durante tres años suponen ya bastante. Dependiendo de cómo lo hubiera invertido, podría haber doblado o multiplicado por diez aquel dinero de la CADI. No es moco de pavo. Por cierto, ¡chinchín!

Capítulo 2 Viernes, 20 de diciembre

Dragan Armanskij había nacido en Croacia hacía cincuenta y seis años. Su padre era un judío armenio de Bielorrusia y su madre una musulmana bosnia de ascendencia griega. Fue ella la que se encargó de su educación, de modo que, cuando se hizo adulto, Dragan entró a formar parte de ese gran grupo heterogéneo que los medios de comunicación etiquetaban como musulmanes. Por raro que pueda parecer, la Dirección General de Migraciones le registró como serbio. Su pasaporte confirmaba que era ciudadano sueco, y la foto mostraba un rostro anguloso de prominente mandíbula, una oscura sombra de barba y unas sienes plateadas. A menudo le llamaban «el árabe» pese a no existir ni el más mínimo antecedente árabe en su familia. Sin embargo, tenía un cruce genético de esos que los locos de la biología racial describirían, con toda probabilidad, como raza humana de inferior categoría.

Su aspecto recordaba vagamente al del típico jefe segundón de las películas americanas de gánsteres. Sin embargo, en realidad no era narcotraficante ni matón de la mafia, sino un talentoso economista que había empezado a trabajar como ayudante en la empresa de seguridad Milton Security a principios de los años setenta y que, tres décadas después, ascendió a director ejecutivo y jefe de operaciones de la empresa.

Su interés por los temas de seguridad había ido aumentando poco a poco hasta convertirse en fascinación. Era como un juego de guerra: identificar amenazas, desarrollar estrategias defensivas e ir siempre un paso por delante de los espías industriales, los chantajistas y los ladrones. Todo empezó el día en el que descubrió la destreza con la que se había estafado a un cliente valiéndose de la contabilidad creativa. Pudo descubrir al culpable entre un grupo de doce personas. Treinta años después, todavía recordaba su asombro al darse cuenta de que la indebida apropiación del dinero se debió a que la empresa había pasado por alto tapar unos pequeños agujeros en sus procedimientos de seguridad. De simple contable pasó a ser un importante miembro de la empresa, así como experto en fraudes económicos. Al cabo de cinco años entró en la junta directiva y diez años más tarde llegó a ser, no sin cierta oposición por su parte, director ejecutivo. Pero hacía ya mucho tiempo que esa resistencia suya había desaparecido. Durante los años que llevaba al mando, había convertido Milton Security en una de las empresas de seguridad más competentes y más solicitadas de Suecia.

Milton Security tenía trescientos ochenta empleados en plantilla, además de unos trescientos colaboradores freelance de confianza a los que se recurría cuando era necesario. Se trataba, por lo tanto, de una empresa pequeña en comparación con Falck o Svensk Bevakningstjänst. Cuando Armanskij entró en la sociedad seguía llamándose Johan Fredrik Miltons Allmäna Bevaknings AB y tenía una cartera de clientes compuesta por centros comerciales necesitados de controladores y guardias de seguridad musculosos. Bajo su dirección la empresa pasó a denominarse Milton Security, un nombre mucho más práctico internacionalmente, y apostó por la tecnología punta. La plantilla se renovó: los vigilantes nocturnos que habían conocido mejores días, los fetichistas del uniforme y los estudiantes de instituto que hacían un trabajillo extra fueron sustituidos por personal altamente preparado. Armanskij contrató a ex policías de cierta edad como jefes de operaciones, a expertos en ciencias políticas especializados en terrorismo internacional, protección de personas y espionaje industrial; y, sobre todo, a expertos en telecomunicaciones e informática. La empresa se trasladó desde el barrio de Solna al de Slussen, a un local de más prestigio en pleno centro de Estocolmo.

Al comenzar la década de los noventa, Milton Security ya estaba preparada para ofrecer un tipo de seguridad completamente nuevo a una selecta y reducida cartera de clientes, fundamentalmente medianas empresas con un volumen de facturación extremadamente alto, y gente adinerada: estrellas de rock recién enriquecidas, corredores de bolsa y ejecutivos de empresas puntocom. Gran parte de la actividad se centraba en ofrecer la protección de guardaespaldas y diferentes sistemas de seguridad para empresas suecas en el extranjero, sobre todo en Oriente Medio. Esa parte de las actividades empresariales suponía actualmente casi el setenta por ciento de lo que se facturaba. Con Armanskij al frente, el volumen de facturación aumentó desde poco más de cuarenta millones de coronas anuales hasta casi dos mil millones. Vender seguridad era un negocio extremadamente lucrativo.

La actividad se dividía en tres áreas principales: consultas de seguridad, que consistía en identificar peligros posibles o imaginarios; medidas preventivas, que normalmente se traducían en instalar costosas cámaras de seguridad, alarmas de robo y de incendio, cerraduras electrónicas y equipamiento informático; y, finalmente, protección personal para particulares o empresas que se creían víctimas de algún tipo de amenaza, ya fuese real o ficticia. En sólo una década, este último mercado se había multiplicado por cuarenta y, durante los últimos años, había surgido una nueva clientela constituida por mujeres relativamente acomodadas que buscaban protección, bien contra ex novios o esposos, bien contra acosadores anónimos que se habían obsesionado con sus ceñidos jerséis o con el carmín de sus labios al verlas por la tele. Además, Milton Security colaboraba con empresas del mismo prestigio de otros países europeos y de Estados Unidos, y se encargaba de la seguridad de numerosas personalidades internacionales que visitaban Suecia; por ejemplo, una actriz estadounidense muy conocida que rodó una película en Trollhättan durante dos meses, y cuyo agente consideró que su estatus era tan alto que necesitaba guardaespaldas cuando daba sus escasos paseos alrededor del hotel.

Una cuarta área, de tamaño considerablemente más pequeño, estaba compuesta tan sólo por unos pocos colaboradores. Se ocupaban de las llamadas IP o I-Per, esto es, investigaciones personales, conocidas en la jerga interna como «iper».

A Armanskij no le entusiasmaba del todo esa parte de la actividad. Desde el punto de vista económico resultaba menos rentable; además, se trataba de un tema delicado que requería del colaborador no sólo conocimientos concretos en telecomunicaciones o en instalación de discretos aparatos de vigilancia, sino sobre todo sensatez y competencia. Las investigaciones personales le resultaban aceptables cuando había que comprobar simplemente la solvencia de alguien, el historial laboral de algún candidato a un empleo, o cuando se trataba de investigar las sospechas de que algún empleado filtraba información de la empresa o se dedicaba a actividades delictivas. En ese tipo de casos, las «iper» formaban parte de la actividad operativa.

No obstante, eran demasiadas las ocasiones en que sus clientes acudían con problemas particulares que, normalmente, ocasionaban todo tipo de líos innecesarios: «Quiero saber quién es ese macarra que sale con mi hija…»,

«Creo que mi mujer me pone los cuernos…», «Es un buen chaval, pero se junta con malas compañías…», «Me están chantajeando…». En general, Armanskij se negaba rotundamente: si la hija era mayor de edad, tenía derecho a salir con quien le diera la gana, y la infidelidad era un asunto que los esposos debían aclarar entre ellos. Bajo todas esas demandas se ocultaban trampas potenciales que podían dar lugar a escándalos y originar problemas jurídicos a Milton Security. Por eso, Dragan Armanskij vigilaba muy de cerca todos esos casos, a pesar de que sólo se trataba de calderilla en comparación con el resto de la facturación de la empresa.


Por desgracia, el tema de aquella mañana era, precisamente, una investigación personal. Dragan Armanskij se alisó la raya de los pantalones antes de echarse hacia atrás en su cómoda silla. Observó desconfiado a su colaboradora, Lisbeth Salander, treinta y dos años más joven que él, y constató por enésima vez que sería difícil encontrar otra persona que pareciera más fuera de lugar en esa prestigiosa empresa de seguridad. Se trataba de una desconfianza tan sensata como irracional. A ojos de Armanskij, Lisbeth Salander era, sin ninguna duda, la investigadora más competente que había conocido en sus cuarenta años de profesión. Durante los cuatro años que ella llevaba trabajando para él no había descuidado jamás un trabajo ni entregado un solo informe mediocre.

Todo lo contrario: sus trabajos no tenían parangón con los del resto de colaboradores. Armanskij estaba convencido de que Lisbeth Salander poseía un don especial. Cualquier persona podía buscar información sobre la solvencia de alguien o realizar una petición de control en el servicio de cobro estatal, pero Salander le echaba imaginación y siempre volvía con algo completamente distinto de lo esperado. Él nunca había entendido muy bien cómo lo hacía; a veces su capacidad para encontrar información parecía pura magia. Conocía los archivos burocráticos como nadie y podía dar con las personas más difíciles de encontrar. Sobre todo, tenía la capacidad de meterse en la piel de la persona a la que investigaba. Si había alguna mierda oculta que desenterrar, ella iba derecha al objetivo como si fuera un misil de crucero programado.

No cabía duda de que tenía un don.

Sus informes podían suponer una verdadera catástrofe para la persona que fuera alcanzada por su radar. Armanskij todavía se ponía a sudar cuando se acordaba de aquella ocasión en la que, con vistas a la adquisición de una empresa, le encomendó el control rutinario de un investigador del sector farmacéutico. El trabajo debía hacerse en el plazo de una semana, pero se fue prolongando. Tras un silencio de cuatro semanas y numerosas advertencias, todas ellas ignoradas, Lisbeth Salander volvió con un informe que ponía de manifiesto que el tipo en cuestión era un pedófilo; al menos en dos ocasiones había contratado los servicios de -una prostituta de trece años en Tallin. Además, ciertos indicios revelaban un interés malsano por la hija de la mujer que por aquel entonces era su pareja.

Salander tenía características muy singulares que, de vez en cuando, llevaban a Armanskij al borde de la desesperación. Al descubrir que se trataba de un pedófilo no llamó por teléfono para advertir a Armanskij ni irrumpió apresuradamente en su despacho pidiendo una reunión urgente. Todo lo contrario: sin indicar con una sola palabra que el informe contenía material explosivo de proporciones más bien nucleares, una tarde lo depositó encima de su mesa, justo cuando Armanskij iba a apagar la luz y marcharse a casa.

Se llevó el informe y no lo leyó hasta más tarde, por la noche, cuando, ya relajado en el salón de su chalé de Lidingö, compartía con su esposa una botella de vino mientras veían la tele.

Como siempre, el informe estaba redactado con una meticulosidad casi científica, con notas a pie de página, citas y fuentes exactas. Los primeros folios daban cuenta del historial de aquel individuo, de su formación, su carrera profesional y su situación económica. No fue hasta la página 24, en un discreto apartado, cuando Salander -en el mismo tono objetivo que empleó para informar de que el susodicho vivía en un chalé de Sollentuna y conducía un Volvo azul oscuro- dejó caer la bomba de la verdadera finalidad de los viajes que el tipo realizaba a Tallin. Para demostrar sus afirmaciones Lisbeth remitía a la documentación contenida en un amplio anexo, donde había, entre otras cosas, fotografías de la niña de trece años en compañía del sujeto. La foto se había hecho en el pasillo de un hotel de Tallin y él tenía una mano bajo el jersey de la niña. Además -sabe Dios cómo-, Lisbeth consiguió localizar a la niña y logró convencerla para que dejara grabada una detallada declaración.

El informe creó aquel caos que precisamente Armanskij quería evitar a toda costa. Para empezar tuvo que tomarse un par de pastillas de las que su médico le había recetado para la úlcera. Luego convocó al cliente a una triste reunión relámpago. Al final, y a pesar de la lógica reticencia del cliente, tuvo que entregarle el material a la policía. Esto último quería decir que Milton Security se arriesgaba a verse involucrada en una espiral de acusaciones y contraacusaciones. Si la documentación no hubiera resultado lo suficientemente fidedigna o el hombre hubiese sido absuelto, la empresa habría corrido el riesgo potencial de ser procesada por difamación. En fin, una pesadilla.


Sin embargo, la llamativa ausencia de compromiso emocional de Lisbeth Salander no era lo que más le molestaba. En el mundo empresarial la imagen resultaba fundamental, y la de Milton representaba una estabilidad conservadora. Salander encajaba en esa imagen tanto como una excavadora en un salón náutico.

A Armanskij le costaba hacerse a la idea de que su investigadora estrella fuera una chica pálida de una delgadez anoréxica, pelo cortado al cepillo y piercings en la nariz y en las cejas. En el cuello llevaba tatuada una abeja de dos centímetros de largo. También se había hecho dos brazaletes: uno en el bíceps izquierdo y otro en un tobillo. Además, al verla en camiseta de tirantes, Armanskij había podido apreciar que en el omoplato lucía un gran tatuaje con la figura de un dragón. Lisbeth era pelirroja, pero se había teñido de negro azabache. Solía dar la impresión de que se acababa de levantar tras haber pasado una semana de orgía con una banda de heavy metal.

En realidad, no tenía problemas de anorexia; de eso estaba convencido Armanskij. Al contrario: parecía consumir toda la comida-basura imaginable. Simplemente había nacido delgada, con una delicada estructura ósea que le daba un aspecto de niña esbelta de manos finas, tobillos delgados y unos pechos que apenas se adivinaban bajo su ropa. Tenía veinticuatro años, pero aparentaba catorce.

Una boca ancha, una nariz pequeña y unos prominentes pómulos le daban cierto aire oriental. Sus movimientos eran rápidos y parecidos a los de una araña; cuando trabajaba en el ordenador, sus dedos volaban sobre el teclado. Su cuerpo no era el más indicado para triunfar en los desfiles de moda, pero, bien maquillada, un primer plano de su cara podría haberse colocado en cualquier anuncio publicitario. Con el maquillaje -a veces solía llevar, para más inri, un repulsivo carmín negro-, los tatuajes, los piercings en la nariz y en las cejas resultaba… humm… atractiva, de una manera absolutamente incomprensible.

El hecho de que Lisbeth Salander trabajara para Armanskij era ya de por sí asombroso. No se trataba del tipo de mujer con el que Armanskij acostumbraba a relacionarse, y mucho menos el que solía considerar para ofrecerle un empleo. Ella había sido contratada en la oficina como una especie de chica para todo cuando Holger Palmgren, un abogado medio jubilado que se ocupaba de los negocios personales del viejo J. F. Milton, la recomendó presentándola como «una chica lista pero con un carácter un poco difícil». Palmgren le pidió a Armanskij que le diera una oportunidad a la chica, cosa que éste prometió con desgana. Palmgren pertenecía a esa clase de hombres que sólo interpretaba un no como un motivo para doblar sus esfuerzos, así que lo más fácil era aceptar abiertamente. Armanskij sabía que Palmgren se dedicaba a ayudar a niñatos conflictivos y a otras chorradas sociales, pero tenía buen criterio.

Dragan Armanskij se arrepintió en el mismo momento en que conoció a Lisbeth Salander. No sólo le parecía problemática; a ojos de Armanskij ella era la viva representación del término. No había conseguido el certificado escolar, jamás había pisado el instituto y carecía de cualquier tipo de formación superior.

Durante los primeros meses, Lisbeth trabajó a jornada completa; bueno, casi completa. Por lo menos aparecía de vez en cuando por su lugar de trabajo. Preparaba café, traía el correo y se encargaba de la fotocopiadora. Sin embargo, no se preocupaba en lo más mínimo del horario ni de las rutinas normales de la oficina.

En cambio, poseía un gran talento para sacar de quicio a los demás empleados. Se ganó el apodo de «la chica con dos neuronas»: una para respirar y otra para mantenerse en pie. Nunca hablaba de sí misma. Los compañeros que intentaban conversar con ella raramente recibían respuesta y enseguida desistían. Los intentos de broma nunca caían en terreno abonado: o contemplaba al bromista con grandes ojos inexpresivos o reaccionaba con manifiesta irritación.

Además, tenía fama de cambiar de humor drásticamente si se le antojaba que alguien le estaba tomando el pelo, algo bastante habitual en aquel lugar de trabajo. Su actitud no invitaba ni a la confianza ni a la amistad, así que rápidamente se convirtió en un bicho raro que rondaba como un gato sin dueño por los pasillos de Milton. La dejaron por imposible: allí no había nada que hacer.

Al cabo de un mes de constantes problemas, Armanskij la llamó a su despacho con el firme propósito de despedirla. Cuando le dio cuenta de su comportamiento, ella lo escuchó impasible, sin nada que objetar y sin ni siquiera levantar una ceja. Nada más terminar de sermonearla sobre su «actitud incorrecta», y cuando ya estaba a punto de decirle que, sin duda, sería una buena idea que buscara trabajo en otra empresa que «pudiera aprovechar mejor sus cualidades», ella lo interrumpió en medio de una frase. Por primera vez hablaba enlazando más de dos palabras seguidas.

– Oye, si necesitas un conserje puedes ir a la oficina de empleo y contratar a cualquiera. Yo soy capaz de averiguar lo que sea de quien sea, y si no te sirvo más que para organizar las cartas del correo, es que eres un idiota.

Armanskij todavía se acordaba del asombro y de la rabia que se apoderaron de él mientras ella continuaba tan tranquila:

– Tienes un tío que ha tardado tres semanas en redactar un informe, que no vale absolutamente nada, sobre un yuppie al que piensan reclutar como presidente de la junta directiva en esa empresa puntocom. Hice las fotocopias de esa mierda anoche y veo que ahora lo tienes aquí delante.

La mirada de Armanskij buscó el informe y por una vez alzó la voz.

– No debes leer informes confidenciales.

– Probablemente no, pero las medidas de seguridad de tu empresa dejan mucho que desear. Según tus instrucciones, él mismo debería fotocopiar ese tipo de cosas, pero anoche, antes de irse por ahí a tomar algo, me puso el informe en mi mesa. Y, dicho sea de paso, su anterior informe me lo encontré en el comedor hace un par de semanas.

– ¿Qué? -exclamó Armanskij, perplejo.

– Tranquilo. Lo metí en su caja fuerte.

– ¿Te ha dado la combinación de su archivador privado? -preguntó Armanskij, sofocado.

– No, no exactamente. Lo tiene apuntado en un papel que guarda debajo de la carpeta de su mesa, junto con el código de su ordenador. Pero lo que importa aquí es que ese payaso de investigador ha hecho una investigación personal que no vale una mierda. Se le ha pasado que el tipo tiene unas deudas de juego que son una pasada y que esnifa coca como una aspiradora; además, su novia tuvo que buscar protección en un centro de acogida de mujeres después de que él la zurrara de lo lindo.

Ella se calló. Armanskij permaneció en silencio un par de minutos hojeando el informe en cuestión. Estaba estructurado de un modo profesional, redactado en una prosa comprensible y lleno de referencias a opiniones de amigos y conocidos del sujeto en cuestión. Al final, levantó la mirada y dijo tan sólo una palabra: «Demuéstralo».

– ¿Cuánto tiempo tengo?

– Tres días. Si no puedes probar tus afirmaciones, el viernes por la tarde te despediré.


Tres días más tarde, sin pronunciar palabra, Lisbeth le entregó un informe elaborado a partir de numerosas fuentes en el que ese joven yuppie, aparentemente tan simpático, se revelaba como un cabrón de mucho cuidado. Armanskij leyó el informe varias veces durante el fin de semana y se pasó parte del lunes comprobando algunas de las afirmaciones sin poner mucho empeño en ello, ya que antes de empezar sabía que la información resultaría correcta.

Armanskij estaba desconcertado y furioso consigo mismo porque, evidentemente, la había juzgado mal. La había considerado tonta, incluso tal vez retrasada. No esperaba que una chica que se había pasado los años de colegio faltando a clase, hasta el punto de que ni siquiera le dieron el certificado escolar, redactara un informe que no sólo era lingüísticamente correcto sino que, además, contenía observaciones e informaciones que Armanskij no entendía en absoluto cómo podía haber conseguido.

Estaba convencido de que en Milton Security nadie habría sido capaz de obtener un historial médico confidencial de un centro de acogida de mujeres maltratadas. Cuando le preguntó cómo lo había hecho, no recibió más que respuestas evasivas.

Dijo que no pensaba revelar sus fuentes. Al cabo de algún tiempo le quedó claro que Lisbeth Salander no tenía ninguna intención de hablar de sus métodos de trabajo, ni con él ni con nadie. Eso le preocupaba, pero no lo suficiente como para poder resistirse a la tentación de ponerla a prueba.

Reflexionó sobre el asunto un par de días.

Recordó las palabras de Holger Palmgren cuando se la envió: «Todas las personas tienen derecho a una oportunidad». Pensaba en su propia educación musulmana, de la que había aprendido que su deber ante Dios era ayudar a los necesitados. Es cierto que no creía en Dios y que no visitaba una mezquita desde su adolescencia, pero veía a Lisbeth Salander como una persona necesitada de ayuda y de un firme apoyo. Además, a decir verdad, durante las últimas décadas no había cumplido mucho con su deber.


En vez de despedirla, la convocó a una entrevista personal, durante la cual intentó comprender de qué pasta estaba hecha la problemática chica. Reforzó su convicción de que Lisbeth Salander sufría algún tipo de trastorno grave, pero también descubrió que tras su arisca apariencia se ocultaba una persona inteligente. Por una parte, la veía frágil e irritante, pero, por otra, y para su sorpresa, empezaba a caerle bien.

Durante los meses siguientes, Armanskij tuvo a Lisbeth Salander bajo su protección. Para ser sincero consigo mismo, lo cierto es que la acogió como si se tratara de un pequeño proyecto social. Le encomendaba sencillas tareas de investigación e intentaba darle ideas de cómo debía actuar. Ella lo escuchaba con mucha paciencia y luego llevaba a cabo la misión totalmente a su manera. Le pidió al jefe técnico de Milton que le diera a Lisbeth un curso básico de informática; Salander se pasó toda una tarde sentada en el pupitre sin rechistar, hasta que el jefe técnico, algo molesto, informó de que ya parecía poseer mejores conocimientos de informática que la mayoría de la plantilla.

Pronto Armanskij se dio cuenta de que Lisbeth Salander, a pesar de esas charlas formativas sobre el desarrollo personal, las ofertas de cursos de formación interna y otros modos de persuasión, no tenía intención de adaptarse a la rutina laboral de Milton, lo cual no dejaba de ser un tema complicado para Armanskij.

Continuaba siendo un motivo de irritación para los demás trabajadores de la empresa. Armanskij era consciente de que no habría aceptado que cualquier otro empleado fuera y viniera como le diera la gana; en otras circunstancias, le habría dado un ultimátum exigiendo una rectificación. También sospechaba que si le diera a Lisbeth Salander un ultimátum o la amenazara con un despido, ella sólo se encogería de hombros, y no la volvería a ver. Así que se veía obligado a deshacerse de ella o a aceptar que no funcionaba como los demás.

Un problema aún mayor para Armanskij lo constituía el hecho de no tener claros sus propios sentimientos hacia la joven. Era como un picor molesto, repulsivo, pero al mismo tiempo atrayente. No se trataba de una atracción sexual; por lo menos, Armanskij no lo consideraba así. Las mujeres a las que Dragan solía mirar de reojo eran rubias con muchas curvas y con labios carnosos que despertaban su imaginación; además, llevaba veinte años casado con una finlandesa llamada Ritva, que todavía, a su mediana edad, cumplía de sobra con esos requisitos. Nunca había sido infiel; bueno, puede que en alguna ocasión hubiera ocurrido algo que su mujer podía malinterpretar en el caso de enterarse, pero el matrimonio vivía feliz y tenía dos hijas de la edad de Salander. De todas maneras, no le interesaban las chicas sin pecho que, a distancia, podrían confundirse con chicos flacos. En fin, no era su tipo.

Aun así, había empezado a sorprenderse a sí mismo con fantasías inapropiadas sobre Lisbeth Salander y reconocía que no se sentía del todo indiferente cerca de ella. Pero la atracción, pensaba Armanskij, radicaba en que Lisbeth Salander le parecía un ser extraño. Podría haberse enamorado perfectamente del cuadro de una ninfa griega. Salander representaba una vida irreal, que le fascinaba, pero que no podía compartir y en la que, de todos modos, ella le prohibiría participar.

En una ocasión, Armanskij estaba tomando algo en una terraza de Stortorget, en Gamla Stan, cuando Lisbeth Salander se acercó andando despreocupadamente y se sentó a una mesa de la parte opuesta del café. La acompañaban tres chicas y un chico, todos vestidos de forma muy similar. Armanskij la contempló con curiosidad. Parecía igual de reservada que en el trabajo, pero lo cierto es que esbozó una ligera sonrisa al oír lo que le contaba una chica de pelo violeta.

Armanskij se preguntaba cómo reaccionaría Salander si un día él se presentara en el trabajo con el pelo verde, vaqueros desgastados y una chupa de cuero toda pintarrajeada y llena de remaches y cremalleras. ¿Le aceptaría como un igual? A lo mejor; daba la sensación de aceptar todo lo de su entorno con la típica actitud de not my business. Pero lo más probable es que simplemente le sonriera burlonamente.

En la terraza del café, ella estaba sentada de espaldas a él y no se dio la vuelta ni una sola vez, así que, aparentemente, ignoraba por completo que él estuviera allí. Armanskij se sentía extrañamente molesto ante su presencia y cuando, al cabo de un rato, se levantó para desaparecer imperceptiblemente, de repente ella volvió la cabeza y lo miró de frente, como si todo el tiempo hubiera sabido que estaba allí, dentro del radio de alcance de su radar. Su mirada fue tan repentina que la interpretó como un ataque y, al abandonar la terraza con pasos apresurados, fingió no haberla visto. Ella no lo saludó, pero lo siguió con la vista y hasta que Armanskij dobló la esquina sus ojos no dejaron de abrasarle la espalda.

Lisbeth apenas se reía. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, Armanskij pareció notar una actitud un poco más relajada por su parte. Tenía un sentido del humor seco -por no decir otra cosa- que, de vez en cuando, producía una torcida e irónica sonrisa.

A veces Armanskij se sentía tan irritado por su falta de respuesta emocional que le entraban ganas de agarrarla y sacudiría para traspasar su coraza y ganarse su amistad o, por lo menos, su respeto.

En una sola ocasión, cuando Lisbeth ya llevaba nueve meses en la empresa, Armanskij intentó hablar de esos sentimientos con ella. Ocurrió una noche de diciembre, durante la fiesta de Navidad de Milton Security; por una vez, él no estaba del todo sobrio. No sucedió nada inadecuado; en realidad, sólo le quiso decir que le caía bien; sobre todo, explicarle que sentía un instinto protector hacia ella y que, si alguna vez necesitaba ayuda, siempre podría dirigirse a él con toda confianza. Incluso hizo ademán de abrazarla. Amistosamente, por supuesto.

Ella se zafó de su torpe abrazo y abandonó la fiesta. Después no apareció por la oficina ni contestó al móvil. Dragan Armanskij vivió su ausencia como una tortura, casi como un castigo personal. No tenía con quién hablar de sus sentimientos y, por primera vez, con una claridad aterradora, se dio cuenta del poder que Lisbeth Salander ejercía sobre él.


Tres semanas después, una noche de enero, ya tarde, en la que Armanskij se había quedado en su despacho para revisar el balance anual, Salander volvió. Entró tan imperceptiblemente como un fantasma; de repente, él advirtió que, a dos pasos de la puerta, alguien le estaba observando desde la penumbra. Ignoraba cuánto tiempo llevaba allí.

– ¿Quieres café? -preguntó ella, ofreciéndole una taza de la máquina de café del comedor. Lo aceptó en silencio y sintió tanto alivio como temor cuando Lisbeth, después de cerrar la puerta con la punta del pie y sentarse en la silla, lo miró directamente a los ojos. Luego le hizo la pregunta prohibida de tal manera que le resultó imposible desviarla con una broma o evitarla-. Dragan, ¿yo te pongo?

Armanskij se quedó como paralizado mientras buscaba desesperadamente una respuesta. Su primer impulso fue negarlo todo con aire ofendido. Luego vio su mirada y se dio cuenta de que, por primera vez, le había hecho una pregunta íntima. Sonaba seria y si intentaba esquivarla con una broma, se lo tomaría como un insulto personal. Quería hablar con él; Dragan se preguntó cuánto tiempo llevaría armándose de valor para soltarle la pregunta. Lentamente, dejó su bolígrafo en la mesa y se echó hacia atrás en la silla. Al final, acabó relajándose.

– ¿Qué te hace pensar eso? -le preguntó.

– Tu modo de mirarme y el de no mirarme. Y las veces que has estado a punto de extender la mano para tocarme y te has detenido.

De repente él sonrió.

– Me da la sensación de que me cortarías la mano de un mordisco si te llegara a poner un dedo encima.

Ella no sonrió. Seguía esperando.

– Lisbeth, yo soy tu jefe y aunque me sintiera atraído por ti nunca haría nada.

Ella todavía seguía esperando.

– Entre tú y yo: sí, ha habido momentos en los que me he sentido atraído hacia ti. No puedo explicármelo, pero es así. Por alguna razón que no entiendo te quiero mucho. Pero no me pones.

– Bien. Porque nunca pasará nada entre tú y yo.

De repente Armanskij se rió. Por primera vez, Salander le había dicho algo personal, aunque fuese la respuesta más negativa que un hombre podía oír. Intentaba buscar las palabras adecuadas.

– Lisbeth, entiendo perfectamente que no te interese un viejo de más de cincuenta años.

– No me interesa un viejo de más de cincuenta años que es mi jefe -dijo, levantando una mano-. Espera, déjame hablar. A veces eres idiota y un burócrata insoportable, aunque, al mismo tiempo, me pareces un hombre atractivo y… yo también puedo sentirme… Pero eres mi jefe; además, conozco a tu mujer y quiero conservar este trabajo. Lo más estúpido que podría hacer sería tener un rollo contigo.

Armanskij permaneció callado sin apenas atreverse a respirar.

– Soy consciente de lo que has hecho por mí y te estoy muy agradecida. Aprecio que hayas demostrado estar por encima de tus prejuicios y que me hayas dado una oportunidad. Pero ni te quiero como amante ni eres mi viejo.

Ella se calló. Al cabo de un rato Armanskij suspiró desamparado.

– ¿Y qué es lo que quieres de mí?

– Quiero seguir trabajando para ti. Si te parece bien, claro.

Él asintió con la cabeza y luego le contestó de la manera más sincera que pudo:

– Estoy encantado de que trabajes para mí. Pero también quiero que tengas algún tipo de amistad o de confianza conmigo.

Ella asintió en silencio.

– No eres alguien que incite a la amistad -le soltó Armanskij de repente. La notó un poco apesadumbrada pero, aun así, continuó implacablemente-. Ya he entendido que no quieres que nadie se meta en tu vida e intentaré no hacerlo. Pero ¿me dejas que te siga teniendo cariño?

Salander lo meditó durante un buen rato, Luego, a modo de respuesta, se levantó, bordeó la mesa y le dio un abrazo. Se quedó totalmente perplejo. Cuando ella lo soltó, cogió su mano y preguntó:

– ¿Podemos ser amigos?

Ella asintió con un solo movimiento de cabeza.

Fue la única vez que le mostró algo de ternura, y la única vez que lo tocó. Un momento que Armanskij recordaba con mucho cariño.

Cuatro años después Salander seguía sin revelarle a Armanskij prácticamente nada sobre su vida privada ni sobre su pasado. En una ocasión aplicó sus propios conocimientos en el arte de las «iper» para investigarla personalmente. Además, mantuvo una larga conversación con el abogado Holger Palmgren -quien no pareció sorprenderse al verlo- y lo que descubrió no contribuyó precisamente a aumentar su confianza en Lisbeth. Nunca jamás lo comentó con ella, ni le dio a entender que había estado husmeando en su vida privada. Más bien al contrario, ocultó su preocupación y aumentó su nivel de alerta.


Antes de que terminara aquella extraña noche, Salander y Armanskij llegaron a un acuerdo: en el futuro ella haría investigaciones como freelance y él le daría una pequeña retribución mensual fija, tanto si le encargaba algo como si no. Los verdaderos ingresos estarían en lo que facturara por cada uno de los encargos. Podría trabajar a su manera; a cambio, se comprometía a no hacer nunca nada que lo avergonzara a él o que pudiera involucrar a Milton Security en un escándalo.

Para Armanskij se trataba de una solución práctica que le favorecía a él, a la empresa y a la propia Salander. Redujo el incómodo departamento de IP a una sola persona: un colaborador ya mayor que hacía trabajos rutinarios decentes y se encargaba de comprobar la solvencia de los individuos investigados. Todas las tareas complicadas o dudosas se las dejó a Salander y a unos cuantos freelance que en la práctica -en caso de que hubiera, realmente líos- serían autónomos, de modo que Milton Security no tendría en realidad ninguna responsabilidad sobre ellos. Armanskij la contrataba a menudo, así que ella se sacaba un buen sueldo. Podría ganar mucho más, pero sólo trabajaba cuando le apetecía; y si eso no le gustaba, que la despidiera.

Armanskij la aceptaba tal y como era, pero no le permitía tratar personalmente con los clientes. Hacía escasas excepciones a la regla, y el asunto del día, desgraciadamente, pertenecía a esa categoría.

Aquel día Lisbeth Salander llevaba una camiseta negra con la cara de un ET con colmillos y el texto I am also an alien. Una falda negra, rota en el dobladillo, una desgastada chupa de cuero negra que le llegaba a la cintura, unas fuertes botas de la marca Doc Martens, y calcetines con rayas verdes y rojas hasta la rodilla. Se había maquillado en una escala cromática que dejaba adivinar un problema de daltonismo. En otras palabras, iba bastante más arreglada que de costumbre.

Armanskij suspiró y dirigió la mirada a la tercera persona presente en la habitación, un cliente con traje clásico y gafas gruesas. El abogado Dirch Frode tenía sesenta y ocho años y había insistido en conocer personalmente al autor del informe para poder hacerle unas preguntas. Armanskij había intentado impedir el encuentro con evasivas como, por ejemplo, que Salander estaba resfriada, de viaje u ocupadísima con otra misión. Frode contestaba despreocupadamente que no importaba, que no se trataba de un asunto urgente y que no le molestaba tener que esperar unos cuantos días. Armanskij se maldijo a sí mismo, pero al final no tuvo más remedio que reunirlos a los dos, y ahora el abogado Frode estaba observando a Lisbeth Salander con los ojos entornados y una manifiesta fascinación. Lisbeth Salander le devolvió la mirada airadamente, con una cara que no dejaba entrever sentimientos demasiado cálidos.

Armanskij volvió a suspirar, contemplando la carpeta que ella acababa de depositar encima de su mesa. En la portada se leía el nombre de carl mikael blomkvist, seguido de su número de identificación personal, pulcramente escrito con letras de imprenta. Pronunció el nombre en voz alta, de modo que el abogado despertó de su hechizo y buscó a Armanskij con la mirada.

– Bien, ¿qué es lo que me puede contar de Mikael Blomkvist? -preguntó.

– Ésta es la señorita Salander, la autora del informe. -Armanskij dudó un instante y luego continuó hablando con una sonrisa que, aunque intentaba ser de complicidad, le salió irremediablemente exculpatoria-. No se deje engañar por su juventud. Es, sin duda, nuestra mejor investigadora.

– Estoy convencido de que así es -contestó Frode con una voz seca que insinuaba todo lo contrario-. Cuénteme la conclusión a la que ha llegado.

Resultaba evidente que el abogado Frode no tenía ni idea de cómo tratar a Lisbeth Salander y que intentaba encontrar un terreno más familiar dirigiéndole la pregunta a Armanskij, como si ella no se encontrara en el despacho. Salander aprovechó la ocasión e hizo un gran globo con su chicle. Antes de que Armanskij pudiera contestar, miró a su jefe como si Frode no existiese.

– Pregúntale al cliente si quiere la versión corta o la larga.

Frode se dio cuenta enseguida de que había metido la pata. Se produjo un silencio incómodo y breve; finalmente se dirigió a Lisbeth Salander y, en un tono amablemente paternal, intentó remediar su error.

– Agradecería que la señorita me hiciera un resumen oral de sus conclusiones.

Salander parecía un depredador núbil y malvado que contemplaba la posibilidad de pegarle un bocado a Frode para ver si le servía de almuerzo. Había tanta hostilidad en su mirada que a Frode le recorrió un escalofrío por la espalda. De repente el rostro de la joven se relajó. Frode se preguntó si la expresión de esos ojos habría existido sólo en su imaginación. El inicio de su presentación sonó como el discurso de un ministro:

– Permítame que empiece por decir que este cometido no ha sido especialmente complicado, a excepción de la propia descripción de la tarea, ciertamente bastante imprecisa. Usted quería saber «todo lo que se pudiera averiguar» sobre él, pero sin especificar si buscaba algo en particular. Por esa razón, el informe se ha efectuado a modo de compendio, incluyendo los hechos más significativos de su vida. Contiene 193 páginas, pero más de 120 son, en realidad, copias de artículos escritos por la persona en cuestión, o recortes de prensa en los que ha aparecido. Blomkvist es una persona pública con pocos secretos y no mucho que ocultar.

– Entonces ¿tiene secretos? -preguntó Frode.

– Todas las personas ocultan secretos -contestó Lisbeth Salander en un tono neutro-. Sólo es cuestión de averiguar cuáles son.

– Soy todo oídos.

– Mikael Blomkvist vino al mundo el 18 de enero de 1960; va a cumplir, por tanto, cuarenta y cuatro años. Nació en Borlänge, pero nunca ha vivido allí. Sus padres, Kurt y Anita Blomkvist, ya fallecidos, rondaban los treinta y cinco años cuando Mikael nació. Su padre trabajaba como instalador de máquinas industriales, cosa que le obligaba a viajar con frecuencia. Por lo que he podido averiguar, su madre era ama de casa. La familia se trasladó a Estocolmo cuando Mikael empezó el colegio. Tiene una hermana tres años más joven que se llama Annika y es abogada. También tiene tíos y primos. ¿Piensas servir ese café?

Las últimas palabras iban dirigidas a Armanskij, quien se apresuró a abrir la cafetera termo que había pedido para la reunión. Le hizo un gesto a Salander invitándola a continuar.

– Así que en 1966 la familia se mudó a Estocolmo. Vivían en Lilla Essingen. Al principio, Blomkvist asistió a un colegio de Bromma y luego al instituto de bachillerato de Kungsholmen. Sus notas finales no estuvieron mal: 4,9 sobre 5. Hay copias en la carpeta. Durante la época del instituto se dedicó a la música y tocó el bajo en un grupo de rock llamado Bootstrap; sacaron un sencillo que sonó en la radio durante el verano de 1979. Después del instituto trabajó un tiempo en las taquillas del metro, ahorró algo de dinero y se fue al extranjero. Estuvo fuera un año; al parecer, viajó sobre todo por Asia -India y Tailandia- y se dio una vuelta por Australia. Empezó a estudiar periodismo en Estocolmo a la edad de veintiún años, pero interrumpió los estudios después del primer año para hacer la mili en la Escuela de Infantería de Kiruna, Laponia. Estuvo en una especie de compañía de élite, muy machos todos, de la que salió con 10-9-9, una buena calificación. Después del servicio militar terminó la carrera de periodismo y desde entonces ha estado trabajando. ¿Hasta qué punto quiere que entre en detalles?

– Cuente lo que le parezca importante.

– De acuerdo. Da la impresión de ser un poco «don Perfecto». Hasta hoy ha sido un periodista exitoso. Durante los años ochenta realizó numerosas sustituciones, primero en la prensa de provincias y luego en Estocolmo. Adjunto una lista. La consagración le llegó con la historia de la banda de los Golfos Apandadores, aquellos atracadores a los que desenmascaró.

– El superdetective Kalle Blomkvist.

– Un apodo que odia, lo cual es comprensible. Si alguien me llamara Pippi Calzaslargas en un titular, le partiría la cara.

Le lanzó una mirada asesina a Armanskij. Éste tragó saliva. En más de una ocasión había pensado que Lisbeth Salander se parecía a Pippi Calzaslargas y agradeció a su buen juicio no haber intentado jamás hacer una broma al respecto. Con el dedo índice le hizo un gesto para que continuara.

– Una fuente afirma que hasta ese momento quería ser reportero criminal y, de hecho, hizo sustituciones como tal en un vespertino, pero lo que le ha dado a conocer ha sido su trabajo como periodista político y económico. Fundamentalmente ha trabajado como freelance; tan sólo tuvo un empleo fijo en un vespertino a finales de los años ochenta. Se fue en 1990, cuando participó en la fundación de la revista mensual Millennium. Ésta empezó de manera manifiestamente independiente, sin el respaldo de una editorial sólida. La tirada ha ido aumentando y hoy en día ronda los veintiún mil ejemplares. La redacción se encuentra en Götgatan, a sólo unas manzanas de aquí.

– Una revista de izquierdas.

– Eso depende de lo que se entienda por izquierdas. Generalmente, Millennium es considerada una revista crítica con la sociedad, pero seguro que los anarquistas piensan que es una revista pequeñoburguesa de mierda, como Arena u Ordfront, mientras que la Asociación de Estudiantes Moderados probablemente crea que la redacción está compuesta por bolcheviques. No he encontrado nada que indique que Blomkvist haya participado activamente en política, ni siquiera durante la época más «progre», en sus años de instituto. Durante su época de estudiante en la Escuela Superior de Periodismo vivía con una chica que por entonces colaboraba con los sindicalistas, y que hoy en día es diputada del Partido de Izquierda. Parece ser que el sello izquierdista ha surgido más que nada porque se ha especializado en reveladores reportajes sobre la corrupción y los oscuros trapicheos del mundo empresarial. Ha realizado unos devastadores retratos de directores y políticos, bien merecidos sin duda, y ha provocado una serie de dimisiones. Además, muchos de sus textos tuvieron repercusiones legales. El escándalo más conocido es el caso Arboga, que forzó la dimisión de un político del bloque no socialista y envió a la cárcel a un antiguo contable municipal por malversación de fondos. Pese a todo, no creo que se pueda considerar la denuncia de actividades delictivas como una manifestación de izquierdismo.

– Entiendo lo que quiere decir. ¿Qué más?

– Ha escrito dos libros. Uno sobre el caso Arboga y otro sobre periodismo económico titulado La orden del Temple, que se publicó hace tres años. No he leído el libro, pero a juzgar por las reseñas parece que fue muy controvertido. Dio lugar a numerosos debates en los medios de comunicación.

– ¿Y su situación económica? -preguntó Frode.

– No es rico, pero tampoco pasa hambre. Las declaraciones de la renta se adjuntan en el informe. Tiene ahorradas unas doscientas cincuenta mil coronas en el banco, repartidas entre fondos de pensiones y fondos de inversión. Además, dispone de una cuenta de unas cien mil coronas que usa para gastos corrientes, como viajes y cosas así. Es propietario de un apartamento que ha terminado de pagar -sesenta y cinco metros cuadrados, en Bellmansgatan- y no tiene préstamos ni deudas pendientes.

Salander levantó un dedo.

– Hay otro bien más: un inmueble en la costa, en Sandhamn. Es una caseta de pescadores de treinta metros cuadrados que ha transformado en vivienda y que está junto al mar, en medio de la zona más atractiva del pueblo. Por lo visto, fue adquirida por un tío suyo en los años cuarenta, cuando ese tipo de operaciones seguían siendo posibles para los simples mortales; gracias a una herencia, la caseta acabó en manos de Blomkvist. Repartieron la herencia de tal modo que la hermana se quedó con el piso de los padres en Lilla Essingen, y Mikael Blomkvist con la caseta. No sé lo que valdrá hoy en día, sin duda varios millones, pero, en cualquier caso, no parece dispuesto a venderla porque suele ir a Sandhamn con bastante frecuencia.

– ¿Ingresos?

– Como ya he comentado, es copropietario de Millennium, pero no gana más de doce mil coronas al mes. El resto lo consigue con sus trabajos como freelance, de modo que su salario final es variable. Alcanzó su máximo hace tres años cuando fue contratado por numerosos medios y ganó cerca de cuatrocientas cincuenta mil. El año pasado sólo ingresó ciento veinte mil con sus actividades de freelance.

– Debe pagar una indemnización de ciento cincuenta mil coronas, además de los honorarios del abogado y otras cosas -puntualizó Frode-. Digamos que el coste final será bastante elevado; eso sin mencionar que carecerá de ingresos cuando tenga que cumplir la sentencia en prisión.

– Eso significa que se va a quedar bastante tieso -sentenció Salander.

– ¿Se trata de una persona honesta? -preguntó Dirch Frode.

– Ése es, por decirlo de alguna manera, su valor seguro. Va dando la imagen del típico guardián de la moral, insobornable, que se enfrenta al mundo empresarial. Y como tal le invitan con bastante frecuencia a comentar distintos asuntos en la televisión.

– No creo que quede gran cosa de ese valor seguro después de la sentencia de hoy -reflexionó Dirch Frode.

– Debo reconocer que no sé exactamente lo que se exige de un periodista, pero supongo que pasará algún tiempo antes de que el superdetective Blomkvist reciba el Gran Premio de Periodismo. Ha metido la pata hasta el fondo -dijo Salander sobriamente-. Si se me permite una reflexión personal…

Armanskij abrió los ojos de par en par. Durante los años que Lisbeth Salander llevaba con él, jamás había hecho ni una sola reflexión personal en una investigación de estas características. Para ella sólo contaban los hechos puramente objetivos.

– No forma parte de mi investigación estudiar el caso Wennerström, pero seguí el juicio y tengo que admitir que me quedé bastante asombrada. Hay algo raro en el caso y está completamente… out of character. A Mikael Blomkvist no le pega nada publicar una cosa tan surrealista.

Salander se rascó el cuello. Frode se mostró paciente. Mientras, Armanskij se preguntaba si estaba equivocado o es que Lisbeth no sabía realmente cómo continuar. La Salander que él conocía no dudaba ni se mostraba insegura jamás. Al final ella pareció decidirse.

– Esto que no conste en acta… No me he metido mucho en el caso Wennerström, pero la verdad es que creo que a Kalle Blomkvist… perdón, a Mikael Blomkvist, se la han jugado bien. Pienso que toda esta historia oculta algo totalmente diferente a lo que dicta la sentencia.

Ahora fue Dirch Frode el que se incorporó bruscamente en la silla. El abogado examinó a Salander con ojos inquisitivos, y Armanskij advirtió que, por primera vez desde que ella inició su presentación, el cliente mostraba una atención que iba más allá de la mera cortesía. Tomó nota mentalmente de que el caso Wennerström parecía albergar un especial atractivo para Frode. «Rectifico -pensó Armanskij enseguida-; Frode no estaba interesado en el caso Wennerström: ha reaccionado cuando Salander insinuó que a Blomkvist se la jugaron bien.»

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Frode.

– No es más que una simple suposición, pero estoy prácticamente convencida de que alguien lo ha engañado.

– ¿Y qué es lo que le hace pensar eso?

– Toda la trayectoria profesional de Blomkvist indica que se trata de un reportero muy prudente. Todas las controvertidas revelaciones que ha publicado anteriormente han ido acompañadas de una sólida documentación. Un día asistí al juicio: no argumentó nada en contra, pareció rendirse sin luchar. No casa con su carácter. Según el tribunal, se ha inventado la historia de Wennerström sin la más mínima prueba y la ha publicado como si fuera un terrorista suicida del periodismo. Simplemente, no es el estilo de Blomkvist.

– Y según usted, ¿qué es lo que pasó?

– No tengo más que conjeturas. Blomkvist creía en su historia, pero algo debió de suceder mientras tanto y la información resultó ser falsa. Eso significa, además, que su informante era una persona en la que confiaba o que alguien le proporcionó información falsa conscientemente, lo cual me parece demasiado enrevesado para ser cierto. La otra alternativa es que sufriera amenazas tan serias que tirara la toalla; prefiere que lo consideren un idiota incompetente antes que plantarles cara y luchar. Pero al fin y al cabo sólo estoy especulando.


Cuando Salander hizo ademán de continuar la presentación, Dirch Frode levantó la mano. Permaneció callado un rato, tamborileando pensativamente con los dedos sobre el brazo de la silla, antes de volver a dirigirse a Salander con cierta vacilación.

– Si nosotros la contratáramos para hallar la verdad del caso Wennerström…, ¿qué probabilidades habría de que descubriera usted algo?

– No sé qué decir. Tal vez no haya nada.

– Pero ¿estaría dispuesta a intentarlo?

Ella se encogió de hombros.

– No depende de mí. Trabajo para Dragan Armanskij; es él quien decide los trabajos que debo hacer. También depende del tipo de información que quiera usted que encuentre.

– Entonces, permítame que se lo explique de la siguiente manera… Supongo que esta conversación es confidencial, ¿no? -Armanskij asintió con la cabeza-. No conozco nada de este asunto, pero sé, sin lugar a dudas, que Wennerström no ha sido honesto en otras ocasiones. El caso Wennerström ha tenido una enorme repercusión en la vida de Mikael Blomkvist y me gustaría averiguar si hay algo detrás de todo esto.

La conversación había tomado un rumbo inesperado y Armanskij se puso en guardia inmediatamente. Lo que Dirch Frode solicitaba era que Milton Security se encargara de remover un juicio penal ya concluido, en el que posiblemente existiera algún tipo de amenaza ilegal contra Mikael Blomkvist, y, por tanto, Milton corriera el riesgo de colisionar con el ejército de abogados de Wennerström. A Armanskij no le gustaba nada la idea de soltar a Lisbeth Salander en un enredo así, como un misil de crucero incontrolable.

No se trataba sólo de un gesto de consideración hacia la empresa. Salander había dejado muy claro que no quería que Armanskij ejerciera el papel de padrastro preocupado, y después de su acuerdo se había esforzado en no hacerlo, pero en su fuero interno nunca dejaría de preocuparse por ella. A veces se sorprendía a sí mismo comparando a Salander con sus propias hijas. Se consideraba un buen padre que no se metía en sus vidas privadas de manera innecesaria, pero sabía que nunca aceptaría que se comportaran como Lisbeth Salander, ni que llevaran ese tipo de vida.

En lo más profundo de su corazón croata -o tal vez bosnio o armenio- nunca había podido liberarse de la convicción de que la vida de Salander iba derecha a una desgracia. Ante sus ojos, ella constituía la víctima perfecta para todo aquel que le deseara el mal y temía la mañana en la que lo despertara la noticia de que alguien le había hecho daño.

– Una investigación así puede llegar a ser muy costosa -dijo Armanskij de modo prudentemente disuasorio con el fin de sondear la seriedad de la solicitud de Frode.

– Bueno, podemos poner un tope -replicó Frode sobriamente-. No pido lo imposible, pero resulta evidente que su colaboradora, tal y como me ha asegurado usted, es competente.

– ¿Salander? -preguntó Armanskij con una ceja levantada.

– De momento no tengo otra cosa.

– Vale. Pero quiero que nos pongamos de acuerdo en los procedimientos. Escuchemos primero el resto del informe.

– No son más que detalles de su vida privada. En 1986 se casó con una mujer llamada Monica Abrahamsson y ese mismo año tuvieron una hija. Se llama Pernilla y tiene dieciséis años. El matrimonio no duró mucho tiempo; se divorciaron en 1991. Abrahamsson se volvió a casar, pero, por lo visto, siguen siendo amigos. La hija vive con su madre y no ve a su padre muy a menudo.


Frode pidió más café y se dirigió de nuevo a Salander.

– Al principio usted dejó caer que todas las personas guardan secretos. ¿Ha descubierto alguno?

– Quería decir que todos tenemos cosas que consideramos privadas y que no nos gusta anunciar a bombo y platillo. Al parecer, a Blomkvist le va bastante bien con las mujeres. Ha tenido varias historias de amor y diversas relaciones esporádicas. En resumen: su vida sexual es muy intensa. Sin embargo, hay una persona constante en su vida con la que mantiene una relación algo extraña.

– ¿En qué sentido?

– Erika Berger, redactora jefe de Millennium, y él son amantes. Berger es una chica de clase alta, de madre sueca y padre belga residente en Suecia. Se conocen desde la facultad y desde entonces mantienen una relación más o menos estable, aunque intermitente.

– Quizá no sea tan raro -respondió Frode.

– No, puede que no. Pero da la casualidad de que Erika Berger está casada con el artista Greger Beckman, un tipo famosillo que ha hecho un montón de cosas horribles en locales públicos.

– Así que ella es infiel.

– No. Beckman conoce la relación. Se trata de un ménage à trois que, al parecer, es aceptado por todas las partes implicadas. A veces duerme con Blomkvist y a veces con su marido. No sé muy bien cómo funciona, pero sin duda fue un factor decisivo en la ruptura del matrimonio de Blomkvist con Abrahamsson.

Capítulo 3 Viernes, 20 de diciembre – Sábado, 21 de diciembre

Erika Berger arqueó las cejas al ver a Mikael Blomkvist, ya por la tarde, entrar en la redacción completamente helado. Las oficinas de Millennium se ubicaban en Götgatan, justo en lo alto de la cuesta, un piso por encima de la sede de Greenpeace. El alquiler, en realidad, resultaba demasiado caro para la revista, pero, aun así, Erika, Mikael y Christer estuvieron de acuerdo en quedarse con el local.

Ella miró su reloj de reojo. Eran las cinco y diez y hacía mucho que era de noche en Estocolmo. Erika lo había estado esperando para comer juntos.

– Perdón -dijo antes de que ella pronunciara una sola palabra-. Me quedé sentado leyendo la sentencia y no tenía ganas de hablar. Me fui a dar un largo paseo para pensar.

– He escuchado el veredicto por la radio. «La de TV4» me ha llamado para que se lo comente.

– ¿Y qué le has dicho?

– Más o menos lo que acordamos, que vamos a estudiar la sentencia detenidamente antes de pronunciarnos. O sea, nada. Y mi opinión sigue siendo la misma: creo que es una estrategia errónea. Ofrecemos una imagen de debilidad y estamos perdiendo el apoyo de los medios de comunicación. Lo más seguro es que esta noche digan algo en la tele.

Blomkvist asintió con cara lúgubre.

– ¿Cómo estás?

Mikael Blomkvist se encogió de hombros y se dejó caer en su sillón favorito, junto a la ventana del despacho de Erika. El despacho estaba decorado con austeridad; contaba con una mesa de trabajo, unas cuantas estanterías funcionales y mobiliario barato de oficina, todo adquirido en Ikea a excepción de dos cómodos y extravagantes sillones y una pequeña mesa. «Una concesión a mi educación», solía decir ella en broma. A veces, cuando no le apetecía estar en la mesa, se sentaba a leer en uno de ellos, con los pies sobre el asiento. Mikael dirigió la mirada a la calle, donde la gente andaba estresada de un lado para otro en la oscuridad. Las compras navideñas estaban llegando a su recta final.

– Supongo que se me pasará, pero ahora mismo me siento como si me hubiesen dado una tremenda paliza.

– Bueno, eso es más o menos lo que ha pasado. Y nos afecta a todos. Hoy Janne Dahlman se ha ido pronto a casa.

– Me imagino que no le habrá entusiasmado la sentencia.

– Ya sabes que no es precisamente una persona muy positiva.

Mikael negó con la cabeza Desde haría nueve meses, Janne Dahlman era secretario de redacción de Millennium. Entró justo cuando empezó el caso, Wennerström de modo que fue a dar con una revista en crisis. Mikael intentaba hacer memoria y recordar qué argumentos esgrimieron Erika y él al contratarlo. En efecto, era competente y tenía experiencia -como sustituto- tanto en la agencia TT como en los periódicos vespertinos y en Ekot, el informativo radiofónico. Pero, obviamente, no navegaba bien con el viento en contra. A lo largo de ese año, en más de una ocasión Mikael se había arrepentido, en silencio, de haber empleado a Dahlman, dotado de una enervante capacidad para verlo todo de la manera más negativa posible.

– ¿Sabes algo de Christer? -preguntó Mikael sin dejar de mirar la calle.

Christer Malm era el jefe de fotografía y de maquetación de Millennium, al tiempo que copropietario de la revista, junto con Erika y Mikael; en esos momentos estaba de viaje en el extranjero con su novio.

– Ha llamado. Te manda recuerdos.

– Tiene que ser él quien ocupe el puesto de editor jefe.

– Venga, Micke, como editor jefe que eres has de contar con encajar algún que otro golpe. Son gajes del oficio.

– Sí, ya lo sé, pero el caso es que soy yo el que escribió el artículo que se publicó en una revista de la que también soy editor jefe. Eso lo cambia todo. A eso se le llama falta de criterio profesional.

Erika Berger sintió que estaba a punto de soltar la preocupación que llevaba acumulando todo el día. Durante las semanas anteriores al juicio, Mikael Blomkvist dio la impresión de estar metido en una nube gris, pero nunca lo había visto tan cabizbajo y resignado como ahora, en el momento de la derrota. Ella rodeó la mesa de trabajo, se sentó a horcajadas sobre él y le puso los brazos alrededor del cuello

– Mikael, escucha. Los dos sabemos muy bien qué es lo que ha pasado. Yo soy tan responsable como tú. Tenemos que capear el temporal.

– No hay temporal que capear. La sentencia es un tiro mediático en la nuca. No puedo quedarme como editor jefe de Millennium Se trata de la credibilidad de la revista, de paliar daños. Lo sabes tan bien como yo.

– Si piensas que voy a permitir que asumas la culpa tú sólito, es que durante todos estos años no has aprendido una mierda sobre mí.

– Sé exactamente como funcionas, Ricky. Tienes una lealtad muy ingenua para con tus colaboradores Si por ti fuese, seguirías luchando contra los abogados de Wennerström hasta que tu credibilidad también se perdiera. Tenemos que ser más inteligentes.

– ¿Y a ti te parece un plan inteligente dimitir de Millennium y hacer que parezca que yo te he despedido?

– Ya hemos hablado mil veces sobre eso. Que Millennium sobreviva depende ahora sólo de ti. Christer me parece un tío estupendo, pero es un buenazo; y, por mucho que sepa sobre fotos y layout, no tiene ni idea de cómo pelearse con multimillonarios. No es lo suyo. Tengo que desaparecer de Millennium durante un tiempo, como editor, reportero y miembro de la junta directiva; tú te haces cargo de mi parte. Wennerström sabe perfectamente que no ignoro lo que ha hecho, y mientras yo esté metido en la revista, intentará hundirla. No podemos permitírselo.

– Pero ¿por qué no publicamos lo que ocurrió realmente, pase lo que pase?

– Porque no podemos probar una mierda y porque de momento yo no tengo ninguna credibilidad. Wennerström ha ganado este asalto Y ya está… Déjalo

– De acuerdo, te despido. ¿Y qué vas a hacer?

– Sólo quiero descansar. No puedo más; estoy muy quemado, como se dice ahora. Me dedicaré a mí mismo durante un tiempo. Luego ya veremos.

Erika puso la cabeza de Mikael contra su pecho y le abrazó con fuerza. Permanecieron callados durante vanos minutos.

– ¿Quieres compañía esta noche? -preguntó ella.

Mikael Blomkvist asintió.

– Bien. Ya he llamado a Greger y le he dicho que pasaré la noche contigo.


La única luz que había en la habitación, reflejada en el vano de la ventana, provenía del alumbrado público de la calle. Hacia las dos de la madrugada Erika se durmió, pero Mikael permaneció despierto contemplando su silueta en la penumbra. El edredón la cubría hasta la cintura y él observaba cómo sus pechos subían y bajaban lentamente. Estaba relajado y ese nudo de angustia del pecho había desaparecido. Erika producía ese efecto sobre él. Desde siempre. Y Mikael era consciente de que ejercía exactamente el mismo efecto sobre ella.

«Veinte años», pensó. Era lo que llevaban juntos. Si por él fuera, seguirían acostándose, como poco, veinte años más. Nunca habían intentado ocultar lo suyo, ni siquiera cuando provocaba situaciones bastante complicadas respecto a sus relaciones con otras personas. Sabía que sus amigos hablaban de ellos preguntándose qué tipo de historia tenían en realidad; tanto él como Erika daban respuestas ambiguas y pasaban de los comentarios

Se conocieron en una fiesta en casa de unos amigos comunes. Estudiaban segundo de periodismo y cada uno tenía una pareja estable. Durante la velada empezaron a insinuarse el uno al otro. Tal vez, no estaba muy seguro, el flirteo empezara como una broma, pero antes de despedirse ya se habían intercambiado los números de teléfono. Los dos sabían que acabarían acostándose juntos y, antes de que pasara una semana, llevaron a cabo sus planes a espaldas de sus respectivas parejas.

Mikael estaba convencido de que no se trataba de amor; por lo menos, no de ese amor tradicional que te lleva a compartir una vivienda, la hipoteca, el árbol de Navidad y los niños. En alguna ocasión, durante los años ochenta, cuando no tenían una pareja a la que respetar, incluso hablaron de irse a vivir juntos. A él le habría gustado. Pero Erika siempre se echaba atrás en el último momento. Decía que no iba a funcionar y que en el caso de enamorarse pondrían en peligro su relación.

Estaban de acuerdo en que lo suyo era puro sexo o, tal vez, incluso una obsesión sexual. A menudo Mikael se preguntaba si habría en el mundo otra mujer capaz de despertarle tanto deseo como Erika. Simplemente, estaban bien juntos; no había que darle más vueltas. Mantenían una relación que resultaba tan adictiva como la heroína.

A veces se veían tan asiduamente que tenían la sensación de ser una pareja estable; otras veces podían transcurrir semanas, e incluso meses, entre encuentro y encuentro. Pero del mismo modo en que los alcohólicos recaen después de un período de abstinencia, ellos siempre acababan volviendo a por más.

Naturalmente, a la larga, no funcionaba. Una relación así estaba condenada al sufrimiento. Los dos habían dejado atrás, sin miramientos, promesas rotas y relaciones traicionadas; el matrimonio de Mikael fracasó porque no podía mantenerse alejado de Erika. Nunca le ocultó su relación con Erika a su mujer, Monica, pero ésta confiaba en que la historia se acabaría al casarse y nacer su hija; además, casi por las mismas fechas Erika se casó con Greger Beckman. Mikael también lo creía así, y durante los primeros años de matrimonio sólo vio a Erika por razones puramente profesionales. Luego fundaron Millennium. En tan sólo una semana todos los firmes propósitos se vinieron abajo y una noche acabaron haciendo el amor desenfrenadamente sobre la mesa de trabajo. Comenzó entonces un período tormentoso para Mikael, quien se debatía entre la voluntad de vivir con su familia y ver crecer a su hija, y su irremediable atracción por Erika, como si no pudiera controlar sus actos, cosa que, como era lógico, podría haber hecho si hubiera querido. Lisbeth Salander tenía razón: fue su constante infidelidad lo que provocó que Monica lo abandonara.

Por raro que parezca, Greger Beckman aceptaba completamente la relación. Erika siempre había sido sincera con su marido y cuando volvió a liarse con Mikael se lo contó de inmediato. Quizá fuera necesario tener alma de artista para aguantar una cosa así; una persona tan absorta en su propia obra creativa, o tal vez en su propia persona, que no sufriera cuando su esposa pasaba la noche con otro hombre. Incluso organizaban las vacaciones de modo que Erika pudiera irse una semana o dos con su amante a la casita de Sandhamn. Greger no le caía demasiado bien a Mikael. Nunca entendió el amor que Erika sentía por su marido, pero se alegraba de que éste aceptara que ella podía amar a dos hombres a la vez.

Además, sospechaba que Greger consideraba la relación extramatrimonial de su esposa como la salsa que daba sabor a su propio matrimonio. Pero nunca hablaron del tema.


Mikael no podía conciliar el sueño y a eso de las cuatro se rindió. Fue a la cocina y, una vez más, se puso a leer la sentencia de principio a fin. Volviendo la vista atrás, tenía la sensación de que aquel encuentro en Arholma estaba, en cierto modo, predestinado. Nunca le había quedado claro si Robert Lindberg sacó a la luz los trapicheos de Wennerström sólo para entretenerle con una jugosa historia entre brindis y brindis, o porque en realidad quería que fuera de dominio público.

Sin saber muy bien por qué, sospechaba que se trataba de lo primero, pero también podía ser que Robert, por razones personales o profesionales, quisiera hacerle daño a Wennerström y simplemente hubiera aprovechado la oportunidad de tener a un periodista a bordo comiendo de su mano. Robert estaba lo suficientemente sobrio como para ser capaz, en el momento clave de la historia, de lanzarle una mirada fija a Mikael y hacerle pronunciar las palabras mágicas que convertirían al amigo parlanchín en fuente anónima. Con eso ya le daba igual lo que contara; Mikael nunca revelaría la identidad de la fuente.

Una cosa estaba muy clara: si aquel encuentro en Arholma hubiese sido maquinado por un conspirador con el único objeto de captar la atención de Mikael, Robert no podría haberlo hecho mejor. Pero el encuentro fue fruto de la más pura casualidad.

Robert no era consciente de la magnitud del desprecio que sentía Mikael por tipos como Hans-Erik Wennerström. Después de muchos años estudiando el tema, Mikael estaba convencido de que no existía un solo director de banco o empresario célebre que no fuera también un sinvergüenza.

Mikael nunca había oído hablar de Lisbeth Salander y, afortunadamente para él, desconocía por completo el informe que ella había presentado a primera hora de esa misma mañana; pero si lo hubiese conocido, habría aprobado la afirmación de que su odio por esos impresentables empresarios no era una manifestación de radicalismo político de izquierdas. Mikael no carecía de interés por la política, pero contemplaba los «ismos» políticos con la mayor de las reservas. En las únicas elecciones parlamentarias en las que había votado, las de 1982, dio su apoyo a los socialdemócratas sin mucha convicción, simplemente porque, en su opinión, nada podía ser peor que otros tres años con Gösta Bohman como ministro de Economía y Thorbjörn Fälldin como primer ministro. O, tal vez, Ola Ullsten. De modo que, sin gran entusiasmo, votó por Olof Palme y, a cambio, se encontró con el asesinato de éste, el escándalo de la empresa armamentística Bofors y el caso Ebbe Carlsson.

El desprecio que Mikael sentía por los periodistas expertos en economía se debía, a su parecer, a algo tan simple como la moral. Según él, la ecuación era sencilla: un director de banco que, por pura incompetencia, pierde cientos de millones en disparatadas especulaciones no debe conservar su puesto de trabajo. Un empresario que se dedica a negocios con empresas tapadera debe ir al trullo. El dueño de una inmobiliaria que obliga a los jóvenes a pagar una pasta, en dinero negro, por un cuchitril con retrete en el patio debe ser denunciado y expuesto al escarnio público.

Mikael Blomkvist opinaba que el cometido del periodista económico era vigilar de cerca y desenmascarar a los tiburones financieros que provocaban crisis de intereses y que especulaban con los pequeños ahorros de la gente en chanchullos sin sentido de empresas puntocom. Tenía la convicción de que la verdadera misión del periodista consistía en controlar a los empresarios con el mismo empeño inmisericorde con el que los reporteros políticos vigilaban el más mínimo paso en falso de ministros y diputados. A un reportero político nunca se le pasada por la cabeza llevar a los altares al líder de un partido político, y Mikael era incapaz de comprender por qué tantos periodistas económicos de los medios de comunicación más importantes del país trataban a unos mediocres mocosos de las finanzas como si fuesen estrellas de rock.

Aquella actitud poco habitual entre los reporteros de economía le había llevado una y otra vez a sonados enfrentamientos con sus colegas de profesión, entre los cuales William Borg, en particular, se volvió un enemigo irreconciliable. Mikael les plantó cara a sus colegas y los criticó por traicionar su propia misión y bailar al son que tocaban esos mocosos. Bien era cierto que el papel de crítico social le había otorgado a Mikael cierto estatus y lo había convertido en un polémico invitado de las tertulias televisivas -era a él a quien llamaban para que diera su opinión cuando se pillaba a algún director ejecutivo cobrando un contrato blindado de mil millones-, pero también le había proporcionado un fiel grupo de enemigos acérrimos.

Le resultó fácil imaginarse la alegría con la que algunas redacciones habrían descorchado champán a lo largo de la noche.

Erika compartía la misma actitud respecto al papel del periodista; ya en la facultad jugaban con la idea de fundar una revista que tuviera ese perfil. Era la mejor jefa que Mikael podía imaginar: una buena administradora que sabía tratar a los colaboradores con cariño y confianza, pero que al mismo tiempo no evitaba la confrontación y que, si resultaba necesario, podía tener mano dura. Sobre todo mostraba una extrema sensibilidad y mantenía la cabeza fría a la hora de tomar decisiones sobre el contenido de los próximos números de la revista. A menudo las opiniones de ambos diferían, lo cual ocasionaba bastantes discusiones, pero también había una confianza inquebrantable entre los dos, y juntos formaban un equipo invencible. Él hacía el trabajo duro buscando la historia; ella la empaquetaba y la promocionaba.

Millennium era su proyecto común, pero la revista nunca hubiera sido posible sin la capacidad que ella tenía para buscar financiación. El chico obrero y la chica de clase alta en perfecta combinación. Erika tenía dinero. Ella misma financió los cimientos de la empresa y persuadió tanto a su padre como a varios amigos para que invirtieran considerables sumas en el proyecto.

Mikael había pensado muchas veces en los motivos por los que Erika apostó por Millennium. Era, ciertamente, socia mayoritaria y editora jefe de su propia revista, lo cual le daba el prestigio y la libertad periodística de la que difícilmente podría haber gozado en otro lugar de trabajo. Pero, a diferencia de Mikael, Erika, tras concluir sus estudios universitarios, se había dedicado a la televisión. Era valiente, salía descaradamente bien en pantalla y sabía cómo hacerles frente a los canales de la competencia. Por si fuera poco, tenía buenos contactos en la administración. Si hubiera seguido en esa línea, sin duda habría conseguido un puesto de responsabilidad en alguna cadena televisiva, un trabajo considerablemente mejor pagado. Y, sin embargo, optó por abandonarlo todo y consagrarse a Millennium, un proyecto de alto riesgo que nació en un pequeño y destartalado sótano en el suburbio de Midsommarkransen, pero que tuvo el suficiente éxito para permitirse el traslado, a principios de los noventa, al barrio de Södermalm, a unos locales más amplios y agradables sitos en Götgatan.

Erika también había convencido a Christer Malm para asociarse a la revista. Malm era un famoso gay exhibicionista que, junto con su novio, solía abrir su casa a la prensa del corazón y habitualmente aparecía en la sección de «Gente». El interés mediático por su persona surgió cuando se fue a vivir con Arnold Magnusson, conocido como Arn, un actor formado en el Real Teatro Dramático que no alcanzó su verdadera consagración popular hasta que se metió en un reality show para hacer de sí mismo. Desde entonces, Christer y Arn se convirtieron en un culebrón mediático.

A la edad de treinta y seis años, Christer Malm era un fotógrafo profesional y un diseñador muy solicitado que proporcionaba a Millennium un diseño gráfico moderno y atractivo. Tenía una empresa propia, cuyas oficinas estaban en la misma planta que la redacción de Millennium, y trabajaba en la revista a tiempo parcial, una semana al mes.

Además, Millennium estaba compuesto por dos colaboradores a jornada completa, tres a jornada parcial y una persona en prácticas. Se trataba de una de esas revistas cuyo balance nunca cuadraba del todo, pero que tenía prestigio y colaboradores a los que les encantaba su trabajo.

Millennium no era un negocio lucrativo, pero les daba para pagar gastos, y tanto la tirada como los ingresos por publicidad no dejaban de aumentar. Había adquirido fama de revista desvergonzada y fiable en busca de la verdad.

Ahora, con toda probabilidad, la situación cambiaría. Mikael leyó el breve comunicado de prensa que Erika y él redactaron a primera hora de esa misma tarde y que inmediatamente se convirtió en un teletipo de la agencia TT, ya publicado en la página web de Aftonbladet.


reportero condenado

abandona millennium


Estocolmo (TT) El periodista Mikael Blomkvist abandona el cargo de editor jefe de la revista Millennium, según informa la editora jefe y socia mayoritaria Erika Berger.

«Mikael Blomkvist dimite de Millennium por voluntad propia. Se encuentra fatigado después de los dramáticos acontecimientos de los últimos días y necesita un descanso», ha declarado Erika Berger, quien asume el papel de editora jefe.

Mikael Blomkvist fue uno de los fundadores de la revista Millennium en 1990. Erika Berger no cree que el llamado caso Wennerström vaya a afectar al futuro de la revista «La publicación saldrá, como siempre, el próximo mes -manifestó Erika Berger-. Mikael Blomkvist ha sido una pieza clave en el desarrollo de la revista, pero ya va siendo hora de pasar página.»

Erika Berger ha explicado que considera el caso Wennerström como el resultado de una serie de desafortunadas circunstancias y que lamenta las molestias causadas a Hans-Erik Wennerström. Hasta el momento no ha sido posible contactar con Mikael Blomkvist.

– Me parece horrible -dijo Erika al enviar el comunicado-. La mayoría de la gente va a llegar a la conclusión de que eres un idiota incompetente y yo una hija de puta sin escrúpulos que aprovecha la ocasión para pegarte un tiro en la nuca.

– Teniendo en cuenta los rumores que ya corren sobre nosotros, por lo menos nuestros amigos tendrán algo nuevo sobre lo que cotillear -intentó bromear Mikael. Ella no le vio ninguna gracia.

– No tengo ningún plan B, pero creo que estamos cometiendo un error.

– Es la única solución -replicó Mikael-. Si la revista quiebra, todo nuestro trabajo habrá carecido de sentido. Sabes que ya hemos perdido grandes ingresos. Por cierto, ¿qué pasó con aquella empresa de informática?

Ella suspiró.

– Bueno, esta mañana nos han comunicado que no quieren anunciarse en el número de enero.

– Y Wennerström tiene un considerable paquete de acciones en la empresa. No es ninguna casualidad.

– No, pero podemos buscar otros anunciantes. Quizá Wennerström sea un pez gordo de las finanzas, pero no es el amo del mundo y nosotros también tenemos nuestros contactos.

Mikael puso el brazo alrededor de Erika y la atrajo hacia sí.

– Un día le daremos tan fuerte a Hans-Erik Wennerström que hasta Wall Street temblará. Pero hoy no. Millennium tiene que dejar de ser el centro de atención. No podemos arriesgarnos a que la credibilidad de la revista se vaya completamente a pique.

– Ya lo sé, pero voy a quedar como una verdadera cabrona y tú tendrás que hacer frente a una situación muy incómoda si fingimos que hay un conflicto entre nosotros.

– Ricky, mientras confiemos el uno en el otro tenemos una oportunidad. Hay que tocar de oído y ya va siendo hora de tocar retirada.

Erika reconoció con desgana que había una triste lógica en sus conclusiones.

Capítulo 4 Lunes, 23 de diciembre – Jueves, 26 de diciembre

Erika pasó todo el fin de semana con Mikael Blomkvist. No abandonaron la cama más que para ir al baño o comer un poco, aunque no sólo hicieron el amor; también pasaron horas y horas acostados pies contra cabeza hablando del futuro, sopesando sus consecuencias, sus posibilidades y sus riesgos. El lunes por la mañana, un día antes de Nochebuena, Erika le dio un beso de despedida -until the next time- y volvió a casa, con su marido.

Ese día Mikael lo dedicó, primero, a lavar los platos y a limpiar el apartamento, y luego a dar un paseo hasta la redacción para recoger las cosas de su despacho. No tenía ninguna intención de dejar la revista, pero finalmente consiguió convencer a Erika de que, durante un tiempo, era importante mantener alejado a Mikael Blomkvist de Millennium. A partir de ahora pensaba trabajar desde su casa, en Bellmansgatan.

Se encontraba solo en la redacción. Habían cerrado por Navidad y los empleados ya se habían largado. Estaba clasificando y metiendo papeles y libros en una caja de cartón para hacer la mudanza, cuando sonó el teléfono.

– ¿Me podría poner con Mikael Blomkvist? -preguntó una voz desconocida, que sonaba esperanzada al otro lado de la línea.

– Soy yo.

– Perdone que le moleste el día antes de Navidad. Mi nombre es Dirch Frode. -Mikael apuntó, de manera automática, el nombre y la hora-. Soy abogado y represento a un cliente que tiene muchas ganas de hablar con usted.

– Bueno, pues dígale a su cliente que me llame.

– Quiero decir que desea conocerle en persona.

– De acuerdo, concierte una cita y luego diríjale aquí, a la oficina. Pero debe darse prisa porque estoy recogiendo mi mesa.

– A mi cliente le gustaría mucho que fuera usted quien lo visitara a él. Reside en Hedestad, a tan sólo tres horas de tren.

Mikael dejó de ordenar papeles. Los medios de comunicación tienen la capacidad de atraer a la gente más chiflada, esa que acude con observaciones e ideas de lo más disparatado. Todas las redacciones del mundo reciben llamadas de ufólogos, grafólogos, cienciólogos, paranoicos y todo tipo de aficionados a teorías conspirativas.

En una ocasión Mikael había asistido en la sede de la Asociación Cultural Obrera a una conferencia del escritor Karl Alvar Nilsson con motivo del aniversario del asesinato del primer ministro Olof Palme. La conferencia era completamente seria y entre el público se encontraban el ex ministro Lennart Bodstrom y otros viejos amigos de Palme. Pero también se había presentado un número asombrosamente elevado de investigadores aficionados. Entre ellos, una mujer de unos cuarenta años que, durante la obligada sesión de preguntas, cogió el micrófono y luego bajó la voz hasta convertirla en un susurro apenas audible. Eso, ya de por sí, prometía una intervención interesante, de modo que nadie se sorprendió cuando la mujer empezó diciendo: «Sé quién asesinó a Olof Palme». Desde el estrado, los participantes propusieron de forma levemente irónica que si la mujer poseía una información vital, debía proporcionársela cuanto antes a la comisión investigadora pertinente. La mujer replicó rápidamente con otro susurro casi inaudible:

– No puedo; ¡resulta demasiado peligroso!

Mikael se preguntaba si Dirch Frode no sería uno más de esos iluminados poseedores de la verdad que tal vez pensaban revelar el recóndito hospital psiquiátrico en el que la Säpo, la policía sueca de seguridad, llevaba a cabo experimentos de control mental.

– No realizo visitas a domicilio -contestó lacónicamente.

– En ese caso espero convencerle para que haga una excepción. Mi cliente tiene más de ochenta años y le resultaría muy fatigoso viajar a Estocolmo. Si usted insiste, sin duda podríamos pensar en otra cosa, pero la verdad es que sería preferible que tuviera la amabilidad de…

– ¿Quién es su cliente?

– Una persona de la que seguramente habrá oído hablar en su trabajo: el señor Henrik Vanger.

Asombrado, Mikael se reclinó en la silla. Henrik Vanger, ¡claro que había oído hablar de él! Industrial y ex director ejecutivo del Grupo Vanger, otrora sinónimo de serrerías, bosques, minas, acero, industria metalúrgica y textil, producción y exportación… Henrik Vanger fue en su día uno de los verdaderamente grandes; gozaba de la reputación de esos honrados patriarcas de la vieja estirpe que se mantenían firmes contra viento y marea. Junto a personas como Matts Carlgren, de MoDo, y Hans Werthén, de Electrolux, él era uno de los bastiones de la industria sueca, uno de los peces gordos de la vieja escuela. La columna vertebral de la industria de la sociedad del bienestar de Suecia y todo eso.

Sin embargo, durante los últimos veinticinco años el Grupo Vanger, todavía una empresa familiar, había sufrido los estragos de los ajustes estructurales, las crisis bursátiles, la crisis de los tipos de interés, la competencia asiática, la disminución de la exportación y otras desgracias que, en conjunto, habían relegado el nombre de Vanger al pelotón de cola. Hoy en día, la empresa estaba dirigida por Martin Vanger, nombre que Mikael asociaba al de un hombre gordito de abundante cabellera que, en alguna ocasión, había salido fugazmente por la tele, pero al que no conocía demasiado bien. Henrik Vanger llevaría seguramente unos veinte años fuera de la escena pública, y Mikael ni siquiera sabía que seguía vivo.

– ¿Por qué quiere verme Henrik Vanger? -fue la pregunta lógica que hizo a continuación.

– Lo siento. Soy el abogado de Henrik Vanger desde hace muchos años, pero debe ser él mismo quien se lo explique. Sí puedo adelantarle, no obstante, que desea hablarle de un posible trabajo.

– ¿Un trabajo? No tengo la menor intención de ponerme al servicio del Grupo Vanger. ¿Necesitan un secretario de prensa?

– No se trata de ese tipo de empleo. Lo único que puedo decirle es que Henrik Vanger está sumamente ansioso por verle y tratar con usted un asunto privado.

– No es usted muy preciso que digamos.

– Le pido disculpas. Pero ¿existe alguna posibilidad de convencerle para que acuda a Hedestad? Naturalmente, correremos con todos los gastos y le recompensaremos razonablemente.

– Me pilla en mal momento. Estoy muy ocupado… y supongo que habrá leído los periódicos estos últimos días.

– ¿El asunto Wennerström? -De repente oyó cómo Dirch Frode se reía ahogadamente al otro lado del teléfono-. Pues sí, una historia no del todo exenta de cierta gracia. Pero, a decir verdad, ha sido precisamente la atención que ha despertado el juicio lo que ha hecho que Henrik Vanger se fije en usted.

– ¿Ah sí? ¿Y cuándo querría verme Henrik Vanger? -preguntó Mikael.

– Lo antes posible. Mañana es Nochebuena; supongo que no querrá usted trabajar. ¿Qué le parece el día después de Navidad? O cualquier otro día entre Navidad y Nochevieja…

– Ya veo que le corre prisa. Lo siento, pero si no me da más pistas sobre la finalidad de la visita no…

– Puede estar tranquilo; le aseguro que la invitación es completamente seria. Henrik Vanger desea hablar con usted y con nadie más. Quiere ofrecerle, si le interesa, un trabajo como freelance. Yo sólo soy el mensajero. Los detalles se los tiene que dar él mismo.

– Ésta es una de las llamadas más absurdas que he recibido en mucho tiempo. Déjeme que lo piense. ¿Cómo puedo localizarle?


Tras colgar el teléfono, Mikael se quedó sentado contemplando el desorden de su mesa. No tenía ni idea de por qué Henrik Vanger quería verle. En realidad, a Mikael no le entusiasmaba en absoluto viajar a Hedestad, pero el abogado Frode había conseguido despertar su curiosidad.

Encendió el ordenador, entró en Google y buscó las empresas Vanger. Aparecieron cientos de páginas. El Grupo Vanger se hallaba en decadencia, pero seguía saliendo prácticamente a diario en los medios de comunicación. Guardó una docena de artículos que hacían diferentes análisis de la empresa y luego buscó, por este orden, a Dirch Frode, Henrik Vanger y Martin Vanger.

Martin Vanger figuraba en numerosas páginas en calidad de actual director ejecutivo de las empresas Vanger. Los resultados de la búsqueda del abogado Dirch Frode eran escasos y discretos; figuraba como miembro de la junta directiva del club de golf de Hedestad y se le vinculaba al Rotary. Henrik Vanger aparecía, con una sola excepción, en textos que ofrecían un panorama histórico de las empresas del Grupo Vanger. La excepción la conformaba el breve reportaje que, a modo de felicitación, el periódico local Hedestads-Kuriren le hizo al viejo magnate en su ochenta cumpleaños. Mikael imprimió los textos que le parecieron más sustanciosos y elaboró un dossier de unas cincuenta páginas. Luego terminó de recoger su mesa, cerró las cajas de cartón y, sin saber a ciencia cierta cuándo regresaría -ni siquiera si iba a regresar-, se fue a casa.


Lisbeth Salander pasó la Nochebuena en la residencia Äppelviken de Upplands-Väsby. Como regalos llevaba eau de toilette de Dior y una tarta inglesa de Åhléns. Estaba tomando café mientras observaba a una mujer de cuarenta y seis años que, torpemente, intentaba deshacer el nudo del lazo del regalo. Salander albergaba una ternura especial en la mirada, pero nunca dejaba de sorprenderle que la extraña mujer que tenía enfrente fuera su madre. Por mucho que lo intentara no podía detectar un mínimo parecido ni en el físico ni en la personalidad.

Finalmente la madre desistió de su esfuerzo y se quedó mirando el paquete con aire algo desamparado. No era uno de sus mejores días. Lisbeth Salander le acercó las tijeras que habían estado sobre la mesa, completamente visibles, todo el tiempo, y de repente a la madre se le iluminó la cara como si se despertara en ese mismo momento.

– Pensarás que soy tonta.

– No, mamá. No eres tonta. Pero la vida es injusta.

– ¿Has visto a tu hermana?

– Hace mucho que no la veo.

– Nunca me visita.

– Ya lo sé, mamá. A mí tampoco.

– ¿Trabajas?

– Sí, mamá. Me las arreglo muy bien.

– ¿Dónde vives? Ni siquiera sé dónde vives.

– Vivo en tu vieja casa de Lundagatan. Llevo allí años. Me traspasaron el contrato de alquiler.

– A lo mejor este verano quizá pueda hacerte una visita.

– Claro que sí. Este verano.

Al final, la madre consiguió abrir el regalo y olió encantada el perfume.

– Gracias, Camilla -dijo la madre.

– Lisbeth. Soy Lisbeth. Camilla es mi hermana.

La madre se avergonzó. Lisbeth Salander le propuso ir a la sala del televisor.


Mikael Blomkvist aprovechó la hora del programa televisivo navideño del Pato Donald para visitar a su hija Pernilla en casa de su ex, Monica, y su nuevo marido, que vivían en un chalé de Sollentuna. Le llevaba unos regalos a Pernilla; Monica y él habían acordado comprarle a la niña un iPod, un mp3 no mucho más grande que una caja de cerillas donde cabía toda la extensísima colección de discos de Pernilla. Un regalo un poco caro.

El padre y la hija pasaron una hora juntos en la habitación de ella, en la planta de arriba. La madre de Pernilla y Mikael se divorciaron cuando la niña sólo tenía cinco años, de modo que tuvo un nuevo padre a la edad de siete. Mikael siguió manteniendo el contacto; Pernilla lo visitaba una vez al mes y veraneaba algunas semanas en la casita de Sandhamn. No es que Monica hubiera intentado impedir el contacto, o que Pernilla no se encontrara a gusto en compañía de su padre; muy al contrario, el tiempo que pasaban juntos era para ambos muy placentero. Simplemente Mikael había dejado que su hija decidiera la frecuencia con la que deseaba verle, sobre todo desde que Monica se había vuelto a casar. Durante una época, al inicio de la adolescencia de la niña, el contacto cesó casi por completo, pero desde hacía dos años Pernilla quería a ver a su padre más a menudo.

La hija había seguido el juicio con la firme convicción de que su padre tenía razón; era inocente, pero no lo podía probar. Ella le habló de un noviete que tenía en el instituto, en otra clase del mismo curso, y sorprendió a su padre al confesarle que se había hecho miembro de una iglesia local y que se consideraba creyente. Mikael se abstuvo de hacer comentario alguno al respecto.

Lo invitaron a quedarse a cenar, pero se disculpó porque ya había aceptado la invitación de su hermana para pasar la noche con ella y su familia en la urbanización yuppie de Stäket. Por la mañana también había sido invitado a celebrar la Navidad con Erika y su marido en Saltsjöbaden. Declinó la invitación con la certeza de que la comprensiva actitud de Greger Beckman hacia los triángulos amorosos tenía un límite, y no albergaba ningún deseo de averiguar dónde se encontraba ese límite. Erika objetó que, en realidad, era su marido el que había propuesto invitarle, y se metió con él por no atreverse a participar en un trío. Mikael se rió; Erika sabía que él era un heterosexual de lo más simplón y que la oferta no iba en serio, pero la decisión de no pasar la Nochebuena en compañía del marido de su amante era inamovible.

Así que llamó a la puerta de la casa de su hermana Annika Blomkvist -ahora Annika Giannini-, donde su marido, de origen italiano, dos niños y medio ejército de familiares del marido estaban a punto de cortar el típico jamón asado navideño. Durante la cena contestó a diferentes preguntas sobre el juicio y recibió una serie de consejos bienintencionados, pero completamente inútiles.

Sólo la hermana de Mikael se abstuvo de comentar la sentencia, a pesar de ser la única de todos los presentes que sabía de leyes. Annika se había sacado la carrera de derecho con la gorra. Hizo sus prácticas en el tribunal de primera instancia y luego trabajó como ayudante del fiscal durante algunos años hasta que, junto con un par de amigos, abrió su propio bufete en Kungsholmen. Se especializó en derecho familiar y, sin que Mikael se diera realmente cuenta de cómo ocurrió, su hermana pequeña empezó a aparecer en periódicos y tertulias de televisión, en calidad de célebre feminista y defensora de los derechos de la mujer. A menudo representaba a mujeres amenazadas o perseguidas por maridos y antiguos novios.

Cuando Mikael estaba ayudando a su hermana a preparar café, ella le puso una mano sobre el brazo y quiso saber cómo se encontraba. Le confesó que estaba hecho mierda.

– La próxima vez, contrata a un abogado de verdad.

– Este caso no lo habría ganado ni el mejor abogado del mundo.

– ¿Qué pasó en realidad?

– Ahora no, hermanita; otro día.

Antes de volver al salón con la tarta y el café, Annika lo abrazó y le dio un beso en la mejilla.

Sobre las siete de la tarde, Mikael se disculpó y preguntó si podía usar el teléfono de la cocina. Llamó a Dirch Frode; al otro lado de la línea percibió un murmullo de voces.

– Feliz Navidad -le dijo Frode-. ¿Se ha decidido?

– No tengo nada mejor que hacer y ha conseguido despertar mi curiosidad. Iré allí pasado mañana, si le parece bien.

– Estupendo. Si supiera la satisfacción que me da escuchar su respuesta… Perdóneme, pero tengo a mis hijos y nietos en casa y apenas consigo oír nada. ¿Le puedo llamar mañana para acordar la hora?


Antes de que terminara la noche Mikael Blomkvist ya se había arrepentido de su decisión, pero le parecía demasiado complicado volver a llamar para excusarse, así que la mañana del 26 de diciembre cogió un tren en dirección al norte. Tenía carné de conducir, pero nunca le había atraído la idea de comprarse un coche.

Frode estaba en lo cierto: no se trataba de un viaje muy largo. Una vez pasada Uppsala empezó ese rosario de perlas de pequeñas ciudades industriales que se extiende a lo largo de la costa de Norrland. Hedestad era una de las más pequeñas, a poco más de una hora al norte de Gävle.

La noche anterior había nevado copiosamente. Al apearse del tren el cielo estaba despejado y el aire era gélido. Mikael advirtió enseguida que no llevaba la ropa adecuada para protegerse de los rigores del invierno de Norrland. Dirch Frode, que ya conocía su aspecto, fue a buscarlo amablemente al andén y se apresuró a conducirlo al cálido interior de un Mercedes. En Hedestad las máquinas quitanieves funcionaban a pleno rendimiento, y Frode avanzaba con cuidado entre los montones de nieve acumulados en los márgenes de las calles. La nieve suponía un contraste exótico con Estocolmo, casi como si estuviera en otro mundo, y eso que sólo se hallaba a poco más de tres horas de la plaza de Sergel. Mikael miró de reojo al abogado: una cara de facciones angulosas, con escaso pelo blanco cortado a cepillo y gruesas gafas sobre una nariz prominente.

– ¿Es su primera visita a Hedestad? -preguntó Frode.

Mikael asintió.

– Es una vieja ciudad industrial con puerto. No es muy grande, sólo tiene veinticuatro mil habitantes, pero la gente está a gusto aquí. Henrik vive en Hedeby, justo en la entrada sur de la ciudad.

– ¿Y usted también vive aquí?

– Pues sí. Nací en Escania, pero empecé a trabajar para Vanger nada más licenciarme, en 1962. Soy abogado de empresa, y con los años Henrik y yo nos hicimos amigos. En realidad, estoy retirado; Henrik es mi único cliente. También se ha jubilado, claro, de modo que apenas requiere ya mis servicios.

– Sólo cuando se trata de engatusar a periodistas de maltrecha reputación.

– No se subestime. No es usted el único que ha perdido un asalto contra Hans-Erik Wennerström.

Mikael miró de reojo a Frode, sin saber muy bien cómo interpretar lo que éste acababa de decir.

– Esta invitación ¿tiene algo que ver con Wennerström? -preguntó.

– No -contestó Frode-. Henrik Vanger no es precisamente muy amigo de Wennerström, por decirlo de alguna manera, y ha seguido el juicio con mucho interés, pero desea verle a usted a causa de un asunto completamente diferente.

– Que no me quiere comentar.

– Que a mí no me incumbe comentar. Lo hemos preparado todo para que usted pase la noche en casa de Henrik Vanger. Si no le apetece quedarse allí, podemos reservar una habitación en el Stora Hotellet, en la ciudad.

– Bueno, quizá vuelva a Estocolmo esta misma noche.

A la entrada de Hedeby todavía no habían pasado las máquinas quitanieves, razón por la cual Frode avanzaba con mucha dificultad, siguiendo las huellas que otros coches habían dejado en la carretera. Hedeby estaba constituido por un núcleo de viejas construcciones de madera, al estilo de los antiguos poblados industriales del golfo de Botnia. En las inmediaciones, había chalés más modernos y grandes. El viejo pueblo empezaba en el continente y continuaba, una vez pasado un puente, en una isla de accidentado relieve. En la parte continental, al lado del puente, se alzaba una pequeña iglesia blanca de piedra; justo enfrente un rótulo luminoso de los de antes rezaba

«Café de Susanne. Panadería y pastelería». Frode siguió todo recto unos cien metros y luego giró a la izquierda para ir a parar a un patio, limpio de nieve, delante de un edificio de piedra. La casa era demasiado pequeña para llamarla mansión, pero considerablemente más grande que las edificaciones de alrededor. No había ninguna duda de que aquello era el dominio del patriarca.

– Esta es la Casa Vanger -dijo Dirch Frode-. Solía haber mucha vida y movimiento aquí, pero hoy en día sólo está habitada por Henrik y un ama de llaves, así que hay cuartos de invitados de sobra.

Bajaron del coche.

– La tradición dicta que el que dirija las empresas del Grupo Vanger viva aquí, pero Martin Vanger quería algo más moderno. Por eso se construyó un chalé en aquella punta de la isla -dijo Frode, señalando hacia el norte.

Mikael recorrió los alrededores con la mirada y se preguntó qué loco impulso le habría llevado a aceptar la invitación del abogado Frode. Estaba decidido a volver a Estocolmo esa misma noche si era posible. Una escalera de piedra conducía a la entrada, cuya puerta se abrió justo cuando Mikael alcanzó el último peldaño; en seguida reconoció a Henrik Vanger.

En las fotos de Internet salía más joven, pero se le veía sorprendentemente vigoroso para tener ochenta y dos años, un cuerpo fibroso, cara de pocos amigos, la piel curtida, y un voluminoso pelo gris peinado hacia atrás que insinuaba unos genes nada propensos a la calvicie. Vestía pantalones oscuros bien planchados, camisa blanca y una desgastada chaqueta de punto marrón. Lucía un fino bigote y unas gafas de elegante montura metálica.

– Soy Henrik Vanger -saludó-. Gracias por aceptar mi invitación.

– Buenas tardes. Una invitación que me ha sorprendido.

– Entra; hace frío. He mandado que te preparen una habitación ¿Quieres asearte un poco? Cenaremos dentro de un rato. Te presento a Anna Nygren, la mujer que se ocupa de mí.

Mikael estrechó la mano de una mujer de baja estatura y de unos sesenta años. Ella le cogió el abrigo, se lo colgó en un armario y le ofreció unas zapatillas para protegerse de las corrientes de aire del suelo.

Mikael le dio las gracias y luego se dirigió a Henrik Vanger:

– No sé si me quedaré a cenar. Dependerá de qué vaya este juego.

Henrik Vanger intercambió una mirada con Dirch Frode. Existía entre los dos hombres una complicidad que Mikael no supo interpretar.

– Creo que aprovecharé la ocasión para despedirme -dijo Dirch Frode-. Debo regresar y amansar a mis nietos antes de que me tiren toda la casa abajo.

Acto seguido le comentó a Mikael:

– Vivo nada más pasar el puente a la derecha; el tercer chalé que hay a orillas del mar después de la pastelería. Son cinco minutos a pie. Si me necesita, no tiene más que llamarme.

Mikael metió la mano en el bolsillo y encendió una grabadora. «¿Paranoico, yo?» No tenía ni idea de lo que deseaba Henrik Vanger, pero después de todo ese jaleo con Wennerström quería una documentación exacta de cada una de las cosas raras que le pasaran, y esa repentina invitación a Hedestad pertenecía, sin duda, a esa categoría.

El viejo industrial se despidió de Dirch Frode dándole unas palmadas en el hombro, cerró la puerta y centró su interés en Mikael.

– En ese caso, quizá deba ir al grano. No se trata de ningún juego. Quiero hablar contigo, pero la conversación requiere su tiempo. Te ruego que me escuches hasta el final y que no tomes ninguna decisión hasta que haya acabado. Eres periodista y deseo contratarte para un trabajo de freelance. Anna ha servido el café arriba, en mi despacho.

Henrik Vanger empezó a subir las escaleras y Mikael lo siguió. Entraron en un despacho alargado, de unos cuarenta metros cuadrados aproximadamente, situado en una de las partes laterales de la casa. Una de las paredes longitudinales estaba presidida, de arriba abajo, por una librería de unos diez metros de largo, con una magnífica mezcla de literatura de ficción, biografías, libros de historia, de comercio e industria, y numerosas carpetas de tamaño DIN-A4. Los libros estaban colocados sin ningún tipo de orden aparente. Daba la impresión de ser una librería que se utilizaba, y Mikael sacó la conclusión de que Henrik Vanger era un gran lector. En la pared de enfrente había una mesa de roble de color oscuro, dispuesta de modo que el que se sentara allí podía contemplar toda la habitación. La pared de detrás de la mesa albergaba una numerosa colección de cuadros con flores prensadas dispuestos en meticulosas filas.

Desde la fachada lateral, Henrik Vanger tenía vistas al puente y a la iglesia. Junto a la ventana había un tresillo con una mesita, donde Anna había puesto el servicio de café, un termo, pastas y bollos.

Henrik Vanger hizo un gesto a modo de invitación que Mikael fingió no entender; en su lugar se paseó por la sala con curiosidad y examinó primero la librería y luego la pared con los cuadros. La mesa de trabajo, sobre la que había una pila de papeles, estaba perfectamente limpia y ordenada. En uno de los extremos, la fotografía enmarcada de una chica joven y morena, guapa pero de mirada traviesa. «Una joven señorita a punto de volverse peligrosa», pensó Mikael. Parecía una foto de primera comunión; casi había perdido el color y daba la impresión de llevar allí muchos años. De repente, Mikael advirtió que Henrik Vanger le estaba observando.

– ¿Te acuerdas de ella, Mikael?

– ¿Yo? -preguntó Mikael, levantando las cejas.

– Sí, tú la conoces. De hecho, ya has estado antes en esta habitación.

Mikael miró a su alrededor y negó con la cabeza.

– No, ¿cómo te vas a acordar? Sin embargo, yo conocí a tu padre. Contraté a Kurt Blomkvist varias veces como instalador y técnico de máquinas durante los años cincuenta y sesenta. Un hombre inteligente. Intenté convencerlo para que continuara sus estudios e hiciera ingeniería. Te pasaste todo el verano de 1963 en esta misma casa, cuando cambiamos toda la maquinaria de la fábrica de papel de Hedestad. Resultaba difícil encontrar una vivienda para tu familia, pero lo solucionamos dejándoos la casita de madera que está al otro lado del camino. Puedes verla desde aquí.

Henrik Vanger se acercó a la mesa y cogió el retrato.

– Es Harriet Vanger, la nieta de mi hermano Richard. Ella te cuidó muchas veces durante aquel verano. Tú tenías dos años, a punto de cumplir tres. O quizá ya los tuvieras; no me acuerdo. Ella tenía doce.

– Perdóname, pero no guardo ni el más mínimo recuerdo de lo que me estás contando.

Mikael ni siquiera estaba convencido de que lo que decía Henrik Vanger fuera cierto.

– Lo entiendo. Pero yo sí me acuerdo de ti. Estabas siempre correteando de aquí para allá mientras Harriet te perseguía. Yo podía oír tus gritos cada vez que tropezabas y te caías en algún sitio. Recuerdo que, en una ocasión, te di un juguete, un tractor amarillo de hojalata con el que yo mismo había jugado de niño, y que te encantaba. Creo que por el color.

De repente, Mikael se quedó helado. Efectivamente, había un tractor amarillo. Cuando se hizo mayor, pasó a decorar una de las estanterías de su habitación.

– ¿Te acuerdas del juguete?

– Sí. Puede que te interese saber que aquel tractor todavía existe, está en Estocolmo, en el museo del juguete de Manatorget. Lo doné hace diez años, cuando estuvieron pidiendo viejos juguetes originales.

– ¿De verdad? -Henrik Vanger soltó una carcajada de satisfacción-. Déjame que te enseñe…

Se acercó a la librería y sacó un álbum de fotos de uno de los estantes inferiores. Mikael advirtió que al viejo le costaba agacharse, por lo que tuvo que apoyarse en la librería cuando se volvió a incorporar. Mientras hojeaba el álbum, Henrik Vanger le hizo un gesto a Mikael para que se sentara. Sabía muy bien lo que estaba buscando, de modo que en un santiamén puso el álbum encima de la mesita. Señaló con el dedo una fotografía en blanco y negro en la que se veía la sombra del fotógrafo en la parte inferior. En primer plano, un niño rubio con pantalones cortos miraba a la cámara fijamente, algo aturdido y con cierta preocupación.

– Éste eres tú ese mismo verano. Tus padres están al fondo, sentados en los sillones del jardín. Tu madre tapa parcialmente a Harriet y el chico que se encuentra a la izquierda de tu padre es el hermano de Harriet, Martin Vanger, hoy en día director del Grupo Vanger.

No tuvo ninguna dificultad en reconocer a sus padres. Su hermana estaba en camino, así que el embarazo de su madre resultaba evidente. Contempló la fotografía con sentimientos encontrados mientras Henrik Vanger servía café y le acercaba un plato con bollos.

– Ya sé que tu padre falleció. ¿Tu madre vive aún?

– No -contestó Mikael-. Murió hace tres años.

– Una mujer simpática. La recuerdo perfectamente.

– Sí, pero estoy convencido de que no me has hecho venir hasta aquí para hablarme de viejos recuerdos familiares.

– Tienes razón. Llevo varios días preparando lo que voy a decirte, pero ahora que, por fin, te tengo delante, no sé muy bien por dónde empezar. Supongo que has leído algo sobre mí antes de aceptar la invitación. Si es así, ya sabrás, sin duda, que en su día ejercí una gran influencia sobre la industria y el mercado de trabajo del país. Hoy no soy más que un viejo que va a morir dentro de poco; mira, la muerte tal vez sea un excelente punto de partida para esta conversación.

Mikael le dio un sorbo al café -¡de puchero!- mientras se preguntaba dónde desembocaría la historia.

– Me duelen las caderas y me cuesta dar largos paseos. Algún día tú mismo también comprobarás cómo los viejos se van quedando sin fuerzas. Yo no tengo demencia senil ni estoy obsesionado con la muerte, pero me encuentro ya en esa edad en la que debo aceptar que mi tiempo se está acabando. Llega una hora en la que uno quiere hacer balance de su vida y concluir las cosas que están a medio terminar. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

Mikael asintió. La voz de Henrik Vanger era firme y clara; a Mikael ya le había quedado claro que el anciano hablaba con cordura y no estaba senil.

– Lo que no acabo de entender es qué pinto yo en todo esto -insistió.

– Te he pedido que vengas porque quiero que me ayudes con ese balance final. Me quedan algunas cosas por aclarar.

– ¿Por qué yo? Quiero decir… ¿qué te hace pensar que yo puedo ayudarte?

– Porque cuando empecé a pensar en contratar a alguien, tu nombre salió en el caso Wennerström. Sabía quién eras. Y quizá también porque te tuve en mis rodillas siendo tú un chavalín. -Hizo un gesto de rechazo con la mano-. No, no me malinterpretes. No cuento con que me ayudes por razones sentimentales. Sólo te estoy explicando por qué tuve el impulso de contactar precisamente contigo.

Mikael se rió amablemente.

– Bueno, me temo que son unas rodillas de las que no me acuerdo muy bien. Pero ¿cómo sabías que era yo? Eso fue a principios de los años sesenta…

– Perdona, no lo has entendido. Os mudasteis a Estocolmo cuando tu padre consiguió un trabajo como jefe de taller de Zarinders Mekaniska, una de las muchas empresas que formaban parte del Grupo Vanger. Fui yo quien le recomendó para el puesto. No tenía formación, pero yo sabía que valía mucho. Me encontré con él varias veces a lo largo de los años, cuando yo iba a Zarinders por algún asunto. Tal vez no fuéramos íntimos amigos, pero siempre hablábamos. La última vez que le vi fue un año antes de morir; entonces me contó que te habían aceptado en la Escuela Superior de Periodismo. Estaba muy orgulloso. Luego, poco después, te hiciste famoso con lo de aquella banda de atracadores y el apodo Kalle Blomkvist. Durante todos estos años he seguido tu trayectoria profesional y he leído muchos de tus artículos. La verdad es que leo Millennium bastante a menudo.

– Vale, de acuerdo. Pero ¿qué es exactamente lo que quieres que yo haga?


Henrik Vanger bajó la mirada durante un breve momento; luego tomó un sorbo de café, como si necesitara un descanso antes de abordar el verdadero asunto.

– Mikael, ante todo me gustaría hacer un trato contigo. Quiero que hagas dos cosas. Una es el pretexto y la otra es el verdadero motivo.

– ¿Qué tipo de trato?

– Te voy a contar una historia en dos partes. La primera parte versa sobre la familia Vanger. Es el pretexto. Es una historia larga y oscura, pero intentaré atenerme a la verdad sin maquillarla. La segunda parte aborda el asunto en sí. Creo que en ciertos momentos mis palabras te parecerán… una locura. Lo que te pido es que me prestes atención hasta el final, que escuches lo que quiero que hagas y lo que te ofrezco a cambio antes de decidir si aceptas el encargo o no.

Mikael suspiró. Resultaba obvio que Henrik Vanger no tenía ninguna intención de presentar el tema de manera breve y concisa, y permitirle, así, coger el tren de la tarde. Mikael tuvo el presentimiento de que si llamaba a Dirch Frode para pedirle que lo llevara a la estación, seguramente le diría que el coche no arrancaba a causa del frío.

Sin duda, el viejo habría dedicado muchas horas a tramar un plan para que mordiera el anzuelo. A Mikael le dio la impresión de que todo lo que había ocurrido desde que entró en la habitación seguía un guión elaborado de antemano: la sorpresa inicial de que había conocido a Henrik Vanger de niño, la foto de sus padres en el álbum y la insistencia en el hecho de que Henrik Vanger y el padre de Mikael habían sido amigos, la coba que le estaba dando con eso de que sabía quién era y que llevaba muchos años siguiendo a distancia su carrera periodística… probablemente todo eso tuviera una parte de verdad, pero, al mismo tiempo, se trataba de psicología de lo más elemental. En otras palabras, Henrik Vanger era un hábil manipulador; contaba con una dilatada experiencia tratando con gente bastante más dura de pelar, sobre todo en reuniones con directivos celebradas a puerta cerrada. No se había convertido en uno de los magnates más poderosos de Suecia por pura casualidad.

Mikael llegó a la conclusión de que Henrik Vanger quería encargarle algo que probablemente no tuviera ningún interés en hacer. Lo único que quedaba era averiguar de qué se trataba y luego declinar la oferta. Y a lo mejor le daría tiempo a coger el tren de la tarde.

– Sorry, no deal -contestó Mikael tras mirar el reloj-. Llevo aquí veinte minutos. Te doy exactamente treinta para que me cuentes lo que quieres. Luego llamaré a un taxi y me iré a casa.

Por un instante, Henrik Vanger abandonó su papel de patriarca bondadoso, y Mikael pudo imaginarse a un industrial sin escrúpulos en sus mejores días, afectado por algún contratiempo u obligado a tratar con algún directivo joven y rebelde. Su boca se torció dibujando una agria sonrisa.

– Vale, de acuerdo.

– Es muy sencillo; no hace falta dar tantos rodeos. Explícame qué es lo que quieres y déjame decidir si deseo hacerlo o no.

– ¿Me estás diciendo que si no consigo convencerte en treinta minutos, tampoco seré capaz de hacerlo en treinta días?

– Más o menos.

– Ya, pero es que mi historia es larga y complicada.

– Abrevia y simplifica. Es lo que hacemos en periodismo. Veintinueve minutos.

Henrik Vanger levantó una mano.

– Basta ya. He captado la idea, aunque exagerar nunca es una buena táctica psicológica. Necesito una persona que pueda investigar y pensar de manera crítica, pero que también tenga integridad. Creo que tú la tienes… ¡y no te estoy haciendo la pelota! Un buen periodista debe poseer esas características; leí con gran interés tu libro La orden del Temple. Es completamente cierto que te elegí porque conocía a tu padre y porque sé quién eres. Si lo he entendido bien, te han despedido de la revista después del caso Wennerström, o quizá la hayas dejado voluntariamente. En cualquier caso, eso significa que, de momento, no tienes trabajo, y no hace falta ser muy inteligente para comprender que probablemente te encuentres en una situación económica algo complicada.

– Y has pensado que podrías aprovecharte de mi precaria situación, ¿verdad?

– Tal vez sea así. Pero Mikael, ¿puedo seguir llamándote Mikael?, no pienso mentirte o inventarme excusas; ya no tengo edad para eso. Si no te gusta lo que te voy a contar, me puedes mandar a freír espárragos. En ese caso me veré obligado a buscar a otra persona.

– De acuerdo. ¿En qué consiste el trabajo?

– ¿Cuánto sabes de la familia Vanger?

Mikael hizo un gesto con los brazos sin saber muy bien qué contestar.

– Bueno, más o menos lo que he podido leer en Internet desde que me llamó Frode el lunes. En su época, el Grupo Vanger era uno de los grupos industriales de más peso de todo el país, pero hoy en día la empresa se ha visto considerablemente reducida. Martin Vanger es el director ejecutivo. De acuerdo, sé dos o tres cosas más, pero ¿adónde quieres ir a parar?

– Martin es… es una buena persona, pero, en el fondo, es un marinero de agua dulce. Como director ejecutivo de una empresa en crisis no da la talla. Apuesta por la modernización y la especialización, cosa que me parece bien, pero le cuesta llevar a buen puerto sus ideas y, lo que es peor, encontrar financiación. Hace veinticinco años el Grupo Vanger era un serio competidor de las empresas Wallenberg. Llegamos a tener cuarenta mil empleados en Suecia; generamos empleo e ingresos para todo el país. En la actualidad la mayoría de esos puestos de trabajo está en Corea o Brasil. Hoy contamos con unos diez mil empleados y dentro de uno o dos años, a no ser que Martin levante el vuelo, tal vez bajemos a cinco mil, distribuidos, fundamentalmente, en pequeñas fábricas. En otras palabras: las empresas Vanger están a punto de ser enviadas al vertedero de la historia.

Mikael asintió con la cabeza; se correspondía más o menos con las conclusiones que había sacado al leer los textos de Internet.

– Las empresas Vanger siguen siendo una de las pocas empresas estrictamente familiares del país, con una treintena de miembros de la familia como socios minoritarios en distinta medida. Algo que siempre ha sido nuestro fuerte, pero también nuestra mayor debilidad.

Henrik Vanger hizo una breve pausa retórica. Luego continuó hablando con una marcada intensidad en la voz.

– Mikael, luego podrás hacerme las preguntas que quieras, pero ahora créeme si te digo que odio a la mayoría de los miembros de la familia Vanger. Mi familia está compuesta en su mayoría por piratas, avaros, tiranos e incompetentes. Dirigí la empresa durante treinta y cinco años, y me vi constantemente envuelto en irreconciliables disputas con los demás miembros de la familia. Ellos eran mis mayores enemigos, no el Estado ni las empresas competidoras.

Hizo otra pausa.

– Te he dicho que me gustaría encargarte dos cosas. Quiero que escribas una historia o una biografía de la familia Vanger. Para simplificar la llamaremos «mi autobiografía». No será una lectura muy edificante, sino una historia de odio, de peleas familiares y una avaricia desmesurada. Pondré a tu disposición todos mis diarios y archivos. Tendrás acceso libre a mis pensamientos más íntimos y podrás publicar absolutamente toda la mierda que encuentres, sin restricciones. Creo que esta historia hará que Shakespeare parezca un simple cuento para niños.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué quiero publicar una escandalosa historia sobre la familia Vanger, o por qué quiero pedirte a ti que la escribas?

– Las dos cosas, supongo.

– Sinceramente, no me importa si el libro se publica o no. Pero la verdad es que sí considero que la historia debe escribirse, aunque sólo entregaras un único ejemplar a la Biblioteca Real. Quiero que las futuras generaciones tengan acceso a mi historia cuando yo muera. Mi motivo es el más simple de todos: la venganza.

– ¿De quién quieres vengarte?

– No hace falta que me creas, pero he intentado ser honrado, aun siendo capitalista y líder industrial. Estoy orgulloso del hecho de que mi nombre sea sinónimo de un hombre que ha mantenido su palabra y cumplido sus promesas. Nunca me he metido en juegos políticos. Nunca he tenido problemas en negociar con los sindicatos. Hasta el mismísimo primer ministro Tage Erlander me respetaba en su época. Para mí se trataba de ética; yo era el responsable del sustento de miles de personas y me preocupaban mis empleados. Por raro que parezca, Martin tiene la misma actitud, aunque su personalidad es completamente distinta. También ha intentado hacer lo correcto. Quizá no lo hayamos conseguido siempre, pero en general hay pocas cosas de las que me avergüence.

»Desgraciadamente, me temo que Martin y yo constituimos raras excepciones en nuestra familia -prosiguió Henrik Vanger-. Las empresas Vanger se hallan actualmente en declive por muchas razones, pero una de las más importantes es la avaricia y el deseo de ganar dinero a muy corto plazo de muchos de mis parientes. Si asumes el encargo, te explicaré exactamente cómo ha actuado mi familia para hundir al Grupo Vanger.

Mikael reflexionó un instante.

– Vale. Yo tampoco te voy a mentir. Escribir un libro así me llevaría meses. No tengo ni ganas ni energía para hacerlo.

– Creo que podré convencerte.

– Lo dudo. Pero has dicho que se trataba de dos cosas. Éste era el pretexto. ¿Cuál es el verdadero motivo?


Henrik Vanger se levantó, también esta vez con mucho esfuerzo, y cogió la fotografía de Harriet Vanger de la mesa de trabajo. La colocó ante Mikael.

– La razón de ser de la biografía sobre la familia Vanger es que elabores, con ojos de periodista, un minucioso retrato de cada uno de sus miembros. Así tendrás la excusa perfecta para hurgar en la historia de la familia. Lo que realmente deseo que hagas es resolver un enigma. Ésa es tu misión.

– ¿Un enigma?

– Harriet era la meta de mi hermano Richard. Éramos cinco hermanos. Richard, el mayor, nació en 1907. Yo, el más joven, nací en 1920. No entiendo cómo pudo Dios crear a unos hermanos que…

Durante algunos segundos Henrik Vanger perdió el hilo y pareció ensimismarse en sus propios pensamientos. Luego se dirigió a Mikael con una nueva determinación en la voz.

– Déjame que te hable de mi hermano Richard Vanger. Será una muestra de la crónica familiar que quiero que redactes.

Se sirvió café y le ofreció más a Mikael.

– En 1924, a la edad de diecisiete años, Richard era un fanático nacionalista que odiaba a los judíos y que se unió a la Asociación Nacionalsocialista Sueca para la Libertad, uno de los primeros grupos nazis del país. ¿No resulta fascinante que los nazis siempre consigan introducir la palabra «libertad» en su propaganda?

Henrik Vanger sacó otro álbum de fotos y lo hojeó hasta encontrar la página que buscaba.

– Aquí está Richard en compañía del veterinario Birger Furugård, que no tardó en convertirse en líder del llamado Movimiento Furugård, el gran movimiento nazi de principios de los años treinta. Pero Richard no se quedó con él. Sólo un año después se unió a la OLFS, la Organización de Lucha Fascista de Suecia. Allí conoció a Per Engdahl y a otros individuos que con los años se convertirían en la vergüenza política del país.

Pasó la página del álbum: Richard Vanger en uniforme.

– En 1927 se alistó en el ejército, en contra de la voluntad de nuestro padre, y durante los años treinta fue de grupo en grupo por los movimientos nazis del país. Si existía una organización de conspiración enfermiza, puedes estar seguro de que su nombre se encontraba en la lista de miembros. En 1933 se fundó el movimiento Lindholm, o sea, el Partido Obrero Nacionalsocialista. ¿Hasta qué punto estás familiarizado con la historia del nazismo sueco?

– No soy historiador, pero he leído algún libro sobre el tema.

– En 1939 comenzó la segunda guerra mundial y en 1940 la guerra de Invierno de Finlandia. Un gran número de activistas del movimiento Lindholm se alistaron como voluntarios. Richard era uno de ellos; a la sazón, capitán del ejército sueco. Cayó en el campo de batalla en febrero de 1940, poco antes del tratado de paz con la Unión Soviética. Se convirtió en mártir del movimiento nazi y se creó un grupo de lucha que llevaba su nombre. Hoy en día todavía se congregan unos cuantos chalados en un cementerio de Estocolmo en la fecha del aniversario de la muerte de Richard Vanger, para rendirle homenaje.

– Entiendo.

– En 1926, a la edad de diecinueve años, salió con una mujer llamada Margareta, hija de un profesor de Falun. Se conocieron en los círculos políticos y tuvieron una relación de la que nació un hijo, Gottfried, en 1927. Richard se casó con Margareta cuando el niño vino al mundo. Durante la primera mitad de los años treinta, mi hermano dejó a su esposa y a mi sobrino aquí, en Hedestad, mientras él estaba destinado en el regimiento de Gävle. En su tiempo libre viajaba promocionando el nazismo. En 1936 tuvo un fuerte enfrentamiento con mi padre, quien, como consecuencia de ello, le negó todo tipo de ayuda económica. Después tuvo que arreglárselas él sólito. Se trasladó con su familia a Estocolmo, donde vivía con bastante austeridad.

– ¿No tenía dinero propio?

– La herencia estaba bloqueada en las empresas. No podía vender fuera de la familia. A eso hay que añadir que Richard, en casa, era un violento tirano con pocos rasgos reconciliadores. Pegaba a su mujer y maltrataba a su hijo. Gottfried creció como un chico humillado y sometido a sus órdenes. Tenía trece años cuando Richard cayó en el campo de batalla; creo que fue el día más feliz de su vida hasta entonces. Mi padre se compadeció de la viuda y el niño y los trajo aquí, a Hedestad; los alojó en un piso y se aseguró de que Margareta tuviera una vida digna.

»Si Richard representa el lado oscuro y fanático de la familia, Gottfried encarna al perezoso. Cuando el joven tenía dieciocho años, yo me hice cargo de él porque al fin y al cabo se trataba del hijo de mi hermano muerto, pero debes recordar que la diferencia de edad entre nosotros no era muy grande. Sólo le sacaba siete años. Ya en aquella época yo formaba parte de la dirección del Grupo Vanger y había quedado claro que sucedería a mi padre, mientras que a Gottfried se le consideraba más bien un extraño en la familia.

Henrik Vanger reflexionó un instante.

– Mi padre no sabía muy bien cómo debía comportarse con su nieto y fui yo quien insistió en que había que hacer algo. Le di trabajo dentro del Grupo. Eso fue después de la guerra. Intentó hacer bien su trabajo, de eso no me cabe duda, pero le costaba concentrarse. Era un «viva la Virgen», un donjuán y un juerguista; gustaba a las mujeres y había períodos en los que bebía demasiado. Me resulta difícil describir mis sentimientos hacia él… No era un inútil, pero resultaba cualquier cosa menos fiable, y a menudo me decepcionaba profundamente. Con los años se convirtió en un alcohólico, y en 1965 falleció ahogado en un accidente justo al otro lado de la isla de Hedeby, donde tenía una cabaña que él mismo mandó construir y donde solía acudir para beber.

– Entonces, ¿se trata del padre de Harriet y Martin? -preguntó Mikael, señalando con el dedo el retrato de la mesa. Muy a su pesar tuvo que reconocer que la historia del viejo le empezaba a interesar.

– Correcto. A finales de los años cuarenta, Gottfried conoció a una mujer llamada Isabella Koenig, una niña alemana que vino a parar a Suecia después de la guerra. Isabella era realmente guapa; quiero decir que tenía una belleza deslumbrante, como la de Greta Garbo o Ingrid Bergman. Sin duda los genes que Harriet ha heredado son más bien de Isabella y no de Gottfried; como puedes ver en la fotografía, ya era muy guapa con sólo catorce años.

Los dos contemplaron el retrato.

– Permíteme continuar. Isabella nació en 1928 y sigue viva. Cuando tenía once años estalló la guerra; ya te puedes figurar cómo sería la vida de una adolescente en Berlín mientras los aviones dejaban caer sus bombas. Me imagino que al desembarcar en Suecia se sintió como si hubiese llegado al paraíso en la Tierra. Desgraciadamente compartía demasiados de los vicios de Gottfried; derrochaba el dinero y estaba de juerga constantemente. A veces, ella y Gottfried parecían más compañeros de borrachera que esposos. Además, viajaba sin parar por Suecia y el extranjero y, en general, carecía por completo del sentido de la responsabilidad. Como es lógico, los niños pagaron las consecuencias. Martin nació en 1948 y Harriet en 1950. Su infancia fue dramática, con una madre que les abandonaba con frecuencia y un padre que se estaba convirtiendo en un alcohólico.

»En 1958 intervine. Por aquel entonces Gottfried e Isabella vivían en Hedestad; les obligué a trasladarse aquí, a Hedeby. Ya estaba harto y decidí intentar romper el círculo vicioso. Martin y Harriet estaban más o menos abandonados a su suerte.

Henrik Vanger miró el reloj.

– Mis treinta minutos se acaban, pero ya me voy acercando al final de la historia. ¿Me concedes una prórroga?

Mikael asintió con la cabeza.

– Sigue.

– En resumen: yo no tenía hijos, un llamativo contraste con los demás hermanos y miembros de la familia, que parecían obsesionados con la estúpida necesidad de procrear y perpetuar la saga. Gottfried e Isabella se mudaron aquí, pero el matrimonio estaba ya en las últimas. Al cabo de un año, Gottfried se trasladó a su cabaña. Pasaba allí largas temporadas completamente solo y cuando hacía demasiado frío se iba a vivir con Isabella. Yo me encargué de Martin y Harriet; de modo que se convirtieron, en muchos sentidos, en los hijos que nunca tuve.

»Martin era… A decir verdad hubo una época en su juventud durante la cual temí que siguiera los pasos de su padre. Era débil, introvertido y meditabundo, pero también podía ser encantador y entusiasta. Tuvo una adolescencia difícil, pero se enderezó al empezar la universidad. Es… bueno, a pesar de todo es el director ejecutivo de lo que queda del Grupo Vanger, así que tampoco le ha ido tan mal.

– ¿Y Harriet? -preguntó Mikael.

– Harriet se convirtió en la niña de mis ojos. Intenté darle seguridad y que aumentara la confianza en sí misma, y nos llevábamos muy bien. La veía como mi propia hija y llegamos a tener una relación más estrecha que la que mantenía con sus propios padres. ¿Sabes?, Harriet era muy especial; introvertida, como su hermano, y fascinada por la religión durante su adolescencia, a diferencia de todos los demás miembros de la familia. Poseía un gran talento y era muy inteligente. No sólo tenía moral, sino también firmeza de carácter. Al cumplir catorce o quince años, yo ya estaba completamente convencido de que ella, en comparación con su hermano y todos los mediocres primos y sobrinos de mi familia, era la persona destinada a dirigir las empresas Vanger o, por lo menos, a desempeñar en ellas un importante papel.

– ¿Y qué pasó?

– Ya hemos llegado a la verdadera razón por la que te quiero contratar. Quiero que averigües qué miembro de mi familia asesinó a Harriet Vanger y, desde entonces, se ha dedicado durante casi cuarenta años a intentar volverme loco.

Capítulo 5 Jueves, 26 de diciembre

Por primera vez desde que Henrik Vanger iniciara su monólogo, el viejo consiguió sorprenderle. Mikael tuvo que pedirle que repitiera lo que acababa de decir para asegurarse de que lo había entendido bien. En los recortes de prensa que había leído nada parecía insinuar que se hubiese cometido un asesinato en el seno de la familia Vanger.

– Fue el 22 de septiembre de 1966. Harriet tenía dieciséis años y acababa de empezar su segundo año en el instituto. Era sábado y se convirtió en el peor día de mi vida. He repasado los acontecimientos de aquella jornada tantas veces que creo que podría dar cuenta minuto a minuto de lo sucedido; de todo menos de lo más importante.

Con la mano extendida, realizó un amplio gesto, como si barriera el aire.

– La mayoría de la familia se encontraba reunida en esta casa. Se trataba de una de esas detestables cenas anuales en las que los socios del Grupo Vanger se juntaban para hablar de los negocios familiares. Una tradición que introdujo mi abuelo en su día y que, por regla general, originaba aborrecibles reuniones. La tradición se abandonó en los años ochenta, cuando Martin decidió, sin más, que todos los temas relacionados con la empresa se resolvieran en las reuniones periódicas de la junta directiva y en la junta general de accionistas. Fue la mejor decisión de su vida. Hace ya veinte años que la familia no se ve para ese tipo de encuentros.

– Has dicho que a Harriet la asesinaron…

– Espera. Déjame contarte lo que pasó. Era sábado. Además, se celebraba la fiesta del Día del Niño y la asociación deportiva de Hedestad había organizado un desfile. Harriet se quedó todo el día en la ciudad para poder verlo con unas amigas del instituto. Regresó a casa poco después de las dos de la tarde; la cena debía empezar a las cinco y, en principio, ella también iba a participar, al igual que los demás jóvenes de la familia.

Henrik Vanger se levantó y se acercó a la ventana. Le hizo un gesto a Mikael para que se acercara, y señaló con el dedo.

– A las 14.45, unos minutos después de que Harriet volviera a casa, un dramático accidente tuvo lugar en el puente. Un hombre llamado Gustav Aronsson, hermano de un granjero de Östergård (una granja que hay aquí, en la isla), colisionó de frente con un camión cisterna que transportaba fuel-oil. Sucedió cuando giraba con su coche para pasar por el puente. Cómo se produjo exactamente el accidente es algo que nunca hemos llegado a entender. Hay buena visibilidad en las dos direcciones, pero los dos conducían demasiado deprisa, y lo que debería haber sido un simple golpe entre dos vehículos se convirtió en una verdadera catástrofe. El conductor del camión intentó evitar la colisión y probablemente giró el volante de manera instintiva. Chocó contra la barandilla y volcó; el camión se quedó atravesado en diagonal, con la parte trasera colgando fuera del puente… Uno de los barrotes de la barandilla atravesó la cisterna como una jabalina, y el combustible empezó a salir a chorros. Gustav Aronsson, aprisionado en su coche, no paraba de gritar a causa del profundo dolor. El conductor del camión también estaba herido, pero consiguió salir por su propio pie.

El viejo hizo una pausa y se volvió a sentar.

– En realidad, el accidente no tiene nada que ver con Harriet, aunque, en cierto sentido, desempeñó un papel significativo. Cuando la gente acudió para intentar prestar ayuda, se originó un tremendo caos. El peligro de incendio era inminente, de modo que se dio la alarma general. Enseguida llegaron la policía, la ambulancia, los bomberos, los medios de comunicación y los curiosos Como es natural, todos se congregaron al otro lado del puente, en la parte continental; aquí, en la isla, hicimos lo imposible para sacar a Aronsson del vehículo, tarea que resultó endiabladamente difícil. Estaba bien atrapado y gravemente herido.

»Intentamos sacarlo de allí con nuestras propias manos, pero no lo conseguimos. Había que cortar o serrar el coche. El problema era que no podíamos hacer nada que provocara una chispa; estábamos en medio de un mar de fuel-oil junto a un camión cisterna volcado. Si hubiese explotado, nos habría matado a todos. Además, transcurrió mucho tiempo antes de que llegara la ayuda desde el otro lado; el camión bloqueaba completamente el puente, y subir trepando por las cisternas habría sido como pasar por encima de una bomba.

Mikael seguía teniendo la sensación de que el viejo le estaba contando una historia cuidadosamente medida y ensayada, con la intención de captar su interés. Pero también admitió que Henrik Vanger era un excelente narrador, con una gran capacidad para mantener en vilo a su auditorio. Sin embargo, no tenía ni idea del rumbo que iba a tomar el relato.

– Lo más significativo del accidente es que el puente estuvo cerrado durante las siguientes veinticuatro horas. Hasta bien entrada la noche del domingo no consiguieron quitar todo el combustible, llevarse el camión y volver a abrir el puente. Durante esas más de veinticuatro horas, la isla de Hedeby estuvo prácticamente aislada del resto del mundo. La única manera de pasar era con la barca de los bomberos, que fue puesta a nuestra disposición para trasladar a la gente desde el puerto deportivo, en esta parte, hasta el viejo puerto pesquero, al otro lado, más allá de la iglesia. Durante muchas horas, la barca sólo la usó el personal de rescate, y hasta bien avanzada la noche del sábado no empezaron a trasladar a otras personas. ¿Entiendes lo que eso significa?

Mikael asintió.

– Supongo que pasó algo con Harriet aquí en la isla y que el número de sospechosos se reduce a las pocas personas que se encontraban aquí. Algo así como el misterio de la habitación cerrada en versión isla.

Henrik Vanger sonrió irónicamente.

– Mikael, no sabes cuánta razón tienes. Yo también he leído a mi querida Dorothy Sayers. Los hechos son los siguientes: Harriet llegó aquí más o menos a las dos y diez. Incluyendo a los niños y a los acompañantes que no pertenecían a la familia, a lo largo del día llegaron en total cerca de cuarenta invitados. Si a eso le sumamos el personal de servicio y los residentes permanentes, el número asciende a sesenta y cuatro personas. Algunos, los que iban a quedarse a dormir, estaban instalándose en las casas de alrededor o en las habitaciones de invitados.

»Harriet había vivido con sus padres en una casa al otro lado del camino, pero, como ya te he comentado, ni su padre Gottfried ni su madre Isabella le ofrecían estabilidad. Fui testigo de su sufrimiento y de las dificultades que tuvo para concentrarse en los estudios, así que, en 1964, cuando ella tenía catorce años, la dejé mudarse a mi casa. Creo que para Isabella supuso un gran alivio librarse de la responsabilidad de la niña. Le di a Harriet una habitación aquí arriba y pasó en esta casa sus dos últimos años. Por eso vino aquel día. Sabemos que se encontró en el patio con Harald Vanger, uno de mis hermanos mayores, y que intercambiaron unas palabras. Luego subió la escalera y se presentó aquí, en esta habitación, para saludarme. Me dijo que quería hablar conmigo sobre algo. En ese momento estaba con un par de familiares y no tenía tiempo para ella. Pero parecía tan ansiosa que le prometí que enseguida iría a su habitación. Ella asintió y salió por esa puerta. Fue la última vez que la vi. Unos minutos después se produjo el accidente del puente y el caos que originó dio al traste con todos los planes del día.

– ¿Y cómo murió?

– Espera; es más complicado de lo que parece y tengo que contarte toda la historia en orden cronológico. Al producirse la colisión, la gente dejó lo que estaba haciendo y acudió corriendo al lugar del accidente. Yo… bueno, digamos que yo lo dirigí todo y estuve completamente ocupado durante las siguientes horas. Sabemos que Harriet también bajó al puente justo después del choque porque varias personas la vieron, pero el riesgo de una explosión me obligó a ordenar que se alejaran todos los que no iban a participar en el intento de sacar a Aronsson del coche. Nos quedamos cinco personas en el lugar del accidente: mi hermano Harald y yo; un hombre llamado Magnus Nilsson, que trabajaba de bracero conmigo; un obrero de la serrería que se llamaba Sixten Nordlander y que tenía una casa cerca del puerto pesquero; y Jerker Aronsson, un chico de tan sólo dieciséis años. En realidad, iba a decirle que se fuera, pero era sobrino del Aronsson del coche y pasó en bicicleta de camino a la ciudad apenas unos minutos después del accidente.

»Sobre las 14.40 Harriet estuvo aquí, en la cocina. Se tomó un vaso de leche e intercambió unas palabras con la cocinera, una mujer llamada Astrid. Desde la ventana vieron todo el alboroto que había en el puente. A las 14.45 Harriet cruzó el patio. Entre otras personas, fue vista por su madre, Isabella, pero no hablaron. Unos minutos después se encontró con Otto Falk, el párroco de la iglesia de Hedeby. Por aquel entonces la casa rectoral estaba donde Martin Vanger tiene hoy su chalé, así que el pastor vivía en esta parte del puente. Cuando ocurrió el accidente, Falk, que había pillado un resfriado, estaba durmiendo; acababan de avisarlo y en ese momento se dirigía hacia el puente. Harriet lo detuvo en el camino y quiso hablar con él, pero él la despachó pronto y siguió apresuradamente. Otto Falk es la última persona que la vio con vida.

– Pero ¿cómo murió? -insistió Mikael.

– No lo sé -contestó Henrik Vanger con gesto atormentado-. Hasta las cinco de la tarde no conseguimos sacar a Aronsson del coche (sobrevivió, por cierto, a pesar de los daños sufridos), y a eso de las seis se consideró que el riesgo de incendio ya había pasado. La isla seguía aislada, pero las cosas empezaban a tranquilizarse. Hasta que no nos sentamos a la mesa para cenar, más tarde de lo previsto, sobre las ocho, no descubrimos que faltaba Harriet. Envié a una de sus primas a buscarla a su habitación, pero volvió sin haberla encontrado. No le di mucha importancia; pensé que estaría dando un paseo o que nadie la habría avisado de que íbamos a empezar a cenar. Durante la noche no tuve más remedio que dedicarme a discutir con la familia. Hasta la mañana siguiente, cuando Isabella se puso a buscarla, no nos dimos cuenta de que nadie sabía dónde estaba, ni la había visto la tarde anterior.

Hizo un gesto de resignación con los brazos.

– Desde ese día, Harriet Vanger continúa desaparecida sin haber dejado el menor rastro.

– ¿Desaparecida? -repitió Mikael.

– Durante todos estos años no hemos podido encontrar ni un fragmento microscópico de ella.

– Pero si desapareció, ¿cómo puedes saber que alguien la mató?

– Entiendo la objeción; pienso igual que tú. Cuando una persona desaparece sin dejar rastro, puede haber pasado una de estas cuatro cosas: que haya desaparecido voluntariamente y se mantenga escondida, que haya tenido un accidente y haya fallecido, que se haya suicidado, o que haya sido víctima de un crimen. He considerado todas esas posibilidades.

– Pero tú crees que alguien la mató. ¿Por qué?

– Porque es la única conclusión plausible -sentenció Henrik Vanger, alzando un dedo-. Al principio albergué la esperanza de que hubiera huido. Pero según pasaban los días, todos comprendimos que no era el caso. Quiero decir, ¿cómo podría una chica de dieciséis años, procedente de un ambiente bastante protegido, arreglárselas sola y permanecer oculta sin ser descubierta, por muy lista que fuera? ¿De dónde sacaría el dinero? Y aunque hubiera conseguido un trabajo en algún sitio, tendría que haberse dado de alta en Hacienda con un domicilio fiscal.

Levantó dos dedos.

– Mi siguiente idea fue, naturalmente, que le pasó algo, que sufrió algún accidente. ¿Me puedes hacer un favor? Acércate a la mesa y abre el cajón superior. Allí hay un mapa.

Mikael hizo lo que Henrik le pidió y desplegó el mapa encima de la mesa. La isla de Hedeby era una irregular extensión de tierra de unos tres kilómetros de largo y poco más de kilómetro y medio de ancho en sus extremos más distantes. Una gran parte de la superficie estaba poblada de bosque. Todas las edificaciones se hallaban en las inmediaciones del puente y alrededor del pequeño puerto deportivo; en el otro extremo de la isla había una granja, Östergården, de la que salió el pobre Aronsson con su coche.

– Recuerda que resultaba imposible abandonar la isla -subrayó Henrik Vanger-. Aquí, como en cualquier sitio, uno puede fallecer a causa de un accidente o ser alcanzado por un rayo, pero ese día no había tormenta. Se puede morir por la coz de un caballo o, incluso, cayéndose en un pozo o por las grietas de las rocas. Aquí habrá cientos de maneras fortuitas de morir y he pensado en la mayoría de ellas.

Levantó un tercer dedo.

– Hay una pega que también vale para la tercera posibilidad: que la chica, contra toda expectativa, se hubiese suicidado. Pero en alguna parte de esta limitada extensión de tierra tendría que estar el cuerpo. -Henrik Vanger dio un golpe con la mano en medio del mapa-. Los días que siguieron a su desaparición organizamos partidas de búsqueda de cabo a rabo de la isla. Rastreamos cada zanja, cada campo de cultivo, las grietas de cada roca, los hoyos abiertos de cada árbol caído. Inspeccionamos todos los edificios, las chimeneas, los pozos, los graneros y los áticos.

El viejo desvió la mirada de Mikael y la dirigió a la oscuridad exterior. Su voz adquirió un tono más bajo e íntimo.

– La seguí buscando durante el otoño, después de que las batidas se abandonaran y la gente se rindiera. Cuando mi trabajo me lo permitía, daba paseos de un lado a otro de la isla. Luego, el invierno nos sorprendió sin que hubiéramos hallado el menor rastro de ella. Continué durante la primavera hasta que me di cuenta de lo absurdo de mi búsqueda. Al llegar el verano contraté a tres hombres que conocían muy bien el bosque y que volvieron a acometer el rastreo con perros entrenados para descubrir cadáveres. Peinaron sistemáticamente cada metro cuadrado de la isla. A esas alturas ya había empezado a pensar que alguien la habría matado, de modo que los hombres se pusieron a buscar por los sitios donde podía estar enterrada. Trabajaron durante tres meses. No encontraron el más mínimo rastro de Harriet. Como si se la hubiera tragado la tierra.

– Se me ocurren algunas posibilidades más -objetó Mikael.

– A ver.

– Podría haberse tirado al agua o haberse ahogado por accidente. Esto es una isla; el mar lo oculta todo.

– Es verdad. Pero la probabilidad no es muy grande. Ten en cuenta lo siguiente: si Harriet sufrió un accidente y se ahogó, lógicamente, debió de haber ocurrido en las inmediaciones del pueblo. Recuerda que el incidente del puente era lo más dramático que vivía Hedeby desde hacía mucho tiempo; no es muy probable que una chica con la curiosidad propia de su edad se decidiera a dar un paseo hasta el otro extremo de la isla justo en ese momento.

»Pero hay algo todavía más importante -prosiguió-, y es que las corrientes de agua no son muy fuertes por aquí y que los vientos, en esa época del año, venían del norte o del noreste. Si algo va a parar al mar, acaba saliendo a flote en algún sitio de la orilla continental, y allí hay casas prácticamente por doquier. No creas que no pensamos en esa posibilidad; naturalmente, rastreamos todos los sitios por donde podía haberse metido en el agua. También contraté a unos jóvenes de un club de buceo de Hedestad. Dedicaron aquel verano a peinar los fondos del estrecho y las orillas de punta a punta… Ni rastro. Estoy convencido de que no está en el mar; de ser así la habríamos encontrado.

– ¿Y no podría haber sufrido un accidente en otra parte? Es cierto que el puente estaba cortado, pero no hay mucha distancia hasta el otro lado. Podría haber pasado nadando o en una barca de remos.

– Esto sucedió a finales de septiembre y el agua estaba tan fría que no creo que Harriet se pusiera a nadar en medio de todo aquel jaleo. Pero si se le hubiese ocurrido, no habría pasado desapercibida y habría causado un gran revuelo. Éramos decenas de ojos en el puente, y en la parte continental se agolpaban entre doscientas y trescientas personas a lo largo de la orilla mirando todo aquello.

– ¿Y en una barca?

– No. Aquel día había exactamente trece barcos en la isla de Hedeby. La mayoría de los barcos de recreo ya estaba fuera del agua. Abajo, en el puerto pequeño, dos barcos Pettersson se encontraban en el mar. Además, había siete barcas, de las cuales cinco se hallaban ya en tierra. Algo más abajo de la casa rectoral, había una barca más en tierra y otra en el agua; y en Ostergården, una lancha motora y una barca. Todos estos barcos están inventariados y permanecían en su sitio. Si hubiese pasado remando para luego marcharse, lógicamente tendría que haber dejado la barca en el otro lado.

Henrik Vanger levantó un cuarto dedo.

– Así que sólo queda una posibilidad razonable: que Harriet desapareciera en contra de su voluntad. Alguien la mató y se deshizo del cuerpo.


Lisbeth Salander paso la mañana de Navidad leyendo el controvertido libro de Mikael Blomkvist sobre el periodismo económico. La obra, de doscientas diez páginas, se titulaba La orden del Temple y llevaba el subtítulo Deberes para periodistas de economía que no han aprendido bien su lección. La cubierta, diseñada por Christer Malm, era muy moderna y mostraba una foto del viejo edificio de la bolsa de Estocolmo, manipulada con Photoshop; contemplándola detenidamente uno se percataba de que el edificio estaba flotando en el aire. No tenía cimientos. Resultaba difícil imaginarse una portada que indicara los derroteros del libro de manera más explícita.

Salander constató que Blomkvist poseía un excelente estilo. El libro estaba redactado de manera directa e interesante; incluso aquellas personas que desconocieran los entresijos del periodismo económico podrían leerlo con gran provecho. El tono era mordaz y sarcástico, pero, sobre todo, convincente.

El primer capítulo consistía en una especie de declaración de guerra donde Blomkvist no se mordía la lengua.

Durante los últimos veinte años, los periodistas de economía suecos se habían convertido en un grupo de incompetentes lacayos que, henchidos por su propia vanidad, carecían del menor atisbo de capacidad crítica. A esta última conclusión había llegado a raíz de la gran cantidad de periodistas de economía que, una y otra vez, sin el más mínimo reparo, se contentaban con reproducir las declaraciones realizadas por los empresarios y los especuladores bursátiles, incluso cuando los datos eran manifiestamente engañosos y erróneos. En consecuencia, se trataba de periodistas o tan ingenuos y fáciles de engañar que ya deberían haber sido despedidos de sus puestos, o -lo que sería peor- que conscientemente traicionaban la regla de oro de su propia profesión: la de realizar análisis críticos para proporcionar al público una información veraz. Blomkvist reconocía que a menudo sentía vergüenza al ser llamado reportero económico, ya que, entonces, corría el riesgo de ser metido en el mismo saco que las personas a las que ni siquiera consideraba periodistas.

Blomkvist comparaba el trabajo de los analistas económicos con el de los periodistas de sucesos o los corresponsales enviados al extranjero. Se imaginaba el escándalo que se ocasionaría si el periodista de un importante diario que estuviera cubriendo, por ejemplo, el juicio de un asesinato reprodujera las afirmaciones del fiscal sin ponerlas en duda, dándolas automáticamente por verdaderas, sin consultar a la defensa ni entrevistar a la familia de la víctima, cosa que debería haber hecho para formarse su propia idea del asunto. Blomkvist sostenía que las mismas reglas tenían que aplicarse a los periodistas económicos.

El resto del libro estaba constituido por una serie de pruebas que demostraban con pelos y señales las acusaciones iniciales. Un largo capítulo examinaba la información presentada sobre una conocida empresa puntocom en seis de los diarios más importantes, así como en el Finanstidningen y el Dagens Industri, y en el programa televisivo A-ekonomi. Citaba y resumía lo que los reporteros habían dicho y escrito y luego lo contrastaba con la situación real. Al describir la evolución de esa empresa, aludía, una y otra vez, a esas sencillas preguntas que «un periodista serio» habría formulado, pero que la totalidad de los periodistas económicos había omitido. Una buena estrategia.

Otro de los capítulos trataba sobre la privatización de Telia y su consecuente lanzamiento de acciones. Era la parte más burlesca e irónica de todo el libro, y en ella se despellejaba, con nombres y apellidos, a unos cuantos periodistas, entre los cuales un tal William Borg parecía irritar especialmente a Mikael. Otro capítulo, ya casi al final del libro, comparaba la competencia de los reporteros de economía suecos con la de los extranjeros. Blomkvist describía cómo los «periodistas serios» del Financial Times, de The Economist y de algunas revistas alemanas de economía habían informado sobre temas similares en sus respectivos países. La comparación no resultaba muy ventajosa para los suecos. El último capítulo contenía un borrador sobre cómo podría remediarse esa penosa situación. Las palabras finales enlazaban con las del principio.

Si un reportero parlamentario ejerciera su oficio de idéntica manera, rompiendo una lanza a favor de cualquier decisión por absurda que ésta fuese, o si un periodista político se mostrase tan falto de criterio profesional, sería despedido de inmediato, por lo menos, reasignado a un departamento donde él, o ella, no pudiera ocasionar tanto daño. En el mundo del periodismo económico, sin embargo, la regla de oro de la profesión -hacer un análisis crítico e informar objetivamente del resultado a sus lectores- no parece tener validez. En su lugar, aquí se le rinde homenaje al sinvergüenza de más éxito. Así se crea también la Suecia del futuro y se mina la última confianza que la gente ha depositado en el gremio periodístico.

Palabras duras, sin pelos en la lengua, y con un tono mordaz. Salander entendía muy bien el indignado debate que se desencadenó tanto en la revista Journalisten, de ámbito profesional, como en revistas económicas y en las páginas de opinión y economía de los diarios. Aunque en el libro sólo se mencionaba con nombre y apellidos a unos pocos periodistas, Lisbeth Salander suponía que ese mundillo era lo suficientemente pequeño para que todos supieran exactamente a quién se refería Mikael cuando citaba a los distintos medios. Blomkvist se granjeó la acérrima enemistad de muchos de sus compañeros de profesión, algo que también se reflejó en la docena de comentarios con los que se regocijaron tras conocer la sentencia del caso Wennerström.

Cerró el libro y contempló la foto de la contracubierta: Mikael Blomkvist retratado de perfil. El flequillo rubio le caía de manera algo descuidada sobre la frente, como si una ráfaga de viento acabara de pasar justo antes de que el fotógrafo disparara, o como si (lo cual resultaba más plausible) Christer Malm, el jefe de fotografía, le hubiese hecho el estilismo. Miraba a la cámara con una sonrisa irónica y unos ojos que probablemente pretendieran tener encanto y resultar juveniles. «Un hombre bastante guapo, rumbo a tres meses de cárcel.»

– Hola, Kalle Blomkvist -dijo en voz alta-. Eres un poco chulo, ¿no?


A la hora de comer, Lisbeth Salander encendió su iBook y abrió el programa Eudora de correo electrónico. Escribió el mensaje con una sola y concisa línea:

¿Tienes tiempo?

Firmó como Wasp y envió el correo a la dirección ‹Plague_xyz_666@hotmail.com›. Por si acaso, pasó la sencilla frase por el programa de criptografía PGP.

Luego se puso unos vaqueros negros, unos buenos zapatos de invierno, un jersey grueso de cuello vuelto, una cazadora oscura y unos guantes amarillos de lana, que hacían juego con el gorro y la bufanda. Se quitó los piercings de las cejas y de la nariz y se puso un carmín ligeramente rosado. Luego se examinó ante el espejo del cuarto de baño; parecía una viandante cualquiera en un domingo cualquiera. Consideró su indumentaria un camuflaje de combate lo suficientemente decente como para realizar una incursión más allá de las líneas enemigas. Cogió el metro desde Zinkensdamm hasta Östermalmstorg y echó a andar hacia Strandvägen. Paseaba por la parte central de la alameda mientras iba leyendo los números de los edificios. Casi a la altura del puente de Djurgården se detuvo y contempló el portal que estaba buscando. Cruzó la calle y esperó a unos metros de la puerta.

Constató que la mayoría de la gente que había salido a pasear, desafiando el frío del 26 de diciembre, andaba por el muelle; sólo unos pocos iban por la acera.

Tuvo que aguardar pacientemente casi media hora antes de que una vieja con bastón, que venía desde el puente, se acercara. La mujer paró y le lanzó una desconfiada mirada a Salander, quien sonrió con amabilidad y saludó con un cortés movimiento de cabeza. La señora del bastón devolvió el saludo y pareció hacer un esfuerzo mental para identificar a la joven muchacha. Salander dio media vuelta y se alejó unos pasos de la puerta, andando de un lado para otro, como si estuviera esperando con impaciencia a alguien. Cuando Lisbeth se volvió, la vieja ya había alcanzado el portal y estaba marcando meticulosamente el código de la cerradura electrónica. A Salander no le costó nada hacerse con él: 1260. Aguardó cinco minutos antes de acercarse al portal. Marcó el número y la cerradura se abrió con un clic. Empujó la puerta y echó un vistazo a la escalera. A unos metros de la entrada había una cámara de vigilancia que ella miró e ignoró; se trataba de un modelo comercializado por Milton Security que no se activaba hasta que saltara la alarma del inmueble, en caso de robo o atraco. Más adentro, a la izquierda de un ascensor muy antiguo, había otra puerta con cerradura de código; probó con el 1260 y constató que la combinación válida para el portal también servía para la puerta que llevaba al sótano y al cuarto de la basura. «¡Qué torpes!» Dedicó tres minutos exactos a estudiar la planta del sótano, donde localizó la lavandería común, con la llave sin echar, y el cuarto para los cubos de la basura. Luego sacó un juego de ganzúas, que había «tomado prestado» del experto en cerraduras de Milton Security, para abrir una puerta cerrada con llave que conducía a lo que parecía ser la sala de reuniones de la comunidad de vecinos. Más hacia el fondo del sótano había una sala de usos múltiples. Al final encontró lo que buscaba: un cuartito que hacía las veces de central eléctrica en el inmueble. Examinó los contadores, los fusibles y las cajas de derivación; acto seguido, sacó una cámara digital Canon, del tamaño de un paquete de tabaco. Hizo tres fotos de lo que le interesaba.

Al salir echó un rápido vistazo al panel situado junto al ascensor, donde figuraba el nombre del dueño del piso de la planta superior: Wennerström.

Abandonó el edificio y se fue andando apresuradamente al Museo Nacional, en cuya cafetería entró para calentarse y tomar un café. Al cabo de media hora volvió al barrio de Söder y subió a su casa.

Había recibido un correo de ‹Plague_xyz_666@hotmail.com›. Tras descifrar el mensaje con el programa PGP descubrió que la respuesta consistía en un sólo número, el 20.

Capítulo 6 Jueves, 26 de diciembre

Hacía ya un buen rato que los treinta minutos fijados por Mikael Blomkvist se habían acabado. Eran las cuatro y media; ya se podía olvidar del tren de la tarde. No obstante, todavía le quedaba tiempo para coger el de las nueve y media. Estaba de pie delante de la ventana masajeándose el cuello mientras contemplaba la fachada iluminada de la iglesia al otro lado del puente. Henrik Vanger le había enseñado un álbum con recortes de periódicos, artículos sobre el suceso tanto de la prensa local como de la nacional. Aquello suscitó un considerable interés mediático durante algún tiempo: chica de conocida familia industrial desaparece sin dejar rastro. Pero el interés se fue desvaneciendo poco a poco ya que no encontraron el cuerpo ni se produjeron avances en las pesquisas. Al cabo de más de treinta y seis años, a pesar de tratarse de una destacada familia industrial, el caso Harriet Vanger estaba ya más que olvidado. La teoría más aceptada en los artículos de finales de los años sesenta era la que sostenía que se ahogó y fue arrastrada mar adentro por la corriente; una tragedia, pero, al fin y al cabo, algo que podía pasarle a cualquier familia.

Muy a su pesar, Mikael se había quedado fascinado con la historia del viejo, pero cuando Henrik Vanger se disculpó para ir al baño el escepticismo volvió a apoderarse de él. El viejo, sin embargo, aún no había llegado hasta el final, y Mikael había prometido escuchar la historia entera.

– Y tú ¿qué crees que le ocurrió? -preguntó a Henrik Vanger cuando éste regresó a la habitación.

– Normalmente, unas veinticinco personas tenían aquí su residencia fija, pero con motivo de la reunión familiar aquel día se encontraban en la isla alrededor de sesenta. De éstas se pueden eliminar, más o menos, entre veinte y veinticinco. Creo que alguno de los restantes, y muy probablemente miembro de la familia, mató a Harriet y escondió el cuerpo.

– Tengo unas cuantas objeciones.

– A ver.

– Bueno, una es, por supuesto, que incluso en el caso de que el cuerpo fuera escondido, y si la búsqueda se llevó a cabo tan minuciosamente como dices, alguien debería haber hallado el cadáver.

– A decir verdad, la investigación fue aún más amplia de lo que te he contado. Hasta que no contemplé la posibilidad del asesinato no se me ocurrió pensar que el cuerpo de Harriet podría haber desaparecido de diferente manera. Lo que te voy a decir ahora no lo puedo demostrar, pero se encuentra, en todo caso, dentro de los límites de lo probable.

– Bueno, cuéntamelo.

– Harriet desapareció sobre las 15.00 horas. A las 14.45 fue vista Por Otto Falk, el párroco, que se dirigía corriendo al lugar del accidente. Más o menos al mismo tiempo se presentó aquí un fotógrafo del periódico local, quien a lo largo de la siguiente hora hizo un gran número de fotos del drama. Nosotros -la policía, quiero decir- estudiamos los carretes y comprobamos que Harriet no aparecía en ninguna de esas fotografías; en cambio, se veía a todas las demás personas que se encontraban en la isla, a excepción de los niños muy pequeños, en una foto como mínimo.

Henrik Vanger buscó otro álbum de fotos y lo depositó en la mesa, delante de Mikael.

– Éstas son las fotografías de aquel día. La primera se hizo en Hedestad durante el desfile del Día del Niño. La sacó el mismo fotógrafo aproximadamente a las 13.15, y en ésa sí que se ve a Harriet.

La foto estaba hecha desde la segunda planta del interior de una casa y mostraba una calle por donde el desfile -carrozas con payasos y chicas en bañador- acababa de pasar. En la acera se apretujaban los espectadores. Henrik Vanger señaló a una persona de entre la multitud.

– Ésa es Harriet. Faltan aproximadamente dos horas para que desaparezca y está en la ciudad con unas compañeras de clase. Es la última imagen que tenemos de ella. Pero también hay otra foto interesante.

Henrik Vanger siguió pasando páginas. El resto del álbum contenía más de ciento ochenta fotos -seis carretes- del accidente del puente. Después de haber oído la historia, resultaba raro, casi incómodo, verlo todo en forma de nítidas fotografías en blanco y negro. El fotógrafo era un buen profesional que había conseguido captar el caos del suceso. Un gran número de fotos se centraba en las actividades realizadas en torno al camión volcado. Mikael identificó sin problema a un Henrik Vanger de cuarenta y seis años de edad, empapado de fuel-oil, gesticulando.

– Ése es mi hermano Harald -dijo el viejo, señalando a un hombre con americana que se inclinaba hacia delante apuntando con el dedo al interior del coche donde Aronsson estaba atrapado-. Mi hermano Harald es una persona desagradable, pero creo que le podemos descartar de la lista de sospechosos. A excepción de un breve instante, cuando tuvo que volver corriendo hasta aquí para cambiarse de zapatos, permaneció en el puente en todo momento.

Henrik Vanger seguía pasando páginas. Las fotos se sucedían: camión cisterna, espectadores en la orilla, restos del coche de Aronsson, fotos panorámicas, fotos indiscretas hechas con teleobjetivo…

– Ésta es la foto de la que te hablaba -dijo Henrik Vanger-. Por lo que hemos podido determinar, se hizo sobre las 15.40 o 15.45; o sea, poco más de cuarenta y cinco minutos después de que Harriet se encontrara con el reverendo Falk. Si te fijas en nuestra casa, la ventana central de la segunda planta corresponde al cuarto de Harriet. En la foto anterior, la ventana está cerrada. Aquí aparece abierta.

– Eso significa que alguien estuvo en su habitación.

– He preguntado a todo el mundo y nadie reconoce haber abierto esa ventana.

– Lo cual quiere decir que lo hizo Harriet en persona, y que a esa hora seguía viva. O que alguien miente. Pero ¿por qué entraría un asesino en su cuarto para abrir la ventana? ¿Y por qué iba alguien a mentir sobre eso?

Henrik Vanger negaba con la cabeza. No hallaba ninguna respuesta.

– Harriet desapareció en torno a las tres; quizá un poco más tarde. Las fotos dan una idea de dónde se encontraba la gente a esa hora. Gracias a eso he podido tachar a algunos de la lista de sospechosos. Por la misma razón, una serie de personas que no salen en las fotos de esa hora deben incluirse en la lista.

– No me has contestado a la pregunta de cómo crees que desapareció el cuerpo. Se me acaba de ocurrir que existe una respuesta obvia; el viejo truco de ilusionista de toda la vida.

– De hecho, hay varios modos perfectamente posibles de llevarlo a cabo. El asesino actuó sobre las tres. Tal vez él, o ella, no usara ningún arma; en tal caso quizá hubiéramos encontrado rastros de sangre. Pienso que Harriet fue estrangulada y que ocurrió aquí, detrás del muro del patio; un lugar que estaba fuera del campo de visión del fotógrafo y situado en un ángulo muerto mirando desde la casa. Si se quiere volver a la Casa Vanger por el camino más corto desde la casa rectoral, donde ella fue vista por última vez, uno tiene que pasar necesariamente por allí. Hoy hay césped y un pequeño jardín, pero en los años sesenta era un patio de grava que servía de aparcamiento para coches. Lo único que tenía que hacer el asesino era abrir el maletero y meter a Harriet dentro. Cuando empezamos la batida al día siguiente, nadie pensó en que se podía haber cometido un crimen; nos centramos en la orilla, los edificios y la parte del bosque más cercana al pueblo.

– O sea, que nadie registró los maleteros de los coches.

– Y al día siguiente por la tarde el asesino tuvo vía libre para coger su coche, cruzar el puente y ocultar el cuerpo en cualquier otro lado.

Mikael asintió.

– En las mismas narices de todos los que participaron en la batida. Si fue así, estamos hablando de un cabrón con mucha sangre fría.

Henrik Vanger se rió amargamente.

– Acabas de hacer una descripción muy acertada de no pocos miembros de la familia Vanger.


Durante la cena, a las seis, continuaron hablando. Anna les trajo conejo asado con confitura de grosellas y patatas, todo regado con un vino tinto con mucho cuerpo que sirvió Henrik Vanger. A Mikael todavía le quedaba mucho tiempo para coger el último tren. «Ya es hora de ir concluyendo», pensó.

– Reconozco que me has contado una historia fascinante. Pero sigo sin entender muy bien por qué.

– La verdad es que ya te lo he dicho. Quiero descubrir a la mala bestia que asesinó a la nieta de mi hermano. Y por eso te quiero contratar.

– ¿Cómo?

Henrik Vanger dejó los cubiertos en el plato.

– Mikael: llevo casi treinta y siete años al borde de la locura, dándole vueltas a lo que le ocurrió a Harriet. A lo largo de los años, he ido dedicando cada vez más tiempo libre a dar con ella. -Se calló, se quitó las gafas y se puso a buscar en las lentes algún rastro invisible de suciedad. Luego levantó la vista y observó a Mikael-. Si he de serte completamente sincero, la desaparición de Harriet fue la razón por la que, al cabo de unos años, abandoné el timón de la empresa. Perdí la ilusión. Sabía que había un asesino en mi entorno, y todas esas cavilaciones en busca de la verdad se transformaron en una carga a la hora de realizar mi trabajo. Lo peor es que, con el tiempo, ese peso no se hizo más ligero; todo lo contrario. Alrededor de 1970 pasé por una etapa en la que sólo quería que la gente me dejara en paz. Por aquel entonces Martin ya había entrado en la junta directiva y dejé que él se ocupara, cada vez más, de mi trabajo. En 1976 me retiré y Martin asumió el cargo de director ejecutivo. Sigo teniendo un puesto en la junta, pero desde que cumplí los cincuenta apenas he dado un palo al agua. Durante los últimos treinta y seis años no ha pasado ni un solo día en el que no haya pensado en la desaparición de Harriet. Creerás que estoy obsesionado con este tema; eso es, al menos, lo que le parece a la mayoría de mis parientes. Y probablemente sea así.

– Fue algo terrible.

– No sólo eso; me ha destrozado la vida. Es un hecho del que estoy cada vez más convencido a medida que el tiempo va pasando. ¿Te conoces bien a ti mismo?

– Bueno, naturalmente, creo que sí.

– Yo también. No puedo olvidar lo que pasó. Pero, con los años, mis motivos han ido cambiando. Al principio tal vez fuera por pura pena. Quería encontrarla y, por lo menos, enterrarla. Necesitaba reparar de algún modo el daño que le pudieran haber hecho a Harriet.

– ¿De qué manera han cambiado tus motivos?

– Ahora se trata más bien de encontrar a ese maldito monstruo. Pero lo curioso es que, a medida que me he ido haciendo mayor, se ha convertido en un hobby que lo ha absorbido todo.

– ¿Hobby?

– Sí, la verdad es que me parece la palabra más apropiada. Cuando la investigación policial se quedó en agua de borrajas, yo seguí por mi cuenta. Intenté actuar de manera sistemática y científica. Reuní toda la información que pude encontrar: las fotografías, la investigación policial… Apunté todo lo que las personas entrevistadas me contaron sobre aquel día. Como puedes ver, he dedicado casi la mitad de mi vida a reunir información sobre un solo día.

– ¿Eres consciente de que, después de treinta y seis años, el asesino puede estar muerto y enterrado?

– No creo.

Mikael arqueó las cejas ante esa afirmación tan rotunda.

– Terminemos de cenar y volvamos arriba. Falta un detalle para completar mi historia. El más desconcertante.


Lisbeth Salander aparcó el Corolla automático en la estación de cercanías en Sundbyberg. Había tomado prestado el Toyota de Milton Security. No es que lo hubiera pedido exactamente, aunque, por otra parte, Armanskij nunca le había prohibido expresamente que usara los coches de la empresa. «Tarde o temprano -pensó- tengo que comprarme un coche.» En cambio, poseía una moto: una Kawasaki de 125 centímetros cúbicos, de segunda mano, que usaba en verano. Durante el invierno la guardaba bajo llave en el trastero de su edificio.

Se fue andando a Hogkhntavagen y, a las seis en punto, llamó al telefonillo. Al cabo de unos segundos, la cerradura se abrió con un clic; subió por la escalera hasta el segundo piso y llamó al timbre de la puerta en la que estaba escrito el modesto apellido Svensson. No tenía ni idea de quién era ese tal Svensson; ni siquiera sabía si existía.

– Hola, Plague -saludó.

– ¡Wasp! Sólo vienes a verme cuando necesitas algo.

El hombre, tres años mayor que Lisbeth Salander, medía 1,89 y pesaba 152 kilos. Ella medía 1,54 y pesaba 42, de modo que siempre se había sentido como una enana al lado de Plague. Como ya era habitual, el piso estaba a oscuras; la luz de una sola lámpara se colaba hasta el vestíbulo desde el dormitorio que usaba para trabajar. Olía a cerrado y a aire viciado.

– Plague, es porque nunca te duchas y porque aquí dentro huele a tigre. Si sales alguna vez, te recomiendo que compres jabón. Lo venden en el Konsum.

Él sonrió tímidamente pero no contestó y le hizo señas para que lo acompañara a la cocina. Una vez dentro, sin encender ninguna luz, se sentó junto a la mesa. La iluminación procedía fundamentalmente de las farolas de la calle.

– Y no es que yo sea un portento en limpieza, pero sí los cartones vacíos de leche huelen a muerto, los cojo y los tiro y ya está.

– Cobro una pensión por incapacidad mental -replicó él-. Soy un incompetente social.

– Por eso el Estado te dio una vivienda y se olvidó de ti. ¿Nunca tienes miedo de que los vecinos se quejen y los servicios sociales te hagan una inspección? Podrían llevarte a un manicomio.

– ¿Tienes algo para mí?

Lisbeth Salander abrió la cremallera del bolsillo de la cazadora y sacó cinco mil coronas.

– Es todo lo que tengo. Es mi propio dinero y, además, como comprenderás, no me desgrava como gastos.

– ¿Qué es lo que quieres?

– El manguito del que me hablaste hace un par de meses. ¿Lo has terminado ya?

Él sonrió y le puso un objeto sobre la mesa.

– Dime cómo funciona.

Durante la hora siguiente, ella escuchó atentamente. Luego probó el manguito. Puede que Plague fuera un incompetente social. Pero sin duda era un genio.


Henrik Vanger se detuvo junto a su mesa de trabajo y esperó a que Mikael le prestara de nuevo toda su atención. Éste consultó su reloj.

– Me estabas hablando de un desconcertante detalle.

Henrik Vanger asintió.

– Nací el 1 de noviembre. Cuando Harriet tenía ocho años me regaló un cuadro para mi cumpleaños: una flor prensada, con un sencillo marco.

Henrik Vanger pasó alrededor de la mesa y señaló la primera flor. Campanula. Enmarcada de forma poco profesional.

– Fue el primer cuadro. Me lo regaló en 1958.

Apuntó al siguiente.

– 1959: Ranúnculo, 1960: Margarita. Se convirtió en una tradición. Harriet hacía el cuadro durante el verano y luego lo guardaba hasta mi cumpleaños. Los empecé a colgar aquí, en esta pared. En 1966 ella desapareció y entonces la tradición se rompió.

Henrik Vanger se calló y señaló un hueco que había en la fila de cuadros. De repente, Mikael sintió cómo se le ponía el vello de punta. Toda la pared estaba llena de flores prensadas.

– En 1967, un año después de que ella desapareciera, recibí esta flor para mi cumpleaños. Es una violeta.

– ¿Cómo la recibiste? -preguntó Mikael en voz baja.

– Envuelta en papel de regalo y enviada por correo en un sobre acolchado. Desde Estocolmo. Sin remitente. Sin mensaje.

– ¿Quieres decir que…? -Mikael hizo un gesto con la mano señalando los cuadros.

– Eso es. Por mi cumpleaños, todos los malditos años. ¿Entiendes cómo me siento? Van dirigidos a mí, como si el asesino quisiera torturarme. Me he vuelto loco pensando que Harriet quizá fuese asesinada porque alguien quería llegar hasta mí. No era ningún secreto que Harriet y yo teníamos una relación especial, y que para mí era como una hija.

– ¿Qué es lo que quieres que haga? -preguntó Mikael con voz tajante.


Lisbeth Salander dejó el Corolla en el garaje del edificio de Milton Security y aprovechó para ir al baño de arriba, donde estaban las oficinas. Usó su tarjeta para entrar y subió directamente a la tercera planta con el fin de no tener que pasar por la entrada principal del segundo piso, donde trabajaban los que estaban de guardia. Se dirigió al baño y luego fue a por un café, a la máquina; una inversión que hizo Dragan Armanskij al darse cuenta, por fin, de que Lisbeth Salander jamás prepararía café simplemente porque eso era lo que esperaban de ella. Luego entró en su despacho y colgó la cazadora de cuero en una silla.

El despacho era un cubículo de dos por tres metros situado tras una pared de cristal. Tenía una mesa con un viejo ordenador Dell, una silla, una papelera, un teléfono y una estantería con unas cuantas guías telefónicas y tres cuadernos vacíos. Los dos cajones de la mesa contenían unos bolígrafos ya secos, clips y un cuaderno. En la ventana había una planta muerta, con las hojas marrones, ya marchitas. Lisbeth Salander observó pensativa la flor, como si fuese la primera vez que la veía. Acto seguido, la tiró a la papelera con decisión.

Raramente pasaba por su despacho; tal vez media docena de veces al año, principalmente cuando necesitaba estar sola para darle los últimos retoques a algún informe antes de entregarlo. Dragan Armanskij había insistido en que ella tuviera su propio espacio. Lo justificó diciendo que, de este modo, Lisbeth, aunque trabajara como freelance, se sentiría parte de la empresa. Lo que ella sospechaba era que así Dragan Armanskij podía vigilarla y meterse en sus asuntos personales. Al principio la instalaron un poco más allá, aunque en el mismo pasillo, en un despacho más grande que debía compartir con un colega; pero como ella nunca estaba allí, Dragan optó, finalmente, por trasladarla a ese cuchitril que nadie usaba.

Lisbeth Salander sacó el manguito que le había dado Plague. Lo dejó en la mesa, frente a ella, y lo contempló absorta mientras se mordía el labio inferior.

Eran más de las once de la noche y se hallaba sola en la planta. De repente la invadió un gran aburrimiento.

Al cabo de un rato se levantó y se fue hasta el final del pasillo, donde intentó abrir la puerta del despacho de Dragan Armanskij. Cerrada con llave. Miró a su alrededor. La probabilidad de que alguien apareciera por allí cerca de medianoche el día 26 de diciembre era prácticamente inexistente. Abrió la puerta con una copia pirata de la llave maestra de la empresa que ella misma se había molestado en hacer unos años atrás.

El despacho de Armanskij era espacioso; tenía una mesa de trabajo, unas cuantas sillas y, en un rincón, una pequeña mesa de reuniones con capacidad para ocho personas. Todo impolutamente limpio. Hacía mucho tiempo que ella no fisgoneaba en su despacho, y ya que estaba allí… Se pasó una hora entera en la mesa poniéndose al día en diferentes asuntos: la búsqueda de un posible espía industrial, los colegas infiltrados under cover en una empresa donde actuaba una banda organizada de ladrones, así como las medidas adoptadas, con el mayor de los secretos, para proteger a una clienta que temía que sus hijos fueran raptados por el padre.

Al final colocó todos los papeles exactamente como los había encontrado, cerró con llave la puerta del despacho de Armanskij y se fue andando hasta su casa, en Lundagatan. Se sentía satisfecha de su día.


Mikael Blomkvist volvió a negar con la cabeza. Henrik Vanger se había sentado tras su mesa de trabajo y contemplaba a Mikael con una mirada tranquila, como si ya estuviera preparado para todas sus objeciones.

– No sé si algún día nos enteraremos de la verdad, pero no quiero morir sin realizar un último intento -dijo el viejo-. Simplemente, quiero contratarte para que revises todo el material una vez más.

– Eso es una locura -exclamó Mikael.

– ¿Una locura? ¿Por qué?

– Ya he oído bastante. Henrik, entiendo tu dolor, pero también te voy a ser sincero: lo que me pides es un derroche de tiempo y de dinero. Me pides que encuentre, como por arte de magia, la solución a un misterio en el que llevan fracasando, durante años y años, detectives de la policía criminal y otros investigadores profesionales que han contado con los mejores recursos disponibles. Me pides que resuelva un crimen que se cometió hace casi cuarenta años. ¿Cómo podría hacer una cosa así?

– No hemos hablado de tu remuneración -replicó Henrik Vanger.

– No es necesario.

– Si dices que no, no te puedo obligar. Pero escucha lo que te ofrezco. Dirch Frode ya ha redactado un contrato. Podemos negociar los detalles, pero las cláusulas son sencillas y lo único que falta es tu firma.

– Henrik, nada de esto tiene sentido. No puedo resolver el enigma de la desaparición de Harriet.

– Según el contrato, no hará falta. Lo único que te pido es que hagas todo lo que esté en tus manos. Si fracasas, será la voluntad de Dios o, si no eres creyente, del destino.

Mikael suspiró. Había empezado a sentirse cada vez más incómodo y quería terminar la visita a Hedeby, pero aun así claudicó.

– Vale. Te escucho.

– Quiero que te quedes en Hedeby un año; que vivas y trabajes aquí. Quiero que repases toda la documentación que hay sobre la desaparición de Harriet, folio por folio. Quiero que unos nuevos ojos lo examinen todo. Quiero que pongas en duda todas las viejas conclusiones, al igual que haría un periodista de investigación. Quiero que busques cosas que quizá a la policía, a mí y a otros detectives se nos hayan pasado por alto.

– Me pides que abandone toda mi vida y mi carrera para dedicarme un año entero a algo que es una total pérdida de tiempo.

De repente Henrik Vanger sonrió.

– Por lo que respecta a tu carrera profesional, tienes que admitir que está en un momento bastante flojo.

Mikael no supo qué replicar.

– Quiero comprar un año de tu vida. Un trabajo. El sueldo es la mejor oferta que te harán jamás. Te pago doscientas mil coronas al mes, o sea, dos mil cuatrocientas coronas si aceptas y te quedas todo el año.

Mikael se quedó de piedra.

– No me hago ilusiones. Sé que la probabilidad de que tengas éxito es mínima, pero si, contra todo pronóstico, resolvieras el enigma, te ofrezco una bonificación: el doble, o sea, cuatro mil ochocientas coronas. Seamos generosos y redondeemos; lo dejamos en cinco millones. -Henrik Vanger se acomodó en la silla y ladeó la cabeza-. Puedo ingresarte el dinero en la cuenta que quieras de cualquier parte del mundo. También te lo puedo dar en un maletín, así que será cosa tuya si quieres declarar los ingresos a Hacienda.

– Esto es… absurdo -tartamudeó Mikael.

– ¿Por qué? -preguntó Henrik Vanger con una gran tranquilidad-. Tengo más de ochenta años y sigo en plena posesión de mis facultades. Tengo una fortuna personal muy grande de la que dispongo como quiero. No tengo hijos ni ganas de dar el dinero a unos familiares a los que odio. Ya he redactado mi testamento; la mayoría del dinero lo donaré a WWF. Unas pocas personas cercanas a mí recibirán una buena suma, por ejemplo Anna, mi ama de llaves.

Mikael negaba con la cabeza.

– Procura entenderme. Soy viejo y dentro de poco estaré muerto. No hay nada que desee más en el mundo que responder a la pregunta que me lleva torturando durante casi cuarenta años. No creo que lo logre nunca, pero tengo los suficientes medios como para intentarlo por última vez. ¿Por qué iba a ser absurdo que empleara una parte de mi fortuna para tal fin? Se lo debo a Harriet. Y me lo debo a mí mismo.

– Me vas a pagar millones de coronas para nada. Todo lo que tengo que hacer es firmar el contrato y luego estar un año tocándome las narices.

– No lo harás. Todo lo contrario: trabajarás más de lo que has trabajado en toda tu vida.

– ¿Cómo estás tan seguro?

– Porque te voy a ofrecer algo que el dinero no es capaz de comprar, pero que tú deseas más que nada en el mundo.

– ¿Y qué es?

Los ojos de Henrik Vanger se entornaron.

– Te puedo dar a Hans-Erik Wennerström. Demostraré que se trata de un estafador. Da la casualidad de que empezó su carrera profesional conmigo hace treinta y cinco años, y puedo servirte su cabeza en bandeja de plata. Resuelve el caso y convertirás tu derrota en los juzgados en el reportaje del año.

Capítulo 7 Viernes, 3 de enero

Erika dejó la taza de café sobre la mesa y le dio la espalda a Mikael. Se acercó a la ventana y se puso a contemplar las vistas sobre Gamla Stan. Estaban a 3 de enero y eran las nueve de la mañana. La nieve había desaparecido ya a causa de las lluvias caídas en Nochevieja y Año Nuevo.

– Siempre me han gustado estas vistas -dijo ella-. Sólo una casa como ésta podría hacerme abandonar Saltsjöbaden.

– Tienes las llaves. Abandona la reserva de ricos en la que vives y vente cuando quieras -replicó Mikael.

Cerró la maleta y la dejó en la entrada. Erika se dio la vuelta y se quedó mirándolo algo incrédula.

– Esto es increíble. Estamos en medio de una tremenda crisis y a ti no se te ocurre más que hacer las maletas y largarte a vivir al culo del mundo.

– Hedestad. A unas horas de tren. Y no es para siempre.

– Para mí es como si fuera Ulan Bator. ¿No te das cuenta de que va a parecer que huyes como un perro con el rabo entre las piernas?

– Bueno, en el fondo es lo que estoy haciendo. Además, este año también tengo que cumplir la sentencia.

Christer Malm estaba sentado en el sofá. Se sentía algo incómodo; desde que fundaron Millennium era la primera vez que veía a Erika y Mikael en tan irreconciliable desacuerdo. Siempre habían sido inseparables. Es cierto que podían enzarzarse en acaloradas discusiones, pero siempre a causa de temas muy concretos; y cuando las cosas se aclaraban, terminaban abrazándose y yéndose por ahí de juerga. O directos a la cama. Ese último otoño no había sido precisamente alegre y ahora un abismo parecía abrirse entre ellos. Christer Malm se preguntó si estaba asistiendo al principio del fin de Millennium.

– No tengo elección -dijo Mikael-. No tenemos elección.

Se sirvió café y se sentó a la mesa de la cocina. Erika, incrédula, movió la cabeza de un lado para otro y se sentó enfrente.

– ¿Tú qué piensas, Christer? -preguntó ella.

Christer hizo un gesto con las manos sin saber qué responder. Esperaba la pregunta y temía el momento en el que se viera obligado a tomar partido. Era el tercer socio, pero todo el mundo sabía que Millennium estaba constituido por Mikael y Erika. Sólo le pedían su opinión cuando no se ponían de acuerdo.

– Sinceramente -contestó Christer-, los dos sabéis muy bien que mi opinión no cuenta.

Se calló. A él lo que realmente le gustaba era el diseño gráfico; le encantaba trabajar con las imágenes. Nunca se había considerado artista, pero sabía que como diseñador tenía un don divino. En cambio, se le daban fatal las intrigas y las decisiones sobre la política de la empresa.

Erika y Mikael se miraron. Ella, enfadada y con bastante frialdad. Él, pensativo.

«Esto no es ninguna pelea -pensó Christer Malm-. Es un divorcio.» Mikael rompió el silencio:

– Vale, déjame repasar los argumentos por última vez -dijo, mirando fijamente a Erika-. Esto no significa que yo abandone Millennium; hemos trabajado demasiado duro y no haré semejante cosa.

– Pero a partir de ahora no estarás en la redacción; Christer y yo vamos a tener que cargar con todo. ¿No lo entiendes? El que se exilia eres tú.

– Ése es el segundo punto. Necesito un descanso, Erika. Ya no puedo más. Estoy hecho polvo. Tal vez unas vacaciones pagadas en Hedeby sean justo lo que necesito.

– Toda esa historia es absurda, Mikael. Ya puestos podrías irte a trabajar a Marte. Total…

– Ya, pero me van a pagar dos mil cuatrocientas coronas por pasarme allí un año con el culo pegado a una silla; y no voy a estar de brazos cruzados. Ese es el tercer punto. El primer asalto contra Wennerström ha finalizado y me ha dejado KO. El segundo asalto ya ha empezado; intentará hundir a Millennium para siempre porque sabe que mientras exista la revista habrá una redacción al tanto de la clase de persona que es.

– Ya lo sé. Lo he visto en los balances mensuales de los ingresos por publicidad del último semestre.

– Exacto. Por eso tengo que alejarme de la redacción. Soy una mosca cojonera para él. Le vuelvo paranoico. Mientras yo no me vaya, seguirá adelante con la campaña. Ahora hay que prepararse para el tercer asalto. Si vamos a tener la más mínima oportunidad de darle fuerte a Wennerström, debemos retirarnos y diseñar una estrategia completamente nueva. Sólo es cuestión de encontrar el arma. Ése será mi trabajo durante este año

– Todo eso lo entiendo perfectamente -replicó Erika-. Cógete unas vacaciones. Viaja al extranjero, túmbate en una playa un mes entero. Estudia la vida amorosa de las mujeres españolas. Descansa. Vete a tu casita de Sandhamn y ponte a contemplar el mar.

– Y cuando vuelva no habrá cambiado nada. Wennerström acabará con Millennium. Tú lo sabes. Lo único que podría detenerlo es que encontráramos algo sobre él y que lo usáramos en su contra.

– Y crees que lo vas a encontrar en Hedestad.

– He leído los recortes de prensa. Wennerström trabajó para el Grupo Vanger desde 1969 hasta 1972. Estuvo en las oficinas centrales del Grupo como responsable de las inversiones estratégicas. Lo dejó de manera muy repentina. No podemos descartar la posibilidad de que Henrik Vanger realmente tenga algo sobre él.

– Pero si hizo algo hace treinta años, será imposible demostrarlo ahora.

– Henrik Vanger ha prometido dar la cara en una entrevista y contar todo lo que sabe. Está obsesionado con la historia de la familiar desaparecida. Al parecer, es lo único que le interesa, y si eso conlleva hundir a Wennerström, creo que es muy posible que lo haga. De todos modos, no podemos desaprovechar la oportunidad; es el primero que ha dicho que está dispuesto a hablar on the record sobre la mierda de Wennerström.

– Aunque volvieras con las pruebas de que fue Wennerström quien estranguló a la chica, no podríamos usarlas. No después de tanto tiempo. Nos fulminaría en el juicio.

– Ya he pensado en eso, pero sorry. Estudió en la Escuela Superior de Economía y no tenía ninguna relación con las empresas Vanger cuando ella desapareció.

Mikael hizo una pausa.

– Erika, no voy a dejar Millennium, pero es importante que parezca que sí. Tú y Christer tenéis que seguir adelante. Si podéis… si surge la oportunidad de hacer las paces con Wennerström, debéis hacerlo. Y eso sería imposible conmigo en la redacción.

– De acuerdo, nuestra situación es horrible; pero creo que, yéndote a Hedestad, te estás agarrando a un clavo ardiendo.

– ¿Y se te ocurre una idea mejor?

Erika se encogió de hombros.

– Deberíamos empezar a buscar fuentes. Reconstruir la historia desde el principio. Y hacerlo bien esta vez.

– Ricky: la historia está muerta y bien muerta.

Erika, resignada, apoyó la cabeza entre las manos. Siguió hablando y, al principio, no quiso mirarle a los ojos.

– Joder, tío, me sacas de quicio. No porque la historia que escribiste fuera falsa: yo también me la creí. Y tampoco porque abandones el cargo de editor jefe; es una inteligente decisión ante una situación así. Acepto hacerlo de manera que dé la impresión de que se trata de un conflicto o de una lucha de poder entre tú y yo; entiendo la lógica si es cuestión de hacerle creer a Wennerström que yo soy la típica rubia tonta e inofensiva y que tú representas su verdadera amenaza. -Hizo una pausa y lo miró a los ojos con determinación-. Pero creo que te equivocas. Wennerström no se va a dejar engañar. Seguirá intentando hundirnos. La diferencia es que, a partir de ahora, tendré que enfrentarme a él completamente sola; sabes que te necesitamos más que nunca en la redacción. Vale, no me importa estar en pie de guerra con Wennerström; lo que me cabrea de verdad es que abandones el barco así, sin más. Nos traicionas en el peor de los momentos.

Mikael alargó la mano y le acarició el pelo.

– No estás sola. Tienes a Christer y al resto de la redacción apoyándote.

– Menos Janne Dahlman. Por cierto, creo que fue un error contratarle. Es competente, pero hace más daño que otra cosa. No me fío de él. Lleva todo el otoño encantado con lo que nos está pasando. No sé si espera asumir tu papel o si simplemente no funciona la química entre él y el resto de la redacción.

– Me temo que tienes razón -contestó Mikael.

– ¿Y qué hago? ¿Lo despido?

– Erika tú eres la redactora jefe y la principal dueña de Millennium. Si tienes que echarlo adelante.

– Nunca hemos despedido a nadie, Micke. Y ahora incluso esa decisión me la dejas a mí. Ya no me hace ilusión ir a la redacción cada mañana.

De pronto, Christer Malm se puso de pie.

– Si quieres coger ese tren, hay que ir saliendo ya.

Erika empezó a protestar, pero Christer levantó una mano.

– Espera, Erika; me has preguntado mi opinión. Creo que la situación es una mierda. Pero si es como dice Mikael, si se siente quemado, entonces la verdad es que, por su propio bien, tiene que irse. Se lo debemos.

Tanto Mikael como Erika observaron con estupor a Christer, quien, avergonzado, miraba de reojo a Mikael.

– Los dos sabéis que Millennium sois vosotros. Yo soy socio y siempre os habéis portado muy bien conmigo. Me encanta la revista y todo eso, pero podríais sustituirme, sin más, por cualquier otro diseñador artístico. Queríais mi opinión, ¿no? Ya la tenéis. En cuanto a Janne Dahlman, estoy de acuerdo. Y si necesitas despedirlo, Erika, yo lo haré. Basta con tener una razón legítima. -Hizo una pausa antes de continuar-. Estoy de acuerdo contigo; no es el mejor momento para que Mikael se vaya, pero no creo que tengamos elección -sentenció, y acto seguido se dirigió a Mikael-. Te llevo a la estación. Erika y yo defenderemos nuestras posiciones hasta que vuelvas.

Mikael asintió lentamente con la cabeza.

– Lo que temo es que no vuelva -dijo Erika Berger en voz baja.


La llamada de Dragan Armanskij despertó a Lisbeth Salander a la una y media del mediodía.

¿Eeepasa? -preguntó medio dormida. La boca le sabía a alquitrán.

– Mikael Blomkvist. Acabo de hablar con nuestro cliente, el abogado Frode.

– Ha llamado y ha dicho que abandonemos la investigación sobre Wennerström.

– ¿Abandonarla? Pero si ya he empezado…

– Bueno, pero Frode ya no tiene interés.

– ¿Así, sin más?

– Es él quien decide. Si no quiere continuar, es que no quiere.

– Habíamos hablado de una remuneración.

– ¿Cuánto tiempo le has dedicado al tema?

Lisbeth Salander se quedó pensando.

– Más de tres días enteros.

– Acordamos un máximo de cuarenta mil coronas. Le enviaré una factura de diez mil y te daré la mitad, lo cual me parece aceptable por habernos hecho perder el tiempo durante tres días. Que las pague por haberlo encargado.

– ¿Y qué hago con el material que he sacado?

– ¿Tienes algún bombazo?

Lo meditó un instante.

– No.

– Frode no ha pedido ningún informe. Guárdalo durante algún tiempo, por si nos lo pide. Si no, tíralo. Tengo otro trabajo para ti, para la semana que viene.

Tras colgar Armanskij, Lisbeth Salander se quedó un rato con el teléfono en la mano. Luego se acercó al salón, a su rincón de trabajo, y echó un vistazo a las notas puestas en la pared y a la pila de folios de la mesa. La información que había podido reunir estaba compuesta, fundamentalmente, por recortes de prensa y textos bajados de Internet. Cogió los folios y los metió en un cajón.

Arqueó las cejas. El raro comportamiento de Mikael Blomkvist en la sala del juzgado le había parecido un interesante desafío; y a Lisbeth Salander no le gustaba dejar a medias nada que ya hubiera empezado. «Todo el mundo tiene secretos. Sólo es cuestión de averiguar cuáles.»

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