CUARTA PARTE. Hostile Takeover

Del 11 de julio al 30 de diciembre

En Suecia el noventa y dos por ciento de las mujeres que han sufrido

abusos sexuales en la última agresión no lo han denunciado a la policía.


Capítulo 24 Viernes, 11 de julio – Sábado, 12, de julio

Martin Vanger se agachó y cacheó los bolsillos de Mikael. Encontró la llave.

– Ha sido muy inteligente por vuestra parte cambiar las cerraduras -comentó-. Me ocuparé de tu novia cuando llegue a casa.

Mikael no contestó. Tenía presente que Martin Vanger contaba con una dilatada experiencia como negociador en numerosas batallas industriales y que sabía reconocer cuándo alguien se tiraba un farol.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué qué?

– ¿Por qué todo esto? -Mikael señaló la habitación con la cabeza.

Martin Vanger se inclinó, cogió con una mano la barbilla de Mikael y le levantó la cabeza hasta que sus miradas se encontraron.

– Porque resulta muy fácil. Las mujeres desaparecen siempre. Nadie las echa de menos. Inmigrantes. Putas de Rusia. Miles de personas pasan por Suecia todos los años.

Le soltó la cabeza y se levantó, como orgulloso de todo aquello.

Encajó las palabras de Martin Vanger como puñetazos.

«Dios mío. Esto no es un misterio histórico. Martin Vanger asesina a mujeres hoy en día. Y yo me he metido en medio como un idiota…»

– Ahora mismo no tengo ninguna invitada. Pero quizá te interese saber que mientras tú y Henrik os pasasteis todo el invierno y toda la primavera perdiendo el tiempo con vuestras absurdas historias, había una chica aquí abajo. Se llamaba Irina y era de Bielorrusia. La noche en la que cenamos juntos estuvo encerrada en esta jaula. Fue una agradable velada, ¿verdad?

De un salto, Martin Vanger se subió a la mesa y se sentó con las piernas colgando. Mikael cerró los ojos. Sintió un reflujo ácido en la garganta e hizo un esfuerzo por tragárselo.

– ¿Qué haces con los cuerpos?

– Tengo el barco en el muelle, justo aquí abajo. Los llevo mar adentro. A diferencia de mi padre, no dejo huellas. Pero él también era listo. Repartió a sus víctimas por toda Suecia.

A Mikael le empezaron a encajar las piezas del rompecabezas.

«Gottfried Vanger. De 1949 a 1965. Luego, en 1966, Martin Vanger tomó el relevo en Uppsala.»

– Admiras a tu padre.

– Fue él quien me enseñó. Me inició cuando yo tenía catorce años.

– Uddevalla. Lea Persson.

– Exacto. Yo estuve allí. Sólo miraba, pero estuve.

– 1964. Sara Witt, en Ronneby.

– Tenía dieciséis años. Fue la primera vez que poseí a una mujer. Gottfried me enseñó. Fui yo quien la estranguló.

«Está alardeando. ¡Joder, qué puta familia de enfermos!»

– ¿Te das cuenta de que todo esto es patológico?

Martin Vanger se encogió ligeramente de hombros.

– No creo que puedas entender lo divino que resulta tener el control absoluto de la vida y de la muerte de una persona.

– Disfrutas torturando y matando a mujeres, Martin.

El jefe del Grupo Vanger reflexionó un instante, con la mirada puesta en un punto fijo de la pared que había detrás de Mikael. Luego mostró su deslumbrante y encantadora sonrisa.

– No, la verdad es que no creo que sea eso. Si tuviera que hacer un análisis intelectual de mi condición, diría que soy más bien un violador en serie que un asesino en serie. En realidad, soy un secuestrador en serie. El matar llega, por decirlo de alguna manera, como una consecuencia natural de la necesidad de ocultar mi delito. ¿Entiendes?

Mikael no supo qué contestar y sólo asintió con la cabeza.

– Naturalmente, mis actos no son aceptados por la sociedad, pero mi crimen es ante todo un crimen contra las convenciones de la sociedad. La muerte tiene lugar cuando la visita de mis invitadas llega a su fin, una vez me he cansado de ellas. Siempre resulta fascinante ver su decepción.

– ¿Decepción? -preguntó Mikael, asombrado.

– Exacto: decepción. Creen que si me complacen, sobrevivirán. Se adaptan a mis reglas. Empiezan a confiar en mí, desarrollan una complicidad conmigo y, hasta el último momento, esperan que esa complicidad signifique algo. La decepción surge cuando de repente descubren que han sido engañadas.

Martin Vanger rodeó la mesa y se apoyó en la jaula de acero.

– Tú, con tus convenciones de pequeño burgués, no lo entenderías nunca, pero la excitación reside en la planificación del secuestro. No pueden ser actos impulsivos: los secuestradores así siempre acaban siendo arrestados. Es ciencia pura, con miles de detalles a los que hay que prestar atención. Tengo que identificar a una presa y estudiar minuciosamente su vida. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Cómo puedo llegar hasta ella? ¿Qué debo hacer para quedarme solo con mi presa, sin que mi nombre se vea involucrado ni aparezca jamás en una futura investigación policial?

«Para», pensó Mikael. Martin Vanger hablaba de los secuestros y asesinatos en un tono casi académico, como si defendiera una opinión divergente en alguna cuestión de teología esotérica.

– ¿Realmente te interesa esto, Mikael?

Se inclinó y le acarició la mejilla. Su tacto fue delicado, casi tierno.

– Te das cuenta de que esto sólo puede terminar de una manera, ¿no? ¿Te molesta si fumo?

Mikael negó con la cabeza.

– ¿Me invitarías a uno?

Martin Vanger accedió a su deseo. Encendió dos cigarrillos y, cuidadosamente, colocó uno entre los labios de Mikael. Le dejó dar una calada y se lo sostuvo.

– Gracias -dijo Mikael automáticamente.

Martin Vanger volvió a reírse.

– ¿Ves? Ya has empezado a adaptarte al principio de la sumisión. Tengo tu vida en mis manos, Mikael. Sabes que te puedo matar en cualquier momento. Apelas a mi bondad para mejorar tu calidad de vida, y lo haces empleando un argumento racional y dándome un poco de coba. Y has recibido una recompensa.

Mikael asintió. Su corazón palpitaba a un ritmo casi insoportable.


A las once y cuarto, Lisbeth Salander bebió agua de su botella mientras seguía pasando páginas. A diferencia de Mikael -ese mismo día, pero un poco antes-, no se le atragantó la bebida. En cambio, abrió los ojos de par en par al establecer la conexión.

¡Clic!

Llevaba dos horas repasando los boletines informativos de la empresa desde todos los frentes del Grupo Vanger. El boletín principal se llamaba simplemente Información de la empresa y llevaba el logo del Grupo Vanger: un banderín sueco ondeando al viento con la punta formando una flecha. Al parecer, la publicación corría a cargo del departamento de marketing del cuartel general del Grupo y contenía una propaganda que contribuiría a que los empleados se sintieran como miembros de una gran familia.

Con motivo de las vacaciones de la semana blanca de febrero de 1967, Henrik Vanger, en un gesto de generosidad, invitó a cincuenta empleados de la oficina central, con sus respectivas familias, a pasar esos días esquiando en Härjedalen. La invitación se debió a que el Grupo, el año anterior, había alcanzado un resultado récord; se trataba, por tanto, de una muestra de agradecimiento por las muchas horas de trabajo. El departamento de relaciones públicas les acompañó y realizó un reportaje fotográfico en la estación de esquí, alquilada para la ocasión.

Muchas de las fotos ofrecían divertidos comentarios y habían sido hechas en las pistas. Algunas se sacaron en el bar y mostraban a empleados con las caras ateridas de frío, riéndose y levantando alguna que otra jarra de cerveza. Dos fotos representaban una pequeña ceremonia matutina en la que Henrik Vanger eligió a la secretaria Ulla-Britt Mogren, de cuarenta y un años, como la empleada del año. Se le concedió una prima de quinientas coronas y se le regaló una fuente de cristal.

La entrega del premio había tenido lugar en la terraza del hotel, justo antes, al parecer, de que la gente pensara lanzarse de nuevo a las pistas. En una de las fotos se veía a una veintena de personas.

En el extremo derecho, exactamente detrás de Henrik Vanger, había un hombre con el pelo claro y largo. Llevaba una cazadora oscura con una franja más clara a la altura de los hombros. Como la foto era en blanco y negro no se apreciaba el color, pero Lisbeth Salander estaba dispuesta a jugarse la cabeza a que esa franja era roja.

Al pie de la foto había un pequeño texto: «En el extremo derecho, Martin Vanger, de diecinueve años, que estudia en Uppsala. Ya se habla de él como una futura promesa en la dirección de la empresa».

– Got you -dijo Lisbeth Salander en voz baja.

Apagó la lámpara de la mesa y dejó las revistas sobre la mesa, todas revueltas. «Así esa cerda de Bodil Lindgren tendrá algo que hacer mañana.»

Salió al aparcamiento a través de una puerta lateral. A medio camino hacia la moto se acordó de que había prometido avisar al vigilante cuando se fuera. Se detuvo y entornó los ojos mirando el aparcamiento. El vigilante estaba justo en el otro lado; tendría que dar la vuelta y rodear todo el edificio. «Fuck that», sentenció.

Al llegar a la moto, encendió el móvil y telefoneó a Mikael. Saltó una voz informando de que en ese momento el abonado no estaba disponible. Descubrió, sin embargo, que Mikael había intentado llamarla no menos de trece veces entre las tres y media y las nueve. Sin embargo, durante las dos últimas horas no lo había hecho.

Lisbeth marcó el número del teléfono fijo de la casita de invitados, pero no obtuvo respuesta. Frunció el ceño, enganchó el maletín de su ordenador a la moto, se puso el casco y arrancó de una patada. Tardó diez minutos en recorrer el trayecto desde las oficinas, situadas cerca de la entrada de la zona industrial de Hedestad, hasta la isla de Hedeby. Había luz en la cocina, pero la casa estaba vacía.

Lisbeth Salander salió para echar un vistazo por los alrededores. Lo primero que se le ocurrió fue que Mikael había ido a ver a Dirch Frode, pero, ya desde el puente, advirtió que las luces del chalé de Frode, en la otra orilla, estaban apagadas. Miró su reloj: faltaban veinte minutos para la medianoche.

Regresó a casa, abrió el armario y sacó los dos ordenadores que almacenaban las imágenes de las cámaras de vigilancia que había instalado. Le llevó un rato seguir los acontecimientos.

Mikael había llegado a las 15.32.

A las 16.03 salió al jardín a tomarse un café y se puso a estudiar una carpeta. Durante la hora que permaneció sentado allí realizó tres breves llamadas. Las tres se correspondían, minuto a minuto, con las llamadas que ella tenía en su móvil.

A las 17.21, Mikael dio un paseo. Volvió menos de un cuarto de hora después.

A las 18.02 salió a la verja y miró hacia el puente.

A las 21.03 salió. No había vuelto.

Lisbeth echó un rápido vistazo a las imágenes del otro ordenador, que almacenaba las fotos de la verja y del camino de entrada. Pudo ver a las personas que pasaron por allí durante el día.

A las 19.12, Gunnar Nilsson regresó a casa.

A las 19.42 un Saab que pertenecía a la granja de Ostergården pasó en dirección a Hedestad.

A las 20.02 el coche volvió: ¿una visita a la gasolinera?

Luego no sucedió nada hasta las 21.00 horas en punto, cuando pasó el coche de Martin Vanger. Tres minutos después, Mikael abandonaba la casa.

Apenas una hora más tarde, a las 21.50, Martin Vanger entró repentinamente en el campo de visión de la cámara. Permaneció al lado de la verja durante más de un minuto contemplando la casa, y posteriormente echó un vistazo por la ventana de la cocina. Subió al porche, intentó abrir la puerta y sacó una llave. Luego debió de descubrir que había una nueva cerradura; se quedó quieto un momento para, acto seguido, darse la vuelta e irse de allí.

De repente, Lisbeth Salander sintió cómo un frío polar invadía su estómago.


Martin Vanger dejó otra vez solo a Mikael durante un buen rato. Permanecía inmóvil en su incómoda posición, con las manos esposadas por detrás y el cuello sujeto con una fina cadena a la argolla del suelo. Toqueteaba las esposas, pero sabía que no conseguiría abrirlas. Le apretaban tanto que perdió la sensibilidad en las manos.

No podía hacer nada. Cerró los ojos.

Ignoraba cuánto tiempo había transcurrido cuando oyó de nuevo los pasos de Martin Vanger. El empresario entró en su campo de visión. Parecía preocupado.

– ¿Incómodo? -preguntó.

– Sí -contestó Mikael.

– Es culpa tuya. Deberías haberte vuelto a casa.

– ¿Por qué matas?

– Es una elección propia. Podría pasarme toda la noche debatiendo contigo los aspectos morales e intelectuales de mis actos, pero eso no cambiaría los hechos. Intenta verlo de la siguiente manera: un ser humano es una envoltura de piel que mantiene en su sitio a las células, la sangre y las sustancias químicas. Unos pocos individuos terminan en los libros de historia. Pero la gran mayoría sucumbe y desaparece sin dejar rastro.

– Matas a mujeres.

– Los que matamos por placer, porque yo no soy el único que tiene este pasatiempo, vivimos una vida completa.

– Pero ¿por qué Harriet, tu propia hermana?

De repente la cara de Martin Vanger se desencajó. De una sola zancada se acercó a Mikael y lo agarró del pelo.

– ¿Qué pasó con ella?

– ¿Qué quieres decir? -jadeó Mikael.

Intentó girar la cabeza para reducir el dolor del cuero cabelludo. La cadena se tensó enseguida alrededor del cuello.

– Tú y Salander. ¿Qué habéis encontrado?

– Suéltame. ¿No estábamos hablando?

Martin Vanger le soltó el pelo y se sentó con las piernas cruzadas delante de Mikael. Sostenía un cuchillo en la mano. Le puso la punta contra la piel, justo debajo del ojo. Mikael se obligó a desafiar la mirada de Martin Vanger.

– ¿Qué coño pasó con ella?

– No te entiendo. Creía que la habías matado tú.

Martin Vanger miró fijamente a Mikael durante un buen rato. Luego se relajó. Se levantó y se puso a deambular por la habitación reflexionando. Dejó caer el cuchillo al suelo, se rió y se volvió hacia Mikael.

– Harriet, Harriet; siempre esa Harriet. Intentamos… hablar con ella. Gottfried procuró educarla. Pensamos que era una de los nuestros, que aceptaría su deber, pero no era más que una simple… puta. Creía que la tenía bajo control, pero se lo pensaba contar todo a Henrik y comprendí que no me podía fiar de ella. Tarde o temprano se chivaría.

– La mataste.

– Quería matarla. Tuve la intención de hacerlo, pero llegué tarde. No pude cruzar hasta la isla.

El cerebro de Mikael intentaba asimilar la información, pero era como si apareciera un letrero con el texto information overload. Martin Vanger no sabía lo que había pasado con su hermana.

De repente, Martin Vanger se sacó el teléfono móvil de la americana, examinó la pantalla y lo colocó encima de la silla, junto a la pistola.

– Ya va siendo hora de que terminemos con todo esto. Necesito tiempo para encargarme también de tu urraca anoréxica esta misma noche.

Abrió un armario, sacó una estrecha correa de cuero y se la puso a Mikael alrededor del cuello, a modo de soga, con un nudo corredizo. Soltó la cadena que mantenía a Mikael encadenado al suelo, lo levantó y lo empujó contra la pared. Introdujo la correa de cuero en una argolla del techo, sobre la cabeza de Mikael, y la tensó de tal modo que éste se vio obligado a ponerse de puntillas.

– ¿Te aprieta demasiado? ¿No puedes respirar?

La aflojó unos centímetros y enganchó el extremo de la correa en la pared, un poco más abajo.

– No quiero que te ahogues tan pronto.

La soga le apretaba el cuello con tanta fuerza que no era capaz de pronunciar ni una palabra. Martin Vanger lo contempló con atención.

De repente le desabotonó los pantalones y se los bajó junto con los calzoncillos. Cuando se los sacó, Mikael perdió el contacto con el suelo y durante unos segundos estuvo colgando de la soga antes de que los dedos de sus pies volvieran a tocar tierra. Martin Vanger se acercó a un armario y buscó unas tijeras. Hizo jirones la camiseta de Mikael y la tiró al suelo. Luego se alejó un poco y se puso a contemplar a su víctima.

– Es la primera vez que tengo a un chico aquí -dijo Martin Vanger con voz seria-. Nunca he tocado a otro hombre… aparte de mi padre. Era mi deber.

Las sienes de Mikael palpitaban. No podía dejar caer su peso corporal sobre los pies sin estrangularse. Palpando con los dedos la pared de hormigón intentó agarrarse a algo, pero allí no había nada a lo que asirse.

– Es la hora -dijo Martin Vanger.

Puso la mano en la correa y tiró hacia abajo. Mikael sintió de inmediato cómo la soga cortaba su cuello todavía más.

– Siempre me he preguntado qué sabor tendrá un hombre.

Aumentó la presión de la soga y, acto seguido, se inclinó hacia delante y besó a Mikael en la boca. En ese mismo instante se oyó una gélida voz retumbar en la habitación.

– Oye, tú, jodido cerdo asqueroso; en este puto pueblo sólo yo tengo derecho a eso.

Mikael oyó la voz de Lisbeth a través de una roja niebla. Consiguió enfocar la mirada y la vio al lado de la puerta. Observaba a Martin Vanger con unos ojos inexpresivos.

– No… ¡Corre! -graznó Mikael.


Mikael no vio la expresión de Martin Vanger, pero pudo sentir su shock al darse éste la vuelta. Por un segundo el tiempo se detuvo. Luego Martin Vanger alargó la mano hasta la pistola que había dejado sobre la silla.

Lisbeth Salander dio tres rápidos pasos hacia delante y levantó un palo de golf que llevaba escondido en la espalda. El hierro dibujó en el aire un amplio arco y le dio a Martin Vanger en toda la clavícula. Fue un golpe brutal y Mikael pudo oír cómo algo se rompía. Martin Vanger aulló.

– ¿Te gusta el dolor? -preguntó Lisbeth Salander.

Su voz sonaba áspera como el papel de lija. Mikael no olvidaría en la vida la cara de Lisbeth cuando se lanzó al ataque. Enseñaba los dientes como una fiera. Los ojos le brillaban con un intenso negro azabache. Se movía como una araña, rápida como un rayo, y parecía totalmente centrada en su presa cuando volvió a levantar el palo de golf y le dio a Martin Vanger en las costillas.

Martin Vanger tropezó con la silla y se cayó. La pistola fue a parar al suelo, ante los pies de Lisbeth, quien la apartó de una patada, lejos de él.

Luego le asestó un tercer golpe, justo cuando Martin Vanger intentó incorporarse. Con un chasquido seco le alcanzó la cadera. De la garganta de Martin Vanger surgió un espeluznante grito. El cuarto golpe, dado desde atrás, le alcanzó el omoplato.

– Lis… errth… -graznó Mikael.

Estaba a punto de perder la conciencia; el dolor de las sienes le resultaba casi insoportable.

Lisbeth se volvió hacia él y vio que su cara estaba roja como un tomate; tenía los ojos desorbitados y la lengua a punto de salírsele de la boca.

Miró rápidamente a su alrededor y descubrió el cuchillo en el suelo. Luego le echó una mirada a Martin Vanger, quien había conseguido ponerse de rodillas e intentaba alejarse arrastrándose con un flácido brazo colgando. No iba a causarle el menor problema durante los próximos segundos. Lisbeth dejó caer el palo de golf y recogió el cuchillo. Tenía una buena punta, pero no estaba muy afilado. Se puso de puntillas y empezó a cortar frenéticamente para desgastar la correa de cuero. Transcurrieron varios segundos hasta que Mikael, por fin, se desplomó sobre el suelo. Pero la soga se había cerrado alrededor de su cuello.


Lisbeth Salander miró de nuevo a Martin Vanger. Se había puesto de pie, pero estaba encorvado. Lo ignoró e intentó meter los dedos por dentro de la soga. Al principio no se atrevió a usar el cuchillo, pero después metió la punta y, al intentar ensanchar la cuerda, hirió levemente el cuello de Mikael. Finalmente la soga cedió, y Mikael pudo tomar aire con unas ruidosas y roncas inspiraciones.

Por un instante, Mikael experimentó una increíble sensación, como si su cuerpo y su alma se unieran. Veía con total nitidez y pudo discernir hasta la más mínima mota de polvo de la habitación. Oía perfectamente; percibía cada respiración o cada roce de ropa, como si el sonido procediera de unos auriculares puestos en sus orejas. Sintió el olor a sudor de Lisbeth Salander y el del cuero de su cazadora. Luego la sensación desapareció cuando la sangre empezó a fluir nuevamente hasta su cabeza, y su cara recuperó su color habitual.

Lisbeth Salander giró la cabeza en el mismo momento en que Martin Vanger desaparecía por la puerta. Se levantó rápidamente y buscó la pistola; examinó el cargador y le quitó el seguro. Mikael advirtió que no debía de ser la primera vez que manejaba armas de fuego. Miró a su alrededor y descubrió las llaves de las esposas sobre la mesa.

– Le cogeré -dijo, y se fue corriendo hacia la puerta.

Cogió las llaves a la carrera y, con un revés, las tiró al suelo, donde estaba Mikael.

Mikael intentó gritarle que esperara, pero no le salió más que un áspero sonido apagado cuando ella ya había desaparecido por la puerta.


A Lisbeth no se le había olvidado que Martin Vanger tenía una escopeta en algún sitio, y, al llegar al pasadizo que conducía del garaje a la cocina, se detuvo con la pistola en la mano, lista para disparar. Aguzó el oído, pero no pudo apreciar ni el más mínimo ruido que revelara dónde se hallaba su presa. Por puro instinto se fue acercando a la cocina; casi había llegado cuando oyó un coche arrancar en el patio.

Salió corriendo por la puerta lateral del garaje. Desde el camino vio cómo un par de luces traseras pasaban la casa de Henrik Vanger y giraban hacia el puente; echó a correr todo lo que le permitieron sus piernas. Se metió la pistola en el bolsillo de la cazadora y no se preocupó del casco al montarse en la moto. Unos pocos segundos más tarde ya estaba cruzando el puente.

Tal vez él le llevara una ventaja de unos noventa segundos cuando ella llegó a la rotonda del acceso a la E 4. No lo pudo ver. Paró, apagó el motor y se quedó escuchando.

El cielo estaba lleno de pesadas nubes. En el horizonte se adivinaba el amanecer. Luego percibió el sonido de un motor y divisó el destello del coche de Martin Vanger en la E 4 en dirección sur. Lisbeth volvió a arrancar la moto, metió una marcha y pasó por debajo del viaducto. Al salir de la curva de la cuesta que accedía a la autopista iba ya a 80 kilómetros por hora. Por delante tenía una recta. No había tráfico: le dio gas a tope y salió volando. Cuando la carretera empezó a encorvarse a lo largo de una larga loma, Lisbeth iba a 170, más o menos la máxima velocidad que su moto ligera, trucada por ella misma, era capaz de alcanzar cuesta abajo. Al cabo de dos minutos descubrió el coche de Martin Vanger a unos cuatrocientos metros por delante.

«Análisis de consecuencias. ¿Qué hago ahora?»

Redujo a unos razonables 120 kilómetros por hora y se mantuvo a la misma velocidad que él. Al pasar por unas curvas muy cerradas lo perdió de vista durante algunos segundos. Luego salieron a una larga recta. Ella se hallaba a unos doscientos metros del coche.

Él debió de ver el faro de su moto porque aumentó la velocidad en un largo tramo en curva. Ella le dio más gas, pero Martin ganó terreno en las curvas.

A lo lejos, Lisbeth divisó los faros de un camión que venía de frente. Martin Vanger también los vio. De repente, él aumentó aún más la velocidad y pasó al carril contrario apenas unos ciento cincuenta metros antes del encuentro. Lisbeth vio cómo el camión frenaba y hacía señas desesperadamente con los faros, pero recorrió la distancia en pocos segundos y la colisión resultó inevitable. Martin Vanger se estampó frontalmente contra el camión produciendo un horrible estruendo.

Lisbeth Salander frenó de manera instintiva. Luego vio cómo el remolque del camión empezaba a invadir su carril cerrándole el paso. Con la velocidad que llevaba le quedaban unos dos segundos para recorrer el tramo que la separaba del lugar del accidente. Aceleró y se metió por el arcén, pasando a tan sólo un metro del remolque. Por el rabillo del ojo vio salir las llamas por debajo de la cabina del camión.

Avanzó otros ciento cincuenta metros antes de parar y darse la vuelta. Vio cómo el camionero saltaba por el lado del copiloto. Entonces volvió a acelerar. En Åkerby, dos kilómetros más al sur, se desvió a la izquierda y regresó hacia el norte por la vieja carretera paralela a la autopista E4. Pasó el lugar del accidente por una elevación del terreno y observó que dos vehículos se habían parado. Los restos del coche ardían en llamas, completamente empotrados bajo el camión. Un hombre intentaba apagar el fuego con un pequeño extintor.

Ella aceleró y pronto estuvo de vuelta en Hedeby, donde cruzó el puente con el motor a pocas revoluciones. Aparcó delante de la casita de invitados y volvió andando a casa de Martin Vanger.


Mikael seguía luchando con las esposas. Sus manos estaban tan dormidas que no podía agarrar la llave. Lisbeth le abrió las esposas y le abrazó mientras la sangre volvía a circular por las venas de sus manos.

– ¿Y Martin? -preguntó Mikael con voz ronca.

– Muerto. Se estampó de frente contra un camión, a unos cuantos kilómetros hacia el sur, cuando iba por la E 4 a ciento cincuenta por hora.

Mikael la miró fijamente. Sólo llevaba un par de minutos fuera.

– Tenemos que… llamar a la policía -graznó Mikael. De repente le invadió un intenso ataque de tos.

– ¿Por qué? -preguntó Lisbeth Salander.

Durante diez minutos, Mikael fue incapaz de levantarse. Desnudo, permaneció en el suelo apoyado contra la pared. Se masajeó el cuello y, con dedos torpes, levantó la botella de agua. Lisbeth esperó pacientemente hasta que Mikael empezó a recuperar la sensibilidad. Ella aprovechó para reflexionar.

– Vístete.

Usó la camiseta, hecha jirones, para borrar las huellas dactilares de las esposas, el cuchillo y el palo de golf. Se llevó la botella de agua.

– ¿Qué haces?

– Vístete. Está amaneciendo. Date prisa.

Mikael se puso de pie sobre sus temblorosas piernas y consiguió ponerse los calzoncillos y los vaqueros. Introdujo los pies en sus zapatillas de deporte. Lisbeth se metió los calcetines en el bolsillo y lo detuvo.

– Exactamente, ¿qué es lo que has tocado aquí?

Mikael miró a su alrededor. Intentó recordar. Al final dijo que no había tocado nada más que la puerta y las llaves. Lisbeth encontró las llaves en la americana de Martin Vanger, colgada en la silla. Limpió meticulosamente el picaporte y el interruptor y apagó la luz. Condujo a Mikael por la escalera del sótano y le pidió que esperara en el pasillo mientras ella devolvía el palo de golf a su sitio. Al volver traía una camiseta oscura que perteneció a Martin Vanger.

– Póntela. No quiero que nadie te vea esta noche andando con el torso desnudo.

Mikael se dio cuenta de que se hallaba en estado de shock. Lisbeth había asumido el mando y él obedecía sus órdenes totalmente falto de voluntad. Lo llevó fuera de la casa de Martin Vanger. Siempre abrazada a él. En cuanto cruzaron la puerta de la casa de invitados lo detuvo.

– Si resulta que alguien nos ha visto y nos pregunta qué es lo que hacíamos fuera a estas horas de la noche, estuvimos en la otra punta de la isla dando un paseo nocturno y haciendo el amor.

– Lisbeth, no puedo…

– Métete en la ducha. Ahora.

Le ayudó a desnudarse y lo mandó al cuarto de baño. Luego puso la cafetera y rápidamente preparó media docena de gruesas rebanadas de pan con queso, paté y pepinillos en vinagre. Estaba sentada junto a la mesa de la cocina sumida en una intensa reflexión cuando Mikael volvió cojeando de la ducha. Ella examinó las heridas y las magulladuras de su cuerpo. La soga le había producido una rozadura tan fuerte que tenía una marca de color rojo oscuro alrededor de todo el cuello, y el cuchillo le había causado un sangrante corte en la parte izquierda.

– Ven -dijo ella-. Túmbate en la cama.

Buscó tiritas y le taponó la herida con una compresa. Luego sirvió café y le alcanzó una rebanada.

– No tengo hambre -dijo Mikael.

– Come -ordenó Lisbeth, dándole un buen mordisco a una rebanada de pan con queso.

Mikael cerró los ojos un momento. Acto seguido se incorporó y tomó un bocado. El cuello le dolía tanto que a duras penas conseguía tragar.

Lisbeth se quitó la cazadora de cuero y fue a buscar un botecito de bálsamo de tigre a su neceser.

– Deja que el café se enfríe un rato. Túmbate boca abajo.

Dedicó cinco minutos a masajearle la espalda con el bálsamo. Luego le dio la vuelta e hizo lo mismo en la parte delantera del cuerpo

– Vas a tener unos buenos moratones durante bastante tiempo.

– Lisbeth, tenemos que llamar a la policía.

– No -contestó Lisbeth con tanta fuerza en la voz que Mikael abrió los ojos asombrado-. Si llamas a la policía, yo me largo. No quiero tener nada que ver con ellos. Martin Vanger está muerto. Murió en un accidente de tráfico. Iba solo en el coche. Hay testigos. Deja que la policía o cualquier otra persona descubra esa maldita cámara de tortura. Tú y yo ignoramos su existencia tanto como los demás habitantes del pueblo.

– ¿Por qué?

No le hizo caso y siguió masajeando sus doloridos muslos.

– Lisbeth, no podemos…

– Si me sigues dando la lata, te arrastro a la cueva de Martin y te vuelvo a encadenar.

Mientras ella hablaba, Mikael se durmió tan súbitamente como si se hubiese desmayado.

Capítulo 25 Sábado, 12 de julio – Lunes, 14 de julio

Hacia las cinco de la mañana, Mikael se despertó de un sobresalto llevándose las manos al cuello para quitarse la soga. Lisbeth se acercó, le cogió las manos y permaneció a su lado hasta que se tranquilizó. Mikael abrió los ojos y la contempló con la mirada desenfocada.

– No sabía que jugaras al golf -murmuró para, acto seguido, volver a cerrar los ojos.

Ella se quedó junto a la cama un par de minutos hasta que estuvo segura de que había vuelto a conciliar el sueño. Mientras Mikael dormía, Lisbeth había vuelto al sótano de Martin Vanger para examinar el lugar del crimen. Aparte de los instrumentos de tortura, encontró una gran colección de revistas de porno violento y numerosas fotos polaroid en un álbum.

No había ningún diario. En cambio, descubrió dos carpetas con fotografías de tamaño carné y unas notas manuscritas sobre distintas mujeres. Se lo llevó todo en una bolsa de nailon, junto con el portátil Dell de Martin Vanger que halló en la mesa del vestíbulo de la planta superior. En cuanto Mikael se quedó dormido, Lisbeth continuó repasando el contenido del portátil y de las carpetas de Martin Vanger. Eran más de las seis de la mañana cuando apagó el ordenador. Encendió un cigarrillo y, pensativa, se mordió el labio inferior.

Junto con Mikael Blomkvist había emprendido la caza de alguien que presuntamente era un asesino en serie del pasado. Y se toparon con algo completamente diferente. Le costó imaginarse los horrores que habrían tenido lugar en el sótano de Martin Vanger, en medio de ese idílico pueblo. Intentó comprender todo aquello.

Martin Vanger llevaba asesinando a mujeres desde la década de los sesenta; durante los últimos tres lustros lo había hecho con una periodicidad de aproximadamente una o dos víctimas por año. Los crímenes habían sido tan bien planeados y se realizaron tan discretamente que nadie en absoluto advirtió que existía un asesino en serie en activo. ¿Cómo era posible?

Las carpetas le ofrecían parte de la respuesta.

Sus víctimas eran mujeres anónimas, a menudo chicas inmigrantes recién llegadas que carecían de amigos y contactos en Suecia. También había prostitutas y marginadas sociales con serios problemas de fondo, como el abuso de drogas y de alcohol.

De sus estudios de psicología sobre el sadismo sexual, Lisbeth Salander había aprendido que ese tipo de criminales suele presentar una tendencia a coleccionar souvenirs de sus víctimas. El asesino usaba esos recuerdos para recrear parte del placer experimentado. Martin Vanger había llevado esa peculiaridad mucho más allá, anotando todas las muertes en una especie de cuaderno de bitácora. Había catalogado y evaluado a sus víctimas meticulosamente, comentando y describiendo con detalle sus sufrimientos. Además, documentó su actividad asesina con películas de vídeo y fotografías.

La violencia y el asesinato constituían el fin último, pero Lisbeth sacó la conclusión de que, en realidad, la caza era el mayor interés de Martin Vanger. En su portátil había creado una base de datos con cientos de mujeres. Allí había empleadas del Grupo Vanger, camareras de restaurantes adonde solía acudir, recepcionistas de hoteles, personal de la Seguridad Social, secretarias de hombres de negocios que él conocía, y otras muchas mujeres. Parecía registrar y catalogar a prácticamente todas las mujeres con las que entraba en contacto.

Martin Vanger sólo había asesinado a una pequeña parte de ellas, pero todas las mujeres de su entorno eran víctimas potenciales. La documentación tenía el carácter de un apasionado pasatiempo, al cual dedicaría, sin duda, innumerables horas.

«¿Está casada o soltera? ¿Tiene niños y familia? ¿Dónde trabaja? ¿Dónde vive? ¿Qué coche conduce? ¿Qué educación ha tenido? ¿Color de pelo? ¿Color de la piel? ¿Forma del cuerpo?»

Lisbeth sacó la conclusión de que la recopilación de datos personales sobre las potenciales víctimas debía de haber representado una parte significativa de sus fantasías sexuales. Ante todo, era un cazador; en segundo lugar, un asesino.

Cuando Lisbeth terminó de leer, descubrió un pequeño sobre en una de las carpetas. Con la punta de los dedos sacó dos manoseadas y amarillentas fotografías polaroid. La primera retrataba a una chica morena sentada junto a una mesa. La chica llevaba pantalones oscuros y estaba desnuda de cintura para arriba, mostrando unos pechos pequeños y puntiagudos. Tenía la cara vuelta y estaba a punto de alzar un brazo para protegerse, como si el fotógrafo la hubiese sorprendido al levantar la cámara. En la otra foto aparecía completamente desnuda, tumbada boca abajo en una cama con una colcha azul. Seguía con la cara vuelta.

Lisbeth se metió el sobre con las fotos en el bolsillo de la cazadora. Luego llevó las carpetas hasta la cocina de hierro y encendió una cerilla. Al terminar de quemarlo todo removió las cenizas. Continuaba lloviendo a cántaros cuando salió a dar un corto paseo y, desde el puente, tiró discretamente el portátil de Martin Vanger al agua.

Cuando Dirch Frode abrió de un tirón la puerta, a las siete y media de la mañana, Lisbeth se encontraba sentada a la mesa de la cocina fumando un cigarrillo y tomándose un café. La cara de Frode estaba lívida; parecía haber tenido un terrible despertar.

– ¿Y Mikael? -preguntó.

– Sigue durmiendo.

Dirch Frode se sentó en una silla de la cocina. Lisbeth le sirvió café y le acercó la taza.

– Martin… Acabo de enterarme de que Martin se mató anoche en un accidente de tráfico.

– Es una pena -dijo Lisbeth Salander tomando, acto seguido, un sorbo de café.

Dirch Frode levantó la mirada. Al principio la observó fijamente sin comprender nada. Luego sus ojos se abrieron y se le pusieron como platos.

– ¿Qué…?

– Tuvo un accidente. Qué infortunio.

– ¿Sabes lo que pasó?

– Empotró su coche frontalmente contra un camión. Un suicidio. La presión, el estrés y un imperio financiero que se tambaleaba… Demasiado para él. Eso, al menos, es lo que sospecho que van a poner en los titulares.

Dirch Frode parecía estar a punto de sufrir un derrame cerebral. Se levantó rápidamente, se acercó al dormitorio y abrió la puerta.

– Déjale dormir -soltó Lisbeth tajantemente.

Frode contempló el cuerpo dormido de Mikael. Le vio los moratones de la cara y las heridas del torso. Luego descubrió la parte del cuello, en carne viva, donde había tenido la soga.

Lisbeth le tocó el brazo y cerró la puerta. Frode retrocedió y se dejó caer lentamente en el arquibanco de la cocina.

Lisbeth Salander le contó brevemente lo ocurrido durante la noche. Le hizo una detallada descripción de la cámara de tortura de Martin Vanger y de cómo halló a Mikael colgando de una soga, con el director ejecutivo del Grupo Vanger, de pie, delante de él. Le contó lo que había encontrado en el archivo del Grupo durante el día anterior y cómo vinculó al padre de Martin con, al menos, siete asesinatos de mujeres. Dirch Frode no la interrumpió ni una sola vez. Cuando ella dejó de hablar, permaneció mudo durante varios minutos; luego soltó un profundo suspiro y movió despacio la cabeza de un lado para otro.

– ¿Qué vamos a hacer?

– No es mi problema -contestó Lisbeth con una inexpresiva voz.

– Pero…

– Por lo que a mí respecta, yo nunca he puesto mis pies en Hedestad.

– No entiendo.

– Bajo ninguna circunstancia quiero figurar en un informe policial. Yo no existo. Si se relaciona mi nombre con toda esta historia, negaré haber estado aquí y no contestaré ni una sola pregunta.

Dirch Frode la observó inquisitivamente.

– No lo entiendo.

– No hace falta que entiendas nada.

– Entonces, ¿qué quieres que haga?

– Eso lo decides tú, con tal de que nos dejes a mí y a Mikael fuera.

Dirch Frode estaba lívido.

– Míralo así: lo único que sabes es que Martin Vanger ha fallecido en un accidente de tráfico. Ignoras que se trataba de un loco asesino y no sabes nada de la cámara de tortura que hay en su sótano.

Ella puso la llave encima de la mesa.

– Tienes tiempo antes de que alguien limpie el sótano de Martin y la descubra. Puede tardar lo suyo.

– Debemos ir a la policía.

– Nosotros no. Tú puedes ir si quieres. Es decisión tuya.

– Esta historia no se puede silenciar.

– No estoy diciendo que se silencie, sino que nos dejes fuera a mí y a Mikael. Cuando descubras la habitación, podrás sacar tus propias conclusiones y decidir a quién contárselo.

– Si lo que dices es verdad, significa que Martin ha secuestrado y asesinado…; debe de haber familias enteras desesperadas por saber dónde se encuentran sus hijas. No podemos…

– Correcto. Pero hay un problema. Los cuerpos ya no están. Tal vez encuentres pasaportes o carnés en algún cajón. Posiblemente se pueda identificar a algunas de las víctimas por las películas de vídeo. Pero no hace falta que tomes ninguna decisión hoy. Piénsatelo bien.

Dirch Frode parecía presa del pánico.

– Oh, Dios mío. Esto va ser el golpe de gracia definitivo para el Grupo Vanger. Cuántas familias se van a quedar en el paro si sale a la luz que Martin…

Frode se mecía adelante y atrás, acorralado por ese dilema moral.

– Es un modo de verlo. Supongo que Isabella Vanger heredará de su hijo. No me parece muy apropiado que ella sea la primera a la que se le informe del pasatiempo de Martin.

– Tengo que ir a ver…

– Creo que hoy debes mantenerte alejado de esa habitación -dijo Lisbeth severamente-. Antes te quedan muchas cosas por hacer. Has de ir a informar a Henrik, convocar a la junta directiva para una reunión extraordinaria y hacer lo mismo que habrías hecho si el director ejecutivo hubiera fallecido en circunstancias normales.

Dirch Frode meditó esas palabras. Su corazón palpitaba. De él, el viejo abogado que siempre resolvía los problemas, siempre se esperaba que tuviera un plan preparado para todas las eventualidades, pero ahora se sentía paralizado. Se dio cuenta de que estaba recibiendo instrucciones de una niña. De alguna manera ella había asumido el control de la situación y proponía unas líneas de actuación que él no era capaz de formular.

– ¿Y Harriet…?

– Mikael y yo no hemos terminado todavía. Pero puedes decirle a Henrik Vanger que vamos a resolver el misterio.


El inesperado fallecimiento de Martin Vanger abrió las noticias radiofónicas de las nueve, justo mientras Mikael se despertaba. Lo único que se mencionaba sobre los acontecimientos de la noche anterior era que el industrial conducía a una gran velocidad y que, por razones desconocidas, invadió el carril contrario.

Iba solo en el coche. La radio local realizó una crónica más amplia, marcada por la inquietud ante el futuro del Grupo Vanger y por las posibles consecuencias económicas que el suceso tendría para la empresa.

Un teletipo de mediodía de la agencia TT, apresuradamente redactado, llevaba el titular «Una región en estado de shock» y resumía los agudos problemas del Grupo Vanger. A nadie se le escapaba que, tan sólo en Hedestad, más de tres mil de los veintiún mil habitantes de la ciudad trabajaban en el Grupo o dependían indirectamente de la prosperidad de la empresa. El director ejecutivo del Grupo acababa de fallecer y el anterior estaba ingresado tras sufrir un grave infarto. Hacía falta un heredero natural. Todo esto en una época considerada como la más crítica en la historia de la empresa.

Mikael Blomvkist había tenido la oportunidad de ir a la comisaría de Hedestad y explicar lo sucedido durante la noche anterior, pero Lisbeth Salander ya había puesto en marcha un proceso. Al no haber llamado a la policía inmediatamente, resultaba cada vez más difícil hacerlo a medida que las horas iban transcurriendo. Pasó la mañana en un triste silencio tirado en el arquibanco de la cocina, desde donde contempló la lluvia y las oscuras nubes del cielo. A eso de las diez hubo otra intensa tormenta, pero a mediodía dejó de llover y el viento cesó de soplar. Mikael salió, secó los muebles del jardín y se sentó con un tazón de café. Llevaba una camisa con el cuello levantado.

Naturalmente, la muerte de Martin ensombreció la vida diaria de Hedeby. Los coches paraban delante de la casa de Isabella Vanger según iban llegando los miembros del clan. Todo el mundo presentó sus condolencias. Lisbeth observaba la procesión fríamente. Mikael estaba sumergido en un profundo silencio.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Lisbeth finalmente.

Mikael meditó la respuesta durante un rato.

– Creo que sigo en estado de shock -contestó-. Me hallaba indefenso. Durante horas estuve convencido de que iba a morir. Sentía la angustia de la muerte y no podía hacer absolutamente nada. -Extendió una mano y se la puso a ella en la rodilla-. Gracias -dijo-. Si tú no hubieses aparecido, me habría matado.

Lisbeth le devolvió una sonrisa torcida.

– Aunque… no me entra en la cabeza cómo diablos fuiste tan idiota de enfrentarte tú sólita a él. Yo estaba tumbado en el suelo rezando para que vieras la foto, sumaras dos más dos y llamaras a la policía.

– Si hubiera esperado a la policía, no habrías sobrevivido. No podía dejar que ese cabrón te matara.

– ¿Por qué no quieres hablar con la policía? -preguntó Mikael.

– No hablo con las autoridades.

– ¿Por qué no?

– Cosas mías. Pero, en tu caso, no creo que sea muy positivo para tu carrera profesional aparecer en los titulares como el periodista que fue desnudado por Martin Vanger, el célebre asesino en serie. Si ya no te gusta superdetective Kalle Blomkvist, imagínate los nuevos apodos que te pondrían.

Mikael la observó detenidamente y dejó el tema.

– Tenemos un problema -dijo Lisbeth.

Mikael asintió.

– ¿Qué pasó con Harriet?

Lisbeth depositó las dos fotos polaroid en la mesa. Le explicó dónde las había encontrado. Mikael las estudió minuciosamente antes de levantar la vista.

– Puede ser ella -dijo finalmente-. No lo puedo jurar, pero su constitución y su pelo coinciden con todas las fotos que he visto de ella.


Mikael y Lisbeth estuvieron sentados en el jardín durante una hora intentando encajar las piezas del rompecabezas. Se percataron de que los dos, cada uno por su lado, habían identificado a Martin Vanger como la que les faltaba.

Ella nunca descubrió la foto que Mikael había dejado sobre la mesa de la cocina. Tras estudiar las imágenes de las cámaras de vigilancia, llegó a la conclusión de que Mikael había hecho alguna tontería. Así que Lisbeth tomó el camino de la orilla del estrecho hasta la casa de Martin Vanger, donde miró por todas las ventanas sin ver ni una sola alma. Comprobó cuidadosamente todas las puertas y ventanas de la planta baja. Al final subió trepando al piso superior y entró por un balcón abierto. Se movió con sumo cuidado al registrar la casa habitación por habitación, lo cual le llevó mucho tiempo. Al cabo de un rato encontró la puerta que bajaba al sótano. Martin había cometido una negligencia: había dejado entreabierta la puerta de la cámara del terror, con lo cual Lisbeth se dio perfectamente cuenta de la situación.

Mikael le preguntó qué había oído de lo que dijo Martin.

– No mucho. Llegué cuando te estaba haciendo preguntas sobre lo que le ocurrió a Harriet, justo antes de que te colgara en la soga. Os dejé durante algunos minutos mientras subí a buscar un arma. Encontré los palos de golf en un armario.

– Martin Vanger no tenía ni idea de lo que ocurrió con Harriet -dijo Mikael.

– ¿Le crees?

– Sí -afirmó Mikael sin el menor atisbo de duda-. Martin Vanger estaba más loco que un turón rabioso…, ¿de dónde diablos sacaré yo todas estas metáforas…?, pero confesó todos los crímenes que había cometido. Sin tapujos. La verdad es que creo que quería impresionarme. Pero cuando hablamos de Harriet se mostró tan ansioso como Henrik Vanger por averiguar lo sucedido.

– Así que… ¿adonde nos lleva eso?

– Sabemos que Gottfried Vanger fue el autor de la primera serie de asesinatos, entre 1949 y 1965.

– Vale. E instruyó a Martin Vanger.

– ¡Vaya familia más disfuncional! -dijo Mikael-. En realidad, Martin nunca tuvo una oportunidad.

Lisbeth Salander le echó una extraña mirada.

– Lo que me contó Martin, aunque de manera fragmentada, fue que su padre lo inició cuando entró en la pubertad. En 1962 presenció el asesinato de Lea, la de Uddevalla. Por aquel entonces tenía catorce años. Estuvo también en el asesinato de Sara en 1964. En aquella ocasión participó activamente. Ahí ya tenía dieciséis.

– ¿Y?

– Dijo que no era homosexual y que, a excepción de su padre, nunca había tocado a un hombre. Eso me hace pensar que… bueno, lo único que podemos concluir es que su padre lo violaba. Seguramente los abusos se prolongarían durante mucho tiempo. Fue, por decirlo de alguna manera, educado por su padre.

– ¡Y una mierda! ¡Eso son gilipolleces! -dijo Lisbeth Salander.

De repente su voz sonó extremadamente dura. Mikael la contempló perplejo. La mirada de Lisbeth era firme. Allí no había ni una pizca de compasión.

– Martin tuvo exactamente las mismas oportunidades que cualquiera para rebelarse. Fue su propia decisión. Asesinaba y violaba porque le gustaba.

– Vale, de acuerdo. No digo que no. Pero Martin era un chico sometido a la autoridad de su padre, quien lo marcó de por vida, al igual que Gottfried fue subyugado por el suyo, el nazi.

– ¿Ah, sí? Entonces estás partiendo del principio de que Martin no tenía voluntad propia y de que la gente se convierte en aquello para lo que ha sido educada.

Mikael sonrió prudentemente:

– ¿He tocado un punto sensible?

De repente, los ojos de Lisbeth se encendieron con una rabia contenida. Mikael se apresuró a continuar.

– No quiero decir que las personas se vean marcadas únicamente por su educación, pero creo que ésta desempeña un papel fundamental. Gottfried sufrió las constantes palizas de su viejo durante muchos años. Eso deja huella.

– Gilipolleces -insistió Lisbeth-. Gottfried no es el único niño que ha sido maltratado. Y eso no le da carta blanca para ir matando mujeres. Esa elección la hizo él mismo. Y Martin también.

Mikael levantó una mano.

– No discutamos por eso. No te enfades conmigo.

– No me enfado contigo. Es sólo que me parece patético que los cabrones siempre echen la culpa a los demás.

– Vale. Tienen una responsabilidad personal. Luego lo hablaremos. A lo que iba era que Martin tenía diecisiete años cuando Gottfried murió, de modo que nadie pudo guiar sus pasos e intentó seguir los de su padre. En febrero de 1966, en Uppsala… -Mikael alargó la mano para coger uno de los cigarrillos de Lisbeth-. No pienso ponerme a especular sobre los instintos que Gottfried procuraba satisfacer ni sobre cómo él mismo interpretaba sus propios actos. Tal vez un psiquiatra podría interpretar esa especie de empanada mental bíblica que, en cualquier caso, trata sobre el castigo y la purificación. Y me importa una mierda de cuál de las dos se trate. Era un asesino en serie.

Meditó un segundo antes de continuar.

– Gottfried quería matar a mujeres y disfrazaba sus actos con algún tipo de razonamiento seudorreligioso. Pero Martin ni siquiera fingía tener una excusa. Estaba organizado y asesinaba sistemáticamente. Además, poseía dinero de sobra para invertir en su pasatiempo. Y era más listo que su padre. Cada vez que Gottfried dejaba un cadáver tras de sí, significaba que una investigación policial se abría y existía un riesgo de que alguien lo descubriera o, por lo menos, relacionara los distintos asesinatos.

– Martin Vanger construyó su chalé en los años setenta -dijo Lisbeth, pensativa.

– Creo que Henrik mencionó el año 1978. Probablemente encargó una cámara de seguridad para archivos importantes o cosas similares. Le construyeron una habitación sin ventanas, insonorizada, con una puerta blindada.

– Ha tenido la habitación durante veinticinco años.

Permanecieron callados un rato mientras Mikael pensó en los horrores que seguramente habrían tenido lugar en la idílica isla de Hedeby durante el último cuarto de siglo. Lisbeth no necesitó imaginarse nada de eso: había visto la colección de películas de vídeo. Advirtió que Mikael se estaba tocando el cuello inconscientemente.

– Gottfried odiaba a las mujeres y enseñó a su hijo a odiarlas también, al mismo tiempo que lo violaba. Pero eso escondía algo más… Creo que Gottfried fantaseaba con la idea de que sus hijos compartieran su pervertida, por no decir algo peor, visión del mundo. Al preguntarle sobre Harriet, su propia hermana, Martin dijo: «Intentamos hablar con ella. Pero no era más que una simple puta; pensaba contárselo a Henrik».

Lisbeth asintió con la cabeza.

– Ya lo oí. Fue más o menos entonces cuando llegué al sótano. Eso significa que ya sabemos de qué iba a tratar su misteriosa conversación con Henrik.

Mikael frunció el ceño.

– No del todo. -Reflexionó un rato y prosiguió-: Piensa en la cronología. Ignoramos cuándo violó Gottfried a su hijo por primera vez, pero se lo llevó cuando asesinó a Lea Persson en Uddevalla, en 1962. Se ahogó en 1965. Antes, él y Martin intentaron «hablar» con Harriet. ¿Qué se deduce de ello?

– Que Gottfried no sólo abusó de Martin. También de Harriet.

Mikael asintió.

– Gottfried era el profesor. Martin el alumno. Harriet era su… ¿qué?… ¿su juguete?

– Gottfried le enseñó a Martin a follarse a su hermana -dijo Lisbeth, señalando las fotos polaroid-. Resulta difícil determinar su actitud partiendo de estas fotos, ya que no se le puede ver la cara, pero está claro que intenta ocultarse.

– Digamos que empezó cuando tenía catorce años, en 1964. Ella se opuso, «no podía aceptarlo», dicho con la expresión de Martin. Fue eso lo que amenazaba con contar. Martin, sin duda, no tendría mucho que decir; se sometería a la voluntad de su padre, pero ambos habían creado algún tipo de… pacto en el que intentaron iniciar a Harriet.

Lisbeth asintió con la cabeza.

– En tus notas has escrito que Henrik Vanger dejó que Harriet se instalara en su casa durante el invierno de 1964.

– Henrik se dio cuenta de que algo no iba bien en su familia. Creía que se debía a las peleas y al desgaste de la relación entre Gottfried e Isabella, de modo que se la llevó consigo para que tuviera paz y tranquilidad y se concentrara en sus estudios.

– Un fastidio para Gottfried y Martin. Ya no les resultaba tan fácil dar con ella y controlar su vida. Pero de vez en cuando sí… y ¿dónde se produjeron los abusos?

– Tuvo que ser en la cabaña de Gottfried. Estoy casi seguro de que las fotos se hicieron allí; será fácil comprobarlo. Además, la ubicación de la cabaña es perfecta: aislada y muy apartada del pueblo. Luego, Gottfried se emborrachó por última vez y se ahogó de la manera más estúpida.

Lisbeth, pensativa, asentía con la cabeza.

– El padre de Harriet mantenía o intentaba mantener relaciones sexuales con ella, pero no creo que la iniciara en los asesinatos.

Mikael reconoció que eso constituía un punto débil en su razonamiento. Harriet apuntó los nombres de las víctimas de Gottfried y los relacionó con citas bíblicas, pero su interés por la Biblia no surgió hasta el último año, cuando Gottfried ya estaba muerto. Reflexionó un instante intentando hallar una explicación lógica.

– En algún momento, Harriet descubrió que Gottfried no sólo cometía incesto, sino que también era un loco asesino en serie -dijo.

– No sabemos cuándo descubrió los asesinatos. Quizá fuera justo antes de morir Gottfried. Incluso puede que fuera después, si es que él llevaba un diario o guardaba recortes de prensa sobre los crímenes. Algo la debió poner sobre la pista.

– Pero no fue eso lo que amenazó con contar a Henrik -puntualizó Mikael.

– Fue por Martin -dijo Lisbeth-. Su padre estaba muerto, pero Martin seguía acosándola.

– Exacto -asintió Mikael.

– Pero tardó un año en decidirse.

– ¿Qué harías tú si de repente descubrieras que tu padre es un asesino en serie que se folla a tu hermano?

– Matar a ese hijo de puta -dijo Lisbeth con una voz tan serena que dejó bien claro que no estaba bromeando.

Automáticamente, Mikael vio ante sí la cara de Lisbeth atacando a Martin Vanger. Una triste sonrisa se dibujó en su rostro.

– De acuerdo, pero Harriet no era como tú. Gottfried murió en 1965, antes de que a ella le diera tiempo a hacer algo. También resulta lógico. Al morir Gottfried, Isabella envió a Martin a Uppsala. Puede que volviese a casa por Navidad y otras vacaciones, pero durante el año siguiente no vio a Harriet con mucha frecuencia. Ella pudo distanciarse un poco de él.

– Y empezó a estudiar la Biblia.

– Y a la luz de lo que sabemos ahora, no tiene por qué haber sido por razones religiosas. Tal vez quisiera, simplemente, comprender lo que había hecho su padre. Le estuvo dando vueltas hasta el Día del Niño de 1966. Es entonces cuando, de repente, ve a su hermano en Järnvägsgatan y sabe que ha vuelto. Ignoramos si hablaron, o si él le dijo algo. Pasara lo que pasase, Harriet tuvo el impulso de ir directamente a casa para hablar con Henrik.

– Y luego desapareció.

Tras repasar la cadena de acontecimientos no resultaba muy difícil comprender cómo iban a encajar el resto de las piezas del rompecabezas. Mikael y Lisbeth hicieron las maletas. Antes de marcharse, Mikael llamó a Dirch Frode y le explicó que tenían que ausentarse durante un tiempo, pero que le gustaría ver a Henrik antes de irse.

Mikael quería saber qué era lo que Frode le había contado a Henrik. La voz del abogado sonó tan tensa que Mikael empezó a preocuparse. Al cabo de un rato Frode reconoció que sólo le había dicho que Martin había muerto en un accidente de coche.

Cuando Mikael aparcó delante del hospital de Hedestad, el cielo estaba de nuevo cubierto por oscuras y pesadas nubes y se volvió a escuchar un trueno. Cruzó apresuradamente el aparcamiento en el mismo instante en que se ponía a lloviznar.

Henrik Vanger iba vestido con una bata y estaba sentado junto a la mesa que había delante de la ventana de su habitación. No cabía duda de que la enfermedad le había dejado huella, pero el viejo había recuperado el color de la cara y, por lo menos, parecía estar recuperándose. Se dieron la mano. Mikael le pidió a la enfermera que los dejara solos un par de minutos.

– Hace mucho que no vienes a verme -dijo Henrik Vanger.

Mikael asintió con la cabeza.

– Intencionadamente. Tu familia no quiere que aparezca por aquí, pero hoy están todos en casa de Isabella.

– Pobre Martin -dijo Henrik.

– Henrik, me encargaste la misión de averiguar la verdad de lo ocurrido con Harriet. ¿Esperabas que esa verdad estuviera exenta de dolor?

El viejo lo observó. Luego se le pusieron los ojos como platos.

– ¿Martin?

– Es parte de la historia.

Henrik Vanger cerró los ojos.

– Ahora tengo una pregunta que hacerte.

– ¿Cuál?

– ¿Todavía quieres saber lo que sucedió? ¿Aunque duela y aunque la verdad sea peor de lo que te podías imaginar?

Henrik Vanger observó a Mikael durante un largo instante. Luego asintió con la cabeza.

– Quiero saberlo. Ése era el objetivo de tu trabajo.

– De acuerdo. Creo que sé lo que pasó con Harriet. Pero me falta encajar una última pieza para terminar el rompecabezas.

– Cuéntame.

– No. Hoy no. Lo que quiero que hagas ahora es descansar. El doctor dice que la crisis ha pasado y que te estás recuperando.

– No me trates como a un niño.

– Todavía no he llegado a puerto. De momento no tengo más que conjeturas. Voy a salir e intentar encontrar la última pieza del rompecabezas. La próxima vez que venga a verte, te contaré toda la historia. Puede que tarde algún tiempo. Pero quiero que sepas que volveré y que vas a saber la verdad.


Lisbeth cubrió la moto con una lona, la dejó al lado de la casita de invitados, en un lugar donde daba la sombra, y subió con Mikael al coche que le habían prestado. La tormenta había vuelto con renovadas fuerzas; al sur de Gävle les sorprendió una lluvia tan torrencial que Mikael apenas pudo distinguir la carretera. Mikael no quiso arriesgarse y paró en una gasolinera. Tomaron café mientras esperaban a que escampara. No llegaron a Estocolmo hasta las siete de la tarde. Mikael le dio a Lisbeth el código del portal de su edificio y la dejó en la estación de metro T-centralen. Cuando él entró por la puerta, su propio apartamento le resultó extraño.

Pasó la aspiradora y limpió mientras Lisbeth se encontraba con Plague en Sundbyberg. Hasta la medianoche no apareció por casa de Mikael. Nada más entrar, se pasó diez minutos escudriñando meticulosamente cada rincón del apartamento. Luego permaneció un largo rato ante la ventana contemplando las vistas sobre Slussen.

Una serie de armarios y estanterías de Ikea separaban la cama del resto del apartamento. Se desnudaron y durmieron unas horas.


A eso de las doce del día siguiente aterrizaron en Gatwick, Londres. Les recibió la lluvia. Mikael había reservado una habitación en el hotel James, cerca de Hyde Park; un excelente hotel en comparación con todos esos hoteluchos en ruinas de Bayswater adonde siempre había ido a parar en todas sus anteriores visitas a la ciudad. La cuenta corría a cargo de Dirch Frode.

Eran las cinco de la tarde y se encontraban en el bar cuando un hombre de unos treinta años se les acercó. Estaba casi calvo, tenía una barba rubia y vestía unos vaqueros y una americana demasiado grande. Calzaba náuticos.

– ¿Wasp? -preguntó él.

– ¿Trinity? -replicó Lisbeth.

Se saludaron con un movimiento de cabeza. No le preguntó el nombre a Mikael.

El compañero de Trinity fue presentado como Bob the Dog. Les esperaba en una vieja furgoneta Volkswagen, a la vuelta de la esquina. Abrieron las puertas correderas, entraron y se sentaron en unas sillas plegables sujetas a la pared. Mientras Bob sorteaba el tráfico londinense, Wasp y Trinity estuvieron hablando.

– Plague dijo que se trataba de un crash -bang job.

– Escucha telefónica y control del correo electrónico de un ordenador. Puede ser muy rápido o llevarnos unos días, dependiendo de la presión que meta éste. -Lisbeth señaló con el pulgar a Mikael-. ¿Podéis hacerlo?

– ¿Tienen pulgas los perros? -contestó Trinity.


Anita Vanger vivía en un pequeño chalé adosado en el señorial barrio residencial de Saint Albans, al norte de Londres, a poco más de una hora en coche. Desde la furgoneta pudieron verla llegar a casa y entrar a eso de las siete de la tarde. Esperaron a que se duchara, se preparara algo de cenar y se sentara delante de la tele. Luego Mikael llamó al timbre.

Una réplica casi idéntica de Cecilia Vanger abrió la puerta con un educado gesto inquisitivo en el rostro.

– Hola, Anita. Me llamo Mikael Blomkvist. Henrik Vanger me ha pedido que te haga una visita. Supongo que ya sabes lo de Martin.

Su cara pasó de manifestar sorpresa a ponerse en guardia. Nada más escuchar su nombre supo perfectamente de quién se trataba. Había estado en contacto con Cecilia Vanger, quien, sin duda, le habría comentado el enfado que tenía con Mikael. Pero el hecho de que lo hubiera enviado Henrik Vanger implicaba que se veía obligada a abrirle la puerta. Lo invitó a sentarse en el salón. Mikael miró a su alrededor. La casa de Anita Vanger estaba amueblada con mucho gusto y se notaba que era una persona con dinero y un buen trabajo, pero que llevaba una vida de lo más discreta. Por encima de una chimenea reconvertida en radiador de gas, Mikael advirtió un grabado firmado por Anders Zorn.

– Discúlpame por molestarte de manera tan imprevista; he intentado llamarte durante todo el día. Como estaba en Londres…

– Entiendo. ¿De qué se trata?

Su voz había tomado un tono defensivo.

– ¿Piensas ir al entierro?

– No, Martin y yo no estábamos muy unidos y no puedo permitirme abandonar el trabajo.

Mikael asintió. Anita Vanger llevaba treinta años manteniéndose, en la medida de lo posible, alejada de Hedestad. Desde que su padre regresó a la isla de Hedeby ella apenas había vuelto a poner el pie por allí.

– Quiero saber qué pasó con Harriet Vanger. Ha llegado la hora de la verdad.

– ¿Harriet? No entiendo lo que quieres decir.

Mikael se rió de su fingida ingenuidad.

– De toda la familia eras la que tenía una relación más íntima con Harriet. Fue a ti a quien se dirigió con su terrible historia.

– Estás loco -dijo Anita Vanger.

– En eso probablemente tengas razón -admitió Mikael despreocupadamente-. Anita: aquel sábado estuviste en la habitación de Harriet. Hay fotografías que lo prueban. Dentro de unos días informaré a Henrik de todo esto; luego, que él saque sus propias conclusiones. ¿Por qué no me cuentas lo que pasó?

Anita Vanger se levantó.

– Márchate de mi casa inmediatamente.

Mikael se levantó.

– Vale, pero tarde o temprano deberás hablar conmigo.

– No tengo nada que decirte.

– Martin está muerto -dijo Mikael con énfasis-. Nunca te cayó bien. Creo que te trasladaste a Londres no sólo para no ver a tu padre, sino también para no ver a Martin. Significa que estabas al tanto de todo, y la única que podría habértelo contado es Harriet. La cuestión es qué hiciste con esa información.

Anita Vanger le dio con la puerta en las narices.

Satisfecha, Lisbeth Salander sonrió a Mikael mientras lo liberaba del micrófono que llevaba debajo de la camisa.

– Tras cerrarte la puerta no ha tardado ni treinta segundos en descolgar el teléfono -dijo Lisbeth.

– El prefijo del país es Australia -informó Trinity, dejando caer los auriculares en la pequeña mesa de la furgoneta-. Tengo que comprobar el area code -dijo, tecleando en su portátil-. Muy bien; ha llamado a un número que pertenece a un teléfono de un pueblo que se llama Tennant Creek, al norte de Alice Springs, en el Territorio del Norte. ¿Quieres escuchar la conversación?

Mikael asintió.

– ¿Qué hora es en Australia ahora?

– Aproximadamente las cinco de la mañana.

Trinity activó el lector digital y conectó un altavoz. Mikael pudo oír ocho tonos de llamada antes de que alguien descolgara el teléfono. La conversación se mantuvo en inglés.

– Hola. Soy yo.

– Mmm, es cierto que soy madrugadora, pero…

– Pensaba llamarte ayer… Martin está muerto. Se mató anteayer en un accidente de tráfico.

Silencio. Luego, algo que sonó como un carraspeo, pero que podía interpretarse como «Bien».

– Pero tenemos un problema. Un detestable periodista que Henrik ha contratado acaba de llamar a mi puerta. Está haciendo preguntas sobre lo que ocurrió en 1966. Sabe algo.

Silencio de nuevo. Luego, una voz autoritaria.

– Anita: cuelga ahora mismo. No podemos tener contacto durante algún tiempo.

– Pero…

– Escríbeme una carta. Cuéntame lo que ha pasado.

La llamada se cortó.

– Una tía lista -dijo Lisbeth Salander con admiración.

Regresaron al hotel poco antes de las once de la noche. En la recepción les ayudaron a conseguir billetes en el primer avión que hubiera para Australia. Un momento después tenían reservas en un vuelo que no saldría hasta las 19.05 del día siguiente, con destino Canberra, Nueva Gales del Sur.

Solucionados todos los detalles, se desnudaron y cayeron rendidos en la cama.


Era la primera vez que Lisbeth Salander visitaba Londres, de modo que estuvieron toda la mañana paseando por Tottenham Court Road y por el Soho. Pararon a tomar un caffé latte en Old Compton Street. A eso de las tres volvieron al hotel para recoger las maletas. Mientras Mikael pagaba la factura, Lisbeth encendió su móvil y descubrió que tenía un mensaje.

– Dragan Armanskij quiere hablar conmigo.

Usó un teléfono de la recepción para llamar a su jefe. Mikael estaba un poco alejado y de repente vio cómo Lisbeth se volvía hacia él con el rostro petrificado. Se acercó inmediatamente.

– ¿Qué?

– Mi madre ha muerto. Tengo que volver a casa.

Lisbeth parecía tan desamparada que Mikael la abrazó. Ella lo rechazó.

Tomaron un café en el bar del hotel. Cuando Mikael dijo que iba a cancelar los billetes para Australia y acompañarla a Estocolmo, ella negó con la cabeza.

– No -dijo secamente-. No podemos mandar el trabajo a la mierda ahora. Pero tendrás que viajar solo.

Se despidieron delante del hotel y cada uno cogió un autobús hasta su respectivo aeropuerto.

Capítulo 26 Martes, 15 de julio – Jueves, 17 de julio

Mikael llegó a Canberra por la tarde y la única alternativa que tuvo fue coger un vuelo nacional hasta Alice Springs. Luego podía elegir entre fletar un avión o alquilar un coche para recorrer los restantes cuatrocientos kilómetros hacia el norte. Optó por esto último.

Cuando aterrizó en Canberra, una persona desconocida que firmaba con el bíblico nombre de Joshua y pertenecía a la misteriosa red internacional de Plague, o tal vez de Trinity, le había dejado un sobre en el mostrador de información del aeropuerto.

El número de teléfono que Anita había marcado pertenecía a un sitio llamado Cochran Farm. Un breve informe le ofrecía más información: se trataba de una granja de ovejas.

Un resumen sacado de Internet daba detalles acerca de la industria ovina del país:

Australia tiene 18 millones de habitantes, de los cuales 53.000 son granjeros de ovejas que crían, aproximadamente, 120 millones de cabezas. Sólo con la exportación de lana se facturan al año más de 3.500 millones de dólares. A esto se le suma la exportación de 700 millones de toneladas de carne de cordero, así como pieles para la industria textil. La producción de carne y lana constituye una de las industrias más importantes del país.

Cochran Farm, fundada en 1891 por un tal Jeremy Cochran, era la quinta empresa agrícola de Australia, con alrededor de sesenta mil ovejas merinas, cuya lana se consideraba especialmente valiosa. Aparte de las ovejas, la empresa también se dedicaba a la cría de vacas, cerdos y gallinas.

Mikael constató que Cochran Farm constituía una importante empresa con un impresionante volumen de ventas basado en la exportación, entre otros lugares, a Estados Unidos, Japón, China y Europa.

Las biografías personales que se adjuntaban le resultaron aún más fascinantes.

En 1972 una persona llamada Raymond Cochran le dejó en herencia Cochran Farm a un tal Spencer Cochran, educado en Oxford, Inglaterra. Spencer falleció en 1994 y desde entonces su viuda llevaba la granja. Ella aparecía en una foto borrosa de baja definición descargada desde la página web de Cochran Farm. Mostraba a una mujer rubia de pelo corto que estaba de pie, con la cara medio tapada, acariciando a una oveja. Según Joshua, la pareja se casó en Italia en 1971.

Su nombre era Anita Cochran.


Mikael pasó la noche en un pueblo de mala muerte que llevaba el esperanzador nombre de Wannado. En el único bar existente en aquel árido rincón del mundo comió asado de cordero y se tomó tres pintas de cerveza con unas glorias locales que le llamaban mate y que hablaban inglés con un curioso acento. Se sentía como si hubiese entrado en el rodaje de Cocodrilo Dundee.

Por la noche, antes de acostarse, telefoneó a Erika Berger a Nueva York.

– Lo siento, Ricky, he estado tan ocupado que no he tenido tiempo de llamarte.

– ¿Qué diablos ocurre en Hedestad? -explotó ella-. Christer me ha telefoneado para contarme que Martin ha muerto en un accidente de coche.

– Es una historia muy larga.

– ¿Y por qué no coges el móvil? Llevo días llamándote como una loca.

– Aquí no hay cobertura.

– ¿Dónde estás?

– Ahora mismo a unos doscientos kilómetros al norte de Alice Springs. O sea, en Australia.

Mikael raras veces conseguía sorprender a Erika. Esta vez ella permaneció callada durante más de diez segundos.

– ¿Y qué haces en Australia? Si se puede saber, claro…

– Estoy terminando el trabajo. Volveré a Suecia dentro de unos días. Sólo quería contarte que me falta poco para cumplir la misión que me encargó Henrik Vanger.

– ¿Quieres decir que has averiguado lo que pasó con Harriet?

– Creo que sí.


Llegó a Cochran Farm alrededor de las doce del día siguiente, y lo único que pudo averiguar fue que Anita Cochran se encontraba en una zona de producción situada en un lugar llamado Makawaka, a unos ciento veinte kilómetros al oeste.

Eran ya las cuatro de la tarde cuando Mikael, finalmente, consiguió llegar tras haberse abierto camino por innumerables carreteras secundarias. Detuvo el coche junto a una verja, donde un grupo de granjeros descansaban tomando café en torno al capó de un jeep. Mikael se bajó del coche, se presentó y les dijo que andaba buscando a Anita Cochran. Ellos miraron de reojo a un musculoso hombre de unos treinta años que, al parecer, era el que mandaba. Mostraba un torso desnudo muy bronceado excepto allí donde la camiseta le había protegido del sol. En la cabeza llevaba un sombrero de vaquero.

– Well, mate, la jefa está a unos diez kilómetros en esa dirección -dijo, señalando con el dedo pulgar.

Le echó una mirada escéptica al coche de Mikael y añadió que, probablemente, no sería muy buena idea continuar el camino en un coche japonés de juguete. Al final, el bronceado y atlético hombre dijo que como él iba hacia allá, podría llevar a Mikael en su jeep, el medio de transporte más adecuado para ese accidentado terreno. Mikael le dio las gracias y se llevó consigo su ordenador portátil.


El hombre se presentó como Jeff y contó que era Studs Manager at the Station. Mikael pidió que se lo tradujera. Jeff observó de reojo a Mikael y concluyó que no debía ser de por allí. Le explicó que Studs Manager equivaldría más o menos al jefe de la caja de un banco, aunque él gestionaba ovejas, y que Station era la palabra australiana para rancho.

Siguieron hablando mientras Jeff, de muy buen humor, conducía el jeep a veinte kilómetros por hora bajando por un barranco que tenía una inclinación lateral de veinte grados. Mikael le dio las gracias a su estrella de la suerte por no haber intentado llevar su coche alquilado. Le preguntó qué había abajo del todo y se enteró de que eran unos pastos para setecientas ovejas.

– Tengo entendido que Cochran Farm es una de las granjas más grandes que hay por aquí.

– Somos una de las más grandes de Australia -contestó Jeff no sin cierto orgullo en la voz-. Aquí, en el distrito de Makawaka, contamos con unas nueve mil ovejas más o menos, pero tenemos Stations tanto en Nueva Gales del Sur como en Australia Occidental. En total poseemos más de sesenta y tres mil cabezas.

Salieron del barranco para entrar en un paisaje montañoso, aunque algo menos accidentado. De repente, Mikael oyó unos disparos. Vio cadáveres de ovejas, grandes hogueras y una docena de trabajadores. Todos parecían llevar escopetas en la mano. Evidentemente, se dedicaban a la matanza de ovejas.

Sin querer, le vinieron a la mente los corderos del sacrificio bíblico.

Luego vio a una mujer en vaqueros, con camisa a cuadros rojos y blancos, y el pelo rubio y corto. Jeff aparcó a unos pocos metros de ella.

– Hi boss. We got a tourist -dijo.

Mikael bajó del jeep y la miró. Ella le devolvió la mirada con ojos inquisitivos.

– Hola, Harriet. Ha pasado mucho tiempo desde que nos vimos la última vez -dijo Mikael en sueco.

Ninguno de los hombres que trabajaban para Anita Cochran entendieron las palabras de Mikael, pero a nadie se le escapó la reacción de la mujer. Ella dio un paso hacia atrás con cara aterrorizada. Los hombres de Anita Cochran mostraron una actitud protectora hacia ella. Al advertir la reacción de su jefa, borraron la sonrisa de sus rostros y se pusieron en guardia, prestos a intervenir contra el extraño forastero, quien, obviamente, le había causado cierta incomodidad a su jefa. De pronto, Jeff borró la amabilidad de su rostro y se acercó un paso más a Mikael.

Mikael era consciente de que se hallaba en un barranco inaccesible en la otra punta del mundo, rodeado por una cuadrilla de sudorosos criadores de ovejas con escopetas en las manos. Una palabra de Anita Cochran y lo coserían a balazos.

El momento de tensión se disipó. Harriet Vanger les hizo una seña apaciguadora y los hombres retrocedieron. Se acercó a Mikael y, con la cara sucia y empapada de sudor, le miró a los ojos. Mikael advirtió que su pelo rubio escondía unas raíces más oscuras. Había envejecido y tenía la cara más delgada, pero se había convertido en la bella mujer que prometía la foto de su primera comunión.

– ¿Nos conocemos? -preguntó Harriet Vanger.

– Sí. Me llamo Mikael Blomkvist. Fuiste mi canguro durante un verano, cuando yo tenía tres años. Tú tendrías doce o trece.

Transcurrieron unos segundos hasta que su mirada se aclaró y Mikael vio que se acordaba de él. Parecía asombrada.

– ¿Qué quieres?

– Harriet, no soy tu enemigo. No estoy aquí para hacerte daño. Pero tenemos que hablar.

Ella se volvió hacia Jeff, le dijo que se quedara al mando y le hizo señas a Mikael para que la acompañara. Caminaron unos doscientos metros hasta un grupo de blancas tiendas de lona instaladas en una pequeña arboleda. Señaló una silla plegable que había junto a una desvencijada mesa, echó agua en una palangana y se lavó la cara antes de entrar para cambiarse de camisa. Fue a buscar dos cervezas a una nevera portátil y se sentó frente a Mikael.

– Tú dirás…

– ¿Por qué estáis matando a las ovejas?

– Tenemos una epidemia contagiosa. Tal vez la mayoría de ellas esté sana, pero no podemos arriesgarnos a que se propague la epidemia. Vamos a tener que sacrificar a más de seiscientas durante la próxima semana. Así que no estoy de muy buen humor.

Mikael asintió con la cabeza.

– Tu hermano se mató en un accidente de coche hace unos días.

– Ya me he enterado.

– Gracias a la llamada de Anita Vanger.

Le observó inquisitivamente durante un buen rato. Luego asintió con la cabeza. Comprendió que no tenía sentido negar la evidencia.

– ¿Cómo me has encontrado?

– Pinchamos el teléfono de Anita. -Mikael tampoco le encontró sentido a no decir la verdad-. Estuve con tu hermano unos minutos antes de que muriera.

Harriet Vanger frunció el ceño. Sus miradas se cruzaron. Luego él se quitó aquel ridículo pañuelo que llevaba, se bajó el cuello de la camisa y le enseñó la marca dejada por la soga. Estaba roja e inflamada y probablemente le dejaría de por vida una cicatriz como recuerdo de Martin Vanger.

– Tu hermano me había colgado de una soga cuando mi compañera apareció y le dio una buena paliza.

Un destello apareció en los ojos de Harriet.

– Creo que es mejor que me cuentes la historia desde el principio.


Le llevó más de una hora. Mikael empezó contando quién era y a qué se dedicaba. Describió cómo Henrik Vanger le había encargado el trabajo y por qué le convenía pasar una temporada en Hedeby. Resumió los motivos del estancamiento de la investigación policial y habló de cómo Henrik, durante todos esos años, había realizado otra por su cuenta, convencido de que alguien de la familia mató a Harriet. Encendió su ordenador y le explicó cómo encontró las fotos de Järnvägsgatan, y cómo él y Lisbeth empezaron a seguir el rastro de un asesino en serie que resultaron ser dos personas.

Anocheció mientras hablaba. Los hombres se prepararon para la noche; encendieron unos cuantos fuegos y pusieron ollas a hervir. Mikael advirtió que Jeff permanecía cerca de su jefa en todo momento, mirando desconfiadamente a Mikael. El cocinero les sirvió la comida. Abrieron otra cerveza. Cuando Mikael acabó de contar su historia, Harriet se quedó un rato en silencio.

– Dios mío -dijo de pronto.

– Pasaste por alto el asesinato de Uppsala.

– Ni siquiera lo descubrí. Estaba tan contenta por la muerte de mi padre y porque la violencia se había acabado que… Nunca se me ocurrió que Martin… -Se calló-. Me alegro de que esté muerto.

– Te entiendo.

– Pero tu historia no explica cómo comprendisteis que yo seguía viva.

– Una vez dedujimos lo que ocurrió, no resultó muy difícil sacar la conclusión del resto. Para poder desaparecer necesitabas ayuda. Anita Vanger era tu confidente y realmente la única opción lógica. Os habíais hecho amigas y ella pasó el verano contigo. Os alojasteis en la cabaña de Gottfried. Si confiabas en alguien, tenía que ser en ella; además, ella acababa de sacarse el carné de conducir.

Harriet Vanger lo observó sin inmutarse.

– Y ahora que sabes que estoy viva, ¿qué vas a hacer?

– Se lo contaré a Henrik. Merece saberlo.

– ¿Y luego? Eres periodista.

– Harriet, no voy a descubrirte. Ya he cometido tantas negligencias profesionales en todo este lío que, sin duda, la Asociación de Periodistas me echaría de sus filas si se enterara. Una falta más o menos no importa, y no quiero enfadar a mi vieja canguro -dijo, intentando bromear.

Ella no le encontró la gracia.

– ¿Quiénes saben la verdad?

– ¿De que estás viva? Ahora mismo sólo tú, yo, Anita y mi compañera Lisbeth. Dirch Frode estará enterado de unos dos tercios de la historia, pero todavía cree que moriste en los años sesenta.

Harriet Vanger pareció reflexionar sobre algo. Dirigió la mirada a la oscuridad. De nuevo Mikael tuvo la desagradable sensación de encontrarse en una situación de peligro, y se acordó de que Harriet Vanger tenía una escopeta, a medio metro de ella, apoyada contra la lona de la tienda. Luego sacudió la cabeza y dejó de imaginarse cosas. Cambió de tema.

– Pero ¿cómo has acabado como criadora de ovejas en Australia? Imagino que Anita Vanger te sacó de la isla de Hedeby cuando abrieron el puente un día después del accidente; quizá te escondieras en el maletero de su coche.

– La verdad es que sólo estuve tumbada en el suelo del asiento trasero con una manta encima. Pero nadie miró allí. En cuanto Anita llegó a la isla fui a verla y le conté que tenía que huir. Has acertado en eso de que yo confiaba en ella. Me ayudó. Y se ha mantenido como una leal amiga durante todos estos años.

– ¿Cómo viniste a parar a Australia?

– Al principio, antes de abandonar Suecia, me alojé un par de semanas en la habitación de la residencia de estudiantes de Anita, en Estocolmo. Ella tenía dinero y me lo prestó generosamente. También me dejó su pasaporte. Nos parecíamos mucho y lo único que yo debía hacer era teñirme el pelo de rubio. Durante cuatro años viví en un monasterio de Italia. No es que me metiera a monja; existen monasterios donde uno puede alquilar habitaciones baratas simplemente para estar en paz y pensar. Luego conocí a Spencer Cochran por casualidad. Era unos cuantos años mayor que yo, acababa de terminar sus estudios en Inglaterra y estaba viajando por Europa. Me enamoré. Él también. Fue así de simple. Anita Vanger se casó con él en 1971. Nunca me he arrepentido. Era un hombre maravilloso. Desgraciadamente, murió hace ocho años y de repente me convertí en la dueña de la granja.

– Pero ¿y el pasaporte? ¿Nadie descubrió que había dos Anitas Vanger?

– No, ¿por qué? Una sueca que se llama Anita Vanger y está casada con Spencer Cochran… Poco importa si vive en Londres o Australia. En Londres es la esposa separada de Spencer Cochran. En Australia es la auténtica esposa, la que realmente se casó con él. Nadie compara los registros informáticos de Canberra con los de Londres. Además, pronto tuve un pasaporte australiano con el apellido Cochran. El engaño funcionó perfectamente. La historia sólo se habría estropeado si Anita se hubiera querido casar. Mi matrimonio consta en el registro civil sueco.

– Algo que ella nunca ha hecho.

– Dice que no ha conocido a nadie. Pero yo sé que ha renunciado por mí. Es una amiga de verdad.

– ¿Qué hacía en tu habitación?

– Aquel día yo no actué de manera muy racional. Tenía miedo de Martin, pero mientras él estuviera en Uppsala el problema quedaba aparcado. Luego apareció allí, en esa calle de Hedestad, y me di cuenta de que nunca jamás viviría segura. Dudé entre contárselo a Henrik y huir. Como Henrik no tenía tiempo para escucharme me puse a dar vueltas por todo el pueblo sin saber qué hacer. Entiendo, naturalmente, que aquel accidente acaparara la atención de todo el mundo, pero no la mía. Tenía mis propios problemas y apenas me enteré de la tragedia. Todo me resultaba irreal. Y me crucé con Anita, que vivía en la pequeña casa de invitados del jardín de Gerda y Alexander. Fue entonces cuando me decidí y le pedí que me ayudara. Me quedé en su casa todo el tiempo sin atreverme a salir. Pero había una cosa que debía llevarme: el diario en el que tenía apuntado lo ocurrido hasta ese momento; además, necesitaba un poco de ropa. Anita fue a buscármelo todo.

– Supongo que no podría resistir la tentación de abrir la ventana para mirar el lugar del accidente. -Mikael reflexionó un instante-. Lo que no entiendo es por qué no acudiste a Henrik, tal y como tenías pensado.

– ¿Tú qué crees?

– La verdad es que no lo sé. Estoy convencido de que Henrik te habría ayudado; se habría encargado en el acto de que Martin no le hiciera daño a nadie más y, claro está, no te habría puesto en evidencia. Lo habría llevado todo discretamente con algún tipo de terapia o tratamiento.

– No has entendido lo que ocurrió.

Hasta ese momento, Mikael sólo se había referido a los abusos sexuales que Gottfried cometió con Martin, dejando en el aire lo sucedido con Harriet.

– Gottfried abusó de Martin -dijo Mikael cuidadosamente-. Sospecho que también abusó de ti.


Harriet Vanger no movió ni un solo músculo. Luego inspiró profundamente y se ocultó el rostro con las manos. Jeff no tardó ni tres segundos en acercarse para preguntarle si todo estaba all right. Harriet Vanger lo miró y le mostró una tímida sonrisa. Luego Mikael se sorprendió cuando ella se levantó y le dio a su Studs Manager un abrazo y un beso en la mejilla. Harriet se volvió hacia Mikael rodeando con el brazo el hombro de Jeff.

– Jeff, éste es Mikael, un viejo… amigo del pasado. Ha venido a traer problemas y malas noticias, pero no vamos a matar al mensajero. Mikael, éste es Jeff Cochran. Mi hijo mayor. Tengo otro hijo y una hija.

Mikael lo saludó con un movimiento de cabeza. Jeff tendría unos treinta años; Harriet Vanger debía de haberse quedado embarazada muy poco tiempo después de casarse con Spencer Cochran. Mikael se levantó, le tendió la mano y se disculpó por haber alterado a su madre, algo que, desgraciadamente, había resultado inevitable. Harriet intercambió unas palabras con Jeff y luego le dijo que se fuera. Volvió a sentarse junto a Mikael con aspecto de haber tomado una decisión.

– No más mentiras. Supongo que ya ha terminado todo. En cierto sentido llevo esperando este día desde 1966. Durante muchos años mi gran terror ha sido que alguien como tú se acercara y me llamara por mi verdadero nombre. Y, ¿sabes?, de repente me trae sin cuidado. Mi crimen ha prescrito. Y me importa una mierda lo que la gente piense de mí.

– ¿Crimen? -preguntó Mikael.

Ella lo miró fijamente a los ojos, pero, aun así, él no pareció entender de qué estaba hablando.

– Tenía dieciséis años. Tenía miedo. Estaba avergonzada. Desesperada. Estaba sola. Los únicos que conocían la verdad eran Anita y Martin. A Anita le había contado lo de los abusos sexuales, pero no fui capaz de decirle que, además, mi padre era un loco asesino de mujeres. Eso Anita no lo sabe. En cambio, le confesé el crimen que yo misma cometí; un crimen tan terrible que, a la hora de la verdad, no me atreví a contárselo a Henrik. Recé a Dios para que me perdonara. Y me refugié en aquel monasterio durante años.

– Harriet, tu padre era un violador y un asesino. Tú no tenías ninguna culpa.

– Ya lo sé. Mi padre abusó de mí durante un año. Hice todo lo que estuvo en mis manos para evitar que… pero era mi padre y no podía negarme de repente a tener nada que ver con él sin explicar por qué. Así que mostré mi mejor sonrisa, interpreté mi papel e intenté dar la sensación de que todo estaba bien; pero me aseguraba de que siempre hubiera más gente cerca cada vez que lo veía. Mi madre sabía lo que él hacía, claro, pero a ella no le importaba.

– ¿Isabella lo sabía? -exclamó Mikael con estupefacción.

La voz de Harriet Vanger adquirió un tono severo.

– Claro que lo sabía. Nada de lo que pasaba en nuestra familia era ignorado por Isabella. Pero no se daba por enterada si se trataba de alguna cosa desagradable o que ofreciera una mala imagen de su persona. Mi padre podría haberme violado en medio del salón ante sus propios ojos sin que ella lo reconociera. Era incapaz de admitir que algo no iba bien en mi vida o en la suya.

– La he conocido. Es una bruja.

– Y lo ha sido toda su vida. A menudo he reflexionado sobre la relación entre ella y mi padre. He llegado a la conclusión de que, después de mi nacimiento, nunca, o muy raramente, mantuvieron relaciones sexuales. Mi padre tenía otras mujeres, pero, por alguna extraña razón, Isabella le daba miedo. Se distanció de ella, pero fue incapaz de divorciarse.

– En la familia Vanger nadie se divorcia.

Ella se rió por primera vez.

– Sí, es verdad. Pero el tema es que yo era incapaz de contar todo aquello. Todo el mundo se enteraría. Mis compañeros de clase, toda la familia…

Mikael puso una mano sobre la de ella.

– Harriet, lo siento de verdad.

– Yo tenía catorce años cuando me violó por primera vez. Y durante el año siguiente me llevó a su cabaña. En varias ocasiones Martin estuvo presente. Mi padre nos forzaba a mí y a Martin a hacer cosas con él. Y me sujetaba los brazos para que Martin pudiera… satisfacerse encima de mí. Cuando mi padre murió, Martin ya estaba preparado para tomar el relevo. Esperaba que yo me convirtiera en su amante, y consideraba natural que yo me sometiera a él. Y a esas alturas yo ya no tenía elección. Estaba obligada a obedecerle. Me había deshecho de un verdugo sólo para acabar en las garras de otro, y todo lo que podía hacer era asegurarme de que nunca surgiese una ocasión en la que me encontrara a solas con él.

– Henrik habría…

– Sigues sin entenderlo.

Ella elevó la voz. Mikael vio que algunos de los hombres de las tiendas contiguas lo miraron de reojo. Volvió a bajar la voz y se inclinó hacia él.

– Todas las cartas están sobre la mesa. Tienes que deducir el resto.

Se levantó y fue a por otras dos cervezas. Al volver, Mikael le dijo una sola palabra.

– ¿Gottfried?

Ella asintió con la cabeza.

– El 7 de agosto de 1965 mi padre me obligó a ir a su cabaña. Henrik se había ido de viaje. Mi padre estaba borracho, al borde del coma etílico. Intentó forzarme, pero ni siquiera se le levantó. Siempre se mostraba… grosero y violento hacia mí cuando nos encontrábamos a solas, pero esta vez se pasó de la raya. Se me orinó encima. Luego me dijo lo que quería hacer conmigo. Durante la noche me habló de las mujeres que había asesinado. Empezó a alardear de ello. Citó la Biblia. Siguió durante horas. No entendía ni la mitad de lo que decía pero me di cuenta de que estaba completamente enfermo. -Ella tomó un trago de cerveza-. En un momento dado, a eso de la medianoche, le dio un arrebato. Se volvió completamente loco. Nos hallábamos arriba, en el loft. Me puso una camiseta alrededor del cuello y apretó todo lo que pudo. Se me nubló la vista. No me cabe la menor duda de que realmente me quería matar y aquella noche, por primera vez, consiguió consumar la violación.

Harriet Vanger miró a Mikael con ojos suplicantes.

– Pero su borrachera era tal que, no sé cómo, conseguí escapar. Salté del loft al suelo y huí presa del pánico. Estaba desnuda y, sin pensármelo dos veces, eché a correr y acabé en el embarcadero. Él venía detrás, haciendo eses, persiguiéndome.

De repente, Mikael deseó que ella no le contara nada más.

– Fui lo suficientemente fuerte como para empujar a un viejo borracho al agua. Usé un remo para mantenerlo bajo la superficie hasta que dejó de moverse. Sólo fue cuestión de unos pocos segundos. -Harriet hizo una pausa y el silencio resultó ensordecedor-. Cuando levanté la vista, allí estaba Martin. Parecía aterrorizado, pero a la vez sonreía burlonamente. No sé cuánto tiempo llevaba allí, fuera de la cabaña, espiándonos. Desde aquel momento me encontré a merced de su voluntad. Se acercó a mí, me cogió del pelo y me llevó de nuevo a la cabaña y a la cama de Gottfried. Me ató y me violó mientras nuestro padre seguía flotando en el agua, junto al embarcadero. Ni siquiera tuve fuerzas parar oponer resistencia.

Mikael cerró los ojos. De pronto sintió vergüenza y deseó haber dejado a Harriet Vanger en paz. Pero la voz de ella recobró la energía.

– Desde aquel día yo estuve bajo su poder. Obedecía a todas sus órdenes. Como paralizada. Lo que me salvó de la locura fue que a Isabella se le ocurriera que Martin necesitaba un cambio de aires después del trágico fallecimiento de su padre. Y lo mandó a Uppsala, evidentemente porque sabía lo que Martin hacía conmigo. Fue su manera de resolver el problema. Imagínate la decepción de Martin.

Mikael asintió.

– Durante el siguiente año Martin sólo vino a casa por Navidad, de modo que conseguí apartarme bastante de él. Entre Navidad y Año Nuevo acompañé unos días a Henrik en un viaje a Copenhague. Y cuando llegaron las vacaciones de verano, recurrí a Anita. Confié en ella; se quedó conmigo todo el tiempo y se aseguró de que Martin no se acercara a mí.

– Le descubriste en Järnvägsgatan.

Ella asintió con la cabeza.

– Me habían dicho que no iba a acudir a la reunión familiar, sino que se quedaría en Uppsala. Pero, al parecer, cambió de opinión y, de repente, allí estaba, al otro lado de la calle, mirándome fijamente. Con una sonrisa en los labios. Fue como una pesadilla. Yo había matado a mi padre y me di cuenta de que nunca me libraría de mi hermano. Hasta ese mismo momento había pensado en quitarme la vida. Finalmente opté por huir.

Harriet observó a Mikael con cierta felicidad en la mirada.

– La verdad es que me ha sentado bien contar la verdad. Ahora ya lo sabes todo. ¿Qué piensas hacer con esa información?

Capítulo 27 Sábado, 26 de julio – Lunes, 28 de julio

A las diez de la mañana, Mikael recogió a Lisbeth Salander en la puerta de su casa, en Lundagatan, y la llevó al crematorio del cementerio norte. La acompañó durante el funeral. Lisbeth y Mikael eran, junto con la oficiante, los únicos allí presentes hasta que, al comenzar la ceremonia, Dragan Armanskij entró repentina y sigilosamente por la puerta. Saludó a Mikael con un movimiento de cabeza y se situó detrás de Lisbeth poniéndole cuidadosamente una mano sobre el hombro. Ella inclinó la cabeza sin mirarle, como si supiera quién se hallaba a sus espaldas. Luego los ignoró a los dos.

Lisbeth no había contado nada sobre su madre, pero, al parecer, la reverenda había hablado con alguien de la residencia donde falleció; Mikael comprendió que la causa de la muerte había sido un derrame cerebral. Lisbeth no pronunció palabra durante todo el acto. La reverenda perdió el hilo dos veces al dirigirse a Lisbeth, quien la miró fijamente a los ojos sin contestar. Al terminar el funeral, Lisbeth se dio la vuelta y se marchó sin dar las gracias ni despedirse de nadie. Mikael y Dragan tomaron aire profundamente y se miraron de reojo. No tenían ni idea de lo que estaba pasando por la cabeza de Lisbeth.

– Se encuentra muy mal -dijo Dragan.

– Ya me he dado cuenta -contestó Mikael-. Qué bien que hayas venido.

– No estoy tan seguro. -Armanskij clavó la mirada en Mikael-. ¿Os vais otra vez para el norte? Échale un ojo.

Mikael se lo prometió. Se despidieron delante de la puerta de la iglesia. Lisbeth ya esperaba en el coche.

Ella tenía que ir a Hedestad para buscar su moto y el equipo que tomó prestado de Milton Security. No rompió el silencio hasta que pasaron Uppsala, cuando le preguntó por el viaje a Australia. Mikael había aterrizado en Arlanda la noche anterior, muy tarde, y sólo había dormido un par de horas. Durante el trayecto le relató la historia de Harriet Vanger. Lisbeth Salander permaneció callada durante media hora antes de abrir la boca.

– Bitch -soltó.

– ¿Quién?

– La Harriet Vanger de los cojones. Si hubiese hecho algo en 1966, Martin Vanger no habría seguido asesinando y violando a mujeres durante treinta y siete años.

– Harriet conocía los asesinatos de su padre, pero no tenía ni idea de que Martin estuviera involucrado. Huyó de un hermano que la violaba, y que amenazaba con revelar que ella había ahogado a su padre si no hacía lo que él le decía.

– Bullshit.

No hablaron más hasta que entraron en Hedestad. Lisbeth estaba de un humor particularmente sombrío. Mikael llegaba tarde a la reunión acordada, así que la dejó en el cruce del camino que llevaba a la isla de Hedeby y le preguntó si todavía se hallaría en casa cuando él volviera.

– ¿Piensas pasar la noche aquí? -preguntó ella.

– Supongo que sí.

– ¿Quieres que yo esté cuando regreses?

Él se bajó, bordeó el coche y la abrazó. Lisbeth le apartó de un empujón, casi violentamente. Mikael se echó hacia atrás.

– Lisbeth, somos amigos, ¿no?

Ella lo contempló con inexpresivos ojos.

– ¿Quieres que me quede para tener con quien follar esta noche?

Mikael le devolvió una larga mirada. Luego se dio la vuelta, subió al coche y arrancó el motor. Bajó la ventanilla. La hostilidad de Lisbeth era palpable.

– Quiero ser tu amigo -dijo él-. Si no me crees, no hace falta que estés cuando vuelva esta noche.


Henrik Vanger estaba levantado y vestido cuando Dirch Frode hizo pasar a Mikael a la habitación del hospital. Nada más entrar le preguntó al viejo por su salud.

– Mañana van a dejarme salir para el entierro de Martin.

– ¿Qué es lo que te ha contado Dirch?

Henrik Vanger bajó la mirada.

– Me ha contado lo que hicieron Martin y Gottfried. Ahora sé que esto es mucho peor de lo que me había imaginado.

– Sé lo que ocurrió con Harriet.

– ¿Cómo murió?

– Harriet no está muerta. Sigue viva. Tiene muchas ganas de verte, si tú quieres.

Tanto Henrik Vanger como Dirch Frode miraron perplejos a Mikael, como sí el mundo se hubiera puesto patas arriba.

– Me llevó un rato convencerla para que hiciera el viaje, pero vive, se encuentra bien y ha venido a Hedestad. Llegó esta mañana y estará aquí en menos de una hora. Si es que quieres verla, claro.


Mikael tuvo que contar otra vez la historia de principio a fin. Henrik Vanger lo escuchó con suma atención, como si se tratara del sermón de la colina de Jesucristo en versión moderna. En momentos muy concretos, le hacía una pregunta a Mikael o le pedía que repitiera algo. Dirch Frode no pronunció ni una sola palabra.

Cuando Mikael concluyó su relato, el viejo se quedó en silencio. Por mucho que los médicos le hubiesen asegurado que Henrik Vanger estaba recuperado de su infarto, Mikael había temido ese momento; tenía miedo de que la historia fuese demasiado para el anciano. Pero, al margen de que su voz tal vez sonara algo pastosa, Henrik no dio muestra alguna de emoción cuando rompió su silencio.

– Pobre Harriet. Ojalá hubiera acudido a mí.

Mikael miró el reloj. Eran las cuatro menos cinco.

– ¿Quieres verla? Ahora que sabes lo que ha hecho, ella teme que la rechaces.

– ¿Y las flores? -inquirió Henrik.

– Se lo pregunté en el avión. Había una sola persona en la familia a la que ella quería: tú. Naturalmente, quien enviaba las flores era ella. Esperaba que entendieras que seguía viva y que se encontraba bien sin que fuera preciso aparecer. Pero como su único canal de información era Anita, que salió del país en cuanto terminó sus estudios y jamás visitaba Hedestad, sus conocimientos sobre lo que aquí ocurría han sido muy limitados. Nunca supo de tu terrible sufrimiento, ni que creías que su asesino se burlaba de ti enviando las flores.

– Supongo que era Anita quien echaba los sobres al correo.

– Trabajaba en una compañía aérea y volaba por todo el mundo. Los enviaba desde donde se encontrara en ese momento.

– Pero ¿cómo supiste que fue precisamente Anita la que la ayudó?

– Por la fotografía; era ella la que se veía en la ventana del cuarto de Harriet.

– Pero podría haber estado implicada, ella podría haber cometido el crimen. ¿Cómo te diste cuenta de que Harriet estaba viva?

Mikael miró a Henrik durante un largo rato. Luego sonrió por primera vez desde que volvió a Hedestad.

– Anita estaba involucrada en la desaparición de Harriet, pero no podía haberla matado.

– ¿Cómo podías estar tan seguro?

– Porque esto no es ninguna de esas malditas novelas de detectives donde todas las piezas tienen que encajar. Si Anita hubiese asesinado a Harriet, hace ya mucho tiempo que habrías encontrado el cuerpo. Por lo tanto, lo único lógico era que ella la ayudara a huir y a mantenerse escondida. ¿Quieres verla?

– Claro que quiero ver a Harriet.


Mikael fue a buscar a Harriet hasta los ascensores de la entrada. Al principio, no la reconoció; desde que se despidieron en Arlanda el día anterior, había recuperado su original y oscuro color de pelo. Llevaba pantalones negros, una blusa blanca y una elegante chaqueta gris. Estaba deslumbrante. Mikael se inclinó hacia delante y le dio un beso de ánimo en la mejilla.

Cuando Mikael le abrió la puerta a Harriet, Henrik se levantó de su silla. Ella inspiró profundamente.

– Hola, Henrik -dijo.

El viejo la examinó de pies a cabeza. Luego Harriet se le acercó y le dio un beso en la mejilla. Mikael le hizo un movimiento de cabeza a Dirch Frode y cerró la puerta para dejarlos solos.


Lisbeth Salander no estaba en la casita cuando Mikael volvió a la isla de Hedeby. Tampoco el equipo de videovigilancia, la moto ni la bolsa con su ropa. Sus artículos de aseo personal habían desaparecido del cuarto de baño. Sintió un gran vacío.

Mikael recorrió la casa con cierta tristeza. De repente, le resultó extraña e irreal. Echó una mirada a los montones de papeles del estudio, que iba a meter en cajas para devolvérselos a Henrik Vanger, pero fue incapaz de ponerse a recogerlos. Subió a Konsum y compró pan, leche, queso y algo para cenar. Al volver preparó café y se sentó en el jardín a leer los periódicos vespertinos, sin pensar absolutamente en nada.

Hacia las cinco y media, un taxi atravesó el puente. Volvió a pasar, de vuelta, tres minutos después. Mikael descubrió a Isabella en el asiento de atrás.

Se quedó dormido en la silla del jardín. Alrededor de las siete Dirch Frode llegó y lo despertó.

– ¿Qué tal Henrik y Harriet? -preguntó Mikael.

– La verdad es que esta triste historia tiene su punto -contestó Dirch Frode con una sonrisa contenida-. Isabella ha irrumpido inesperadamente en la habitación de Henrik. Se había enterado de tu vuelta y estaba completamente fuera de sí. Ha empezado a gritar que ya va siendo hora de que acaben todas esas estupideces de Harriet, y que tú, metiéndote donde no te llamaban, has provocado la muerte de su hijo.

– Bueno, sí; supongo que tiene razón.

– Le ha ordenado a Henrik que te despida y que se asegure de que desaparecerás; y que deje, de una vez por todas, de buscar fantasmas.

– Uy, Dios.

– Ni siquiera ha mirado a la mujer que estaba sentada en la habitación hablando con Henrik. Pensaría, sin duda, que era alguien del hospital. En la vida se me olvidará el momento en el que Harriet se ha levantado, ha mirado a Isabella y le ha dicho: «Hola, mamá».

– ¿Y qué ha pasado?

– Hemos tenido que llamar a un médico para reanimar a Isabella. Ahora niega que realmente sea Harriet; dice que se trata de una impostora que tú has contratado.

Dirch Frode estaba sólo de paso; se dirigía a casa de Cecilia y de Alexander para darles la noticia de que Harriet había resucitado de entre los muertos. Apresurado, continuó su camino y volvió a dejar solo a Mikael.


Lisbeth Salander llenó el depósito en una gasolinera al norte de Uppsala. Había ido conduciendo algo tensa y ensimismada, con la mirada fija en la carretera. Pagó con prisas y se volvió a montar en la moto. Arrancó y se acercó a la salida, donde, indecisa, volvió a parar.

Seguía sintiéndose mal. Se enfureció al abandonar Hedeby, pero su rabia había ido disminuyendo a lo largo del viaje. No sabía muy bien por qué estaba tan furiosa con Mikael Blomkvist, ni siquiera si su enfado era con él.

Pensó en Martin Vanger, en la Harriet Vanger de los cojones, en el Dirch Frode de los cojones y en toda la maldita familia Vanger, que se hallaba en Hedestad gobernando su pequeño imperio y conspirando unos contra otros. Se habían visto obligados a recurrir a su ayuda, pero lo cierto es que en circunstancias normales ni siquiera se habrían dignado a saludarla y, mucho menos aún, a confiarle sus secretos.

¡Maldita chusma de mierda!

Inspiró profundamente pensando en su madre, a quien acababan de incinerar esa misma mañana. Ya nada tenía remedio; la muerte de su madre significaba que la herida no se curaría en la vida, porque Lisbeth jamás tendría respuestas a las preguntas que le habría querido hacer.

Pensó en Dragan Armanskij, que permaneció tras ella durante el funeral. Debería haberle dicho algo. Al menos haberle confirmado que sabía que él se encontraba allí. Pero si lo hubiera hecho, Dragan habría tenido una excusa para empezar a organizarle la vida. Si le diera un dedo, él le cogería el brazo entero. Y Armanskij nunca entendería nada.

Pensó en el abogado Nils Bjurman de los cojones, que era su administrador y que, al menos de momento, estaba controlado y hacía lo que se le decía.

La invadió un odio implacable y apretó los dientes.

Pensó en Mikael Blomkvist y se preguntó qué diría cuando se enterara de que ella tenía un administrador y de que toda su vida apestaba como un puto nido de ratas.

Se dio cuenta de que realmente no estaba enfadada con él. Simplemente fue la persona en la que descargó su rabia cuando, más que otra cosa, le entraron unas ganas terribles de matar a alguien. Cabrearse con él no tenía sentido.

Se sentía extrañamente ambivalente ante Mikael.

Porque metía sus narices en todo y husmeaba en su vida privada… Pero también había estado a gusto trabajando a su lado. Eso en sí mismo ya le resultaba raro: trabajar con alguien. No estaba acostumbrada, pero la verdad es que, para su sorpresa, no había sido demasiado doloroso. Él no se ponía pesado. No intentaba decirle cómo debía vivir su vida.

Fue ella quien lo sedujo a él, no al revés.

Además, había sido satisfactorio.

Entonces, ¿por qué se sentía con ganas de darle una patada en la cara?

Lisbeth suspiró e, infeliz, levantó la mirada para contemplar un trailer que pasaba haciendo ruido por la E 4.


A las ocho de la tarde, Mikael continuaba sentado en el jardín cuando oyó el motor de una moto y vio a Lisbeth Salander atravesar el puente. Ella aparcó y se quitó el casco. Se acercó a la mesa del jardín y tocó la cafetera, que estaba fría y vacía. Mikael la observó asombrado. Ella se fue a la cocina con la cafetera. Al salir ya no llevaba el mono de cuero, sino unos vaqueros y una camiseta con el texto: I can be a regular bitch. Just try me.

– Pensé que te habías largado -dijo Mikael.

– Me di la vuelta en Uppsala.

– Menudo paseíto.

– Me duele el culo.

– ¿Por qué has vuelto?

Ella no contestó. Mikael no insistió; simplemente, esperó y al cabo de diez minutos Lisbeth rompió el silencio.

– Me gusta estar contigo -reconoció con desgana.

Era la primera vez que esas palabras salían de su boca.

– Ha sido… interesante trabajar contigo en este caso -añadió.

– A mí también me ha gustado llevar a cabo esta tarea contigo -dijo Mikael.

– Mmm.

– La verdad es que nunca he colaborado con una investigadora tan condenadamente buena. Vale, sé que eres una maldita hacker y que te mueves en círculos sospechosos, donde, al parecer, uno puede coger el teléfono y, en tan sólo veinticuatro horas, organizar una escucha telefónica ilegal en Londres. Pero la verdad es que al final obtienes resultados.

Ella le miró por primera vez desde que se sentó a la mesa. Él conocía muchos secretos suyos. ¿Cómo era posible?

– Es así, sencillamente. Entiendo de ordenadores. Y nunca he tenido problemas para leer un texto y comprender exactamente qué es lo que dice.

– Tu memoria fotográfica -dijo él tranquilamente.

– Supongo. Simplemente sé cómo funciona. No sólo se trata de ordenadores y redes telefónicas, sino del motor de mi moto, de televisores y aspiradoras, y de procesos químicos y fórmulas astrofísicas. Soy una chalada. Una freak.

Mikael frunció el ceño. Permaneció callado un buen rato.

«El síndrome de Asperger -pensó-. O algo así. Un talento para ver estructuras y entender razonamientos abstractos allí donde los demás sólo ven el caos más absoluto.»

Lisbeth tenía la mirada bajada, fija en la mesa.

– La mayoría de la gente daría cualquier cosa por tener un don así.

– No quiero hablar de eso.

– Vale, lo dejamos. ¿Por qué has vuelto?

– No lo sé. Tal vez haya sido un error.

Él la miró inquisitivamente.

– Lisbeth, ¿puedes definir la palabra amistad?

– Es cuando quieres a alguien.

– Vale, pero ¿qué es lo que te hace querer a alguien?

Ella se encogió de hombros.

– La amistad, o al menos mi definición de ella, se basa en dos cosas: respeto y confianza -continuó él-. Y deben ser mutuas. Además, se tienen que dar los dos factores; puedes respetar a alguien, pero si no hay confianza, la amistad se desmorona.

Ella seguía callada.

– Ya sé que no quieres hablar de ti, aunque alguna vez habrás de decidir si confiar en mí o no. Quiero que seamos amigos, pero esto es cosa de dos.

– Me gusta acostarme contigo.

– El sexo no tiene nada que ver con la amistad. Claro que los amigos pueden acostarse, pero, Lisbeth, si me veo obligado a elegir entre el sexo y la amistad en lo que se refiere a ti, sé perfectamente lo que elegiría.

– No lo entiendo. ¿Quieres acostarte conmigo o no?

Mikael se mordió el labio. Al final suspiró.

– Uno no debe mantener relaciones sexuales con la gente con la que trabaja -murmuró-. Sólo acarrea problemas.

– Me he perdido algo. ¿Acaso no folláis Erika Berger y tú cada vez que se presenta la ocasión? Además, ella está casada.

Durante un momento Mikael permaneció en silencio.

– Erika y yo… tenemos una historia que iniciamos mucho antes de que empezáramos a trabajar juntos. Que ella esté casada no es asunto tuyo.

– Vaya; así que de repente eres tú el que no desea hablar de sí mismo… ¿No era la amistad una cuestión de confianza?

– Sí, pero lo que quiero decir es que no hablo de un amigo a sus espaldas. Porque entonces traicionaría su confianza. Tampoco hablaría de ti con Erika.

Lisbeth Salander meditó acerca de esas palabras. Se había convertido en una conversación complicada. Y a ella no le gustaban las conversaciones complicadas.

– Me gusta acostarme contigo -repitió ella.

– Y a mí contigo…, pero ya tengo una edad, la suficiente como para ser tu padre.

– A la mierda tu edad.

– No puedes mandar a la mierda nuestra diferencia de edad. No es un buen punto de partida para una relación duradera.

– ¿Y quién ha dicho que deba ser duradera? -replicó Lisbeth-. Acabamos de resolver un caso donde unos hombres con una sexualidad jodidamente retorcida han desempeñado el papel protagonista. Si yo pudiera decidir, ese tipo de hombres serían exterminados uno a uno.

– Una cosa está clara: no te gustan las medias tintas.

– Pues no -dijo ella, mostrando esa sonrisa torcida que más bien parecía otra cosa-. Pero no te preocupes: tú no eres uno de ellos.

Ella se levantó.

– Me voy a la ducha y luego pienso meterme desnuda en tu cama. Si te consideras demasiado viejo, vete a dormir a la cama plegable.

Mikael la siguió con la mirada. Fueran cuales fuesen los complejos que Lisbeth tuviera en la cabeza, estaba claro que la timidez no era uno de ellos. Mikael siempre acababa perdiendo todas las discusiones con ella. Al cabo de un rato recogió las tazas de café y se fue al dormitorio.


Se levantaron hacia las diez, se ducharon juntos y desayunaron en el jardín. A las once Dirch Frode llamó a Mikael. Le informó de que el entierro tendría lugar a las dos de la tarde y le preguntó si pensaban asistir.

– No creo -respondió.

Dirch Frode quiso saber si podría pasarse por la tarde, a las seis, para hablar con ellos. Mikael contestó que no había ningún problema.

Tardó unas cuantas horas en meter todos los papeles en las cajas y llevarlas al estudio de Henrik. Al final sólo quedaban sus propios cuadernos y las dos carpetas sobre el caso Wennerström, que llevaba seis meses sin abrir. Suspiró y lo metió todo en su bandolera.


Dirch Frode se retrasó; no llegó hasta las ocho. Todavía llevaba el traje del funeral y parecía estar destrozado cuando se sentó en el arquibanco de la cocina, aceptando con gratitud la taza de café que Lisbeth le sirvió. Ella se sentó a la otra mesa con su ordenador mientras Mikael se interesaba por cómo había recibido la familia la resurrección de Harriet.

– Se puede decir que ha eclipsado el fallecimiento de Martin. Y ahora también se han enterado los medios de comunicación.

– ¿Y cómo habéis explicado la situación?

– Harriet ha hablado con un periodista del Kuriren. Su historia es que se escapó de casa porque no se llevaba bien con su familia, pero que evidentemente le ha ido muy bien en la vida, ya que dirige una empresa con el mismo volumen de negocios que el Grupo Vanger.

Mikael silbó.

– Ya sabía que las ovejas australianas daban dinero, pero no tenía ni idea de que llegara a tanto.

– El rancho va viento en popa, pero no es la única fuente de ingresos. Las empresas Cochran se dedican a la explotación de minas, ópalos, la industria manufacturera, transportes, electrónica y un montón de cosas más.

– ¡Vaya! ¿Y qué va a pasar ahora?

– Si te soy sincero, no lo sé. Ha ido apareciendo gente a lo largo de todo el día; la familia se está reuniendo por primera vez en muchos años, tanto por la parte de Fredrik Vanger como por la de Johan Vanger. Y han venido muchos de la generación más joven: los que tienen en torno a veinte años. Ahora mismo habrá unos cuarenta miembros de la familia Vanger en Hedestad; la mitad está en el hospital fatigando a Henrik y la otra mitad en el Stora Hotellet hablando con Harriet.

– Harriet es la gran sensación. ¿Cuánta gente sabe lo de Martin?

– De momento, sólo Henrik, Harriet y yo. Hemos mantenido una larga conversación en privado. Lo de Martin y… sus perversiones es, en estos momentos, nuestra mayor preocupación. Su muerte ha ocasionado una colosal crisis en todo el Grupo.

– Lo entiendo.

– No hay un heredero natural, pero Harriet se va a quedar un tiempo en Hedestad. Entre otras cosas, hemos de resolver el tema de quién tiene derecho a qué, cómo repartir la herencia y cosas por el estilo. Porque, de hecho, a Harriet le corresponde una parte que, si hubiera vivido siempre aquí, sería bastante sustanciosa. Esto es una verdadera pesadilla.

Mikael se rió. Dirch Frode no.

– Isabella ha sufrido un colapso, está ingresada en el hospital. Harriet se niega a visitarla.

– La entiendo.

– Anita va a venir de Londres. Hemos convocado un consejo de familia para la semana que viene. Será la primera vez en veinticinco años que Anita participe.

– ¿Quién será el nuevo director ejecutivo?

– Birger anda detrás del puesto, pero no será tenido en cuenta. Lo que va a ocurrir es que Henrik, desde el hospital, tomará las riendas y entrará como director provisional hasta que contratemos a alguien ajeno a la familia, o hasta que alguno de sus miembros…

No terminó la frase. De repente, Mikael arqueó las cejas.

– ¿Harriet? No lo dices en serio…

– ¿Por qué no? Estamos hablando de una empresaria sumamente competente y respetada.

– Pero ya está al mando de una empresa en Australia.

– Cierto. Pero su hijo, Jeff Cochran, lleva el timón en su ausencia.

– Es Studs Manager de una granja de ovejas. Si no me equivoco, se encarga de que las ovejas más apropiadas se apareen.

– También tiene un título en económicas por la universidad de Oxford y otro de derecho por la de Melbourne.

Mikael pensó en el sudoroso y musculoso hombre con el torso desnudo que le había llevado barranco abajo, e intentó imaginárselo con un traje. ¿Por qué no?

– Esto no se va a resolver en un abrir y cerrar de ojos -siguió Dirch Frode-. Pero Harriet sería una directora perfecta. Con el apoyo apropiado podría darle un giro completamente nuevo al Grupo.

– Le faltan conocimientos.

– Es verdad. Está claro que Harriet no puede aparecer así como así después de varias décadas y ponerse a dirigir de inmediato hasta el más mínimo detalle. Pero el Grupo Vanger es internacional y podríamos traer un director americano que no supiera ni una palabra de sueco… El mundo de los negocios es así.

– Tarde o temprano, tendréis que ocuparos de lo que hay en el sótano de Martin.

– Ya lo sé. Pero si hablamos, habrá consecuencias para Harriet… Me alegro de no ser yo el que tome la decisión respecto a ese tema.

– Maldita sea, Dirch; no podéis ocultar que Martin era un asesino en serie.

Dirch Frode se calló y se rebulló, incómodo, en la silla. De repente, a Mikael le entró un mal sabor de boca.

– Mikael, me encuentro en una situación… muy incómoda.

– Cuenta.

– Tengo un mensaje de Henrik. Es muy simple. Te da las gracias por el trabajo que has hecho y dice que considera cumplido el contrato. Significa que te libra de las demás obligaciones, que ya no estás obligado a vivir y a trabajar en Hedestad, etcétera, etcétera. O sea, que puedes volver a Estocolmo inmediatamente y dedicarte a tus cosas.

– ¿Quiere que desaparezca de la escena?

– En absoluto. Quiere que le hagas una visita para hablar del futuro. Dice que espera que su compromiso con la junta directiva de Millennium pueda continuar sin restricciones. Pero… -Dirch Frode parecía, si cabía, aún más incómodo-. Pero ya no desea una crónica sobre la familia Vanger.

Dirch Frode asintió con la cabeza. Sacó un cuaderno, lo abrió y se lo acercó a Mikael.

– Te ha escrito esta carta.

Querido Mikael,

Tengo el más profundo respeto por tu persona y no pienso insultarte intentando decirte qué es lo que debes escribir. Puedes escribir y publicar exactamente lo que quieras y no tengo intención de ejercer ningún tipo de presión sobre ti.

Nuestro contrato sigue vigente si quieres acogerte a él. Tienes suficiente material para terminar la crónica sobre la familia Vanger. Mikael, jamás le he suplicado nada a nadie en toda mi vida. Siempre he considerado que una persona debe actuar según su moral y sus convicciones. Sin embargo, en este momento no tengo elección.

Te pido, como amigo y como copropietario de Millennium, que renuncies a revelar la verdad sobre Gottfried y Martin. Sé que está mal, pero no veo otra forma de salir de esta oscuridad. Debo elegir entre dos males y en esta historia no hay más que perdedores.

Te pido que no escribas nada que pueda perjudicar a Harriet. Tú mismo has experimentado lo que significa ser objeto de una campaña mediática. La que se llevó a cabo contra ti fue de proporciones bastante modestas; sin duda, puedes imaginarte lo que representaría para Harriet que se conociera la verdad. Ella ya ha sufrido lo suyo durante cuarenta años y no tiene por qué sufrir también por los actos cometidos por su hermano y su padre. Te pido, igualmente, que reflexiones sobre las posibles consecuencias que esta historia podría tener para miles de empleados del Grupo. Destrozaría a Harriet y nos aniquilaría a nosotros.

HENRIK

– Henrik también dice que si exiges compensación por los daños económicos que se derivarían de renunciar a publicar la historia, está abierto a negociarlo. Puedes poner las condiciones económicas que quieras.

– Henrik Vanger intentando sobornarme… Dile que habría deseado que no me hubiera hecho esa oferta.

– Esta situación le resulta tan dolorosa a Henrik como a ti. Él te quiere mucho y te considera su amigo.

– Henrik Vanger es un cabrón muy listo -espetó Mikael, repentinamente furioso-. Quiere acallar toda la historia. Juega con mis sentimientos, sabe que yo también le tengo mucho aprecio. Y lo que dice significa, en la práctica, que tengo las manos libres para publicar, pero que, si lo hago, se verá obligado a reconsiderar su postura por lo que respecta a Millennium.

– Todo ha cambiado desde que Harriet ha entrado en escena.

– Y ahora Henrik tantea cuál es mi precio. No pienso poner en evidencia a Harriet, pero alguien tiene que decir algo sobre aquellas mujeres que fueron a parar al sótano de Martin. Dirch, no sabemos ni siquiera a cuántas mató. ¿Quién piensa hablar en nombre de ellas?

De repente, Lisbeth Salander levantó la vista de su ordenador. Su voz sonó con una espeluznante suavidad al dirigirse a Dirch Frode.

– ¿No hay nadie en el Grupo Vanger que me quiera sobornar a mí?

Frode se quedó perplejo. Una vez más, él había conseguido ignorar su existencia.

– Si Martin Vanger estuviera vivo en este momento, yo lo habría sacado todo a la luz -prosiguió Lisbeth-. Fuera cual fuese el acuerdo que Mikael tuviera con vosotros, yo habría enviado todos los detalles sobre él al periódico más cercano. Y si hubiera podido, le habría arrastrado hasta su propia madriguera de tortura, le habría atado a la mesa y le habría clavado agujas en los cojones. Pero está muerto. -Se dirigió a Mikael-. Yo estoy satisfecha con el acuerdo. Nada de lo que hagamos puede reparar el daño que Martin Vanger causó a sus víctimas. En cambio, nos hallamos ante una situación interesante. Te encuentras en una posición desde la que puedes seguir infligiendo daño a mujeres inocentes, sobre todo a esa Harriet a la que defendías con tanto ardor en el coche cuando subíamos. Así que la pregunta que te hago es: ¿qué es peor, que Martin Vanger la violara en la cabaña o que tú lo hagas en los titulares? Ahí tienes un interesante dilema. A lo mejor la comisión ética de la Asociación de Periodistas te puede orientar. -Hizo una pausa. En ese momento Mikael no fue capaz de mirarla a los ojos y miró fijamente a la mesa-. Pero, claro, yo no soy periodista -concluyó Lisbeth.

– ¿Qué es lo que quieres? -preguntó Dirch Frode.

– Martin grabó en vídeo a sus víctimas. Quiero que intentéis identificar a las que podáis y que os encarguéis de que las familias reciban una compensación apropiada. Y luego quiero que el Grupo Vanger haga una donación de dos millones de coronas anuales, y para siempre, a la Organización Nacional de Centros de Acogida para Mujeres y Chicas de Suecia.

Dirch Frode sopesó la suma durante uno o dos minutos. Luego asintió con la cabeza.

– ¿Podrás vivir con eso, Mikael? -preguntó Lisbeth.

De repente, Mikael se sintió desesperado. Durante toda su vida profesional se había dedicado a sacar a la luz lo que otras personas intentaban ocultar; su moral le prohibía participar en la ocultación de los atroces crímenes cometidos en el sótano de Martin Vanger. La razón de ser de su labor profesional consistía precisamente en revelar lo que sabía. Siempre criticaba a sus colegas por no decir la verdad. Aun así, aquí estaba, discutiendo el cover up más macabro del que jamás había oído hablar.

Permaneció callado un buen rato. Luego también asintió con la cabeza.

– Vale -dijo Dirch Frode, y dirigiéndose a Mikael, prosiguió-: En cuanto a la compensación económica que Henrik ha ofrecido…

– Que se la meta por el culo -contestó Mikael-. Dirch, quiero que te vayas ahora. Entiendo tu situación, pero en estos momentos estoy tan cabreado contigo, con Henrik y con Harriet que si te quedas más tiempo, vamos a convertirnos en enemigos.


Dirch Frode permaneció sentado junto a la mesa de la cocina sin intención de levantarse.

– Aún no me puedo marchar -respondió Dirch Frode-. No he terminado todavía. Tengo que comunicarte otra cosa que tampoco te va a gustar. Henrik insiste en que te lo cuente esta noche. Mañana podrás ir al hospital y despellejarlo si quieres.

Mikael levantó lentamente la mirada y lo miró a los ojos.

– Esto es sin duda lo más difícil que he hecho en toda mi vida -dijo Dirch Frode-. Pero creo que lo único capaz de salvar la situación ahora mismo es ir con la verdad por delante y poner todas las cartas sobre la mesa.

– ¿Y de qué se trata?

– Cuando en las Navidades pasadas Henrik te convenció para que aceptaras el trabajo, tanto él como yo pensábamos que no te conduciría a nada. Era exactamente lo que él decía: un último intento. Había analizado minuciosamente tu situación basándose, sobre todo, en el informe redactado por la señorita Salander. Jugó con ese aislamiento en el que te encontrabas, te ofreció una buena recompensa económica y utilizó el cebo apropiado.

– Wennerström -dijo Mikael.

Frode asintió con la cabeza.

– ¿Os marcasteis un farol?

– No.

Lisbeth Salander levantó una ceja mostrando interés.

– Henrik va a cumplir con todo lo prometido -le comunicó Dirch Frode-. Se prestará a una entrevista en la que lanzará un ataque frontal contra Wennerström. Luego, si quieres, te daré todos los detalles, pero en líneas generales lo que pasó fue que cuando Hans-Erik Wennerström estuvo vinculado al departamento financiero del Grupo Vanger, usó varios millones para especular con divisas. Eso fue mucho antes de que ese tipo de especulaciones se convirtiera en un fenómeno habitual. Lo hizo sin ninguna autorización y sin contar con el consentimiento de la dirección de la empresa. Esos negocios le salieron mal y, de la noche a la mañana, se encontró con unas pérdidas de siete millones de coronas que intentó ocultar, por una parte, maquillando las cuentas y, por otra, con especulaciones mucho más atrevidas. Le pillaron y fue despedido.

– ¿Se quedó con algo?

– Sí, se metió en el bolsillo alrededor de medio millón de coronas, un dinero que, irónicamente, utilizó para fundar Wennerstroem Group. Tenemos documentos que dan fe de ello. Puedes usar la información como quieras; Henrik lo confirmará públicamente. Pero…

– Pero la información carece de todo valor -dijo Mikael, golpeando la mesa con la palma de la mano.

Dirch Frode asintió con la cabeza.

– Eso sucedió hace treinta años y es un capítulo cerrado -añadió Mikael.

– Tienes pruebas que atestiguan que Wennerström es un sinvergüenza.

– Si eso sale a la luz, Wennerström se molestará, pero no le hará más daño que si le dispararan un grano de arroz con un canuto. Se encogerá de hombros, lo liará todo enviando un comunicado de prensa en el que dirá que Henrik Vanger no es más que un pobre viejo que intenta quitarle algún negocio, y luego afirmará que en realidad actuó por orden de Henrik. Aunque sea incapaz de probar su inocencia, lanzará suficientes cortinas de humo para que la historia sea despachada con un simple encogimiento de hombros.

Dirch Frode parecía apesadumbrado.

– Me la habéis jugado -concluyó Mikael.

– Mikael…, no era nuestra intención.

– Es culpa mía. Me agarré a un clavo ardiendo y debería haberme dado cuenta de que se trataba de algo así. -De repente soltó una carcajada seca-. Henrik es un viejo tiburón. Me vendió el producto diciéndome justamente lo que yo quería oír.

Mikael se levantó y se acercó al fregadero. Se volvió hacia Dirch Frode y resumió sus sentimientos con una sola palabra:

– Esfúmate.

– Mikael… Lamento que…

– Dirch. Vete.


Lisbeth Salander no sabía si acercarse a Mikael o dejarlo en paz. Él solucionó el dilema cogiendo repentinamente su cazadora, sin pronunciar palabra, y cerrando la puerta tras de sí con un portazo.

Durante más de una hora, Lisbeth deambuló de un lado para otro de la cocina. Se sentía tan mal que se puso a recoger los platos y a fregar, una tarea que, por lo general, solía dejarle a él. De vez en cuando se acercaba a la ventana por si lo veía. Al final se preocupó tanto que se puso la cazadora de cuero y salió a buscarlo.

En primer lugar bajó hasta el puerto deportivo, donde las casetas todavía tenían las luces encendidas, pero no divisó a Mikael. Luego continuó por el sendero paralelo a la orilla, por donde acostumbraban a dar sus paseos nocturnos. La casa de Martin Vanger se hallaba a oscuras y ya daba la sensación de estar completamente deshabitada. Llegó hasta las rocas de la punta donde Mikael y ella se solían sentar, y luego volvió a casa. El aún no había regresado.

Lisbeth subió a la iglesia. Ni rastro de Mikael. Permaneció allí un rato, indecisa, preguntándose qué hacer. Luego se acercó hasta su moto, buscó una linterna debajo del sillín y echó a andar de nuevo en paralelo a la orilla. Le llevó un rato avanzar serpenteando por el camino, medio invadido por la vegetación, y tardó aún más tiempo en encontrar la senda que llevaba a la cabaña de Gottfried; surgió de pronto de entre la oscuridad, cuando ya casi había llegado, justo detrás de unos árboles. No se veía a Mikael en el porche y la puerta estaba cerrada con llave. Ya había dado la vuelta para regresar hacia el pueblo cuando se detuvo y regresó andando hasta el final de la punta. De repente descubrió la silueta de Mikael en la penumbra del embarcadero donde Harriet Vanger ahogó a su padre. Lisbeth suspiró aliviada.

La oyó acercarse por el embarcadero y se volvió. Ella se sentó a su lado sin decir nada. Al final él rompió el silencio:

– Perdóname. Es que necesitaba estar solo un momento.

– Ya lo sé.

Lisbeth encendió dos cigarrillos y le dio uno. Mikael la observó: era la persona menos sociable que había conocido en su vida. Solía ignorar cualquier intento que él hiciera por hablar de algo personal y jamás había aceptado ni una sola muestra de simpatía. Ella le había salvado la vida y ahora había salido en plena noche a buscarlo en medio de la nada. Él le pasó un brazo por la espalda.

– Ahora ya sé el precio que tengo. Hemos abandonado a esas mujeres -dijo Mikael-. Van a silenciar toda la historia. Todo lo que hay en el sótano de Martin desaparecerá.

Lisbeth no contestó.

– Erika tenía razón -continuó-. Habría sido mejor irme a ligar a España un mes entero y luego volver y ocuparme de Wennerström. He perdido un montón de meses para nada.

– Si te hubieras ido a España, Martin Vanger todavía estaría en plena acción en su sótano.

Silencio. Durante un buen rato permanecieron sentados uno junto al otro hasta que él se levantó y propuso regresar a casa.

Mikael se durmió antes que Lisbeth. Ella permaneció despierta escuchando su respiración. Un instante después entró en la cocina, preparó café y, a oscuras, se sentó en el arquibanco y se puso a fumar un cigarrillo tras otro mientras meditaba seriamente. Daba por hecho que Vanger y Frode se la habían querido jugar a Mikael. Lo llevaban en la sangre. Pero eso era problema de Mikael y no de ella. ¿Verdad?

Al final tomó una decisión. Apagó el cigarrillo, entró en el dormitorio, encendió la lamparita de la mesilla y zarandeó a Mikael hasta que lo despertó. Eran las dos y media de la madrugada.

– ¿Qué pasa?

– Tengo una pregunta. Incorpórate.

Mikael se incorporó mirándola medio dormido.

– Cuando fuiste procesado, ¿por qué no te defendiste?

Mikael movió negativamente la cabeza y su mirada se cruzó con la de Lisbeth. De reojo, consultó su reloj.

– Es una larga historia, Lisbeth.

– Cuéntamela. Tengo tiempo.

Permaneció callado un buen rato sopesando lo que debería decir. Finalmente se decidió por la verdad.

– No podía defenderme. El contenido del artículo era erróneo.

– Cuando me metí en tu ordenador y leí tu correspondencia con Erika Berger había bastantes referencias al caso Wennerström, pero siempre hablabais de los detalles prácticos del juicio y nunca de lo que sucedió en realidad. Explícame qué fue lo que salió mal.

– Lisbeth, no puedo revelar la verdadera historia. Me la jugaron bien. Erika y yo estamos totalmente de acuerdo en que dañaría aún más nuestra credibilidad si intentáramos contar lo que verdaderamente pasó.

– Oye, Kalle Blomkvist, ayer por la tarde estuviste predicando sobre la amistad, la confianza y sobre no sé qué más. No pienso colgar tu historia en Internet.


Mikael protestó. Le recordó a Lisbeth que eran las tantas de la noche y le aseguró que no tenía fuerzas para pensar en eso. Ella se quedó sentada a su lado obstinadamente hasta que cedió. Mikael fue al baño, se echó agua en la cara y puso otra cafetera. Luego volvió a la cama y le contó cómo, dos años antes, su viejo compañero de colegio Robert Lindberg consiguió despertar su curiosidad en un Mälar-30 amarillo en el puerto deportivo de Arholma.

– ¿Quieres decir que tu compañero mintió?

– No, en absoluto. Me contó exactamente lo que sabía y pude verificar cada palabra suya con documentos de la auditoria del CADI. Incluso viajé a Polonia y le hice fotos al cobertizo de chapa donde estuvo instalada la gran empresa Minos. Y entrevisté a varias personas que trabajaban en la empresa. Todos decían lo mismo.

– No entiendo.

Mikael suspiró. Tardó un poco en retomar la palabra.

– Tenía una historia cojonuda. Aún no me había enfrentado a Wennerström, pero el material no tenía fisuras; si lo hubiera publicado en aquel momento, le habría asestado un buen golpe. Probablemente no habría sido procesado por estafa porque el negocio ya había sido aprobado por la auditoria, pero habría dañado su reputación.

– ¿Y qué es lo que salió mal?

– En algún momento alguien se enteró de que estaba hurgando en algo y Wennerström supo de mi existencia. De la noche a la mañana empezaron a suceder muchas cosas extrañas. Primero recibí amenazas. Llamadas anónimas desde cabinas telefónicas, imposibles de rastrear. Erika también fue amenazada. Se trataba de las gilipolleces de siempre, del tipo «abandona o clavaremos tus tetas en la puerta de un establo» y cosas similares. Ella, por supuesto, estaba muy jodida. -Le cogió un cigarrillo a Lisbeth-. Luego ocurrió una cosa muy desagradable. Una noche, ya tarde, cuando salía de la redacción, dos hombres vinieron directos hacia mí, me atacaron y me propinaron una buena paliza. Me pillaron totalmente desprevenido; me partieron el labio y me caí en medio de la calle. No pude identificarlos, pero uno de ellos tenía pinta de viejo motero.

– Vale.

– Todas estas muestras de simpatía tuvieron como consecuencia que Erika cogiera un cabreo de mil demonios y yo me obstinara aún más. Reforzamos las medidas de seguridad en Millennium. El problema era que las fechorías no guardaban proporción con el contenido de la historia. No entendíamos por qué ocurría todo aquello.

– Pero la historia que publicaste fue totalmente distinta.

– Exacto. De repente abrimos una brecha. Conseguimos una fuente, una Garganta Profunda en el círculo de Wennerström. Ese contacto estaba literalmente aterrorizado y sólo nos permitió verle a escondidas en habitaciones anónimas de hotel. Nos contó que el dinero del caso Minos se había utilizado para traficar con armas en la guerra de Yugoslavia. Wennerström había hecho negocios con la Ustasja. Y no sólo eso; también podía darnos copias de esos documentos como prueba.

– ¿Le creísteis?

– Era muy hábil. Nos ofreció la suficiente información como para llevarnos hasta otra fuente que confirmaba la historia. Incluso nos dio una foto que mostraba a uno de los colaboradores más cercanos de Wennerström estrechando la mano del comprador. Aquello era un material explosivo y parecía que todo se podía confirmar. Y lo publicamos.

– Y todo resultó ser falso.

– De principio a fin-confirmó Mikael-. Los documentos eran hábiles falsificaciones. El abogado de Wennerström pudo demostrar que la foto del subalterno de Wennerström y del líder de la Ustasja no era más que un simple montaje: la unión de dos imágenes diferentes retocadas con Photoshop.

– Fascinante -dijo Lisbeth Salander serenamente, asintiendo para ella misma.

– ¿A que sí? A toro pasado fue muy fácil ver cómo nos habían manipulado. La historia de la que partíamos en un principio habría dañado a Wennerström, pero ahora se había ahogado en un mar de falsedades; caí en una trampa, la peor de mi vida. Publicamos una historia que Wennerström podía desmontar punto por punto para demostrar su inocencia. Con una maestría diabólica.

– No podíais batiros en retirada y contar la verdad. Ni probar que Wennerström estaba detrás de todo.

– Peor aún. Si hubiéramos intentado contar la verdad, señalando a Wennerström como el autor del montaje, nadie nos habría creído. Habría parecido un desesperado intento de echarle la culpa a un inocente empresario. Nos habrían tomado por unos chiflados, completamente obsesionados con alguna conspiración descabellada.

– Entiendo.

– Wennerström estaba doblemente protegido. Si la verdadera maniobra hubiera salido a la luz, él podría haber afirmado que todo había sido montado por algún enemigo suyo para mancillar su honor con un escándalo. Y nosotros, en Millennium, al dejarnos engañar por algo que resultó ser falso, habríamos perdido de nuevo toda credibilidad.

– Así que elegiste no defenderte y asumir una pena de cárcel.

– Me merecía la condena -dijo Mikael con amargura en la voz-. Fui culpable de difamación. Ya lo sabes. ¿Puedo dormir ahora?

Mikael apagó la luz y cerró los ojos. Lisbeth se acostó a su lado. Permaneció un rato en silencio.

– Wennerström es un gánster.

– Ya lo sé.

– No; quiero decir que sé que es un gánster. Trabaja con todos, desde la mafia rusa hasta los cárteles colombianos de la droga.

– ¿Qué quieres decir?

– Cuando le entregué mi informe a Dirch Frode, me encargó otra tarea. Me pidió que intentara averiguar lo que realmente pasó en el juicio. Acababa de empezar cuando Frode llamó a Armanskij y canceló el encargo.

– ¿Ah, sí?

– Supongo que pasaron de la investigación en cuanto tú aceptaste el trabajo de Henrik. Ya no tenía interés.

– Bueno, no me gusta dejar las cosas a medias. La pasada primavera tuve unas semanas… libres, cuando Armanskij no tenía trabajo para mí, así que empecé a indagar en la persona de Wennerström para entretenerme.

Mikael se incorporó en la cama, encendió la luz y miró a Lisbeth Salander. Su mirada se topó con los grandes ojos de ella. En efecto, tenía cara de culpable.

– ¿Sacaste algo?

– Tengo todo su disco duro en mi ordenador. Puedo darte todas las pruebas que quieras de que se trata de un verdadero gánster.

Capítulo 28 Martes, 29 de julio – Viernes, 24 de octubre

Durante tres días, Mikael estuvo inmerso en los documentos impresos del ordenador de Lisbeth: cajas repletas de papeles. El problema era que los detalles iban cambiando constantemente. Un negocio de opciones en Londres. Otro de divisas en París, hecho con la ayuda de intermediarios. Una sociedad buzón en Gibraltar. El saldo de una cuenta en el Chase Manhattan Bank de Nueva York que inesperadamente se multiplicaba por dos.

Y luego estaban los signos de interrogación más desconcertantes: una sociedad con doscientas mil coronas en una cuenta sin movimientos, abierta cinco años antes en Santiago de Chile -una más de las casi treinta sociedades similares distribuidas en doce países- y ni un solo dato sobre las actividades a las que se dedicaban. ¿Sociedades durmientes? ¿En espera de qué? ¿Empresas tapadera que ocultaban otros asuntos? El ordenador no ofrecía ninguna información sobre las cosas que Wennerström podía tener en su cabeza, las cuales, tal vez, le resultarían tan obvias que nunca habrían sido formuladas en un documento electrónico.

Salander estaba convencida de que la mayoría de esas preguntas nunca obtendría respuesta. Podían ver el mensaje, pero sin una clave no serían capaces de interpretar el significado. El imperio de Wennerström era como una cebolla compuesta de múltiples capas, un laberinto de empresas donde unas eran propietarias de otras. Sociedades, cuentas, fondos, valores. Constataron que nadie, ni siquiera el propio Wennerström, podía tener una visión global de todo. El imperio tenía vida propia.

Existía una estructura o, al menos, un indicio de ello. Un laberinto de empresas interdependientes. El imperio de Wennerström estaba valorado en una absurda horquilla de entre cien mil y cuatrocientos mil millones de coronas. Dependía de a quién se consultara y de cómo se calculara.

Pero si unas empresas eran dueñas de los bienes de las otras, ¿cuál sería, entonces, el valor conjunto de todas ellas?

Cuando Lisbeth se lo preguntó, Mikael Blomkvist la miró con una atormentada expresión en el rostro.

– Eso es pura cábala -contestó, y siguió clasificando las cuentas bancarias.


Habían salido de la isla de Hedeby por la mañana, muy temprano y a toda prisa, después de que Lisbeth Salander dejaba caer esa bomba informativa que ahora ocupaba todo el tiempo de Mikael Blomkvist. Fueron derechos a casa de Lisbeth y pasaron cuarenta y ocho horas delante del ordenador mientras ella le guiaba por el universo de Wennerström. Él tenía muchas preguntas. Una de ellas se debía a la simple curiosidad:

– Lisbeth, ¿cómo es posible que puedas controlar, prácticamente, su ordenador?

– Es un pequeño invento de mi amigo Plague. Wennerström tiene un portátil IBM en el que trabaja tanto en casa como en su oficina. Eso quiere decir que toda la información está en un único disco duro. En su casa tiene banda ancha. Plague ha inventado una especie de manguito que se sujeta alrededor del propio cable de la banda ancha y que yo estoy probando para él; todo lo que ve Wennerström es registrado por el manguito, que envía la información a un servidor instalado en algún lugar.

– ¿No tiene cortafuegos?

Lisbeth sonrió.

– Sí, tiene uno. Pero la idea es que el manguito también funciona como una especie de cortafuegos. Por eso piratear el ordenador lleva su tiempo. Pongamos que Wennerström recibe un mensaje de correo electrónico; primero va a parar al manguito de Plague y puede ser leído por nosotros antes de que ni siquiera haya pasado por su cortafuegos. Pero lo ingenioso es que el correo se reescribe y recibe unos bytes de un código fuente. Esto se repite cada vez que él se baja algo a su ordenador. Funciona aún mejor con las fotos. Wennerström navega muchísimo por Internet. Cada vez que descarga una imagen porno o abre una nueva página web, le añadimos unas líneas al código. Al cabo de un tiempo, unas horas o unos días, dependiendo de lo que use el ordenador, se ha descargado un programa entero de unos tres megabytes en el que cada nuevo fragmento se va añadiendo al anterior.

– ¿Y?

– Cuando las últimas piezas están en su sitio, el programa se integra en su navegador de internet. A él le da la impresión de que su ordenador se queda colgado y debe reiniciarlo. Durante el reinicio se instala un programa completamente nuevo. Usa Microsoft Explorer. La siguiente vez que el Explorer se pone en marcha lo que en realidad está arrancando es otro programa, invisible en su escritorio; se parece al Explorer y funciona como él, pero también hace muchas otras cosas. Primero asume el control de su cortafuegos y se asegura de que todo parezca funcionar perfectamente. Luego empieza a escanear el ordenador enviando fragmentos de información cada vez que navega y hace clic con el ratón. Al cabo de un tiempo -depende de lo que navegue por Internet-, nos hemos hecho con un espejo completo del contenido de su disco duro en un servidor que se encuentra en algún sitio. Así llega la hora del HT.

– ¿HT?

– Sorry. Plague lo llama HT: Hostile Takeover.

– De acuerdo.

– Lo realmente ingenioso es lo que ocurre a continuación. Cuando la estructura está lista, Wennerström tiene dos discos duros completos: uno en su portátil y otro en nuestro servidor. En cuanto inicia su equipo, en realidad lo que está arrancando es el otro, el espejo. Ya no está trabajando en su ordenador, sino en nuestro servidor. Su PC se vuelve un poco más lento, pero apenas resulta perceptible. Y cuando yo estoy conectada al servidor puedo pinchar su portátil a tiempo real. Cada vez que Wennerström pulsa una tecla yo lo veo en mi equipo.

– Supongo que tu amigo también es un hacker.

– Fue él quien organizó la escucha telefónica de Londres. Es un pelín incompetente socialmente y nunca ve a nadie, pero en la red es toda una leyenda.

– De acuerdo -dijo Mikael, mostrándole una resignada sonrisa-. Segunda pregunta: ¿por qué no me has contado todo esto antes?

– Nunca me lo has preguntado.

– Y si nunca te hubiera formulado la pregunta, pongamos que nunca te hubiese conocido, ¿te habrías guardado la información de que Wennerström era un gánster mientras Millennium se iba a la quiebra?

– Nadie me ha pedido que descubra a Wennerström -replicó Lisbeth con una sensatez no exenta de chulería.

– ¿Y si te lo hubiesen pedido?

– Bueno; ya te lo he contado, ¿no? -contestó Lisbeth, poniéndose a la defensiva.

Mikael dejó el tema.


Mikael estaba completamente absorto en el contenido del ordenador de Wennerström. Lisbeth había copiado el contenido del disco duro, más de cinco gigabytes, en una decena de cedes. Ella ya tenía la sensación de haberse instalado, más o menos, en el apartamento de Mikael; esperaba pacientemente y contestaba a todas las preguntas que él le hacía sin cesar.

– No entiendo cómo puede haber sido tan tremendamente estúpido como para reunir todo el material sobre sus sucios trapícheos en un disco duro -dijo Mikael-. Si esto llega a caer en manos de la policía…

– La gente no actúa de manera racional. Yo diría que simplemente no le entra en la cabeza que la policía pueda confiscar su ordenador.

– Pensará que está por encima de cualquier sospecha. Es cierto que se trata de un arrogante cabrón, pero debe de estar rodeado de consultores de seguridad que le aconsejan en temas informáticos. Hay archivos que incluso datan de 1993.

– El ordenador es bastante nuevo. Fue fabricado hace un año, pero, en vez de almacenar en cedes toda la correspondencia antigua y cosas por el estilo, Wennerström parece haberlo transferido todo al nuevo disco duro. Por lo menos sí usa un programa de encriptación.

– Lo cual no sirve para absolutamente nada si ya estás dentro del ordenador y puedes leer las contraseñas cada vez que las teclea.


Una noche, a las tres, cuando ya llevaban cuatro días en Estocolmo, Christer Malm llamó al móvil de Mikael y lo despertó.

– Henry Cortez ha salido con una amiga esta noche.

– ¿Ah, sí? -contestó Mikael, adormilado.

– De camino a casa han parado en el bar de la Estación Central.

– Menudo garito para seducir a una mujer.

– Escúchame. Janne Dahlman está de vacaciones. Henry lo ha pillado sentado en una mesa en compañía de otro hombre.

– ¿Y?

– Henry reconoció al hombre gracias a su byline: Krister Söder.

– Me suena el nombre, pero…

– Trabaja en Finansmagasinet Monopol, propiedad del Grupo Wennerström -continuó Malm.

Mikael se incorporó.

– ¿Sigues ahí?

– Sigo aquí. No tiene por qué significar nada. Söder es un periodista normal y corriente; puede que sea un viejo amigo de Dahlman.

– De acuerdo. Me he vuelto paranoico. Hace tres meses Millennium compró el reportaje de un freelance. La semana antes de publicarlo, Söder escribió uno casi idéntico. Se trataba de la misma historia: un fabricante de telefonía móvil ocultaba un informe que revelaba que el empleo de un componente erróneo podría causar un cortocircuito.

– Ya, pero eso son cosas que pasan. ¿Has hablado con Erika?

– No, sigue fuera; no vuelve hasta la semana que viene.

– No hagas nada. Te vuelvo a llamar -dijo Mikael, y apagó el móvil.

– ¿Problemas? -preguntó Lisbeth Salander.

– Millennium -respondió Mikael-. Tengo que darme una vuelta por allí. ¿Te apetece acompañarme?

A las cuatro de la mañana la redacción estaba desierta. Lisbeth tardó unos tres minutos en dar con la contraseña para entrar en el ordenador de Janne Dahlman, y dos más para transferir su contenido al iBook de Mikael.

Sin embargo, la mayoría de los correos electrónicos de Dahlman estaba en su portátil, al que no tenían acceso. Pero a través del ordenador de sobremesa de Millennium Lisbeth pudo averiguar que Dahlman, aparte de la dirección de millennium.se, tenía una cuenta privada de Hotmail. Le llevó seis minutos descifrar el código de acceso a la cuenta y descargar la correspondencia del último año. Cinco minutos más tarde, Mikael tenía pruebas de que Janne Dahlman no sólo filtraba información sobre la situación de Millennium, sino que también mantenía informado al redactor de Finansmagasinet Monopol acerca de los reportajes que Erika Berger tenía previstos para los sucesivos números de la revista. El espionaje se remontaba, por lo menos, al otoño anterior.

Apagaron los ordenadores y volvieron al apartamento de Mikael para dormir unas horas. A las diez de la mañana llamó a Christer Malm.

– Tengo pruebas de que Dahlman trabaja para Wennerströrn.

– Ya lo sabía. De acuerdo, voy a despedir a ese cerdo ahora mismo.

– No lo hagas. No hagas absolutamente nada.

– ¿Nada?

– Christer: confía en mí. ¿Dahlman sigue de vacaciones?

– Sí, se reincorpora el lunes.

– ¿Cuánta gente hay en la redacción hoy?

– Pues… está medio vacía.

– Convoca una reunión para las dos. No les digas de qué va. Voy para allá.

En la mesa de reuniones había seis personas sentadas frente a Mikael. Christer Malm parecía cansado. Henry Cortez mostraba esa cara de recién enamorado que sólo un chico de veinticuatro años puede tener. Monika Nilsson daba la impresión de mantenerse a la expectativa; Christer Malm no había dicho nada sobre el contenido de la reunión, pero ella llevaba el suficiente tiempo en la redacción como para darse cuenta de que se estaba tramando algo fuera de lo habitual, y se sentía irritada por haber sido mantenida al margen del information loop. La única que mostraba el mismo aspecto de siempre era Ingela Oskarsson, que trabajaba dos días a la semana como administrativa, ocupándose de las suscripciones y cosas por el estilo, y que, desde que se convirtió en madre, hacía ya dos años, no parecía demasiado relajada. La otra integrante de la redacción a tiempo parcial era la periodista freelance Lotta Karim, que tenía un contrato similar al de Henry Cortez y que acababa de reincorporarse tras las vacaciones. Christer también había conseguido convocar a Sonny Magnusson, que se encontraba de vacaciones.

Mikael empezó saludándolos a todos y pidiendo disculpas por haber estado ausente durante ese año.

– Ni Christer ni yo hemos tenido tiempo de comunicarle a Erika lo que aquí se va a tratar, pero os puedo asegurar que en este caso hablo también en su nombre. Hoy decidiremos el futuro de Millennium.

Hizo una pausa retórica para que asimilaran sus palabras. Nadie hizo preguntas.

– Este último año ha sido duro. Me sorprende que ninguno de vosotros haya ido a buscar trabajo a otra parte. Saco la conclusión de que o estáis locos de atar o sois excepcionalmente leales y da la casualidad de que os gusta trabajar precisamente en esta revista. Por eso voy a poner las cartas sobre la mesa y pediros una última contribución.

– ¿Una última contribución? -preguntó Monika Nilsson-. Eso suena a que piensas cerrar la revista.

– Exacto -contestó Mikael-. Después de las vacaciones, Erika convocará a la redacción a una reunión de lo más triste en la que se os comunicará que Millennium se cerrará para Navidad y que todos seréis despedidos.

En ese mismo instante cierta preocupación se apoderó de los allí presentes. Incluso Christer Malm creyó por un momento que Mikael hablaba en serio. Luego todos advirtieron en él una sonrisa de satisfacción.

– Durante este otoño tendréis que representar un doble papel. Resulta que nuestro querido secretario de redacción, Janne Dahlman, hace un trabajillo extra como informante de Hans-Erik Wennerström. Por lo tanto, el enemigo está continuamente informado de lo que ocurre en la redacción, lo cual explica gran parte de los contratiempos que hemos sufrido en el último año. Sobre todo tú, Sonny, cuando todos esos anunciantes tan predispuestos se echaron atrás de la noche a la mañana.

– Maldita sea; lo sabía -dijo Monika Nilsson.

Janne Dahlman nunca había sido muy popular en la redacción y, al parecer, la revelación no supuso un shock para nadie. Mikael silenció el murmullo emergente.

– Si os cuento esto, es porque confío plenamente en vosotros. Llevamos varios años trabajando juntos y sé que tenéis la cabeza en su sitio. Por eso también sé que os vais a prestar al juego de este otoño. Es de vital importancia que le hagamos creer a Wennerström que Millennium está a punto de cerrar. Ese será vuestro cometido.

– ¿Cuál es nuestra verdadera situación? -preguntó Henry Cortez.

– Sé que ha sido duro para todos y aún no hemos llegado a buen puerto. Cualquiera con un poco de sentido común diría que Millennium ya tiene un pie en la tumba. Os doy mi palabra de que eso no va a pasar. Hoy en día Millennium es más fuerte que hace un año. Después de esta reunión volveré a desaparecer durante más de dos meses. Regresaré a finales de octubre. Entonces le cortaremos las alas a Hans-Erik Wennerström.

– ¿Cómo? -preguntó Cortez.

– Sorry. No os lo pienso decir. Voy a escribir otro reportaje sobre Wennerström. Esta vez se hará bien. Luego prepararemos una fiesta de Navidad en la revista. Había pensado en Wennerström asado de primero y unos cuantos críticos de postre.

El ambiente se distendió. Mikael se preguntó qué habría sentido él si hubiese estado sentado escuchándose a sí mismo: ¿desconfianza? Sí, sin duda. Pero, al parecer, seguía gozando de mucha confianza entre su reducido grupo de empleados. Levantó la mano.

– Para que esto tenga éxito es importante que Wennerström piense que Millennium se está yendo a pique. No podemos arriesgarnos a que ponga en marcha ningún plan de ataque o que elimine pruebas en el último instante. Por eso vamos a redactar un guión que deberéis seguir al pie de la letra durante este otoño. Primero: es de crucial importancia que nada de lo que estamos abordando hoy aquí sea puesto por escrito, se envíe por correo electrónico o se comente con alguien de fuera. No sabemos hasta qué punto husmea Dahlman en nuestros ordenadores, y ahora sé que, por lo visto, resulta bastante sencillo leer el correo electrónico privado de los colaboradores. O sea, lo trataremos todo verbalmente. Si tenéis necesidad de hablar sobre el tema durante las próximas semanas, dirigios a Christer, pero en su casa. Con la máxima discreción.

Mikael escribió «nada de correos electrónicos» en la pizarra.

– Segundo: debéis cabrearos unos con otros. Quiero que empecéis a hablar mal de mí cada vez que Janne Dahlman esté cerca. No lo exageréis. Sólo es cuestión de dar rienda suelta a vuestra natural mala leche. Christer: quiero que tú y Erika tengáis un serio conflicto. Usad la imaginación y sed misteriosos con el motivo, pero haced que parezca que la revista está a punto de derrumbarse y que todos estáis cabreados con todos.

Escribió «mala leche» en la pizarra.

– Tercero: cuando vuelva Erika, tú, Christer, la pondrás al corriente de lo que se está tramando. Su trabajo será asegurarse de que Janne Dahlman crea que nuestro acuerdo con el Grupo Vanger, lo que nos mantiene a flote de momento, se ha ido al traste debido a que Henrik Vanger está gravemente enfermo y a que Martin Vanger se ha matado en un accidente de tráfico.

Escribió la palabra «desinformación».

– Pero ¿el acuerdo sigue siendo vigente? -preguntó Monika Nilsson.

– Creedme -dijo Mikael con severidad-. El Grupo Vanger irá muy lejos para asegurarse la supervivencia de Millennium. Dentro de unas semanas, digamos a finales de agosto, Erika convocará una reunión y dará el preaviso de los despidos. Es imprescindible que todos comprendáis que es falso y que el único que va a desaparecer de aquí es Janne Dahlman. Pero continuad con el juego. Poneos a hablar de los nuevos trabajos que habéis solicitado y quejaos de la pésima referencia que representa Millennium en vuestro curriculum.

– ¿Y tú crees que este juego salvará a Millennium? -preguntó Sonny Magnusson.

– Sé que lo hará. Sonny, quiero que redactes un informe mensual falso donde se haga constar que el mercado de anunciantes ha bajado durante los últimos meses, así como el número de suscriptores.

– Suena divertido -dijo Monika-. ¿Lo guardamos en la redacción o lo filtramos también a otros medios?

– Que no salga de la redacción. Si la historia aparece en algún lugar, ya sabremos quién lo ha filtrado. Si alguien nos pregunta dentro de unos meses, le contestaremos: «Pero ¿qué dices?, has oído rumores sin fundamento; nunca ha estado en nuestras mentes cerrar Millennium». Lo mejor que nos puede pasar es que Dahlman filtre la historia a otros medios. Entonces quedará como un idiota. Si se os presenta la ocasión de darle un soplo a Dahlman sobre algún chisme totalmente descabellado pero creíble, adelante.

Dedicaron dos horas a tramar un guión y repartirse los papeles.


Después de la reunión, Mikael se fue con Christer Malm al Java de la cuesta de Hornsgatan para tomar un café.

– Christer, es muy importante que vayas a buscar a Erika al aeropuerto de Arlanda para ponerla al corriente de la situación. Tienes que convencerla de que participe en este juego. La conozco bien: sé que deseará ocuparse de Dahlman inmediatamente y eso no es posible. No quiero que Wennerström tenga ni la más mínima idea de lo que ocurre para que no haga desaparecer ninguna prueba.

– De acuerdo.

– Y asegúrate de que Erika no use el correo electrónico hasta que instale el programa de encriptación PGP y aprenda a usarlo. Tal vez Wennerström pueda leer toda nuestra correspondencia electrónica gracias a Dahlman. Quiero que tú y el resto de la redacción también tengáis el PGP. Hazlo de forma natural. Te voy a dar el nombre de un asesor informático con el que debes contactar para que revise la red y los ordenadores de toda la redacción. Deja que sea él quien instale el programa como si se tratara de un servicio más.

– Haré lo que pueda. Pero Mikael, ¿a qué viene todo esto?

– Wennerström. Pienso clavarlo en la puerta de un establo.

– ¿Cómo?

– Sorry. De momento es mi secreto. Lo que sí te puedo decir es que tengo un material que hará que nuestra anterior revelación parezca un juego de niños.

Christer Malm dio la impresión de incomodarse.

– Siempre he confiado en ti, Mikael. ¿Eso significa que no confías en mí?

Mikael se rió.

– No, hombre. Lo que pasa es que ahora me dedico a actividades seriamente delictivas que me pueden ocasionar hasta dos años de cárcel. Son los procedimientos que utilizo en mi investigación, por decirlo de alguna manera, los que son un poco dudosos… Juego con métodos más o menos tan legales como los de Wennerström. No quiero que tú o Erika, o alguien de la redacción, os veáis involucrados.

– Tienes un modo de preocuparme…

– Tranquilo. Y puedes decirle a Erika que esta historia va a ser algo gordo. Muy gordo.

– Erika querrá saber lo que te traes entre manos…

Mikael meditó un instante. Luego sonrió.

– Dile que me dejó muy claro esta primavera, al firmar el contrato con Henrik Vanger a mis espaldas, que actualmente yo soy un simple freelance sin ningún puesto en la junta directiva y sin influencia en la política de Millennium. Así que supongo que tampoco tengo la obligación de informarla. Pero si se porta bien, prometo ofrecerle el reportaje a ella antes que a nadie.

Christer Malm se echó a reír.

– Se pondrá furiosa -dijo con regocijo.


Mikael sabía muy bien que no había sido del todo sincero con Christer Malm. Evitaba a Erika conscientemente. Lo más lógico habría sido telefonearla de inmediato y ponerla al corriente. Sin embargo, no quería hablar con ella. En decenas de ocasiones tuvo el móvil en la mano y buscó su número. Sólo le faltaba apretar la tecla de llamada, pero en el último instante siempre se arrepentía.

Sabía cuál era el problema. No la podía mirar a los ojos.

El cover up al que él se había prestado en Hedestad era imperdonable desde un punto de vista periodístico. No tenía ni idea de cómo explicárselo sin mentir, y si había algo que no pensaba hacer nunca, era mentirle a Erika Berger.

Sobre todo, no tenía fuerzas para enfrentarse a ello al mismo tiempo que iba a ocuparse de Wennerström.

Por lo tanto, pospuso el encuentro, apagó el móvil y renunció a hablar con ella. Sabía que sólo se trataba de un aplazamiento temporal.


Inmediatamente después de que tuviera lugar el encuentro de la redacción, Mikael se trasladó a su casita de Sandhamn, donde hacía más de un año que no ponía los pies. Llevaba consigo dos cajas de documentos impresos y los cedes que Lisbeth Salander le había proporcionado. Se abasteció bien de comida, se encerró, abrió el iBook y empezó a escribir. Cada día daba un corto paseo para ir a buscar los periódicos y hacer la compra. El puerto deportivo seguía lleno de veleros, y los jóvenes que habían cogido el barco de papá estaban, como siempre, en el Dykarbaren emborrachándose hasta más no poder.

Mikael apenas prestaba atención a su entorno. Se sentaba delante de su ordenador prácticamente desde que abría los ojos por la mañana hasta que caía rendido por la noche.


Correo electrónico encriptado de la redactora jefe ‹erika.berger@millennium.se› al editor jefe en excedencia ‹mikael.blomkvist@millennium.se›:

Mikael: necesito saber qué está pasando. Dios mío, vuelvo de vacaciones y me encuentro con un caos absoluto, con la noticia sobre Janne Dahlman y este doble juego que te has inventado. Martin Vanger muerto. Harriet Vanger vive. ¿Qué está pasando en Hedeby? ¿Dónde te has metido? ¿Hay alguna historia que publicar? ¿Por qué no coges el móvil? E.

P.S. He cogido la indirecta que Christer me comunicó con sumo placer. Esto me lo pagarás. ¿Estás enfadado conmigo de verdad?


De ‹mikael.blomkvist@millennium.se› a ‹erika.berger@millennium.se›:

Hola, Ricky. No, por Dios, no estoy enfadado. Perdona que no haya tenido tiempo para mantenerte informada, pero durante los últimos meses mi vida ha sido una montaña rusa. Te lo contaré todo cuando nos veamos, pero no por correo. Ahora mismo me encuentro en Sandhamn. Hay material para publicar, pero la historia no va de Harriet Vanger. Voy a estar pegado a esta silla durante algún tiempo. Luego, todo habrá terminado. Confía en mí. Besos. M.


De ‹erika.berger@millennium.se› a ‹mikael.blomkvist@miIlennium.se›:

¿Sandhamn? Iré a verte enseguida.


De ‹mikael.blomkvist@millennium.se› a ‹erika.berger©millennium.se›:

Ahora no. Espera un par de semanas; por lo menos hasta que tenga un texto en condiciones. Además, espero otra visita.


De ‹erika.berger@millennium.se› a ‹mikael.blomkvist@millennium.se›:

De acuerdo, entonces me mantendré alejada. Pero necesito saber qué está pasando. Henrik Vanger ha vuelto como director ejecutivo y no me coge el teléfono. Si el acuerdo con Vanger se ha roto, me lo tienes que decir. Ahora no sé qué hacer. Necesito saber si la revista va a sobrevivir o no. Ricky.

P.S. ¿Quién es ella?


De ‹mikael.blomkvist@millennium.se› a ‹erika.berger@millennium.se›:

Primero: puedes estar perfectamente tranquila; Henrik Vanger no va a dar marcha atrás. Pero ha sufrido un grave infarto y sólo trabaja un poco cada día; supongo que el caos generado tras la muerte de Martin y la resurrección de Harriet absorbe todas sus energías.

Segundo: Millennium sobrevivirá. Estoy trabajando en el reportaje más importante de nuestras vidas; cuando lo publiquemos, hundiremos a Wennerström para siempre.

Tercero: ahora mismo mi vida está patas arriba, pero nada ha cambiado entre tú, yo y Millennium. Confía en mí. Besos. Mikael.

P.S. Os presentaré en cuanto haya ocasión. Te va a dejar con la boca abierta.


Cuando Lisbeth Salander llegó a Sandhamn se encontró con un Mikael Blomkvist sin afeitar y con ojeras que le dio un breve abrazo y le dijo que preparara café y lo esperara mientras él terminaba lo que estaba escribiendo.

Lisbeth paseó la mirada por la casita y casi enseguida constató que allí se encontraba a gusto. La vivienda se asentaba directamente sobre un embarcadero y tenía el agua a dos metros de la puerta. Sólo medía seis por cinco metros, pero el techo era tan alto que, sobre una plataforma, se había habilitado un loft dormitorio al final de una escalera de caracol. En él Lisbeth podía estar de pie, pero Mikael tenía que agacharse unos centímetros. Le echó un vistazo a la cama y concluyó que era lo suficientemente ancha para los dos.

La casita tenía una ventana grande que daba al mar, justo al lado de la puerta. La mesa de la cocina de Mikael hacía las veces de lugar de trabajo. En la pared junto a la mesa había una estantería con un reproductor de cedes, una gran colección de discos de Elvis Presley y unos cuantos de rock duro que no se encontraban precisamente entre las preferencias musicales de Lisbeth.

En un rincón se levantaba una chimenea de esteatita con puerta de cristal. Por lo demás, el mobiliario consistía en un gran armario empotrado para la ropa personal y la de cama, y un fregadero situado tras una cortina de ducha, que también servía como pila de lavar. Junto al fregadero había una pequeña ventana y, debajo de la escalera de caracol, un espacio donde Mikael había construido un retrete. Aquello parecía el camarote de un barco, con prácticos compartimentos por todas partes.

En su investigación personal sobre Mikael Blomkvist, Lisbeth llegó a la conclusión de que él mismo había renovado la caseta de pescadores y había decidido toda la decoración; una conclusión extraída a partir de comentarios de un conocido que, tras haberlo visitado, le envió un correo electrónico, impresionado de que Mikael fuera tan manitas. Todo estaba limpio y resultaba modesto y sencillo, casi espartano. Lisbeth entendió perfectamente por qué a Mikael le encantaba esa casita.

Al cabo de dos horas consiguió distraer tanto la atención de Mikael que él, frustrado, apagó el ordenador, se afeitó y se la llevó de visita guiada por Sandhamn. Llovía y hacía mucho viento, de modo que pronto acabaron en la fonda. Mikael le contó lo que había escrito y Lisbeth le dio un cede con las últimas novedades del ordenador de Wennerström.

Luego ella lo arrastró de vuelta a la casita, consiguió quitarle la ropa y lo distrajo aún más. Lisbeth se despertó por la noche, ya tarde, sola en la cama; desde allí miró hacia abajo y descubrió a Mikael inclinado sobre el teclado. Se quedó contemplándole mucho tiempo, con la cabeza entre las manos. Parecía feliz, y ella misma, de repente, se sintió extrañamente en paz con la vida.


Lisbeth permaneció sólo cinco días en Sandhamn antes de volver a Estocolmo. Tenía que ocuparse de un trabajo para el que Dragan Armanskij la había buscado desesperadamente por teléfono. Le dedicó once días a aquel encargo, entregó el informe y volvió a Sandhamn. La pila de páginas impresas junto al iBook de Mikael había crecido.

Esta vez se quedó cuatro semanas. Establecieron una rutina. Se levantaban a las ocho, desayunaban y estaban juntos más o menos una hora. Luego Mikael trabajaba intensamente hasta la tarde, momento en el que daban un paseo y hablaban. Lisbeth se pasaba la mayor parte del día en la cama, donde o leía novelas o navegaba por Internet con el modem ADSL de Mikael. Evitaba molestarle a lo largo de la jornada. Cenaban bastante tarde y luego Lisbeth tomaba la iniciativa y le obligaba a subir al dormitorio, donde se aseguraba de que él le dedicara toda la atención imaginable.

Lisbeth estaba viviendo aquello como si fueran las primeras vacaciones de su vida.


Correo electrónico encriptado de la redactora jefe ‹erika.berger@millennium.se› a ‹mikael.blomkvist@millennium.se›:

Hola, M. Ya es oficial: Janne Dahlman ha dimitido y empieza en Finansmagasinet Monopol dentro de tres semanas. He hecho lo que querías; no he dicho nada y todo el mundo está haciendo el payaso. E.

P.S. Sea como fuere, parecen pasárselo bien. Hace un par de días Henry y Lotta se enfrascaron en una discusión y terminaron por tirarse los trastos a la cabeza. Se están riendo tanto de Dahlman que no entiendo cómo no se da cuenta de que todo es una farsa.


De ‹mikael.blomkvist@millennium.se› a ‹erika.berger@millennium.se›:

Deséale buena suerte y deja que se vaya. Pero mete la cubertería de plata en un armario y échale la llave. Besos. M.


De ‹erika.berger@millennium.se› a ‹mikael.blomkvist@millennium.se›:

Me encuentro sin secretario de redacción a dos semanas de imprimir. Mi periodista de investigación está en Sandhamn y se niega a hablar conmigo. Micke, no puedo más. ¿Vienes a ayudarme? Erika.


De ‹mikael.blomkvist@millennium.se› a ‹erika.berger@millennium.se›:

Aguanta un par de semanas más. Para entonces habremos llegado a buen puerto y podremos empezar a pensar en el número de diciembre, que va a ser diferente de todo lo que hemos hecho hasta ahora. Mi texto ocupará unas cuarenta páginas de la revista. M.


De ‹erika.berger@millennium.se› a ‹mikael.blomkvist@millennium.se›:

¡40 PÁGINAS! Pero ¿tú estás mal de la cabeza?


De ‹mikael.blomkvist@millennium.se › a ‹erika.berger@millennium.se›:

Va a ser un número temático. Necesito tres semanas más. Me podrías hacer lo siguiente: 1: registra una empresa con el nombre de Millennium; 2: consigue un ISBN; 3: pídele a Christer que diseñe un logo bonito para nuestra nueva editorial; y 4: busca una buena imprenta capaz de hacer libros de bolsillo de un modo rápido y barato. Y, por cierto, vamos a necesitar dinero para imprimir nuestro primer libro. Besos. Mikael.


De ‹erika.berger@millennium.se› a ‹mikael.blomkvist@millennium.se›:

Número temático. Editorial. Dinero. Yes, master. ¿Quieres que haga algo más? ¿Bailar desnuda en la plaza de Slussen? E.

P.S. Supongo que sabes dónde te metes. Pero ¿qué hago con Dahlman?


De ‹mikael.blomkvist@millennium.se› a ‹erika.berger@millennium.se›:

No hagas nada con Dahlman. Deja que se vaya. A Finansmagasinet Monopol no le queda mucho tiempo. Introduce más material freelance en este número. Y búscate otro secretario de redacción, por Dios. M.

P.S. Me gustaría mucho verte desnuda en la plaza de Slussen.


De ‹erika.berger@millennium.se› a ‹mikael.blomkvist@millennium.se›:

¿La plaza de Slussen? In your dreams. Pero Mikael, siempre hemos contratado juntos a la gente nueva. Ricky.


De ‹mikael.blomkvist@millennium.se› a ‹erika.berger@millennium.se›:

Y siempre hemos estado de acuerdo en a quién contratar. Así será también esta vez, elijas a quien elijas. Vamos a darle un buen golpe a Wennerström. Y ya está, eso es todo. Déjame que termine mi trabajo tranquilamente. M.


A principios de octubre, Lisbeth Salander leyó una noticia publicada en la edición electrónica del Hedestads-Kuriren. Se la comentó a Mikael. Isabella Vanger había fallecido después de una breve enfermedad. Harriet Vanger, su recién resucitada hija, lamentaba lo sucedido.


Correo electrónico encriptado

de ‹erika.berger@millennium.se› a ‹mikael.blomkvist@millennium.se›:

Hola, Mikael.

Hoy Harriet Vanger ha venido a visitarme a la redacción. Me ha llamado cinco minutos antes de subir y me ha cogido completamente desprevenida. Una mujer guapa con ropa elegante y una mirada fría.

Ha venido a comunicarme que sustituía a Martin Vanger como la representante de Henrik en la junta directiva. Se ha mostrado educada y amable y me ha asegurado que el Grupo Vanger no tiene intención de dar marcha atrás al acuerdo, sino todo lo contrario: que la familia apoya completamente el compromiso que Henrik tiene para con la revista. Me ha pedido que le enseñe la redacción y se ha interesado por saber cómo estaba viviendo yo la situación.

Le he dicho la verdad: que me siento como si no estuviera pisando suelo firme, que me has prohibido ir a visitarte a Sandhamn y que ignoro en qué estás trabajando; que lo único que sé es que piensas asestarle un buen golpe a Wennerström. (Supongo que podía contárselo; al fin y al cabo, está en nuestra junta directiva.) Arqueó una ceja, sonrió y me preguntó si dudaba de que fueras capaz de hacerlo. ¿Qué contestas a una cosa así? Le dije que estaría infinitamente más tranquila si supiera lo que se está tramando. Bueno, claro que me fío de ti. Pero es que me sacas de quicio.

Le he preguntado si ella sabía lo que te traes entre manos. Me ha contestado que no, pero me ha dicho que le has dado la impresión de ser una persona de notables recursos, altamente perspicaz e imaginativa. (Ésas fueron literalmente sus palabras.)

También le he dicho que tenía entendido que algo muy dramático había ocurrido en Hedestad y que me estaba volviendo loca de curiosidad con toda la historia de Harriet Vanger. En resumen, que me sentía como una idiota. Ella me ha contestado con otra pregunta: si tú realmente no me habías comentado nada. Me ha soltado que sabe que tú y yo tenemos una relación especial y que, sin duda, me lo contarás en cuanto puedas. Luego me ha preguntado si podía confiar en mí. ¿Qué podía responderle? Ella está en la junta directiva de Millennium y tú me has abandonado sin dejarme nada con lo que negociar.

Luego dijo algo raro. Me pidió que yo no os juzgara ni a ti ni a ella con demasiada acritud. Dijo que tenía una deuda de gratitud contigo y que le gustaría mucho que nosotras también pudiéramos ser amigas. Después prometió contarme la historia en cuanto se presentara la oportunidad, si tú no eras capaz. Se ha despedido de mí hace apenas media hora y me ha dejado bastante aturdida. Me ha caído bien, pero no sé si puedo fiarme de ella. Erika.

P.S. Te echo de menos. Me da la sensación de que algo terrible ocurrió en Hedestad. Christer dice que tienes una marca rara -¿de estrangulamiento?- en el cuello.


De ‹mikael.blomkvist@millennium.se› a ‹erika.berger@millennium.se›:

Hola, Ricky. La historia de Harriet es tan desgraciada y tan triste que no te la puedes ni imaginar. Me parece estupendo que te la cuente ella misma. Apenas soy capaz de pensar en ello.

En espera de eso, te garantizo que puedes confiar en Harriet Vanger. Ella decía la verdad cuando hablaba de su deuda conmigo; y créeme: nunca hará nada para dañar a Millennium. Hazte su amiga si te cae bien. Y si no, no lo hagas. Sea como fuere, se merece un respeto. Se trata de una mujer que lleva una pesada carga a sus espaldas y siento una gran simpatía por ella. M.


Al día siguiente Mikael recibió otro correo.

De ‹harriet.vanger@vangerindustries.com› a ‹mikael.blomkvist@millennium.se›:

Hola, Mikael. Llevo varias semanas intentando encontrar un momento para ponerme en contacto contigo, pero las horas no me cunden. Desapareciste tan apresuradamente de Hedeby que no tuve ocasión de despedirme.

Todo este tiempo que llevo en Suecia, lleno de duro trabajo, he estado bastante aturdida. En las empresas Vanger reina el caos más absoluto y tanto Henrik como yo hemos trabajado con gran empeño intentando poner orden en los negocios. Ayer visité Millennium; entro como la representante de Henrik en la junta. Henrik me ha puesto al día de tu situación y la de la revista.

Espero que aceptes que entre de esa manera. Si no me quieres a mí (ni a nadie más de la familia) en la junta directiva, te entenderé, pero te aseguro qué haré todo lo posible para ayudar a Millennium. Tengo una gran deuda contigo y te garantizo que mis intenciones al respecto siempre serán las mejores.

He conocido a tu amiga Erika Berger. No sé muy bien qué impresión le habré causado y me ha sorprendido que no le hayas contado lo que ocurrió. Me gustaría mucho ser tu amiga, si es que aguantas a alguien de la familia Vanger de ahora en adelante. Saludos cordiales. Harriet.

P.S. Me he enterado por Erika de que piensas atacar a Wennerströrn de nuevo. Dirch Frode me ha contado cómo te engañó Henrik. No sé qué decir. Lo siento. Si hay algo que yo pueda hacer, dímelo, por favor.


De ‹mikael.blomkvist@millennium.se› a ‹harriet.vanger@vangerindustries.com›:

Hola, Harriet. Es cierto que desaparecí muy precipitadamente de Hedeby. Ahora estoy trabajando en aquello a lo que realmente debería haberme dedicado este año. Tendrás información con la suficiente antelación antes de que el texto vaya a imprenta, pero me atrevo a decir que el problema de este último año pronto se habrá acabado.

Espero que tú y Erika seáis amigas, y claro que no tengo inconveniente en que formes parte de la junta de Millennium. Le contaré a Erika lo que pasó. Pero ahora mismo no tengo ni fuerzas ni tiempo; antes de hacerlo quiero dejar reposar el tema un poco más.

Estaremos en contacto. Saludos. Mikael.


Lisbeth no le prestó mucha atención a lo que Mikael estaba escribiendo. Levantó la mirada del libro cuando él dijo algo que, al principio, ella no comprendió.

– Perdón. Estoy pensando en voz alta. He dicho que esto es muy fuerte.

– ¿Qué es lo que es fuerte?

– Wennerströrn mantuvo una relación con una camarera de veintidós años a la que dejó embarazada. ¿No has leído su correspondencia con el abogado?

– Por favor, Mikael. Tienes diez años de correspondencia, de correos electrónicos, de acuerdos, de documentos de viajes y de Dios sabe qué en ese disco duro. No estoy tan fascinada por Wennerström como para leerme sus gigabytes de chorradas. He leído una pequeña parte, más que nada para satisfacer mi curiosidad; lo suficiente para constatar que se trata de un gánster.

– Vale. Bueno, la dejó embarazada en 1997. Cuando ella le pidió una compensación, el abogado contrató a alguien para convencerla de que abortara. Supongo que la intención era ofrecerle una suma de dinero, pero la chica no estaba interesada. Entonces la persuasión se hizo de la siguiente manera: el matón le metió la cabeza en una bañera llena de agua hasta que ella accedió a dejar en paz a Wennerström. Y todo esto se lo escribe a Wennerström el idiota del abogado en un correo electrónico; encriptado, es cierto, pero de todos modos… Bueno, no es que el nivel de inteligencia de esta gentuza me sorprenda demasiado.

– ¿Qué pasó con la chica?

– Abortó. Para satisfacción de Wennerström.

Lisbeth Salander no dijo nada en diez minutos. De repente sus ojos se ennegrecieron.

– Otro hombre que odia a las mujeres -murmuró finalmente. Mikael no la oyó.

Ella cogió los cedes y dedicó los siguientes días a leer detenidamente el correo electrónico de Wennerström, así como otros documentos. Mientras Mikael seguía trabajando, Lisbeth estaba sentada en la cama con su Power-Book en las rodillas, reflexionando sobre el extraño imperio de Wennerström.

Se le había ocurrido una peculiar idea que no conseguía quitarse de la cabeza; más que nada se preguntaba por qué no había pensado en ello antes.

Una mañana, a finales de octubre, Mikael imprimió una página y luego apagó el ordenador ya a las once de la mañana. Sin pronunciar palabra, subió al dormitorio y le entregó a Lisbeth un buen tocho de papeles. Acto seguido, se durmió. Ella le despertó por la tarde para darle sus opiniones sobre el texto.

Poco después de las dos de la madrugada, Mikael hizo una última copia de seguridad de su reportaje.

Al día siguiente, cerró los postigos de la casita y le echó la llave a la puerta. Las vacaciones de Lisbeth se habían acabado. Se fueron juntos a Estocolmo.


Antes de llegar a Estocolmo, Mikael tenía que tratar con Lisbeth un tema bastante delicado. Lo sacó en el ferry de Waxholm, cuando estaban tomando café en vasos de papel.

– Tenemos que ponernos de acuerdo sobre lo que le voy a contar a Erika. Si no puedo explicarle cómo he conseguido el material, se negará a publicarlo.

Erika Berger. La amante de toda la vida y la redactora jefe de Mikael. Lisbeth no la conocía y tampoco estaba segura de quererlo hacer; le parecía una interferencia poco definida, aunque molesta, en su vida.

– ¿Qué sabe ella de mí?

– Nada -suspiró Mikael-; llevo todo el verano evitándola. No soy capaz de contarle lo que pasó en Hedestad porque me da una tremenda vergüenza. Se siente enormemente frustrada por la parquedad de mis informaciones. Sabe, por supuesto, que he estado en Sandhamn escribiendo este texto, pero ignora su contenido.

– Mmm.

– Se lo daré dentro de un par de horas. Entonces, me hará un interrogatorio en tercer grado. No sé qué decirle.

– ¿Qué quieres decirle?

– Quiero contarle la verdad.

Una arruga apareció en el entrecejo de Lisbeth.

– Lisbeth, Erika y yo discutimos casi siempre. En cierto modo forma parte de nuestra manera de entendernos. Pero nos tenemos una confianza absoluta. Es totalmente fiable. Tú eres una fuente y ella moriría antes de descubrirte.

– ¿A cuántos más tendrás que contárselo?

– A nadie más. Esto me lo llevaré a la tumba; y Erika hará lo mismo. Pero si me dices que no, no le revelaré tu secreto. Lo que no pienso hacer es mentirle e inventarme una fuente que no existe.

Lisbeth reflexionó durante todo el trayecto hasta que atracaron en el muelle delante del Grand Hotel. «Análisis de consecuencias.» Al final, a regañadientes, aceptó ser presentada a Erika. Mikael encendió el móvil y llamó.


Erika Berger recibió la llamada en plena comida de negocios con Malin Eriksson, candidata al puesto de secretaria de redacción. Malin tenía veintinueve años y llevaba cinco haciendo sustituciones y suplencias. Nunca había tenido un empleo fijo y estaba empezando a dudar si lo tendría alguna vez. La oferta de trabajo no había sido publicada; un viejo conocido de Erika había recomendado a Malin. Erika la llamó el mismo día en que terminó su última suplencia para saber si estaba interesada en solicitar un puesto en Millennium.

– Se trata de una suplencia de tres meses -dijo Erika-, pero si funciona bien, puede llegar a ser algo fijo.

– Se rumorea que Millennium va a cerrar dentro de poco.

Erika Berger sonrió.

– No deberías hacer caso a los rumores.

– Ese Dahlman al que voy a sustituir… -Malin Eriksson dudó- va a una revista que es propiedad de Hans-Erik Wennerström…

Erika asintió con la cabeza.

– A nadie del gremio se le habrá escapado que estamos en conflicto con Wennerström. No les tiene mucha simpatía a los empleados de Millennium.

– Así que si acepto el puesto, yo también perteneceré a ese grupo.

– Es bastante probable, sí.

– Pero Dahlman ha conseguido un puesto en Finansmagasinet Monopol.

– Podríamos decir que es la manera que Wennerström tiene de compensar ciertos servicios que Dahlman le ha prestado. ¿Sigues interesada?

Malin Eriksson meditó la respuesta un instante. Luego asintió con la cabeza.

– ¿Cuándo quieres que empiece?

Fue en ese preciso momento cuando Mikael Blomkvist llamó e interrumpió la entrevista.


Erika usó sus propias llaves para abrir la puerta del apartamento de Mikael. Era la primera vez que se veían cara a cara desde aquella breve visita a la redacción a finales de junio. Ella entró en el salón y encontró en el sofá a una chica de una delgadez anoréxica, vestida con una desgastada chupa de cuero y con los pies encima de la mesa. Al principio pensó que la joven tendría unos quince años, pero eso fue antes de ver sus ojos. Seguía observando aquella aparición cuando Mikael irrumpió con una cafetera y unas pastas.

Mikael y Erika se examinaron.

– Perdóname por haber pasado de ti de esta manera -dijo Mikael.

Erika inclinó la cabeza a un lado. Algo había cambiado en Mikael. Lo veía demacrado, más delgado de lo que recordaba. Sus ojos se mostraban avergonzados y por un breve instante él evitó su mirada. Erika le observó el cuello. Tenía marcada una línea roja leve, aunque claramente perceptible.

– Te he estado esquivando. Es una historia muy larga y no me siento muy orgulloso de mi papel. Pero luego lo hablamos… Ahora te quiero presentar a esta joven. Erika, Lisbeth Salander. Lisbeth, ésta es Erika Berger, la redactora jefe de Millennium y mi mejor amiga.

Lisbeth examinó la ropa elegante y el aplomo con el que Erika Berger actuaba, y decidió, cuando todavía no habían pasado ni unos diez segundos, que no resultaría probable que Erika se convirtiera en su mejor amiga.


La reunión duró cinco horas. Erika hizo dos llamadas para cancelar otras citas. Dedicó una hora a leer partes del manuscrito que Mikael puso en sus manos. Tenía mil preguntas y se dio cuenta de que le llevaría semanas dar respuesta a todas ellas. Lo importante era aquel texto que finalmente dejó de lado. Si tan sólo una pequeña parte de esas afirmaciones fuese verdadera, la situación habría cambiado por completo.

Erika miró a Mikael. Nunca había dudado de que se trataba de una persona sincera, pero durante un breve segundo sintió vértigo y se preguntó si el caso Wennerström no le habría trastornado, si el reportaje no habría sido más que un producto de su imaginación. En ese instante, Mikael se presentó con dos cajas de documentos impresos. Erika palideció. Quería saber, naturalmente, cómo había conseguido todo aquel material.

Hizo falta un buen rato para convencerla de que aquella curiosa chica que seguía sin pronunciar una sola palabra tenía acceso libre al ordenador de Hans-Erik Wennerström. Y no sólo a ése, también había entrado en varios de los ordenadores de sus abogados y colaboradores más cercanos.

La reacción espontánea de Erika fue decir que no podian usar el material por haberlo conseguido a través de una intrusión informática ilegal. Pero claro que podían. Mikael señaló que no estaban obligados a dar cuenta de cómo se habían hecho con el material. Podrían haber contado perfectamente con una fuente que hubiera accedido al ordenador de Wennerström y que hubiera copiado su disco duro a unos cuantos cedes.

Al final, Erika fue consciente del arma que tenían en las manos. Se sentía agotada y le quedaban muchas preguntas, pero no sabía por dónde empezar. Acabó por dejarse caer contra el respaldo del sofá e hizo un resignado gesto con los brazos.

– Mikael, ¿qué pasó en Hedestad?

Lisbeth Salander levantó la mirada de inmediato. Mikael permaneció callado durante mucho tiempo. Contestó con otra pregunta.

– ¿Qué tal te llevas con Harriet Vanger?

– Bien. Creo. La he visto dos veces. La semana pasada Christer y yo subimos a Hedestad para una reunión. Nos emborrachamos con vino.

– ¿Y cómo salió la reunión?

– Ella mantiene su palabra.

– Ricky, sé que te sientes frustrada porque te he estado evitando y porque me he inventado excusas para no explicarte nada. Tú y yo nunca hemos tenido secretos el uno para el otro y de repente hay seis meses de mi vida que yo… no soy capaz de contarte.

Erika cruzó su mirada con la de Mikael. Lo conocía como nadie, pero lo que leía en sus ojos era algo que no había visto jamás. Parecía implorarle. Le suplicaba que no le preguntara. Ella abrió la boca y lo contempló desamparada. Lisbeth Salander observaba su silenciosa conversación con una mirada neutra. No se metió.

– ¿Tan terrible ha sido?

– Peor aún. Le temía a esta conversación. Prometo contarte lo ocurrido, pero es que he dedicado meses a reprimir mis sentimientos mientras Wennerström acaparaba todo mi interés… y todavía no estoy completamente preparado. Preferiría que Harriet te lo contara en mi lugar.

– ¿Qué es esa marca que llevas alrededor del cuello?

– Lisbeth me salvó la vida allí arriba. Si ella no hubiese aparecido, yo estaría muerto.

Los ojos de Erika se abrieron de par en par. Miró a la chica de la chupa de cuero.

– Y ahora tienes que redactar un acuerdo con ella; es nuestra fuente.

Erika Berger permaneció callada un buen rato mientras lo meditaba. Luego hizo algo que dejó perplejo a Mikael, que fue un shock para Lisbeth y que incluso a ella misma le asombró. Durante todo el tiempo que llevaba sentada en el sofá de Mikael había sentido la mirada de Lisbeth. Una taciturna chica con vibraciones hostiles.

Erika se levantó, bordeó la mesa y abrazó a Lisbeth Salander. Lisbeth se defendió como una lombriz a la que estaban a punto de clavar en el anzuelo.

Capítulo 29 Sábado, 1 de noviembre – Martes, 25 de noviembre

Lisbeth Salander navegaba por el ciberimperio de Hans-Erik Wennerström. Llevaba más de once horas pegada a la pantalla del ordenador. Aquella incipiente idea que tuvo en Sandhamn y que se había materializado en algún recóndito rincón de su cerebro durante la última semana se había convertido en una obsesión. Durante cuatro semanas se aisló en su apartamento haciendo caso omiso a todas las llamadas de Dragan Armanskrj. Se pasaba doce o quince horas al día delante de su portátil, y el resto del tiempo meditaba sobre ese mismo problema.

Durante el último mes había mantenido un esporádico contacto con Mikael Blomkvist, que estaba igualmente ocupado y obsesionado con su trabajo en la redacción de Millennium. Hablaban por teléfono un par de veces por semana y ella le mantenía al día de la correspondencia de Wennerström y los demás asuntos.

Por enésima vez repasó todos los detalles. No es que temiera haberse perdido alguno, pero no estaba segura de haber comprendido la relación entre todas esas intrincadas conexiones.

El célebre imperio de Wennerström era como un organismo deforme que latía con vida propia y cambiaba constantemente de forma. Estaba compuesto de opciones, obligaciones, acciones, participaciones en sociedades, intereses por préstamos, intereses por ingresos, depósitos, cuentas, transferencias y miles de cosas más. Una parte extraordinariamente grande del capital se había invertido en empresas buzón donde unas eran dueñas de otras.

Los análisis más optimistas del Wennerstroem Group, realizados por economistas de poca monta, calculaban que su valor ascendía a más de novecientos mil millones de coronas. Una simple mentira o, por lo menos, una cifra tremendamente exagerada. Pero Wennerström no era un muerto de hambre. Lisbeth Salander estimó que en realidad la cifra se situaba en torno a unos noventa o cien mil millones, lo cual no era moco de pavo. Hacer una inspección seria de todo el grupo llevaría años. En total, Salander había identificado cerca de tres mil cuentas diferentes y activos bancarios distribuidos por todo el mundo. Wennerström se dedicaba al fraude con tal magnitud que sus actividades no se consideraban ya delictivas, sino simplemente negocios.

En alguna parte de ese deforme organismo también había sustancia. Tres recursos aparecían constantemente en la jerarquía. Los bienes suecos fijos, inatacables y auténticos, se encontraban expuestos a la inspección pública, a consultas de balances anuales y auditorias. Las actividades americanas eran sólidas, y un banco de Nueva York conformaba la base de operaciones de todos los movimientos de dinero. Lo interesante de la historia residía en las actividades que las empresas buzón realizaban en lugares como Gibraltar, Chipre y Macao. Wennerström era como un supermercado de tráfico ilegal de armas, blanqueo de dinero de sospechosas empresas de Colombia y negocios muy poco ortodoxos en Rusia.

Un punto y aparte lo constituía una cuenta anónima abierta en las islas Caimán; la controlaba Wennerström personalmente, pero se mantenía al margen de todos los negocios. Un continuo chorreo de dinero -en torno al diez por mil de cada negocio que Wennerström realizaba- entraba sin cesar en las islas Caimán a través de las empresas buzón.

Salander trabajaba sumida en un estado hipnótico. Cuentas: clic; correo electrónico: clic; balances: clic. Se enteró de las últimas transferencias. Le siguió el rastro a una pequeña transacción hecha de Japón a Singapur que luego continuó hasta las islas Caimán vía Luxemburgo. Comprendió cómo funcionaba. Era como si en ella confluyeran los impulsos del ciberespacio. Pequeños cambios. El último correo electrónico. Un único y pobre mensaje electrónico de muy limitado interés enviado a las diez de la noche. El programa de encriptación PGP, trrrr, trrrr; una ridiculez para alguien que ya estaba dentro de su ordenador y podía leer claramente el mensaje:

Berger ha dejado de dar guerra sobre el tema de los anuncios. ¿Se ha rendido o está tramando algo? Tu fuente asegura que se encuentran al borde de la ruina, pero parece ser que han contratado a una nueva persona. Averigua qué está pasando. Durante las últimas semanas Blomkvist se ha encerrado en su casa de Sandhamn para escribir como un loco, pero nadie sabe en qué anda trabajando. En los últimos días lo han visto por la redacción. ¿Puedes conseguir las pruebas del próximo número?

HEW.

Nada de lo que preocuparse. Déjale que se coma el coco. «Ya estás vendido, tío.»

A las cinco y media de la mañana se desconectó, apagó el ordenador y se puso a buscar otro paquete de tabaco. Esa noche ya había bebido cuatro -no, cinco- Coca-Colas; fue a por la sexta y se sentó en el sofá. Sólo llevaba unas bragas y una camiseta promocional de Soldier of Fortune Magazine, con estampado de camuflaje, desgastada de tanto lavarla, y con el texto Kill them all and let God sort them out. Se dio cuenta de que tenía frío y cogió una manta para abrigarse.

Le dio un subidón, como si se hubiese tomado alguna sustancia inapropiada y, probablemente, ilegal. Concentró la mirada en una farola de la calle y permaneció inmóvil mientras su cerebro trabajaba a pleno rendimiento. Mamá, clic; Mimmi, clic. Holger Palmgren. Evil Fingers. Y Armanskij. El trabajo. Harriet Vanger. Clic. Martin Vanger. Clic. El palo de golf. Clic. El abogado Nils Bjurman. Clic. Por mucho que lo intentara no podía olvidar ninguna de esas malditas imágenes.

Se preguntó si Bjurman volvería a desnudarse alguna vez delante de una mujer y, en tal caso, cómo le explicaría el tatuaje de la barriga. ¿Y cómo evitaría quitarse la ropa la próxima vez que acudiera al médico?

Y Mikael Blomkvist. Clic.

Lo consideraba una buena persona, pero posiblemente pecara de un exacerbado complejo de don Perfecto. Y, por desgracia, era insoportablemente ingenuo en lo referente a ciertos temas elementales de moral. Tenía un carácter tolerante y comprensivo, y siempre le buscaba explicaciones y excusas psicológicas al comportamiento humano. Por lo tanto, Mikael nunca entendería que los animales depredadores del mundo sólo hablaran un único lenguaje. Le invadía un incómodo instinto de protección cuando pensaba en él.

No recordaba cuándo se durmió, pero se despertó al día siguiente, a las nueve de la mañana, con tortícolis y con la cabeza mal apoyada contra la pared de detrás del sofá. Se fue dando tumbos hasta la habitación y se volvió a dormir.


Sin duda, se trataba del reportaje más importante de su vida. Por primera vez en año y medio, Erika Berger era feliz como sólo lo sería un redactor con un scoop espectacular haciéndose en el horno. Estaba puliendo el texto con Mikael por última vez cuando Lisbeth Salander llamó al móvil.

– Se me ha olvidado decirte que Wennerström empieza a preocuparse por lo que has estado escribiendo últimamente; ya ha pedido las pruebas del último número.

– ¿Cómo te has enter…? Bah, olvídalo. ¿Sabes cómo lo va a hacer?

– No. Sólo tengo una suposición lógica.

Mikael reflexionó unos segundos.

– La imprenta -exclamó.

Erika arqueó las cejas.

– Si no hay filtraciones desde la redacción, no le quedan muchas más alternativas. A no ser que piense mandar a uno de sus matones a haceros una visita nocturna.

Mikael se dirigió a Erika.

– Reserva otra imprenta para este número. Ahora. Y llama a Dragan Armanskij: quiero que esta semana haya aquí vigilantes por las noches.

Volvió a Lisbeth:

– Gracias, Sally.

– ¿Cuánto vale?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Cuánto vale la información?

– ¿Qué quieres?

– Te lo diré tomando un café. Ahora mismo.


Se vieron en Kaffebar, en Hornsgatan. Cuando Mikael se sentó a su lado, Salander tenía una cara tan seria que sintió una punzada de inquietud. Ella, como era habitual, fue directamente al grano.

– Necesito que me prestes dinero.

Mikael mostró una de sus sonrisas más ingenuas buscando la cartera.

– Claro. ¿Cuánto?

– Ciento veinte mil coronas.

– Ufff -dijo Mikael, guardando de nuevo la cartera-. No llevo tanto dinero encima.

– No estoy bromeando. Necesito que me dejes ciento veinte mil coronas durante… digamos seis semanas. Se me ha presentado la oportunidad de hacer una inversión y no tengo a nadie más a quien acudir. Ahora mismo tienes unas ciento cuarenta mil en tu cuenta. Te las devolveré.

Mikael ni siquiera comentó el hecho de que Lisbeth Salander hubiera violado la confidencialidad bancaria para averiguar el saldo de su cuenta. Él utilizaba un banco por Internet, así que la respuesta resultaba obvia.

– No hace falta que me lo pidas prestado -contestó él-. No hemos hablado de tu parte todavía, pero cubre de sobra la suma que quieres.

– ¿Mi parte?

– Sally, voy a cobrar de Henrik Vanger una remuneración de descabelladas dimensiones; haremos cuentas a finales de año. Sin ti, yo estaría muerto y Millennium se habría ido a pique. Pienso compartir el dinero contigo. Fifty-fifty.

Lisbeth Salander le observó inquisitivamente. Una arruga apareció en su frente. Mikael ya estaba acostumbrado a sus silencios. Finalmente, negó con la cabeza.

– No quiero tu dinero.

– Pero…

– No quiero ni una sola corona tuya -dijo, mostrando su sonrisa torcida-. A menos que llegue en forma de regalo por mi cumpleaños.

– Nunca me has dicho cuándo es tu cumpleaños.

– Tú eres el periodista. Averígualo.

– Sinceramente, Salander: lo de compartir el dinero lo digo en serio.

– Yo también hablo en serio. No quiero tu dinero. Quiero que me prestes ciento veinte mil coronas. Y las necesito mañana.

Mikael Blomkvist permaneció callado. «Ni siquiera me ha preguntado cuánto dinero le correspondería.»

– Sally, no me importa ir contigo al banco hoy mismo para dejarte lo que quieras. Pero a finales de año hablaremos en serio acerca de tu parte -respondió, levantando la mano-. Bueno, ¿cuándo cumples años?

– En Walpurgis -contestó ella-. Muy apropiado, ¿a que sí? Es entonces cuando salgo por ahí con una escoba entre las piernas.


Lisbeth aterrizó en Zurich a las siete y media de la tarde y cogió un taxi hasta el turístico hotel Matterhorn. Había reservado una habitación a nombre de Irene Nesser, con el cual se identificó gracias a un pasaporte noruego. Irene Nesser tenía el pelo rubio y largo. Había comprado la peluca en Estocolmo y utilizó diez mil coronas del préstamo de Mikael Blomkvist para adquirir dos pasaportes a través de los oscuros contactos de la red internacional de Plague.

Se fue inmediatamente a su habitación, cerró la puerta con llave y se desnudó. Se tumbó en la cama y se puso a mirar el techo de la estancia, que costaba mil seiscientas coronas por noche. Se sentía vacía. Ya se había gastado la mitad del dinero que Mikael Blomkvist le había dejado; a pesar de haberle añadido hasta la última corona de sus propios ahorros, su presupuesto era escaso. Dejó de pensar y se durmió casi enseguida.

Se despertó a las cinco y pico de la mañana. Lo primero que hizo fue ducharse y dedicar un buen rato a ocultar el tatuaje del cuello con una espesa capa de base de maquillaje y unos polvos en los bordes. El segundo punto de su lista era reservar hora para las seis y media de la mañana en el salón de belleza de un hotel considerablemente más caro. Se compró otra peluca rubia, ésta con un corte a lo paje; luego le hicieron la manicura y le pusieron unas uñas postizas rojas encima de sus mordidos muñones, así como pestañas postizas, más polvos, colorete y finalmente carmín y otros potingues. Total: más de ocho mil coronas.

Pagó con una tarjeta de crédito a nombre de Monica Sholes y presentó un pasaporte inglés para identificarse.

La próxima parada era el Camille's House of Fashion, a ciento cincuenta metros más abajo en la misma calle. Salió al cabo de una hora llevando botas y medias negras, una falda de color arena con una blusa a juego, una chaqueta corta y una boina. Todo de marca. Se lo había dejado elegir al vendedor. También se llevó un exclusivo maletín de cuero y una pequeña maleta Samsonite. Para coronar la obra, unos discretos pendientes y una sencilla cadena de oro alrededor del cuello. Le hicieron un cargo de cuarenta y cuatro mil coronas en la tarjeta de crédito.

Además, por primera vez en su vida, Lisbeth Salander lucía un pecho que, al contemplarse en el espejo de la puerta, la dejó sin aliento. Aquel pecho era igual de falso que la identidad de Monica Sholes. Estaba hecho de látex y lo había adquirido en una tienda de Copenhague donde hacían sus compras los travestís.

Ya estaba preparada para entrar en combate.

Poco después de las nueve, caminó dos manzanas hasta el prestigioso hotel Zimmertal, donde tenía una habitación reservada a nombre de Monica Sholes. Le dio el equivalente a cien coronas de propina al chico que le subió la nueva maleta, la cual contenía su bolsa de viaje. La suite era pequeña y sólo costaba veintidós mil coronas por día. Había reservado una noche. Tras quedarse sola, echó un vistazo a su alrededor. Desde la ventana disfrutaba de una fantástica vista sobre Zurich See, cosa que no le interesaba lo más mínimo. En cambio, pasó cinco minutos delante de un espejo contemplándose a sí misma con unos ojos como platos. Estaba viendo a una persona completamente extraña. La rubia Monica Sholes, de generoso pecho y melena de paje, llevaba más maquillaje del que usaba Lisbeth en un mes. Tenía un aspecto… diferente.

A las nueve y media pudo, por fin, desayunar en el bar del hotel: dos tazas de café y un bagel con mermelada. Coste: doscientas diez coronas. Are these people nuts?


Poco antes de las diez, Monica Sholes dejó la taza de café, abrió su móvil y marcó un número que la conectó con un módem ubicado en Hawai. A los tres tonos, sonó la señal de conexión. El módem se inició. Monica Sholes contestó introduciendo un código de seis cifras en su móvil y envió un mensaje que daba la orden de poner en marcha un programa que Lisbeth Salander había diseñado especialmente para ese fin.

El programa dio señales de vida en Honolulú, en una página web anónima de un servidor que pertenecía formalmente a la universidad. Era sencillo. Su única función consistía en enviar instrucciones para activar otro programa en otro servidor; en este caso, una página web normal y corriente que ofrecía servicios de Internet en Holanda. El objetivo era buscar el espejo del disco duro de Hans-Erik Wennerström, y asumir el comando sobre el programa que informaba del contenido de sus más de tres mil cuentas bancarias en todo el mundo.

Sólo le interesaba una en concreto. Lisbeth Salander había notado que Wennerström la consultaba un par de veces por semana. Si él encendiera su ordenador y entrara precisamente en ese archivo, todo tendría un aspecto perfectamente normal. El programa presentaría pequeños cambios esperables, calculados según los movimientos habituales producidos en la cuenta durante los últimos seis meses. Si durante las próximas cuarenta y ocho horas Wennerström diera una orden de pago o transferencia, el programa le informaría de que su petición se había realizado. En realidad, el movimiento sólo se habría hecho en el espejo del disco duro que estaba en Holanda.

Monica Sholes apagó el móvil en el momento en que escuchó cuatro breves tonos confirmando que el programa estaba en marcha.


Abandonó el Zimmertal y se dirigió al Bank Hauser General, justo enfrente, donde había concertado una cita con un tal Wagner, el director, a las diez de la mañana. Llegó tres minutos antes, tiempo que dedicó a posar delante de la cámara de vigilancia, que le sacó una foto al pasar a la zona de despachos para consultas más privadas y discretas.

– Necesito ayuda con una serie de transacciones -dijo Monica Sholes en un impecable inglés de Oxford. Al abrir su maletín dejó caer, como por casualidad, un bolígrafo publicitario que revelaba que se alojaba en el hotel Zimmertal y que el director Wagner recogió educadamente. Ella le dedicó una picara sonrisa y escribió el número de la cuenta en el cuaderno de la mesa que tenía enfrente.

El director Wagner le echó una mirada y le colocó la etiqueta de «hija consentida de quién sabe quién».

– Se trata de una serie de cuentas en el Bank of Kroenenfeld de las islas Caimán. Transferencia automática contra códigos de clearing en secuencia.

– Fräulein Sholes: imagino que ha traído todos los códigos de clearing -dijo él.

– Aber natürlich -contestó ella con un acento tan fuerte que resultó evidente que tenía un pésimo alemán de colegio.

Empezó a recitar series de números de dieciséis cifras sin servirse, ni una sola vez, de ningún papel. El director Wagner se dio cuenta de que iba a ser una mañana laboriosa, pero por el cuatro por ciento de comisión en las transferencias estaba dispuesto a saltarse la comida.

Tardaron más de lo que ella había calculado. Hasta poco después de las doce, con algo de retraso según el horario previsto, Monica Sholes no dejó el Bank Hauser General. Volvió al hotel Zimmertal andando. Se dejó ver por la recepción antes de subir a su habitación para quitarse la ropa que acababa de comprar. Continuó con el pecho de látex puesto, pero sustituyó la peluca de paje por el largo pelo rubio de Irene Nesser. Se vistió con ropa más cómoda: botas con tacones muy altos, pantalones negros, un sencillo jersey y una clásica cazadora de cuero negro comprada en el Malungsboden de Estocolmo. Se examinó detenidamente ante el espejo. No presentaba, en absoluto, un aspecto desaliñado, pero tampoco era ya una rica heredera. Antes de que Irene Nesser abandonara la habitación, seleccionó unas cuantas obligaciones y las guardó en una fina carpeta.

A la una y cinco, con unos pocos minutos de retraso, entró en el Bank Dorffmann, situado a unos setenta metros del Bank Hauser General. Irene Nesser tenía concertada una reunión con un tal Hasselmann, que era el director. Ella pidió disculpas por su retraso. Hablaba un impecable alemán, aunque con acento noruego.

– No se preocupe, Fräulein -contestó el director Hasselmann-. ¿En qué puedo serle útil?

– Quiero abrir una cuenta. Tengo unas obligaciones que me gustaría convertir.

Irene Nesser colocó la carpeta sobre la mesa.

El director Hasselmann hojeó el contenido, primero con rapidez. luego más despacio. Arqueó una ceja y sonrió cortésmente.

Abrió cinco cuentas que podría manejar a través de Internet y que tenían como titular a una empresa buzón anónima de Gibraltar que un agente local le había montado por cincuenta mil de las coronas que Mikael Blomkvist le prestó. Convirtió cincuenta obligaciones en dinero que ingresó en esas cuentas. Cada obligación valía un millón de coronas.


Su gestión en el Bank Dorffmann se prolongó tanto que se retrasó aún más en el horario. Le resultó imposible terminar sus últimas transacciones antes de que los bancos cerraran. Por eso, Irene Nesser regresó al hotel Matterhorn, donde se dejó ver durante una hora para que advirtieran su presencia. Sin embargo, le dolía la cabeza y se retiró pronto. Compró aspirinas en la recepción, pidió que la despertaran a las ocho de la mañana y subió a la habitación.

Eran casi las cinco y todos los bancos europeos habían cerrado. En cambio, los del continente americano estaban abiertos. Encendió su PowerBook y se conectó a la red a través de su móvil. Tardó una hora en vaciar las cuentas que acababa de abrir en el Bank Dorffmann.

Dividió el dinero en pequeñas cantidades y lo usó para pagar supuestas facturas de un gran número de empresas ficticias distribuidas por todo el mundo. Por curioso que pueda parecer, al final todo ese capital acabó siendo transferido al Bank of Kroenenfeld de las islas Caimán, pero esta vez a una cuenta completamente distinta a aquellas de las que había salido esa misma mañana.

Irene Nesser consideró esta primera parte del dinero asegurada y prácticamente imposible de rastrear. Efectuó un solo pago de la cuenta; transfirió poco más de un millón de coronas a una cuenta conectada a una tarjeta de crédito que llevaba en su cartera. El titular: una sociedad anónima llamada Wasp Enterprises, registrada en Gibraltar.


Unos minutos más tarde una chica rubia con melena a lo paje abandonó Matterhorn a través de una de las puertas laterales del bar. Monica Sholes se fue andando hasta el hotel Zimmertal, saludó cortésmente al recepcionista con un movimiento de cabeza y subió en ascensor a su habitación.

Luego se tomó su tiempo para ponerse el uniforme de batalla de Monica Sholes, retocarse y cubrir el tatuaje con una capa extra de base de maquillaje antes de bajar al restaurante para cenar un plato de pescado absolutamente extraordinario. Pidió una botella de un vino añejo del que no había oído hablar en su vida, pero que costaba mil doscientas coronas. Apenas se tomó una copa; dejó el resto con manifiesto descuido antes de dirigirse al bar. Entregó más de quinientas coronas de propina, lo cual hizo que el personal se fijara en ella.

Pasó tres horas dejándose conquistar por un joven italiano borracho con un apellido aristócrata que no se molestó en recordar. Compartieron dos botellas de champán, de las cuales ella consumió aproximadamente una copa.

A eso de las once, su ebrio admirador se inclinó hacia delante y le tocó el pecho descaradamente. Ella, satisfecha, le puso la mano en la mesa: no parecía haber notado que estaba manoseando látex blando. De vez en cuando eran lo suficientemente ruidosos como para provocar cierta irritación entre los demás clientes. Cuando Monica Sholes, poco antes de la medianoche, advirtió que un vigilante empezaba a lanzarles serias miradas, ayudó a su amigo italiano a subir a su habitación.

Mientras él visitaba el baño, ella le sirvió una última copa de tinto. Sacó un papelito, lo desdobló y le echó en el vino una pastilla machacada de Rohypnol. Tan sólo un minuto después de haber brindado, él se desplomó como un miserable saco encima de la cama. Ella le aflojó el nudo de la corbata, le quitó los zapatos y lo tapó con el edredón. Antes de abandonar la habitación lavó las copas en el baño y las secó.

A la mañana siguiente, a las seis, Monica Sholes desayunó en su habitación. Dejó una generosa propina y se fue del Zimmertal antes de las siete. Previamente dedicó cinco minutos a limpiar las huellas dactilares de las manivelas de las puertas, de los armarios, del váter, del auricular del teléfono y de otros objetos de la habitación que había tocado.

Irene Nesser se fue del Matterhorn a las ocho y media, poco después de que la recepción la despertara. Cogió un taxi y dejó las maletas en una consigna de la estación de tren. Luego dedicó unas horas a visitar nueve bancos privados donde ingresó una parte de las obligaciones de las islas Caimán. A las tres de la tarde ya había convertido un diez por ciento en dinero que ingresó en una treintena de cuentas numeradas. Reunió el resto de las obligaciones y las depositó en la caja fuerte de un banco.

Irene Nesser tendría que hacer algunas visitas más a Zurich, pero eso no le urgía.

A las cuatro y media de la tarde, Irene Nesser cogió un taxi hasta el aeropuerto. Una vez allí se metió en los servicios, cortó en pedazos el pasaporte y la tarjeta de crédito de Monica Sholes y los echó por el retrete. Las tijeras las tiró en una papelera. Después del 11 de septiembre de 2001 no resultaba muy apropiado ir llamando la atención con objetos puntiagudos en el equipaje.

Irene Nesser cogió el vuelo GD 890 de Lufthansa hasta Oslo y luego el autobús a la estación central de la capital, en cuyos lavabos entró para ordenar la ropa. Colocó todos los efectos personales de Monica Sholes -la peluca de corte a lo paje y la ropa de marca- en tres bolsas de plástico que depositó en distintos cubos de basura y en papeleras de la estación de tren. La maleta Samsonite, vacía, la dejó en la taquilla de una consigna que no cerró. La cadena de oro y los pendientes, objetos de diseño que podrían ser rastreados, desaparecieron por un sumidero.

Tras un momento de angustiosa duda, Irene Nesser decidió conservar el pecho postizo de látex.

Luego, viendo que iba muy mal de tiempo, entró en MacDonald's y se zampó a toda prisa una hamburguesa a modo de cena. Mientras comía, transfirió el contenido del exclusivo maletín de cuero a su bolsa de viaje. Al marcharse dejó el maletín vacío debajo de la mesa. Pidió un caffe latte para llevar en un quiosco y se fue corriendo a coger el tren nocturno para Estocolmo. Llegó justo antes de que cerraran las puertas. Tenía reservado un compartimento de coche-cama individual.

Tras echarle el cerrojo a la puerta, sintió cómo, por primera vez en cuarenta y ocho horas, el nivel de adrenalina descendía a su nivel normal. Abrió la ventana y desafió la prohibición de fumar encendiendo un cigarrillo; mientras el tren salía de Oslo, permaneció junto a la ventana fumando y tomándose el café a pequeños sorbos.

Repasó mentalmente su lista para asegurarse de que no había descuidado ningún detalle. Luego frunció el ceño y rebuscó en los bolsillos de la chaqueta. Sacó el bolígrafo del hotel Zimmertal, lo examinó un momento y, acto seguido, lo tiró por la ventana.

Quince minutos más tarde se metió bajo las sábanas y se durmió casi en el acto.

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