SEGUNDA PARTE. Análisis de consecuencias

Del 3 de enero al 17 de marzo

En Suecia el cuarenta y seis por ciento de las mujeres

han sufrido violencia por parte de algún hombre.


Capítulo 8 Viernes, 3 de enero – Domingo, 5 de enero

Cuando Mikael Blomkvist se apeó del tren en Hedestad por segunda vez, el cielo tenía un tono azul pastel y el aire era gélido. El termómetro de la fachada principal de la estación marcaba 18 grados bajo cero. Al igual que en la última ocasión, calzaba unos zapatos de suela fina, muy poco apropiados. Sin embargo, a diferencia de lo que había ocurrido entonces, no había ningún abogado Frode esperándolo con un coche de cálido interior. Mikael había anunciado su llegada, pero no dijo en qué tren exactamente. Suponía que habría algún autobús para Hedeby, pero no tenía ganas de cargar con dos pesadas maletas y una bandolera mientras lo buscaba. En su lugar, cruzó la plaza hasta la parada de taxis.

Entre Navidad y Año Nuevo había estado nevando copiosamente a lo largo de toda la costa de Norrland y, a juzgar por los bordes de las calles y los montones de nieve acumulada, las máquinas quitanieves ya llevaban algún tiempo trabajando sin cesar. El taxista que, según la licencia del parabrisas, se llamaba Hussein, movió la cabeza de un lado a otro cuando Mikael le preguntó si el tiempo había sido muy malo. Con un acento de Norrland muy pronunciado, le contó que habían sufrido la peor tormenta de nieve de las últimas décadas, y que se, arrepentía amargamente de no haber cogido vacaciones para pasar la Navidad en Grecia.

Mikael le indicó al taxista el camino hasta el patio de la casa de Henrik Vanger, del que acababan de quitar la nieve. Dejó sus maletas junto al porche y vio cómo el coche desaparecía de regreso a Hedestad. De repente se sintió solo y confuso. Quizá Erika tuviera razón al insistir en que toda esa historia era una locura.

Oyó la puerta abrirse a sus espaldas y se dio media vuelta. Henrik Vanger iba bien abrigado con un grueso abrigo de cuero, unas buenas botas y una gorra con orejeras. Mikael llevaba vaqueros y una fina cazadora de piel.

– Si vas a vivir aquí, tendrás que aprender a vestirte mejor durante esta época del año.

Se estrecharon las manos.

– ¿Seguro que no quieres alojarte en la casa principal? ¿No? Bueno, entonces empezaremos por instalarte en tu nueva vivienda.

Mikael asintió. Una de sus exigencias había sido disponer de una vivienda donde él mismo pudiera encargarse de las tareas domésticas y entrar y salir cuando quisiera. Henrik Vanger llevó a Mikael camino abajo en dirección al puente. Luego cruzaron una verja y entraron en el patio delantero de una pequeña casa de madera situada casi al pie del puente. Acababan de quitar la nieve. La casa no estaba cerrada con llave y el viejo le abrió la puerta a Mikael. Entraron en un pequeño recibidor donde Mikael, suspirando de alivio, dejó las maletas.

– Esto es lo que nosotros llamamos la casita de invitados; aquí solemos alojar a la gente que se queda más tiempo. Fue aquí donde vivisteis tú y tus padres en 1963. De hecho, se trata de una de las casas más antiguas del pueblo, aunque está modernizada. Esta misma mañana le pedí a Gunnar Nilsson, que me ayuda con los trabajos de la finca, que pusiera la calefacción.

La casa se componía de una gran cocina y dos pequeñas habitaciones; en total, unos cincuenta metros cuadrados. La cocina ocupaba la mitad de la superficie y tenía una encimera eléctrica, una pequeña nevera y agua corriente. Junto a la pared del recibidor también había una vieja cocina de hierro con un buen fuego que llevaba ardiendo todo el día.

– No hace falta que la enciendas si no hace mucho frío. El cajón de leña está en el recibidor, pero encontrarás más en el cobertizo que hay detrás de la casa. Aquí no ha vivido nadie desde el otoño; la hemos encendido esta misma mañana para calentar la casa. Con los radiadores eléctricos tendrás bastante durante el día. Pero ten cuidado: no los cubras con ropa; podrías provocar un incendio.

Mikael asintió y miró a su alrededor. Había ventanas en tres de las paredes; desde la mesa tenía vistas al puente, situado a unos treinta metros. El mobiliario consistía en unos grandes armarios, unas sillas, un viejo arquibanco de cocina y una estantería con una pila de revistas. En lo alto del montón se veía un número de Se que databa de 1967. En un rincón había otra mesa más pequeña que podría usar para trabajar.

La puerta de entrada a la cocina estaba a un lado de la cocina de hierro. En el otro lado, había dos puertas estrechas que daban a las dos habitaciones. La de la derecha, más cercana a la pared exterior, era más bien un pequeño trastero habilitado y amueblado con una pequeña mesa de trabajo, una silla y una estantería que cubría la pared más larga. Servía como estudio. La otra estancia, entre ese cuarto de trabajo y el recibidor, era un dormitorio bastante pequeño. El mobiliario lo componían una estrecha cama de matrimonio, una mesilla y un armario. En las paredes colgaban unos cuadros con motivos paisajísticos. Los muebles y el papel de las paredes eran viejos y habían perdido su color, pero todo olía bien, a limpio. Alguien le había dado un repaso al suelo con una buena dosis de jabón. En el dormitorio también había una puerta lateral que daba al recibidor, donde otro viejo trastero había sido convertido en cuarto de baño con una pequeña ducha.

– Tal vez tengas problemas con el agua -dijo Henrik Vanger-. Esta misma mañana hemos comprobado que las tuberías van bien, pero como están casi a ras de suelo es posible que se congelen si sigue haciendo tanto frío durante mucho más tiempo. Hay un cubo en la entrada; si te hace falta, puedes subir a mi casa a por agua.

– Necesitaré un teléfono -dijo Mikael.

– Ya lo he pedido. Vendrán a instalártelo pasado mañana. Bueno, ¿qué te parece? Si cambias de opinión, puedes trasladarte a la casa grande en el momento que quieras.

– Todo es estupendo -contestó Mikael, lejos de convencerse, no obstante, de que la situación en la que se había metido fuera muy sensata.

– Me alegro. Nos queda más o menos una hora de luz antes de que anochezca. ¿Damos una vuelta para que te vayas familiarizando con el pueblo? Te recomiendo que te pongas unas botas y unos calcetines gordos. Los encontrarás en el armario del recibidor.

Mikael hizo lo que Henrik le acababa de decir y decidió que mañana mismo iría a comprarse unos calzoncillos largos y unas buenas botas de invierno.


El viejo empezó el paseo explicando que el vecino del otro lado del camino era Gunnar Nilsson, el ayudante que Henrik Vanger insistía en llamar bracero, pero Mikael no tardó en comprender que se trataba más bien de la persona que se ocupaba del mantenimiento de todas las casas de la isla de Hedeby y que, además, era el administrador de varios inmuebles de la ciudad de Hedestad.

– Es hijo de Magnus Nilsson, que fue mi bracero en los años sesenta y uno de los hombres que ayudó el día del accidente del puente. Magnus vive todavía, pero ya se ha jubilado y ahora reside en Hedestad. Gunnar vive en esta casa con su mujer, Helen. Los niños ya se han ido. -Henrik Vanger hizo una pausa y meditó un rato antes de volver a tomar la palabra-. Mikael, la versión oficial es que tú estás aquí porque me vas a ayudar a redactar mi autobiografía. Eso te dará un pretexto para husmear por todos los rincones y para hacerle preguntas a la gente. La verdadera naturaleza de tu misión es algo que queda entre tú, yo y Dirch Frode. Somos los únicos que la conocemos

– De acuerdo. Aunque, insisto, es una pérdida de tiempo. No voy a ser capaz de resolver el misterio.

– Todo lo que te pido es que lo intentes. Pero debemos tener cuidado con lo que decimos cuando no estemos solos.

– Vale.

– Gunnar cuenta ahora con cincuenta y seis años y, por lo tanto, tenía diecinueve cuando desapareció Harriet. Hay una cosa que nunca me ha quedado clara. Harriet y Gunnar eran buenos amigos y creo que hubo una especie de romance juvenil entre los dos, él, por lo menos, se interesaba mucho por ella. Sin embargo, el día en el que Harriet desapareció estaba en Hedestad y fue uno de los que se quedaron aislados en la parte continental cuando se bloqueó el puente. Debido a su relación, naturalmente, Gunnar fue investigado con especial meticulosidad. Le resultó bastante desagradable, pero la policía investigó su coartada y ésta pudo comprobarse. Pasó todo el día con unos amigos y no volvió aquí hasta muy tarde

– Supongo que tienes una lista detallada de los que se encontraban en la isla aquel día y de sus actividades.

– Por supuesto. ¿Seguimos?

Se detuvieron en el cruce de caminos de la colina, delante de la Casa Vanger; Henrik señaló con el dedo el viejo puerto pesquero.

– Toda la isla pertenece a la familia Vanger; bueno, para ser más exactos, a mí. La excepción la componen la granja de Östergården y unas pocas casas que hay aquí en el pueblo. Las viejas casetas de los pescadores del antiguo puerto pesquero ya se han vendido, pero se usan como residencias veraniegas y, por lo general, están deshabitadas en invierno; excepto la del final. ¿Ves aquella casa de la que sale humo por la chimenea?

Mikael asintió. El frío ya le había calado hasta los huesos.

– Una casucha con unas terribles corrientes de aire; allí vive Eugen Norman todo el año. Tiene setenta y siete años y dice que es pintor. A mí me parece más bien arte de mercadillo, aunque se le conoce bastante como paisajista. Viene a ser el típico bohemio que hay en cualquier pueblo.

Henrik Vanger condujo a Mikael por el camino que iba hasta la punta de la isla, señalándole casa tras casa. El pueblo lo conformaban seis casas en el lado oeste del camino y cuatro en el este. La primera, la más cercana a la casa de Mikael y a la Casa Vanger, pertenecía a Harald, el hermano de Henrik. Se trataba de una construcción cuadrada de piedra, de dos plantas. A primera vista parecía abandonada; las cortinas estaban corridas y el camino hasta la puerta se encontraba cubierto por medio metro de nieve. Al echar una segunda ojeada, unas huellas revelaron que alguien se había abierto camino entre la nieve.

– Harald es un solitario. Nunca nos hemos llevado bien. Aparte de las peleas sobre la empresa, de la que él también es socio, apenas hemos hablado en más de sesenta años. Es mayor que yo; tiene noventa y dos años y es el único de mis cinco hermanos que sigue vivo. Estudió medicina y trabajó principalmente en Uppsala; luego te contaré los detalles… Regresó cuando cumplió setenta años.

– Sí, ya sé que no os caéis bien. Y, aun así, sois vecinos.

– Me resulta repugnante y habría preferido que se quedara en Uppsala, pero es el propietario de la casa. Te pareceré malvado, ¿verdad?

– Me pareces alguien a quien no le gusta su hermano.

– Dediqué los primeros veinticinco o treinta años de mi vida a disculpar y perdonar a gente como Harald porque éramos familia. Luego descubrí que el parentesco no es una garantía de amor y que me faltaban razones para defender a Harald.

La siguiente casa pertenecía a Isabella, la madre de Harriet Vanger.

– Cumplirá setenta y cinco este año y sigue igual de elegante y vanidosa que siempre. Además, es la única del pueblo que habla con Harald y que, de vez en cuando, le hace una visita. Pero no tienen mucho en común.

– ¿Cómo era la relación con su hija?

– Bien pensado. Incluso las mujeres deben formar parte del círculo de sospechosos. Ya te he contado que muchas veces abandonaba a sus hijos a su suerte. No lo sé; creo que tenía buenas intenciones pero que, simplemente, no era capaz de asumir responsabilidades. No estaban muy unidas, aunque tampoco eran enemigas. Isabella puede resultar algo dura, pero a veces parece no hallarse del todo en sus cabales. Ya entenderás lo que te quiero decir cuando la conozcas.

La vecina de Isabella era una tal Cecilia Vanger, hija de Harald.

– Antes estaba casada y vivía en Hedestad, pero se separó hace más de veinte años. Soy el propietario de la casa y la invité a instalarse ahí. Cecilia es profesora y en muchos sentidos es justamente lo opuesto a su padre. Debo añadir que tampoco ellos se hablan más de lo necesario.

– ¿Y qué edad tiene?

– Nació en 1946, así que tenía veinte años cuando Harriet desapareció. Y sí, formaba parte de los invitados de la isla aquel día. -Henrik Vanger reflexionó un instante-. Cecilia puede dar la impresión de ser bastante voluble, pero, en realidad, es aguda como pocos. No la subestimes. Si hay alguien que puede darse cuenta de tu verdadera misión, es ella. Uno de los familiares que más aprecio.

– Entonces ¿no sospechas de ella?

– No he dicho eso. Quiero que lo cuestiones todo sin ningún tipo de prejuicios, independientemente de lo que yo pueda pensar o creer.

La casa aledaña a la de Cecilia pertenecía a Henrik Vanger, pero se la había alquilado a una pareja mayor que en su día trabajó en la dirección del Grupo Vanger. Se mudaron a la isla de Hedeby en los años ochenta; por lo tanto, no tenían nada que ver con la desaparición de Harriet. La siguiente casa era propiedad de Birger Vanger, hermano de Cecilia Vanger. Hacía varios años que permanecía vacía, desde que Birger Vanger se instalara en un moderno chalé de la ciudad de Hedestad.

Casi todas las construcciones situadas a lo largo del camino eran sólidas casas de piedra de principios del siglo pasado. La última casa se diferenciaba de las demás por su diseño arquitectónico: un moderno chalé de ladrillo blanco y oscuros marcos en las ventanas. Se hallaba en un sitio privilegiado; Mikael suponía que las vistas desde la planta de arriba debían de ser espectaculares: daba al mar por el este y a Hedestad por el norte.

– Aquí vive Martin Vanger, el hermano de Harriet y director ejecutivo del Grupo Vanger. En este solar se ubicaba antes la casa rectoral, pero fue parcialmente destruida por un incendio en los años setenta; Martin hizo construir el chalé en 1978, cuando asumió el cargo de director.

Al fondo, en la parte este del camino, vivían Gerda Vanger -la viuda de Greger, otro hermano de Henrik- y su hijo, Alexander Vanger.

– Gerda está enferma: sufre de reumatismo. Alexander es socio minoritario del Grupo Vanger, pero dirige sus propios negocios, entre los que se cuentan algunos restaurantes. Suele pasar varios meses al año en Barbados, en las Antillas Holandesas, donde ha invertido dinero en el sector del Turismo.

Entre la casa de Gerda y la de Henrik Vanger había un solar con dos pequeños edificios que estaban vacíos y que se usaban como casas de invitados para alojar a los distintos miembros de la familia cuando venían de visita. Al otro lado de la Casa Vanger había otra casa, vendida a un empleado retirado. Vivía allí con su mujer, pero ahora no había nadie porque la pareja pasaba todo el invierno en España.

Volvieron a salir al cruce, lo cual ponía fin al paseo. Ya estaba anocheciendo. Mikael tomó la iniciativa y dijo:

– Henrik, no puedo más que repetir que todo esto no dará resultado, pero haré el trabajo para el que me has contratado: voy a escribir tu autobiografía y accederé a tus deseos leyendo todo el material sobre Harriet Vanger tan crítica y meticulosamente como sea capaz. Sólo quiero que quede claro que no soy un detective privado, para que no albergues falsas esperanzas.

– No espero nada. Sólo quiero realizar un último intento de encontrar la verdad.

– Bien.

– Soy un ave nocturna -dijo Henrik Vanger-. Estaré a tu disposición desde la hora de comer en adelante. Voy a preparar un estudio aquí arriba que podrás utilizar cada vez que lo desees.

– No, gracias. Ya tengo un cuarto para trabajar en mi casita.

– Como quieras.

– Cuando necesite hablar contigo, nos veremos en tu estudio, pero no voy a empezar esta misma noche a avasallarte con preguntas.

– De acuerdo.

El viejo le resultó sospechosamente discreto.

– Me llevará un par de semanas estudiar todo el material. Trabajaremos en dos frentes. Nos veremos un par de horas al día para conversar y reunir material sobre tu biografía. Cuando tenga que hacerte preguntas sobre Harriet, te avisaré.

– Me parece muy sensato.

– Voy a trabajar muy libremente, sin horario fijo.

– Organízate como más te convenga.

– No te olvides de que tengo que ir a la cárcel un par de meses. No sé cuándo, pero no voy a recurrir la sentencia. Lo más seguro es que sea este año.

Henrik Vanger arqueó las cejas.

– Eso es una contrariedad. Pero ya lo resolveremos cuando llegue el momento. Puedes pedir una prórroga.

– Si las cosas van bien y tengo suficiente material, podré trabajar en el libro sobre tu familia desde la cárcel; ya hablaremos de ello si se diera el caso. Una cosa más: sigo siendo copropietario de Millennium, una revista en crisis, de momento. Si ocurre algo que requiera mi presencia en Estocolmo, no tendré más remedio que dejar todo esto e ir hasta allí.

– No te he contratado para que seas mi esclavo. Quiero que seas consecuente y constante con el trabajo que te he dado, pero, por supuesto, ponte tú mismo los horarios y organízate como más te convenga. Si necesitas coger unos días libres, hazlo; pero si descubro que pasas del trabajo, daré por hecho que has incumplido el contrato.

Mikael asintió. Henrik Vanger miró hacia el puente. El viejo estaba flaco y de repente a Mikael le pareció un pobre espantapájaros.

– En cuanto a Millennium, deberíamos reunimos para tratar la naturaleza de esa crisis; si yo pudiera ayudar de alguna manera…

– La mejor ayuda sería servirme hoy mismo la cabeza de Wennerström en una bandeja.

– No, no. Eso no lo voy a hacer. -El viejo le lanzó una incisiva mirada a Mikael-. La única razón por la que has aceptado este trabajo es porque yo te he prometido desenmascarar a Wennerström. Si lo hiciera ahora, podrías abandonar tu trabajo en cuanto te diera la gana. Esa información te la proporcionaré dentro de un año.

– Henrik, perdóname por lo que te voy a decir, pero ni siquiera puedo estar seguro de que sigas vivo dentro de un año.

Henrik Vanger suspiró mirando pensativo hacia el puerto pesquero.

– Tienes razón. Se lo comentaré a Dirch Frode, a ver si se nos ocurre algo. Pero en cuanto a Millennium, quizá yo pueda ayudar de otra manera. Si lo he entendido bien, son los anunciantes los que se retiran.

Mikael asintió lentamente con la cabeza.

– Los anunciantes constituyen el problema más inmediato, pero la crisis es más profunda. Una cuestión de credibilidad. No importa cuántos anunciantes haya si nadie quiere comprar la revista.

– Lo entiendo. Pero, aunque no participe activamente, sigo siendo miembro de la junta directiva de un grupo empresarial bastante importante. Nosotros también tenemos que anunciarnos en algún sitio. Ya hablaremos del asunto. ¿Quieres quedarte a cenar…?

– No. Quiero organizarme un poco, ir al supermercado y dar una vuelta por ahí. Mañana iré a Hedestad a comprar ropa de invierno.

– Buena idea.

– Me gustaría que trasladaras el archivo de Harriet a mi casa.

– Debe ser manejado…

– Con gran cuidado; ya lo sé.


Mikael regresó a su casa y, nada más entrar en ésta, comenzaron a castañetearle los dientes. Miró el termómetro exterior de la ventana. Marcaba 15 grados bajo cero; no recordaba haber tenido nunca tanto frío metido en el cuerpo como después del paseo que acababa de dar, de apenas veinte minutos.

Dedicó la siguiente hora a instalarse en la que iba a ser su nueva casa durante ese año. Sacó la ropa de la maleta y la puso en el ropero del dormitorio. Colocó los útiles de aseo en el armario del cuarto de baño. La otra maleta era muy grande y tenía ruedas. De ella sacó libros, cedes, un reproductor de discos compactos, cuadernos, un pequeña grabadora Sanyo, un escáner Microtek, una impresora portátil de inyección de tinta, una cámara digital Minolta y otros objetos que consideraba imprescindibles para su año de exilio.

Colocó los libros y los cedes en la librería del estudio, al lado de dos carpetas que contenían documentos de su investigación sobre Hans-Erik Wennerström. El material carecía de valor, pero no podía deshacerse de él. Aquellas dos carpetas tenían que convertirse de alguna manera en la base sobre la que edificar su nueva carrera profesional.

Por último, abrió la bandolera y colocó su iBook en la mesa del cuarto de trabajo. Luego se detuvo y miró a su alrededor con cara de tonto. The benefits of living in the countryside. De repente, se dio cuenta de que no tenía dónde conectar el cable de banda ancha. Ni siquiera había una toma telefónica para un viejo módem.

Mikael volvió a la cocina y, desde su móvil, llamó a Telia, la compañía telefónica. Tras no pocos inconvenientes consiguió que alguien buscara la solicitud que había hecho Henrik Vanger. Preguntó si la línea tenía capacidad para ADSL y le contestaron que sería posible a través de un relé instalado en Hedeby, pero que les llevaría unos días.

Eran más de las cuatro de la tarde cuando Mikael terminó de ordenarlo todo. Volvió a ponerse los calcetines de lana y las botas, y se abrigó con un jersey más. Ya en la puerta se detuvo; no le habían dado las llaves de la casa, y sus instintos urbanos se rebelaban contra el principio de dejar la puerta sin cerrar. Volvió a la cocina y abrió los cajones. Al final encontró la llave colgando de un clavo de la despensa.

El termómetro había bajado a 17 grados bajo cero. Mikael cruzó el puente apresuradamente y subió la cuesta, pasando por delante de la iglesia. Tenía el supermercado Konsum muy a mano, apenas a unos trescientos metros. Llenó dos bolsas hasta arriba de productos básicos, que cargó hasta la casa antes de cruzar el puente de nuevo. Esta vez entró en el Café de Susanne. Tras el mostrador había una mujer de unos cincuenta años. Le preguntó si era Susanne y se presentó diciendo que seguramente se convertiría en un cliente habitual. En ese momento no había nadie más, y Susanne lo invitó a café cuando pidió un sándwich y compró pan y unos bollos para llevar. Cogió del revistero el periódico local -Hedestads-Kuriren- y se sentó a una mesa con vistas al puente y a la iglesia, cuya fachada estaba iluminada. En medio de esa oscuridad parecía una postal de Navidad. Tardó alrededor de cuatro minutos en leer el periódico. La única noticia de interés era un breve texto sobre un político municipal llamado Birger Vanger (de los liberales) que quería apostar por el IT TechCent, un centro de alta tecnología de Hedestad. Se quedó media hora en el café hasta que Susanne cerró, a las seis.


A las siete y media de la tarde, Mikael llamó a Erika, pero el abonado no estaba disponible. Se sentó en el arquibanco de la cocina e intentó leer una novela que, según el texto de la contracubierta, constituía el sensacional debut de una feminista adolescente. La novela trataba de los intentos de la autora por poner orden en su vida sexual durante un viaje a París, y Mikael se preguntaba si a él lo llamarían feminista en el caso de que escribiera una novela sobre su vida sexual en estilo estudiantil. Probablemente no. Había comprado el libro sobre todo porque la editorial alababa a la escritora y la bautizaba como «la nueva Carina Rydberg». Tardó poco en constatar que no era cierto, ni estilísticamente ni en cuanto al contenido. Al cabo de un rato dejó la novela y, en su lugar, se puso a leer un relato del vaquero Hopalong Cassidy publicado en la revista Rekordmagasinet de los años cincuenta.

Cada media hora se oía el tañido breve y apagado del campanario de la iglesia. Las ventanas de la casa de Gunnar Nilsson, al otro lado del camino, estaban iluminadas pero no se veía a nadie. En la casa de Harald Vanger reinaba la oscuridad. Sobre las nueve, un coche cruzó el puente y desapareció con dirección a la punta de la isla. A medianoche la iluminación de la fachada de la iglesia se apagó. Ésa era, al parecer, toda la vida nocturna existente en Hedeby un viernes por la noche del mes de enero. Un silencio sepulcral.

Intentó llamar de nuevo a Erika y saltó el contestador, que le pidió que dejara un mensaje. Lo hizo. Acto seguido, apagó las luces y se acostó. Antes de conciliar el sueño, pensó que el riesgo que corría en Hedeby de volverse completamente loco era alto e inminente.


Le produjo una extraña sensación despertarse en completo silencio. En sólo una fracción de segundo, Mikael pasó de un profundo sueño a estar completamente despierto; luego se quedó un rato quieto escuchando. Hacía frío en el dormitorio. Giró la cabeza y miró el reloj que había dejado en un taburete al lado de la cama. Eran las siete y ocho minutos de la mañana; nunca había sido muy madrugador y normalmente le costaba despertarse sin, por lo menos, dos despertadores. Ahora lo había hecho sin ninguna ayuda y, además, se sentía descansado.

Puso a hervir agua para preparar el café antes de meterse bajo la ducha, donde de repente experimentó la placentera sensación de contemplarse a sí mismo: Kalle Blomkvist, explorador de tierras vírgenes.

Al menor roce con el grifo de la ducha el agua pasó de arder a estar helada. Ya en la cocina, echó en falta el periódico del desayuno. La mantequilla estaba congelada. No había ningún cortaquesos en el cajón. Fuera, seguía tan oscuro como la boca del lobo y el termómetro marcaba 21 grados bajo cero. Era sábado.


La parada del autobús para Hedestad estaba enfrente del supermercado Konsum y Mikael inició su particular exilio cumpliendo su plan de ir de compras. Se bajó del autobús delante de la estación de ferrocarril y dio una vuelta por el centro. Compró unas robustas botas de invierno, dos pares de calzoncillos largos, unas gruesas camisas de franela, un buen tres cuartos de invierno, un gorro y unos guantes forrados por dentro. En Teknikmagasinet encontró un pequeño televisor portátil con antena de cuernos. El vendedor le aseguró que en Hedeby iba a poder sintonizar, por lo menos, la televisión nacional; Mikael prometió regresar para que le devolvieran el dinero si no lo conseguía.

Pasó por la biblioteca, se hizo el carné de socio y sacó dos novelas de misterio de Elizabeth George. En una papelería adquirió bolígrafos y cuadernos. También se hizo con una bolsa de deporte para meter sus nuevas adquisiciones.

Por último, se compró un paquete de tabaco; había dejado de fumar hacía diez años, pero de vez en cuando tenía recaídas y experimentaba un repentino deseo de nicotina. Sin abrirla, se metió la cajetilla en el bolsillo de la cazadora. La última visita fue a una óptica, donde encargó unas lentillas nuevas y adquirió una solución limpiadora.

A eso de las dos ya había vuelto a Hedeby; estaba quitándole las etiquetas del precio a la ropa cuando se abrió la puerta. Una mujer rubia de unos cincuenta años llamó al marco de la puerta de la cocina al mismo tiempo que cruzaba el umbral. Traía un bizcocho en un plato.

– Hola, sólo quería darte la bienvenida. Me llamo Helen Nilsson y vivo justo enfrente, así que somos vecinos.

Mikael le estrechó la mano y se presentó.

– Ya sé quién eres; te he visto en la tele. Me alegro de ver luces encendidas en esta casita por las noches.

Mikael se puso a preparar café para los dos; ella intentó excusarse, pero, aun así, se sentó a la mesa de la cocina. Miró por la ventana de reojo.

– Aquí viene Henrik con mi marido. Por lo visto te hacían falta unas cajas.

Henrik Vanger y Gunnar Nilsson se detuvieron fuera con un carrito; Mikael se apresuró a salir para saludar y ayudarles con las cuatro cajas de cartón. Las dejaron en el suelo, junto a la cocina de hierro. Mikael puso las tazas de café sobre la mesa y cortó el bizcocho de Helen.

Gunnar y Helen le resultaron simpáticos. No daban la impresión de tener mucha curiosidad por saber por qué Mikael se encontraba en Hedestad; el hecho de que trabajara para Henrik Vanger parecía ser suficiente explicación. Mikael observaba la relación entre los Nilsson y Henrik Vanger y constató que no era nada afectada y que estaba exenta de la clásica subordinación entre el señor y el personal de servicio. Charlaron sobre el pueblo y sobre quién había construido la casita en la que se alojaba Mikael. El matrimonio Nilsson corregía a Vanger cuando la memoria le fallaba; y éste, por su parte, contó una divertida anécdota. Una noche Gunnar Nilsson descubrió al tonto del pueblo del otro lado del puente intentando entrar por la ventana de la casita. Nilsson se había acercado para preguntarle al torpe ladrón por qué no entraba por la puerta, que no estaba cerrada con llave.

Gunnar Nilsson examinó con cierto escepticismo el pequeño televisor, e invitó a Mikael a ir a su casa por las noches si quería ver algún programa de la tele. Tenían antena parabólica

Henrik Vanger permaneció un rato más en la casa después de que el matrimonio Nilsson se marchara. El viejo comentó que le parecía mejor que el propio Mikael ordenara el archivo y que subiera a verle si le surgía alguna duda. Mikael le dio las gracias y aseguró que no habría ningún problema.

Cuando Mikael se quedó solo, llevó las cajas al estudio y se puso a revisar el contenido.


La investigación privada de Henrik Vanger sobre la desaparición de la nieta de su hermano se había prolongado durante treinta y seis años. A Mikael le costaba decidir si ese interés se debía a una obsesión enfermiza o bien si a lo largo de los años se había convertido en un juego intelectual. Resultaba completamente obvio, sin embargo, que el viejo patriarca había acometido el trabajo con la mentalidad sistemática de un arqueólogo aficionado: el material ocupaba casi siete metros de librería.

El grueso lo componían las veintiséis carpetas que conformaban la investigación policial sobre la desaparición de Harriet Vanger. A Mikael le parecía difícil que cualquier otra desaparición más «normal» diese un material tan abundante. Claro que, por otra parte, sin duda Henrik Vanger había ejercido la influencia necesaria para que la policía de Hedestad no dejara de seguir todas las pistas, tanto las buenas como las menos prometedoras.

Además de la investigación de la policía, había cuadernos con recortes, álbumes de fotos, planos, recuerdos, artículos periodísticos sobre Hedestad y sobre las empresas Vanger, el diario de Harriet Vanger (que, sin embargo, no contenía muchas páginas), libros de texto del colegio, certificados médicos y otras cosas. Allí también había no menos de dieciséis volúmenes encuadernados, de cien páginas cada uno, que podían considerarse el cuaderno de bitácora de las investigaciones de Henrik Vanger. En esos cuadernos el patriarca había escrito, con letra pulcra, sus propias reflexiones, ideas, pistas falsas y otras observaciones. Mikael los hojeó un poco aleatoriamente. Tenían cierto estilo literario y a Mikael le dio la impresión de que los volúmenes contenían textos pasados a limpio desde decenas de cuadernos más antiguos. Para terminar, encontró diez o doce carpetas con material sobre distintas personas de la familia Vanger; las páginas estaban mecanografiadas y, al parecer, habían sido escritas durante un largo período de tiempo.

Henrik Vanger había investigado a su propia familia.


Hacia las siete, Mikael escuchó un claro maullido y abrió la puerta. Una gata parda rojiza entró como un rayo al calor del hogar.

– Te entiendo perfectamente -dijo Mikael.

La gata dio una rápida vuelta olisqueando toda la casa. Mikael cogió un plato y le puso un poco de leche, que la invitada se tomó a lengüetazos. Luego, el felino se subió de un salto al arquibanco de la cocina y se enroscó. No parecía tener intención de moverse de allí.


Eran más de las diez de la noche cuando, finalmente, Mikael pudo hacerse una idea general de todo el material y lo colocó sobre los estantes en un orden lógico. Fue a la cocina y se preparó café y dos sándwiches. A la gata le ofreció un poco de embutido y de paté. A pesar de no haber comido bien en todo el día, se sentía extrañamente inapetente. Cuando se terminó el café y los sándwiches, sacó la cajetilla de tabaco del bolsillo de la cazadora y la abrió.

Escuchó los mensajes de su móvil; Erika no había dado señales de vida, así que intentó llamarla. Lo único que consiguió, de nuevo, fue escuchar el contestador.

Una de las primeras medidas que Mikael tomó en su investigación privada fue escanear el mapa de la isla de Hedeby que le dejó Henrik Vanger. Todavía tenía frescos en la memoria todos los nombres que Henrik le había ido mencionando durante el paseo, así que apuntó quién vivía en cada casa. La galería de personajes del clan Vanger era tan amplia que le llevaría algún tiempo aprenderse quién era cada uno.


Poco antes de medianoche, Mikael se abrigó bien, se puso las botas que acababa de comprar y dio un paseo cruzando el puente. Giró y tomó el camino que discurría paralelamente a la costa, por debajo de la iglesia. En el estrecho y el viejo puerto se había formado una capa de hielo, pero algo más allá divisó una franja de agua algo más oscura. Mientras permanecía allí, la iluminación de la fachada de la iglesia se apagó y la oscuridad le envolvió. Hacía frío y la noche estaba estrellada.

De repente, le invadió un profundo desánimo. Por mucho que lo intentara, no entendía por qué había dejado que Henrik Vanger lo persuadiera para aceptar esa absurda misión. Erika tenía toda la razón del mundo; era una absoluta pérdida de tiempo. Debería estar en Estocolmo -por ejemplo, en la cama, con Erika- preparando la guerra contra Hans-Erik Wennerström. Pero también respecto a eso se sentía apático; ni siquiera tenía la más mínima idea de cómo empezar a preparar una estrategia de contraataque.

Si en ese momento hubiese sido de día, habría ido a hablar con Henrik Vanger para romper el contrato y marcharse a su casa. Pero, desde la colina de la iglesia, pudo constatar que la Casa Vanger estaba ya a oscuras y en silencio. Desde allí se veían todas las edificaciones de la parte insular del pueblo. La casa de Harald Vanger también permanecía a oscuras, pero había luz en la de Cecilia Vanger y en la que estaba alquilada, al igual que en el chalé de Martin Vanger, ya hacia el final de la punta. En el puerto deportivo había luz en casa de Eugen Norman, el pintor de la casucha con corrientes de aire cuya chimenea también lanzaba su buen penacho de chispas y humo. La planta superior del café también estaba iluminada y Mikael se preguntó si Susanne viviría allí y, en ese caso, si se encontraría sola.


Mikael durmió hasta bien entrada la mañana del domingo y se despertó, presa del pánico, cuando un enorme estruendo invadió toda la casa. Le llevó un segundo orientarse y darse cuenta de que no eran más que las campanas de la iglesia llamando a misa y que, por tanto, faltaba poco para las once. Se sentía desanimado y se quedó un rato más en la cama. Al escuchar los exigentes maullidos de la gata, se levantó y le abrió la puerta para dejarla salir.

A las doce ya estaba duchado y había desayunado. Decidido, entró en el estudio y cogió la primera carpeta de la investigación policial. Luego dudó. Desde la ventana lateral vio el letrero del Café de Susanne; metió la carpeta en su bandolera y se abrigó bien. Al llegar al café descubrió que estaba hasta arriba de clientes; por fin encontró la respuesta a la pregunta que él llevaba tiempo haciéndose: ¿cómo podía sobrevivir un café en un pueblucho como Hedeby? Susanne se había especializado en los feligreses de la iglesia y en servir café para funerales y otros actos.

Así que cambió de idea y salió a dar un paseo. Konsum cerraba ese día, de modo que continuó un poco más por el camino que iba hacia Hedestad y compró periódicos en una gasolinera que sí abría los domingos. Dedicó una hora a pasear por Hedeby y a familiarizarse con el entorno de la parte continental. Las antiguas edificaciones en torno a la iglesia y el supermercado Konsum constituían el núcleo del pueblo: casas de piedra de dos plantas, seguramente construidas a lo largo de las dos primeras décadas del siglo xx, que conformaban una pequeña calle. Al norte de la carretera se levantaban unos bloques de pisos, muy bien cuidados, para familias con niños. Junto a la orilla y al sur de la iglesia, predominaban los chalés. Hedeby era, sin duda, una buena zona, destinada a ejecutivos y altos cargos administrativos de Hedestad.

Cuando volvió al puente, la avalancha del Café de Susanne había pasado, pero la dueña seguía ocupada recogiendo las mesas.

– ¿La invasión dominical? -dijo a modo de saludo.

Ella asintió llevándose una mecha de pelo detrás de la oreja.

– Hola, Mikael.

– Así que te acuerdas de mi nombre…

– Es difícil no acordarse -contestó ella-. Te vi por la tele antes de Navidad, en el juicio.

De repente, Mikael se sintió avergonzado.

– Tienen que llenar las noticias con algo -murmuró, y se fue a la mesa del rincón desde la que se veía el puente.

Cuando su mirada se encontró con la de Susanne, ella sonrió.


A las tres de la tarde, Susanne le anunció que iba a cerrar el café. Después de la hora punta, tras finalizar la misa, sólo habían entrado unos pocos clientes. Mikael pudo leer poco más de una quinta parte de la primera carpeta de la investigación policial sobre la desaparición de Harriet Vanger. La cerró, metió su cuaderno en la bandolera y se marchó. Atravesó el puente a paso ligero y luego se dirigió a casa.

La gata le esperaba en la entrada y Mikael echó un vistazo por los alrededores preguntándose de quién podría ser el animal. De todos modos la dejó entrar; al fin y al cabo, le hacía compañía.

Intentó, de nuevo, llamar a Erika, pero no consiguió escuchar más que la voz del contestador. Al parecer, estaba furiosa con él. Podría haberla llamado a la redacción o a su casa, pero, por pura cabezonería, decidió no hacerlo; ya le había dejado suficientes mensajes. En su lugar, se preparó café, se sentó en el arquibanco, no sin antes echar a un lado a la gata, y abrió la carpeta sobre la mesa de la cocina.

Se puso a leer con suma concentración para que no se le escapara ningún detalle. Al cerrar la carpeta, ya bien entrada la noche, había llenado con apuntes varias páginas de su cuaderno, tanto con palabras clave que resumían el contenido como con preguntas a las que esperaba dar respuesta en las próximas carpetas. El material estaba dispuesto cronológicamente; no sabía a ciencia cierta si lo había organizado Henrik Vanger o si se trataba del sistema adoptado por la policía en los años sesenta.

La primera hoja era la fotocopia de un formulario, escrito a mano, del servicio telefónico de urgencias de la policía de Hedestad. El agente que se puso al teléfono firmó como «Of. g. Ryttinger», lo cual Mikael interpretó como oficial de guardia. En calidad de denunciante figuraba Henrik Vanger, cuya dirección y número de teléfono habían sido apuntados. El informe estaba fechado el domingo 23 de septiembre de 1966 a las 11.14 horas de la mañana. El texto, seco y conciso, decía:

Llamada Sr. Hrk Vanger inf que sobrina (?) Harriet Ulrika VANGER, nacida 15 ene 1950 (16 años), desapareció de su casa en isla Hedeby sábado tarde. Denuncte expresa gran preocupación

A las 11.20 había un apunte que determinaba que a P-014 (¿coche patrulla?, ¿patrulla?, ¿lancha patrulla?) se le ordenó acudir al lugar.

A las 11.35 otra Persona, cuya letra resultaba más difícil de interpretar que la de Ryttinger, había escrito que el «Ag. Magnusson inf. puente isla Hedeby todav. cortado. Transp. c. barca». En el margen, una firma ilegible.

A las 12.14 de nuevo Ryttinger: «Teléfono ag. Magnusson de H-by inf. que Harriet Vanger 16 años ausente desde primera hora sábado tarde. Fam. expresa gran preocup. No ha pasado noche en casa. No puede haber abandonado isla p. accidente del puente. Ning. de familiares interr. sabe dónde se encntra HV».

12.19: «G. M. inf. por tel. sobre asunto».

El último apunte había sido registrado a las 13.42: «Llegada de G. M. a H-by; se encarga del caso».


En la hoja siguiente ya se revelaba que la misteriosa firma G. M. hacía referencia a un tal inspector Gustaf Morell, que llegó por mar a la isla, asumió el mando del caso y redactó una denuncia formal sobre la desaparición de Harriet Vanger. A diferencia de los apuntes iniciales, con sus arbitrarias abreviaturas, los informes de Morell estaban redactados a máquina y en una prosa legible. En las páginas que seguían se daba cumplida cuenta de las medidas tomadas, con una objetividad y una riqueza de detalles que sorprendieron a Mikael.

Morell había abordado la investigación de modo sistemático. Al principio entrevistó a Henrik Vanger estando presente Isabella Vanger, la madre de Harriet. Luego, por este orden, habló con una tal Ulrika Vanger, Harald Vanger, Greger Vanger y Martin Vanger (el hermano de Harriet), así como con una tal Anita Vanger. Mikael sacó la conclusión de que estas personas habían sido entrevistadas por un decreciente orden jerárquico.

Ulrika Vanger era la madre de Henrik Vanger y, al parecer, gozaba de una serie de privilegios más bien propios de una reina madre. Vivía en la Casa Vanger y no tenía ninguna información que aportar. Se había acostado pronto la noche anterior y llevaba días sin ver a Harriet. Por lo visto, había insistido en ver al inspector Morell únicamente para expresar su opinión: que la policía tenía que actuar inmediatamente.

Harald Vanger, clasificado con el número dos en el orden jerárquico de los miembros de la influyente familia, era el hermano de Henrik. Explicó que había visto a Harriet apenas unos segundos al cruzarse con ella cuando la niña volvía de las fiestas de Hedestad, pero que «no la veía desde el accidente en el puente y no tenía noticia de su actual paradero».

Greger Vanger, hermano de Henrik y Harald, informó de que había visto a la desaparecida cuando ésta, de vuelta de Hedestad, iba al despacho de Henrik Vanger para hablar con él. Greger Vanger dijo que no habló personalmente con la joven, sino que sólo la saludó. No sabía dónde podía estar, pero pensaba, sin duda, que habría ido a ver a alguna amiga sin avisar, y seguro que volvería pronto. Al preguntarle sobre cómo podría haber abandonado la isla, no supo qué contestar.

Martin Vanger fue entrevistado muy brevemente. Estudiaba el último año de bachillerato en Uppsala, de modo que estaba alojado en casa de Harald Vanger. No había sitio en el coche de Harald, así que se fue en tren a Hedeby y llegó tan tarde que se quedó atrapado al otro lado del puente. Consiguió pasar por mar, pero mucho más tarde, por la noche. Fue interrogado con la esperanza de que, tal vez, su hermana hubiese confiado en él y le diera a entender que tenía intención de huir. Aquella idea originó una serie de protestas por parte de la madre de Harriet, pero el inspector Morell consideró que, en ese momento, la posibilidad de que se hubiera escapado debía entenderse como algo esperanzador. Sin embargo, Martin no había hablado con su hermana desde las vacaciones de verano; por consiguiente, no pudo aportar nada valioso.

Anita Vanger era hija de Harald Vanger, pero aparecía erróneamente identificada como «prima» de Harriet; en realidad, Harriet era la hija de su primo. Anita estudiaba su primer curso en la universidad de Estocolmo y había pasado el verano en Hedeby. Tenía casi la misma edad que Harriet y se habían hecho íntimas amigas. Declaró que había llegado a la isla el sábado, con su padre, y que tenía muchas ganas de ver a Harriet, pero que no le había dado tiempo. Anita Vanger comentó que se sentía preocupada porque no era propio de Harriet irse a ningún sitio sin avisar a la familia. Tanto Henrik como Isabella Vanger confirmaron esta conclusión.

Mientras el inspector Morell entrevistaba a los miembros de la familia, ordenó a los agentes Magnusson y Bergman -la patrulla 014- que organizaran una primera batida aprovechando que había luz. Como el puente seguía cortado, resultaba difícil pedir refuerzos desde el otro lado; la primera partida estuvo compuesta por una treintena de voluntarios de diferente sexo y edad. Esa tarde pasaron por la zona de las casas deshabitadas del viejo puerto pesquero, las orillas de la punta de la isla y del estrecho, la parte del bosque situada más cerca del pueblo e, incluso, por Söderberget, la montaña que se levantaba por encima del puerto pesquero. Este último lugar fue peinado desde el mismo momento en que alguien lanzó la teoría de que Harriet podía haber subido hasta allí para contemplar mejor el accidente del puente. También enviaron patrullas a la granja de Ostergården, así como a la cabaña de Gottfried, en la otra punta de la isla, adonde Harriet solía acudir algunas veces.

Sin embargo, la búsqueda de Harriet Vanger resultó infructuosa, aunque no se interrumpió hasta mucho después de que anocheciera, a eso de las diez. Por la noche la temperatura descendió a cero grados.

Durante la tarde, el inspector Morell estableció su cuartel general en una sala que Henrik Vanger puso a su disposición en la planta baja de la Casa Vanger. Enseguida tomó una serie de medidas.

En compañía de Isabella Vanger, inspeccionó el cuarto de Harriet intentando averiguar si faltaba alguna cosa: ropa, una bolsa o algo parecido, que pudiera indicar que Harriet se había marchado de casa. Isabella Vanger no dio demasiadas muestras de querer colaborar y tampoco parecía tener mucha idea de lo que su hija guardaba en el armario. «A menudo se vestía con vaqueros, pero a mí todos me parecen iguales.» El bolso de Harriet se encontraba encima de la mesa, con su carné de identidad, una cartera con nueve coronas y cincuenta céntimos, un peine, un pequeño espejo y un pañuelo en su interior. Tras la inspección, la habitación de Harriet quedó precintada.

Morell llamó a varias personas, tanto a miembros de la familia como a empleados, para tomarles declaración. Todas las entrevistas se registraron meticulosamente.

A medida que los participantes de la primera batida fueron volviendo con sus decepcionantes resultados, el inspector decidió que había que llevar a cabo una búsqueda más sistemática. Durante la tarde y la noche solicitó refuerzos; entre otras personas, Morell se puso en contacto con el presidente del Club de Orientación de Hedestad y le pidió que llamara a los miembros del club -que sabían perfectamente cómo orientarse en el bosque- para organizar otra partida de búsqueda. A medianoche, recibió la respuesta de que cincuenta y tres deportistas, sobre todo de la sección juvenil, se presentarían en la Casa Vanger a las siete de la mañana. Henrik Vanger contribuyó, sin pensárselo dos veces, convocando a una parte del turno de mañana -cincuenta hombres- de la fábrica de papel que el Grupo Vanger tenía en Hedestad. Henrik Vanger también se encargó de la comida y la bebida.

Mikael Blomkvist pudo imaginarse perfectamente las escenas que debían de haberse desarrollado en la Casa Vanger durante aquellos días tan dramáticos. Quedaba claro que el accidente del puente contribuyó al desconcierto de las primeras horas; en parte, porque dificultó la posibilidad de recibir refuerzos efectivos; en parte, porque todos pensaron que dos sucesos tan dramáticos, en el mismo lugar y la misma hora, tenían que estar relacionados de alguna manera. Cuando se apartó el camión, el inspector Morell bajó hasta el puente para asegurarse de que Harriet Vanger -Dios sabe cómo- no había ido a parar debajo del vehículo. Esa era la única acción ilógica que Mikael descubrió en la actuación del inspector, ya que la desaparecida fue vista en la isla -eso había quedado demostrado- después de que el accidente tuviera lugar. Aun así, al jefe de la investigación, sin poder dar una explicación razonable del porqué, le costaba deshacerse de la idea de que, en cierto modo, un suceso provocó el otro.


Durante las primeras y confusas veinticuatro horas, las esperanzas de que el asunto tuviera un desenlace rápido y feliz fueron disminuyendo para ser sustituidas, poco a poco, por dos hipótesis. A pesar de las dificultades obvias que Harriet habría tenido para abandonar la isla sin ser descubierta, Morell no quiso ignorar la posibilidad de una fuga. Decidió dictar una orden de búsqueda de Harriet Vanger y ordenó a los agentes que patrullaban en Hedestad que mantuvieran los ojos abiertos por si veían a la chica. También le encargó a un colega de la brigada criminal que entrevistara a los conductores de autobuses y al personal de la estación de tren por si alguien la había visto.

A medida que fueron llegando las respuestas negativas, la probabilidad de que Harriet Vanger hubiese sufrido un accidente aumentó. Durante los días sucesivos, ésa se convirtió en la teoría predominante de la investigación.

La amplia batida realizada dos días después de la desaparición se llevó a cabo -según pudo determinar Mikael- de manera sumamente competente. Policías y bomberos con experiencia en asuntos parecidos organizaron la búsqueda. Pese a que la isla de Hedeby presenta algunas zonas de difícil acceso, la superficie es limitada, de modo que se pudo peinar toda la isla en un solo día. Una barca policía y dos barcos Pettersson voluntarios sondearon lo mejor que pudieron las aguas que rodean la isla.

Al día siguiente la búsqueda continuó con un equipo algo más reducido. Esta vez se enviaron patrullas a repetir la batida por determinadas zonas de terreno especialmente abrupto, así como por un lugar llamado La Fortificación, una serie de búnqueres abandonados, construidos durante la segunda guerra mundial para defender la costa. Ese día también se rastrearon pequeños escondites, pozos, sótanos excavados en la tierra, cobertizos y áticos de todo el pueblo.

Al tercer día de la desaparición, se suspendió la búsqueda. La frustración de Morell podía intuirse en sus notas. Naturalmente, Gustaf Morell aún no era consciente de eso, pero la investigación jamás avanzaría más allá del punto donde se encontraba en aquel momento. Estaba desconcertado y no sabía qué paso dar a continuación o qué lugares deberían seguir rastreando. Todo parecía indicar que a Harriet Vanger se la había tragado la tierra; la tortura de Henrik Vanger, de casi cuarenta años de duración, no había hecho más que empezar.

Capítulo 9 Lunes, 6 de enero – Miércoles, 8 de enero

Mikael continuó leyendo hasta bien entrada la noche, de modo que el día de Reyes se levantó tarde. Al llegar a casa de Henrik Vanger, vio un Volvo azul marino último modelo aparcado justo delante de la puerta. En el mismo momento en que Mikael puso la mano en el picaporte de la puerta, ésta se abrió y un señor de unos cincuenta años salió apresuradamente. Casi chocaron.

– ¿Sí? ¿Le puedo ayudar en algo?

– Voy a ver a Henrik Vanger -contestó Mikael.

Al hombre se le suavizó la mirada. Sonrió y le tendió la mano.

– Ah, tú debes de ser Mikael Blomkvist, el que va a ayudar a Henrik con la crónica familiar.

Mikael asintió y le estrechó la mano. Al parecer, Henrik Vanger había empezado a difundir la cover story de Mikael, la que explicaba por qué se encontraba en Hedestad. El hombre tenía sobrepeso -resultado, sin duda, de muchos años de arduas negociaciones sentado en oficinas y salas de reuniones-, pero Mikael vio enseguida que sus facciones recordaban a las de Harriet Vanger.

– Soy Martin Vanger -le confirmó-. Bienvenido a Hedestad.

– Gracias.

– Te vi en la tele hace unos días.

– Parece que todo el mundo me ha visto en la tele.

– Es que Wennerström… no es una persona muy popular en esta casa.

– Ya me lo ha dicho Henrik. Aunque sigo esperando el final de la historia.

– El otro día me comentó que te había contratado -de repente Martin Vanger se rió-. Dijo que seguramente aceptaste el trabajo por Wennerström.

Mikael dudó un instante antes de decidirse a sincerarse.

– Sí, bueno, ésa ha sido una razón de peso, pero la verdad es que, francamente, necesitaba salir de Estocolmo, y Hedestad apareció en el momento oportuno. Bueno, eso creo. No voy a hacer como si el juicio nunca se hubiera celebrado. Lo cierto es que iré a la cárcel.

Martin Vanger, repentinamente serio, asintió con la cabeza.

– ¿Puedes recurrir la sentencia?

– En este caso no serviría de nada.

Martin Vanger consultó su reloj.

– Debo estar en Estocolmo esta misma tarde, así que me voy ya. Volveré dentro de unos días. Ven a cenar conmigo alguna noche. Me gustaría saber qué ocurrió realmente en aquel juicio.

Volvieron a estrecharse la mano; Martin Vanger bajó las escaleras y abrió la puerta del Volvo. Se dio media vuelta y le gritó a Mikael:

– Henrik está en la planta de arriba. Entra.

Henrik Vanger estaba sentado en el sofá de su despacho; encima de la mesa tenía el Hedestads-Kuriren, el Dagens Industri, el Svenska Dagbladet y los dos diarios vespertinos.

– Acabo de conocer a Martin en la puerta.

– Se ha ido corriendo a salvar el imperio -contestó Henrik Vanger mientras cogía el termo-. ¿Café?

– Sí, por favor -dijo Mikael. Se sentó y se preguntó por qué Henrik Vanger estaba tan risueño.

– Hablan de ti en el periódico.


Henrik Vanger le acercó uno de los vespertinos, abierto por una página que tenía un artículo titulado «Cortocircuito periodístico». Lo firmaba uno de esos columnistas con chaqueta a rayas -antiguo empleado de Finansmagasinet Monopol- que se dio a conocer como experto en criticar y burlarse de toda persona que se comprometiera con un tema o que diera la cara por algo. Las feministas, los antirracistas y los activistas ecologistas se encontraban entre aquellos a los que solía salpicar con la tinta de su sarcástica pluma. En cambio, el columnista jamás manifestaba ni una sola opinión controvertida propia. Al parecer, en la actualidad se dedicaba a meterse con los medios de comunicación; ahora, unas cuantas semanas después del juicio del caso Wennersrtöm, le tocaba el turno a Mikael Blomkvist, quien -mencionado con nombre y apellido- era descrito como un completo idiota. A Erika Berger la presentaba como una rubia tonta e incompetente.

Corre el rumor de que Millennium -a pesar de que la redactora jefe sea una feminista con minifalda que saca morritos en televisión- está a punto de irse a pique. Durante vanos años, la revista ha sobrevivido gracias a la imagen que la redacción ha conseguido promocionar jóvenes periodistas dedicados al periodismo de investigación. que desenmascaran a los malos de la película del mundo empresarial. Ese truco de marketing quizá funcione entre los jóvenes anarquistas deseosos de oír precisamente ese mensaje, pero no tiene ningún éxito en los juzgados. Kalle Blomkvist acaba de experimentarlo en sus propias carnes

Mikael encendió el móvil para ver si Erika lo había llamado. No tenía mensajes Henrik Vanger aguardó sin hacer comentarios; Mikael se dio cuenta de que el viejo pensaba dejarle romper el silencio a él.

– ¡Menudo idiota! -exclamó Mikael.

Henrik Vanger se rió, pero comentó sin sentimentalismos:

– Puede. Pero no es él quien ha sido condenado en los juzgados.

– Cierto. Y nunca lo será. Nunca dice nada original ni propio, pero siempre se sube al tren y se apunta a tirar la última piedra en los términos más humillantes posibles.

– He conocido a muchos como él en mi vida. Un buen consejo, si me lo permites, es ignorarlo cuando hace ruido, no olvidar nada y pagarle con la misma moneda en cuanto tengas ocasión. Pero ahora no, porque te lleva ventaja.

Mikael no supo qué decir.

– A lo largo de todos estos años he tenido muchos enemigos y hay una cosa que he aprendido: nunca entres en la batalla cuando tienes todas las de perder. Sin embargo, jamás dejes que una persona que te ha insultado se salga con la suya. Espera tu momento y, cuando estés en una posición fuerte, devuelve el golpe, aunque ya no sea necesario hacerlo.

– Gracias por la clase de filosofía. Pero ahora quiero que me hables de tu familia.

Mikael puso la grabadora entre los dos y empezó a grabar.

– ¿Qué quieres saber?

– He leído la primera carpeta: la de la desaparición de Harriet y la búsqueda de los primeros días. Pero hay tantos Vanger en el texto que apenas puedo distinguir a unos de otros.


Antes de tocar el timbre, Lisbeth Salander permaneció inmóvil durante casi diez minutos en el solitario rellano de la escalera, mirando fijamente la placa metálica en la que se podía leer «Abogado N. E. Bjurman». La cerradura hizo clic.

Era martes. La segunda reunión. Estaba llena de malos presentimientos.

No es que le tuviera miedo al abogado Bjurman; Lisbeth Salander raramente le tenía miedo a las personas o a las cosas. Sin embargo, el nuevo administrador de sus bienes le provocaba un intenso malestar. El predecesor de Bjurman, el abogado Holger Palmgren, estaba hecho de una madera completamente distinta: era correcto, educado y amable. Esa relación cesó hacía ya tres meses, cuando Palmgren sufrió una apoplejía y, de acuerdo con alguna burocrática jerarquía que ella desconocía, le correspondió a Nils Erik Bjurman hacerse cargo de la joven.

Durante los doce años que Lisbeth Salander había sido objeto de atenciones por parte de los servicios sociales y psiquiátricos, de los cuales pasó dos en una clínica infantil, nunca jamás, ni en una sola ocasión, había contestado ni siquiera a la sencilla pregunta de «¿cómo estás hoy?».

Al cumplir los trece años, de acuerdo con la ley de tutela de los menores de edad, el juez ordenó que la internaran en la clínica de psiquiatría infantil de Sankt Stefan, en Uppsala. La decisión se apoyaba fundamentalmente en informes que la consideraban psíquicamente perturbada y peligrosa para sus compañeros de clase y, tal vez, incluso para sí misma.

Esta última suposición se basaba más bien en juicios empíricos y no en un análisis serio y meticuloso. Cualquier intento por parte de algún médico, u otra persona con autoridad en la materia, de entablar una conversación sobre sus sentimientos, su vida espiritual o su estado de salud era contestado, para su enorme frustración, con un profundo y malhumorado silencio, acompañado de intensas miradas al suelo, al techo y a las paredes. Coherente con sus actos, solía cruzarse de brazos y negarse, sistemáticamente, a participar en tests psicológicos. Su completa oposición a todo intento de medir, pesar, estudiar, analizar o educarla se aplicaba también al ámbito escolar; las autoridades podían trasladarla a un aula y encadenarla al pupitre, pero no podían impedir que ella cerrara los oídos y se negara a levantar el lápiz en los exámenes. Abandonó el colegio sin sacarse ni siquiera el certificado escolar.

Por consiguiente, el simple hecho de diagnosticar sus «taras» mentales conllevaba grandes dificultades. En resumen, Lisbeth Salander era cualquier cosa menos fácil de manejar.

Cuando cumplió trece años, se designó a un tutor que administrara sus bienes y defendiera sus intereses hasta que alcanzara la mayoría de edad. Ese tutor fue el abogado Holger Palmgren, quien, a pesar de no haber empezado con muy bien pie, lo cierto es que al final tuvo éxito allí donde los psiquiatras y los médicos habían fracasado. No sólo fue ganándose paulatinamente la confianza de Lisbeth, sino que también consiguió una tímida muestra de afecto por parte de la complicada joven.

Al cumplir quince años, los médicos estuvieron más o menos de acuerdo en que, en cualquier caso, ya no era peligrosa para los demás ni para sí misma. Debido a que su familia había sido definida como disfuncional y a que no tenía parientes que pudieran garantizar su bienestar, se decidió que Lisbeth Salander saliera de la clínica de psiquiatría infantil de Uppsala y se fuera adaptando gradualmente a la sociedad por medio de una familia de acogida.

El camino no fue fácil. Huyó de la primera familia al cabo de tan sólo dos semanas. Pasó por la segunda y tercera a la velocidad de un rayo. Luego, Holger Palmgren mantuvo una seria conversación con ella en la que le explicó, sin rodeos, que si seguía por ese camino, sin duda volverían a ingresarla en una institución. La amenaza surtió efecto y aceptó a la familia número cuatro: una pareja mayor que residía en el suburbio de Midsommarkransen.


Eso no significaba que la niña se portara bien. A la edad de diecisiete años, Lisbeth Salander ya había sido detenida por la policía en cuatro ocasiones: dos de ellas en un estado de embriaguez tan grave que requirió asistencia médica urgente, y otra vez bajo la manifiesta influencia de narcóticos. En una de estas ocasiones, la encontraron borracha perdida y completamente desaliñada, con la ropa a medio poner, en el asiento trasero de un coche aparcado en la orilla de Söder Mälarstrand. Estaba acompañada de un hombre igual de ebrio y considerablemente mayor que ella.

La cuarta y última intervención policial tuvo lugar tres semanas antes de cumplir los dieciocho años, cuando, esta vez sobria, le dio una patada en la cabeza a un pasajero en la estación de metro de Gamla Stan. El incidente acabó en arresto por delito de lesiones. Salander justificó su actuación alegando que el hombre le había metido mano y que, como su aspecto era más bien el de una niña de doce años y no de dieciocho, ella consideró que el pervertido tenía inclinaciones pedófilas. Eso fue todo lo que consiguieron sacarle. Sin embargo, la declaración fue apoyada por testigos, lo cual significó que el fiscal archivó el caso.

Aun así, en conjunto, su historial era de tal calibre que el juez ordenó un reconocimiento psiquiátrico. Como ella, fiel a su costumbre, se negó a contestar a las preguntas y a participar en los tests, los médicos consultados por la Seguridad Social emitieron al final un juicio basado en sus «observaciones sobre el paciente». Tratándose, en este caso, de una joven callada que, sentada en una silla, se cruzaba de brazos y se ponía de morros, no quedaba muy claro qué era exactamente lo que estos expertos habían podido observar. Se llegó simplemente a la conclusión de que sufría una perturbación mental cuya naturaleza no aconsejaba que permaneciera desatendida. El dictamen del forense abogaba por que se la recluyera en algún centro psiquiátrico; al mismo tiempo, el jefe adjunto de la comisión social municipal elaboró un informe apoyando las conclusiones de los expertos.

Por lo que respecta a su curriculum, el dictamen constató que existía «un gran riesgo de abuso de alcohol o drogas», y que, evidentemente, «carecía de autoconciencia». A esas alturas, su historial cargaba con el lastre de vocablos como «introvertida, inhibida socialmente, ausencia de empatía, fijación por el propio ego, comportamiento psicópata y asocial, dificultades de cooperación e incapacidad para sacar provecho de la enseñanza». Cualquiera que lo leyera podría engañarse fácilmente y llegar a la conclusión de que se trataba de una persona gravemente retrasada. Tampoco decía mucho a su favor el hecho de que una unidad asistencial de los servicios sociales la hubiera visto más de una vez en compañía de varios hombres por los alrededores de Mariatorget; en una ocasión, además, la policía la cacheó en el parque de Tantolunden al encontrarla, de nuevo, en compañía de un hombre considerablemente mayor. Se temía que Lisbeth Salander se dedicara a la prostitución, o que corriera el riesgo de verse metida en ella de una u otra manera.

Cuando el Juzgado de Primera Instancia -la institución que iba a pronunciarse sobre su futuro- se reunió para tomar una decisión sobre el asunto, el resultado ya parecía estar claro de antemano. Se trataba de una joven manifiestamente problemática y resultaba poco creíble que el tribunal dictaminara algo distinto a lo recomendado en el informe social y forense.

La mañana de la vista oral fueron a buscar a Lisbeth Salander a la clínica psiquiátrica infantil, donde se hallaba recluida desde el día del incidente en el metro. Se sentía como un preso en un campo de concentración, sin esperanzas de llegar al final de la jornada. La primera persona a la que vio en la sala del juicio fue Holger Palmgren, y le llevó un rato comprender que no estaba allí en calidad de tutor, sino que actuaba como su abogado y representante jurídico. Lisbeth descubrió en él una faceta completamente desconocida.

Para su sorpresa, Palmgren se situó en su rincón del cuadrilátero y formuló con claridad una serie de alegaciones oponiéndose enérgicamente a que la internaran. Ella no dio a entender, ni con un simple arqueo de cejas, que se sentía sorprendida, pero escuchó con atención cada una de sus palabras. Palmgren estuvo brillante cuando, durante dos horas, acribilló a preguntas a aquel médico, un tal doctor Jesper Löderman, que había firmado la recomendación de que Salander fuera recluida en un centro psiquiátrico. Palmgren analizó todos los detalles del informe y le pidió al médico que explicara la base científica de cada una de sus afirmaciones. En muy poco tiempo quedó claro, debido a que la paciente se había negado a realizar un solo test, que las conclusiones de los médicos se basaban en meras suposiciones.

Como conclusión de la vista oral, Palmgren insinuó que la reclusión forzosa muy probablemente no sólo iba en contra de lo establecido por el Parlamento en este tipo de asuntos, sino que incluso podría ser objeto de represalias políticas y mediáticas. Por lo tanto, a todos les interesaba encontrar una solución alternativa. Ese tipo de discurso no era nada habitual en juicios de esa índole, de modo que los miembros del tribunal se revolvieron, inquietos, en sus sillas.

La solución adoptada fue una fórmula de compromiso. El Tribunal de Primera Instancia concluyó que Lisbeth Salander estaba psíquicamente enferma, pero que su locura no exigía necesariamente un internamiento. En cambio, tomaron en consideración la recomendación del jefe de los servicios sociales de asignarle un administrador. El presidente del tribunal, con una sonrisa venenosa, se dirigió a Holger Palmgren, que hasta ese momento había ejercido de tutor, y le preguntó si estaba dispuesto a aceptar el cometido. Resultaba evidente que el presidente creía que Holger Palmgren iba a declinar la responsabilidad y que intentaría pasarle la responsabilidad a otro; sin embargo, éste explicó, con una sonrisa bondadosa, que estaría encantado de ser el administrador de la señorita Salander, aunque ponía, para ello, una condición.

– Eso será, naturalmente, en el caso de que la señorita Salander deposite su confianza en mí y me acepte como su administrador.

Se dirigió directamente a ella. Lisbeth Salander se encontraba algo confusa por el intercambio de palabras que había tenido lugar por encima de su cabeza durante todo el día. Hasta ese momento, nadie le había pedido su opinión. Miró durante un largo rato a Holger Palmgren y, luego asintió con un simple movimiento de cabeza.


Palmgren era una peculiar mezcla de abogado y trabajador social de la vieja escuela. En sus comienzos fue miembro, designado políticamente, de la comisión social municipal, y había dedicado casi toda su vida a tratar con críos conflictivos. Un respeto reacio que casi rayaba en la amistad surgió entre el abogado y la protegida más conflictiva que jamás había tenido.

Su relación duró once años, desde que ella cumplió trece hasta el año pasado, cuando, unas pocas semanas antes de Navidad, Lisbeth fue a casa de Palmgren tras no acudir éste a una de sus habituales reuniones mensuales. Como no abrió la puerta a pesar de que ella podía oír ruidos en el interior del piso, Lisbeth trepó por un canalón hasta el balcón de la tercera planta y entró. Lo encontró en el suelo de la entrada, consciente pero incapaz de hablar y moverse después de haber sufrido una repentina apoplejía. Sólo tenía sesenta y cuatro años. Llamó a una ambulancia y lo acompañó al hospital, a Södersjukhuset, con una creciente sensación de pánico en el estómago. Durante tres días apenas abandonó el pasillo de la UVI. Como un fiel perro guardián vigilaba cada paso que daban los médicos y enfermeras al salir o entrar por la puerta. Deambulaba como un alma en pena de un lado a otro del pasillo y le clavaba una mirada intensa a cada médico que se acercaba. Al final, un doctor cuyo nombre nunca llegó a conocer la llevó a una habitación y le explicó la gravedad de la situación. El estado de Holger Palmgren era crítico; acababa de sufrir una grave hemorragia cerebral. No esperaban que se despertara. Ella ni lloró ni se inmutó. Se levantó y abandonó el hospital para no volver.

Cinco semanas más tarde, la Comisión de Tutela del Menor convocó a Lisbeth Salander a una reunión con su nuevo administrador. Su primer impulso fue hacer caso omiso de la convocatoria, pero Holger Palmgren le había inculcado meticulosamente que todos los actos tienen sus consecuencias. Había aprendido a analizarlas antes de actuar, así que, pensándolo bien, llegó a la conclusión de que lo más fácil para salir de la situación era satisfacer a la comisión, actuando como si realmente le importara lo que sus miembros tuvieran que decir.

Por consiguiente, en diciembre -haciendo una breve pausa en la investigación sobre Mikael Blomkvist- se presentó en el despacho de Bjurman, en Sankt Eriks-plan, donde una mujer mayor que representaba a la comisión le entregó el extenso informe sobre Salander al abogado Bjurman. La señora le preguntó amablemente cómo se encontraba y pareció contenta con el profundo silencio que recibió como respuesta. Al cabo de una media hora la dejó al cuidado del abogado Bjurman.

Apenas cinco segundos después de darle la mano al abogado Bjurman ya le había cogido antipatía.

Mientras Bjurman leía el informe, Lisbeth lo observó de reojo. Edad: cincuenta y pico. Cuerpo atlético; tenis los martes y los viernes. Rubio. Pelo ralo. Hoyuelo en la barbilla. Perfume de Boss. Traje azul. Corbata roja con pasador de oro y ostentosos gemelos con las iniciales NEB. Gafas de montura metálica. Ojos grises. A juzgar por las revistas que había en una mesita, le interesaban la caza y el tiro.

Durante la década que estuvo con Palmgren, él solía invitarla a tomar café para charlar un rato. Ni siquiera sus peores huidas de las casas de acogida ni el sistemático absentismo escolar le hacían perder los estribos. La única vez que Palmgren se mostró realmente indignado fue cuando la detuvieron por maltratar a aquel asqueroso tipo que la tocó en Gamla Stan. «¿Entiendes lo que has hecho? Le has hecho daño a otra persona, Lisbeth.» Sonó como la bronca de un viejo profesor, pero ella la aguantó estoicamente, ignorando cada palabra

Bjurman, sin embargo, no era muy amigo de charlar. Él constató inmediatamente que, según el reglamento del administrador, había una discrepancia entre los deberes de Holger Palmgren y el hecho de que, al parecer, hubiera dejado a Lisbeth Salander al mando de su propia economía. La sometió a una especie de interrogatorio. «¿Cuánto ganas? Quiero una copia de tus gastos e ingresos. ¿Con quién te relacionas? ¿Pagas el alquiler dentro del plazo? ¿Tomas alcohol? ¿Ha aprobado Palmgren esos piercings que tienes en la cara? ¿Sabes mantener tu higiene personal?».

«Fuck you

Palmgren se había convertido en su tutor poco después de que ocurriera Todo Lo Malo. Había insistido en verla al menos una vez al mes -o incluso con mayor frecuencia- en reuniones fijadas de antemano. Además, desde que ella volvió a Lundagatan casi eran vecinos; él vivía en Hornsgatan, a sólo un par de manzanas, y, de vez en cuando, se encontraban en la calle por pura casualidad y se iban a tomar café a Giffy o a alguna otra cafetería de la zona. Palmgren nunca la molestaba, pero en alguna que otra ocasión fue a verla para darle un pequeño regalo por su cumpleaños. Lisbeth podía ir a visitarlo siempre que quisiera, un privilegio que raramente aprovechaba, pero desde que se mudó al barrio de Söder empezó a celebrar la Navidad en su casa, después de visitar a su madre. Comían el típico jamón asado navideño y jugaban al ajedrez. Ella no tenía ningún interés por el juego, pero desde que aprendió las reglas nunca perdía una partida. Palmgren era viudo y Lisbeth Salander veía como un deber compadecerse de él durante esas solitarias fiestas.

Se lo debía; y ella siempre pagaba sus deudas.

Fue Palmgren el que puso en alquiler el apartamento de la madre de Lisbeth en Lundagatan, hasta que la joven necesitó una vivienda. El piso, de cuarenta y nueve metros cuadrados, estaba sin reformar y era algo cutre; pero al menos Lisbeth tenía un techo bajo el que dormir.

Ahora Palmgren era historia y otro vínculo más con la sociedad «normal» se había roto. Nils Bjurman pertenecía a otra clase de personas. Lisbeth tenía claro que no pasaría la Nochebuena en su casa. La primera medida que él tomó fue introducir nuevas reglas referentes a cómo administrar el dinero de la cuenta corriente de Handelsbanken. Palmgren, despreocupadamente, había interpretado la ley a su manera y dejó que ella misma se hiciera cargo de su propia economía. Ella pagaba sus facturas y disponía del dinero a su antojo.

Lisbeth había preparado el encuentro con Bjurman una semana antes de Navidad, y cuando lo tuvo delante intentó explicarle que su predecesor confiaba en ella y nunca tuvo razón para no hacerlo; que Palmgren la dejaba llevar su propia vida sin meterse en sus asuntos privados.

– Ése es uno de los problemas -contestó Bjurman, golpeando el expediente con el dedo.

Le soltó un largo discurso sobre las reglas y los decretos estatales vigentes referentes a la tutela y luego le comunicó que las cosas tenían que cambiar.

– Te dejó a tu aire, ¿a que sí? Me pregunto cómo se lo permitieron.

«Porque era un loco socialdemócrata que llevaba casi cuarenta años ocupándose de niños conflictivos.»

– Ya no soy una niña -dijo Lisbeth Salander como si eso fuese suficiente explicación.

– No, no eres una niña. Pero a mí me han nombrado tu administrador y, mientras lo sea, tendré responsabilidad jurídica y económica sobre ti.

Empezó por abrir una nueva cuenta corriente, a nombre de Lisbeth, pero controlada por él. A partir de ahora, y una vez comunicado el número al departamento de personal de Milton Security, ésa sería la cuenta que ella debía usar. Salander comprendió que la buena vida se había acabado; en lo sucesivo, el abogado Bjurman pagaría sus facturas y le daría cada mes una paga fija para sus gastos. Ella tendría que presentar facturas de todo. Decidió asignarle mil cuatrocientas coronas por semana «para comida, ropa, cine y esas cosas».

Dependiendo de cuánto trabajara, Lisbeth Salander ganaba alrededor de ciento sesenta mil coronas al año. Podría doblar fácilmente esa suma trabajando a jornada completa y aceptando todos los trabajos que Dragan Armanskij le ofreciera. Pero tenía pocos gastos y no necesitaba mucho dinero. El coste del piso rondaba las dos mil coronas al mes y, a pesar de sus modestos ingresos, tenía noventa mil en su cuenta de ahorro, una cantidad de la que ya no podía disponer.

– Es que ahora soy yo el responsable de tu dinero -le explicó Bjurman-. Tienes que ahorrar para el futuro. Pero no te preocupes; yo me encargaré de todo.

«¡Me las he arreglado sola desde que tenía diez años, maldito hijo de puta!»

– Socialmente funcionas lo bastante bien como para que no sea necesario internarte, pero la sociedad tiene una responsabilidad para contigo.

Le hizo un meticuloso interrogatorio sobre su trabajo en Milton Security. Ella mintió instintivamente y le dio una descripción de sus primeras semanas en la empresa. El abogado Bjurman, por tanto, tuvo la impresión de que preparaba el café y distribuía el correo, unas actividades apropiadas para alguien con tan pocas luces. Pareció satisfecho con las respuestas.

Lisbeth no sabía por qué había mentido, pero estaba convencida de que se trataba de una decisión inteligente. Si el abogado Bjurman hubiera figurado en una lista de insectos en peligro de extinción, ella, sin dudarlo ni un momento, lo habría pisado con el tacón de su zapato.


Mikael Blomkvist pasó cinco horas en compañía de Henrik Vanger y luego dedicó gran parte de la noche, y todo el martes, a pasar a limpio sus apuntes y completar el rompecabezas genealógico de la familia Vanger. La historia familiar que salía a flote en las conversaciones con Henrik Vanger era una versión dramáticamente diferente a la oficial. Mikael era consciente de que todas las familias tenían trapos sucios que lavar, pero la familia Vanger necesitaba una lavandería entera para ella sola.

Ante esta situación, Mikael se vio obligado a recordarse a sí mismo que su verdadera misión no consistía en redactar una autobiografía de la familia Vanger, sino en averiguar qué le pasó a Harriet Vanger. Había aceptado el encargo consciente de que, en la práctica, iba a perder un año de su vida con el culo pegado a una silla, y de que el trabajo encomendado, en realidad, sólo sería de cara a la galería. Al cabo de un año, cobraría su disparatado sueldo; el contrato redactado por Dirch Frode ya estaba firmado. La verdadera recompensa, esperaba, sería la información sobre Hans-Erik Wennerström que Henrik Vanger afirmaba poseer.

Sin embargo, después de escuchar a Henrik Vanger se dio cuenta de que aquel año no tenía por qué ser un año perdido. Un libro sobre la familia Vanger tendría valor por sí mismo; en el fondo, se trataba de una buena historia.

Ni por un segundo se le pasó por la cabeza poder dar con el asesino de Harriet Vanger, si es que realmente la habían asesinado y no había fallecido en algún absurdo accidente o desaparecido Dios sabe cómo. Mikael estaba de acuerdo con Henrik en que la probabilidad de que una chica de dieciséis años se hubiera ido voluntariamente y hubiera conseguido burlar todos los sistemas de control burocrático durante treinta y seis años era inexistente. En cambio, Mikael no quería descartar que Harriet Vanger hubiera huido; tal vez llegara a Estocolmo o quizá le ocurriera algo en el camino: drogas, prostitución, un atraco o, simplemente, un accidente.

Por su parte, Henrik Vanger estaba convencido de que Harriet había sido asesinada y de que algún miembro de la familia, tal vez en colaboración con otra persona, era el responsable. Su razonamiento se basaba en el hecho de que ella desapareciera durante aquellas dramáticas horas en las que la isla estuvo cortada y todas las miradas se centraron en el accidente.

Erika tenía razón en que, si se trataba de resolver el misterio de un crimen, la misión era un auténtico disparate. En cambio, Mikael Blomkvist empezaba a comprender que el destino de Harriet Vanger había ejercido una influencia determinante en la familia, sobre todo en Henrik Vanger. Llevara razón o no, la acusación de Henrik Vanger tenía una gran importancia en la historia de esa familia: a lo largo de más de treinta años, desde que la formulara abiertamente, había marcado las reuniones del clan y creado profundos conflictos que contribuyeron a desestabilizar a todo el Grupo Vanger. Un estudio sobre la desaparición de Harriet Vanger, por lo tanto, cumpliría su función como capítulo propio, incluso como hilo conductor de la historia de la familia; y material había de sobra… Un razonable punto de partida, tanto si Harriet Vanger era su principal misión como si simplemente se contentaba con escribir una crónica familiar, lo constituía el estudio de la galería de personajes. Sobre eso versó la conversación que mantuvo con Henrik Vanger aquel día.

La familia Vanger estaba compuesta -incluyendo a los hijos de los primos y a los primos segundos- por un centenar de personas. La familia era tan amplia que Mikael tuvo que crear una base de datos en su iBook. Usó el programa NotePad (www.ibrium.se), uno de esos geniales productos diseñado por dos chavales de la universidad KTH de Estocolmo que lo distribuían por dos duros en Internet como shareware. Al parecer de Mikael, pocos programas resultaban tan imprescindibles para un periodista de investigación. Así, cada miembro de la familia pudo contar con su propio archivo en la base de datos.

El árbol genealógico podía ser reconstruido, con toda fiabilidad, hasta comienzos del siglo XVI, cuando el apellido familiar era Vangeersad. Es posible que el nombre, según Henrik Vanger, procediera del holandés Van Geerstat; en tal caso, el origen de la familia podría remontarse incluso hasta el siglo XII.

En lo que concernía a la época moderna, la familia llegó a Suecia desde el norte de Francia a principios del siglo XIX con Jean-Baptiste Bernadotte. Alexandre Vangeersad era militar; no conocía personalmente al rey pero había destacado como jefe de guarnición. En 1818 se le regaló la finca de Hedeby en señal de agradecimiento por la fidelidad y los servicios prestados. Alexandre Vangeersad poseía, además, una fortuna propia que usó para comprar unos extensos terrenos en los bosques de la provincia de Norrland. El hijo, Adrian, nació en Francia, pero, a petición de su padre, se mudó a Hedeby, ese perdido rincón del norte lejos de los salones de París, para encargarse de la administración de la finca. Se dedicó a la agricultura y la silvicultura con nuevos métodos importados del continente, y fundó la fábrica de papel en torno a la cual se fue creando Hedestad.

El mayor de los nietos de Alexandre se llamaba Henrik, y fue él quien acortó el apellido hasta dejarlo en Vanger. Desarrolló las relaciones mercantiles con Rusia y, a mediados del siglo XIX, creó una pequeña flota comercial de goletas que hacían la ruta de los países bálticos, Alemania y la Inglaterra de la industria del acero. Diversificó la actividad empresarial de la familia: comenzó con una modesta explotación minera y fundó algunas de las primeras industrias metalúrgicas de Norrland. Dejó dos hijos, Birger y Gottfried, y fueron ellos los que asentaron las bases de las actividades financieras de la familia Vanger.

– ¿Conoces las viejas normas hereditarias? -le había preguntado Henrik Vanger a Mikael.

– No, no es precisamente un tema en el que me haya especializado.

– Te entiendo. Yo tampoco lo tengo muy claro. Según la leyenda familiar, Birger y Gottfried siempre andaban como el perro y el gato, peleándose por el poder y la influencia en la empresa familiar. En muchos sentidos, esa lucha se convirtió en un lastre que amenazaba potencialmente la supervivencia de la empresa. Por esa razón, poco antes de morir, su padre decidió crear un sistema mediante el cual todos los miembros de la familia heredarán una parte de la empresa. Bien pensado, sin duda, en su momento, pero condujo a una situación en la que, en vez de buscar a gente competente y posibles socios de fuera, acabamos con un consejo de administración compuesto por miembros de la familia cuyo voto correspondía tan sólo al uno o al dos por ciento.

– ¿Esa norma sigue vigente en la actualidad?

– Así es. Si algún miembro de la familia quiere vender su parte, ha de hacerlo dentro del ámbito familiar. La junta general de accionistas anual reúne hoy en día a unos cincuenta miembros de la familia. Martin posee poco más de un diez por ciento de las acciones; yo tengo el cinco por ciento, ya que las he ido vendiendo, entre otros, al propio Martin. Mi hermano Harald tiene el siete por ciento, pero la mayoría de los que se presentan a la junta general sólo poseen un uno por ciento o un cero coma cinco por ciento.

– No tenía ni idea de eso. Suena un poco medieval.

– Es un auténtico disparate. Implica que para que Martin pueda llevar a cabo una determinada estrategia empresarial, tiene que dedicarse a ganar adeptos para asegurarse así el apoyo de, al menos, un veinte o un veinticinco por ciento de los socios. Es todo un mosaico de alianzas, escisiones e intrigas. -Henrik Vanger prosiguió-: Gottfried Vanger murió en 1901, sin hijos. Bueno, perdona, era padre de cuatro hijas, pero en aquella época las mujeres no contaban. Tenían su parte, pero los verdaderos dueños eran los varones de la familia. Hasta que se introdujo el derecho a voto, bien entrado el siglo XX, las mujeres ni siquiera podían asistir a la junta general.

– Muy liberal.

– No te pongas irónico. Eran otros tiempos. De todos modos, el hermano de Gottfried, Birger Vanger, tuvo tres hijos: Johan, Fredrik y Gideon, todos nacidos a finales del siglo XIX. Podemos olvidarnos de Gideon Vanger; vendió su parte y emigró a América, donde todavía existe una rama de la familia. Pero Johan y Fredrik convirtieron la compañía en el moderno Grupo Vanger.

Henrik Vanger sacó un álbum y empezó a enseñarle fotos. En algunos retratos de principios del siglo pasado se veía a dos hombres con barbillas prominentes y el pelo engominado que miraban fijamente a la cámara sin el más mínimo amago de sonrisa.

– Johan Vanger era el genio de la familia; estudió para ingeniero y desarrolló la industria mecánica con varios inventos patentados. El acero y el hierro constituían la base del Grupo, pero se amplió a otros sectores como el textil. Johan Vanger murió en 1956; por aquel entonces tenía tres hijas: Sofia, Märit e Ingrid, las primeras mujeres que automáticamente tuvieron acceso a la junta general del Grupo.

»El otro hermano, Fredrik Vanger, era mi padre; un hombre de negocios y el líder industrial que transformó los inventos de Johan en ingresos. No murió hasta 1964. Participó activamente en la dirección de la empresa hasta su muerte, aunque en los años cincuenta me dejó a mí al mando del día a día. Pasaba lo mismo que en la generación anterior, aunque al revés: Johan Vanger sólo tuvo hijas.

Hennk Vanger mostró las fotografías de unas mujeres con generosos pechos que llevaban sombreros de ala ancha y parasoles.

– Y Fredrik, mi padre, sólo tuvo hijos. En total llegamos a ser cinco hermanos: Richard, Harald, Greger, Gustav y yo.


Para hacerse una idea clara de todos y cada uno de los miembros de la familia, Mikael dibujó un árbol genealógico en unos folios pegados con celo. Resaltó los nombres de los familiares presentes en la isla de Hedeby en la reunión familiar de 1966 que, al menos teóricamente, podían tener algo que ver con la desaparición de Harriet Vanger.

Mikael renunció a incluir a los niños menores de doce años; le pasara lo que le pasase a Harriet Vanger, tenía que poner un límite lógico. Tras una breve reflexión también tachó a Henrik Vanger; si el patriarca hubiera tenido algo que ver con la desaparición de la nieta de su hermano, sus actividades de los últimos treinta y seis años pertenecerían al campo de la psicopatología. La madre de Henrik Vanger, que en 1966 tenía la respetable edad de ochenta y un años, también podía ser descartada razonablemente. Quedaban veintitrés miembros de la familia que, según Henrik Vanger, debían incluirse en el grupo de «sospechosos». Siete de ellos habían fallecido y algunos ya se hallaban en una edad muy avanzada.

Sin embargo, Mikael no estaba dispuesto a aceptar sin más la certeza de Henrik Vanger de que un miembro de la familia fuera responsable de la desaparición de Harriet. Había que añadir otras personas a la lista de sospechosos.

Y dejando de lado a los miembros de la familia, ¿quién más trabajaba en Hedeby cuando Harriet Vanger desapareció? Dirch Frode empezó a trabajar como abogado de Henrik Vanger en la primavera de 1962. El actual bracero Gunnar Nilsson, con coartada o sin ella, tenía diecinueve años; su padre, Magnus Nilsson, sí estaba en la isla de Hedeby al igual que el artista Eugen Norman y el reverendo Otto Falk. ¿Estaba casado Falk? Martin Aronsson, el granjero de Östergården, así como su hijo, Jerker Aronsson, también se encontraban en la isla; además, formaron parte del entorno de Harriet Vanger durante su infancia. ¿Qué relación había entre ellos? ¿Estaba casado Martin Aronsson? ¿Había más gente en la granja?

Cuando Mikael empezó a apuntar todos los nombres, el grupo se amplió a unas cuarenta personas. Algo frustrado, tiró el rotulador sobre la mesa. Eran ya las tres y media de la mañana y el termómetro seguía marcando 21 grados bajo cero. Parecía que la ola de frío iba a durar. Echaba de menos su cama de Bellmansgatan.


A las nueve de la mañana del miércoles unos golpes en la puerta despertaron a Mikael: Telia venía a instalarle el teléfono y un modem ADSL. A las once ya tenía conexión; ahora no se sentía tan discapacitado profesionalmente. Sin embargo, su móvil seguía en silencio. Erika llevaba una semana sin contestar a sus llamadas. Debía estar muy cabreada. Él también empezó a portarse como un cabezota y se negó a telefonear a la oficina; si la llamaba al móvil, ella podía ver que se trataba de una llamada suya y, por tanto, decidir si cogerlo o no. Y, a la vista de los resultados, era obvio que no quería.

De todos modos, abrió su correo electrónico y repasó los más de trescientos cincuenta correos que había recibido durante la última semana. Guardó una docena de ellos; el resto eran spam o envíos de listas de mailing en las que estaba apuntado. El primer correo que abrió fue de ‹demokrat88@yahoo.com› y contenía el texto «ESPERO QUE CHUPES MUCHAS POLLAS EN EL TRULLO, COMUNISTA DE MIERDA». Mikael guardó el correo en el archivo «Crítica inteligente».

Escribió un breve texto a ‹erika.berger@millennium.se›:

Hola, Ricky. Imagino que, dado que no me devuelves las llamadas, estás tan enfadada conmigo que querrías matarme. Sólo quería avisarte de que tengo conexión a la red y de que me encontrarás en mi dirección de correo cuando quieras perdonarme. Por cierto, Hedeby es un sitio bastante pintoresco que merece la pena visitar. M.

A la hora de comer, metió su iBook en la bolsa y subió al Café de Susanne, donde se instaló en su mesa habitual del rincón. Cuando Susanne le sirvió el café y los sándwiches, miró el ordenador llena de curiosidad y le preguntó en qué estaba trabajando. Mikael usó por primera vez su cover story y le explicó que había sido contratado por Henrik Vanger para redactar su biografía. Se intercambiaron cumplidos. Susanne lo instó a recurrir a ella para las historias verdaderamente suculentas.

– Llevo treinta y cinco años atendiendo a la familia Vanger y conozco la mayoría de los cotilleos que hay sobre ellos -dijo, y se volvió contoneándose.

El árbol que había dibujado Mikael mostraba que la familia Vanger no paraba de engendrar proles de niños. Contando a los hijos, los nietos y los bisnietos -le dio pereza incluirlos en la genealogía-, los hermanos Fredrik y Johan Vanger tenían unos cincuenta descendientes. Mikael también reparó en que los miembros de la familia presentaban una tendencia general a la longevidad. Fredrik Vanger llegó a cumplir setenta y ocho años, y su hermano Johan ochenta. Ulrika Vanger murió a la edad de ochenta y cuatro. De los dos hermanos con vida, Harald Vanger tenía noventa y dos, y Henrik Vanger ochenta y dos.

La única excepción era el hermano de Henrik Vanger, Gustav, que falleció como consecuencia de una enfermedad pulmonar a la edad de treinta y siete años. Henrik Vanger le explicó a Mikael que Gustav siempre había sido enfermizo y un poco suyo, y que prefirió mantenerse al margen del resto de la familia. No se casó y tampoco tuvo hijos.

Los que murieron jóvenes lo hicieron por causas distintas a la enfermedad. Richard Vanger falleció en el campo de batalla cuando participaba como voluntario en la guerra de Invierno de Finlandia, con sólo treinta y cuatro años. Gottfried Vanger, el padre de Harriet, murió ahogado un año antes de que ella desapareciera. Harriet sólo tenía dieciséis años. Mikael reparó en la extraña simetría existente en esa rama de la familia: abuelo, padre e hija habían sido víctimas de una curiosa serie de desgracias. Por la parte de Richard sólo quedaba Martin Vanger, quien, a la edad de cincuenta y cinco años, seguía sin casarse y sin tener descendencia. No obstante, Henrik Vanger informó a Mikael de que su sobrino mantenía una relación estable con una mujer que vivía en Hedestad.

Martín Vanger tenía dieciocho años cuando su hermana desapareció. Pertenecía a ese reducido grupo de familiares que podían ser descartados, con bastante seguridad, de la lista de personas potencialmente relacionadas con la desaparición. Aquel otoño lo pasó en Uppsala, donde estudiaba el último año de instituto. Iba a participar en la reunión familiar, pero llegó algo más tarde y, por lo tanto, se encontraba entre los espectadores, al otro lado del puente, durante la trágica hora en la que su hermana desapareció.

Mikael se fijó en otras dos curiosidades del árbol genealógico. La primera, que los matrimonios parecían ser para toda la vida; ningún miembro de la familia Vanger se había divorciado ni se había vuelto a casar, ni siquiera si el cónyuge había muerto joven. Mikael se preguntó con qué frecuencia estadística ocurriría eso. Cecilia Vanger se había separado de su marido hacía ya muchos años pero, por lo visto, seguía casada.

La otra curiosidad era que la familia parecía dividida geográficamente entre el lado «masculino» y el lado «femenino». Los herederos de Fredrik Vanger, a los cuales pertenecía Henrik Vanger, desempeñaban, tradicionalmente, importantes papeles en la empresa y se instalaban en Hedestad o en sus alrededores. Los miembros de la rama familiar de Johan Vanger, que sólo daba mujeres herederas, se casaron y se dispersaron por otras partes del país; vivían principalmente en Estocolmo, Malmö y Gotemburgo -o en el extranjero-, y sólo iban a Hedestad de vacaciones o para las reuniones importantes del Grupo. Había una sola excepción: Ingrid Vanger, cuyo hijo, Gunnar Karlman, vivía en Hedestad. Era el redactor jefe del periódico local, Hedestads-Kuriren.

En su faceta de investigador privado, Henrik pensaba que «el verdadero móvil del asesinato de Harriet» quizá debiera buscarse en la estructura de la empresa, en el hecho de que él, ya desde muy pronto, diera a entender que Harriet era especial; que posiblemente el motivo fuera hacer daño al propio Henrik, o que Harriet hubiera encontrado algún tipo de información delicada respecto al Grupo, convirtiéndose así en una amenaza para alguien. Todo eso no eran más que especulaciones sin fundamento; aun así, Mikael conformó un grupo «de especial interés» compuesto por trece personas.

La conversación del día anterior con Henrik Vanger también fue instructiva en otro aspecto. Desde el primer momento, el viejo habló de su familia en unos términos tan despectivos y peyorativos que a Mikael le resultaron extraños. Mikael llegó incluso a preguntarse si las sospechas contra su propia familia por la desaparición de Harriet no habrían hecho que al viejo patriarca perdiera un poco el juicio. Pero ahora empezaba a darse cuenta de que la apreciación de Henrik Vanger, en realidad, era asombrosamente sensata.

La imagen que se iba configurando revelaba una familia que era social y económicamente exitosa, pero claramente disfuncional en todos los ámbitos cotidianos.


El padre de Henrik Vanger fue una persona fría e insensible que engendraba a sus hijos para luego dejar que su esposa se encargara de su educación y bienestar. Hasta que los niños alcanzaron aproximadamente los dieciséis años, apenas vieron a su padre, con la excepción de esas celebraciones familiares especiales en las que se esperaba que estuvieran presentes, pero que también fueran invisibles. Henrik Vanger no podía recordar que su padre le hubiera expresado, ni tan siquiera una vez, alguna muestra de afecto; todo lo contrario: a menudo le dejaba claro que era un incompetente, y lo convertía en objeto de su destructiva crítica. Raramente había castigos corporales; no hacía falta. No llegó a ganarse el respeto de su padre hasta más tarde, con sus logros profesionales en el Grupo Vanger.

Su hermano mayor, Richard, se había rebelado. Tras una discusión, cuya causa nunca se comentó en la familia, Richard se marchó a Uppsala para estudiar. Allí inició la carrera nazi, ya referida por Henrik Vanger, que algún tiempo después lo llevaría a las trincheras en la guerra de Invierno de Finlandia.

Sin embargo, el viejo no le había contado que otros dos hermanos hicieron carreras similares

En 1930, tanto Harald como Greger Vanger siguieron las huellas del hermano mayor en Uppsala. Harald y Greger estuvieron muy unidos, pero Henrik Vanger no sabía hasta que punto se relacionaron también con Richard. Lo que quedaba completamente claro era que los hermanos se unieron al movimiento fascista. La Nueva Suecia, de Per Engdahl. Luego, Harald Vanger permaneció leal a Per Engdahl a lo largo de los años, al principio en la Asociación Nacional de Suecia, luego en Oposición Sueca y, finalmente, en el Movimiento de la Nueva Suecia, fundado una vez acabada la guerra. Siguió afiliado hasta la muerte de Per Engdahl, en los años noventa, y durante un tiempo fue uno de los contribuyentes económicos más importantes de los restos del hibernado movimiento fascista sueco.

Harald Vanger estudió medicina en Uppsala y casi inmediatamente entró en contacto con grupos que tenían verdadera obsesión por la biología racial y la higiene de razas. Durante un tiempo trabajó en el Instituto Sueco de Biología de Razas, y se convirtió, en calidad de médico, en un destacado activista de la campaña a favor de la esterilización de individuos no deseados

Cita, Henrik Vanger, cinta 2, 02950


Harald fue aún más alla. En 1937 fue coautor, afortunadamente bajo seudónimo, de un libro titulado La nueva Europa de los pueblos. De eso no me enteré hasta los años setenta. Tengo un ejemplar, si quieres leerlo. Se trata probablemente de uno de los libros mas repulsivos jamás publicados en lengua sueca. Harald no sólo argumentó a favor de la esterilización, sino también de la eutanasia, ayudar a morir a las personas que ofendían sus gustos estéticos y que no encajaban en su imagen del pueblo sueco perfecto. O sea, abogaba por el genocidio en un texto redactado con una intachable prosa académica que contenía todos los argumentos médicos necesarios. Eliminar a los discapacitados. No dejar que la población sami se expandiera porque tenia genes mongoles. Los enfermos mentales experimentarían la muerte como una liberación, ¿no? Mujeres lascivas, quinquis, gitanos y judíos, ya te puedes imaginar. En la fantasía de mi hermano, Auschwitz podría haber estado situado en Dalecarha.

Después de la guerra, Greger Vanger se hizo profesor y, al cabo de algún tiempo, director del instituto de bachillerato de Hedestad. Henrik creía que, al acabar la guerra, Greger ya no pertenecía a ningún partido, que había abandonado el nazismo. Murió en 1974 y hasta que Henrik no repasó sus cosas no se enteró, a través de la correspondencia, de que su hermano había entrado, en los años cincuenta, en una secta políticamente insignificante pero completamente absurda llamada PNN Partido Nacional Nórdico. Fue miembro hasta su muerte.

Cita, Henrik Vanger, cinta 2, 04167


De modo que tres de mis hermanos fueron, desde un punto de vista político, enfermos mentales ¿Como de enfermos estarían en otros aspectos?

El único hermano que consiguió un poco de clemencia a ojos de Henrik Vanger fue el enfermizo Gustav, el que falleció de una enfermedad pulmonar en 1955. Gustav nunca tuvo interés por la política y más bien daba la sensación de ser un bohemio con alma de artista, totalmente apartado del mundo, sin el menor interés por los negocios ni por trabajar en el Grupo Vanger. Mikael le preguntó a Henrik Vanger:

– Ahora sólo quedáis tú y Harald. ¿Por qué volvió él a Hedeby?

– Regresó en 1979, poco antes de cumplir setenta años. Es el propietario de la casa.

– Debe de ser raro vivir tan cerca de un hermano al que uno odia tanto.


Henrik Vanger se quedó mirando a Mikael asombrado.

– No me has entendido bien. No odio a mi hermano. Más bien siento compasión por él. Es un completo idiota, pero es él el que me odia a mí.

– ¿Él te odia?

– Pues sí. Creo que fue por eso por lo que volvió. Para poder pasar sus últimos años odiándome de cerca.

– ¿Y por qué te odia?

– Porque me casé.

– Me parece que eso me lo vas a tener que explicar.

Henrik Vanger perdió pronto el contacto con sus hermanos mayores. Era el único que mostraba algún talento para los negocios: la última esperanza de su padre. No le interesaba la política y no quiso ir a Uppsala; en su lugar, optó por estudiar economía en Estocolmo. Desde que cumplió dieciocho años pasaba todas sus vacaciones haciendo prácticas en alguna de las muchas oficinas del Grupo Vanger, o participando en las juntas directivas. Llegó a conocer todos los entresijos de la empresa familiar.

El 10 de junio de 1941, en plena segunda guerra mundial, Henrik fue enviado seis semanas a Hamburgo, Alemania, a la oficina comercial del Grupo Vanger. Sólo tenía veintiún años. Su protector y mentor era el agente alemán de las empresas Vanger, un veterano de la empresa llamado Hermann Lobach.

– No te voy a cansar con todos los detalles, pero, cuando yo estuve allí, Hitler y Stalin seguían siendo buenos amigos y aún no existía el frente oriental. Todo el mundo estaba convencido de que Hitler era invencible. Había un sentimiento de… optimismo y desesperación; creo que ésas serían las palabras adecuadas. Más de medio siglo después todavía me cuesta describir el ambiente. No me malinterpretes, nunca fui nazi y Hitler me parecía un ridículo personaje de opereta, pero resultaba difícil no dejarse contagiar por el optimismo y la confianza en el futuro que reinaba entre la gente de a pie de Hamburgo. A pesar de que la guerra se iba acercando cada vez más, y de que varias escuadrillas aéreas bombardearon la ciudad durante el tiempo que pasé allí, la gente parecía pensar que aquello era algo pasajero; que pronto llegaría la paz y que Hitler instauraría su Neuropa, la nueva Europa. La gente quería creer que Hitler era Dios. En eso consistía el mensaje que difundía la propaganda.

Henrik Vanger abrió uno de sus muchos álbumes de fotografías.

– Éste es Hermann Lobach. Desapareció en 1944; probablemente murió durante alguna incursión aérea y fue enterrado. Nunca supimos lo que le ocurrió. Durante las semanas que pasé en Hamburgo llegué a estar muy unido a él. Me alojaba en casa de su familia en un piso elegante, en el barrio acomodado de la ciudad. Nos veíamos a diario. Era tan poco nazi como yo, pero estaba afiliado al partido por comodidad. El carné de miembro le abrió muchas puertas y aumentó sus posibilidades de hacer negocios para el Grupo Vanger; y negocios fue precisamente lo que hicimos. Construíamos vagones de carga para sus trenes; siempre me he preguntado si alguno de los vagones tendría Polonia como destino. Les vendíamos tela para los uniformes y tubos para las radios, aunque oficialmente no sabíamos qué uso le daban a la mercancía. Y Hermann Lobach sabía cómo hacer llegar a buen puerto un contrato; era ameno y campechano. El perfecto nazi. Al cabo de algún tiempo empecé a darme cuenta de que también era un hombre que intentaba desesperadamente ocultar un secreto.

»La noche del 22 de junio de 1941, Hermann Lobach llamó de repente a la puerta de mi dormitorio y me despertó. Mi habitación era contigua a la de su mujer y me hizo señas para que estuviera callado, me vistiera y lo acompañara. Bajamos a la planta baja y nos sentamos en la sala de fumadores. Resultaba obvio que Lobach llevaba toda la noche despierto. Tenía la radio puesta y me di cuenta de que había pasado algo dramático; se había puesto en marcha la Operación Barbarroja. Alemania había atacado a la Unión Soviética durante el fin de semana de Midsommar. -Henrik Vanger hizo un gesto resignado con la mano-. Hermann Lobach puso dos copas sobre la mesa y sirvió unos buenos chupitos de aguardiente. Estaba visiblemente afectado. Al preguntarle qué significaba todo aquello, contestó, con clarividencia, que era el fin de Alemania y del nazismo. Le creí sólo a medias porque Hitler parecía invencible, pero Lobach me propuso un brindis por la caída de Alemania. Luego habló de los asuntos prácticos.

Mikael asintió dando a entender que seguía escuchando la historia.

– Para empezar, él no tenía ninguna posibilidad de contactar con mi padre para recibir instrucciones, pero, por iniciativa propia, decidió interrumpir mi estancia en Alemania y mandarme a casa tan pronto como fuera posible. En segundo lugar, quería que yo hiciera algo por él.

Henrik Vanger señaló un retrato amarillento y desportillado de una mujer morena de perfil.

– Hermann Lobach estaba casado desde hacía cuarenta años, pero en 1919 conoció a una mujer mucho más joven que él, de una belleza deslumbrante, de la que se enamoró perdidamente. Ella era una pobre y sencilla costurera. Lobach la cortejó y, al igual que tantos otros hombres adinerados, se pudo permitir instalarla en un piso a poca distancia de su oficina. Ella se convirtió en su amante. En 1921 dio a luz a una hija que fue bautizada como Edith.

– Hombre rico mayor, joven mujer pobre y una hija como fruto del amor; supongo que eso no fue un gran escándalo, ni siquiera en los años cuarenta -comentó Mikael.

– Correcto. Si no hubiera sido por un detalle: la mujer era judía y, por lo tanto, Lobach era padre de una hija judía en plena Alemania nazi. En la práctica, era un «traidor de la raza».

– Ah, eso, indudablemente, cambia las cosas. ¿Y qué pasó?

– La madre de Edith fue detenida en 1939. Desapareció y sólo nos queda imaginar su destino. Era bien conocido que tenía una hija que todavía no había sido registrada en ninguna lista de deportados, pero a la cual buscaba ahora una sección de la Gestapo, cuya misión era perseguir a los judíos fugitivos. En el verano de 1941, la misma semana que yo llegué a Hamburgo, se vinculó a la madre de Edith con Hermann Lobach, y él fue convocado a un interrogatorio. Confesó la relación y la paternidad, pero declaró que no tenía ni idea de dónde se encontraba su hija y que llevaba diez años sin saber de ella.

– ¿Y dónde estaba la hija?

– Yo la veía todos los días en casa de los Lobach. Era una chica de veinte años guapa y callada que limpiaba mi habitación y ayudaba a servir la cena. En 1937 la persecución de los judíos llevaba ya varios años y la madre de Edith le suplicó a Lobach su ayuda. Y él la ayudó; Lobach quería tanto a su hija ilegítima como a sus otros hijos. La ocultó en el sitio más inimaginable, ante las mismas narices de todos. Le consiguió papeles falsos y la contrató como asistenta.

– ¿Sabía su esposa quién era?

– No, ella no tenía ni idea de la situación.

– ¿Y qué pasó?

– Eso había funcionado durante cuatro años, pero ahora Lobach se sentía con la soga al cuello. Era sólo una cuestión de tiempo que la Gestapo llamara a su puerta. Todo esto me lo contó sólo unas semanas antes de que yo volviera a Suecia. Luego buscó a su hija y nos presentó. Era muy tímida y ni siquiera se atrevió a mirarme a los ojos. Lobach me suplicó que salvara su vida.

– ¿Cómo?

– Lo tenía todo organizado. Según los planes, yo me quedaría allí otras tres semanas más y luego cogería el tren nocturno a Copenhague para cruzar el estrecho en barco; un viaje relativamente seguro, incluso en tiempos de guerra. Dos días después de nuestra conversación, un carguero, propiedad del Grupo Vanger, iba a zarpar del puerto de Hamburgo con destino a Suecia. Entonces Lobach quiso sacarme de Alemania, sin más demora, en ese buque. Los cambios de planes tenían que ser aprobados por los servicios de seguridad. Unos simples trámites burocráticos; no habría problemas. Pero Lobach insistía en que yo me fuera ya.

– Junto con Edith, supongo.

– A Edith la subieron a bordo clandestinamente, escondida en una de las trescientas cajas que contenían maquinaria. Mi misión era protegerla en el caso de que fuese descubierta en aguas alemanas, e impedir que el capitán del barco hiciera una estupidez. Pero si todo iba bien, debía esperar hasta que nos alejáramos un buen trecho de Alemania antes de dejarla salir.

– Vale.

– Parecía fácil, pero el viaje se convirtió en una pesadilla. El capitán del barco se llamaba Oskar Granath; y no le gustó nada la idea de tener bajo su responsabilidad al engreído heredero de su jefe. Zarpamos de Hamburgo hacia las nueve de la noche, a finales de junio. Estábamos a punto de salir del puerto interior cuando la alarma empezó a sonar. Un ataque aéreo inglés, el peor que he visto en mi vida; y el puerto constituía, por supuesto, una zona prioritaria. No exagero si te digo que por poco me meo en los pantalones cuando vi que las bombas empezaban a caer cerca de nosotros. Pero de alguna manera sobrevivimos; y después de una avería en el motor y de una noche miserablemente tormentosa navegando por aguas minadas, llegamos a Karlskrona al día siguiente por la tarde. Y ahora me vas a preguntar qué pasó con la chica.

– Creo que ya lo sé.

– Mi padre, naturalmente, se puso furioso. Me había jugado la vida con aquella estúpida acción. Y la chica podría ser deportada en cualquier momento; recuerda que estábamos en 1941. Pero a esas alturas yo ya estaba tan perdidamente enamorado de ella como Lobach lo estuvo de su madre. Pedí su mano y le di un ultimátum a mi padre: o aceptaba el matrimonio o se buscaba otro sucesor para la empresa familiar. Y claudicó.

– Pero ¿ella murió?

– Sí, demasiado joven. En 1958. Pasamos poco más de dieciséis años juntos. Tenía una anomalía congénita en el corazón. Y resultó que yo era estéril, así que no tuvimos hijos. Por eso mi hermano me odia.

– ¿Porque te casaste con ella?

– Porque, para usar su terminología, me casé con una sucia puta judía. Eso representaba para él una traición contra la raza, el pueblo, la moral y absolutamente todo lo que él encarnaba.

– Está loco de remate.

– Yo no podría haberlo definido mejor.

Capítulo 10 Jueves, 9 de enero – Viernes, 31 de enero

El primer mes de Mikael en ese perdido rincón del mundo estaba siendo, según el Hedestads-Kuriren, el más frío que se recordaba; o, por lo menos (si le hacía caso a Henrik Vanger), desde el invierno de la guerra de 1942. Mikael estaba dispuesto a aceptar el dato como verdadero. Apenas llevaba una semana en Hedeby y ya lo sabía todo sobre los calzoncillos largos y los calcetines de lana, al tiempo que había aprendido la importancia de ponerse dos camisetas interiores.

A mediados de enero, cuando el frío alcanzó los increíbles 37 grados bajo cero, pasó unos días terribles. Nunca había experimentado nada similar, ni siquiera durante aquel año que pasó en Kiruna haciendo el servicio militar. Una mañana, la tubería del agua se congeló. Gunnar Nilsson le proporcionó dos grandes bidones de plástico para que pudiera cocinar y lavarse, pero el frío resultaba paralizador. En las ventanas, por la parte interior, se formaron cristales de nieve, y, por mucho que calentara la cocina de hierro, Mikael se sentía permanentemente congelado. Todos los días pasaba un buen rato cortando leña en el cobertizo de detrás de la casa.

Había momentos en los que estaba a punto de llorar; incluso barajó la posibilidad de coger un taxi hasta Hedestad y subirse al primer tren que fuera hacia el sur. En vez de eso, se puso un jersey más, se abrigó con una manta y se sentó a tomar café a la mesa de la cocina, mientras leía viejos informes policiales

Unos días más tarde el tiempo cambió y la temperatura subió hasta unos agradables 10 bajo cero.


Mikael empezó a conocer a la gente de Hedeby. Martin Vanger cumplió su promesa y lo invitó a cenar; una cena preparada por él mismo: solomillo de alce con vino tinto italiano. El industrial no estaba casado, pero mantenía una relación con una tal Eva Hassel, que les acompañó durante la cena. Eva Hassel era una mujer cariñosa, abierta y amena, Mikael la encontró extraordinariamente atractiva. Era dentista y vivía en Hedestad, pero pasaba los fines de semana con Martín Vanger. Poco a poco Mikael fue sabiendo que se habían conocido hacía muchos años, pero que no empezaron a relacionarse hasta una edad ya avanzada, y no veían ninguna razón para casarse.

– La verdad es que es mi dentista -dijo Martín Vanger, riéndose.

– Y entrar en esta familia de locos no es una cosa que me entusiasme -dijo Eva Hassel, dándole a Martín Vanger unas cariñosas palmaditas en la rodilla.

El chalé de Martin Vanger era el sueño de todo soltero. De arquitectura moderna y decorado con muebles en negro, blanco y cromado, su carísimo mobiliario de diseño habría fascinado al mismísimo Christer Malm, con su refinado gusto. La cocina estaba equipada con todo lo que un cocinero profesional podría necesitar. En el salón había un tocadiscos estéreo de la más alta gama y una formidable colección de discos de jazz de vinilo que iba desde Tommy Dorsey hasta John Coltrane. Martin Vanger tenía dinero y su hogar era lujoso y funcional, pero también un poco impersonal. Mikael advirtió que los cuadros de la pared eran simples reproducciones y láminas que se podían encontrar en Ikea: bonitas pero no muy sofisticadas. Las estanterías, al menos en la parte de la casa que Mikael pudo ver, no estaban muy llenas: la Enciclopedia nacional y unos cuantos libros de esos que la gente suele regalar por Navidad a falta de mejores ideas. En resumidas cuentas, Mikael sólo pudo apreciar dos aficiones personales en la vida de Martin Vanger, la música y la cocina. La primera afición se traducía en, aproximadamente, unos tres mil discos LP. La segunda se reflejaba en el barrigón que sobresalía por encima de su cinturón.

Como persona, Martin Vanger daba muestras de una curiosa mezcla de estupidez, agudeza y amabilidad. No hacía falta tener muy desarrollada la capacidad analítica para sacar la conclusión de que se trataba de una persona con problemas. Mientras escuchaban Night in Tunma, la conversación desembocó en el Grupo Vanger, y Martin Vanger no intentó ocultar que estaba luchando por la supervivencia de su empresa. La elección del tema confundió a Mikael; Martin Vanger era consciente de que tenía como invitado a un periodista al que apenas conocía, pero aun así hablaba de los problemas internos de la empresa con tanta franqueza que resultaba imprudente. Por lo visto, consideraba a Mikael como uno más de la familia, ya que trabajaba para Henrik Vanger. Coincidía con el anterior director en que los familiares sólo podían culparse a sí mismos de la situación en la que se encontraban. Por el contrario, carecía de la amargura propia del viejo y de su implacable desprecio por sus parientes; aquella incurable locura familiar parecía más bien entretenerle. Eva Hassel asentía con la cabeza, pero no realizó ni un solo comentario. Al parecer, ya habían tratado ese tema antes.

Martin Vanger estaba al tanto de que Mikael había sido contratado para escribir la crónica familiar, y le preguntó cómo avanzaba el trabajo. Mikael contestó sonriendo que le estaba costando mucho aprenderse todos los nombres, y luego preguntó si podía volver para hacerle una entrevista cuando le viniera bien. En varias ocasiones contempló la idea de conducir la conversación hacia la obsesión que el viejo tenía por la desaparición de Harriet Vanger. Sin duda, Henrik Vanger habría torturado más de una vez al hermano de Harriet con sus teorías; además, Martin debería entender que, si Mikael iba a escribir una crónica familiar, difícilmente podría pasar por alto que un miembro de la familia había desaparecido sin dejar rastro. Pero Martin no dio muestras de querer sacar aquel tema y Mikael lo dejó estar. Ya tendrían ocasión de hablar de Harriet más adelante.

Después de varios vodkas, se despidieron sobre las dos de la mañana. Mikael estaba bastante borracho cuando, tambaleándose, recorrió los trescientos metros que había hasta su casa. En general, fue una velada agradable.


Una tarde, durante la segunda semana de Mikael en Hedeby, alguien llamó a la puerta de su casa. Mikael dejó la carpeta de la investigación policial que acababa de abrir -la sexta- y cerró el estudio antes de abrir la puerta a una mujer rubia de unos cincuenta años bien abrigada.

– Hola. Sólo quería presentarme. Me llamo Cecilia Vanger.

Se dieron la mano y Mikael sacó unas tazas de café. Cecilia Vanger, hija del nazi Harald Vanger, le pareció una mujer abierta y, en muchos aspectos, atractiva. Mikael recordó que Henrik Vanger se había expresado con mucho afecto al hablar de ella; había mencionado que no se relacionaba con su padre, pero que eran vecinos. Charlaron un rato antes de que ella sacara el tema que la había llevado hasta allí.

– Tengo entendido que vas a escribir un libro sobre la familia. No estoy segura de que me guste la idea -dijo-. Pero aun así tenía curiosidad por verte.

– Bueno, es Henrik Vanger el que me ha contratado. Es su historia, por decirlo de alguna manera.

– Y el bueno de Henrik no resulta del todo objetivo cuando se trata de la familia.

Mikael la observó; en realidad, no entendía lo que ella había querido decir.

– ¿Te opones a que se escriba un libro sobre la familia Vanger?

– Yo no he dicho eso. Y no creo que mi opinión importe mucho. Pero seguro que ya has entendido que no siempre ha sido fácil ser miembro de esta familia.

Mikael no tenía ni idea de lo que habría dicho Henrik, ni hasta qué punto Cecilia conocería la verdadera misión. Hizo un gesto con las manos, como queriéndose excusar.

– Henrik Vanger me ha contratado para escribir una crónica familiar. Tiene opiniones bastante llamativas sobre varios miembros de la familia, pero pienso atenerme a lo que se pueda comprobar.

Cecilia Vanger esbozó una sonrisa triste.

– Lo que quiero saber es si voy a tener que exiliarme cuando el libro aparezca.

– No creo -contestó Mikael-. La gente sabe ver la diferencia entre una persona y otra.

– Como mi padre, por ejemplo.

– ¿Tu padre, el nazi? -preguntó Mikael.

Sorprendida, Cecilia Vanger elevó la mirada al cielo.

– Mi padre está loco. Sólo lo veo un par de veces al año, a pesar de que vivimos pared con pared.

– ¿Por qué no lo quieres ver?

– Espera un momento antes de empezar a soltarme una sarta de preguntas. ¿Vas a publicar lo que te diga? ¿O puedo tener una conversación normal contigo sin temer que me presentes como una idiota?

Mikael dudó un instante, sin saber muy bien cómo expresarse.

– Tengo el encargo de escribir un libro que empiece cuando Alexandre Vangeersad desembarcó con Bernadotte y que llegue hasta hoy en día. Tratará sobre el imperio industrial ostentado durante muchas décadas, pero, naturalmente, también versará sobre las razones por las que éste se está derrumbando y sobre los conflictos que hay en la familia. En este tipo de historias resulta imposible evitar que la mierda salga a flote. Pero eso no quiere decir que vaya a pintarlo todo de color negro, ni que vaya a hacer una caricatura sarcástica de la familia. Por ejemplo, acabo de conocer a Martin Vanger, que me parece una persona simpática, y así lo voy a describir.

Cecilia Vanger no contestó.

– De ti sé que eres profesora…

– Peor aún: soy directora del instituto de Hedestad.

– Perdona. Sé que le caes bien a Henrik Vanger, que estás casada, pero separada… y eso es todo, más o menos. Y sí, puedes hablar conmigo sin miedo a ser citada ni exponerte a nada. No obstante, seguramente algún día llamaré a tu puerta para pedirte que me ayudes a aclarar algún hecho concreto. Entonces sí será una entrevista y podrás decidir si quieres contestar o no. Pero te lo dejaré claro cuando sea el caso.

– Así que puedo hablar contigo… off the record, como soléis decir los periodistas.

– Por supuesto.

– ¿Y esto es off the record?

– Eres una vecina que me ha hecho una visita para tomar café, nada más.

– Vale. Entonces ¿te puedo preguntar una cosa?

– Adelante.

– ¿Qué parte del libro trató sobre Harriet Vanger?

Mikael se mordió el labio y dudó. Luego, como quitándole importancia al asunto, contestó:

– Si te soy sincero, no tengo ni idea. Está claro que podría constituir, perfectamente, un capítulo; no cabe duda de que se trata de un suceso dramático que ha influido, al menos, en Henrik Vanger.

– Pero ¿no estás aquí para investigar su desaparición?

– ¿Qué te hace pensar eso?

– Bueno, el hecho de que Gunnar Nilsson arrastrara hasta aquí cuatro cajas. Seguro que son las investigaciones privadas que Henrik ha realizado a lo largo de todos estos años. Y, además, cuando eché un vistazo a la antigua habitación de Harriet, donde Henrik suele guardar su colección de documentos, no estaban allí.

Cecilia Vanger no tenía ni un pelo de tonta.

– Eso lo tendrás que hablar con Henrik Vanger y no conmigo -contestó Mikael-. Pero es verdad, Henrik ha hablado bastante de la desaparición de Harriet y me parece interesante leer el material.

Cecilia Vanger volvió a sonreír con tristeza.

– A veces me pregunto quién está más loco: si mi padre o mi tío. Debo de haber hablado con él sobre la desaparición de Harriet miles de veces.

– ¿Qué crees que ocurrió?

– ¿Es una pregunta de entrevista?

– No -contestó Mikael, riéndose-. Pregunto por curiosidad.

– Lo que me despierta la curiosidad es saber si tú también estás chiflado. Si te has creído el razonamiento de Henrik, o si eres tú el que anima a Henrik a seguir.

– ¿Quieres decir que Henrik es un chiflado?

– No me malinterpretes. Henrik es una de las personas más afectuosas y consideradas que conozco. Le quiero mucho. Pero está obsesionado con ese tema.

– Pero la obsesión tiene una base real. De hecho, Harriet desapareció.

– Es que estoy hasta el moño de toda esa historia. Ha envenenado nuestras vidas durante muchos años y no parece tener fin. -Apenas pronunciadas estas palabras, se levantó y se puso el abrigo-. Tengo que irme. Pareces simpático. Martin piensa lo mismo, pero sus opiniones no siempre son acertadas. Pásate por mi casa a tomar café cuando quieras. Por las noches estoy casi siempre.

– Gracias -contestó Mikael, y mientras ella se dirigía hacia la puerta, añadió-: No has contestado a la pregunta que no era pregunta de entrevista.

Cecilia se detuvo y, sin mirarlo, le dijo:

– No tengo ni idea de lo que le ocurrió a Harriet. Pero creo que fue un accidente con una explicación tan sencilla y trivial que si alguna vez nos enteramos de cómo sucedió, nos dejará asombrados.

Se dio media vuelta y, por primera vez, le sonrió con simpatía. Luego se despidió con la mano y desapareció. Mikael permaneció sentado a la mesa de la cocina reflexionando: Cecilia Vanger era una de las personas marcadas en la lista de miembros de la familia que se encontraban en la isla cuando Harriet Vanger desapareció.


Si Cecilia Vanger le había parecido, en general, una persona agradable, no podía decir lo mismo de Isabella Vanger. La madre de Harriet tenía setenta y cinco años y, tal y como le había advertido Henrik Vanger, se trataba de una mujer de una extrema elegancia que recordaba vagamente a una Lauren Bacall entrada en años. Una mañana, de camino al Café de Susanne, Mikael se encontró con ella; vestía un abrigo de astracán negro con una gorra a juego y se apoyaba en un bastón también negro. Parecía una vampiresa envejecida, todavía bella, pero venenosa como una serpiente. Al parecer, Isabella volvía a casa después de haber dado un paseo; lo llamó desde el cruce.

– Oiga, joven. Venga aquí.

Resultaba difícil desoír ese tono autoritario. Mikael miró a su alrededor y llegó a la conclusión de que se refería a él. Se acercó.

– Soy Isabella Vanger -proclamó la mujer.

– Hola, yo me llamo Mikael Blomkvist -respondió, extendiéndole una mano que ella ignoró por completo.

– ¿Es usted el tipo que anda husmeando en nuestros asuntos familiares?

– Bueno, yo soy el tipo que Henrik Vanger ha contratado para que le ayude con su libro sobre la familia Vanger.

– Pues eso no es asunto suyo.

– ¿El qué? ¿Que Henrik Vanger me haya contratado o que yo haya aceptado? En el primer caso creo que es asunto de Henrik; en el segundo, es asunto mío.

– Sabe muy bien a lo que me refiero. No me gusta que la gente meta sus narices en mi vida.

– De acuerdo, no lo haré. El resto lo tendrá que tratar usted con Henrik Vanger.

De repente, Isabella Vanger levantó su bastón y puso la empuñadura contra el pecho de Mikael. No lo hizo con mucha fuerza, pero él, perplejo, dio un paso hacia atrás.

– Aléjese de mí.

Isabella Vanger dio media vuelta y echó a andar hacia su casa. Mikael se quedó quieto, con la expresión de quien acaba de conocer en persona a un personaje de tebeo. Al alzar la vista vio a Henrik Vanger en su despacho. Tenía una taza de café en la mano, que levantó a modo de irónico brindis. Mikael hizo un gesto resignado con las manos, sacudió la cabeza y se marchó al Café de Susanne.


El único viaje que Mikael realizó durante el primer mes fue una excursión de un día a una cala del lago Siljan. Tomó prestado el Mercedes de Dirch Frode y condujo por un paisaje nevado para pasar una tarde con el inspector Gustaf Morell. Mikael había intentado hacerse una idea sobre Morell basándose en la imagen que se desprendía de la investigación policial; encontró a un viejo enjuto y nervudo que se movía lentamente y que hablaba con más parsimonia aún.

Mikael llevaba un cuaderno con unas diez preguntas, principalmente cosas que se le habían ocurrido mientras leía el informe policial. Morell contestó pedagógicamente a todas las preguntas. Al final Mikael dejó de lado sus anotaciones y le explicó a Morell que las preguntas sólo habían sido una excusa para poder conocer al retirado inspector. Lo que realmente quería era conversar un rato y formularle la única pregunta importante: ¿había algo en la investigación policial que no hubiera recogido en los informes?; ¿hizo alguna reflexión o tenía algún presentimiento que quisiera comunicarle?

Ya que Morell, al igual que Henrik Vanger, llevaba treinta y seis años dándole vueltas al misterio de la desaparición de Harriet, Mikael esperaba cierta resistencia. Al fin y al cabo, él era el chico nuevo que se había metido en el berenjenal en el que Morell se perdió. Pero no había el menor indicio de hostilidad. Antes de contestar, Morell cargó meticulosamente su pipa y encendió una cerilla.

– Sí, claro que he reflexionado. Pero mis ideas son tan vagas y escurridizas que no sé muy bien cómo formularlas.

– ¿Qué cree que le ocurrió a Harriet?

– Creo que la asesinaron. En eso estoy de acuerdo con Henrik. Es la única explicación posible. Pero nunca hemos sabido el porqué. Lo que creo es que lo hicieron por alguna razón concreta; no fue por un ataque de locura, ni para violarla, ni nada por el estilo. Si conociéramos el motivo, sabríamos quién la asesinó.

Morell meditó un rato

– El asesinato pudo haberse cometido de manera espontánea. Quiero decir que alguien se aprovechó del absoluto caos que se generó después del accidente. El asesino ocultó el cuerpo y lo trasladó más tarde, mientras nosotros hacíamos batidas por la isla.

– En tal caso estamos hablando de alguien con mucha sangre fría.

– Hay un detalle relevante. Harriet se presentó en el despacho de Henrik e intentó hablar con él. Ahora, en retrospectiva, me parece un comportamiento raro; ella sabía muy bien que él estaba ocupado con todos los familiares que andaban por allí. Creo que Harriet constituía una amenaza para alguien, que quería contarle algo a Henrik y que el asesino se dio cuenta de que ella iba a… bueno, a chivarse.

– Henrik estaba ocupado con algunos miembros de la familia…

– Aparte de Henrik, había cuatro personas en la habitación: su hermano Greger, un cuñado que se llama Magnus Sjögren, y los dos hijos de Harald Vanger, Birger y Cecilia. Pero eso no significa nada. Pongamos que Harriet, hipotéticamente hablando, hubiera descubierto que alguien malversaba fondos de la empresa. Podría haberlo sabido desde hacía meses e, incluso, haberlo comentado con la persona en cuestión. Podría haber intentado chantajearle, o puede que le diera pena y que ella no supiera si delatarlo o no. Quizá se decidiera de repente y tal vez se lo contara al asesino, quien, acto seguido, en un ataque de pura desesperación, la mató.

– ¿Por qué habla en masculino?

– Estadísticamente, la mayoría de los asesinos son hombres. Pero es cierto: en la familia Vanger hay algunas mujeres que son unas auténticas arpías.

– Ya he conocido a Isabella.

– Es una de ellas. Pero hay más. Cecilia Vanger puede ser bastante mordaz. ¿Has conocido ya a Sara Sjögren?

Mikael negó con la cabeza.

– Es la hija de Sofia Vanger, una de las primas de Henrik. Ahí tienes a una mujer realmente antipática y exenta de escrúpulos. Pero vivía en Malmö y, por lo que he podido averiguar, no tenía ningún motivo para matar a Harriet.

– Vale.

– El problema sigue siendo que, con todas las vueltas que le hemos dado al asunto, todavía no hemos averiguado la causa. Eso es lo más importante. Si damos con el motivo, sabremos qué ocurrió y quién es el culpable.

– Se ha empleado a fondo en este caso. ¿Hay alguna pista que no haya investigado?

Gustaf Morell se rió entre dientes.

– Pues no, Mikael. Le he dedicado al caso un tiempo infinito y no se me ocurre nada que no haya llevado hasta donde era posible. Incluso después de que me ascendieran y me fuera de Hedestad.

– ¿Se fue?

– Sí, yo no soy originario de Hedestad. Estuve destinado allí entre 1963 y 1968. Luego, al nombrarme comisario, me trasladé a la policía de Gävle hasta el final de mi carrera profesional. Pero incluso en Gävle seguí con mis pesquisas sobre la desaparición de Harriet.

– Henrik Vanger no le dejaba en paz, supongo.

– No, claro que no. Pero no fue por eso. El misterio de Harriet me sigue fascinando aún hoy en día. Quiero decir… hay que verlo de la siguiente manera: todos los policías tienen un misterio sin resolver. De mis días en Hedestad recuerdo que, cuando tomábamos café, los compañeros de más edad hablaban sobre el caso Rebecka, en particular un policía que se llamaba Torstensson, muerto hace mucho, que año tras año retomaba el caso. En su tiempo libre y en sus vacaciones. Cuando los delincuentes locales no daban mucha guerra, solía sacar las carpetas y ponerse a cavilar.

– ¿También se trataba de una chica desaparecida?

Por un momento, el comisario Morell pareció asombrado. Luego, al darse cuenta de que Mikael buscaba alguna conexión, sonrió.

– No, no lo he mencionado por eso. Estoy hablando del «alma» del policía. El caso Rebecka ocurrió incluso antes de que Harriet Vanger naciera y hace mucho tiempo que prescribió. En los años cuarenta una mujer de Hedestad fue atacada, violada y asesinada. No es nada raro. Durante su carrera profesional todo policía tiene que investigar alguna vez esa clase de crímenes. Lo que quiero decir es que hay casos que se te pegan al cuerpo y se meten por debajo de la piel. Aquella chica fue asesinada de la manera más brutal. El asesino la ató y le metió la cabeza entre las brasas encendidas de una chimenea. No sé cuánto tiempo tardaría la pobre en morir ni las torturas que sufriría.

– ¡Joder, qué horror!

– Pues sí. Extremadamente cruel. El pobre Torstensson fue el primer investigador que se presentó en el lugar del crimen y el asesinato permaneció sin resolverse, a pesar de que se recurriera a la ayuda de expertos de Estocolmo. Nunca jamás pudo dejar el caso.

– Lo entiendo.

– De modo que mi Rebecka se llama Harriet. En su caso ni siquiera sabemos cómo murió. Técnicamente, ni siquiera podemos probar que se cometiera un asesinato. Pero nunca he sido capaz de abandonar el tema. -Meditó durante un instante-. Investigar un asesinato puede ser el trabajo más solitario del mundo. Los amigos de la víctima están indignados y desesperados, pero tarde o temprano, al cabo de algunas semanas o de unos meses, la vida vuelve a la normalidad. Los más allegados necesitan más tiempo, pero ellos también superan el dolor y la desesperación. La vida sigue. Pero los asesinatos sin resolver te corroen por dentro. Al final, sólo queda una persona que piensa en la víctima e intenta que se haga justicia: el policía que se hace cargo de la investigación.


Tres personas más de la familia Vanger vivían en la isla de Hedeby. Alexander Vanger -nacido en 1946 e hijo de Greger, el tercer hermano- habitaba en una casa de madera, reformada, de principios del siglo XX. Mikael sabía, por Henrik, que Alexander Vanger se encontraba actualmente en las Antillas, donde se dedicaba a su ocupación favorita: navegar y dejar pasar el tiempo sin dar un palo al agua. Henrik hablaba de su sobrino en términos tan descalificatorios que Mikael llegó a la conclusión de que Alexander Vanger habría sido objeto de ciertas controversias. Sin embargo, se contentó con saber que Alexander tenía veinte años cuando Harriet Vanger desapareció, y que formaba parte del círculo de familiares presentes en la isla.

Alexander vivía con su madre Gerda, de ochenta años, viuda de Greger Vanger. Mikael nunca la había visto; tenía una salud delicada y se pasaba la mayor parte del tiempo en la cama.

El tercer miembro de la familia era, por supuesto, Harald Vanger. Durante el primer mes, Mikael no consiguió ver ni la sombra del viejo biólogo de razas. La casa de Harald Vanger -la que Mikael tenía más cerca- presentaba un aspecto sombrío; unas oscuras cortinas en todas las ventanas ocultaban el interior. Daba mal agüero. En varias ocasiones, al pasar Mikael por la casa, le había parecido percibir un ligero movimiento de cortinas; y una noche, ya tarde, cuando estaba a punto de acostarse, descubrió de repente, por el resquicio de una de ellas, el reflejo de una luz en la planta superior. Fascinado, permaneció en la oscuridad durante más de veinte minutos, junto a la ventana de la cocina, contemplando aquella luz antes de olvidarse del tema e irse a la cama tiritando de frío. A la mañana siguiente la cortina volvía a estar en su sitio.

Harald Vanger parecía ser un espíritu invisible, pero constantemente presente, que, con su aparente ausencia, marcaba la vida del pueblo. En la imaginación de Mikael, Harald Vanger iba adoptando cada vez más la forma de un malvado Gollum que espiaba su entorno tras las cortinas y que se dedicaba a misteriosas actividades en su blindada cueva.

Una vez al día Harald Vanger recibía la visita de la asistenta social, una mujer mayor que vivía al otro lado del puente y que, cargada con las bolsas de la compra, atravesaba con mucho esfuerzo la nieve que había hasta la puerta, ya que Harald Vanger se negaba a que le limpiaran el camino de entrada. Gunnar Nilsson, el bracero, movió la cabeza, resignado, cuando Mikael sacó el tema. Le explicó que se había ofrecido a quitarle la nieve, pero que, al parecer, Harald Vanger no quería que nadie pisara su territorio. Una sola vez, el primer invierno tras volver Harald Vanger a la isla, Gunnar Nilsson, espontáneamente, subió con el tractor para quitar la nieve del patio de su casa, al igual que lo hacía en todas las demás. La iniciativa tuvo como resultado que Harald Vanger saliera corriendo de su casa dando voces y armando un gran escándalo hasta que Nilsson se alejó de allí.

Desgraciadamente, Nilsson no podía quitar la nieve de la entrada de la casa de Mikael, ya que la verja era demasiado estrecha para que pasara el tractor. Allí todavía había que recurrir a la pala y la fuerza de las manos.

A mediados de enero, Mikael Blomkvist encargó a su abogado que averiguara cuándo le tocaba cumplir sus tres meses de condena. Estaba ansioso por quitárselos de encima cuanto antes. Entrar en prisión resultó ser mucho más fácil de lo que se imaginaba. Tras unas semanas de deliberación, se decidió que Mikael se presentara el 17 de marzo en la cárcel de Rullåker, cerca de Östersund, un centro penitenciario con régimen abierto, destinado a gente con pocos antecedentes penales. El abogado de Mikael también pudo comunicarle que el tiempo de condena, con gran probabilidad, podría acortarse un poco.

– Bien -dijo Mikael sin mucho entusiasmo.

Estaba sentado a la mesa de la cocina, acariciando a la gata parda, que tenía por costumbre aparecer de vez en cuando y pasar la noche con Mikael. Por Helen Nilsson, la vecina de enfrente, se enteró de que la gata se llamaba Tjorven y de que no pertenecía a nadie en particular, sino que solía merodear por las casas.


Mikael se reunía con Henrik Vanger casi todas las tardes. Unas veces tenían una breve charla, otras se quedaban horas y horas hablando de la desaparición de Harriet Vanger y de todo tipo de detalles de la investigación privada de Henrik Vanger

En muchas ocasiones, las conversaciones consistían en que Mikael presentaba una teoría que luego Henrik echaba por tierra. Mikael intentaba mantener la distancia con respecto a su misión, pero había momentos en los que se quedaba irremediablemente fascinado por el misterioso rompecabezas que constituía la desaparición de Harriet Vanger

Mikael le había asegurado a Erika que también diseñaría una estrategia para poder emprender la batalla con Hans-Erik Wennersrtöm, pero en todo el mes que llevaba en Hedestad ni siquiera había abierto las viejas carpetas cuyo contenido le habían conducido ante el juez. Al contrario, evitaba el problema. Cada vez que se ponía a pensar en Wennersrtöm y su propia situación, las fuerzas le flaqueaban y caía en el más profundo desánimo. En los momentos de lucidez se preguntaba si iba camino de volverse igual de chalado que el viejo. Su carrera profesional se había derrumbado como un castillo de naipes y su reacción no había sido otra que esconderse en un pequeño pueblo en el campo para cazar fantasmas. Además, echaba de menos a Erika.

Henrik Vanger contemplaba a su colaborador con una discreta preocupación. Sospechaba que Mikael Blomkvist no siempre se encontraba en perfecto equilibrio. A finales de enero, el viejo tomó una decisión que incluso a él mismo le sorprendió. Cogió el teléfono y llamó a Estocolmo. La conversación duró veinte minutos y versó mayoritariamente sobre Mikael Blomkvist.


Hizo falta casi un mes para que a Erika se le pasara el enfado. Llamó a las nueve y media de una de las últimas noches de enero.

– ¿Piensas realmente quedarte ahí arriba? -fue su saludo inicial. La llamada pilló a Mikael tan desprevenido que al principio no supo qué replicar. Luego sonrió y se arrebujó aún más en la manta.

– Hola, Ricky. Deberías probarlo tú también.

– ¿Por qué? ¿Vivir en el culo del mundo tiene algún encanto especial?

– Acabo de lavarme los dientes con agua helada. Me duelen hasta los empastes.

– Pues ¡allá tú! La verdad es que aquí en Estocolmo también hace un frío que pela.

– Cuéntame.

– Hemos perdido dos tercios de nuestros anunciantes. Nadie quiere decirlo claramente, pero…

– Ya lo sé. Haz una lista de los que abandonan. Algún día hablaremos de ellos en el reportaje que se merecen.

– Micke…, he hecho mis cálculos y si no tenemos nuevos anunciantes para este otoño, nos hundimos. Así de claro.

– Las cosas cambiarán.

Erika se rió sin ganas al otro lado del teléfono.

– Mira, no puedes decir eso y quedarte tan ancho ahí arriba escondido entre los malditos lapones.

– Oye, hay por lo menos cincuenta kilómetros hasta el pueblo sami más cercano.

Erika se calló.

– Erika: yo…

– Ya lo sé. A man's gotta do what a man's gotta do and all that crap. No hace falta que digas nada. Perdóname por haber sido tan cabrona y no haber contestado a tus llamadas. ¿Podemos volver a empezar? ¿Quieres que suba a verte?

– Cuando quieras.

– ¿Tengo que llevar escopeta para defenderme de los lobos?

– No te preocupes. Contrataremos a unos lapones con trineos y perros. ¿Cuándo vienes?

– El viernes por la noche, ¿de acuerdo?

De repente, la vida le pareció infinitamente más llena de color.


A excepción del estrecho sendero que conducía hasta la puerta, el jardín de Mikael tenía casi un metro de nieve. Durante un largo minuto, Mikael miró con pereza la pala, luego cruzó el camino hasta la casa de Gunnar Nilsson y preguntó si Erika podía dejar allí su BMW cuando viniera. No había problema. Les sobraba sitio en el doble garaje y además podían ofrecerle un calentador de motores.

Erika subió en coche y llegó sobre las seis de la tarde. Durante unos segundos se observaron el uno al otro, en actitud expectante, y luego se fundieron en un abrazo considerablemente más largo.

Aparte de la iglesia iluminada no había mucho que ver en la oscuridad de la noche; tanto Konsum como el Café de Susanne estaban a punto de cerrar. Así que se fueron apresuradamente. Mikael preparó la cena mientras Erika dio una vuelta inspeccionando la casa, hizo comentarios sobre los Rekordmagasinet conservados desde los años cincuenta y fisgoneó en las carpetas del estudio. Cenaron chuletas de cordero y patatas con una consistente salsa de nata -demasiadas calorías-, todo regado con vino tinto. Mikael intentó sacar el tema, pero Erika no estaba de humor para hablar de Millennium. Así que conversaron durante dos horas sobre lo que hacía Mikael allí arriba y sobre cómo estaban. Luego se fueron a comprobar si la cama era lo suficientemente ancha para los dos.


El tercer encuentro con el abogado Nils Bjurman se había cancelado y convocado de nuevo para finalmente ser fijado a las cinco de la tarde del mismo viernes. En anteriores reuniones, Lisbeth Salander había sido recibida por la secretaria del despacho, una mujer de unos cincuenta y cinco años que desprendía un aroma a almizcle. Esta vez la secretaria se había ido ya y el abogado Bjurman olía ligeramente a alcohol. Le hizo señas a Salander para que se sentara y, distraído, siguió hojeando unos papeles hasta que de repente pareció ser consciente de la presencia de la joven.

La reunión se convirtió en otro interrogatorio. Esta vez la interrogó sobre su vida sexual, un tema que, definitivamente, ella consideraba parte de su vida privada y que no tenía intención de tratar con nadie.

Después del encuentro Lisbeth se dio cuenta de que no había sabido manejar la situación. Al principio permaneció callada, evitando contestar a sus preguntas, pero Bjurman lo interpretó como timidez, retraso mental o como que tenía algo que ocultar, y se puso a presionarla para que contestara. Salander comprendió que él no iba a rendirse y empezó a darle respuestas parcas e inofensivas que suponía que encajaban bien con su perfil psicológico. Mencionó a Magnus, que, según su descripción, era un informático de su misma edad, algo retraído, que se portaba como un caballero con ella, la llevaba al cine y, de vez en cuando, se metía en su cama. Magnus era pura ficción que iba tomando forma al tiempo que ella hablaba, pero Bjurman aprovechó la información para dedicar la hora siguiente a analizar detenidamente su vida sexual. «¿Con qué frecuencia mantienes relaciones sexuales?» «De vez en cuando.» «¿Quién toma la iniciativa: tú o él?» «Yo.» «¿Usáis condón?» «Por supuesto: sabía lo que era el VIH.» «¿Cuál es tu postura favorita?» «Pues, normalmente boca arriba.» «¿Te gusta el sexo oral?» «Oye, para el carro…» «¿Alguna vez has practicado el sexo anal?» «No, no me hace mucha gracia que me la metan por el culo, pero ¿a ti qué coño te importa?»

Fue la única vez que perdió la calma ante Bjurman. Consciente de cómo podría interpretarse su modo de mirar, bajó los ojos para que no revelaran sus verdaderos sentimientos. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, el abogado mostraba una sonrisa burlona. En ese momento, Lisbeth Salander supo que su vida iba a tomar un nuevo y dramático rumbo. Dejó el despacho de Bjurman con una sensación de asco. La había cogido desprevenida. A Palmgren jamás se le había ocurrido hacer preguntas así; en cambio, siempre estaba disponible cuando Lisbeth quería hablar de cualquier tema, algo que ella raramente había aprovechado.

Bjurman era un serious pain in the ass y estaba a punto de subir a la categoría de major problem.

Capítulo 11 Sábado, 1 de febrero – Martes, 18 de febrero

El sábado, aprovechando las pocas horas de luz, Mikael y Erika dieron un paseo con dirección a Östergården pasando por el puerto deportivo. A pesar de que Mikael llevaba un mes en la isla de Hedeby, nunca había visitado su interior; el frío y las tormentas de nieve le habían disuadido, con gran eficacia, de semejantes aventuras. Pero ese sábado el tiempo era soleado y agradable, como si Erika hubiese traído consigo la esperanza de una tímida primavera. Estaban a 5 grados bajo cero. El camino estaba flanqueado por los montones de nieve, de un metro de alto, que había formado la máquina quitanieves. En cuanto abandonaron los alrededores del puerto se adentraron en un denso bosque de abetos, y Mikael se sorprendió al ver que Söderberget era considerablemente más alta y más inaccesible de lo que parecía desde el pueblo. Durante una fracción de segundo pensó en las veces que Harriet Vanger habría jugado de niña en esa montaña, pero luego apartó esa imagen de sus pensamientos. Al cabo de unos cuantos kilómetros el bosque terminaba abruptamente junto a un cercado en el que empezaba la granja de Östergården. Pudieron ver un edificio blanco de madera y un gran establo rojo. Renunciaron a subir hasta la casa y regresaron por el mismo camino.

Cuando pasaron por delante de la Casa Vanger, Henrik Vanger dio unos sonoros golpes en la ventana de la planta superior y les hizo señas con la mano para que subieran. Mikael y Erika se miraron.

– ¿Quieres conocer a toda una leyenda industrial?

– ¿Muerde?

– Los sábados no.

Henrik Vanger los recibió en la puerta de su despacho y les estrechó la mano.

– La reconozco. Usted debe de ser la señorita Berger -saludó-. Mikael no me había dicho que pensara visitar Hedeby.


Uno de los rasgos más destacados de Erika era su capacidad para entablar amistad de inmediato con todo tipo de individuos. Mikael había visto a Erika desplegar todos sus encantos con niños de cinco años, los cuales, en apenas diez minutos, estaban completamente dispuestos a abandonar a sus madres. Los viejos de más de ochenta no parecían constituir una excepción. Los hoyuelos que se le formaban al reírse eran tan sólo un aperitivo. Al cabo de dos minutos, Erika y Henrik Vanger ignoraron por completo a Mikael, charlando como si se conocieran desde pequeños; bueno, teniendo en cuenta la diferencia de edad, por lo menos desde que Erika era una niña.

Erika empezó a reprocharle cariñosamente a Henrik Vanger que se hubiera llevado a su editor jefe a ese perdido rincón del mundo. El viejo se defendió diciendo que, según tenía entendido por los numerosos comunicados de prensa, ella ya le había despedido, y que si no lo había hecho todavía, tal vez fuera un buen momento para soltar lastre. Erika, haciendo una pausa retórica, sopesó la idea contemplando a Mikael con una mirada crítica. En cualquier caso, constató Henrik Vanger, llevar una vida rústica durante un tiempo sin duda le vendría bien al señorito Blomkvist. Erika estaba de acuerdo.

Durante cinco minutos le tomaron el pelo hablando de sus defectos. Mikael se hundió en el sillón fingiendo estar ofendido, pero frunció el ceño cuando Erika hizo unos ambiguos comentarios que bien podrían referirse tanto a sus carencias periodísticas, como a su falta de habilidad sexual. Henrik Vanger echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas.

Mikael estaba perplejo; los comentarios eran sólo una broma, pero nunca había visto a Henrik Vanger tan distendido y relajado. De repente, se imaginó a un Henrik Vanger cincuenta años más joven -bueno, treinta años más joven-; debió de haber sido un atractivo y encantador donjuán. No se había vuelto a casar. Seguramente se habrían cruzado en su camino muchas mujeres, pero durante casi medio siglo permaneció soltero.

Mikael le dio un sorbo al café y volvió a aguzar el oído al advertir que la conversación se había vuelto seria de pronto y versaba sobre Millennium.

– Tengo entendido que hay problemas con la revista.

Erika miró de reojo a Mikael.

– No, Mikael no me ha hablado de los asuntos internos de la redacción, pero uno tendría que ser ciego y sordo para no darse cuenta de que la revista, igual que las empresas Vanger, está en declive.

– Ya nos las arreglaremos -contestó Erika con cierta prudencia.

– Lo dudo -replicó Henrik Vanger.

– ¿Por qué?

– A ver, ¿cuántos empleados tenéis? ¿Seis? Una tirada de veintiún mil ejemplares que sale una vez al mes, impresión y distribución, locales… Necesitáis facturar, digamos, unos diez millones. Alrededor de la mitad de esa suma tiene que provenir de los anunciantes.

– ¿Y?

– Hans-Erik Wennerström es un rencoroso y mezquino cabrón que no se va a olvidar de vosotros durante mucho tiempo. ¿Cuántos anunciantes habéis perdido durante los últimos meses?

Erika permanecía expectante observando a Henrik Vanger. Mikael se sorprendió a sí mismo conteniendo la respiración. Las ocasiones en las que el viejo y él habían tocado el tema de Millennium, o bien Henrik le pinchaba, o bien optaba por relacionar la situación de la revista con la capacidad de Mikael para llevar a cabo su trabajo en Hedestad. Mikael y Erika eran socios y cofundadores de la revista, pero ahora resultaba evidente que Henrik Vanger sólo se dirigía a Erika, como un jefe a otro. Se enviaban señales entre ellos que Mikael no podía entender ni sabía interpretar, algo que posiblemente tenía que ver con el hecho de que él, en el fondo, era un chico pobre de la clase obrera de Norrland y ella una niña bien con un árbol genealógico tan internacional como de rancio abolengo.

– ¿Me podrías poner un poco más de café? -preguntó Erika

Hennk Vanger se lo sirvió inmediatamente

– Vale, controlas el tema. Nos han hecho daño ¿Y qué?

– ¿De cuánto tiempo disponemos?

– Tenemos medio año para darle la vuelta a todo esto. Ocho o nueve meses como mucho. Pero, sencillamente, no contamos con suficiente capital para sobrevivir más tiempo.

El viejo, con un rostro impenetrable, miró por la ventana con gesto absorto. La iglesia seguía allí

– ¿Sabíais que una vez estuve metido en el negocio periodístico?

Mikael y Erika negaron con la cabeza De repente, Hennk Vanger se rió.

– Durante los años cincuenta y sesenta tuvimos seis periódicos en Norrland. Fue idea de mi padre; pensaba que podría ser políticamente provechoso tener a los medios de comunicación apoyándonos. De hecho, la familia sigue siendo uno de los propietarios del Hedestads-Kuriren; Birger Vanger es presidente de la junta directiva del grupo de propietarios. Es el hijo de Harald -añadió, dirigiéndose a Mikael.

– Y además, consejero municipal -apuntó Mikael.

– Martin también está en la junta. Mantiene a raya a Birger.

– ¿Por qué dejasteis los periódicos? -preguntó Mikael.

– La reestructuración de los años sesenta. La actividad periodística era, en cierto sentido, más un hobby que, otra cosa. En los setenta, cuando tuvimos que ajustar el presupuesto, unos de los primeros bienes que vendimos fueron los periódicos. Pero sé lo que significa llevar un periódico… ¿Puedo hacerte una pregunta personal?

Iba dirigida a Erika, que arqueó una ceja y le hizo un gesto a Vanger para que continuara.

– Que conste que no le he preguntado nada a Mikael, y si no queréis contestar, no hace falta que lo hagáis, pero me gustaría saber por qué os metisteis en este lío. ¿Teníais realmente una historia?

Mikael y Erika intercambiaron miradas. Ahora le tocaba a Mikael mostrar un rostro impenetrable. Erika dudó un instante antes de hablar.

– La había. Pero en realidad nos salió otra.

Henrik Vanger asintió con la cabeza, como si hubiera entendido exactamente lo que quería decir Erika. Mikael, por su parte, no entendió nada.

– No quiero hablar de eso -dijo Mikael, cortándola-. Hice mis investigaciones y redacté el texto. Tenía todas las fuentes que me hacían falta. Luego se fue todo a la mierda. Y punto.

– Pero ¿tenías fuentes de todo lo que escribiste?

Mikael asintió. De repente, el tono de voz de Henrik Vanger se hizo más duro.

– No voy a fingir que comprendo cómo diablos habéis podido caer en semejante trampa. No recuerdo ninguna otra historia parecida, a excepción, tal vez, del caso Lundahl en Expressen en los años sesenta; no sé si os sonará, sois jóvenes. Por cierto, ¿vuestra fuente también era un mitómano? -Henrik movió la cabeza incrédulo y se dirigió a Erika en voz más baja-: He sido editor antes y puedo volver a serlo. ¿Qué os parecería tener otro socio?

La pregunta surgió como un relámpago en medio de un cielo claro, pero Erika no pareció en absoluto sorprenderse.

– ¿Qué? ¿Lo dices en serio?

Henrik Vanger evitó la pregunta formulando otra:

– ¿Hasta cuándo te quedas en Hedestad?

– Me voy mañana.

– ¿Podrías considerar, bueno, tú y Mikael, por supuesto, contentar a un pobre viejo cenando esta noche en mi casa? ¿A las siete?

– Estupendo. Con mucho gusto. Pero estás esquivando mi pregunta. ¿Por qué querrías tú ser socio de Millennium?

– No la estoy esquivando. Más bien tenía en mente que lo podríamos hablar acompañados de un poco de comida. Necesito hablar con mi abogado, Dirch Frode, antes de poder ofreceros algo más concreto. Pero, modestamente, digamos que tengo algún dinero disponible. Si la revista sobrevive y vuelve a ser rentable, habré hecho un buen negocio. Si no…; bueno, he sufrido peores pérdidas en mi vida.

Mikael estaba a punto de abrir la boca justo cuando Erika le puso la mano en una rodilla.

– Mikael y yo hemos luchado muy duramente para ser totalmente independientes.

– Tonterías. Nadie es completamente independiente. Pero yo no tengo intención de hacerme con el control de la revista y me importa un pepino el contenido. Ese cabrón de Stenbeck se apuntó un tanto publicando Moderna Tider; así que yo puedo apoyar a Millennium, ¿no? Además, es una buena revista.

– ¿Esto tiene algo que ver con Wennerström? -preguntó Mikael.

Henrik Vanger sonrió.

– Mikael, tengo más de ochenta años. Me arrepiento de no haber hecho algunas cosas, y de no haberme metido más con ciertas personas. Pero, ya que lo preguntas -se volvió a dirigir a Erika-, una inversión así conlleva, como poco, una condición.

– A ver -dijo Erika Berger.

– Mikael Blomkvist debe recuperar el cargo de editor jefe.

– No -dijo Mikael enseguida.

– Sí -replicó Henrik Vanger igual de tajante-. A Wennersrtöm le va a dar algo si emitimos un comunicado de prensa declarando que las empresas Vanger apoyan a Millennium y que, al mismo tiempo, tú recuperas tu puesto de editor jefe. Es la señal más absolutamente clara que le podemos mandar; todo el mundo entenderá que no se trata de hacerse con el poder y que la política de la redacción se mantendrá firme. Y eso, en sí mismo, les dará a los anunciantes que piensan retirarse una razón para reconsiderar su postura. Y Wennerström no es todopoderoso. También tiene enemigos, y habrá empresas dispuestas a anunciarse.


– ¿Qué coño está pasando aquí? -exclamó Mikael en el mismo momento en que Erika cerró la puerta.

– Creo que se llama sondeo preliminar de cara a un acuerdo comercial -contestó-. ¡Qué cielo de persona es! ¡Y tú sin decirme nada!

Mikael se puso delante de ella.

– Ricky, sabías perfectamente lo que se iba a tratar en esta conversación.

– Oye, muñeco: son sólo las tres y quiero que me atiendas bien antes de la cena.

Mikael Blomkvist estaba furioso. Pero nunca había conseguido estar enfadado mucho tiempo con Erika.


Erika llevaba un vestido negro, una chaqueta que le llegaba a la cintura y unos zapatos de tacón alto que, por casualidad, había metido en su pequeña maleta. Insistió en que Mikael llevara corbata y americana, así que se puso unos pantalones negros, una camisa gris, una corbata oscura y se enfundó en una americana gris. Cuando llamaron a la puerta de la casa de Henrik Vanger a las siete en punto se dieron cuenta de que Dirch Frode y Martin Vanger también habían sido invitados. Todos llevaban corbata y americana menos Henrik, que lucía pajarita y una chaqueta marrón de punto.

– La ventaja de tener más de ochenta años es que nadie te critica por cómo vas vestido -dijo.

Durante toda la cena Erika hizo gala de un espléndido humor.

Después se trasladaron a un salón con chimenea y se sirvieron unas copas de coñac; fue entonces cuando empezaron a tratar seriamente el asunto. Hablaron durante casi dos horas antes de tener el borrador de un acuerdo sobre la mesa.

Dirch Frode fundaría una empresa cuyo único propietario sería Henrik Vanger y cuya junta directiva estaría compuesta por él mismo, Frode y Martin Vanger. La empresa, durante un período de cuatro años, invertiría una suma de dinero que cubriría la diferencia existente entre los ingresos y los gastos de Millennium. El dinero provendría de la fortuna personal de Henrik Vanger. A cambio, éste ocuparía un destacado puesto en la junta directiva de la revista. El acuerdo tendría vigencia durante cuatro años, aunque podría rescindirse por parte de Millennium al cabo de dos. Pero una ruptura prematura saldría muy costosa, ya que la única manera de comprar la parte de Hennk sería retribuyéndole la totalidad del dinero invertido.

En el caso de que Henrik Vanger falleciera, Martin Vanger le sustituiría en la junta durante el período restante. En ese supuesto, la decisión de prolongar su compromiso con la revista sólo le correspondería a él. A Martin Vanger parecía divertirle la posibilidad de pagarle con la misma moneda a Hans-Erik Wennersrtöm, mientras Mikael, por su parte, se preguntaba cuál sería la verdadera causa del conflicto existente entre ellos dos.

Tras terminar de redactar el borrador, Martin Vanger llenó las copas de coñac. Henrik Vanger aprovechó la ocasión, se inclinó hacia delante y le explicó a Mikael en voz baja que este acuerdo de ninguna manera afectaría al que ya había entre ellos.

También se decidió que esta reorganización, con el fin de conseguir la máxima difusión entre los medios de comunicación, sería presentada el mismo día en el que Mikael Blomkvist ingresara en prisión, a mediados de marzo. Hacer coincidir un acontecimiento tan negativo con una nueva organización resultaba tan descabellado desde el punto de vista del marketing que no podría más que desconcertar a los detractores de Mikael y darle la máxima difusión a la reincorporación de Mikael a la revista. Pero también tenía su lógica: era la señal de que la bandera de peste que ondeaba sobre la redacción de Millennium estaba a punto de arriarse, y de que la revista tenía protectores dispuestos a jugar duro. Puede que el Grupo Vanger se encontrara en crisis, pero seguía siendo un grupo industrial de mucho peso que era capaz, si hiciera falta, de practicar un juego ofensivo.

Toda la conversación no fue más que un intercambio de palabras entre Erika, por una parte, y Henrik y Martin por otra. A Mikael nadie le preguntó su opinión.

Ya por la noche, en casa, Mikael estaba acostado en la cama con la cabeza apoyada en el pecho de Erika y mirándola a los ojos.

– ¿Cuánto tiempo lleváis hablando de este acuerdo Henrik Vanger y tú? -preguntó.

– Una semana, más o menos -contestó ella, sonriendo.

– ¿Christer está de acuerdo?

– Por supuesto.

– ¿Por qué no me dijiste nada?

– ¿Y por qué diablos iba a hablarlo contigo? Has dimitido del puesto de editor jefe, has abandonado tanto la redacción como la dirección y te has ido a vivir al quinto pino.

Mikael meditó la cuestión durante un rato.

– ¿Quieres decir que merezco ser tratado como un idiota?

– Oh, sí; claro que sí -le espetó con gran énfasis.

– Has estado muy enfadada conmigo, ¿verdad?

– Mikael, jamás me he sentido tan cabreada, abandonada y traicionada como cuando te marchaste de la redacción. Nunca me había sentido tan furiosa contigo.

Lo cogió por el pelo y empujó su cabeza hacia abajo.


Cuando Erika se fue de Hedeby el domingo, Mikael estaba tan molesto con Henrik Vanger que no quería arriesgarse a toparse con él ni con ningún otro miembro del clan. Así que se fue a Hedestad y pasó la tarde paseando por la ciudad, visitando la biblioteca y tomando café en una pastelería. Por la noche fue al cine y vio El señor de los anillos, que todavía no había visto pese a haberse estrenado hacía ya un año. De repente, le pareció que los orcos, a diferencia de los humanos, eran seres sencillos y nada complicados.

Remató la noche en el McDonald's de Hedestad y volvió a Hedeby con el último autobús, alrededor de medianoche. Preparó café, se sentó a la mesa de la cocina y sacó una carpeta. Se quedó leyendo hasta las cuatro de la mañana.


Había una serie de interrogantes en la investigación sobre Harriet Vanger que le parecían cada vez más peculiares a medida que iba profundizando en la documentación. No se trataba de descubrimientos revolucionarios que sólo él hubiera hecho, sino de problemas que habían tenido ocupado al inspector Morell durante largos períodos, sobre todo en su tiempo libre.

Durante el último año de su vida, Harriet Vanger había cambiado. En cierta medida, el cambio podía explicarse con aquella metamorfosis por la que todos, los adolescentes pasan, de una u otra manera, a cierta edad. Harriet se estaba convirtiendo en adulta, pero, en su caso, tanto los compañeros de clase como sus profesores y varios miembros de la familia daban testimonio de que se había vuelto reservada e introvertida.

La chica que dos años antes era una alegre adolescente completamente normal se había distanciado de su entorno. Resultaba obvio; en el instituto seguía relacionándose con sus compañeros, pero ahora lo hacía de una forma que una de sus amigas describió como «impersonal». La palabra usada por la amiga fue lo suficientemente inusual para que Morell la apuntara y continuara indagando. La explicación que le dio la amiga era que Harriet había dejado de hablar de sí misma, de contar cotilleos o de hacer confidencias.

Durante su infancia, Harriet Vanger fue todo lo cristiana que una niña puede serlo a esa edad: iba a catequesis, rezaba sus oraciones por la noche e hizo la primera comunión. En el último año también parecía haberse vuelto muy devota. Leía la Biblia y acudía regularmente a misa. Sin embargo, no había confiado en el pastor de la isla de Hedeby, Otto Falk, amigo de la familia Vanger; en su lugar acudió, durante la primavera, a una congregación pentecostal en Hedestad. Su compromiso con la iglesia pentecostal, sin embargo, no duró mucho. Al cabo de tan sólo dos meses abandonó la congregación y, en su lugar, empezó a leer libros sobre la fe católica.

¿Exaltación religiosa propia de la adolescencia? Tal vez, pero nadie más en la familia Vanger había sido particularmente religioso y resultaba difícil saber qué impulsos gobernaron sus pensamientos. Naturalmente, una posible explicación de su interés por Dios podría haber sido el fallecimiento de su padre, que había muerto ahogado por accidente un año antes. Gustaf Morell llegó a la conclusión de que había ocurrido algo en la vida de Harriet que la preocupaba o la influyó, pero le resultó difícil determinar de qué se trataba. Morell, al igual que Henrik Vanger, había dedicado mucho tiempo a hablar con sus amigas para intentar encontrar a alguien en quien Harriet hubiera confiado.

Depositaron ciertas esperanzas en Anita Vanger, hija de Harald Vanger y dos años mayor que ella, que pasó el verano de 1966 en la isla de Hedeby y que era considerada íntima amiga de Harriet. Pero tampoco Anita Vanger pudo dar explicaciones. Aquel verano pasaron mucho tiempo juntas: se bañaban, paseaban, hablaban de cine, de los grupos de pop y de libros. A menudo, Harriet acompañaba a Anita a sus clases de conducir. En una ocasión se medio emborracharon tras beber una botella de vino que robaron de la cocina. Además, durante semanas vivieron completamente solas en la cabaña que Gottfried tenía al final de la punta de la isla: una pequeña casa rústica que el padre de Harriet construyó a principios de los años cincuenta.

La cuestión sobre los sentimientos y pensamientos íntimos de Harriet quedó sin responder. Sin embargo, Mikael advirtió una discrepancia en la descripción: los datos que hablaban de su carácter reservado venían en gran parte de los compañeros del instituto y, en cierta medida, de los miembros de la familia, mientras que Anita Vanger en absoluto la había percibido como reservada. Tomó nota de ello para comentarlo con Henrik Vanger cuando tuviera ocasión.


Un interrogante más concreto, en el que Morell había puesto bastante más interés, era una misteriosa página de la agenda de Harriet Vanger, un bonito cuaderno de tapas duras que le regalaron la Navidad anterior a su desaparición. La primera mitad contenía un dietario donde Harriet apuntaba reuniones, fechas de exámenes del instituto, deberes y otras cosas por el estilo. La agenda tenía mucho espacio para notas personales, pero Harriet llevaba un diario sólo esporádicamente. Lo empezó en enero, llena de ambición, escribiendo unos breves apuntes sobre las personas con las que estuvo durante las vacaciones de Navidad, y unos comentarios sobre películas que había visto. Después, no anotó nada personal hasta su último día de clase, cuando, posiblemente -dependiendo de cómo se interpretaran los apuntes-, se interesó, desde la distancia, por un chico cuyo nombre no figuraba en la agenda.

La segunda parte era una agenda telefónica. Pulcramente apuntados en orden alfabético, incluía a familiares, compañeros de clase, ciertos profesores, unos miembros de la congregación pentecostal y otras personas de su entorno fácilmente identificables. El verdadero misterio lo constituía, no obstante, una última página parcialmente en blanco y ya fuera de la lista alfabética. Contenía cinco nombres y cinco números de teléfono: tres nombres femeninos y dos iniciales.

Magda – 32016

Sara – 32109

RJ – 30112

RL – 32027

Mari – 32018

Los números de cinco dígitos que empezaban por 32 eran números de Hedestad de los años sesenta. El número divergente correspondía a Norrbyn, cerca de Hedestad. El único problema, una vez que el inspector Morell hubo contactado sistemáticamente con todo el círculo de conocidos de Harriet, fue que nadie tenía ni idea de a quién pertenecían aquellos números de teléfono.

El primer número, el de Magda, parecía prometedor. Correspondía a una mercería ubicada en el número 12 de Parkgatan. El teléfono estaba a nombre de una tal Margot Lundmark, cuya madre, efectivamente, se llamaba Magda y solía trabajar ocasionalmente en la tienda. Sin embargo, Magda tenía sesenta y nueve años e ignoraba quién era Harriet Vanger. Tampoco se podía demostrar que Harriet hubiera visitado la tienda ni que hubiera hecho alguna compra allí. La costura no formaba parte de sus aficiones.

El segundo número, el de Sara, le condujo a una familia con niños pequeños, llamada Toresson, que vivía en Vaststan, al otro lado de la vía del tren. La familia estaba compuesta por Anders y Monica, así como por los niños Jonas y Peter, que en aquella época se encontraban en edad preescolar. No existía ninguna Sara en la casa ni tampoco conocían a Harriet Vanger, aparte de lo que habían leído en los periódicos sobre su desaparición. El único vínculo, aunque débil, entre Harriet y la familia Toresson era que Anders, de profesión techador, estuvo trabajando un año antes, durante algunas semanas, cambiando el tejado del colegio donde Harriet cursaba su noveno curso. En teoría existía, por lo tanto, una posibilidad de que se hubieran conocido, aunque debía considerarse como altamente improbable.

Los tres números restantes llevaban a otros callejones sin salida parecidos. En el domicilio de RL, el del número 32027, efectivamente, vivió una tal Rosmarie Larsson. Por desgracia, había fallecido hacía ya varios años.

El inspector Morell centró gran parte de su investigación, durante el invierno de 1966 a 1967, en intentar explicar por qué Harriet había apuntado aquellos nombres y números.

Una primera suposición, como cabía esperar, consistía en la idea de que los números de teléfono constituyeran una especie de código personal; por eso Morell hizo un intento de imaginarse cómo podría haber razonado una chica adolescente. Ya que la serie 32 evidentemente se refería a Hedestad, probó con cambiar el orden de los restantes tres números. Ni el 32601 ni el 32160 conducían a nadie llamado Magda. A medida que Morell continuaba con sus cábalas numéricas descubrió, claro está, que si cambiaba suficientes números de sitio, tarde o temprano encontraría algún vínculo con Harriet. Si, por ejemplo, le sumaba 1 a cada una de las tres últimas cifras del 32016, obtenía como resultado el número 32127, que era el número del despacho del abogado Dirch Frode en Hedestad. Pero ese vínculo no significaba absolutamente nada. Además, nunca halló un código común para los cinco números.

Morell amplió su razonamiento. ¿Podrían significar otra cosa? Las matrículas de los coches de los años sesenta contenían una letra para la provincia y cinco cifras; otro callejón sin salida.

Luego, el inspector dejó de lado los números y se concentró en los nombres. Llegó a tal extremo que se hizo con una lista de todas las personas de Hedestad llamadas Mari, Magda y Sara, o que tuvieran las iniciales RL y RJ. De ese modo obtuvo una lista de trescientas siete personas en total. Entre ellas había, efectivamente, no menos de veintinueve personas vinculadas de algún modo con Harriet; por ejemplo, un compañero del colegio de noveno curso que se llamaba Roland Jacobsson, RJ. Pero apenas se conocían y no habían estado en contacto desde que Harriet empezó el instituto. Además, no existía ninguna relación con el número de teléfono.

El misterio de los números de teléfono de la agenda permaneció sin resolver.


El cuarto encuentro con el abogado Bjurman no fue una reunión fijada de antemano. Fue ella quien se vio obligada a ponerse en contacto con él.

La segunda semana de febrero, el ordenador portátil de Lisbeth Salander pasó a mejor vida en un accidente tan tonto que le entraron ganas de matar a alguien. Sucedió un día en el que acudió a una reunión de Milton Security en bicicleta, y la dejó apoyada en una columna del garaje. Cuando depositó la mochila en el suelo para cerrar el candado, un Saab rojo oscuro salió dando marcha atrás. Ella estaba de espaldas y oyó el crujido de la mochila. El conductor no advirtió nada y desapareció despreocupadamente hacia la salida del garaje.

La mochila contenía su Apple iBook 600 blanco, con 25 Gb de disco duro y 420 Mb RAM, fabricado en enero de 2002 y provisto de una pantalla de 14 pulgadas. En el momento de la compra constituía el state of the art de Apple. Las prestaciones de los ordenadores de Lisbeth Salander estaban puestas al día con las últimas y más caras configuraciones: el equipamiento informático era, con pocas excepciones, el único gasto extravagante de su cuenta corriente.

Tras abrir la mochila pudo constatar que la tapa del portátil estaba rota Enchufó el cable en la red e intentó iniciar el ordenador, pero ni siquiera emitió un último estertor de agonía. Llevó los restos a Macjesus Shop de Timmy en Brannkyrkagatan, con la esperanza de que se pudiera salvar al menos algo del disco duro. Tras un breve momento hurgando en el interior del aparato, Timmy negó con la cabeza.

– Sorry. No hay esperanza -dijo-. Tendrás que organizar un bonito entierro.

La pérdida del ordenador no suponía ninguna catástrofe, pero le resultó deprimente. Durante los años que estuvo en su posesión, Lisbeth Salander se había llevado estupendamente con él. Poseía copias de seguridad de todos los documentos y tenía un viejo Mac G3 de sobremesa en casa, así como un portátil Toshiba PC de cinco años que podría utilizar. Pero -maldita sea- necesitaba un aparato rápido y moderno.

Como era de esperar, se fijó en la mejor opción imaginable: el recién lanzado Apple PowerBook G4/1.0 GHz, CPU de aluminio, provisto de un procesador PowerPC 7451 con AltiVec Velocity Engine, 960 Mb RAM y un disco duro de 60 Gb. Disponía de BlueTooth y de un grabador de cedes y deuvedés incorporado

Lo mejor de todo era que tenía la primera pantalla de 17 pulgadas del mundo de los portátiles, además de una tarjeta gráfica NVIDIA y una resolución de 1440 x 900 píxeles que dejaba atónitos a los defensores de los PC, y que desbancaba a todo lo existente en el mercado hasta ese momento.

Por lo que respectaba al hardware se trataba del Rolls Royce de los portátiles; pero lo que realmente provocó su deseo de hacerse con él fue un exquisito detalle: el teclado estaba provisto de iluminación de fondo, de manera que las letras se podían ver aunque se hallara en la más absoluta oscuridad. ¡Un detalle de lo más simple! ¿Por qué nadie había pensado antes en eso?

Fue un amor a primera vista.

Costaba treinta y ocho mil coronas más IVA.

Lo cual suponía un problema.

De todos modos, realizó un pedido en MacJesus, donde solía comprar todas sus cosas de informática, y donde le aplicaban un razonable descuento. Unos días después, Lisbeth Salander hizo cuentas. El seguro de su siniestrado ordenador cubriría una buena parte de la compra, pero teniendo en cuenta la franquicia y el elevado precio de la nueva adquisición, le faltaban aún dieciocho mil coronas. En un bote de café de casa guardaba diez mil coronas con el objetivo de tener siempre disponible un poco de dinero en efectivo, pero eso no cubría la totalidad del importe. Por muy mal que le cayera el abogado Bjurman, se vio obligada a tragarse su orgullo. Así que llamó a su administrador y le explicó que necesitaba dinero para un gasto imprevisto. Bjurman contestó que no tenía tiempo para recibirla ese día. Salander replicó que le llevaría veinte segundos firmar un cheque, de diez mil coronas. Dijo que no podía concederle dinero tan a la ligera, pero luego accedió y, tras meditarlo un momento, la citó para una reunión después del trabajo, a las siete y media de la tarde.


Mikael admitió que carecía de la competencia necesaria para juzgar la investigación de un crimen, pero aun así sacó la conclusión de que el inspector Morell había sido excepcionalmente meticuloso y de que, en sus pesquisas, había ido mucho más allá de lo exigido por su trabajo. Cuando Mikael dejó de leer la investigación policial formal, Morell siguió apareciendo en los apuntes de Henrik Vanger; se había creado entre ellos un lazo de amistad. Mikael se preguntaba si Morell no se habría obsesionado con el caso tanto como el industrial. Sin embargo, concluyó que era difícil que algo se le hubiera pasado por alto a Morell. La respuesta al misterio de Harriet Vanger no se hallaría en una investigación policial prácticamente perfecta. Ya se habían hecho todas las preguntas imaginables y se habían seguido todas las pistas, incluso las más absurdas.

Aún no había leído toda la investigación, pero a medida que avanzaba en su lectura percibió que los indicios y las pistas que Morell había investigado cada vez se volvían más oscuros. No esperaba encontrar nada que se le hubiera escapado a su predecesor y no sabía cómo iba a abordar el tema. Al final, una convicción fue madurando en su interior: la única vía razonable pasaba por intentar averiguar los motivos psicológicos de las personas implicadas

El interrogante más obvio afectaba a la propia Harriet. ¿Quién era realmente?

Desde la ventana de su casa Mikael vio que la luz de la planta superior de la casa de Cecilia Vanger se encendió sobre las cinco de la tarde. Llamó a su puerta a las siete y media, justo cuando empezaba el telediario. Ella abrió enfundada en un albornoz y con el pelo mojado bajo una toalla amarilla. Mikael enseguida le pidió disculpas por haberla molestado, ya se disponía a dar la vuelta cuando ella le hizo una seña para que entrara en el salón. Encendió la cafetera eléctrica y desapareció por la escalera. Cuando volvió a bajar, unos minutos mas tarde, llevaba vaqueros y una camisa de franela a cuadros

– Empezaba a creer que no te atreverías a hacerme una visita.

– Debería haberte llamado primero, pero he visto que tenías la luz encendida y se me ocurrió de repente.

– Y yo he visto que en tu casa la luz está encendida toda la noche. Y que a menudo sales a pasear después de medianoche. ¿Ave nocturna?

Mikael se encogió de hombros.

– Me ha dado por eso.

Miró unos libros de texto apilados en la mesa de la cocina.

– ¿Sigues dando clase, directora?

– No, al ser directora no tengo tiempo. Pero he sido profesora de historia, religión y sociales. Y me quedan unos años todavía.

– ¿Te quedan?

Ella sonrió.

– Tengo cincuenta y seis años. Pronto me jubilaré.

– No los aparentas, yo te echaba unos cuarenta y algo.

– Me halagas. ¿Tú cuántos tienes?

– Cuarenta y pico -sonrió Mikael.

– Y hace poco tenías veinte. Qué rápido pasa el tiempo. Bueno… y la vida.

Cecilia Vanger sirvió café y le preguntó a Mikael si tenía hambre. Él dijo que ya había cenado, lo cual era una verdad relativa. Descuidaba la comida y se alimentaba de sándwiches. Pero no tenía hambre.

– Bueno, entonces ¿a qué has venido? ¿Ha llegado la hora de hacerme todas esas preguntas?

– Sinceramente… no he venido para preguntarte nada. Creo que simplemente quería hacerte una visita.

Cecilia Vanger sonrió.

– Te condenan a prisión, te trasladas a Hedeby, te tragas todo el material del hobby de Henrik, no duermes por la noche, das largos paseos nocturnos cuando hace un frío que pela… ¿Se me ha olvidado algo?

– Mi vida está a punto de irse a la mierda.

Mikael le devolvió la sonrisa.

– ¿Quién era la mujer que te visitó el fin de semana?

– Erika… es redactora jefe de Millennium.

– ¿Tu novia?

– No exactamente. Está casada. Soy más bien un amigo y un occasional lover.

Cecilia Vanger se rió a carcajadas.

– ¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

– La manera en que lo has dicho. Occasional lover: me gusta la expresión.

Mikael se rió. Cecilia Vanger le cayó bien.

– A mí también me vendría bien un occasional lover -dijo.

Ella se quitó las zapatillas y le puso un pie en la rodilla. Automáticamente, Mikael puso su mano sobre el pie, acariciando su piel. Dudó un instante; tenía la sensación de estar navegando en aguas completamente inesperadas y desconocidas. Pero le empezó a masajear cuidadosamente la planta del pie con el dedo pulgar.

– Yo también estoy casada -dijo Cecilia Vanger.

– Ya lo sé. Los miembros del clan Vanger no se divorcian.

– Llevo casi veinte años sin ver a mi marido.

– ¿Qué pasó?

– Eso no es asunto tuyo. No he mantenido relaciones sexuales en… humm, ya hará unos tres años.

– Me sorprende.

– ¿Por qué? Es una cuestión de oferta y demanda. No quiero en absoluto ni un novio, ni un marido, ni una pareja estable. Estoy bastante a gusto conmigo misma. ¿Con quién haría yo el amor? ¿Con algún profesor del instituto? No creo ¿Con alguno de los alumnos? ¡Menudo bocado más jugoso para las cotillas! Controlan bastante bien a los que se apellidan Vanger. Y aquí en la isla de Hedeby sólo viven mis familiares y gente ya casada.

Ella se inclinó hacia delante y le besó el cuello.

– ¿Te escandalizo?

– No. Pero no sé si esto es una buena idea. Trabajo para tu tío.

– Y yo seré, sin duda, la última en chivarme. Pero, sinceramente, no creo que a Henrik le importe.

Se sentó a horcajadas sobre el y lo besó en la boca. Su pelo seguía mojado y olía a champú. Mikael se lió torpemente con los botones de su camisa y la deslizó por sus hombros. Ella no se había molestado en ponerse un sujetador. Se apretó contra él cuando le besó los pechos.


El abogado Bjurman bordeó la mesa de trabajo y le mostró el estado de su cuenta, de la que Lisbeth ya conocía hasta el último céntimo, aunque ya no podía disponer de ella libremente. Estaba detrás de ella. De repente le masajeó el cuello y le deslizó una mano sobre el hombro izquierdo para, acto seguido, alcanzar los senos. Le puso la mano sobre el pecho derecho y la mantuvo allí. Como ella no parecía protestar le apretó el pecho. Lisbeth Salander permaneció completamente inmóvil. Sentía su aliento en el cuello mientras contemplaba el abrecartas situado sobre la mesa; lo podría alcanzar fácilmente con la mano que tenía libre.

Pero no hizo nada. Si algo había aprendido de Holger Palmgren en el transcurso de los años era que las acciones impulsivas ocasionaban problemas, y que éstos podían acarrear desagradables consecuencias. Nunca hacía nada sin sopesarlas previamente.

El abuso sexual inicial -que, en términos jurídicos, se definía como agresión sexual y aprovechamiento de una persona en situación de dependencia, y que, teóricamente, podría costarle a Bjurman dos años de cárcel- sólo duró unos breves segundos. Pero fue suficiente para que se sobrepasara irremediablemente un límite. Lisbeth Salander lo consideraba una demostración de fuerza militar por parte de una tropa enemiga, una manera de manifestar que más allá de su relación jurídica, meticulosamente definida, ella se encontraba expuesta a su arbitraria voluntad y sin armas. Al cruzarse sus miradas unos instantes después, Bjurman tenía la boca semiabierta y Lisbeth pudo leer el deseo en su cara. El rostro de Salander no reflejaba sentimiento alguno. Bjurman volvió al otro lado de la mesa y se sentó en su cómodo sillón de cuero.

– No puedo asignarte dinero así como así -dijo de repente-. ¿Por qué necesitas un ordenador tan caro? Hay aparatos considerablemente más baratos que puedes usar para tus juegos de ordenador.

– Quiero poder disponer de mi propio dinero como antes.

El abogado Bjurman la miró con lástima.

– Ya veremos. Primero debes aprender a ser sociable y a relacionarte con la gente.

Posiblemente la sonrisa del abogado Bjurman se habría esfumado si hubiera podido leer los pensamientos que Lisbeth Salander ocultaba tras sus inexpresivos ojos.

– Creo que tú y yo vamos a ser buenos amigos -dijo Bjurman-. Tenemos que confiar el uno en el otro.

Como ella no contestaba, puntualizó:

– Ya eres toda una mujer, Lisbeth.

Ella asintió con la cabeza.

– Ven aquí -dijo, tendiéndole la mano.

Durante unos segundos Lisbeth Salander fijó la mirada en el abrecartas antes de levantarse y acercarse a él. Consecuencias. Bjurman cogió su mano y la apretó contra su entrepierna. Ella pudo sentir su sexo a través de los oscuros pantalones de tergal.

– Si tú eres buena conmigo, yo seré bueno contigo -dijo.

Lisbeth estaba tiesa como un palo cuando el abogado le puso la otra mano alrededor de la nuca y la forzó a arrodillarse con la cara delante de su entrepierna.

– No es la primera vez que haces esto, ¿a que no? -dijo al abrir la bragueta. Olía como si acabara de lavarse con agua y jabón.

Lisbeth Salander apartó su cara e intentó levantarse pero él la tenía bien agarrada. En cuestión de fuerza no tenía nada que hacer; pesaba poco más de cuarenta kilos, y él noventa y cinco. Bjurman le agarró la cabeza con las dos manos y le levantó la cara; sus miradas se cruzaron.

– Si tú eres buena conmigo, yo seré bueno contigo -repitió-. Si te me pones brava, puedo meterte en un manicomio para el resto de tu vida ¿Te gustaría eso?

Ella no contestó,

– ¿Te gustaría? -insistió.

Lisbeth negó con la cabeza.

Esperó hasta que ella bajó la mirada, cosa que interpretó como sumisión. Luego se aproximó más. Lisbeth Salander abrió los labios y se lo introdujo en la boca. Bjurman la mantuvo todo el tiempo cogida por la nuca apretándola violentamente contra él. Durante los diez minutos que estuvo moviéndose, entrando y saliendo, ella no paró de sufrir arcadas, cuando por fin se corrió, la tenía tan fuertemente agarrada que apenas podía respirar

Le dejó usar un pequeño lavabo que tenía en su despacho. A Lisbeth Salander le temblaba todo el cuerpo mientras se lavaba la cara e intentaba quitarse la mancha del jersey. Tragó un poco de pasta de dientes para intentar eliminar el mal sabor. Cuando volvió a salir a su despacho, él estaba sentado impasible tras su mesa hojeando sus papeles.

– Siéntate, Lisbeth -le ordenó sin mirarla

Ella se sentó Finalmente Bjurman alzó la mirada y le sonrió.

– Ya eres adulta, Lisbeth, ¿verdad?

Ella asintió.

– Entonces, debes aprender los juegos de los adultos -dijo.

Empleó un tono de voz como si le estuviera hablando a un niño. Ella no contestó. Una pequeña arruga apareció en su frente.

– No creo que sea una buena idea que le cuentes nuestros juegos a nadie. Piensa ¿quién te creería? En tu informe se hace constar que no estás en pleno uso de tus facultades.

Al no contestar ella, prosiguió:

– Sería tu palabra contra la mía. ¿Cuál crees tú que tendría más valor?

Como ella seguía sin contestar, suspiró. De repente le irritó que no hiciera más que callar y contemplarle, pero se controló.

– Tú y yo vamos a ser buenos amigos -dijo-. Creo que has hecho bien en acudir hoy a mí. Puedes venir a verme siempre que quieras.

– Necesito diez mil coronas para mi ordenador -le soltó ella en voz baja, como si retomara la conversación que estaban manteniendo antes de la interrupción.

El abogado Bjurman arqueó las cejas. «Dura de pelar la tía. Joder, parece totalmente retrasada.» Le extendió el cheque que había firmado cuando ella estaba en el baño. «Es mejor que una puta; a ésta la pago con su propio dinero.» Una sonrisa de superioridad se dibujó en sus labios. Lisbeth Salander cogió el cheque y se marchó.

Capítulo 12 Miércoles, 19 de febrero

Si Lisbeth Salander hubiera sido una ciudadana normal, sin duda habría llamado a la policía para denunciar la violación en el mismo momento en que abandonó el despacho del abogado Bjurman. Los moratones en el cuello y la nuca, al igual que la firma de ADN que acababa de dejar con las manchas de esperma sobre su cuerpo y su ropa, habrían constituido una prueba de mucho peso. Incluso si Bjurman hubiera intentado escurrir el bulto diciendo cosas como «ella estuvo de acuerdo», «ella me sedujo» o «fue ella la que quiso chupármela» y otras declaraciones por el estilo que los violadores suelen alegar sistemáticamente, el abogado habría sido culpable de tantas infracciones a la ley de tutela de menores que, inmediatamente, le habrían quitado la custodia administrativa que tenía sobre ella. Bastaría una simple denuncia para que a Lisbeth Salander se le asignara un abogado de verdad, con buenos conocimientos sobre las agresiones contra las mujeres; esto, a su vez, llevaría tal vez a una discusión sobre la verdadera naturaleza del problema, es decir, la declaración de incapacidad de Lisbeth Salander.

Desde 1989 ya no existe el concepto de «incapacidad legal» para las personas adultas.

Hay dos maneras de ejercer el tutelaje: con un tutor y con un administrador.

Un tutor actúa de forma voluntaria prestando ayuda a personas que, por diferentes motivos, tienen problemas para apañárselas en su vida diaria, pagar las facturas o cuidar de su higiene personal. Por lo general, se designa como tutor a un familiar o un conocido. Si tal persona no existiera, son las autoridades sociales las encargadas de designarlo. El tutor ejerce una forma leve de tutelaje en la cual el principal afectado -la persona declarada incapacitada- sigue controlando sus bienes, y en la que las decisiones se toman de mutuo acuerdo.

El administrador ejerce una forma de control bastante más estricta, donde el sujeto en cuestión es privado de su derecho a disponer de su dinero y a tomar decisiones en diferentes asuntos. La formulación exacta significa que el administrador asume todas las competencias jurídicas del interesado. En Suecia, hay más de cuatro mil personas con administradores. Las razones más frecuentes suelen ser una enfermedad psíquica manifiesta o una enfermedad psíquica combinada con graves abusos de alcohol o narcóticos. Una pequeña parte está configurada por individuos que padecen demencia senil. Un número sorprendentemente alto de los que se encuentran bajo la custodia de administradores está constituida por personas relativamente jóvenes: treinta y cinco años o incluso menos. Una de ellas era Lisbeth Salander.

Privar a una persona del control de su propia vida -de su cuenta corriente- es una de las medidas más humillantes a las que puede recurrir una democracia, sobre todo cuando se trata de jóvenes. Aunque el objetivo pueda considerarse bueno y socialmente razonable, resulta ofensivo. Por eso, las cuestiones de tutela administrativa son temas políticos potencialmente delicados, rodeados de una rigurosa normativa y controlados por una comisión de tutelaje. Esta comisión depende del gobierno civil y es controlada, a su vez, por el Defensor del Pueblo.

En general, la comisión de tutelaje lleva a cabo su actividad bajo condiciones muy difíciles. Pero teniendo en cuenta las delicadas cuestiones que maneja esta autoridad, el número de quejas o escándalos que han saltado a los medios de comunicación resulta asombrosamente reducido.

En muy contadas ocasiones han aparecido noticias acerca de cargos presentados contra algún administrador o tutor dedicado a malversar fondos o a vender, sin permiso, el piso de su cliente, para luego meterse el dinero en el bolsillo. Pero son casos relativamente raros, lo cual, a su vez, puede deberse a uno de los siguientes motivos: que la autoridad competente haya realizado su trabajo de manera extraordinariamente satisfactoria, o que los afectados no hayan tenido oportunidad de denunciar el hecho ni de expresar su opinión a periodistas y autoridades de modo convincente.

La comisión está conminada a comprobar anualmente si existen motivos para cancelar un tutelaje. Ya que Lisbeth Salander insistía en su rígida negativa a someterse a exámenes psiquiátricos -ni siquiera intercambiaba un educado «buenos días» con sus médicos-, las autoridades nunca hallaron motivo alguno para modificar la decisión. Por consiguiente, se adoptó una relación de statu quo, de modo que permaneció, año tras año, sometida al tutelaje administrativo.

No obstante, la ley establece que la necesidad de tutelaje debe «adaptarse a cada caso concreto». Holger Palmgren había interpretado eso como que Lisbeth Salander podía hacerse responsable de su propio dinero y de su vida. Palmgren cumplió a rajatabla con las exigencias de las autoridades: cada mes entregaba un informe y anualmente revisaba las cuentas de Lisbeth, pero, por lo demás, la trataba como a cualquier joven normal, y no se entrometía ni en su forma de vida ni en sus relaciones personales. Decía que no era asunto suyo ni de la sociedad decidir si la damisela quería un piercing en la nariz o un tatuaje en el cuello. Esta actitud un tanto suya con respecto a la decisión del juzgado era una de las razones por las que se habían llevado tan bien.

Mientras Holger Palmgren fue su administrador, Lisbeth Salander no reflexionó mucho sobre su situación jurídica. Sin embargo, el abogado Nils Bjurman interpretaba la ley del tutelaje de un modo bien distinto.


Al fin y al cabo, Lisbeth Salander no era como las demás personas. Poseía unos conocimientos bastante rudimentarios sobre derecho -un campo en el que nunca había tenido ocasión de profundizar- y su confianza en las fuerzas del orden era, en suma, inexistente. Para ella, la policía constituía una fuerza enemiga vagamente definida, cuyas intervenciones concretas a lo largo de su vida habían consistido en retenerla o humillarla. La última vez que tuvo algo que ver con la policía fue una tarde del mes de mayo del año anterior, cuando pasaba por Götgatan camino a Milton Security y, de buenas a primeras, se encontró de frente con un policía de los antidisturbios provisto de casco con visera, quien, sin la menor provocación por parte de Lisbeth, le propinó un porrazo en el hombro. Su impulso espontáneo fue contraatacar violentamente con la botella de Coca-Cola que, por casualidad, llevaba en la mano. Por suerte, el policía dio media vuelta y se alejó corriendo antes de que a ella le diera tiempo de actuar. Hasta algo después no se enteró de que el movimiento Reclaim the Street había celebrado una manifestación en esa misma calle, un poco más arriba.

La idea de visitar el cuartel general de esos brutos enmascarados para denunciar a Nils Bjurman por agresión sexual no se le pasó por la cabeza. Y aun así, ¿qué iba a denunciar?, ¿que Bjurman le había tocado los pechos? Cualquier policía le miraría los dos botoncitos que tenía por pechos y constataría que aquello era inverosímil; y si eso hubiera ocurrido, más bien debería sentirse orgullosa de que «alguien» se tomara esa molestia. Por otra parte, lo de la mamada era su palabra contra la de él; y normalmente la palabra de otros solía tener más peso que la suya propia. «La policía no es una alternativa.»

En su lugar, tras abandonar el despacho de Bjurman volvió a casa, se duchó, se comió dos sándwiches con queso y pepinillos en vinagre, y se sentó a reflexionar en el raído y desgastado sofá del salón.

Una persona normal habría considerado, tal vez, que su falta de reacción jugaría en su contra: otra prueba más de que era tan rara que ni siquiera una violación podía provocar una respuesta emocional satisfactoria.

Su círculo de amistades, ciertamente, no era grande, y tampoco se componía de representantes de una protegida clase media instalada en las urbanizaciones de chalés de las afueras, pero a la edad de dieciocho años Lisbeth Salander no había conocido a una sola chica que no se hubiera visto obligada a realizar algún acto sexual en contra de su voluntad en, al menos, una ocasión. La mayoría de tales agresiones involucraban a novios algo mayores de edad que, con cierta dosis de fuerza, se habían salido con la suya. Por lo que Lisbeth Salander sabía, ese tipo de incidentes ocasionaban lágrimas y ataques de rabia, pero nunca una denuncia policial.

En el mundo de Lisbeth Salander, éste era el estado natural de las cosas. Como chica, constituía una presa legítima; sobre todo si vestía una chupa de cuero negro desgastada y tenía piercings en las cejas, tatuajes y un estatus social nulo.

Pero echarse a llorar no servía de nada.

En cambio, tenía muy claro que el abogado Bjurman no la iba a obligar a chupársela para luego quedar impune. Lisbeth Salander jamás olvidaba un agravio y, por naturaleza, estaba dispuesta a todo menos a perdonar.

Sin embargo, su situación jurídica constituía un problema. Hasta donde era capaz de recordar, siempre había sido considerada como conflictiva e injustificadamente violenta. Los primeros datos de su historial provenían de la carpeta de la enfermera del colegio de primaria. La mandaron a casa por golpear y empujar contra un perchero a uno de sus compañeros de clase, con el consiguiente derramamiento de sangre. Recordaba todavía a su víctima con irritación; un chico obeso llamado David Gustavsson que solía meterse con ella y tirarle cosas y que, con el tiempo, se convertiría en un verdadero acosador. En aquella época ni siquiera sabía lo que significaba la palabra «acoso», pero cuando volvió al colegio al día siguiente, David la amenazó y prometió vengarse. Ella lo tumbó con un buen derechazo propinado con una pelota de golf en el interior del puño, lo cual llevó a más derramamiento de sangre y a engrosar su historial de agresiones.

Las normas de convivencia escolar siempre la habían desconcertado. Ella iba a lo suyo y no se metía en la vida de nadie. Aun así, siempre había alguien que no la dejaba en paz.

En segundo ciclo de primaria, fue enviada a casa en numerosas ocasiones por haberse visto involucrada en violentas peleas con compañeros de curso. Algunos chicos de su clase, considerablemente más fuertes, pronto aprendieron que buscar bronca con aquella chica raquítica podría acarrear problemas: a diferencia de otras, ella nunca se retiraba, y no dudaba ni un segundo en recurrir a los puños o a otras armas que tuviera a mano para defenderse. Su actitud dejaba bien claro que antes que aceptar cualquier mierda prefería que la maltrataran hasta la muerte.

Además, era de las que se vengaban.

Cuando Lisbeth Salander estaba en sexto llegó a pelearse con un chico bastante más grande y fuerte que ella. Físicamente hablando, ella no constituía ningún problema para él. Empezó tumbándola a empujones un par de veces y luego la abofeteó cuando ella contraatacó. Sin embargo, hiciera lo que hiciese, y por muy superior que él fuese, la muy estúpida no paraba de atacarle y, algún tiempo después, incluso los compañeros de clase pensaron que la situación estaba yendo demasiado lejos. Ella se mostraba tan manifiestamente indefensa que resultaba vergonzoso. Al final, el chico le propinó un buen puñetazo que le rompió el labio y le hizo ver las estrellas. La abandonaron en el suelo, detrás del gimnasio. Se quedó en casa dos días. Al tercer día, por la mañana, esperó a su torturador con un bate de béisbol y le asestó un golpe en plena oreja. Este acto le valió una visita al despacho del director, quien decidió denunciarla a la policía, lo cual acabó en una investigación especial de los servicios sociales.

Sus compañeros de clase pensaban que era una chiflada y la trataban como tal. Tampoco despertaba gran simpatía entre los profesores, que en ocasiones la veían como un suplicio. Nunca había sido muy parlanchina, y se ganó la fama de ser la típica alumna que nunca levantaba la mano y que, por lo general, no contestaba a las preguntas del profesor. Sin embargo, nadie sabía si se debía a que no sabía la respuesta o a alguna otra cosa, lo cual se reflejaba en sus notas. Que tenía problemas resultaba evidente, pero de alguna extraña manera nadie quería asumir realmente la responsabilidad sobre aquella chica conflictiva, a pesar de ser motivo de numerosas reuniones por parte del profesorado. Lisbeth se encontraba, por consiguiente, en una situación en la que también los profesores pasaban de ella, de modo que la dejaron con su malhumorado silencio.

En una ocasión, un sustituto que no conocía su particular comportamiento la presionó para que contestara a una pregunta de matemáticas; a ella le dio un ataque de histeria y se lió a golpes y patadas con el profesor. Terminó el segundo ciclo de primaria y se trasladó a otro centro sin tener ni un solo compañero de quien despedirse. Una chica a la que nadie quería, con un comportamiento extraño.

Luego, justo cuando estaba en el umbral de la adolescencia, ocurrió Todo Lo Malo, en lo que no quería ni pensar. Fue la última crisis que completó el cuadro y provocó que se volviera a sacar su historial de primaria. A partir de entonces, había sido considerada como… bueno, como una chalada desde la perspectiva jurídica. Una freak. Lisbeth Salander nunca necesitó papeles para saber que era diferente a los demás. Por otra parte, no era algo que le preocupara mientras estuviera bajo la tutela de Holger Palmgren, una persona a la que, si hiciera falta, podía manejar a su antojo.

Con la llegada de Bjurman, la declaración de incapacidad amenazaba con convertirse en una terrible carga en su vida. Se dirigiera a quien se dirigiese, se podía meter en la boca del lobo. ¿Y qué ocurriría si perdía la batalla? ¿La internarían en algún centro? ¿Encerrada en un manicomio? Tampoco era una alternativa.


Más tarde, esa misma noche, cuando Cecilia Vanger y Mikael Blomkvist estaban tumbados tranquilamente con las piernas entrelazadas, el pecho de Cecilia descansando en el costado de Mikael, ella alzó la vista y lo miró.

– Gracias. Hacía mucho tiempo. No te defiendes nada mal en la cama.

Mikael sonrió. Los halagos sexuales siempre le producían una satisfacción infantil.

– Me lo he pasado bien -dijo Mikael-. Ha sido inesperado, pero divertido.

– No me importaría repetir -contestó Cecilia Vanger-. Si te apetece…

Mikael se la quedó mirando.

– ¿Me estás diciendo que quieres tener un amante?

– Un occasional lover -replicó Cecilia Vanger-. Pero quiero que te vayas a tu casa antes de que te quedes dormido. No quiero despertarme mañana por la mañana y tenerte aquí antes de encajar todos mis huesos y ofrecer una cara presentable. Y otra cosa: te agradecería mucho que no le contaras a todo el pueblo que nos hemos liado.

– No entraba dentro de mis planes -dijo Mikael.

– Sobre todo no quiero que lo sepa Isabella. Es una bruja.

– Y tu vecina más cercana… Ya la he conocido.

– Sí, pero por suerte no puede ver mi puerta desde su casa. Mikael, sé discreto, por favor.

– Seré discreto.

– Gracias. ¿Bebes?

– En contadas ocasiones.

– Me apetece algo afrutado con ginebra. ¿Quieres?

– Con mucho gusto.

Ella se envolvió en una sábana y fue a la planta baja. Mikael aprovechó el momento para ir al baño y echarse agua en la cara. Cuando Cecilia volvió, con una jarra de agua con hielo y dos ginebras con lima, él estaba desnudo contemplando su librería. Brindaron.

– ¿A qué has venido? -preguntó ella.

– A nada en particular. Sólo quería…

– Estabas en casa leyendo la investigación de Henrik y de buenas a primeras se te ocurre venir a verme; no hay que ser ningún genio para entender qué es lo que te ronda por la cabeza.

– ¿La has leído?

– A trozos. He convivido toda mi vida adulta con ella. Es imposible relacionarte con Henrik sin verte involucrado en el misterio de Harriet.

– De hecho, es un misterio fascinante. Quiero decir que es el clásico misterio de la habitación cerrada, pero en una isla entera. Y no hay nada en la investigación que parezca seguir una lógica. Todas las preguntas permanecen sin respuesta, todas las pistas llevan a un callejón sin salida.

– Mmm, ésas son las cosas que obsesionan a la gente.

– Tú estabas en la isla aquel día.

– Sí. Estaba aquí y presencié todo aquel jaleo. En realidad, vivía en Estocolmo, donde estudiaba. Ojalá me hubiera quedado en casa ese fin de semana.

– ¿Cómo era Harriet realmente? La gente parece tener opiniones completamente distintas sobre ella.

– ¿Esto es off the record o…?

– Es off the record.

– No tengo ni idea de lo que pasaba en la cabeza de Harriet. Supongo que te refieres al último año. Un día era una chiflada y fanática religiosa. Otro día se maquillaba como una puta y se iba al colegio con el jersey más ceñido que tuviera. No hace falta ser psicólogo para entender que era profundamente infeliz. Pero, como ya te he dicho, yo no vivía aquí y sólo sé los chismes que me contaron.

– ¿Qué fue lo que desencadenó todos esos problemas?

– Gottfried e Isabella, naturalmente. Su matrimonio era una auténtica locura. O estaban de juerga o se peleaban. No físicamente, Gottfried no era de ésos. Además, creo que más bien le tenía miedo a Isabella, porque a ella le daban unos prontos terribles. Un día, a principios de los años sesenta, él se trasladó de forma más o menos permanente a su cabaña, al final de la punta de la isla, donde Isabella jamás puso los pies. Había épocas en las que aparecía por el pueblo con aspecto de vagabundo. Luego estuvo un tiempo sin beber y volvió a vestirse bien y a cumplir con su trabajo.

– ¿No había nadie que quisiera ayudar a Harriet?

– Henrik, por supuesto. Al final ella se fue a vivir con él, pero no olvides que estaba ocupado interpretando su papel de gran industrial. Casi siempre se encontraba de viaje y no le quedaba mucho tiempo para Harriet y Martin. Yo me perdí gran parte de todo eso porque viví primero en Uppsala y luego en Estocolmo, y mi infancia, con un padre como Harald, tampoco fue muy fácil que digamos; te lo aseguro. Pero con los años me he dado cuenta de que el problema es que Harriet nunca confió en nadie. Al contrario, intentaba guardar las apariencias fingiendo que la suya era una familia feliz.

– Negar la evidencia.

– Exacto. Pero cambió cuando su padre murió ahogado. Entonces ya no pudo fingir que las cosas iban bien. Hasta ese momento había sido… no sé cómo explicártelo, superdotada y precoz, pero, al fin y al cabo, una adolescente bastante normal. Durante el último año siguió siendo brillante, matrícula de honor en los exámenes y todo eso, pero era como si no tuviera un alma propia.

– ¿Cómo se ahogó su padre?

– ¿Gottfried? De la manera más tonta que te puedas imaginar. Se cayó de una barca, justo al lado de su cabaña. Llevaba la bragueta abierta y un índice de alcohol en la sangre extremadamente alto, así que puedes hacerte una idea de cómo sucedió. Fue Martin quien lo encontró.

– No lo sabía.

– Es curioso. Martin ha cambiado, se ha convertido en una persona realmente buena. Si me hubieses preguntado hace treinta y cinco años, te habría dicho que si alguien de la familia necesitaba un psicólogo, ése era él.

– ¿Por qué?

– Harriet no fue la única que sufrió. Durante muchos años, Martin se mostró tan callado e introvertido que más bien lo definiría como huraño. Los dos hermanos lo pasaron mal. Bueno, lo pasamos mal todos. Yo tenía problemas con mi padre; supongo que ya sabrás que está loco de atar. Y mi hermana Anita tenía los mismos problemas, igual que Alexander, mi primo. No era fácil ser joven en la familia Vanger.

– ¿Qué pasó con tu hermana?

– Anita vive en Londres. Se marchó allí en los años setenta para trabajar en una agencia de viajes sueca, y se quedó. Se casó con un hombre que ella nunca presentó a la familia, del que luego se separó. Hoy en día es una de las jefas de British Airways. Nos llevamos bien, pero somos un desastre para mantener el contacto; sólo nos vemos una vez cada dos años, más o menos. Nunca viene a Hedestad.

– ¿Por qué?

– Nuestro padre está loco. ¿Te parece suficiente como explicación?

– Pero tú te has quedado aquí.

– Yo y Birger, mi hermano.

– El político.

– ¿Político? Lo dices en broma, ¿no? Birger es mayor que Anita y yo. Nunca nos hemos llevado muy bien. Él piensa que es un político de una importancia extraordinaria, con un futuro en el parlamento, y quizá un puesto de ministro si el bloque no socialista ganara las elecciones. En realidad, no es más que un consejero municipal de modesta inteligencia en un pueblo perdido de provincias; sin duda, el punto culminante, a la vez que final, de su carrera política.

– Una cosa que me fascina de la familia Vanger es que todo el mundo parece odiarse.

– No es del todo cierto. Yo adoro a Martin y a Henrik. Y siempre me he llevado bien con mi hermana, aunque nos vemos demasiado poco. Detesto a Isabella; Alexander no me despierta mucha simpatía. Y no me hablo con mi padre. Así que supongo que más o menos es mitad y mitad de la familia. Birger es… mmm… un engreído y un payaso ridículo, antes que una mala persona. Pero entiendo lo que quieres decir. Míralo así: si eres miembro de la familia Vanger, aprendes muy pronto a no tener pelos en la lengua. Decimos lo que pensamos.

– Pues sí, me he dado cuenta de que sois bastante directos. -Mikael estiró la mano y le tocó el pecho-. Tan sólo llevaba aquí un cuarto de hora cuando te abalanzaste sobre mí ahí abajo.

– Si te soy sincera, desde el primer momento en que te vi he estado pensando en cómo serías en la cama. Tenía que intentarlo.


Por primera vez en su vida, Lisbeth Salander sentía una imperiosa necesidad de pedirle consejo a alguien. El único problema era que para hacerlo tendría que confiar en alguna persona, lo cual, a su vez, significaba que tendría que desnudar su alma y revelar sus secretos. ¿A quién se los contaría? En realidad, el contacto con otras personas no era su fuerte.

Repasando mentalmente su agenda, Lisbeth Salander hizo cálculos y contó hasta diez personas que, de una manera u otra, consideraba parte de su círculo de conocidos. Una estimación generosa, como ella misma constató.

Podría hablar con Plague, un punto más o menos fijo en su existencia. Pero, definitivamente, no se trataba de un amigo; y era, sin duda, el último que podría contribuir a solucionar su problema. No era una opción.

La vida sexual de Lisbeth Salander distaba de ser tan recatada como le había dado a entender al abogado Bjurman. En cambio, en sus relaciones sexuales siempre (o por lo menos bastante a menudo) tomaba la iniciativa y ponía las condiciones. Contando bien, habría tenido, desde los quince años, unas cincuenta parejas. Eso salía aproximadamente a cinco por año, lo cual no estaba mal para una chica soltera que, con los años, había llegado a considerar el sexo como un placentero pasatiempo.

No obstante, casi todas sus parejas ocasionales las tuvo en un período de unos dos años y pico, durante la tumultuosa etapa final de su adolescencia en la que debería haber sido declarada legalmente mayor de edad. Lisbeth Salander se encontraba entonces en una encrucijada de caminos, sin verdadero control sobre su vida; su futuro podría haberse traducido en unas cuantas anotaciones más en su historial de drogas, alcohol y retenciones en distintas instituciones Desde que cumplió veinte años y empezó a trabajar en Milton Security se había tranquilizado considerablemente y, según ella misma, había recuperado el control de su vida.

Ya no sentía la necesidad de complacer a alguien que la invitara a unas cervezas en el bar, ni se sentía realizada llevando a casa a un borracho cuyo nombre apenas sabía. Durante el último año sólo había mantenido relaciones sexuales con una única persona; difícilmente podía ser tachada de promiscua, tal y como querían insinuar las últimas anotaciones de su historial.

Para Lisbeth, el sexo había estado vinculado a menudo a una persona de ese abierto círculo de amistades, del que ella realmente no formaba parte, pero donde la aceptaban porque era amiga de Cilla Norén. La conoció al final de su adolescencia, cuando, a causa de la insistente petición de Holger Palmgren, se matriculó en la escuela para adultos para recuperar las asignaturas que no aprobó en la enseñanza primaria. Cilla llevaba el pelo de color rojo ciruela con mechas negras, pantalones de cuero negro, un piercing en la nariz y el mismo número de tachuelas que Lisbeth en el cinturón. Se pasaron la primera clase mirándose desconfiadamente.

Por alguna razón que Lisbeth no acababa de entender muy bien, empezaron a tratarse. No resultaba fácil entablar amistad con Lisbeth, especialmente durante esos años, pero Cilla ignoraba sus silencios y la arrastraba a los bares. A través de Cilla, Lisbeth entró en los Evil Fingers, en sus orígenes una banda de música de un barrio del extrarradio compuesto por cuatro chicas adolescentes de Enskede aficionadas al heavy metal. Ahora, diez años después, se había convertido en un grupo más amplio de amigos que se veían en el bar Kvarnen los martes por la noche para hablar mal de los chicos, discutir sobre feminismo, ciencias ocultas, música y política, y para tomar grandes cantidades de cerveza. Le hacían honor al nombre.

Salander no se consideraba un miembro fijo de la banda. Raramente participaba en las discusiones, pero la aceptaban tal y como era; podía ir y venir como quisiera e incluso permanecer toda la tarde con su cerveza en la mano sin decir nada. También la invitaban a los cumpleaños y a las celebraciones de Navidad o fiestas similares, pero ella no acudía casi nunca.

Durante los cinco años que llevaba con los Evil Fingers, las chicas habían ido cambiando. El color de sus cabellos se fue volviendo más normal y empezaron a comprar cada vez más ropa en H &M en lugar de hacerlo en la tienda de segunda mano del Ejército de Salvación. Estudiaban o trabajaban; una de ellas, incluso, había sido mamá. Lisbeth Salander se sentía como si fuera la única que no había cambiado lo más mínimo, lo cual también podría interpretarse como que no evolucionaba.

Pero siempre que se veían se divertían. Si alguna vez se había sentido parte integrante de algo, había sido con los Evil Fingers y, por extensión, con los chicos del círculo de amigos de la pandilla de chicas

Los Evil Fingers la escucharían. También darían la cara por ella. Pero no tenían ni idea de que existiera una sentencia judicial en la que se declaraba a Lisbeth Salander jurídicamente irresponsable. No quería que empezaran a mirarla mal. No era una opción.

Por lo demás, en su agenda no figuraba ni un solo compañero de colegio del pasado. Carecía de todo tipo de redes de influencia, de apoyo o contactos políticos. Así que ¿a quién se dirigiría para hablar de sus problemas con el abogado Nils Bjurman?

Tal vez sí hubiera alguien. Reflexionó largamente sobre la posibilidad de confiar en Dragan Armanskij, sobre si debía llamar a su puerta y explicarle su situación. Le había dicho que si necesitaba cualquier tipo de ayuda, no dudara en acudir a él. Estaba convencida de que lo decía en serio.

Armanskij también la tocó una vez, pero fue un acercamiento amable, sin malas intenciones y ninguna demostración de poder. Pero pedirle ayuda le causaba ciertos reparos. Era su jefe y ella estaría en deuda con él. Lisbeth Salander se imaginaba cómo sería su vida si Armanskij, en vez de Bjurman, fuera su administrador. De repente sonrió. La idea no le desagradaba, pero, probablemente, Armanskij se tomaría tan en serio su misión que la asfixiaría con sus atenciones. Era… mmm, posiblemente una opción.

A pesar de estar perfectamente al tanto de la función de los centros de acogida de mujeres, no se le ocurrió contactar con ninguno de ellos. Esos centros, a su entender, eran para «víctimas», y ella nunca se había considerado como tal. La alternativa que le quedaba consistía en hacer lo que siempre había hecho: tomar ella misma cartas en el asunto y resolver el tema. Esa era, definitivamente, la opción.

Algo que no le auguraba nada bueno al abogado Bjurman.

Capítulo 13 Jueves, 20 de febrero – Viernes, 7 de marzo

La última semana de febrero Lisbeth Salander se atribuyó a sí misma una misión con el abogado Nils Bjurman, nacido en 1950, como un encargo especial de alta prioridad. Trabajó aproximadamente dieciséis horas al día y realizó la investigación personal más minuciosa de su vida. Se sirvió de todos los archivos y documentos públicos a los que tuvo acceso. Investigó su círculo más íntimo de familiares y amigos. Estudió su situación económica y analizó en detalle su carrera profesional y los cometidos realizados.

El resultado fue decepcionante.

Bjurman era jurista, miembro de la Asociación de Abogados y autor de una tesis, respetablemente extensa pero extraordinariamente aburrida, sobre derecho comercial. Su reputación era intachable. Nadie pudo jamás reprobarle nada, excepto aquella única vez en la que fue denunciado a la Asociación de Abogados: se le tachó de intermediario en un negocio inmobiliario con dinero negro -de eso hacía ya más de diez años-, pero pudo demostrar su inocencia y el caso fue archivado. Sus finanzas estaban en orden; el abogado Bjurman era rico, con al menos diez millones de coronas en bienes. Pagaba más impuestos de los necesarios, era miembro de Greenpeace y Amnistía Internacional y donaba dinero a la fundación para el Corazón y el Pulmón. Raramente aparecía en los medios de comunicación, pero en algunas ocasiones había firmado peticiones de apoyo a presos políticos en el Tercer Mundo. Vivía en un piso de cuatro dormitorios en Upplandsgatan, cerca de Odenplan, y era secretario de su comunidad de vecinos. Estaba divorciado y no tenía hijos.

Su matrimonio duró catorce años, y el divorcio se hizo amistosamente. Lisbeth Salander se centró en su ex esposa, que se llamaba Elena y procedía de Polonia, pero que había vivido en Suecia toda su vida. Ella trabajaba en un centro de rehabilitación médica y, según parece, se volvió a casar, felizmente, con un colega de Bjurman. Por ahí no había nada que buscar.

El abogado Bjurman actuaba regularmente como supervisor de jóvenes que se habían metido en líos con la justicia. Antes de ser el administrador de Lisbeth Salander, fue el tutor de cuatro chicos. Se trataba de menores de edad, de modo que su cometido finalizó con el simple fallo del juez en cuanto alcanzaron la mayoría de edad. Uno de esos clientes seguía recurriendo a Bjurman como abogado, así que tampoco allí parecía haber ningún conflicto. Si Bjurman se había aprovechado sistemáticamente de sus protegidos, lo cierto era que allí no salía absolutamente nada a flote; por mucho que Lisbeth buceó en esas profundas aguas no pudo encontrar ningún indicio de que existiera algo raro. Los cuatro tenían unas vidas perfectamente normales, sus respectivos novios y novias, empleo, vivienda y tarjetas de cliente de la cadena Coop.

Lisbeth telefoneó a cada uno de los cuatro chicos, presentándose como una funcionaria de los servicios sociales encargada de realizar un estudio para saber cómo iban las vidas de las personas que de niños se hallaron bajo tutela. «Por supuesto, todos los entrevistados van a permanecer en el anonimato.» Había redactado una encuesta con diez preguntas. Varias de las cuestiones estaban formuladas con el objetivo de averiguar sus opiniones sobre el funcionamiento de la tutela. Lisbeth estaba convencida de que, si al menos uno de los entrevistados tuviese algo que decir sobre Bjurman, el tema saldría a la luz. Pero no escuchó ni un comentario negativo sobre él.

Una vez terminada la investigación personal, Lisbeth Salander metió todos los documentos en una bolsa de papel del supermercado y la depositó al lado de las otras veinte bolsas de la entrada. Al parecer, la conducta del abogado Bjurman era irreprochable. No había ningún hilo suelto en su pasado del que Lisbeth Salander pudiera tirar. Ella sabía, fuera de toda duda, que era un cabrón y un cerdo asqueroso, pero no encontraba nada para probarlo.

Ya era hora de considerar otras opciones. Terminados todos los análisis, quedaba una posibilidad que le parecía cada vez más atractiva o, por lo menos, una opción completamente realizable. Lo mejor sería que Bjurman desapareciera de su vida sin más. Un infarto repentino. End of problem. La única pega era que ni siquiera los cerdos asquerosos de cincuenta y cinco años sufrían infartos por encargo.

Pero eso se podía arreglar.


Mikael Blomkvist llevaba su aventura con la directora Cecilia Vanger con la mayor discreción. Ella le impuso tres reglas: que viniera solamente cuando ella lo llamara y estuviera de humor, que no se quedara a pasar la noche y que nadie supiera que se veían.

Su pasión asombraba y desconcertaba a Mikael por igual. Cuando se encontraba con ella en el Café de Susanne, se mostraba amable pero fría y distante. En cambio, en su dormitorio era salvajemente apasionada.

Mikael realmente no quería husmear en su vida privada, pero la verdad era que había sido contratado, literalmente, para meter sus narices en la vida privada de toda la familia Vanger. Se sentía dividido y, a la vez, lleno de curiosidad. Un día le preguntó a Henrik Vanger con quién había estado casada Cecilia, y qué fue lo que pasó. Le formuló la pregunta mientras charlaban del pasado de Alexander, de Birger y de otros miembros de la familia presentes en la isla de Hedeby cuando Harriet desapareció.

– ¿Cecilia? No creo que haya tenido nada que ver con Harriet.

– Háblame de su pasado.

– Volvió aquí al acabar sus estudios y empezó a trabajar de profesora. Conoció a un hombre llamado Jerry Karlsson que, desafortunadamente, trabajaba en el Grupo Vanger. Se casaron. Yo creía que el matrimonio era feliz, por lo menos al principio. Pero al cabo de un par de años, empecé a darme cuenta de que las cosas no iban muy bien. La maltrataba. La historia de siempre: él la golpeaba y ella lo defendía a toda costa. Al final, un día se le fue la mano. Ella sufrió heridas graves e ingresó en el hospital. Hablé con ella y le ofrecí mi ayuda. Se trasladó aquí, a la isla de Hedeby, y desde entonces se ha negado a ver a su marido. Me encargué de que lo despidieran.

– Pero sigue casada con él.

– Bueno, creo que se trata más bien de una cuestión de términos. La verdad es que no sé por qué no se ha divorciado. Como nunca ha querido casarse de nuevo, supongo que simplemente no se ha molestado en solicitarlo.

– Ese tal Jerry Karlsson, tenía algo que ver con…

– ¿… con Harriet? No, no vivía en Hedestad en 1966; ni siquiera había empezado a trabajar para el grupo.

– De acuerdo.

– Mikael, adoro a Cecilia. Quizá sea algo complicada, pero es una de las buenas personas de mi familia.


Lisbeth Salander dedicó una semana entera a planear, con la mentalidad de un perfecto burócrata, el fallecimiento del abogado Nils Bjurman. Sopesó -y rechazó- distintas posibilidades, hasta que tuvo toda una serie de tramas verosímiles entre las que elegir. Nada de acciones impulsivas.

Su primera idea fue intentar organizar un accidente, pero pronto llegó a la conclusión de que, en realidad, no importaba si resultaba obvio que se trataba de un asesinato.

Había que cumplir una sola condición- el abogado Bjurman tenía que morir de tal manera que ella nunca pudiera ser relacionada con su muerte. Figurar en una futura investigación policial le parecía inevitable; tarde o temprano, su nombre aparecería en cuanto se examinaran las actividades profesionales de Bjurman. Pero ella no era sino una clienta más en un universo de actuales y anteriores clientes, lo había visto en muy contadas ocasiones y, mientras Bjurman no hubiese apuntado en su agenda que la forzó a hacerle una mamada -algo que consideraba poco probable-, Lisbeth no tenía ningún motivo para matarle. Ningún indicio vincularía su muerte a los clientes de su bufete; había ex novias, familiares, conocidos ocasionales, compañeros de trabajo y otros individuos. Incluso existía aquello que se solía definir como random violence, cuando el autor del crimen y la víctima no se conocen.

Si surgiese su nombre, ella sería una chica indefensa e incapacitada, con documentos que daban fe de su retraso mental. Por lo tanto, sería muy positivo que la muerte de Bjurman ocurriese de un modo tan enrevesado que una chica con retraso mental no pudiera ser considerada la posible autora del crimen.

Descartó enseguida la alternativa de la pistola; hacerse con una no le supondría el más mínimo problema, pero la policía estaba especializada en el rastreo de armas.

Pensó, entonces, en un arma blanca; podía adquirirse en cualquier ferretería, pero rechazó también esta opción. Aunque ella apareciese de improviso y le clavara una navaja en la espalda, nada le garantizaba que eso lo matara ni inmediata ni silenciosamente; bueno, ni siquiera de que muriera. Además, eso provocaría un gran jaleo y llamaría la atención; la sangre podría manchar su ropa y constituir una prueba de su culpabilidad.

También pensó en algún tipo de bomba, pero resultaba demasiado complicado. No obstante, hacerla no sería un problema: en Internet abundaban los manuales para fabricar los objetos más mortíferos. Sin embargo, se le antojaba difícil encontrar la manera de colocar la bomba sin que los transeúntes inocentes sufrieran daños. A eso se añadía que tampoco con una bomba había ninguna garantía de que realmente muriera.

Sonó el teléfono.

– Hola Lisbeth, soy Dragan. Tengo un trabajo para ti.

– No tengo tiempo.

– Es importante.

– Estoy ocupada.

Ella colgó.

Al final, se decidió por una alternativa no contemplada hasta ese momento: el veneno. La elección la sorprendió incluso a ella misma, pero, bien pensado, era perfecta.

Lisbeth Salander dedicó un par de días a bucear por Internet en busca de un veneno apropiado. Había muchas opciones, entre ellas uno de los venenos más mortales descubiertos por la ciencia: el ácido cianhídrico, más conocido como ácido prúsico.

El ácido cianhídrico se utiliza en la industria química, por ejemplo, en la producción de pintura. Unos pocos miligramos son suficientes para matar a una persona; un solo litro en el depósito de agua de una ciudad de tamaño medio podría aniquilarla por entero. Por razones obvias, una sustancia tan letal estaba rodeada de rigurosos controles de seguridad. Sin embargo, aunque un fanático terrorista no podía entrar en la farmacia más cercana y pedir diez mililitros de cianhídrico, el veneno se podía fabricar en cantidades prácticamente ilimitadas en cualquier cocina Todo lo que se necesitaba era un modesto equipo de laboratorio -un juego de química para niños, a la venta por unas doscientas coronas servía perfectamente-, más ciertos ingredientes extraíbles de productos de limpieza normales y corrientes. El manual de fabricación se encontraba en Internet.

Otra alternativa era la nicotina. Bastaba con un solo cartón de cigarrillos para extraer los miligramos necesarios; una vez hervidos, se convertían en un líquido viscoso. Una sustancia aún mejor, aunque algo más difícil de fabricar, era el sulfato de nicotina, que posee la propiedad de ser absorbida por la piel; bastaría con ponerse unos guantes de goma, llenar una pistola de agua con el sulfato y lanzar un chorro en la cara del abogado Bjurman. Al cabo de veinte segundos estaría inconsciente, y un par de minutos más tarde, muerto

Hasta entonces, Lisbeth Salander no había tenido ni idea de que tantos productos del hogar perfectamente comunes, disponibles en la droguería del barrio, pudieran convertirse en armas mortales. Después de estudiar el tema durante unos días, estaba convencida de que no había impedimento técnico alguno para acabar con el administrador.

Sólo quedaban dos problemas por resolver: la muerte de Bjurman no le daría el control sobre su propia vida, y no existían garantías de que el sucesor de Bjurman no fuese mucho peor. Análisis de consecuencias.

Lo que necesitaba era una manera de «controlar» a su administrador y, por consiguiente, su propia situación. Se quedó sentada una noche entera, en el desgastado sofá del salón, repasando de nuevo las circunstancias. Al acabar la noche, ya había descartado el envenenamiento y elaborado un plan alternativo que no le atraía mucho porque debía dejar que Bjurman la acosara una vez más. Pero si lo llevaba a cabo, ganaría.

Eso era, al menos, lo que ella creía.


A finales de febrero, la estancia de Mikael en Hedeby ya se había convertido en rutina. Todas las mañanas se levantaba a las nueve, desayunaba, y trabajaba hasta las doce. Durante esas horas se zambullía en las páginas de un nuevo informe. Luego, independientemente del tiempo que hiciera, daba un paseo de una hora de duración. Por las tardes seguía trabajando, en casa o en el Cafe de Susanne, revisando de nuevo lo que había leído por la mañana, o redactando párrafos de lo que sería la autobiografía de Henrik. Entre las tres y las seis descansaba. Entonces hacía la compra, lavaba, iba a Hedestad y realizaba otras tareas cotidianas. Sobre las siete pasaba por casa de Henrik Vanger para aclarar las dudas surgidas a lo largo del día. Alrededor de las diez, volvía a casa y leía hasta la una o las dos de la madrugada. Repasaba metódicamente todos los documentos de Henrik.

Para su sorpresa, descubrió que el trabajo de redactar la autobiografía de Henrik iba sobre ruedas. Ya había acabado el primer borrador de la crónica familiar, de unas ciento veinte páginas, comprendía el período que iba desde el desembarco de Jean-Baptiste Bernadotte en Suecia hasta, aproximadamente, los años veinte. Después de esa época, tendría que avanzar más despacio y empezar a elegir mejor las palabras

A través de la biblioteca de Hedestad, pedía libros que trataban sobre el nazismo en aquella época, entre otros, la tesis de Helene Loow, La cruz gamada y la gavilla de Wasa. Había escrito un borrador de unas cuarenta páginas más sobre Henrik y sus hermanos, donde se centraba exclusivamente en Henrik como hilo conductor de la historia. Confeccionó una larga lista de averiguaciones que le quedaban por hacer y que estaban relacionadas con la estructura y el funcionamiento de las empresas de la época; descubrió que la familia Vanger había estado intensamente involucrada en el imperio de Ivar Kreuger: otra historia paralela que debía refrescar. En total, calculó que le faltaban por escribir unas trescientas páginas. Había hecho un plan que consistía en tener una primera versión terminada para el 1 de septiembre con el fin de que Henrik Vanger la pudiera ver, de modo que luego dispondría de todo el otoño para revisar el texto.

En cambio, Mikael no avanzaba ni un milímetro en el caso de Harriet Vanger. Por mucho que leyera y reflexionara sobre los detalles de la abundante documentación, no se le ocurrió ni una sola idea que, de alguna manera, le diera un giro a la investigación.

Una noche de sábado, a finales de febrero, mantuvo una larga conversación con Henrik Vanger en la que le dio cuenta de sus nulos avances. El viejo escuchaba pacientemente a Mikael repasando uno a uno los callejones sin salida que había visitado.

– En resumen, Henrik, no encuentro nada en toda la documentación que no se haya investigado a fondo ya.

– Entiendo lo que quieres decir. Yo mismo me he devanado los sesos hasta volverme loco. Y, al mismo tiempo, estoy seguro de que se nos ha escapado algo. No hay crimen perfecto.

– Lo que pasa es que ni siquiera somos capaces de determinar que se haya cometido un crimen.

Henrik Vanger suspiró e hizo un gesto de resignación con las manos.

– Sigue -le pidió-; termina el trabajo.

– No tiene sentido.

– Puede. Pero no te rindas.

Mikael suspiró.

– Los números de teléfono -dijo finalmente.

– Sí

– Tienen que significar algo.

– Sí.

– Están apuntados con una intención.

– Sí.

– Pero no hemos sabido interpretarlos.

– No.

– O los hemos interpretado mal.

– Exacto.

– No son números de teléfono. Significan otra cosa.

– Tal vez.

Mikael volvió a suspirar y se fue a casa para seguir leyendo.


El abogado Nils Bjurman suspiró de alivio cuando Lisbeth Salander lo volvió a llamar explicándole que necesitaba más dinero. Con la excusa de que tenía que trabajar, Salander se había escaqueado de la última reunión fijada, y una leve preocupación empezó a roer el interior de Bjurman: ¿se estaba convirtiendo en una niña problemática imposible de manejar? No obstante, al faltar a la reunión, ella no había recibido el dinero para sus gastos, así que tarde o temprano se vería obligada a acudir a él. También le preocupaba la posibilidad de que Lisbeth le hubiera contado a alguien lo sucedido.

Por eso, su breve llamada diciéndole que necesitaba dinero constituía una confirmación satisfactoria de que la situación estaba bajo control. Pero era preciso domarla, decidió Nils Bjurman. Había que dejarle claro quién mandaba allí; sólo así podrían consolidar su relación. Por eso le dio instrucciones para que esta vez se vieran en su vivienda de Odenplan, no en el despacho. Ante esta exigencia, Lisbeth Salander, al otro lado de la línea telefónica, permaneció callada un buen rato -«qué lenta es la puta»- hasta que, finalmente, aceptó.

El plan de Lisbeth Salander era reunirse con él en su despacho, como la otra vez. Ahora resultaba que tenía que verlo en territorio desconocido. La reunión se fijó para la noche del viernes. Bjurman le había dado el código numérico del portal. Lisbeth llamó a su puerta a las ocho y media, treinta minutos más tarde de lo acordado; justo el tiempo que necesitó, en la oscuridad de la escalera, para repasar el plan una última vez, considerar las alternativas, hacer de tripas corazón y armarse de todo el coraje necesario.


Hacia las ocho de la tarde, Mikael apagó el ordenador y se puso el abrigo. Dejó encendidas las luces de su cuarto de trabajo. La noche estaba estrellada y la temperatura rondaba los cero grados. Subió la cuesta a paso ligero y, camino de Ostergården, alcanzó la casa de Henrik Vanger. Nada más pasarla, torció a la izquierda y tomó la senda que bordeaba la orilla. Los faros guiñaban y se reflejaban en el agua; el hermoso brillo de las luces de Hedestad iluminaba la oscuridad. Mikael necesitaba aire fresco, pero, sobre todo, quería evitar los escudriñadores ojos de Isabella Vanger. A la altura de la casa de Martin Vanger, salió al camino y llegó a casa de Cecilia Vanger poco después de las ocho y media. Fueron directamente al dormitorio.

Se veían una o dos veces por semana. Cecilia Vanger no sólo se había convertido en su amante en ese perdido rincón del mundo, sino también en alguien en quien había empezado a confiar. Le aportaba mucho más hablar de Harriet Vanger con ella que con Henrik.


El plan salió mal casi desde el primer momento.

Al abrir la puerta de su piso, el abogado Nils Bjurman llevaba una bata. Ya estaba irritado por el retraso y le hizo señas para que entrara. Ella vestía vaqueros negros, camiseta negra y la consabida chupa de cuero. Además, llevaba botas negras y una pequeña mochila con una correa cruzada sobre el pecho.

– Ni siquiera te enseñaron las horas en el colegio -le espetó Bjurman.

Salander no dijo nada. Miró a su alrededor. El piso tenía más o menos el aspecto que había imaginado al estudiar los planos en el archivo municipal de urbanismo. Estaba decorado con muebles claros de haya y abedul.

– Ven -dijo Bjurman en un tono más amable.

Le puso el brazo alrededor de los hombros y la llevó por un pasillo hasta el interior del piso. Nada de charlas; al grano. Abrió la puerta del dormitorio. No cabía duda del tipo de servicios que esperaba de Lisbeth Salander.

Ella recorrió rápidamente el cuarto con la mirada. Decoración de soltero. Una cama de matrimonio con cabecero alto de acero inoxidable. Una cómoda que también hacía de mesilla. Lamparitas de luz suave. A lo largo de una de las paredes se extendía un armario con puertas de espejo. En el rincón de al lado de la puerta, una silla de rejilla y una pequeña mesa. La cogió de la mano y la condujo hasta la cama.

– Cuéntame para qué necesitas el dinero esta vez. ¿Más trastos para el ordenador?

– Comida -contestó ella.

– Claro. Qué tonto soy; faltaste a nuestra última reunión.

Cogió la barbilla de Lisbeth con una mano y levantó su cara hasta que sus miradas se cruzaron.

– ¿Cómo estás?

Ella se encogió de hombros.

– ¿Has pensado en lo que te dije la última vez?

– ¿El qué?

– Lisbeth, no finjas ser más tonta de lo que ya eres. Quiero que tú y yo seamos buenos amigos y que nos ayudemos mutuamente

Ella no contestó. El abogado Bjurman resistió el impulso de darle una bofetada para espabilarla.

– ¿Te gustó nuestro juego de adultos de la otra vez?

– No.

Él arqueó las cejas.

– Lisbeth, no seas tonta.

– Necesito dinero para comprar comida.

– Pues de eso precisamente hablamos la vez anterior: si tú eres buena conmigo, yo seré bueno contigo. Pero si no haces más que darme problemas…

Le cogió el mentón con más fuerza y ella se soltó girando la cabeza

– Quiero mi dinero. ¿Qué quieres que haga?

– Tú sabes muy bien lo que a mí me gusta.

La cogió del hombro y tiró de ella en dirección a la cama.

– Espera -dijo Lisbeth Salander rápidamente.

Ella le devolvió una mirada resignada y luego asintió. Se quitó la mochila y la cazadora de cuero con tachuelas y miró a su alrededor. Puso la chupa de cuero sobre la silla de rejilla, colocó la mochila encima de la mesa y dio unos tímidos pasos hacia la cama. Luego se paró, como si se lo estuviera pensando. Bjurman se acercó.

– Espera -dijo ella de nuevo, esta vez como intentando convencerlo y hacerle entrar en razón-. No quiero chupártela cada vez que necesite dinero.

A Bjurman le cambió la cara. De pronto, le dio una bofetada con la palma de la mano. Salander abrió los ojos de par en par, pero antes de que le diera tiempo a reaccionar, la cogió del hombro y la echó de bruces sobre la cama. La repentina violencia la cogió desprevenida. Cuando intentó darse la vuelta, la aprisionó contra la cama y se sentó a horcajadas sobre ella.

Igual que la vez anterior, físicamente hablando, ella era pan comido para él. Sus posibilidades de resistencia consistían en hacerle daño en los ojos con las uñas o con algún arma. Pero la trama que había planeado ya se había ido al traste totalmente. «Mierda», pensó Lisbeth Salander cuando él le arrancó la camiseta. Con una aterradora clarividencia, se dio cuenta de que se había metido en camisa de once varas.

Oyó cómo abría el cajón de la cómoda de al lado de la cama y percibió el chirrido de metal. Al principio no sabía qué estaba pasando; luego vio unas esposas cerrándose alrededor de su muñeca. Él le levantó los brazos, pasó las esposas por uno de los barrotes del cabecero de la cama y le esposó la otra mano. En un santiamén le quitó las botas y los vaqueros. Por último le quitó las bragas y las sostuvo en la mano.

– Tienes que aprender a confiar en mí, Lisbeth. Yo te voy a enseñar cómo se juega a este juego de adultos. Cuando te pongas borde conmigo, te castigaré. Pero si eres buena conmigo, seremos amigos.

Volvió a sentarse a horcajadas sobre ella.

– Así que no te gusta el sexo anal, ¿eh?

Lisbeth Salander abrió la boca para gritar. La cogió del pelo y le metió las bragas en la boca. Luego le colocó algo en los tobillos, le separó las piernas y se las ató dejándola completamente indefensa. Le oyó moverse por el dormitorio pero era incapaz de verlo a causa de la camiseta que tapaba su cara. Pasaron varios minutos. Apenas podía respirar. Luego experimentó un terrible dolor cuando le introdujo, violentamente, un objeto en el ano.


La norma de Cecilia Vanger seguía siendo que Mikael no podía pasar la noche con ella. A las dos y pico de la madrugada se vistió, mientras ella, tendida desnuda sobre la cama, le sonreía.

– Me gustas, Mikael. Me gusta estar contigo.

– Tú también me gustas.

Ella lo tiró sobre la cama otra vez y consiguió quitarle la camisa que acababa de ponerse. Mikael se quedó una hora más.

Luego, al pasar por la casa de Harald Vanger, tuvo la convicción de haber visto moverse una de las cortinas de la planta de arriba. Pero no lo podía afirmar a ciencia cierta porque había demasiada oscuridad.


Hasta las cuatro de la madrugada del sábado, el abogado Bjurman no la dejó vestirse. Lisbeth cogió su chupa de cuero y la mochila, y se dirigió, cojeando, hacia la salida, donde él la estaba esperando recién duchado y pulcramente vestido. Le dio un cheque de dos mil quinientas coronas.

– Te llevaré a casa -dijo, y abrió la puerta.

Ella salió del piso y se volvió hacia él. Su cuerpo parecía frágil y su cara estaba hinchada a causa de las lágrimas. Al cruzar las miradas él casi dio un paso atrás; en su vida había percibido un odio tan ferviente y visceral. Lisbeth Salander daba la impresión de ser exactamente tan demente como insinuaba su historial.

– No -dijo en voz tan baja que apenas la oyó-. Puedo volver a casa sola.

Le puso una mano sobre el hombro.

– ¿Seguro?

Ella asintió. Bjurman agarró su hombro con más fuerza.

– No te olvides de lo que hemos acordado: vuelve el sábado que viene.

Lisbeth volvió a asentir. Sumisa. Él la soltó.


Capítulo 14 Sábado, 8 de marzo – Lunes, 17 de marzo

Lisbeth Salander pasó toda la semana en cama con dolores en el bajo vientre y hemorragias anales, así como con otras heridas menos visibles que tardarían mucho más tiempo en curarse. Esta vez había sido una experiencia totalmente distinta a la primera violación que sufrió en el despacho; ya no se trataba de coacción y humillación, sino de una brutalidad sistemática.

Se dio cuenta tarde, demasiado tarde, de que se había equivocado por completo al juzgar a Bjurman.

Lo había visto como un hombre al que le gustaba ejercer el poder y dominar a los demás, no como un sádico consumado. La había tenido esposada toda la noche. En varias ocasiones, pensó que la iba a matar; de hecho, hubo un momento en el que le hundió una almohada en la cara hasta que ella sintió cómo se le dormía todo el cuerpo. Estuvo a punto de perder el conocimiento.

No lloró.

Aparte de las lágrimas causadas por el dolor puramente físico de la violación, no derramó ni una sola lágrima más. Tras abandonar el piso de Bjurman, fue cojeando hasta la parada de taxis de Odenplan, llegó a casa y subió las escaleras con mucho esfuerzo. Se duchó y se limpió la sangre. Luego bebió medio litro de agua y se tomó dos somníferos de la marca Rohypnol; acto seguido, se fue a la cama dando algunos traspiés y se tapó la cabeza con el edredón.

Se despertó dieciséis horas más tarde, el domingo a la hora de comer, con la mente en blanco e insistentes dolores de cabeza, músculos y bajo vientre. Se levantó, bebió dos vasos de yogur líquido y se comió una manzana. Luego se tomó dos somníferos más y regresó a la cama.

Hasta el martes no tuvo fuerzas para levantarse. Salió y compró un paquete grande de Billys Pan Pizza, metió dos pizzas en el microondas y llenó un termo de café. Luego se pasó toda la noche en Internet leyendo artículos y tratados sobre la psicopatología del sadismo.

Se fijó en un artículo publicado por un grupo feminista de Estados Unidos en el que la autora sostenía que el sádico elegía sus «relaciones» con una precisión casi intuitiva; la mejor víctima era la que pensaba que no tenía elección e iba a su encuentro voluntariamente El sádico se especializaba en individuos inseguros en situación de dependencia, y tenía una espeluznante capacidad para identificar a las víctimas más adecuadas

El abogado Bjurman la había elegido a ella.

Eso la hizo reflexionar.

Le daba una idea de cómo la veía la gente.


El viernes, una semana después de la segunda violación, Lisbeth Salander fue andando desde su casa hasta un estudio de tatuajes, en Hornstull, donde tenía hora reservada. No había más clientes en el local. El dueño la saludó con la cabeza al reconocerla.

Eligió un tatuaje pequeño y sencillo en forma de brazalete y le pidió que se lo hiciera en el tobillo. Le señaló el sitio con el dedo.

– Ahí la piel es muy fina. Duele mucho -advirtió el tatuador.

– No importa -respondió Lisbeth Salander, quitándose los pantalones y tendiéndole la pierna.

– De acuerdo, un brazalete. Ya tienes muchos tatuajes. ¿Estás segura de querer otro?

– Es para no olvidar -contestó.


El sábado Mikael Blomkvist abandonó el Café de Susanne a las dos, cuando cerró. Se había pasado toda la mañana metiendo datos en su iBook. Antes de volver a casa se acercó hasta Konsum para comprar comida y cigarrillos. Había descubierto la pölsa salteada con patatas y remolacha, un plato que no le había gustado nunca, pero que, por alguna razón, resultaba perfecto para la vida del campo.

A las siete de la tarde se quedó pensativo delante de la ventana. Cecilia Vanger no lo había llamado. Sus caminos se cruzaron brevemente al mediodía cuando ella se dirigía a la panadería de Susanne a comprar el pan, pero andaba demasiado absorta en sus pensamientos. Parecía que ese sábado no lo iba a llamar. Miró de reojo su pequeño televisor, que casi nunca encendía. Tampoco esta vez. En su lugar, se sentó en el sofá de la cocina y abrió una novela policíaca de Sue Grafton.


El sábado por la noche, a la hora acordada, Lisbeth Salander volvió al piso de Nils Bjurman, en Odenplan. La dejó entrar con una educada y acogedora sonrisa.

– ¿Cómo estás hoy, querida Lisbeth? -preguntó a modo de saludo.

Ella no contestó. Él le puso un brazo alrededor del hombro.

– Tal vez me pasara el otro día -dijo-. Te vi bastante hecha polvo.

Lisbeth le obsequió con una sonrisa agria y al abogado le invadió una repentina sensación de inseguridad. «Esta tía está chiflada. Que no se me olvide.» Se preguntaba si ella terminaría acostumbrándose y aceptando la situación.

– ¿Vamos al dormitorio? -preguntó Lisbeth Salander.

«Claro, que a lo mejor le va la marcha…» La condujo a la habitación pasándole un brazo por encima del hombro, tal y como hizo la vez anterior. «Hoy la trataré con más cuidado. Así me ganaré su confianza.» Ya había sacado las esposas; estaban sobre la cómoda. Hasta que llegaron a la cama el abogado Bjurman no advirtió que pasaba algo raro.

Era ella la que lo llevaba a él a la cama, y no al revés. Se quedó parado, mirándola desconcertado, cuando Lisbeth sacó algo del bolsillo de su cazadora. Al principio le pareció un teléfono móvil. Luego vio sus ojos.

– Di buenas noches -dijo ella.

Subió la pistola eléctrica hasta su axila izquierda y le disparó 75.000 voltios. Cuando sus piernas empezaron a flaquear, ella apoyó el hombro contra su cuerpo y empleó todas sus fuerzas para tumbarle sobre la cama.


Cecilia Vanger se sentía algo achispada. Había decidido no llamar a Mikael Blomkvist. La relación se había convertido en una ridícula comedia de alcoba en la que Mikael tenía que andar sigilosamente dando rodeos para poder ir a verla a su casa sin ser descubierto. Ella se comportaba como una colegiala enamorada incapaz de reprimir su deseo. Durante las últimas semanas su actitud había sido absurda.

«El problema es que me gusta demasiado -pensó-. Me va a hacer daño.» Permaneció un buen rato deseando que Mikael Blomkvist nunca se hubiera instalado en Hedeby.

Había abierto una botella de vino y se había tomado dos copas en la más completa soledad. Puso las noticias de la tele e intentó enterarse de cómo iba la política mundial, pero se cansó enseguida de los supuestamente sensatos comentarios que explicaban por qué era necesario que el presidente Bush destruyera Irak con sus bombas. En su lugar, se sentó en el sofá del salón y cogió El horrible láser, un libro de Gellert Tamas sobre el asesino racista de Estocolmo. Sólo fue capaz de leer un par de páginas antes de dejar el libro. El tema le había recordado inmediatamente a su padre. Se preguntaba en qué estaría pensando él ahora.

La última vez que se vieron de verdad fue en 1984, cuando lo acompañó a él y a su hermano Birger a cazar liebres al norte de Hedestad. Birger iba a probar un nuevo perro de caza, un Foxhound Hamilton que acababa de adquirir. Harald Vanger tenía setenta y tres años, y ella se esforzaba al máximo para aceptar su locura, que había convertido su infancia en una pesadilla y marcado toda su vida adulta.

Cecilia nunca fue tan frágil como en aquel momento de su vida. Hacía tres meses que su matrimonio se había ido al traste. Violencia doméstica… ¡qué expresión tan banal! Para ella adquirió la forma de un maltrato leve pero constante. Bofetadas, violentos empujones, repentinos cambios de humor y soportar que la tirara sobre el suelo de la cocina. Sus arrebatos resultaban siempre inexplicables y los abusos raramente eran lo suficientemente graves como para dejarle secuelas físicas. Evitaba golpearla con el puño. Cecilia ya se había hecho a ello.

Hasta el día en el que, sin pensárselo dos veces, le devolvió el golpe y él perdió el control por completo. La pelea acabó cuando el marido, fuera de sí, le tiró unas tijeras que se le clavaron en el omoplato.

Se arrepintió y, presa del pánico, la llevó al hospital, donde se inventó una historia sobre un extraño accidente cuya falsedad le quedó perfectamente clara a todo el personal de urgencias desde el mismo momento en que empezó a hablar. Ella estaba avergonzada. Le dieron doce puntos y estuvo ingresada dos días. Luego Henrik Vanger fue a buscarla y se la llevó a su casa. Desde entonces no había vuelto a hablar con su marido.

Aquel soleado día de otoño, tres meses después de la ruptura del matrimonio, Harald Vanger estaba de buen humor, incluso amable. Pero de pronto, en medio del bosque, empezó a atacar a su hija con humillantes insultos y comentarios vulgares sobre su vida y sus hábitos sexuales, y le soltó que no le extrañaba que una puta como ella fuera incapaz de retener a un hombre a su lado.

Su hermano ni siquiera advirtió que las palabras de su progenitor impactaron en ella como latigazos En su lugar, Birger Vanger se rió y puso un brazo alrededor del hombro de su padre para, a su manera, quitarle hierro a la situación con comentarios del tipo «ya se sabe cómo son las mujeres» Le hizo un guiño tranquilizador a Cecilia e instó a Harald Vanger a que se fuera a una pequeña colina y se quedara un rato allí al acecho de alguna presa.

Hubo un momento en el que el tiempo pareció detenerse para Cecilia Vanger. Contempló a su padre y a su hermano y, de pronto, se percató de que la escopeta de caza que llevaba en la mano estaba cargada. Cerró los ojos. Fue la única alternativa que tuvo en ese momento para no levantar el arma y disparar los dos cartuchos. Quiso matarlos a los dos. Pero dejó caer la escopeta ante sus pies, se dio media vuelta y regresó andando al sitio donde habían aparcado el coche. Regresó a casa sola, abandonándolos allí a su suerte. Desde ese día sólo hablaba con su padre en muy contadas ocasiones, cuando se veía obligada por la situación. Se negó a dejarle entrar en su casa y jamás volvió a pisar el domicilio paterno.«Me has destrozado la vida -pensó Cecilia Vanger-. Me la destrozaste siendo yo una niña.»

A las ocho y media de la noche, Cecilia Vanger cogió el teléfono y llamó a Mikael Blomkvist para pedirle que fuera.


El abogado Nils Bjurman se retorcía de dolor. Sus músculos estaban inutilizados. Su cuerpo parecía paralizado. No estaba seguro de haber perdido la consciencia, pero se hallaba desorientado y no recordaba muy bien qué le había pasado. Cuando, poco a poco, fue recuperando el control de su cuerpo, se encontró desnudo, tumbado de espaldas sobre su cama, con las muñecas esposadas y dolorosamente despatarrado. Tenía quemaduras que le escocían en las zonas donde los electrodos habían entrado en contacto con su cuerpo.

Lisbeth Salander estaba tranquilamente sentada en una silla de rejilla que había acercado a la cama, donde, con las botas puestas, descansaba los pies mientras se fumaba un cigarrillo. Cuando Bjurman intentó hablar se dio cuenta de que su boca estaba tapada con cinta aislante. Giró la cabeza. Ella había sacado los cajones y vaciado su contenido.

– He encontrado tus juguetitos -dijo Salander.

Sostenía en la mano una fusta mientras rebuscaba en la colección de consoladores, bridas y máscaras de látex que había echado al suelo.

– ¿Para qué sirve esto? -dijo ella, mostrándole un enorme tapón anal-. No, no intentes hablar; digas lo que digas no te voy a entender. ¿Es esto lo que usaste conmigo la semana pasada? Basta con que asientas con la cabeza.

Se inclinó hacia él, expectante.

Nils Bjurman sintió repentinamente cómo un terror frío le recorría el pecho y perdió el control. Tiró de las esposas. Ella había tomado las riendas. Imposible. No pudo hacer nada cuando Lisbeth Salander se inclinó sobre él y le colocó el tapón entre las nalgas.

– Así que te va el sado -le dijo-. Te gusta meterle cositas a la gente, ¿verdad?

Ella lo clavó con la mirada; su cara era una inexpresiva máscara.

– Sin lubricante, ¿no?

Bjurman emitió un alarido a través de la cinta aislante cuando Lisbeth Salander, brutalmente, separó sus nalgas y le metió el tapón en su sitio.

– Deja de quejarte -dijo Salander, imitando su voz-. Si te pones bravo, voy a tener que castigarte.

Se levantó y bordeó la cama. Él, indefenso, la siguió con la mirada… «¿Qué coño va a hacer ahora?» Desde el salón, Lisbeth Salander llevó al dormitorio un televisor de 32 pulgadas sobre ruedas. En el suelo estaba el reproductor de deuvedés. Todavía con la fusta en la mano, lo miró.

– ¿Me estás prestando toda tu atención? -preguntó-. No intentes hablar: basta con que muevas la cabeza. ¿Me oyes?

Él asintió.

– Muy bien. -Se inclinó y cogió la mochila-. ¿La reconoces?

Él movió la cabeza.

– Es la mochila que llevaba cuando te visité la semana pasada. Es de lo más práctico. La he tomado prestada de Milton Security.

Abrió una cremallera que había en la parte inferior.

– Esto es una cámara digital. ¿Sueles ver Insider, en TV3? Es como las mochilas que usan esos terribles reporteros cuando graban algo con cámara oculta. -Cerró la cremallera-. ¿El objetivo? ¿Te estás preguntando dónde se esconde? Es el detalle más exquisito. Gran angular con fibra óptica. El ojo parece un botón y se oculta en el cierre del asa. Quizá recuerdes que coloqué la mochila aquí en la mesa antes de que empezaras a meterme mano. Me aseguré bien de que el objetivo apuntara hacia la cama.

Le mostró un disco y lo insertó en el aparato reproductor. Luego giró la silla situándola de manera que pudiera ver la pantalla del televisor y se sentó. Encendió otro cigarrillo y pulsó el botón de encendido. El abogado Bjurman se vio a sí mismo abrirle la puerta a Lisbeth Salander. «¿Ni siquiera te enseñaron las horas en el colegio?», saludó, irritado.

Le puso toda la película. Terminó al cabo de noventa minutos, en medio de una escena en la que el abogado Bjurman, desnudo, estaba sentado apoyado contra el cabecero de la cama, tomándose una copa de vino mientras contemplaba a Lisbeth Salander acurrucada en la cama con las manos esposadas en la espalda.

Apagó la tele y permaneció callada en la silla durante más de diez minutos sin mirarle. Bjurman ni siquiera se atrevió a moverse. Luego Lisbeth Salander se levantó y se dirigió al cuarto de baño. Cuando volvió, se sentó en la silla. Su voz resultaba tan áspera como el papel de lija.

– Cometí un error la semana pasada -dijo-. Creí que iba a tener que chupártela otra vez, lo cual, tratándose de ti, es de lo más asqueroso, pero no tanto como para no ser capaz de hacerlo. Creí que conseguiría fácilmente material con la suficiente calidad para demostrar que eres un asqueroso y baboso viejo. Te juzgué mal. No había entendido lo jodidamente enfermo que estás.

»Te voy a hablar claramente -prosiguió-. Esta película muestra cómo violas a una retrasada mental de veinticuatro años de la que has sido nombrado administrador. Y no tienes ni idea de lo retrasada que puedo llegar a ser si hace falta. Cualquiera que vea esto descubrirá que no sólo eres un mierda sino también un loco sádico. Ésta es la segunda y la última vez, espero, que veo esta película. Bastante instructiva, ¿a que sí? Yo creo que va a ser a ti a quien van a encerrar, no a mí. ¿Estás de acuerdo?

Lisbeth esperaba. Él no reaccionaba, pero ella pudo ver que estaba temblando. Agarró la fusta y le dio un latigazo en medio de sus órganos sexuales.

– ¿Estás de acuerdo? -repitió con una voz considerablemente más alta. Él asintió con la cabeza-. Muy bien. Entonces, eso ha quedado claro.

Acercó la silla y se sentó de modo que pudiera mirarle a los ojos.

– Bueno, ¿qué crees que debemos hacer para arreglar este asunto?

Él no pudo contestar.

– ¿Se te ocurre alguna buena idea?

Como él no reaccionaba, ella alargó la mano, lo cogió por los testículos y estiró hasta que la cara de Bjurman se retorció de dolor.

– ¿Se te ocurre alguna buena idea? -repitió.

Él negó con la cabeza.

– Bien. Porque espero que, en el futuro, no se te ocurra jamás ninguna idea; si no, me vas a cabrear la hostia. -Se reclinó en la silla y encendió otro cigarrillo-. Yo te diré lo que va a pasar: la semana que viene, en cuanto hayas podido cagar ese pedazo de tapón de goma del culo, le darás instrucciones al banco para que yo, única y exclusivamente yo, tenga acceso a mi cuenta. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

El abogado Bjurman asintió con la cabeza.

– Muy bien. Nunca jamás volverás a ponerte en contacto conmigo. En el futuro sólo nos reuniremos si a mí me da la gana. En otras palabras: acabas de recibir una orden en la que se te prohíben las visitas.

Él movió la cabeza afirmativamente varias veces para, acto seguido, suspirar. «No piensa matarme», pensó.

– Si vuelves a contactar conmigo, las copias de este disco llegarán a todas y cada una de las redacciones periodísticas de Estocolmo. ¿Entiendes?

Asintió repetidas veces. «Tengo que hacerme con la película.»

– Una vez al año, entregarás un informe positivo sobre mí a la comisión de tutelaje. Les comunicarás que llevo una vida perfectamente normal, que tengo un trabajo fijo, que mi comportamiento es impecable y que consideras que no existe absolutamente nada anormal en mi forma de actuar. ¿De acuerdo?

Él movió la cabeza afirmativamente.

– Cada mes redactarás un falso informe sobre tus supuestas reuniones conmigo. Darás cuenta, con gran detalle, de mi actitud positiva y de lo bien que me van las cosas. Me enviarás una copia por correo. ¿Está claro?

Él volvió a asentir. Lisbeth Salander reparó, con la mirada ausente, en las gotas de sudor que poblaban la frente de Bjurman.

– Dentro de unos años, vamos a decir dos, solicitarás una vista oral en el juzgado para obtener la revocación de mi declaración de incapacidad. Utilizarás los informes que habrás redactado acerca de nuestras falsas reuniones mensuales. Te ocuparás de buscar un loquero que jure que soy perfectamente normal. Tendrás que poner mucho de tu parte. Deberás hacer todo lo que esté en tu mano para que yo sea declarada mayor de edad.

Él asintió.

– ¿Sabes por qué tienes que esforzarte al máximo? Por una jodida razón: porque si fracasas, haré público el contenido de esta película.

Bjurman escuchó cada una de las sílabas que pronunció Lisbeth Salander. Un repentino estallido de odio apareció en sus ojos. Decidió que ella cometía un error dejándole con vida. «Esto lo pagarás caro, puta de mierda. Tarde o temprano. Te voy a destrozar.» Pero seguía asintiendo con fingido entusiasmo al responder a cada pregunta.

– Y lo mismo sucederá si intentas contactar conmigo -le dijo, pasándose un dedo de un lado a otro del cuello-. Dile adiós a este piso, a tu bonito título y a los millones de esa cuenta bancaria que tienes en el extranjero.

Los ojos se le pusieron como platos al oírla mencionar el dinero. «Cómo coño se habrá enterado…» Ella sonrió y se tragó el humo del tabaco. Luego tiró el cigarrillo sobre la moqueta y lo apagó pisándolo con el tacón.

– Quiero una copia de las llaves del piso y del despacho.

Él arqueó las cejas. Ella se inclinó hacia delante y le mostró una radiante sonrisa.

– De ahora en adelante yo controlaré tu vida. Cuando menos te lo esperes, quizá cuando estés durmiendo, apareceré por tu dormitorio con esto en la mano.

Le mostró la pistola eléctrica.

– Te voy a vigilar. Si vuelvo a pillarte con una chica, no importa si ha venido voluntariamente o no, si alguna vez te encuentro con una mujer, sea quien sea… -Lisbeth Salander se pasó nuevamente los dedos por el cuello-. Si yo muriera, si sufriera un accidente, si me atropellara un coche, o si me ocurriera algo…, los periódicos recibirían copias de la película. Además de una historia detallada en la que cuento qué significa tenerte a ti como administrador.

»Y otra cosa. -Se inclinó, acercando su cara a unos pocos centímetros de la del abogado-. Si me vuelves a tocar alguna vez, te mataré. Créeme.

El abogado Bjurman la creyó sin vacilar. En sus ojos pudo ver que no se estaba marcando un farol.

– Recuerda que estoy loca.

Él asintió.

Ella lo contempló pensativa.

– No creo que tú y yo vayamos a ser amigos -dijo Lisbeth Salander con voz seria-. Ahora mismo estás ahí tumbado congratulándote de que sea tan estúpida como para dejarte vivir. A pesar de ser mi prisionero, sientes que controlas la situación; piensas que lo único que haré, si no te mato, es soltarte. Así que albergas la esperanza de recuperar muy pronto tu poder sobre mí. ¿A que sí?

Preso, de repente, de malos presentimientos, él negó con la cabeza.

– Te voy a regalar una cosa para que te acuerdes siempre de nuestro pacto.

Le mostró una malévola sonrisa, se subió a la cama y se sentó de rodillas entre sus piernas. El abogado Bjurman no sabía lo que ella quería decir, pero sintió miedo. Acto seguido, descubrió una aguja en la mano de Lisbeth.

Movió bruscamente la cabeza de un lado a otro e intentó girar el cuerpo hasta que ella apoyó una rodilla contra su entrepierna y, a modo de advertencia, le apretó con fuerza

– Estate quieto. Es la primera vez que uso estos instrumentos.

Trabajó concentradamente durante dos horas. Al terminar, él ya había dejado de quejarse. Más bien parecía hallarse en un estado de apatía. Lisbeth se bajó de la cama, ladeó la cabeza y contempló su obra con mirada crítica. Su talento artístico dejaba mucho que desear. Las letras estaban torcidas, lo que les daba un toque impresionista. Le había tatuado un texto de cinco líneas, con letras mayúsculas azules y rojas que le cubrían todo el estómago y le bajaban desde los pezones hasta casi alcanzar el sexo: «soy un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador».

Recogió las agujas y metió los cartuchos de tinta en su mochila. Luego fue al cuarto de baño y se lavó las manos. Al volver al dormitorio se dio cuenta de que se sentía considerablemente mejor.

– Buenas noches -dijo.

Antes de marcharse, abrió una de las esposas y le dejó la llave encima de su estómago. Se llevó la película y el juego de llaves del piso.


Mientras compartían un cigarrillo, poco después de la medianoche, Mikael le contó que no iban a poder verse durante un tiempo. Cecilia se volvió y lo miró asombrada.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó.

Él pareció avergonzarse.

– El lunes ingreso en la cárcel; tres meses.

Sobraba cualquier otra aclaración. Cecilia permaneció en silencio un buen rato. De repente le entraron ganas de llorar.


Dragan Armanskij había empezado a perder la esperanza cuando, inesperadamente, Lisbeth Salander llamó a su puerta el lunes por la tarde. No le había visto el pelo desde que canceló la investigación sobre el caso Wennerström, a principios de enero, y cada vez que intentaba hablar con ella, o no contestaba la llamada o colgaba el teléfono con la excusa de que estaba ocupada.

– ¿Algún trabajo para mí? -preguntó ella, ahorrándose los innecesarios saludos.

– Hola. Me alegro de verte. Creí que te habías muerto o algo así.

– Tenía que resolver un asunto.

– Te pasa bastante a menudo.

– Esto era urgente. Ya he vuelto. ¿Hay algo?

Armanskij negó con la cabeza.

– Sorry. Ahora mismo no.

Lisbeth Salander lo miró tranquilamente. Al cabo de un rato, Armanskij retomó el hilo y prosiguió:

– Lisbeth, ya sabes que te quiero mucho y que te hago encargos con gran placer. Pero llevas dos meses fuera y he estado hasta arriba de trabajo. Simplemente, no puedo fiarme de ti. Me he visto obligado a encomendarles las tareas a otros y ahora no tengo nada.

– ¿Puedes subir el volumen?

– ¿Qué?

– La radio.

… la revista Millennium. El comunicado de que el veterano industrial Henrik Vanger pasa a ser copropietario y a ocupar un puesto en la junta directiva de la revista Millennium llega el mismo día en el que el anterior editor jefe, Mikael Blomkvist, empieza a cumplir su condena de tres meses en la cárcel por haber difamado al empresario Hans-Erik Wennerström. La redactora jefe de Millennium, Erika Berger, anunció en rueda de prensa que Mikael Blomkvist recuperará su puesto cuando haya cumplido la pena.

– ¡Hostia! -dijo Lisbeth Salander en voz tan baja que lo único que Armanskij advirtió fue que había movido los labios. Ella se levantó a toda prisa y se dirigió a la puerta.

– Espera. ¿Adónde vas?

– A casa. Voy a mirar unas cosas. Llámame cuando tengas algo.


La noticia de que Millennium contaría con la ayuda de Henrik Vanger era un acontecimiento considerablemente más importante de lo que Lisbeth Salander esperaba en principio. La edición digital de Aftonbladet ya publicaba un largo comunicado de la agencia de noticias TT, que resumía la carrera profesional de Henrik Vanger y constataba que era la primera vez en más de veinte años que el viejo magnate industrial hacía una aparición pública. La entrada como copropietario de Millennium se consideraba tan inverosímil como si de repente se dijera que los conservadores Peter Wallenberg o Erik Penser iban a figurar como socios de la revista ETC o como patrocinadores de Ordfiont Magasin

El acontecimiento era de tal envergadura que Rapport, en su edición de las siete y media de la tarde, lo sacó en tercer lugar y le dedicó tres minutos. Entrevistaron a Erika Berger en una mesa de reuniones de la redacción de Millennium. De buenas a primeras, el caso Wennerström volvía a ser noticia.

– El año pasado cometimos un grave error que acabó en condena por difamación. Naturalmente, es algo que lamentamos pero ya tendremos ocasión de retomar la historia en su momento.

– ¿Qué quiere decir con «retomar la historia»? -preguntó el periodista.

– Que, cuando llegue la hora, contaremos nuestra versión de lo sucedido, algo que, de facto, aún no hemos hecho.

– ¿Y por qué no lo hicieron en el juicio?

– Optamos por no contarlo. Pero, por supuesto, vamos a continuar con nuestra línea de periodismo de investigación.

– ¿Eso significa que siguen defendiendo la historia por la que les condenaron?

– De momento no tengo más comentarios al respecto.

– Pero tras la sentencia despidieron a Mikael Blomkvist.

– En absoluto, se equivoca. Lea nuestro comunicado de prensa. Mikael necesitaba un merecido descanso. Volverá como editor jefe más tarde, este mismo año

La cámara ofreció una visión panorámica de la redacción, mientras el presentador resumía el agitado pasado de Millennium, una singular y rebelde revista. Mikael Blomkvist no se encontraba en disposición de hacer comentarios. Acababa de ser encerrado en el centro penitenciario de Rullåker, situado junto a un pequeño lago en medio del bosque, a unos diez kilómetros de Östersund, en la provincia de Jämtland.

A un lado de la imagen televisiva, Lisbeth Salander vio, de repente, a Dirch Frode apareciendo por una puerta de la redacción. Pensativa, arqueó las cejas y se mordió el labio inferior.


Había sido un lunes pobre en sucesos, así que en la edición de las nueve le dedicaron cuatro minutos enteros a Henrik Vanger. La entrevista tuvo lugar en un estudio de la televisión local de Hedestad. El periodista empezó diciendo que «después de dos décadas de silencio, el legendario industrial Henrik Vanger vuelve a estar en el candelero». El reportaje se inició presentando la vida de Henrik Vanger con unas imágenes televisivas en blanco y negro, donde se le veía con el primer ministro Tage Erlander inaugurando fábricas en los años sesenta. Luego, la cámara enfocó el sofá del estudio donde Henrik Vanger estaba confortable y tranquilamente sentado, con las piernas cruzadas. Llevaba una camisa amarilla, una estrecha corbata verde y una cómoda americana marrón oscuro. A nadie se le pasó por alto que era como un viejo y demacrado espantapájaros, pero hablaba con una voz firme y clara. Y sin pelos en la lengua. El reportero comenzó por preguntar qué le había llevado a ser socio de Millennium.

– Millennium es una revista muy buena que llevo siguiendo desde hace varios años. Hoy en día se encuentra asediada. Tiene poderosos enemigos que lo han organizado todo para que los anunciantes la boicoteen y se hunda por completo.

Evidentemente, el periodista no estaba preparado para una respuesta así, pero enseguida se olió que la historia, ya de por sí bastante particular, cobraba un carácter totalmente inesperado.

– ¿Y quién está detrás de ese boicot?

– Es una de las cosas que Millennium, va a estudiar minuciosamente. Pero permítame aprovechar esta oportunidad para comunicar que Millennium no se va a dejar hundir tan fácilmente.

– ¿Es ésa la razón por la que usted ha entrado en la revista como socio?

– Sería muy triste para la libertad de expresión que los intereses particulares tuvieran el poder de acallar las voces de los medios de comunicación que les parecen molestas.

Henrik Vanger hablaba como si su punto de vista cultural fuese de lo más radical y llevara toda la vida luchando por la libertad de expresión. En la sala de televisión del centro penitenciario de Rullåker que estrenaba esa noche, Mikael Blomkvist soltó una inesperada carcajada. Los otros reclusos lo miraron de reojo con cierta inquietud.

Más tarde -echado sobre la cama de su celda, que le recordaba a una pequeña habitación de motel, amueblada con una mesita, una silla y una estantería fija en la pared- admitió que Henrik y Erika habían tenido razón en cuanto a cómo se debía lanzar la noticia. Sin comentar el tema con nadie, ya sabía que algo había cambiado con respecto a la opinión que la gente tenía de Millennium.

La aparición de Henrik Vanger no era más que una directa declaración de guerra contra Hans-Erik Wennerström. El mensaje era claro como el agua: ya no te estás enfrentando a una revista con seis empleados cuyo presupuesto anual equivale al de una simple comida de negocios del Wennerstroem Group. Ahora también te enfrentas a las empresas Vanger, que, bien es cierto, no son más que una sombra de la grandeza de antaño, pero que, aun así, constituyen un desafío bastante mayor. Wennerström podía elegir: o retirarse del conflicto o intentar aniquilar también a las empresas Vanger.

Lo que Henrik Vanger acababa de decir por televisión significaba que estaba dispuesto a luchar. Puede que no tuviera nada que hacer contra Wennerström, pero la guerra iba a salirle muy cara.

Erika había medido sus palabras con mucho esmero. En realidad, no dijo nada, pero la afirmación de que la revista todavía «no había dado cuenta de su versión» sugería que, efectivamente, había algo que contar. A pesar de que Mikael había sido acusado y condenado e, incluso, encarcelado, Erika sostuvo -sin decirlo- que era realmente inocente y existía otra verdad.

Al no haber usado abiertamente la palabra «inocente», su inocencia parecía más obvia. El hecho de que se le pensara restituir como responsable de la revista subrayaba que Millennium no tenía nada de que avergonzarse. A ojos del público, la credibilidad no era un problema: a todo el mundo le gustan las teorías conspirativas y, a la hora de elegir entre un empresario forrado y una redactora jefe rebelde y guapa, no resultaba difícil adivinar hacia dónde se inclinarían las simpatías. Aunque los medios de comunicación no iban a tragarse la historia tan fácilmente, tal vez Erika hubiera desarmado ya a unos cuantos críticos que no se atreverían a plantarles cara.

En realidad, ninguno de los acontecimientos del día provocó un cambio en la situación, pero les permitió ganar tiempo y modificar levemente el equilibrio de fuerzas. Mikael se imaginó que esa noche Wennerström lo estaría pasando mal. Wennerström desconocía si ellos sabían mucho o poco, de modo que tendría que averiguarlo antes de efectuar su próxima jugada.


Tras haber visto su propia aparición televisiva, seguida de la de Henrik Vanger, Erika, con gesto adusto, apagó la televisión y el vídeo. Miró el reloj: las tres menos cuarto de la madrugada; se resistió al impulso de llamar a Mikael. Estaba preso y resultaba improbable que tuviera el móvil en la celda. Ella había llegado tan tarde al chalé de Saltsjöbaden que su marido ya dormía. Se levantó, se dirigió al mueble bar, se sirvió una considerable cantidad de Aberlour -casi nunca tomaba alcohol, como mucho una vez al año-, y se sentó junto a la ventana mirando al mar y al faro del estrecho de Skuru.

Aquella vez, cuando se quedaron solos tras cerrar el acuerdo con Henrik Vanger, Mikael y Erika intercambiaron unas palabras bastante fuertes. A lo largo de los años habían discutido en más de una ocasión sobre cómo enfocar un texto, cómo maquetar, cómo evaluar la credibilidad de las fuentes y miles de cosas relacionadas con la edición de una revista. Pero la discusión en la casa de invitados de Henrik Vanger tocó una serie de principios que le hicieron aventurarse por terreno resbaladizo.

– Ahora no sé qué hacer -le había dicho Mikael-. Henrik Vanger me ha contratado para redactar su autobiografía. Hasta hoy yo podía levantarme e irme en cuanto intentara hacerme escribir alguna mentira, o tan pronto como quisiera convencerme de que debía cambiar el enfoque de la historia. Ahora es uno de los propietarios de nuestra revista, más aún, es el único que tiene suficientes medios económicos para salvarla. De repente, me encuentro jugando a dos bandas, cosa que a la comisión de ética profesional, sin duda, no le gustaría lo más mínimo.

– ¿Tienes alguna idea mejor? -replicó Erika-. Éste es el momento de soltarla, antes de pasar a limpio el acuerdo y firmarlo.

– Ricky, Vanger nos está utilizando para llevar a cabo su venganza personal contra Hans-Erik Wennerström.

– So what? Si alguien busca la venganza personal contra Wennerström, somos nosotros.

Mikael le volvió la espalda e, irritado, encendió un cigarrillo. La discusión continuó un buen rato, hasta que Erika se fue al dormitorio, se desnudó y se acostó. Fingía dormir cuando, dos horas más tarde, Mikael se metió en la cama a su lado.

Esa misma noche, un periodista del Dagens Nyheter le había hecho una pregunta idéntica:

– ¿Cómo va a poder Millennium defender su independencia con credibilidad?

– ¿Qué quieres decir?

El periodista arqueó las cejas. Le pareció que la pregunta había sido lo suficientemente clara, pero, aun así, se explicó.

– El cometido de Millennium consiste, entre otras cosas, en vigilar de cerca a las empresas. Pero ahora, ¿cómo podría defender, de manera creíble, que hace lo mismo con las empresas Vanger?

Erika lo miró perpleja, como si la pregunta la hubiese cogido completamente por sorpresa.

– ¿Quieres decir que la credibilidad de Millennium va a disminuir simplemente porque un conocido inversor con recursos haya entrado en escena?

– Pues sí, creo que resulta bastante obvio que a partir de ahora la revista no podrá examinar a las empresas Vanger con credibilidad.

– ¿Y esa regla sólo se aplica a Millennium?

– ¿Perdón?

– Quiero decir: tú sí que trabajas para un periódico que está en manos de importantes intereses económicos. ¿Significa eso que ninguno de los periódicos publicados por el Grupo Bonnier tiene credibilidad? La propietaria de Aftonbladet es una gran empresa noruega que, a su vez, desempeña un importante papel dentro del mundo de la informática y la comunicación. ¿Quiere decir que la cobertura que Aftonbladet lleva a cabo sobre la industria electrónica no resulta creíble? El dueño de Metro es el Grupo Stenbeck. ¿Estás afirmando, acaso, que ningún periódico sueco que esté en manos de importantes intereses económicos tiene credibilidad?

– No, claro que no.

– Entonces, ¿por qué insinúas que la credibilidad de Millennium va a reducirse por el simple hecho de que nosotros también tengamos patrocinadores?

El periodista levantó las manos.

– Vale, retiro la pregunta.

– No. No lo hagas. Quiero que escribas exactamente lo que te acabo de decir. Y puedes añadir que si el Dagens Nyheter se compromete a observar más detenidamente a las empresas Vanger, nosotros haremos lo mismo con el Grupo Bonnier.

Pero sí que era un dilema ético.

Mikael trabajaba para Henrik Vanger, quien, a su vez, se encontraba en posición de hundir a Millennium de un solo plumazo. Si Mikael y Henrik Vanger se enemistaran por algún motivo, ¿qué ocurriría?

Y, sobre todo, ¿qué precio ponía ella a su propia credibilidad, y en qué momento pasaría de ser una redactora independiente a una corrupta? No le gustaban ni las preguntas ni las respuestas.


Lisbeth Salander se desconectó de la red y apagó su PowerBook. No tenía trabajo pero sí hambre. Lo primero no la preocupaba, especialmente desde que había recuperado el control de su cuenta corriente, y el abobado Bjurman se había convertido en una simple molestia pasajera del pasado. Lo del hambre lo solucionó yendo a la cocina y poniendo la cafetera. Se preparó tres grandes rebanadas de pan con queso, paté de pescado y un huevo duro muy cocido: era lo primero que tomaba en muchas horas. Mientras repasaba la información que había bajado de Internet, se lo comió todo en el sofá del salón.

Un tal Dirch Frode, de Hedestad, la había contratado para hacer una investigación personal sobre Mikael Blomkvist, condenado a prisión por difamar al empresario Hans-Erik Wennerström. Unos meses después, Henrik Vanger, también de Hedestad, entraba en la junta directiva de Millennium y declaraba que existía una conspiración para hundir a la revista, todo ello el mismo día en el que Mikael Blomkvist ingresaba en la cárcel. Y lo más fascinante: un artículo publicado hacía dos años sobre el pasado de Hans-Erik Wennerström, «Con las manos vacías», que había encontrado en la edición digital de la revista Finansmagasinet Monopol. Allí estaba escrito que inició su despegue económico precisamente en las empresas Vanger, a finales de los años sesenta.

No hacía falta ser un superdotado para llegar a la conclusión de que los acontecimientos, de alguna forma, debían de estar relacionados. En algún sitio había gato encerrado y a Lisbeth Salander le encantaba soltar a los gatos encerrados. Además, no tenía nada mejor que hacer.

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