En Suecia el trece por ciento de las mujeres han sido víctimas
de una violencia sexual extrema fuera del ámbito de sus relaciones sexuales.
Mikael Blomkvist abandonó el centro penitenciario de Rullåker el viernes 16 de mayo, dos meses después de haber sido encarcelado. El mismo día en el que ingresó había presentado, sin muchas esperanzas, una petición de reducción de condena. Nunca le quedaron claras las causas técnicas por las que lo soltaron, pero sospechaba que tal vez tuviera que ver con el hecho de no haber utilizado ninguno de sus permisos de fin de semana, y con que la ocupación del centro fuera de cuarenta y dos personas, cuando el número de plazas se calculaba en treinta y una. Fuera como fuese, el director, un exiliado polaco de unos cuarenta años llamado Peter Sarowsky, con quien Mikael se entendía muy bien, dio el visto bueno para acortarle el tiempo de condena.
Los días que pasó en Rullåker resultaron tranquilos y agradables. El centro estaba destinado -en palabras de Sarowsky- a gente que se había metido en líos y a conductores ebrios, no a verdaderos criminales. Las rutinas diarias recordaban a las de un albergue. Sus cuarenta y un compañeros de prisión, la mitad de los cuales estaba compuesta por inmigrantes de segunda generación, consideraban a Mikael como una especie de rara avis dentro del grupo, lo cual -¿qué duda cabía?- resultaba cierto. Era el único prisionero que salía en la tele, lo que le otorgaba cierto estatus; ninguno de ellos lo consideraba un delincuente de verdad.
El director tampoco lo hacía. Ya el primer día mantuvo una entrevista con Mikael en la que le ofreció no sólo ayuda psicológica y orientación profesional, sino también la posibilidad de asistir a los cursos de Komvux o de realizar otro tipo de estudios. Mikael replicó que no tenía necesidad alguna de reinsertarse socialmente; hacía ya varias décadas que había terminado sus estudios, y ya contaba con un trabajo. En cambio, pidió que le dejaran usar su iBook en la celda para continuar escribiendo el libro que le habían encargado. Su solicitud fue concedida sin problema; Sarowsky le proporcionó, incluso, un armario con llave a fin de poder dejar el ordenador en la celda sin que se lo robaran ni se lo destrozaran. De todos modos, no era muy probable que eso ocurriera; todo el mundo adoptó más bien una actitud protectora hacia Mikael.
Así que pasó dos meses relativamente agradables trabajando unas seis horas diarias en la crónica de la familia Vanger. El trabajo sólo era interrumpido por un par de horas de tareas de limpieza o actividades recreativas. Mikael y dos compañeros, uno de Skövde y otro de origen chileno, se encargaban de limpiar el gimnasio del centro todos los días. Las actividades recreativas consistían en ver la televisión, jugar a las cartas o ir al gimnasio. Mikael descubrió que el póquer no se le daba del todo mal, pero aun así perdió unas cuantas monedas de cincuenta céntimos cada día. Las normas del centro permitían el juego siempre y cuando las apuestas no pasaran de cinco coronas.
Recibió el aviso de su liberación anticipada el día anterior, cuando Sarowsky lo llevó a su despacho y lo invitó a un chupito de aguardiente. Por la noche Mikael cogió su ropa y sus cuadernos e hizo las maletas.
Una vez en libertad, Mikael volvió directamente a la casita de Hedeby. Nada más poner los pies en el porche oyó un maullido; la gata de color pardo rojizo le daba la bienvenida frotándose contra sus piernas.
– Vale, entra -dijo-. Pero no me ha dado tiempo a comprar leche.
Deshizo las maletas. Tenía la impresión de haber vuelto de unas vacaciones y, de hecho, descubrió que echaba de menos a Sarowsky y a sus compañeros de prisión. Por absurdo que pareciera, se lo había pasado bien en Rullåker. La liberación llegó de manera tan imprevista que no le dio tiempo de avisar a nadie.
Eran más de las seis de la tarde. Subió apresuradamente hasta el Konsum para comprar unos artículos de primera necesidad antes de que cerraran. Al volver encendió su móvil y llamó a Erika, cuyo contestador le informó de que en ese momento estaba apagado o fuera de cobertura. Le dejó un mensaje: ya hablarían al día siguiente.
Después, subió a visitar a su jefe, a quien encontró en la planta baja. Al ver a Mikael arqueó las cejas, asombrado.
– ¿Te has escapado? -fue lo primero que dijo.
– Liberación legal anticipada.
– ¡Vaya sorpresa!
– Para mí también lo ha sido. Me lo dijeron anoche.
Se miraron unos segundos. Luego el viejo sorprendió a Mikael rodeándole con sus brazos y dándole un fuerte abrazo.
– Estaba a punto de cenar. Acompáñame.
Anna sirvió un pastel al horno a base de panceta con salsa de arándanos rojos. Estuvieron conversando en el comedor casi dos horas.
Mikael le dio cumplida cuenta de hasta dónde había llegado con la crónica, así como de los puntos en los que había encontrado grietas y fisuras. No hablaron de Harriet Vanger, pero abordaron el tema de Millennium en profundidad.
– La junta directiva se ha reunido en tres ocasiones. La señorita Berger y Christer Malm tuvieron la deferencia de celebrar aquí arriba dos de los encuentros; el tercero fue en Estocolmo, donde Dirch me representó. Ojalá tuviera unos cuantos años menos y no me resultara tan cansado viajar. Intentaré bajar este verano.
– No creo que suponga ningún problema celebrar las reuniones aquí arriba -dijo Mikael-. Bueno, ¿y qué tal llevas lo de ser socio de la revista?
Henrik mostró una media sonrisa.
– La verdad es que es lo más divertido que he hecho en muchos años. He echado un vistazo a las cuentas y no tienen mala pinta. Voy a tener que invertir menos dinero del que pensaba: el abismo entre ingresos y gastos se va reduciendo.
– He hablado con Erika una o dos veces por semana. Tengo entendido que el tema de los ingresos por publicidad se ha consolidado.
Henrik Vanger asintió con la cabeza.
– Va por buen camino, aunque llevará su tiempo. Al principio, unas empresas del Grupo Vanger entraron y compraron unas páginas en señal de apoyo. Pero lo verdaderamente importante es que ya hemos recuperado a dos antiguos anunciantes: una compañía de telefonía móvil y una agencia de viajes -dijo, mostrando una sonrisa de oreja a oreja-. Además, hemos hecho una campaña más personal entre los viejos enemigos de Wennerström. Y créeme, los hay de sobra.
– ¿Sabes algo de Wennerström?
– No, no directamente. Pero hemos filtrado la noticia de que Wennerström anda detrás del boicot realizado a Millennium, así que ha ofrecido una imagen bastante mezquina. Parece ser que un periodista del Dagens Nyheter le preguntó sobre el tema y Wennerström le salió con una impertinencia.
– Estás disfrutando con todo esto, ¿eh?
– «Disfrutar» no es la palabra. Debería haberme metido en esto hace años.
– ¿Qué es realmente lo que hay entre tú y Wennerström?
– Ni lo intentes… Ya te lo contaré a finales de año.
Se respiraba una agradable sensación de primavera en el aire. Cuando Mikael se despidió de Henrik, hacia las nueve, ya se había hecho de noche. Dudó un instante antes de llamar a la puerta de la casa de Cecilia Vanger.
No estaba seguro de lo que se iba a encontrar. Cecilia Vanger lo miró asombrada y, acto seguido, pareció sentirse incómoda, pero lo dejó entrar hasta el vestíbulo. Se quedaron de pie, sin saber qué hacer ni qué decir. Ella también le preguntó si se había escapado y él le explicó lo sucedido.
– Sólo quería saludarte. ¿Te pillo en mal momento?
Ella evitó su mirada. Mikael advirtió de inmediato que no estaba muy contenta de verlo.
– No… no; entra. ¿Quieres un café?
– Con mucho gusto.
La acompañó hasta la cocina. Cecilia le dio la espalda mientras llenaba la cafetera de agua. Mikael se acercó y le puso una mano sobre el hombro. Ella se quedó de piedra.
– Cecilia, me da la sensación de que no tienes muchas ganas de invitarme a tomar un café.
– No te esperaba hasta dentro de un mes. Me has cogido desprevenida.
Mikael percibió su malestar y le dio la vuelta para poder ver su cara. Permanecieron callados un instante. Ella seguía sin querer mirarlo a los ojos.
– Cecilia, deja el café. ¿Hay algún problema?
Ella negó con la cabeza e inspiró profundamente.
– Mikael, quiero que te vayas. No me preguntes nada. Simplemente márchate.
Mikael se fue camino a casa. Al llegar, indeciso, se quedó parado junto a la verja. Acto seguido, bajó hasta la orilla, junto al puente, y se sentó encima de una piedra. Encendió un cigarrillo mientras ponía en orden sus pensamientos, preguntándose qué podía haber cambiado la actitud de Cecilia Vanger de un modo tan drástico.
De repente escuchó el ruido de un motor y vio un gran barco blanco entrando en el estrecho por debajo del puente. Al pasar ante él, Mikael descubrió a Martin Vanger al timón, con la mirada concentrada en el agua a fin de sortear los posibles escollos. La embarcación era un yate de recreo de doce metros de eslora. Una máquina de un poderío impresionante. Se levantó y caminó por la orilla siguiéndolo. Descubrió, entonces, que ya había más barcos en el agua -lanchas motoras, veleros y numerosos Pettersson- amarrados en distintos embarcaderos. En uno de ellos vio un IF cabalgando sobre las olas que el yate generaba al pasar. También había barcos más grandes y caros, entre los que divisó un Hallberg-Rassy. Era ya casi verano, así que pudo advertir la división social que había también en la vida marinera de Hedeby. Martin Vanger poseía, sin duda, el barco más grande y costoso de aquel lugar.
Se detuvo bajo la casa de Cecilia Vanger y miró de reojo hacia las ventanas iluminadas de la planta superior. Luego volvió a casa y puso la cafetera. Mientras esperaba que el café estuviera listo, entró un momento en su cuarto de trabajo.
Antes de ingresar en la cárcel, había devuelto a Henrik Vanger la mayoría de la documentación relativa a Harriet. No le pareció muy apropiado dejar todo ese material en una casa solitaria durante tanto tiempo. Ahora los estantes estaban vacíos. Todo lo que le quedaba de la investigación eran cinco de los cuadernos personales de Henrik Vanger, que se había llevado a Rullåker y que, a estas alturas, ya conocía de memoria. Y además, advirtió, un álbum de fotos que había olvidado en lo alto de la librería.
Lo cogió y se lo llevó a la cocina. Se sirvió el café y se sentó a hojear el álbum. Se trataba de las fotos hechas el día en el que Harriet desapareció. Al principio, la última instantánea de Harriet en el desfile del Día del Niño, en Hedestad. Luego seguían ciento ochenta fotografías, extremadamente nítidas, del accidente del camión cisterna en el puente. Ya había estudiado varias veces el álbum; foto a foto y con la ayuda de una lupa. Ahora lo repasaba distraídamente; sabía que no encontraría nada que le aportara algo nuevo. De repente, se sintió harto del misterio de Harriet Vanger y cerró el álbum de un golpe.
Inquieto, se acercó a la ventana y dirigió su mirada a la oscuridad.
Luego volvió a mirar el álbum de fotos. Fue incapaz de explicar muy bien por qué, pero, de pronto, un fugaz pensamiento le vino a la mente, como si hubiese reaccionado ante algo que acababa de ver, como si un espíritu invisible le hubiese soplado suavemente en el oído. Se le puso el vello de punta.
Se sentó y volvió a abrir el álbum. Lo repasó página a página, examinando cada una de las fotos del puente. Contempló la versión joven de Henrik Vanger, empapado de fuel-oil, y la de Harald Vanger, un hombre al que todavía no le había visto el pelo. La barandilla destrozada del puente, los edificios, las ventanas y los vehículos que se veían en las imágenes… No le resultó nada difícil identificar a Cecilia Vanger, de veinte años de edad, en medio de la muchedumbre de espectadores. Llevaba un vestido claro y una chaqueta oscura y se la veía en una veintena de fotos.
Sintió una repentina emoción. Con los años, Mikael había aprendido a fiarse de sus instintos. Había algo en el álbum que llamaba su atención, pero no sabía definir lo que era exactamente.
A las once de la noche seguía sentado a la mesa de la cocina, observando fijamente las fotos, cuando oyó abrirse la puerta.
– ¿Puedo entrar? -preguntó Cecilia Vanger.
Sin esperar una respuesta se sentó frente a él, al otro lado de la mesa. Mikael tuvo una extraña sensación de déjà vu. Ella llevaba un vestido claro, amplio y fino, y una chaqueta de color gris azulado, una ropa casi idéntica a la que vestía en las fotos de 1966.
– Tú eres el problema -dijo ella.
Mikael arqueó las cejas.
– Perdóname, pero antes me cogiste completamente desprevenida. Ahora me siento fatal, no puedo dormir.
– ¿Por qué te sientes mal?
– ¿No lo entiendes?
Mikael negó con la cabeza.
– ¿Te lo puedo contar sin que te rías de mí?
– Prometo no reírme.
– Cuando te seduje este invierno no se trataba más que de un acto impulsivo de locura. Quería divertirme. Nada más. Aquella primera noche sólo tenía ganas de marcha, y ninguna intención de iniciar una relación más duradera contigo. Luego se convirtió en otra cosa. Quiero que sepas que las semanas en las que fuiste mi occasional lover fueron algunas de las mejores de mi vida.
– Yo también me lo pasé muy bien.
– Mikael, durante todo este tiempo te he mentido y me he estado mintiendo a mí misma. En el terreno sexual nunca he sido demasiado desinhibida. He tenido cinco o seis parejas a lo largo de mi vida. La primera vez tenía veintiún años. Luego, con veinticinco años, conocí a mi marido, que resultó ser un hijo de puta. Y después, en unas cuantas ocasiones, estuve con tres hombres distintos, a los cuales conocí con un par de años de intervalo. Pero tú me has sacado algo que yo llevaba dentro. Y siempre quería más. Será porque contigo todo resultaba muy fácil y no había exigencias ni compromisos de ningún tipo.
– Cecilia, no hace falta que…
– Shh, no me interrumpas. Si lo haces, nunca seré capaz de contártelo.
Mikael se calló.
– El día que ingresaste en prisión lo pasé muy mal. De repente ya no estabas, como si nunca hubieses existido. La casa de invitados a oscuras; mi cama, fría y vacía. De pronto volví a ser tan sólo una vieja de cincuenta y seis años. -Permaneció un momento en silencio, mirándolo a los ojos-. Me enamoré de ti este invierno. Sin querer, pero pasó. Y en un abrir y cerrar de ojos me di cuenta de que tú estás aquí de paso y de que un día te habrás ido para siempre, mientras que yo me quedaré para el resto de mis días. Me dolió tanto que decidí no dejarte entrar en mi casa cuando salieras de la cárcel.
– Lo siento.
– No es culpa tuya.
Permanecieron un rato callados.
– Cuando te fuiste esta noche, rompí a llorar. Ojalá tuviera otra oportunidad para volver a vivir mi vida. Luego tomé una decisión.
– ¿Cuál?
Ella bajó la mirada.
– Que debo estar absolutamente loca si dejo de verte tan sólo porque un día no estarás. Mikael, ¿podemos volver a empezar? ¿Puedes olvidar lo que ha pasado esta noche?
– Está olvidado -dijo Mikael-. Pero gracias por contármelo.
Ella seguía con la mirada baja.
– Si quieres hacerme tuya, yo estaré encantada.
En ese mismo momento Cecilia volvió a mirarle a los ojos. Luego se levantó y se acercó a la puerta del dormitorio. Mientras iba caminando dejó caer la chaqueta al suelo y se sacó el vestido por la cabeza.
El ruido de la puerta y unos pasos en la cocina despertaron, a la vez, a Mikael y Cecilia. Oyeron cómo alguien soltaba una maleta en el suelo junto a la cocina de hierro. Cuando se quisieron dar cuenta, Erika estaba ya en la puerta del dormitorio con una sonrisa que se transformó en espanto.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó, dando un paso atrás.
– Hola, Erika -dijo Mikael.
– Hola. Perdóname. Te pido mil veces disculpas por haber irrumpido así en tu casa. Debería haber llamado antes.
– Nosotros deberíamos haber cerrado la puerta con llave. Erika: ésta es Cecilia Vanger. Cecilia: Erika Berger es la redactora jefe de Millennium.
– Hola -dijo Cecilia.
– Hola -contestó Erika.
Dio la impresión de no saber muy bien si acercarse para darle la mano educadamente, o simplemente alejarse de allí.
– Eh, yo… me voy a dar un paseo…
– Mejor te quedas y pones la cafetera. ¿Qué te parece?
Mikael echó un vistazo al despertador de la mesilla. Más de las doce.
Erika asintió con la cabeza y cerró la puerta. Mikael y Cecilia se miraron. Cecilia parecía incómoda. Habían hecho el amor y luego se quedaron hablando hasta las cuatro de la madrugada. Después Cecilia dijo que pensaba pasar la noche con él y que a partir de ese momento le importaba una mierda que alguien se enterara de que Mikael se la follaba. Había dormido dándole la espalda y con el brazo de él alrededor de su pecho.
– Oye, no pasa nada, ¿vale? -dijo Mikael-. Erika está casada y no es mi novia. Nos vemos de vez en cuando, pero a ella no le importa lo más mínimo si tú y yo tenemos una aventura. Aunque creo que en este momento se sentirá, sin duda, muy incómoda.
Cuando entraron en la cocina, poco después, Erika ya había preparado el desayuno y puesto sobre la mesa café, zumo, mermelada de naranja, queso y pan tostado. Olía muy bien. Cecilia se dirigió directamente a Erika y le tendió la mano.
– Ha sido todo muy rápido ahí dentro. Hola.
– Cecilia, por favor, perdóname por entrar así, como un torbellino -dijo Erika verdaderamente afligida.
– Olvídalo, por Dios. Venga, vamos a tomar café.
– Hola -dijo Mikael, abrazando a Erika antes de sentarse-. ¿Cómo has llegado?
– Subí en coche esta mañana. ¿Cómo si no? Recibí tu mensaje a las dos de la madrugada; te he llamado varias veces.
– Tenía el móvil apagado -dijo Mikael mientras le dedicaba una sonrisa a Cecilia Vanger.
Después del desayuno, Erika se disculpó y dejó solos a Mikael y Cecilia con el pretexto de que debía saludar a Henrik Vanger. Cecilia quitó la mesa dándole la espalda a Mikael. Él se acercó a ella y la rodeó con los brazos.
– ¿Y ahora qué? -dijo Cecilia.
– Nada. Todo sigue igual; Erika es mi mejor amiga. Llevamos veinte años juntos, con interrupciones esporádicas, y espero continuar veinte años más. Pero nunca hemos sido una pareja y nunca nos entrometemos en las aventuras del otro.
– ¿Es eso lo que hay entre tú y yo? ¿Una aventura?
– No sé cómo definir lo que hay entre nosotros dos, pero lo cierto es que estamos bien juntos.
– ¿Dónde va a dormir esta noche?
– Ya le encontraremos una habitación en algún sitio. En casa de Henrik, por ejemplo. No va a pasar la noche en mi cama.
Cecilia reflexionó un instante.
– No sé si podré con todo esto. Quizá tú y ella seáis así, pero no sé… yo nunca… -dijo, negando con la cabeza-. Voy a mi casa. Necesito pensar un poco en todo esto.
– Cecilia, me lo preguntaste una vez, y te conté la relación que había entre Erika y yo. Su existencia no debería representar una sorpresa para ti.
– Es verdad. Pero mientras estuviera a una prudente distancia, allí abajo, en Estocolmo, podía ignorarla. -Cecilia se puso la chaqueta-. Tiene gracia la situación -sentenció sonriendo-. Ven a cenar esta noche. Tráete a Erika. Creo que me va a caer bien.
Erika ya había solucionado el tema del alojamiento. En las anteriores ocasiones en las que subió a ver a Henrik Vanger se alojó en uno de los cuartos de invitados, así que simplemente le pidió que le volviera a dejar la habitación. Henrik apenas pudo disimular su satisfacción y le dijo, de todo corazón, que siempre sería bienvenida.
Una vez arregladas todas estas formalidades, Mikael y Erika dieron un paseo. Cruzaron el puente y acabaron en la terraza del Café de Susanne, poco antes de que cerrara.
– Estoy profundamente decepcionada -empezó diciendo Erika-. Subo hasta aquí para darte la bienvenida a la libertad y te pillo en la cama con la femme fatale del pueblo.
– Lo siento.
– Bueno, ¿y cuánto tiempo hace que tú y miss Big Tits…?
Erika hizo un gesto moviendo el dedo índice, como esperando que él terminara la frase.
– Más o menos desde que Henrik entró como socio.
– Ajá.
– Ajá, ¿qué?
– Nada, simple curiosidad.
– Cecilia es una buena persona. La quiero mucho.
– No te estoy criticando. Sólo estoy algo decepcionada. Me pones la miel en los labios y luego vas y me la quitas. ¿Qué tal en la cárcel?
– Como unas vacaciones de trabajo. ¿Y la revista?
– Mejor. Seguimos pisando la raya y estamos a punto de salirnos de la pista, pero, por primera vez en un año, la cantidad de anuncios está aumentando. Todavía nos encontramos muy por debajo del nivel de hace un año, pero por lo menos vamos remontando. Es gracias a Henrik. Lo extraño es que el número de suscriptores haya empezado a crecer.
– Suele variar bastante.
– Doscientos o trescientos arriba o abajo, sí. Pero es que en los últimos tres meses nos hemos hecho con tres mil nuevos suscriptores. El incremento ha sido bastante constante, algo más de doscientos cincuenta por semana. Al principio pensé que se trataba de una simple coincidencia, pero siguen llegando solicitudes. Es la mayor subida de tirada que hemos tenido jamás. Significa más beneficios que los que dan los anuncios. Por si fuera poco, parece que nuestros antiguos abonados, de manera más o menos general, están renovando sus suscripciones.
– ¿Por qué? -preguntó Mikael algo desconcertado.
– No lo sé. Lo cierto es que nadie lo entiende; no hemos hecho ninguna campaña. Christer se ha pasado una semana encuestando aleatoriamente a los recién abonados para averiguar cuál es su perfil. Para empezar, se trata de suscriptores completamente nuevos. En segundo lugar, el setenta por ciento son mujeres. Normalmente, se suele tener un setenta por ciento de hombres. En tercer lugar, los podríamos definir como gente de ingresos medios, residentes en las afueras y con trabajos cualificados: profesores, directivos, funcionarios.
– ¿La rebelión de la clase media contra el gran capital?
– No lo sé. Pero si sigue así, vamos a ver un cambio profundo en el perfil de nuestros suscriptores. Hace dos semanas celebramos una reunión en la redacción y decidimos introducir algunas novedades; quiero más artículos sobre temas sindicales relacionados con la TCO, la Confederación General de Funcionarios y Empleados y textos similares, pero también más reportajes de investigación sobre asuntos feministas, por ejemplo.
– Ten cuidado con no cambiar demasiado -respondió Mikael-. Si estamos ganando nuevos suscriptores, será, sin duda, porque les gusta la revista tal y como es.
Cecilia Vanger había invitado también a Henrik Vanger a la cena, posiblemente para reducir el riesgo de entrar en desagradables temas de conversación. Había preparado un guiso de carne de caza que acompañó con vino tinto. Erika y Henrik dedicaron gran parte de la conversación a hablar sobre el desarrollo de Millennium y los nuevos suscriptores, pero la conversación se fue yendo, paulatinamente, por otros derroteros. De buenas a primeras, Erika se dirigió a Mikael y le preguntó cómo avanzaba su trabajo.
– Espero tener listo un borrador de la crónica familiar dentro de más o menos un mes para que Henrik pueda echarle un vistazo.
– Una crónica al estilo de la familia Adams -sonrió Cecilia.
– Tiene ciertos aspectos históricos -admitió Mikael.
Cecilia miró de reojo a Henrik Vanger.
– Mikael, en realidad a Henrik no le interesa la crónica familiar. Quiere que resuelvas el misterio de la desaparición de Harriet.
Mikael no dijo nada. Desde que había iniciado su relación con Cecilia, hablaba con ella de manera bastante abierta sobre Harriet.
Cecilia ya había deducido que ésa era su verdadera misión, aunque él nunca se lo hubiera confirmado formalmente. Sin embargo, no le había contado a Henrik que Cecilia y él habían tratado el tema. Henrik arqueó ligeramente sus pobladas cejas. Erika permaneció callada.
– Por favor, Henrik -dijo Cecilia-. No soy tonta. No sé exactamente qué acuerdo tenéis entre los dos, pero él esta aquí por Harriet. ¿A que sí?
Henrik asintió con la cabeza y miró de reojo a Mikael.
– Ya te dije que es muy lista.
Luego se dirigió a Erika:
– Supongo que Mikael te ha explicado qué es lo que hace en Hedeby.
Ella asintió.
– Y supongo que piensas que es algo descabellado. No, no es preciso que contestes. En efecto, es una misión absurda y descabellada. Pero necesito saber la verdad.
– No tengo nada que objetar al respecto -dijo Erika diplomáticamente.
– Seguro que sí -contestó Henrik.
Acto seguido, se dirigió a Mikael:
– Dentro de poco habrán pasado seis meses. Cuéntanos, ¿has encontrado algo que no hayamos investigado ya?
Mikael evitó la mirada de Henrik. Enseguida recordó la extraña sensación que le invadió la noche anterior al estar hojeando el álbum de fotos. Aquella sensación llevaba acompañándole durante todo el día, pero no había tenido tiempo de sentarse y volver a abrir el álbum. No estaba seguro de si lo había soñado o no, pero sabía que se le había pasado por la mente algún pensamiento que estuvo a punto de tomar forma y convertirse en una idea decisiva e importante. Acabó por alzar la vista y mirar a Henrik Vanger negando con la cabeza.
– No he encontrado absolutamente nada.
El viejo lo observó con una atenta expresión en su rostro. Renunció a comentar la respuesta de Mikael y finalmente asintió.
– No sé qué pensáis vosotros, jóvenes, pero ya va siendo hora de que me retire. Gracias por la cena, Cecilia. Buenas noches, Erika. Pásate a verme mañana antes de irte.
En cuanto Henrik Vanger cerró la puerta, reinó el silencio. Fue Cecilia quien lo rompió.
– Mikael, ¿qué es lo que le ha pasado?
– Que Henrik Vanger es igual de sensible a las reacciones de la gente que un sismógrafo. Anoche, cuando pasaste a verme, estaba hojeando un álbum de fotos.
– Vi algo. No sé qué, no consigo precisar qué es. Fue algo que casi se convierte en idea, pero se me escapó.
– Pero ¿en qué estabas pensando?
– Simplemente no lo sé. Luego llegaste tú, y yo… mmm… tuve cosas más agradables en las que pensar.
Cecilia se ruborizó. Evitó la mirada de Erika y salió disparada a la cocina para preparar café.
Era un cálido y soleado día de mayo. La naturaleza había eclosionado, mostrando su mejor verdor, y Mikael se sorprendió a sí mismo canturreando la vieja canción tradicional Llega la época de las flores.
Erika pasó la noche en el cuarto de invitados de Henrik. Tras la cena, Mikael le había preguntado a Cecilia si quería compañía; ella le contestó que debía preparar las juntas de evaluación y que, además, se encontraba cansada y deseaba descansar. El lunes a primera hora de la mañana Erika se despidió de Mikael con un beso en la mejilla y abandonó la isla de Hedeby.
Cuando Mikael entró en la cárcel a mediados de marzo, la nieve todavía cubría el paisaje con su pesado manto. Ahora los abedules estaban echando sus primeras hojas y el césped de alrededor de su casa se mostraba abundante y rebosante de salud. Por primera vez tuvo la oportunidad de dar una vuelta por toda la isla. Hacia las ocho se fue a casa de Anna y pidió prestado un termo. Habló brevemente con Henrik, que se acababa de levantar, y éste le dejó su mapa de la isla. Quería echarle un vistazo a la cabaña de Gottfried, que, indirectamente, aparecía varias veces en la investigación policial, ya que Harriet había pasado algún tiempo allí. Henrik explicó que la cabaña pertenecía a Martin Vanger, pero que generalmente permanecía deshabitada desde hacía ya algunos años. Sólo en contadas ocasiones algún familiar se alojaba allí.
Mikael logró pillar a Martin Vanger justo de camino a su trabajo en Hedestad. Le explicó sus planes y pidió prestada la llave. Martin le observó con una divertida sonrisa.
– Supongo que la crónica familiar ha llegado al capítulo de Harriet.
– Sólo quería echar un vistazo…
Martin Vanger le rogó que esperara un momento y, en un abrir y cerrar de ojos, volvió con la llave.
– Entonces, ¿no te importa?
– Por mí, puedes instalarte allí si quieres. La verdad es que se trata de una casa mucho más agradable que la que tienes. La única pega es que está situada en la otra punta de la isla.
Mikael preparó café y unos sándwiches. Antes de salir, llenó una botella de agua y lo metió todo en una mochila que se colgó del hombro. Siguió un camino estrecho y medio cubierto de vegetación, que se extendía a lo largo de la bahía de la parte norte de la isla. La cabaña de Gottfried se encontraba al final de la punta, a unos dos kilómetros del pueblo, pero Mikael tardó sólo media hora en recorrer el trayecto a paso lento.
Martin Vanger tenía razón. Al salir de una curva del estrecho camino, un frondoso paraje apareció junto al agua. La vista era maravillosa. Enfrente quedaba la desembocadura del río; a la izquierda, el puerto de Hedestad, y a la derecha, el puerto industrial.
Le sorprendió que nadie hubiese ocupado la cabaña de Gottfried. Se trataba de una construcción rústica de madera, con troncos transversales de mordiente oscuro, el tejado de teja, los marcos de las ventanas pintados de verde, y un porche pequeño y soleado delante de la puerta de la entrada. Sin embargo, resultaba evidente que el mantenimiento de la cabaña y el jardín había sido desatendido durante bastante tiempo; la pintura de las puertas y de las ventanas se había desconchado, y lo que debería haber sido césped eran ahora unos arbustos de un metro de alto. Haría falta una buena jornada de trabajo, provisto de guadaña y sierra, para arreglar ese jardín.
Mikael abrió la puerta con la llave y, desde dentro, desatornilló las contraventanas. La estructura básica parecía ser un viejo granero de unos treinta y cinco metros cuadrados. El interior estaba revestido con unas tablas de madera y consistía en un solo espacio con amplias ventanas, a ambos lados de la puerta, cuyas vistas daban al mar. Al fondo, una escalera conducía a un loft abierto que abarcaba la mitad de la superficie de la cabaña. Debajo de la escalera había un pequeño hueco con una cocina de camping gas, un fregadero y un armario. El mobiliario era sencillo; a la izquierda de la puerta, un banco fijado a la pared, una desvencijada mesa de trabajo y una estantería con baldas de teca. Más abajo, en el mismo lado, había tres roperos. A la derecha de la puerta, una mesa redonda para comer con cinco sillas de madera y, en medio de la pared más corta, una chimenea.
La cabaña carecía de electricidad; en su lugar, había varias lámparas de queroseno. En una ventana había un viejo transistor de la marca Grundig con la antena rota. Mikael pulsó un botón para encenderlo, pero las pilas estaban gastadas.
Mikael subió por la estrecha escalera y paseó la mirada por todo el loft: una cama de matrimonio, un colchón sin ropa de cama, una mesilla de noche y una cómoda.
Mikael dedicó un rato a registrar la cabaña. Aparte de unas toallas y ropa blanca con un débil olor a moho, no vio nada más en el interior de la cómoda. En los armarios había unas viejas prendas de ropa de trabajo, un mono, un par de botas de agua, un par de desgastadas zapatillas de deporte y una estufa de queroseno. Los cajones del escritorio contenían folios, lápices, un cuaderno vacío, una baraja de cartas y unos puntos de libro. El armario de la cocina contenía platos, tazas de café, vasos, velas, unos paquetes de sal, bolsitas de té y cosas por el estilo. En un cajón de la mesa que servía para comer descubrió unos cubiertos.
Los únicos vestigios de naturaleza intelectual los encontró en la estantería de encima del escritorio. Mikael cogió una silla y se subió encima para echar un vistazo a los estantes. En el inferior, vio unos números atrasados de las revistas Se, Rekordmagasinet, Tidsfördriv y Lektyr, de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. También Bildjournalen de 1965 y 1966, Mitt Livs Novell y unos cuantos tebeos: 91:an, Fantomen y Romans. Mikael abrió un ejemplar de Lektyr de 1964 y constató que la mujer del póster central tenía un aspecto bastante inocente.
Allí habría unos cincuenta libros. Aproximadamente la mitad eran novelas negras, edición de bolsillo, pertenecientes a la serie Manhattan de la editorial Wahlström. Mickey Spillane aparecía en títulos como No esperes ninguna clemencia, con la clásica portada de Bertil Hegland. También encontró media docena de libros Kitty, algunos ejemplares de Los cinco de Enid Blyton y un volumen de Los detectives gemelos de Sivar Ahlrud: El misterio del metro. Mikael sonrió con nostalgia. Tres libros de Astrid Lindgren: Los niños de Bullerbyn, El superdetective Kalle Blomkvist y Rasmus, y Pippi Calzaslargas. El estante superior tenía un libro que hablaba sobre la radio de onda corta, dos libros de astronomía, uno sobre pájaros, otro titulado El imperio del mal, que trataba de la Unión Soviética, uno más sobre la guerra de Invierno de Finlandia, el catecismo de Lutero, un libro de salmos y la Biblia.
Mikael abrió la Biblia y en la parte interior de la cubierta pudo leer: «Harriet Vanger, 12/5/1963». La Biblia de la confirmación de Harriet. Algo desalentado, dejó el volumen en su sitio.
Justo detrás de la cabaña había un cobertizo para guardar leña y herramientas, con una guadaña, un rastrillo, un martillo y una caja con un montón de clavos desordenados, cepillos de carpintero, sierras y otras herramientas. El retrete estaba situado al este, adentrándose unos veinte metros en el bosque. Mikael dio una vuelta para husmear un rato y luego volvió a la cabaña. Sacó una silla, se sentó en el porche y se sirvió café del termo. Encendió un cigarrillo y se puso a mirar, a través de una cortina de espesa vegetación, la bahía de Hedestad.
La cabaña de Gottfried era considerablemente más modesta de lo que esperaba. Éste era el lugar al que se había retirado el padre de Harriet y Martin cuando su matrimonio con Isabella empezó a hacer aguas, a finales de los años cincuenta. Éste era el lugar donde vivía y se emborrachaba. Y allí abajo, junto al embarcadero, se ahogó con una alta concentración de alcohol en la sangre. Sin duda, la vida en la cabaña sería agradable en verano, pero cuando las temperaturas se acercaban a los cero grados tenía que haber sido fría y miserable. Según Henrik, Gottfried continuó cumpliendo con su trabajo en el Grupo Vanger, con alguna que otra interrupción durante sus períodos de desenfrenadas borracheras, hasta 1964. El hecho de que viviera en la cabaña, de manera más o menos permanente y que, aun así, consiguiera presentarse en el trabajo recién afeitado, limpio y vestido con chaqueta y corbata, dejaba entrever, a pesar de todo, cierta disciplina personal.
A esa cabaña, asimismo, había ido Harriet con bastante frecuencia. No en vano, fue uno de los primeros lugares a los que, tras su desaparición, habían acudido con la esperanza de encontrarla. Henrik contó que a lo largo de su último año de vida Harriet acudía frecuentemente a la cabaña, según parece, para que la dejaran en paz durante los fines de semana y las vacaciones. Aquel último verano vivió allí tres meses, aunque se acercaba al pueblo todos los días. También Anita Vanger, la hermana de Cecilia, se alojó en la cabaña durante seis semanas.
¿Qué habría estado haciendo allí tan sola? Las revistas, Mitt Livs Novell y Romans, al igual que los libros de Kitty, eran elocuentes. Quizá el cuaderno perteneciera a ella. Pero también estaba su Biblia.
¿Quería sentirse cerca de su padre ahogado? ¿Un período de luto por el que debía pasar? ¿Era tan sencilla la explicación? ¿O tenía que ver con sus meditaciones religiosas? La cabaña era sobria y monacal: ¿acaso quería vivir como en un convento?
Mikael continuó andando por la orilla en dirección sureste, pero el terreno estaba tan lleno de grietas y matojos de enebro que resultaba prácticamente intransitable. Regresó a la cabaña y volvió un trecho por el camino de Hedeby. Según el mapa, había un sendero en el bosque que conducía a un lugar que llamaban La Fortificación; le llevó veinte minutos encontrar la bifurcación del sendero, completamente cubierto por la vegetación. La Fortificación era lo que quedaba de la defensa de la costa que se hizo durante la segunda guerra mundial, búnqueres de hormigón con trincheras de combate distribuidas en torno al edificio del puesto de mando. Todo invadido de matorrales.
Mikael continuó caminando por el sendero y bajó hasta una caseta de barcos situada en un claro de bosque junto al mar. Al lado de la construcción encontró los restos del naufragio de un barco Pettersson. Regresó a La Fortificación y continuó por un sendero hasta un cercado: había llegado a la granja de Ostergården por la parte de atrás.
Siguió por el serpenteante sendero a través del bosque, que en algunos tramos discurría paralelamente a los sembrados de Ostergården. El camino resultaba de difícil tránsito: se vio obligado a vadear algunos humedales. Al final, llegó a un terreno pantanoso sobre el que había un granero. Según pudo ver, el sendero acababa allí, pero se encontraba a sólo cien metros del camino de Ostergården.
Al otro lado del camino se elevaba Söderberget. Mikael subió una empinada pendiente y, en el último trecho, tuvo que trepar. Söderberget terminaba en un acantilado prácticamente vertical sobre el mar. Mikael volvió a Hedeby siguiendo la loma de la montaña. Se detuvo por encima de las casetas dispuestas en torno al viejo puerto pesquero y disfrutó de la vista sobre éste, la iglesia y su propia casa. Se sentó en una roca y se sirvió una última taza de café, ya tibio.
No tenía ni idea de lo que hacía en Hedeby, pero le gustaba la vista.
Cecilia Vanger guardaba las distancias y Mikael no quería resultar pesado. Aun así, al cabo de una semana, fue a su casa y llamó a la puerta. Ella le dejó entrar y puso la cafetera.
– Pensarás que soy muy tonta: una respetable profesora de cincuenta y seis años de edad comportándose como una quinceañera.
– Cecilia, eres una persona adulta y tienes derecho a comportarte como te dé la gana.
– Ya lo sé. Por eso he decidido no verte más. No puedo…
– No tienes que darme ninguna explicación. Espero que sigamos siendo amigos.
– Quiero que sigamos siendo amigos. Pero no puedo tener una relación contigo, me supera. Las relaciones nunca han sido mi fuerte. Creo que necesito estar sola durante un tiempo.
Tras seis meses de infructuosas elucubraciones, una brecha se abrió en el caso Harriet Vanger cuando Mikael, un día de la primera semana de junio, encontró tres nuevas piezas del rompecabezas, dos de ellas gracias a su propio esfuerzo y, la tercera, con un poco de ayuda.
En cuanto Erika se marchó, Mikael cogió el álbum y se puso a mirar las fotos, una tras otra, durante muchas horas, intentando dar con lo que le había producido aquella zozobra. Al final, dejó el álbum y empezó a trabajar en la crónica familiar.
Uno de esos días de principios de junio, Mikael fue a Hedestad. Iba absorto en pensamientos completamente distintos cuando el autobús en el que viajaba enfiló Järnvägsgatan y, de repente, descubrió qué era lo que había estado madurando durante tanto tiempo en su cabeza. Surgió como un relámpago en medio de un cielo claro. Se quedó tan perplejo que continuó, sin darse cuenta, hasta la última parada, junto a la estación de tren. Luego regresó inmediatamente a Hedeby para confirmar que su memoria no le traicionaba.
Se trataba de la primera fotografía del álbum.
La última instantánea que existía de Harriet Vanger se había sacado aquel fatídico día en Järnvägsgatan, precisamente en esa misma calle de Hedestad, mientras presenciaba el desfile del Día del Niño.
Esa imagen desentonaba con el resto del álbum. Había ido a parar allí porque pertenecía al mismo día, pero era la única de las más de ciento ochenta fotos que no se centraba en el accidente del puente. Siempre que Mikael y, suponía, todos los demás miraban el álbum, eran las personas y los detalles del puente lo que captaban su atención. Una foto de la muchedumbre de Hedestad observando el desfile del Día del Niño, varias horas antes de los decisivos acontecimientos, no tenía nada de particular.
Sin duda, Henrik Vanger habría mirado la instantánea miles de veces, dándose cuenta con nostalgia de que nunca más volvería a ver a Harriet. Tal vez le irritara que la foto estuviera hecha a tanta distancia que Harriet Vanger no fuera más que una persona entre un mar de gente.
Pero no fue eso lo que hizo reaccionar a Mikael.
La foto se había sacado desde el otro lado de la calle, probablemente desde una ventana de la segunda planta. El objetivo gran angular capturó la parte frontal de uno de los camiones del desfile. Sobre la plataforma del vehículo unas mujeres con brillantes trajes de baño y pantalones bombachos repartían golosinas. Algunas parecían bailar. Por delante del camión saltaban tres payasos.
Harriet estaba en la primera fila de público, dispuesto a lo largo de la acera. A su lado aparecían tres de sus compañeras de clase y, en torno a ellas, por lo menos unos cien ciudadanos más.
Fue eso lo que Mikael guardó en su subconsciente y lo que salió inesperadamente a la superficie cuando el autobús pasó por el mismo lugar donde se hizo la foto.
La gente se comportaba como se suele comportar en este tipo de actos. Los ojos de los espectadores siempre siguen a la pelota en un partido de tenis, o al disco en un encuentro de hockey sobre hielo. Los que estaban en el extremo izquierdo de la foto miraban a los payasos que tenían justo delante. Los que se encontraban más cerca del camión se concentraban en la plataforma de las chicas ligeras de ropa. La expresión de sus rostros revelaba que se lo estaban pasando bien. Los niños señalaban con el dedo. Alguna que otra persona se reía. Todos parecían contentos.
Todos menos una.
Harriet Vanger miraba a un lado. Sus tres compañeras y toda la gente de alrededor observaban a los payasos. La cara de Harriet estaba dirigida a unos treinta o treinta y cinco grados más arriba a la derecha. Como si tuviera la mirada clavada en algo que había al otro lado de la calle, pero fuera del extremo inferior izquierdo de la imagen.
Mikael sacó la lupa e intentó discernir los detalles. La foto había sido hecha desde demasiada distancia como para estar del todo seguro, pero, a diferencia de todos los demás, el rostro de Harriet parecía no tener vida. Su boca dibujaba una delgada línea. Sus ojos estaban abiertos de par en par. Las manos le colgaban flácidas a lo largo del cuerpo.
Daba la sensación de estar asustada. Asustada o enfadada.
Mikael sacó la foto del álbum, la metió en una funda de plástico y cogió el siguiente autobús a Hedestad. Se bajó en Järnvägsgatan y se colocó exactamente en el mismo lugar desde donde se debía de haber hecho la foto. Se hallaba justo en el límite de lo que se consideraba el centro de Hedestad. Se trataba de un edificio de madera, de dos plantas, que albergaba una tienda de vídeos y otra de ropa de caballero, Sundströms Herrmode, fundada en 1932, según rezaba en la placa de la puerta. Entró en la tienda y advirtió enseguida que ocupaba las dos plantas; una escalera de caracol conducía al piso superior.
Al final de la escalera, había dos ventanas que daban a la calle. Allí estuvo el fotógrafo.
– ¿En qué puedo servirle? -le preguntó un vendedor de cierta edad cuando Mikael sacó la funda de plástico con la fotografía. Había poca gente en la tienda.
– Bueno, la verdad es que sólo quería ver desde dónde fue hecha esta fotografía. ¿Le importa si abro un momento la ventana?
Le dio permiso para hacerlo y Mikael levantó la fotografía ante él. Podía ver exactamente el sitio donde permaneció Harriet Vanger. Uno de los dos edificios de madera que se encontraban detrás de ella ya no existía; en su lugar se alzaba una construcción de ladrillo. El otro, que había sobrevivido y que en 1966 era una papelería, albergaba ahora un herbolario y un solarium. Mikael cerró la ventana, dio las gracias y pidió disculpas por la molestia.
Ya en la calle, se situó justo en el lugar donde estuvo Harriet. Tenía un buen punto de referencia entre la ventana de la planta superior de la tienda de moda y la puerta del solarium. Giró la cabeza y apuntó con la mirada a lo largo de la línea de visión de Harriet. Por lo que pudo estimar Mikael, Harriet miraba en dirección a la esquina del edificio de Sundströms Herrmode. Una esquina normal y corriente que, al doblarla, conducía a otra calle. «¿Qué fue lo que viste allí, Harriet?»
Mikael metió la foto en su bandolera y se dio un paseo hasta el parque de la estación de tren, donde se sentó en una terraza y pidió un caffé latte. De repente se sintió ligeramente conmovido.
En inglés lo llaman new evidence, lo cual suena muy diferente a «nuevas pruebas». En una investigación que llevaba estancada treinta y siete años, él acababa de descubrir algo completamente nuevo, en lo que nadie más había reparado.
El único problema era que no estaba seguro del valor de su hallazgo, si es que lo tenía. Aun así, le parecía importante.
Aquel sábado de septiembre en el que Harriet desapareció fue, en muchos aspectos, dramático. Era un día de fiesta en Hedestad, con, sin duda, varios miles de personas en la calle, tanto jóvenes como mayores. Y era el día de la reunión familiar anual en la isla de Hedeby. Esos dos acontecimientos, ya de por sí, desviaron de la rutina diaria la atención general de los habitantes de la ciudad. Y, como guinda del pastel, tuvo lugar el accidente del puente que eclipsó todo lo demás.
El inspector Morell, Henrik Vanger y los que habían investigado la desaparición de Harriet se concentraron en los acontecimientos de la isla. Morell escribió incluso que no era capaz de abandonar la sospecha de que el accidente y la desaparición de Harriet tuvieran alguna relación. De pronto, Mikael se convenció de que se habían equivocado.
La cadena de acontecimientos no había empezado en la isla de Hedeby, sino en Hedestad, algunas horas antes. Harriet Vanger vio algo -o a alguien- que la asustó y la hizo regresar a casa e ir inmediatamente a ver a Henrik Vanger, quien, por desgracia, no tuvo tiempo de hablar con ella. Luego ocurrió el accidente del puente. Acto seguido, entró en escena el asesino.
Mikael hizo una pausa. Era la primera vez que, conscientemente, formulaba la suposición de que Harriet podía haber sido asesinada. Dudó, pero pronto se dio cuenta de que comulgaba con la idea de Henrik Vanger. Harriet estaba muerta y ahora él perseguía a un asesino.
Volvió a la investigación. Entre las miles de páginas sólo una mínima parte versaba sobre las horas que pasó Harriet en Hedestad. Estuvo con tres compañeras de clase; a cada una de ellas les tomaron declaración, en su momento, de las observaciones de aquella jornada. Habían quedado en el parque de la estación a las nueve de la mañana. Una de las chicas quería comprarse unos vaqueros y sus amigas la acompañaron. Tomaron café en el restaurante de los grandes almacenes EPA; más tarde subieron al polideportivo, luego dieron una vuelta por los puestos y las casetas de la feria, y se encontraron además con otros compañeros del colegio. Después de las doce volvieron a acercarse al centro para ver el desfile del Día del Niño. Poco antes de las dos de la tarde, Harriet dijo, de improviso, que tenía que irse a casa. Se despidieron en una parada de autobús cerca de Järnvägsgatan.
Ninguna de las amigas advirtió nada raro. Una de ellas, Inger Stenberg, describió el cambio de Harriet Vanger en el transcurso del último año diciendo que se había vuelto «impersonal». Añadió que aquel sábado Harriet se mostró taciturna, como siempre, y que lo único que hizo fue seguir a las demás.
El inspector Morell había entrevistado a todas las personas que vieron a Harriet durante esa jornada, aunque sólo se hubieran saludado en la feria. En cuanto se anunció su desaparición, su foto fue publicada en los periódicos locales. Varios ciudadanos de Hedestad se pusieron en contacto con la policía afirmando que creían haberla visto, pero nadie había reparado en nada extraño.
Mikael se pasó toda la noche dándole vueltas a cómo seguir tirando del hilo que acababa de descubrir. Ya por la mañana subió a ver a Henrik Vanger, que estaba desayunando en la mesa de la cocina.
– Has dicho que la familia todavía tiene intereses en el Hedestads-Kuriren.
– Así es.
– Necesitaría acceder al archivo de fotografías del periódico. Desde 1966.
Henrik Vanger dejó el vaso de leche en la mesa y se limpió el labio superior.
– Mikael, ¿qué has encontrado?
Miró al anciano directamente a los ojos.
– Nada concreto. Pero creo que podemos haber hecho una interpretación errónea del curso de los acontecimientos.
Le enseñó la foto y le contó sus conclusiones. Henrik Vanger permaneció callado un buen rato.
– Si estoy en lo cierto, debemos concentrarnos en lo que pasó en Hedestad aquel día, no sólo en los acontecimientos de la isla de Hedeby -dijo Mikael-. No sé qué hacer después de tanto tiempo, pero seguro que en la celebración del Día del Niño se hicieron muchas fotos que nunca se llegaron a publicar. Quiero verlas.
Henrik Vanger cogió el teléfono de la pared de la cocina. Llamó a Martin Vanger, le explicó lo que buscaba y le preguntó quién estaba a cargo del departamento de fotografía del periódico en ese momento. Al cabo de diez minutos, localizaron a la persona y consiguieron el permiso.
La persona responsable se llamaba Madeleine Blomberg, aunque todos la conocían como Maja, y rondaba los sesenta años. Se trataba de la primera mujer en ese puesto que Mikael conocía en la profesión, donde la fotografía todavía se consideraba un arte exclusivamente reservado a los hombres.
Era sábado y la redacción estaba vacía, pero resultó que Maja Blomberg vivía a tan sólo cinco minutos a píe. Recibió a Mikael en la entrada. Llevaba trabajando en el Hedestads-Kurir en la mayor parte de su vida. Empezó como correctora de pruebas en 1964; luego trabajó unos cuantos años en el cuarto de revelado a la vez que la enviaban como fotógrafa extra cuando la plantilla era insuficiente. Al cabo de algún tiempo consiguió el puesto de redactora y cuando el viejo jefe de fotografía se jubiló -de eso hacía ya una década-, se convirtió en jefa del departamento. El cargo no significaba que estuviera al mando de un imperio; hacía ya diez años que el departamento se había fusionado con el de publicidad. Eran, en total, sólo seis personas que se turnaban haciendo todo el trabajo.
Mikael preguntó cómo estaba organizado el archivo.
– Me temo que se encuentra bastante desordenado. Desde que tenemos ordenadores y fotos digitales, todo se archiva en soporte digital. Hemos tenido un becario que ha estado escaneando viejas fotos importantes, pero tan sólo se ha registrado el uno o dos por ciento del total del archivo. Las fotos antiguas están clasificadas por fechas en sus correspondientes carpetas de negativos. Se encuentran o aquí abajo, en la redacción, o arriba en el desván.
– Me interesan las fotos del desfile del Día del Niño de 1966, pero también, en general, todas las realizadas aquella semana.
Maja Blomberg observó inquisitivamente a Mikael.
– O sea, la semana en la que desapareció Harriet Vanger.
– ¿Conoce la historia?
– Es imposible haber trabajado toda la vida en el Hedestads-Kuriren y no conocerla; además, que te llame Martin Vanger tan temprano en tu día libre da que pensar. Corregí las pruebas de los textos que se escribieron sobre el caso en los años sesenta. ¿Por qué estás hurgando en esa historia? ¿Ha surgido algo nuevo?
Maja Blomberg también parecía tener olfato periodístico. Mikael negó con la cabeza sonriendo y le contó su cover story.
– No, y dudo que alguna vez demos respuesta a lo que le pasó. Esto que quede entre usted y yo: estoy escribiendo la biografía de Henrik Vanger. Simplemente eso. La historia sobre la desaparición de Harriet es un tema que queda un poco al margen, pero también es un capítulo que no se puede pasar por alto. Estoy buscando fotografías que puedan ilustrar aquel día, tanto de Harriet como de sus compañeras.
Maja Blomberg no se mostró muy convencida, pero la explicación resultaba razonable y no tenía por qué poner en duda sus palabras.
El fotógrafo de un periódico acaba con una media de dos a diez rollos de película por día. Cubriendo grandes eventos, fácilmente puede llegar al doble. Cada película contiene treinta y seis negativos; así que es normal que un periódico acumule más de trescientas fotografías por día, de las cuales sólo se publican unas pocas. Una redacción bien organizada corta las películas y mete los negativos, de seis en seis, en unas fundas. Un rollo se convierte más o menos en una página de una carpeta de negativos. Una carpeta contiene más de ciento diez películas. Eso, al año, da un total de entre veinte y treinta carpetas. Si vamos sumando años, nos encontramos con una enorme cantidad de carpetas, fundamentalmente sin valor comercial y sin sitio en las estanterías de la redacción. En cambio, todos los fotógrafos y todas las redacciones están convencidos de que las fotos representan «una documentación histórica de inestimable valor», así que nunca tiran nada.
El Hedestads-Kuriren se fundó en 1922; el departamento de fotografía existía desde 1937. El desván contenía más de mil doscientas carpetas, organizadas por fechas. Las fotos de septiembre de 1966 comprendían cuatro de esas baratas carpetas de cartón.
– ¿Cómo lo hacemos? -preguntó Mikael-. Necesitaría un negatoscopio y la posibilidad de copiar lo que pueda ser de interés.
– Ya no tenemos cuarto de revelado. Lo escaneamos todo. ¿Sabes usar un escáner de negativos?
– Sí, he trabajado con fotos y la verdad es que en casa tengo uno, marca Agfa. Trabajo con Photoshop.
– Entonces empleas el mismo equipo que nosotros.
Maja Blomberg llevó a Mikael a hacer una rápida visita por la pequeña redacción, lo instaló delante de un negatoscope y le encendió un ordenador y un escáner. También le enseñó dónde estaba la máquina del café del comedor. Acordaron que Mikael se quedaría a trabajar solo, pero que la llamaría cuando quisiera irse para que ella pasara a cerrar con llave y conectar la alarma. Luego le dejó con un alegre «pásatelo bien».
Mikael tardó horas en repasar las carpetas. En aquella época el Hedestads-Kuriren tenía dos fotógrafos. El del día en cuestión era Kurt Nylund, al que Mikael ya conocía de tiempo atrás. En 1966 Kurt Nylund tendría unos veinte años. Luego se trasladó a Estocolmo y se convirtió en un reconocido profesional, trabajando tanto de freelance como en la plantilla de la agencia Pressens Bild, en Marieberg. Los caminos de Mikael y Kurt Nylund se cruzaron más de una vez durante los años noventa, cuando Millennium le compraba fotografías a Pressens Bild. Mikael lo recordaba como un hombre delgado y con poco pelo. Kurt Nylund había usado una película con poca sensibilidad y no demasiado granulada, al igual que muchos fotógrafos de prensa.
Mikael sacó las hojas con las fotos del joven Nylund y, una a una, las colocó encima del negatoscopio, donde examinó con una lupa todas las imágenes. Sin embargo, examinar negativos es un arte que requiere cierto hábito, algo de lo que Mikael carecía. Se dio cuenta de que para determinar si las fotos contenían alguna información de valor tendría que escanearlas todas y estudiarlas en la pantalla del ordenador, cosa que le llevaría no pocas horas. Por eso, primero intentó hacerse una idea general de las fotos que podrían interesarle.
Empezó a marcar todas las del accidente del camión cisterna. Mikael pudo constatar que la carpeta con las ciento ochenta fotos reunidas por Henrik Vanger no estaba completa; la persona que había copiado la colección -posiblemente el propio Nylund- había desechado unas treinta instantáneas que resultaban tan borrosas o de tan mala calidad que no se consideraron aptas para su publicación.
Mikael desconectó el ordenador del Hedestads-Kuriren y enchufó el escáner Agfa en su propio iBook. Le llevó dos horas escanear el resto.
Una de las fotos captó inmediatamente su interés. Entre las 15.10 y las 15.15, justo cuando Harriet desapareció, alguien había abierto la ventana de su habitación; Henrik Vanger había intentado, en vano, averiguar de quién se trataba. De pronto, Mikael tenía una imagen en su pantalla que debía de haber sido tomada justo en el momento en el que la ventana fue abierta. Pudo apreciar una silueta y una cara, aunque algo desenfocadas y borrosas. Decidió que el análisis de las imágenes podía esperar hasta que hubiese terminado de meter todas las fotos en el ordenador.
Durante las siguientes horas, Mikael analizó las fotos del Día del Niño. Kurt Nylund había empleado seis rollos, lo que suponía un total de más de doscientas imágenes. Se veía un constante desfile de niños con globos, adultos, vendedores ambulantes de perritos calientes entre hervideros de gente, el propio desfile, un artista local en el escenario y la entrega de algún tipo de premio.
Al final, Mikael decidió escanearlo todo. Al cabo de seis horas completó una carpeta con noventa fotos. Tendría que volver otro día a la redacción del Hedestads-Kuriren.
Alrededor de las nueve de la noche, llamó a Maja Blomberg, le agradeció su ayuda y regresó a la isla de Hedeby.
El domingo a las nueve de la mañana ya estaba otra vez en la redacción, que seguía vacía cuando Maja Blomberg le dejó entrar. Había olvidado que era la fiesta de Pentecostés y que el periódico no saldría hasta el martes. Podía utilizar la misma mesa que el día anterior, así que dedicó toda la jornada a escanear fotos. A las seis de la tarde todavía le quedaban unas cuarenta fotos del Día del Niño. Mikael examinó los negativos y decidió que los primeros planos de caras monas de niños o las fotos de un artista sobre el escenario carecían, simplemente, de interés. Lo que escaneó fue el ajetreo de la calle y la muchedumbre.
Mikael pasó el lunes de Pentecostés examinando el nuevo material fotográfico. Hizo dos descubrimientos: el primero le llenó de consternación; el segundo le aceleró el pulso.
El primer descubrimiento fue esa cara en la ventana de la habitación de Harriet Vanger. La foto estaba algo borrosa debido al movimiento; por eso debía de haber sido descartada de la colección original. El fotógrafo se hallaba delante de la iglesia enfocando el puente. Los edificios quedaban por detrás. Mikael encuadró la imagen centrándose sólo en la ventana; luego estuvo ajustando el contraste y aumentando la nitidez hasta que consiguió, a su parecer, la mejor calidad posible.
El resultado fue una imagen granulada, con un mínimo contraste cromático entre los grises, que mostraba una ventana rectangular, una cortina, un trozo de brazo y, algo más adentrado, un difuminado rostro en forma de media luna. La cara no pertenecía a Harriet Vanger, que tenía el pelo negro como el azabache, sino a una persona con un color de cabello considerablemente más claro.
También constató que se podían discernir unas zonas más oscuras en la parte de los ojos, la nariz y la boca, pero resultaba imposible observar nítidamente sus facciones. No obstante, estaba convencido de que se trataba de una mujer; la parte más clara de la cara seguía hasta la altura de los hombros y dejaba adivinar un cabello femenino. Pudo ver que llevaba ropa clara.
Calculó la altura de la persona valiéndose de las medidas de la ventana; era una mujer que medía aproximadamente un metro y setenta centímetros.
A medida que fue pasando más fotos del accidente del puente en la pantalla del ordenador llegó a la conclusión de que había alguien que encajaba perfectamente con esa descripción: Cecilia Vanger a los veinte años.
Kurt Nylund había hecho en total dieciocho fotografías desde la ventana de la segunda planta de Sundströms Herrmode. En diecisiete de ellas, se veía a Harriet Vanger.
Harriet y sus compañeras de clase llegaron a Järnvägsgatan justo en el mismo instante en que Kurt Nylund empezó a hacer fotografías. Mikael estimó que las fotos se hicieron en un lapso de unos cinco minutos. En la primera, Harriet y sus compañeras estaban bajando la calle en dirección al fotógrafo. En las fotos que iban de la dos a la siete se las veía de pie mirando el desfile. En otra, ya se habían desplazado unos seis metros más abajo. En la última, posiblemente sacada un poco más tarde, el grupo ya había desaparecido.
Mikael agrupó una serie de instantáneas en las que cortó a Harriet por la cintura y las manipuló hasta conseguir el mejor contraste posible. Las guardó en un archivo aparte, abrió el programa Graphic Converter y activó la función diaporama. El resultado fue similar a una película muda entrecortada, con saltos de fotogramas, donde cada imagen se mostraba durante dos segundos.
Harriet llega, imagen de perfil. Harriet se detiene y mira calle abajo. Harriet vuelve la vista hacia la calle. Harriet abre la boca para decirle algo a su amiga. Harriet se ríe. Harriet se toca la oreja con la mano izquierda. Harriet sonríe. De repente, Harriet, con la cara en un ángulo de unos veinte grados a la izquierda de la cámara, parece asombrada. Harriet abre los ojos de par en par y ha dejado de sonreír. La boca de Harriet se convierte en una fina línea. Harriet fija la mirada. En su cara se puede leer… ¿qué? ¿Tristeza, conmoción, enfado? Harriet baja la mirada. Harriet ya no está.
Mikael volvió a pasar la secuencia una y otra vez.
Confirmaba, con toda claridad, la hipótesis que había formulado. Algo sucedió en Järnvägsgatan. La lógica resultaba evidente.
«Ella ve algo -a alguien- al otro lado de la calle. Sufre un shock. Luego se pone en contacto con Henrik Vanger para hablar con él en privado, cosa que nunca llega a ocurrir. Más tarde desaparece sin dejar rastro.»
Algo pasó aquel día. Pero las fotos no explicaban el qué.
A las dos de la mañana del martes, Mikael se preparó café y unos sándwiches, que se tomó sentado en el arquibanco de la cocina. Le embargaba una mezcla de emoción y desánimo. En contra de todas sus expectativas, había hallado nuevas pruebas. El único problema era que aunque éstas arrojaban más luz sobre la cadena de acontecimientos, no lo acercaban ni un milímetro a la resolución del misterio.
Reflexionó intensamente sobre el papel que podía haber desempeñado Cecilia Vanger en el drama. Henrik Vanger, sin ningún tipo de consideración hacia nadie, había elaborado una lista con las actividades de todas las personas implicadas aquel día, y Cecilia Vanger no constituía ninguna excepción. En 1966 ella vivía en Uppsala, pero llegó a Hedestad dos días antes de aquel desdichado sábado. Se alojó en una habitación de invitados en casa de Isabella Vanger. Dijo que posiblemente viera a Harriet Vanger por la mañana, temprano, pero que no llegó a hablar con ella. Fue a Hedestad por unos asuntos. No vio a Harriet y volvió a la isla de Hedeby alrededor de la una, más o menos mientras Kurt Nylund hacía toda la serie de fotos de Järnvägsgatan. Se cambió y, alrededor de las dos, ayudó a poner la mesa para la cena de aquella noche.
Como coartada, resultaba débil. Las horas eran aproximadas, especialmente por lo que respecta a su vuelta a la isla de Hedeby, pero Henrik Vanger tampoco había encontrado nada que indicara que mentía. Cecilia Vanger era una de las personas de la familia a las que Henrik más quería. Además, había sido la amante de Mikael. Así que le costaba ser objetivo, y mucho más todavía imaginársela como asesina.
Y ahora una de aquellas viejas y descartadas fotografías insinuaba que ella había mentido al afirmar que nunca entró en la habitación de Harriet. Mikael se devanaba los sesos pensando en el significado de todo eso.
«Y si has mentido sobre esto, ¿en qué más lo habrás hecho?»
Mikael recapituló lo que sabía de Cecilia. En el fondo la veía como una persona reservada, aparentemente marcada por su pasado, lo que se traducía en una vida solitaria, sin sexo y con dificultades para intimar con otras personas. Guardaba las distancias con la gente, y cuando, por una vez, se dejó llevar y se echó en los brazos de alguien, eligió a Mikael, un forastero de visita temporal. Cecilia había dicho que rompía su relación porque no soportaba la idea de que él fuera a desaparecer de su vida tan de repente como apareció. Pero sin duda, pensaba Mikael, fue precisamente ésa la razón por la que se atrevió a dar el paso e iniciar la relación. Ya que Mikael no iba a estar mucho tiempo, no tenía por qué temer que su vida fuera a cambiar de forma radical. Suspiró y dejó de lado sus análisis psicológicos.
El otro descubrimiento lo hizo bien entrada la noche. La clave del misterio, de eso estaba convencido, era lo que había visto Harriet en Järnvägsgatan, en Hedestad. Mikael no lo sabría jamás, a no ser que fuera capaz de inventar una máquina para viajar en el tiempo, ponerse detrás de Harriet y mirar por encima de su hombro.
En el mismo momento en que se le ocurrió la idea, se dio un golpe en la frente con la palma de la mano y se abalanzó sobre su iBook. Cliqueando, sacó las fotos no encuadradas de la serie de Järnvägsgatan y miró… ¡allí!
Detrás de Harriet Vanger y aproximadamente a un metro, a su derecha, había una joven pareja; el hombre llevaba un jersey a rayas y la mujer una cazadora clara y una cámara en la mano. Al aumentar la imagen vio que parecía ser una Kodak instamatic con flash incorporado: una de esas cámaras baratas que la gente con muy pocos conocimientos de fotografía utiliza en vacaciones.
La mujer sostenía la cámara a la altura de la barbilla. Luego la levantaba y fotografiaba a los payasos, justo en el momento en que la expresión de la cara de Harriet cambió.
Mikael comparó la posición de la cámara con la línea de visión de Harriet. La mujer había fotografiado casi exactamente lo que estaba viendo Harriet.
Mikael advirtió que su corazón latía aceleradamente. Se inclinó hacia atrás y buscó el paquete de tabaco en el bolsillo de su camisa. Alguien había hecho una foto. Pero ¿cómo podría identificar a la mujer? ¿Cómo hacerse con esa foto? ¿Habría sido revelado ese carrete? Y, en ese caso, ¿se hallaría la fotografía en algún lugar?
Mikael abrió el archivo de las fotos con el trasiego de gente durante la fiesta. Durante una hora se dedicó a aumentarlas todas y las examinó centímetro a centímetro. Hasta que no llegó a la última no volvió a descubrir a la pareja. Kurt Nylund había sacado una fotografía de otro payaso que posaba delante de su cámara con globos en la mano y la típica sonrisa dibujada en la boca. La imagen se había tomado en el aparcamiento aledaño a la entrada del estadio deportivo, donde se había instalado la feria. Debió de ser después de las dos; luego Nylund fue advertido del accidente del camión y dejó de cubrir los acontecimientos del Día del Niño.
La mujer estaba oculta casi por completo, pero se veía claramente de perfil al hombre del jersey a rayas. Llevaba unas llaves en la mano y se inclinaba hacia delante para abrir la puerta de un coche. El payaso, en primer plano, estaba enfocado, y el coche se veía algo borroso. La matrícula se encontraba parcialmente tapada, pero empezaba con AC3.
Las matrículas de los coches de los años sesenta comenzaban con una letra de la provincia, y de niño Mikael había aprendido a identificar la procedencia de los coches. AC era el código de la provincia de Västerbotten.
Luego, Mikael descubrió otra cosa. En el cristal trasero había una pegatina. Hizo un zoom, pero el texto se convirtió en una borrosa mancha. Seleccionó, entonces, la pegatina y empezó a trabajar con el contraste y la nitidez. Le llevó un buen rato. Seguía sin poder leer el texto pero, guiado por las borrosas formas, intentaba deducir de qué letras podría tratarse. Muchas se parecían tanto que resultaba fácil confundirlas. Una D se podía confundir con una O, igual que la N con la H y muchas otras. Después de intentar ensamblar las piezas del rompecabezas con lápiz y papel, eliminando letras, consiguió un texto incomprensible:
ARP NT R A D R J Ö
Fijó la mirada hasta que se le saltaron las lágrimas. De repente el texto completo apareció claramente ante sus ojos: CARPINTERÍA DE NORSJÖ, seguido por signos más pequeños, imposibles de leer, pero que tal vez correspondieran a un número de teléfono.
La tercera pieza del rompecabezas la obtuvo gracias a una inesperada ayuda.
Tras haber trabajado con las fotos toda la noche, se quedó profundamente dormido hasta las primeras horas de la tarde. Se despertó con cierto dolor de cabeza, se duchó y subió al Café de Susanne para desayunar. Le costaba ordenar sus ideas. Debería acercarse a casa de Henrik Vanger e informarle del hallazgo. Pero, en su lugar, pasó por casa de Cecilia Vanger y llamó a la puerta. Quería preguntarle qué estuvo haciendo en la habitación de Harriet y por qué había mentido sobre su presencia allí. Nadie abrió.
Ya se disponía a marcharse cuando escuchó una voz:
– Tu puta no está.
Gollum había salido de su cueva. Era alto, medía casi dos metros, pero estaba tan encorvado por la edad que sus ojos se encontraban al nivel de los de Mikael. Tenía toda la piel manchada de oscuros lunares. Vestía pijama y bata marrón y se apoyaba en un bastón. Parecía uno de esos típicos viejos malvados de las películas de Hollywood.
– ¿Qué has dicho?
– He dicho que tu puta no está en casa.
Mikael se acercó tanto que casi le rozó con la nariz.
– Estás hablando de tu propia hija, cabrón de mierda.
– No soy yo el que viene rondando por aquí por las noches -respondió Harald Vanger con una sonrisa desdentada.
Olía mal. Mikael lo esquivó y siguió su camino sin darse la vuelta. Subió a ver a Henrik Vanger y lo encontró en su despacho.
– Acabo de conocer a tu hermano -dijo Mikael con un enfado mal disimulado.
– ¿Harald? Anda, así que se ha atrevido a salir. Lo suele hacer alguna vez al año.
– Estaba llamando a la puerta de Cecilia cuando apareció. Dijo, y cito literalmente, «Tu puta no está en casa».
– Sí, eso suena a frase de Harald -contestó Henrik tranquilamente.
– Ha llamado puta a su propia hija.
– Lleva mucho tiempo haciéndolo. Por eso no se hablan.
– ¿Por qué?
– Cecilia perdió su virginidad cuando tenía veintiún años. Ocurrió aquí en Hedestad; fue un amor de verano, el siguiente a la desaparición de Harriet.
– ¿Y?
– El hombre del que se había enamorado se llamaba Peter Samuelsson y trabajaba de asistente en el departamento de economía de las empresas Vanger. Un chico espabilado. Hoy en día trabaja para ABB. Si ella hubiese sido mi hija, yo me habría sentido muy orgulloso de tenerlo como yerno. Sin embargo, tenía un defecto.
– No me digas que es lo que me temo.
– Seguro que Harald le midió la cabeza o investigó su árbol genealógico, o qué sé yo. El caso es que descubrió que tenía una cuarta parte de judío.
– Dios mío.
– Desde ese momento empezó a llamarla puta.
– ¿Él sabe que Cecilia y yo…?
– Posiblemente lo sepa todo el pueblo, a excepción, tal vez, de Isabella; nadie en su sano juicio le contaría nada. Además, ella, gracias a Dios, tiene el detalle de irse a dormir hacia las ocho de la noche. Harald ha seguido, sin duda, cada uno de los pasos que has dado.
Mikael se sentó con cara de tonto.
– ¿Quieres decir que todo el mundo sabe…?
– Claro que sí.
– ¿Y tú no lo desapruebas?
– Pero, por favor, Mikael; eso no es asunto mío.
– ¿Dónde está Cecilia?
– Ya ha terminado el curso escolar. El sábado pasado cogió un vuelo a Londres para visitar a su hermana; luego se irá de vacaciones a… mmm, creo que a Florida. Volverá dentro de un mes o algo así.
Mikael se sintió aún más tonto.
– Es que, por decirlo de alguna manera, hemos dejado aparcada, de momento, nuestra relación.
– Entiendo, pero sigue siendo un asunto que no me incumbe. ¿Qué tal va el trabajo?
Mikael se sirvió café del termo de Henrik y miró al viejo.
– He encontrado nuevo material y creo que voy a necesitar un coche.
Mikael tardó un buen rato en dar cuenta a Henrik de sus conclusiones. Sacó su iBook de la bolsa y puso en marcha la serie de fotos que mostraban la reacción de Harriet en Järnvägsgatan. También le enseñó cómo había dado con la pareja de la cámara de fotos, y con la pegatina de la carpintería de Norsjö. Terminada su explicación, Henrik Vanger le pidió ver, una vez más, la película de fotografías en serie que había hecho Mikael.
Cuando Henrik Vanger levantó la vista de la pantalla, estaba pálido. De repente, Mikael se asustó y le puso una mano sobre el hombro. Henrik Vanger hizo un gesto, como quitándole importancia. Permaneció callado un rato.
– Maldita sea, has hecho lo que yo consideraba imposible. Has descubierto algo completamente nuevo. ¿Cómo vas a seguir?
– Tengo que encontrar esa foto, si es que existe.
No mencionó nada acerca de la cara de la ventana ni que sospechaba de Cecilia Vanger, demostrando de este modo que distaba mucho de ser un detective privado objetivo.
Cuando Mikael salió, Harald Vanger ya no estaba; seguramente se había vuelto a meter en su cueva. Al doblar la esquina, descubrió que había alguien sentado en la entrada de su casa, leyendo el periódico y dándole la espalda. Por una fracción de segundo tuvo la impresión de que se trataba de Cecilia Vanger, pero enseguida se dio cuenta de que no era así. En el porche vio a una chica morena a la que reconoció inmediatamente al acercarse un poco más.
– Hola, papá -dijo Pernilla Abrahamsson.
Mikael le dio un abrazo muy fuerte.
– ¿De dónde diablos sales tú?
– De casa, ¿de dónde si no? Voy de camino a Skellefteå. Me quedo aquí a pasar la noche.
– ¿Y cómo has dado con esto?
– Mamá sabía dónde estabas. Y pregunté en el café de allí arriba dónde vivías. La mujer me enseñó el camino. ¿Soy bienvenida?
– Claro. Ven, entra. Tenías que haberme avisado y habría comprado alguna comida especial o habría preparado algo.
– Me dejé llevar por un impulso. Quería felicitarte por la salida de la cárcel y como no me has llamado…
– Lo siento.
– No pasa nada. Mamá me ha contado que siempre andas absorto en tus pensamientos.
– ¿Eso es lo que dice de mí?
– Más o menos. Pero da igual. Te quiero de todas maneras.
– Yo también te quiero, pero ya sabes…
– Lo sé. Ya soy mayorcita.
Mikael preparó té y sacó bollos y pastas. Se dio cuenta de que, en efecto, lo que decía su hija era verdad. Ya no era una niña, tenía casi diecisiete años y pronto sería una mujer adulta. Tenía que aprender a dejar de tratarla como a una cría.
– Bueno, ¿y cómo ha sido?
– ¿El qué?
– La cárcel.
Mikael se rió.
– ¿Me creerías si te dijera que ha sido como unas vacaciones pagadas en las que he podido dedicarme a pensar y escribir?
– Totalmente. No creo que haya mucha diferencia entre una cárcel y un monasterio; y la gente siempre se mete en monasterios para meditar y desarrollarse como personas.
– Pues sí, es una manera de verlo. Espero que no hayas tenido problemas por tener un padre en la cárcel.
– En absoluto. Estoy orgullosa de ti y aprovecho cualquier oportunidad para alardear de que te metieron en la cárcel por tus convicciones.
– ¿Convicciones?
– Vi a Erika Berger en la tele.
Mikael se puso pálido. Se había olvidado por completo de su hija cuando Erika diseñó la estrategia; según parecía, ella pensaba que su padre era tan inocente y puro como la nieve recién caída.
– Pernilla, yo no era inocente. Siento no poder hablar de lo que pasó, pero no me condenaron injustamente. El tribunal dictó sentencia basándose en los datos que tenía.
– Pero nunca les contaste tu versión.
– No, porque no puedo probarla. Metí la pata hasta el fondo y por eso tuve que ingresar en prisión.
– Vale. Entonces, contéstame a esta pregunta: ¿es un canalla Wennerström o no?
– Es uno de los cabrones más malvados que he conocido en toda mi vida.
– Vale. Ya está. Con eso me vale. Tengo un regalo para ti.
Sacó un paquete de su bolsa. Mikael lo abrió y encontró un cede con lo mejor de Eurythmics. Ella sabía que era uno de sus grupos favoritos. Él le dio un abrazo, metió inmediatamente el disco en su iBook y escucharon juntos Sweet Dreams.
– ¿Qué vas a hacer en Skellefteå? -preguntó Mikael.
– Estudios bíblicos en el campamento de una congregación que se llama La Luz de la Vida -dijo Pernilla como si fuese la cosa más natural del mundo.
A Mikael se le puso el vello de punta.
Se percató del gran parecido que había entre su hija y Harriet Vanger. Pernilla tenía dieciséis años, los mismos que Harriet cuando desapareció. Las dos contaban con un padre en cierto sentido ausente. Ambas se sentían atraídas por el entusiasmo religioso de sectas algo raras; Harriet por la congregación pentecostal del lugar y Pernilla por la filial de un grupo igual de chalado como La Palabra de la Vida.
Mikael no supo muy bien cómo abordar ese recién despertado interés de su hija por la religión. Temía entrometerse en su vida, inmiscuirse en su derecho a decidir por ella misma qué camino seguir. Al mismo tiempo, La Luz de la Vida era precisamente el tipo de congregación que Erika y él -sin duda alguna y de muy buena gana- no vacilarían en denunciar en un sarcástico reportaje de Millennium. Decidió tratar el tema con la madre de Pernilla en cuanto tuviera ocasión.
Esa noche Pernilla durmió en la cama de Mikael; él, por su parte, se instaló en el arquibanco de la cocina. Se despertó con tortícolis y los músculos doloridos. Pernilla estaba ansiosa por seguir su viaje, de modo que Mikael preparó el desayuno y luego la acompañó a la estación. Les quedaba un rato antes de que saliera el tren, así que compraron café en Pressbyrån y se sentaron en un banco al final del andén para charlar un rato. Unos minutos antes de llegar el tren, Pernilla cambió de tema.
– No te gusta que me vaya a Skellefteå -le soltó de golpe.
Mikael no supo qué contestar.
– No tienes por qué preocuparte. Tú no eres creyente, ¿verdad?
– No, supongo que no; por lo menos no lo que se entiende por un buen creyente.
– ¿No crees en Dios?
– No, no creo en Dios, pero respeto que tú lo hagas. Todos necesitamos creer en algo.
Cuando el tren entró en la vía, se abrazaron durante mucho tiempo, hasta que Pernilla tuvo que subir al vagón. Al alcanzar la puerta se dio media vuelta.
– Papá, no pretendo evangelizarte. Por mí, eres libre de creer en lo que quieras; yo siempre te querré. Pero pienso que harías bien en continuar con tus estudios bíblicos.
– ¿Qué quieres decir?
– He visto las citas que tenías puestas en la pared -dijo-. ¿Por qué son tan sombrías y neuróticas? Venga, un beso. Hasta pronto.
Lo saludó con la mano y desapareció. Mikael se quedó perplejo en el andén viendo salir el tren con dirección norte. Hasta que éste no desapareció en la curva no asimiló el significado del comentario de despedida; una sensación gélida invadió su pecho.
Mikael salió corriendo de la estación mirando su reloj. Faltaban cuarenta minutos para la salida del autobús a Hedeby. Sus nervios no soportarían una espera tan larga. Cruzó a toda prisa la plaza hasta la parada de taxis, donde encontró a Hussein con su dialecto de Norrland. Diez minutos más tarde, Mikael pagó el taxi y entró inmediatamente en su estudio. El papel estaba pegado con celo sobre su mesa.
Magda -32016
Sara -32109
RJ – 30112
RL – 32027
Mari -32018
Recorrió el cuarto con la mirada y cayó en la cuenta de dónde podía encontrar una Biblia. Se llevó el papel, buscó las llaves que había dejado en un cuenco de la ventana y se fue corriendo por todo el camino hasta la cabaña de Gottfried. Cuando bajó la Biblia de Harriet de la estantería, las manos casi le temblaban.
Harriet no había apuntado números de teléfono. Las cifras se referían a capítulos y versos del Levítico, el tercer libro del Pentateuco. La legislación de castigos.
(Magda) Levítico, capítulo 20, versículo 16:
Si una mujer se acerca a una bestia para unirse con ella, matarán a la mujer y a la bestia: ambas serán castigadas con la muerte y su sangre caerá sobre ellas.
(Sara) Levítico, capítulo 21, versículo 9:
Si la hija de un sacerdote se envilece a sí misma prostituyéndose, envilece a su propio padre, y por eso será quemada.
(RJ) Levítico, capítulo 1, versículo 12:
Luego, lo despedazará en porciones, y el sacerdote las dispondrá, con la cabeza y el sebo, encima de la leña colocada sobre el fuego del altar.
(RL) Levítico, capítulo 20, versículo 27:
El hombre o la mujer que consulten a los muertos o a otros espíritus, serán castigados con la muerte: los matarán a pedradas, y su sangre caerá sobre ellos.
(Mari) Levítico, capítulo 20, versículo 18:
Si un hombre se acuesta con una mujer en su período menstrual y tiene relaciones con ella, los dos serán extirpados de su pueblo, porque él ha puesto al desnudo la fuente del flujo de la mujer y ella la ha descubierto.
Mikael salió y se sentó en el porche de la cabaña. Ya no cabía duda de que Harriet se refería a esas citas cuando escribió aquellos números en su agenda. Cada una de ellas estaba meticulosamente subrayada en la Biblia de Harriet. Mientras escuchaba los trinos de los pájaros que cantaban en la cercanía encendió un cigarrillo.
Tenía los números. Pero no los nombres. Magda, Sara, Mari, RJ y RL. De repente, el cerebro de Mikael dio un salto intuitivo y un abismo apareció ante él. Se acordó del holocausto de Hedestad del que le habló el inspector Gustaf Morell. El caso Rebecka, a finales de los años cuarenta, la chica que fue violada y asesinada poniéndole la cabeza encima de ardientes brasas: «Luego, lo despedazará en porciones, y el sacerdote las dispondrá, con la cabeza y el sebo, encima de la leña colocada sobre el fuego del altar». Rebecka. RJ. ¿Cómo se llamaba de apellido?
En el nombre de Dios, ¿en qué había estado metida Harriet?
Henrik Vanger se sentía mal y ya estaba en la cama cuando Mikael llamó a su puerta por la tarde. Aun así, Anna le dejó entrar y pudo visitar al viejo durante un par de minutos.
– Un catarro veraniego -explicó Henrik sorbiéndose los mocos-. ¿Qué quieres?
– Tengo una pregunta.
– ¿Sí?
– ¿Te suena un asesinato que se cometió aquí en Hedestad en los años cuarenta? Una chica llamada Rebecka no sé qué; la mataron metiendo su cabeza en una chimenea.
– Rebecka Jacobsson -dijo Henrik Vanger sin dudarlo ni un instante-. Es un nombre que no voy a olvidar nunca, pero hace mucho tiempo que nadie habla de ella.
– Pero ¿conoces la historia?
– Claro que sí. Rebecka Jacobsson tenía veintitrés o veinticuatro años cuando la asesinaron. Eso sucedería en… sí, en 1949. Se realizó una extensísima investigación en la cual yo desempeñé un pequeño papel.
– ¿Tú? -exclamó Mikael, asombrado.
– Pues sí. Rebecka Jacobsson trabajaba en las oficinas del Grupo Vanger. Era una chica muy popular y muy guapa. Pero ¿a qué vienen esas preguntas ahora?
Mikael no supo muy bien qué decir. Se levantó y se acercó a la ventana.
– No lo sé, Henrik; tal vez haya encontrado algo, pero tengo que sentarme un momento a reflexionar sobre todo eso.
– ¿Estás insinuando que existe una relación entre lo de Harriet y lo de Rebecka? Hay… más de diecisiete años entre los dos sucesos.
– Déjame que lo piense. Pasaré a verte mañana, si te encuentras mejor.
Al día siguiente Mikael no pudo ver a Henrik Vanger. Poco antes de la una de la noche permanecía sentado en la mesa de la cocina leyendo la Biblia de Harriet cuando escuchó el ruido de un coche que cruzó el puente a gran velocidad. Miró por la ventana y percibió la luz azul de la sirena de una ambulancia.
Invadido por malos presentimientos, salió corriendo y siguió a la ambulancia. Estaba aparcada delante de la casa de Henrik Vanger.
Había luz en la planta baja y Mikael comprendió que había pasado algo. Subió las escaleras del porche en dos zancadas y se encontró con Anna Nygren en el recibidor, visiblemente afectada.
– El corazón -dijo-. Me despertó hace un momento quejándose de dolores en el pecho. Luego se desplomó.
Mikael abrazó a la leal ama de llaves y se quedó con ella hasta que el personal sanitario salió con un Henrik Vanger aparentemente sin vida en la camilla. Martin Vanger, muy nervioso, iba detrás. Se había acostado ya cuando Anna lo llamó; todavía llevaba zapatillas y tenía la bragueta abierta. Saludó brevemente a Mikael y se dirigió a Anna.
– Lo acompaño al hospital. Llama a Birger y Cecilia -dijo, dando instrucciones-. Y avisa a Dirch Frode.
– Yo puedo ir a su casa -se ofreció Mikael.
Anna asintió, agradecida.
«Llamar a una puerta después de la medianoche suele ser sinónimo de malas noticias», pensó Mikael al poner el dedo en el timbre de la casa del abogado. Transcurrieron varios minutos antes de que éste se presentara en la puerta medio dormido.
– Tengo malas noticias. Acaban de llevar a Henrik Vanger al hospital. Parece un infarto. Martin me ha pedido que te avise.
– ¡Dios mío! -soltó Dirch Frode, mirando su reloj-. Es viernes 13 -añadió con una incomprensible lógica y un desconcertado rostro.
Al volver a casa ya eran las dos y media de la madrugada. Mikael dudó un instante, pero decidió aplazar la llamada a Erika. Hasta las diez de la mañana siguiente, tras hablar brevemente con Dirch Frode por el móvil y asegurarse de que Henrik Vanger seguía con vida, no llamó a Erika para informarla de que el nuevo socio de Millennium había ingresado en el hospital tras sufrir un infarto. Como era de esperar, ella recibió la noticia con gran tristeza y preocupación.
A última hora de la tarde, Dirch Frode pasó a ver a Mikael con detalladas novedades sobre el estado de Henrik Vanger.
– Vive, pero no está bien. Ha sufrido un infarto grave; además, tiene una infección.
– ¿Has podido verlo?
– No. Está en la UVI. Martin y Birger se quedarán esta noche con él.
– ¿Y el pronóstico?
Dirch Frode hizo un gesto con la mano como queriendo decir «no muy bien».
– Ha sobrevivido al infarto, y eso es siempre una señal positiva. La verdad es que sus condiciones físicas son bastante buenas. Pero ya es mayor. Tenemos que esperar a ver qué pasa.
Permanecieron callados un rato meditando sobre la fragilidad de la vida. Mikael sirvió café. Dirch Frode parecía abatido.
– No tengo más remedio que preguntarte qué es lo que va a pasar ahora -dijo Mikael.
Frode levantó la mirada, que se cruzó con la suya.
– Tus condiciones de trabajo no van a cambiar. Están estipuladas en un contrato que no vence hasta final de año, viva o muera Henrik Vanger. No tienes de qué preocuparte.
– No estoy preocupado; no me refería a eso. Lo que quería saber es a quién debo rendirle cuentas ahora.
Dirch Frode suspiró.
– Mikael, tú sabes tan bien como yo que toda esta historia sobre Harriet Vanger es un pasatiempo para Henrik.
– Yo no diría eso.
– ¿Qué quieres decir?
– He encontrado nuevas pruebas -dijo Mikael-. Ayer mismo informé a Henrik sobre algunas de ellas. Me temo que pueden haber contribuido al infarto.
Dirch Frode observó a Mikael con una extraña mirada.
– ¿Estás de broma?
Mikael negó con la cabeza.
– Dirch, en sólo estos últimos días he sacado a la luz más material sobre la desaparición de Harriet que la investigación oficial en treinta y cinco años. Mi problema ahora mismo es que no hemos acordado a quién debo informar de todo si Henrik no está.
– Puedes contármelo a mí.
– De acuerdo. Tengo que seguir adelante con todo esto. ¿Tienes un rato?
Mikael le presentó sus hallazgos de la manera más pedagógica que pudo. Le enseñó la serie de fotografías de Järnvägsgatan y le expuso su teoría. Luego le explicó cómo su propia hija le había ayudado a resolver, aunque indirectamente, el misterio de la agenda de teléfonos. Finalmente le puso al corriente del brutal asesinato de Rebecka Jacobsson en 1949.
La única información que seguía guardando para sí mismo era la cara de Cecilia Vanger en la ventana del cuarto de Harriet. Quería hablar con ella antes de ponerla en una situación que la pudiera convertir en sospechosa.
Dirch Frode frunció el ceño, preocupado.
– ¿Quieres decir que el asesinato de Rebecka está relacionado con la desaparición de Harriet?
– No lo sé. No parece probable. Pero al mismo tiempo no podemos obviar el hecho de que, en su agenda, Harriet apuntó las siglas RJ junto a la referencia de la ley del holocausto. Rebecka Jacobsson murió quemada. La relación con la familia Vanger resulta evidente: trabajaba en el Grupo Vanger.
– ¿Y cómo explicas todo eso?
– Todavía no lo sé. Pero quiero averiguarlo. Te considero el representante de Henrik. Tendrás que tomar decisiones en su nombre.
– Quizá debamos informar a la policía.
– No. Por lo menos no sin el permiso de Henrik. El asesinato de Rebecka prescribió hace muchos años y la investigación policial fue abandonada. No van a ponerse ahora a indagar sobre un asesinato ocurrido hace cincuenta y cuatro años.
– Entiendo. ¿Qué quieres hacer?
Mikael se levantó y dio una vuelta por la cocina.
– Primero, seguirle el rastro a la fotografía. Si logramos saber lo que vio Harriet… creo que puede ser vital para todo el desarrollo de los acontecimientos. Segundo, necesito un coche para desplazarme a Norsjö e ir tras esa pista hasta donde me lleve. Tercero, quiero comprobar las citas bíblicas. Hemos relacionado una cita con un asesinato realmente bestial. Nos quedan cuatro. Para hacerlo… la verdad es que no estaría mal contar con apoyo.
– ¿De qué tipo?
– Me vendría bien un colaborador que me ayudara a investigar escarbando en los antiguos archivos de la prensa y buscando a Magda, a Sara y a los otros nombres. Si es como yo creo, Rebecka no es la única víctima.
– ¿Quieres decir que hagamos partícipe del secreto a otra persona más…?
– Se nos ha echado encima, de sopetón, un enorme trabajo de búsqueda. Si yo fuera el policía encargado de una investigación así, habría podido repartir el tiempo y los recursos y hacer que la gente me ayudara rastreando en los archivos. Necesito un profesional que conozca el tema y que, además, sea de fiar.
– Entiendo… la verdad es que conozco a una persona verdaderamente competente. Fue ella la que hizo la investigación personal sobre ti -se le escapó a Frode antes de que pudiera morderse la lengua.
– ¿Que hizo qué? -preguntó Mikael Blomkvist con tono severo.
Dirch Frode se dio cuenta de que acababa de decir algo que tal vez hubiese sido mejor callar. «Me estoy haciendo viejo», pensó.
– Estaba pensando en voz alta. No me hagas caso -dijo, intentando tranquilizar a Mikael.
– ¿Encargaste una investigación personal sobre mí?
– No es para montar un drama, Mikael. Queríamos contratarte y comprobamos qué tipo de persona eras.
– Así que ésa es la razón por la que Henrik Vanger siempre parece saber exactamente cómo voy a reaccionar. ¿Y se trataba de una investigación a fondo?
– Bastante.
– ¿Tocó los problemas de Millennium?
Dirch Frode se encogió de hombros.
– Era un tema de actualidad.
Mikael encendió un cigarrillo. El quinto de ese día.
Advirtió que se estaba convirtiendo en una mala costumbre.
– ¿Un informe? ¿Por escrito?
– Mikael, no le des tanta importancia.
– Quiero leerlo.
– Por favor, no tiene nada de raro. Simplemente queríamos saber más de ti antes de contratarte.
– Quiero leer ese informe -insistió Mikael.
– Sólo Henrik puede aprobar eso.
– ¿Ah, sí? Vale, te lo diré de otra forma: quiero el informe dentro de una hora. Si no me lo das, me despido y cojo el tren para Estocolmo esta misma noche. ¿Dónde está?
Durante unos segundos Dirch Frode y Mikael Blomkvist se midieron las miradas. Luego Dirch Frode suspiró y bajó la vista.
– En el despacho de mi casa.
El caso Harriet Vanger constituía, sin duda, la historia más rara en la que Mikael Blomkvist se había involucrado jamás. En general, el último año, desde el momento en el que publicó el reportaje sobre Hans-Erik Wennerström, no había sido más que un largo viaje en montaña rusa, sobre todo la parte de caída libre. Y, al parecer, aún no había terminado.
Dirch Frode siguió poniendo trabas, de modo que hasta las seis de la tarde Mikael no tuvo el informe de Lisbeth Salander en sus manos. Estaba compuesto por unas ochenta páginas de investigación propiamente dicha y cien páginas más entre copias de artículos, certificados de notas, diplomas y otros documentos significativos de la vida de Mikael.
Resultaba extraño leer sobre uno mismo algo que más bien debía verse como la combinación de una autobiografía y un informe de los servicios de inteligencia. Mikael sintió cómo su asombro iba en aumento a medida que advertía la minuciosidad con la que estaba hecho el informe. Lisbeth Salander se había fijado en detalles que él creía enterrados para siempre en el vertedero de la historia. Había desenterrado la relación que tuvo con una mujer, en aquel entonces una fanática sindicalista y ahora política a tiempo completo. ¿Con quién diablos habría hablado? Había dado con los Bootstrap, su banda de rock, de la que a duras penas se acordaba ya nadie en la actualidad. Había analizado su situación económica hasta en el más mínimo detalle. Maldita sea, ¿cómo diablos lo habría hecho?
Como periodista, Mikael llevaba ya bastantes años dedicándose a recabar información sobre determinadas personas, así que pudo hacer una estimación estrictamente profesional del trabajo realizado. Para él, no cabía ninguna duda: Lisbeth Salander era un hacha investigando. Ni él mismo habría sido capaz de elaborar un informe semejante sobre una persona completamente desconocida.
Mikael también comprendió que nunca hubo razón alguna para que él y Erika mantuvieran una educada distancia en presencia de Henrik Vanger; el viejo ya estaba al tanto de su larga relación y del triángulo que formaban con Greger Beckman. Además, Lisbeth Salander había evaluado con una espeluznante precisión la situación de Millennium; Henrik Vanger conocía el mal momento por el que pasaba la revista cuando se puso en contacto con Erika y se ofreció como socio. ¿A qué estaba jugando, realmente, Henrik Vanger?
El caso Wennerström sólo era tratado superficialmente, pero al parecer Lisbeth Salander estuvo algún día entre el público del juicio. También se hacía preguntas sobre el extraño comportamiento de Mikael al negarse a hacer declaraciones durante la vista. Una tía lista, quien quiera que fuera.
Acto seguido, Mikael se incorporó sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Lisbeth Salander había escrito un breve pasaje anticipando el desarrollo de los acontecimientos después del juicio. Había reproducido, casi palabra por palabra, el comunicado de prensa que Erika y él emitieron cuando abandonó el puesto de editor jefe de la revista.
¡Pero es que Lisbeth Salander había usado el borrador original! Volvió a mirar la portada del informe. Databa de tres días antes de que Mikael Blomkvist tuviera la sentencia en sus manos. No era posible.
Aquel día, el comunicado de prensa sólo existía en un único sitio en todo el mundo: en el ordenador de Mikael. En su iBook, no en el ordenador con el que trabajaba en la redacción. El texto no había sido impreso. Ni siquiera Erika Berger tenía una copia, aunque hubiesen hablado del tema de modo general.
Mikael Blomkvist dejó lentamente sobre la mesa la investigación personal de Lisbeth Salander. Decidió no volver a encender ningún cigarrillo. En su lugar, se puso la cazadora y salió a pasear en la luminosa noche, una semana antes de Midsommar. Mientras meditaba, caminó tranquilamente por la orilla, a lo largo del estrecho, y pasó por delante de la casa de Cecilia Vanger y del ostentoso yate atracado delante del chalé de Martin Vanger. Finalmente, se sentó en una roca y observó los faros que centelleaban en la bahía de Hedestad. Sólo se podía extraer una conclusión.
– Has estado en mi ordenador, señorita Salander -se dijo en voz alta a sí mismo-. Eres una maldita hacker.
Lisbeth Salander se despertó con un sobresalto. No había soñado nada. Se sentía levemente mareada. No le hizo falta girar la cabeza para saber que Mimmi ya se había ido a trabajar, aunque su olor permaneciera todavía flotando en el viciado aire del dormitorio. La noche anterior Lisbeth había tomado demasiadas cervezas en la reunión que los Evil Fingers celebraban cada martes en el Kvarnen. Poco antes de que el bar cerrara, apareció Mimmi y la acompañó a casa y a la cama.
A diferencia de Mimmi, Lisbeth Salander nunca se había considerado seriamente lesbiana. Nunca le dedicó tiempo a reflexionar si era hetero, homo o, incluso, bisexual. En general, hacía caso omiso de las etiquetas; además pensaba que con quién pasara la noche era asunto suyo y de nadie más. Si se viera obligada a manifestar sus preferencias sexuales, preferiría a los chicos; o eso era, al menos, lo que se desprendía de su estadística personal. El único problema residía en encontrar un chico que no fuera tonto y que, además, valiera en la cama; Mimmi representaba una dulce alternativa; y, encima, la ponía caliente. La conoció en la barra de una carpa de cerveza durante el día del orgullo gay del año anterior, y era la única persona que Lisbeth les había presentado a los Evil Fingers. En el transcurso del último año su relación había sido intermitente; en el fondo, no era más que un pasatiempo para ambas. Mimmi poseía un cálido y suave cuerpo al que arrimarse; además se trataba de alguien a cuyo lado Lisbeth podía despertarse e incluso desayunar.
El despertador de la mesilla marcaba las nueve y media de la mañana; Lisbeth se estaba preguntando qué era lo que la había despertado cuando volvió a sonar el timbre de la puerta. Se incorporó desconcertada. Nadie llamaba jamás a esas horas de la mañana. La verdad es que tampoco solía recibir visitas a ninguna otra hora del día. Medio dormida, se envolvió en una sábana y, dando tumbos, se acercó a la entrada y abrió. Se encontró cara a cara con Mikael Blomkvist, sintió cómo el pánico le recorría el cuerpo e, involuntariamente, dio un paso hacia atrás.
– Buenos días, señorita Salander -saludó de muy buen humor-. Ya veo que anoche se lo pasó usted muy bien. ¿Puedo entrar?
Sin esperar la invitación, Mikael cruzó el umbral y cerró la puerta. Contempló con curiosidad el montón de ropa que había en el suelo del vestíbulo y la montaña de bolsas llenas de periódicos; luego, de reojo, le echó un vistazo al dormitorio mientras el mundo de Lisbeth Salander giraba al revés: «¿cómo?, ¿qué?, ¿quien?». Mikael Blomkvist observaba, divertido, su boca abierta.
– Me imaginaba que no habías desayunado todavía, así que te he traído bagels, uno de roastbeef, uno de pavo con mostaza de Dijon y otro vegetal con aguacate. No sé lo que te gusta. ¿Roastbeef?
Fue a la cocina y, nada más entrar, vio la cafetera.
– ¿Dónde guardas el café? -gritó.
Salander permaneció paralizada en el vestíbulo, hasta que oyó correr el agua del grifo de la cocina. Se acercó en tres zancadas rápidas.
– ¡Para!
Se dio cuenta de que estaba chillando y bajó la voz.
– No puedes entrar aquí así como así, como si estuvieras en tu casa, joder. Ni siquiera nos conocemos.
Mikael Blomkvist, que estaba a punto de echar el agua en la cafetera, se detuvo, giró la cabeza y miró a Lisbeth. Le contestó con voz seria:
– Te equivocas. Tú me conoces mejor que la mayoría. ¿A que sí? -Le dio la espalda y siguió llenando de agua la cafetera; acto seguido, se puso a abrir unos botes en el fregadero-. Por cierto, sé cómo lo haces. Conozco tus secretos.
Lisbeth Salander cerró los ojos deseando que el suelo dejara de moverse bajo sus pies. Se encontraba en un estado de parálisis intelectual. Tenía resaca. La situación le resultaba irreal y su cerebro se negaba a funcionar. Nunca se había encontrado cara a cara con ninguno de los sujetos investigados. «¡Sabe dónde vivo!» Estaba en la cocina de su casa. Imposible. No podía ser. «¡Sabe quién soy!»
De repente, se dio cuenta de que la sábana se le caía; se envolvió mejor en ella, pegándosela más al cuerpo. Él dijo algo que Lisbeth, al principio, no percibió.
– Tenemos que hablar -le repitió-. Pero creo que antes debes meterte en la ducha.
Ella intentaba hablar con sensatez.
– Oye, si piensas armarla, te confundes de persona. Yo sólo hice un trabajo. Habla con mi jefe.
Se plantó delante de ella y levantó las manos con las palmas hacia fuera. «No voy armado.» Una señal universal de paz.
– Ya he hablado con Dragan Armanskij. Por cierto, quiere que lo llames; anoche no le cogiste el móvil.
Se acercó a ella. No se sentía amenazada, pero aun así retrocedió algún centímetro cuando le rozó el brazo al señalarle la puerta del baño. No le gustaba que nadie la tocara sin permiso, aunque la intención fuera amistosa.
– No voy a armar nada -dijo con voz sosegada-. Pero estoy muy ansioso por hablar contigo. Eso será después de que te despiertes, claro. El café ya estará listo cuando te hayas vestido. Anda, métete en la ducha.
Le obedeció, apática. «Lisbeth Salander nunca se muestra apática», pensó.
Ya en el cuarto de baño, se apoyó contra la puerta e intentó ordenar sus pensamientos. Estaba más impresionada de lo que creía posible. Luego se fue dando cuenta, poco a poco, de que tenía la vejiga a punto de explotar y de que, tras la gran juerga de la noche anterior, meterse en la ducha no sólo era un buen consejo, sino una necesidad. Una vez duchada, se metió en el dormitorio y se puso unas bragas, unos vaqueros y una camiseta con el texto Armageddon was yesterday; today we have a serious problem.
Tras un segundo de reflexión, buscó la chupa de cuero, que estaba tirada encima de una silla. Sacó la pistola eléctrica, comprobó la carga y se la metió en el bolsillo trasero de los vaqueros. El aroma a café se fue extendiendo por el piso. Inspiró profundamente y volvió a la cocina.
– ¿No limpias nunca? -preguntó Mikael a modo de saludo.
Había llenado la pila de vasos y platos sucios. Había vaciado los ceniceros, tirado un viejo cartón de leche y quitado de la mesa una capa de periódicos de cinco semanas. Había lavado y puesto encima de la mesa las tazas, además de los bagels, lo cual no había sido una broma. Presentaban un aspecto apetecible y la verdad era que, tras la noche con Mimmi, tenía hambre. «De acuerdo, vamos a ver adonde nos llevará todo esto.» Se sentó frente a él con actitud expectante.
– No has contestado a mi pregunta: ¿roastbeef? pavo o vegetal?
– Roastbeef.
– Entonces yo cojo el de pavo.
Desayunaron en silencio observándose mutuamente. Al terminar su bagel se zampó también la mitad del vegetal. Luego cogió un paquete arrugado de tabaco del alféizar de la ventana y hurgó en él hasta encontrar un cigarrillo.
– Vale, ya lo tengo claro -dijo él, rompiendo el silencio-. Puede que no sea tan bueno como tú para las investigaciones personales, pero ahora por lo menos he deducido que no eres ni vegetariana ni, a diferencia de lo que pensaba Dirch Frode, anoréxica. Introduciré los datos en mi informe sobre ti.
Salander se lo quedó mirando fijamente, pero al ver su cara se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo. Mikael daba la impresión de divertirse tanto que Lisbeth no pudo resistirse a responderle de la misma manera. Ella lo obsequió con una sonrisa torcida. La situación le parecía absolutamente absurda. Apartó el plato. Sus ojos le resultaban amables. Fuera como fuese, seguramente no se trataba de una persona malvada, concluyó Lisbeth. Tampoco había nada en la investigación que indicara que era un tipo siniestro que maltrataba a sus novias o algo por el estilo. Recordó que era ella la que lo sabía todo de él, no al revés. «La información es poder.»
– ¿A qué viene esa sonrisa burlona? -preguntó ella.
– Perdóname. La verdad es que no tenía prevista una entrada así. No pretendía asustarte, algo que, al parecer, he hecho. Pero deberías haberte visto la cara cuando abriste la puerta. Eso no tiene precio. No he podido resistir la tentación de tomarte un poco el pelo.
Silencio. Para su sorpresa, Lisbeth Salander encontró su forzosa compañía bastante aceptable o, cuando menos, no desagradable.
– Considéralo como mi venganza personal por haber hurgado en mi vida privada -añadió con regocijo-. ¿Me tienes miedo?
– No -contestó Salander.
– Bien. Porque no estoy aquí para castigarte ni para pelearme contigo.
– Si intentas algo conmigo, te haré daño. Mucho daño.
Mikael la examinó detenidamente. Medía poco más de un metro y medio; no daba la impresión de ser capaz de oponer mucha resistencia si él hubiese sido un malhechor y hubiese forzado la puerta de su casa. Pero sus ojos eran inexpresivos y tranquilos.
– No va a ser necesario -dijo al final-. No vengo con malas intenciones. Necesito hablar contigo. Si quieres que me vaya, no tienes más que decírmelo. -Mikael reflexionó un instante antes de seguir-: Por raro que pueda parecer me da la impresión de que… bah -interrumpió la frase.
– ¿Qué?
– No sé si esto suena sensato, pero hace cuatro días ni siquiera sabía de tu existencia. Luego pude leer el informe que hiciste sobre mí -rebuscó en la bolsa y lo sacó-, y no me hizo mucha gracia. -Se calló y miró un instante por la ventana-. ¿Me das un cigarrillo?
Ella le acercó el paquete.
– Has dicho antes que no nos conocemos y te he contestado que no es verdad -dijo, señalando el informe-. Todavía no me he puesto a tu altura: sólo he hecho un pequeño control rutinario para enterarme de tu dirección, tu fecha y lugar de nacimiento y datos de ese tipo, pero tú, sin lugar a dudas, sabes infinitamente más de mí. La mayoría son cosas muy personales que sólo mis amigos más íntimos conocen. Y ahora estoy en tu cocina desayunando bagels contigo. Tan sólo hace media hora que nos hemos visto las caras y de repente me ha dado la sensación de que llevamos años siendo amigos. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
Ella asintió con la cabeza.
– Tienes unos ojos muy bonitos -dijo Mikael.
– Tú tienes unos ojos muy dulces -contestó Lisbeth.
Mikael no supo apreciar si lo había dicho con ironía o no.
Silencio.
– ¿Por qué estás aquí? -le soltó ella de buenas a primeras.
Kalle Blomkvist -a Lisbeth le vino a la mente el apodo, pero reprimió el impulso de pronunciarlo- puso de pronto un rostro serio. Sus ojos reflejaban cansancio. La seguridad de la que había hecho gala al entrar había desaparecido y Lisbeth llegó a la conclusión de que las bromas se habían terminado o de que, al menos, se dejaban de lado momentáneamente. Por primera vez, tuvo la sensación de que la estaba examinando a fondo, con una reflexiva seriedad. No fue capaz de determinar lo que pasaba por su cabeza, pero sintió inmediatamente que una sombra se cernía en el ambiente.
Lisbeth Salander sabía que su calma no era más que superficial, que no controlaba del todo sus nervios. La visita de Blomkvist, completamente inesperada, la estaba afectando como nunca antes había experimentado en relación con su trabajo. Se ganaba la vida espiando a la gente. Lo cierto es que jamás había definido lo que hacía para Dragan Armanskij como un «verdadero trabajo», sino más bien como un complicado pasatiempo, casi un hobby.
La verdad era -hacía ya tiempo que lo había descubierto- que le gustaba hurgar en la vida de los otros y revelar los secretos que intentaban ocultar. Lo llevaba haciendo, de una u otra forma, desde que le alcanzaba la memoria. Y hoy en día seguía con ello, no sólo cuando Armanskij le daba encargos, sino a veces sólo por puro placer. Le producía un subidón de satisfacción, como un complejo juego de ordenador, pero con la diferencia de que se trataba de personas de carne y hueso. Y ahora, de repente, su hobby estaba sentado en la cocina de su casa invitándola a bagels. La situación le resultaba totalmente absurda.
– Tengo un asunto fascinante entre manos -respondió Mikael-. Dime, cuando llevaste a cabo la investigación sobre mí para Dirch Frode…, ¿tenías alguna idea del uso que se le iba a dar?
– No.
– El objetivo era obtener información sobre mí porque Frode, o más bien su cliente, quería contratarme para un trabajo de freelance.
– Vale.
Mikael le dirigió una leve sonrisa.
– Ya hablaremos tú y yo un día sobre si es ético o no hurgar en la vida privada de otra persona. Pero, de momento, tengo otros problemas… El trabajo que me encargaron y que acepté por algún incomprensible motivo es, sin punto de comparación, el más extraño que he tenido jamás. ¿Puedo confiar en ti, Lisbeth?
– ¿Por qué?
– Dragan Armanskij dice que eres completamente fiable. Pero te lo pregunto de todas maneras: ¿puedo confiarte secretos sin que se los cuentes a nadie?
– Espera. Has hablado con Dragan; ¿te ha enviado él?
«Te voy a matar, maldito armenio de mierda.»
– No, no exactamente. No eres la única capaz de encontrar la dirección de alguien; eso lo he hecho yo sólito. Te busqué en el registro civil. Hay tres personas llamadas Lisbeth Salander; a las otras dos las descarté inmediatamente. Pero ayer me puse en contacto con Armanskij y mantuvimos una larga conversación. Al principio, él también pensaba que yo quería guerra porque habías metido las narices en mi vida privada, pero al final conseguí convencerle de que las razones de mi visita eran perfectamente legítimas.
– ¿Y cuáles son?
– Como ya he dicho, el cliente de Dirch Frode me contrató para un trabajo. He llegado a un punto en el que necesito la ayuda de un investigador competente, y lo necesito ya, con urgencia. Frode me habló de ti y dijo que eras competente. Se le escapó sin querer; así fue como me enteré de tu investigación sobre mí. Ayer se lo comenté a Armanskij y le expliqué lo que quería. Dio su visto bueno e intentó llamarte, pero no le cogiste el teléfono, de modo que… aquí estoy. Si quieres, puedes llamar a Armanskij y confirmarlo.
Lisbeth Salander tardó varios minutos en encontrar su móvil bajo el montón de ropa que le había quitado Mimmi. Mikael Blomkvist contemplaba su embarazosa búsqueda con gran interés mientras daba una vuelta por la casa. Todos los muebles, sin excepción, parecían haber sido recogidos de contenedores de basura. Encima de una pequeña mesa de trabajo del salón, había un impresionante PowerBook, state of the art. En una estantería, un reproductor de cedes. La colección de compactos, sin embargo, era cualquier cosa menos impresionante: estaba compuesta por una miserable decena de discos de grupos desconocidos para Mikael, cuyos integrantes se le antojaron vampiros de otra galaxia. Constató que la música no era su fuerte.
Salander vio que Armanskij la había llamado no menos de siete veces la noche anterior y dos por la mañana. Marcó el número mientras Mikael, apoyado contra el marco de la puerta, escuchaba la conversación.
– Soy yo… Lo siento, estaba apagado… Sé que me quiere contratar…; no, está aquí en mi casa. Dragan, tengo resaca y me duele la cabeza, así que corta el rollo… -le soltó, elevando la voz-. ¿Le has dado el visto bueno al trabajo o no…? Gracias.
Clic.
Lisbeth Salander miraba de reojo a través de la puerta del salón. Mikael fisgoneaba entre sus discos y sacaba libros de la librería. Acababa de encontrar un frasco marrón de medicamentos, sin etiqueta, que alzó y miró al trasluz con curiosidad. Cuando estaba a punto de desenroscar el tapón, ella alargó la mano y le quitó el frasco; acto seguido volvió a la cocina, se sentó en una silla y se puso a masajearse las sienes hasta que Mikael se volvió a sentar.
– Las reglas son sencillas -dijo ella-. Lo que hables conmigo o con Dragan Armanskij no trascenderá a nadie más. Firmaremos un contrato en el que Milton Security se compromete a guardar silencio. Quiero saber en qué consiste el trabajo antes de decidir si aceptarlo o no. Significa que no diré ni una sola palabra de todo lo que me cuentes, acepte el encargo o no; con la condición, eso sí, de que no te dediques a actividades delictivas de envergadura. En tal caso, informaré a Dragan, quien, a su vez, dará parte a la policía.
– Bien.
Mikael dudó.
– Puede que Armanskij no esté del todo al tanto de la naturaleza de la misión…
– Me dijo que querías que yo te ayudara con una investigación histórica.
– Sí, es correcto. Pero lo que quiero que hagas es que me ayudes a identificar a un asesino.
A Mikael le llevó más de una hora contarle todos los intrincados detalles del caso Harriet Vanger. No omitió nada. Tenía el permiso de Frode para contratarla, pero para hacerlo era necesario que confiara plenamente en ella.
También le habló de su relación con Cecilia Vanger y de cómo había descubierto su cara en la ventana de la habitación de Harriet. Le proporcionó a Lisbeth una descripción todo lo detallada que pudo acerca de la personalidad de Cecilia; en su fuero interno Mikael empezaba a admitir que ella había ascendido muchos peldaños en la lista de sospechosos. Pero todavía estaba muy lejos de entender cómo podría haber estado vinculada a un asesino en activo cuando no era más que una niña.
Finalmente le dio a Lisbeth Salander una copia de la lista de la agenda de teléfonos.
Magda – 32016
Sara – 32109
RJ – 30112
RL – 32027
Mari – 32018
– ¿Qué quieres que haga?
– He identificado a RJ, Rebecka Jacobsson, y la he relacionado con una cita bíblica que trata sobre la ley del holocausto. La asesinaron introduciendo su cabeza en brasas ardiendo, una muerte parecida al sacrificio descrito en el pasaje bíblico. Si todo esto es como yo pienso, me temo que nos encontraremos con otras cuatro víctimas más: Magda, Sara, Mari y RL.
– ¿Crees que están muertas? ¿Asesinadas?
– Un asesino que actuó en los años cincuenta y, tal vez, en los sesenta. Y que, de una manera u otra, tiene que ver con Harriet Vanger. He estado hojeando números atrasados del Hedestads-Kuriren. El asesinato de Rebecka es el único crimen monstruoso vinculado a Hedestad que he encontrado. Quiero que sigas investigando en el resto de Suecia.
Lisbeth Salander se sumió en sus propios pensamientos con un silencio tan inexpresivo y tan largo que Mikael empezó a rebullir impacientemente en su silla. Se estaba preguntando si no se habría equivocado de persona cuando ella, finalmente, levantó la vista.
– De acuerdo. Acepto el trabajo. Pero tienes que firmar el contrato con Armanskij.
Dragan Armanskij imprimió el contrato que Mikael Blomkvist debía llevar a Hedestad para que lo firmara Dirch Frode. Al volver al despacho de Lisbeth Salander vio, a través del cristal, cómo la joven y Mikael Blomkvist permanecían inclinados sobre el PowerBook de Lisbeth. Mikael puso una mano en un hombro de ella -«la estaba tocando»- y señaló algo con el dedo. Armanskij se detuvo.
Mikael dijo algo que pareció sorprender a Lisbeth. Acto seguido ella soltó una sonora carcajada.
Armanskij no la había oído nunca reírse, a pesar de llevar años intentando ganarse su confianza. Hacía tan sólo cinco minutos que Lisbeth conocía a Mikael Blomkvist y ya se estaba riendo con él.
En ese momento odió a Mikael con tanta intensidad que hasta él mismo se asombró. Se aclaró la voz al entrar por la puerta y le entregó una carpeta de plástico con el contrato.
Por la tarde, Mikael tuvo tiempo de hacer una rápida visita a la redacción de Millennium. Era la primera vez desde que recogiera su mesa de trabajo antes de Navidad, y, de repente, le resultó extraño subir por esas escaleras que, por otra parte, le eran tan familiares. El código de acceso seguía siendo el mismo, de modo que pudo entrar por la puerta sin llamar la atención y quedarse un rato en la redacción mirando a su alrededor.
La redacción de Millennium se hallaba en un local con forma de L. La entrada era un gran vestíbulo que ocupaba mucha superficie y que realmente no servía para nada más. Lo habían amueblado con un tresillo para recibir a las visitas. Detrás de éste había un comedor con una cocinita, unos servicios y dos cuartos llenos de librerías y archivos. Y también una mesa de trabajo para el consabido becario. A la derecha de la entrada, un gran cristal daba al estudio de Christer Malm; tenía su propia empresa en unos ochenta metros cuadrados, con acceso directo desde la escalera. A la izquierda se situaba la redacción propiamente dicha, de unos ciento cincuenta metros cuadrados, con una fachada acristalada que daba a Götgatan.
La distribución había sido cosa de Erika, quien mandó poner unas cristaleras creando, de este modo, tres despachos individuales y un espacio abierto para los otros tres colaboradores. Ella se quedó con el despacho más grande, al fondo de la redacción, y mandó a Mikael al otro extremo del local, en el único sitio que se podía ver desde la entrada. Advirtió que nadie se había instalado allí.
El tercer despacho, un poco apartado, lo ocupaba Sonny Magnusson, de sesenta años, exitoso vendedor de espacios publicitarios de Millennium desde hacía varios años. Erika encontró a Sonny al quedarse éste en el paro por los recortes de plantilla que hubo en la empresa donde llevaba trabajando casi toda su vida. Por aquel entonces, Sonny se encontraba en una edad en la que no esperaba que le ofrecieran otro empleo fijo. Erika le eligió a dedo; le ofreció una pequeña retribución fija mensual, más una comisión por los ingresos de los anuncios. Sonny mordió el anzuelo y, hasta la fecha, ninguno de los dos se había arrepentido. Sin embargo, durante el último año poco importaban sus habilidades como vendedor; los ingresos habían caído en picado, al igual que el salario de Sonny. Pero, en lugar de buscarse otra cosa, se apretó el cinturón y permaneció fiel a su puesto. «A diferencia de mí, que he provocado la caída», pensó Mikael.
Al final, Mikael hizo de tripas corazón y entró en la redacción, que estaba medio vacía. Pudo ver a Erika en su despacho con el teléfono pegado a la oreja. Tan sólo dos de los colaboradores se encontraban en la redacción. Monika Nilsson, de treinta y siete años, era una hábil reportera especializada en temas políticos y probablemente la cínica más consumada que Mikael había conocido en su vida. Llevaba nueve años en Millennium, donde se sentía muy a gusto. El colaborador más joven de la redacción se llamaba Henry Cortez y tenía veinticuatro años. Había entrado directamente desde la Escuela Superior de Periodismo, dos años antes, para hacer las prácticas, declarando que era en Millennium -y en ningún otro sitio- donde quería trabajar. El presupuesto de Erika no daba para contratarle, pero le ofrecieron una mesa en un rincón y le integraron en el equipo como freelance fijo.
Encantados, los dos irrumpieron en gritos al ver a Mikael, y lo recibieron con besos y unas palmadas en la espalda. Enseguida le preguntaron si pensaba volver, pero suspiraron decepcionados cuando les explicó que le quedaban todavía seis meses en Norrland y que sólo había pasado por allí para saludarlos y hablar con Erika.
Erika también se alegró de verle; sirvió café y cerró la puerta de su despacho. Se interesó inmediatamente por la salud de Henrik Vanger. Mikael le explicó que sólo sabía lo que le había dicho Dirch Frode: su estado era grave, pero el viejo todavía seguía con vida.
– ¿Qué haces en la ciudad?
Mikael no supo qué decir. Milton Security estaba a sólo unas pocas manzanas de distancia; su visita respondía más bien a un impulso espontáneo. Le parecía complicado explicarle a Erika que acababa de contratar a una asesora personal de una empresa de seguridad, la misma persona que había pirateado su ordenador. Se encogió de hombros y dijo que se había visto obligado a bajar a Estocolmo por un asunto relacionado con Vanger y que regresaba de inmediato al norte. Preguntó cómo les iba en la redacción.
– Aparte de las agradables noticias, tanto el número de anuncios como de suscriptores continúa subiendo, hay un nubarrón que se avecina por el horizonte.
– ¿Ah, sí?
– Janne Dahlman.
– Claro.
– En abril, poco después de que hiciéramos público que Henrik Vanger entraba como socio, tuve que hablar seriamente con él. No sé si es así de negativo por naturaleza o si hay algo más. Tal vez esté jugando.
– ¿Qué ocurrió?
– Ya no me fío de él. Tras firmar el acuerdo con Henrik Vanger, Christer y yo podíamos optar por informar inmediatamente a toda la redacción de que ya no corríamos el riesgo de tener que cerrar en otoño, o…
– O avisar a unos cuantos colaboradores de manera selectiva.
– Exacto. Quizá me haya vuelto paranoica, pero no quería arriesgarme a que Dahlman filtrara la historia. Así que decidimos informar a toda la redacción el mismo día que se hizo pública la noticia. Por lo tanto, estuvimos callados durante más de un mes.
– Bueno, eran las primeras noticias buenas que la redacción recibía en muchos años. Todo el mundo lanzó gritos de júbilo, menos Dahlman. Bueno, ya sabes que no somos precisamente la redacción más grande del mundo; o sea, tres personas saltan de alegría, más el becario, y una persona se cabrea porque no lo han puesto al corriente del acuerdo con anterioridad…
– También tenía su parte de razón…
– Ya lo sé. Lo que pasa es que seguía dando la lata sobre el tema un día sí y otro también, y el ambiente de la redacción cayó en picado. Tras dos semanas soportando esa mierda lo llamé al despacho y le expliqué que la razón por la que no había informado a la redacción era porque no tenía confianza en él y no estaba segura de que supiera guardar silencio.
– ¿Y cómo se lo tomó?
– Evidentemente, se mostró muy herido e indignado. Yo no me eché atrás y le di un ultimátum: o se espabilaba o ya podía ponerse a buscar otro trabajo.
– ¿Y?
– Ha mejorado. Pero sólo va a lo suyo y hay mucha tensión entre él y el resto de la redacción. Christer no le soporta y se lo demuestra muy claramente siempre que tiene ocasión.
– ¿Qué es lo que sospechas de Dahlman?
Erika suspiró.
– No lo sé. Le contratamos hace un año, cuando ya habíamos empezado la batalla con Wennerström. No puedo probar absolutamente nada, pero me da la sensación de que no trabaja para nosotros.
Mikael asintió con la cabeza.
– Confía en tu instinto.
– A lo mejor es sólo un cabrón que sigue sin encontrar su sitio y que va creando mal rollo a su alrededor.
– Es posible. Pero estoy de acuerdo contigo en que fue un error contratarle.
Veinte minutos más tarde, Mikael pasaba por Slussen de camino al norte en el coche que le había prestado la mujer de Dirch Frode, un Volvo de diez años que ella no usaba nunca. Le había prometido dejárselo las veces que quisiera.
Se trataba de pequeños y sutiles detalles que Mikael habría pasado por alto si no hubiera estado más atento. Una pila de papeles algo menos ordenada de lo que recordaba. Un archivador no del todo colocado en su sitio en la estantería. Y el cajón de la mesa se hallaba completamente cerrado; Mikael recordaba perfectamente que se había quedado algo entreabierto cuando el día anterior abandonó la isla de Hedeby para ir a Estocolmo.
Se quedó un rato inmóvil, asaltado por la duda. Luego una total certidumbre se fue imponiendo en su interior: alguien había estado en su casa.
Salió al porche y miró a su alrededor. Había cerrado la puerta con llave, pero era una vieja cerradura normal y corriente; sin duda, se abría con un simple destornillador. Por otra parte, sabe Dios cuántas copias de llaves circularían por allí. Volvió a entrar y examinó sistemáticamente su cuarto de trabajo por si había desaparecido algo. Al cabo de un rato llegó a la conclusión de que no faltaba nada.
No obstante, era un hecho más que evidente que alguien había entrado en la casa para fisgonear en sus papeles y carpetas. El ordenador lo llevaba en el coche, así que eso no lo habían podido tocar. Dos preguntas le vinieron a la mente: ¿quién?, y ¿cuánto habría sacado en claro aquel misterioso visitante?
Las carpetas formaban parte del material de Henrik Vanger que Mikael había vuelto a llevar a la casa después de salir de la cárcel. No había nada nuevo. Los cuadernos de la mesa resultarían indescifrables para alguien no iniciado, pero la persona que había estado revolviendo sus cajones ¿era alguien no iniciado?
Lo más grave era una pequeña funda de plástico donde había metido la lista de los supuestos números de teléfono y una copia pasada a limpio de las citas bíblicas a las que hacían referencia. Quien estuviera husmeando en su estudio sabía ahora que Mikael había descifrado el código de la Biblia.
«¿Quién?»
Henrik Vanger estaba en el hospital. De Anna, el ama de llaves, no sospechaba. ¿Dirch Frode? Ya conocía todos los detalles… Cecilia Vanger había cancelado su viaje a Florida y acababa de volver de Londres acompañada de su hermana. No se habían encontrado todavía, pero la vio a lo lejos el día anterior cuando pasó el puente en un coche. Martin Vanger. Harald Vanger. Birger Vanger, que apareció un día después del infarto de Henrik, cuando lo convocaron a un consejo familiar al que Mikael no había sido invitado. Alexander Vanger. Isabella Vanger: una mujer cualquier cosa menos simpática.
¿Con quién había hablado Frode? ¿Qué se le habría escapado? ¿Cuántos de los más allegados estaban al tanto de que Mikael, efectivamente, había abierto una brecha en sus pesquisas?
Eran más de las ocho de la noche. Llamó a Låsjouren, en Hedestad, para que fueran a cambiarle la cerradura de la puerta. El cerrajero le dijo que podría ir al día siguiente. Mikael prometió pagarle el doble si acudía inmediatamente. Acordaron que pasara sobre las diez y media de la noche para instalar una nueva cerradura de seguridad.
Sobre las ocho y media de la noche, mientras esperaba al cerrajero, Mikael se acercó a casa de Dirch Frode y llamó a la puerta. La mujer de Frode lo acompañó al jardín de detrás y le ofreció una cerveza fresca que Mikael aceptó con mucho gusto. Quería saber cómo se encontraba Henrik Vanger.
Dirch Frode negaba con la cabeza.
– Le han operado. Tiene una arteriosclerosis coronaria. El médico dice que el mero hecho de que esté vivo es esperanzador, pero los próximos días van a ser críticos.
Meditaron un rato acerca de esas palabras mientras se tomaban la cerveza.
– ¿Has hablado con él?
– No. No estaba en condiciones. ¿Qué tal en Estocolmo?
– Lisbeth Salander ha aceptado. Aquí está el contrato de Dragan Armanskij. Lo tienes que firmar y luego enviárselo.
Frode hojeó los papeles.
– Nos va a salir cara -constató.
– Henrik se lo puede permitir.
Frode asintió, sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa y firmó con un garabato.
– Es mejor que lo firme mientras Henrik esté vivo. ¿Puedes pasar por el buzón que hay al lado de Konsum?
A medianoche Mikael ya estaba acostado, pero le resultaba difícil conciliar el sueño. Hasta ese momento su estancia en la isla de Hedeby había tenido el carácter de una investigación de curiosidades históricas. Pero si a alguien le interesaban sus actividades lo suficiente como para entrar en su estudio, tal vez la historia tuviera más relación con el presente de lo que creía.
De repente se le ocurrió que había otras personas que también podrían interesarse por lo que hacía. La súbita aparición de Henrik Vanger en la junta directiva de Millennium difícilmente habría pasado desapercibida para Hans-Erik Wennerström. ¿O acaso este tipo de ideas indicaba que se estaba volviendo paranoico?
Mikael se levantó de la cama. Desnudo, se acercó a la ventana de la cocina y se quedó pensativo observando la iglesia. Encendió un cigarrillo.
No llegaba a entender a Lisbeth Salander. Tenía un comportamiento raro, con largas pausas en medio de la conversación. El desorden de su casa rayaba el caos: una montaña de bolsas de periódicos en la entrada y una cocina que llevaba años sin limpiar. Su ropa se esparcía por todo el suelo; obviamente, se había pasado toda la noche de juerga. Los chupetones de su cuello evidenciaban que había disfrutado de compañía en la cama. Llevaba numerosos tatuajes por todo el cuerpo y un par de piercings en la cara. Y quién sabe en qué otros sitios. En resumen, se trataba de una chica un tanto peculiar.
Pero, por otra parte, Armanskij le había asegurado que era la mejor investigadora de la empresa; y el detallado y minucioso informe sobre Mikael demostraba que, indudablemente, era muy meticulosa. «Una chica rara.»
Lisbeth Salander se hallaba delante de su PowerBook reflexionando sobre su reacción a la visita de Mikael Blomkvist. En su vida adulta, nunca había dejado que nadie no invitado expresamente con anterioridad entrara en su casa; y ese reducido grupo de personas se podía contar con los dedos de una mano. Mikael había irrumpido en su vida desvergonzadamente y ella no fue capaz de reaccionar más que con unas sosas protestas.
Y no sólo eso; le tomó el pelo. Se rió de ella.
Normalmente, un comportamiento así la habría puesto en alerta para apretar mentalmente el gatillo. Pero no sintió ni la más mínima amenaza ni enemistad por su parte. Él tenía razones para echarle una buena bronca, incluso, tras descubrir que había pirateado su ordenador, para denunciarla a la policía. Pero también se había reído de eso.
Fue la parte más delicada de su conversación. Le dio la sensación de que Mikael, conscientemente, evitaba sacar el tema, y al final ella no pudo resistirse a hacerle la pregunta.
– Has dicho que sabías lo que yo había hecho.
– Eres una hacker. Has entrado en mi ordenador.
– ¿Cómo te has enterado?
Lisbeth estaba perfectamente segura de no haber dejado rastro alguno y de que su infracción no podría descubrirse a menos que un experto en seguridad informática de alto nivel estuviese escaneando el disco duro en el preciso instante en que ella entraba.
– Cometiste un error.
Le explicó cómo ella había citado la versión de un texto que sólo existía en su ordenador y en ningún otro sitio más.
Lisbeth Salander permaneció callada un buen rato. Al final, lo miró con ojos inexpresivos.
– ¿Cómo lo hiciste? -preguntó Mikael.
– Es un secreto. ¿Qué piensas hacer?
Mikael se encogió de hombros.
– ¿Qué opciones tengo? Tal vez debería hablar contigo de la ética y de la moral, y del peligro de hurgar en la vida privada de la gente.
– Es lo mismo que haces tú como periodista.
Mikael asintió con la cabeza.
– Pues sí. Precisamente por eso los periodistas tenemos una comisión ética que controla los aspectos morales. Cuando escribo un texto sobre un hijo de puta del mundo de la banca, no incluyo, por ejemplo, su vida sexual. No menciono que una estafadora de cheques es lesbiana o que le pone hacerlo con su perro o cosas así, aunque sea verdad. Incluso los cabrones tienen derecho a la intimidad, y resulta muy fácil herir a la gente atacando su forma de vida. ¿Entiendes lo que quiero decir?
– Sí.
– En pocas palabras, has violado mi integridad personal. Mi jefe no necesita saber con quién me acuesto. Eso es cosa mía.
En la cara de Lisbeth Salander se dibujó una sonrisa torcida.
– Crees que no debería haberlo mencionado.
– En mi caso no tiene la mayor importancia. La mitad de Estocolmo conoce mi relación con Erika. Es sólo una cuestión de principios.
– Siendo así, quizá te gustaría saber que yo también tengo un principio; y mi propia comisión ética. Yo lo llamo «El principio de Salander». Según él, un cabrón es siempre un cabrón; y si puedo hacerle daño descubriendo sus mierdas, es que entonces lo tiene bien merecido. Sólo le pago con la misma moneda.
– Vale -contestó Mikael Blomkvist, sonriendo-. Mis ideas tampoco distan tanto de las tuyas, pero…
– Cuando investigo a alguien también tengo en cuenta mi opinión sobre él. No soy objetiva. Si parece una buena persona, puedo suavizar el informe.
– ¿De verdad?
– Fue lo que hice en tu caso. Podría haber escrito un libro sobre tu vida sexual. Podría haberle contado a Frode que Erika Berger tiene un pasado en el Club Extreme y que en los años ochenta tonteó con el BDSM, lo cual, teniendo en cuenta la naturaleza de vuestra vida sexual, habría creado, sin duda, ciertas e inevitables asociaciones de ideas.
Las miradas de Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander se cruzaron. Acto seguido él miró por la ventana y soltó una carcajada.
– Eres realmente meticulosa. ¿Por qué no lo has introducido en el informe?
– Erika Berger y tú sois personas adultas y está claro que os queréis mucho. Lo que hacéis en la cama no es asunto de nadie, y lo único que habría conseguido revelando esos datos habría sido haceros daño o proporcionarle información a alguien para que os chantajeara. ¿Quién sabe? No conozco a Dirch Frode y el material podría haber acabado en manos de Wennerström.
– ¿Y no quieres proporcionarle información a Wennerström?
– Si en un combate entre vosotros dos tuviera que elegir entre un rincón y otro del cuadrilátero, creo que acabaría en el tuyo.
– Erika y yo tenemos… nuestra relación es…
– Me importa una mierda la relación que tengáis. Pero no has contestado a mi pregunta: ¿qué piensas hacer ahora que sabes que he entrado en tu ordenador?
El silencio que guardó Mikael fue casi tan largo como el de Lisbeth.
– Lisbeth, no he venido a joderte. No pienso chantajearte. Estoy aquí para pedirte que me ayudes con una investigación. Puedes contestar sí o no. Si me dices que no, me largaré, buscaré a otra persona y nunca más sabrás nada de mí.
Reflexionó un instante; luego añadió sonriendo:
– Eso si no te vuelvo a encontrar fisgando en mi ordenador.
– Y entonces, ¿qué pasaría…?
– Sabes mucho de mí. Algunas cosas son privadas y personales, pero el daño ya está hecho. Sólo espero que no utilices contra mí o Erika Berger todo lo que sabes.
Ella lo observó con una mirada ausente.
Mikael pasó dos días repasando todo su material, mientras aguardaba que le informaran de si Henrik Vanger iba a sobrevivir o no. Se mantenía en permanente contacto con Dirch Frode, quien, el jueves por la noche, pasó a verle para comunicarle que, de momento, parecía que Henrik se hallaba fuera de peligro.
– Se encuentra débil, pero hoy he podido hablar un rato con él. Quiere verte cuanto antes.
El viernes, el día de Midsommar, a la una del mediodía, Mikael fue al hospital de Hedestad y buscó la planta donde estaba ingresado Henrik Vanger. Se topó con un irritado Birger Vanger, que, cerrándole el paso, le manifestó de manera autoritaria que Henrik Vanger no podía recibir visitas bajo ningún concepto. Mikael guardó la calma y miró fijamente al consejero municipal.
– ¡Qué raro! Henrik Vanger me ha hecho llegar un mensaje en el que decía expresamente que quería verme hoy mismo.
– No eres de la familia; tú aquí no pintas nada.
– Tienes razón, no pertenezco a la familia. Pero me rijo por mandato directo de Henrik Vanger y sólo recibo órdenes de él.
El encuentro podría haber derivado en una acalorada discusión si no hubiese dado la casualidad de que, en ese preciso instante, Dirch Frode salió de la habitación de Henrik.
– Ah, estás aquí. Henrik acaba de preguntar por ti.
Frode abrió la puerta. Mikael pasó por delante de Birger Vanger y entró en la habitación.
Henrik Vanger parecía haber envejecido diez años en una semana. Tenía los párpados entornados y un tubo de oxígeno metido por la nariz; su cabello estaba más alborotado que nunca. Una enfermera detuvo a Mikael poniéndole una mano sobre el brazo.
– Dos minutos. No más. Y que no se emocione.
Mikael asintió con la cabeza y se sentó en una silla para poder verle bien la cara. Le invadió una ternura que le dejó perplejo, alargó la mano y la apretó suavemente contra la del viejo, flácida. Henrik Vanger empezó a hablar con una voz débil y entrecortada.
– ¿Novedades?
Mikael asintió.
– Te informaré en cuanto estés un poco mejor. No he resuelto el misterio todavía, pero he encontrado nuevo material y estoy tirando de algunos hilos. Dentro de una semana o dos te diré si me han conducido a algún sitio.
Henrik Vanger intentó mover la cabeza, pero no consiguió más que parpadear, dando a entender que lo había comprendido.
– Estaré fuera unos días.
Henrik Vanger frunció el ceño.
– No, no abandono el barco. Tengo que irme para investigar. Le he dicho a Dirch Frode que le mantendré informado. ¿Te parece bien?
– Dirch es… mi representante… en todos los sentidos.
Mikael asintió con la cabeza.
– Mikael… si no… salgo de ésta… quiero que, de todos modos, termines… el trabajo.
– Te lo prometo.
– Le he firmado a Dirch… todos los poderes.
– Henrik, quiero que te recuperes. Si te mueres ahora que he avanzado tanto en el trabajo, me cabrearías muchísimo.
– Dos minutos -dijo la enfermera.
– Debo irme. La próxima vez que venga hablaremos largo y tendido.
Al salir al pasillo, Birger Vanger lo estaba esperando y lo detuvo poniéndole una mano sobre el hombro.
– No quiero que vuelvas a molestar a Henrik. Se encuentra gravemente enfermo y no debe, bajo ningún concepto, ponerse nervioso o emocionarse.
– Entiendo tu preocupación y tienes toda mi simpatía. No lo molestaré.
– Todo el mundo sabe que Henrik te ha contratado para hurgar en su pequeño hobby… Harriet. Dirch Frode dijo que Henrik se alteró mucho tras la conversación que mantuvisteis antes del infarto. Incluso me comentó que tú pensabas que había sido por tu culpa.
– Ya no lo creo. Henrik Vanger tenía una arteriosclerosis coronaria aguda. El simple hecho de ir al baño le podría haber provocado un ataque. Supongo que, a estas alturas, ya lo sabrás.
– Exijo un control total sobre esa absurda historia. Estás metiendo las narices en la vida de mi familia.
– En fin, como ya he dicho… trabajo para Henrik. No para la familia.
Al parecer, Birger Vanger no estaba acostumbrado a que nadie le plantara cara. Durante un breve instante, sin duda con el objetivo de infundirle respeto, clavó los ojos en Mikael, pero más que otra cosa le hizo parecer un alce henchido de arrogancia. Acto seguido, Birger Vanger se dio media vuelta y entró en la habitación de Henrik.
Mikael refrenó el impulso de reírse. No le pareció oportuno hacerlo en el pasillo, delante de un Henrik enfermo postrado en una cama que podría convertirse en su lecho de muerte. Pero de pronto acudió a su mente una estrofa del abecedario rimado de Lennart Hyland, cuya publicación formó parte de una campaña de colecta de Radiohjälpen en los años sesenta y que, por alguna incomprensible razón, él había memorizado cuando aprendió a leer y escribir. La letra A decía así: «Al alce solitario miro; en el bosque suena un tiro».
Mikael se topó con Cecilia Vanger en la entrada del hospital. Desde que ella regresara de su interrumpido viaje, había intentado telefonearla al móvil una docena de veces, pero Cecilia no le había contestado. Tampoco se encontraba en casa, en Hedeby, cuando pasaba y llamaba a su puerta.
– Hola, Cecilia -dijo-; siento mucho lo de Henrik.
– Gracias -contestó ella, asintiendo con la cabeza.
Mikael intentó adivinar sus sentimientos, pero no percibió en su rostro ni frío ni calor.
– Tenemos que hablar -dijo él.
– Siento haberte ignorado de esta manera. Entiendo que estés enfadado, pero ahora mismo no puedo ni con mi alma.
Mikael tardó unos segundos en comprender lo que ella quería decir. Se apresuró a ponerle una mano sobre el brazo y le sonrió.
– Espera, me has entendido mal, Cecilia. No estoy enfadado en absoluto. Confío en que podamos seguir siendo amigos, pero si no quieres verme… si ésa es tu decisión, la respetaré.
– Las relaciones no son mi fuerte -dijo.
– Tampoco el mío. ¿Tomamos un café?
Señaló con la cabeza hacia la cafetería del hospital.
Cecilia Vanger dudó.
– No, hoy no. Quiero ver a Henrik ahora.
– Vale, pero necesito hablar contigo de todos modos. Es un tema de trabajo.
– ¿Qué quieres decir?
Cecilia se puso inmediatamente en guardia.
– ¿Te acuerdas de cuando nos conocimos, en enero, el día que viniste a verme a mi casa? Te dije que nuestra conversación era off the record, y que si alguna vez tuviera que hacerte preguntas de verdad, te lo comunicaría. Es referente a Harriet.
De repente, la cara de Cecilia Vanger se encendió de rabia.
– ¡Qué hijo de puta eres!
– Cecilia, he encontrado cosas que, simplemente, necesito comentar contigo.
Ella dio un paso hacia atrás.
– ¿No ves que toda esta jodida búsqueda de la condenada Harriet no es más que una terapia para Henrik, algo con lo que entretenerse? ¿No te das cuenta de que quizá esté muriéndose allí arriba y de que lo que menos necesita ahora es emocionarse y albergar falsas esperanzas?
Se calló.
– Tal vez sea un hobby para Henrik, pero da la casualidad de que he hallado nuevo material: el que nadie en treinta y cinco años ha sabido encontrar. Hay preguntas sin respuesta en la investigación; y yo trabajo por encargo de Henrik.
– Si Henrik se muere, esa maldita investigación se cerrará muy de prisa. Y te echaremos a patadas -le espetó Cecilia Vanger, pasando por delante de él.
Todo estaba cerrado. Hedestad estaba prácticamente desierto; la población entera parecía haberse ido a celebrar la fiesta de Midsommar al campo. Al final, Mikael encontró abierta la terraza del Stadshotellet; allí podría pedir café y un sándwich, y sentarse a leer los periódicos vespertinos. No había sucedido nada importante en el mundo.
Dejó los periódicos de lado y se puso a pensar en Cecilia Vanger. Ni a Henrik ni a Dirch Frode les había contado nada sobre sus sospechas de que fue ella la que abrió la ventana de la habitación de Harriet. Temía que si lo hacía, la convertiría en sospechosa, y lo último que quería era hacerle daño. Pero tarde o temprano tendría que formularle la pregunta.
Se quedó en la terraza una hora, antes de decidirse a aparcarlo todo momentáneamente y dedicar la noche a otra cosa que no fuera la familia Vanger. Su móvil permanecía en silencio. Erika estaba de viaje divirtiéndose con su marido en alguna parte, así que Mikael no tenía con quién hablar.
Regresó a la isla de Hedeby hacia las cuatro de la tarde y tomó otra decisión: dejar de fumar. Desde que estuvo en la mili había hecho ejercicio con regularidad, bien yendo al gimnasio o bien corriendo a lo largo de Söder Mälarstrand, pero perdió la costumbre por completo cuando empezaron los problemas con Hans-Erik Wennerström. Hasta que ingresó en la cárcel de Rullåker no volvió a levantar pesas, más que nada como terapia, pero desde que salió de allí se había movido más bien poco. Ya era hora de volver a empezar. Decidido, se puso un chándal y empezó a correr a un ritmo bastante perezoso por el camino que iba a la cabaña de Gottfried. Giró hacia La Fortificación y, saliéndose del camino, aceleró el paso corriendo a campo través. No hacía orientación desde que estuvo en la mili, pero siempre le había gustado más correr por el bosque que en pistas. De vuelta hacia el pueblo, siguió en paralelo a la valla que cercaba el terreno de la granja de Ostergården. Se sentía completamente machacado cuando, jadeando, dio los últimos pasos hasta su casa.
Sobre las seis de la tarde ya se había duchado. Mientras hervía unas patatas, puso en el jardín una mesa un poco coja con arenques a la mostaza acompañados de cebolleta y huevo cocido. Se sirvió un chupito de aguardiente y se lo tomó a su salud. Luego abrió una novela policíaca titulada The Mermaids Singing, de Val McDermid.
Alrededor de las siete, Dirch Frode pasó a verle y, algo apesadumbrado, se sentó en la silla de enfrente. Mikael le sirvió un chupito de Skåne.
– Hoy has despertado bastantes resentimientos -le dijo Frode.
– Ya me lo figuraba.
– Birger Vanger es un payaso.
– Ya lo sé.
– Pero Cecilia Vanger no lo es y está furiosa contigo.
Mikael asintió.
– Me ha pedido que me encargue de que no continúes hurgando en los asuntos privados de la familia.
– Entiendo. ¿Y tu respuesta?
Dirch Frode observó el chupito de Skåne y, acto seguido, se lo bebió de un trago.
– Mi respuesta es que Henrik me ha dado instrucciones muy claras sobre tu cometido. Mientras no cambie de opinión, sigues contratado según el acuerdo que firmamos. Lo que espero de ti es que hagas lo imposible para cumplir tu parte del contrato.
Mikael asintió. Levantó la mirada a un cielo que amenazaba lluvia.
– Se avecina una tormenta -dijo Frode-. Si el viento sopla con mucha fuerza, yo te sujetaré; no te preocupes.
– Gracias.
Guardaron silencio durante un rato.
– ¿Me das otro trago? -preguntó Dirch Frode.
Tan sólo unos minutos después de que Dirch Frode se fuera a su casa, Martin Vanger frenó delante de la casita de invitados y aparcó su coche en el borde del camino. Se acercó a saludar. Mikael le deseó una buena noche de Midsommar y le ofreció un chupito de aguardiente.
– No, mejor no. Sólo voy a casa a cambiarme; luego tengo que coger el coche hasta la ciudad para pasar la noche con Eva.
Mikael aguardaba.
– He hablado con Cecilia. Anda un poco nerviosa estos días; tiene una relación muy estrecha con Henrik. Espero que la perdones si dice algo… desagradable.
– Yo quiero mucho a Cecilia -contestó Mikael.
– Eso tengo entendido. Pero puede resultar complicada. Sólo quiero que sepas que ella está totalmente en contra de que investigues en el pasado de la familia.
Mikael suspiró. Todo el mundo parecía comprender por qué Henrik lo había contratado.
– ¿Y tú qué piensas?
Martin Vanger hizo un gesto con la mano.
– Henrik lleva décadas obsesionado con lo de Harriet. No lo sé… Era mi hermana, pero, en cierto modo, ya me parece algo muy lejano. Dirch Frode dijo que tienes un contrato blindado que sólo Henrik en persona puede rescindir; y me temo que eso, en su estado actual, le haría más daño que otra cosa.
– ¿Así que quieres que continúe?
– ¿Has avanzado algo?
– Lo siento, Martin, pero rompería mi contrato si te contara algo sin el permiso de Henrik.
– Entiendo -dijo, sonriendo-; Henrik es muy aficionado a las teorías conspirativas. Pero no me gustaría que le infundieras falsas esperanzas.
– Te lo prometo. Sólo hechos demostrables.
– Bien… Por cierto, cambiando de tema: también hemos de pensar en otro contrato. Con la enfermedad de Henrik y su incapacidad para cumplir con sus deberes en la junta directiva de Millennium, yo tengo la obligación de sustituirle.
Mikael aguardaba la continuación.
– Creo que debemos convocar una reunión y analizar la situación.
– Es una buena idea. Pero, si no he entendido mal, se ha decidido que la próxima reunión no se celebre hasta agosto.
– Ya lo sé, aunque a lo mejor habría que adelantarla.
Mikael sonrió educadamente.
– Es posible, pero no te estás dirigiendo a la persona apropiada. De momento no formo parte de la junta de Millennium. Abandoné la revista en diciembre y no ejerzo ninguna influencia sobre la junta. Sugiero que te pongas en contacto con Erika Berger.
Martin Vanger no se esperaba esa respuesta. Reflexionó un instante y, acto seguido, se levantó.
– Tienes razón. Voy a hablar con ella.
Se despidió de Mikael dándole unas palmaditas en el hombro y se fue hasta el coche.
Mikael se quedó mirándolo pensativo. Aunque Martin Vanger no se había mostrado explícito, la amenaza flotaba claramente en el aire: la estabilidad de Millennium pendía de un hilo. Al cabo de un rato, Mikael se sirvió otro chupito y retomó la novela de Val McDermid.
Hacia las nueve, la gata parda apareció frotándose contra sus piernas. La levantó y la rascó por detrás de las orejas.
– Ya somos dos aburriéndonos esta noche -dijo.
Apenas empezó a llover, entró y se acostó. La gata quiso quedarse fuera.
Ese mismo viernes de Midsommar, Lisbeth Salander sacó su Kawasaki y dedicó la mañana a darle un buen repaso. Una moto de 125 centímetros cúbicos tal vez no fuera la máquina más chula del mundo, pero era suya y sabía manejarla. La había puesto a punto ella misma y había trucado el motor para poder correr más.
A mediodía se puso el casco y el mono de cuero y se fue a la residencia de Äppelviken, donde pasó la tarde en el parque con su madre. Lisbeth sentía una punzada de inquietud y mala conciencia. Durante las tres horas que estuvieron juntas, sólo intercambiaron unas pocas palabras sueltas. Su madre parecía más ausente que nunca y ni siquiera dio la impresión de saber con quién estaba hablando.
Mikael perdió varios días intentando identificar el coche con la matrícula AC. Tras numerosos quebraderos de cabeza y gracias, finalmente, a la ayuda de un mecánico jubilado de Hedestad al que consultó, pudo saber que se trataba de un Ford Anglia; al parecer, un modelo normal y corriente del que Mikael no había oído hablar en su vida. Luego contactó con un funcionario de Tráfico para ver qué posibilidades había de conseguir un listado de todos los Ford Anglia que en 1966 tuvieran una matrícula que empezara por AC3. Tras unas cuantas averiguaciones más, le comunicaron que ese tipo de excavaciones arqueológicas tal vez se pudieran realizar en el registro de Tráfico, pero que les llevaría mucho tiempo y se alejaba un poco de lo que se consideraba el derecho del ciudadano a la información pública.
Hasta varios días después de la fiesta de Midsommar Mikael no se puso al volante del Volvo para enfilar la autopista E4 en dirección norte. Nunca le había gustado correr con el coche, así que condujo sin prisas. Justo antes del puente de Härnösand, paró y se tomó café en la pastelería de Vesterlund.
La siguiente parada fue Umeå, donde entró en un bar de carretera para comer. Compró una guía de carreteras y continuó hasta Skellefteå, donde tomó el desvío de la izquierda hacia Norsjö. Llegó a las seis de la tarde y se alojó en el hotel Norsjö.
Al día siguiente, a primera hora de la mañana, empezó su búsqueda. La carpintería de Norsjö no figuraba en el listín telefónico. La recepcionista de ese hotel polar, una chica de unos veinte años, no había oído hablar jamás de la empresa.
– ¿A quién se lo podría preguntar?
Por un momento pareció desconcertada, hasta que se le iluminó la cara y dijo que iba a llamar a su padre. Dos minutos después regresó y le comunicó que la carpintería se había cerrado a principios de los años ochenta. No obstante, si Mikael necesitaba hablar con alguien que supiera más de la empresa, debía dirigirse a un tal Burman, quien trabajó allí como encargado y ahora vivía en una calle llamada Solvändan.
Norsjö era un pequeño pueblo que contaba con una calle principal, muy acertadamente bautizada como Storgatan [“la calle mayor”], la cual se extendía por todo el pueblo, flanqueada por tiendas y calles perpendiculares con bloques de apartamentos. En la entrada este había una pequeña zona industrial y unos establos; en la salida oeste se alzaba una iglesia de madera de una insólita belleza. Mikael advirtió que la población también contaba con una iglesia de los Misioneros y otra pentecostal. En el tablón de anuncios de delante de la estación de autobuses un cartel promocionaba un museo de caza y otro de esquiadores de fondo. Por su parte, un viejo póster anunciaba que Veronika había cantado allí en la fiesta de Midsommar. Mikael recorrió el pueblo andando, de punta a punta, en poco más de veinte minutos.
La calle de Solvändan, situada a unos cinco minutos del hotel, estaba flanqueada en su totalidad por chalés. Cuando llamó al timbre, no abrió nadie. Eran las nueve y media de la mañana y Mikael supuso que el tal Burman se encontraría en el trabajo o que, si era pensionista, habría salido a realizar alguna gestión.
La siguiente parada fue la ferretería de Storgatan. Si vives en Norsjö, tarde o temprano acabas visitando la ferretería, razonó Mikael. En la tienda había dos dependientes; Mikael eligió al que le parecía mayor, de unos cincuenta años.
– Hola, estoy buscando a una pareja que probablemente viviera aquí, en Norsjö, en los años sesenta. Es posible que el hombre trabajara en la carpintería de Norsjö. No sé cómo se llaman, pero tengo dos fotografías hechas en 1966.
El dependiente pasó un buen rato estudiando las fotos, pero al final negó con la cabeza lamentando no reconocer ni al hombre ni a la mujer.
A la hora de comer, Mikael se tomó un perrito caliente en el quiosco de comida rápida, junto a la estación de autobuses. Había dejado atrás las tiendas y pasado por las oficinas del Ayuntamiento, por la biblioteca y por la farmacia. En la comisaría de policía no había nadie; ya en la calle, Mikael empezó a preguntar al azar a la gente mayor. Sobre las dos de la tarde dos mujeres jóvenes que, lógicamente, no reconocieron a la pareja de la foto, le dieron, sin embargo, una buena idea.
– Si la foto está hecha en 1966, esas personas tendrán, en la actualidad, unos sesenta años por lo menos. ¿Por qué no te acercas a la residencia de Solbacka y preguntas allí?
En la recepción de la residencia, Mikael se presentó a una mujer de unos treinta años y le explicó el tema. Ella le lanzó una mirada llena de desconfianza, pero al final se dejó convencer. Acompañó a Mikael al cuarto de estar, donde, durante una media hora, mostró las fotos a una gran cantidad de ancianos de diversa edad, pero todos mayores de setenta años. Fueron muy amables, aunque ninguno de ellos pudo identificar a las personas fotografiadas en Hedestad en 1966.
Hacia las cinco volvió de nuevo a Solvändan y llamó a la puerta de Burman. Esta vez corrió mejor suerte. Los Burman, tanto el señor como la señora, eran pensionistas y habían pasado el día fuera. Lo invitaron a entrar en la cocina, donde la mujer se puso de inmediato a preparar café, mientras Mikael explicaba el motivo de su visita. Igual que en los anteriores intentos de ese día, no hubo suerte. Burman se rascó la cabeza, encendió una pipa y al cabo de un rato constató que no conocía a las personas de la foto. La pareja hablaba un dialecto de Norsjö tan cerrado que, a ratos, le costaba mucho entenderlos. Ella empleaba palabras como knövelhära para referirse al pelo rizado.
– Pero tienes razón, se trata de una pegatina de la carpintería -comentó el marido-. Has sido muy astuto al reconocerla. El problema es que las repartíamos a diestro y siniestro. A transportistas, a gente que compraba o entregaba madera, a reparadores, a maquinistas y a muchos otros.
– Encontrar a esta pareja está resultando más complicado de lo que me figuraba.
– ¿Por qué los buscas?
Mikael había decidido decir la verdad si alguien le preguntaba. Cualquier intento de inventar una historia alrededor de la pareja de la foto sólo sonaría a inverosímil y crearía confusión.
– Es una larga historia. Investigo un crimen que tuvo lugar en Hedestad en 1966 y creo que hay una posibilidad, aunque sea minúscula, de que las personas de la foto puedan haber visto lo que ocurrió. No son en absoluto sospechosos, ni conscientes, seguramente, de que tal vez posean la información que puede resolver este caso.
– ¿Un crimen? ¿Qué tipo de crimen?
– Lo siento, pero no puedo revelar más datos. Comprendo lo misterioso que resulta que alguien aparezca, después de casi cuarenta años, buscando a estas personas, pero el crimen sigue sin resolverse. Y estas nuevas pistas han salido a la luz hace muy poco.
– Entiendo. Bueno, la verdad es que tienes entre manos un asunto bastante extraño.
– ¿Cuánta gente trabajaba en la carpintería?
– Normalmente, la plantilla estaba formada por cuarenta personas. Yo trabajé allí desde que tenía diecisiete años, a mediados de la década de los cincuenta, hasta que se cerró la carpintería. Luego me hice transportista.
Burman reflexionó un rato.
– Lo que sí te puedo decir es que el chaval de la fotografía nunca trabajó en la carpintería. Quizá fuera transportista, pero creo que en tal caso le reconocería. Claro que también existe otra posibilidad: puede que su padre o algún otro familiar trabajara en la carpintería y que el coche no fuera suyo.
Mikael asintió.
– Es verdad que hay muchas posibilidades. ¿Se te ocurre con quién podría hablar?
– Sí -dijo Burman, asintiendo-. Pásate mañana por la mañana: daremos una vuelta y charlaremos con algunos compañeros.
Lisbeth Salander se encontraba ante un problema metodológico de cierta importancia. Era experta en sacar información sobre quien fuera, pero su punto de partida siempre había sido un nombre y el número de identificación personal de alguien vivo. Si el individuo en cuestión aparecía en algún registro informático -donde necesariamente figuraba todo el mundo-, la presa caería de inmediato en su telaraña. Si tenía un ordenador conectado a Internet, una dirección de correo electrónico o, incluso, quizá, una página web propia -como casi todas las personas que eran objeto de las investigaciones especiales de Lisbeth Salander-, podía revelar sus secretos más íntimos.
El trabajo que le había encargado Mikael Blomkvist era completamente diferente. Ahora la tarea consistía, sencillamente, en intentar averiguar cuatro números de identificación personal partiendo de unos datos extremadamente pobres. Además, esas mujeres vivieron hacía varias décadas; lo más probable es que no constaran en ningún registro informático.
La tesis de Mikael, basada en el caso Rebecka Jacobsson, consistía en que todas ellas habían sido víctimas de un asesino. Aparecerían, por tanto, en diversas investigaciones policiales no resueltas. No había ninguna indicación sobre cuándo ni dónde tuvieron lugar esos supuestos homicidios; tan sólo que debían haberse producido antes de 1966. Se hallaba, pues, ante una situación completamente nueva.
«Bueno, ¿cómo lo haré?»
Encendió el ordenador, entró en la página de Google y escribió «Magda + asesinato», la forma más sencilla de búsqueda. Para su gran asombro, encontró un resultado de inmediato. La primera página que apareció fue la programación de TV Värmland, la televisión regional de Karlstad, anunciando un episodio de la serie Los crímenes de Värmland que se emitió en 1999. Luego encontró una breve presentación en el Värmlands Folkblad:
Dentro de la serie Los crímenes de Värmland le ha llegado el turno al caso de Magda Lovisa Sjöberg, de Ranmoträsk, un misterioso y desagradable homicidio que tuvo ocupada a la policía de Karlstad hace varias décadas. En abril de 1960 se encontró a la granjera Lovisa Sjöberg, de cuarenta y seis años, brutalmente asesinada en el establo de la granja familiar. El reportero Claes Gunnars describe las últimas horas de su vida y la infructuosa búsqueda del asesino. En su día, el crimen causó un gran revuelo, al tiempo que se presentaron numerosas teorías sobre la identidad del culpable. En el programa participa un joven pariente de la víctima, que cuenta cómo las acusaciones hechas contra él le arruinaron la vida. 20.00 h.
Lisbeth encontró más información de utilidad en un artículo titulado «El caso Lovisa conmocionó a un pueblo entero», publicado en Värmlandskultur, cuyos textos se colgaron íntegramente en la red algún tiempo después de su publicación en la revista. Con evidente deleite, y en un tono coloquial que incitaba a la curiosidad, se explicaba cómo el marido de Lovisa Sjöberg, el leñador Holger Sjöberg, encontró muerta a su esposa al volver del trabajo, a eso de las cinco de la tarde. Había sido víctima de una extrema violencia sexual; luego la apuñalaron y finalmente la asesinaron clavándole una horquilla de campesino. El crimen se cometió en el establo, pero lo que más llamó la atención del caso fue que el asesino, tras consumar el acto, la obligó a arrodillarse en uno de los compartimentos destinados a los caballos y la amarró.
Posteriormente se descubrió que uno de los animales de la granja, una vaca, mostraba en el cuello una herida provocada por un navajazo.
Al principio se sospechó del marido, pero éste pudo presentar una coartada perfecta: desde las seis de la mañana estuvo talando árboles, a unos cuarenta kilómetros de la casa, con sus compañeros de trabajo. Quedó demostrado que Lovisa Sjöberg seguía con vida a las diez de la mañana, cuando recibió la visita de una vecina. Nadie había oído ni visto nada; la granja se hallaba a casi cuatrocientos metros del vecino más cercano.
Después de descartar al marido como principal sospechoso, la investigación policial se centró en un sobrino de la víctima, de veintitrés años de edad. Éste había tenido problemas con la ley en repetidas ocasiones y había sufrido dificultades económicas; de hecho, su tía le tuvo que prestar varias veces pequeñas sumas de dinero. La coartada del sobrino era considerablemente más débil. Estuvo detenido un tiempo, pero al final lo soltaron por falta de pruebas. A pesar de eso, mucha gente del pueblo consideraba muy probable que fuera culpable.
La policía también siguió otras numerosas pistas. Gran parte de la investigación giró en torno a la búsqueda de un misterioso vendedor ambulante que había sido visto por la zona. Tampoco ignoraron un rumor sobre un grupo de «gitanos ladrones» que, supuestamente, estuvieron rondando por aquellas tierras. Pero ¿qué motivo les iba a llevar a cometer un brutal asesinato de carácter sexual sin robar nada? Eso nunca les quedó muy claro.
Durante un tiempo, el interés se centró en un vecino del pueblo, un soltero que en su juventud había sido sospechoso de un delito homosexual -esto ocurrió en una época en la que la homosexualidad era ilegal- y que, según varios testimonios, tenía fama de «raro». Pero tampoco quedaba claro el motivo por el que un homosexual cometería un crimen sexual contra una mujer. Ni éstas ni otras pistas condujeron jamás a una detención o a una sentencia judicial.
Lisbeth Salander concluyó que la vinculación con la lista de la agenda telefónica de Harriet Vanger resultaba evidente. La cita bíblica del tercer libro del Pentateuco (20:16) rezaba: «Si una mujer se acerca a una bestia para unirse con ella, matarán a la mujer y a la bestia: ambas serán castigadas con la muerte y su sangre caerá sobre ellas». No podía ser casual que una granjera llamada Magda hubiera sido encontrada muerta en un establo, con el cuerpo atado e intencionadamente colocado en un compartimento destinado a caballos.
La pregunta era por qué Harriet Vanger apuntó el nombre de Magda en vez del de Lovisa, como se conocía a la víctima. Si no hubiese aparecido el nombre completo en el anuncio del programa televisivo, Lisbeth lo habría pasado por alto.
Y, por supuesto, la cuestión más importante: ¿había un vínculo entre el asesinato de Rebecka en 1949, el de Magda Lovisa en 1960 y la desaparición de Harriet Vanger en 1966? Y en tal caso, ¿cómo diablos se habría enterado Harriet Vanger?
El sábado Burman se llevó a Mikael a dar un infructuoso paseo por Norsjö. A lo largo de la mañana visitaron a cinco de los antiguos empleados de la carpintería, que vivían cerca: tres en el centro de Norsjö y dos en Sörbyn, a las afueras. Todos les invitaron a tomar café. Y todos negaron con la cabeza tras contemplar las fotos.
Después de una sencilla comida en casa de los Burman, cogieron el coche para dar otra vuelta. Visitaron cuatro pueblos en los alrededores de Norsjö, donde algunos ex trabajadores de la carpintería tenían fijada su residencia. En cada parada, Burman fue recibido con simpatía, pero nadie pudo ayudarles con la identificación. Mikael empezó a desesperarse y a preguntarse si el viaje a Norsjö no habría sido más que un callejón sin salida.
Hacia las cuatro de la tarde, Burman aparcó delante de una típica granja pintada de rojo de la comarca de Västerbotten, en Norsjövallen, al norte de Norsjö, donde Mikael fue presentado a Henning Forsman, maestro carpintero jubilado.
– Pero ¡si es el chaval de Assar Brännlund! -exclamó Henning Forsman en el mismo momento en que Mikael le enseñó la foto.
«Bingo.»
– Anda, ¿así que ése es el chico de Assar? -dijo Burman, y añadió dirigiéndose a Mikael-: Era comprador.
– ¿Dónde podría localizarle?
– ¿Al chaval? Bueno, tendrías que remover mucha tierra. Se llamaba Gunnar y trabajaba en una de las minas de Boliden. Murió en una explosión que hubo a mediados de los setenta.
«Maldita sea.»
– Pero su mujer está viva. Es la de la foto. Se llama Mildred y vive en Bjursele.
– ¿Bjursele?
– Está a unos diez kilómetros de aquí, cogiendo la carretera que va a Bastuträsk. La encontrarás en la casa roja alargada que hay a mano derecha nada más entrar en el pueblo. Es la tercera casa. Conozco muy bien a la familia.
– Hola, me llamo Lisbeth Salander y estoy trabajando en una tesis de criminología sobre la violencia sufrida por las mujeres durante el siglo XX. Me gustaría visitar el distrito policial de Landskrona para leer los informes de un caso de 1957. Se trata del asesinato de una mujer llamada Rakel Lunde, de cuarenta y cinco años de edad. ¿Tiene alguna idea de dónde se podrían encontrar esos documentos actualmente?
Bjursele parecía un póster turístico que promocionaba la vida rural de la comarca de Västerbotten. El pueblo estaba compuesto por una veintena de casas, más o menos apiñadas en semicírculo y a lo largo de la orilla de un lago. En medio del pueblo había un cruce de caminos con una flecha apuntando hacia Hemmingen, a once kilómetros, y otra señalando hacia Bastuträsk, a diecisiete kilómetros. Junto al cruce había un pequeño puente con un riachuelo; Mikael supuso que era el de Bjur. En pleno verano resultaba muy bonito, como una postal.
Mikael aparcó en la explanada de un supermercado Konsum abandonado, al otro lado de la carretera y casi enfrente de la tercera casa a mano derecha. Llamó a la puerta, pero no había nadie.
Durante una hora estuvo paseando por el camino de Hemmingen. Pasó por un sitio donde el riachuelo se convertía en una corriente rápida. Se cruzó con dos gatos y divisó un ciervo a lo lejos, pero no vio ni a una sola persona antes de dar la vuelta. La puerta de Mildred Brännlund permanecía cerrada.
De un poste que se levantaba junto al puente colgaba un viejo y descolorido cartel que invitaba a participar en el BTCC 2002, algo que debería leerse como «Bjursele Tukting Car Championship 2002». Al parecer, se trataba de un entretenimiento invernal que consistía en hacer carreras de coches, sobre el hielo del lago, hasta destrozarlos. Mikael contempló pensativo el póster.
Esperó hasta las diez de la noche antes de rendirse y volver a Norsjö, donde cenó y se acostó para leer el desenlace de la novela de Val McDermid.
Fue espeluznante.
Sobre las diez de la noche, Lisbeth Salander adjuntó otro nombre a la lista de Harriet Vanger. Lo hizo con grandes dudas y tras haber meditado el tema durante horas y horas.
Había descubierto un atajo. A intervalos relativamente regulares se publicaban textos sobre casos de crímenes no resueltos, y en un suplemento dominical de un periódico vespertino encontró un artículo de 1999 titulado «Varios asesinos de mujeres andan todavía sueltos». El artículo era recopilatorio, de modo que allí figuraban los nombres y las fotografías de unas cuantas víctimas de llamativos crímenes: el caso Solveig de Norrtälje, el asesinato de Anita en Norrköping, el de Margareta en Helsingborg, y otros similares.
El más antiguo de los casos recogidos era uno de los años sesenta; ninguno encajaba con los de la lista que Mikael le había dado a Lisbeth. Sin embargo, uno le llamó la atención.
En el mes de junio de 1962, una prostituta de Gotemburgo de treinta y dos años de edad, llamada Lea Persson, viajó a Uddevalla para visitar a su hijo de nueve años, que vivía con su abuela. Un par de días después, un domingo por la noche, Lea abrazó a su madre, se despidió y se marchó para coger el tren de regreso a Gotemburgo. La encontraron dos días más tarde, detrás de un contenedor abandonado en el solar de un polígono industrial. La habían violado y su cuerpo había sido sometido a una violencia extremadamente salvaje.
El asesinato de Lea dio lugar a una serie de artículos por entregas publicados por el periódico durante aquel verano, que despertaron gran interés. Pero nunca se llegó a identificar al culpable. En la lista de Harriet no había ni una sola Lea. Y el crimen tampoco encajaba con ninguna de las citas bíblicas.
Sin embargo, existía una circunstancia tan peculiar que el radar de Lisbeth Salander se activó inmediatamente. A unos diez metros del lugar donde se encontró el cadáver había una maceta con una paloma. Alguien había colocado una cuerda alrededor del cuello del ave y la había pasado por el agujero de la base de la maceta. Luego, el tiesto fue colocado encima de un pequeño fuego encendido entre dos ladrillos. No hallaron pruebas que vincularan la tortura del animal con el asesinato de Lea; podría tratarse de algún cruel juego de niños, pero en los medios de comunicación el caso fue conocido como «el asesinato de la paloma».
Lisbeth Salander no había leído nunca la Biblia -ni siquiera poseía un ejemplar-, pero por la tarde subió a la iglesia de Högalid y, tras no poco esfuerzo, consiguió que le prestaran una. Se sentó en un banco del parque delante de la iglesia y se puso a leer el Levítico. Al llegar al capítulo 12, versículo 8, arqueó las cejas. El capítulo 12 trataba de la purificación de la parturienta:
Si no le alcanza para presentar una res menor, tome dos tórtolas o dos pichones, uno para el holocausto y otro para el sacrificio por el pecado; y el sacerdote hará por ella el rito de expiación y quedará pura.
Lea podría haber figurado perfectamente en la agenda de Harriet como Lea: 31208.
Lisbeth Salander se dio cuenta de que ninguna investigación de las que había llevado a cabo con anterioridad poseía ni una mínima parte de las dimensiones que presentaba esta misión.
Mildred Brännlund, casada por segunda vez y cuyo actual apellido era Berggren, abrió cuando Mikael Blomkvist llamó a la puerta de su casa hacia las diez de la mañana del domingo. La mujer era casi cuarenta años más vieja y tenía aproximadamente el mismo número de kilos de más, pero Mikael la reconoció inmediatamente por la fotografía.
– Hola, me llamo Mikael Blomkvist. Usted debe de ser Mildred Berggren.
– Sí, efectivamente.
– Le pido disculpas por presentarme así, sin avisar, pero llevo un tiempo intentando localizarla para un asunto que me resulta bastante complicado explicar -dijo Mikael, sonriendo-. ¿Podría entrar y pedirle que me dedicara un momento de su tiempo?
Tanto el marido como el hijo, este último de treinta y cinco años, estaban en casa, así que Mildred no tuvo ningún reparo en dejar pasar a Mikael y lo condujo hasta la cocina. Les dio la mano a todos. Durante los últimos días Mikael había tomado más café que en toda su vida, pero a estas alturas había aprendido que en Norrland resultaba descortés rechazar una invitación. Cuando las tazas de café estuvieron en la mesa, Mildred se sentó y preguntó con curiosidad en qué podía servirle. A Mikael le costó entender su dialecto y ella cambió al sueco estándar.
Mikael inspiró profundamente.
– Se trata de una extraña y larga historia. En el mes de septiembre de 1966, usted se encontraba en Hedestad en compañía del que era entonces su marido, Gunnar Brännlund.
Ella pareció asombrarse. Mikael esperó a que la mujer asintiera con la cabeza para ponerle la fotografía de Järnvägsgatan sobre la mesa.
– Fue entonces cuando se hizo esta foto. ¿Se acuerda usted?
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Mildred Berggren-. De eso hace ya una eternidad…
Su actual marido y su hijo se acercaron y miraron la foto.
– Era nuestra luna de miel. Habíamos ido en coche a Estocolmo y Sigtuna, y ya estábamos de regreso; recuerdo que nos paramos en algún sitio. ¿Ha dicho Hedestad?
– Sí, Hedestad. Esta fotografía se hizo aproximadamente a la una del mediodía. Llevo mucho tiempo intentando identificarla; no ha sido fácil.
– Encuentra una vieja foto mía y me busca. No entiendo cómo lo ha conseguido.
Le enseñó la foto del aparcamiento.
– He podido localizarla gracias a ésta, que se sacó un poco más tarde ese mismo día.
Mikael le explicó cómo había dado con Burman, a través de la carpintería de Norsjö, lo que, a su vez, lo llevó hasta Norsjövallen y Henning Forsman.
– Supongo que tiene una buena razón para su extraña búsqueda.
– La tengo. Esta chica que está delante de usted en esta foto se llamaba Harriet. Desapareció aquel día y la opinión general es que fue víctima de un asesinato. Déjeme que le enseñe lo que pasó.
Mikael sacó su iBook y puso a Mildred Berggren en antecedentes mientras el ordenador arrancaba. Luego mostró la serie de imágenes que revelaban cómo la cara de Harriet iba cambiando de expresión.
– Fue al repasar estas viejas fotos cuando la descubrí a usted. Con la cámara en la mano, detrás de Harriet. Parece ser que está haciendo una foto justamente de lo que ella está viendo, de lo que desencadenó su reacción. Sé que se trata de una apuesta muy arriesgada, pero la razón de mi visita es preguntarle si todavía conserva las fotos de aquel día.
Mikael estaba preparado para oír que habían desaparecido, que la película nunca llegó a revelarse o que la habían tirado. Sin embargo, Mildred Berggren miró a Mikael con unos ojos azul claro y dijo, con la mayor naturalidad del mundo, que, por supuesto, conservaba todas las viejas fotos de sus vacaciones.
Se dirigió a otra habitación y al cabo de un par de minutos volvió con una caja donde guardaba una gran cantidad de fotos, metidas en distintos álbumes. Le llevó un rato encontrar las de aquel viaje. Había hecho tres en Hedestad. Una, borrosa, mostraba la calle principal. En otra salía su ex marido. La tercera era de los payasos del desfile del Día del Niño.
Mikael se inclinó hacia delante ansiosamente. Vio una figura al otro lado de la calle. Pero no le decía absolutamente nada.
Al volver a Hedestad, lo primero que hizo Mikael por la mañana fue pasar a ver a Dirch Frode para interesarse por la salud de Henrik Vanger. Se enteró de que el viejo había mejorado mucho a lo largo de la semana anterior. Seguía estando débil y delicado, pero al menos podía incorporarse en la cama. Su estado ya no se consideraba crítico.
– Gracias a Dios -dijo Mikael-. Me he dado cuenta de que le tengo mucho cariño.
Dirch Frode asintió con la cabeza.
– Ya lo sé. Henrik también te aprecia. ¿Qué tal el viaje por el norte?
– Exitoso e insatisfactorio. Ya te lo contaré, pero primero necesito preguntarte algo.
– Adelante.
– ¿Qué pasará con Millennium si se muere Henrik?
– Nada. Martin entrará en la junta.
– ¿Existe algún riesgo, hipotéticamente hablando, de que Martin pueda crearnos problemas en Millennium si no abandono la investigación sobre la desaparición de Harriet?
Dirch Frode le clavó la mirada.
– ¿Qué ha pasado?
– En realidad, nada.
Mikael le refirió la conversación mantenida con Martin Vanger el día de Midsommar.
– Cuando volvía de Norsjö, Erika me llamó y me contó que Martin había hablado con ella pidiéndole que insistiera en que me necesitaban en la redacción.
– Entiendo. Habrá sido cosa de Cecilia. Pero no creo que Martin te vaya a chantajear. Es demasiado honrado para hacer una cosa así. Y recuerda que yo también estoy en la junta de esa pequeña filial que creamos al entrar en Millennium.
– Y si las cosas llegaran a complicarse, ¿cuál sería, entonces, tu postura?
– Los contratos están para cumplirlos. Yo trabajo para Henrik. Nuestra amistad dura ya cuarenta y cinco años, y somos bastante parecidos cuando se trata de ese tipo de cosas. Si Henrik muriera, la verdad es que sería yo, no Martin, quien heredaría la parte que Henrik posee en la empresa. Tenemos un contrato completamente blindado donde nos comprometemos a apoyar a Millennium durante tres años. Si Martin quisiera hacernos una jugarreta, cosa que no creo, como mucho podría disuadir a unos cuantos anunciantes.
– Que son la base de la existencia de Millennium.
– Vale, pero míralo de esta manera: dedicarse a ese tipo de mezquindades requiere mucho tiempo. En la actualidad Martin está luchando por la supervivencia industrial del Grupo y trabaja catorce horas diarias. No tiene demasiado tiempo para nada más.
Mikael se quedó pensativo un rato.
– ¿Puedo preguntarte algo? Sé que no es asunto mío, pero ¿cuál es la situación general del Grupo?
El semblante de Dirch Frode se tornó serio.
– Tenemos problemas.
– Sí, bueno; hasta ahí llega incluso un periodista económico normal y corriente como yo. Pero ¿hasta qué punto son serios esos problemas?
– ¿Entre nosotros?
– Sólo entre nosotros.
– Durante las últimas semanas hemos perdido dos importantes encargos en la industria electrónica, y, además, están a punto de echarnos del mercado ruso. En septiembre nos veremos obligados a despedir a mil seiscientos empleados en Örebro y Trollhättan. ¡Menudo regalo para la gente que lleva trabajando tantos años en el Grupo! Cada vez que cerramos una fábrica, la confianza en el Grupo se reduce un poco más.
– Martin Vanger se encuentra bajo mucha presión.
– Está llevando la carga de un buey andando sobre huevos.
Mikael volvió a casa y llamó a Erika, que no se encontraba en la redacción. En su lugar habló con Christer Malm.
– La situación es ésta: ayer, cuando regresaba de Norsjö en coche, me llamó Erika. Martin Vanger había contactado con ella y, por decirlo de alguna forma, la animaba a proponer que yo asumiera una mayor responsabilidad en la redacción.
– Completamente de acuerdo -dijo Christer.
– Muy bien. Pero el caso es que tengo un contrato con Henrik Vanger que no puedo romper, y Martin actúa por encargo de una persona que quiere que yo deje de husmear y desaparezca del pueblo. O sea, su propuesta no es más que un intento de echarme de aquí.
– Entiendo.
– Dile a Erika que volveré a Estocolmo cuando haya terminado lo de aquí. No antes.
– Vale. Estás loco de remate, pero se lo diré.
– Christer, aquí pasa algo y no estoy dispuesto a abandonar el barco.
Christer suspiró profundamente.
Mikael se acercó hasta la casa de Martin Vanger. Eva Hassel abrió la puerta y lo saludó amablemente.
– Hola. ¿Está Martin?
Como respuesta a la pregunta, Martin Vanger salió con un maletín en la mano. Le dio un beso a Eva Hassel en la mejilla y saludó a Mikael.
– Me iba ya a la oficina. ¿Querías hablar conmigo?
– Puedo esperar si tienes prisa.
– Dime.
– No voy a regresar a Estocolmo ni empezar a trabajar en la redacción de Millennium hasta que haya terminado el encargo de Henrik. Te informo de esto ahora para que no cuentes conmigo en la junta antes de fin de año.
Martin Vanger se quedó pensativo.
– Ya veo. Crees que deseo quitarte de en medio. -Martin hizo una pausa-. Mikael, ya hablaremos de esto en otra ocasión. No tengo tiempo para dedicarme a hobbies como la junta de Millennium; ojalá no hubiera accedido a la propuesta de Henrik. Pero créeme, haré lo que esté en mi mano para que Millennium sobreviva.
– Nunca he dudado de eso -contestó Mikael educadamente.
– Si nos reunimos la semana que viene, repasaremos las cuentas y te diré lo que pienso de la situación. Pero mi postura no ha cambiado; creo sinceramente que Millennium no puede permitirse que uno de sus personajes clave esté aquí en Hedeby de brazos cruzados. Me gusta la revista y opino que juntos la fortaleceremos, pero para llevarlo a cabo te necesitamos a ti. Eso me ha provocado un conflicto de intereses: o complacer los deseos de Henrik o ser consecuente con mi trabajo en la junta de Millennium.
Mikael se puso un chándal y salió a correr a campo través, pasando por La Fortificación, hasta la cabaña de Gottfried. Luego dio la vuelta y regresó a un ritmo más moderado a largo de la costa. Dirch Frode lo esperaba sentado junto a la mesa del jardín. Aguardó pacientemente mientras Mikael bebía agua de una botella y se secaba el sudor de la cara.
– Eso no parece muy sano en medio de este calor.
– Grrr -contestó Mikael.
– Estaba equivocado. No es Cecilia la que más presiona a Martin; es Isabella. Está movilizando al clan Vanger para untarte de brea y plumas y, posiblemente, también quemarte en la hoguera. Birger la apoya.
– ¿Isabella?
– Es una mujer malvada y mezquina cuyos deseos hacia el prójimo no suelen ser precisamente buenos. Ahora mismo parece odiarte a ti en particular. Está haciendo correr la voz de que eres un estafador porque has engañado a Henrik para que te contrate, y lo has alterado de tal manera que le has provocado un infarto.
– ¿Y alguien se lo cree?
– Siempre hay gente dispuesta a creer en las malas lenguas.
– Estoy intentando averiguar lo que le pasó a su hija y me odia por ello. Si se hubiera tratado de la mía, creo que yo habría reaccionado de otra manera.
Hacia las dos de la tarde, sonó el móvil de Mikael.
– Hola, me llamo Conny Torsson y trabajo en el Hedestads-Kuriren. ¿Tienes tiempo para contestar a unas preguntas? Alguien nos ha informado de que vives aquí, en Hedeby.
– Pues tus informadores son un poco lentos; llevo aquí desde Año Nuevo.
– No lo sabía. ¿Y qué haces en Hedestad?
– Escribo. Tengo una especie de año sabático.
– ¿En qué andas trabajando?
– Sorry. Eso lo verás cuando se publique.
– Acabas de salir de la cárcel…
– ¿Sí?
– ¿Qué piensas de los periodistas que falsifican material?
– Que son idiotas.
– ¿Así que quieres decir que tú eres un idiota?
– ¿Por qué iba a pensar eso? Yo nunca he falsificado nada.
– Pero fuiste condenado por difamación.
El periodista Conny Torsson dudó durante tanto tiempo que Mikael se vio obligado a ayudarle un poco.
– Fui condenado por difamación, no por falsificación.
– Pero publicaste ese material.
– Si llamas para hablar de la sentencia, no tengo ningún comentario al respecto.
– Me gustaría verte para hacerte una entrevista.
– Lo siento, pero no tengo nada que decir relacionado con ese tema.
– ¿Así que no quieres hablar del juicio?
– Eso es -contestó Mikael, dando por zanjada la conversación.
Se quedó pensativo un largo rato antes de volver al ordenador.
Lisbeth Salander siguió las instrucciones que le habían dado y cruzó el puente con su Kawasaki hasta la isla de Hedeby. Se detuvo junto a la primera casa a mano izquierda. Se encontraba en un pueblo perdido, pero mientras el arrendatario de sus servicios le pagara, no le importaba tener que ir al Polo Norte. Además, le encantaba conducir a toda pastilla por la autopista E4. Aparcó la moto y quitó la correa que sujetaba la bolsa de viaje.
Mikael Blomkvist abrió la puerta y la saludó con la mano. Salió y examinó la moto con verdadero asombro.
– ¡Anda! Tienes una moto.
Lisbeth Salander no dijo nada, pero lo observó atentamente cuando tocó el manillar y probó el acelerador. No le gustaba que nadie toqueteara sus pertenencias. Luego se fijó en la cara de niño que puso Mikael, lo cual le pareció un rasgo reconciliador. La mayoría de los aficionados a las motos solían menospreciar su moto ligera con un bufido.
– Yo tuve una moto cuando tenía diecinueve años -comentó-. Gracias por venir. Entra e instálate.
Mikael había cogido prestada una cama plegable de los Nilsson, sus vecinos de enfrente, y la había colocado en el estudio. Lisbeth Salander dio una vuelta por la casa con cierta desconfianza, pero pareció relajarse al no descubrir indicios inmediatos de ninguna trampa insidiosa. Mikael le enseñó el baño.
– Si quieres, puedes darte una ducha y refrescarte un poco.
– Tengo que cambiarme. No voy a llevar el mono de cuero por aquí…
– Vale. Entretanto haré la cena.
Mikael preparó unas chuletas de cordero con salsa de vino tinto. Mientras Lisbeth se duchaba y se cambiaba, él puso la mesa fuera, al sol de la tarde. Ella salió descalza, con una camiseta de tirantes negra y una falda vaquera, corta y desgastada. La comida olía bien y Lisbeth se zampó dos buenos platos. Mikael, fascinado, miraba de reojo el tatuaje que llevaba ella en la espalda.
– Cinco más tres -dijo Lisbeth Salander-. Cinco casos de la lista de Harriet y tres casos más que creo que deberían haber estado allí.
– Cuéntamelo.
– Sólo llevo once días con esto y, simplemente, no me ha dado tiempo a investigarlo todo. En algunos casos, las investigaciones policiales acabaron en el archivo provincial, y en otros se siguen conservando en el distrito policial correspondiente. He ido a tres de ellos, pero aún no me ha dado tiempo a ver los demás. Sin embargo, las cinco están identificadas.
Lisbeth Salander depositó una considerable pila de papeles encima de la mesa de la cocina, más de quinientas páginas de tamaño folio. Rápidamente distribuyó el material en distintos montones.
– Vayamos por orden cronológico.
Le dio una lista a Mikael.
1949 – Rebecka Jacobsson, Hedestad (30112)
1954 – Mari Holmberg, Kalmar (32018)
1957 – Rakel Lunde, Landskrona (32027)
1960 – (Magda) Lovisa Sjöberg, Karlstad (32016)
1960 – Liv Gustavsson, Estocolmo (32016)
1962 – Lea Persson, Uddevalla (31208)
1964 – Sara Witt, Ronneby (32109)
1966 – Lena Andersson, Uppsala (30112)
– El primer caso de esta serie parece ser el de Rebecka Jacobsson, de 1949, cuyos detalles ya conoces. El siguiente que he encontrado es el de Mari Holmberg, una prostituta de treinta y dos años de Kalmar que fue asesinada en su domicilio en octubre de 1954. No se pudo determinar la hora exacta del crimen porque ya llevaba un tiempo muerta cuando la descubrieron, probablemente unos nueve o diez días.
– ¿Y por qué la has relacionado con la lista de Harriet?
– Estaba atada y había sido salvajemente maltratada, pero murió por asfixia. El asesino le introdujo en la boca una de sus propias compresas usadas.
Mikael se quedó callado un rato antes de buscar el correspondiente pasaje de la Biblia: capítulo 20, versículo 18 del Levítico: «Si un hombre se acuesta con una mujer en su período menstrual y tiene relaciones con ella, los dos serán extirpados de su pueblo, porque él ha puesto al desnudo la fuente del flujo de la mujer y ella la ha descubierto».
Lisbeth asintió.
– Harriet Vanger también hizo esa misma conexión. Vale. La siguiente.
– Mayo de 1957, Rakel Lunde, cuarenta y cinco años. Esta mujer trabajaba como señora de la limpieza y era algo así como el bicho raro del pueblo. Era pitonisa y se dedicaba a echar las cartas, leer las manos y cosas por el estilo. Rakel vivía en las afueras de Landskrona en una casa bastante aislada, donde la asesinaron a primera hora de la mañana. La encontraron fuera, detrás de la casa, desnuda y atada al poste de un tendedero y con la boca tapada con celo. La muerte le sobrevino porque alguien lanzó, una y otra vez, una pesada piedra contra ella. Sufrió innumerables heridas y fracturas.
– Joder, Lisbeth, esto es tremendamente desagradable.
– No ha hecho más que empezar. Las iniciales RL encajan; ¿encuentras la cita bíblica?
– Está clarísima: «El hombre o la mujer que consulten a los muertos o a otros espíritus serán castigados con la muerte: los matarán a pedradas, y su sangre caerá sobre ellos».
– Luego tenemos a Lovisa Sjöberg en Ranmo, cerca de Karlstad. Es la que Harriet apuntó como Magda. Su nombre completo era Magda Lovisa, pero la llamaban Lovisa.
Mikael escuchaba atentamente mientras Lisbeth relataba los extraños detalles del asesinato de Karlstad. Al encender ella un cigarrillo, él señaló inquisitivamente el paquete de tabaco. Ella se lo acercó.
– O sea, ¿el asesino también atacó al animal?
– El pasaje bíblico dice que si una mujer mantiene relaciones sexuales con un animal, morirán los dos.
– La probabilidad de que aquella mujer tuviera relaciones con una vaca debe de ser prácticamente inexistente.
– La cita bíblica puede interpretarse al pie de la letra. Es suficiente con que se una al animal, lo cual es algo que una granjera tiene que hacer todos los días.
– De acuerdo. Sigue.
– El siguiente caso según la lista de Harriet es el de Sara. La he identificado como Sara Witt, de treinta y siete años, residente en Ronneby. La asesinaron en enero de 1964 y apareció atada en su cama. Había sido objeto de una salvaje violencia sexual, pero murió por asfixia. La estrangularon. Además, el asesino provocó un incendio. Sin duda, tenía la intención de quemar la casa hasta los cimientos, pero, por una parte, el fuego se apagó por sí solo y, por otra, los bomberos se presentaron de inmediato en el lugar.
– ¿Y cuál es la conexión?
– Listen to this. Sara Witt no sólo era hija de un pastor luterano sino que también estaba casada con uno. Su marido estaba de viaje precisamente ese fin de semana.
– «Si la hija de un sacerdote se envilece a sí misma prostituyéndose, envilece a su propio padre, y por eso será quemada.» Vale; entra en la lista. Pero has dicho que hay más casos.
– He encontrado a otras tres mujeres asesinadas en circunstancias tan raras que deberían figurar en la lista de Harriet. El primer caso habla de una mujer joven llamada Liv Gustavsson. Tenía veintidós años y vivía en Farsta. Le encantaban los caballos; competía en carreras y era toda una promesa. También llevaba una pequeña tienda de animales junto a su hermana.
– ¿Y?
– La hallaron en la tienda. Estaba sola porque se había quedado a hacer cuentas. Seguramente dejó entrar al asesino voluntariamente. Fue violada y estrangulada.
– No suena muy en la línea de la lista de Harriet.
– No mucho, si no fuera por un detalle. El asesino terminó metiendo un periquito en su vagina y luego soltó a todos los animales de la tienda: gatos, tortugas, ratones blancos, conejos, pájaros… Incluso a los peces del acuario. Así que fue un cuadro bastante desagradable el que se encontró la hermana por la mañana.
Mikael asintió con la cabeza.
– Fue asesinada en agosto de 1960, cuatro meses después del asesinato de la granjera Magda Lovisa, de Karlstad. En los dos casos se trataba de mujeres que trabajaban con animales y en ambos se sacrificó a animales. Es cierto que la vaca de Karlstad sobrevivió, pero me imagino que resulta bastante complicado matar a una vaca con un arma blanca. Un periquito no opone tanta resistencia. Además, aparece otro sacrificio de animales.
– ¿Cuál?
Lisbeth le comentó el peculiar «asesinato de la paloma» de Lea Persson en Uddevalla. Mikael permaneció callado durante tanto rato que incluso Lisbeth se impacientó.
– De acuerdo -dijo finalmente-. Acepto tu teoría. Queda un caso.
– Uno que haya encontrado. Pero no sé cuántos se me habrán pasado.
– Cuéntame.
– Febrero de 1966, Uppsala; la víctima más joven: una estudiante de instituto de diecisiete años llamada Lena Andersson. Desapareció después de una fiesta con los de su clase y fue encontrada tres días más tarde en una zanja de la llanura de Uppsala, a una buena distancia de la ciudad. La asesinaron en otro lugar y luego la trasladaron allí.
Mikael asintió.
– Los medios de comunicación le prestaron mucha atención a ese asesinato, pero nunca se informó sobre las circunstancias exactas de la muerte. La chica sufrió una tortura atroz. He leído el informe del forense. La torturaron con fuego. Sus manos y pechos presentaban graves quemaduras, pero la quemaron por todo el cuerpo repetidas veces. Encontraron rastros de estearina que demostraban que habían usado una vela, pero sus manos estaban tan carbonizadas que seguramente fueron sometidas a un fuego más intenso. Finalmente, el asesino le cortó la cabeza con una sierra y la lanzó junto al cuerpo.
Mikael se puso pálido.
– Dios mío -dijo.
– No he encontrado ningún pasaje bíblico que se corresponda con este caso, pero hay varios que hablan de holocaustos y sacrificios; y en algunos sitios se dice que el animal sacrificado -por regla general, un buey- debe ser cortado de manera que «se separe la cabeza del sebo». La utilización del fuego también recuerda al primer asesinato, el de Rebecka, aquí, en Hedestad.
Cuando, ya por la noche, los mosquitos empezaron a atacar, recogieron la mesa del jardín y se sentaron en la cocina para continuar hablando.
– El que no hayas podido encontrar una cita bíblica exacta no significa nada. No se trata de citas. Esto es una grotesca parodia del contenido de la Biblia; son más bien asociaciones establecidas con pasajes sueltos, sacados de contexto.
– Ya lo sé. Y ni siquiera son exactas. Por ejemplo, el pasaje que dice que los dos deben morir si alguien mantiene una relación con una mujer que tenga la menstruación. Si eso se interpreta literalmente, el asesino tendría que haberse suicidado.
– Bueno, ¿adonde nos conduce todo esto? -se preguntó Mikael.
– Tu Harriet, o tenía un hobby bastante peculiar que consistía en recopilar citas bíblicas y asociarlas a víctimas de asesinatos de los que había oído hablar… o sabía que existía un vínculo entre los casos.
– Entre 1949 y 1966; es posible que incluso antes y también después. O sea, un asesino en serie, un sádico loco de atar, estuvo merodeando por allí con una Biblia bajo el brazo matando mujeres durante diecisiete años sin que nadie relacionara los crímenes. Suena completamente increíble.
Lisbeth Salander corrió la silla hacia atrás y fue a ponerse otro café de la cafetera que estaba sobre la hornilla. Encendió un cigarrillo y echó el humo. Mikael se maldijo por dentro, pero cogió otro cigarrillo más.
– No, tampoco me parece tan increíble -replicó ella, levantando un dedo-. En Suecia, tan sólo en el siglo XX, han quedado sin resolver decenas de asesinatos de mujeres. Aquel catedrático de criminología, Persson, explicó una vez en la tele, en el programa Se busca, que los asesinos en serie no son muy habituales en nuestro país, pero que seguramente hemos tenido algunos que no han sido descubiertos.
Mikael asintió. Lisbeth levantó otro dedo.
– Estos asesinatos se cometieron durante un largo período y en sitios muy distantes entre sí. Dos de los crímenes tuvieron lugar muy seguidos el uno del otro, en 1960, pero las circunstancias diferían bastante: una granjera de Karlstad y una joven de Estocolmo, de veintidós años, aficionada a los caballos.
El tercer dedo.
– No siguen una lógica aparente. Los asesinatos se cometieron de distintos modos y, en realidad, no tienen ninguna firma. Sin embargo, hay varias cosas que se repiten en los diversos casos: animales, fuego, violencia sexual extrema… Y, como acabas de señalar, una parodia de los textos bíblicos. Pero, evidentemente, ningún investigador policial ha interpretado estos asesinatos partiendo de la Biblia.
Mikael asintió. La miró de reojo. Con su delgado cuerpo, la camiseta de tirantes negra, los tatuajes y los piercings en la cara, Lisbeth Salander desentonaba en esa casa de invitados de Hedeby. Durante la cena, cuando Mikael intentó ser amable, ella apenas si le había contestado con monosílabos. Sin embargo, cuando se ponía a trabajar lo hacía como una verdadera profesional. Su piso de Estocolmo era un caos, pero Mikael concluyó que se trataba de una chica dotada de una mente extremadamente ordenada. «¡Qué curioso!»
– Es difícil ver la relación existente entre una prostituta de Uddevalla asesinada detrás de un contenedor situado en medio de un polígono industrial y la mujer de un pastor luterano de Ronneby a la que estrangulan para luego prenderle fuego. A no ser que uno tenga la clave que nos ha dado Harriet, claro.
– Lo cual nos lleva a la siguiente pregunta -comentó Lisbeth.
– ¿Cómo diablos se metería Harriet en todo esto? Una chica de dieciséis años que vivía en un ambiente tan protegido…
– Sólo existe una explicación -puntualizó Lisbeth.
Mikael volvió a asentir con la cabeza.
– Tiene que haber un vínculo con la familia Vanger.
A las once de la noche llevaban ya tanto tiempo devanándose los sesos con aquella serie de asesinatos, analizando posibles conexiones y extraños detalles, que a Mikael le empezó a dar vueltas la cabeza. Se frotó los ojos y se estiró; acto seguido le preguntó a Lisbeth si quería dar un paseo. Ella puso una cara extraña, como si considerara que ese tipo de actividades eran una pérdida de tiempo, pero, tras un breve momento de reflexión, asintió. Mikael le sugirió que se pusiera unos pantalones largos para protegerse de los mosquitos.
Caminaron por el puerto deportivo; luego pasearon por debajo del puente enfilando el camino que conducía hasta la punta, donde vivía Martin Vanger. Mikael iba señalando las casas contando cosas sobre los que vivían en ellas. Al pasar por delante de la de Cecilia Vanger le costó expresarse. Lisbeth lo miró de reojo.
Dejaron atrás el ostentoso yate de Martin Vanger y llegaron hasta el final de la punta, donde se sentaron sobre una roca a fumarse un cigarrillo a medias.
– Hay otra conexión entre las víctimas -soltó Mikael de buenas a primeras-. A lo mejor ya has pensado en ello.
– ¿Cuál?
– Los nombres.
Lisbeth Salander reflexionó un instante. Luego negó con la cabeza, dando a entender que no lo entendía.
– Todos los nombres son bíblicos -le aclaró él.
– No es verdad -se apresuró a decir Lisbeth-; ni Liv ni Lena están en la Biblia.
Mikael negó con la cabeza.
– Te equivocas. Liv significa “vida”, que es el significado bíblico de Eva. Y ahora estrújate el cerebro, Sally: ¿de qué es abreviatura Lena?
Lisbeth Salander cerró los ojos indignada y se maldijo por dentro. Mikael había sido más rápido que ella. Y eso no le gustó nada.
– Magdalena -pronunció.
– La prostituta, la primera mujer, la virgen María… están todas. Todo esto resulta tan descabellado que a un psicólogo se le haría la boca agua. Pero la verdad es que estaba pensando en otra cosa relativa a los nombres.
Lisbeth esperaba pacientemente.
– También son nombres tradicionales judíos. La familia Vanger ha dado al mundo un grupo más que considerable de fanáticos antisemitas, de nazis y de teóricos de la conspiración. Harald Vanger tiene ahora más de noventa años, pero en los años sesenta estaba en su mejor momento, la única vez que me encontré con él, me espetó que su propia hija era una puta. Al parecer, tiene problemas con las mujeres.
De nuevo en casa, se prepararon unos sandwiches y calentaron el café. Mikael echó un vistazo de reojo a las cerca de quinientas páginas que la investigadora favorita de Dragan Armanskij le había preparado.
– Has hecho un fantástico trabajo en un tiempo récord. Gracias. Y gracias también por tener la amabilidad de subir hasta aquí para informarme personalmente.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Lisbeth.
– Mañana hablaré con Dirch Frode para gestionar el pago.
– No me refería a eso.
Mikael la miró.
– Bueno…, la investigación que te encargué ya está hecha -dijo con cierta prudencia.
– Pero yo no he terminado todavía con esto.
Mikael se reclinó en el arquibanco de la cocina y cruzó su mirada con la de Lisbeth. No pudo leer nada en sus ojos. Llevaba seis meses trabajando solo en el caso de la desaparición de Harriet y de pronto había otra persona presente, una experimentada investigadora, que entendía la envergadura del caso. Tomó la decisión siguiendo un impulso.
– Ya lo sé. A mí también me ha calado hondo toda esta historia. Hablaré con Dirch Frode mañana. Te contrataremos una semana más, o dos, como… mmm, ayudante de la investigación. No sé si te querrá pagar la misma tarifa que le paga a Armanskij, pero seguro que podemos sacarle una buena suma.
Lisbeth Salander le obsequió con una repentina sonrisa. No quería en absoluto quedarse fuera del caso y no le habría importado hacer el trabajo gratis.
– Me está entrando sueño -dijo ella, y sin pronunciar una palabra más se marchó a su cuarto y cerró la puerta.
Al cabo de dos minutos, la volvió a abrir y asomó la cabeza.
– Creo que te equivocas. No se trata de un loco asesino en serie que haya enloquecido de tanto leer la Biblia. Simplemente es uno más de esos cabrones que siempre han odiado a las mujeres.
Lisbeth Salander se despertó alrededor de las seis de la mañana, antes que Mikael. Puso agua a hervir para preparar café y se metió en la ducha. Cuando Mikael se levantó, a las siete y media, ella estaba en la cocina leyendo el resumen del caso Harriet Vanger en el iBook de Mikael. Entró en la cocina con una sábana alrededor de la cintura frotándose los ojos para quitarse el sueño.
– Hay café -dijo ella.
Mikael la miró de reojo por encima del hombro.
– Ese documento estaba protegido con una contraseña.
Ella giró la cabeza y levantó la mirada.
– Se tarda treinta segundos en bajar de la red un programa que rompe la protección criptográfica de Word -le respondió.
– Tenemos que hablar acerca de lo que es tuyo y lo que es mío -dijo Mikael para, acto seguido, meterse en la ducha.
Al volver, Lisbeth ya había cerrado el ordenador y lo había puesto en su sitio, en el cuarto de trabajo. Tenía encendido su propio PowerBook. Mikael estaba convencido de que Lisbeth ya habría copiado el contenido en su portátil.
Lisbeth Salander era una adicta a la información con ideas sumamente laxas sobre la moral y la ética.
Mikael acababa de sentarse a desayunar cuando llamaron a la puerta. Se levantó y fue a abrir. Martin Vanger tenía un gesto tan contenido que, por un segundo, Mikael creyó que venía a comunicarle la muerte de Henrik Vanger.
– No, Henrik está igual que ayer. Vengo por otro asunto completamente distinto. ¿Puedo pasar un momento?
Mikael lo dejó entrar y le presentó a la «colaboradora de la investigación», Lisbeth Salander, quien le echó un rápido vistazo acompañado de un breve movimiento de cabeza antes de volver a su ordenador. Martin Vanger saludó por puro reflejo, pero dio la impresión de estar tan ausente que apenas pareció reparar en su presencia. Mikael le sirvió una taza de café y le invitó a sentarse.
– ¿De qué se trata?
– ¿No eres suscriptor del Hedestads-Kuriren?
– No. Lo leo a veces en el Café de Susanne.
– ¿Así que no lo has leído esta mañana?
– Me da la sensación de que debería haberlo hecho.
Martin Vanger depositó el Hedestads-Kuriren encima de la mesa. Le habían dedicado dos columnas en la portada y una continuación en la página cuatro. Examinó el titular:
aquí se esconde el periodista
condenado por difamación
El texto estaba ilustrado con una fotografía hecha con teleobjetivo desde la iglesia; en ella se veía a Mikael justo cuando salía por la puerta de su casa.
El reportero Conny Torsson había efectuado, con gran habilidad, un malintencionado retrato de Mikael. Retomaba el caso Wennerström y subrayaba que Mikael había abandonado Millennium por vergüenza y que acababa de cumplir su condena penitenciaria. El reportaje finalizaba con la habitual afirmación de que Mikael había rechazado hacer declaraciones para el Hedestads-Kuriren. El tono era tal que difícilmente se le podría pasar por alto a ningún habitante de Hedestad que un chulo de Estocolmo tremendamente sospechoso rondaba por esos lares. Ninguna de las afirmaciones del texto se podría llevar a los tribunales, pero todo estaba enfocado de un modo que dejaba a Mikael muy mal parado; la composición de las fotografías y la tipografía seguían el mismo patrón que se utilizaba al presentar a terroristas políticos. Millennium era descrita como una «revista agitadora» de poca credibilidad, y el libro de Mikael sobre el periodismo económico se despachaba como una colección de «controvertidas afirmaciones» sobre respetados periodistas.
– Mikael…, me faltan palabras para expresar lo que siento leyendo este artículo. Es asqueroso.
– Es un encargo -contestó Mikael con tranquilidad.
Miró inquisitivamente a Martín Vanger.
– Espero que entiendas que no tengo nada que ver con esto. Se me atragantó el café del desayuno al verlo.
– ¿Quién?
– He hecho unas llamadas esta mañana. Conny Torsson es un sustituto de verano. Pero lo hizo por mandato de Birger.
– ¿Birger influyendo en la redacción? Pero si es político y, además, presidente del consejo municipal…
– Formalmente no tiene influencia. Pero el editor jefe es Gunnar Karlman, hijo de Ingrid Vanger, de la rama familiar de Johan Vanger. Birger y Gunnar son íntimos amigos desde hace muchos años.
– Ahora lo entiendo.
– Torsson será despedido de inmediato.
– ¿Cuántos años tiene?
– Sinceramente, no lo sé. No lo conozco.
– No lo despidas. Cuando me llamó me dio la impresión de que se trataba de un reportero bastante joven e inexperto.
– Ya, pero esto no puede quedar así.
– Si quieres mi opinión, me parece un poco absurdo que el redactor jefe de un periódico perteneciente a la familia Vanger ataque a una revista de la que Henrik Vanger es socio y en cuya junta figuras tú. Por lo tanto, el redactor Karlman os está atacando a ti y a Henrik.
Martin Vanger sopesó las palabras de Mikael, pero negó lentamente con la cabeza.
– Entiendo lo que quieres decir. Debo pedir responsabilidades a quien corresponda. Karlman es copropietario del Grupo y siempre que ha tenido ocasión ha emprendido una guerra sucia contra mí, pero esto más bien parece ser la venganza de Birger sobre ti por haberle dejado con la palabra en la boca en el pasillo del hospital. Tú eres una persona non grata para él.
– Ya lo sé. Por eso creo que Torsson, a pesar de todo, es más trigo limpio que los otros. Es muy difícil que un joven sustituto se niegue a escribir lo que su jefe le ordena.
– Puedo exigir que mañana te pidan disculpas públicamente en un sitio destacado.
– No, no lo hagas. Sólo conseguiríamos prolongar la pelea y empeorar la situación.
– ¿Así que no quieres que haga nada?
– No merece la pena. Karlman traerá problemas y en el peor de los casos te describirá como un canalla que, al ser dueño del periódico, intenta de manera ilegítima ejercer influencia sobre la libre creación de opinión.
– Perdóname, Mikael, pero no estoy de acuerdo. La verdad es que yo también tengo derecho a crear opinión: la mía es que ese reportaje apesta, y lo pienso dejar muy claro. Al fin y al cabo, soy el sustituto de Henrik en la junta de Millennium y, como tal, no puedo dejar impunes este tipo de insinuaciones.
– Vale.
– Voy a exigir el derecho a réplica. En ella tacharé a Karlman de idiota. La culpa es suya.
– Está bien, tienes que actuar de acuerdo con tus propias convicciones.
– También es importante para mí que sepas que no tengo nada que ver con este infame ataque.
– Te creo -contestó Mikael.
– Es más: realmente no quería sacar el tema ahora, pero esto pone de actualidad el asunto sobre el que ya hemos intercambiado nuestras opiniones. Resulta fundamental que te reincorpores a la redacción de Millennium para que podamos mostrar un frente unido. Mientras te mantengas al margen seguirán las habladurías. Creo en Millennium y estoy convencido de que, juntos, ganaremos esta batalla.
– Entiendo tu postura, pero ahora me toca a mí estar en desacuerdo contigo. No puedo romper el contrato con Henrik, y la verdad es que tampoco deseo hacerlo. ¿Sabes?, le tengo mucho aprecio, la verdad. Y esto de Harriet…
– ¿Sí?
– Entiendo que te resulte difícil y sé que ha sido la obsesión de Henrik durante muchos años.
– Entre nosotros, Henrik es mi mentor y lo quiero mucho. Pero su obsesión por el caso de Harriet es tal que ha estado a punto de perder el juicio.
– Cuando empecé este trabajo, pensé que sería una pérdida de tiempo. Pero lo cierto es que, contra todo pronóstico, hemos encontrado nuevo material. Creo que hemos avanzado algo y que quizá sea posible darle una respuesta a lo sucedido.
– ¿No me quieres contar lo que habéis encontrado?
– Según el contrato, no puedo hablar con nadie sobre el tema sin el expreso consentimiento de Henrik.
Martin Vanger apoyó la barbilla en la mano. Mikael vio una sombra de duda en sus ojos. Al final, Martin tomó una decisión.
– Vale. En ese caso, lo mejor es esclarecer el misterio de Harriet lo más rápidamente posible. Te lo diré de la siguiente manera: te apoyaré por completo para que puedas terminar cuanto antes el trabajo de manera satisfactoria y luego reincorporarte a Millennium.
– Muy bien. No querría verme obligado a luchar también contra ti.
– No será necesario. Tienes todo mi apoyo. Puedes acudir a mí cuando quieras si te topas con algún problema. Voy a darle su merecido a Birger para que no obstaculice tu camino ni lo más mínimo. E intentaré hablar con Cecilia para que se calme.
– Gracias. Necesito hacerle algunas preguntas y lleva ya un mes ignorando mis intentos de hablar con ella.
De repente Martin Vanger sonrió.
– Tal vez también tengáis otras cosas que aclarar. Pero eso no es asunto mío.
Se dieron la mano.
Lisbeth Salander escuchó el intercambio de palabras entre Mikael y Martin Vanger en silencio. Cuando Martin se fue, cogió el Hedestads-Kuriren y le echó un vistazo al reportaje. Acto seguido, dejó de lado el periódico sin realizar ningún comentario.
Mikael permanecía en silencio, reflexionando. Gunnar Karlman había nacido en 1948 y, por consiguiente, tenía dieciocho años en 1966. También se encontraba en la isla el día de la desaparición de Harriet.
Después del desayuno, Mikael puso a su colaboradora a estudiar la investigación policial. Seleccionó las carpetas que se centraban en la desaparición de Harriet y le pasó todas las fotos del accidente del puente, así como el largo resumen de las pesquisas personales de Henrik.
Luego, Mikael se fue a ver a Dirch Frode y le hizo redactar un contrato en el que se hacía constar que Lisbeth sería su colaboradora durante el próximo mes.
Cuando Mikael regresó a la casa de invitados, encontró a Lisbeth en la mesa del jardín, completamente enfrascada en la investigación policial. Mikael entró y calentó el café. La contemplaba a través de la ventana de la cocina. Le dio la impresión de que sólo hojeaba la investigación, pues empleaba un máximo de diez o quince segundos por página. Pasaba las hojas mecánicamente y Mikael se sorprendió al ver que, de esa manera, descuidaba la lectura; le resultaba contradictorio, ya que su propia investigación era muy profesional. Sacó dos tazas de café y se sentó con ella.
– Lo que has escrito sobre la desaparición de Harriet lo hiciste antes de descubrir que buscamos a un asesino en serie.
– Correcto. Apunté lo que me parecía importante, preguntas que quería hacerle a Henrik Vanger, entre otras cosas. Como seguramente habrás advertido, está bastante desestructurado. En realidad, hasta ahora no he hecho más que avanzar a tientas en la penumbra, intentando escribir una historia, un capítulo de la biografía de Henrik Vanger.
– ¿Y ahora?
– Antes toda la investigación se centraba en la isla de Hedeby. Ahora estoy convencido de que la historia comienza en Hedestad ese mismo día, aunque un poquito antes. Eso cambia la perspectiva.
Lisbeth asintió y se quedó reflexionando un instante.
– Estuviste genial con lo de las fotografías -dijo acto seguido.
Mikael arqueó las cejas. Lisbeth Salander no daba la impresión de ser una persona pródiga en cumplidos, de modo que se sintió extrañamente halagado. Por otra parte, desde un punto de vista puramente periodístico, se trataba, de hecho, de una hazaña poco habitual.
– Ahora tienes que darme los detalles. ¿Qué pasó con aquella foto que buscabas por el norte, en Norsjö?
– ¿Quieres decir que no has mirado las fotos de mi ordenador?
– No me ha dado tiempo. Prefería leer tus ideas y conclusiones.
Mikael suspiró, encendió su iBook y abrió la carpeta de fotos.
– Es fascinante. La visita a Norsjö resultó, a la vez, un éxito y una decepción total. Encontré la foto, pero no aporta gran cosa. Aquella mujer, Mildred Berggren, guardaba absolutamente todas las fotografías de sus vacaciones escrupulosamente pegadas en un álbum. Allí estaba la foto. Fue hecha con una película barata en color. Al cabo de treinta y siete años, la copia presentaba un aspecto amarillento y casi había perdido los colores, pero la señora conservaba los negativos en una caja de zapatos. Me dejó todos los que tenía de Hedestad y los he escaneado. Esto es lo que vio Harriet.
Mikael hizo clic y abrió una foto de un archivo que se llamaba HARRIET/bd-t9.eps.
Lisbeth comprendió su decepción. Vio una imagen ligeramente borrosa hecha con un gran angular donde se apreciaba a los payasos del desfile del Día del Niño. Al fondo, la esquina de la tienda de confección Sundströms Herrmode. En la acera, entre los payasos y la parte frontal del siguiente camión, había una decena de personas.
– Creo que éste es el individuo al que descubrió. En parte porque he intentado triangular lo que miraba guiándome por la orientación de su cara (he dibujado con exactitud el cruce de calles), y en parte porque es la única persona que parece dirigir la mirada directamente a la cámara. O sea, a Harriet.
Lo que vio Lisbeth fue una figura borrosa situada algo detrás de los espectadores y un poco metida en la calle perpendicular. Llevaba una cazadora oscura con una franja roja en los hombros y pantalones también oscuros, posiblemente vaqueros. Mikael hizo un zoom, de manera que la figura, de cintura para arriba, cubrió toda la pantalla. Al instante la foto se volvió aún más borrosa.
– Es un hombre de complexión normal. Mide aproximadamente un metro y ochenta centímetros. Tiene el pelo castaño, ni corto ni largo, y está afeitado. Pero resulta imposible apreciar sus rasgos faciales y, mucho menos, estimar su edad. Podría tratarse tanto de un adolescente como de un señor de mediana edad.
– Se puede manipular la imagen…
– Ya lo he hecho. Incluso mandé una copia a Millennium, a Christer Malm, que es un hacha en el tratamiento de fotografías.
Mikael hizo clic y abrió otra foto.
– Esta es la máxima calidad que he podido obtener: la cámara es mala y la distancia, demasiado grande.
– ¿Se la has enseñado a alguien? Tal vez la gente reconozca la postura…
– Se la he mostrado a Dirch Frode. No tiene ni idea de quién puede ser.
– No creo que Dirch Frode sea la persona más espabilada de Hedestad.
– No, pero trabajo para él y para Henrik Vanger. Quiero enseñarle la foto a Henrik antes de empezar a difundirla.
– Tal vez sólo sea un espectador más.
– Es posible. Pero, en cualquier caso, fue capaz de desencadenar una reacción muy extraña en Harriet.
Durante la semana siguiente, Mikael y Lisbeth consagraron todo su tiempo al caso Harriet, desde la primera hora de la mañana hasta la última de la noche. Lisbeth seguía leyendo los informes de la investigación y lanzaba una pregunta tras otra; Mikael intentaba contestarlas. Sólo existía una verdad y cualquier respuesta vaga o ambigua los conducía a una discusión más profunda. Dedicaron un día entero a examinar los horarios de todos los implicados mientras tuvo lugar el accidente del puente.
A medida que pasaba el tiempo, Mikael iba encontrando cada vez más contradictoria a Lisbeth Salander. A pesar de que sólo hojeaba los textos de la investigación, siempre parecía fijarse en los detalles más oscuros y ambiguos.
Por las tardes, cuando el calor hacía insoportable la estancia en el jardín, se tomaban algún que otro descanso. Algunas veces bajaban al canal a bañarse; otras, subían andando a la terraza del Café de Susanne, quien, de buenas a primeras, empezó a tratar a Mikael con una cierta y manifiesta frialdad. Él se dio cuenta de que Lisbeth tenía el aspecto de una niña apenas mayor de edad, que, además, vivía en su casa, lo cual, a ojos de Susanne, lo convertía en un viejo verde. Era una sensación desagradable.
Mikael seguía saliendo a correr cada noche. Lisbeth no comentaba nada al respecto cuando volvía jadeando a la casa. Correr atravesando el bosque distaba bastante, al parecer, de su idea de diversión veraniega.
– He pasado de los cuarenta -le dijo Mikael-. Tengo que hacer ejercicio; si no, echaré una barriga tremenda.
– Muy bien.
– ¿Tú no practicas nada?
– A veces boxeo.
– ¿Boxeo?
– Sí, ya sabes, con guantes.
Mikael se metió en la ducha intentando imaginarse a Lisbeth en el cuadrilátero. Igual le estaba tomando el pelo. Bastaba con hacerle una pregunta:
– ¿Y en qué categoría de peso boxeas?
– En ninguna. De vez en cuando hago de sparring para unos chicos en un club de Söder.
«¿Por qué no me sorprende?», pensó Mikael. Pero constató que, por lo menos, le había contado algo sobre sí misma. Seguía sin saber prácticamente nada de ella, cómo había empezado a trabajar para Armanskij, qué formación tenía o a qué se dedicaban sus padres. En cuanto intentaba averiguar datos de su vida privada, se cerraba como una ostra y le contestaba con monosílabos o lo ignoraba por completo.
Una tarde, Lisbeth Salander dejó súbitamente de lado una de las carpetas y miró a Mikael, frunciendo el ceño.
– ¿Qué sabes de Otto Falk, el párroco?
– Poco. Conocí a la nueva reverenda en la iglesia a principios de año; me contó que Falk todavía vive, pero que está en una residencia geriátrica de Hedestad. Alzheimer.
– ¿De dónde era?
– De aquí, de Hedestad. Estudió en Uppsala y regresó a su tierra natal cuando tenía unos treinta años.
– Era soltero. Y Harriet se relacionaba con él.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Me he dado cuenta de que el madero ese, Morell, no le presionaba mucho en los interrogatorios.
– En los años sesenta, los párrocos seguían disfrutando de una posición social completamente distinta a la de ahora. Que él viviera aquí, en la isla, o sea, cerca del poder, era natural.
– Me pregunto si la policía realmente registraría la casa rectoral con meticulosidad. En las fotos se ve que era una casa de madera muy grande; sin duda, habría muchos sitios para esconder un cadáver durante algún tiempo.
– Es verdad. Pero no hay nada en el material que indique que el pastor estuviera vinculado a los asesinatos en serie ni a la desaparición de Harriet.
– Sí que lo hay -dijo Lisbeth Salander, mirando con una sonrisa torcida a Mikael-. Primero, era pastor; y si alguien tiene una relación especial con la Biblia, son ellos. Segundo, fue el último que vio a Harriet y habló con ella.
– Pero bajó inmediatamente al lugar del accidente y se quedó allí durante horas. Se le ve en muchísimas fotos, especialmente durante los momentos en los que Harriet desapareció.
– Bah, yo puedo echar por tierra su coartada. Pero la verdad es que estaba pensando en otra cosa. Esta historia es la de un sádico asesino de mujeres.
– ¿Sí?
– Yo estuve…; la pasada primavera tuve unos días libres y estudié el tema de los sádicos, en un contexto completamente distinto. Uno de los textos que leí pertenecía a un manual estadounidense del FBI. En él se afirmaba que una llamativa mayoría de los asesinos en serie detenidos proceden de familias disfuncionales, y que muchos de ellos se dedicaban en su infancia a torturar animales. Además, gran parte de los asesinos en serie estadounidenses también habían sido arrestados por provocar incendios intencionadamente.
– Sacrificios de animales y holocaustos, ¿es eso lo que quieres decir?
– Sí. Tanto los animales torturados como el fuego aparecen en varios de los casos de Harriet. Pero, en realidad, estaba pensando en el hecho de que la casa rectoral se quemara a finales de los años setenta.
Mikael reflexionó un rato.
– Demasiado vago -dijo finalmente.
Lisbeth Salander asintió.
– Estoy de acuerdo. Pero merece la pena tenerlo en cuenta. No encuentro nada en la investigación que hable de la causa del fuego, y sería interesante saber si hubo otros misteriosos incendios en los años sesenta. Además, deberíamos averiguar si en aquella época hubo casos de torturas o mutilaciones de animales por estas tierras.
Cuando Lisbeth se fue a la cama la séptima noche de su estancia en Hedeby, se sentía ligeramente irritada por culpa de Mikael. Durante una semana había pasado con él prácticamente cada minuto del día; en circunstancias normales, siete minutos en compañía de otra persona solían ser más que suficientes para darle dolor de cabeza.
Hacía mucho que había constatado que las relaciones sociales no eran su fuerte, y ya se había acostumbrado a ello en su solitaria vida. Se encontraba perfectamente resignada a ello, a condición de que la gente la dejara en paz y no se metiera en sus asuntos. Desgraciadamente, su entorno no se mostraba ni inteligente ni comprensivo; tenía que defenderse de los servicios sociales, los servicios de atención a menores, las comisiones de tutelaje, hacienda, los policías, los educadores, los psicólogos, los psiquiatras, los profesores y los porteros que -exceptuando a los del Kvarnen, que ya la conocían- nunca querían dejarla entrar en los bares a pesar de haber cumplido ya veinticinco años. Había todo un ejército de gente que parecía no tener nada mejor que hacer que pretender gobernar su vida y, si se les diese la oportunidad, corregir la manera que había elegido de vivirla.
Pronto aprendió que no merecía la pena llorar. También aprendió que siempre que intentaba que alguien se interesara por un aspecto de su vida, la situación no hacía más que empeorar. Por consiguiente, resolver los problemas era algo que debía hacer por sí misma, con los métodos que considerara necesarios, cosa que el abogado Nils Bjurman ya había sufrido en sus propias carnes.
Mikael Blomkvist poseía la misma irritante costumbre que todos los demás de husmear en su vida privada y formularle preguntas que a ella no le apetecía contestar. En cambio, no reaccionaba en absoluto como la mayoría de los hombres que había conocido.
Cuando Lisbeth ignoraba sus preguntas, él sólo se encogía de hombros, abandonaba el tema y la dejaba en paz. «Asombroso.»
Lo primero que hizo cuando echó mano de su iBook aquella primera mañana en la casita fue, por supuesto, transferir toda la información a su propio ordenador. De esa manera, no le importaría tanto que Mikael pudiera dejarla al margen del caso, pues tendría acceso al material de todos modos.
Luego lo había provocado intencionadamente leyendo los documentos de su iBook cuando él se despertó. Esperaba un ataque de rabia. En su lugar pareció más bien resignado, murmuró algo irónico, se metió en la ducha y luego se puso a hablar sobre lo que ella había leído. Un tío raro. Lisbeth casi estaba tentada de creer que Mikael confiaba en ella.
Pero el hecho de que conociera sus destrezas como hacker era grave. Lisbeth Salander sabía muy bien que el término jurídico para designar sus actividades, tanto en su vida profesional como en la privada, era intrusión informática ilícita, de modo que podía ser sancionada con dos años de cárcel. Se trataba de un tema delicado: no quería ser encarcelada; además, una condena, con gran probabilidad, también significaría que le quitarían sus ordenadores y con ello la privarían de lo único que hacía realmente bien. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza contarle a Dragan Armanskij, ni a nadie, de dónde sacaba la información por la que le pagaban.
A excepción de Plague y unas pocas personas en la red que, al igual que ella, se dedicaban al hacking profesionalmente -y la mayoría de ellos sólo la conocían como Wasp, no sabían quién era realmente ni dónde vivía-, sólo Kalle Blomkvist había tropezado con su secreto. La descubrió porque cometió un error que ni siquiera los principiantes de doce años cometen, lo cual constituía una señal más que evidente de que su cerebro ya estaba siendo devorado por los gusanos y de que merecía ser castigada con una buena tunda de latigazos. Sin embargo, él ni se enfureció ni puso el grito en el cielo; en su lugar la contrató.
Así que se sentía ligeramente irritada con él.
Cuando se estaban tomando un sándwich, poco antes de que ella se fuera a acostar, él le había preguntado, sin venir a cuento, si era una buena hacker. Para su propio asombro, Lisbeth contestó espontáneamente a la pregunta:
– Probablemente la mejor de Suecia. Puede que haya dos o tres personas de un nivel similar al mío.
Lisbeth no dudaba de la veracidad de su respuesta. En su día Plague fue mejor, pero hacía ya mucho tiempo que ella le había superado.
Sin embargo, le resultaba raro pronunciar esas palabras. No lo había hecho nunca. Ni siquiera había tenido a nadie con quien entablar ese tipo de conversación, y de repente encontró placentero el hecho de que él pareciera estar impresionado por sus conocimientos. Luego Mikael rompió la magia preguntando cómo había aprendido a piratear.
No supo qué contestar. «Siempre lo he sabido hacer.» En su lugar, se fue a la cama sin darle las buenas noches.
Pero para su irritación, el haberse retirado a la habitación de aquella manera no pareció provocar reacción alguna en él. Permaneció tumbada escuchando cómo Mikael se movía por la cocina, quitaba la mesa y fregaba. Él siempre se quedaba despierto hasta más tarde que ella, pero hoy, al parecer, ya se iba a acostar. Lo oyó en el cuarto de baño y al entrar en su dormitorio y cerrar la puerta. Al cabo de un rato oyó el chirrido que produjo la cama cuando se acostó, a medio metro de ella, pero al otro lado de la pared.
Durante la semana que llevaba en su casa, no había intentado ligar con ella. Trabajaban juntos, le preguntaba su opinión, la recriminaba cuando se equivocaba y le daba la razón cuando ella lo reprendía. Maldita sea, la verdad es que Mikael Blomkvist la había tratado como a una persona.
De repente, se dio cuenta de que le gustaba su compañía, tal vez, incluso, de que confiaba en él. Nunca había confiado en nadie, a excepción, probablemente, de Holger Palmgren, aunque por razones completamente diferentes. Palmgren había sido un do gooder previsible.
Se levantó, se acercó a la ventana e, inquieta, se puso a contemplar la oscuridad. Para Lisbeth, lo más difícil de todo era mostrarse desnuda ante otra persona por primera vez. Estaba convencida de que su delgaducho cuerpo resultaba repulsivo. Sus pechos eran patéticos. Prácticamente no tenía caderas. A su juicio, no podía ofrecer gran cosa. Pero aparte de eso, era una mujer normal, con exactamente el mismo deseo e instinto sexual que todas las demás. Permaneció de pie junto a la ventana casi veinte minutos antes de decidirse.
Mikael estaba en la cama leyendo una novela de Sara Paretsky cuando escuchó el picaporte de la puerta y, al levantar la mirada, vio a Lisbeth Salander. Una sábana le envolvía el cuerpo. Se quedó un rato callada en la entrada; daba la impresión de estar pensando en algo.
– ¿Te pasa algo? -preguntó Mikael.
Negó con la cabeza.
– ¿Qué quieres?
Se acercó a él, le cogió el libro y lo dejó sobre la mesilla de noche. Luego se inclinó y le besó en la boca. Sus intenciones no podían estar más claras. Se subió rápidamente a la cama y se quedó sentada mirándole con ojos inquisitivos. Puso una mano sobre la sábana que cubría su estómago. Como no protestó, ella se inclinó y le mordió un pezón. Mikael Blomkvist estaba completamente perplejo. Al cabo de unos segundos la cogió de los hombros y la apartó para poder ver su cara. Él no parecía indiferente.
– Lisbeth…, no sé si esto es una buena idea. Trabajamos juntos.
– Quiero acostarme contigo. Y eso no será ningún problema para trabajar juntos, pero si ahora me echas de aquí, voy a tener un problema gordo contigo.
– Pero apenas nos conocemos.
De repente se rió, secamente, como tosiendo.
– Cuando hice mi investigación sobre ti, advertí que eso nunca te ha echado para atrás. Todo lo contrario: perteneces a esa clase de hombres que son incapaces de mantenerse alejados de las mujeres. ¿Qué pasa? ¿No soy lo suficientemente sexy para ti?
Mikael negó con la cabeza intentando pensar en algo inteligente que decir. Al no contestar, ella le quitó la sábana y se puso a horcajadas encima de él.
– No tengo condones -dijo Mikael.
– A la mierda los condones.
Cuando Mikael se despertó, Lisbeth ya se había levantado. La oyó en la cocina haciendo ruido con la cafetera. Eran las siete menos algo. Sólo había dormido dos horas y se quedó en la cama con los ojos cerrados.
No alcanzaba a comprender a Lisbeth Salander. Ni en una sola ocasión le había dado a entender, ni siquiera con una mirada, que tenía el más mínimo interés por él.
– Buenos días -dijo Lisbeth desde la puerta, incluso con un asomo de sonrisa.
– Hola -contestó Mikael.
– Se nos ha acabado la leche. Subo a la gasolinera. Abren a las siete.
Se dio la vuelta tan rápidamente que Mikael no tuvo tiempo de contestar. La oyó ponerse los zapatos, coger el bolso y el casco y salir por la puerta principal. Mikael cerró los ojos. Acto seguido escuchó cómo la puerta se volvía a abrir, y un instante después estaba de nuevo en la puerta del dormitorio. Esta vez no sonreía.
– Es mejor que vengas a ver esto -dijo con una voz rara.
Mikael se levantó enseguida y se puso los vaqueros. Durante la noche, alguien se había acercado a la casa con un indeseado regalo. En el porche yacía el cadáver medio carbonizado de un gato descuartizado. Le habían cortado la cabeza y las piernas; luego fue despellejado y le extrajeron las tripas y el estómago; los restos estaban tirados junto al cadáver, que parecía haber sido asado sobre fuego. La cabeza estaba intacta y colocada encima del sillín de la moto de Lisbeth Salander. Mikael reconoció el pelaje pardo rojizo.
Desayunaron en el jardín en silencio y sin leche para el café. Antes de que él fuera a buscar una bolsa de basura para quitar a la gata de allí, Lisbeth sacó una pequeña cámara digital Canon para hacer unas fotos del macabro espectáculo. Sin saber muy bien qué hacer con el cadáver, Mikael lo metió en el maletero del coche. Debería poner una denuncia a la policía por maltrato de animales y posiblemente también por amenazas, pero no sabía muy bien cómo explicar el motivo de esas amenazas.
A las ocho y media, Isabella Vanger pasó caminando en dirección al puente. No los vio, o fingió no verlos.
– ¿Cómo estás? -le preguntó finalmente Mikael a Lisbeth.
– Bien.
Ella le observaba desconcertada. «De acuerdo. Quiere que esté indignada.»
– Cuando encuentre al cabrón que tortura y mata a una gata inocente sólo para hacernos una advertencia, cogeré un bate de béisbol y…
– ¿Crees que se trata de una advertencia?
– ¿Se te ocurre algo mejor? Esto significa algo.
Mikael asintió con la cabeza.
– Sea cual sea la explicación, hemos conseguido inquietar a alguien lo suficiente como para que cometa una verdadera locura. Pero también hay otro problema.
– Ya lo sé. Esto es un sacrificio animal al estilo de los de 1954 y 1960. Pero no parece probable que un asesino de hace ya cincuenta años venga ahora merodeando por aquí para dejar cadáveres de animales torturados delante de la puerta de tu casa.
Mikael asintió.
– En tal caso, los únicos sospechosos serían Harald Vanger e Isabella Vanger. Hay otros parientes mayores, también de la rama familiar de Johan Vanger, pero ninguno vive por aquí.
Mikael suspiró.
– Isabella es una cabrona muy malvada, y seguro que sería capaz de matar a una gata, pero dudo que en los años cincuenta se dedicara a asesinar en serie a mujeres. En cuanto a Harald Vanger… no sé, parece tan decrépito que apenas puede andar; me cuesta creer que haya salido a escondidas por la noche para buscar a la gata y hacer todo eso.
– A no ser que se trate de dos personas. Una mayor y otra joven.
Mikael oyó pasar un coche. Levantó la mirada y vio a Cecilia Vanger desaparecer por el puente. «Harald y Cecilia», pensó. Pero había algo que no encajaba muy bien: el padre y la hija no se veían y apenas se dirigían la palabra. A pesar de la promesa de Martin Vanger de hablar con ella, Cecilia seguía sin devolverle las llamadas.
– Tiene que ser alguien que sepa que estamos investigando y que hemos hecho avances -dijo Lisbeth Salander.
Acto seguido, se levantó y entró en la casa. Cuando salió ya llevaba puesto su mono de cuero.
– Me voy a Estocolmo. Volveré esta noche.
– ¿Qué vas a hacer?
– Ir a por unos trastos. Si alguien está tan loco como para matar a una gata de esa manera, la próxima vez puede que venga a por nosotros. O que provoque un incendio mientras estamos durmiendo. Quiero que hoy mismo vayas a Hedestad y compres dos extintores y dos detectores de humos. Uno de los extintores debe ser de halón.
Sin despedirse, se puso el casco, arrancó la moto de una patada y desapareció por el puente.
Mikael tiró el cadáver en el cubo de basura de la gasolinera antes de continuar hacia Hedestad, donde compró los extintores y los detectores de humo. Los metió en el maletero del coche y se fue al hospital. Había quedado con Dirch Frode en la cafetería.
Le contó lo sucedido. Dirch Frode se puso pálido.
– Mikael, no había contado con que esta historia pudiera ser peligrosa.
– ¿Por qué no? Al fin y al cabo, la tarea consistía en desenmascarar a un asesino.
– Pero quién iba a… Esto es una locura. Si tu vida y la de la señorita Salander corren peligro, debemos parar esto ya. Yo puedo hablar con Henrik.
– No. En absoluto. No quiero que sufra otro infarto.
– No deja de preguntar por ti.
– Dile que sigo intentando desenredar el ovillo.
– ¿Y ahora qué hacemos?
– Tengo algunas preguntas. El primer incidente ocurrió poco después del infarto de Henrik; ese día me encontraba en Estocolmo. Alguien registró mi estudio. Yo ya había descifrado el código bíblico y descubierto las fotos de Järnvägsgatan. Os lo conté a ti y a Henrik. Martin también estaba al tanto e hizo la gestión que me permitió entrar en la redacción del Hedestads-Kuriren. ¿Cuántas personas más lo sabían?
– Bueno, ignoro con quién hablaría Martin exactamente. Pero tanto Birger como Cecilia estaban al corriente; han comentado tu búsqueda de fotos. Alexander también lo sabía. Y, por cierto, Gunnar y Helena Nilsson, habían subido a ver a Henrik y se vieron metidos en la conversación. Y Anita Vanger.
– ¿Anita? ¿La de Londres?
– La hermana de Cecilia. Acompañó a Cecilia en el vuelo de vuelta cuando Henrik sufrió el infarto, pero se alojó en un hotel y, que yo sepa, no ha pisado la isla. Al igual que Cecilia, no quiere ver a su padre. Pero regresó a Londres hace una semana, cuando Henrik salió de la UVI.
– ¿Y dónde está Cecilia? La vi esta mañana cuando cruzó el puente, pero su casa permanece cerrada y a oscuras.
– ¿Sospechas de ella?
– No, sólo me preguntaba dónde se alojaba.
– En casa de su hermano Birger, a un paso de la casa de Henrik.
– ¿Y sabes dónde se encuentra ahora?
– No. De todos modos, con Henrik no está.
– Gracias -dijo Mikael, y se levantó.
Los miembros de la familia Vanger iban y venían por el hospital de Hedestad. En el vestíbulo principal, Birger Vanger se dirigía hacia los ascensores. Mikael no tenía ganas de cruzarse con él, así que esperó hasta que desapareció de su vista. En su lugar, se topó con Martin Vanger justo en la puerta del hospital, casi exactamente en el mismo sitio en el que se había encontrado con Cecilia Vanger en la anterior visita. Se saludaron y se dieron la mano.
– ¿Has visto a Henrik?
– No, sólo he pasado a ver a Dirch Frode un momento.
Martin Vanger estaba ojeroso y parecía cansado. De repente, Mikael se fijó en lo mucho que había envejecido Martin desde que se conocieron, hacía ya seis meses. La lucha por salvar al imperio Vanger era costosa y la enfermedad de Henrik no le había animado mucho.
– ¿Cómo te va? -preguntó Martin Vanger.
Mikael dejó claro enseguida que no tenía ninguna intención de abandonar y volver a Estocolmo,
– Bien, gracias. A medida que pasan los días esto se va poniendo cada vez más interesante. Cuando Henrik mejore, espero poder satisfacer su curiosidad.
Birger Vanger vivía en un chalé adosado de ladrillo blanco al otro lado del camino, a sólo cinco minutos andando desde el hospital. Tenía vistas al mar y al puerto de Hedestad. Cuando Mikael llamó al timbre, no abrió nadie. Telefoneó al móvil de Cecilia, pero no obtuvo respuesta. Permaneció un rato en el coche tamborileando en el volante con los dedos. Birger Vanger era una página en blanco en su colección; nació en 1939 y por lo tanto sólo tenía diez años cuando se cometió el asesinato de Rebecka Jacobsson. En cambio, tenía veintisiete cuando desapareció Harriet.
Según Henrik Vanger, Birger y Harriet apenas tuvieron relación. Birger se crió con su familia en Uppsala y se mudó a Hedestad para trabajar en el Grupo Vanger, pero al cabo de un par de años lo abandonó para dedicarse a la política. Sin embargo, se encontraba en Uppsala cuando se cometió el asesinato de Lena Andersson.
Mikael no sabía por dónde coger toda esa historia, pero el incidente de la gata le había provocado un sentimiento de amenaza inminente y la sensación de que empezaba a faltarle tiempo.
Otto Falk, el viejo pastor de Hedeby, tenía treinta y seis años cuando Harriet desapareció. Ahora tenía setenta y dos; era más joven que Henrik Vanger, pero se encontraba en unas condiciones mentales considerablemente peores. Mikael fue a verlo a la residencia Svalan, un edificio de ladrillo amarillo al otro lado de la ciudad, a orillas del canal de Hede. Mikael se presentó en la recepción y solicitó hablar con Falk. Explicó que sabía perfectamente que el reverendo sufría de Alzheimer y quiso saber si estaba lo suficientemente lúcido como para mantener una conversación. Una enfermera jefe le contestó que hacía tres años que le diagnosticaron la enfermedad y que su evolución había sido bastante agresiva. Se podía hablar con él, pero su memoria a corto plazo era pésima; no reconocía a algunos familiares y, en general, estaba a punto de adentrarse en una espesa niebla. También le advirtió de que el viejo podía sufrir ataques de angustia si se le presionaba con preguntas a las que no supiera responder.
El viejo pastor estaba sentado en un banco del jardín junto con otros tres pacientes y un enfermero. Mikael pasó una hora intentando conversar con Falk.
Falk recordaba muy bien a Harriet Vanger. Se le iluminó la cara y la describió como una chica encantadora. Sin embargo, Mikael no tardó en darse cuenta de que el pastor había olvidado que llevaba casi treinta y siete años desaparecida. Hablaba de ella como si la acabara de ver; le pidió a Mikael que le diera recuerdos de su parte y que le dijera que subiera a visitarlo. Mikael se comprometió a hacerlo.
Cuando Mikael habló de lo que había sucedido el día en el que Harriet desapareció, Otto Falk se quedó desconcertado. Al parecer, no recordaba el accidente del puente. Fue al final de la conversación cuando el pastor mencionó algo que hizo que Mikael aguzara el oído.
Mikael había conducido la charla hacia el interés de Harriet por la religión; de repente, el pastor Falk pareció pensativo, como si una nube ensombreciera su rostro. Empezó a mecerse hacia delante y atrás durante un rato.
Luego levantó la vista y, mirando a Mikael, le preguntó quién era. Mikael volvió a presentarse y el viejo se quedó meditando otro rato más. Finalmente movió negativamente la cabeza con un gesto irritado.
– Todavía está buscando la verdad. Ha de tener cuidado y tú debes advertirla.
– ¿De qué?
El pastor Falk se alteró. Sacudió la cabeza con el ceño fruncido.
– Debe leer sola scriptura y entender sufficientia scripturae. Sólo de esa manera podrá mantener la sola fide. José los excluyó definitivamente. Nunca estuvieron recogidos en el canon.
Mikael no entendió nada, pero lo apuntó todo aplicadamente. Luego el pastor Falk se inclinó hacia Mikael y le susurró en tono confidencial:
– Creo que es católica. Siente fascinación por la magia y sigue sin encontrar a su Dios. Hay que guiarla.
Al parecer, la palabra «católica» encerraba un matiz negativo para el reverendo.
– Yo creía que estaba interesada por el movimiento pentecostal.
– No, no; los pentecostales no. Ella busca la verdad prohibida. No es una buena cristiana.
Acto seguido, el pastor pareció olvidarse tanto de Mikael como del tema y se puso a hablar con uno de los demás pacientes.
Pasadas las dos de la tarde, Mikael ya estaba de vuelta en la isla de Hedeby. Se acercó hasta la casa de Cecilia Vanger y llamó a la puerta sin éxito alguno. Intentó localizarla mediante el móvil, pero no obtuvo respuesta.
Instaló un detector de humos en la cocina y otro en el recibidor. Colocó un extintor junto a la cocina de hierro, al lado de la puerta del dormitorio, y el otro cerca del baño.
Después se preparó el almuerzo -café y sándwiches-, se sentó en el jardín e introdujo en su iBook las notas de la conversación mantenida con el pastor Falk. Meditó un buen rato y luego levantó la vista hacia la iglesia.
La nueva casa rectoral de Hedeby era un chalé moderno normal y corriente, situado a un tiro de piedra de la iglesia. A eso de las cuatro, Mikael llamó a la puerta de la casa de la pastora Margareta Strandh y le explicó que venía a pedirle consejo sobre un asunto teológico. Margareta Strandh, una mujer morena de su misma edad, le abrió en vaqueros y camisa de franela. Iba descalza y llevaba las uñas de los pies pintadas. Había coincidido con ella en el Café de Susanne un par de veces en las que hablaron del pastor Falk. Recibió a Mikael amablemente y le invitó a sentarse en el jardín.
Mikael le contó que acababa de ver a Otto Falk y le comentó lo que éste le había dicho, cuyo significado no entendía. Margareta Strandh escuchó y luego le pidió que repitiera con exactitud las palabras pronunciadas por Falk. Ella se quedó pensativa un instante.
– Llegué a Hedeby hace sólo tres años y la verdad es que no conozco personalmente al pastor Falk. Se jubiló varios años antes, pero tengo entendido que se trataba, en el amplio sentido de la palabra, de un hombre bastante ortodoxo. Lo que te ha dicho significa, más o menos, que hay que atenerse a las Escrituras y nada más (sola scriptura) y que la Biblia es sufficientia scripturae. Esto último es una expresión que establece la suficiencia de las Escrituras entre los creyentes muy ortodoxos. Sola fide significa «la fe única» o «la fe pura».
– Entiendo.
– Son, por decirlo de alguna manera, dogmas fundamentales. Constituyen la base de la Iglesia, y lo cierto es que no tiene nada de raro. Las palabras de Falk se traducirían simplemente como «Lee la Biblia: te da suficientes conocimientos y te garantiza la fe pura».
Mikael se sintió un poco avergonzado.
– Pero ahora debes contarme en qué contexto se ha producido esa conversación.
– Le he preguntado sobre una persona que él conoció hace muchos años y sobre la que yo escribo.
– ¿Alguien que está buscando respuestas religiosas?
– Algo así.
– De acuerdo; creo que lo entiendo. Falk ha dicho dos cosas más: que «José los excluyó categóricamente» y que «nunca estuvieron recogidos en el canon». ¿Es posible que lo oyeras mal y que dijera Josefus en vez de José? En realidad, se trata del mismo nombre.
– Es posible -dijo Mikael-. He grabado la entrevista; si quieres escucharla…
– No, no creo que sea necesario. Estas dos frases determinan de manera bastante clara a qué se refería. Josefus era un historiador judío y la frase «nunca estuvieron recogidas en el canon» debe referirse a que nunca estuvieron incluidas en el canon hebreo.
– ¿Y eso qué quiere decir?
Ella se rió.
– El pastor Falk te ha dicho que esta persona sentía fascinación por las fuentes esotéricas, en concreto por los apócrifos. La palabra apokryphos significa “oculto” y los apócrifos son, por lo tanto, los libros ocultos que unos tachan de muy controvertidos y que otros consideran que deben formar parte del Antiguo Testamento. Son los libros de Tobías, Judit, Ester, Baruc, la Sirácida, los Macabeos y algunos más.
– Perdona mi ignorancia. He oído hablar de los apócrifos, pero nunca los he leído. ¿Qué tienen de especial?
– En realidad, nada; tan sólo el hecho de que fueron escritos un poco más tarde que el resto del Antiguo Testamento. Por eso los apócrifos se han eliminado de la Biblia hebrea; no porque los escribas judíos desconfiaran de su contenido, sino simplemente porque se escribieron después de que las revelaciones de Dios hubieran concluido. En cambio, los apócrifos se incluyen en la vieja traducción griega de la Biblia. Para la Iglesia católica, por ejemplo, no son polémicos.
– Entiendo.
– Sin embargo, para la Iglesia protestante son sumamente controvertidos. Durante la Reforma, los teólogos volvieron a la antigua Biblia hebrea. Lutero sacó los apócrifos de la Biblia de la Reforma y más tarde Calvino declaró que los apócrifos no podían constituir, en absoluto, la base de la fe. O sea, contienen textos que contradicen o que, de alguna manera, no aceptan lo dicho en la Claritas Scripturae, la claridad de las Escrituras.
– En otras palabras: libros censurados.
– Exacto. Los apócrifos sostienen, por ejemplo, que se puede practicar la magia, que la mentira puede ser permitida en ciertos casos y afirmaciones por el estilo, cosa que, naturalmente, crispa a los exégetas dogmáticos de las Escrituras.
– Entiendo. Así que si alguien se entusiasma por la religión, no resulta del todo impensable que los apócrifos aparezcan en su lista de libros de lectura, para gran indignación de alguien como el pastor Falk.
– Exactamente. Resulta casi imposible no toparse con los apócrifos si te interesa la Biblia o la fe católica; y es igual de probable que alguien interesado en temas esotéricos los lea.
– ¿No tendrás por casualidad algún ejemplar de los apócrifos?
Se volvió a reír. Una risa clara, amable.
– Naturalmente. De hecho, los apócrifos fueron publicados como un informe oficial estatal, realizado por la Comisión Bíblica en los años ochenta.
Cuando Lisbeth Salander le pidió una entrevista en privado, Dragan Armanskij se preguntó qué estaba pasando. Cerró la puerta y la invitó a sentarse. Lisbeth le comunicó que ya había acabado el trabajo que Mikael Blomkvist le encomendó y que Dirch Frode le pagaría antes de fin de mes, pero que ella había decidido seguir con la investigación. Mikael le había ofrecido un salario considerablemente más bajo.
– Trabajo como autónoma -dijo Lisbeth Salander-. Hasta ahora, respetando nuestro acuerdo, nunca había aceptado ningún encargo que no me hubieras hecho tú. Pero lo que quiero saber ahora es qué pasaría con nuestra relación profesional si cogiera un trabajo por mi cuenta.
Dragan Armanskij hizo un gesto levantando las manos.
– Eres autónoma, puedes hacer los trabajos que quieras y cobrar por ellos lo que te plazca. Me parece estupendo que ganes más dinero. En cambio, sería desleal por tu parte que nos robaras clientes que nosotros te hemos dado.
– No tengo ninguna intención de hacerlo. He llevado a cabo el trabajo según el contrato que redactamos con Blomkvist. Está terminado. Lo que ocurre es que yo quiero seguir con el caso. Lo haría gratis.
– Nunca hagas nada gratis.
– Ya sabes a lo que me refiero. Quiero averiguar adonde nos lleva toda esta historia. He persuadido a Mikael Blomkvist para que le pida a Dirch Frode un contrato complementario como ayudante de la investigación.
Le entregó el contrato a Armanskij. Éste le echó un vistazo.
– Por ese sueldo podrías hacerlo gratis; total… Lisbeth, tú tienes talento. No tienes por qué trabajar por cuatro duros. Ya sabes que ganarías mucho más conmigo a jornada completa.
– No me interesa la jornada completa. Pero mi lealtad está contigo, Dragan. Siempre me has tratado muy bien. Quiero saber si le das tu visto bueno a un contrato como éste; no quiero que haya mal rollo entre nosotros.
– Entiendo -dijo Dragan, y meditó su respuesta-. Está bien. Gracias por preguntar. Si surgen situaciones de este tipo en el futuro, quiero que me consultes para que no haya malentendidos.
Lisbeth Salander permaneció callada unos minutos mientras pensaba si faltaba añadir algo. Miró fijamente a Dragan Armanskij sin pronunciar palabra. Acto seguido, asintió con la cabeza, se levantó y se marchó; no hubo frases de despedida, como ya era habitual. Al obtener la respuesta que quería, perdió por completo el interés por Armanskij. Él sonrió sosegadamente. El hecho de que ella le hubiese consultado marcaba un nuevo hito en el proceso de socialización de Lisbeth.
Dragan abrió una carpeta que contenía un informe sobre la seguridad de un museo donde en breve se inauguraría una gran exposición sobre impresionistas franceses. Luego la cerró y dirigió la mirada hacia la puerta por la que Lisbeth Salander acababa de salir. Se quedó pensando en el día en el que la vio reírse con Mikael Blomkvist en su despacho; Dragan se preguntó si eso se debía a que ella estaba madurando o a que Blomkvist la atraía. También sintió una repentina inquietud. Nunca se había podido librar de la sensación de que Lisbeth Salander constituía una víctima perfecta. Y ahora ella estaba persiguiendo a un loco en un pueblucho perdido.
De camino al norte, Lisbeth Salander, guiada por un impulso, se desvió y pasó por la residencia de Äppelviken para ver a su madre. Exceptuando la visita que le hizo a principios de verano, no la veía desde Navidad y tenía remordimientos de conciencia por dedicarle tan poco tiempo. Una nueva visita en el transcurso de un par de semanas constituía todo un récord.
La encontró sentada en la sala de estar. Lisbeth se quedó poco más de una hora y la llevó a pasear hasta el estanque del parque que había junto al hospital. Su madre seguía confundiendo a Lisbeth con su hermana. Como de costumbre, estaba algo ausente, pero, aun así, la visita pareció inquietarla.
Cuando Lisbeth se despidió, su madre no quiso soltarle la mano. Lisbeth prometió volver pronto, pero la madre le lanzó una mirada llena de preocupación y tristeza.
Era como si hubiese tenido el presentimiento de que se avecinaba una desgracia.
Mikael pasó dos horas en el jardín trasero de su casa hojeando los apócrifos, sin llegar a otra conclusión que la de estar perdiendo el tiempo.
No obstante, se le ocurrió una idea. Se preguntó si Harriet Vanger habría sido realmente tan religiosa. Su interés por los estudios bíblicos había surgido durante el año anterior a su desaparición. Vinculó una serie de asesinatos con citas bíblicas y luego no sólo leyó la Biblia detenidamente, sino también los apócrifos; y, además, se sintió atraída por el catolicismo.
En realidad, ¿habría llevado a cabo la misma investigación a la que Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander se dedicaban ahora, treinta y siete años después? ¿Era más bien la persecución de un asesino lo que motivó su interés, y no la religiosidad? El pastor Falk había dado a entender que, desde su punto de vista, se trataba más bien de una persona en busca de algo, y no de una buena cristiana.
Una llamada de Erika al móvil interrumpió sus reflexiones.
– Sólo quería decirte que Greger y yo nos vamos de vacaciones la próxima semana. Estaremos fuera cuatro semanas.
– ¿Adonde vais?
– A Nueva York. Greger tiene una exposición y luego queríamos ir al Caribe. Un amigo de Greger nos ha dejado una casa en Antigua; nos quedaremos allí dos semanas.
– Suena de maravilla. Que lo paséis bien. Y recuerdos a Greger.
– Llevo tres años sin unas verdaderas vacaciones. El nuevo número ya está, y también casi todo el siguiente. Ojalá pudieras hacerte cargo tú de la edición, pero Christer me ha prometido que él se ocupará de todo.
– Que me llame si necesita ayuda. ¿Qué tal con Janne Dahlman?
Ella dudó un instante.
– También se va de vacaciones la semana que viene. He puesto a Henry como secretario de redacción en funciones. Christer y él llevarán el timón.
– De acuerdo.
– No me fío de Dahlman. Pero de momento se porta bien. Volveré el 7 de agosto.
A eso de las siete, Mikael ya había intentado hablar por teléfono con Cecilia Vanger en cinco ocasiones. Además, le había enviado un mensaje pidiéndole que lo llamara, pero no obtuvo respuesta.
Decidido, dejó los apócrifos, se puso el chándal y cerró la puerta con llave antes de salir a correr.
Cogió el estrecho sendero que discurría en paralelo a la orilla para luego girar y adentrarse en el bosque. Se abrió camino entre la maleza tan deprisa como pudo. Saltó por encima de árboles caídos arrancados de cuajo y llegó agotado hasta La Fortificación, con el pulso demasiado acelerado. Se detuvo junto a una de las viejas trincheras para hacer estiramientos durante un par de minutos.
De repente, oyó un fuerte disparo y una bala impactó en el muro de hormigón, a pocos centímetros de su cabeza. Luego sintió un dolor en el cuero cabelludo, donde algunos fragmentos del muro le hicieron un profundo corte.
Durante lo que parecía una eternidad, Mikael permaneció paralizado, incapaz de comprender lo que había ocurrido. Acto seguido se arrojó de cabeza a la trinchera, dándose un tremendo golpe al aterrizar sobre el hombro. El segundo tiro llegó en el mismo instante en el que se lanzaba. La bala alcanzó los cimientos del muro de hormigón, justo donde acababa de estar.
Mikael se puso de pie y miró a su alrededor. Se hallaba más o menos en el centro de La Fortificación. A derecha e izquierda se extendían unos estrechos pasadizos, de un metro de profundidad, comidos por la vegetación, que conducían a unas trincheras distribuidas a lo largo de algo más de doscientos cincuenta metros. Agachado, echó a correr en dirección sur a través de aquel laberinto.
De pronto, en su interior resonó el eco de la inimitable voz del capitán Adolfsson en una maniobra invernal en la Escuela de Infantería de Kiruna: «Joder, Blomkvist, baja la cabeza si no quieres que una bala te vuele la tapa de los sesos». Veinte años después, todavía se acordaba de los ejercicios especiales que el capitán Adolfsson les solía mandar.
Con el corazón palpitando, se detuvo sesenta metros más allá para recobrar el aliento. Sólo pudo oír su propia respiración. «El ojo humano percibe los movimientos mucho antes que las formas y las siluetas. Muévete despacio cuando estés reconociendo el terreno.» Lentamente levantó la mirada un par de centímetros por encima del borde de la trinchera. El sol le daba de frente y le resultaba imposible apreciar los detalles, pero no percibió ningún movimiento.
Mikael volvió a bajar la cabeza y continuó hasta la última trinchera. «Por muy buenas armas que tenga el enemigo, si no te ve, no te podrá dar. A cubierto, a cubierto, a cubierto. Asegúrate de no ponerte nunca a tiro.»
Ahora Mikael se encontraba a aproximadamente trescientos metros de la granja de Östergården. A cuarenta metros había un bosque de maleza prácticamente impenetrable, lleno de arbustos y broza por doquier. Pero para llegar hasta allí tenía que salir de la trinchera y bajar por una pendiente en la que estaría completamente expuesto. Era la única salida. El mar quedaba a sus espaldas.
Mikael se agachó y reflexionó. De repente reparó en que le dolía la sien y descubrió que sangraba abundantemente y que su camiseta estaba empapada de sangre. Fragmentos de la bala o de los cimientos del muro de hormigón le habían producido un profundo corte en el nacimiento del pelo. «Las heridas del cuero cabelludo no dejan de sangrar nunca», pensó antes de volver a concentrarse en su situación. Le podrían haber disparado una vez por accidente, pero dos significaba que alguien intentaba matarle. No sabía si el tirador seguía allí fuera con el arma cargada esperando a que él se dejara ver.
Intentó calmarse y pensar racionalmente. La elección consistía en esperar o salir de allí de alguna manera. Si el tirador permanecía todavía en su lugar, la segunda alternativa era decididamente desaconsejable. Pero si se quedaba esperando en el mismo sitio, el tirador podría acercarse tranquilamente a La Fortificación, buscarle y pegarle un tiro de cerca.
«Él (¿o ella?) no puede saber si me he desplazado a la derecha o a la izquierda.» Tal vez se trate de una escopeta para cazar alces, probablemente con mira telescópica. Eso quería decir que, si estaba acechando a Mikael a través del objetivo, el tirador tenía un campo de visión limitado.
«Si estás en un aprieto, toma la iniciativa. Es mejor que esperar.» Aguardó aguzando el oído durante dos minutos; luego se encaramó a la trinchera, la saltó y bajó la pendiente tan de prisa como pudo.
Cuando estaba a medio camino en dirección al bosque de maleza se produjo un tercer disparo, pero impacto lejos de él. Acto seguido, se tiró de cabeza cuan largo era a través de la cortina de vegetación, y rodó por un mar de ortigas. Se levantó de inmediato y, medio agachado, empezó a correr alejándose del tirador. Cincuenta metros más allá se detuvo a escuchar. De repente oyó el crujido de una ramita que se rompía en algún sitio entre él y La Fortificación. Se dejó caer boca abajo con sumo cuidado.
«Arrastraos con los codos», había sido otra de las máximas favoritas del capitán Adolfsson. Mikael recorrió los siguientes ciento cincuenta metros pegado al suelo. Avanzaba sin hacer ruido, muy atento a ramas y ramitas. En dos ocasiones oyó repentinos crujidos dentro del bosque. El primero parecía proceder de su cercanía más inmediata, tal vez a unos veinte metros del lugar donde se encontraba. Se quedó petrificado, completamente quieto. Al cabo de un rato, levantó la cabeza con mucho cuidado y oteó el terreno sin descubrir a nadie. Durante un tiempo que se le antojó una eternidad permaneció inmóvil y en máxima alerta, preparado para emprender la huida o, tal vez, para realizar un desesperado contraataque en el caso de que «el enemigo» fuera derecho hacia él. El segundo crujido venía de más lejos. Luego silencio.
«Sabe que estoy aquí. Pero ¿se ha colocado en algún sitio y está esperando a que yo me mueva, o ya se ha retirado?»
Continuó arrastrándose a través de la vegetación hasta que llegó al cercado de los pastos de Östergården.
Aquí comenzaba el siguiente momento crítico. Una senda se extendía paralelamente al cercado por la parte exterior. Seguía tumbado boca abajo en el suelo. Recorrió el terreno con la mirada y, justo enfrente, a unos cuatrocientos metros al final de una ligera pendiente, divisó unas casas. A la derecha vio unas cuantas vacas pastando. «¿Por qué nadie ha oído los disparos y se ha acercado para averiguar qué pasaba? Es verano. Puede que no haya nadie en casa ahora mismo.»
Salir a los pastos no constituía una opción -allí estaría completamente expuesto-, pero, por otra parte, la senda paralela al cercado era el lugar donde él se habría colocado para tener el campo libre y disparar. Arrastrándose, se adentró en la maleza hasta que ésta terminó y un ralo bosque de pinos tomó el relevo.
De regreso a casa, Mikael tomó el camino más largo, rodeando los terrenos de Östergården y atravesando Söderberget. Al dejar atrás Östergården se percató de que el coche no estaba. Se detuvo en la cima de Söderberget y contempló Hedeby. En las viejas casetas de pescadores del puerto había varios veraneantes. Algunas mujeres en bañador hablaban sentadas en el embarcadero; a su lado, unos niños chapoteaban en el agua. Percibió el olor a barbacoa.
Mikael consultó su reloj: las ocho pasadas. Habían transcurrido cincuenta minutos desde los disparos. Gunnar Nilsson, en pantalones cortos y con el torso desnudo, estaba regando el césped de su casa. «¿Cuánto tiempo llevas ahí?» En la casa de Henrik Vanger no había nadie, a excepción de Anna Nygren, el ama de llaves. La casa de Harald Vanger, como siempre, daba la impresión de hallarse abandonada. De pronto descubrió a Isabella Vanger en el jardín trasero de su casa. Estaba sentada hablando con alguien. Mikael tardó un segundo en darse cuenta de que se trataba de la enfermiza Gerda Vanger, nacida en 1922, que vivía con su hijo Alexander Vanger en una de las casas situadas más allá de la de Henrik. No habían sido presentados, pero en varias ocasiones la había visto en ese mismo jardín. La casa de Cecilia Vanger parecía desierta; de repente, Mikael vio una luz encenderse en la cocina. «Está en casa. ¿El tirador había sido una mujer?» No le cabía la menor duda de que Cecilia Vanger sabía manejar una escopeta. Más allá pudo apreciar el coche de Martin Vanger en el patio de su chalé. «¿Cuánto tiempo llevas ahí?»
¿O se trataba de otra persona? ¿Alguien en el que ni siquiera había pensado todavía? ¿Frode? ¿Alexander? Demasiadas posibilidades.
Bajó de Söderberget, siguió el camino hasta el pueblo y se fue inmediatamente a su casa sin encontrarse con nadie. Lo primero que vio fue que la puerta estaba entreabierta. Se agachó casi de manera instintiva. Luego sintió el olor a café y vislumbró a Lisbeth Salander a través de la ventana de la cocina.
Lisbeth oyó a Mikael entrar en el recibidor y salió a su encuentro. Se quedó de piedra. Su rostro, manchado de sangre que había empezado a coagularse, presentaba un aspecto horrible. La parte izquierda de su camiseta blanca estaba empapada de sangre. Presionaba un trapo contra la cabeza.
– Es una herida en el cuero cabelludo que sangra que no veas, pero no pasa nada -dijo Mikael antes de que a ella le diera tiempo a abrir la boca.
Lisbeth se volvió y fue a buscar el botiquín a la despensa. Sólo contenía dos cajas de tiritas, una barrita para las picaduras de mosquito y un pequeño rollo de cinta adhesiva quirúrgica. Mikael se quitó la ropa y la dejó caer en el suelo; luego entró en el baño y se miró en el espejo.
La herida de la sien era un corte de unos tres centímetros de longitud tan profundo que Mikael pudo levantar un buen trozo de carne. Seguía sangrando y necesitaba unos puntos de sutura, pero pensó que probablemente se curaría con la cinta quirúrgica. Humedeció una toalla y se limpió la cara.
Apretó la toalla contra la sien mientras se metía bajo la ducha con los ojos cerrados. Luego golpeó con el puño los azulejos del baño con tanta fuerza que se desolló los nudillos. «Fuck you -pensó-. Te voy a coger.»
Cuando Lisbeth tocó su brazo él se retorció como si hubiera recibido una descarga eléctrica y le lanzó una mirada con tanta rabia que ella, instintivamente, dio un paso atrás. Lisbeth le entregó una pastilla de jabón y volvió a la cocina sin pronunciar palabra.
Después de ducharse, Mikael se puso tres capas de cinta quirúrgica. Entró en el dormitorio, se vistió con una camiseta y unos vaqueros limpios, y cogió la carpeta con las fotos impresas. Estaba tan enfadado que casi temblaba.
– Quédate aquí -le gritó a Lisbeth Salander.
Se dirigió a casa de Cecilia Vanger. Puso la mano en el timbre y la mantuvo durante minuto y medio hasta que ella abrió.
– No quiero verte -dijo.
Luego se fijó en su cara, en la sangre que ya empezaba a empaparle la cinta.
– ¿Qué te has hecho?
– Déjame pasar. Tenemos que hablar.
Ella dudó.
– No tenemos nada de que hablar.
– Ahora sí tenernos de que hablar y lo podemos hacer aquí, en la escalera o en la cocina.
La voz de Mikael sonó con tanto aplomo que Cecilia Vanger se apartó y lo dejó entrar. Con pasos decididos se dirigió a la cocina.
– ¿Qué te has hecho? -volvió a preguntar.
– Andas diciendo que mi búsqueda de la verdad sobre la desaparición de Harriet Vanger es una especie de absurdo pasatiempo terapéutico de Henrik. Es posible. Pero hace una hora alguien ha intentado volarme la cabeza de un tiro, y anoche alguien dejó una gata descuartizada encima de mi porche.
Cecilia Vanger abrió la boca, pero Mikael la interrumpió.
– Cecilia, me importan una mierda tus historias, tus traumas y por qué, de buenas a primeras, no me puedes ni ver. Jamás volveré a acercarme a ti y no tienes por qué temer que vaya a molestarte o perseguirte. Ahora mismo desearía no haber oído nunca hablar de ti ni de nadie más de la familia Vanger. Pero quiero que respondas a mis preguntas. Cuanto antes contestes, antes te librarás de mí.
– ¿Qué quieres saber?
– Uno: ¿dónde estabas hace una hora?
El rostro de Cecilia se ensombreció.
– En Hedestad. Volví hace media hora.
– ¿Hay alguien que pueda corroborarlo?
– No, que yo sepa. Pero tampoco tengo por qué justificarme ante ti.
– Dos: ¿por qué abriste la ventana del cuarto de Harriet Vanger el día de su desaparición?
– ¿Qué?
– Ya has oído la pregunta. Durante todos estos años Henrik ha intentado averiguar quién abrió esa ventana justo durante los minutos críticos en los que ella desapareció. Todo el mundo niega haberlo hecho. Alguien miente.
– ¿Y qué coño te hace creer que fui yo?
– Esto -le espetó Mikael, tirándole la borrosa foto sobre la mesa de la cocina.
Cecilia Vanger se acercó a la mesa y contempló la foto. Mikael creyó leer una mezcla de miedo y asombro en su rostro. Ella levantó la vista y lo miró. De repente Mikael sintió cómo un pequeño reguero de sangre corría por su mejilla y le goteaba sobre la camiseta.
– Aquel día había en la isla unas sesenta personas -dijo él-. Veintiocho eran mujeres. Cinco o seis tenían el pelo rubio y largo. Sólo una llevaba un vestido claro.
Ella miró fijamente la fotografía.
– ¿Y tú crees que esa persona soy yo?
– Si no eres tú, estoy muy ansioso por saber quién crees que es. Hasta ahora nadie conocía la existencia de esta foto. La tengo en mi poder desde hace semanas, intentando comentarla contigo. Probablemente soy un idiota, pero no se la he enseñado a Henrik ni a nadie porque me aterraba convertirte en sospechosa o hacerte daño. Pero necesito una respuesta.
– Y la tendrás.
Sostuvo la foto en alto y, acto seguido, se la devolvió.
– Aquel día no entré en el cuarto de Harriet. No soy yo. No tuve absolutamente nada que ver con su desaparición. -Se acercó a la puerta-. Ya tienes tu respuesta. Ahora quiero que te vayas. Creo que debes ir a un médico para que te mire la herida.
Lisbeth Salander lo llevó al hospital de Hedestad. Bastaron dos puntos de sutura y una buena tirita para cerrar la herida. Le recetaron una crema con cortisona para las erupciones que las ortigas le habían provocado en el cuello y las manos.
Tras abandonar el hospital, Mikael estuvo un largo rato dándole vueltas a si debía ir a la policía o no. De pronto se imaginó los titulares: «El periodista condenado por difamación, tiroteado». Sacudió la cabeza.
– Vamos a casa -le dijo a Lisbeth.
Cuando volvieron, en la isla de Hedeby ya reinaba la oscuridad, cosa que a Lisbeth Salander le venía muy bien. Puso una bolsa de deporte encima de la mesa.
– He cogido prestado un equipo de Milton Security y ya va siendo hora de usarlo. Prepara café mientras tanto.
Colocó cuatro detectores de movimiento alrededor de la casa y le explicó que si alguien se acercara a una distancia inferior a siete metros, una señal de radio activaría una pequeña alarma instalada en el dormitorio de Mikael. Al mismo tiempo, dos cámaras de vídeo fotosensibles, colocadas en unos árboles de delante y de detrás de la casa, empezarían a emitir señales a un ordenador portátil que había metido en el armario del recibidor. Camufló las cámaras con una tela oscura, de manera que sólo pudiera verse el objetivo.
Sobre la puerta de entrada instaló una tercera cámara en una casita para pájaros. Para introducir el cable taladró la pared. El objetivo miraba hacia la calle y al camino que iba desde la verja hasta la puerta. Cada segundo hacía una foto de baja resolución que se almacenaba en el disco duro de otro portátil, también instalado en el armario.
Luego colocó en el vestíbulo un felpudo sensible a la presión. Si alguien consiguiera sortear los detectores de movimiento y se introdujera en la casa, se pondría en marcha una sirena de 115 decibelios. Lisbeth le enseñó a Mikael cómo desconectar los detectores con una llave que había que introducir en una cajita colocada en el armario. También había cogido prestados unos prismáticos nocturnos que depositó encima de la mesa del cuarto de trabajo.
– No dejas nada al azar -dijo Mikael al servirle café.
– Otra cosa. Nada de salir a correr hasta que hayamos resuelto todo esto.
– Créeme: he perdido el interés por el ejercicio.
– No es una broma. Esto empezó siendo un misterio histórico, pero esta mañana había una gata muerta en la escalera del porche y esta noche han intentado volarte la cabeza de un tiro. Estamos pisándole los talones a alguien.
Cenaron fiambre y ensalada de patatas. De repente, Mikael se sintió hecho polvo y comenzó a notar un tremendo dolor de cabeza. No tenía fuerzas para hablar y se fue a la cama.
Lisbeth Salander se quedó despierta y continuó estudiando la investigación hasta las dos de la madrugada. La misión de Hedeby había tomado el cariz de algo complicado a la vez que amenazador.
Mikael se despertó a las seis de la mañana a causa del sol que se colaba a través de una rendija de las cortinas y le daba de lleno en la cara. Le dolía un poco la cabeza y sintió una punzada de dolor al tocar la cinta quirúrgica. A su lado, Lisbeth Salander dormía boca abajo con su brazo sobre él. Mikael contempló el dragón que se extendía diagonalmente por su espalda, desde el omoplato derecho hasta la nalga izquierda.
Le contó los tatuajes. Aparte del dragón y de una avispa en el cuello, tenía tatuado un brazalete alrededor de uno de los tobillos, otro alrededor del bíceps del brazo izquierdo, un signo chino en la cadera y una rosa en la pantorrilla. Excepto el dragón, se trataba de tatuajes pequeños y discretos.
Mikael salió con cuidado de la cama y corrió las cortinas. Fue al baño y luego volvió sigilosamente a la cama, intentando meterse bajo las sábanas sin despertarla.
Un par de horas más tarde desayunaron en el jardín. Lisbeth Salander miró a Mikael.
– Tenemos un misterio que resolver. ¿Cómo lo vamos a hacer?
– Reuniendo los datos que poseemos e intentando obtener más.
– Uno de los datos es que alguien cercano a nosotros va a por ti.
– La cuestión es ¿por qué? ¿Porque estamos a punto de resolver el misterio de Harriet o porque nos hemos topado con un asesino en serie que no ha sido todavía descubierto?
– Las dos cosas tienen que estar relacionadas.
Mikael asintió con la cabeza.
– Si Harriet consiguió averiguar que existía un asesino en serie, es que éste era alguien de su entorno. Si estudiamos la galería de personajes de los años sesenta, hay, por lo menos, una veintena de candidatos posibles. En la actualidad apenas si contamos con Harald Vanger, y me cuesta mucho creer que sea él, con casi noventa y cinco años de edad, quien vaya corriendo por el bosque con un rifle. No tendría fuerzas ni para levantar una escopeta de las de cazar alces. Todas las personas son o demasiado viejas para ser consideradas peligrosas hoy en día, o demasiado jóvenes para haber participado en los años cincuenta. Así que eso nos devuelve a la casilla de salida.
– A no ser que se trate de dos personas que trabajan juntas. Una mayor y otra más joven.
– Harald y Cecilia. No creo. Estoy convencido de que me dijo la verdad cuando me aseguró que no era ella la de la foto de la ventana.
– Entonces, ¿quién era?
Abrieron el iBook de Mikael y dedicaron la siguiente hora a examinar en detalle, una vez más, a todas las personas que se veían en las imágenes del accidente del puente.
– Me imagino que todos los del pueblo bajaron a ver la catástrofe. Era septiembre. La mayoría lleva cazadoras o jerséis. Sólo hay una persona con pelo rubio largo y un vestido claro.
– Se ve a Cecilia Vanger en muchas fotos. Parece andar de un lado para otro, entre las casas y la gente que mira el accidente. Aquí está hablando con Isabella. Aquí, al lado del pastor Falk. En esta otra con Greger Vanger, el hermano mediano.
– Espera -exclamó Mikael de pronto-. ¿Qué sostiene Greger en la mano?
– Algo cuadrado. Parece algún tipo de caja.
– Pero ¡si es una cámara Hasselblad! Él también tenía cámara.
Repasaron las fotos una vez más. Se veía a Greger en varias, pero a menudo estaba oculto. En una de ellas quedaba claro que llevaba una cajita cuadrada en la mano.
– Creo que tienes razón. Es una cámara.
– Lo que quiere decir que tenemos que salir a la caza de más fotos.
– Vale, pero ignorémoslas de momento -dijo Lisbeth Salander-. Déjame formular una hipótesis.
– Adelante.
– ¿Cómo te suena la idea de que alguien de la nueva generación sabe que una persona de la vieja era un asesino en serie y no quiere que eso salga a la luz? El honor de la familia y todo ese rollo. Significaría que hay dos personas implicadas, pero que no trabajan juntas. El asesino puede llevar muchos años muerto, mientras que nuestro atormentador sólo pretende que lo dejemos todo y nos vayamos a casa.
– Ya he pensado en eso -contestó Mikael-. Pero en tal caso, ¿por qué poner una gata descuartizada en la escalera de nuestra casa? Es una referencia directa a los anteriores asesinatos.
Mikael golpeteó la Biblia de Harriet.
– Otra parodia del rito del holocausto.
Lisbeth Salander se echó hacia atrás y, con aire pensativo, levantó la mirada hacia la iglesia mientras citaba la Biblia. Sonaba como si se hablara a sí misma:
– «Inmolará al novillo ante Yahveh; los hijos de Aarón, los sacerdotes, ofrecerán la sangre y la derramarán alrededor del altar situado a la entrada de la Tienda del Encuentro. Desollará después a la víctima y la descuartizará.»
Se calló y, de repente, advirtió que Mikael la estaba observando con un gesto tenso. Él buscó el inicio del Levítico.
– ¿Te sabes también el versículo 12?
Lisbeth permaneció callada.
– Luego, lo despedazará… -empezó diciendo Mikael mientras le hacía un gesto con la cabeza.
– «Luego, lo despedazará en porciones, y el sacerdote las dispondrá, con la cabeza y el sebo, encima de la leña colocada sobre el fuego del altar.»
La voz de Lisbeth sonó completamente gélida.
– ¿Y el versículo siguiente?
Ella se levantó.
– ¡Lisbeth, tienes memoria fotográfica! -exclamó Mikael, perplejo-. Por eso lees las páginas de los informes en diez segundos.
Su reacción fue casi explosiva. Le lanzó una mirada tan cargada de rabia que Mikael se quedó boquiabierto. Luego sus ojos se llenaron de desesperación; repentinamente, se dio la vuelta y se fue corriendo hacia la verja.
– ¡Lisbeth! -gritó Mikael, asombrado.
Ella desapareció camino arriba.
Mikael metió el ordenador de Lisbeth en la casa, conectó la alarma y cerró con llave la puerta de la calle antes de salir a buscarla. Veinte minutos más tarde, la encontró en un muelle del puerto, sentada con los pies metidos en el agua y fumando un cigarrillo. Ella lo oyó aproximarse y Mikael advirtió cómo los hombros de Lisbeth se tensaron. Se detuvo a dos metros de ella.
– No sé qué he hecho mal, pero no ha sido mi intención alterarte.
Ella no contestó.
Se acercó y se sentó a su lado, poniéndole cuidadosamente la mano sobre el hombro.
– Por favor, Lisbeth, dime algo.
Giró la cabeza y lo miró.
– No hay nada de qué hablar -dijo-. No soy más que una freak.
– Si yo tuviera la mitad de tu memoria, sería feliz.
Ella tiró la colilla al agua.
Mikael permaneció callado un largo rato. «¿Qué le puedo decir? Eres una chica completamente normal. ¿Qué más da si eres un poco diferente? ¿Qué imagen tienes de ti misma en realidad?»
– La primera vez que te vi ya me pareciste diferente -dijo él-. ¿Y sabes una cosa? Hacía mucho tiempo que nadie me caía tan bien desde el primer momento.
Unos niños salieron de una cabaña al otro lado del puerto y se tiraron al agua. Eugen Norman, el pintor al que Mikael seguía sin conocer, estaba sentado en una silla delante de su casa chupando una pipa y contemplando a Mikael y Lisbeth.
– Deseo ser tu amigo, si tú me dejas -dijo Mikael-. Pero eso lo tienes que decidir tú. Me voy a casa a preparar más café. Ven cuando te apetezca.
Se levantó y la dejó en paz. Sólo había subido la mitad de la cuesta cuando oyó los pasos de ella detrás. Regresaron juntos sin pronunciar palabra.
Al llegar a la casa, ella le detuvo.
– Estaba formulando una hipótesis… Comentábamos que todo parecía ser una parodia de la Biblia. Es cierto que se ha descuartizado a una gata, supongo que no resultaba fácil conseguir un buey, pero la esencia de la historia se sigue respetando. Me pregunto… -Levantó la vista hacia la iglesia-. «… ofrecerán la sangre y la derramarán alrededor del altar situado a la entrada de la Tienda del Encuentro…»
Cruzaron el puente y subieron a la iglesia para echar un vistazo. Mikael intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Dieron una vuelta por allí mirando las lápidas funerarias del cementerio y llegaron a la capilla situada más abajo, cerca del mar. De pronto, Mikael abrió los ojos de par en par. No se trataba de una capilla, sino de una cripta funeraria. Por encima de la puerta podía leerse el nombre Vanger inscrito en la piedra, más una cita en latín que no sabía qué significaba.
– Descansar hasta el fin de los tiempos -dijo Lisbeth Salander.
Mikael la miró. Ella se encogió de hombros.
– Es que he visto esa frase en algún sitio -dijo.
De pronto Mikael se echó a reír a carcajadas. Ella se puso tensa y al principio pareció enfadarse, pero luego se dio cuenta de que no se reía de ella, sino de lo cómico de la situación, y se relajó.
Mikael intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Meditó un rato y le dijo a Lisbeth que se sentara a esperarle. Mikael se acercó a la casa de Henrik Vanger para hablar con Anna Nygren y llamó a la puerta. Le explicó que quería echar un vistazo a la capilla funeraria de la familia Vanger y le preguntó dónde guardaba Henrik la llave. Anna dudó, pero accedió cuando Mikael le recordó que él trabajaba directamente para Henrik. Ella fue a buscar la llave a la mesa de trabajo de Henrik.
En cuanto abrieron supieron que llevaban razón. El hedor a cadáver quemado y a restos carbonizados flotaba pesadamente en el aire. Pero el torturador de gatas no había encendido ningún fuego; en un rincón había un soplete de esos que los esquiadores de fondo utilizan para encerar sus esquíes. Lisbeth sacó su cámara digital de un bolsillo de la falda vaquera e hizo unas fotos. Se llevó el soplete consigo.
– Podría ser una prueba. Quizá haya dejado huellas dactilares -dijo.
– Claro, podemos pedir a todos los miembros de la familia Vanger que nos dejen tomar sus huellas -respondió Mikael con sarcasmo-. Me encantaría verte intentando conseguir las de Isabella.
– Existen modos de hacerlo -contestó Lisbeth.
En el suelo había abundante sangre y una cizalla, usada supuestamente para degollar a la gata.
Mikael recorrió la estancia con la mirada. La tumba principal, situada en la parte superior, pertenecía a Alexandre Vangeersad, mientras que las cuatro del suelo contenían los restos de los primeros miembros de la familia. Al parecer, después los Vanger se pasaron a la cremación. En una treintena de nichos de la pared se leían los nombres de diversos miembros del clan. Mikael siguió la historia familiar por orden cronológico y se preguntó dónde enterrarían a los parientes que no cabían en la capilla, los que tal vez no fueran considerados lo suficientemente importantes.
– Entonces, ya lo sabemos -dijo Mikael al cruzar el puente-. Estamos persiguiendo a una persona completamente loca.
– ¿Qué quieres decir?
Mikael detuvo sus pasos en medio del puente y se apoyó contra la barandilla.
– Si se hubiese tratado de un chalado más, que simplemente nos quería asustar, se habría llevado la gata al garaje o incluso al bosque. Pero fue a la capilla funeraria de la familia. Actúa de manera compulsiva. Imagínate el riesgo que corrió. Es verano y la gente sale a pasear por la noche. El camino por el cementerio es un atajo entre el norte y el sur de Hedeby. Aunque el tipo cerrara la puerta, la gata debió de darle mucha guerra y aquí debió de oler a quemado.
– ¿El tipo?
– No me imagino a Cecilia Vanger rondando a escondidas por ahí, en mitad de la noche, con un soplete.
Lisbeth se encogió de hombros.
– No me fío de ninguna de esta gente, incluyendo a Frode y a tu Henrik. Es una familia perfectamente dispuesta a jugártela si se presenta la oportunidad. Bueno, ¿y qué hacemos ahora?
Permanecieron callados un rato. Luego Mikael tuvo que preguntar:
– He averiguado bastantes cosas sobre ti. ¿Cuántas personas saben que eres una hacker?
– Nadie.
– Nadie excepto yo, querrás decir.
– ¿Adonde quieres ir a parar?
– Quiero saber si hay confianza. Si te fías de mí.
Ella lo contempló durante un buen rato. Al final se volvió a encoger de hombros.
– No puedo hacer nada al respecto.
– ¿Te fías de mí? -insistió Mikael.
– De momento sí -contestó Lisbeth.
– Bien. Venga, vamos a hacerle una visita a Dirch Frode.
La mujer de Dirch Frode veía a Lisbeth Salander por primera vez. La observó con grandes ojos mientras le sonreía educadamente y les indicaba el camino al jardín trasero. A Frode se le iluminó la cara al ver a Lisbeth. Enseguida se levantó y les saludó con cortesía.
– Me alegro de verte -dijo-. Tengo remordimientos de conciencia por no haberte expresado suficientemente mi gratitud por los excelentes servicios que nos has prestado. Tanto el invierno pasado como ahora.
Lisbeth lo miró airada y sospechosamente.
– Bueno, ya me habéis pagado.
– No se trata de eso. Te juzgué mal cuando te conocí. Te pido disculpas.
Mikael se sorprendió. Dirch Frode era capaz de pedir disculpas a una chica de veinticinco años llena de piercings y tatuajes cuando, en realidad, no había motivo alguno para hacerlo. De pronto, el abogado escaló un par de posiciones en la consideración de Mikael. Lisbeth Salander le ignoró.
Frode se dirigió a Mikael.
– ¿Qué te has hecho en la frente?
Se sentaron. Mikael resumió el desarrollo de los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas. Al contarle cómo alguien le había disparado tres tiros en los alrededores de La Fortificación, Frode se levantó de un salto. Su indignación parecía sincera.
– Esto es una auténtica locura -soltó, haciendo una pausa y mirando fijamente a Mikael-. Lo siento mucho, pero esto tiene que acabar. No puedo poner en riesgo vuestras vidas. Voy a hablar con Henrik para rescindir el contrato.
– Siéntate -dijo Mikael.
– No lo comprendes…
– Lo único que comprendo es que Lisbeth y yo nos hemos acercado tanto a la verdad que la persona que está detrás de todo esto actúa de manera irracional, presa del pánico. Queríamos hacerte algunas preguntas. Primero: ¿quién tiene llave de la capilla funeraria de la familia y cuántas copias hay?
Frode meditó la respuesta.
– La verdad es que no lo sé. Me imagino que varios miembros de la familia tienen acceso a la capilla. Sé que Henrik tiene una llave y que Isabella suele ir allí a veces, pero no sé si ella tiene su propia lläve o si se la presta Henrik.
– Vale. Sigues formando parte de la junta directiva del Grupo Vanger. ¿Existe algún archivo de la empresa? ¿Una biblioteca o algo parecido, donde archiven los recortes de prensa e información de la empresa a lo largo de la historia?
– Sí, lo hay. En las oficinas principales de Hedestad.
– Necesitamos acceder a él. ¿También hay viejas revistas de ámbito interno y ese tipo de publicaciones?
– Me temo que me veo obligado a repetir que no lo sé. Llevo por lo menos treinta años sin ir al archivo. Debes hablar con una mujer que se llama Bodil Lindgren, que es la responsable de la conservación de todos los papeles del Grupo.
– ¿Podrías llamarla y pedirle que reciba a Lisbeth en el archivo esta misma tarde? Quiere leer todos los viejos recortes de prensa acerca del Grupo Vanger. Es extraordinariamente importante que tenga acceso a todo lo que pueda ser de interés.
– No creo que eso suponga un problema. ¿Algo más?
– Sí. Greger Vanger llevaba una cámara Hasselblad en la mano el día que ocurrió el accidente. Significa que también él podría haber hecho fotos. ¿Dónde podrían haber acabado esas fotos después de su muerte?
– Es difícil de decir, pero supongo que estarán en manos de su viuda o de su hijo.
– ¿Podrías…?
– Llamaré a Alexander y se lo preguntaré.
– ¿Qué quieres que busque? -preguntó Lisbeth Salander mientras cruzaban el puente de regreso a la isla, tras despedirse de Frode.
– Recortes de prensa, revistas y boletines informativos para los empleados de la empresa. Quiero que repases todo lo que puedas encontrar en relación con las fechas en las que se cometieron los crímenes en los años cincuenta y sesenta. Apunta todo lo que te llame la atención o te parezca mínimamente curioso. Creo que es mejor que tú te dediques a eso; es que tu memoria…
Ella le dio un puñetazo en un costado. Cinco minutos más tarde, volvió a cruzar el puente en su moto ligera.
Mikael estrechó la mano de Alexander Vanger. Durante la mayor parte del tiempo que Mikael llevaba en Hedeby, Alexander había estado fuera y Mikael sólo se había cruzado con él muy rápidamente. «Tenía veinte años cuando Harriet desapareció.»
– Dirch Frode me dijo que querías ver viejas fotos.
– Tu padre tenía una cámara Hasselblad.
– Sí, es cierto. Todavía la conservamos, pero nadie la usa.
– ¿Sabes que estoy investigando lo que le ocurrió a Harriet por encargo de Henrik?
– Tengo entendido que así es. Y hay muchas personas que no están precisamente contentas con ese tema.
– Es posible. Naturalmente, no estás obligado a enseñarme nada.
– Bah… ¿Qué es lo que quieres ver?
– Si tu padre hizo algunas fotos el día en que Harriet desapareció.
Subieron al desván. Alexander tardó unos minuto: en conseguir localizar una caja de cartón con una gran cantidad de fotografías sin ordenar.
– Llévatela -dijo-. Si hay algo, estará ahí.
Mikael dedicó una hora a ordenar las fotos de Greger Vanger. Como ilustraciones para la crónica de la familia, la caja contenía verdaderas joyas, entre ellas numerosas imágenes de Greger Vanger en compañía de gran líder nazi sueco de los años cuarenta Sven Olo Lindholm. Mikael las dejó a un lado.
Encontró varios sobres con fotos que, evidentemente, fueron hechas por el propio Greger Vanger. Instantáneas de diferentes personas y encuentros familiares, así como típicas fotos de vacaciones: unas pescando en la montaña y otras durante un viaje a Italia con la familia, donde visitaron, entre otros lugares, la torre inclinada de Pisa.
Unos segundos después encontró cuatro fotos del accidente del puente. A pesar de poseer una cámara sumamente profesional, Greger era un fotógrafo pésimo. Las imágenes o se centraban en el camión cisterna propiamente dicho, o representaban a personas vistas desde atrás. Encontró una sola foto donde se veía, casi de perfil, a Cecilia Vanger.
Mikael las escaneó, aunque sabía de antemano que no iban a aportar nada nuevo. Volvió a meterlas en la caja y se comió un sándwich mientras reflexionaba. A eso de las tres, subió a ver a Anna Nygren.
– Me pregunto si Henrik tiene más álbumes de fotos que los que forman parte de su investigación sobre Harriet.
– Bueno, Henrik siempre ha demostrado mucho interés por la fotografía, desde joven, según he oído. Guarda muchos álbumes arriba, en su despacho.
– ¿Me los podría enseñar?
Anna Nygren dudó. Una cosa era dejarle la llave de la capilla funeraria -al fin y al cabo, allí mandaba Dios- y otra completamente diferente era permitirle entrar en el despacho de Henrik Vanger. Porque allí mandaba alguien que estaba por encima de Dios. Mikael le propuso que llamara a Dirch Frode. Al final, no sin cierta desgana, accedió. En el estante inferior, aproximadamente un metro de la biblioteca estaba ocupado por carpetas llenas de fotografías. Mikael se sentó a la mesa de trabajo de Henrik y abrió el primer álbum.
Henrik Vanger había guardado todo tipo de fotos familiares. Evidentemente, muchas databan de una épocan anterior a él. Algunas de las más antiguas eran de la década de 1870 y representaban a hombres de semblante serio y mujeres encorsetadas. Había fotos de los padres de Henrik y de otros parientes. En una se veía cómo el padre de Henrik celebraba en Sandhamn la fiesta de Midsommar con unos buenos amigos en 1906. Otra foto del mismo pueblo representaba a Fredrik Vanger y a su mujer Ulrika junto a Anders Zorn y Albert Engström, sentados a una mesa con botellas abiertas. Encontró a un Henrik Vanger adolescente y trajeado montando en bici. Otras fotos mostraban a empleados en fábricas y despachos. Vio al capitán Oskar Granath, el que llevó a Henrik y a su amada Edith Lobach hasta Karlskrona y los puso a salvo en plena guerra mundial.
Anna le subió una taza de café. Él le dio las gracias. Llegó a la época moderna y pasó unas páginas con fotos de Henrik Vanger en la flor de la vida, inaugurando fábricas o estrechando la mano al primer ministro Tage Erlander. Una foto de principios de los años sesenta mostraba a Henrik en compañía de Marcus Wallenberg. Los dos capitalistas se miraban con gesto adusto; resultaba obvio que no había mucha cordialidad entre ellos.
Siguió pasando las páginas del álbum; de pronto, se detuvo en una hoja donde Henrik, a lápiz, había escrito «Consejo de familia de 1966». Dos fotos en color mostraban a unos señores hablando y fumando puros. Mikael reconoció a Henrik, Harald, Greger y varios hombres casados con mujeres de la rama familiar de Johan Vanger. Otras dos fotografías correspondían a la cena: unas cuarenta personas, hombres y mujeres, miraban a la cámara sentadas a la mesa. Mikael advirtió que fueron hechas después de la catástrofe del puente, pero antes de que alguien se percatara de que Harriet había desaparecido. Estudió las caras. Esta era la cena en la que ella debería haber participado. ¿Alguien sabía ya que Harriet no estaba? Las fotos no ofrecían respuesta alguna.
De repente, a Mikael se le atragantó el café. Tosió y se incorporó en la silla bruscamente.
Al fondo, en uno de los extremos laterales de la mesa, descubrió a Cecilia Vanger, con su vestido claro, sonriendo a la cámara. A su lado, otra mujer rubia de pelo largo y un vestido idéntico. Se parecían tanto que podrían haber sido gemelas. Y automáticamente la pieza del rompecabezas encajó. No fue Cecilia Vanger la que estuvo en la ventana de Harriet, sino su hermana Anita, dos años menor, la que ahora vivía en Londres.
¿Qué era lo que había dicho Lisbeth? «Se ve a Cecilia Vanger en muchas fotos. Parece andar de un lado para otro entre diferentes grupos de gente.» En absoluto. Eran dos personas distintas y, por pura casualidad, nunca habían coincidido en la misma foto. En todas aquellas fotos en blanco y negro hechas a distancia, parecían idénticas. Probablemente, Henrik siempre diferenció a las hermanas, pero Mikael y Lisbeth dieron por hecho que se trataba de la misma persona. Nadie les aclaró el malentendido, ya que nunca se les ocurrió preguntar nada al respecto.
Mikael pasó la hoja y sintió cómo se le ponía el vello de punta, como si un soplo de aire frío hubiese pasado por la habitación.
Eran fotos del día siguiente, cuando se inició la búsqueda de Harriet. Un joven inspector Gustaf Morell daba instrucciones a una pareja de uniformados agentes y a una decena de hombres con botas, dispuestos a iniciar la búsqueda. Henrik Vanger llevaba un impermeable que le llegaba hasta las rodillas y un sombrero inglés de ala corta.
En el extremo izquierdo de la foto se hallaba un hombre joven, algo regordete y con una media melena rubia. Llevaba una cazadora con una franja roja a la altura de los hombros. La foto era nítida. Mikael lo reconoció enseguida, pero, por si acaso, extrajo la foto y bajó a preguntarle a Anna Nygren si lo reconocía.
– Sí, claro; ése es Martin. Ahí tendría unos dieciocho años.
Lisbeth Salander repasó año tras año los recortes de prensa sobre el Grupo Vanger. Empezó en 1949 y continuó en orden cronológico. El problema era que se trataba de un archivo gigantesco. Durante el período en cuestión, el Grupo aparecía en los medios prácticamente a diario, no sólo en la prensa nacional, sino, sobre todo, en la local. Se hablaba de análisis económicos, sindicatos, negociaciones y amenazas de huelga, inauguraciones y cierres de fábricas, balances anuales, sustituciones de directores, introducción de nuevos productos… una avalancha de noticias. Clic. Clic. Clic. El cerebro de Lisbeth trabajaba a pleno rendimiento, concentrado en esos viejos y amarillentos recortes, asimilando toda la información.
Al cabo de un par de horas tuvo una idea. Se dirigió a Bodil Lindgren, la jefa del archivo, y le preguntó si existía alguna lista de los lugares en los que el Grupo Vanger tenía fábricas o empresas durante los años cincuenta y sesenta.
Bodil Lindgren observó a Lisbeth Salander con desconfianza y una manifiesta frialdad. No le gustaba nada que una completa desconocida tuviera acceso a lo más sagrado de los archivos del Grupo para mirar los papeles que le diera la gana. Y para más inri, una chávala que parecía una loca anarquista de quince años. Pero Dirch Frode le había dado instrucciones que no se prestaban a interpretaciones erróneas. Lisbeth Salander podía mirar todos los documentos que quisiera. Y era urgente. Bodil Lindgren tuvo que ir a buscar los informes anuales de los años solicitados por Lisbeth; cada informe contenía un mapa de Suecia marcado con los lugares en los que el Grupo estuvo presente.
Lisbeth echó un vistazo a los mapas y constató que el Grupo contaba con muchas fábricas, oficinas y puntos de venta. Advirtió que en todos los sitios donde se había cometido un asesinato también aparecía un punto rojo, a veces varios, indicando la presencia del Grupo Vanger.
El primer vínculo databa de 1957. Rakel Lunde, de Landskrona, fue encontrada muerta el día después de que la empresa Construcciones V &C llevara a buen puerto un gran encargo de muchos millones de coronas para construir un nuevo centro comercial en la ciudad. V &C eran las iniciales de Vanger y Carien, una de las empresas del Grupo. El periódico local había entrevistado a Gottfried Vanger, quien acudió a la ciudad para firmar el contrato.
Lisbeth se acordó de algo que leyó en la vieja investigación policial del archivo provincial de Landskrona. Rakel Lunde, pitonisa en su tiempo libre, trabajaba como señora de la limpieza. En Construcciones V &C.
A las siete de la tarde Mikael ya había llamado a Lisbeth una docena de veces, constatando, otras tantas, que tenía el móvil apagado. No quería que la interrumpieran mientras indagaba en el archivo.
Andaba inquieto, de un lado para otro de la casa. Había sacado los apuntes de Henrik sobre lo que hacía Martin Vanger cuando Harriet desapareció.
En 1966 Martin Vanger cursaba su último año de instituto en Uppsala. «Uppsala. Lena Andersson, diecisiete años, estudiante en el instituto. La cabeza separada del sebo.»
Henrik lo había mencionado en alguna ocasión, pero Mikael tuvo que consultar sus apuntes para encontrar el pasaje. Martin había sido un chico introvertido. Estuvieron preocupados por él. Tras morir ahogado su padre, Isabella decidió enviarlo a Uppsala para que cambiara de ambiente; allí se instaló en casa de Harald Vanger. «¿Harald y Martin?» No pegaban.
Martin Vanger no cabía en el coche de Harald para ir a la reunión familiar de Hedestad. Encima, perdió el tren y no apareció hasta bien entrada la tarde. Por consiguiente, pertenecía al grupo de los que se quedaron aislados al otro lado del puente. No llegó a la isla hasta las seis de la tarde, en barco, y fue recibido por el propio Henrik Vanger, entre otros. Por esa razón, Henrik había colocado a Martin muy abajo en la lista de personas presuntamente implicadas en la desaparición de Harriet.
Martin Vanger sostenía que aquel día no vio a Harriet. Mentía. Había llegado a Hedestad por la mañana y se había encontrado cara a cara con su hermana, en Järnvägsgatan. Mikael podía demostrar la mentira con fotografías que habían permanecido enterradas durante casi cuarenta años.
Harriet Vanger descubrió a su hermano y fue un shock para ella. Regresó a la isla de Hedeby para intentar hablar con Henrik Vanger, pero desapareció antes de que esa conversación tuviera lugar. «¿Qué pensabas contar? ¿Lo de Uppsala? Pero Lena Andersson, de Uppsala, no estaba en tu lista. No lo sabías.»
Las otras piezas del rompecabezas seguían sin encajar. Harriet desapareció hacia las tres. Estaba demostrado que a esa hora Martin se encontraba al otro lado del puente. Se le veía en las fotografías de la colina de la iglesia. Resultaba imposible que llegara hasta la isla para hacer daño a Harriet Vanger. Todavía faltaba otra pieza del rompecabezas. «¿Un cómplice? ¿Anita Vanger?»
Gracias a los archivos, Lisbeth pudo constatar que la posición de Gottfried Vanger dentro del Grupo había cambiado a lo largo de los años. Nació en 1927. A la edad de veinte años, conoció a Isabella Vanger y pronto la dejó embarazada. Martin Vanger nació en 1948; ya no cabía duda de que los jóvenes se tenían que casar.
A los veintidós años, Henrik Vanger le ofreció un puesto en la oficina principal del Grupo Vanger. Resultaba obvio que Gottfried era inteligente; quizá lo viera como el futuro delfín. Con veinticinco ya se había asegurado un puesto en la junta directiva, como jefe adjunto del departamento de desarrollo. Una estrella en ascenso.
En un momento dado, a mediados de los años cincuenta, su carrera se estancó. «Bebía. El matrimonio con Isabella estaba en las últimas. Los niños, Harriet y Martin, lo pasaron mal.» Hasta que Henrik dijo basta. La carrera profesional de Gottfried había llegado a su punto culminante. En 1956 se creó otro puesto como jefe adjunto del departamento de desarrollo. Dos jefes adjuntos: uno que hacía el trabajo mientras el otro, Gottfried, empinaba el codo y se ausentaba durante largos períodos de tiempo.
Pero Gottfried seguía siendo un Vanger; además, era encantador y tenía don de palabra. A partir de 1957, su misión parecía haber consistido en viajar por todo el país para inaugurar fábricas, resolver conflictos locales y difundir la imagen de que la dirección del Grupo se preocupaba realmente por los suyos. «Enviamos a uno de nuestros hijos para escuchar sus problemas. Les tomamos en serio.»
El segundo vínculo lo encontró a las seis y media de la tarde. Gottfried Vanger había participado en una negociación en Karlstad, donde el Grupo Vanger había comprado una empresa local de madera. Al día siguiente, la granjera Magda Lovisa Sjöberg fue encontrada muerta.
El tercer vínculo lo halló tan sólo quince minutos después. Uddevalla, 1962. El mismo día en que desapareció Lea Persson, el periódico local había entrevistado a Gottfried Vanger sobre una posible ampliación del puerto.
A las siete, cuando Bodil Lindgren quiso cerrar e irse a casa, Lisbeth Salander le espetó que todavía no había terminado. Que se fuera ella; no le importaba. Bastaba con que le dejara una llave para poder cerrar. A esas alturas, a la jefa del archivo le molestaba tanto que la joven le diera órdenes de esa manera que llamó a Dirch Frode para pedirle instrucciones. Frode decidió en el acto que Lisbeth podía quedarse toda la noche si quería. ¿Podría la señora Lindgren tener la amabilidad de comunicárselo al vigilante de la oficina para que la dejaran salir cuando quisiera irse?
Tres horas más tarde, Lisbeth Salander pudo constatar que Gottfried Vanger estuvo presente en el escenario de, al menos, cinco de los ocho asesinatos los días inmediatamente anteriores o posteriores a los crímenes. No tenía, sin embargo, ninguna información sobre los de 1949 y 1954. Estudió una foto de Gottfried de un recorte de prensa. Un hombre delgado y guapo con el pelo castaño, parecido a Clark Gable en Lo que el viento se llevó.
«En 1949, Gottfried tenía veintidós años. El primer asesinato ocurrió en su tierra. En Hedestad. Rebecka Jacobsson, oficinista del Grupo Vanger. ¿Dónde la conociste? ¿Qué le prometiste?»
Lisbeth Salander se mordió el labio inferior. Obviamente, el problema era que Gottfried Vanger se había ahogado, borracho, en 1965, mientras que el último asesinato se cometió en Uppsala en febrero de 1966. Se preguntaba si no se habría equivocado al introducir el nombre de Lena Andersson, la estudiante de diecisiete años, en la lista. «No. No se trataba exactamente del mismo modus operandi, pero sí de la misma parodia de la Biblia. Tiene que estar relacionado.»
A las nueve ya había empezado a oscurecer. Hacía más frío y lloviznaba. Mikael estaba sentado junto a la mesa de la cocina tamborileando con los dedos cuando el Volvo de Martin Vanger pasó por el puente y desapareció en dirección a la punta de la isla. Fue eso, en cierta medida, lo que condujo el asunto hasta sus últimas consecuencias.
Mikael no sabía qué hacer. Todo su cuerpo ardía en deseos de hacerle preguntas, de enfrentarse a él. No se trataba de una actitud muy inteligente si sospechaba que Martin Vanger era un asesino loco, autor del crimen de su hermana y de una chica de Uppsala, y que, además, había intentado matarle a tiros. Pero Martin Vanger le atraía como un imán. E ignoraba lo que Mikael sabía, así que podía acercarse a verle con el pretexto de… bueno, por ejemplo, ¿para devolverle la llave de la casita de Gottfried? Mikael cerró la puerta con llave y se fue paseando lentamente hacia la punta.
Como ya era habitual, la casa de Harald Vanger estaba a oscuras. La de Henrik Vanger tenía todas las luces apagadas, excepto la de una habitación que daba al patio. Anna ya se había acostado. En la casa de Isabella también reinaba la oscuridad. Cecilia no estaba. Había luz en la planta superior de la casa de Alexander Vanger, pero no en las dos casas habitadas por personas que no pertenecían a la familia Vanger. No se veía ni un alma.
Indeciso, se detuvo ante la casa de Martin Vanger, sacó el móvil y marcó el número de Lisbeth Salander. Seguía sin contestar. Apagó el teléfono para que no sonara.
Había luz en la planta baja. Mikael cruzó el césped y se paró a unos pocos metros de la ventana de la cocina, pero no percibió ningún movimiento. Continuó rodeando la casa deteniéndose en cada ventana sin ver a Martin Vanger. En cambio, descubrió que la puerta lateral del garaje estaba entreabierta. «No seas idiota.» Pero no pudo resistir la tentación de echar un rápido vistazo.
Lo primero que apreció, encima de un banco de carpintería, fue una cajita abierta con munición de escopeta para cazar alces. Luego, justo debajo, vio dos bidones de gasolina. «¿Preparándote para hacer otra visita nocturna, Martin?»
– Entra, Mikael. Te he visto en el camino.
El corazón de Mikael se paró. Volvió la cabeza lentamente y vio a Martin Vanger en la penumbra, junto a la puerta que llevaba al interior de la casa.
– No puedes evitar meter tus narices donde no te llaman, ¿a que no?
La voz resultó tranquila, casi amable.
– Hola, Martin -contestó Mikael.
– Entra -repitió Martin Vanger-. Por aquí.
Dio un paso hacia delante y otro a un lado, y le hizo un gesto con la mano izquierda invitándole a entrar. Levantó la mano derecha y Mikael descubrió el apagado reflejo de un metal.
– Llevo una Glock en la mano. No hagas ninguna tontería. A esta distancia no fallaría.
Mikael se acercó despacio. Al llegar donde estaba Martin Vanger se detuvo y le miró a los ojos.
– Tenía que venir. Hay muchas preguntas.
– Lo entiendo. Por esta puerta.
Mikael entró lentamente en la casa. El pasadizo conducía a la cocina, pero, antes de llegar, Martin Vanger le detuvo poniéndole ligeramente una mano en el hombro.
– No, hasta la cocina no. A la derecha, allí. Abre la puerta lateral.
El sótano. Cuando Mikael había bajado ya la mitad de la escalera, Martin Vanger accionó un interruptor y se encendieron varias luces. A la derecha estaba el cuarto de la caldera. Desde enfrente le vino un olor a detergente. Martin Vanger lo guió por la izquierda, hasta un trastero con muebles viejos y cajas. Al fondo, otra puerta. Una puerta blindada de acero con cerradura de seguridad.
– Es aquí -dijo Martin Vanger mientras le lanzaba un juego de llaves-. Abre.
Mikael abrió la puerta.
– Hay un interruptor a la izquierda.
Mikael acababa de abrir la puerta del infierno.
A eso de las nueve, Lisbeth se fue a por un café y un sándwich de la máquina del pasillo. Seguía hojeando viejos papeles buscando algún rastro de Gottfried Vanger en Kalmar en 1954. Sin éxito.
Pensó en llamar a Mikael, pero decidió repasar también los boletines informativos antes de retirarse.
La habitación medía aproximadamente cinco por diez metros. Mikael supuso que, geográficamente, se extendía bajo el lado norte del chalé.
Martin Vanger había decorado su cámara de tortura privada con esmero. A la izquierda, cadenas, argollas metálicas en el techo y el suelo, una mesa con cuerdas de cuero para atar a sus víctimas. Y un equipo de vídeo. Un estudio de rodaje. Al fondo había una jaula de acero en la que podía encerrar a sus invitados durante mucho tiempo. A la derecha de la puerta, una cama y un rincón para ver la televisión. Sobre una estantería, Mikael pudo ver numerosas películas de vídeo.
En cuanto entraron en la habitación, Martin Vanger apuntó con la pistola a Mikael y le ordenó que se tumbara boca abajo en el suelo. Mikael se negó.
– Vale -dijo Martin Vanger-. Entonces, te pegaré un tiro en la rodilla.
Apuntó. Mikael cedió. No tenía elección.
Había esperado a que Martin bajara la guardia durante una décima de segundo; sabía que ganaría una pelea contra él. Se le presentó una pequeña oportunidad en el pasadizo de arriba, cuando Martin le puso una mano en el hombro, pero en ese preciso momento dudó. Luego Martin no se había vuelto a acercar. Sin rodilla estaría perdido. Se tumbó en el suelo.
Martin se aproximó por detrás y le dijo que pusiera las manos en la espalda. Se las esposó. Luego le pegó una patada en la entrepierna, seguida de una buena tunda de violentos puñetazos.
Lo que ocurrió después parecía una pesadilla. Martin Vanger oscilaba entre la racionalidad y la enfermedad mental. Por momentos, en apariencia, estaba tranquilo. Acto seguido caminaba de un lado para otro del sótano como una fiera enjaulada. Pateó a Mikael repetidas veces. Mikael no pudo hacer otra cosa que intentar protegerse la cabeza y encajar los golpes en las partes blandas del cuerpo. Al cabo de unos minutos, el cuerpo de Mikael presentaba un buen número de dolorosas heridas.
Durante la primera media hora, Martin no pronunció ni una palabra y resultó imposible comunicarse con él. Luego pareció tranquilizarse. Fue a por una cadena, se la puso a Mikael alrededor del cuello y la cerró con llave en torno a una argolla del suelo. Le dejó solo durante aproximadamente un cuarto de hora. Al volver, traía una botella de agua mineral de un litro. Se sentó en una silla observando a Mikael mientras bebía.
– ¿Me das un poco de agua? -preguntó Mikael.
Martin Vanger se inclinó hacia delante y le dejó beber generosamente de la botella. Mikael tragó con avidez.
– Gracias.
– Siempre tan educado, Kalle Blomkvist.
– ¿A qué han venido esas patadas? -preguntó Mikael.
– Es que me cabreas mucho. Mereces ser castigado. ¿Por qué no volviste a casa? Te necesitaban en Millennium. Yo lo decía en serio: la habríamos convertido en una gran revista. Podríamos haber colaborado durante muchos años.
Mikael hizo una mueca mientras intentaba poner el cuerpo en una posición más cómoda. Estaba indefenso. Lo único que le quedaba era su voz.
– Supongo que quieres decir que ya he perdido esa oportunidad -dijo Mikael.
Martin Vanger se rió.
– Lo siento, Mikael. Pero creo que sabes perfectamente que vas a morir aquí abajo.
Mikael asintió con la cabeza.
– ¿Cómo diablos me habéis descubierto, tú y esa fantasma anoréxica a la que has metido en todo esto?
– Mentiste sobre lo que hiciste el día en que desapareció Harriet. Puedo probar que estabas en Hedestad en el desfile del Día del Niño. Te sacaron una foto allí, mirando a Harriet.
– ¿Fue eso lo que te llevó a Norsjö?
– Sí, para buscar la foto. La hizo una pareja que se encontraba en Hedestad por pura casualidad. Sólo realizaron una parada en el camino.
Martin Vanger negaba con la cabeza.
– No me lo puedo creer -dijo.
Mikael pensó frenéticamente en qué decir para intentar, por lo menos, aplazar su ejecución.
– ¿Dónde está la foto ahora?
– ¿El negativo? En mi caja de seguridad en Handelsbanken, aquí en Hedestad… ¿No sabías que tenía una caja de seguridad en el banco? -dijo Mikael, mintiendo desenfadadamente-. Las copias están un poco por todas partes. Tanto en mi ordenador y en el de Lisbeth, como en el servidor de fotos de Millennium y el de Milton Security, donde trabaja Lisbeth.
Martin Vanger lo escuchaba intentando adivinar si Mikael se estaba marcando un farol o no.
– ¿Cuánto sabe Salander de todo esto?
Mikael dudó. De momento, Lisbeth Salander constituía su única esperanza de salvación. ¿Qué haría ella cuando llegara a casa y descubriera que había desaparecido? Sobre la mesa de la cocina Mikael había dejado la foto de Martin Vanger vestido con el abrigo de plumas de la franja roja. ¿Establecería Lisbeth la conexión? ¿Daría la alarma? «Ella no pertenece a ese tipo de personas que acuden a la policía.» La pesadilla sería que le diera por acercarse a casa de Martin Vanger, llamar a la puerta y exigir que le dijera dónde estaba Mikael.
– Contesta -insistió Martin Vanger con voz gélida.
– Estoy pensando. Lisbeth sabe más o menos lo mismo que yo, quizá, incluso, un poco más. Yo diría que sabe más. Es lista. Fue ella quien te relacionó con Lena Andersson.
– ¿Lena Andersson? -Martin Vanger se quedó perplejo.
– La chica de diecisiete años de Uppsala a la que torturaste hasta la muerte, en febrero de 1966. No me digas que se te ha olvidado.
La mirada de Martin Vanger se aclaró. Por primera vez pareció un poco alterado. No sabía que nadie hubiese hecho esa conexión: Lena Andersson no figuraba en la agenda de Harriet.
– Martin -dijo Mikael con la voz más firme que fue capaz de sacar-. Martin, se acabó. Puede que me mates, pero se acabó. Hay demasiada gente que lo sabe y esta vez te van a coger.
Martin Vanger se puso de pie rápidamente y empezó a deambular de nuevo por la habitación. De repente golpeó la pared con el puño. «Tengo que recordar que es irracional. La gata. Podría haberla bajado hasta aquí, pero la llevó a la capilla funeraria. No actúa de manera racional.» Martin Vanger se detuvo.
– Creo que mientes. Sólo tú y Lisbeth Salander sabéis algo. No habéis hablado con nadie si no, la policía ya estaría aquí. Un buen incendio en la casita de invitados y las pruebas desaparecerán.
– ¿Y si te equivocas?
De repente Martin sonrió.
– Si me equivoco, realmente todo habrá acabado. Pero no creo. Apuesto a que te estás marcando un farol. ¿Qué puedo hacer? -dijo, y se quedó callado reflexionando-. Esa maldita puta es el eslabón débil. Tengo que encontrarla.
– Se fue a Estocolmo a la hora de comer.
Martin Vanger se rió.
– ¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué ha pasado toda la tarde en el archivo del Grupo Vanger?
El corazón de Mikael dio un vuelco. «Lo sabía. Lo ha sabido todo el tiempo.»
– Cierto. Iba a pasar por el archivo antes de salir para Estocolmo -contestó Mikael con todo el sosiego que fue capaz de reunir-. No sabía que se fuera a quedar tanto tiempo.
– Déjalo ya. La jefa del archivo me comunicó que Dirch Frode le había dado orden de dejarla todo el tiempo que quisiera. Eso significa que volverá esta noche. El vigilante me va a llamar en cuanto abandone el archivo.