EPÍLOGO. Informe anual Jueves, 27 de noviembre – Martes, 30 de diciembre

El número temático de Millennium sobre Hans-Erik Wennerström comprendía no menos de cuarenta y seis páginas y estalló como una auténtica bomba de relojería la última semana de noviembre. El texto principal lo firmaban, conjuntamente, Mikael Blomkvist y Erika Berger. Durante las primeras horas, los medios de comunicación no supieron cómo manejar el scoop; el año anterior, un texto similar provocó que Mikael Blomkvist fuera condenado a prisión por difamación y que, aparentemente, se le despidiera de la revista Millennium. Por lo tanto, su credibilidad se consideraba relativamente baja. Ahora, Millennium volvía con una historia que, escrita por el mismo periodista, contenía afirmaciones mucho más graves que el texto por el que había sido condenado. Parte del contenido resultaba tan absurdo que desafiaba al sentido común. Los medios de comunicación suecos aguardaban desconfiados.

Pero, por la tarde, «la de TV4» abrió las noticias con un resumen de once minutos sobre los principales puntos de la acusación de Blomkvist. Un par de días antes, Erika Berger había almorzado con ella y le había adelantado en exclusiva la información.

El contundente enfoque realizado por TV4 eclipsó las noticias de los canales públicos, que no se subieron al tren hasta la emisión del telediario de las nueve. Entonces, también la agencia TT emitió un primer comunicado con un prudente titular: «Periodista condenado acusa de serios delitos a financiero». El texto era un breve refrito del reportaje televisivo, pero el mero hecho de que la agencia TT sacara el tema desencadenó una febril actividad en el conservador periódico matutino y en una docena de grandes periódicos provinciales, al cambiar apresuradamente la primera página antes de que la imprenta se pusiera en marcha. Hasta ese momento, los periódicos habían decidido ignorar, aunque a medias, las afirmaciones de Millennium. Anteriormente, esa misma tarde, el periódico matutino liberal había comentado el scoop de Millennium en un editorial, escrito por el redactor jefe en persona. Luego, cuando el telediario de TV4 comenzó, éste ya se había marchado a una cena durante la cual despachó las insistentes llamadas de su secretario de redacción -que opinaba que «podría haber algo» en las afirmaciones de Blomkvist- con unas palabras que más tarde se convertirían en clásicas: «Chorradas; nuestros reporteros de economía lo habrían descubierto hace mucho tiempo». Por consiguiente, el editorial del liberal redactor jefe constituía la única voz mediática del país que destrozaba completamente el reportaje de Millennium. El redactor jefe empleó expresiones como «persecución personal» y «periodismo basura delictivo», al tiempo que exigía «medidas legales para esas personas que lanzaban acusaciones contra honrados ciudadanos». El redactor jefe no haría ninguna aportación más al debate que se generó a continuación.

Esa noche la redacción de Millennium estaba al completo. Según los planes, sólo iban a quedarse Erika Berger y la recién incorporada secretaria de redacción, Malin Eriksson, para atender posibles llamadas. Sin embargo, a las diez de la noche todos los colaboradores permanecían en sus puestos; además, les acompañaban no menos de cuatro antiguos colaboradores, así como media docena de periodistas freelance habituales. A medianoche, Christer Malm descorchó una botella de champán, pues un viejo conocido le había enviado un ejemplar anticipado de uno de los periódicos vespertinos, que dedicaba dieciséis páginas al caso Wennerström bajo el título de «La mafia de las finanzas». Al día siguiente, cuando salieron todos los diarios, se puso en marcha una persecución mediática de unas proporciones raramente vistas con anterioridad.

Malin Eriksson, la nueva secretaria de redacción, llegó a la conclusión de que se iba a encontrar a gusto en Millennium.


Durante la semana siguiente, la Suecia bursátil tembló cuando el departamento de delitos económicos de la policía empezó a investigar y los fiscales tomaron cartas en el asunto, lo cual provocó un pánico general, que se tradujo en una venta masiva de acciones. Dos días después de las revelaciones, el caso Wennerström se convirtió en un caso gubernamental, que obligó al mismísimo ministro de Industria a comparecer públicamente.

La persecución mediática no significaba que los medios de comunicación se tragaran las afirmaciones de Millennium sin efectuar preguntas críticas; las alegaciones eran simplemente demasiado graves para que eso ocurriera. Pero, a diferencia del primer caso Wennerström, esta vez Millennium era capaz de presentar pruebas muy convincentes: el mismísimo correo electrónico de Wennerström y copias del contenido de su ordenador, así como balances de fondos ocultos en bancos de las islas Caimán y en una veintena de países, acuerdos secretos y otras tonterías que un gánster algo más cauteloso no habría dejado jamás de los jamases en un disco duro. Pronto quedó claro que si las afirmaciones de Millennium se sostuviesen hasta llegar al Tribunal de Segunda Instancia -y todo el mundo estaba de acuerdo en que el asunto, tarde o temprano, iría a parar allí-, se trataría, sin comparación, de la burbuja más grande que estallaría en el mundo financiero sueco desde el crack de Kreuger de 1932. El caso Wennerström dejaba a la altura del betún todo aquel enmarañado lío del Banco de Gota y las estafas del escándalo Trustor. Se trataba de un fraude de tal magnitud que nadie se atrevía a especular ni siquiera con el número de veces que se habría violado la ley.

Por primera vez en el periodismo económico sueco se empleaban palabras como «actividad delictiva sistemática», «mafia» y «reino de gánsteres». Wennerström y su más allegado círculo de jóvenes corredores de bolsa, de socios y de abogados enfundados en trajes de Armani fueron retratados como cualquier banda de atracadores de bancos o traficantes de droga.


Durante los primeros días de la persecución mediática, Mikael Blomkvist estuvo desaparecido. No contestaba al correo electrónico y no se pudo contactar con él por teléfono. Todas las declaraciones fueron hechas por Erika Berger, quien ronroneaba como una gata al ser entrevistada por los medios de comunicación nacionales y los más importantes periódicos provinciales, así como, algún tiempo después, por un número cada vez mayor de periodistas extranjeros. Siempre que le preguntaban sobre cómo Millennium se había hecho con toda esa documentación interna sumamente privada, contestaba con una misteriosa sonrisa que no tardó en convertirse en una cortina de humo:

– Evidentemente, no podemos revelar nuestras fuentes.

Al preguntarle por qué las revelaciones del año anterior habían sido un fiasco tan rotundo, Erika se volvió aún más misteriosa. Nunca mentía, aunque tal vez no siempre dijera toda la verdad. Off the record, cuando no tenía un micrófono delante, se le escapaban palabras enigmáticas, las cuales, al ser ensambladas como las piezas de un rompecabezas, conducían a unas precipitadas conclusiones. Nació así un rumor, que pronto adquirió proporciones legendarias, según el cual se afirmaba que Mikael Blomkvist no había presentado ninguna defensa en el juicio y había aceptado voluntariamente que lo condenaran a prisión y a pagar una sustanciosa multa porque, de lo contrario, la documentación que debería haber presentado habría conducido irremediablemente a la identificación de su fuente. Se lo empezó a comparar con esos periodistas americanos que prefieren ir a la cárcel antes que revelar una fuente; y le pusieron la etiqueta de héroe con unas palabras tan halagüeñas que le producían sonrojo. Pero no era el momento de desmentir el malentendido.

Todo el mundo estaba de acuerdo en una cosa: la persona que había entregado los documentos tenía que ser alguien del círculo más íntimo y de más confianza de Wennerström. Así se inició un largo debate paralelo sobre la identidad de Garganta Profunda; como posibles candidatos se especulaba con algún colaborador descontento, uno de los abogados o, incluso, la hija cocainómana de Wennerström o algún otro miembro de su familia. Ni Mikael Blomkvist ni Erika Berger dijeron nada. Nunca comentaron el tema.

Erika sonrió contenta, a sabiendas de que habían ganado, cuando uno de los periódicos vespertinos, el tercer día de la persecución mediática, publicó un artículo titulado «La venganza de Millennium». El texto realizaba un adulador retrato de la revista y de sus colaboradores, ilustrado, además, con una foto extremadamente favorecedora de Erika Berger. Empezó a ser conocida como la reina del periodismo de investigación. Ese tipo de cosas daba puntos en el ranking de la sección de Gente, y ya se hablaba del Gran Premio de Periodismo.

Cinco días después de que Millennium disparara la primera salva, el libro de Mikael Blomkvist El banquero de la mafia fue distribuido en las librerías. Lo escribió en Sandhamn, entre septiembre y octubre, durante aquellos días de febril actividad, y fue impreso apresuradamente y con gran secretismo por Hallvigs Reklam, en Morgongåva. Se trataba del primer libro publicado en la nueva editorial con el logo de Millennium. Llevaba una dedicatoria un tanto misteriosa: «A Sally, que me enseñó los efectos benéficos del golf».

Se trataba de un tocho de seiscientas quince páginas en edición de bolsillo. La pequeña tirada inicial de no más de dos mil ejemplares prácticamente garantizaba que no iba a ser un negocio rentable, pero resultó que todos los libros se agotaron en tan sólo un par de días. Erika encargó inmediatamente unos diez mil ejemplares más.

Los críticos constataron que en esta ocasión Mikael Blomkvist no tenía intención de guardarse ni una bala en la recámara en lo referente a las fuentes de su información. Una observación muy acertada. Dos tercios del libro consistían en anexos que eran copias directas de la documentación del ordenador de Wennerström. Al mismo tiempo que se publicaba el libro, Millennium colgó en su página web los textos de aquel material del disco duro de Wennerström en archivos descargables en formato PDF. Cualquiera que tuviera un mínimo interés por el caso podría estudiar la documentación con sus propios ojos.

La extraña desaparición de Mikael Blomkvist formaba parte de la estrategia mediática diseñada por Erika y él. Todos los periódicos del país lo estaban buscando. Mikael no hizo acto de presencia hasta el lanzamiento del libro, cuando participó en una entrevista exclusiva realizada por «la de TV4», quien, así, fulminó a la televisión pública una vez más. Sin embargo, no se trataba de ninguna reunión de amigos: las preguntas eran cualquier cosa menos complacientes.

Al ver la grabación del programa en vídeo, Mikael estuvo particularmente satisfecho con uno de los intercambios de palabras. La entrevista se hizo en directo en un momento en el que la bolsa de Estocolmo se encontraba en caída libre y más de uno de esos mocosos corredores amenazaba con tirarse por la ventana. Mikael fue preguntado por la responsabilidad que tenía Millennium en el estado de la economía de Suecia, a la sazón a punto de irse a pique.

– Decir que la economía de Suecia está a punto de naufragar es una auténtica tontería -replicó Mikael rápido como un rayo.

«La de TV4» se quedó perpleja. La respuesta no seguía el patrón que ella esperaba, de modo que se vio obligada a improvisar. Acto seguido le formuló la pregunta que él había estado esperando:

– Ahora mismo estamos pasando por la peor caída bursátil de la historia de Suecia… ¿Quieres decir que eso es una tontería?

– Hay que distinguir entre dos cosas: la economía sueca y el mercado de la bolsa sueca. La economía sueca está constituida por la suma de todos los servicios y mercancías que se producen en el país día tras día. Son los teléfonos de Ericsson, los coches de Volvo, los pollos de Sean y todos los transportes del país, desde Kiruna hasta Skövde. Eso es la economía sueca. Y hoy se encuentra igual de fuerte que hace una semana. -Hizo una pausa retórica y bebió un trago de agua-. La bolsa es algo completamente diferente. Ahí no hay economía que valga, ni producción de mercancías, ni de servicios. Simples fantasías; de una hora a otra se decide si esta empresa o la de más allá vale no sé cuántos miles de millones más o menos. No tiene absolutamente nada que ver con la realidad ni con la economía sueca.

– ¿Así que quieres decir que no importa nada que la bolsa esté cayendo en picado?

– No, no importa absolutamente nada -contestó Mikael con una voz tan cansada y resignada que sonó como un oráculo. (Esas palabras suyas iban a ser citadas no pocas veces durante el año.) Mikael continuó-: Sólo significa que un montón de especuladores están trasladando sus carteras bursátiles de las empresas suecas a las alemanas. Verdaderas ratas financieras a las que un reportero algo más valiente debería poner en evidencia e identificar como los traidores del país. Son ellos los que sistemática y, tal vez, incluso conscientemente dañan la economía sueca para satisfacer los ánimos de lucro de sus clientes.

Luego «la de TV4» cometió el error de formular exactamente la pregunta que Mikael quería oír.

– ¿Quieres decir, entonces, que los medios de comunicación no tienen ninguna responsabilidad?

– Todo lo contrario, tienen una responsabilidad muy grande. Durante más de veinte años un gran número de reporteros de economía han renunciado a controlar a Hans-Erik Wennerström. Más bien al contrario: han contribuido a consolidar su prestigio mediante absurdos retratos en los que lo idolatraban. Si hubiesen hecho su trabajo durante todos aquellos años, hoy en día no nos hallaríamos en esta situación.


Su aparición televisiva marcó un antes y un después. A posteriori, Erika Berger estaba convencida de que hasta aquel momento -cuando Mikael defendió tranquilamente sus afirmaciones en la televisión- la Suecia de los medios de comunicación, a pesar de que Millennium llevaba una semana acaparando los titulares, no se había dado cuenta de que la historia realmente se sostenía y de que todas las fantasiosas alegaciones de la revista eran, de hecho, verdaderas. La actitud de Mikael dio un cambio de rumbo a la historia.

Tras la entrevista, el caso Wennerström, de la noche a la mañana, saltó de las manos de los periodistas de economía a la sección de sucesos. Marcó una nueva manera de pensar en las redacciones. Antes, los reporteros de sucesos raramente, o nunca, habían escrito sobre actividades económicas delictivas, a no ser que se tratara de la mafia rusa o de contrabandistas de tabaco yugoslavos. No se esperaba de este tipo de reporteros que investigaran los intrincados líos de la bolsa. Un periódico vespertino siguió al pie de la letra lo que había dicho por Mikael y llenó cuatro páginas con retratos de algunos de los corredores de bolsa de las principales casas financieras, inmersas en plena actividad de compra de valores alemanes. El titular rezaba: «Venden su país». A todos los corredores se les invitaba a realizar las pertinentes aclaraciones. Todos declinaron la oferta. Pero aquel día el comercio de acciones disminuyó considerablemente y algunos corredores, deseosos de ofrecer una imagen de patriotas progresistas, empezaron a ir contra corriente. Mikael Blomkvist se tronchaba de risa.

La presión resultó ser tan grande que algunos de esos hombres serios vestidos con trajes oscuros fruncieron el ceño preocupados y rompieron la regla más importante de aquella exclusiva sociedad constituida por el círculo más selecto de la Suecia de las finanzas: no pronunciarse sobre un colega. De pronto, jefes retirados de Volvo, líderes industriales y directores de banco aparecieron en la tele contestando a una serie de preguntas para paliar los daños. Todos se dieron cuenta de lo grave de la situación; se trataba de distanciarse rápidamente de Wennerstroem Group y de deshacerse cuanto antes de posibles acciones. Al fin y al cabo, Wennerström, constataron casi al unísono, nunca fue un industrial y nunca había sido aceptado de verdad en «el club». Alguien recordó que, en el fondo, no era más que un simple chaval de una familia obrera de Norrland, cuyos éxitos tal vez se le hubiesen subido a la cabeza. Otro describió su actividad como «una tragedia personal». Y unos cuantos descubrieron que llevaban años dudando de Wennerström; era demasiado fanfarrón y pecaba de otros muchos vicios.

Durante las semanas siguientes, a medida que se examinaba con lupa la documentación de Millennium y las piezas del rompecabezas iban encajando, el imperio de Wennerström, con sus oscuras empresas, fue vinculado al corazón de la mafia internacional, que lo abarcaba todo, desde el tráfico ilegal de armas y el lavado de dinero procedente del narcotráfico latinoamericano hasta la prostitución de Nueva York e, incluso, aunque indirectamente, hasta el mercado sexual de niños en México. Una empresa de Wennerström, registrada en Chipre, provocó un gran escándalo al descubrirse que había intentado comprar uranio enriquecido en el mercado negro de Ucrania. Por todas partes, una u otra de las innumerables empresas buzón de Wennerström aparecían metidas en los asuntos más turbios.

Erika Berger constató que el libro sobre Wennerström era lo mejor que Mikael había escrito jamás. El contenido pecaba de cierta desigualdad desde un punto de vista estilístico, y en algunas partes el lenguaje resultaba pésimo -no había tenido tiempo para cuidar el estilo-, pero Mikael había disfrutado de lo lindo con su venganza; todo el libro estaba impregnado de una rabia que no le pasaba desapercibida a ningún lector.


Por casualidad, Mikael se topó con su viejo antagonista, el antiguo reportero de economía William Borg. Se cruzaron en la puerta del Kvarnen, cuando Mikael, Erika Berger y Christer Malm, en compañía del resto del personal de la revista, salieron la noche de Santa Lucía para agarrar una cogorza de muerte a costa de la empresa. Borg iba acompañado de una chica, borracha como una cuba, de la misma edad que Lisbeth Salander.

Mikael se paró en seco. William Borg siempre había conseguido sacar su lado más negativo, de modo que Mikael tuvo que controlarse para no decir o hacer nada inapropiado. Él y Borg permanecieron callados, uno frente a otro, midiéndose con las miradas.

El odio de Mikael hacia Borg resultaba físicamente palpable. Erika interrumpió aquel juego de machos cogiendo a Mikael por el brazo y llevándoselo a la barra.

Mikael decidió pedir a Lisbeth Salander, cuando se presentara la oportunidad, que hiciera una de sus investigaciones personales sobre Borg. Sólo por incordiar.


Durante la tormenta mediática, el protagonista del drama, el financiero Hans-Erik Wennerström, permaneció prácticamente invisible. El día en que se publicó el artículo de Millennium, el financiero comentó el texto en una rueda de prensa anunciada con anterioridad y relacionada con otro asunto completamente distinto. Wennerström declaró que las acusaciones carecían de fundamento y que la documentación a la que se hacía referencia era falsa. Recordó que el mismo periodista, un año antes, había sido condenado por difamación.

Luego, sólo los abogados de Wennerström contestaron a las preguntas de los medios de comunicación. Dos días después de que se distribuyera el libro de Mikael Blomkvist, un insistente rumor afirmaba que Wennerström había abandonado Suecia. Los periódicos vespertinos emplearon en sus titulares la palabra «huida». Durante la segunda semana, cuando la policía de delitos económicos intentó contactar con Wennerström de manera oficial, se constató que, en efecto, éste no se hallaba en el país. A mediados de diciembre, la policía confirmó que estaba buscando a Wennerström, y un día antes de Nochevieja una orden formal de búsqueda y captura se difundió a través de las redes policiales internacionales. Ese mismo día detuvieron en Arlanda a uno de los consejeros más cercanos de Wennerström justo cuando intentaba subir a bordo de un avión con rumbo a Londres.

Varias semanas más tarde, un turista sueco informó de que había visto a Hans-Erik Wennerström subir a un coche en las Antillas, concretamente en Bridgetown, la capital de Barbados. Como prueba, el turista adjuntó una fotografía, hecha a bastante distancia, que mostraba a un hombre blanco con gafas de sol, camisa blanca con el cuello abierto y pantalones claros. El hombre no podía ser identificado a ciencia cierta, pero los periódicos vespertinos enviaron a unos reporteros que, en vano, intentaron dar con Wennerström en las islas caribeñas. Fue el primero de una larga serie de avistamientos del fugitivo millonario.

Al cabo de seis meses la persecución policial se interrumpió. Entonces, Hans-Erik Wennerström fue hallado muerto en un piso de Marbella, España, donde residía bajo la identidad de Victor Fleming. Le habían disparado tres tiros a bocajarro en la cabeza. La policía española trabajaba con la teoría de que había pillado in fraganti a un ladrón.


La muerte de Wennerström no supuso ninguna sorpresa para Lisbeth Salander. Ella tenía sus buenas razones para sospechar que el fallecimiento estaba relacionado con el hecho de que él ya no tuviera acceso al dinero de cierto banco de las islas Caimán, dinero que habría necesitado para pagar algunas deudas colombianas.

Si alguien se hubiese molestado en pedirle ayuda a Lisbeth Salander para dar con Wennerström, ella podría haber informado, casi a diario, del lugar exacto en el que se encontraba. Gracias a Internet había seguido su desesperada huida a través de una docena de países y había advertido un creciente pánico en su correo electrónico cuando conectaba su portátil en alguna parte del mundo. Pero ni siquiera Mikael Blomkvist pensaba que el fugitivo ex archimillonario iba a ser tan estúpido como para servirse del ordenador pirateado de manera tan exhaustiva.

Al cabo de seis meses, Lisbeth se cansó de seguirle los pasos a Wennerström. La cuestión que quedaba por resolver era hasta dónde llegaba su propio compromiso. Aunque Wennerström fuera un cabrón de enormes proporciones, no era su enemigo personal y no tenía ningún interés particular en intervenir contra él. Podría decírselo a Mikael Blomkvist, pero éste seguramente no haría más que publicar otro artículo. También podría darle el soplo a la policía, pero la probabilidad de que alguien avisara a Wennerström y volviera a desaparecer era bastante alta. Además, por principios, ella no hablaba con la policía.

Pero había otras deudas por saldar. Pensaba en la camarera embarazada de veintidós años a la que le habían sumergido la cabeza bajo el agua de la bañera.

Cuatro días antes de que encontraran a Wennerström muerto, Lisbeth se decidió. Abrió su teléfono móvil y llamó a un abogado de Miami, Florida, quien parecía ser una de las personas de las que Wennerström más se escondía. Habló con una secretaria y le pidió que transmitiera un misterioso mensaje. El nombre Wennerström y una dirección en Marbella. Eso fue todo.

Apagó las noticias de la tele a mitad del dramático relato sobre el fallecimiento de Wennerström. Se preparó café y una rebanada de pan con paté y unas rodajas de pepino.


Erika Berger y Christer Malm se dedicaron a los preparativos anuales de Navidad mientras Mikael, sentado en el sillón de Erika, bebía glögg y los observaba. Todos los colaboradores y algunos de los freelance fijos recibieron un regalo: ese año tocaba una bandolera con el logo de Millennium. Después de envolver los regalos, se sentaron a escribir y franquear más de doscientas postales navideñas para la imprenta, los fotógrafos y los colegas de profesión.

Durante el mayor tiempo posible Mikael intentó resistir la tentación, pero al final no pudo más. Cogió la última tarjeta y escribió: «Feliz Navidad y próspero año nuevo. Gracias por tu espléndida colaboración durante todo este año». Firmó con su nombre y lo dirigió a la redacción de Finansmagasinet Monopol, a la atención de Janne Dahlman.

Cuando Mikael llegó a casa por la noche el aviso de un paquete le estaba esperando. A la mañana siguiente, recogió el regalo y lo abrió una vez llegó a la redacción. El paquete contenía una barrita antimosquitos y una botella de aguardiente Reimersholm. Mikael abrió la tarjeta y leyó el texto: «Si no tienes otros planes, yo atracaré en Arholma el día de Midsommar». Lo firmaba su antiguo compañero de estudios Robert Lindberg.


Tradicionalmente, Millennium solía cerrar sus oficinas la semana antes de Navidad hasta después de Año Nuevo. Ese año no resultaba tan fácil; en la pequeña redacción la presión había sido colosal, y seguían llamando periodistas, a diario, desde todos los rincones del mundo. La víspera de Nochebuena, casi por casualidad, Mikael leyó un artículo en el Financial Times que resumía la situación actual de la comisión bancaria internacional, designada apresuradamente para investigar el imperio de Wennerström. El artículo decía que la comisión barajaba la hipótesis de que tal vez en el último momento alguien pusiera sobre aviso a Wennerström de la inminente revelación.

Sus cuentas en el Bank of Kroenenfeld de las islas Caimán, con doscientos sesenta millones de dólares estadounidenses -aproximadamente dos mil millones y medio de coronas suecas- fueron vaciadas la víspera de la publicación de la revista Millennium.

Hasta ese momento el dinero había estado en una serie de cuentas a las que sólo Wennerström tenía acceso. Ni siquiera hacía falta que se presentara en el banco; era suficiente con que indicara una serie de códigos de clearing para transferir la cantidad que quisiera a cualquier otro banco del mundo. El dinero había sido transferido a Suiza, donde una colaboradora lo convirtió en anónimas obligaciones privadas. Todos los códigos de clearing estaban en orden.

Europol había emitido una orden de búsqueda de aquella desconocida mujer que usó un pasaporte inglés, robado, con el nombre de Monica Sholes, y de la que se decía que había llevado una vida por todo lo alto en uno de los hoteles más lujosos de Zurich. Una foto relativamente nítida para ser de una cámara de vigilancia retrató a una mujer de baja estatura con una melena al estilo paje, boca ancha, pecho prominente, ropa exclusiva de marca y joyas de oro.

Mikael Blomkvist estudió la foto, al principio de una ojeada y luego con creciente incredulidad. Al cabo de unos segundos buscó una lupa en el cajón de su mesa e intentó distinguir los detalles de las facciones entre los puntos de la imagen.

Al final, dejó el periódico y se quedó mudo durante varios minutos. Luego se echó a reír de manera tan histérica que Christer Malm asomó la cabeza preguntando qué pasaba. Mikael hizo un gesto con la mano dándole a entender que no tenía importancia.


La mañana de Nochebuena Mikael se fue a Årsta para visitar a su ex mujer y a su hija Pernilla, y para intercambiarse los regalos. Mikael y Monica le habían comprado a Pernilla el ordenador que tanto deseaba. Monica le regaló a Mikael una corbata y la niña le dio una novela policíaca de Åke Edwardsson. A diferencia de las pasadas Navidades, todos estaban excitados por aquel drama mediático que había tenido lugar en torno a Millennium.

Comieron juntos. Mikael miró de reojo a Pernilla. No veía a su hija desde que ella lo visitó en Hedestad. Se dio cuenta de que no había comentado con su madre el entusiasmo por aquella secta bíblica de Skellefteå. Y tampoco podía contarle que fue el conocimiento bíblico de la niña lo que finalmente lo puso sobre la pista correcta en el tema de la desaparición de Harriet. No había hablado con su hija desde entonces y sintió una punzada de mala conciencia.

No era un buen padre.

Después de la comida se despidió de Pernilla con un beso y luego se encontró con Lisbeth Salander en Slussen para irse juntos a Sandhamn. Apenas se habían visto desde que estalló la bomba de Millennium. Llegaron tarde, la misma Nochebuena, y se quedaron durante los días de fiesta.

Como siempre, Mikael resultaba una compañía agradable y entretenida, pero Lisbeth Salander tuvo la desagradable sensación de ser analizada con una mirada particularmente rara cuando le devolvió el préstamo con un cheque de ciento veinte mil coronas. Pero él no dijo nada.

Dieron un paseo hasta Trovill -lo cual a Lisbeth le pareció una pérdida de tiempo-, cenaron en la fonda y luego se retiraron a la casita de Mikael, donde encendieron la estufa de esteatita, pusieron un disco de Elvis y se entregaron al sexo sin mayores pretensiones. En los momentos en los que Lisbeth bajaba de su nube intentaba comprender sus propios sentimientos.

No tenía problemas con Mikael como amante. Se lo pasaban bien en la cama. Se trataba de una relación palpablemente física. Y él nunca intentaba adiestrarla.

Su problema era que no sabía interpretar lo que sentía por Mikael. Desde antes de la pubertad, no había bajado la guardia para dejar que otra persona se acercara a ella tanto como lo había hecho Mikael Blomkvist. Él tenía una capacidad sinceramente fastidiosa para penetrar en sus mecanismos de defensa y engañarla para que hablara, una y otra vez, de asuntos privados y sentimientos personales. Aunque todavía conservaba la suficiente cordura como para ignorar la mayoría de sus preguntas, le contaba cosas de sí misma que no habría explicado a otra persona, ni siquiera bajo amenaza de muerte. Aquello la asustaba y hacía que se sintiera desnuda y abandonada a la voluntad de Mikael.

Al mismo tiempo, mientras miraba su cuerpo dormido y escuchaba sus ronquidos, sentía que jamás había confiado de manera tan incondicional en nadie. Estaba absolutamente segura de que Mikael Blomkvist nunca usaría lo que sabía sobre su persona para hacerle daño. No formaba parte de su naturaleza.

Lo único de lo que no hablaban nunca era de su relación. Ella no se atrevía y Mikael no sacó el tema ni una sola vez.

El día después de Navidad, en algún momento de la mañana, llegó a una aterradora conclusión. No entendía cómo podía haber ocurrido, ni tampoco cómo iba a manejar la situación. Por primera vez en su vida estaba enamorada.

Que él tuviera casi el doble de edad no le preocupaba. Tampoco que en ese momento se tratara de una de las personas más famosas de Suecia, que incluso había aparecido en la portada de Newsweek. Todo eso no era más que un culebrón mediático. Sin embargo, Mikael Blomkvist no representaba ni una fantasía erótica ni un sueño inalcanzable. Aquello tenía que acabar, no podía funcionar. ¿Qué le aportaba ella a él? Posiblemente no fuera más que un pasatiempo, mientras Mikael esperaba a alguien cuya vida no fuera un puto nido de ratas.

Repentinamente comprendió que el amor era ese momento en el que el corazón quiere salirse del pecho.

Al despertarse Mikael, bien entrada la mañana, ella había preparado café y puesto la mesa con el pan del desayuno. La acompañó y pronto advirtió que algo en su actitud había cambiado: Lisbeth se mostraba un poco más reservada. Cuando le preguntó si le pasaba algo, Lisbeth puso cara de no saber de qué iba la cosa.


Al día siguiente, Mikael Blomkvist cogió el tren a Hedestad. Esta vez iba bien abrigado y llevaba unos buenos zapatos de invierno. Dirch Frode fue a buscarlo a la estación y lo felicitó en voz baja por su éxito mediático. Mikael no visitaba Hedestad desde agosto; ya había pasado prácticamente un año desde la primera vez. Se estrecharon la mano y conversaron educadamente. Pero Mikael se sentía incómodo: quedaban bastantes cosas por resolver.

Todo estaba preparado; la transacción en casa de Dirch Frode no les llevó más de un par de minutos. Frode se había ofrecido a ingresar el dinero en una cuenta extranjera que no le daría problemas, pero Mikael insistió en que se le pagara como si fuesen unos honorarios normales que se le hacían a su empresa.

– No me puedo permitir otra forma de pago -contestó con un tono seco cuando Frode le preguntó.

La visita no sólo era de naturaleza económica. En la casita de invitados Mikael todavía tenía ropa, libros y algunas otras pertenencias personales que se quedaron allí cuando él y Lisbeth abandonaron Hedeby apresuradamente.

Después de su infarto, Henrik Vanger seguía estando delicado, pero ya había salido del hospital y se encontraba en casa. Una enfermera particular -que se negaba a dejarle dar largos paseos, subir escaleras y hablar de temas que pudieran alterarlo- cuidaba constantemente de él. Para más inri, Henrik acababa de coger un leve catarro, por lo que la enfermera le había ordenado que guardara cama.

– Encima es cara -se quejó Henrik Vanger.

Los honorarios de la mujer indignaron más bien poco a Mikael Blomkvist, quien opinó que el viejo debería poder afrontar el gasto sin problema considerando todo el dinero que había defraudado a Hacienda a lo largo de su vida. Henrik Vanger le contempló malhumorado antes de echarse a reír.

– Maldita sea. Tú sí que valías cada corona; lo sabía.

– Sinceramente, nunca pensé que sería capaz de resolver el misterio.

– No pienso darte las gracias -dijo Henrik Vanger.

– No las esperaba -contestó Mikael.

– Has recibido una buena recompensa.

– No me quejo.

– Hiciste un trabajo y el sueldo debe ser suficiente agradecimiento.

– Sólo estoy aquí para decirte que lo considero terminado.

Henrik Vanger torció la boca.

– No lo has acabado.

– Ya lo sé.

– No has escrito lo que acordamos: la crónica sobre la familia Vanger.

– Ya lo sé. Y no voy a escribirla.

Permanecieron en silencio un rato meditando sobre el incumplimiento de esa parte del contrato. Luego Mikael prosiguió:

– No puedo escribir la historia. No puedo hablar de la familia Vanger y omitir conscientemente los acontecimientos más importantes de las últimas décadas: sobre Harriet, su padre, su hermano y los asesinatos. ¿Cómo podría redactar un capítulo sobre la época de Martin como director ejecutivo fingiendo que no sé lo que había en su sótano? Tampoco puedo escribir la historia sin volver a destrozar la vida de Harriet.

– Entiendo tu dilema y te estoy muy agradecido por la decisión que has tomado.

– Así que dejo la historia.

Henrik Vanger asintió.

– Felicidades. Has conseguido corromperme. Voy a destruir todas las notas que escribí y todas las grabaciones que te hice.

– La verdad es que a mí no me parece que te hayas dejado corromper -dijo Henrik Vanger.

– Es lo que siento. De modo que es muy probable que sea así.

– Tenías que elegir entre tu trabajo como periodista y tu trabajo como persona. Estoy convencido de que si Harriet hubiese estado implicada o si me consideraras un cabrón, no habría sido posible comprar tu silencio. Seguro que entonces habrías elegido el papel de periodista y nos habrías puesto en la picota.

Mikael no dijo nada. Henrik se quedó mirándolo.

– Ya se lo hemos contado todo a Cecilia. Dirch Frode y yo pronto habremos desaparecido y Harriet necesitará el apoyo de algún familiar. Cecilia va a participar activamente en la junta directiva. Serán ella y Harriet las que dirijan el grupo de ahora en adelante.

– ¿Y cómo se lo tomó?

– Fue todo un shock para ella, claro. Se fue al extranjero una temporada. Durante algún tiempo pensé que no iba a volver.

– Pero ha vuelto.

– Martin era una de las pocas personas de la familia con las que Cecilia siempre se había llevarlo bien. Fue muy duro descubrir la verdad sobre él. Ahora también sabe lo que has hecho tú por la familia.

Mikael se encogió de hombros.

– Gracias, Mikael -dijo Henrik Vanger.

Mikael volvió a encogerse de hombros.

– ¿Sabes? La verdad es que no tendría fuerzas para escribir la historia -dijo-. Estoy de la familia Vanger hasta la coronilla.

Se quedaron un momento pensando en ello antes de que Mikael cambiara de tema.

– ¿Cómo llevas lo de volver a ser director ejecutivo después de veinticinco años?

– Es una solución sumamente provisional, pero… ojalá fuera más joven. Ahora sólo trabajo tres horas al día. Todas las reuniones se hacen en esta habitación y Dirch Frode se ha vuelto a incorporar como mi matón por si alguien nos causa problemas.

– Que tiemblen los jóvenes. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que Dirch Frode no sólo era un discreto consejero económico, sino también una persona que te soluciona los problemas.

– Exacto. Pero todas las decisiones se toman de común acuerdo con Harriet; es ella la que está al pie del cañón en la oficina.

– ¿Qué tal le va? -preguntó Mikael.

– Ha heredado las partes tanto de su hermano como de su madre. Juntos controlamos más del treinta y tres por ciento del grupo.

– ¿Es suficiente?

– No lo sé. Birger no se rinde e intenta ponerle la zancadilla. De pronto, Alexander se ha dado cuenta de que puede llegar a ser alguien importante y se ha aliado con Birger. Mi hermano Harald tiene cáncer y no vivirá mucho tiempo. El único paquete de acciones importante que queda, un siete por ciento, lo tiene él pero lo heredarán sus hijas. Cecilia y Anita se aliarán con Harriet.

– Entonces, controlaréis más del cuarenta por ciento.

– No ha existido nunca en la familia semejante cártel de voces. Ya habrá suficientes accionistas con un uno o un dos por ciento que voten igual que nosotros. En febrero Harriet me sucederá como directora ejecutiva.

– No la hará muy feliz.

– No, pero es necesario. Necesitamos nuevos socios y sangre fresca. Además, tenemos la posibilidad de colaborar con su propio grupo en Australia. Hay posibilidades.

– ¿Dónde está Harriet hoy?

– Mala suerte. Está en Londres. Pero tiene muchas ganas de verte.

– Si ella te sustituye, la veré en enero en la junta directiva.

– Ya lo sé.

– Dile que nunca hablaré con nadie, excepto con Erika Berger, de lo que ocurrió en los años sesenta.

– Lo sé y Harriet también lo sabe. Eres una persona de ley.

– Pero dile también que todo lo que ella haga a partir de ahora podría ir a parar a la revista si no tiene cuidado. El grupo Vanger no estará exento de vigilancia periodística.

– Se lo advertiré.

Mikael dejó a Henrik Vanger cuando el viejo, al cabo de cierto tiempo, empezó a adormilarse.

Mikael metió sus pertenencias en dos maletas. Al cerrar por última vez la puerta de la casita de invitados dudó un instante, pero luego se acercó a casa de Cecilia Vanger y llamó. No había nadie. Sacó su agenda, arrancó una hoja y le escribió unas palabras: «Perdóname. Te deseo todo lo mejor». Dejó la hoja, junto con su tarjeta de visita, en el buzón. El chalé de Martin Vanger estaba vacío. Un candelabro eléctrico iluminaba la ventana de la cocina.

Cogió el tren de la tarde de vuelta a Estocolmo.


Desde el día de Navidad hasta el de Nochevieja, Lisbeth Salander estuvo desconectada del mundo. No cogió el teléfono y no encendió el ordenador. Dedicó dos días a lavar ropa, fregar el suelo y arreglar un poco la casa. Amontonó cajas de pizza y pilas de periódicos de hacía más de un año y los tiró. En total, seis grandes bolsas negras de basura y una veintena de bolsas de papel llenas de periódicos y revistas. Era como si se hubiese decidido a empezar una nueva vida. Pensaba comprarse una nueva casa -cuando encontrara algo que le gustara-, pero hasta ese momento la que tenía estaría más limpia y reluciente que nunca.

Luego se quedó paralizada, pensando. Nunca antes en su vida había sentido una añoranza así. Quería que Mikael Blomkvist llamara a su puerta y… ¿qué? ¿Que la cogiera en sus brazos? ¿Que la llevara apasionadamente al dormitorio y le arrancara la ropa? No, en realidad, sólo quería su compañía. Quería oírle decir que la quería por ser quien era, que era especial en su mundo, en su vida. Quería que le diera una prueba de amor, no sólo de amistad y compañerismo. «Me estoy volviendo loca», pensó.

Dudaba de sí misma. Mikael Blomkvist vivía en un mundo poblado de gente con profesiones respetables y vidas ordenadas; todo muy maduro y adulto. Sus amigos hacían cosas, aparecían por la tele y salían en los titulares. «¿Para qué te serviría yo?» El terror más grande de Lisbeth Salander, tan grande y tan negro que había adquirido dimensiones fóbicas, era que la gente se riera de sus sentimientos. Y de repente le pareció que tenía toda su autoestima, la que tanto trabajo le había costado levantar, por los suelos.

Fue entonces cuando tomó una decisión. Le llevó horas reunir todo el coraje necesario, pero tenía que verlo y contarle cómo se sentía.

Cualquier otra cosa resultaba insoportable.

Necesitaba una excusa para llamar a su puerta. Todavía no le había regalado nada por Navidad, pero sabía lo que le iba a comprar. En una tienda de cosas antiguas había visto una serie de carteles publicitarios de hojalata de los años cincuenta, con figuras en relieve. Uno representaba a Elvis Presley con una guitarra en la cadera. Le salía un bocadillo, como los de los cómics, que contenía la frase Heartbreak Hotel. Lisbeth no tenía el más mínimo gusto para la decoración de interiores, pero incluso ella se dio cuenta de que el cartel quedaría estupendamente en la casita de Sandhamn. Costaba setecientas ochenta coronas, pero ella, por principios, regateó el precio, que se quedó en setecientas. Se lo envolvieron para regalo, lo cogió bajo el brazo y se fue paseando hacia su casa de Bellmansgatan.

En Hornsgatan, por casualidad, le echó un vistazo al Kaffebar y, de repente, descubrió a Mikael saliendo en compañía de Erika Berger. Él le decía algo a Erika y ella se reía poniéndole un brazo alrededor de la cintura y dándole un beso en la mejilla. Desaparecieron por Brännkyrkagatan en dirección a Bellmansgatan. Sus gestos no dejaban lugar a malentendidos: resultaba obvio lo que tenían en mente.

El dolor fue tan inmediato y detestable que Lisbeth se detuvo en seco, incapaz de moverse. Una parte de ella quiso correr tras ellos. Quería coger el cartel de hojalata y usar el afilado borde para cortar en dos la cabeza de Erika Berger. Sin embargo, no hizo nada. Los pensamientos se arremolinaban en su mente. «Análisis de consecuencias.» Al final, se tranquilizó.

«Salander, eres una idiota deplorable», se dijo en voz alta.

Dio la vuelta y se fue a casa, a su recién limpiado apartamento. Cuando pasaba por Zinkensdamm se puso a nevar. Tiró a Elvis en un contenedor de basura.


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