PROLOGO

I

«La marquesa salió a las cinco -pensó Carlos López-. ¿Dónde diablos he leído eso?»

Era en el London de Perú y Avenida; eran las cinco y diez. ¿La marquesa salió a las cinco? López movió la cabeza para desechar el recuerdo incompleto, y probó su Quilmes Cristal. No estaba bastante fría.

– Cuando a uno lo sacan de sus hábitos es como el pescado fuera del agua -dijo el doctor Restelli, mirando su vaso-. Estoy muy acostumbrado al mate dulce de las cuatro, sabe. Fíjese en esa dama que sale del subte, no sé si la alcanzará a ver, hay tantos transeúntes. Ahí va, me refiero a la rubia. ¿Encontraremos viajeras tan rubias y livianas en nuestro amable crucero?

– Dudoso -dijo López-. Las mujeres más lindas viajan siempre en otro barco, es fatal.

– Ah, juventud escéptica -dijo el doctor Restelli-. Yo he pasado la edad de las locuras, aunque naturalmente sé tirarme una cana al aire de cuando en cuando. Sin embargo, conservo todo mi optimismo, y así como en mi equipaje he acondicionado tres botellas de grapa catamarqueña, del mismo modo estoy casi seguro de que gozaremos de la compañía de hermosas muchachas.

– Ya veremos, si es que viajamos -dijo López-. Hablando de mujeres, ahí entra una digna de que usted gire la cabeza unos setenta grados del lado de Florida. Así… stop. La que habla con el tipo de pelo suelto. Tienen todo el aire de los que se van a embarcar con nosotros, aunque maldito si sé cuál es el aire de los que se van a embarcar con nosotros. Si nos tomáramos otra cerveza.

El doctor Restelli aprobó, apreciativo. López se dijo que con el cuello duro y la corbata de seda azul con pintas moradas le recordaba extraordinariamente a una tortuga. Usaba unos quevedos que comprometían la disciplina en el colegio nacional donde enseñaba historia argentina (y López castellano), favoreciendo con su presencia y su docencia diversos apodos que iban desde «Gato negro» hasta «Galerita». «¿Y a mí qué apodos me habrán puesto?», pensó López hipócritamente; estaba seguro de que los muchachos se conformaban con López-el-de-la-guía o algo por el estilo.

– Hermosa criatura -opinó el doctor Restelli-. No estaría nada mal que se sumara al crucero. Será la perspectiva del aire salado y las noches en los trópicos, pero debo confesar que me siento notablemente estimulado. A su salud, colega y amigo.

– A la suya, doctor y coagraciado -dijo López, dándole un bajón sensible a su medio litro.

El doctor Restelli apreciaba (con reservas) a su colega y amigo. En las reuniones de concepto solía discrepar de las fantasiosas calificaciones que proponía López, empeñado en defender a vagos inamovibles y a otros menos vagos pero amigos de copiarse en las pruebas escritas o leer el diario en mitad de Vilcapugio (con lo jodido que era explicar honrosamente esas palizas que le encajaban los godos a Belgrano). Pero aparte de un poco bohemio, López se conducía como un excelente colega, siempre dispuesto a reconocer que los discursos de 9 de julio tenía que pronunciarlos el doctor Restelli, quien acababa rindiéndose modestamente a las solicitaciones del doctor Guglielmetti y a la presión tan cordial como inmerecida de la sala de profesores. Después de todo era una suerte que López hubiera acertado en la Lotería Turística, y no el negro Gómez o la profesora de inglés de tercer año. Con López era posible entenderse, aunque a veces le daba por un liberalismo excesivo, casi un izquierdismo reprobable, y eso no podía consentirlo él a nadie. Pero en cambio le gustaban las muchachas y las carreras.

Justo a los catorce abriles te entregaste a la farra y las delicias del gotán -canturreó López-. ¿Por qué compró un billete, doctor?

– Tuve que ceder a las insinuaciones de la señora de Rébora, compañero. Usted sabe lo que es esa señora cuando se empeña. ¿A usted lo fastidió también mucho? Claro que ahora le estamos bien agradecidos, justo es decirlo.

– A mí me escorchó el alma durante cerca de ocho recreos -dijo López-. Imposible profundizar en la sección hípica con semejante moscardón. Y lo curioso es que no entiendo cuál era su interés. Una lotería como cualquiera, en principio. -Ah, eso no. Perdone usted. Jugada especial, por completo diferente.

– ¿Pero por qué vendía billetes madame Rébora?

– Se supone -dijo misteriosamente el doctor Restelli- que la venta de esa tirada se destinaba a cierto público, digámoslo así, escogido. Probablemente el Estado apeló, como en ocasiones históricas, al concurso benévolo de nuestras damas. Tampoco era cosa de que los ganadores tuvieran que alternar con personas de, digámoslo así, baja estofa.

– Digámoslo así -convino López-. Pero usted olvida que los ganadores tienen derecho a meter en el baile hasta tres miembros de la familia.

– Mi querido colega, si mi difunta esposa y mi hija, la esposa de ese mozo Robirosa, pudieran acompañarme…

– Claro, claro -dijo López-. Usted es distinto. Pero vea, para qué vamos a andar con vueltas: si yo me volviera loco y la invitara a venir a mi hermana, por ejemplo, ya vería cómo baja la estofa, para emplear sus propias palabras.

– No creo que su señorita hermana…

– Ella tampoco lo creería -dijo López-. Pero le aseguro que es de las que dicen: «¿Lo qué?» y piensan que «vomitar» es una mala palabra.

– En realidad el término es un poco fuerte. Yo prefiero «arrojar».

– Ella, en cambio, es proclive a «devolver» o «lanzar». ¿Y qué me dice de nuestro alumno?

El doctor Restelli pasó de la cerveza al más evidente fastidio. Jamás podría comprender cómo la señora de Rébora, cargante pero nada tonta, y que para colmo ostentaba un apellido de cierto abolengo, había podido dejarse arrastrar por la manía de vender el talonario, rebajándose a ofrecer números a los alumnos de los cursos superiores. Como triste resultado de una racha de suerte sólo vista en algunas crónicas, quizá apócrifas, del Casino de Montecarlo, además de López y de él habíase ganado el premio el alumno Felipe Trejo, el peor de la división y autor más que presumible de ciertos sordos ruidos que oír se dejaban en la clase de historia argentina.

– Créame, López, a ese sabandija no deberían autorizarlo a embarcarse. Es menor de edad, entre otras cosas.

– No sólo se embarca sino que se trae a la familia -dijo López-. Lo supe por un amigo periodista que anduvo reporteando a los pocos ganadores que encontró a tiro.

Pobre Restelli, pobre venerable Gato Negro. La sombra del Nacional lo seguiría a lo largo del viaje, si es que viajaban, y la risa metálica del alumno Felipe Trejo le estropearía las tentativas de flirt, el cortejo de Neptuno, el helado de chocolate y el ejercicio de salvataje siempre tan divertido. «Si supiera que he tomado cerveza con Trejo y su barra en Plaza Once, y que gracias a ellos sé lo de Galerita y lo de Gato Negro… El pobre se hace una idea tan estatuaria del profesorado.»

– Eso puede ser un buen síntoma -dijo esperanzado el doctor Restelli-. La familia morigera. ¿Usted no cree? Claro, cómo no va a creer.

– Observe -dijo López- esas mellizas o poco menos que vienen del lado de Perú. Allí están cruzando la Avenida. ¿Las sitúa?

– No sé -dijo el doctor Restelli-. ¿Una de blanco y otra de verde?

– Exacto. Sobre todo la de blanco.

– Está muy bien. Sí, la de blanco. Hum, buenas pantorrillas. Quizá un poquito apurada al caminar. ¿No vendrán a la reunión?

– No, doctor, es evidente que están pasando de largo.

– Una lástima. Le diré que yo tuve una amiga así, una vez. Muy parecida.

– ¿A la de blanco?

– No, a la de verde. Siempre me acordaré que… Pero a usted no le va a interesar. ¿Sí? Entonces otra cervecita, total falta media hora para la reunión. Mire, esta chica pertenecía a una familia de prosapia y sabía que yo era casado. Sin embargo abreviaré diciendo que se arrojó en mis brazos. Unas noches, amigo mío…

– Nunca he dudado de su Kama Sutra -dijo López-. Más cerveza, Roberto.

– Los señores tienen una sed fenómena -dijo Roberto-. Se ve que hay humedad. Está en el diario.

– Si está en el diario, santa palabra -dijo López-. Ya empiezo a sospechar quiénes serán nuestros compañeros de viaje. Tienen la misma cara que nosotros, entre divertidos y desconfiados. Mire un poco, doctor, ya irá descubriendo.

– ¿Por qué desconfiados? -dijo el doctor Restelli-. Esos rumores son especies infundadas. Verá usted que zarparemos exactamente como se describe al dorso del billete. La Lotería cuenta con el aval del Estado, no es una tómbola cualquiera. Se ha vendido en los mejores círculos y sería peregrino suponer una irregularidad.

– Admiro su confianza en el orden burocrático -dijo López-. Se ve que corresponde al orden interno de su persona, por decirlo así. Yo en cambio soy como valija de turco y nunca estoy seguro de nada. No precisamente que desconfíe de la Lotería, aunque más de una vez me he preguntado si no va a acabar como cuando el Gelria.

– El Gelria era cosa de agencias, probablemente judías -dijo el doctor Restelli-. Hasta el nombre, pensándolo bien… No es que yo sea antisemita, le hago notar enfáticamente, pero hace años que vengo notando la infiltración de esa raza tan meritoria, si usted quiere, por otros conceptos. A su salud.

– A la suya -dijo López, aguantando las ganas de reírse. La marquesa, ¿realmente saldría a las cinco? Por la puerta de la Avenida de Mayo entraba y se iba la gente de siempre. López aprovechó una meditación probablemente etnográfica de su interlocutor para mirar en detalle. Casi todas las mesas estaban ocupadas pero sólo en unas pocas imperaba el aire de los presumibles viajeros. Un grupo de chicas salía con la habitual confusión, tropezones, risas y miradas a los posibles censores o admiradores. Entró una señora armada de varios niños, que se encaminó al saloncito de manteles tranquilizadores donde otras señoras y parejas apacibles consumían refrescos, masas, o a lo sumo algún cívico. Entró un muchacho (pero sí, ése sí) con una chica muy mona (pero ojalá que sí) y se sentaron cerca. Estaban nerviosos, se miraban con una falsa naturalidad que las manos, enredadas en carteras y cigarrillos, desmentían por su cuenta. Afuera la Avenida de Mayo insistía en el desorden de siempre. Voceaban la quinta edición, un altoparlante encarecía alguna cosa. Había la luz rabiosa del verano a las cinco y media (hora falsa, como tantas otras adelantadas o retrasadas) y una mezcla de olor a nafta, a asfalto caliente, a agua de Colonia y aserrín mojado. López se extrañó de que en algún momento la Lotería Turística se le hubiera antojado irrazonable. Sólo una larga costumbre porteña -por no decir más, por no ponerse metafísico- podía aceptar como razonable el espectáculo que lo rodeaba y lo incluía. La más caótica hipótesis del caos no resistía la presencia de ese entrevero a treinta y tres grados a la sombra, esas direcciones, marchas y contramarchas, sombreros y portafolios, vigilantes y Razón quinta, colectivos y cerveza, todo metido en cada fracción de tiempo y cambiando vertiginosamente a la fracción siguiente. Ahora la mujer de pollera roja y el hombre de saco a cuadros se cruzaban a dos baldosas de distancia en el momento en que el doctor Restelli se llevaba a la boca el medio litro, y la chica lindísima (seguro que era) sacaba un lápiz de rouge. Ahora los dos transeúntes se daban la espalda, el vaso bajaba lentamente, y el lápiz escribía ia curva palabra de siempre. A quién, a quién le podía parecer rara la Lotería.

II

– Dos cafés -pidió Lucio.

– Y un vaso de agua, por favor -dijo Nora.

– Siempre traen agua con el café -dijo Lucio.

– Es cierto.

– Aparte de que nunca la tomas.

– Hoy tengo sed -dijo Nora.

– Sí, hace calor aquí -dijo Lucio, cambiando de tono. Se inclinó sobre la mesa-. Tenés cara de cansada.

– También, con el equipaje y las diligencias…

– Las diligencias, cuando se habla de equipaje, suena raro -dijo Lucio.

– Sí.

– Estás cansada, verdad.

– Sí.

– Esta noche dormirás bien.

– Espero -dijo Nora. Como siempre, Lucio decía las cosas más inocentes con un tono que ella había aprendido a entender. Probablemente no dormiría bien esa noche puesto que sería su primera noche con Lucio. Su segunda primera noche.

– Monona -dijo Lucio, acariciándole una mano-. Monona monina.

Nora se acordó del hotel de Belgrano, de la primera noche con Lucio, pero no era acordarse, más bien olvidarse un poco menos.

– Bobeta -dijo Nora. El rouge de repuesto, ¿estaría en el neceser?

– Buen café -dijo Lucio-. ¿Vos crees que en tu casa no se habrán dado cuenta? No es que me importe, pero para evitar líos.

– Mamá cree que voy al cine con Mocha.

– Mañana armarán un lío de mil diablos.

– Ya no pueden hacer nada -dijo Nora-. Pensar que me festejaron el cumpleaños… Voy a pensar en papá, sobre todo. Papá no es malo, pero mamá hace lo que quiere con él y con los otros.

– Se siente cada vez más calor aquí adentro.

– Estás nervioso -dijo Nora.

– No, pero me gustaría que nos embarcáramos de una vez. ¿No te parece raro que nos hagan venir aquí antes? Supongo que nos llevarán al puerto en auto.

– ¿Quiénes serán los otros? -dijo Nora-. ¿Esa señora de negro, vos crees?

– No, qué va a viajar esa señora. A lo mejor esos dos que hablan en aquella mesa.

– Tiene que haber muchos más, por lo menos veinte.

– Estás un poco pálida -dijo Lucio.

– Es el calor.

– Menos mal que descansaremos hasta quedar rotos -dijo Lucio-. Me gustaría que nos dieran una buena cabina.

– Con agua caliente -dijo Nora.

– Sí, y con ventilador y ojo de buey. Una cabina exterior.

– ¿Por qué decís cabina y no camarote?

– No sé. Camarote… En realidad es más bonito cabina. Camarote parece una cama barata o algo así. ¿Te dije que los muchachos de la oficina querían venir a despedirnos?

– ¿A despedirnos? -dijo Nora-. ¿Pero cómo? ¿Entonces están enterados?

– Bueno, a despedirme -dijo Lucio-. Enterados no están. Con el único que hablé fue con Medrano, en el club. Es de confianza. Pensá que él también viaja, de manera que valía más decírselo antes.

– Mira que tocarle a él también -dijo Nora-. ¿No es increíble?

– La señora de Apelbaum nos ofreció el mismo entero. Parece que el resto se fraccionó por el lado de la Boca, no sé. ¿Por qué sos tan linda? -Cosas -dijo Nora, dejando que Lucio le tomara la mano y "la apretara. Como siempre que él le hablaba de cerca, indagadoramente, Nora se replegaba cortésmente, sin ceder más que un poco para no afligirlo. Lucio miró su boca que sonreía, dejando el lugar exacto para unos dientes muy blancos y pequeños (más adentro había uno con oro). Si les dieran una buena cabina esa noche, si esa noche Nora descansara bien. Había tanto que borrar (pero no había nada, lo que había que borrar era esa nada insensata en que ella se empeñaba). Vio a Medrano que entraba por la puerta de Florida, mezclado con unos tipos de aire compadre y una señora de blusa con encaje. Casi aliviado levantó el brazo. Medrano lo reconoció y vino hacia ellos.

III

El Anglo no está tan mal en la canícula. De Loria a Perú hay diez minutos para refrescarse y echarle un vistazo a Crítica. El problema había sido mandarse mudar sin que Bettina preguntara demasiado, pero Medrano inventó una reunión de egresados del año 35, una cena en Loprete precedida de un vermut en cualquier parte. Llevaba va tanto inventado desde el sorteo de la Lotería, que la última y casi menesterosa mentira no valía la pena ni de nombrarse.

Bettina se había quedado en la cama, desnuda y con el ventilador en la mesa de luz, leyendo a Proust en traducción de Menasché. Toda la mañana habían hecho el amor, con intervalos para dormir y beber whisky o Coca Cola. Después de comer un pollo frío habían discutido el valor de la obra de Marcel Aymé, los poemas de Emilio Ballagas y la cotización de las águilas mexicanas. A las cuatro Medrano se metió en la ducha y Bettina abrió el tomo de Proust (habían hecho el amor una vez más). En el subte, observando con interés compasivo a un colegial que se esforzaba por parecer un crápula, Medrano trazó una raya mental al pie de las actividades del día y las encontró buenas. Ya podía empezar el sábado.

Miraba Crítica pero pensaba todavía en Betuna, un poco asombrado de estar pensando todavía en Bettina. La carta de despedida (le gustaba calificarla de carta postuma) había sido escrita la noche anterior, mientras Bettina dormía con un pie fuera de la sábana y el pelo en los ojos. Todo quedaba explicado (salvo, claro, todo lo que a ella se le ocurriría pensar en contra), las cuestiones personales favorablemente liquidadas. Con Susana Daneri había roto en la misma forma, sin siquiera irse del país como ahora; cada vez que se encontraba con Susana (en las exposiciones de pintura sobre todo, inevitabilidades de Buenos Aires) ella le sonreía como a un viejo amigo y no insinuaba ni rencor ni nostalgia. Se imaginó entrando en Pizarro y dándose de narices con Bettina, sonriente y amistosa. Aunque sólo fuera sonriente. Pero lo más probable era que Bettina se volviera a Raueh, donde la esperaban con total inocencia su impecable familia y dos cátedras de idioma nacional.

– Doctor Livingstone, I suppose -dijo Medrano.

– Te presento a Gabriel Medrano -dijo Lucio-. Siéntese, che, y tome algo.

Estrechó la mano un poco tímida de Nora y pidió un Martini seco. Nora lo encontró más viejo de lo que había esperado en ün amigo de Lucio. Debía tener por lo menos cuarenta años, pero le quedaba tan bien el traje de seda italiana, la camisa blanca. Lucio no aprendería nunca a vestirse así aunque tuviera plata.

– Qué le parece toda esta gente -decía Lucio-. Estuvimos tratando de adivinar quiénes son los que viajan. Creo que salió una lista en los diarios, pero no la tengo.

– La lista era por suerte muy imperfecta -dijo Medrano-. Aparte de mi persona, omitieron a otros dos o tres que querían evitar publicidad o catástrofes familiares.

– Además están los acompañantes.

– Ah, sí -dijo Medrano, y pensó en Bettina dormida-. Bueno, por lo pronto veo ahí a Carlos López con un señor de aire patricio. ¿No los conocen?

– No.

– López iba al club hasta hace tres años, yo lo conozco de entonces. Debió ser un poco antes de que entrara usted. Voy a averiguar si es de la partida.

López era de la partida, se saludaron muy contentos de encontrarse otra vez y en esas circunstancias. López presentó al doctor Restelli, quien dijo que Medrano le resultaba cara conocida. Medrano aprovechó que la mesa contigua se había vaciado para llamar a Nora y Lucio. Todo esto llevó su tiempo porque en el London no es fácil levantarse y cambiar de sitio sin provocar notoria iracundia en el personal de servicio. López llamó a Roberto y Roberto rezongó, pero ayudó a la mudanza y se embolsó un peso sin dar las gracias. Los jóvenes de aire compadre empezaban a hacerse oír, y reclamaban una segunda cerveza. No era fácil conversar a esa hora en que todo el mundo tenía sed y se metía en el London como con calzador, sacrificando la última bocanada de oxígeno por la dudosa compensación de un medio litro o un Indian Tonic. Ya no había demasiada diferencia entre el bar y la calle; por la Avenida bajaba y subía ahora una muchedumbre compacta con paquetes y diarios y portafolios, sobre todo portafolios de tantos colores y tamaños.

– En suma -dijo el doctor Restelli- si he comprendido bien todos los presentes tendremos el gusto de convivir este ameno crucero.

– Tendremos -dijo Medrano-. Pero temo, sin embargo, que parte de ese popular simposio ahí a la izquierda se incorpore a la convivencia.

– ¿Usté cree, che? -dijo López, bastante inquieto.

– Tienen unas pintas de reos que no me gustan nada -dijo Lucio-. En una cancha de fútbol uno confraterniza, pero en un barco…

– Quién sabe -dijo Nora, que se creyó llamada a dar el toque moderno-. Puede que sean muy simpáticos.

– Por lo pronto -dijo López- una doncella de aire modesto parece querer incorporarse al grupo. Sí, así es. Acompañada de una señora de negro vestida, que respira un aire virtuoso.

– Son madre e hija -dijo Nora, infalible para esas cosas-. Dios mío, qué ropa se han puesto.

– Esto acaba con la duda -dijo López-. Son de la partida y serán también de la llegada, si es que partimos y llegamos.

– La democracia… -dijo el doctor Restelli, pero su voz se perdió en un clamoreo procedente de la boca del subte. Los jóvenes de aire compadre parecieron reconocer los signos tribales, pues dos de ellos los contestaron en seguida, el uno con un alarido a una octava más alta y el otro metiéndose dos dedos en la boca y emitiendo un silbido horripilante.

– …de contactos desgraciadamente subalternos -concluyó el doctor Restelli.

– Exacto -dijo cortésmente Medrano-. Por lo demás uno se pregunta por qué se embarca.

– ¿Perdón?

– Sí, qué necesidad hay de embarcarse.

– Bueno -dijo López- supongo que siempre puede ser más divertido que quedarse en tierra. Personalmente me gusta haberme ganado un viaje por diez pesos. No se olvide que lo de la licencia automática con goce de sueldo ya es un premio considerable. No se puede perder una cosa así.

– Reconozco que no es de despreciar -diio Medrano-. Por mi parte el premio me ha servido para cerrar el consultorio y no ver incisivos cariados por un tiempo. Pero admitirán que toda esta historia… Dos o tres veces he tenido como la impresión de que esto va a terminar de una manera… Bueno, elijan ustedes el adjetivo, que es siempre la parte más elegible de la oración.

Nora miró a Lucio.

– A mí me parece que exagera -dijo Lucio-. Si uno fuera a rechazar los premios por miedo a una estafa…

– No creo que Medrano piense en una estafa -dijo López-. Más bien algo que está en el aire una especie de tomada de pelo pero en un plano poi asi decirlo sublime. Observen que acaba de ingresar una señora cuya vestimenta… En fin, de fija que también elja. Y allá doctor acaba de instalarse nuestro alumno Trejo rodeado de su amante familia Este café empieza a tomar un aire cada vez más transoceánico.

– Nunca entenderé cómo la señora de Rébora pudo venderles números a los alumnos, y en especial a ése -dijo el doctor Restelli.

– Hace cada vez más calor -dijo Nora-. Por favor pedíme un refresco.

– A bordo estaremos bien, vas a ver -dijo Lucio, agitando el brazo para atraer a Roberto que andaba ocupado con la creciente mesa de los jóvenes entusiastas, donde se hacían pedidos tan extravagantes como capuchinos, submarinos, sandwiches de chorizo y botellas de cerveza negra, artículos ignorados en el establecimiento o por lo menos insólitos a esa hora.

– Sí, supongo que hará más fresco -dijo Nora mirando con recelo a Medrano. Seguía inquieta por lo que había dicho, o era más bien una manera de fijar la inquietud en algo conversable y comunicable. Le dolía un poco el vientre, a lo mejor tendría que ir al baño. Qué desagradable tener que levantarse delante de todos esos señores. Pero tal vez pudiera aguantar. Sí, podría. Era más bien un dolor muscular. ¿Cómo sería el camarote? Con dos camas muy pequeñas, una arriba de otra. A ella le gustaría la de arriba, pero Lucio se pondría el piyama y también se treparía a la cama de arriba.

– ¿Ya ha viajado por mar, Nora? -preguntó Medrano. Parecía muy de él llamarla en seguida por su nombre. Se veía que no era tímido con las mujeres. No, no había viajado, salvo una excursión por el delta, pero eso, claro… ¿Y él sí había viajado? Sí, un poco, en su juventud (como si fuera viejo). A Europa y a Estados Unidos, congresos odontológicos y turismo. El franco a diez centavos, imagínese.

– Aquí por suerte estará todo pago -dijo Nora, y hubiera querido tragarse la lengua. Medrano la miraba con simpatía, protegiéndola de entrada. También López la miraba con simpatía, pero además se le notaba una admiración de porteño que no se pierde una. Si toda la gente era tan simpática como ellos dos, el viaje iba a valer la pena. Nora sorbió un poco de granadina y estornudó. Medrano y López seguían sonriendo, protegiéndola, y Lucio la miraba casi como queriendo defenderla de tanta simpatía. Una paloma blanca se posó por un instante en la barandilla de la boca del subte. Rodeada de toda esa gente que subía y bajaba la Avenida, permanecía indiferente y lejana. Echó a volar con la misma aparente taita de motivo con que había bajado. Por la puerta de la esquina entró una mujer con un niño de la mano «Más niños -pensó López-. Y éste seguro que viaja, si viajamos. Ya van a dar las seis, hora de las definiciones. Siempre ocurre algo a las seis.»

IV

– Aquí debe haber helados ricos -dijo Jorge.

– ¿Te parece? -dijo Claudia, mirando a su hijo con el aire de las conspiraciones.

– Claro que me parece. De limón y chocolate.

– Es una mezcla horrible, pero si te gusta…

Las sillas del London eran particularmente incómodas, pretendían sostener el cuerpo en una vertical implacable. Claudia estaba cansada de preparar las valijas, a última hora había descubierto que faltaba una cantidad de cosas, y Persio había tenido que correr a comprarlas (por suerte el pobre no había tenido mucho trabajo con su propio equipaje, que parecía como para ir a un picnic) mientras ella terminaba de cerrar el departamento, escribía una de esas cartas de último minuto para las que faltan de golpe todas las ideas y hasta los sentimientos… Pero ahora descansaría hasta cansarse. Hacía tiempo que necesitaba descansar. «Hace tiempo que necesitaba cansarme para después descansar», se corrigió, jugando desganadamente con las palabras. Persio no tardaría en aparecer, a última hora se había acordado de algo que le faltaba cerrar en su misteriosa pieza de Chacarita donde juntaba libros de ocultismo y probables manuscritos que no serían publicados, pobre Persio, a él sí que le hacía falta el descanso, era una suerte que las autoridades hubieran permitido a Claudia (con ayuda de un golpe de teléfono del doctor León Lewbaum al ingeniero Fulano de Tal) que presentara a Persio como un pariente lejano y lo embarcara casi de contrabando. Pero si alguien merecía aprovechar la Lotería era Persio, inacabable corrector de pruebas en Kraft, pensionista de vagos establecimientos del oeste de la ciudad, andador noctámbulo del puerto y las calles de Flores. «Aprovechará mejor que yo este viaje insensato -pensó Claudia, mirándose las uñas-. Pobre Persio.»

El café la hizo sentirse mejor. De manera que se iba de viaje con su hijo, llevándose de paso a un antiguo amigo convertido en falso pariente. Se iba porque había ganado el premio, porque a Jorge le sentaría bien el aire de mar, porque a Persio le sentaría todavía mejor. Volvía a pensar las frases, repetía: De manera que… Tomaba un sorbo de café, distrayéndose y recomenzaba. No le era fácil entrar en lo que estaba sucediendo, lo que iba a empezar a suceder. Entre irse por tres meses o por toda la vida no había demasiada diferencia. ¿Qué más daba? No era feliz, no era desdichada, esos extremos que resisten a los cambios violentos. Su marido seguiría pagando la pensión de Jorge en cualquier parte del mundo. Para ella estaba su renta, la bolsa negra siempre servicial llegado el caso, los cheques del viajero.

– ¿Todos éstos vienen con nosotros? -dijo Jorge, regresando poco a poco del helado.

– No. Podríamos adivinar, si querés. Yo digo que va esa señora de rosa.

– ¿Te parece, che? Es muy fea.

– Bueno, no la llevamos. Ahora vos.

– Esos señores de la mesa de allá, con esa señorita.

– Puede muy bien ser. Parecen simpáticos. ¿Trajiste un pañuelo?

– Sí, mamá. Mamá, ¿el barco es grande?

– Supongo. Es un barco especial, parece.

– ¿Nadie lo ha visto?

– Tal vez, pero no es un barco conocido.

– Será feo, entonces -dijo melancólicamente Jorge-. A los lindos se los conoce de lejos. ¡Persio, Persio! Mamá, ahí está Persio.

– Persio puntual -dijo Claudia-. Es para creer que la Lotería está corrompiendo las costumbres.

– ¡Persio, aquí! ¿Qué me trajiste, Persio?

– Noticias del astro -dijo Persio, y Jorge lo miró feliz, y esperó.

V

El alumno Felipe Trejo se interesaba mucho por el ambiente de la mesa de al lado.

– Vos te das cuenta -le dijo al padre, que se secaba el sudor con la mayor elegancia posible-. Seguro que parte de estos puntos suben con nosotros.

– ¿No podes hablar bien, Felipe? -se quejó la señora de Trejo-. Este chico, cuándo aprenderá modales.

La Beba Trejo discutía problemas de maquillaje con un espejito de Eibar que usaba de paso como periscopio.

– Bueno, esos cosos -consintió Felipe-. ¿Vos te das cuenta? Pero si son del Abasto.

– No creo que viajen todos -dijo la señora de Trejo-. Probablemente esa pareja que preside la mesa y la señora que debe ser la madre de la chica.

– Son vulgarísimos -dijo la Beba.

– Son vulgarísimos -remedó Felipe.

– No seas estúpido.

– Mírenla, la duquesa de Windsor. La misma cara, además.

– Vamos, chicos -dijo la señora de Trejo.

Felipe tenía ia gozosa conciencia de su repentina importancia, y la usaba con cautela para no quemarla. A su hermana, sobre todo, había que meterla en vereda y cobrarse todas las que le había hecho antes de sacarse el premio.

– En las otras mesas hay gente que parece bien -dijo la señora de Trejo.

– Gente bien vestida -dijo el señor Trejo.

«Son mis invitados -pensó Felipe y hubiera gritado de alegría-. El viejo, la vieja y esta mierda. Hago lo que quiero, ahora.» Se dio vuelta hacia los de la otra mesa y esperó que alguno lo mil ara.

– ¿Por casualidad ustedes hacen el viaje? -preguntó a un morocho de camisa a rayas.

– Yo no, mocito -dijo el morocho-. El joven aquí con la mamá, y la señorita con la mamá también.

– ¡Ah! Ustedes los vinieron a despedir.

– Eso. ¿Usted viaja?

– Sí, con la tamilia.

– Tiene suerte, joven.

– Qué le va a hacer -dijo Felipe-. A lo mejor usted se liga la que viene.

– Claro. Es así.

– Seguro.

VI

– Además te traigo novedades del octopato -dijo Persio.

Jorge se puso de codos en la mesa.

– ¿Lo encontraste debajo de la cama o en la banadera? -preguntó.

– Trepado en la máquina de escribir -dijo Persio-. Qué te crees que hacía.

– Escribía a máquina.

– Qué chico inteligente -dijo Persio a Claudia-. Claro que escribía a máquina. Aquí tengo el papel, te voy a leer una parte. Dice: «Se va de viaje y me deja como una madeja vieja. Lo esperará a cada rato el pobrecito octopato.» Firmado. «El octopato, con un cariño y un reproche.»

– Pobre octopato -dijo Jorge-. ¿Qué va a comer mientras vos no estés?

– Fósforos, minas de lápiz, telegramas y una lata de sardinas.

– No la va a poder abrir -dijo Claudia.

– Oh, sí, el octopato sabe -dijo Jorge-. ¿Y el astro, Persio?

– En el astro -dijo Persio- parece que ha llovido.

– Si ha llovido -calculó Jorge- los hormigombres van a tener que subirse a las balsas. ¿Será como el diluvio o un poco menos?

Persio no estaba muy seguro, pero de todas maneras los hormigombres eran capaces de salir del paso.

– No has traído el telescopio -dijo Jorge-. ¿Cómo vamos a hacer a bordo para ver al astro?

– Telepatía astral -dijo Persio, guiñando el ojo-. Claudia, usted está cansada.

– Esa señora de blanco -dijo Claudia- contestaría que es la humedad. Bueno, Persio, aquí estamos. ¿Qué va a pasar?

– Ah, eso… No he tenido mucho tiempo para estudiar la cuestión, pero ya estoy preparando el frente.

– ¿El frente?

– El frente de ataque. A una cosa, a un hecho, hay que atacarlo de mucha maneras. La gente elige casi siempre una sola manera y sólo consigue resultados a medias. Yo preparo siempre mi frente y después sincretizo los resultados.

– Comprendo -dijo Claudia con un tono que la desmentía.

– Hay que trabajar en push-putl -dijo Persio-. No sé si me explico. Algunas cosas están domo en el camino y hay que empujarlas para ver lo que pasa más allá. Las mujeres, por ejemplo, con perdón del niño. Pero a otras hay que agarrarlas por la manija y tirar. Ese mozo Dalí sabe lo que hace (a lo mejor no lo sabe, pero es lo mismo) cuando pinta un cuerpo lleno de cajones. A mí me parece que muchas cosas tienen manija. Fíjese por ejemplo en las imágenes poéticas. Si uno las mira desde fuera, no ve más que el sentido abierto, aunque a veces sea muy hermético. ¿Usted se queda satisfecha con el sentido abierto? No, señor. Hay que tirar de la manija, caerse dentro del cajón. Tirar es apropiarse, apropincuarse, propasarse.

– Ah -dijo Claudia, haciendo una seña discreta a Jorge para que se sonara.

– Aquí, por ejemplo, los elementos significativos pululan. Cada mesa, cada corbata. Veo como un proyecto de orden en este terrible desorden. Me pregunto qué va a resultar.

– También yo. Pero es divertido.

– Lo divertido es siempre un espectáculo: no lo analicemos porque asomará el artificio obsceno. Conste que no estoy en contra de la diversión, pero cada vez que me divierto cierro primero el laboratorio y tiro los ácidos y los álcalis. Es decir que me someto, cedo a lo aparencial. Usted sabe muy bien qué dramático es el humorismo.

– Recítale a Persio el verso sobre Garrick -dijo Claudia a Jorge-. Ya verá qué buen ejemplo de su teoría.

– Viendo a Garrick, actor de la Inglaterra… -declamó Jorge a gritos. Persio escuchó atentamente y después aplaudió. Desde otras mesas también aplaudieron y Jorge se puso colorado.

– Quod erat demostrandum -dijo Persio-. Claro que yo aludía a un plano más óntico, al hecho de que toda diversión es como una conciencia de máscara que acaba por animarse y suplanta el rostro real. ¿Por qué se ríe el hombre? No hay nada de qué reírse, como no sea de la risa en sí. Fíjese que los chicos que ríen mucho acaban llorando.

– Son unos sonsos -dijo Jorge-. ¿Querés que te recite el del buzo y la perla?

– En la cubierta, mejor dicho el sollado, bajo la asistencia de las estrellas podrás recitarme lo que quieras -dijo Persio-. Ahora quisiera entender un poco más este planteo semigastronómico que nos circunda. ¿Y esos bandoneones, qué significan?

– La madona -dijo Jorge, abriendo la boca.

VII

Un Lincoln negro, un traje negro, una corbata negra. El resto, borroso. De Don Galo Porrino lo que más se veía era el chófer de imponentes espaldas y la silla de ruedas donde la goma luchaba con el cromo. Mucha gente se detuvo para ver cómo el chófer v la enfermera sacaban a Don Galo y lo bajaban a la vereda. En las caras se advertía una lástima mitigada por la evidente fortuna del valetudinario caballero. A eso se sumaba que Don Galo parecía un pollo de los de cogote pelado, con un modo tan revirado de mirar que daba ganas de cantarle la Internacional en plena cara, cosa que jamás nadie había hecho -según afirmó Medrano- a pesar de ser la Argentina un país libre y la música un arte fomentado en los mejores círculos.

– Me había olvidado que Don Galo también ganó un premio. ¿Cómo no iba a ganar un premio Don Galo? Eso sí, en mi vida imaginé que el viejo haría el viaje. Es simplemente increíble.

– ¿Es un señor que usted conoce? -preguntó Nora.

– El que en Junín no conozca a Don Galo Porrino merece ser lapidado en la hermosa plaza de anchas veredas -dijo Medrano-. Los azares de mi profesión me llevaron a padecer un consultorio en esa progresista ciudad hasta hace unos cinco años, época fasta en que pude bajar a Buenos Aires. Don Galo fue uno de los primeros prohombres que conocí por allá.

– Parece un caballero respetable -dijo el doctor Restelli-. La verdad es que con ese auto resulta un tanto raro que…

– Con este auto -dijo López- se puede echar al capitán al agua y usar el barco como cenicero.

– Con ese auto -dijo Medrano- se puede ir muy lejos. Como ustedes ven, hasta Junín y hasta el London. Uno de mis defectos es la chismografía, aunque aduciré en mi descargo que sólo me interesan ciertas formas superiores del chisme, como por ejemplo la historia. ¿Qué diré de Don Galo? (Así empiezan ciertos escritores que saben muy bien lo que van a decir.) Diré que debería llamarse Gayo, por lo que verán muy pronto. Junín cuenta con la gran tienda «Oro y azul», nombre predestinado; pero si ustedes han incurrido en turismo bonaerense, cosa que prefiero dudar, sabrán que en Veinticinco de Mayo hay otra tienda «Oro y azul», y que prácticamente en todas las cabezas de partido de la vasta provincia hay oros y azules en las esquinas más estratégicas. En resumen, millones de pesos en el bolsillo de Don Galo, laborioso gallego que supongo llegó al país como casi todos sus congéneres y trabajó con la eficacia que los caracteriza en nuestras pampas proclives a la siesta. Don Galo vive en un palacio de Palermo, paralítico y casi sin familia. Una bien montada burocracia cuida de la cadena oro y azul: intendentes, ojos y oídos del rey, vigilan, perfeccionan, informan y sancionan. Mas he aquí… ¿No los aburro?

– Oh, no -dijo Nora, que-bebía sus-palabras.

– Pues bien -siguió irónicamente Medrano, cuidando su ejercicio de estilo que, estaba seguro, sólo López apreciaba a fondo-, he aquí que hace cinco años se cumplieron las bodas de diamante de Don Galo con el comercio de paños, el arte sartorio y sus derivados. Los gerentes locales se enteraron oficiosamente de que el patrón esperaba un homenaje de sus empleados, y que tenía la intención de pasar revista a todas sus tiendas. Yo era por aquel entonces muy amigo de Peña, el gerente de la sucursal de Junín, que andaba preocupado con la visita de Don Galo. Peña se enteró de que la visita era eminentemente técnica y que Don Galo venía dispuesto a mirar hasta la última docena de botones. Resultado de informes secretos, probablemente. Como todos los gerentes estaban igualmente inquietos, empezó una especie de carrera armamentista entre las filiales. En el club había para reírse con los cuentos de Peña sobre cómo había sobornado a dos viajantes de comercio para que le trajeran noticias de lo que preparaban los de 9 de Julio o los de Pehuajó. Por su parte hacía lo posible, y en la tienda se trabajaba hasta horas inverosímiles y los empleados andaban furiosos y asustados al mismo tiempo.

»Don Galo empezó su jira de autohomenaje por Lobos, creo, visitó tres o cuatro de sus tiendas, y un sábado con mucho sol apareció en Ju nín. Por ese entonces tenía un Buick azul, pero Peña había mandado preparar un auto abierto, de esos que ya hubiera querido Alejandro para entrar en Persépolis. Don Galo quedó bastante impresionado cuando Peña y una comitiva lo esperaron a la entrada del pueblo y lo invitaron a pasar al auto abierto. El cortejo entró majestuosamente por la avenida principal; yo, que no me pierdo esas cosas, me había situado en el cordón de la vereda, a poca distancia de la tienda. Cuando el auto se acercó, los empleados, estratégicamente distribuidos, empezaron a aplaudir. Las chicas tiraban llores blancas y los hombres (muchos alquilados) agitaban banderitas con la insignia oro y azul. De lado a lado de la calle había una especie de arco de triunfo que decía: BIENVENIDO DON GALO. A Peña esta familiaridad le había costado una noche de insomnio, pero al viejo le gustó el coraje de sus subditos. El auto se paró delante de la tienda, arreciaron los aplausos (ustedes perdonen estas palabras necesarias pero odiosas) y Don Galo, como un tití en el borde del asiento, movía de cuando en cuando la mano derecha para devolver los saludos. Les advierto que hubiera podido saludar con las dos, pero ya me había dado cuenta yo de los puntos que calzaba el personaje, y que Peña no había exagerado. El señor feudal visitaba a sus siervos, requería y sopesaba el homenaje con un aire entre amable y desconfiado. Yo me rompía la cabeza tratando de recordar dónde había visto ya una escena como esa. No la escena misma, porque en sí era igual a cualquier recepción oficial, con banderitas y carteles y ramos de flores. Era lo que encubría (y para mí revelaba) la escena, algo que abarcaba a los aterrados horteras, al pobre Peña, al aire entre aburrido y ávido de la cara de Don Galo. Cuando Peña se subió a un banquillo para leer el discurso de bienvenida (en el que confieso que una buena parte era mía porque de cosas así están hechas las diversiones que uno tiene en los pueblos), Don Galo se encrespó en su asiento, moviendo la cabeza afirmativamente de cuando en cuando y recibiendo con fría cortesía las atronadoras salvas de aplausos que los empleados colocaban exactamente donde Peña les había indicado la noche anterior. En el momento mismo en que llegaba al punto más emocionante (habíamos descrito en detalle los afanes de Don Galo, self made man, autodidacto, etc), vi que el homenajeado hacía un signo ai gorila de chófer que ven ustedes ahí. El gorila bajó del auto y le habló a uno del cordón de la vereda, que se puso rojo y le habló al de al lado, que vaciló y se puso a mirar en todas direcciones como esperando una aparición salvadora… Comprendí que me acercaba a la solución, que iba a saber por qué todo eso me era tan familiar. "Ha pedido el orinal de plata -pensé-. Gayo Trimalción. Madre mía, el mundo se repite como puede…" Pero no era un orinal, claro, apenas un vaso de agua, un vaso bien pensado para aplastar a Peña, romperle el pathos del discurso y recobrar la ventaja que había perdido con el truco del auto abierto…»

Nora no había entendido el final pero se ie contagió la risa de López. Ahora Roberto acababa de instalar trabajosamente a Don Galo cerca de una ventana, y le traía una naranjada. El chófer se había retirado y esperaba en la puerta, charlando con la enfermera. La silla de Don Galo molestaba enormemente a todo el mundo, pero a Don Galo esto parecía hacerle mucho bien. López estaba fascinado

– No puede ser -repitió-. ¿Con esa salud y toda esa plata se va a embarcar nada más que porque es gratis?

– No tan gratis -dijo Medrano-. El número le costó diez pesos, che.

– En la vejez de los hombres de acción suelen darse esos caprichos de adolescentes -dijo el doctor Restelli-. Yo mismo, fortuna aparte, me pregunto si realmente debería…

– Ahí vienen unos tipos con bandoneones -dijo Lucio-. ¿Será por nosotros?

VIII

Se veía que era un café para pitucos, con esas sillas de ministro y los mozos que ponían cara de resfriados apenas se les pedía un medio litro bien tiré y con poca espuma. No había ambiente, eso era lo malo.

Atilio Presutti, mejor conocido por el Pelusa, se metió la mano derecha en el pelo de apretados rizos color zanahoria y la sacó por la nuca después de un trabajoso recorrido. Después se atusó el bigote castaño y miró satisfecho su cara pecosa en el espejo de la pared. No contento con lo anterior, sacó un peine azul del bolsillo superior del saco y se peinó con gran ayuda de golpes secos que daba con la mano libre para marcar el jopo. Contagiados por su acicalamiento, dos de sus amigos procedieron a refrescarse la peinada.

– Es un café para pitucos -repitió el Pelusa-. A quién se le ocurre hacer la despedida en este sitio.

– El helado es bueno -dijo la Nelly, sacudiendo la solapa del Pelusa para hacer caer la caspa-. ¿Por qué te pusiste el traje azul, Atilio? De verlo me muero de calor, te juro.

– Si lo dejo en la valija se me arruga todo -dijo el Pelusa-. Yo me sacaría el saco pero me da no sé qué aquí. Pensar que los podríamos haber reunido en lo del Ñato que es más familiar.

– Cállese, Atilio -dijo la madre de la Nelly -. No me hable de despedidas después de lo del domingo. Ay, Dios mío, cada vez que me acuerdo…

– Pero si no fue nada, doña Pepa -dijo el Pelusa.

La señora de Presutti miró severamente a su hijo.

– ¿Cómo que no fue nada? -dijo-. Ah, doña pepa, estos hijos… ¿No fue nada, no? Y tu padre en la cama con la paleta sacada y el tobillo recalcado.

– ¿Y eso qué tiene? -dijo el Pelusa-. El viejo es más fuerte que una locomotora.

– ¿Pero qué pasó? -preguntó uno de los amigos.

– ¿Cómo, vos no estabas el domingo?

– ¿No te acordás que no estaba? Me tenía que estrenar para la pelea. Cuando uno se estrena, nada de fiestas. Te avisé, acordate.

– Ahora me acuerdo -dijo el Pelusa-. La que te perdiste, Rusito.

– ¿Hubo un accidente, hubo?

– Fue grande -dijo el Pelusa-. El viejo se cayó de la azotea al patio y casi se mata. Uy Dios, qué lío.

– Un accidente, sabe -dijo la señora de Presutti-. Contale, Atilio. A mí me hace impresión nada más que de acordarme.

– Pobre Doña Pepa -dijo la Nelly.

– Pobre -dijo la madre de la Nelly.

– Pero si no fue nada -dijo el Pelusa-. Resulta que la barra se juntó para despedirnos a la Nelly y a mí. La vieja aquí hizo una raviolada fenómena y los muchachos trajeron la cerveza y las masitas. Estábamos lo más bien en la azotea, entre el más chico y yo pusimos el toldo y trajimos la vitrola. No faltaba nada. ¿Cuántos seríamos? Por lo menos treinta.

– Más -dijo ¡a Nelly-. Yo conté casi cuarenta. El estofado apenas alcanzó, me acuerdo.

– Bueno, todos estábamos lo más bien, no como aquí que parece una mueblería. El viejo se había puesto en la cabecera y lo tenía al lado a Don Rapa el del astillero. Vos sabés cómo le gusta el drogui a mi viejo. mirá, mira la cara que pone la vieja. ¿No es verdad, decime? ¿Qué tiene de malo? Yo lo que.sé es que cuando sirvieron las bananas todos estábamos bastante curdas, pero el viejo era el peor. Cómo cantaba, mama mía. Justo entonces se le ocurre brindar por el viaje, se levanta con el medio litro en la mano, y cuando va a empezar a hablar le agarra un ataque de tos, se echa así para atrás y se cae propio al patio. Qué impresión que me hizo el ruido, pobre viejo. Parecía una bolsa de maíz; te juro.

– Pobre Don Pipo -dijo el Rusito, mientras la señora de Presutti sacaba un pañuelito de la cartera.

– ¿Ve, Atilio? Ya la hizo llorar a su mamá -dijo la madre de la Nelly -. No llore, Doña Rosita. Total no fue nada.

– Pero claro -dijo el Pelusa-. Che, qué lío que se armó. Todos bajamos abajo, yo estaba seguro que el viejo se había roto la cabeza. Las mujeres lloraban, era un plato. Yo le dije a la Nelly que cortara la vitrola y Doña Pepa aquí la tuvo que atender a la vieja que le había dado el ataque. Pobre vieja, cómo se retorcía.

– ¿Y don Pipo? -preguntó el Rusito, ávido de sangre.

– El viejo es un fenómeno -dijo el Pelusa-. Yo cuando lo vi en las baldosas y que no se movía, pensé: «Te quedaste huérfano de padre.» El más chico fue a llamar a la Asistencia y entre tanto le sacamos la camiseta al viejo para ver si respiraba. Lo primero que hizo al abrir los ojos fue meterse la mano en el bolsillo para ver si no le habían afanado la cartera. El viejo es así. Después dijo que le dolía la espalda pero que no era nada. Para mí que quería seguir la farra. ¿Te acordás, vieja, cuando te trajimos para que vieras que no le pasaba nada? Qué plato, en vez de calmarse le dio el ataque el doble de fuerte.

– La impresión -dijo la madre de Nelly-. Una vez. en mi casa…

– Total, cuando cayó la ambulancia ya el viejo estaba sentado en el suelo y todos nos reíamos como locos. Lástima que los dos practicantes no quisieron saber nada de dejarlo en casa. A la final se lo llevaron, pobre viejo, pero eso sí, yo aproveché que uno me pidió que le firmara no sé qué papel, y me hice revisar de este oído que a. veces lo tengo tapado.

– Fenómeno -dijo el Rusito, impresionado-. Mira lo que me perdí. Lástima que justo ese día me tenía que estrenar.

Otro de los amigos, metido en un enorme cuello duro, se levantó de golpe.

– ¡Manya quiénes vienen! ¡Pibe, qué fenómeno!

Solemnes, brillante el pelo, impecables los trajes a cuadros, los bandoneonistas de la típica de Asdrubal Crésida se abrían paso entre las mesas cada vez más concurridas. Tras de ellos entró un joven vestido de gris perla y camisa negra, que sujetaba su corbata color crema con un alfiler en forma dé escudo futbolístico.

– Mi hermano -dijo el Pelusa, aunque nadie ignoraba ese importante detalle-. Te das cuenta, nos vino a dar una sorpresa.

El conocido intérprete Humberto Roland llegó a la mesa y dio efusivamente la mano a todo el mundo salvo a su madre.

– Fenómeno, pibe -dijo el Pelusa-. ¿Te hiciste reemplazar en la radio?

– Pretexté un dolor de muelas-dijo Humberto Roland-. Única forma de que esos sujetos no me descuenten. Aquí los compañeros de la orquesta también han querido despedirlos.

Conminado, Roberto agregó otra mesa y cuatro sillas, el artista pidió un mazagrán, y los instrumentistas coincidieron en la cerveza.

IX

Paula y Raúl entraron por la puerta de Florida y se sentaron en una mesa del lado de la ventana. Paula miró apenas el interior del café, pero a Raúl lo divertía el juego de adivinar entre tantos sudorosos porteños a los probables compañeros de viaje.

– Si no tuviera la convocatoria en el bolsillo creería que es una broma de algún amigo -dijo Raúl-. ¿No te parece increíble?

– Por el momento me parece más bien caluroso -dijo Paula-. Pero admito que la carta vale el viaje.

Raúl desplegó un papel color crema y sintetizó:

– A las 18 en este café. El equipaje será recogido a domicilio por la mañana. Se ruega no concurrir acompañado. El resto corre por cuenta de la Dirección de Fomento. Como lotería, hay que reconocer que se las trae. ¿Por qué en este café, decime un poco?

– Hace rato que he renunciado a entender este asunto -dijo Paula- como no sea que te sacaste un premio y me invitaste, descalificándome para siempre del Quién es quién en la Argentina.

– Al contrario, este viaje enigmático te dará gran prestigio. Podes hablar de un retiro espiritual, decir que estás trabajando en una monografía sobre Dylan Thomas, poeta de turno en las confiterías literarias. Por mi parte considero que el mayor encanto de toda locura está en que siempre acaba mal.

– Sí, a veces eso puede ser un encanto -dijo Paula-. Le besoin de la fatalité, que le dicen.

– En el peor de los casos será un crucero como cualquier otro, sólo que no se sabe muy bien adonde. Duración, de 3 a 4 meses. Confieso que esto último me decidió. ¿Adonde son capaces de llevarnos con tanto tiempo? ¿A la China, por ejemplo?

– ¿A cuál de las dos?

– A las dos, para hacer honor a la tradicional neutralidad argentina.

– Ojalá, pero ya verás que nos llevan a Genova y de allí en autocar por toda Europa hasta dejarnos hechos pedazos.

– Lo dudo -dijo Raúl-. Si fuera así lo habrían afichado clamorosamente. Anda a saber qué lío se les ha armado a la hora de embarcarnos.

– De todos modos -dijo Paula- algo se hablaba del itinerario.

– Absolutamente aleatorio. Vagos términos


contractuales que ya no recuerdo, insinuaciones destinadas a despertar nuestro instinto de aventura y de azar. En resumen, un grato viaje, condicionado por las circunstancias mundiales. Es decir que no nos van a llevar a Argelia ni a Via divostok ni a Las Vegas. La gran astucia fue lo de.las licencias automáticas. ¿Qué burócrata re siste? Y el talonario de cheques del viajero, eso también cuenta. Dólares, fíjate un poco, dólares.

– Y poder invitarme a mí.

– Por supuesto. Para ver si el aire salado y las puertos exóticos curan de mal de amores.

– Siempre será mejor que el gardenal -dijo Paula mirándolo. Raúl la miró a su vez. Se quedaron un momento así, inmóviles, casi desafiantes.

– Vamos -dijo Raúl- déjate de tonterías ahora. Me lo prometiste.

– Claro -dijo Paula.

– Siempre decís «claro» cuando todo está más que oscuro.

– Fíjate que dije: siempre será mejor que el gardenal.

– De acuerdo, on laisse tomber.

– Claro -repitió Paula-. No te enojes, bonito. Te estoy agradeciendo, créeme. Me sacas de un pantano al invitarme, aunque perezca mi escasa reputación. De veras, Raúl, creo que el viaje me servirá de algo. Sobre todo si nos metemos en un lío absurdo. Lo que nos vamos a reír.

– Siempre será otra cosa -dijo Raúl-. Estoy un poco harto de proyectar chalets para gente como tu familia o la mía. Comprendo que esta solución es bastante idiota y que no es solución sino mero aplazamiento. Al final volveremos y todo será como antes. Pero a lo mejor es ligeramente menos o más que como antes.

– Nunca entenderé por qué no aprovechaste para viajar con un amigo, con alguien más cercano que yo.

– Quizá por eso, milady. Para que la cercanía no me siguiera atando a la gran capital del sud. Aparte que eso de cercanía, vos sabés…

– Creo -dijo Paula, mirándolo en los ojos- que sos un gran tipo.

– Gracias. No es cierto, pero vos le das una apariencia de realidad.

– Yo creo también que el viaje va a ser muy divertido.

– Muy.

Paula respiró profundamente. De pronto, así, algo como la felicidad.

– ¿Vos trajiste pildoras para el mareo? -preguntó.

Pero Raúl miraba hacia una gran congregación de estrepitosos jóvenes.

– Madre mía -dijo-. Hay uno que parece que va a cantar.

A

Aprovechando el diálogo materno-filial Persio piensa y observa en tornó, y a cada presencia aplica el logos o del logos extrae el hilo, del meollo la fina pista sutil con vistas al espectáculo que deberá -asi él quisiera- abrirle el portillo hacia la síntesis. Desiste sin esfuerzo Persio de las figuras adyacentes a la secuencia central, calcula y concentra la baza significativa, cala y hostiga la circunstancia ambiente, separa y analiza, aparta y pone en la balanza. Lo que ve adquiere el relieve que daría una fiebre fría, una alucinación sin tigres ni coleópteros, un ardor que persigue su presa sin saltos de mono ni cisnes de ecolalia. Ya han quedado fuera del café las comparsas que asisten a la partida (pero, de juego se habla ahora) sin saber de su parada. A Persio le va gustando aislar en la platina la breve constelación de los que quedan, de los que han de viajar de veras. No sabe más que ellos de las leyes del juego, pero siente que están naciendo ahí mismo de cada uno de los jugadores, como en un tablero infinito entre adversarios mudos, para alfiles y caballos como delfines y sátiros juguetones. Cada jugada una naumaquia, cada paso un río de palabras o de lágrimas, cada casilla un grano de arena, un mar de sangre, una comedia de ardillas o un fracaso de Juglares que ruedan por un prado de cascabeles y aplausos.

Así un municipal concierto de buenas intenciones encaminadas a la beneficencia y quizá (sin saberlo con certeza) a una oscura ciencia en la que talla la suerte, el destino de tos agraciados, ha hecho posible este congreso en el London, este pequeño ejército del que Persio sospecha las cabezas de fila, los furrieles, los tránsfugas y quizás los héroes, atisba las distancias de acuario a mirador, los hielos de tiempo que separan una mirada de varón de una sonrisa vestida de rouge, la incalculable lejanía de los destinos que de pronto se vuelven gavilla en una cita, la mezcla casi pavorosa de seres solos que se encuentran de pronto viniendo desde taxis y estaciones y amantes y bufetes, que son ya un solo cuerpo que aún no se reconoce, no sabe que es el extraño pretexto de una confusa saga que quizá en vano se cuente o no se cuente.

X

– Y así -dijo Persio suspirando- somos de pronto, a lo mejor, una sola cosa que nadie ve, o que alguien ve o que alguien no ve.

– Usted sale como de debajo del agua -dijo Claudia- y quiere que yo comprenda. Déme primero las ideas intermedias. ¿O su frente de ataque es inevitablemente hermético?

– No, qué va a ser -dijo Persio-. Sólo que es más fácil ver que contar lo que se ha visto. Yo le agradezco una barbaridad que me haya dado la ocasión de este viaje, Claudia. Con usted y Jorge me voy a sentir tan bien. Todo el día en la cubierta haciendo gimnasia y cantando, si es que está permitido.

– ¿Nunca anduviste en barco? -preguntó Jorge.

– No, pero he leído las novelas de Conrad y de Pío Baroja, autores que ya admirarás dentro de unos años. ¿No le parece, Claudia, como si al emprender una actividad cualquiera renunciáramos a algo de lo que somos para integrarnos en una máquina casi siempre desconocida, un ciempiés en ei que seremos apenas un anillo y un par de pedos, en el sentido locomotor del término?

– ¡Dijo pedo! -gritó entusiasmado Jorge.

– Lo dijo, pero no es lo que te figuras. Yo creo, Persio, que sin eso que usted llama renuncia no seríamos gran cosa. Demasiado pasivos somos ya, demasiado aceptamos el destino. Unos estilitas, a lo sumo, o como esos santones con un nido de pájaros en la cabeza.

– Mi observación no era axiológica y mucho menos normativa -dijo Persio con su aire más petulante-. En realidad lo que hago es recaer en el unanimismo pasado de moda, pero le busco la vuelta por otro lado. Es bien sabido que un grupo es más y a la vez menos que la suma de sus componentes. Lo que me gustaría averiguar, si pudiera colocarme dentro y fuera de este grupo -y creo que se puede- es si el ciempiés humano responde a algo más que al azar en su constitución y su disolución; si es una figura, en un sentido mágico, y si esa figura es capaz de moverse bajo ciertas circunstancias en planos más esenciales que los de sus miembros aislados. Uf.

– ¿Más esenciales? -dijo Claudia-. Veamos primero ese vocabulario sospechoso.

– Cuando miramos una constelación -dijo Persio- tenemos algo así como una seguridad de que el acorde, el ritmo que une sus estrellas, y que ponemos nosotros, claro, pero que ponemos porque también allí pasa algo que determina ese acorde, es más hondo, más sustancial que la presencia aislada de sus estrellas. ¿No ha notado que las estrellas sueltas, las pobres que no alcanzan a integrarse en una constelación, parecen insignificantes al lado de esa escritura indescifrable? No sólo las razones astrológicas y mnemotécnicas explican la sacralización de las constelaciones. El hombre debe haber sentido desde un principio que cada una de ellas era como un clan, una sociedad, una raza: algo activamente diferente, quizá hasta antagónico. Algunas noches yo he vivido la guerra de las estrellas, su juego insoportable ¿e tensiones. Y eso que en la azotea de la pensión no se ve muy bien, siempre hay humo en el aire.

– ¿Vos mirabas las estrellas con un telescopio, persio?

– Oh, no -dijo Persio-. Sabés, ciertas cosas nay que mirarlas con los ojos desnudos. No es que me oponga a la ciencia, pero pienso que sólo una visión poética puede abarcar el sentido de las figuras que escriben y conciertan los ángeles. Esta noche, aquí en este pobre café, puede haber una de esas figuras.

– ¿Dónde está la figura, Persio? -dijo Jorge, mirando para todos lados.

– Empieza con la lotería -dijo Persio muy serio-. Un juego de bolillas ha elegido a unos cuantos hombres y mujeres entre varios cientos de miles. A su vez los ganadores han elegido sus acompañantes, cosa que por mi parte agradezco mucho. Fíjese, Claudia, nada hay de pragmático ni de funcional en la ordenación de la figura. No somos la gran rosa de la catedral gótica sino la instantánea y efímera petrificación de la rosa del calidoscopio. Pero antes de ceder y deshojarse ante una nueva rotación caprichosa, ¿qué juegos se jugarán entre nosotros, cómo se combinarán los colores fríos y los cálidos, los lunáticos y los mercuriales, los humores y los temperamentos?

– ¿De qué calidoscopio estás hablando, Persio? -dijo Jorge.

Se oyó a alguien que cantaba un tango.

XI

Tanto la madre como el padre y la hermana del alumno Felipe Trejo opinaron que no estaría mal pedir un té con masas. Vaya a saber a qué hora se cenaría a bordo, y además no era bueno subir con el estómago vacío (a los helados no se les puede llamar comida, es algo que se derrite). A bordo convendría comer cosas secas al principio, y acostarse boca arriba. Lo peor para el mareo era la sugestión. Tía Felisa se mareaba de sólo ir al puerto, o en el cine cuando pasaban una de submarinos. Felipe escuchaba con un infinito aburrimiento las frases que se sabía de memoria. Ahora su madre diría que cuando era joven se había mareado en el Delta. Ahora el señor Trejo le haría notar que él le había aconsejado ese día que no comiera tanto melón. Ahora la señora de Trejo diría que el melón no había tenido la culpa porque lo había comido con sal y el melón con sal no hace daño. Ahora le hubiera gustado saber de qué hablaban en la mesa de Gato Negro y López; seguro que del Nacional, de qué iban a hablar los profesores. En realidad hubiera tenido que ir a saludar a los profesores pero para qué, ya se los encontraría a bordo. López no le molestaba, al contrario, era un tipo macanudo, pero Gato Negro, justamente esa secatura venir a ligarse un premio.

Inevitablemente volvió a pensar en la Negrita, que se había quedado en casa con una cara no muy triste pero un poco triste. No por él, claro. Lo que le dolía a la muy atorranta era no poder viajar con los patrones. En el fondo él había sido un idiota, total si exigía que viniera la Negrita su madre hubiera tenido que aflojar. O la Negrita o nadie. «Pero, Felipe…» «¿Y qué? ¿No te viene bien tener la mucama a bordo?» Pero ahí se hubieran dado cuenta de sus intenciones. Capaces de hacerle la porquería de que no era mayor de edad, aviso al juez y minga de crucero. Se preguntó si realmente los viejos hubieran sacrificado el viaje por eso. Seguro que no. Bah, al fin y al cabo qué le importaba la Negrita. Hasta el final no había querido que él subiera a su pieza por más que la toqueteaba en el pasillo y le hablaba de regalarle un reloj pulsera en cuanto le sacara plata al viejo. Chinita desgraciada, y pensar que con esas piernas… Felipe empezó a sentir ese dulce ablandamiento del cuerpo que anunciaba un fenómeno enteramente opuesto, y se sentó derecho en la silla. Eligió la masa con más chocolate, un décima de segundo antes que la Beba.

– El grosero de siempre. Angurriento.

– Acabala, dama de las camelias.

– Chicos… -dijo la señora de Trejo.

A bordo quién sabe si habría pibas para trabajarse. Se acordó -sin ganas pero inevitablemente- de Ordóñez, el capo de la barra de quinto año, sus consejos en un banco del Congreso una noche de verano. «Apílate firme, pibe, ya sos grande para hacerte la paja.» A su negativa desdeñosa pero un poco azorada, Ordóñez había contestado con una palmada en la rodilla. «Anda, anda, no te hagas el machito conmigo. Te llevo dos años y sé. A tu edad es pura María Muñeca, che. ¿Qué tiene de malo? Pero ahora que ya vas a las milongas no te podes conformar con eso. mirá, la primera que te dé calce te la llevas a •remar al Tigre, ahí se puede coger en todas partes. Si no tenes guita me avisas, yo le digo a mi hermano el contador que te deje el bulín una tarde. Siempre en la cama es mejor, te imaginas…» Y una serie de recuerdos, de detalles, de consejos de amigo. Con toda su vergüenza y su rabia, Felipe le había estado agradecido a Ordóñez. Qué diferencia con Alfieri, por ejemplo. Claro que Alfieri…

– Aquí parece que va a haber música -dijo la señora de Trejo.

– Qué chabacano -dijo la Beba -. No deberían permitir.

Cediendo a los gentiles pedidos de parientes y amigos, el popular cantor Humberto Roland se había puesto de pie mientras el Pelusa y el Rusito ayudaban con gran reparto de empujones y argumentos a que los tres bandoneonistas pudieran instalarse cómodos y desenfundar los instrumentos. Se oían risas y algunos chistidos, y la gente se agolpaba en las ventanas que daban a la Avenida. Un vigilante miraba desde Florida con evidente desconcierto.

– ¡Fenómeno, fenómeno! -gritaba el Rusito-. ¡Che Pelusa, qué grande que es tu hermano!

El Pelusa se había instalado otra vez al lado de la Nelly y hacía gestos para que se callara la gente.

– ¡Che, a ver si atienden un poco! Mama mía, este local es propiamente la escomúnica.

Humberto Roland tosió y se alisó el pelo.

– Tendrán que perdonar que no pudimos venir con la sección rítmica -dijo-. Se hará lo que se pueda.

– Eso, pibe, eso.

– En despedida a mi querido hermano y a su simpática novia, les voy a cantar el tango de Visca y Cadícamo, Muñeca brava.

– ¡Fenómeno! -dijo el Rusito.

Los bandoneones culebrearon la introducción y Humberto Roland, luego de colocar la mano izquierda en el bolsillo del pantalón y proyectar la derecha en el aire, cantó:


– Che madám que parlas en francés

y tirás ventolín a dos manos,

que cenas con champán bien frapé

y en el tango enredas tu ilusión…


Era perceptible en el London una repentina cuanto sorprendente inversión acústica, pues al quedar la mesa del Pelusa sumida en cadavérico silencio, las charlas de los alrededores se volvían más conspicuas. El Pelusa y el Rusito pasearon miradas furibundas, mientras Humberto Roland engolaba la voz.

– Tenés un camba que te acamala

y veinte abriles, que son diqueros…

Carlos López se sintió perfectamente feliz, y se lo hizo saber a Medrano. El doctor Restelli estaba visiblemente molesto -según dijo- por el cariz que tomaban los acontecimientos.

– Soltura envidiable de esa gente -dijo López-. Hay casi una perfección en la forma en que actúan dentro de sus posibilidades, sin la menor sospecha de que el mundo sigue más allá de los tangos y de Racing.

– Miren a Don Galo -dijo Medrano-. El viejo se está asustando, me parece.

Don Galo había pasado de la estupefacción a las señas conminatorias al chófer que entró corriendo, escuchó a su amo y volvió a salir. Lo vieron que hablaba con el vigilante que asistía a la escena desde la ventana de Florida. También vieron el gesto del vigilante, consistente en juntar jos cinco dedos de la mano vuelta hacia arriba, e imprimirles un movimiento de vaivén vertical.

– Seguro -comentó Medrano-. ¿Qué tiene de malo, al fin y al cabo?

– Te llaman todos muñeca brava

porque a los giles mareas sin grupo…

Paula y Raúl gozaban enormemente de la escena, mucho más que Lucio y Nora, visiblemente desconcertados. Una helada prescindencia contraía a la familia de Felipe, quien observaba fascinado las fulgurantes marchas y contramarchas de los dedos de los bandoneonistas. Más allá Jorge entraba en su segundo helado, y Claudia y Persio andaban perdidos en su charla metafísica. Por sobre todos ellos, por encima de la indiferencia o el regocijo de los habitúes del London, Humberto Roland llegaba al desenlace melancólico de tanta gloria porteña:

– Pa mi sos siempre la que no supo

guardar un cacho de amor y juventú…

Entre gritos, aplausos y golpes de cucharitas en la mesa, el Pelusa se levantó conmovido y abrazó estrechamente a su hermano. Después dio la mano a los tres bandoneonistas, se golpeó el pecho y sacó un enorme pañuelo para sonarse. Humberto Roland agradeció los aplausos con aire condescendiente, y la Nelly y las señoras iniciaron el semicoro laudatorio que el cantor escuchó con su sonrisa incansable. Entonces un niño muy poco visible hasta ese momento soltó una especie de bramido, resultante de haberse atragantado con una masa de crnma, y en la mesa hubo gran revuelo, rematado con un clamor universal tendiente a aue Roberto trajera un vaso de agua.

– Estuviste grande -decía el Pelusa, enternecido.

– Como siempre, nomás -contestaba Humberto Roland.

– Qué sentimiento que tiene -opinó la madre de la Nelly.

– Siempre fue así -dijo la señora de Presutti-. A él que no le hablaran de estudiar ni nada. El arte solamente.

– Como yo -decía el Rusito-. Qué estudiar ni que ocho cuartos. Meta pinas nomás.

La Nelly acabó de sacar los pedazos de masa de la garganta del niño. La gente agolpada en las ventanas empezaba a retirarse, y el doctor Restelli se pasó el dedo por el cuello almidonado y mostró visible alivio.

– Bueno -dijo López-. Parece que ya es la hora.

Dos caballeros vestidos de azul oscuro acababan de situarse en el centro del café. Uno de ellos golpeó secamente las manos y el otro hizo un gesto para reclamar silencio. Con una voz que hubiera podido prescindir de esa precaución, dijo:

– Se ruega a los señores clientes que no hayan sido citados por escrito, así como a los señores que han venido a despedir a los citados, que se retiren del lugar.

– ¿Lo qué? -preguntó la Nelly.

– Que se tenemo de ir -dijo uno de los amigos del Pelusa-. Vos te das cuenta, justo cuando los estábamo divirtiendo más.

Pasada la sorpresa, empezaban a. oírse exclamaciones y protestas de los parroquianos. El hombre que había hablado levantó una mano con la palma hacia adelante y dijo:

– Soy inspector de la Dirección de Fomento, y cumplo órdenes superiores. Ruego a las personas citadas que permanezcan en su lugar, y a los demás que salgan lo antes posible.

– Mira -dijo Lucio a Nora-. Hay un cordón de vigilantes en la Avenida. Esto más parece un allanamiento que otra cosa.

El personal del London, tan sorprendido como los clientes, no daba abasto para cobrar de golpe todas las consumiciones, y había extraordinarias complicaciones de vueltos, devolución de masas y otros detalles técnicos. En la mesa del Pelusa se oía llorar a gritos. La señora de Presutti y la madre de la Nelly pasaban por el duro trance de despedirse de los parientes que quedaban en tierra. La Nelly consolaba a su madre y a su futura suegra, el Pelusa volvió a abrazar a Humberto Roland, y cambió palmadas en la espalda con toda la barra.

– ¡Felicidad, felicidad! -gritaban los muchachos-. ¡Escribí, Pelusa!

– ¡Te mando una postal, pibe!

– ¡No te olvides de la barra, che!

– ¡Qué me voy a olvidar! ¡Felicidad, eh!

– ¡Viva Boca! -gritaba el Rusito, mirando desafiante a los de las otras mesas.

Dos caballeros de aire patricio se habían acercado al inspector de Fomento y lo miraban como si acabara de caer de otro planeta.

– Usted obedecerá a las órdenes que quiera -dijo uno de ellos- pero en mi vida he visto un atropello semejante.

– Sigan, sigan -dijo el inspector sin mirarlos.

– Soy el doctor Lastra -dijo el doctor Lastra- y conozco tan bien como usted mis derechos y obligaciones. Este café es público, y nadie puede hacerme salir sin una orden escrita.

El inspector sacó un papel y se lo mostró.

– ¿Y qué? -dijo el otro caballero-. No es más que un atropello legalizado. ¿Acaso estamos en estado de sitio?

– Haga constar su protesta por la vía que corresponda -dijo el inspector-. Che Viñas, hace salir a esas señoras del saloncito. A ver si se van a estar empolvando hasta mañana.

En la Avenida había tanta gente forcejeando con el cordón policial para ver lo que pasaba, que el tráfico acabó por interrumpirse. Los parroquianos iban saliendo con caras de asombro y escándalo por el lado de Florida, donde era menor la aglomeración. El llamado Viñas y el inspector de Fomento recorrieron las mesas pidiendo que se les mostrara la convocatoria y se identificara a los acompañantes. Un vigilante recostado en el mostrador charlaba con los mozos y el cajero, que tenían orden de no moverse de donde estaban. Casi vacío, el London tomaba un aire de ocho de la mañana que la caída de la noche y estrépito en la calle desmentían extrañamente.

– Bueno -dijo el inspector-. Ya pueden bajar las metálicas.

B

Por qué razón ha de ser así una tela de araña o un cuadro de Picasso, es decir, por qué el cuadro no ha de explicar la tela y la araña no ha de fijar la razón del cuadro. Ser así, ¿qué quiere decir? De la más pequeña partícula de tiza, lo que se vea en ella será con arreglo a la nube que pasa por la ventana o la esperanza del contemplador. Las cosas pesan más si se las mirá, ocho y ocho son dieciséis y el que cuenta. Entonces ser así puede no ser asi, puede apenas valer así o anunciar así o engañar así. En esa forma un conjunto de gentes que han de embarcarse no ofrece garantía ni de embarque en cuanto cabe suponer que las circunstancias pueden variar y no habrá embarque, o pueden no variar y habrá embarque, en cuyo caso la tela de araña o el cuadro de Picasso o el conjunto de gente embarcada cristalizaran y ya no podrá pensarse de esta última que es un conjunto de gentes que han de embarcarse. En todos los casos la tentativa tan retórica y tan triste de querer que algo por fin sea y se aquiete, verá correr por las mesas del London las gotas inapresables del mercurio, maravilla de infancia.

Lo que acerca a una cosa, lo que induce y encamina a una cosa. El otro lado de una cosa, el misterio que la trajo (sí, parece como si la trajera, se siente que no es posible decir: "que la llevó") a ser lo que es. Todo historiador camina por una galería de formas de Hans Arp a las que no puede dar la vuelta, teniendo que contentarse con verlas de frente, a ambos lados de la galería, ver las formas de Hans Arp como si fueran telas colgadas de las paredes. El historiador conoce muy bien las causas de la batalla de lama, es exacto que las conoce, sólo que las causas que conoce son otras formas de Hans Arp en otras galerías, y las causas de esas causas o los efectos de las causas de esas causas están brillantemente iluminadas de frente como las formas de Hans Arp en cada galería. Entonces lo que acerca a una cosa, su otro lado quizá verde o blando, el otro lado de los efectos y el otro lado de las causas, otra óptica y otro tacto podrían tal vez soltar delicadamente las cintas rasa o celeste de los antifaces, dejar caer el rostro, la fecha, las circunstancias de la galería (brillantemente iluminada) y escarbar con un palito de paciencia a lo largo de una considerable poesía.

De esa manera y sin que la socorrida analogía aporte al presente en que estamos y estaremos sus vistosas alternancias, es posible que al nivel del suelo sea el London, que a diez metros de altura sea un torpe tablero de damas con las piezas mal ajustadas a las casillas y faltando a todo concierto de claroscuro y convención estatuida, que a veinte centímetros sea el rostro rubicundo de Atilio Presuiti, que a tres milímetros sea una brillante superficie de níquel (¿un botón, un espejo?), que a cincuenta metros coincida con el guitarrero pintado por Picasso en 1918 y que fue de Apollinaire. Si la distancia que hace de una cosa lo que es ‹¡e mide por nuestra seguridad de estar sabiendo la cosa tal cual es, de poco valdría seguir esta escritura, afanarse alegremente po* urdir su fábrica. Mucho menos cabría confiar en explicarse las razones de la convocatoria, suficientemente concretada en cartas con membrete oficial y firma rubricada. El desarrollo en el tiempo (inevitable punto de vista, aberrante causación) sólo se concibe por obra de un empobrecedor encasillamiento eleático en antes, ahora y después, a veces encubierto de duración gálica o de influencia extratemporal de vaga justificación hipnótica. El mero ahora de lo que está pasando (la policía ha bajado las metálicas) refleja y triza el tiempo en incontables facetas; de algunas de ellas se podrá quizá remontar el rayo hialino, volver atrás, y así en la vida de Paula Lavalle estará de nuevo un jardín de Acasusso, o Gabriel Medrana entornara la puerta de vidrios de colores de su infancia en Lomas de Zamora. Nada más que esto, y eso es menos que nada en la selva de hojas causales que han traído a esta convocación. La historia del mundo brilla en cualquier botón de bronce del uniforme de cualquiera de los vigilantes que disuelven la aglomeración. En el mismo instante en que el interés se concentra en ese botón (el segundo contando desde del cuello) las relaciones que lo abarcan y lo traen a ser esa cosa que es, son como aspiradas hacia el horror de una vastedad frente a la que ni siquiera caer de boca contra el suelo tiene sentido. El vórtice que desde el botón amenaza absorber al que lo mirá, si osa algo más que mirarlo, es la entrevisión abrumadora del juego mortal de espejos que sube de los efectos a las causas. Cuando los malos lectores de novelas insinúan la conveniencia de la verosimilitud, asumen sin remedio la actitud del idiota que después de veinte días de viaje a bordo de la motonave "Claude Bernard", pregunta, señalando la proa: "C-est-par-lá-qu'on-va-en-avant?"

XII

Cuando salieron era casi de noche, y rojizos nubarrones de calor se aplastaban contra el cielo del centro. Con gran deferencia el inspector comisionó a dos vigilantes para que ayudaran al chófer a transportar á don Galo hasta un autocar que esperaba más lejos, cerca de los fondos del Cabildo. La distancia y el cruce de la calle complicaron inexplicablemente el traslado de don Galo, obligando de paso a que otro vigilante cortara el tránsito en la esquina de Bolívar. Contra lo que Medrano y López habían creído, no quedaban demasiados curiosos en la calle, la gente miraba un momento el raro espectáculo del London con las metálicas bajas, cambiaba algún comentario y seguía viaje.

– ¿Por qué diablos no arrimaron el autocar al café? -preguntó Raúl a uno de los vigilantes.

– Ordenes, señor -dijo el vigilante.

Las presentaciones recíprocas, promovidas por el amable inspector y continuadas espontáneamente por los viajeros entre azorados y divertidos, les permitían ya formar un grupo compacto que siguió como un cortejo la silla de ruedas de don Galo. El autocar debía pertenecer al ejército, aunque no se veía ninguna inscripción sobre la reluciente pintura negra. Tenía ventanillas muy estiechas, y la introducción de don Galo resultó particularmente complicada por la confusión del momento y la buena voluntad de todo el mundo y en especial del Pelusa, que se afanaba en el estribo dando órdenes y contraórdenes al taciturno chófer. Tan pronto como don Galo quedó instalado en el primer asiento y la silla se plegó como un acordeón gigante entre las manos del chófer, los viajeros subieron y se instalaron casi a ciegas en el tenebroso vehículo. Lucio y Nora, que habían cruzado la Avenida estrechamente tomados del brazo, buscaron un asiento del fondo y se quedaron muy quietos, mirando con algún recelo a los demás pasajeros y a los policías dispersos en la calle. Ya Medrano y López habían iniciado la charla con Raúl y Paula, y el doctor Restelli cambiaba los comentarios de rigor con Persio. Claudia y Jorge se divertían mucho, cada uno a su modo, los demás estaban demasiado ocupados en hablarse a gritos para fijarse en lo que ocurría.

El ruido de las metálicas del London, que Roberto y el resto del personal volvían a levantar, le llegó a López como un acorde final, un cierre de algo que definitivamente quedaba atrás. Medrano, a su lado, encendía otro cigarrillo y miraba las ilegibles pizarras de La Prensa. Entonces sonó una bocina y el autor arrancó muy despacio. En el acongojado grupo del Pelusa se opinaba que las despedidas son siempre dolorosas porque unos se van pero otros se quedan, pero que mientras hubiera salud, a lo que se hacía observar que los viajes son siempre la misma cosa, la alegría de unos y la pena de los demás, porque están los que se van pero hay que pensar también en los que se quedan. El mundo está mal organizado, siempre es igual, para unos todo y para otros nada.

– ¿Qué le pareció el discurso del inspector? -preguntó Medrano.

– Bueno, pasó algo que me pasa muchas veces -dijo López-. Mientras el tipo daba las explicaciones me parecieron inobjetables, y llegué a sentirme perfectamente cómodo en esta situación. Ahora ya no me parecen tan convincentes.

– Hay una especie de lujo de detalles que me divierte -dijo Medrano-. Hubiera sido mucho más sencillo citarnos en la aduana o en el muelle, ¿no le parece? Pero se diría que eso priva de un secreto placer a alguien que a lo mejor está mirándonos desde una de esas oficinas de la Municipalidad. Como ciertas partidas de ajedrez, en las que por puro lujo se complican los movimientos.

– A veces -dijo López- se los complica para enmascararlos. En todo esto hay como un fracaso escondido un poco como si estuvieran a punto de escamotearnos el viaje, o realmente no supieran qué hacer con nosotros.

– Sería una lástima -dijo Medrano, acordándose de Bettina-. No me gustaría nada quedarme de a pie a último momento.

Por el bajo, donde era ya de noche, se iban acercando a la dársena norte. El inspector tomó un micrófono y se dirigió a los pasajeros con el aire de un cicerone de Cook. Raúl y Paula, sentados adelante, notaron que el chófer conducía muy despacio para dar tiempo a que el inspector se explayara.

– Te habrás fijado en algunos compañeros -dijo Raúl al oído de Paula-. El país está bastante bien representado. La sugerencia y la decadencia en sus formas más conspicuas… Me pregunto qué diablos hacemos aquí.

– Yo creo que me voy a divertir -dijo Paula-. Oí esas explicaciones que está dando nuestro Virgilio. La palabra «dificultades» aparece a cada momento.

– Por diez pesos que costaba el número -dijo Raúl- no creo que se puedan pretender facilidades. ¿Qué me decís de la madre con el niño? Me gusta su cara, tiene algo fino en los pómulos y la boca.

– El más memorable es el inválido. Tiene algo de garrapata.

– El chico que viaja con la familia, ¿qué te parece?

– En todo caso, la familia que viaja con el chico.

– La familia es más borrosa que él -dijo Raúl.

– Todo es según el color del cristal con que se mira -recitó Paula.

El inspector hacía-especial-hincapié en la necesidad de conservar en todo trance la ecuanimidad-que-caracteriza-a las-personas cultas, y no alterarse por pequeños detalles y dificultades («y dificultades») de organización.

– Pero si todo está muy bien -dijo el doctor Restelli a Persio-. Todo muy correcto, ¿no le parece?

– Ligeramente confuso, diría yo por decir algo.

– No, nada de eso. Supongo que las autoridades habrán tenido sus razones para organizar las cosas tal como lo han hecho. Personalmente yo hubiera cambiado algunos detalles, no se lo ocúltale, y sobre todo la lista definitiva de pasajeros teniendo en cuenta que no todas las personas presentes están verdaderamente a la altura de las demás. Hay un jovencito, lo verá usted en uno de los asientos del otro lado…

– Todavía no nos conocemos -dijo Persio-. A lo mejor no nos conoceremos nunca.

– Usted puede ser que no los conozca, señor. Por mi parte, mis funciones docentes…

– Bueno -dijo Persio, con un majestuoso movimiento de la mano-. En los naufragios los peores malandras suelen resultar fenomenales. Vea lo que pasó cuando lo del Andrea Doria.

– No recuerdo -dijo el doctor Restelli, un tanto amoscado.

– Se dio el caso de un monje que salvó a un marinero. Ya ve que nunca se puede saber. ¿No le parece bastante afligente lo que ha dicho el inspector?

– Todavía está hablando. Quizá deberíamos atender.

– Lo malo es que repite siempre la misma cosa -dijo Persio-. Y ya estamos por entrar en los muelles.

A Jorge le interesaba de golpe el destino de su pelota de goma y del balero con chinches doradas. ^En qué valija los habían guardado? ¿Y ¡a novela de Davy Crockett?

– Encontraremos todo en la cabina -dijo Claudia.

– Qué lindo, una cabina para los dos. ¿Vos te mareas, mamá?

– No. Casi nadie se va a marear, salvo Persio, me temo, y también algunas de esas señoras y señoritas de la mesa donde cantaban tangos. Es fatal, sabés.

Felipe Trejo barajaba una lista imaginaria de escalas («a menos que inconvenientes insalvables obliguen a modificaciones de última hora», estaba diciendo el inspector). El señor y la señora de Trejo miraban hacia la calle, siguiendo cada farol de alumbrado como si no fueran a verlos más, como si la pérdida les resultara abrumadora.

– Siempre es triste irse de la patria -dijo el señor Trejo.

– ¿Qué tiene? -dijo la Beba -. Total volvemos.

– Eso, querida -dijo la señora de Trejo-. Siempre se vuelve al rincón donde empezó la existencia, como dicen en esa poesía.

Felipe elegía nombres como si fueran frutas, los daba vuelta en la boca, los apretaba poco a poco: Río, Dakar, Ciudad del Cabo, Yokohamá. «Nadie de la barra va a ver tantas cosas juntas -pensó-. Les voy a mandar postales con vistas…» Cerró los ojos, se estiró en el asiento. El inspector aludía a la necesidad ineludible de guardar ciertas precauciones.

– Debo señalar a ustedes la necesidad ineludible de guardar ciertas precauciones -dijo el inspector-. La Dirección ha cuidado todos los detalles, pero las dificultades de último momento obligarán quizá a modificar ciertos aspectos del viaje.

El cloqueo por completo inesperado de don Galo Porrino se alzó en el doble silencio de la pausa del inspector y un punto muerto del autocar:

– ¿En qué barco nos embarcamos? Porque eso de no saber en qué barco nos embarcamos…

XIII

«Esa es la pregunta -pensó Paula-. Exactamente la triste pregunta que puede estropear el juego. Ahora contestarán. "En el…"»

– Señor Porrino -dijo el inspector- el barco constituye precisamente una de las dificultades técnicas a que venía aludiendo. Hace una hora, cuando tuve el placer de reunirme con ustedes, la Dirección acababa de tomar un acuerdo al respecto, pero en el ínterin pueden haberse producido derivaciones insospechadas, de resultas de las cuales se modifique la situación. Creo, pues, más oportuno que esperemos unos pocos minutos, y así saldremos definitivamente de dudas.

– Cabina individual -dijo secamente don Galo-, con baño privado. Es lo convenido.

– Convenido -dijo amablemente el inspector- no es precisamente el término, pero no creo, señor Porrino, que se planteen dificultades en ese sentido.

«No es como un sueño, sería demasiado fácil -pensó Paula-. Raúl diría que es más bien como un dibujo, un dibujo…»

– ¿Un dibujo cómo? -preguntó.

– ¿Cómo un dibujo cómo? -dijo Raúl.

– Vos dirías que todo esto es más bien como un dibujo…

– Anamórfico, burra. Sí, es un poco eso. De modo que ni siquiera se sabe en qué buque nos meten.

Se echaron a reír porque a ninguno de los dos les importaba. No era el caso del doctor Restelli, conmovido por primera vez en sus convicciones sobre el orden estatal. A López y a Medrano la intervención de don Galo les había dado ganas de fumarse otro Fontanares. También ellos se divertían enormemente.

– Parece el tren fantasma -dijo Jorge, que comprendía muy bien lo que estaba ocurriendo-. Te metes adentro y pasan toda clase de cosas, te anda una araña peluda por la cara, hay esqueletos que bailan…

– Vivimos quejándonos de que nunca ocurre nada interesante -dijo Claudia-. Pero cuando ocurre (y sólo una cosa así puede ser interesante) la mayoría se inquieta. No sé lo que piensan ustedes, por mi parte los trenes fantasmas me divierten mucho más que el Ferrocarril General Roca.

– Por supuesto -dijo Medrano-. En el fondo lo que inquieta a don Galo y a unos cuantos más es que estamos viviendo una especie de suspensión del futuro. Por eso están preocupados y preguntan el nombre del barco. ¿Qué quiere decir el nombre? Una garantía para eso que todavía se llama mañana, ese monstruo con la cara tapada que se niega a dejarse ver y dominar.

– Entre tanto -dijo López- empiezan a dibujarse poco a poco las siluetas ominosas de un barquito de guerra y un carguero de colores claros. Probablemente sueco, como todos los barcos con la cara Ifmpia.

– Está bien hablar de suspensión del futuro -dijo Claudia-. Pero esto es también una aventura, muy vulgar pero siempre una aventura, y en ese caso el futuro se convierte en el valor más importante. Si este momento tiene un sabor especial para nosotros se debe a que el futuro le sirve de condimento, y perdónenme la metáfora culinaria.

– Lo que pasa es que no a todos les gustan las salsas picantes -dijo Medrano-. Quizá haya dos maneras radicalmente opuestas de intensificar la sensación de presente. En este caso la Dirección opta por suprimir toda referencia concreta al futuro, fabrica un misterio negativo. Los previsores se asustan, claro. A mí en cambio se me hace más agudo este presente absurdo, lo saboreo minuto a minuto.

– Yo también -dijo Claudia-. En parte porque no creo que haya futuro. Lo que nos ocultan no es nada más que las causas del presente. A lo mejor ellos mismos no saben cuánta magia nos traen con sus burocráticos misterios.

– Por supuesto que no lo saben -dijo López-. Magia, vamos… Lo que debe haber es un lío fenomenal de intereses y de expedientes y de jerarquías, como siempre.

– No importa -dijo Claudia-. Mientras nos sirva para divertirnos como esta noche.

El autocar se había detenido junto a uno de los galpones de la Aduana. El puerto estaba a oscuras, ya que no podía considerarse como luz la de uno que otro farol, y los cigarrillos de los oficiales de policía que esperaban junto a un portón entornado. Las cosas se perdían en la sombra unos pocos metros más allá, y el olor espeso del puerto en verano se aplastó en la cara de los que empezaban a bajar, disimulando la perplejidad o el regocijo. Ya don Galo se instalaba en su silla, el chófer la hacía rodar hacia el portón donde el inspector encaminaba al grupo. No era por casualidad, pensó Raúl, que todos marchaban formando un grupo compacto. Había como una falta de garantías en quedarse atrás.

Uno de los oficiales se adelantó, cortés.

– Buenas noches, señores.

El inspector sacaba unas tarjetas del bolsillo y las entregaba a otro oficial. Brilló una linterna eléctrica, coincidiendo con un lejano toque de bocina y la tos de alguien a quien no se alcanzaba a ver.

– Por aquí, si se molestan -dijo el oficial.

La linterna empezó a arrastrar un ojo amarillo por el piso de cemento lleno de briznas de paja, sunchos rotos, y uno que otro papel arrugado. Las pocas voces que hablaban crecieron de golpe reverberando en el enorme galpón vacío. El ojo amarillo contorneó el largo banco de la aduana y se detuvo para mostrar el paso a los que se acercaban cautelosos. Se oyó la voz del Pelusa que decía: «Qué espamento que hacen, decime si no parece una de Boris Karloff.» Cuando Felipe Trejo encendió un cigarrillo (su madre Jo contemplaba estupefacta al verlo fumar en su presencia por primera vez) la luz del fósforo hizo bambolearse por un segundo toda la escena, la procesión insegura que se encaminaba hacia el portón del fondo donde apenas se recortaba la oscura luz de la noche. Colgada del brazo de Lucio, Nora cerró los ojos y no quiso abrirlos hasta que estuvieron del otro lado, bajo un cielo sin estrellas pero donde el aire olía a abierto. Fueron los primeros en ver el buque, y cuando Nora excitada se volvía para avisar a los otros, los policías y el inspector rodearon el grupo, se apagó la linterna y en su lugar quedó el débil resplandor de un farol que iluminaba el nacimiento de una planchada de madera. Las palmadas del inspector sonaron secamente, y del fondo del galpón vinieron otfas palmadas más secas y mecánicas, como una burla temerosa.

– Les agradezco mucho su espíritu de cooperación -dijo el inspector-, y sólo me resta desearles un agradable crucero. Los oficiales del buque se harán cargo de ustedes en el puente y los acompañarán a sus respectivas cabinas. El barco saldrá dentro de una hora.

A Medrano le pareció de golpe que la pasividad y la ironía ya habían durado bastante, y se destacó del grupo. Como siempre en esos casos, le daban ganas de reírse, pero se contuvo. También como siempre, sentía el sordo placer de contemplarse a sí mismo en el momento en que iba a intervenir en cualquier cosa.

– Dígame, inspector, ¿se sabe cómo se llama este barco?

El inspector inclinó deferentemente la cabeza. Tenía una tonsura que aun en la penumbra le recortaba claramente la coronilla.

– Sí, señor -dijo-. El oficial acaba de informarme, pues le telefonearon desde el centro para que nos trajera hasta aquí. El barco se llama Malcolm, y pertenece a la Magenta Star.

– Un carguero, por la línea -dijo López.

– Barco mixto, señor. Los mejores, créame. Un ambiente perfectamente preparado para recibir a un grupo reducido de pasajeros selectos, como es precisamente el caso. Yo tengo mi experiencia en esto, aunque haya pasado la mayor parte de mi carrera en las dependencias impositivas.

– Estarán perfectamente -dijo un oficial de policía-. He subido a bordo y les puedo asegurar. Hubo la huelga de tripulantes, pero ya todo se va arreglando. Ustedes saben lo que es el comunismo, vuelta a vuelta el personal se insubordina, pero por suerte estamos en un país donde hay orden y autoridad, créame. Por más gringos que sean acaban por comprender y se dejan de macanas.

– Suban, señores, por favor -dijo el inspector, haciéndose a un lado-. He tenido el mayor gusto en conocerlos, y lamento no tener la suerte de poder acompañarlos.

Soltó una risita que a Medrano le pareció forzada. El grupo se apelotonó al pie de la planchada, algunos saludaion al inspector y a los oficiales, y el Pelusa volvió a ayudar al transporte de don Galo que daba la impresión de haberse adormecido. Las señoras se tomaron angustiadas del pasamanos, el resto subió rápidamente y sin hablar. Cuando a Raúl se le ocurrió mirar hacia atrás (llegaba ya al sollado vio en la sombra al inspector y a los oficiales que hablaban en voz baja. Todo en sordina, como siempre, la luz, las voces, los galpones, hasta el chapoteo del río contra el casco y el muelle. Y tampoco había mucha luz en el puente del Malcolm.

C

Ahora Persio una vez más va a pensar, va a esgrimir el pensamiento como un gladio corto y seco, apuntándolo contra la sorda conmoción que llega hasta la cabina como una lucha sobre incontables pedazos de fieltro, una cabalgata en un bosque de alcornoques. Imposible saber en qué momento la enorma langosta ha empezado a mover la biela mayor, el volante donde la velocidad dormida días y días se endereza irritada, frotándose los ojos, y repasa sus alas, su cola, sus ramas de ataque contra el aire y el mar, su sirena bronca, su bitácora rutinaria y voluble. Sin salir de la cabina Persio ya sabe cómo es el barco, se sitúa en ese momento azimutal en que dos remolcadores sucios y empecinados van a atraer metro a metro la gran madre de cobre y hierro, despegándola de su tangente de piedra costanera, arrancándola a la imantación del dique. Abriendo vagamente una valija negra, admirando el armario donde todo cabe tan bien, los vasos de cristal tallado sujetos atinadamente a la pared, la mesa de escribir con su cartapacio de cuero de color claro, se siente como el corazón del barco, el cogollo donde los latidos progresivamente acelerados llegan con una última, aminorada oscilación. Tiende Persio a ver el barco como si estuviera instalado en el puente de mando, en la ventanilla central desde donde, ya capitán, domina la proa, los mástiles de vanguardia, la curva tajante que despierta las efímeras espumas. Curiosamente la visión de la proa se le ofrece con la misma innaturalidad que si descolgara una pintura y, sosteniéndola horizontalmente en las palmas de las manos, viera alejarse del primer plano las líneas y los volúmenes de la parte superior, cambiar todas las relaciones pensadas verticalmente por el artífice, organizarse otro orden igualmente posible y aceptable. Lo que más ve Persio desde el puente de mando (pero está en su cabina, es como si soñara o solamente contemplara el puente de mando en una pantalla de radar, equivale a una oscuridad verdosa con luces amarillentas a babor y a estribor, con un farol blanco en lo que podría ser un fantasma de bauprés (no puede ser que el Malcolm, ese carguero modernísimo, orgullo de la Magenta Star, tenga un bauprés). Desde la ventanilla de grueso cristal violáceo que lo protege del viento fluvial (¡todo será barro alrededor, todo será Río de la Plata, vaya nombre, con bagres y acaso dorados, dorados en la plata del rio de la Plata, incoherencia de enzarces, pésima joyería!) Persio empieza a entender la forma de la proa y la cubierta, la ve cada vez mejor y le recuerda alguna cosa, por ejemplo un cuadro cubista pero, naturalmente, acostada la tela sobre las palmas de las manos, mirando lo de abajo como si fuese lo de adelante y lo de arriba como si fuese lo de atrás. Así es que Persio ve formas irregulares a babor y a estribor, más allá vagas sombras quizás azuladas como en el guitarrero de Picasso, y en el centro del puente dos palos que sostienen que en su recuerdo del cuadro son más bien dos círculos, uno nejgro y otro verde claro con rayas negras que es la boca de la guitarra, como si en el cuadro se pudieran plantar dos palos teniéndolo acostado sobre la mano, y hacer de él una proa de barco, el Malcolm a la salida de Buenos Aires, algo que oscila en una especie de sartén fluvial aceitosa, y por momentos cruje.

Ahora Persio una vez más va a pensar, sólo que contrariamente a la costumbre de todo desconcertado, no pensará en concertar lo que lo rodea, los faroles amarillos y blancos, los mástiles, las boyas, sino que pensará un desconcierto todavía más grande, abrirá en cruz los brazos del pensar y rechazará hasta profundamente dentro del río todo lo que se ahoga en formas dadas, en camarote pasillo escotilla cubierta derrota mañana crucero. No cree Persio que lo que está ocurriendo sea racionalizable: no lo quiere así. Siente la perfecta disponibilidad de las piezas de un puzzle fluvial, de la cara de Claudia o los zapatos de Atilio Presutti, del garcon de cabine que merodea (puede ser) por el corredor de su camarote. Una vez más siente Persio que en esa hora de iniciación lo que cada viajero llama mañana puede instaurarse sobre bases decididas esta noche. Su única ansiedad es lo magno de la elección posible: ¿guiarse por las estrellas, por el compás, por la cibernética, por la casualidad, por los principios de la lógica, por las razones oscuras, por las tablas del piso, por el estado de la vesícula biliar, por el sexo, por el carácter, por los palpitos, por la teología cristiana, por el Zend Avesta, por la jalea real, por una guía de ferrocarriles portugueses, por un soneto, por La Semana Financiera, por la forma del mentón de don Galo Porrino, por una bula, por la cabala, por la necromancia, por Bonjour Tristesse, o simplemente ajusfando la conducta marítima a las alentadoras instrucciones que contiene todo paquete de pastillas Valda?

Persio retrocede con horror ante el riesgo de forzar una realidad cualquiera, y su titubeo continuo es el del insecto cromófilo que recorre la superficie de un cuadro en actitud resueltamente anticamáleónica. El insecto atraído por el azul avanzará contorneando las partes centrales de la guitarra donde imperan los amarillos sucios y el verde oliva, se mantendrá en el borde, como si nadara al lado del barco, y al llegar a la altura 4el orificio central por el puente de estribor, encontrará la zona azul interrumpida por vastas superficies verdes. Su titubeo, su búsqueda de un puente hacia otra región azul, serán comparables a las vacilaciones de Persio, temeroso siempre de incurrir en secretas transgresiones. Envidia Persio a quienes sólo se plantean egocéntricamente la libertad como problema, pues para él la acción de abrir la puerta de la cabina se compone de su acción y de la puerta indisolublemente amalgamadas, en la medida en que su acción de abrir la puerta contiene una finalidad que puede ser equivocada y lesionar un eslabón de un orden que no alcanza a entender suficientemente. Para decirlo con más claridad, Persio es un insecto cromófilo y a la vez ciego, y la obligación o imperativo de recorrer solamente las zonas azules del cuadro se ven trabados por una permanente y abominable incertidumbre. Se deleita Persio en estas dudas que él llama arte o poesía, y cree de su deber considerar cada situación con la mayor latitud posible, no sólo como situación sino desde todos sus desdoblamientos imaginables, empezando por su formulación verbal en la que tiene una confianza probablemente ingenua, hasta sus proyecciones que él llama mágicas o dialécticas según ande de palpitos o de hígado.

Probablemente el blando hamacarse del Malcolm, y las fatigas del día acabarán venciendo a Persio, que se acostará encantado en la perfecta cama de madera de cedro y jugará a conocer y a probar los diversos artefactos mecánicos y eléctricos que contribuyen a la comodidad de los señores pasajeros Pero por el momento se le ha ocurrido una elección previa y de carácter un tanto experimental, apenas atisbada unos segundos antes cuando decidió plantearse el problema.,Vo hay duda de que Persio sacará de su portafolios lápices y papeles, una guía ferroviaria, y que pasará un buen rato trabajando con todo eso, olvidado del viaje y del barco precisamente porque se habrá propuesto dar un paso más hacia la apariencia y entrar en sus proemios de realidad posible o alcanzable, a la hora en que los otros a bordo habrán aceptado ya esa apariencia al calificarla y fijarla como extraordinaria y casi irreal, medidas del ser que bastan para darse de. narices y seguir convencido de que no ha sido otra cosa que un mero estornudo alérgico.

XIV

– Eksta vorbeden? You two married? Etes vous ensemble?

– Ensemble plutôt que mariés -dijo Raúl-. Tenez, voici nos passeports.

El oficial era un hombre de pequeña estatura y modales resbaladizos. Tildó los nombres de Paula y de Raúl e hizo una seña a un marinero de cara muy roja.

– Acompañará a ustedes a su cabina -dijo textualmente, y se inclinó antes de pasar al siguiente pasajero.

Mientras se alejaban tras del marinero, oyeron hablar al unísono a la familia Trejo. A Paula le gustó en seguida el olor del barco y la forma en que los pasillos ahogaban los sonidos. Resultaba difícil imaginar que a pocos metros de ahí estaba el sucio muelle, que el inspector y los policías aún no se habrían marchado.

– Y más allá empieza Buenos Aires -dijo-. ¿No parece increíble?

– Incluso parece increíble que digas «empieza». Muy rápido te has situado en tu nueva circunstancia. Para mí el puerto fue siempre donde la ciudad se acaba. Y ahora más que nunca, como cada vez que me he embarcado y ya van algunas.

– Empieza -repitió Paula-. Las cosas no acaban tan fácilmente. Me. encanta este olor a desinfectante a la lavanda, a matamoscas, a nube mortífera contra las polillas. De chica me gustaba meter la cara en el armario de tía Carmela; todo era negro y misterioso, y olía un poco así.

This way, please -dijo el marinero.

Abrió una cabina y les entregó una llave luego de encender las luces. Se fue antes de que pudieran ofrecerle una propina o darle las gracias.

– Qué bonito, pero qué bonito -dijo Paula-. Y qué alegre.

– Ahora sí parece increíble que ahí al lado estén los galpones del puerto -dijo Raúl, contando las valijas apiladas sobre la alfombra. No faltaba nada, y se dedicaron a colgar ropa y distribuir toda clase de cosas, algunas bastante insólitas. Paula se apropió de la cama del fondo, debajo del ojo de buey. Recostándose con un suspiro de contento, miró a Raúl que encendía la pipa mientras continuaba distribuyendo cepillos de dientes, pasta dentífrica, libros y latas de tabaco. Sería curioso verlo acostarse a Raúl en la otra cama. Por primera vez dormirían los dos en una misma habitación después de haber convivido en miles de salas, salones, calles, cafés, trenes, autos, playas y bosques. Por primera vez lo vería en piyama (ya estaba prolijamente colocado sobre la cama). Le pidió un cigarrillo y él se lo encendió, sentándose a su lado y mirándola con aire entre divertido y escéptico.

Pas mal, hein? -dijo Raúl.

Pas mal du tout, mon choux -dijo Paula.

– Estás muv bonita, así relajada.

– Que te recontra -dijo Paula, y spltaron la carcajada.

– ¿Si diéramos una vuelta exploratoria? -dijo Raul.

– Hm. Me gusta más quedarme aquí. Si subimos al puente veremos las luces de Buenos Aires como en la cinta de Gardel.

– ¿Qué tenes contra las luces de Buenos Aires? -dijo Raúl-. Yo subo.

– Bueno. Yo sigo arreglando este florido burdel, porque lo que vos llamas arreglar… Qué bonita cabina, nunca pensé que nos iban a dar semejante hermosura.

– Sí, por suerte no se parece a la primera de los barcos italianos. La ventaja de este carguero es que tiende a la austeridad. El roble y el fresno reflejan siempre una tendencia protestante.

– No está probado que sea un barco protestante, aunque en realidad debes tener razón. Me gusta el olor de tu pipa.

– Tené cuidado -dijo Raúl.

– ¿Por qué cuidado?

– No sé, el olor de la pipa, supongo.

– ¿El joven habla en enigmas, si se puede saber?

– El joven va a seguir ordenando sus cosas -dijo Raúl-. Si te dejo sola con mi valija, voy a encontrar un soutien-gorge entre mis pañuelos.

Fue hasta la mesa, ordenó libros y cuadernos. Probaba las luces, estudiaba todas las posibilidades de iluminación. Le encantó descubrir que las lámparas de cabecera podían graduarse en todas las formas posibles. Suecos inteligentes, si eran suecos. La lectura constituía una de las esperanzas del viaje, la lectura en la cama sin nada más que hacer.

– A esta hora -dijo Paula- mi delicado hermano Rodolfo estará deplorando en el círculo familiar mi conducta disipada. Niña de buena familia sale de viaje con rumbo incierto. Rehusa indicar hora partida para evitar despedidas.

– Sería bueno saber lo que pensaría si supiera que compartís el camarote con un arquitecto.

– Que usa piyamas azules y cultiva nostalgias imposibles y esperanzas todavía más problemáticas, pobre ángel.

– No siempre imposibles, no siempre nostalgias -dijo Raúl-. Sabés, en general el aire salino y yodado me trae suerte. Breve, efímera como uno de los pájaros que irás descubriendo y que acompañan al barco un rato, a veces un día, pero acaban siempre perdiéndose. Nunca me importó que la dicha durara poco, Paulitar el paso de la dicha a la costumbre es una de las mejores armas de la muerte.

– Mi hermano no te creería -dijo Paula-. Mi hermano me creería gravemente expuesta a tus intenciones de sátiro. Mi hermano…

– Por lo que pudiera ser -dijo Raúl-, por la posibilidad de un espejismo, de un error a causa de la oscuridad, de un sueño que se continúa despierto, por la influencia del aire salado, tené cuidado y no te destapes demasiado. Una mujer con las sábanas hasta el cuello se asegura contra incendios.

– Creo -dijo Paula- que si te diera el espejismo yo te recibiría con ese tomo de Shakespeare de aguzados cantos.

– Los cantos de Shakespeare merecen extrañas calificaciones -dijo Raúl, abriendo la puerta. Exactamente en el marco se recostó la imagen de perfil de Carlos López, que en ese momento levantaba la pierna derecha para dar otro paso. Su brusca aparición le dio a Raúl la impresión de una de esas instantáneas de un caballo en movimiento.

– Hola -dijo López, parándose en seco-. ¿Tiene buena cabina?

– Muy buena. Eche un vistazo.

López echó un vistazo y parpadeó al ver a Paula tirada en la cama del fondo.

– Hola -dijo Paula-. Entre, si hay algún sitio donde poner los pies.

López dijo que la cabina era muy parecida a la suya, aparte del tamaño. Informó también que la señora de Presutti acababa de tropezar con él a la salida del camarote y le había permitido contemplar un rostro donde el color verde alcanzaba proporciones cadavéricas.

– ¿Ya está mareada? -dijo Raúl-. Vos tené cuidado, Paulita. Qué dejarán esas señoras para cuando empecemos a ver el behemoth y otros prodigios acuáticos. La elefantiasis, supongo. ¿Damos una vuelta? Usted se llama López, creo. Yo soy Raúl Costa, y esa lánguida odalisca responde al patricio nombre de Paula Lavalle.

– Otra que patricio -dijo Paula-. Mi nombre parece un seudónimo de actriz de cine, hasta por lo de Lavalle. Paula Lavalle al setecientos. Raúl, antes de subir a ver el río color de león decime dónde está mi bolso verde.

– Probablemente debajo del saco rojo, o escondido en la valija gris -dijo Raúl-. La paleta es tan variada… ¿Vamos, López?

– Vamos -dijo López-. Hasta luego, señorita.

Paula escuchó el «señorita» con un oído porteño habituado a todos los matices de la palabra.

– Llámeme Paula nomás -dijo con el tono exacto para que López supiera que había entendido, y se diera cuenta de que ahora le tomaba un poco el pelo.

Raúl, en la puerta, suspiró mirándolos. Conocía tan bien la voz de Paula, ciertas maneras de decir ciertas cosas que tenía cierta Paula.

So soon -dijo como para sí-. So, so soon.

López lo miró. Salieron juntos.


Paula se sentó al borde de la cama. De golpe la cabina le parecía muy pequeña, muy encerrada. Buscó un ventilador y acabó descubriendo el sistema de aire acondicionado. Lo hizo funcionar, distraída, probó uno de los sillones, luego el otro, ordenó vagamente algunos cepillos en una repisa. Decidió que se sentía bien, que estaba contenta. Eran cosas que ahora tenía que decidir para afirmarlas. El espejo le confirmó su sonrisa cuando se puso a explorar el cuarto de baño pintado de verde claro, y por un momento miró con simpatía a la muchacha pelirroja, de ojos un poco almendrados, que le devolvía cumplidamente su buena disposición. Revisó en detalle los dispositivos higiénicos, admiró las innovaciones que probaban el ingenio de la Magenta Star. El olor del jabón de pino que sacaba de un neceser junto con un paquete de algodón y dos peines, era todavía el olor del jardín antes de empezar poco a poco a ser el recuerdo del olor del jardín. ¿Por qué el cuarto de baño del Malcolm tenía que oler a jardín? El jabón de pino era agradable en su mano, todo jabón nuevo tiene algo prestigioso, algo de intacto y frágil que lo encarece. Su espuma es diferente, se deslíe imperceptiblemente, dura días y días y entre tanto los pinares envuelven el baño, hay pinos en el espejo y en las repisas, en el pelo y las piernas de la que ahora, de golpe, ha decidido desnudarse y probar la espléndida ducha que le ofrece tan amablemente la Magenta Star.

Sin molestarse en cerrar la puerta de comunicación, Paula se quitó lentamente el corpino. Le gustaban sus senos, le gustaba todo su cuerpo que crecía en el espejo. El agua salía tan caliente que se vio obligada a estudiar en detalle el reluciente mezclador antes de entrar en la casi absurda piscina en miniatura, y correr la tela de plástico que la circundó como una muralla de juguete. El olor a pino se mezclaba con la tibieza del aire, y Paula se jabonó con las dos manos y después con una esponja de goma roja, paseando despacio la espuma por su cuerpo, metiéndola entre los muslos, bajo los brazos, pegándola a su boca, jugando a la vez con el placer del imperceptible balanceo que una que otra vez la obligaba, por puro juego, a tomarse de las canillas y a decir una amable mala palabra para su secreto placer. Interregno del baño, paréntesis de la seca y vestida existencia. Así desnuda se libraba del tiempo, volvía a ser el cuerpo eterno (¿y cómo no, entonces, el alma eterna?) ofrecido al jabón de pino y al agua de la ducha, exactamente como siempre, confirmando la permanencia en el juego mismo de las diferencias de lugar, de temperatura, de perfumes. En el momento en que se envolviera en la toalla amarilla que colgaba al alcance de la mano, más allá de la muralla de plástico, reingresaría en su tedio de mujer vestida, como si cada prenda de ropa la fuera atando a la historia, devolviéndole cada año de vida, cada ciclo del recuerdo, pegándole el futuro a la cara como una máscara de barro. López (si ese hombre joven, de aire tan porteño, era López) parecía simpático. Llamarse López era una lástima como cualquier otra; cierto que su «hasta luego, señorita» había sido una tomada de pelo, pero mucho peor le hubiera resultado a ella un «señora». Quién, a bordo del Malcolm, podría creer que no se acostaba con Raúl. No había que pedirle a la gente que creyera cosas así. Pensó otra vez en su hermano Rodolfo, tan abogado él, tan doctor Cronin, tan corbata con pintas rojas. «Infeliz, pobre infeliz que no sabrá nunca lo que es caer de veras, tirarse en la mitad de la vida como desde el trampolín más alto. El pobre con su horario de Tribunales, su jeta de hombre decente.» Empezó a cepillarse rabiosamente el pelo, desnuda frente al espejo, envuelta en la alegría del vapor que una hélice discreta se bebía poco a poco desde el techo.

XV

El pasillo era estrecho. López y Raúl lo recorrieron sin una idea precisa de la dirección, hasta llegar a una puerta Stone cerrada. Se quedaron mirando con alguna sorpresa las planchas de acero pintadas de gris y el mecanismo de cierre automático.

– Curioso -dijo Raúl-. Hubiera jurado que hace un rato pasamos por aquí con Paula.

– Vaya engranajes -dijo López-. Puerta para caso de incendio, o algo así. ¿Qué idioma se habla a bordo?

El marinero de guardia junto a la puerta los observaba con el aire del que no entiende o no quiere entender Le hicieron gestos indicadores de que querían seguir adelante. La respuesta fue una seña muy clara de que debían desandar camino. Obedecieron, pasaron otra vez frente a la cabina de Raúl, y el pasillo los llevó a una escalerilla exterior que bajaba a la cubierta de proa. Se oía hablar y reír en la sombra, y Buenos Aires estaba ya lejos, como incendiado. Paso a paso, porque en el puente se adivinaban bancos, rollos de cuerdas y cabrestantes, se acercaron a la borda.

– Curioso ver la ciudad desde el río -dijo Raúl-. Su unidad, su borde completo. Uno está siempre tan metido en ella, tan olvidado de su verdadera forma.

– Sí, es muy distinta, pero el calor nos sigue lo mismo -dijo López-. El olor a barro que sube hasta las recovas.

– El río siempre me ha dado un poco de miedo, supongo que su fondo barroso tiene la culpa, el agua sucia que parece disimular lo que hay más abajo. Las historias de ahogados, quizá, que tan espantosas me parecían de chico. Sin embargo no es desagradable bañarse en el río, o pescar.

– Es muy chico este barco -dijo López, que empezaba a reconocer las formas-. Raro que esa puerta de hierro estuviese cerrada. Parece que tampoco por aquí se puede pasar.

Vieron que el alto mamparo corría de un lado a otro del puente. Había dos puertas detrás de las escalerillas por las que se subía a los corredores de las cabinas, pero López, preocupado sin saber por qué, descubrió en seguida que estaban cerradas con llave. Arriba, en el puente de mando, las amplias ventanas dejaban escapar una luz violácea. Se veía apenas la silueta de un oficial inmóvil. Más arriba el arco del radar giraba perezoso.

A Raúl le dieron ganas de volverse a la cabina y charlar con Paula. López fumaba, con las manos en los bolsillos. Pasó un bulto seguido de una silueta corpulenta: Don Galo Porrino exploraba el puente. Oyeron toser, como si alguien buscara el pretexto para entrar en conversación, y Felipe Trejo acabó por reunírseles, muy ocupado en encender un cigarrillo.

– Hola -dijo-. ¿Ustedes tienen buenos camarotes?

– No están mal -dijo López-. ¿Y ustedes?

A Felipe le fastidió que de entrada lo asimilaran a su familia.

– Yo estoy con mi viejo -dijo-. Mamá y mi hermana tienen el camarote de al lado. Hay baño y todo. Miren, allá se ven luces, debe ser Berisso o Quilmes. A lo mejor es La Plata.

– ¿Le gusta viajar? -preguntó Raúl, golpeando su pipa-. ¿O es la primera gran aventura?

A Felipe volvió a fastidiarlo el recorte inevitable que hacían de su persona. Estuvo por no contestar o decir que ya había viajado mucho, pero López debía estar bien enterado de los antecedentes de su alumno. Contestó vagamente que a cualquiera le gustaba darse una vuelta en barco.

– Sí, siempre es mejor que el Nacional -dijo López amistosamente-. Hay quien sostiene que los viajes instruyen a los jóvenes. Ya veremos si es cierto.

Felipe rio, cada vez más incómodo. Estaba seguro de que a solas con Raúl o cualquier otro pasajero hubiera podido charlar a gusto. Pero estaba escrito, entre el viejo, la hermana y los dos profesores, sobre todo Gato Negro, le iban a hacer la vida imposible. Por un instante fantaseó sobre un desembarco clandestino, irse por ahí, cortarse solo. «Eso -pensó-. Cortarse solo es lo que importa.» Y sin embargo no lamentaba haberse acercado a los dos hombres. Buenos Aires ahí, con todas esas luces, le pesaba y lo exaltaba a la vez; hubiera querido cantar, treparse a un mástil, correr por la cubierta, que ya fuera la mañana siguiente, que ya fuera una escala, tipos raros, hembras, una pileta de natación. Tenía miedo y alegría, y empezaba el sueño de las nueve de la noche que todavía le costaba disimular en los cafés o las plazas.

Oyeron reír a Nora que bajaba la escalerilla con Lucio. La lumbre de los cigarrillos los siguió hasta ellos. También Nora y Lucio tenían una espléndida cabina, también Nora tenía sueño (que no fuera el mareo, por favor) y hubiera preferido que Lucio no hablara tanto de la cabina en común. Pensó que muy bien podían haberles dado dos cabinas, al fin y al cabo todavía eran novios. «Pero nos vamos a casar», se dijo apurada. Nadie sabía lo del hotel de Belgrano (salvo Juanita Eisen, su amiga del alma) y además esa noche… Probablemente iban a pasar por casados entre los de a bordo; pero las listas de nombres, las charlas… Qué divino estaba Buenos Aires iluminado, las luces del Kavanagh y del Comega. Le hacían acordar a la foto de un almanaque de la Pan American que había colgado en su dormitorio, solamente que era de Rio y no de Buenos Aires.

Raúl entreveía la cara de Felipe cada vez que alguien aspiraba el humo del cigarrillo. Habían quedado un poco de lado y Felipe prefería hablar con un desconocido, sobre todo alguien tan joven como Raúl que no debía tener ni veinticinco años. Le gustaba de golpe la pipa de Raúl, su saco de sport, su aire un poco pituco. «Pero seguro que no es nada cajetilla -pensó-. Tiene vento, eso es seguro. Cuando yo tenga billetes como él…»

– Ya huele a río abierto -dijo Raúl-. Un olor bastante horrible pero lleno de promesas. Ahora, poco a poco, vamos a ir sintiendo lo que es pasar de la vida de la ciudad a la de alta mar. Como una desinfección general.

– ¿Ah, sí? -dijo Felipe que no entendía lo de desinfección.

– Hasta que lentamente descubramos las nuevas formas del hastío. Pero para usted será diferente, es su primer viaje y todo le va a parecer tan… Bueno, usted mismo irá poniendo los adjetivos.

– Ah, sí -dijo Felipe-. Claro, va a ser estupendo. Todo el día de vago.

– Eso depende -dijo Raúl-. ¿Le gusta leer?

– Seguro -dijo Felipe, que incursionaba una que otra vez en la colección Rastros-. ¿Usted cree que hay pileta?

– No sé. En un carguero es difícil. Improvisarán una especie de batea con una jaula de madera y lonas, como en la tercera de los buques grandes.

– No diga -dijo Felipe-. ¿Con lonas? Cené fenómeno.

Raúl volvió a encender la pipa. «Una vez más -pensó-. Una vez más la tortura florida, la estatua perfecta de donde brota el balbuceo estúpido. Y escuchar, perdonando como un imbécil, hasta convencerse de que no es tan terrible, que todos los jóvenes son así, que no se pueden pedir milagros… Habría que ser el anti-Pigmalión, el petrificador. ¿Pero y después, después?

«Las ilusiones, como siempre. Creer que las aladas palabras, los libros que se prestan con tanto fervor con párrafos subrayados, con explicaciones…» Pensó en Beto Lacierva, su sonrisa vanidosa de los últimos tiempos, los encuentros absurdos en el parque Lezama, la conversación en el banco, el brusco final, Beto guardando el dinero que había solicitado como si fuera suyo, las palabras inocentemente perversas y vulgares.

– ¿Vio al viejito de la silla? -decía Felipe-. Un caso, eh. Linda pipa esa.

– No es mala -dijo Raúl-. Tira bien.

– A lo mejor me compro una -dijo Felipe, y enrojeció. Justo lo que no tenía que decir, el otro lo iba a tomar por un chiquilín.

– Ya va a encontrar todo lo que quiera en los puertos -dijo Raúl-. De todos modos, si quiere probar le paso una mía. Siempre ando con dos o tres.

– ¿De veras?

– Claro, a veces a uno le gusta cambiar. Aquí a bordo deben vender buen tabaco, pero también tengo, si quiere

– Gracias -dijo Felipe, cortado. Sentía como una bocanada de felicidad, un deseo de decirle a Raúl que le gustaba charlar con él. A lo mejor iban a poder hablar de mujeres, total él parecía mayor, muchos le daban diecinueve o veinte años. Sin muchas ganas se acordó de la Negrita, a esa hora ya estaría en la cama, capaz que lloraba como una sonsa al sentirse sola y teniendo que obedecer a tía Susana que era mandona como el diablo. Era raro pensar en la Negrita justo cuando estaba hablando con un hombre tan cajetilla. Se hubiera reído de él, seguro. «Tendrá cada mina», pensó.

Raúl contestó al saludo de López, que se iba a dormir, le deseó un buen sueño a Felipe y subió despacio la escalerilla. Nora y Lucio venían tras él, y no se veía la silla de don Galo. ¿Cómo habría hecho el chófer para bajar a don Galo hasta el puente? En el pasillo se topó con Medrano, que bajaba por una escalera interna tapizada de rojo.

– ¿Ya descubrió el bar? -dijo Medrano-. Está aquí arriba, al lado del comedor. Por desgracia he visto un piano en una salita, pero siempre queda el recurso de cortarle las cuerdas uno de estos días.

– O desafinarlo para que cualquier cosa que toquen suene a música de Krének.

– Hombre, hombre -dijo Medrano-. Se ganaría usted las iras de mi amigo Juan Carlos Paz.

– Nos reconciliaríamos -dijo Raúl- gracias a mi modesta discoteca de música dodecafónica.

Medrano lo miró.

– Bueno -dijo-, esto va a estar mejor de lo que creía. Casi nunca se puede iniciar una relación de viaje en estos términos.

– Lo mismo digo. Hasta ahora mis diálogos han sido de orden más bien meteorológico, con una digresión sobre el arte de fumar. Pues me voy a conocer esos salones de arriba, donde quizá haya café.

– Lo hay, y excelente. Hasta mañana.

– Hasta mañana -dijo Raúl.


Medrano buscó su cabina, que daba al pasillo de babor. Las valijas estaban todavía sin abrir, pero él se quitó el saco y se puso a fumar paseando de un lado a otro, sin ganas de nada. A lo mejor eso era la felicidad. En el minúsculo escritorio habían dejado un sobre a su nombre. Dentro encontró una tarjeta de bienvenida de la Magenta Star, el horario de comidas, detalles prácticos para la vida de a bordo, y una lista de los pasajeros con indicación de sus respectivas cabinas. Así supo que de su lado estaban López, los Trejo, don Galo y Claudia Freire con su hijo Jorge, que ocupaban las cabinas impares. Encontró también una esquela en la que se advertía a los señores pasajeros, en francés y en inglés, que por razones técnicas permanecerían cerradas las puertas de comunicación con las cámaras de popa, rogándoseles que no trataran de franquear los límites fijados por la oficialidad del barco.

– Caray -murmuró Medrano-. Es para no creerlo.

Pero, ¿por qué no? Si el London, si el inspector, si don Galo si el autocar negro, si el embarque poco menos que clandestino, ¿por qué no creer que los señores pasajeros deberían abstenerse de pasar a popa? Casi más raro era que en una docena de premiados hubiese dos profesores y un alumno del mismo colegio. Y todavía más raro que en un pasillo de barco se pudiera mencionar a Krének, así como si nada.

– Va a estar bueno -dijo Medrano.

El Malcolm cabeceó dos o tres veces, suavemente. Medrano empezó a ocuparse sin ganas de su equipaje. Pensó con simpatía en Raúl Costa, pasó revista a los otros. Todo bien mirado el grupo no era tan malo; las diferencias se manifestaban con suficiente claridad como para que desde el comienzo se formaran dos asociaciones cordiales, en una de las cuales brillaría el pelirrojo de los tangos mientras la otra tendría patronos al estilo de Krének. Al margen, sin entrar pero atento a todo, don Galo giraría sobre sus cuatro ruedas, especie de supervisor socarrón y sarcástico. No sería nada difícil que naciera una relación pasable entre don Galo y el doctor Restelli. El adolescente del negro mechón sobre la frente oscilaría entre la muchachada fácil tan bien representada por Atilio Presutti y por Lucio, y el prestigio de los hombres más hechos. La joven pareja tímida tomaría mucho sol, sacaría muchas fotos, se quedaría hasta tarde para contar las estrellas. En el bar se hablaría de artes y letras, y el viaje alcanzaría quizá para las empresas amorosas, los resfríos y las falsas amistades que se acaban en la aduana entre cambios de tarjetas y palmadas afectuosas.

A esa hora Bettina sabría que él ya no estaba en Buenos Aires. Las líneas de despedida que le había dejado junto al teléfono cerrarían sin énfasis un viaje amoroso iniciado en Junín y cumplido después de un variado periplo porteño con digresiones serranas y marplatenses. A esa hora Bettina estaría diciendo: «Me alegro», y verdaderamente se alegraría antes de ponerse a llorar. Mañana -ya dos mañanas diferentes, pero sin embargo el mismo- telefonearía a María Helena para contarle la partida de Gabriel; esa tarde tomaría el té en el Águila con Chola o Denise, y su relato empezaría a fijarse, a desechar las variantes de la cólera o la pura fantasía, adquiriría su texto definitivo en el que Gabriel no saldría mal parado porque en el fondo Bettina estaría contenta de que él se hubiera marchado por un tiempo o para siempre. Una tarde recibiría su primera carta de ultramar, y quizá la contestaría al poste restante que él indicara. «¿Pero adonde vamos a ir?», pensó, colgando pantalones y sacos. Por lo pronto, hasta la popa del barco les estaba vedada. No era demasiado estimulante saberse reducido a una zona tan pequeña, aunque sólo fuera por el momento. Se acordó de su primer viaje, la tercera clase con marineros vigilando en Jos pasillos la sacrosanta tranquilidad de los pasajeros de segunda y de primera, el sistema de castas económicas, tanta cosa que lo había divertido y exasperado. Después había viajado en primera y conocido otras exasperaciones todavía peores… «Pero ninguna como la puerta cerrada», pensó, amontonando las valijas vacías. Se le ocurrió que para Bettina su partida iba a ser al principio un poco como una puerta cerrada en la que se arrancaría las uñas, luchando por quebrar esa barrera de aire y de nada («paradero desconocido», «no, no hay carta», «una semana, quince días, un mes…») Encendió otro cigarrillo, fastidiado. «Joder con el barquito -pensó-. No es para eso que he subido a bordo.» Decidió probar la ducha, por hacer algo.

XVI

– Mira -dijo Nora-. Con este gancho se puede dejar entornada la puerta.

Lucio probó el mecanismo y lo admiró debidamente. En el otro extremo de la cabina, Nora abría una valija de plástico rojo y sacaba su neceser. Apoyado en la puerta la miró trabajar, aplicada y eficiente.

– ¿Te sentís bien?

– Oh, sí -dijo Nora, como sorprendida-. ¿Por qué no abrís tus valijas y acomodas todo? Yo elegí ese armario para mí.

Lucio abrió sin ganas una valija. «Yo elegí ese armario para mí», pensó. Aparte, siempre aparte, todavía eligiendo por su cuenta como si estuviera sola. Miraba trabajar a Nora, sus manos hábiles ordenando blusas y pares de medias en los estantes. Nora entró en el baño, puso frascos y cepillos en la repisa del lavabo, hizo funcionar las luces.

– ¿Te gusta la cabina? -preguntó Lucio.

– Es preciosa -dijo Nora-. Mucho más linda de lo que me había imaginado, y eso que me la había imaginado, no sé cómo decirlo, más lujosa.

– Como las que se ven en el cine, a lo mejor.

– Sí, pero en cambio ésta es más…

– Más íntima -dijo Lucio, acercándose.

– Sí -dijo Nora, inmóvil y mirándolo con loi ojos muy abiertos. Reconocía esa manera de mirar de Lucio, la boca que temblaba un poco como si él estuviera murmurando algo. Sintió su mano caliente en la espalda, pero antes de que pudiera abrazarla giró en redondo y se evadió.

– Vamos -dijo-. ¿No ves todo lo que falta? Y esa puerta…

Lucio bajó los ojos.

Puso en su lugar el cepillo de dientes, apagó la luz del baño. El barco se mecía apenas, los ruidos de a bordo empezaban a situarse poco a poco en la zona sin sorpresas de la memoria. La cabina ronroneaba discretamente, si se apoyaba la mano en un mueble se la sentía vibrar como una suave corriente eléctrica. La portilla abierta dejaba entrar el aire húmedo del río.

Lucio se había demorado en el baño para que Nora pudiera acostarse antes. El arreglo del camarote les había llevado más de media hora, después ella se había encerrado en el baño, y reaparecido con una robe de chambre bajo la cual se preveía un camisón rosa. Pero en vez de acostarse había abierto un neceser con la clara intención de limarse las uñas. Entonces Lucio se había quitado la camisa, los zapatos y las medias, y llevando un piyama se había metido a su vez en el baño. El agua era deliciosa y Nora había dejado una fragancia de colonia y jabón Palmolive.

Cuando volvió, las luces de la cabina estaban apagadas salvo las dos lamparillas en la cabecera de las camas. Nora leía El Hogar. Lucio apagó la luz de su cama y vino a sentarse junto a Nora que cerró la revista y se bajó las mangas del camisón hasta las muñecas, con un gesto que pretendía ser distraído.

– ¿Te gusta esto? -preguntó Lucio.

– Sí -dijo Nora-. Es tan distinto.

El le quitó suavemente la revista y tomándole la cara con las dos manos la besó en la nariz, en el pelo, en los labios. Nora cerraba los ojos, mantenía una sonrisa tensa y como ajena que devolvió a Lucio a la noche en el hotel de Belgrano, la agotadora persecución inútil. La besó ahincadamente en la boca, haciéndole daño, sin soltarle la cabeza que ella echaba hacia atrás. Enderezándose arrancó la sábana, sus manos corrían ahora por el nylon rosa del camisón, buscaban la piel. «No, no», oía su voz sofocada, sus piernas ya estaban desnudas hasta los muslos, «no, no, así no», suplicaba la voz. Echándose sobre ella la apretó entre los brazos y la beso profundamente en la boca entreabierta. Nora miraba hacia arriba, en dirección de la lamparilla sobre la cama, peíó él no la apagaría, la otra vez había sido lo mismo, y después en la oscuridad ella se había defendido mejor, y el llanto, ese insoportable plañido como si la estuviera lastimando. Bruscamente se echó a un lado y tiró del camisón, acercó la cara a los muslos apretados, al vientre que las manos de Nora querían hurtar a sus labios. «Por favor -murmuró Lucio-. Por favor, por favor.» Pero a la vez le arrancaba el camisón, obligándola a enderezarse, a dejar que el frío nylon rosa remontara hasta la garganta y bruscamente se perdiera en la sombra fuera de la cama. Nora se había apelotonado levantando las rodillas y volviéndose hasta quedar casi de lado. Lucio se incorporó de un salto, desnudo volvió a tenderse contra ella y le pasó las manos por la cintura, abrazándola desde atrás y mordiéndola en el cuello con un beso que sus manos sostenían y prolongaban en los senos y los muslos, tocando profundamente como si sólo ahora empezara a desnudarla de verdad. Nora alargó la mano y pudo apagar la luz. «Espera, espera por favor un momento, por favor. No, no, así no, espera todavía un poco.» Pero él no iba a esperar, lo sentía contra su espalda y a la presión de las manos y los brazos que la ceñían y la acariciaban se agregaba la otra presencia, el contacto quemante y duro de eso que aquella noche en el hotel de Belgrano ella había rehuido mirar, conocer, eso que Juanita Eisen le había descrito (pero no podía decirse que fuera una descripción) hasta aterrarla, eso que podía lastimarla y arrancarle gritos, indefensa en los brazos del varón, crucificada en él por la boca, las manos, las rodillas y eso que era sangre y desgarramiento, eso siempre presente y terrible en los diálogos de confesonario, en la vida de las santas y los santos, eso terrible como un marlo de maíz, pobre Temple Drake (sí, Juanita Eisen había dicho), el horror de un marlo de maíz entrando brutalmente ahí donde apenas los dedos podían andar sin hacer daño. Ahora ese calor en la espalda, esa presión ansiosa mientras Lucio jadeaba contra su oído y se apretaba más y más, forzándola con las manos a entreabrir las piernas, y de pronto algo como un breve fuego líquido entre los muslos, un gemido convulso y un apagado alivio provisorio porque tampoco esta vez él había podido, lo sentía vencido aplastándose contra su espalda, quemándole la nuca con un jadeo en el que se deslizaban palabras sueltas, una mezcla de reproche y ternura, una sucia tristeza de palabras.

Lucio encendió la luz. Había pasado un largo silencio.

– Date vuelta -dijo-. Por favor date vuelta.

– Sí -dijo Nora-. Tapémonos, querés.

Lucio se incorporó, buscó la sábana y la tendió sobre ellos. Nora se volvió con un solo movimiento y se apretó contra él.

– Decime por qué -quiso saber Lucio-. Por qué de nuevo…

– Tuve miedo -dijo Nora, cerrando los ojos.

– ¿De qué? ¿Cómo crees que te puedo hacer mal? ¿Tan bruto me crees?

– No, no es eso.

Lucio corría poco a poco la sábana mientras acariciaba el rostro de Nora. Esperó a que abriera los ojos para decirle: «Mírame, mírame ahora.» Ella fijaba los ojos en su pecho, en sus hombros, pero Lucio sabía que también veía más abajo, de pronto se incorporó y la besó, apretándose contra sus labios para no dejarla evadirse. Sentía crisparse su boca, rehuir débilmente el beso, entonces la dejó apenas un instante y volvió a besarla, le tocó las encías con la lengua, la sintió ceder poco a poco, entró a lo hondo de la boca, despacio la llamó hacia él. Su mano buscaba suavemente el acceso profundo, la certidumbre. La oyó gemir, pero después no oyó más o solamente oyó su propio grito, las quejas se iban apagando bajo ese grito, las manos cesaban de luchar y rechazarlo, todo se replegó en sí mismo y descendió lentamente al silencio y al sueño, uno de los dos alcanzó a apagar la luz, las bocas volvieron a encontrarse, Lucio sintió un sabor salado en las mejillas de Nora, siguió buscando sus lágrimas con los labios, bebiéndolas mientras le acariciaba el pelo y la oía respirar cada vez más despacio, con un sollozo apagado cada tanto, ya al borde del sueño. Buscando una posición más cómoda se apartó un poco, miró la oscuridad donde el ojo de buey se recortaba apenas. Bueno, esta vez… No pensaba, era una tranquilidad total que apenas necesitaba pensamiento. Sí, esta vez pagaba por las otras. Sintió en los labios resecos el gusto de las lágrimas de Nora. Contante y sonante, pago en el mostrador Las palabras nacían una tras otra, rechazando la ternura de las manos, el gusto salado en los labios. «Llora, monona», una palabra, otra, precisas: la vuelta a la razón. «Llora nomás, monona, ya era hora que aprendieras. A mí no me ibas a tener esperando toda la noche.» Nora se agitó, movió un brazo. Lucio le acarició el pelo y la besó en la nariz. Más atrás las palabras corrían libres, con la revancha al frente, con el llora nomás casi desdeñoso, ajeno ya a la mano que seguía, sola y por su cuenta, acariciando como al descuido el pelo de Nora.

XVII

Claudia sabía de sobra que Jorge no se dormiría sin alguna noticia o algún hallazgo fuera de lo común. Su mejor sedante era enterarse de que había un ciempiés en la banadera o que Robinson Crusoe realmente había existido. A falta de otra invención, le ofreció un prospecto medicinal que acababa de aparecer en una de las valijas.

– Está escrito en una lengua misteriosa -dijo- ¿No serán noticias del astro?

Jorge se instaló en su cama y se puso a leer aplicadamente el prospecto, que lo dejó deslumbrado.

– Oí esta parte, mamá -dijo-. Berolase «Roche» es el éster pirofosfórico de la aneurina, cofermento que interviene en la fosforilación de los glúcidos y asegura en el organismo la descarboxilación del ácido pirúvico, metabolito común a la degradación de los glúcidos, lípidos y prótidos.

– Increíble -dijo Claudia-. ¿Te alcanza con una almohada o querés dos?

– Me alcanza. Mamá, ¿qué será el metabolito? Tenemos que preguntarle a Persio. Seguro que esto tiene que venir del astro. Me parece que los lípidos y los prótidos deben ser los enemigos de los hormigombres.

– Muy probable -dijo Claudia, apagando la luz.

– Chau, mamá. Mamá, qué lindo barco.

– Claro que es lindo. Dormí bien.

La cabina era la última de la serie que daba al pasillo de babor. Aparte de que le gustaba el número trece, a Claudia le agradó descubrir frente a la puerta la escalera que llevaba al bar y al comedor. En el bar se encontró con Medrano, que reincidía en el coñac después de una última y vana tentativa de ordenar la ropa de sus valijas. El barman saludó a Claudia en un español un poco almidonado, y le ofreció la lista decorada con la insignia de la Magenta Star.

– Los sandwiches son buenos -dijo Medrano-. A falta de cena…

– El maître invita a ustedes a consumir libremente todo lo que deseen -dijo el barman que ya se lo había anunciado con las mismas palabras a Medrano-. Por desgracia embarcaron a última hora y no se pudo ofrecerles la cena.

– Curioso -dijo Claudia-. En cambio tuvieron tiempo para preparar las cabinas y distribuirnos muy cómodamente.

El barman hizo un gesto y esperó las órdenes. Le pidieron cerveza, coñac y sandwiches.

– Sí, todo es curioso -dijo Medrano-. Por ejemplo, el bullicioso conglomerado que parece presidir el joven pelirrojo no se ha heGho ver por aquí. A priori uno pensaría que ese tipo de gente tiene más apetito que nosotros, los linfáticos, si me perdona que la incluya en el gremio.

– Estarán mareados, los pobres -dijo Claudia.

– ¿Su hijo ya duerme?

– Sí, después de comerse medio kilo de galletitas Terrabusi. Me pareció mejor que se acostara en seguida.

– Me gusta su chico -dijo Medrano-. Es un lindo pibe, con una cara sensible.

– Demasiado sensible a veces, pero se defiende con un gran sentido del humor y notables condiciones para el fútbol y el mecano. Dígame, ¿usted cree realmente que todo esto…?

Medrano la miró.

– Mejor hábleme de su chico -dijo-. ¿Qué le puedo contestar? Hace un rato descubrí que no se puede pasar a popa. No nos dieron de cenar, pero en cambio las cabinas son prodigiosas.

– Sí, como suspenso no se puede pedir más -dijo Claudia.

Medrano le ofreció cigarrillos, y ella sintió que le agradaba ese hombre de cara flaca y ojos grises, vestido con un cuidadoso desaliño que le iba muy bien. Los sillones eran cómodos, el ronroneo de las máquinas ayudaba a no pensar, a solamente abandonarse al descanso. Medrano tenía razón: ¿para qué preguntar? Si todo se acababa de golpe lamentaría no haber aprovechado mejor esas horas absurdas y felices. Otra vez la calle Juan Bautista 41berdi, la escuela para Jorge, las novelas en cadena oyendo roncar los ómnibus, la no vida de un Buenos Aires sin futuro para ella, el tiempo plácido y húmedo, el noticioso de Radio El Mundo.

Medrano recordaba con una sonrisa los episodios en el London. Claudia deseó saber más de él, pero tuvo la impresión de que no era hombre confidencial. El barman trajo otro coñac, a lo lejos se oía una sirena.

– El miedo es padre de cosas muy raras -dijo.Medrano-. A esta hora varios pasajeros deben empezar a sentirse inquietos. Nos divertiremos, verá.

– Ríase de mí -dijo Claudia- pero hacía rato que no me sentía tan contenta y tan tranquila. Me gusta mucho más el Malcolm, o como se llame, que un viaje en el Augustas.

– ¿La novedad un poco romántica? -dijo Medrano, mirándola de reojo.

– La novedad a secas, que ya es bastante en un mundo donde la gente prefiere casi siempre la repetición, como los niños. ¿No leyó el último aviso de Aerolíneas Argentinas?

– Quizá, no sé.

– Recomiendan sus aviones diciendo que en ellos nos sentiremos como en nuestra propia casa. «Usted está en lo suyo», o algo así. No concibo nada más horrible que subir a un avión y sentirme otra vez en mi casa.

– Cebarán mate dulce, supongo. Habrá asado de tira y spaghettis al compás rezongón de los fuelles.

– Todo lo cual es perfecto en Buenos Aires, y siempre que uno se sienta capaz de sustituirlo en cualquier momento por otras cosas. Ahí está la palabra justa: disponibilidad. Este viaje puede ser una especie de test.

– Sospecho que para unos cuantos va a resultar difícil. Pero hablando de avisos de líneas aéreas, recuerdo con especial inquina uno de no sé qué compañía norteamericana, donde se subrayaba que el pasajero sería tratado de manera por demás especial. «Usted se sentirá un personaje importante» o algo así. Cuando pienso en los colegas que tengo por ahí, que palidecen a la sola idea de que alguien les diga «señor» en vez de «doctor»… Sí, esa línea debe tener abundante clientela.

– Teoría del personaje -dijo Claudia-. ¿Se habrá escrito ya eso?

– Demasiados intereses creados, me temo. Pero usted me estaba explicando por qué le gusta el viaje.

– Bueno, al fin y al cabo todos o casi todos acabaremos por ser buenos amigos, y no tiene sentido andar escamoteando el curriculum vitae -dijo Claudia-. La verdad es que soy un perfecto fracaso que no se resigna a mantenerse fiel a su rótulo.

– Lo cual me hace dudar desde ya del fracaso.

– Oh, probablemente porque es la única razón de que yo haga todavía cosas tales como comprar una rifa y ganarla. Vale la pena estar viva por Jorge. Por él y por unas pocas cosas más. Ciertas músicas a las que se vuelve, ciertos libros… Todo el resto está podrido y enterrado.

Medrano miró atentamente su cigarrillo.

– Yo no sé gran cosa de la vida conyugal -dijo-, pero en su caso no parece demasiado satisfactoria.

– Me divorcié hace dos años -dijo Claudia-. Por razones tan numerosas como poco fundamentales. Ni adulterio, ni crueldad mental, ni alcoholismo. Mi ex marido se llama León Lewbaum, el nombre le dirá alguna cosa.

– Cancerólogo o neurólogo, creo.

– Neurólogo. Me divorcié de él antes de tener que ingresar en su lista de pacientes. Es un hombre extraordinario, puedo decirlo con jnás seguridad que nunca ahora que pienso en él de una manera que podríamos llamar postuma. Me refiero a mí misma, a esto que va quedando de mí y que no es mucho.

– Y sin embargo se divorció de él.

– Sí, me divorcié de él, quizá para salvar lo que todavía me quedaba de identidad. Sabe usted, un día empecé a descubrir que me gustaba salir a la hora en que él entraba, leer a Eliot cuando él decidía ir a un concierto, jugar con Jorge en vez de…

– Ah -dijo Medrano, mirándola-. Y usted se quedó con Jorge.

– Sí, todo se arregló perfectamente. León nos visita cada tantos días y Jorge lo quiere a su manera. Yo vivo a mi gus"to y aquí estoy.

– Pero usted habló de fracaso.

– ¿Fracaso? En realidad el fracaso fue casarme con León. Eso no se arregla divorciándose, ni siquiera teniendo un hijo como Jorge. Es anterior a todo, es el absurdo que me inició en esta vida.

– ¿Por qué, si no es demasiado preguntar?

– Oh, la pregunta, no es nueva, yo misma me la repito desde que empecé a conocerme un poco. Dispongo de una serie de respuestas: para los días de sol, para las noches de tormenta… Una surtida colección de máscaras y detrás, creo, un agujero negro.

– Si bebiéramos otro coñac -dijo Medrano, llamando al barman-. Es curioso, tengo la impresión de que la institución del matrimonio no tiene ningún representante entre nosotros. López y yo solteros, creo que Costa también, el doctor Restelli viudo, hay una o dos chicas casaderas… ¡Ah, don Galo! Pero vaya a saber cuál es el estado civil de don Galo, ¿ Usted se llama Claudia, verdad? Yo soy Gabriel Medrano, y mi biografía carece de todo interés. A su salud y a la de Jorge.

– Salud, Medrano, y hablemos de usted.

– ¿Por interés, por cortesía? Discúlpeme, uno dice cosas que son meros reflejos condicionados. Pero la vcy a decepcionar, empezando porque soy dentista y luego porque me paso la vida sin hacer nada útil, cultivando unos pocos amigos, admirando a unas pocas mujeres, y levantando con eso un castillo de naipes que se me derrumba cada dos por tres. Plaf, todo al suelo. Pero recomienzo, sabe usted, recomienzo.

La miró y se echó a reír.

– Me gusta hablar con usted -dijo-. Madre de Jorge, el leoncito.

– Decimos grandes pavadas los dos -dijo Claudia y se rio a su vez-. Siempre las máscaras, claro.

– Oh, las máscaras. Uno tiende siempre a pensar en el rostro que esconden, pero en realidad lo que cuenta es la máscara, que sea ésa y no otra. Dime qué máscara usas y te diré qué cara tienes.

– La última -dijo Claudia- se llama Mdlcolm, y creo que la compartimos unos cuantos. Escuche, quiero que conozca a Persio. ¿Podríamos mandarlo buscar a su camarote? Persio es un ser admirable, un mago de verdad; a veces le tengo casi miedo, pero es como un cordero, sólo que ya sabemos cuántos símbolos puede esconder un cordero.

– ¿Es el hombre bajito y calvo que estaba con ustedes en el London? Me hizo pensar en una foto de Max Jacob que guardo en casa. Y hablando de Roma…


– Bastará una limonada para restablecer el nivel de los humores -dijo Persio-. Y quizá un sandwich de queso.

– Qué mezcla abominable -dijo Claudia.

La mano de Persio había resbalado como un pez por la de Medrano. Persio estaba vestido de blanco y se había puesto zapatillas también blancas. «Todo comprado a última hora y en cualquier parte», pensó Medrano, mirándolo con simpatía.

– El viaje se anuncia con signos desconcertantes -dijo Persio olfateando el aire-. El río ahí afuera parece dulce de leche La Martona. En cuanto a mi camarote, algo sublime. ¿Para qué describirlo? Reluciente y lleno de cosas enigmáticas, con botones y carteles.

– ¿Le gusta viajar? -preguntó Medrano.

– Bueno, es lo que hago todo el tiempo.

– Se refiere al subte Lacroze -dijo Claudia.

– No, no, yo viajo en el infraespacio y el hiperespacio -dijo Persio-. Son dos palabras idiotas que no significan gran cosa, pero yo viajo. Por lo menos mi cuerpo astral cumple derroteros vertiginosos. Yo entre tanto estoy en lo de Kraft, meta corregir galeras. Vea, este crucero me va a ser útil para las observaciones estelares, las sentencias astrales. ¿Usted sabe lo que pensaba Paracelso? Que el firmamento es una farmacopea. ¿Lindo, no? Ahora voy a tener las constelaciones al alcance de la mano. Jorge dice que las estrellas se ven mejor en el mar que en tierra, sobre todo en Chacarita donde resido.

– Pasa de Paracelso a Jorge sin hacer distingos -rió Claudia.

– Jorge sabe cosas, o sea que es portavoz de un saber que después olvidará. Cuando hacemos juegos mágicos, las grandes Provocaciones, él encuentra siempre más que yo. La única diferencia es que después se distrae, como un mono o un tulipán. Si pudiera retenerlo un poco más sobre lo que atisba… Pero la actividad es una ley de la niñez, como decía probablemente Fechner. El problema, claro, es Argos. Siempre.

– ¿Argos? -dijo Claudia.

– Sí, el polifacético, el diez-mil-ojos, el simultáneo.]Eso, el simultáneo! -exclamó entusiasmado Persio-. Cuando pretendo anexarme la visión de Jorge, ¿no delato la nostalgia más horrible de la raza? Ver por otros ojos, ser mis ojos y los suyos, Claudia, tan bonitos, y los de este señor, tan expresivos. Todos los ojos, porque eso mata el tiempo, lo liquida del todo. Chau, afuera. Raje de aquí.

Hizo un gesto como para espantar una mosca.

– ¿Se dan cuenta? Si yo viera simultáneamente todo lo que ven los ojos de la raza, los cuatro mil millones de ojos de la raza, la realidad dejaría de ser sucesiva, se petrificaría en una visión absoluta en la que el yo desaparecería aniquilado. Pero esa aniquilación ¡qué llamarada triunfal, qué Respuesta! Imposible concebir el espacio a partir de ese instante, y mucho menos el tiempo que es la misma cosa en forma sucesiva.

– Pero si usted sobreviviera a semejante ojeada -dijo Medrano- empezaría a sentir otra vez el tiempo. Vertiginosamente multiplicado por el número de visiones parciales, pero siempre el tiempo.

– Oh, no serían parciales -dijo Persio alzando las cejas-. La idea es abarcar lo cósmico en una síntesis total, sólo posible partiendo de un análisis igualmente total. Comprende usted, la historia humana es la triste resultante de que cada uno mire por su cuenta. El tiempo nace en los ojos, en sabido.

Sacó un folleto del bolsillo y lo consultó ansiosamente. Medrano, que encendía un cigarrillo, vio asomarse a la puerta al chófer de don Galo, que observó un momento la escena y se acercó al barman.

– Con un poco de imaginación se puede tener una remota idea de Argos -decía Persio volviendo las hojas del folleto-. Yo por ejemplo me ejercito con cosas como ésta. No sirve para nada, puesto que sólo imagino, pero me despierta al sentimiento cósmico, me arranca a la torpeza sublunar.

La tapa del folleto decía Guía oficial dos caminhos de ferro de Portugal. Persio agitó la guía como un gonfalón.

– Si quieren les hago un ejercicio -propuso-. Otra vez ustedes pueden usar un álbum de fotos, un atlas, una guía telefónica, pero esto sirve sobre todo para desplegarse en la simultaneidad, huir de este sitio y por un momento… Mejor les voy diciendo. Hora oficial, veintidós y treinta. Ya se sabe que no es la hora astronómica, ya se sabe que estamos cuatro horas atrasados con relación a Portugal. Pero no se trata de establecer un horóscopo, simplemente vamos a imaginar que allá minuto más minuto menos son las dieciocho y treinta. Hora hermosa en Portugal, supongo, con todos esos azulejos que brillan.

Abrió resueltamente la guía y la estudió en la página treinta.

– La gran línea del norte, ¿estamos? Fíjense bien: en este mismo momento el tren 125 corre entre las estaciones de Mealhada y Aguim. El tren 324 va a arrancar de la estación Torres Novas, falta exactamente un minuto, en realidad mucho menos. El 326 está entrando en Sonzelas, y en la línea de Vendas Novas, el 2721 acaba de salir de Quinta Grande. ¿Ustedes van viendo, no? Aquí está el ramal de Lousá, donde el tren 629 está justamente detenido en la estación de ese nombre antes de salir para Prilháo Casáis… Pero ya han pasado treinta segundos, es decir que apenas hemos podido imaginar cinco o seis trenes, y sin embargo hay muchos más, en la línea del este el 4111 corre de Monte Redondo a Guia, el 4373 está detenido en Leiria, el 4121 va a entrar en Paúl. ¿Y la línea del oeste? El 4026 salió de Martiganca y cruza Pataias. el 4028 está parado en Coimbra, pero pasan los segundos, y aquí en la línea de Figueira, el 4735 llegó ahora a Verride, el 1429 va a partir de Pampilhosa, ya toca el pito, sale… y el 1432 entró en Casal… ¿Sigo, sigo?

– No, Persio -dijo Claudia, enternecida-. Tómese su limonada.

– Pero ustedes captaron, ¿verdad? El ejercicio…

– Oh, sí -dijo Medrano-. Me sentí un poco como si desde muy arriba pudiese ver casi al mismo tiempo todos los trenes de Portugal. ¿No era ese el sentido del ejercicio?

– Se trata de imaginar que uno ve -dijo Persio, cerrando los ojos-. Borrar las palabras, ver solamente cómo en este momento, en nada más que un pedacito insignificante del globo, montones inabarcables de trenes cumplen exactamente sus horarios. Y después, poco a poco, imaginar los trenes de España, de Italia, todos los trenes que en este momento, las dieciocho y treinta y dos, están en algún sitio, llegan a algún sitio, se van de algún sitio.

– Me marea -dijo Claudia-. Ah, no, Persio, no esta primera noche y con este magnífico coñac.

– Bueno, el ejercicio sirve para otras cosas -concedió Persio-. Finalidades mágicas sobre todo. ¿Han pensado en los dibujos? Si en este mapa de Portugal marcamos todos los puntos donde hay un tren a las dieciocho y treinta, puede ser interesante ver qué dibujo sale de ahí. Variar de cuarto de hora en cuarto de hora, para apreciar por comparación o superposición cómo el dibujo se altera, se perfecciona o malogra. He obtenido curiosos resultados en mis ratos libres en Kraft; no estoy lejos de pensar que un día veré nacer un dibujo que coincida exactamente con alguna obra famosa, una guitarra de Picasso, por ejemplo, o una frutera de Petorutti. Si eso ocurre tendré una cifra, un módulo. Así empezaré a abrazar la creación desde su verdadera base analógica, romperé el tiempo-espacio que es un invento plagado de defectos.

– ¿El mundo es mágico, entonces? -preguntó Medrano.

– Vea, hasta la magia está contagiada de prejuicios occidentales -dijo Persio con amargura-. Antes de llegar a una formulación de la realidad cósmica se precisaría estar jubilado y tener más tiempo para estudiar la farmacopea sideral y palpar la materia sutil. Qué quiere con el horario de siete horas.

– Ojalá el viaje le sirva para estudiar -dijo Claudia, levantándose-. Empiezo a sentir un delicioso cansancio de turista. Será hasta mañana.

Un rato después Medrano se volvió más contento a su cabina y encontró energías para abrir las valijas. «Coimbra», pensaba, fumando el último cigarrillo «Lewbaum el neurólogo.» Todo sé mezclaba tan fácilmente; quizá también fuera posible extraer un dibujo significativo de esos encuentros y esos recuerdos donde ahora entraba Bettina que lo miraba entre sorprendida y agraviada, como si el acto de encender la luz del cuarto de baño fuese una ofensa imperdonable. «Oh, déjame en paz», pensó Medrano, abriendo la ducha.

XVIII

Raúl encendió la luz de la cabecera, de su cama y apagó el fósforo que lo había guiado. Paula dormía, vuelta hacia él. A la débil luz del velador su pelo rojizo parecía sangre en la almohada.

«Qué bonita está -pensó, desnudándose sin apuro-. Cómo se le afloja la cara, huyen esas arrugas penosas del entrecejo siempre hosco, hasta cuando se ríe. Y su boca, ahora parece un ángel de Botticelli, algo tan joven, tan virgen…» Sonrió, burlón. «Thou still unravish'd bride of quietness», se recitó. «Ravish'd y archiravish'd, pobrecita.» Pobrecita Paula, demasiado pronto castigada por su propia rebeldía insuficiente, en un Buenos Aires que solamente le había dado tipos como Rubio, el primero (si era el primero, pero sí, porque Paula no le mentía) o como Lucho Neira, el último, sin contar los X y Z y los chicos de las playas, y las aventuras de fin de semana o de asiento trasero de Mercury o De Soto. Poniéndose el piyama azul, se acercó descalzo a la cama de Paula; lo conmovía un poco verla dormir aunque no fuese la primera vez que la veía, pero ahora Paula y él entraban en un ciclo íntimo y casi secreto que duraría semanas o meses, si duraba, y esa primera imagen de ella confiadamente dormida a su lado lo enternecía un poco. La infelicidad cotidiana de Paula le había sido insoportable en los últimos meses. Sus llamadas telefónicas a las tres de la madrugada, sus recaídas en las drogas y los paseos sin rumbo, su latente proyecto de suicidio, sus repentinas tiranías («vení en seguida o me tiro a la calle»), sus accesos de alegría por un poema que le salía a gusto, sus llantos desesperados que arruinaban corbatas y chaquetas. Las noches en que Paula llegaba de improviso a su departamento, irritándolo hasta el insulto porque estaba harto de pedirle que telefoneara antes; su manera de mirarlo todo, de preguntar: «¿Estás solo?», como si temiera que hubiese alguien debajo de la cama o del sofá, y en seguida la risa o el llanto, la confidencia interminable entre whisky y cigarrillos. Sin vedarse por eso intercalar críticas todavía más irritantes por lo justas: «A quién se le ocurre colgar ahí esa porquería», «¿no te das cuenta de que en esa repisa sobra un jarrón?», o sus repentinos accesos de moralina, su catequesis absurda, el odio a los amigos, su probable intromisión en la historia de Beto Lacierva que quizá explicaba la brusca ruptura y la fuga de Beto. Pero a la vez Paula la espléndida, la fiel y querida Paula, camarada de tantas noches exaltantes, de luchas políticas en la universidad, de amores y odios literarios. Pobre pequeña Paula, hija de su padre cacique político, hija de su familia pretenciosa y despótica, atada como un perrito a la primera comunión, al colegio de monjas, a mí párroco y mi tío, a La Nación y al Colón (su hermana Coca hubiese dicho «a Colón»), y de golpe la calle como un grito, el acto absurdo e irrevocable que la había segregado de los Lavalle para siempre y para nada, el acto inicial de su derrumbe minucioso. Pobre Paulita, cómo había podido ser tan tonta a la hora de las decisiones. Por lo demás (Raúl la miraba meneando la cabeza) las decisiones no habían sido nunca radicales. Paula comía aún el pan de los Lavalle, familia patricia capaz de echar tierra sobre el escándalo y pagarle un buen departamento a la oveja negra. Otra razón para la neurosis, las crisis de rebeldía, los planes de entrar en la Cruz Roja o irse al extranjero, todo eso debatido en la comodidad de un living y un dormitorio, servicios centrales e incinerador de basuras. Pobre Paulita. Pero era tan grato verla dormir profundamente («¿será Luminal, será Embutal?», pensó Raúl) y saber que estaría allí toda la noche respirando cerca de él que se volvía ahora a su cama, apagaba la luz y encendía un cigarrillo ocultando el fósforo entre las manos.


En el camarote 5, a babor, el señor Trejo duerme y ronca exactamente como en la cama conyugal dé la calle Acoyte. Felipe está todavía levantado aunque no puede más de cansancio; se ha dado una ducha, mira en el espejo su mentón donde asoma una barba incipiente, se peina minuciosamente por el placer de verse, de sentirse vivo en plena aventura. Entra en la cabina, se pone un piyama de hilo y se instala en un sillón a fumar un Camel, después de ajustar la luz orientable que se proyecta sobre el número de El Gráfico que hojea sin apuro. Si el viejo no roncara, pero sería pedir mucho. No se resigna a la idea de no tener una cabina para él solo; si por casualidad se le diera un programa, va a ser un lío. Con lo fácil que resultaría si el viejo durmiera en otra parte. Vagamente recuerda películas y novelas donde los pasajeros viven grandes dramas de amor en sus camarotes. «Por qué los habré invitado», se dice Felipe y piensa en la Negrita que estará desvistiéndose en el altillo, rodeada de revistas radiotelefónicas y postales de James Dean y Ángel Magaña. Hojea El Gráfico, se demora en las fotos de una pelea de box, se imagina vencedor en un ring internacional, firmando autógrafos, noqueando al campeón. «Mañana estaremos afuera», piensa bruscamente, y bosteza. El sillón es estupendo pero ya el Camel le quema los dedos, tiene cada vez más sueño. Apaga la luz, enciende el velador de la cama, se desliza saboreando cada centímetro de sábana, el colchón a la vez firme y mullido. Se le ocurre que ahora Raúl también se estará acostando después de fumar una última pipa, pero en vez de un viejo que ronca tendrá en la cabina a esa pelirroja tan preciosa. Ya se habrá acomodado contra ella, seguro que están los dos desnudos y gozando. Para Felipe la palabra gozar está llena de todo lo que los ensayos solitarios, las lecturas y las confidencias de los amigos del colegio pueden evocar y proponer. Apagando la luz. se vuelve poco a poco hasta quedar de lado, y estira los brazos en la sombra para envolver el cuerpo de la Negrita, de la pelirroja, un compuesto en el que entra también la hermana menor de un amigo y su prima Lolita, un calidoscopio que acaricia suavemente hasta que sus manos rozan la almohada, la ciñen, la arrancan de debajo de su cabeza, la tienden contra su cuerpo que se pega, convulso, mientras la boca muerde en la tela insípida y tibia. Gozar, gozar, sin saber cómo se ha arrancado el piyama y está desnudo contra la almohada, se endereza y cae boca abajo, empujando con los riñones, haciéndose daño, sin llegar al goce, recorrido solamente por una crispación que lo desespera y lo encona. Muerde la almohada, la aprieta contra las piernas, acercándola y rechazándola, y por fin cede a la costumbre, al camino más fácil, se deja caer de espaldas y su mano inicia la carrera rítmica, la vaina cuya presión gradúa, retarda o acelera sabiamente, otra vez es la Negrita, encima de él como le ha mostrado Ordóñez en unas fotos francesas, la Negrita que suspira sofocadamente, ahogando sus gemidos para que no se despierte el señor Trejo.


– En fin -dijo Carlos López, apagando la luz-. Contra todo lo que me temía, esta barbaridad acuática se ha puesto en marcha.

Su cigarrillo hizo dibujos en la sombra, después una claridad lechosa recortó el ojo de buey. Se estaba bien en la cama, eí levísimo rolido invitaba a dormirse sin más trámite. Pero López pensó primero en lo bueno que había sido encontrarse a Medrano entre los compañeros de viaje, en la historia de don Galo, en la pelirroja amiga de Costa, en el desconcertante comportamiento del inspector. Después volvió a pensar en su breve visita a la cabina de Raúl, el cambio de púas con la chica de ojos verdes. Menuda amiga se echaba Costa. Si no lo hubiera visto… Pero sí lo había visto y no tenía nada de raro, un hombre y una mujer compartiendo la cabina número 10. Curioso, si la hubiera encontrado con Medrano, por ejemplo, le hubiera parecido perfectamente natural. En cambio Costa, no sabía bien por qué… Era absurdo, pero era. Se acordó que el Costáis de Montherlant se había llamado Costa en un principio; se acordó de un tal Costa, antiguo condiscípulo. ¿Por qué seguía dándole vueltas a la idea? Algo no encajaba ahí. La voz de Paula al hablarle había sido una voz al margen de la presunta situación. Claro que hay mujeres que no pueden con el genio. Y Costa en la puerta de la cabina, sonriendo. Tan simpáticos los dos. Tan distintos. Por ahí andaba la cosa, una pareja tan disímil. No se sentía el nexo, ese mimetismo progresivo del juego amoroso o amistoso en que aun las oposiciones más abiertas giran dentro de algo que las enlaza y las sitúa.

– Me estoy haciendo ilusiones -dijo López en voz alta-. De todos modos serán macanudos compañeros de viaje. Y quién sabe, quién sabe.

El cigarrillo voló como un cocuyo y se perdió en el río.

D

Furtivo, un poco temeroso pero excitado e incontenible, exactamente a medianoche y en la oscuridad de la proa se instala Persio pronto a velar. El hermoso cielo austral lo atrae por momentos, alza la calva cabeza y mira los racimos resplandecientes, pero también quiere Persio establecer y ahincar un contacto con la nave que lo lleva, y para eso ha esperado el sueño que iguala a los hombres, se ha impuesto la vigilia celosa que ha de comunicarlo con la sustancia fluida de la noche. De pie junto a un presumible rollo de cables (en principio no hay serpientes en los barcos), sintiendo en la frente el aire húmedo del estuario, compulsa en voz baja los elementos de juicio reunidos a partir del London, establece minuciosas nomenclaturas donde lo heterogéneo de incluir tres bandoneones y un refrescado de Cinzano junto con la forma del mamparo de proa y el vaivén aceitado del radar, se resuelve para él en una paulatina geometría, un lento aproximarse a las razones de esa situación que comparte con el resto del pasaje. Nada tiende en Persio a la formulación taxativa, y sin embargo una ansiedad continua lo posee frente a los vulgares problemas de su circunstancia. Está seguro de que un orden apenas aprehensible por la analogía rige el caos de bolsillo donde un cantor despide a su hermano y una silla de ruedas remata en un manubrio cromado; como la oscura certidumbre de que existe un punto central donde cada elemento discordante puede llegar a ser visto como un rayo de la rueda. La ingenuidad de Persio no es tan grande para ignorar que la descomposición de lo fenoménico debería preceder a toda tentativa arquitectónica, pero a la vez ama el calidoscopio incalculable de la vida, saborea con delectación la presencia en sus pies de unas flamantes zapatillas marca Pirelli, escucha enternecido el crujir de una cuaderna y el blando chapoteo del río en la quilla. Incapaz de renunciar desde donde las cosas pasan a ser casos y el repertorio sensorial cede a una vertiginosa equiparación de vibraciones y tensiones de la energía, opta por una humilde labor astrológica, un tradicional acercamiento por vía de la imagen hermética, los tarots y el favorecimiento del azar esclarecedor. Confía Persio en algo como un genio desembotellado que lo oriente en el ovillo de los hechos, y semejante a la proa del Malcolm que corta en dos el río y la noche y el tiempo, avanza tranquilo en su meditación que desecha lo trivial -el inspector, por ejemplo, o las extrañas prohibiciones que rigen a bordo- para concentrarse en los elementos tendientes a una mayor coherencia. Hace un rato que sus ojos exploran el puente de mando, se ¿etienen en la ancha ventanilla vacía que deja pasar una luz violeta. Quienquiera sea que dirige el barco ha de estar en el fondo de la cabina translúcida, lejos de los cristales que fosforecen en la leve bruma del río. Persio siente como un espanto que sube peldaño a peldaño, visiones de barcas fatales sin timonel corren por su memoria, lecturas recientes lo proveen de visiones donde la siniestra región del noroeste (y Tuculca con un caduceo verde en la mano, amenazante) se mezclan con Arthur Gordon Pym y la barca de Erik en el lago subterráneo de la Opera, vaya mescolanza. Pero a la vez teme Persio, no sabe por qué, el momento previsible en que se recortará en la ventanilla la silueta del piloto. Hasta ahora las cosas han acontecido en una especie de amable delirio, cifrable e inteligible a poco de machihembrar los elementos sueltos; pero algo le dice (y ese algo podría ser precisamente la explicación inconsciente de todo lo ocurrido) que en el curso de la noche va a instaurarse un orden, una causalidad inquietante desencadenada y encadenada a la vez por la piedra angular que de un momento a otro se asentará en el coronamiento del arco. Y así Persio tiembla y retrocede cuando exactamente en ese momento una silueta se recorta en el puente de mando, un torso negro se inscribe inmóvil, de pie e inmóvil contra el cristal. Arriba los astros giran levemente, ha bastado la llegada del capitán para que el barco varíe su derrota, ahora el palo mayor deja de acariciar a Sirio, oscila hacia la Osa Menor, la pincha y la hostiga hasta alejarla. "Tenemos capitán -piensa Persio estremecido-, tenemos capitán." Y es como si en el desorden del pensamiento rápido y fluctuante de su sangre, coagulara lentamente la ley, madre del futuro, la ley comienzo de una ruta inexorable.

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