Menos mal que había tenido la precaución de traer cuatro o cinco revistas, porque los libros de la biblioteca estaban escritos en idiomas raros, y los dos o tres que encontró en español trataban de guerras y cuestiones de los judíos y otras cosas demasiado filosóficas. Mientras esperaba que doña Pepa acabara de peinarse, la Nelly se entregó fruiciosamente a la contemplación de fotos de diversos cocktails ofrecidos en las grandes residencias porteñas. Le encantaba la elegancia del estilo de Jacobita Echániz cuando hablaba a sus lectoras con tanta familiaridad, realmente como si fuera una de ellas, sin darse corte de alternar en la mejor sociedad y al mismo tiempo mostrando (¿pero por qué su madre se empeñaba en hacerse ese rodete de lavandera, Dios mío?) que pertenecía a un mundo diferente donde todo era rosado, perfumado y enguantado. No hago más que ir a desfiles de modelos -confiaba Jacobita a sus fieles lectoras-. Lucía Schleiffer que es monísima y además inteligente, pronuncia una conferencia sobre la evolución de la moda femenina (con motivo de la exposición de textiles en Gath y Chaves) y la gente de la calle, en tanto, se queda boquiabierta viendo las polleras de plisado lavable, hasta ayer parte de la magia norteamericana… En el Alvear la embajada francesa invita a un público selecto para ilustrarlo sobre la moda de París (como decía un modisto: Christian Dior va y todos nosotros tratamos de seguirlo). Hay perfumes franceses de regalo para las invitadas y todas salen locas de contento abrazando su paquetito…
– Bueno, ya estoy -dijo doña Pepa-. ¿Usted también, doña Rosita? Parece que hace una linda mañana.
– Sí, pero el barco se está empezando a mover de nuevo -dijo doña Rosita nada satisfecha-. ¿Vamos, m'hijita?
La Nelly cerró la revista no sin antes enterarse de que Jacobita acababa de visitar la exposición de horticultura en el Parque Centenario, que allí se había encontrado con Julia Bullrich de Saint, rodeada de cestas y de amistades, a Stella Morro de Cárcano y a la infatigable señora de Udaondo. Se preguntó por qué la señora de Udaondo sería infatigable. ¿Y todo eso había sido en el Parque Centenario, a la vuelta de donde vivía la Coca Chimento, su compañera de trabajo en la tienda? Muy bien podían haber ido las dos un sábado a la tarde, pedirle a Atilio que las llevara para ver un poco cómo era la exposición de horticultura. Pero de veras, el barco se estaba moviendo bastante, seguro que su mamá y que doña Rosita se descomponían apenas acabaran de tomar la leche, y ella misma… Era una vergüenza tener que levantarse temprano, en un viaje de placer el desayuno no debía servirse antes de las nueve y media, como la gente fina. Cuando apareció Atilio, fresco y animado, le preguntó si no era posible quedarse en la cama hasta las nueve y media y tocar el timbre para que sirvieran el desayuno en el camarote.
– Pero claro -dijo el Pelusa, que no estaba demasiado seguro-. Aquí vos haces lo que queros. Yo me levanto temprano porque me gusta ver el mar cuando sale el sol. Ahora tengo un ragú bárbaro. ¿Qué me decís del tiempo? ¡Hay cada bloque de agua…! Lo que no se ve todavía es la tunina, pero seguro que esta tarde las vemos. Buenos días, señora, qué tal. ¿Cómo anda el pibe, señora?
– Todavía duerme -dijo la señora de Trejo, nada segura de que la palabra pibe le quedara bien a Felipe-. El pobre pasó una noche muy inquieta según acaba de decirme mi esposo.
– Se quemó demasiado -dijo el Pelusa con aire entendido-. Yo le previne dos o tres veces, mira pibe que tengo experiencia, yo sé lo que te digo, no te hagas el loco el primer día… Pero qué le va a hacer. Y bueno, así aprenderá. Mire, cuando yo estaba adentro…
Doña Rosita cortó la inminente evocación de la vida de cuartel, proclamando la necesidad de subir al bar porque en el pasillo se sentía más el balanceo. Bastó esto para que la señora de Trejo empezara a notar que tenía un estómago. Ella no tomaría nada más que una taza de café negro, el doctor Viñas le había dicho que era lo mejor en caso de mar picado. Doña Pepa creía en cambio que una buena dosis de pan con manteca asienta el café con leche, pero eso sí, sin dulce, porque el dulce contiene azúcar y eso espesa la sangre, que es lo peor para el mareo. El señor Trejo, incorporado al grupo, creyó encontrar algún fundamento científico en la teoría, pero don Galo, que emergía de la escalerilla como un ludión vivamente proyectado por las férreas manos del chófer, manifestó sensible tendencia a despacharse un plato de panceta con huevos fritos. Otros pasajeros llegaban al bar, López se detuvo a leer un cartel donde se confirmaba el funcionamiento de la peluquería para damas y caballeros, y se especificaban los horarios. La Beba hizo una de sus entradas al ralenti, con detención en el último peldaño y lánguido oteo del ambiente, luego se vio entrar a Persio vestido con camisa azul y pantalones crema demasiado grandes para él, y el bar se llenó de charlas y de buenos olores. Ya en su segundo cigarrillo, Medrano se asomó un momento para ver si estaba ahí Claudia. Inquieto, volvió a bajar y llamó en la cabina.
– Soy el colmo de la indiscreción, pero se me ocurrió que quizá Jorge no seguía bien y que les hacía falta algo.
Envuelta en una bata roja, Claudia parecía más joven. Le tendió la mano sin que ninguno de los dos comprendiera demasiado bien la necesidad de ese saludo formal.
– Gracias por venir. Jorge está mucho mejor y durmió muy bien toda la noche. Esta mañana preguntó si usted lo había acompañado mucho rato… Pero mejor que él mismo dirija los interrogatorios.
– Por fin llegás -dijo Jorge, que lo tuteaba con toda naturalidad-. Anoche prometiste contarme uña aventura de Davy Crockett, no te olvides.
Medrano prometió que más tarde le contaría alucinantes aventuras de los héroes de las praderas.
– Pero ahora me voy a desayunar, che. Tu mamá tiene qua vestirse y vos también. Nos encontramos en cubierta, hace una mañana estupenda.
– Ya está -dijo Jorge-. Che, cómo charlaban anoche.
– ¿Nos oíste?
– Claro, pero también soñé con cosas del astro. ¿Vos sabías que Persio y yo tenemos un astro?
– Un poco copiado de Saint-Exupéry -le confió Claudia-. Encantador, por lo demás, y lleno de descubrimientos sensacionales.
Mientras se volvía al bar, Medrano pensó que el intervalo de la noche había cambiado misteriosamente el rostro de Claudia. Se había despedido de él con una expresión en la que había cansancio y desazón, como si todo lo que él le había confiado le hubiera hecho daño. Y las palabras con que había comentado su confidencia -pocas, quizá desganadas, casi todas duras y afiladas- habían sido la contraparte de su cara amarga, rendida por una fatiga repentina que no era solamente física. Lo había maltratado sin dureza pero sin lástima, pagándole sinceridad con sinceridad. Ahora volvía a encontrar a la Claudia diurna, a la madre del leoncito. «No es de las que arrastran la melancolía -pensó agradecido-. Y yo tampoco, aunque el bueno de López, en cambio…» Porque López dijo que estaba muy bien, pero que en realidad no había dormido mucho.
– ¿Usted se va a hacer cortar el pelo? -preguntó-. En ese caso vamos juntos y podemos charlar mientras esperamos. Yo creo que las peluquerías, che, son una institución que hay que cultivar.
– Lástima que no haya salón de lustrar -dijo Medrano, divertido.
– Lástima, sí. Mírelo a Restelli, qué cafisho se ha venido.
Bajo el cuello abierto de su camisa de sport, el pañuelo rojo con pintas blancas le quedaba muy bien al doctor Restelli. La rápida y decidida amistad entre él y don Galo se cimentaba con frecuentes consultas a una lista que perfeccionaban con ayuda de un lápiz prestado por el barman.
López empezó a contar su expedición de la noche, con la advertencia de que no había mucho que contar.
– El resultado es que uno se queda con un humor de perros y con ganas de agarrar a patadas a todos los lípidos o como se llamen esos tipos.
– Me pregunto si no estaremos perdiendo el tiempo -dijo Medrano-. Lo pienso como una escalera a dos puntas, es decir que me fastidia perder el tiempo en averiguaciones inútiles, y también me parece que quedarnos así es malgastar los días. Hasta ahora hay que admitir que los partidarios del statu qua se lucen más que nosotros.
– Pero usted no cree que tengan razón.
– No, analizo la situación, nada más. Personalmente me gustaría seguir buscando un paso, pero no veo otra salida que la violencia y no me gustaría malograrles el viaje a los demás, máxime cuando parecen pasarlo bastante bien.
– Mientras sigamos reduciéndolo todo a problemas… -dijo López con aire despechado-. En realidad yo me levanté de mal humor y la bronca busca destaparse por donde puede. Ahora ¿por qué me levanté de mal humor? Misterio, cosas del hígado.
Pero no era el hígado, a menos que el hígado tuviera el pelo rojo. Y sin embargo se había acostado contento, seguro de que algo iba a definirse y que no le sería desfavorable. «Pero uno está triste lo mismo», se dijo, mirando lúgubremente su taza vacía.
– Ese muchacho Lucio, ¿se ha casado hace mucho? -preguntó antes de tener tiempo de pensar la pregunta.
Medrano se quedó mirándolo. A López le pareció que vacilaba.
– Bueno, a usted no me gustaría mentirle, pero tampoco quisiera que esto se sepa. Supongo que oficialmente se presentan como recién casados, pero todavía les falta la pequeña ceremonia que se oficia en un despacho fragante de tinta y cuero viejo. Lucio no tuvo inconveniente en decírmelo en Buenos Aires, a veces nos tropezamos en el club universitario. Coincidencias de la calistenia.
– La verdad que la cosa no me interesa demasiado -dijo López-. Por supuesto guardaré el secreto para inconsciente martirio de las señoras de a bordo, pero nada me. sorprendería que su fino olfato… Mire, ya hay una que empieza a marearse.
Con un gesto en el que la torpeza se aliaba a una fuerza considerable, el Pelusa tomó del brazo a su madre y empezó a remolcarla hacia la escalerilla de salida.
– Un poco de aire fresco y se te pasa en seguida, mama. Che Nelly, vos prepara la reposera en un sitio que no haga viento. ¿Por qué comiste tanto pan con dulce? Yo te dije, acordate.
Con un aire levemente conspirador, don Galo y el doctor Restelli hicieron señas a Medrano y a López. La lista que tenían en la mano ocupaba ya varios renglones.
– Vamos a hablar un poco de nuestra velada -propuso don Galo, encendiendo un puro de calidad sospechosa-. Ya es tiempo de divertirse un poco, coño.
– Bueno -dijo López-. Y después nos vamos a la peluquería. Es un programa formidable.
Las cosas se arreglan por donde uno menos piensa, pensó Raúl al despertarse. La bofetada de Paula había servido para que se fuera a la cama mucho más dispuesto a dormir que antes. Pero una vez despierto, después de un descanso perfecto, volvió a imaginarse a Felipe bajando a esa Niebeland de pacotilla y luces violeta, cortándose sola para sentirse independiente y más seguro de sí mismo. Mocoso del diablo, con razón tenía una borrachera complicada con insolación. Lo imaginó (mientras miraba reflexivamente a Paula que empezaba a agitarse en la cama) entrando en la cámara de Orf y del gorila con el tatuaje en el brazo, haciéndose simpático, ganándose unas copas, convertido en el gallito del barco y probablemente hablando mal de los restantes pasajeros. «Una paliza, una buena paliza bien pegada», pensó, pero sonreía porque pegarle a Felipe hubiera sido como…
Paula abrió un ojo y lo miró.
– Hola.
– Hola -dijo Raúl-. Look, love, what envious streaks, Do lace the severing clouds in yonder east…
– ¿Hay sol, de verdad?
– Night's candles are burnt out, and jocund day…
– Vení a darme un beso -dijo Paula.
– Ni pienso.
– Vení, no me guardes rencor.
– Rencor es mucha palabra, querida. El rencor hay que merecerlo. Anoche me pareciste sencillamente loca, pero es una vieja impresión.
Paula saltó de la cama, y para sorpresa de Raúl apareció con un piyama. Se le acercó, le revolvió el pelo, le acarició la cara, lo besó en la oreja, le hizo cosquillas. Se reían como chicos, y él acabó abrazándola y devolviéndole las cosquillas hasta que cayeron sobre la alfombra y se revolcaron hasta el centro de la cabina. Paula se levantó de un brinco y giró sobre un pie.
– No estás enojado, no estás enojado -dijo. Se echó a reír, siempre bailando-. Pero es que fuiste tan perro, mira que dejarme levantar así…
– ¿Dejarte levantar? Especie de vagabunda, te levantaste desnuda sencillamente porque sos una exhibicionista y porque sabés que soy incapaz de ir a contárselo a tu Jamaica John.
Paula se sentó en el suelo, y le puso las dos manos sobre las rodillas.
– ¿Por qué a Jamaica John, Raúl? ¿Por qué a él y no a otro?
– Porque te gusta -dijo Raúl, sobrio-. Y porque él está enloquecido con vos. Est-ce que je t'apprend des nouvelles?
– No, la verdad que no. Tenemos que hablar de eso, Raúl.
– En absoluto. Te vas a otro confesonario. Pero te absuelvo, eso sí.
– Oh, me tenes que escuchar. Si vos no me escuchas, ¿qué hago yo?
– López -dijo Raúl- ocupa la cabina número uno, en el pasillo del otro lado. Ya vas a ver como él te va a escuchar.
Paula lo miró pensativa, suspiró, y los dos saltaron al mismo tiempo para llegar antes al cuarto de baño. Ganó Paula y Raúl volvió a tirarse en la cama y se puso a fumar. Una buena paliza… Había varios que merecían una buena paliza. Una paliza con flores, con toallas mojadas, con un lento arañar perfumado. Una paliza que durara horas, entrecortada por reconciliaciones y caricias, vocabulario perfecto de las manos, capaz de abolir y justificar las torpezas nada más que para recomenzarlas después entre lamentos y el olvido final, como un diálogo de estatuas o una piel de leopardo.
A las diez y media la cubierta empezó a poblarse. Un horizonte perfectamente idiota circundaba el Malcolm, y el Pelusa se hartó de acechar por todas partes las señales de los prodigios profetizados por Persio y Jorge.
¿Pero quién estaba mirando y sabiendo todo eso? No Persio, esta vez, atento a afeitarse en su cabina, aunque naturalmente cualquiera podía apreciar el conjunto a poco que tuviera interés en salir y adelantarse blandamente al encuentro de la proa como una imagen cada vez más fija (gentes en las reposeras, gentes quietas en la borda, gentes tiradas en el suelo o sentadas al borde de la piscina). Y así partiendo del primer tablón a la altura de los pies, el contemplador (quien fuera, porque Persio se pulverizaba con alcohol en su cabina) podía progresar lenta o rápidamente, demorarse en una estría de alquitrán parda o negra, subir por un ventilador o encaramarse a una cofa espesamente forrada en pintura blanca, a menos que prefiriera abarcar el conjunto, fijar de golpe las posiciones parciales y los gestos instantáneos antes de dar la espalda a la escena y llevar la mano al bolsillo donde se entibiaban los Chesterfield o los Particulares Livianos (que ya escaseaban, cada vez más particulares y livianos, privados de las fuentes porteñas de suministro).
Desde lo alto -punto de vista válido, si no practicable-, la abolición de los mástiles reducidos a dos discos insignificantes, así como el campanile de Giotto visto por una golondrina suspendida sobre su justo centro se reduce a un cuadrado irrisorio, pierde con la altura y el volumen todo prestigio (y un hombre en la calle, contemplado desde un cuarto piso, es por un instante una especie de huevo peludo que flota en el aire por encima de un travesano gris perla o azul, sustentado por una misteriosa levitación que pronto explican dos activas piernas y la brusca espalda que echa abajo las geometrías puras). Arriba, el punto de vista más ineficaz: los ángeles ven un mundo Cézanne: esferas, conos, cilindros. Entonces una brusca tentación mueve a aproximarse al sitio donde Paula Lavalle contempla las olas. Aproximación, cebo del conocimiento, espejo para alondras (¿pero todo esto lo piensa Persio, lo piensa Carlos López, quien fabrica estas similitudes y busca, fotógrafo concienzudo, al enfoque favorable?), y ya al lado de Paula, contra Paula, casi en medio de Paula, descubrimiento de un universo irisado que fluctúa y se altera a cada instante, su pelo donde el sol juega como un gato con un ovillo rojo, cada cabello una zarza ardiente, hilo eléctrico por el que corre el fluido que mueve el Malcolm y las máquinas del mundo, la acción de los hombres y la derrota de las galaxias, el absolutamente indecible swing cósmico en este primer cabello (el observador no alcanza a despegarse de él, el resto es un fondo neblinoso como en un close-up del ojo izquierdo de Simone Signorat donde lo demás no pasa de una inane sopa de sémola que sólo más tarde tomará nombre de galán o de madre o de bistró del séptimo distrito). Y al mismo tiempo todo ss como una guitarra (pero si Persio estuviera aquí proclamaría la guitarra negándose al término de comparación -no hay cómo, cada cosa está petrificada en su cosidad, lo demás es tramoya-, sin permitir que se la empleara como juego metafórico, de donde cabe inferir que quizá Carlos López, que quizá Gabriel Medrano, pero sobre todo Carlos López es agente y paciente de estas visiones provocadas y padecidas bajo el cielo azul); entonces, resumiendo, todo es una guitarra desde arriba, con la boca en la circunferencia del palo mayor, las cuerdas en los candidos cables que vibran y tiemblan, con la mano del guitarrista posada en los trastes sin que la señora de Trejo, repantigada en una mecedora verde, sepa que ella es esa mano cruzada y agazapada en los trastes, y la otra mano es el mar encendido a babor, rascando el flanco de la guitarra como los gitanos cuando esperan o pausan un tiempo de cante, el mar como lo sintió Picasso cuando pintaba el hombre de la guitarra que fue de Apollinaire. Y esto ya no puede estarlo pensando Carlos López, pero es Carlos López el que junto a Paula pierde los ojos en uno solo de sus cabellos y siente vibrar un instrumento en la confusa instancia de fuerzas que es toda cabellera, el entrecruzamiento potencial de miles de miles de cabellos, cada uno la cuerda de un instrumento sigiloso que se tendería sobre kilómetros de mar, un arpa como el arpa-mujer de Jerónimo Bosch, en suma otra guitarra antepasada, en suma una misma música que llena la boca de Carlos López de un profundo gusto a frutillas y a cansancio y a palabras.
– Qué resaca tengo, la puta madre -murmuró Felipe, enderezándose en la cama.
Suspiró aliviado al ver que su padre ya había salido a cubierta. Girando cautelosamente la cabeza comprobó que la cosa no era para tanto. En cuanto se pegara una ducha (y después de un buen remojón en la piscina) se sentiría perfectamente. Sacándose el piyama se miró los hombros enrojecidos, pero ya casi no le picaban, de cuando en cua/ido un alfilerazo le corría por la piel y lo obligaba a rascarse con cuidado. Un sol espléndido entraba por el ojo de buey. «Hoy me paso el día en la pileta», pensó Felipe, desperezándose. La lengua le molestaba como un pedazo de trapo. «Qué bruto este Bob, qué ron que tiene», con una satisfacción masculina de haber hecho algo gordo, transgredido un principio cualquiera. Bruscamente se acordó de Raúl, buscó la pipa y la lata de tabaco. ¿Quiénes lo habían traído a la cabina, lo habían acostado? Se acordó de la cabina de Raúl, de la descompostura en el baño y Raúl ahí afuera, escuchando todo. Cerró los ojos, avergonzado. A lo mejor Raúl lo había traído a la cabina, pero qué habrían dicho los viejos y la Beba al verlo tan mal. Ahora se acordaba de una mano untándole algo calmante en los brazos, y unas palabras lejanas, el viejo que le tiraba la bronca. La pomada de Raúl, Raúl había hablado de una pomada o se la había dado, pero qué importaba, de golpe sentía hambre, seguro que todos habían tomado ya café con leche, debía ser muy tarde. No, las nueve y media. ¿Pero dónde estaba la pipa?
Dio unos patvos, probándose. Se sentía perfectamente. Encontró la pipa en un cajón de la cómoda, entre los pañuelos, y la caja de tabaco perdida entre los pares de medias. Linda pipa, qué forma tan inglesa. Se la puso en la boca y se fue a mirar al espejo, pero quedaba raro con el torso desnudo y esa pipa tan bacana. No tenía ganas de fumar, todavía le duraba el gusto del ron y del tabaco de Bob. Qué formidable había estado esa charla con Bob, qué tipo increíble.
Se metió en la ducha, pasando del agua casi hirviendo a la fría. El Malcolm bailaba un poco y era muy agradable mantenerse en equilibrio sin usar los soportes cromados. Se jabonó despacio, mirándose en el gran espejo que ocupaba casi completamente uno de los tabiques del baño. La tipa del clandestino le había dicho: «Tenes lindo cuerpo, pibe», y eso le había dado coraje aquella vez. Claro que ienía un cuerpo formidable, espalda en triángulo como los puntos del cine y del boxeo, piernas finas pero que marcaban un gol de media cancha. Cerró la ducha y se miró de nuevo, reluciente de agua, el pelo colgándole sobre la frente; se le echó atrás, puso una cara indiferente, se miró de tres cuartos, de perfil. Tenía bien marcadas las placas musculares del estómago; Ordóñez decía que esa era una de las cosas que muestran al atleta. Contrajo los músculos tratando de llenarse lo más posible de nudosidades y saliencias, alzó los brazos como Charles Atlas y pensó que sería lindo tener una foto así. Pero quién le iba a sacar una foto así, aunque él había visto fotos que parecía increíble que alguien hubiera podido estar allí sacándolas, por ejemplo esas fotos que un tipo se había sacado él mismo mientras estaba con una mina en distintas posturas, en las fotos se veía la perilla de goma que el tipo sujetaba entre los dedos del pie para poder sacar la foto cuando fuera el mejor momento, y se veía todo, completamente todo. En realidad una mujer con las piernas abiertas era bastante asqueroso más que un hombre, sobre todo en una foto porque la vez del clandestino, como ella se movía todo el tiempo y además uno estaba interesado de otra manera, pero así, mirando las fotos en frío… Se puso las manos sobre el vientre, qué cosa bárbara, no podía ni pensar en eso. Se envolvió en la toalla de baño y empezó a peinarse, silbando. Como se había jabonado la cabeza tenía el pelo muy mojado y blando, no conseguía armar el jopo. Se quedó un rato hasta conseguir resultados satisfactorios. Después se desnudó de nuevo y empezó a hacer flexiones, mirándose de cuando en cuando en el espejo para ver si no se le caía el jopo. Estaba de espaldas a la puerta, que había dejado abierta, cuando oyó el chillido de la Beba. Vio su cara en el espejo.
– Indecente -dijo la Beba, alejándose del campo visual-. ¿Te parece bien andar desnudo con la puerta abierta?
– Bah, no te vas a caer muerta por verme un poco el culo -dijo Felipe-. Para eso somos hermanos.
– Se lo voy a contar a papá. ¿Te crees que tenes ocho años?
Felipe se puso la salida de baño y entró en la cabina. Empezó a cargar la pipa, mirando a la Beba que se había sentado al borde de la cama.
– Parece que ya estás mejor -dijo la Beba, displicente.
– Pero si no era nada. Tomé demasiado sol.
– El sol no huele.
– Basta, no me jorobes. Te podes mandar mudar.
Tosió, ahogándose con la primera bocanada. La Beba lo miraba, divertida.
– Se cree que puede fumar como un hombre grande -dijo- ¿Quién te regaló la pipa?
– Lo sabés de sobra, estúpida.
– El marido de la pelirroja, ¿no? Tenes suerte, vos. Primero afilas con la señora y después el marido te regala una pipa.
– Metete las opiniones en el traste.
La Beba seguía mirándolo y al parecer apreciaba el progresivo dominio de Felipe sobre la pipa, que empezaba a tirar bien.
– Es muy gracioso -dijo-. Mamá anoche estaba furiosa contra Paula. Sí, no me mires así; furiosa. ¿Sabés lo que dijo? Júrame que no te vas a enojar.
– No juro nada.
– Entonces no te lo digo. Dijo… «Esa mujer es la que se mete con el nene.» Yo te defendí, créame, pero no me hicieron caso como siempre. Vas a ver que se va a armar un lío.
Felipe se puso rojo de rabia, volvió a ahogarse y acabó dejando la pipa. Su hermana acariciaba modestamente el borde de la colcha.
– La vieja es el colmo -dijo por fin Felipe-. ¿Pero qué se cree que soy yo? Ya me tiene podrido con lo del nene, uno de estos días los voy a mandar a todos a… (La Beba se había puesto los dedos en las orejas.) Y a vos la primera, mosquita muerta, seguro que fuiste vos la que le fue a alcahuetear que yo… ¿Pero ahora no se puede hablar con las mujeres, entonces? ¿Y quién íos trajo a ustedes acá, decime? ¿Quién les pagó el viaje? mirá, mAndate mudar, me dan unas ganas de pegarte un par de bifes.
– Yo que vos -dijo la Beba – tendría más cuidado al flirtear con Paula. Mamá dijo…
Ya en la puerta se volvió a medias. Felipe seguía en el mismo sitio, con las manos en los bolsillos de la robe de chambre y el aire de un preliminarista que disimula el miedo.
– Imaginate que Paula se enterara de que te llamamos el nene -dijo la Beba, cerrando la puerta.
– Cortarse el pelo es una operación metafísica -opinó Medrano-. ¿Habrá ya un psicoanálisis y una sociología del peluquero y sus clientes? El ritual, ante todo, que acatamos y favorecemos a lo largo de toda la vida.
– De chico la peluquería me impresionaba tanto como la iglesia -dijo López-. Había algo misterioso en que el peluquero trajera una silla especial, y después esa sensación de la mano apretándome la cabeza como un coco y haciéndola girar de un lado a otro… Sí, un ritual, usted tiene razón.
Se acodaron en la borda buscando cualquier cosa a lo lejos.
– Todo se junta para que la peluquería tenga algo de templo -dijo Medrano-. Primero, el hecho de que los sexos están separados le da una importancia especial. La peluquería es como los billares y los mingitorios, el androceo que nos devuelve una cierta e inexplicable libertad. Entramos en un territorio muy diferente del de la calle, las casas y los tranvías. Ya hemos perdido las sobremesas de hombres solos, y los cafés con salón de familias, pero todavía salvamos algunos reductos.
– Y el olor, que uno reconoce en cualquier lugar de la tierra.
– Aparte de que los androceos se han hecho quizá para que el hombre, en pleno alarde de virilidad, pueda ceder a un erotismo que él mismo considera femenino, quizá sin razón pero de hecho, y al que se negaría indignado en otra circunstancia. Las fricciones, los fomentos, los perfumes, los recortes minuciosamente ordenados, los espejos, el talco… Si usted enumera estas cosas fuera del contexto, ¿no son la mujer?
– Claro -dijo López-, lo que prueba que ni a solas se queda uno Ubre de ellas, gracias a Dios. Vamos a mirar a los tritones y las nereidas que invaden poco a poco la piscina. Che, también nosotros podríamos pegarnos un remojón.
– Vaya usted, amigazo, yo me quedo un rato al sol dando unas vueltas.
Atilio y su novia acababan de tirarse vistosamente al agua, y proclamaban a gritos que estaba muy fría. Con aire marcadamente desolado, Jorge buscó a Medrano y le hizo saber que Claudia no le daba permiso para bañarse.
– Bueno, ya te bañarás esta tarde. Anoche no estabas muy bien, y ya oíste que el agua está helada.
– Está solamente fría -dijo Jorge, que amaba la precisión en ciertos casos-. Mamá se pasa la vida mandándome a bañar cuando no tengo ganas, y… y…
– Y viceversa.
– Eso ¿Vos no te bañás, Persio lunático?
– Oh, no -dijo Persio, que estrechaba calurosamente la mano de Medrano-. Soy demasiado sedentario y además una vez tragué tanta agua que estuve sin poder hablar más de cuarenta y ocho horas.
– Vos estás macaneando -sentenció Jorge, nada convencido-. Medrano, ¿viste al glúcido ahí arriba?
– No. ¿En el puente de mando? Si nunca hay nadie.
– Yo lo vi, che. Cuando salí a la cubierta hace un rato. Estaba ahí, mirá, justamente entre esos dos vidrios; seguro que manejaba el timón.
– Curioso -dijo Claudia-. Cuando Jorge me avisó ya era tarde y no vi a nadie. Uno se pregunta cómo dirigen este barco.
– No es forzosamente necesario que estén pegados a los vidrios -dijo Medrano-. El puente es muy profundo, me imagino, y se instalarán en el fondo o delante de la mesa de mapas… -sospechó que nadie le hacía demasiado caso-. De todos modos tuviste suerte, porque lo que es yo…
– La primera noche el capitán veló ahí hasta muy tarde -dijo Persio.
– ¿Cómo sabés que era el capitán, Persio lunático?
– Se nota, es una especie de aura. Decime: ¿cómo era el glúcido que viste?
– Petiso y vestido de blanco como todos, con una gorra como todos, y unas manos con pelos negros como todos.
– No me vas a decir que le viste los pelos desde aquí.
– No -admitió Jorge-, pero por lo petiso se notaba que tenía pelos en las manos.
Persio se tomó el mentón con dos dedos, y apoyó el codo en otros dos.
– Curioso, muy curioso -dijo, mirando a Claudia-. Uno se pregunta si realmente vio a un oficial, o si el ojo interior… Como cuando habla en sueños, o echa las cartas. Catalizador, esa es la palabra, un verdadero pararrayos. Sí, uno se pregunta -agregó, perdiéndose en sus pensamientos.
– Yo lo vi, che -murmuró Jorge un poco ofendido-. ¿Qué tiene de raro, a la final?
– No se dice a la final.
– A la que tanto, entonces.
– Tampoco se dice a la que tanto -dijo Claudia, riéndose. Pero Medrano no tenía ganas de reírse.
– Esto ya joroba demasiado -le dijo a Claudia cuando Peisio se llevó a Jorge para explicarle el misterio de las olas-. ¿No es ridículo que estemos reducidos a una zona que llamamos cubierta cuando en realidad está por completo descubierta? No me dirá que esas pobres lonas que han instalado los finlandeses serán una protección en caso de temporal. Es decir que si empieza a llover, o cuando haga frío en el estrecho de Magallanes, tendremos que pasarnos el día en el bar o en las cabinas… Caramba, esto es más un transporte de tropas o un barco negrero que otra cosa. Hay que ser como Lucio para no verlo.
– De acuerdo -dijo Claudia, acercándose a la borda-. Pero como hay un sol tan hermoso, aunque Persio diga que en el fondo es negro, nos despreocupamos.
– Sí, pero cómo se parece eso a lo que hacemos en tantos otros terrenos -dijo Medrano en voz baja-. Desde anoche tengo la sensación de que lo que me ocurre de fuera a dentro, por decirlo así, no es esencialmente distinto de lo que soy yo de dentro a fuera. No me explico bien, temo caer en una, pura analogía, esas analogías que el bueno de Persio maneja para su deleite. Es un poco…
– Es un poco usted y un poco yo, ¿verdad?
– Sí, y un poco el resto, cualquier elemento o parte del resto. Tendría que plantearlo con mayor claridad, pero siento como si pensarlo fuera la mejor manera de perder el rastro… Todo esto es tan vago y tan insignificante. Vea, hace un momento yo estaba perfectamente bien (dentro de la sencillez del conjunto, como decía un cómico de la radio). Bastó que Jorge contara que había visto a un glúcido en el puente de mando para que todo se fuera al diablo. ¿Qué relación puede haber entre eso y…? Pero es una pregunta retórica, Claudia; sospecho la relación, y la relación es que no hay ninguna relación porque todo es una y la misma cosa.
– Dentro de la sencillez del conjunto -dijo Claudia, tomándolo del brazo y atrayéndolo imperceptiblemente hacia ella-. Mi pobre Gabriel, desde ayer usted se está haciendo una mala sangre terrible. Pero no era para eso que nos embarcamos en el Malcolm.
– No -dijo Medrano, entornando los ojos para sentir mejor la suave presión de la mano de Claudia-. Claro que no era para eso.
– ¿Jantzen? -preguntó Raúl.
– No, El Coloso -dijo López, y soltaron la carcajada.
A Raúl le hacía gracia además encontrárselo a López en el pasillo de estribor, siendo que su cabina quedaba del otro lado. «Hace la ronda, el pobre, da un rodeo cada vez por si se produce un encuentro casual, etcétera. ¡Oh, centinela enamorado, pervigilium veneris! Este muchacho merecería un slip de mejor calidad, realmente…»
– Espere un segundo -dijo, no sabiendo si debía encomiarse por su compasión-. El torbellino atómico se disponía a seguirme, pero naturalmente se habrá olvidado el rouge o las zapatillas en algún rincón.
– Ah, bueno -dijo López, fingiendo indiferencia.
Empezaron a charlar, apoyados en el tabique del pasillo. Pasó Lucio, también en traje de baño, los saludó y siguió de largo.
– ¿Cómo va ese ánimo para las nuevas puntas de lanza y las ofensivas de los comandos? -dijo Raúl.
– No demasiado bien, che; después del fiasco de anoche… Pero supongo que habrá que seguir adelante. A menos que el pibe Trejo nos gane de mano…
– Lo dudo -dijo Raúl, mirándolo de reojo-. Si a cada viaje se pesca una curda como la de ayer… No se puede bajar al Hades sin un alma bien templada; así lo enseñan las buenas mitologías.
– Pobre pibe, seguro que se quiso desquitar -dijo López.
– ¿Desquitar?
– Bueno, ayer lo dejamos de lado y supongo que no le gustó. Yo lo conozco un poco, ya sabe que enseño en su colegio; no creo que tenga un carácter fácil. A esa edad todos quieren ser hombres y tienen razón, sólo que los medios y las oportunidades les juegan sucio vuelta a vuelta.
«¿Por qué diablos me estás hablando de él? -se dijo Raúl, mientras asentía con aire comprensivo-. Tenes mucho olfato, vos, las ves todas debajo del agua, y además sos un tipo macanudo.» Se inclinó solemnemente ante Paula que abría la puerta de la cabina, y volvió a mirar a López que no se sentía muy cómodo en traje de baño. Paula se había puesto una malla negra bastante austera, en total desacuerdo con la bikini del día anterior.
– Buenos días, López -dijo livianamente-. ¿Vos también te tiras al agua, Raúl? Pero no vamos a caber ahí adentro.
– Moriremos como héroes -dijo Raúl, encabezando la marcha-. Madre mía, ya están ahí los boquenses, lo único que falta es que ahora se tire don Galo con silla y todo.
Por la escalera de babor se asomaba Felipe, seguido de la Beba que se instaló elegantemente en la barandilla para dominar la piscina y la cubierta. Saludaron a Felipe agitando la mano, y él devolvió el saludo con alguna timidez, preguntándose cuáles habrían sido los comentarios a bordo sobre su rara descompostura. Pero cuando Paula y Raúl lo recibieron charlando y riendo, y se tiraron al agua seguidos de López y de Lucio, recobró la seguridad y se puso a jugar con ellos. El agua de la piscina se llevó los últimos restos de la resaca.
– Parece que estás mejor -le dijo Raúl.
– Seguro, ya se me pasó todo.
– Ojo con el sol, hoy va a estar fuerte de nuevo. Tenes muy quemados los hombros.
– Bah, no es nada.
– ¿Te hizo bien la pomada?
– Sí, creo que sí -dijo Felipe-. Qué lío, anoche. Discúlpeme, mire que descomponerme en su camarote… Me daba calor, pero qué iba a hacer.
– Vamos, no fue nada -dijo Raúl-. A cualquiera le puede pasar. Yo una vez le vomité en una alfombra a mi tía Magda, que en paz no descanse; muchos dijeron que la alfombra había quedado mejor que antes, pero te advierto que tía Magda no era popular en la familia.
Felipe sonrió, sin entender demasiado. Estaba contento de que fueran de nuevo amigos, era el único con quien se podía hablar en el barco. Lástima que Paula estuviera con él y no con Medrano o López. Tenía ganas de seguir charlando con Raúl, y a la vez veía las piernas de Paula que colgaban al borde de la piscina y se moría por ir a sentarse a su lado y averiguar lo que pensaba sobre su enfermedad.
– Hoy probé la pipa -dijo torpemente-. Es estupenda, y el tabaco…
– Mejor que el que fumaste anoche, espero -dijo Raúl.
– ¿Anoche? Ah, usted quiere decir…
Nadie podía oírlos, los Presutti evolucionaban entre grandes exclamaciones en el otro extremo de la piscina. Raúl se acercó a Felipe, acorralado contra la tela encerada.
– ¿Por qué fuiste solo? Entendés, no es que no puedas ir adonde te dé la gana. Pero me sospecho que allá abajo no es muy seguro.
– ¿Y qué me puede pasar?
– Probablemente nada. ¿Con quiénes te encontraste?
– Con… -iba a decir «Bob», pero se tragó la palabra-. Con uno de los tipos.
– ¿Cuál, el más chico? -preguntó Raúl, que sabía muy bien.
– Sí, con ése.
Lucio se les acercó, salpicándolos. Raúl hizo un gesto que Felipe no entendió bien y se hundió de espaldas, nadando hacia el otro extremo donde Atilio y la Nelly emergían entusiastas. Dijo alguna cosa amable a la Nelly, que lo admiraba temerosamente, y entre él y el Pelusa se pusieron a enseñarle la plancha. Felipe lo miró un momento, contestó sin ganas a algo que decía Lucio, y acabó encaramándose junto a Paula que tenía los ojos cerrados contra el sol.
– Adivine quién soy.
– Por la voz, un muchacho muy buen mozo -dijo Paula-. Espero que no se llame Alejandro, porque el sol está estupendo.
– ¿Alejandro? -dijo el alumno Trejo, cero en varios bimestres de historia griega.
– Sí, Alejandro, Iskandar, Aleixandre, como le guste. Hola, Felipe. Pero claro, usted es el papá de Alejandro. ¡Raúl, tenes que venir a oír esto, es maravilloso! Sólo falta que ahora aparezca un mozo y nos ofrezca una macedonia de frutas.
Felipe dejó pasar la racha ininteligible, para lo cual se organizó el jopo con un peine de nylon que extrajo del bolsillo del slip. Estirándose, se entregó a la primera caricia de un sol todavía no demasiado fuerte.
– ¿Ya se le pasó la mona? -preguntó Paula, cerrando otra vez los ojos.
– ¿Qué mona? Me hizo mal el sol -dijo Felipe, sobresaltado-. Aquí todo el mundo piensa que me tomé un litro de whisky. Mire, una vez en una comida con los muchachos, cuando terminamos cuarto año… -la evocación incluía diversas descripciones de jóvenes debajo de las mesas del restaurante Electra, pero Felipe invicto llegando a su casa a las tres de la mañana y eso que había empezado con dos cinzanos y bitter, después el nebiolo y un licor dulce que no sabía cómo se llamaba.
– ¡Qué aguante! -dijo Paula-. ¿Y por qué esta vez le hizo mal?
– Pero si no fue el drogui, no le digo, yo creo que me quedé demasiado por la tarde. Usted también está bastante quemada -agregó, buscando una salida-. Le queda muy bien, tiene unos hombros lindísimos.
– ¿De verdad?
– Sí, preciosos. Ya se lo habrán dicho muchas veces, me imagino.
«Pobrecito -pensaba Paula, sin abrir los ojos-. Pobrecito.» Y no lo decía por Felipe. Medía el precio que alguien tendría que pagar por un sueño, una vez más alguien moriría en Venecia y seguiría viviendo después de la muerte, a sadder but not a wiser man… Pensar que hasta un niño como Jorge ya hubiera encontrado montones de cosas divertidas y hasta sutiles que decir. Pero no, el jopo y la petulancia y se acabó… «Por eso parecen estatuas, lo que pasa es que lo son de veras, por fuera y por dentro.» Adivinaba lo que debía estar imaginándose López, solo y enfurruñado. Ya era tiempo de firmar el armisticio con Jamaica John, el pobre estaría convencido de que Felipe le decía cosas incitantes y que ella escuchaba cada vez más complacida los galanteos («es más una galantina que un galanteo») del pequeño Trejo. «¿Qué pasaría si me lo llevara a la cama? Ruboroso como un cangrejo sin saber dónde meterse… Sí, dónde meterse lo sabría seguramente, pero antes y después es decir lo verdaderamente importante… Pobrecito, habría que enseñarle todo… pero si es extraordinario, el chico de Le Blé en Herbe también se llamaba Felipe… Ah, no esto ya es demasiado. Tengo que contárselo a Jamaica John apenas se le pasen las ganas de retorcerme el pescuezo…»
Jamaica John se miraba los pelos de las pantorrillas. Sin alzar demasiado la voz hubiera podido hablar con Paula, ahora que los Presutti salían del agua y se hacía un silencio cortado por la risa lejana de lorge. En cambio le pidió un cigarrillo a Medrano y se puso a fumar con los ojos fijos en el agua, donde una nube hacía desesperados esfuerzos por no perder su forma de pera Williams. Acababa de acordarse de un fragmento de sueño que había tenido hacia la madrugada y que debía influir en su estado de ánimo. De cuando en cuando le ocurría soñar cosas parecidas; esta vez entraba en juego un amigo suyo a quien nombraban ministro, y él asistía a la ceremonia del juramento. Todo estaba muy bien y su amigo era un muchacho formidable, pero lo mismo se había sentido vagamente infeliz, como si cualquiera pudiera ser ministro menos él. Otras veces soñaba con el matrimonio de ese mismo ami go, uno de esos braguetazos que lo embarcan a uno en yates, Orient Express y Superconstellations; en todos los casos el despertar era penoso, hasta que la ducha ponía orden en la realidad. «Pero yo no tengo ningún sentimiento de inferioridad -se dijo-. Dormido, en cambio, soy un pobie infeliz.» Honestamente procuraba interro garse: ¿no estaba satisfecho de su vida, no le bastaba su trabajo, su casa (que no era su casa, en realidad, pero vivir como pensionista de su hermana era una solución más que satisfactoria), sus amigas del momento o del semestre? «Lo malo es que nos han metido en la cabeza que la verdad está en los sueños, y a lo mejor es al revés y me estoy haciendo mala sangre por una tontería. Con este sol y este viajecito, hay que ser idiota para atormentarse así.»
Solo en el agua, Raúl miró a Paula y a Felipe. De modo que la pipa era estupenda, y el tabaco… Pero le había mentido sobre el viaje al Hades. No le molestaba la mentira, era casi un homenaje que le rendía Felipe. A otro no hubiera tenido inconveniente en decirle la verdad, al fin y al cabo qué podía importarle. Pero a él le mentía porque sin saberlo sentía la fuerza que los acercaba (más fuerte cuanto más se echara atrás, como un buen arco), le mentía y sin saberlo le estaba alcanzando una flor con su mentira.
Incorporándose, Felipe respiró con fruición; su torso y su cabeza se inscribieron en el fondo profundamente azul del cielo. Raúl se apoyó en la tela encerada y recibió de lleno la herida, dejó de ver a Paula y a López, se oyó pensar en voz alta, muy adentro pero con reverberaciones de caverna oyó gritar su pensamiento que nacía con las palabras de Krishnadasa, extraño recuerdo en una piscina, en un tiempo tan diferente, en un cuerpo tan ajeno, pero como si las palabras fueran por derecho suyas, y lo eran, todas las palabras del amor eran las suyas y las de Krishnadasa y las del bucoliasta y las del hombre atado al lecho de flores de la más lenta y dulce tortura. «Bienamado, sólo tengo un deseo -oyó cantar-. Ser las campanillas que ciñen tus piernas para seguirte por doquiera y estar contigo… Si no me ato a tus pies, ¿de qué sirve cantar un canto de amor? Eres la imagen de mis ojos y te veo en todas partes. Si contemplo tu belleza soy capaz de amar el mundo. Krishnadasa dice: mirá, mira.» Y el cielo parecía negro en torno de la estatua.
– Pobre hombre -decía doña Rosita-. Mírenlo ahí como un santo sin juntarse con nadie. A mí eso me parece una vergüenza, siempre le digo a mi esposo que el gobierno tendría que tomar medidas. No es justo que porque uno sea chófer tenga que pasarse el día metido en un rincón.
– Y parece simpático, el pobre -dijo la Nelly -. Qué grande que es, ¿te fijaste, Atilio? ¡Qué urso!
– Bah, pero no es para tanto -dijo Atilio-. Cuando yo lo ayudo a levantar la silla del viejo no te vayas a creer que me gana en fuerza. Lo que es es gordo, pura grasa. Parece un cácher, pero si te lo agarra Lausse me lo duerme en dos patadas. Che, ¿cómo te parece que le irá al Rusito cuando pelee con Estéfano?
– El Rusito es muy bueno -dijo la Nelly -. Dios quiera que gane.
– La última vez ganó raspando, a mí me parece que no tiene bastante punch, pero eso sí, un juego de piernas… Parece Errol Flynn en esa del boxeador, vos la viste.
– Sí, la vimos en el Boedo. Ay, Atilio, a mí las cintas de boxeadores no me gusta se ensangrientan la cara y al final no se ven más que peleas todo el tiempo. No hay nada de sentimiento, qué querés.
– Bah, el sentimiento -dijo el Pelusa-. Las mujeres si no ven un engominado que se la pasa a los besos, no quieren saber nada. La vida es otra cosa, te lo digo yo. La realidad, entendés.
– Vos lo decís porque te gustan las de pistoleros, pero cuando sale la Esther Williams bien que te quedas con la boca abierta, no vayas a creer que no me fijo.
El Pelusa sonrió modestamente y dijo que después de todo la Esther Williams era un budinazo. Pero doña Rosita, reponiéndose del letargo provocado por el desayuno y el rolido, intervino para opinar que las actrices de ahora no se podían comparar con las de su tiempo.
– Es muy cierto -dijo doña Pepa-. Cuando una piensa en la Norma Talmadge y la Lilian Gish, ésas eran mujeres. Acordate de la Marlene Dietrich, lo que se llama decente no era, ¡pero qué sentimiento! En aquella en colores que él era un cura que se había escapado entre los moros, te acordás, y ella de noche salía a la terraza con esos velos blancos… Me acuerdo que acababa mal, era el destino…
– Ah, ya sé -dijo doña Rosita-. Lo.que el viento se llevó, qué sentimiento, ahora me acuerdo.
– No, ésa no era lo que el viento se llevó -dijo doña Pepa-. Era una que el cura se llamaba Pepe no sé cuanto. Todo en la arena, me acuerdo, unos colores.
– Pero no, mamá -dijo la Nelly -. La de Pepe era otra de Charles Boyer. Atilio también la vio, fuimos con la Nela. ¿Te acordás, Atilio?
El Pelusa, que se acordaba poco, empezó a correr las reposeras con sus ocupantes dentro, para que no les diera el sol. Las señoras se rieron y chillaron un poco, pero estaban encantadas porque así podían ver de frente la piscina.
– Ya está ésa hablando con el chico -dijo doña Rosita-. Me da una cosa cuando pienso Jo desvergonzada que es…
– Pero mamá, no es para tanto -dijo la Nelly, que había estado charlando con Paula y seguía deslumbrada por el buen humor y los chistes de Raúl-. Vos no querés comprender a la juventud moderna, acordate cuando fuimos a ver la de James Dean. Te juro, Atilio, se quería ir todo el tiempo y decía que eran unos sinvergüenzas, date cuenta.
– Los pitucos no son muy trigo limpio -dijo el Pelusa, que se tenía bien discutido el asunto con los muchachos del café-. Es la educación que reciben, qué le vas a hacer.
– Si yo era la madre de ese muchachito, ya me iba a oír -dijo doña Pepa-. Seguro que le está diciendo cosas que no son para su edad. Y si no sería más que eso…
Las tres asintieron, mirándose significativamente.
– Lo de anoche fue el colmo -siguió doña Pepa-. Mire que. salir en la oscuridad con ese muchacho casado, v la señora ahí mirando… La cara que tenía, bien que la vi, pobre ángel. Hay que decir lo que es, ya no tienen religión. ¿Usted vio en el tranvía? Se puede caer muerta que se quedan tan tranquilos sentados leyendo esas revistas con crímenes y la Sofía Loren.
– Ah, señora, si yo le contara… -dijo doña Rosita-. Mire, en nuestro barrio, sin ir más lejos… Véala, véala a esa desvergonzada, y si no sería más que con ese muchacho de anoche, pero encima anda con el profesor, y eso que parecía una persona seria, un mozo tan formal.
– ¿Qué tiene que ver? -dijo Atilio, alineándose como un solo hombre en el bando atacado-. López es macanudo, uno puede hablar de cualquier cosa que no se da tono, les juro. Hace bien en tirarse el lance, cuantimás que a la final la que le da calce es ella.
– ¿Pero y el marido, entonces? -dijo la Nelly que admiraba a Raúl y no entendía su conducta-. Yo creo que él tendría que darse cuenta. Primero con uno, después con otro, después con otro…
– Ahí tienen, ahí tienen -dijo doña Rosita-. Se va uno y en seguida empieza a hablar con el profesor. ¿Qué les decía? Yo no comprendo cómo el marido le puede consentir.
– Es la juventud moderna -dijo la Nelly, privada de argumentos-. Está en todas las novelas.
Envuelta en una ola de autoridad moral y un solero azul y rojo, la señora de Trejo saludó a los presentes y ocupó una reposera junto a doña Rosita. Menos mal que el chico ya se había separado de la Lavalle, porque en esa forma… Doña Rosita se tomó su tiempo antes de buscar una apertura y entre tanto se discutió intensamente el rolido, el desayuno, el horror del tifus si no se toma a tiempo y se fumigan las habitaciones, y el malestar felizmente pasajero del simpático joven Trejo, tan parecido al papá en la forma de mover la cabeza. Aburrido, Atilio propuso a la Nelly que hicieran fúting para quitarse el frío del baño, y las señoras estrecharon filas y compararon los ovillos de lanas y el comienzo de las respectivas mañanitas. Más tarde (Jorge cantaba a gritos, acompañado por Persio cuya voz se parecía sorprendentemente a la de un gato) las señoras coincidieron en que Paula era un factor de perturbación a bordo y que no se debía permitir una cosa semejante, máxime cuando faltaba tanto tiempo para llegar a Tokio.
La discreta aparición de Nora fue recibida con un interés disimulado por cristiana amabilidad. Las señoras se mostraron en seguida dispuestas a levantar el estado de ánimo de Nora, cuyas ojeras confirmaban elocuentemente lo que debía haber sufrido. No era para menos, pobrecita, recién casada y con semejante picaflor que ya se le iba con otra a dar vueltas en la oscuridad y a hacer vaya a saber qué. Lástima que Nora no parecía demasiado dispuesta a las confidencias; fue necesaria toda la habilidad dialéctica de las señoras para hacerla intervenir poco a poco en la conversación, iniciada con una referencia a la buena calidad de la manteca de a bordo y seguida del análisis de las instalaciones de las cabinas, el ingenio desplegado por los marineros para construir la piscina en plena cubierta, lo buen mozo que era el joven Costa, el aire un poco triste que tenía esa mañana el profesor López, y lo joven que se veía al marido de Nora, aunque era raro que ella no hubiera ido a bañarse con él. A lo mejor estaba un poco mareada, las señoras tampoco se sentían en condiciones de concurrir a la piscina, aparte de que su edad…
– Sí, hoy no tengo ganas de bañarme -dijo Nora-. No es que me sienta mal, al contrario, pero no dormí mucho y… -se ruborizó violentamente porque doña Rosita había mirado a la señora de Trejo, que había mirado a doña Pepa, que había mirado a doña Rosita. Todas comprendían tan bien, alguna vez habían sido jóvenes, pero de todos modos Lucio debía portarse como un caballero galante y venir a buscar a su joven esposa para que lo acompañara a pasear al sol o a bañarse. Ah, los muchachos, todos iguales, muy exigentes para algunas cosas, sobre todo cuando acaban de casarse, pero después les gustaba andar solos o con los amigos, para contarse cuentos verdes mientras la esposa tejía sentada en una silla. A doña Pepa, sin embargo, le parecía (pero era solamente una opinión y además confusamente expresada) que una mujer recién casada no debía permitirle a su marido que la dejara sola, porque así le iba dando alas y al final empezaban a ir al café para jugar al truco con los amigos, después se iban solos al cine, después volvían tarde del trabajo, después uno ya no sabía de qué cosas eran capaces.
– Lucio y yo somos muy independientes -alegó débilmente Nora-. Cada uno tiene derecho a vivir su propia vida, porque…
– Así es la juventud de hoy -dijo doña Pepa, firme en sus trece-. Cada uno por su lado y un buen día descubren que… No lo digo por ustedes, m'hijita, ya se imagina, ustedes son tan simpáticos, pero yo tengo experiencia, yo la he criado a la Nelly, si le contara, qué lucha… Aquí mismo, para no ir más lejos, si usted y el señor Costa no se fijan un poco, no me extrañaría que… Pero no quisiera ser indiscreta.
– Eso no es ser indiscreta, doña Pepa -dijo vivamente la señora de Trejo-. Comprendo muy bien lo que quiere decir y estoy completamente de acuerdo. Yo también he de velar por mis hijos, créame.
Nora empezaba a darse cuenta de que se hablaba de Paula.
– A mí tampoco me gusta el comportamiento de esa señorita -dijo-. No es que me concierna personalmente, pero tiene una manera de coquetear…
– Justamente lo que estábamos diciendo cuando usted vino -dijo doña Rosita:-. Las mismas palabras. Una desvergonzada, eso.
– Bueno, yo no he dicho… Me parece que exagera su liberalidad, y claro que usted, señora…
– Ya lo creo, hijita -dijo la señora de Trejo-. Y no voy a consentir que esa niña, por llamarla así, siga metiéndose con el nene. El es la inocencia misma, a los dieciséis años, figúrense un poco… Pero si fuera solamente eso… Es que además no se conforma con un solo flirt, por decirlo en inglés. Sin ir más lejos…
– Si afilaría solamente con el profesor a mí no me parecería tan mal -dijo doña Pepa-. Y eso que tampoco está bien porque cuando una se ha casado ante Dios no debe mirar a otro hombre. Pero el señor López parece tan educado, y a lo mejor solamente conversan.
– Una vampiresa -dijo doña Rosita-. Su marido será muy simpático, pero si mi Enzo me vería hablando con otro hombre, no es que sea un bruto pero seguro que algo pasa. El casamiento es el casamiento, yo siempre lo digo.
Nora había bajado los ojos.
– Ya sé lo que están pensando -dijo-. También ha pretendido meterse con mi… con Lucio. Se imaginan que ni él ni yo podemos tomar en cuenta una cosa semejante.
– Sí, m'hijita, pero hay que tener cuidado -dijo doña Pepa con la desagradable sensación de que el pez se le soltaba del anzuelo-. Está muy bien decir que no lo van a tomar en cuenta, pero una mujer siempre es una mujer y un hombre siempre es un hombre, como decían en la vista esa de Montgomery no sé cuánto.
– Oh, no hay que exagerar -dijo Nora-. Por el lado de Lucio no tengo el menor cuidado, pero reconozco que el comportamiento de esa chica…
– Una arrastrada, eso -dijo doña Rosita-. Salir a la cubierta a más de la medianoche, sola con un hombre y cuando la esposa, pobre ángel, disculpe la comparación, se queda ahí mirando…
– Vamos, vamos -dijo la señora de Trejo-. No hay que exagerar, doña Rosita. Ya ve que esta niña toma las cosas con toda filosofía, y eso que es la interesada.
– ¿Y cómo las voy a tomar? -dijo Nora, sintiendo que una pequeña mano empezaba a apretarle la garganta-. No se va a repetir, es todo lo que puedo decirles.
– Sí, puede ser -dijo la señora de Trejo-. Yo en cambio no pienso permitirle que siga fastidiando al nene. Le he dicho a mi esposo lo que pienso, y si vuelve a propasarse ya me va a oír la jovencita ésa. El pobre nene se cree obligado a tenerle la vela porque ayer el señor Costa lo atendió cuando se descompuso, y hasta le hizo un regalo. Imagínese qué compromiso. Pero miren quién viene a visitarnos…
– Hace un sol de justicia -declaró don Galo, despidiendo al chófer con uno de sus movimientos de manos que le daban un aire de prestidigitador-. ¡Qué calor, señoras mías! Pues aquí me tienen con mi lista casi completa, y dispuesto a sometérsela a ustedes para que me asesoren con su amabilidad y conocimientos…
– Tiens, tiens, el profesor -dijo Paula.
López se sentó a su lado en el borde de la piscina.
– Déme un cigarrillo, me dejé los míos en la cabina -dijo casi sin mirarla.
– Pero claro, no faltaba más. Este maldito encendedor acabará en lo más hondo de las fosas oceánicas. Bueno, ¿y cómo hemos amanecido hoy?
– Más o menos bien -dijo López, pensando todavía en los sueños que le habían dejado un gusto amargo en la boca-. ¿Y usted?
– Ping-pong -dijo Paula.
– ¿Ping-pong?
– Sí. Yo le pregunto cómo está, usted me contesta y luego me pregunta cómo estoy. Yo le contesto: Muy bien, Jamaica John, muy bien a pesar de todo. El ping-pong social, siempre deliciosamente idiota como los bises en los conciertos, las tarjetas de felicitación y unos tres millones de cosas más. La deliciosa vaselina que mantiene tan bien lubricadas las ruedas de las máquinas del mundo, como decía Spinoza.
– De todo eso lo único que me gusta es que me haya llamado con mi verdadero nombre -dijo López-. Lamento no poder agregar «muchas gracias», después de su perorata.
– ¿Su verdadero nombre? Bueno, López es bastante horrible, convengamos. Lo mismo que Lavalle, aunque este último… Sí, el héroe estaba detrás de una puerta y le zamparon una descarga cerrada; siempre es una evocación histórica vistosa.
– Si vamos a eso, López fue un tirano igualmente vistoso, querida.
– Cuando se dice «querida» como lo acaba de decir usted, dan ganas de vomitar, Jamaica Jóhn.
– Querida -dijo él en voz muy baja.
– Así está mejor. Sin embargo, caballero, permítame recordarle que una dama…
– Ah, basta, por favor -dijo López-. Basta de comedia. O hablamos de verdad o me mando mudar. ¿Por qué tenemos que estar echándonos púas desde ayer? Esta mañana me levanté decidido a no volver a mirarla, o a decirle en la cara que su conducta… -soltó una carcajada-. Su conducta -repitió-. Está bueno que yo me ponga a hablar de conductas. Vaya a vestirse y la espero en el bar, aquí no puedo decirle nada.
– ¿Me va a sermonear? -dijo Paula, con aire de chiquilla.
– Sí. Vaya a vestirse.
– ¿Está muy enojado, pero muy, muy enojado con la pobrecita Paula?
López volvió a reír. Se miraron un momento, como si se vieran por primera vez. Paula respiró profundamente. Hacía mucho que no sentía el deseo de obedecer, y le pareció extraño, nuevo, casi agradable. López esperaba.
– De acuerdo -dijo Paula-. Me voy a vestir, profesor. Cada vez que se ponga mandón lo llamaré profesor. Pero también nos podríamos quedar aquí, el joven Lucio acaba de salir del agua, nadie nos oye, y si usted tiene que hacerme revelaciones importantes… ¿Por qué nos vamos a perder este sol tan tibio?
¿Por qué diablos tenía que obedecerle?
– El bar era un pretexto -dijo López, siempre en voz baja-. Hay cosas que ya no se pueden decir, Paula. Ayer, cuando toqué su mano… Es algo así, de qué sirve hablar.
– Pero usted habla muy bien, Jamaica John Me gusta oírle decir esas cosas. Me gusta cuando está enojado como un oso, pero también cuando se ríe. No esté enojado conmigo, Jamaica John.
– Anoche -dijo él, mirándole la boca- la odié. Le debo algunos sueños horribles, mal gusto en la boca, una mañana casi perdida. No había ninguna necesidad de que yo fuera a la peluquería, fui porque necesitaba ocuparme de alguna cosa.
– Anoche -dijo Paula- usted se portó como un sonso.
– ¿Era tan necesario que se fuera con Lucio a la cubierta?
– ¿Por qué no con él, o con cualquier otro?
– Eso me hubiera gustado que lo adivinara por su propia cuenta.
– Lucio es muy simpático -dijo Paula, aplastando el cigarrillo-. Al fin y al cabo lo que yo quería ver eran las estrellas, y las vi. También él, se lo aseguro.
López no dijo nada pero la miró de una manera que obligó a Paula a bajar los ojos por un momento. Estaba pensando (pero era más una sensación que un pensamiento) en la forma en que Je haría pagar esa mirada, cuando oyó gritar a Jorge y luego a Persio. Miraron hacia atrás. Jorge saltaba en la cubierta, señalando el puente de mando.
– ¡Un glúcido, un glúcido! ¿Qué les dije que había uno?
Medrano y Raúl, que charlaban cerca del entoldado, se acercaron a la carrera. López saltó al suelo y miró. A pesar de que el sol lo cegaba reconoció en el puente de mando la silueta del oficial enjuto, de pelo canoso cortado a cepillo, que les había hablado el día antes. López juntó las manos contra la boca y gritó con tal fuerza que el oficial no pudo menos que mirar. Le hizo una seña conminatoria para que bajara a la cubierta. El oficial seguía mirándolo, y López repitió la seña con tal violencia que dio la impresión de que estuviera transmitiendo un mensaje con banderas. El oficial desapareció.
– ¿Qué le ha dado, Jamaica John? -dijo Paula, bajándose a su vez-. ¿Para qué lo llamó?
– Lo llamé -dijo López secamente- porque me dio la reverenda gana.
Fue hacia Medrano y Raúl, que parecían aprobar su actitud, y señaló hacia arriba. Estaba tan excitado que Raúl lo miró con divertida sorpresa.
– ¿Usted cree que va a bajar?
– No sé -dijo López-. Puede ser que no baje, pero hay algo que quiero prevenirles, y es que si no aparece antes de diez minutos voy a tirar esta tuerca contra los vidrios.
– Perfecto -dijo Medrano-. Es lo menos que se puede hacer.
Pero el oficial apareció poco después, con su aire atildado y ligeramente para adentro, como si trajera ya estudiados el papel, y el repertorio de las respuestas posibles. Bajó por la escalerilla de esiribor, disculpándose al pasar junto a Paula que le hizo un saludo burlón. Sólo entonces se dio cuenta López de que estaba casi desnudo para hablar con el oficial; sin que supiera bien por qué, el detalle lo enfureció todavía más.
– Muy buenos días, señores -dijo el oficial, con sendas inclinaciones de cabeza a Medrano, Raúl y López.
Más allá, Claudia y Persio asistían a la escena sin querer intervenir. Lucio y Nora habían desaparecido, y las señoras seguían charlando con Atilio y don Galo, entre risas y cacareos.
– Buenos días -dijo López-. Ayer, si no me equivoco, usted dijo que el médico de a bordo vendría a vernos. No ha venido.
– Oh, lo siento mucho -el oficial parecía querer quitarse una pelusa de la chaqueta de hilo blanco, miraba atentamente la tela de las mangas-. Espero que la salud de ustedes sea excelente.
– Dejemos la salud de lado. ¿Por qué no vino el médico?
– Supongo que habrá estado atareado con nuestros enfermos. ¿Han notado ustedes algún… algún detalle que puede alarmarlos?
– Sí -dijo blandamente Raúl-. Hay una atmósfera general de peste que parece de una novela existencialista. Entre otras cosas usted no debería prometer sin cumplir.
– El médico vendrá, pueden estar seguros. No me gusta decirlo, pero por razones de seguridad que no dejarán de comprender es conveniente que entre ustedes y… nosotros, digamos, haya el menor contacto posible… por lo menos en estos primeros días.
– Ah, el tifus -dijo Medrano-. Pero si alguno de nosotros estuviera dispuesto a arriesgarse, yo, por ejemplo, ¿por qué no habría de pasar con usted a la popa y ver al médico?
– Pero es que después usted tendría que volver, y en ese caso…
– Ya empezamos de nuevo -dijo López, maldiciendo a Medrano y a Raúl porque no lo dejaban darse el gusto-. Oiga, ya estoy harto, me entiende, lo que se dice harto. No me gusta este viaje, no me gusta usted, sí, usted, y todo el resto de los glúcidos empezando por su capitán Smith. Ahora escuche: puede ser que tengan algún lío allá atrás, no sé qué, la tifus o las ratas, pero quiero prevenirle que si las puertas siguen cerradas estoy dispuesto a cualquier cosa para abrirme paso. Y cuando digo cualquier cosa me gustaría que me lo tomara al pie de la letra.
Le temblaban los labios de rabia, y Raúl le tuvo un poco de lástima, pero Medrano parecía de acuerdo y el oficial se dio cuenta de que López no hablaba solamente por él. Retrocedió un paso, inclinándose con fría amabilidad.
– No quiero abrir opinión sobre sus amenazas, señor -dijo-, pero informaré a mi superior. Por mi parte lamento profundamente que…
– No, no, déjese de lamentaciones -dijo Medrano, cruzándose entre él y López cuando vio que éste apretaba los puños-. Mándese mudar, mejor, y como tan bien lo dijo, informe a su superior. Y lo antes posible.
El oficial clavó los ojos en Medrano, y Raúl tuvo la impresión de que había palidecido. Era un poco difícil saberlo bajo esa luz casi cenital y la piel tostada del hombre. Saludó rígidamente y dio media vuelta. Paula lo dejó pasar sin cederle más que un trocito de peldaño donde apenas cabía el zapato, y luego se acercó a los hombres que se miraban entre ellos un poco desconcertados.
– Motín a bordo -dijo Paula-. Muy bien, López. Estamos cien por cien con usted, la locura es más contagiosa que el tifus 224.
López la miró como si se despertara de un mal sueño. Claudia se había acercado a Medrano; le tocó apenas el brazo.
– Ustedes son la alegría de mi hijo. Vea la cara maravillada que tiene.
– Me voy a cambiar -dijo bruscamente Raúl, para quien la situación parecía haber perdido todo interés. Pero Paula seguía sonriendo.
– Soy muy obediente, Jamaica John. Nos encontramos en el bar.
Subieron casi juntos las escalerillas, pasando ai lado de la Beba Trejo que fingía leer una revista. A López le pareció que la penumbra del pasillo era como una noche de verdad, sin sueños donde alguien que no lo merecía tomaba posesión de una jefatura. Se sintió exaltado y cansadísimo a la vez. «Hubiera hecho mejor en romperle ahí nomás la cara», pensó, pero casi le daba igual.
Cuando subió al bar, Paula había pedido ya dos cervezas y estaba a la mitad de un cigarrillo.
– Extraordinario -dijo López-. Primera vez que una mujer se viste más rápido que yo.
– Usted debe tener una idea romana de la ducha, a juzgar por lo que ha tardado.
– Tal vez, no me acuerdo bien. Creo que me quedé un rato largo; el agua fría estaba tan buena. Me siento mejor ahora.
El señor Trejo interrumpió la lectura de un Omnibook para saludarlos con una cortesía ligeramente glacial, cosa que, según Paula, venía muy bien en vista del calor. Sentados en la banqueta del rincón más alejado de la puerta, veían solamente al señor Trejo y al barman, ocupado en trasvasar el contenido de unas botellas de ginebra y vermouth. Cuando López encendió su cigarrillo con el de Paula, acercando la cara, algo que debía ser la felicidad se mezcló con el humo y el rolido del barco. Exactamente en medio de esa felicidad sintió caer una gota amarga, y se apartó, desconcertado.
Ella seguía esperando, tranquila y liviana. La espera duró mucho.
– ¿Todavía sigue con ganas de matar al pobre glúcido?
– Bah, qué me importa ese tipo.
– Claro que no le importa. El glúcido hubiera pagado por mí. Es a mí a quien tiene ganas de matar. Es un sentido metafórico, por supuesto.
López miró su cerveza.
– Es decir que usted entra en su cabina en traje de baño, se desnuda como si tal cosa, se baña, y él entra y sale, se desnuda también, y así vamos, ¿no?
– Jamaica John -dijo Paula, con un tono de cómico reproche-. Manners, my dear.
– No entiendo -dijo López-. No entiendo realmente nada. Ni el barco, ni a usted, ni a mí, todo esto es una ridiculez completa.
– Querido, en Buenos Aires uno no está tan enterado de lo que pasa dentro de las casas. Cuántas chicas que usted admiraba illo tempore se desvestirían en compañía de personas sorprendentes… ¿No le parece que de a ratos le nace una mentalidad de. vieja solterona?
– No diga pavadas.
– Pero es así, Jamaica John, usted está pensando exactamente lo mismo que pensarían esas pobres gordas metidas debajo de las lonas si supieran que Raúl y yo no estamos casados ni tenemos nada que ver.
– Me repugna la idea porque no creo que sea cierto -dijo López, otra vez furioso-. No puedo creer que Costa… ¿Pero entonces qué pasa?
– Use su cerebro, como dicen en las traducciones de novelas policiales.
– Paula, se puede ser liberal, eso puedo comprenderlo de sobra, pero que usted y Costa…
– ¿Por qué no? Mientras los cuerpos no contaminen las almas… Ahí está lo que lo preocupa, las almas. Las almas que a su vez contaminan los cuerpos y, como consecuencia, uno de los cuerpos se acuesta con el otro.
– ¿Usted no se acuesta con Costa?
– No, señor profesor, no me acuesto con Costa ni me acuesto con cuesta. Ahora yo contesto por usted: «No lo creo.» Vio, le ahorré tres palabras. Ah, Jamaica John, qué fatiga, qué ganas de decirle una mala palabra que tengo ya a la altura de las muelas del juicio. Pensar que usted aceptaría una situación así en la literatura… Raúl insiste en que tiendo a medir el mundo desde la literatura. ¿No sería mucho más inteligente si usted hiciera lo mismo? ¿Por qué es tan español, López archilópez de superlópez? ¿Por qué se deja manejar por los atavismos? Estoy leyendo en su pensamiento como las gitanas del Parque Retiro. Ahora baraja la hipótesis de que Raúl… bueno, digamos que una fatalidad natural lo prive de apreciar en mí lo que exaltaría a otros nombres. Está equivocado, no es eso en absoluto.
– No he pensado tal cosa -dijo López, un poco avergonzado-. Pero reconozca que a usted misma le tiene que parecer raro que…
– No, porque soy amiga de Raúl desde hace diez años. No tiene por qué parecerme raro.
López pidió otras dos cervezas. El barman les hizo notar que se acercaba la hora del almuerzo y que la cerveza les quitaría el apetito, pero las pidieron lo mismo. Suavemente, la mano de López se posó en la de Paula. Se miraron.
– Admito que no tengo ningún derecho para hacerme el censor. Vos… Sí, déjame que te tutee. Déjame, querés.
– Por supuesto. Te salvaste por poco de que yo empezara, cosa que también te habría deprimido porque hoy estás con los nueve puntos, como dice el chico da la sirvienta de casa.
– Querida -dijo López-. Muy querida.
Paula lo miró un momento, dudando.
– Es fácil pasar de la duda a la ternura, es casi un movimiento fatal. Lo he advertido muchas veces. Pero el péndulo vuelve a oscilar. Jamaica John, y ahora vas a dudar mucho más que antes porque te sentís más cerca de mí. Haces mal en ilusionarte, yo estoy lejos de todo. Tan lejos que me da asco.
– No, de mí no estás lejos.
– La física es ilusoria, querido mío, una cosa es que vea estés cerca de mí, y otra… Las cintas métricas se hacen pedazos cuando uno pretende medir cosas como éstas. Pero hace un rato… Sí, mejor te lo digo, es muy raro que yo tenga un momento de sinceridad o de honradez… ¿Por qué pones esa cara de escándalo? No vas a pretender conocerme en dos días mejor que yo en veinticinco años bien cumplidos. Hace un rato comprendí que sos un muchacho delicioso, pero sobre todo que sos más honrado de lo que yo había creído.
– ¿Cómo más honrado?
– Digamos, más sincero. Hasta ahora confesa que estabas haciendo la comedia de siempre. Se sube al barco, se estudia la situación reinante, se eligen las candidatas… Como en la literatura, aunque Raúl se divierta. Vos hiciste exactamente lo mismo, y si hubiera habido a bordo cinco o seis Paulas, en vez de lo que hay (vamos a dejar aparte a Claudia porque no es para vos, y no pongas esa cara de varón ofendido), a esta hora yo no tendría el honor de beber una cerveza bien helada con el señor profesor.
– Paula, todo eso que estás diciendo yo le llamo destino a secas. También vos podrías haberte encontrado a un montón de tipos a bordo, y a lo mejor a mí me tocaría mirarte desde lejos.
– Jamaica John, cada vez que oigo pronunciar la palabra destino siento ganas de sacar la pasta dentífrica. ¿Te fijaste que Jamaica John ya no queda tan lindo cuando te tuteo? Los piratas exigen un tratamiento más solemne, me parece. Claro que si te digo Carlos me voy a acordar de un perrito de tía Carmen Rosa. Charles… No, es de un snobismo horrendo. En fin, ya encontraremos, por el momento seguís siendo mi pirata predilecto. No, no voy a ir.
– ¿Quién dijo nada? -murmuró López, sobresaltado.
– Tes yeux, mon chéri. Tienen perfectamente dibujado el pasillo de abajo, una puerta, y el número uno en la puerta. Admito por mi parte que he tomado buena nota del número de tu cabina.
– Paula, por favor…
– Dame otro cigarrillo. Y no creas que has ganado mucho porque esté dispuesta a admitir que sos más honrado de lo que pensaba. Simplemente te aprecio, cosa que antes no ocurría. Creo que sos un gran tipo, y-que-el-cielo-me-juzgue si esto se lo he dicho a muchos antes que a vos. Por lo regular tengo de los hombres una idea perfectamente teratológica. Imprescindibles pero lamentables, como las toallas higiénicas o las pastillas Valda.
Hablaba haciendo muecas divertidas, como si quisiera quitarle todavía más peso a sus palabras.
– Creo que te equivocas -dijo López, hosco-. No soy un gran tipo como decís, pero tampoco me gusta tratar a una mujer como si fuera un programa.
– Pero soy un programa, Jamaica John.
– No.
– Sí, convéncete. Lo sabés con los ojos, aunque tu buena educación cristiana pretenda engañarte. Conmigo nadie se engaña, en el fondo; es una ventaja, créeme.
– ¿Por qué esa amargura?
– ¿Por qué esa invitación?
– Pero si no te he invitado o nada -porfió López furioso.
– Oh, sí, oh, sí, oh, sí.
– Me dan ganas de tirarte del pelo -dijo él con ternura-. Me dan ganas de mandarte al demonio.
– Sos muy bueno -dijo Paula, convencida-. Los dos, en realidad, somos formidables.
López se puso a reír, era más fuerte que él.
– Me gusta oírte hablar -dijo-. Me gusta que seas tan valiente. Sí, sos valiente, te expones todo el tiempo a que te entiendan mal, y eso es el colmo de la valentía. Empezando por lo de Raúl. No pienso insistir: le creo. Ya te lo dije antes, y te lo repito. Eso sí, no entiendo nada, a menos que… Anoche se me ocurrió…
Le habló de la cara de Raúl cuando volvían de su expedición, y Paula lo escuchó en silencio, reclinada en la banqueta) mirando cómo la ceniza crecía poco a poco entre sus dedos. La alternativa era tan sencilla: confiar en él o callarse. En el fondo a Raúl no le importaría gran cosa, pero se trataba de ella y no de Raúl. Confiar en Jamaica John o callarse. Decidió confiar. No habta vuelta que darle, era la mañana de las confidencias.
La noticia del desagradable altercado entre el profesor y el oficial corrió-como-un reguero de pólvora entre las señoras. Qué extraño en López, tan cortés y bien educado. Realmente a bordo se estaba creando una atmósfera muy antipática, y la Nelly, que volvía de una amable charla con su novio al abrigo de unos rollos de cuerda, se creyó en el caso de clamar que los hombres no hacían más que echar a perder las cosas buenas. Aunque Atilio se esforzó virilmente por defender la conducta de López, doña Pepa y doña Rosita lo arrollaron indignadas, la señora de Trejo se puso violenta de rabia, y Nora aprovechó la excitación general para volverse casi corriendo a la cabina, donde Lucio seguía penosamente una condensación de las experiencias de un misionero en Indonesia. No levantó la vista, pero ella se acercó al sillón y esperó. Lucio acabó por cerrar la revista con aire resignado.
– Ahí afuera ha habido un altercado muy desagradable -dijo Nora.
– ¿Qué me importa?
– Bajó un oficial y el señor López lo trató muy mal Lo amenazó con romper los vidrios a pedradas si no se arregla el asunto de la popa.
– Va a ser difícil que encuentre piedras -dijo Lucio.
– Dijo que iba a tirar un fierro.
– Lo meterán preso por loco. Me importa tres pitos.
– Claro, a mí tampoco -dijo Nora.
Empezó a cepillarse el pelo, y de cuando en cuando miraba a Lucio por el espejo. Lucio tiró la revista sobre su cama.
– Ya estoy harto. Maldito el día en que me saqué esa porquería de rifa. Pensar que otros se ganan un Chevrolet o un chalet en Mar de Ajó.
– Sí, el ambiente no es de lo mejor -dijo Nora.
– Ya lo creo, te sobran razones para decirlo.
– Me refiero a lo que pasa con la popa, y todo eso.
– Yo me refiero a mucho más que eso -dijo Lucio.
– Mejor no volvamos a tocar ese punto.
– Por supuesto. Completamente de acuerdo. Es tan estúpido que no merece que se lo mencione.
– No sé si es tan estúpido, pero mejor lo dejamos de lado.
– Lo dejamos de lado, pero es perfectamente estúpido.
– Como quieras -dijo Nora.
– Si hay una cosa que me revienta es la falta de confianza entre marido y mujer -dijo virtuosamente Lucio.
– Ya sabés muy bien que no somos marido y mujer.
– Y vos sabés muy bien que mi intención es que lo seamos. Lo digo para tu tranquilidad de pequeña burguesa, porque para mí ya lo somos. Y eso no me lo vas a negar.
– No seas grosero -dijo Nora-. Vos te crees que yo no tengo sentimientos.
Con mínimas excepciones los viajeros aceptaron colaborar con don Galo y el doctor Restelli para que la velada borrara toda sombra de inquietud que, como dijo el doctor Restelli, no hacía más que nublar el magnífico sol que justificaba el prestigio secular de las costas patagónicas. Profundamente resentido por el episodio de la mañana, el doctor Restelli había ido en busca de López tan pronto se enteró de lo ocurrido por conducto de las señoras y don Galo. Como López charlaba con Paula en el bar, se limitó a beber un indian tonic con limón en el mostrador, esperando la oportunidad de terciar en un diálogo que más de una vez lo obligó a volver la cara y hacerse el desentendido. Más de una vez también el señor Trejo, cuyo número de Omnibook parecería eternizarse entre los dedos, le echó unas miradas de inteligencia, pero el doctor Restelli apreciaba demasiado a su colega para darse por aludido. Cuando Raúl Costa apareció con aire de recién bañado, una camisa a la que Steinberg había aportado numerosos dibujos, y la más perfecta soltura para sentarse junto a Paula y López y entrar en la conversación como si aquello le pareciera de lo más natural, el doctor Restelli se consideró autorizado a toser y arrimarse a su turno. Afligido y amoscado a la vez, procuró que López le prometiera no tirar la tuerca contra los cristales del puente de mando, pero López, que parecía muy alegre y nada belicoso, se puso serio de golpe y dijo que su ultimátum era formal y que no estaba dispuesto a que siguieran tomándole el pelo a todo el mundo. Como Raúl y Paula guardaban un silencio marcado por bocanadas ie Chesterfield, el doctor Restelli: invocó razones de orden estético, y López condescendió casi en seguida a considerar la velada como una especie de tregua sagrada que expiraría a las diez de la mañana del día siguiente. El doctor Restelli declaró que López, aunque lamentablemente excitado por una cuestión que no justificaba semejante actitud, procedía en esa circunstancia como el caballero que era, y luego de aceptar otro indian tonic salió en busca de don Galo que reclutaba participantes en la cubierta.
Riéndose ds buena gana, López sacudió la cabeza como un perro mojado.
– Pobre Gato Negro, es un tipo excelente. Lo vieran los veinticinco de mayo cuando sube a decir su discurso. La voz le sale de los zapatos, pone los ojos en blanco, y mientras los chicos se tuercen de risa o se duermen con los ojos abiertos, las glorias de la lucha libertadora y los proceres de blanca corbata pasan como perfectos maniquíes de cera, a una distancia sideral de la pobre Argentina de mil novecientos cincuenta. ¿Saben lo que me dijo un día uno de mis alumnos? «Señor, si hace un siglo todos eran tan nobles y tan valientes, ¿qué carajo pasa hoy?» Hago notar que a algunos alumnos les doy bastante confianza, y que la pregunta me fue formulada en un Paulista a las doce del día.
– Yo también me acuerdo de los discursos patrioteros de la escuela -dijo Raúl-. Aprendí muy pronto a tenerles un asco minucioso. El lábaro, la patria inmarcesible, los laureles eternos, la guardia muere pero no se rinde… No, ya me hice un lío, pero es lo mismo. ¿Será cierto que ese vocabulario sirve de riendas, de anteojeras? El hecho es que pasado cierto nivel mental, el ridículo del contraste entre esas palabras y quienes lo emplean acaba con cualquier ilusión.
– Sí, pero uno necesita la fe cuando es joven -dijo Paula-. Me acuerdo de uno que otro profesor decente y respetado; cuando decían esas cosas en las clases o los discursos, yo me prometía una carrera brillante, un martirio, la entrega total a la patria. Es una cosa dulce, la patria, Raulito. No existe, pero es dulce.
– No existe, la existimos -dijo Raúl-. No se queden en la mera fenomenología, atrasados.
Paula entendía que eso no era absolutamente exacto, y el diálogo adquirió un brillo técnico que exigía el discreto silencio admirativo de López. Oyéndolos se asomaba una vez más a esa carencia que apenas podía nombrar si la llamaba incomunicación o simplemente individualidad. Separados como estaban por sus diferencias y sus vidas, Paula y Raúl se entrecruzaban como una malla, se reconocían continuamente en las alusiones, los recuerdos de episodios vividos en común, mientras él estaba afuera, asistiendo tristemente -y a la vez se podía ser feliz, tan feliz mirando la nariz de Paula, oyendo la risa de Paula- a esa alianza sellada por un tiempo y un espacio que eran como cortarse un dedo y mezclar la sangre y ser uno solo para siempre jamás… Ahora él iba a ingresar en el tiempo y en el espacio de Paula, asimilando asiduamente durante vaya a saber cuanto las im ponderables cosas que Raúl conocía ya como si fueran parte de él, los gustos y las repulsiones de Paula, el sentido exacto de un gesto o de un vestido o de una cólera, su sistema de ideas o simplemente el desorden general de sus valores y sus sentimientos, sus nostalgias y sus esperanzas. «Pero va a ser mía y eso cambia todo -pensó, apretando los labios-. Va a nacer de nuevo, lo que él sabe de ella es lo que puede compartir todo el mundo que la conozca un poco. Yo…» Pero lo mismo llegaba tarde, lo mismo Raúl y ella cruzarían una mirada en cualquier momento, y esa mirada sería un concierto en la Wagneriana, un atardecer en Mar del Plata, un capítulo de William Faulkner, una visita a la tía Matilde, una huelga universitaria, cualquier cosa sin Carlos López, cualquier cosa ocurrida cuando Carlos López dictaba una clase en cuarto B, o paseaba por Florida, o hacía el amor con Rosalía, algo selladamente ajeno, como los motores de los autos de carrera, como los sobres que guardan testamentos, algo fuera de su aire y su alcance pero también Paula, igualmente y tan Paula como la que dormiría en sus brazos y lo haría feliz. Entonces los celos del pasado, que en los personajes de Pirandello o de Proust le habían parecido una mezcla de convención y de impotencia para realizar de verdad el presente, podían empezar a morder en la manzana. Sus manos conocerían cada momento del cuerpo de Paula, y la vida lo engañaría con la mínima ilusión del presente, de las pocas horas o días o meses que irían pasando, hasta que entrara Raúl o cualquier otro, hasta que aparecieran una madre o un hermano o una ex condiscípula, o simplemente una hoja en un libro, un apunte en una libreta, y peor todavía, hasta que Paula hiciera un gesto antiguo, cargado de un sentido inapresable, o aludiera a cualquier cosa de otro tiempo al pasar por delante de cualquier casa o viendo una cara o un cuadro. Si un día se enamoraba verdaderamente de Paula, porque ahora no estaba enamorado («ahora no estoy enamorado -pensó-, ahora sencillamente me quiero acostar con ella y vivir con ella y estar con ella») entonces el tiempo le mostrfería su verdadera cara ciega, proclamaría el espacio infranqueable del pasado donde no entran las manos y las palabras, donde es inútil tirar una tuerca contra un puente de mando porque no llega y no lastima, donde todo paso se ve detenido por un muro de aire y todo beso encuentra por respuesta la insoportable burla del espejo. Sentados en torno de la misma mesa, Paula y Raúl estaban a la vez del otro lado del espejo; cuando su voz se mezclaba aquí y allá a las de ellos, era como si un elemento excéntrico penetrara en la cumplida esfera de sus voces que bailaban, livianamente enlazadas, tomándose y soltándose alternativamente en el aire. Poder cambiarse por Raúl, ser Raúl sin dejar de ser él mismo, correr tan ciegamente y tan desesperadamente que el muro invisible se hiciera trizas y lo dejara entrar, recoger todo el pasado de Paula en un solo abrazo que lo pusiera por siempre a su lado, poseerla virgen, adolescente, jugar con ella los primeros juegos de la vida, acercarse así a la juventud, al presente, al aire sin espejos que los rodeaba, entrar con ella en el bar, sentarse con ella a la mesa, saludar a Raúl como a un amigo, hablar lo que estaban hablando, mirar lo que miraban, sentir a la espalda el otro espacio, el futuro inconcebible, pero que todo el resto fuera de ellos, que ese aire de tiempo que los envolvía ahora no fuese la burbuja irrisoria rodeada de nada, de un ayer donde Paula era de otro mundo, de un mañana donde la vida en común no tendría fuerzas para atraerla por entero contra él, hacerla de verdad y para siempre suya.
– Sí, era admirable -dijo Paula, y puso la mano en el hombro de López-. Ah, Jamaica John se despierta, su cuerpo astral andaba por regiones lejanas.
– ¿A quién le llaman el walsungo? -dijo López.
– Gieseking. No sé por qué le llamábamos así, Raúl está triste porque se ha muerto. íbamos mucho a escucharlo, tocaba un Beethoven tan hermoso.
– Sí, yo también lo escuché alguna vez -dijo López. (Pero no era lo mismo, no era lo mismo. Cada uno por su lado, el espejo…) Colérico, sacudió la cabeza y le pidió un cigarrillo a Paula. Paula se arrimó contra él, no demasiado porque el señor Trejo los miraba de cuando en cuando, y le sonrió.
– Qué lejos andabas, pero qué lejos. ¿Estás triste? ¿Te aburrís?
– No seas tonta -dijo López-. ¿Usted no encuentra que es muy tonta?
– No sé, no tiene nada de fiebre, pero hay algo que no me gusta -dijo Claudia, mirando a Jorge que corria en persecución de Persio-. Cuando mi hijo no afirma su voluntad de repetir el postre, es señal de que tiene la lengua sucia.
Medrano escuchaba como si las palabras fuesen un reproche. Se encogió de hombros, rabioso.
– Lo mejor sería que lo viera el médico, pero si seguimos así… No, realmente es una barbaridad. López tiene toda la razón del mundo y habrá que acabar de alguna manera con este absurdo.
«Me pregunto para qué demonios tenemos esas armas en la cabina», pensó, explicándose de sobra por qué Claudia callaba con un aire entre desconcertado y escéptico.
– Probablemente no conseguirán nada -dijo Claudia después de un rato-. Una puerta de hierro no se abre a empujones. Pero no se preocupe por Jorge, quizá sea un resto del malestar de ayer. Vaya a traerme una reposera, y busquemos un poco de sombra.
Se ubicaron a suficiente distancia de la señora de Trejo como para satisfacer su susceptibilidad social y poder hablar sin que los oyera. La sombra era fresca a las cuatro de la tarde, soplaba una brisa que a veces resonaba en los cabos y alborotaba el pelo de Jorge, entregado a un violento fideo fino con el paciente Persio. Por debajo del diálogo Claudia sentía que Medrano rumiaba su idea fija, y que mientras comentaba los ejercicios de Presutti y Felipe seguía pensando en el oficial y en el médico. Sonrió, divertida de tanta masculina obcecación.
– Lo curioso es que hasta ahora no hemos hablado del viaje por el Pacífico -le dijo-. Me he fijado que nadie menciona el Japón. Ni siquiera el modesto estrecho de Magallanes o las posibles escalas.
– Futuro remoto -dijo Medrano, volviendo con una sonrisa de su malhumor de un minuto-. Demasiado remoto para la imaginación de algunos, y demasiado improbable para usted y para mí.
– Nada hace suponer que no llegaremos.
– Nada. Pero es un poco como la muerte. Nada hace suponer que no moriremos, y sin embargo…
– Detesto las alegorías -dijo Claudia-, salvo las que se escribieron en su tiempo, y no todas.
Felipe y el Pelusa ensayaban en la cubierta la serie de ejercicios con que se lucirían en la velada. No se veía i nadie en el puente de mando. La señora de Trejo enterró cruelmente las amarillas agujas en el ovillo de lana, envolvió el tejido, y luego de un cortés saludo se sumó amablemente a los ausentes. Medrano dejó que su mirada se balanceara un rato en el espacio, sujeta en el pico de un pájaro carnero.
– Japón o no Japón, nunca lamentaré haberme embarcado en este condenado Malcolm. Le debo haberla conocido, le debo ese pájaro, esas olas enjabonadas, y creo que algunos malos ratos más necesarios de lo que habría admitido en Buenos Aires.
– Y don Galo, y la señora de Trejo, amén de otros pasajeros igualmente notables.
– Hablo en serio, Claudia. No soy feliz a bordo, cosa que podría sorprenderme porque no entraba para nada en mis planes. Todo estaba preparado para hacer de este viaje algo como el intervalo entre la terminación de un libro y el momento en que cortamos las páginas de uno nuevo. Una tierra de nadie en que nos curamos las heridas, si es posible, y juntamos hidratos de carbono, grasas y reservas morales para la nueva zambullida en el calendario. Pero me ha salido al revés, la tierra de nadie era el Buenos Aires de los últimos tiempos.
– Cualquier sitio es bueno para poner las cosas en claro -dijo Claudia-. Ojalá yo sintiera lo mismo, todo lo que me dijo anoche, lo que todavía puede ocurrirle… A mí no me inquieta mucho la vida que llevo, allá o acá. Sé que es como una hibernación, una vida en puntas de pie, y que vivo para ser nada más que la sombra de Jorge, la mano que está ahí cuando de noche él alarga la suya en la oscuridad y tiene miedo.
– Sí, pero eso es mucho.
– Visto desde fuera, o estimado en términos de abnegación maternal. El problema es que yo soy otra cosa además de la madre de Jorge, ya se lo dije, mi matrimonio fue un error, pero también es un error quedarse demasiado tiempo tirada al sol en la playa. Equivocarse por exceso de belleza o de felicidad… lo que cuenta son los resultados. De todos modos mi pasado estaba lleno de cosas bellas, y haberlas sacrificado a otras cosas igualmente bellas o necesarias no me consolará nunca. Déme a elegir entre un Braque y un Picasso, me quedaré con el Braque, lo sé (si es un cuadro en que estoy pensando ahora), pero qué tristeza no tener ese precioso Picasso colgado en mi salón…
Se echó a reír sin alegría, y Medrano alargó una mano y la apoyó en su brazo.
– Nada le impide ser mucho más que la madre de Jorge -dijo-. ¿Por qué casi siempre las mujeres que se quedan solas pierden el impulso, se dejan estar? ¿Corrían tomadas de nuestra mano, mientras nosotros creíamos correr porque ellas nos mostraban un camino? Usted no parece aceptar que la maternidad sea su sola obligación, como tantas otras mujeres. Estoy seguro de que podría hacer todo lo que se propusiera, satisfacer todos los deseos.
– Oh, mis deseos -dijo Claudia-. Más bien quisiera no tenerlos, acabar con muchos de ellos. Quizá así…
– Entonces, ¿seguir queriendo a su marido basta para malograrla?
– No sé si lo quiero -dijo Claudia-. A veces pienáo que nunca lo quise. Me resultó demasiado fácil liberarme. Como usted de Bettina, por ejemplo, y creo saber que no estaba enamorado de ella.
– ¿Y él? ¿No trató nunca de reconciliarse, la dejó irse así?
– Oh, él iba a tres congresos de neurología por año -dijo Claudia, sin resentimiento-. Antes de que el divorcio quedara terminado ya tenía una amiga en Montevideo. Me lo dijo para quitarme toda preocupación, porque debía sospechar este… llamémosle sentimiento de culpa.
Vieron cómo Felipe subía por la escalerilla de estribor, se reunía con Raúl y los dos se alejaban por el pasillo. La Beba bajó y vino a sentarse en la reposera de su madre. Le sonrieron. La Beba les sonrió. Pobre chica, siempre tan sola.
– Se está bien, aquí -dijo Medrano.
– Oh, sí -dijo la Beba – Ya no aguantaba más el sol. Pero también me gusta quemarme.
Medrano iba a preguntarle por qué no se bañaba, pero se contuvo prudentemente. «A lo mejor meto la pata», pensó, fastidiado al mismo tiempo por la interrupción del diálogo. Claudia preguntaba alguna cosa sobre una hebilla que había encontrado Jorge en el comedor. Encendiendo un cigarrillo, Medrano se hundió un poco más en la reposera. Sentimiento de culpa, palabras y más palabras. Sentimiento de culpa. Como si una mujer como Claudia pudiera… La miró de lleno, la vio sonreír. La Beba se animaba, acercó un poco su reposera, más confiada. Por fin empezaba a hablar en serio con las personas mayores. «No -pensó Medrano-, eso no puede ser un sentimiento de culpa. Un hombre que pierde a alguien como ella es el verdadero culpable. Cierto que podía no estar enamorado, por qué tengo que juzgarlo desde mi punto de vista. Creo que realmente la admiro, que cuanto más se confía y me habla de su debilidad, más fuerte y más espléndida la encuentro. Y no creo que sea el aire yodado…» Le bastaba evocar por un segundo (pero no era siquiera una evocación, estaba mucho antes de toda imagen y toda palabra, formando parte de su modo de ser, del bloque total y definitivo de su vida), las mujeres que había conocido íntimamente, las fuertes y las débiles, las que van adelante y las que siguen las huellas. Tenía garantías de sobra para admirar a Claudia, para tenderle la mano sabiendo que era ella quien la tomaba para guiarlo. Pero el rumbo de la marcha era incierto, las cosas latían por fuera y por dentro como el mar y el sol y la brisa en los cables. Un deslumbramiento secreto, un grito de encuentro, una turbia seguridad. Como si después viniera algo terrible y hermoso a la vez, algo definitivo, un enorme salto o una decisión irrevocable. Entre ese caos que era sin embargo como una música, y el gusto cotidiano de su cigarrillo, había ya una ruptura incalculable. Medrano midió esa ruptura como si fuera la distancia pavorosa que le quedaba todavía por franquear.
– Sujétame fuerte la muñeca -mandó el Pelusa-. No ves que si te refalas ahora los rompemo el alma.
Sentado en la escalerilla, Raúl seguía minuciosamente las distintas fases del entrenamiento. «Se han hecho buenos amigos», pensó, admirando la forma en que el Pelusa levantaba a Felipe haciéndolo describir un semicírculo. Admiró la fuerza y la agilidad de Atilio, un tanto menoscabadas en su plástica por el absurdo traje de baño. Deliberadamente estacionó la mirada en su cintura, sus antebrazos cubiertos de pecas y vello rojizo, negándose a mirar de lleno a Felipe que, contraídos los labios (debía tener un poco de miedo) se mantenía cabeza abajo mientras el Pelusa lo aguantaba sólidamente plantado y con las piernas abiertas para contrarrestar el balanceo del barco. «¡Hop!», gritó el Pelusa, como había oído a los equilibristas del circo Boedo, y Felipe se encontró de pie, respirando agitadamente y admirado de la fuerza de su compañero.
– Lo que sí nunca te pongas duro -aconsejó el Pelusa, respirando a fondo-. Cuanto más blando el cuerpo mejor te sale la prueba. Ahora hacemos la pirámide, atenti a cuando yo digo hop. ¡Hop! Pero no, pibe, no ves que así te podes sacar la muñeca. Qué cosa, ya te lo dije como sofocientas veces. Si estaría aquí el Rusito, verías lo que son las pruebas, verías.
– Que querés, uno no puede aprender todo de golpe -ndijo Felipe, resentido.
– Está bien, está bien, no digo nada, pero vos te emperrás en ponerte duro. Soy yo que hago la fuerza, vos tenes de dar el salto. Ojo cuando me pisas el cogote, mira que tengo la piel paspada.
Hicieron la pirámide, fracasaron en la doble tijera australiana, se desquitaron con una serie de saltos de carpa combinados que Raúl, bastante aburrido, aplaudió con énfasis. El Pelusa sonrió modestamente, y Felipe estimó que ya estaban bastante entrenados para la noche.
– Tenes razón, pibe -dijo el Pelusa-. Si fe estrenas demasiado después te duele todo el cuerpo. ¿Querés que los tomemo una cerveza?
– No, en todo caso más tarde. Ahora me voy a pegar una ducha, estoy todo transpirado.
– Eso es bueno -dijo el Pelusa-. La transpiración mata el microbio. Yo me voy a tomar una Quilmes Cristal.
«Curioso, para ellos una cerveza es casi siempre una Quilmes Cristal», se dijo Raúl, pero lo pensaba para desechar la esperanza de que quizá Felipe había rechazado deliberadamente la invitación. «Quién sabe, a lo mejor todavía sigue enojado.» El Pelusa pasó a su lado con un sonoro «Disculpe, joven», y un halo casi visible de olor a cebolla. Raúl se quedó sentado hasta que Felipe subió a su vez, echada sobre los hombros la toalla a franjas rojas y verdes.
– Todo un atleta -dijo Raúl-. Se van a lucir esta noche.
– Bah, no es nada. Yo todavía no me siento muy bien, de a ratos me da vuelta la cabeza, pero las cosas más difíciles las va a hacer Atilio. ¡Qué calor!
– Con una ducha quedarás como nuevo.
– Seguro, es lo mejor. ¿Y usted qué va a hacer esta noche?
– Mirá, todavía no sé. Tengo que hablar con Paula y combinar alguna cosa más o menos divertida. Tenemos la costumbre de improvisar algo a último momento. Sale siempre mal, pero la gente no se da demasiado cuenta. Estás empapado.
– También, con todo el ejercicio… ¿De veras que no saben lo que van a hacer?
Raúl se había levantado, y anduvieron juntos por el pasillo de estribor. Felipe hubiera debido subir por la otra escalerilla para ir directamente a su cabina. Claro que era lo mismo, bastaba atravesar el pasadizo intermedio; pero lo más lógico hubiera sido que subiera por la escalerilla de babor. Es decir que si había subido por la de estribor, podía suponerse que había buscado hablar con Raúl. No era seguro pero sí probable. Y no estaba enojado, aunque evitaba mirarlo en los ojos. Siguiéndolo por el pasillo sombrío, veía las vivas franjas de la toalla cubriéndole parte de la espalda; pensó en un gran viento que la hiciera flotar como la capa de un auriga. Los pies desnudos iban dejando una ligera marca húmeda en el linóleo. Al llegar al pasadizo Felipe se volvió, apoyando una mano en el tabique. Ya otra vez había tomado la misma actitud, igualmente inseguro sobre lo que iba a decir y cómo tenía que decirlo.
– Bueno, me voy a pegar una ducha. ¿Usted qué hace?
– Qh, me iré a tirar un rato a la cama, siempre que Paula no ronque mucho.
– No me va a decir que ronca, una chica tan joven.
Enrojeció de golpe, dándose cuenta que el recuerdo de Paula lo turbaba frente a Raúl, que Raúl le estaba tomando el pelo, que al fin y al cabo las mujeres debían roncar como tanta gente, y que sorprenderse delante de Raúl era admi tir que no tenía la menor idea de una mujer dormida, de una mujer en una cama. Pero Raúl lo miraba sin asomo de burla.
– Claro que ronca -dijo-. No siempre, pero a veces cuando hace la siesta. No se puede leer con alguien qué ronca cerca.
– Seguro -dijo Felipe-. Bueno, si quiere venir un rato a charlar al camarote, total yo me pego una ducha en un momento. No hay nadie, el viejo se la pasa leyendo en el bar.
– Ya está -dijo Raúl, que había aprendido la expresión en Chile y le recordaba algunos días de montaña y de felicidad-. Me vas a dejar cargar la pipa con tu tabaco, me dejé la lata en mi cabina.
La puerta de su cabina estaba a cuatro metros del pasadizo, pero Felipe pareció aceptar el pedido como algo casi necesaria, el gesto que redondea una situación, algo tras de lo cual se puede seguir adelante con toda tranquilidad.
– El camarero es un as -dijo Felipe-. ¿Usted lo vio entrar o salir de su camarote? Yo nunca, pero apenas uno vuelve encuentra todo acomodado, la cama hecha… Espere que le doy el tabaco.
Tiró la toalla a un rincón y puso en marcha el ventilador. Mientras buscaba el tabaco explicó que le encantaban los aparatos eléctricos que ha bía en la cabina, que el cuarto de baño era una maravilla y lo mismo las luces, todo estaba tan bien pensado. De espaldas a Raúl se inclinaba sobre el cajón inferior de la cómoda, buscando el tabaco. Lo encontró y se lo alcanzó, pero Raúl no hacía caso de su gesto.
– ¿Qué pasa? -dijo Felipe, con el brazo tendido.
– Nada -dijo Raúl sin tomar el tabaco-. Te estaba mirando.
– ¿A mí? Vamos…
– Con un cuerpo así ya habrás conquistado muchas chicas.
– Oh, vamos -repitió Felipe, sin saber qué hacer con la lata en la mano. Raúl la tomó y al mismo tiempo lé sujetó la mano, atrayéndolo. Felipe se soltó bruscamente pero sin retroceder. Parecía más desconcertado que temeroso, y cuando Raúl dio un paso adelante se quedó inmóvil, con los ojos bajos. Raúl le apoyó la mano en el hombro y la dejó correr lentamente por el brazo.
– Estás empapado -dijo-. Vení, báñate de una vez.
– Sí, mejor -dijo Felipe-. En seguida salgo.
– Deja la puerta abierta, entre tanto podemos charlar.
– Pero… Por mí me da igual, pero si entra el viejo…
– ¿Qué crees que va a pensar?
– Y, no sé.
– Si no sabés, entonces te da lo mismo.
– No es eso, pero…
– ¿Tenes vergüenza?
– ¿Yo? ¿De qué voy a tener vergüenza?
– Ya me parecía. Si tenes miedo de lo que piense tu papá, podemos cerrar la puerta de entrada.
Felipe no encontraba qué decir. Vacilante, fue hasta la puerta de la cabina y la cerró con llave. Raúl esperaba, cargando lentamente la pipa. Lo vio mirar el armario, la cama, como si buscara alguna cosa, un pretexto para ganar tiempo a decidirse. Sacó de la cómoda un par de medias blancas, unos calzonsillos, y los puso sobre la cama, pero después los tomó otra vez y los llevó al cuarto de baño para dejarlos al lado de la ducha, sobre un taburete niquelado. Raúl había encendido la pipa y lo miraba. Felipe abrió la ducha, probó la temperatura del agua. Después, con un movimiento rápido, de frente a Raúl, se bajó el slip y en un instante estuvo bajo la ducha, como si buscara la protección del agua. Empezó a jabonarse enérgicamente, sin mirar hacia la puerta, y silbó. Un silbido entrecortado por el agua que se le metía en la boca y su respiración agitada.
– De verdad, tenes un cuerpo estupendo -dijo Raúl, ubicándose contra el espejo-. A tu edad hay muchos chicos que todavía no se sabe bien lo que son, pero vos… Si habré visto muchachos como vos en Buenos Aires.
– ¿En el club? -dijo Felipe, incapaz de pensar otra cosa. Seguía de frente a él, negándose por pudor a darle la espalda. Algo zumbaba ensordecedoramente en su cabeza; era el agua que le golpeaba los oídos y le entraba en los ojos, o algo más adentro, una tromba que lo privaba de voluntad y de todo dominio sobre su voz. Seguía jabonándose automáticamente pero bajo el agua, que se llevaba la espuma. Si la Beba llegaba a enterarse… Detrás de eso, como a una distancia infinita estaba pensando en Alfieri, en que Alfieri podría haber sido ése que estaba ahí fumando, mirándolo como miran los sargentos a los conscriptos desnudos, o los médicos como aquel de la calle Charcas que lo hacía caminar con los ojos cerrados y estirando los brazos. Alcanzó a decirse que Alfieri (pero no, si no era Alfieri), se estaría burlando de su torpeza, de golpe le dio rabia ser tan idiota, cortó de golpe la ducha y empezó a jabonarse de verdad, con movimientos furiosos que iban dejando montones de espuma blanca en el vientre, las axilas, el cuello. Ya casi no le importaba que Raúl lo estuviera mirando, al fin y al cabo entre hombres… Pero se mentía, y al jabonarse evitaba ciertos movimientos, se mantenía lo más derecho posible, siempre de frente, poniendo especial cuidado en lavarse los brazos y el pecho, el cuello y las orejas. Apoyó un pie en el borde de la cubeta de mosaicos verdes, se agachó un poco y empezó a jabonarse el tobillo y la pantorrilla. Tenía la impresión de que hacía horas que se estaba bañando. La ducha no le daba ningún placer pero le costaba cortar el agua y salir de la cubeta, empezar a secarse. Cuando por fin se enderezó, con el pelo chorreándole en los ojos, Raúl había descolgado la toalla de una percha y se la alcanzaba desde lejos, evitando pisar el suelo salpicado de jabón.
– ¿Te sentís mejor, ahora?
– Seguro. La ducha hace bien después del ejercicio.
– Sí, y sobre todo después de ciertos ejercicios. Hoy no me entendiste cuando te dije que tenías un lindo cuerpo. Lo que te quería preguntar era si te gusta que las mujeres te lo digan.
– Bueno, claro que a uno le gusta -dijo Felipe, empleando el «uno» después de vacilar imperceptiblemente.
– ¿Ya te tiraste a muchas, o solamente a una?
– ¿Y usted? -dijo Felipe, poniéndose los calzoncillos.
– Contéstame, no tengas vergüenza.
– Yo soy joven, todavía -dijo Felipe-. Para qué me voy a darte corte.
– Así me gusta. Así que todavía no te tiraste ninguna.
– Tanto como ninguna no. En los clandestinos… Claro que no es lo mismo.
– Ah, fuiste a los clandestinos. Yo creía que ya no quedaba ninguno en las afueras.
– Quedan dos o tres -dijo Felipe, peinándose frente al espejo-. Tengo un amigo de quinto año que me pasó el dato. Un tal Ordóñez.
– ¿Y te dejaron entrar?
– Seguro que me dejaron entrar. No ve que iba con Ordóñez que ya tiene libreta. Fuimos dos veces.
– ¿Te gustó?
– Y claro.
Apagó la luz del cuarto de baño y pasó junto a Raúl que no se había movido. Lo oyó que abría un cajón, buscando una camisa o unas zapatillas. Se quedó un momento más en la sombra húmeda, preguntándose por qué… Pero ya ni siquiera valía la pena hacerse la pregunta. Entró en la cabina y se sentó en un sillón. Felipe se había puesto unos pantalones blancos; todavía tenía el torso desnudo.
– Si no te gusta que hablemos de mujeres, me lo decís y basta -dijo Raúl-. Yo pensé que ya estabas en edad de interesarte por esas cosas.
– ¿Quién dijo que no me interesa? Qué tipo raro es usted, a ratos me hace recordar a uno que conozco…
– ¿También te habla de mujeres?
– A veces. Pero es raro… Hay tipos raros, ¿no? No quise decir que usted…
– Por mí no te preocupes, me imagino que a veces te debo parecer raro. Así que ése que conoces… Habíame de él, total podemos fumarnos una pipa juntos. Si querés.
– Claro -dijo Felipe, mucho más seguro dentro de su ropa. Se puso una camisa azul, dejándola por fuera de los pantalones, y sacó su pipa. Se sentó en el otro sillón y esperó a que Raúl le alcanzara el tabaco. Tenía una sensación de haber escapado a algo, como si todo lo que acababa de ocurrir hubiera podido ser muy distinto. Ahora se daba cuenta de que todo el tiempo había estado crispado, agazapado casi, esperando que Raúl hiciera alguna cosa que no había hecho, o dijera alguna cosa que no había dicho. Tenía casi ganas de reírse, cargó torpemente la pipa y la encendió usando dos fóstoros. Empezó a contar cosas de Alfieri, lo púa que era Alfieri y cómo se había tirado a la mujer del abogado. Elegía los recuerdos, después de todo Raúl había hablado de mujeres, no tenía por qué contarle las historias de Viana y de Freilich. Con Alfieri y Ordóñez tenía para un buen rato de cuentos.
– Para eso se precisa mucho vento, claro. Las mujeres quieren que uno las lleve a la milonga, meta taxi, y arriba hay que pagar la amueblada…
– Si estuviéramos en Buenos Aires yo te podría arreglar todo eso, sabés. Cuando volvamos ya verás. Te lo prometo.
– Usted debe tener un cotorro bacán, seguro.
– Sí. Te lo pasaré cuando te haga falta.
– ¿De verdad? -dijo Felipe, casi asustado-. Sería fenomenal, así uno puede llevarse a una mujer aunque no tenga mucha plata -se puso colorado, tosió-. Bueno, algún día me parece que podríamos compartir los gustos. Tampoco es cosa de que usted…
Raúl se levantó y se le acercó. Empezó a acariciarle el pelo, que estaba empapado y casi pegajoso. Felipe hizo un movimiento para apartar la cabeza.
– Vamos -dijo-. Me va a despeinar. Si entra el viejo…
– Cerraste la puerta, creo.
– Sí, pero lo mismo. Déjeme.
Le ardían las mejillas. Trató de levantarse del sillón, pero Raúl le apoyó una mano en el hombro y lo mantuvo quieto. Volvió a acariciarle levemente el pelo.
– ¿Qué pensás de mí? Decime la verdad, no me importa.
Felipe se zafó y se puso de pie. Raúl dejó caer los brazos, como ofreciéndose a que lo golpeara. «Si me golpea es mío», alcanzó a pensar. Pero Felipe retrocedió uno o dos pasos, moviendo la cabeza como decepcionado.
– Déjeme -dijo con un hilo de voz-. Ustedes… ustedes son todos iguales.
– ¿Ustedes? -dijo Raúl, sonriendo levemente.
– Sí, ustedes. Alfieri es igual, todos son iguales.
Raúl seguía sonriendo. Se encogió de hombros, hizo un movimiento hacia la puerta.
– Estás demasiado nervioso, hijo. ¿Qué tiene de malo que un amigo le haga una caricia a otro? Entre dar la irano o pasarla por el pelo, ¿qué diferencia hay?
– Diferencia… Usted sabe que hay diferencia.
– No, Felipe, sos vos que desconfías de mí porque, te parece raro que yo quiera ser tu amigo. Desconfías, me mentís. Te portas como una mujer, si querés que te diga lo que pienso.
– Sí, ahora agárreselas conmigo -dijo Felipe, acercándose un poco-. ¿Yo le miento a usted?
– Sí. Me diste un poco de lástima, mentís muy mal, eso se aprende poco a poco y vos todavía no sabés. Yo también volví allá abajo, y me enteré por uno de los lípidos. ¿Por qué me dijiste que habías estado con el más chico de los dos?
Felipe hizo un gesto como para negarle importancia a la cuestión.
– Puedo aceptar muchas veces cosas tristes de vos -dijo Raúl, hablándole en voz baja-. Puedo comprender que no me quieras, o que te parezca inadmisible la idea de ser mi amigo, o que tengas miedo de que los otros interpreten mal… Pero no me mientas, Felipe, ni siquiera por una tontería como esa.
– Pero si no había nada de malo -dijo Felipe. Contra su voluntad lo atraía la voz de Raúl, sus ojos que lo miraban como esperando otra cosa de él-. De veras, lo que pasó es que me daba rabia que ustedes no me llevaron ayer, y quise… Bueno, fui por mi cuenta, y lo que hice allá abajo es cosa mía. Por eso no le contesté la verdad.
Le dio bruscamente la espalda y se acercó al ojo de buey. La mano con la pipa le colgaba, blanda. Se pasó la otra por el pelo, arqueó un poco los hombros. Por un momento había temido que Raúl le reprochase alguna otra cosa que no alcanzaba a precisar, cualquier cosa, que hubiera querido flirtear con Paula, o algo por el estilo. No quería mirarlo porque los ojos de Raúl le hacían daño, le daban ganas de llorar, de tirarse en la cama boca abajo y llorar, sintiéndose tan chiquilín y desarmado frente a ese hombre que le mostraba unos ojos tan desnudos. De espaldas a él, sintiéndole acercarse lentamente, sabiendo que de un momento a otro los brazos de Raúl iban a ceñirlo con toda su fuerza, sintió que la pena se hacía miedo y que detrás del miedo había como una especie de tentación de seguir esperando y saber cómo sería ese abrazo en el que Raúl reconunciaría a toda su superioridad para no ser más que una voz suplicante y unos ojos mansos como de perro, vencido por él, vencido a pesar de su abrazo. Bruscamente comprendía que los papeles se cambiaban, que era él quien podía dictar la ley. Se volvió de golpe, vio a Raúl en el preciso instante en que sus manos lo buscaban, y se le rio en la cara, histéricamente, mezclando risa y llanto, riéndose a sollozos agudos y quebrados, con la cara llena de muecas y de lágrimas y de burla.
Raúl le rozó la cara con los dedos, y esperó una vez más que Felipe le pegara. Vio el puño que se alzaba, lo esperó sin moverse. Felipe se tapó la cara con las dos manos, se agachó y saltó fuera de distancia. Era casi fatal que fuese hasta la puerta, la abriera y se quedara esperando. Raúl le pasó al lado sin mirarlo. La puerta sonó como un tiro a su espalda.
Tal vez sea necesario el reposo, tal vez en algún momento el guitarrista azul deja caer el brazo y la boca sexual calla y se ahueca, entra en sí misma como horriblemente se ahueca y entra en sí mismo un guante abandonado en una cama. A esa hora de desapego y de cansancio (porque el reposo es eufemismo de derrota, y el sueño máscara de una nada metida en cada poro de la vida), la imagen apenas antropomórfica, desdeñosamente pintada por Picasso en un cuadro que fue de Apollinaire, figura más que nunca la comedia en su punto de fusión, cuando todo se inmoviliza antes de estallar en el acorde que resolverá la tensión insoportable. Pero pensamos en términos fijos y puestos ahí delante, la guitarra, el músico, el barco que corre hacia el sur, las mujeres y los hombres que entretejen sus pasos como los ratones blancos en la jaula. Qué inesperado revés de la trama puede nacer de una sospecha última que sobrepase lo que está ocurriendo y lo que no está ocurriendo, que se sitúa en ese punto donde quizá alcanza a operarse la conjunción del ojo y la quimera, donde la fábula arranca a pedazos la piel del carnero, donde la tercera mano entrevista apenas por Persio en un instante de donación astral, empuña por su cuenta la vihuela sin caja y sin cuerdas, inscribe en un espacio duro como mármol una música para otros oídos. No es cómo entender la antiguitarra como no es cómodo entender la antimateria, pero la antimateria es ya cosa de periódicos y comunicaciones a congresos, el antiuranio, el antisilicio destellan en la noche, una tercera mano sideral se propone con la más desaforada de las provocaciones para arrancar al vigía de su contemplación. No es cómodo presumir una antilectura, un anti-ser, una antihormiga, la tercera mano abofetea anteojos y clasificaciones, arranca los libros de los estantes, descubre la razón de la imagen en el espejo, su revelación simétrica y demoníaca. Ese antiyó y ese antitú están ahí, y qué es entonces de nosotros y de la satisfactoria existencia donde la inquietud no pasaba de una parva metafísica alemana o francesa, ahora que en el cuero cabelludo se posa la sombra de la antiestrella, ahora que en el abrazo del amor sentimos un vértigo de antiamor, y no porque ese palíndroma del cosmos sea la negación (¿por qué tendría que ser la negación el antiuniverso?) sino la verdad que muestra la tercera mano, la verdad que espera él nacimiento del hombre para entrar en la alegría!
De alguna manera, tirado en plena pampa, metido en una bolsa sucia o simplemente desbarrancado de un caballo mañero, Persio cara a las estrellas siente avecinarse el informe cumplimiento. Nada lo distingue a esa hora del payaso que alza una cara de harina hacia el agujero negro de la carpa, contacto con el cielo. El payaso no lo sabe, Persio no sabe qué es esa pedrea amarilla que rebota en sus ojos enormemente abiertos. Y porque no lo sabe, todo le es dado a sentir con más vehemencia, el casco reluciente de la noche austral gira paulatino con sus cruces y sus compases, y en los oídos penetra poco a poco la voz de la llanura, el crujir del pasto que germina, la ondulación temerosa de la culebra que sale al rocío, el leve tamborileo del conejo aguzado por un deseo de luna. Huele ya la seca crepitación secreta, de la pampa, toca con pupilas mojadas una tierra nueva que apenas trata con el hombre y lo rechaza como lo rechazan sus potros, sus ciclones y sus distancias. Los sentidos dejan poco a poco de ser parte de él para extraerlo y volcarlo en la llanura negra; ahora ya no ve ni oye ni huele ni toca, está salido, partido, desatado, enderezándose como un árbol abarca la pluralidad en un solo y enorme dolor que es el caos resolviéndose, el cristal que cuaja y se ordena, la noche primordial en el tiempo americano. Qué puede hacerle ya el sigiloso desfile de sombras, la creación renovada y deshecha que se alza en torno, la sucesión espantosa de abortos y armadillos y caballos lanudos y tigres de colmillos como cuernos, y malones de piedra y barro. Poyo inmutable, testigo indiferente de la revolución de cuerpos y eones, ojo posado como un cóndor de alas de montaña en la carrera de miríadas y galaxias y plegamientos, espectador de monstruos y diluvios, de escenas pastorales o incendios seculares, metamorfosis del magma, del siál, de la flotación indecisa de continentes ballenas, de islas tapires, australes catástrofes de piedra, parto insoportable de los Andes abriendo en canal una sierra estremecida, y no poder descansar un segundo ni saber con certeza si esa sensación de la mano izquierda es una edad glacial con todos sus estrépitos o nada más que una babosa que pasea de noche en busca de tibieza.
Si renunciar fuera difícil, renunciaría acaso a esa osmosis de cataclismos que lo sume en una densidad insoportable, pero se niega empecinado a la facilidad de abrir o cerrar los ojos, levantarse y salir al borde del camino, reinventar de golpe su cuerpo, la ruta, una noche de mil novecientos cincuenta y pico, el socorro que llegará con faros y exclamaciones y una estela de polvo. Aprieta los dientes (pero es quizá una cordillera que nace, una trituración de basaltos y arcillas) y se ofrece al vértigo, al andar de la babosa o la cascada por su cuerpo inmerso y confundido. Toda creación es un fracaso, vuelan las rocas por el espacio, animales innominados se derrumban y chapalean patas arriba, revientan en astillas los cohihues, la alegría del desorden aplasta y exalta y aniquila entre aullidos y mutaciones. ¿Qué debía quedar de todo eso, solamente una tapera en la pampa, un pulpero socarrón, un gaucho perseguido y pobre diablo, un °eneralito en él poder? Operación diabólica en que cifras colosales acaban en un campeonato de fútbol, un poeta suicida, un amor amargo por las esquinas y las madreselvas. Noche del sábado, resumen de la gloria, ¿es esto lo sudamericano? En cada gesto de cada día, ¿repetimos el caos irresuelto? En un tiempo de presente indefinidamente postergado, de culto necrofílico, de tendencia al hastío y al sueño sin ensueños, a la mera pesadilla que sigue a la ingestión del zapallo y el chorizo en grandes dosis, ¿buscamos la coexistencia del destino, pretendemos ser a la vez la libre carrera del ranquel y el último progreso del automovilismo profesional? De cara a las estrellas, tirados en la llanura impermeable y estúpida, ¿operamos secretamente una renuncia al tiempo histórico, nos metemos en ropas ajenas y en discursos vados que enguantan las manos del saludo del caudillo y el festejo de las efemérides, y de tanta realidad inexplorada elegimos el antagónico fantasma, la antimateria del antiespíritu, de la antiargentinidad, por resuelta negativa a padecer como se debe un destino en el tiempo, una carrera con sus vencedores y vencidos? Menos que maniqueos, menos que hedónicos vividores, ¿representamos en la tierra el lado espectral del devenir, su larva sardónica agazapada al borde de la ruta, el antitiempo del alma y el cuerpo, la facilidad barata, el no te metas si no es para avivarte? Destino de no querer un destino, ¿no escupimos a cada palabra hinchada, a cada ensayo filosófico, a cada campeonato clamoroso, la antimateria vital elevada a la carpeta de macramé, a los juegos florales, a la escarapela, al club social y deportivo de cada barrio porteño o rosarino o tucumano?
Por lo demás los juegos flores regocijaban siempre a Medrano, asistente irónico. La idea se le ocurrió mientras bajaba a cubierta después de acompañar a Claudia y a Jorge, que de golpe había querido dormir la siesta. Pensándolo mejor, el doctor Restelli hubiera debido proponer la celebración de juegos florales a bordo; era más espiritual y educativo que una simple velada artística, y hubiera permitido a unos cuantos la perpetración de bromas enormes. «Pero no se conciben los juegos florales a bordo», pensó, tirándose cansado en su reposera y eligiendo despacio un cigarrillo. Retardaba a propósito el momento en que dejaría de interesarse por lo que veía en torno para ceder deliciosamente a la imagen de Claudia, a la reconstrucción minuciosa de su voz, de la forma de sus manos, de su manera tan simple y casi necesaria de guardar silencio o hablar. Carlos López se asomaba ahora a la escalerilla de babor y miraba encandilado el horizonte de las cuatro de la tarde. El resto de los pasajeros se había marchado hacía rato; el puente de mando seguía vacío. Medrano cerró los ojos y se preguntó qué iba a ocurrir. El plazo se cerraba cuando el último número de la velada diera paso a los aplausos corteses y a la dispersión general de los espectadores, empezaría la carrera del reloj del tercer día. «Los símbolos de siempre, el aburrimiento de una analogía no demasiado sutil», pensó. El tercer día, el cumplimiento. Los hechos más crudos eran previsibles: la popa se abriría por sí sola a la visita de los hombres, o López cumpliría su amenaza con el apoyo de Raúl y de él mismo. El partido de la paz se haría presente, iracundo, acaudillado por don Galo; pero a partir de ahí el futuro se nublaba, las vías se bifurcaban, trifurcaban… «Va a estar bueno», pensó, satisfecho sin saber por qué. Todo se daba en una escala ridicula, tan absolutamente antidramática que su satisfacción terminaba por impacientarlo. Prefirió volver a Claudia, recomponer su rostro que ahora, cuando se despedía de él en la puerta de la cabina, le había parecido veladaraente inquieto. Pero no había dicho nada y él había preferido no darse por enterado, aunque le hubiera gustado estar todavía con ella, velando juntos el sueño de Jorge, hablando en voz baja de cualquier cosa. Otra vez lo ganaba un oscuro sentimiento de vacío, de desorden, una necesidad de compaginar algo -pero no sabía qué-, de montar un puzzle tirado en mil pedazos sobre la mesa. Otra fácil analogía, pensar la vida como un puzzle, cada día un trocho de madera con una mancha verde, un poco de rojo, una nada de gris, pero todo mal barajado y amorfo, los días revueltos, parte del pasado metida como una espina en el futuro, el presente libre quizá de lo precedente y lo subsiguiente, pero empobrecido por una división demasiado voluntaria, un seco rechazo de fantasmas y proyectos. El presente no podía ser eso, pero sólo ahora, cuando mucho de ese ahora era ya pérdida irreversible, empezaba a sospechar sin demasiado convencimiento que la mayor de sus culpas podía haber sido una libertad fundada en una falsa higiene de vida, un deseo egoísta de disponer de sí mismo en cada instante de un día reiteradamente único, sin lastres de ayer y de mañana. Visto con esa óptica todo lo que llevaba andado se le aparecía de pronto como un fracaso absoluto. «¿Fracaso de qué?», pensó, desasosegado. Nunca se había planteado la existencia en términos de triunfo; la noción de fracaso carecía entonces de sentido. «Sí, lógicamente -pensó-. Lógicamente.» Repetía la palabra, la hacía saltar en la lengua. Lógicamente. Pero el estómago, el sueño sobresaltado, la sospecha de que algo se acercaba que lo sorprendería desprevenido y desarmado, que había que prepararse. «Qué diablos» -pensó-, no es tan fácil echar por la borda las costumbres, este se parece mucho el surmenage. Como aquella vez que creí volverme loco y resultó un comienzo de septicemia…» No, no era fácil. Claudia parecía comprenderlo, no le había hecho ningún reproche a propósito de Bettina, pero curiosamente Medrano pensaba ahora que Claudia hubiera debido reprocharle lo que Bettina representaba en su vida. Sin ningún derecho, por supuesto, y mucho menos como una posible sucesora de Bettina. La sola idea de sucesión era insultante cuando se pensaba en una mujer como Claudia. Por eso mismo, quizá, ella hubiera podido decirle que era un canalla, hubiera podido decírselo tranquilamente, mirándolo con ojos en los que su propia intranquilidad brillaba como un derecho bien ganado, el derecho del cómplice, el reproche del reprochable, mucho más amargo y más justo y más hondo que el del juez o del santo. Pero por qué tenía que ser Claudia quien le abriera de golpe las puertas del tiempo, lo expulsara desnudo en el tiempo que empezaba a azotarlo obligándolo a fumar cigarrillo tras cigarrillo, morderse los labios y desear que de una manera u otra el puzzle acabara por recomponerse, que sus manos inciertas, novicias en esos juegos, buscaran tanteando los pedazos rojos, azules y grises, extrajeran del desorden un perfil de mujer, un gato ovillado junto ai fuego, un fondo de viejos árboles de fábula. Y que todo eso fuera más fuerte que el sol de las cuatro y media, el horizonte cobalto que entreveía con los ojos entornados, oscilando hacia arriba y hacia abajo con cada vaivén del Malcolm, barco mixto de la Magenta Star. Bruscamente fue la calle Avellaneda, los árboles con la herrumbre del otoño; las manos metidas en los bolsillos del piloto, caminaba huyendo de algo vagamente amenazador. Ahora era un zaguán, parecido a la casa de Lola Romarino pero más estrecho; salió a un patio -apurarse, apurarse, no había que perder tiempo- y subió escaleras como las del hotel Saint-Michel de París, donde había vivido unas semanas con Leonora (se le escapaba el apellido). La habitación era amplia, llena de cortinados que debían esconder irregularidades de las paredes, o ventanas que darían a sórdidos patios negros. Cuando cerró la puerta, un gran alivio acompañó su gesto. Se quitó el piloto, los guantes; con mucho cuidado los puso sobre una mesa de caña. Sabía que el peligro no había pasado, que la puerta sólo lo defendía a medias; era más bien un aplazamiento que le permitía pensar otro recurso más seguro. Pero no quería, pensar, no tenía en qué pensar; la amenaza era demasiado incierta, flotaba ascendiendo, alejándose y volviendo como un aire manchado de humo. Dio unos pasos hasta quedar en el centro de la habitación. Sólo entonces vio la cama, disimulada por un biombo rosa, un miserable armazón a punto de venirse abajo. Una cama de hierro, revuelta, una palangana y una jofaina; sí, podía ser el hotel Saint-Michel aunque no era, la habitación se parecía a la de otro hotel, en Río. Sin saber por qué no quería acercarse a la cama revuelta y sucia, permanecía inmóvil con las manos en los bolsillos del saco, esperando. Era casi natural, casi necesario que Bettina descorriera uno de los raídos cortinados y avanzara hacia él como resbalando sobre la mugrienta alfombra, se parara a menos de un metro y alzara poco a poco la cara completamente tapada por el pelo rubio. La sensación de amenaza se disolvía, viraba a otra cosa sin que él supiera todavía qué era esa otra cosa aun peor que iba a suceder, y Bettina levantaba poco a poco la cara invisible con el pelo que temblaba y oscilaba dejando ver la punta de la nariz, la boca que volvía a desaparecer, otra vez la nariz, el brillo de los ojos entre el pelo rubio. Medrano hubiera querido retroceder, sentir por lo menos la espalda pegada a la puerta, pero flotaba en un aire pastoso del que tenía que extraer cada bocanada con un esfuerzo del pecho, de todo el cuerpo. Oía hablar a Bettina, porque desde el principio Bettina había estado hablando, pero lo que decía era un sonido continuo y agudo, ininterrumpido, como un papagayo que repitiera incansablemente una serie de sílabas y silbidos. Cuando sacudió la cabeza y todo el pelo saltó hacia atrás, derramándose sobre las orejas y los hombros, su rostro estaba tan cerca del suyo que con sólo inclinarse hubiera podido mojar sus labios en las lágrimas que lo empapaban. Brillantes de lágrimas las mejillas y el mentón, entreabierta la boca de donde seguía saliendo el discurso incomprensible, la cara de Bettina borraba de golpe el cuarto, las cortinas, el cuerpo que seguía más abajo, las manos que al principio él había visto pegadas a los muslos, no quedaba más que su cara flotando en el humo del cuarto, bañada en lágrimas, desorbitados los ojos que interrogaban a Medrano, y cada pestaña, cada pelo de las cejas parecía aislarse, dejarse ver por sí mismo y por separado, la cara de Bettina era un mundo infinito, fijo y convulso a la vez delante de sus ojos que no podían evadirla, y la voz seguía saliendo como una cinta espesa, una materia pegajosa cuyo sentido era clarísimo aunque no fuera posible entender nada, clarísimo y definitivo, un estallido de claridad y consumación, la amenaza por fin concretada y resuelta, el fin de todo, la presencia absoluta del horror en esa hora y ese sitio Jadeando Medrano veía la cara de Bettina que sin acercarse parecía cada vez más pegada a la suya, reconocía los rasgos que había aprendido a leer con todos sus sentidos, la curva del mentón, la fuga de las cejas, el hueco delicioso entre la nariz y la boca cuyo fino vello conocían tan bien sus labios; y al mismo tiempo sabía que estaba viendo otra cosa, que esa cara era el revés de Bettina, una máscara donde un sufrimiento inhumano, una concentración de todo el sufrimiento del mundo sustituía y pisoteaba la trivialidad de una cara que él había besado alguna vez. Pero también sabía que no era cierto, que sólo lo que estaba viendo ahora era la verdad, que ésta era Bettina, una Bettina monstruosa frente a la cual la mujer que había sido su amante se deshacía como él mismo se sentía deshacer mientras poco a poco retrocedía hacia la puerta sin conseguir distanciarse de la cara flotando a la altura de sus ojos. No era miedo, el horror iba más allá del miedo; más bien como el privilegio de sentir el momento más atroz de una tortura pero sin dolor físico, la esencia de la tortura sin el retorcimiento de las carnes y los nervios. Estaba viendo el otro lado de las cosas, se estaba viendo por primera vez como era, la cara de Bettina le ofrecía un espejo chorreante de lágrimas, una boca convulsa que había sido la frivolidad, una mirada sin fondo que había sido el capricho posándose en las cosas de la vida. Todo esto no lo sabía porque el horror anulaba todo saber, era la materia misma de la penetración en un otro lado antes inconcecible, y por eso cuando despertó con un grito y todo el océano azul se le metió en los ojos y vio otra vez las escalerillas y la silueta de Raúl Costa sentado en lo alto, sólo entonces, tapándose la cara como si temiera que algún otro pudiera ver en él lo que él acababa de ver en la máscara de Bettina, comprendió que estaba alcanzando una respuesta, que el puzzle empezaba a armarse. Jadeando como en el sueño, miró sus manos, la reposera en que estaba sentado, los tablones de la cubierta, los hierros de la borda, los miró extrañado, ajeno a todo lo que lo rodeaba, salido de sí mismo. Cuando fue capaz de pensar (doliéndole, porque todo en él le gritaba que pensar sería otra vez falsificar), supo que no había soñado con Bettina sino consigo mismo; el verdadero horror había sido ése, pero ahora, bajo el sol y el viento salado, el horror cedía al olvido, al estar otra vez del otro lado, y le dejaba solamente una sensación de que cada elemento de su vida, de su cuerpo, de su pasado y su presente eran falsos, y que la falsedad estaba ahí al alcance de la mano, esperando para tomarlo de la mano y llevárselo otra vez al bar, al día siguiente, al amor de Claudia, a la cara sonriente y caprichosa de Bettina siempre allá en el siempre Buenos Aires. Lo falso era el día que estaba viendo porque era él quien lo veía; lo falso estaba afuera porque estaba adentro, porque había sido inventado pieza por pieza a lo largo de toda la vida. Acababa de ver la verdadera cara de la frivolidad, pero por suerte, ah, por suerte no era más que una pesadilla. Volvía a la razón, la máquina echaba a pensar, bien lubricada, oscilaban las bielas y los cojinetes, recibían y daban la fuerza, preparaban las conclusiones satisfactorias. «Qué sueño horrendo», clasificó Gabriel Medrano, buscando los cigarrillos, esos cilindros de papel llenos de tabaco misionero., a cinco pesos el atado de veinte.
Cuando le fue imposible seguir resistiendo el sol, Raúl volvió a su cabina donde Paula dormía boca arriba. Tratando de no hacer ruido se sirvió un poco de whisky y se tiró en un sillón. Paula abrió los ojos y le sonrió.
– Estaba soñando con vos, pero eras más alto y tenías un traje azul que te sentaba mal.
Se enderezó, doblando la almohada para apoyarse. Raúl pensó en los sarcófagos etruscos, quizá porque Paula lo miraba con una leve sonrisa que todavía parecía participar del sueño.
– En cambio tenías mejor cara -dijo Paula-. Realmente se diría que estás al borde de un soneto o de un poema en octavas reales. Lo sé, porque he conocido vates que tomaban ese aire antes del alumbramiento.
Raúl suspiró entre fastidiado y divertido.
– Qué viaje insensato -dijo-. Tengo la impresión de que todos andamos a los tropezones, incluso el barco. Pero vos no, en realidad. Me parece que a vos te va muy bien con tu pirata de tostada piel.
– Depende -dijo Paula, estirándose-. Si me olvido un poco más de mí misma puede ser que me vaya bien, pero siempre estarás vos cerca, que sos el testigo.
– Oh, yo no soy nada molesto. Me haces la señal convenida, por ejemplo cruzando los dedos o golpeando con el talón izquierdo, y yo desaparezco. Incluso de la cabina, si te hace falta, pero supongo que no. Aquí las cabinas abundan.
– Lo que es tener mala reputación -dijo Paula-. Para vos, yo no necesito más de cuarenta y ocho horas para acostarme con un tipo.
– Es un buen plazo. Da tiempo a los exámenes de conciencia, a cepillarse los dientes…
– Resentido, eso es lo que sos. Ni arte ni parte, pero resentido lo mismo.
– De ninguna manera. No confundas celos con envidia, y en mi caso es pura envidia.
– Contame -dijo Paula, echándose para atrás-. Contame por qué me tenes envidia.
Raúl le contó Le costaba hablar, aunque mojaba cada palabra en un cuidadoso baño de ironía, evitando toda piedad de sí mismo.
– Es muy chico -dijo Paula-. Comprendes, es una criatura.
– Cuando no es por eso es porque ya son demasiado grandes. Pero no le busques explicaciones. La verdad, me porté como un estúpido, perdí la serenidad como si fuera la primera vez. Siempre me pasará lo mismo, imaginaré lo que puede suceder antes de que suceda. Las consecuencias están a la vista.
– Sí, es mal sisterúa. No imagines y acertarás, etcétera.
– Pero ponete en mi lugar -dijo Raúl, sin pensar que podía hacer reír a Paula-. Aquí estoy desarmado, no tengo ninguna de las posibilidades que se me darían en Buenos Aires. Y al mismo tiempo estoy más cerca, más horriblemente cerca que allá, porque lo encuentro en todas partes y sé que un barco pqede ser el mejor lugar del mundo… después. Es la historia de Tántalo entre pasillos y duchas y pruebas de acrobacia.
– No sos gran cosa como corruptor -dijo Paula-. Siempre lo sospeché y me alegro de comprobarlo.
– Andate al diablo.
– Pero es verdad que me alegro. Creo que ahora lo mereces un poco más que antes, y que a lo mejor tenes suerte.
– Hubiera preferido merecerlo menos y…
– ¿Y qué? No me voy a poner a pensar en pormenores, pero supongo que no es tan fácil. Si fuera fácil habría menos tipos en la cárcel y menos chicos muertos en los maizales.
– Oh, eso -dijo Raúl-. Es increíble cómo una mujer puede imaginarse ciertas cosas.
– No es imaginación, Raulito. Y como no creo que seas un sádico, por lo menos en la medida en que se convierte en un peligro público, no te veo haciéndolo objeto de malos tratos, como diría virtuosamente La Prensa si se enterara. En cambio no me cuesta nada imaginarte en tareas más pausadas de seducción, si me permitís la palabra, y llegando a los malos tratos por el camino de los buenos. Pero esta vez parece que el aire de mar te ha dado demasiado ímpetu, pobrecito.
– No tengo ni ganas de mandarte al demonio por segunda vez.
– De todos modos -dijo Paula, poniéndose un dedo en la boca-, de todos modos hay algo en tu favor, y supongo que no estarás tan deprimido como para no advertirlo. Primero, el viaje se anuncia largo y no tenes rivales a bordo. Quiero decir que no hay mujeres que puedan envalentonarlo. A su edad, si tiene suerte en el flirteo más inocente, un chico se hace una idea muy especial de sí mismo, y tiene mucha razón. A lo mejor yo tengo un poco la culpa, ahora que lo pienso. Lo dejé que. se hiciera ilusiones, que me hablara como un hombre.
– Bah, qué importa eso -dijo Raúl.
– Puede que no importe, de todos modos te repito que todavía tenes muchas chances. ¿Necesito explicarme?
– Si no te es muy molesto.
– Pero es que tendrías que haberte dado cuenta, injerto de zanahoria. Es tan simple, tan simple. Míralo bien y verás lo que él mismo no puede ver, porque no lo sabe.
– Es demasiado hermoso como para verlo realmente -dijo Raúl-. Yo no sé lo que veo cuando lo miro. Un horror, un vacío, algo lleno de miel, etcétera.
– Sí, en esas condiciones… Lo que tendrías que haber visto es que el pequeño Trejo está lleno de dudas, que tiembla y titubea y que en el fondo, muy en el fondo… ¿No te das cuenta de que tiene comq un aura? Lo que lo hace precioso (porque yo también lo encuentro precioso, pero con la diferencia de que me siento como si fuera su abuela) es que está a punto de caer, no puede seguir siendo lo que es en este minuto de su vida. Te has portado como un idiota, pero quizá, todavía… En fin, no está bien que yo, verdad.
– ¿Realmente crees, Paula?
– Es Dionisos adolescente, estúpido. No tiene la menor firmeza, ataca porque está muerto de miedo, y a la vez está ansioso, siente el amor como algo que vuela sobre él, es un hombre y una mujer y los dos juntos, y mucho más que eso. No hay la menor fijación en él, sabe que ha llegado la hora pero no sabe de qué, y entonces se pone esas camisas horribles y viene a decirme que soy tan bonita y me mira las piernas, y me tiene un miedo pánico… Y vos no ves nada de eso y andas como un sonámbulo que llevara una bandeja de merengues… Dame un cigarrillo, creo que después me voy a bañar.
Raúl la miró fumar, cambiando de vez en cuando una sonrisa. Nada de lo que le había dicho lo tomaba de sorpresa, pero ahora lo sentía objetivamente, propuesto desde un segundo observador. El triángulo se cerraba, la medición se establecía sobre bases seguras. «Pobre intelectual, necesitado de pruebas», pensó sin amargura. El whisky empezaba a perder el gusto amargo del comienzo.
– Y vos -dijo Raúl-. Quiero saber de vos, ahora. Terminemos de emputecemos fraternalmente, la ducha está ahí al lado. Habla, confesa, el padre Costa es todo oídos.
– Estamos encantados de la buena idea que han tenido el señor doctor y el señor enfermo -dijo el maître-. Sírvase un gorro, a menos que prefiera una careta.
La señora de Trejo se decidió por un gorro violeta, y el maître alabó su elección. La Beba encontró que lo menos cache era una diadema de cartón plateado, con una que otra lentejuela roja. El maître iba de mesa en mesa distribuyendo las fantasías, comentando el progresivo (y tan natural) descenso de la temperatura, y tomando nota de las variaciones en materia de cafés e infusiones. En la mesa número cinco, asistidos por Nora y Lucio que tenían cara de sueño, don Galo y el doctor Restelli daban los últimos toques al orden del programa. De acuerdo con el maître se había decidido celebrar la velada en el bar; aunque más pequeño que el comedor se prestaba para ese género de fiestas (seguían ejemplos de viajes anteriores, y hasta un álbum con frases y firmas de pasajeros de nombres nórdicos). A la hora del café, el señor Trejo abandonó su mesa y completó solemnemente el triunvirato de los organizadores. Puro en mano, don Galo repasó la lista de participantes y la sometió a sus compañeros.
– Ah, aquí veo que el amigo López nos va a deslumbrar con sus habilidades de ilusionista -dijo el señor Trejo-. Muy bien, muy bien.
– López es un joven de notables condiciones -dijo el doctor Restelli-. Tan excelente profesor como amable contertulio.
– Me alegro de que esta noche prefiera el esparcimiento social a las actitudes exageradas y que le hemos visto últimamente -dijo el señor Trejo, aflautando la voz de manera de que López no pudiera enterarse-. Realmente ~esos jóvenes se dejan llevar por un espíritu de violencia nada loable, señores, nada loable.
– El hombre está amoscado -dijo don Galo- y se comprende que le hierva la sangre. Pero ya verán ustedes cómo se atemperan los ánimos después de nuestra fiestecita. Eso es lo que hace falta, que haya un poco de jolgorio. Inocente, claro.
– Así es -apoyó el doctor Restelli-. Todos estamos de acuerdo en que el amigo López se ha apresurado demasiado a proferir amenazas que a nada conducen.
Lucio miraba de cuando en cuando a Nora, que miraba el mantel o sus manos. Tosió, incómodo, y preguntó si no sería ya hora de pasar al bar. Pero el doctor Restelli sabía de buena fuente que el mozo y el maître estaban dando los últimos toques al arreglo del salón, colgando guirnaldas de cotillón y creando esa atmósfera propicia a las efusiones del espíritu y la civilidad.
– Exacto, exacto -dijo don Galo-. Efusiones del espíritu, eso es lo que yo digo. El jolgorio, vamos. Y en cuanto a esos gallitos, porque reparen ustedes que no se trata solamente del joven López, ya sabremos nosotros ponerlos en su sitio para que el viaje transcurra sin engorros. Bien recuerdo una ocasión en Pergamino, cuando el sub-gerente de mi sucursal…
Se oyó un amable batir de palmas, y el maître anunció que los señores pasajeros podían pasar a la sala de fiestas.
– Parece propio el Lunapar en carnaval -dictaminó el Pelusa, admirado de los farolitos de colores y los globos.
– Ay, Atilio, con esa careta me das un miedo -se quejó la Nelly -. Justamente te tenías que elegir la de gorila.
– Vos agárrate una buena silla y me guardas una, que yo voy a averiguar cuándo nos tenemos que preparar para el número. ¿Y su hermanito, señorita?
– Por ahí debe andar -dijo la Beba.
– Pero no vino a comer, no vino.
– No, dijo que le dolía la cabeza. Siempre le gusta hacerse el interesante.
– Qué le va a doler la cabeza -dijo el Pelusa, autoritario-. Seguro que le agarró algún calambre después del entrenamiento.
– No sé -dijo la Beba, desdeñosa-. Con lo consentido que lo tiene mamá, seguro que es un capricho para hacerse desear.
No era un capricho, tampoco un dolor de cabeza. Felipe había dejado venir la noche sin moverse de la cabina. Entró su padre, satisfecho de un truco ganado en ruda batalla, se bañó y volvió a salir, y luego la Beba hizo una corta aparición destinada presumiblemente a buscar unas partituras de piano que no aparecían en su valija. Tirado en la cama, fumando sin ganas, Felipe sentía descender la noche en el azul del ojo de buey. Todo era como un descenso, lo que pensaba deshilachadamente, el gusto cada vez más áspero y pegajoso del cigarrillo, el barco que a cada cabeceo le daba la impresión de hundirse un poco más en el agua. De un primer repertorio de injurias repetidas hasta que las palabras habían perdido todo sentido, derivaba a un malestar interrumpido por vaharadas de satisfacción maligna, de orgullo personal que lo hacían saltar de la cama, mirarse en el espejo, pensar en ponerse la camisa a cuadros amarillos y rojos y salir a cubierta con el aire de desafío o la indiferencia. Casi en seguida reingresaba a la humillada contemplación de su conducta, de sus manos tiradas sobre la cama y que no habían sido capaces de cortarle la cara a trompadas. Ni una sola vez se preguntó si realmente había sentido el deseo o la necesidad de cortarle la cara a trompadas; prefería reanudar los insultos o dejarse absorber por fantasmas en donde los actos de arrojo y las explicaciones al borde de las lágrimas terminaban en una voluptuosidad que le exigía desperezarse, encendei otro cigarrillo y dar una vuelta incierta por la cabina, preguntándose por qué se quedaba ahí encerrado en vez de sumarse a los otros que ya debían estar por cenar. En una de esas era seguro que iba a venir su madre, con las preguntas como metralla, impaciente y asustada a la vez. Tirándose otra vez en la cama, admitió de mala gana que después de todo él había sacado ventaja. «Debe estar desesperado», pensó, empezando a encontrar palabras para su pensamiento; La idea de Raúl desesperado era casi inconcebible, pero seguramente tenía que ser así, había salido de la cabina como si lo fueran a matar ahí mismo, blanco como un papel. «Blanco como un papel», pensó, satisfecho. Y ahora estaría solo, mordiéndose los puños de rabia. No era fácil imaginar a Raúl mordiéndose los puños; cada vez que se esforzaba por someterlo a la peor de las humillaciones morales, lo veía con su cara tranquila y un poco burlona, recordaba el gesto con que le había ofrecido la pipa o se le había acercado para acariciarle el pelo. A lo mejor estaba tan pancho tirado en la cama, fumando como si nada.
«No tanto -se dijo, vengativo-. Seguro que es la primera vez que lo sacan carpiendo en esa forma.» Eso le iba a enseñar a meterse con un hombre, maricón del diablo. Y pensar que hasta ese momento había estado engañado, había creído que era el único amigo con quien podría contar a bordo, en ese viaje sin mujeres que trabajarse, ni farra, ni por lo menos otros muchachos de su edad para divertirse en la cubierta. Ahora estaba listo, casi lo mejor era no salir de la cabina, total… Hacía un rato que la imagen de Paula se le aparecía como una sorpresa sumada a la otra, si en realidad la otra había sido una sorpresa. Pero Paula, ¿qué diablos representaba en el asunto? Barajaba dos o tres hipótesis instantáneas, igualmente crudas e insatisfactorias, y otra vez volvía a preocuparlo -pero precisamente entonces le nacían como vahos de satisfacción, momentos de gloria que le llenaban el pecho de aire y de humo de cigarrillo, ya no de pipa porque la pipa estaba tirada cerca de la puerta, y exactamente sobre ella, en la pared, la marca del choque rabioso-, otra vez lo preocupaba por qué tenía que haber sido él y no cualquier otro, por qué Raúl lo había buscado a él en seguida, casi la misma noche del embarque, en vez de irse a mariposear con otro. Casi no le importaba admitir que no había otro posible, que el repertorio era limitado y como fatal; en el hecho de que Raúl lo hubiera elegido encontraba al mismo tiempo la fuerza para estrellar una pipa contra la pared y para respirar profundamente, con los ojos entornados, como saboreando un privilegio especialísimo. Cómo se la iba a pagar, de eso podía estar bien seguro, se la iba a pagar pedacito a pedacito, hasta que aprendiera para siempre a no equivocarse. «Carajo. no es que yo le haya dado calce -se dijo enderezándose-. No soy Viana, yo, no soy Freilich, qué joder.» Le iba a demostrar hora por hora lo que era un hombre de verdad, aunque pretendiera sobrarlo con su cancha de pitucón platudo, con su pelirroja de puro cuento. Demasiado le había consentido que le diera consejos, que pretendiera ayudarlo. Se había dejado sobrar, y el otro había confundido una cosa con otra. Oyó un ruido en la puerta y se estremeció. Pucha que estaba nervioso. También… Miró de reojo a la Beba que olía el aire de la cabina frunciendo la nariz.
– Vos seguí fumando así y vas a ver -dijo la Beba, con su aire virtuoso-. Le voy a decir a mamá para que te esconda los cigarrillos.
– Andate a la mierda y quédate un tiempo -dijo Felipe casi amablemente.
– ¿No oíste que llamaban a comer? Por culpa del señor yo tengo que levantarme de la mesa y hacer el papelón de bajar a buscar al nene.
– Claro, como todos viven pendientes de vos.
– Dice papá que subas a comer en seguida.
Felipe tardó un segundo en contestar.
– Decile que me duele la cabeza. En todo caso voy después, para la fiesta.
– ¿La cabeza? -dijo la Beba -. Podrías inventar otra cosa.
– ¿Qué queiés decir? -preguntó Felipe, enderezándose. Otra vez había sentido como si le apretaran el estómago. Oyó el golpe de la puerta, y se sentó al borde de la cama. Cuando entrara en el comedor tendría que pasar obligadamente por delante de la mesa.número dos, saludar a Paula, a López y a Raúl. Empezó a vestirse despacio, poniéndose una camisa azul y unos pantalones grises. Al encender la luz central, vio la pipa en el suelo y la recogió. Estaba intacta. Pensó que lo mejor sería dársela a Paula, junto con la lata de tabaco, para que ella… Y al entrar en el comedor tendría que pasar por delante de la mesa, saludando. ¿Y si llevaba la pipa y la dejaba sobre la mesa, sin decir nada? Era idiota, estaba demasiado nervioso. Llevarla en el bolsillo y aprovechar después, en la cubierta, si lo veía salir a tomar fresco, acercarse y decirle secamente: «Esto es suyo», o algo por el estilo. Entonces Raúl lo miraría como miraba él, y empezaría a sonreír muy despacio. No, a lo mejor no se sonreiría, a lo mejor trataría de tomarlo del brazo, y entonces… Se peinó lentamente, mirándose desde todos los ángulos. No iría a cenar, lo dejaría con las ganas de verlo llegar y que se pusiera colorado al pasar delante de su mesa. «Si no me pusiera colorado», pensó, rabioso, pero contra eso no se podía luchar. Mejor quedarse en la cubierta, o en el bar, tomando una cerveza. Pensó en la escalerilla del pasadizo, en Bob.
Doña Rosita y doña Pepa fueron atentamente instaladas en la primera fila de butacas, y la señora de Trejo se les incorporó con un aire arrebolado que explicaba la inminente actuación artística de su hija. Detrás empezaron a tomar asiento los que llegaban del comedor. Jorge, muy solemne, se instaló entre su madre y Persio, pero Raúl no parecía dispuesto a sentarse y se apoyó en el mostrador esperando que el resto se ubicara a gusto. La silla de don Galo fue colocada en posición presidencial, y el chófer se apresuró a disimularse en la última fila donde también se había iustalado Medrano, que fumaba un cigarrillo tras otro con aire no demasiado contento. El Pelusa volvió a preguntar por su compañero de pruebas gimnásticas, y después de confiar la careta a doña Rosita, anunció que iría a ver cómo andaba Felipe. Detrás de una máscara vagamente polinesia, Paula imitaba para López la voz de la señora de Trejo.
El maître dio una orden al mozo y las luces se apagaron, encendiéndose al mismo tiempo un reflector en el fondo y otro en el suelo, cerca del piano laboriosamente metido entre el mostrador y una de las paredes. Solemne, el maître levantó la cola del piano. Sonaron algunos aplausos y el doctor Restelli, parpadeando violentamente, se encaminó a la zona iluminada. Por supuesto no era él la persona más indicada para abrir el sencillo y espontáneo acto de esparcimiento, por cuanto la idea original pertenecía en un todo al distinguido caballero y amigo don Galo Porrino, ahí presente.
– Siga usted, hombre, siga usted -dijo don Galo, alzando su voz sobre los amables aplausos-. Ya se imaginan ustedes que no estoy para hacer de maestro de ceremonias, de modo que adelante y viva la pepa.
En el silencio un tanto incómodo que siguió, el regreso de Atilio resultó más visible y sonoro de lo que él hubiera querido. Deslizándose en su silla, luego de dibujar una gigantesca sombra en la pared y el techo, informó en voz baja a la Nelly que su compañero de número no aparecía por ninguna parte. Doña Rosita le devolvió su careta, reclamando silencio entre implorante y enojada, pero el Pelusa estaba desconcertado y siguió quejándose y haciendo crujir la silla. Aunque no le. llegaban las palabras, Raúl sospechó lo que pasaba. Cediendo a un viejo automatismo, miró en dirección de Paula que se había quitado ta máscara y observaba estadísticamente la concurrencia. Cuando ella miró en su dirección, alzando las cejas con aire interrogativo, Raúl le contestó con un encogimiento de hombros. Paula sonrió antes de volver a ponerse la máscara y reanudar la charla con López, y a Raúl esa sonrisa le pareció algo así como un pasaporte, un sello estampándose sobre un papel, el tiro al aire que desata la carrera. Pero lo mismo hubiera salido del bar aunque Paula no lo hubiese mirado.
– Cómo hablan, Dios mío, cómo hablan -dijo Paula-. ¿Vos realmente crees que en el comienzo era el verbo, Jamaica John?
– Te quiero -dijo Jamaica John para quien decir eso era una réplica concluyente-. Es maravilloso todo lo que te quiero, y que te lo esté diciendo aquí sin que nadie oiga, de careta a careta, de pirata a vahiné.
– Yo seré una vahiné -dijo Paula, mirando su careta y volviendo a ponérsela-, pero vos tenes un aire entre Rocambole y diputado sanjuanino que te queda muy mal. Tendrías que haber elegido la careta de Presutti, aunque lo mejor es que no te pongas ninguna y sigas siendo Jamaica John.
Ahora el doctor Restelli elogiaba las notables cualidades musicales de la señorita Trejo, quien seguidamente iba a deleitarlos con su versión de un trozo de Clementi y otro de Czerny, compositores célebres. López miró a Paula, que tuvo que morderse un dedo. «Compositores célebres -pensó-. Esta velada va a ser un monumento.» Había visto salir a Raúl, y López también lo había visto y la había mirado con un aire entre zumbón e interrogativo que ella había fingido ignorar. «Buena suerte, Raulito -pensó-. Ojalá te aplaste la nariz, Raulito. Ah, seré la misma hasta el fin, no me podré arrancar el Lavalle cosido en la sangre, en el fondo no le perdonaré jamás que sea mi mejor amigo. El intachable amigo de una Lavalle. Eso, el intachable amigo. Y ahí va, deslizándose por un pasillo vacío, temblando, uno más en la legión de los que tiemblan deliciosamente, derrotados de antemano… No se lo perdonaré jamás y él lo sabe, y el día en que encuentre alguno que lo siga (pero no lo va a encontrar, Paulita vela para que no lo encuentre, y en este caso no vale la pena molestarse), ese día mismo me plantará para siempre, adiós los conciertos, los sandwiches de paté a las cuatro de la mañana, las vagancias por San Telmo o la costanera, adiós Raúl, adiós pobrecito Raúl, que tengas suerte, que por lo menos esta vez te vaya bien.»
Del piano salían sonidos diversos. López puso un pañuelo blanco en la mano de Paula. Pensó que lloraba de risa, pero no estaba seguro. La vio acercar rápidamente el pañuelo a la cara, y le acarició el hombro, apenas, un roce más que una caricia. Paula le sonrió, sin devolverle el pañuelo, y cuando estallaron los aplausos lo abrió en todo su tamaño y se sonó enérgicamente.
– Cochina -dijo López-. No te lo presté para eso.
– No importa -dijo Paula-. Es tan ordinario que me va a paspar la nariz.
– Yo toco mejor que ésa -dijo Jorge-. Que lo diga Persio.
– No entiendo nada de música -dijo Persio-. Salvo los pasodobles todo me es igual.
– Decí vos, mamá, si no toco mejor que esa chica. Y con todos los dedos, no dejando la mitad en el aire.
Claudia suspiró, reponiéndose de la masacre. Pasó la mano por la frente de Jorge.
– ¿De veras te sentís bien?
– Y claro -dijo Jorge, que esperaba el momento de su número-. Persio, mira la que se viene.
A una señal entre amable e imperiosa de don Galo, la Nelly avanzó hasta quedar arrinconada entre la cola del piano y la pared del fondo. Como no había contado con el reflector en plena cara («Está emocionada, pobrecita», decía doña Pepa para que todos oyeran), parpadeaba violentamente y terminó por levantar un brazo y taparse los ojos. El maître corrió obsequioso y alejó el reflector un par de metros. Todos aplaudían para alentar a la artista.
– Voy a declamar «Reír llorando», de Juan de Dios Peza -anunció la Nelly, poniendo las manos como si estuviera por hacer sonar unas castañuelas-. Viendo a Garrick, ator de la Inglaterra, la gente al aplaudirlo le decía…
– Yo también lo sé ese verso -dijo Jorge-. ¿Te acordás que lo recité en el café la otra noche? Ahora viene la parte del médico.
– Victimas del esplín los altos lores, en sus noches más negras y pardas -declamaba la Nelly -, iban a ver al rey de los atores, y cambiaban su esplín por carcajadas.
– La Nelly nació artista -confiaba doña Pepa a doña Rosita- Desde chiquita, créamelo, ya declamaba el zapatito me apreta y la media me da calor.
– El Atilio no -dijo doña Rosita, suspirando-. Lo único que le gustaba era aplastar cucarachas en la cocina y dale a la pelota en el patio. Si me habrá roto malvones, con los chicos es una lucha si se quiere tener la casa hecha un chiche. Apoyados en el mostrador, atentos a cualquier deseo del público o los artistas, el maître y el barman asistían al espectáculo. El barman estiró la mano hasta la manecilla de la calefacción y la pasó de 2 a 4. El maître lo miró, los dos sonríe ron; no entendían gran cosa de lo que declamaba la artista. El barman sacó dos botellas de cerveza y dos vasos. Sin hacer el menor ruido abrió las botellas, llenó los vasos. Medrano, semidormi do en el fondo del bar, les tuvo envidia, pero era complicado abrirse paso entre las sillas. Se dio cuenta de que se le había apagado el pucho en la boca, lo desprendió con cuidado de los labios. Estaba casi contento de no haberse sentado junto a Claudia, de poder mirarla desde la sombra, exactamente. «Qué hermosa es», pensó. Sentía una tibieza, una leve ansiedad como al borde de un umbral que por alguna razón no se va a franquear, y la ansiedad y la tibieza nacían de no poder franquearlo y que estuviera bien así. «Nunca sabrá el bien que me ha hecho», se dijo. Lastimado, confuso, con todos sus papeles en desorden, roto el peine y sin botones las camisas, sacudido por un viento que le arrancaba pedazos de tiempo, de cara, de vida muerta, se asomaba otra vez, más profundamente, a la puerta entornada e infranqueable a partir de donde, quizá, algo sería posible con más derecho, algo nacería de él y sería su obra y su razón de ser, cuando dejara a la espalda tanto que había creído aceptable y hasta necesario. Pero aún estaba lejos.
A mitad del pasillo se dio cuenta de que tenía la pipa en la mano, y volvió a enfurecerse. Después pensó que si llevaba también el tabaco podría convidar a Bob y demostrarle que sabía lo que era fumar. Se metió la lata en el bolsillo y volvió a salir, seguro de que a esa hora no había nadie en ios pasillos. Tampoco en el pasadizo central, tampoco en el largo pasaje donde la lamparilla violeta parecía más débil que nunca. Si esta vez tenía suerte y Bob lo dejaba pasar a la popa… La esperanza de vengarse lo hacía correr, lo ayudaba a luchar contra el miedo. «Pero fíjense, justamente el más jovencito resultó el más valiente, él solo ha descubierto la manera de llegar…» La Beba, por ejemplo, y hasta el viejo, pobre, la cara de rata ahogada en orina que pondría cuando todos lo alabaran. Pero eso no era nada al lado de Raúl. «Cómo, Raúl, ¿usted no sabía? Pero sí, Felipe se animó a meterse en la boca del lobo…» Los tabiques del pasadizo eran más estrechos que la vez anterior; se detuvo a unos dos metros de las puertas, miró hacia atrás. La verdad, el pasadizo parecía más estrecho, lo ahogaba. Abrir la puerta de la derecha fue casi un alivio. La luz de las bombillas colgando desnudas lo dejó medio ciego. No había nadie en la cámara, revuelta como siempre, llena de pedazos de correas, lonas, herramientas sobre el banco de trabajo. Tal vez por eso la puerta del fondo se recortaba mejor, como esperándolo. Felipe volvió a cerrar despacio, y avanzó en puntas de pie. A la altura del banco de trabajo se quedó inmóvil. «Hace un calor bárbaro aquí abajo», pensó. Oía con fuerza las máquinas, los ruidos venían de todas partes a la vez, se agregaban al calor y a la luz enceguecedora. Franqueó los dos metros que lo separaban de la puerta y probó despacio el picaporte. Alguien venía por el pasillo. Felipe se pegó a la pared para quedar cubierto por la puerta en caso de que la abrieran. «No era un ruido de pasos», pensó, angustiado. Un ruido, solamente. También ahora era un alivio entreabrir la puerta y mirar. Pero antes, como había leído en una novela policial, se agachó para que su cabeza no quedara a la altura de un balazo. Adivinó un pasillo angosto y oscuro; cuando sus ojos se habituaron, empezó a distinguir a unos seis metros los peldaños de una escalera. Sólo entonces se acordó de las palabras de Bob. Es decir que… Si volvía en seguida al bar y buscaba a López o a Medrano, a lo mejor entre dos podrían llegar sin peligro. ¿Pero qué peligro? Bob lo había amenazado nada más que para asustarlo. ¿Qué peligro podía haber en la popa? El tifus ni contaba, aparte de que él no se contagiaba nunca las enfermedades, ni las paperas siquiera.
Cerró despacio la puerta a su espalda y avanzó. Respiraba con dificultad en el aire espeso que olía a alquitrán y a cosas rancias. Vio una puerta a la izquierda y se adelantó hacia la escalerilla. Su propia sombra surgió delante de él, dibujándolo por un instante en el suelo, inmóvil y con un brazo alzado sobre la cabeza en un gesto de defensa. Cuando atinó a girar, Bob lo miraba desde la puerta abierta de par en par. Una luz verdosa salía de la cabina.
– Hasdala, chico.
– Hola -dijo Felipe, retrocediendo un poco. Sacó la pipa dei bolsillo y la tendió hacia la zona iluminada. No encontraba las palabras, la pipa temblaba entre sus dedos-. Ve, me acordé que usted… íbamos a charlar de nuevo, y entonces…
– Sa -dijo Bob-. Entra, chico, entra.
Cuando le llegó el turno, Medrano tiró el cigarrillo y fue a sentarse al piano con aire un tanto soñoliento. Acompañándose bastante bien se puso a cantar bagualas y zambas, imitando desvergonzadamente el estilo de Atahualpa Yupanqui. Lo aplaudieron largo rato y lo obligaron a cantar otras tonadas. Persio, que lo siguió, fue recibido con el respeto desconfiado que suscitan los clarividentes. Presentado por el doctor Restelli como un investigador de arcanos remotos, se puso a leer las líneas de la mano de los voluntarios, diciéndoles el repertorio corriente de banalidades entre las que, de cuando en cuando, deslizaba alguna frase sólo comprendida por el interesado y que bastaba para dejarlo estupefacto. Aburriéndose visiblemente, Persio terminó su ronda quiromántica y se acercó al mostrador para cambiar el porvenir por un refresco. El doctor Restelli recopilaba su vocabulario más escogido para presentar al benjamín de la tertulia, al promisor cuanto inteligente Jorge Lewbaum, en quien los pocos años no eran óbice para los muchos méritos. Este niño, notable exponente de la infancia argentina, haría las delicias de la velada gracias a su personalísima interpretación de algunos monólogos de los cuales era autor, y el primero de los cuales se titulaba «Narración del octopato».
– Yo lo escribí pero Persio me ayudó -dijo lealmente Jorge avanzando entre cerrados aplausos. Saludó muy tieso, coincidiendo por un instante con la descripción del doctor Restelli.
– Narración del octopato, por Persio y Jorge Lewbaum -dijo, y tendió una mano para apoyarse en la cola del piano. Dando un salto, el Pelusa llegó a tiempo para tomarlo del brazo antes de que se golpeara de boca contra el suelo.
Vaso de agua, aire, recomendaciones, tres sillas para tender al desmayado, botones que repentinamente se enconan y no ceden. Medrano miró a Claudia, inclinada sobre su hijo, y se acercó al mostrador.
– Telefonee al médico ahora mismo.
El maître se afanaba humedeciendo una servilleta. Medrano Jo enderezó, agarrándolo del brazo.
– Dije: ahora mismo.
El maître entregó la toalla al barman y fue hasta el teléfono situado en la pared. Marcó un número de dos cifras. Dijo algunas palabras, las repitió en voz más alta. Medrano esperaba sin quitarle los ojos de encima. El maître colgó y le hizo un gesto de asentimiento.
– Va a venir inmediatamente, señor. Pienso que… tal vez convendría llevar al niño a su cama.
Medrano se preguntó por dónde iba a venir el médico, por dónde venía el oficial de pelo gris. A su espalda el estrépito de las señoras sobrepasaba su paciencia. Se abrió camino hasta Claudia, que tenía entre las suyas la mano de Jorge.
– Ah, parece que vamos mejor -dijo, arrodillándose a su lado.
Jorge le sonrió. Tenía un aire avergonzado y miraba las caras flotando sobre él como si fueran nubes. Sólo miraba de veras a Claudia y a Persio, quizá también a Medrano que, sin ceremonias, le pasó los brazos por el cuello y las piernas y lo levantó. Las señoras abrieron paso y el Pelusa hizo ademán de ayudar, pero Medrano salía ya llevándose a Jorge. Claudia lo siguió; la careta de Jorge le colgaba de la mano. Los demás se consultaban con la mirada, indecisos. No era grave, claro, un vahído provocado por el calor de la sala, pero de todos modos ya no les quedaba mucho ánimo para seguir la fiesta.
– Pues deberíamos seguirla -afirmaba don Galo, moviéndose de un lado a otro con bruscos timonazos de la silla-. Nada se gana con deprimirse por un incidente sin importancia.
– Ya verán ustedes que el niño se repone en diez minutos -decía el doctor Restelli-. No hay que dejarse impresionar por los signos exteriores de un simple desvanecimiento.
– Ma qué, ma qué -se condolía lúgubremente el Pelusa-. Primero se pianta el pibe justo cuando tenemos que hacer las pruebas, y ahora se me descompone el otro purrete. Este barco es propiamente la escomúnica.
– Por lo menos sentémonos y bebamos alguna cosa -propuso el señor Trejo-. No se debe pensar todo el tiempo en enfermedades, máxime cuando a bordo… Quiero decir que nada se gana sumándose a ios rumores alarmistas. También mi hijo estaba hoy con dolor de cabeza, y ya ven que ni mi esposa ni yo nos preocupamos. Bien claro nos han dicho que se han tomado a bordo todas las precauciones necesarias.
Aleccionada por la Beba, la señora de Trejo señaló en ese instante que Felipe no estaba en la cabina. El Pelusa se golpeó la cabeza y dijo que eso ya lo sabía él, y que dónde podía andar metido el pibe.
– En la cubierta, seguro -dijo el señor Trejo-. Un capricho de muchacho.
– Ma qué capricho -dijo el Pelusa-. ¿No ve que ya estábamos fenómeno para las pruebas?
Paula suspiró, observando de reojo a López que había asistido al desmayó de Jorge con una expresión donde la rabia empezaba a ganar terreno.
– Bien podría ser -dijo López- que encuentres cerrada la puerta de tu cabina.
– No sabría si alegrarme o voltearla a patadas -dijo Paula-. Al fin y al cabo es mi cabina.
– ¿Y si está cerrada, qué vas a hacer?
– No sé -dijo Paula-. Me pasaré la noche en la cubierta. Qué importa.
– Vení, vamos -dijo López.
– No, todavía me voy a quedar un rato.
– Por favor.
– No. Probablemente la puerta está abierta y Raúl duerme como una vaca. No sabés lo que le revientan los actos culturales y de sano esparcimiento.
– Raúl, Raúl -dijo López-. Te estás muriendo por ir a desnudarte a dos metros de él.
– Hay más de tres metros, Jamaica John.
– Vení -dijo él una vez más, pero Paula lo miró de lleno, negándose, pensando que Raúl merecía que ella se negara ahora y que esperara hasta saber si también él sacaba del mazo la carta de triunfo. Era perfectamente inútil, era cruel para Jamaica John y para ella: era lo que menos deseaba en el mundo y a esa hora. Lo hacía por eso, para pagar una deuda vaga y oscura que no constaba en ningún asiento; como una remisión, una esperanza de volver atrás y encontrarse en los orígenes, cuando no era todavía esa mujer que ahora se negaba envuelta en una ola de deseo y de ternura. Lo hacía por Raúl pero también por Jamaica John, para poder darle un día algo que no fuera una derrota anticipada. Pensó que con gestos tan increíblemente estúpidos se abrían quizá las puertas que toda la malignidad de la inteligencia no era capaz de franquear. Y lo peor era que iba a tener que pedirle de nuevo el pañuelo y que él se lo iba a negar, furioso y resentido, antes de irse a dormir solo, amargo de tabaco sin ganas.
– Menos mal que te reconocí. Un poco más y te parto la cabeza. Ahora me acuerdo que te había prevenido, eh.
Felipe se revolvió incómodo en el banquillo donde había terminado por sentarse.
– Ya le dije que vine a buscarlo a usted. No estaba en la otra pieza, vi la puerta abierta y quise saber si…
– Oh, no tiene nada de malo, chico. Here's to you.
– Prosit -dijo Felipe, tragando el ron como un hombre-. Está bastante bien su camarote. Yo creía que los marineros dormían todos juntos.
– A veces viene Orf, cuando se cansa de los dos chinos que tiene en su camarote. Oye, no está mal tu tabaco, eh. Un poco flojo, todavía, pero mucho mejor que esa porquería que fumabas ayer. Vamos a cargar otra pipa, qué te parece.
– Vamos -dijo Felipe, sin mayores ganas. Miraba la cabina de paredes sucias, con fotografías de hombres y mujeres sujetas con alfileres, un almanaque donde tres pajaritos llevaban por el aire una hebra dorada, los dos colchones tirados en el suelo en un rincón, uno sobre otro, la mesa de hierro, con manos sucesivas de pintura que había terminado por aglutinarse en algunas partes de las patas, dando la impresión de que todavía estaba fresca y chorreante. Un armario abierto de par en par dejaba ver un reloj colgado de un clavo, camisetas deshilachadas, un látigo corto, botellas llenas y vacías, vasos sucios, un alfiletero violeta. Cargó otra vez la pipa con mano insegura; el ron era endiabladamente fuerte, y ya Bob le había llenado otra vez el vaso. Trataba de no mirar las manos de Bob, que le hacían pensar en arañas peludas; en cambio le gustaba la serpiente azul del antebrazo. Le preguntó si los tatuajes eran dolorosos. No, en absoluto, pero había que tener paciencia. También dependía de la parte del cuerpo que se tatuara. Conocía a un marinero de Bremen que había tenido la valentía de… Felipe escuchaba, asombrado, preguntándose al mismo tiempo si en la cabina habría alguna ventilación, porque el humo y el olor del ron cargaban cada vez más el aire, ya empezaba a ver a Bob como si hubiera una cortina de gasa entre ambos. Bob le explicaba, mirándolo afectuosamente, que el mejor sistema de tatuaje era el de los japoneses. La mujer que tenía en el hombro derecho se la había tatuado Kiro, un amigo suyo que también se ocupaba de traficar opio. Despojándose de la camiseta con un gesto lento y casi elegante, dejó que Felipe viera la mujer sobre el hombro derecho, las dos flechas y la guitarra, el águila que abría unas alas enormes y le cubría casi por completo el tórax. Para el águila había tenido que dejarse emborrachar, porque la piel era muy delicada en algunas partes del pecho, y le dolían los pinchazos. ¿Felipe tenía la piel sensible? Sí, en fin, un poco, como todo el mundo. No, no como todo el mundo, porque eso variaba según las razas y los oficios. Realmente ese tabaco inglés estaba muy bueno, era cosa de seguir fumando y bebiendo. No importaba que no tuviera muchas ganas, siempre ocurría lo mismo a mitad de una sesión, bastaba insistir un poco para encontrar nuevamente el gusto. Y el ron era suave, un ron blanco muy suave y perfumado. Otro vasito y le iba a mostrar un álbum con fotos de viaje. A bordo el que sacaba casi siempre las fotos era Orf, pero también tenía muchas que le habían regalado las mujeres de los puertos de escala, a las mujeres les gustaba regalar fotos, algunas bastante… Pero primero iban a brindar por su amistad. Sa. Un buen ron, muy suave y perfumado, que iba perfectamente con el tabaco inglés. Hacía calor, claro, estaban muy cerca del cuarto de máquinas. No tenía más que imitarlo y quitarse la camisa, la cuestión era ponerse cómodo y seguir charlando como viejos amigos. No, para qué hablaba de abrir la puerta, de todos modos el humo no saldría de la cabina, y en cambio si alguien lo encontraba en esa parte del barco… Se estaba muy bien así, sin nada que hacer, charlando y bebiendo. Por qué tenía que preocuparse, todavía era muy temprano, a menos que su mamá lo anduviera buscando… Pero na tenía que enojarse, era una broma, ya sabía muy bien que hacía lo que le daba la gana a bordo, como tenía que ser. ¿El humo? Sí, quizá había un poco de humo, pero cuando se estaba fumando un tabaco tan extraordinario valía la pena respirarlo más y más. Y otro vasito de ron para mezclar los sabores que iban tan bien juntos. Pero sí, hacía un poco de calor, ya le había dicho antes que se quitara la camisa. Así, chico, sin enojarse. Sin correr a la puerta, así, bien quieto, porque sin querer uno podía lastimarse, verdad, y con una piel realmente tan suave, quién hubiera dicho que un chico tan bueno no comprendiera que era mejor quedarse quieto y no luchar por zafarse, por correr hacia la puerta cuando se podía estar tan bien en la cabina, ahí en ese rincón donde se estaba tan mullido, sobre todo si uno no hacía fuerza para soltarse, para evitar que las manos encontraran los botones y los fueran soltando uno a uno, interminablemente.
– No será nada -dijo Medrano-. No será nada, Claudia.
Claudia arropaba a Jorge que de golpe se había arrebolado y temblaba de fiebre. La señora de Trejo acababa de salir de la cabina, luego de asegurar que esas descomposturas de los niños no eran nada y que Jorge estaría lo más bien por la mañana. Casi sin contestarle, Claudia había agitado un termómetro mientras Medrano cerraba el ojo de buey y arreglaba las luces para que no dieran en la cara de Jorge. Por el pasillo andaba Persio con la cara muy larga, sin animarse a entrar. El médico llegó a los cinco minutos y Medrano hizo ademán de salir de la cabina, pero Claudia lo retuvo con una mirada. El médico era un hombre gordo, de aire entre aburrido y fatigado. Chapurreaba el francés, y examinó a Jorge sin levantar la vista de su cuerpo, reclamando de pronto una cuchara, tomando el pulso y flexionando las piernas como si al mismo tiempo estuviera muy lejos de ahí. Tapó a Jorge, que rezongaba entre dientes, y preguntó a Medrano si pra el padre del chico. Cuando vio su gesto negativo se volvió sorprendido a Claudia, como si en realidad la viera por primera vez.
– Eh bien, madame, il faudra attendre -dijo, encogiéndose de hombros-. Pour l'instant je ne peux pas me prononcer. C'est bizarre, quand même…
– ¿El tifus? -preguntó Claudia.
– Mais non, allons, c'est pas du tout ca!
– De todos modos hay tifus a bordo, ¿no es así? -preguntó Medrano-. Vous avez eu des cas chez vous, n'est-ce pas?
– C'est a dire… -empezó el médico. No existía una absoluta seguridad de que se tratara de tifus 224, a lo sumo un brote benigno que no inspiraba mayores inquietudes. Si la señora le permitía iba a retirarse, y le enviaría por el maître los medicamentos para el niño. En su opinión, parecía tratarse de una congestión pulmonar. Si la temperatura pasaba de treinta y nueve cinco deberían avisar al maître, que a su vez…
Medrano sentía que las uñas se le clavaban en las palmas de las manos. Cuando el médico salió, después de tranquilizar una vez más a Claudia, estuvo a punto de irse detrás y atraparlo en el pasillo, pero Claudia pareció darse cuenta y le hizo un gesto. Medrano se detuvo en la puerta, indeciso y furioso.
– Quédese, Gabriel, acompáñeme un rato. Por favor.
– Sí, claro -dijo Medrano confuso. Comprendía que no era el momento de forzar la situación, pero le costaba alejarse de la puerta, admitir una vez más la denota y acaso la burla. Claudia esperaba sentada al borde de la cama de Jorge, que se agitaba delirando y quería destaparse. Golpearon discretamente; el maître traía dos cajas y un tubo. En su cabina tenía una bolsa para hielo, el médico había dicho que en caso necesario podían usarla. El se quedaría una hora más en el bar y estaba a sus órdenes por cualquier cosa. Les mandaría café bien caliente con el mozo, si querían.
Medrano ayudó a Claudia a dar los primeros remedios a Jorge, que se resistía débilmente, sin reconocerlos. Golpearon a la puerta; era López, mohíno y preocupado, que venía por noticias. Medrano le contó en voz baja el dialogo con el médico.
– Pucha, si hubiera sabido lo agarro en el pasillo -dijo López-. Acabo de bajar del bar y no me enteré de nada hasta que Presutti me dijo que el médico había andado por aquí.
– Volverá, si es necesario -dijo Medrano-. Y entonces, si le parece…
– Seguro -dijo López-. Avíseme antes, si puede, de todos modos yo andaré por ahí, no voy a poder dormir esta noche. Si el tipo piensa que Jorge tiene algo serio, entonces no hay que esperar ni un minuto más -bajó la voz para que Claudia no oyera-. Dudo que el médico sea más decente que el resto de la pandilla. Capaces de dejar que el chico se agrave con tal de que no se sepa en tierra. Vea, che, lo mejor va a ser llamarlo aunque no haga falta, digamos dentro de una hora. Nosotros lo esperamos afuera, y esta vez no nos para nadie hasta la popa.
– De acuerdo, pero pensemos un poco en Jorge -dijo Medrano-. No sea que por ayudarlo le hagamos un ma) Si fallamos el golpe y el médico se queda del otro lado, la cosa puede ponerse fea.
– Hemos perdido dos días -dijo López-. Es lo que se gana con la cortesía y con hacerles caso a los viejos pacíficos. ¿Pero usted cree que el chico…?
– No, pero es más un deseo que otra cosa. Los dentistas no sabemos nada de tifus, querido. Me preocupa la violencia de la crisis, la fiebre. Puede no ser nada, demasiado chocolate, un poco de insolación. Puede ser la congestión pulmonar de que habló el médico. En fin, vamonos a fumar un pitillo. De paso hablaremos con Presutti y Costa, si andan por ahí.
Se acercó a Claudia y le sonrió. López también le sonreía. Claudia sintió su amistad y les agradeció, mirándolos simplemente.
– Volveré dentro de un rato -dijo Medrano-. Recuéstese, Claudia, trate de descansar.
Todo sonaba un poco como ya dicho, inútil y tranquilizador. Las sonrisas, los pasos en puntillas, la promesa de volver, la confianza de saber que los amigos estaban ahí al lado. Miró a Jorge, que dormía más tranquilo. La cabina parecía haber crecido bruscamente, quedaba un vago perfume de cigarrillo negro, como si Gabriel no se hubiera ido del todo. Claudia apoyó la cara en una mano y cerró los ojos; una vez más velaría junto a Jorge. Persio andaría cerca como un gato sigiloso, la noche se movería interminablemente hasta que llegara el alba. Un barco, la calle Juan Bautista Alberdi, el mundo; Jorge estaba ahí, enfermo, entre millones de Jorges enfermos en todos los puntos de la tierra, pero el mundo era ahora sólo un niño enfermo. Si León hubiera estado con ellos, eficaz y seguro, descubriendo el mal en su brote, frenándolo sin perder un minuto. El pobre Gabriel, inclinándose sobre Jorge con la cara de los que no comprenden nada; pero la ayudaba saber que Gabriel estaba ahí, fumando en el pasillo, esperando con ella. La puerta se entreabrió. Agachándose, Paula se quitó los zapatos y esperó. Claudia le hizo seña de que se acercara, pero ella avanzó apenas hasta un sillón.
– No oye nada -dijo Claudia-. Venga, siéntese aquí.
– Me iré en seguida, aquí ha venido ya demasiada gente a fastidiarla. Todo el mundo quiere mucho a su cachorrito.
– Mi cachorrito con treinta y nueve de fiebre.
– Medrano me dijo lo del médico, están ahí afuera montando guardia. ¿Me puedo quedar con usted? ¿Por qué no se acuesta un rato? Yo no tengo sueño, y si Jorge se despierta le prometo llamarla en seguida.
– Quédese, claro, pero yo tampoco tengo sueño. Podemos charlar.
– ¿De las cosas sensacionales que ocurren a bordo? Le traigo el último boletín.
«Perra, maldita perra -pensó mientras hablaba-, revoleándote en lo que vas a decir, saboreando lo que ella te va a preguntar…» Claudia le miraba las manos y Paula las escondió de golpe, se echó a reír en voz baja, dejó otra vez las manos en los brazos del sillón. Si hubiera tenido una madre como Claudia, pero claro, la hubiera odiado como a la suya. Demasiado tarde para pensar en una madre, ni siquiera en una amiga.
– Cuénteme -dijo Claudia-. Nos ayudará a pasar el rato.
– Oh, nada serio. Los Trejo, que están al borde de la histeria porque les ha desaparecido el chico. Lo disimulan, pero…
– No estaba en el bar, ahora me recuerdo. Creo que Presutti lo anduvo buscando.
– Primero Presutti y después Raúl.
Perra.
– Pues no andará muy lejos -dijo Claudia, indiferente-. Los muchachos tienen caprichos, a veces… Tal vez le dio por pasar la noche en la cubierta.
– Tal vez -dijo Paula-. Menos mal que vo no soy tan histérica como ellos, y puedo advertir que también Raúl se ha borrado del mapa.
Claudia la miró. Paula había esperado su mirada y la recibió con una cara lisa, inexpresiva. Alguien iba y venía por el pasillo, en el silencio los pasos ahogados por el linóleo se marcaban uno tras otro, más cerca, más lejos. Medrano, o Persio, o López, o el afligido Presutti, preocupado de veras por Jorge.
Claudia bajó los ojos, bruscamente fatigada. La alegría que le había dado ver a Paula se perdía de golpe, reemplazada por un deseo de no saber más, de no aceptar esa nueva contaminación todavía informulada, suspendida de una pregunta o un silencio capaz de explicarlo todo. Paula había cerrado los ojos y parecía indiferente a lo que pudiera seguir, pero movía de pronto los dedos, tamborileando sin ruido en los brazos del sillón.
– Por favor, no pueden ser celos -dijo como para ella-. Les tengo tanta lástima.
– Vayase, Paula.
– Oh, claro. En seguida -dijo Paula, levantándose bruscamente-. Perdóneme. Vine para otra cosa, quería acompañarla. De puro egoísta, porque usted me hace bien. En cambio…
– En cambio nada -dijo Claudia-. Siempre podremos hablar otro día. Vayase a dormir, ahora. No se olvide de los zapatos.
Obedeció, salió sin volverse una sola vez.
Pensó que era curioso cómo una cierta idea del método puede inducir a obrar de determinada manera, aun sabiendo perfectamente que se pierde el tiempo. No encontraría a Felipe en la cubierta, pero lo mismo la recorrió lentamente, primero por babor y luego por estribor, parándose en la parte entoldada para habituar los ojos a la oscuridad, explorando la zona vaga y confusa de los ventiladores, los rollos de cuerda y los cabrestantes. Cuando volvió a subir, oyendo al pasar los aplausos que venían del bar, estaba decidido a golpear en la puerta de la cabina número cinco. Una negligencia casi. desdeñosa, como de quien tiene todo el tiempo por delante, se mezclaba con una inconfesada ansiedad por lograr y por demorar a la vez el encuentro. Se rehusaba a creer (pero lo sentía, y era más hondo, como siempre) que la ausencia de Felipe fuera un signo de perdón o de guerra. Estaba seguro de que no iba a encontrarlo en la cabina, pero llamó dos veces y acabó por abrir la puerta. Las luces encendidas, nadie adentro. La puerta del baño estaba abierta de par en par. Volvió a salir rápidamente, porque tenía miedo de que la hermana o el padre vinieran en su busca y lo aterraba la idea del escándalo barato, el por-qué-está-usted-en-una-cabina-que-no-es-la-suya, todo el repertorio insoportable. De golpe era el despecho (ya ahí, debajo de todo, mientras andaba displicente por la cubierta, retardando el zarpazo), porque otra vez Felipe lo había burlado yéndose por su cuenta a explorar el barco, reivindicando sus derechos ofendidos. No había ningún signo, no había ninguna tregua. La guerra declarada, quizá el desprecio. «Esta vez le voy a pegar -pensó Raúl-. Que se vaya todo al diablo, pero por lo menos le quedará un recuerdo debajo de la piel.» Franqueó casi corriendo la distancia que lo separaba de la escalerilla del pasadizo central, se tiró abajo de a dos peldaños. Y sin embargo era tan chico, tan tonto; quién sabe si al final de todos esos desplantes no esperaría la reconciliación avergonzada, quizá con condiciones, con límites precisos, amigos sí, pero nada más, usted se confunde… Porque era estúpido decirse que todo estaba perdido, en el fondo Paula tenía razón. No se podía llegar a ellos con la verdad en la boca y en las manos, había que sesgar, corromper (pero la palabra no tenía el sentido que le daba el uso); tal vez así, un día, mucho antes del término del viaje, tal vez así… Paula tenía razón, lo había sabido desde el primer momento y sin embargo había equivocado la táctica. Cómo no aprovechar de esa fatalidad que había en Felipe, enemigo de sí mismo, pronto a ceder creyendo que resistía. Todo él era deseo y pregunta, bastaba lavarlo blandamente de la educación doméstica, de los slogans de la barra, de la convicción de que unas cosas estaban bien y otras mal, dejarlo correr y tirarle suavemente de la brida, darle la razón y deslizarle a la vez la duda, abrirle una nueva visión de las cosas, más flexible y ardiente. Destruir y construir en él, materia plástica maravillosa, tomarse el tiempo, sufrir la delicia del tiempo, de la espera, y cosechar en su día, exactamente a la hora señalada y decidida.
No había nadie en la cámara. Raúl miró la puerta del fondo y vaciló. No podía ser que hubiera tenido la audacia… Pero sí, podía ser. Tanteó la puerta, entró en el pasillo. Vio la escalera. «Ha llegado a la popa -pensó deslumbrado-. Ha llegado antes que nadie a la popa.» Le latía el corazón como un murciélago suelto. Olió el tabaco, lo reconoció. Por las junturas de la puerta de la izquierda filtraba una luz sorda. La abrió lentamente, miró. El murciélago se deshizo en mil pedazos, en un estallido que estuvo a punto de cegarlo. Los ronquidos de Bob empezaron a marcar el silencio. Tumbado entre Felipe y la pared, el águila azul alzaba y bajaba estertorosamente las alas a cada ronquido. Una pierna velluda, cruzada sobre las de Felipe, lo mantenía preso en un lazo ridículo. Se olía a vómito, a tabaco y a sudor. Los ojos de Felipe, desmesuradamente abiertos, miraban sin ver a Raúl parado en la puerta. Bob roncaba cada vez más fuerte, hizo un movimiento como si fuera a despertarse. Raúl dio dos pasos y se apoyó con una mano en la mesa. Sólo entonces Felipe lo reconoció. Se llevó las manos al vientre, estúpidamente, y trató de zafarse poco a poco del peso de la pierna que acabó resbalando mientras Bob se agitaba balbuceando algo y todo su cuerpo grasiento se sacudía como en una pesadilla. Sentándose en el borde de los colchones, Felipe estiró la mano buscando la ropa, tanteando en un suelo regado por su vómito. Raúl dio la vuelta a la mesa y con el pie empujó la ropa desparramada. Sintió que también él iba a vomitar y retrocedió hasta el pasillo. Apoyado en la pared, esperó. La escalerilla que llevaba a la popa no estaba a más de tres metros, pero no la miró ni una sola vez. Esperaba. Ni siquiera era capaz de llorar.
Dejó que Felipe pasara primero y lo siguió. Recorrieron la primera cámara y el pasadizo violeta. Cuando llegaban a la escalerilla, Felipe se tomó del pasamanos, giró en redondo y se dejó caer poco a poco en un peldaño.
– Déjame pasar -dijo Raúl, inmóvil frente a él.
Felipe se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. Parecía mucho más pequeño, un niño crecido que se ha lastimado y no puede disimularlo. Raúl se tomó del pasamanos, y con una flexión trepó a los peldaños superiores. Pensaba vagamente en el águila azul, como si fuera necesario pensar en el águila azul para resistir todavía la náusea, llegar a su cabina sin vomitar en los pasillos. El águila azul, un símbolo. Exactamente el águila, un símbolo. No se acordaba para nada de la escalera de popa. El águila azul, pero claro, la pura mitología deliciosamente concentrada en un digest digno de los tiempos, águila y Zeus, pero claro, clarísimo, un símbolo, el águila azul.
Una vez más, quizá la última, pero quién podría decirlo; nada es claro aquí, Persio presiente que la hora de la conjunción ha cerrado la justa casa, vestido los muñecos con las justas ropas. Desatados tos oíos, respirando penosamente, solo en su cabina o en el puente, ve contra la noche dibujarse los muñecos, ajustarse las pelucas, continuar la velada interrumpida. Cumplimiento, alcance: las palabras más oscuras caen como gotas de sus ojos, tiemblan un momento al borde de sus labios. Piensa: "Jorge", y es una lágrima verde, enorme, que resbala milímetro a milímetro enganchándose en los pelos de la barba, y por fin se transmuta en una sal amarga que no se podría escupir en toda la eternidad. Ya no le importa prever la popa, lo que más allá se abre a otra noche, a otras caras, a una voluntad de puertas Stone. En un momento de tibia vanidad se creyó omnímodo, vidente, llamado a las revelaciones, y lo ganó la oscura certidumbre de que existía un punto central desde donde cada elemento discordante podía llegar a ser visto como un rayo de la rueda.
Extrañamente la gran guitarra ha callado en la altura, el Malcolm se mueve sobre un mar de goma, bajo un aire de tiza. Y como ya nada prevé de la popa, y su voluntad maniatada por el jadear de Jorge, por la desolación que arrasa la cara de su madre, cede a un presente casi ciego que apenas vale por unos metros de puente y de borda contra un mar sin estrellas, quizá entonces y por eso Persio se ahinca en la conciencia de que la popa es verdaderamente (aunque no le parezca a nadie así) su amarga visión, su crispado avance inmóvil, su tarea más necesaria y miserable. Las jaulas de los monos, los leones rondando los puentes, la pampa tirada boca arriba, el crecer vertiginoso de los cohihues, irrumpe y cuaja ahora en los muñecos que ya han ajustado sus caretas y sus pelucas, las figuras de la danza que repiten en un barco cualquiera las líneas y los círculos del hombre de la guitarra de Picasso (que fue de Apollinaire), y también son los trenes que salen y llegan a las estaciones portuguesas, entre tantos otros millones de cosas simultáneas, entre una infinidad tan pavorosa de simultaneidades y coincidencias y entrecruzamientos y rupturas que todo, a menos de someterlo a la inteligencia, se desploma en una muerte cósmica; y todo, a menos de no someterlo a la inteligencia, se llama absurdo, se llama concepto, se llama ilusión, se llama ver el árbol al precio del bosque, la gota de espaldas al mar, la mujer a cambio de la fuga al absoluto Pero los muñecos ya están compuestos y danzan delante de Persio; peripuestos, atildados,. algunos son funcionarios que en el pasado resolvían expedientes considerables, otros se llaman con nombres de a bordo y Persio mismo está entre ellos, rigurosamente calvo y súmero, servidor del zigurat, corrector de pruebas en Kraft, amigo de un niño enfermo. ¿Cómo no ha de acordarse a la hora en que todo parece querer violentamente resolverse, cuando ya las manos buscan un revólver en un cajón, cuando alguien boca abajo llora en una cabina, cómo no ha de acordarse Persio el erudito de los hombres de madera, de la estirpe lamentable de los muñecos iniciales? La danza en la cubierta es torpe como si danzaran legumbres o piezas mecánicas; la madera insuficiente de una torva y avara creación cruje y se bambolea a cada figura, todo es de madera, los rostros, las caretas, las piernas, los sexos, los pesados corazones donde nada se asienta sin cuajarse y agrumarse, las entrañas que amontonan vorazmente las sustancias más espesas, las manos que aferran otras manos para mantener de pie el pesado cuerpo, para terminar el giro. Agobiado de fatiga y desesperanza, harto de una lucidez que no le ha dado más que otro retorno y otra caída, asiste Persio a la danza de los muñecos de madera, al primer acto del destino americano. Ahora serán abandonados por los dioses descontentos, ahora los perros y las vasijas y hasta las piedras de moler se sublevarán contra los torpes gólems condenados, caerán sobre ellos para hacerlos pedazos, y la danza se complicará de muerte, las figuras se llenarán de dientes y de pelos y de uñas; bajo el mismo cielo indiferente empezarán a sucumbir las imágenes frustradas, y aquí en este ahora donde también se alza Persio pensando en un niño enfermo y in una madrugada turbia, la danza seguirá sus figuras estilizadas, las manos habrán pasado por la manicura, las piernas calzarán pantalones, las entrañas sabrán del foie-gras y del muscadet, los cuerpos perfumados y flexibles danzarán sin saber que danzan todavía la danza de madera y que todo es rebelión expectante y que el mundo americano es un escamoteo, pero que debajo trabaron las hormigas, los armadillos, el clima con ventosas húmedas, los cóndores con piltrafas podridas, los caciques que el pueblo ama y favorece, las mujeres que tejen en los zaguanes a lo largo de sU vida, los empleados de banco y los jugadores de fútbol y los ingenieros orgullosos y los poetas empecinados en creerse importantes y trágicos, y los tristes escritores de cosas tristes, y las ciudades manchadas de indiferencia. Tapándose los ojos donde la popa entra ya como una espina, Persio siente, cómo el pasado inútilmente desmentido y aderezado se braza al ahora que lo parodia como los monos a los hombres de madera, como los hombres de carne a los hombres de madera. Todo lo que va a ocun ir será igualmente ilusorio, la sumersión en el desencadenamiento de los destinos se resolverá en un lujo de sentimientos favorecidos o contrariados, de derrotas y victorias igualmente dudosas. Una ambigüedad abisal, una irresolución insanable en el centro mismo de todas las soluciones: en un pequeño mundo igual a todos los mundos, a todos ios trenes, a todos los guitarreros, a todas las proas y a todas las popas, en un pequeño mundo sin dioses y sin hombres, los muñecos danzan en la madrugada. Por qué lloras, Persio, por qué lloras; con cosas así se enciende a veces el fuego, de tanta miseria crece el canto; cuando los muñecos muerdan su último puñado de ceniza, quizá nazca un hombre. Quizá ya ha nacido y no lo ves.