– Las tres y cinco -dijo López.
El barman se había ido a dormir a medianoche. Sentados detrás del mostrador, el maítre bostezaba de tiempo en tiempo pero seguía fiel a su palabra. Medrano, con la boca amarga de tabaco y mala noche, se levantó una vez más para asomarse a la cabina de Claudia.
A solas en el fondo del bar, López se preguntó si Raúl se habría ido a dormir. Raro que Raúl desertara en una noche así. Lo había visto un rato después de que llevaran a Jorge a su cabina; fumaba, apoyado en el tabique del pasillo de estribor, un poco pálido y con aire de cansado; pero había respondido en seguida al clima de excitación general provocado por la llegada del médico, mezclándose en la conversación hasta que Paula salió de la cabina de Claudia y los dos se fueron juntos después de cambiar unas palabras. Todas esas cosas se dibujaban perversamente en la memoria de López, que las reconstruía entre trago y trago de coñac o de café. Raúl apoyado en el tabique, fumando; Paula que salía de la cabina, con una expresión (¿pero cómo reconocer ya las expresiones de Paula, a Paula misma?); y los dos que se miraban como sorprendidos de encontrarse de nuevo -Paula sorprendida y Raúl casi fastidiado-, hasta echar a andar rumbo al pasadizo central. Entonces López había bajado a cubierta y se había quedado más de una hora solo en la proa, mirando hacia el puente de mando donde no se veía á nadie, fumando y perdiéndose en un vago y casi agradable delirio de cólera y humillación en el que Paula pasaba como una imagen de calesita, una y otra vez, y a cada paso él alargaba el brazo para golpearla, y lo dejaba caer y la desea ba, de pie y temblando la deseaba y sabía que no podría volver esa noche a su cabina, que era necesario velar, embrutecerse bebiendo o hablando, olvidarse de que una vez más ella se había negado a seguirlo y que estaba durmiendo al lado de Raúl o escuchando el relato de Raúl que le contaría lo que le había sucedido durante la velada, y entonces la calesita giraba otra vez y la imagen de Paula desnuda pasaba al alcance de sus manos, o Paula con la blusa roja, a cada vuelta distinta. Paula con su bikini o con un piyama que él no le conocía, Paula desnuda otra vez, tendida de espaldas contra las estrellas, Paula cantando Un jour tu verras, Paula diciendo amablemente que no, moviendo apenas la cabeza a un lado y a otro, no, no. Entonces López se había vuelto al bar a beber, y llevaba ya dos horas con Medrano, velando.
– Un coñac, por favor.
El maître bajó del estante la botella de Courvoisier.
– Sírvase uno usted -agregó López. Era gaucho el maître, era un poco menos de la popa que el resto de los glúcidos-. Y otro más, que ahí viene mí compañero.
Medrano hizo un gesto negativo desde la puerta.
– Hay que llamar otra vez al médico -dijo-. El chico está con casi cuarenta de fiebre.
El maître fue al teléfono y marcó el número.
– Tómese un trago de todos modos -dijo López-. Hace un poco de frío a esta hora.
– No, viejo, gracias.
El maître volvió hacia ellos una cara preocupada.
– Pregunta si ha tenido convulsiones o vómitos.
– No. Dígale que venga en seguida.
El maître habló, escuchó, habló otra vez. Colgó el tubo con aire contrariado.
– No va a poder venir hasta más tarde. Dice que doblen la dosis del remedio que está en el tubo, y que vuelvan a tomar la temperatura dentro de una hora.
Medrano corrió al teléfono. Sabía que el número era cinco-seis. Lo marcó mientras López, acodado en el mostrador, esperaba con los ojos clavados en el maître. Medrano volvió a marcar el número.
– Lo siento tanto, señor -dijo el maître-. Siempre es lo mismo, no les gusta que los molesten a estas horas. Da ocupado, ¿no?
Se miraron, sin contestarle. Salieron juntos y cada uno se metió en su cabina. Mientras cargaba el revólver y se llenaba los bolsillos de balas, López se descubrió en el espejo y se encontró ridículo. Pero cualquier cosa era mejor que pensar en dormir. Por las dudas sé puso una campera oscura y se guardó otro paquete de cigarrillos. Medrano lo esperaba afuera, con un rompevientos que le daba un aire deportivo. A su lado y parpadeando de sueño, revuelto el pelo, Atilib Presutti era la imagen misma del asombro.
– Le avisé al amigo, porque cuantos más seamos más chances hay de llegar a la cabina de radio -dijo Medrano-. Vaya a buscarlo a Raúl y que se traiga la Colt.
– Pensar que me dejé la escopeta en casa -se quejó el Pelusa-. Si sabía la traía.
– Quédese aquí esperando a los otros -dijo Medrano-. Yo vuelvo en seguida.
Entró en la cabina de Claudia. Jorge respiraba penosamente y tenía una sombra azul en torno a la boca. No había mucho que decir, prepararon el medicamento y consiguieron que lo tragara. Como si de pronto reconociera a su madre, Jorge se abrazó a ella llorando y tosiendo. Le dolía el pecho, le dolían las piernas, tenía algo raro en la boca.
– Todo eso se va a pasar en seguida, leoncito -dijo Medrano arrodillándose junto a la cama v acariciando la cabeza de Jorge, hasta conseguir que soltara a Claudia y volviera a estirarse, con un quejido y un rezongo.
– Me duele, che -le dijo a Medrano-. ¿Por qué no me das algo que me cure en seguida?
– Lo acabas de tomar, querido. Ahora va a ser así: dentro de un rato te dormís, soñás con el octopato o con lo que más te guste, y a eso de las nueve te despertás mucho mejor y yo vengo a contarte cuentos.
Jorge cerró los ojos, más tranquilo. Sólo entonces sintió Medrano que su mano derecha oprimía la de Claudia. Se quedó quieto mirando a Jorge, dejándolo sentir su presencia que lo calmaba, dejando que su mano apretara la de Claudia. Cuando Jorge respiró más aliviado, se incorporó poco a poco. Llevó a Claudia hasta la puerta de la cabina.
– Yo tengo que irme un rato. Volveré y los acompañaré todo lo que haga falta.
– Quédese ahora -dijo Claudia.
– No puedo. Es absurdo, pero López me espera. No se inquiete, volveré en seguida.
Claudia suspiró, y bruscamente se apoyó en él. Su cabeza era muy tibia contra su hombro.
– No hagan tonterías, Gabriel. No vayan a hacer tonterías.
– No, querida -dijo Medrano en voz muy baja-. Prometido.
La besó en el pelo, apenas. Su mano dibujó algo en la mejilla mojada de Claudia.
– Volveré en seguida -repitió, apartándola lentamente. Abrió la puerta y salió. El pasillo le pareció borroso, hasta distinguir la silueta de Atilio que montaba guardia. Sin saber por qué miró su reloj. Eran las tres y veinte del tercer día de viaje.
Detrás de Raúl venía Paula metida en una robe de chambre roja. Raúl y López caminaban como si quisieran librarse de ella, pero no era tan fácil.
– ¿Qué es lo que piensan hacer, al fin y al cabo -preguntó, mirando a Medrano.
– Traer al médico de una oreja y telegrafiar a Buenos Aires -dijo Medrano un poco fastidiado-. ¿Por qué no se va a dormir, Paulita?
– Dormir, dormir, estos dos no hacen otra cosa que darme el mismo consejo. No tengo sueño, quiera ayudar en lo que pueda.
– Acompañe a Claudia, entonces.
Pero Paula no quería acompañar a Claudia. Se volvió a Raúl y lo miró fijamente. López se había apartado, como si no quisiera mezclarse. Bastante le había costado ir hasta la cabina y golpear, oír el «adelante» de Raúl y encontrárselos en medio de una discusión de la que los cigarrillos y los vasos daban buena idea. Raúl había aceptado inmediatamente sumarse a la expedición, pero Paula parecía rabiosa porque López se lo llevaba, porque se iban los dos y la dejaban sola, aislada, del lado de las mujeres y los viejos. Había terminado por preguntar airadamente qué nueva idiotez estaban por hacer, pero López se había limitado a encogerse de hombros y esperar a que Raúl se pusiera un pullover y se guardara la pistola en el bolsillo. Todo esto lo hacía Raúl como si estuviera ausente, como si fuera una imagen en un espejo. Pero tenía otra Vez en la cara la expresión burlonamente decidida del que no vacila en arriesgarse a un juego que en el fondo le importa poco.
Se abrió con violencia la puerta de una cabina, y el señor Trejo hizo su aparición envuelto en una gabardina gris bajo la cual el piyama azul resultaba incongruente.
– Ya estaba durmiendo, pero he oído rumor de voces y pensó que quizá el niño siguiera descompuesto -dijo el señor Trejo.
– Está bastante afiebrado, y vamos a ir a buscar al médico -dijo López.
– ¿A buscarlo? Pero me extraña que no venga por su cuenta.
– A mí también, pero habrá que ir a buscarlo.
– Supongo -dijo el señor Trejo, bajando la vista- que no se habrá observado ningún nuevo síntoma que…
– No, pero tampoco se trata de perder tiempo. ¿Vamos?
– Vamos -dijo el Pelusa, a quien la negativa del médico había terminado de entrarle en la cabeza con resultados cada vez más sombríos.
El señor Trejo iba a decir algo más, pero le pasaron al lado y siguieron. No mucho, porque ya se abría la puerta de la cabina número nueve aparecía don Galo envuelto en una especie de hopalanda, con el chófer al lado. Don Galo apreció con una mirada la situación y alzó conminatoriamente la mano. Aconsejaba a los queridos amigos que no perdieran la calma a esa hora de la madrugada. Enterado por las voces de lo que había ocurrido en el teléfono, insistía en que las prescripciones del galeno debían bastar por el momento, pues de lo contrario el facultativo hubiese venido en persona a ver al niño, sin contar con que…
– Estamos perdiendo el tiempo -dijo Medrano-. Vamos.
Se encaminó al pasadizo central, y Raúl se le puso a la par. A sus espaldas oían el diálogo vehemente del señor Trejo y don Galo.
– Usted estará pensando en bajar por la cabina del barman, ¿no?
– Sí, puede que tengamos más suerte esta vez.
– Conozco un camino mejor y más directo -dijo Raúl-. ¿Se acuerda, López? Iremos a ver a Orf y su amigo el del tatuaje.
– Claro -dijo López-. Es más directo, aunque no sé si por ahí se podrá salir a popa. Ensayemos, de todos modos.
Entraban en el pasadizo central cuando vieron al doctor Restelli y a Lucio que venían del pasillo de estribor, atraídos por las voces. Poco necesitó el doctor Restelli para darse cuenta de lo que ocurría. Alzando el índice con el gesto de las grandes ocasiones, los detuvo a un paso de la puerta que llevaba abajo. El señor Trejo y don Galo se le agregaron, gárrulos y excitados. Evidentemente la situación era desagradable si, como decía el joven Presutti, el médico se había negado a hacerse presente, pero convenía que Medrano, Costa y López comprendieran que no se podía exponer al pasaje a las lógicas consecuencias de una acción agresiva tal como la que presumiblemente intentaban perpetrar. Si desgraciadamente, como ciertos síntomas hacían presumir, un brote de tifus 224 acababa de declararse en el puente de los pasajeros, lo único sensato era requerir la intervención de los oficiales (para lo cual existían diversos recursos, tales como el maître y 3l teléfono) a fin de que el simpático enfermito fuese inmediatamente trasladado al dispensario de popa, donde se estaban asistiendo el capitán Smith y los restantes enfermos de a bordo. Pero semejante cosa no se lograría con amenazas tales como las que ya se habían proferido esa mañana, y…
– Vea, doctor, cállese la boca -dijo López-. Lo siento mucho, pero ya estoy harto de contemporizar.
– ¡Querido amigo!
– ¡Nada de violencias! -chillaba don Galo, apoyado por las exclamacines indignadas del señor Trejo. Lucio, muy pálido, se había quedado atrás y no decía nada.
Medrano abrió la puerta y empezó a bajar. Raúl y López lo siguieron.
– Dejesén de cacarear, gallinetas -dijo el Pelusa, mirando al partido de la paz con aire de supremo desprecio. Bajó dos peldaños, y les cerró la puerta en la cara-. Qué manga de paparulos, mama mía. El pibe grave y estos cosos dale con el armisticio. Me dan ganas de agarrarlos a patadas, me dan.
– Me sospecho que va a tener oportunidad -dijo López-. Bueno, Presutti, aquí hay que andarse atento. En cuanto encuentre por ahí alguna llave inglesa que le sirva de cachiporra, échele mano.
Miró hacia la cámara de la izquierda, a oscuras pero evidentemente vacía. Pegándose a los lados, abrieron de golpe la puerta de la derecha. López reconoció a Orf, sentado en un banco. Los dos finlandeses que se ocupaban de la proa se habían instalado junto al fonógrafo y se aprestaban a poner un disco; Raúl, que entraba pegado a López, pensó irónicamente que debía ser el disco de Ivor Novello. Uno de los finlandeses se enderezó sorprendido y avanzó con los brazos un poco abiertos, como si fuera a pedir una explicación. Orf no se había movido pero los miraba entre estupefacto y escandalizado.
En el silencio que parecía durar más de lo normal, vieron abrirse la puerta del fondo. López ya estaba a un paso del finlandés que seguía en la actitud del que se dispone a abrazar a alguien, pero quando vio al glúcido que se recortaba en el marco de la puerta y se quedaba mirándolos asombrado, dio otro paso a la vez que hacía un gesto para que el finlandés se apartara. El finlandés se corrió ligeramente a un lado y en el mismo momento lo trompeó en la mandíbula y el estómago. Cuando López caía como un trapo, lo golpeó otra vez en plena cara. La Colt de Raúl apareció un segundo antes que el revólver de Medrano, pero no hubo necesidad de tiros. Con un perfecto sentido de la oportunidad, el Pelusa se plantó en dos saltos al lado del glúcido y lo metió de un manotón en la cámara, cerrando la puerta con una seca patada. Orf y los dos finlandeses levantaban las manos como si quisieran colgarse del cielo raso.
El Pelusa se agachó junto a López, le levantó la cabeza y empezó a masajearle el cuello con una violencia inquietante. Después le soltó el cinturón y le hizo una especie de respiración artificial.
– Hijo de una gran siete, le pegó en la boca del estómago. ¡Te rompo la cara, cabrón de mierda! Espérate que te agarre solo, ya vas a ver cómo te parto la cabeza, aprovechador. ¡Qué manera de desmayarse, mama mía!
Medrano se agachó y sacó el revolver del bolsillo de López, que empezaba a moverse y a parpadear.
– Por el momento téngalo usted -le dijo a Atilio-. ¿Qué tal, viejo?
López gruñó algo ininteligible, y buscó vagamente un pañuelo.
– A todos éstos va a haber que llevarlos de nuestro lado -dijo Raúl, que se había sentado en un banco y gozaba del dudoso placer de mantener con las manos alzadas a cuatro hombres que empezaban a fatigarse. Cuando López se enderezo y le vio la nariz, la sangre que le chorreaba por el cuello, pensó que Paula iba a tener un buen trabajo. «Con lo que le gusta hacer de enfermera», se dijo divertido.
– Sí, la joroba es que no podemos seguir dejando a éstos sueltos a la espalda -dijo Mediano-. ¿Qué le parece si me los arrea hasta la proa, Atilio, y los encierra en alguna cabina?
– Déjemelos por mi cuenta, señor -dijo el Pelusa, esgrimiendo el revólver-. Vos anda saliendo,.atorrante. Y ustedes. Ojo que al primero que se hace el loco le zampo un plomo en el coco. Pero ustedes me esperan, ¿eh? No se vayan a ir solos.
Medrano miró inquieto a López, que se había levantado muy pálido y se tambaleaba. Le preguntó si no quería ir con Atilio y descansar un rato, pero López lo miró con rabia.
– No es nada -murmuró, pasándose la mano por la boca-. Yo me quedo, che. Ahora ya empiezo a respirar. Pucha que es feo.
Se puso blanco y cayó otra vez, resbalando contra el cuerpo del Pelusa que lo sostenía. No había nada que hacer, y Medrano se decidió. Sacaron al glúcido y a los lípidos al pasillo, dejando que el Pelusa llevara casi en brazos a López que maldecía, y recorrieron el pasillo lo más rápidamente posible. Probablemente al volver encontrarían refuerzos y quizá armas listas, pero no se veía otra salida.
La reaparicióa de López ensangrentado, seguido de un oficial y tres marineros del Malcolm con las manos en alto, no era un espectáculo para alentar a Lucio y al señor Trejo, que se habían quedado conversando cerca de la puerta. Al grito que se le escapó al señor Trejo respondieron los pasos del doctor Restelli y de Paula, seguidos de don Galo que se mesaba los cabellos en una forma que Raúl sólo había visto en el teatro. Cada vez más divertido, puso a los primeros prisioneros contra la pared e hizo señas al Pelusa para que se llevara a López a su cabina. Medrano rechazaba con un gesto la andanada de gritos, preguntas y admoniciones.
– Vamos, al bar -dijo Raúl a los prisioneros. Les hizo salir ai pasillo de estribor, desfilando con no poco trabajo entre la silla de don Galo y la pared. Medrano seguía detrás, apurando la cosa todo lo posible, y cuando don Galo, perdida toda paciencia, lo agarró de un brazo y lo sacudió gritando que no iba a consentir que, se decidió a hacer lo único posible.
– Todo el mundo arriba -mandó-. Paciencia si no les gusta.
Encantado, el Pelusa agarró inmediatamente la silla de don Galo y la echó hacia adelante, aunque don Galo se aferraba a los rayos de las ruedas y hacía girar la manivela del freno con todas sus fuerzas.
– Vamos, deje al señor -dijo Lucio, interponiéndose-. ¿Pero se han vuelto locos, ustedes?
El Pelusa soltó la silla, sujetó a Lucio por el justo medio del saco de piyama y lo proyectó con violencia contra el tabique. El revólver le colgaba insolentemente de la otra mano.
– Camina, manteca -dijo el Pelusa-. A ver si te tengo que bajar el jopo a sopapos.
Lucio abrió la boca, la cerró otra vez. El doctor Restelli y el señor Trejo estaban petrificados, y al Pelusa le costó bastante ponerlos en movimiento. Al pie de la escalera del bar, Raúl y Medrano esperaban.
Dejando a todo el mundo alineado contra el mostrador del bar, cerraron con llave la puerta que daba a la biblioteca, y Raúl arrancó a tirones los, hilos del teléfono. Pálido y retorciéndose las manos en el mejor estilo ancilar, el maître había entregado las llaves sin oponer resistencia. A la carrera se largaron otra vez por el pasadizo y la escalerilla.
– Faltan el astrónomo, Felipe y el chófer -dijo el Pelusa, parándose en seco-. ¿Los encerramos también?
– No hace falta -dijo Medrano-. Esos no gritan.
Abrieron la puerta de la cámara sin tomar demasiadas precauciones. Estaba vacía y de golpe parecía mucho más grande. Medrano miró hacia la puerta del fondo.
– Da a un pasillo -dijo Raúl con una voz sin expresión-. AI fondo está la escalera que sube a popa. Habrá que tener cuidado con el camarote de la izquierda.
– ¿Pero usted ya estuvo? -se asombró el Pe lusa.
– Sí.
– ¿Estuvo y no subió a la popa?
– No, no subí -dijo Raúl.
El Pelusa lo miró con desconfianza, pero como le tenía simpatía se convenció de que debía estar mareado por todo lo que había sucedido. Medrano apagó las luces sin hacer comentario y abrieron poco a poco la puerta, apuntando a ciegas hacia adelante. Casi en seguida vieron el brillo de los cobres del pasamanos de la escalera.
– Mi pobre, pobrecito pirata -dijo Paula-. Venga que su mamá le ponga un algodón en la nariz.
Dejándose caer al borde de su cama, López sentía que el aire le entraba muy despacio en los pulmones. Paula que había mirado empavorecida el revólver que el Pelusa apretaba en la mano izquierda, lo vio irse de la cabina con no poco ali vio. Después obligó a López, que estaba horriblemente pálido, a que se tendiera en la cama. Fue a mojar una toalla y empezó a lavarle con mucho cuidado la cara. López maldecía en voz baja, pero ella siguió limpiándolo y retándolo a la vez.
– Ahora sacate esa campera y metete del todo en la cama. Te hace falta descansar un rato.
– No, ya estoy bien -dijo López-. Te crees que voy a dejarlos solos a los muchachos, justamente ahora que…
Cuando se enderezaba, todo giró de golpe. Paula lo sostuvo, y esta vez consiguió que se tendie ra de espaldas. En el armario había una manta, y lo abrigó lo mejor posible. Sus manos anduvieron a ciegas por debajo de la manta, hasta soltarle los cordones de las zapatillas. López la miraba como desde lejos, con los ojos entornados. No se le había hinchado la nariz pero tenía una marca violeta debajo de un ojo, y un tremendo hematoma en la mandíbula.
– Te queda precioso -dijo Paula, arrodillándose para quitarle las zapatillas-. Ahora sos de veras mi Jamaica John, mi héroe casi invicto.
– Poneme alguna cosa aquí -murmuró López, señalándose el estómago-. No puedo respirar, pucha que soy flojo. Total, un par de pifias…
– Pero vos le habrás contestado -dijo Paula, buscando otra toalla y haciendo correr el agua caliente-. ¿No trajiste alcohol? Ah, sí, aquí hay un frasco. Soltate el pantalón, si podes… Espera, te voy a ayudar a sacarte esa campera que parece de amianto. ¿Te podes enderezar un poquito? Si no, date vuelta y la sacamos poco a poco.
López la dejaba hacer, pensando todo el tiempo en los amigos. No era posible que por un lípido de porra tuviera que quedar fuera de combate. Cerrando los ojos, sintió las manos de Paula que andaban por sus brazos, librándolo de la campera, y que después le soltaban el cinturón, desa botonaban la camisa, ponían algo tibio sobre su piel. Una o dos veces sonrió porque el pelo de Paula le hacía cosquillas en la cara. De nuevo le andaba suavemente en la nariz, cambiándole los algodones. Sin querer, sin pensar, López estiró un poco los labios. Sintió la boca de Paula contra la suya, liviana, un beso de enfermera. La apretó en sus brazos, respirando penosamente, y la besó mordiéndola, hasta hacerla gemir.
– Ah traidor -dijo Paula, cuando pudo soltarse-. Ah bellaco. ¿Qué clase de paciente sos?
– Paula.
– Cállese la boca. No me venga con arrumacos porque le han pegado una paliza. No hace media hora eras un frigidaire último modelo.
– Y vos -murmuró López, queriendo atraerla otra vez-. Y vos, más que mala. Cómo podes decir…
– Me vas a henar de sangre -dijo cruelmen te Paula-. Sé obediente, mi corsario negro. No estás ni vestido ni desvestido, ni en la cama ni fuera de ella… No me gustan las situaciones am biguas, sabés. ¿Sos mi enfermo o qué? Espera que te cambie otra vez el paño del estómago. ¿Puedo mirar sin ofensa a mi natural pudor? Sí, puedo mirar. ¿Dónde tenes la llave de tu preciosa cabina?
Lo tapó hasta el cuello con la manta y fue a mojar las toallas. López, después de buscar confusamente en los bolsillos del pantalón, le alcanzó la llave. Veía todo un poco borroso, pero lo bastante claro para darse cuenta de que Paula se estaba riendo.
– Si te vieras, Jamaica John… Ya tenes un ojo completamente cerrado, y el otro me mira con un aire… Pero esto te va a hacer bien, espera…
Cerró con llave, se acercó retorciendo una toalla. Así, así. Todo estaba bien. Más despacio, un poco de algodón en la nariz que todavía sangraba. Había sangre por todos lados, la almohada era un horror, y la manta, la camisa blanca que López se quitaba a manotazos. «Lo que voy a tener que lavar», pensó, resignada. Pero una buena enfermera… Se dejó abrazar quietamente, cediendo a las manos que la atraían, la apretaban contra su cuerpo, empezaban a correr por ella que tenía los ojos muy abiertos mientras sentía subir la vieja fiebre, la misma vieja fiebre que los mismos viejos labios enconarían y aliviarían, alternadamente, a lo largo de las horas que empezaban como las viejas horas, bajo los viejos dioses, para agregarse al viejo pasado. Y era tan hermoso y tan inútil.
– Déjenme ir delante, conozco bien esta parte.
Agachados, negándose a la pared de la izquierda, se movieron ep fila india hasta que Raúl llegó a la puerta de la cabina. «Todavía seguirá roncando entre los vómitos -pensó-. Si está ahí, si nos ataca, ¿le voy a pegar un tiro? ¿¿Y se lo voy a pegar porque nos ataca?» Abrió la puerta poco a poco, hasta encontrar al tanteo la llave de la luz. Encendió y volvió a apagar; sólo él podía medir el alivio rencoroso de no ver a nadie ahí adentro.
Como si su mando terminara exactamente en ese punto, dejó que Medrano subiera el primero la escalerilla. Pegados a él, arrastrándose casi sobre los peldaños, se asomaron a la oscuridad de un puente cubierto. No se veía más allá de un metro, entre el cielo y las sombras de la popa había apenas una diferencia de grado. Medrano esperó un momento.
– No se ve nada, che. Habrá que meterse en algún lado hasta que amanezca, si seguimos así nos van a quemar como quieran.
– Ahí hay una puerta -dijo el Pelusa-. Qué oscuro que está todo. Dios te libre.
Se deslizaron fuera de la escotilla y en dos saltos llegaron a la puerta. Estaba cerrada, pero Raúl golpeó en el hombro a Medrano para indicarle una segunda puerta a unos tres metros. El Pelusa llegó el primero, la abrió de golpe y se agachó hasta el suelo. Los otros esperaron un segundo antes de reunírsele; la puerta se cerró sin ruido. Inmóviles, escucharon. No se oía respirar, un olor a madera lustrada les recordó las cabinas de proa. Paso a paso Medrano fue hasta la ventanilla y corrió la cortina. Encendió un fósforo y lo apagó entre los dedos; la cabina estaba vacía.
La llave de la puerta había quedado del lado de adentro. Cerraron y se sentaron en el suelo a fumar y a esperar. No había nada que hacer hasta que amaneciera. Atilio se inquietaba, quería saber si Medrano o Raúl tenían algún plan. Pero no lo tenían, simplemente esperar hasta qué el alba permitiera entrever la popa, y entonces abrirse paso de alguna manera hasta la cabina de radio.
– Fenómeno -dijo el Pelusa.
En la oscuridad, Medrano y Raúl sonrieron. Se estuvieron callados, fumando, hasta que la respiración de Atilio empezó a subir de tono. Hombro contra hombro, Medrano y Raúl encendieron un nuevo cigarrillo.
– Lo único que me preocupa es que alguno de los glúcidos se largue a la proa y descubra que le hemos metido preso a un colega y a un par de lípidos.
– Poco probable -dijo Medrano-. Si hasta ahora no iban aunque los llamáramos a gritos, difícil que de golpe les dé por cambiar de hábitos. Más miedo le tengo al pobre López, es capaz de creerse obligado a reunirse con nosotros, y está desarmado.
– Sería una lástima -dijo Raúl-. Pero no creo que venga.
– Ah.
– Mi querido Medrano, su discreción es deliciosa. Un hombre capaz de decir: «Ah» en vez de preguntarme las razones de mi parecer…
– En realidad me las puedo imaginar.
– Por supuesto -dijo Raúl-. De todos modos creo que hubiera preferido la pregunta. Será la hora, esta oscuridad fragante de fresno, o la perspectiva de que nos rompan la cabeza antes de mucho… No es que sea particularmente sentimental ni que me entusiasmen las confidencias, pero no me molestaría decirle lo que eso representa para mí.
– Dígalo, che. Pero no levante la voz.
Raúl estuvo un rato callado.
– Supongo que busco un testigo, como siempre. Por las dudas, claro; bien podría suceder que me pasara algo desagradable. Un mensajero, más bien, alguien que le diga a Paula… Ahí está la cosa: ¿qué le va a decir? ¿A usted le gusta Paula?
– Sí, mucho -dijo Medrano-. Me da pena que no sea feliz.
– Pues alégrese -dijo Raúl-. Aunque le parezca raro de mi parte, estoy seguro de que a esta hora Paula está siendo todo lo feliz que puede serlo en esta vida. Y eso es lo que el mensajero tendría que repetirle, llegado el caso, como una expresión de buenos deseos. To Althea, going to the wars -agregó como para él.
Medrano no dijo nada y se quedaron un rato escuchando el ruido de las máquinas y algún chapoteo que les llegaba desde lejos. Raúl suspiró, cansado.
– Me alegro de haberlo conocido -dijo-. No creo que tengamos mucho en común, salvo la preferencia por el coñac de a bordo. Sin embargo aquí estamos juntos, no se sabe bien por qué.
– Por Jorge, supongo -dijo Medrano.
– Oh, Jorge… Había ya tantas cosas detrás de Jorge.
– Cierto. Tai vez el único que está aquí realmente por Jorge es Atilio.
– Right you are.
Estirando la mano, Medrano descorrió un poco la cortina. El cielo empezaba a palidecer. Se preguntó si todo aquello tendría algún sentido para Raúl. Aplastando cuidadosamente la colilla contra el suelo, se quedó mirando la débil raja grisácea. Habría que despertar a Atilio, prepararse a salir. «Había yi tantas cosas detrás de Jorge», había dicho Raúl. Tantas cosas, pero tan vagas, tan revueltas. ¿Para todos sería como para él, sobrepasado de golpe por un amontonamiento confuso de recuerdos, de bruscas fugas en todas direcciones? La forma de la mano de Claudia, la voz de Claudia, la búsqueda de una salida… Afuera aclaraba poco a poco, y él hubiera querido que también su ansiedad saliera hacia el día al mismo tiempo, pero nada era seguro, nada estaba prometido. Deseó volver a Claudia, mirarla largamente en los ojos, buscar allí una respuesta. Eso lo sabía, de eso por lo menos se sentía seguro, la respuesta estaba en Claudia aunque ella lo ignorara, aunque también se creyera condenada a preguntar. Así, alguien manchado por una vida incompleta podía, sin embargo, dar plenitud en su hora, marcar un camino. Pero ella no estaba a su lado, la oscuridad de la cabina, el humo del tabaco eran la materia misma de su desconcierto. Cómo ordenar por fin todo aquello que había creído tan ordenado antes de embarcarse, crear una perspectiva donde la cara enmarañada de lágrimas de Bettina no fuera ya posible, alcanzar de alguna manera el punto central desde donde cada elemento discordante pudiera llegar a ser visto como un rayo de la rueda. Verse a sí mismo andando, y saber que eso tenía un sentido; querer, y saber que su cariño tenía un sentido; huir, y saber que la fuga no sería una traición más. No sabía si amaba a Claudia, solamente hubiera querido estar junto a ella y a Jorge, salvar a Jorge para que Claudia perdonara a León. Sí, para que Claudia perdonara a León, o dejara de amarlo, o lo amara todavía más. Era absurdo, era cierto: para que Claudia perdonara a León antes de perdonarlo a él, antes de que Bettina lo perdonara, antes de que otra vez pudiera acercarse a Claudia y a Jorge para tenderles la mano y ser feliz.
Raúl le apoyó la mano en el hombro. Se enderezaron rápidamente, después de sacudir a Atilio. Se oían pasos en la cubierta. Medrano hizo girar la llave de la puerta y la entreabrió. Un glúcido corpulento venía por la cubierta, con la gorra en la mano. La gorra se balanceaba a un lado y a otro de su pierna derecha; de golpe se quedó quieta, empezó a subir, pasó al lado de la cabeza y siguió más arriba.
– Entrá isofacto -mandó el Pelusa, encargado de meterlo en la cabina-. Qué gordo que sos, mámata. Cómo morían arriba de este barco.
Raúl interrogó rápidamente en inglés, y el glúcido contestó en una mezcla de inglés y español. Le temblaba la boca, probablemente nunca había tenido tres armas de fuego tan cerca del estómago. Comprendió inmediatamente de lo que se trataba, y asintió. Le dejaron bajar las manos, después de cachearlo.
– La cosa es así -explicó Raúl-. Hay que seguir por donde éste iba a tomar, subir otra escalera, y al lado mismo está la cabina de la radio. Hay un tipo ahí toda la noche, pero parece que no tiene armas.
– ¿Ustedes están jugando, es alguna apuesta o qué? -preguntó el glúcido.
– Guarda silencio o bajas a la tumba -conminó el Pelusa, plantándole el revólver en las costillas.
– Yo voy a ir con él -dijo Medrano-. Andando rápido puede que no nos vean. Será mejor que ustedes se queden aquí. Si oyen tiros, suban.
– Vayamos los tres -dijo Raúl-. ¿Por qué nos vamos a quedar aquí?
– Porque cuatro son muchos, che, nos van a calar de entrada. Protéjanme la espalda, al fin y al cabo no creo que estos tipos… -dejó sin terminar la frase, miró al glúcido.
– Ustedes se han vuelto locos -dijo el glúcido.
Desconcertado pero obediente, el Pelusa entreabrió la puerta y se cercioró de que no había nadie. Una luz cenicienta parecía mojar la cubierta. Medrano se metió el revólver en el bolsillo del pantalón, apuntando a las piernas del glúcido. Raúl iba a decirle algo más pero se calló. Los vieron salir, trepar la escalerilla. Atilio, nada satisfecho, se puso a mirar a Raúl con un aire de perro obediente que lo enterneció.
– Medrano tiene razón -dijo Raúl-. Esperemos aquí, a lo mejor vuelve en seguida sano y salvo.
– Podría haber ido yo, podría -dijo el Pelusa.
– Esperemos -dijo Raúl-. Una vez más, esperemos.
Todo eso tenía un aire de cosa ya sucedida, de novela de kiosko. El glúcido estaba sentado al lado del transmisor, con la cara empapada y los labios temblorosos. Apoyado en la puerta, Medrano tenía el revólver en una mano y el cigarrillo en la otra; de espaldas a él, inclinado sobre los aparatos, el radiotelegrafista movía los diales y empezaba a transmitir. Era un muchacho delgado y pecoso, que se había asustado y no atinaba a serenarse. «Mientras no me engañé», pensó Medrano. Pero esperaba que el lenguaje que había usado, y la sensación que debía tener el otro en la espalda cada vez que pensaba en el Smith y Weston, fueran suficientes. Aspiró con gusto el humo, atento a la escena pero a la vez tan lejos de todo, dejando apenas la cara para edificación del glúcido que lo miraba empavorecido. Por la ventanilla de la izquierda entraba poco a poco la luz, abriéndose paso en la mala iluminación artificial de la cabina. Lejos se oyó un silbato, una frase en un idioma que Medrano no entendía. Oyó el chisporroteo del transmisor y la voz del radiotelegrafista, una voz entrecortada por una especie de hipo. Pensó en la escalerilla que habían subido a toda velocidad, él con su revólver a cinco centímetros de las nalgas opulentas del glúcido, la visión instantánea de la gran curva de la popa vacía, la entrada en la cabina, el salto del radiotelegrafista sorprendido en su lectura. Era verdad, ahora que lo pensaba: la popa enteramente.vacía. Un horizonte ceniciento, el mar como de plomo, la curva de la borda, y todo eso había durado un segundo. El radiotelegrafista entraba en comunicación con Buenos Aires. Oyó, palabra por palabra, el mensaje. Ahora el glúcido imploraba con los ojos el permiso para sacar un pañuelo del bolsillo, ahora el radiotelegrafista repetía el mensaje. Pero hombre, la popa enteramente vacía, era un hecho; en fin, qué importaba. Las palabras del muchachito pecoso se mezclaban con lina sensación seca y cortante, una casi dolorosa plenitud en ese comprender instantáneo de que al fin y al cabo la popa estaba enteramente vacía pero que no importaba, que no tenía la más mínima importancia porque lo que importaba era otra cosa, algo inapresable que buscaba mostrarse y definirse en la sensación que lo exaltaba cada vez más. De espaldas a la puerta, cada bocanada de humo era como una tibia aquiescencia, un comienzo de reconciliación que se llevaba los restos de ese largo molestar de dos días. No se sentía feliz, todo estaba más allá o al margen de cualquier sentimiento ordinario. Como una música entre dientes, más bien, o simplemente como un cigarrillo bien encendido y bien fumado. El resto -pero qué podía importar el resto ahora que empezaba a hacer las paces consigo mismo, a sentir que ese resto no se ordenaría ya nunca más con la antigua ordenación egoísta. «A lo mejor la felicidad existe y es otra cosa», pensó Medrano. No sabía por qué, pero estar ahí, con la popa a la vista (y enteramente vacía) le daba una seguridad, algo como un punto de partida. Ahora que estaba lejos de Claudia la sentía junto a él, era como si empezara a merecerla junto a él. Todo lo anterior contaba tan poco, lo único por fin verdadero había sido esa hora de ausencia, ese balance en la sombra mientras esperaba con Raúl y Atilio, un saldo de cuenta del que salía por primera vez tranquilo, sin razones muy claras, sin méritos ni deméritos, simplemente reconciliándose consigo mismo, echando a rodar como un muñeco de barro al hombre viejo, aceptando la verdadera cara de Bettina aunque supiera que la Bettina sumida en Buenos Aires no tendría jamás esa cara, pobre muchacha, a menos que alguna vez también ella soñara con una pieza de hotel y viera avanzar a su antiguo amante olvidado, lo viera a su turno como él la había visto, como sólo puede verse lo frívolo en una hora que no está en los relojes. Y así iba todo, y dolía y lavaba.
Cuando advirtió la sombra en la ventanilla, la cara del glúcido que revolvía los ojos aterrado, levantó el arma con desgano esperando todavía que el juego de manos no acabara en juego de villanos. La bala pegó muy cerca de su cabeza, oyó chillar al radiotelegrafista y en dos saltos le pasó al lado y se parapetó en el otro extremo de la mesa de transmisión, gritándole al glúcido que no se moviera. Distinguió una cara y un brillo de níquel en la ventanilla; tiró, apuntando bajo y la cara desapareció mientras se oía gritar y hablar con dos o tres voces distintas. «Si me quedo aquí, Raúl y Atilio van a subir a buscarme y los van a liquidar», pensó. Pasando detrás del glúcido lo levantó con el caño del revólver y lo hizo andar hacia la puerta. Echado hacia adelante sobre los diales, el radiotelegrafista temblaba y murmuraba, buscando algo en un cajón bajo. Medrano gritó una orden y el glúcido abrió la puerta. «Al final no estaba tan vacía», alcanzó a pensar, divertido, empujando hacia afuera al corpachón tembloroso. Aunque le temblaba la mano, al radiotelegrafista le resultó fácil apuntar en mitad de la espalda y tirar tres veces seguidas, antes de soltar el revólver y ponerse a llorar como el chiquilín que era.
Al primer disparo, Raúl y el Pelusa se habían largado de la cabina. El Pelusa llegó antes a la escalerilla. Al nivel de los últimos escalones estiró el brazo y empezó a tirar. Los tres lípidos pegados a la pared de la cabina de la radio se largaron cuerpo a tierra, uno de ellos con una bala en la oreja. En la puerta de la cabina el glúcido gordo había alzado las manos y gritaba horriblemente en una lengua ininteligible. Raúl cubrió a todo el mundo con la pistola y obligó a levantarse a los lípidos, después de sacarles las armas. Era bastante asombroso que el Pelusa hubiera podido asustarlos con tanta facilidad; no habían intentado siquiera contestar. Gritándole que los mantuviera quietos contra la pared, se asomó a la cabina saltando sobre Medrano caído boca abajo. El radiotelegrafista hizo ademán de recobrar el revólver, pero Raúl lo alejó de un puntapié y empezó a cachetearle la cara de un lado y de otro, mientras le repetía cada vez la misma pregunta. Cuando oyó la respuesta afirmativa, lo golpeó una vez más, agarró el revólver y salió a la cubierta. El Pelusa entendía sin necesidad de palabras: agachándose, levantó a Medrano y echó a andar hacia la escalerilla. Raúl le cubría la retirada, temiendo una bala a cada paso. En el puente inferior no encontraron a nadie, pero se oía gritar en alguna otra parte. Bajaron las dos escalerillas y consiguieron llegar a la cámara de los mapas. Raúl arrimó la mesa contra la puerta; ya no se oía gritar, probablemente los lípidos no se animaban a atacarlos antes de contar con suficientes refuerzos.
Atilio había tendido a Medrano sobre unas lonas y miraba con ojos desorbitados a Raúl, que se arrodilló eh medio de las salpicaduras de sangre. Hizo lo natural en esos casos, pero sabía desde el comienzo que era inútil.
– A lo mejor todavía se puede salvar -decía Atilio, trastornado-. Dios mío, qué hemorragia de sangre. Habría que llamar al médico.
– A buena hora -murmuró Raúl, mirando la cara vacía de Medrano. Había visto los tres agujeros en la espalda, una de las balas había salido cerca del cuello y por ahí se derramaba casi toda la sangre. En los labios de Medrano había un poco de espuma.
– Vamos, levántalo otra vez y subámoslo allá. Hay que llevarlo a su cabina.
– ¿Entonces está muerto de verdad? -dijo el Pelusa.
– Sí, viejo, está muerto. Espera que te ayudo.
– Está bien, si no pesa nada. Va a ver que allá se despierta, quién le dice que a lo mejor no es tan grave.
– Vamos -repitió Raúl.
Ahora Atilio andaba más despacio por el pasadizo, procurando evitar que el cuerpo golpeara en los tabiques. Raúl lo ayudó a subir. No había nadie en el pasillo de babor, y Medrano había dejado su cabina abierta. Lo tendieron en la cama y el Pelusa se tiró en un sillón, jadeando. Poco a poco pasó del jadeo al llanto, lloraba estertorosamente, tapándose la cara con las dos manos, y de cuando en cuando sacaba un pañuelo y se sonaba con una especie de berrido. Raúl miraba el rostro inexpresivo de Medrano, esperando, contagiado por la ilusión ya desvanecida de Atilio. La hemorragia se había detenido. Fue hasta el baño, trajo una toalla mojada y limpió los labios de Medrano, le subió el cuello del rompevientos para tapar la herida. Recordó que en esos casos no hay que perder tiempo en cruzar las manos sobre el pecho; pero sin saber por qué se limitó a estirarle los brazos hasta que las manos descansaron sobre los muslos.
– Hijos de puta, cabrones -decía el Pelusa, sonándose-. Pero usté se da cuenta, señor. ¿Qué les había hecho él, dígame un poco? Si era por el pibe que fuimos, a la final lo único que queríamos era mandar el telegrama. Y ahora…
– El telegrama ya está en destino, por lo menos eso no se lo pueden quitar. Vos tenes la llave del bar, me parece. Anda a soltar a todos aquellos y avísales lo que pasó. No te descuides con los del barco, yo me voy a quedar haciendo guardia en el pasillo.
El Pelusa agachó la cabeza, se sonó una vez más y salió. Parecía increíble que casi no se hubiera manchado con la sangre de Medrano. Raúl encendió un cigarrillo y se sentó a los pies de la cama. Miraba el tabique que separaba la cabina de la de al lado. Levantándose, se acercó y empezó a golpear suavemente, después con más fuerza. Se sentó otra vez. De golpe se le ocurrió pensar que habían estado en la popa, la famosa popa. ¿Pero qué había al fin y al cabo en la popa? «Y a mí qué más me da», pensó, encogiéndose de hombros. Oyó abrirse la puerta de la cabina de López.
Como era de suponer el Pelusa se encontró con las señoras en el pasillo de estribor, todas ellas en diversos grados de histeria. Durante media hora habían hecho lo imaginable por abrir la puerta del bar y poner en libertad a los clamorosos prisioneros, que seguían descargando puntapiés y trompadas. Arrimados a la escalerilla de cubierta, Felipe y el chófer de don Galo seguían la escena con poco interés.
Cuando vieron aparecer a Atilio, doña Pepa y doña Rosita se precipitaron desmelenadas, pero él las rechazó sin despegar los labios y empezó a abrirse paso. La señora de Trejo, monumento de virtud ultrajada, se cruzó de brazos frente a él y lo fulminó con una mirada hasta entonces sólo reservada a su marido.
– ¡Monstruos, asesinos! ¡Qué han hecho, amotinados! ¡Tire ese revólver, le digo!
– Ma déjeme pasar, doña -dijo el Pelusa-. Por un lado chillan que hay que soltar a la merza y por otro se me pone en el camino. ¿En qué estamos, dígame un poco?
Desprendiéndose de las crispadas manos de su madre, la Nelly se arrojó sobre el Pelusa.
– ¡Te van a matar, te van a matar! ¿Por qué hicieron eso? ¡Ahora los oficiales van a venir y nos van a meter presos a todos!
– No digas macanas -dijo el Pelusa-. Eso no es nada, si supieras lo que pasó… Mejor no te cuento
– ¡Tenes sangre en la camisa! -clamó la Nelly -. ¡Mamá, mamá!
– Pero me vas a dejar pasar -dijo el Pelusa-. Esta sangre es de cuando le pegaron al señor López, qué te venís a hacer la Mecha Ortiz, por favor.
Las apartó con el brazo libre, y subió la escalerilla. Desde abajo las señoras redoblaron los chillidos al ver que levantaba el revólver antes de meter la llave en la cerradura. De golpe se hizo un gran silencio, y la puerta se abrió de par en par.
– Despacito -dijo Atilio-. Vos, che, salí primero y no te hagas el loco porque te meto un plomo propio en la buseca.
El glúcido lo miró como si le costara comprender, y bajó rápidamente. Lo vieron que iba hacia una de las puertas Stone, pero toda la atención se concentraba en la sucesiva aparición del señor Trejo, del doctor Restelli y de don Galo, diversamente recibidos con alaridos, llantos y comentarios a voz en cuello. Lucio salió el último, mirando a Atilio con aire de desafío.
– Vos no te hagas el malo -le dijo el Pelusa-. Ahora no te puedo atender, pero después si querés dejo el fierrito y te rompo bien la cara a trompadas, te rompo.
– Qué vas a romper -dijo Lucio, bajando la escalera.
Nora lo miraba sin animarse a decirle nada. El la tomó del brazo y se la llevó casi a tirones a la cabina.
El Pelusa echó una mirada al interior del bar, donde quedaba el maître inmóvil detrás del mostrador, y bajó metiéndose el revólver en el bolsillo derecho del pantalón.
– Callesen un poco -dijo, parándose en el segundo peldaño-. No ven que hay un niño enfermo, después quieren que no le suba la fiebre.
– ¡Monstruo! -gritó la señora de Trejo, que se alejaba con Felipe y el señor Trejo-. ¡Esto no va a quedar así! ¡A la bodega con esposas y cadenas! ¡Como los criminales que son, secuestradores, mañosos!
– ¡Atilio, Atilio! -clamaba la Nelly, convulsa-. ¿Pero qué ha pasado, por qué encerraste a los señores?
El Pelusa iba a abrir la boca para contestar lo primero que le cruzaba por la cabeza, y que era una rotunda puteada. En cambio se quedó callado, apretando el revólver con el caño hacia el suelo. A lo nrejor era porque estaba parado en el segundo escalón, pero de golpe se sentía tan por encima de esos gritos, esas preguntas, el odio estallando en imprecaciones y reproches. «Mejor voy a ver cómo está el pibe -pensó-. Le tengo de decir a la mamá que a la final mandamo el telegrama.»
Pasó sin hablar entre un racimo de manos tendidas y bocas abiertas; de lejos casi se hubiera podido pensar que esas mujeres lo aclamaban, lo acompañaban en un triunfo.
Persio había acabado por quedarse dormido, recostado en la cama de Claudia. Cuando empezó a amanecer, Claudia le echó una manta sobre las piernas, mirando con gratitud la esmirriada figura de Persio, sus ropas nuevas pero ya arrugadas y un poco sucias. Se acercó a la cama de Jorge y atisbo su respiración. Jorge dormía tranquilamente después de la tercera dosis del medicamento. Le bastó tocarle la frente para tranquilizarse. Sintió de golpe un cansancio como de muchas noches sin sueño; pero todavía no quería tenderse junto a su hijo, sabía que alguien vendría antes de mucho con noticias o con la repetición de los mismos episodios, los absurdos laberintos donde sus amigos habían vagado durante cuarenta y ocho horas sin saber demasiado por qué.
La cara amoratada de López asomó por la puerta entreabierta. Claudia no se sorprendió de que López no hubiera golpeado, ni siquiera le llamó la atención oír que las mujeres gritaban y hablaban en el pasillo de estribor. Movió la mano, invitándolo a entrar.
– Jorge está mejor, ha dormido casi dos horas seguidas. Pero usted…
– Oh, no es nada -dijo López, tocándose la mandíbula-. Duele un poco al hablar, y por eso hablaré poco. Me alegro de que Jorge esté mejor. De todos modos, los muchachos se las arreglaron para mandar un radiograma a Buenos Aires.
– Qué absurdo -dijo Claudia.
– Sí, ahora parece absurdo.
Claudia bajó la cabeza.
– En fin, a lo hecho pecho -dijo López-. Lo malo es que hubo tiros, porque los de la popa no los quisieron dejar pasar. Parece mentira, todos nos conocemos apenas, una amistad de dos días, si se puede llamar amistad, y sin embargo…
– ¿Le ha pasado algo a Gabriel?
La afirmación ya estaba en la pregunta; López no tuvo más que callar y mirarla. Claudia se levantó, con la boca entreabierta. Estaba fea, casi ridicula. Dio un paso en falso, tuvo que tomarse del respaldo de un sillón.
– Lo han llevado a su cabina -dijo López-. Yo me quedaré cuidando a Jorge, si quiere.
Raúl, que velaba en el pasillo, dejó entrar a Claudia y cerró la puerta. Empezaba a molestarle la pistola en el bolsillo, era absurdo pensar que ios glúcidos tomarían represalias. Fuera como fuera, la cosa tendría que terminar ahí; al fin y al cabo no estaban en guerra. Tenía ganas de acercarse al pasillo de estribor, donde se oían los chillidos de don Galo y los apostrofes del doctor Restelli entre los gritos de las señoras. «Los pobres -pensó Raúl-, qué viaje les hemos dado…» Vio que Atilio se asomaba tímidamente a la cabina de Claudia, y lo siguió. Sentía en la boca el gusto de la madrugada. «¿Sería realmente el disco de Ivor Novello?», pensó, descartando con esfuerzo la imagen de Paula que pugnaba por volver. Resignado, la dejó asomar cerrando los ojos, viéndola tal como la había visto llegar a la cabina de Medrano, detrás de López, envuelta en su robe de chambre, el pelo hermosamente suelto como a él le gustaba verla por la mañana. -En fin, en fin -dijo Raúl. Abrió la puerta y entró. Atilio y López hablaban en voz baja, Persio respiraba con una especie de silbido que le iba perfectamente. Atilio se le acercó, poniéndose un dedo en la boca.
– Está mejor el pibe, está -murmuró-. La madre dijo que ya no tenía fiebre. Durmió fenómeno toda la noche.
– Macanudo -dijo Raúl.
– Yo ahora me voy a mi camarote para explicarle un poco a mi novia y a las viejas -dijo el Pelusa-. Cómo están, mama mía. Qué mala sangre qué se hacen.
Raúl lo miró salir, y fue a sentarse al lado de López que le ofreció un cigarrillo. De común acuerdo corrieron los sillones lejos de la cama de Jorge, y fumaron un rato sin hablar. Raúl sospechó que López le agradecería su presencia en ese momento, la ocasión de liquidar cuentas y a otra cosa.
– Dos cosas -dijo bruscamente López-. Primero, me considero culpable de lo ocurrido. Ya sé que es idiota, porque lo mismo hubiera ocurrido o le hubiera tocado a algún otro, pero hice mal en quedarme mientras ustedes… -se le cortó la voz,. hizo un esfuerzo y tragó saliva-. Lo que ocurrió es que me acosté con Paula -dijo, mirando a Raúl que hacía girar el cigarrillo entre los dedos-. Esa es la segunda cosa.
– La primera no tiene importancia -dijo Raúl-. Usted no estaba en condiciones de seguir la expedición, aparte de que no parecía tan arriesgada. En cuanto a lo otro, supongo que Paula le habrá dicho que no me debe ninguna explicación.
– Explicación no -dijo López, confuso-. De todas maneras…
– De todas maneras, gracias. Me parece muy chic de su parte.
– Mamá -dijo Jorge-. ¿Dónde estás, mamá?
Persio dio un brinco y pasó del sueño a los pies de la cama de Jorge. Raúl y López no se movieron, esperando.
– Persio -dijo Jorge, incorporándose-. ¿Sabés qué soñé? Que en el astro caía nieve. Te juro, Persio, una nieve, unos copos como… como…
– ¿Te sentís mejor? -dijo Persio, mirándolo como si temiera acercarse y romper el encantamiento.
– Me siento muy bien -dijo Jorge-. Tengo hambre, che, anda a decirle a mamá que me traiga café con leche. ¿Quién está ahí? Ah, qué tal. ¿Por qué están ahí?
– Por nada -dijo López-. Te vinimos a acompañar.
– ¿Qué te pasó en la nariz, che? ¿Te caíste?
– No -dijo López, levantándose-. Me soné demasiado fuerte. Siempre me pasa. Hasta luego, después te vengo a ver.
Raúl salió tras de él. Ya era ahora de guardar la condenada automática que le pesaba cada vez más en el bolsillo, pero prefirió asomarse primero a la escalerilla de proa, donde ya daba el sol. La proa estaba desierta y Raúl se sentó en el primer peldaño y miró el mar y el cielo, parpadeando. Llevaba tantas horas sin dormir, bebiendo y fumando demasiado, que el brillo del mar y el viento en la cara le dolieron; resistió hasta acostumbrarse, pensando que ya era tiempo de volver a la realidad, si eso era volver a la realidad. «Nada de análisis, querido -se ordenó-. Un baño, un largo baño en tu cabina que ahora será para vos solo mientras dure el viaje, y Dios sabe si va a durar poco, a menos que me equivoque de medio a medio.» Ojalá no se equivocara, porque entonces Medrano habría dejado la piel para nada. Personalmente ya no le importaba mucho seguir viajando o que todo acabara en un lío todavía más grande; tenía demasiado sarro en la lengua para elegir con libertad. Quizá cuando se despertara, después del baño, después de un vaso entero de whisky y un día de sueño, sería capaz de aceptar o rechazar; ahora le daba lo mismo un vómito en el suelo, Jorge que se despertaba curado, tres agujeros en un rompevientos. Era como tener la baraja de poker en la mano, en una neutralización total de fuerzas; sólo cuando se decidiera, si se decidía, a sacar uno por uno el comodín, el as, la reina y el rey… Aspiró profundamente; el mar era de un azul mitológico, del color que veía en algunos sueños en los que volaba sobre extrañas máquinas translúcidas. Se tapó la cara con las manos y se preguntó si estaba realmente vivo. Debía estarlo, entre otras cosas porque era capaz de darse cuenta de que las máquinas del Malcolm acababan de detenerse.
Antes de salir, Paula y López habían entornado las cortinas del ojo de buey y en la cabina había una luz amarillenta que parecía vaciar de toda expresión la cara de Medrano. Inmóvil a los pies de la cama, con el brazo todavía tendido hacia la puerta como sí no terminara nunca de cerrarla, Claudia miró a Gabriel. En el pasillo se oían voces ahogadas y pasos, pero nada parecía cambiar el silencio total en que acababa de entrar Claudia, la algodonosa materia que era el aire de la cabina, sus propias piernas, el cuerpo tendido en la cama, los objetos desparramados, las toallas tiradas en un rincón.
Acercándose paso a paso se sentó en el sillón que había arrimado Raúl, y miró de más cerca. Hubiera podido hablar sin esfuerzo, responder a cualquier pregunta; no sentía ninguna opresión en la garganta, no había lágrimas para Gabriel. También por dentro todo era algodonoso, espeso y frío como un mundo de acuario o de bola de cristal. Era así: acababan de matar a Gabriel. Gabriel estaba ahí muerto, ese desconocido, ese hombre con quien había hablado unas pocas veces en un breve viaje por mar. No había ni distancia ni cercanía, nada se dejaba medir ni contar; la muerte entraba en esa torpe escena mucho antes que la vida, echando a perder el juego, quitándole el poco sentido que había podido tener en esas horas de alta mar. Ese hombre había pasado parte de una noche junto a la cama de Jorge enfermo, ahora algo giraba apenas, una leve transformación (pero la cabina era tan parecida, el escenógrafo no tenía muchos recursos para cambiar el decorado) y de pronto era Claudia quien estaba sentada junto a la cama de Gabriel muerto. Toda su lucidez y su buen sentido no habían podido impedir que durante la noche temiera la muerte de Jorge, a esa hora en que morir parece un riesgo casi insalvable; y una de las cosas que la habían devuelto a la calma había sido pensar que Gabriel andaba por ahí, tomando café en el bar, velando en el pasillo, buscando la popa donde se escondía el médico. Ahora algo giraba apenas y Jorge era otra vez una presencia viva, otra vez su hijo de todos los días, como si no hubiera sucedido nada; una de las muchas enfermedades de un niño, las ideas negras de la alta noche y la fatiga; como si no hubiera sucedido nada, como si Gabriel se hubiera cansado de velar y estuviera durmiendo un rato, antes de volver a buscarla y a jugar con Jorge.
Veía el cuello del rompevientos tapando la garganta; empezaba a distinguir las manchas negruzcas en la lana, el coágulo casi imperceptible en la comisura de los labios. Todo eso era por Jorge, es decir por ella; esa muerte era por ella y por Jorge, esa sangre, ese rompevientos que alguien había subido y arreglado, esos brazos pegados al cuerpo, esas piernas tapadas con una manta de viaje, ese pelo revuelto, esa mandíbula un poco levantada mientras la frente corría hacia atrás como resbalando en la almohada baja. No podría llorar por él, no tenía sentido llorar por alguien que apenas se conocía, alguien simpático y cortés y quizá ya un poco enamorado y en todo caso lo bastante hombre para no soportar la humillación de ese viaje, pero que no era nadie para ella, apenas unas horas de charla, una cercanía virtual, una mera posibilidad de cercanía, una mano firme y cariñosa en la suya, un beso en la frente de Jorge, una gran confianza, una taza de café muy caliente. La vida era esa operación demasiado lenta, demasiado sigilosa para mostrarse en toda su profundidad; hubieran tenido que pasar muchas cosas, o no pasar cosas y que eso fuera lo que pasaba, hubieran tenido que encontrarse poco a poco, con fugas y retrocesos y malentendidos y reconciliaciones, en todos los planos en que ella y Gabriel se asemejaban y se necesitaban. Mirándolo con algo que participaba del despecho y del reproche, pensó que él la había necesitado y que era una traición y una cobardía marcharse así, abandonarse a sí mismo a la hora del encuentro. Lo retó, inclinándose sobre él sin temor y sin lástima, le negó el derecho de morir antes de estar vivo en ella, de empezar verdaderamente a vivir en ella. Le dejaba un fantoche cariñoso, una imagen de veraneo, de hotel, le dejaba apenas su apariencia y algunos momentos en que la verdad había luchado por abrirse paso; le dejaba un nombre de mujer que había sido suya, frases que le gustaba repetir, episodios de infancia, una mano huesuda y firme; era la suya, una manera hosca de sonreír y de no preguntar. Se iba como si tuviera miedo, elegía la más vertiginosa de las fugas, la de la inmovilidad irremediable, la del silencio hipócrita. Se negaba a seguir esperándola, a merecerla, a apartar una por una las horas que los distanciaban del encuentro. De qué valía que besara esa frente fría, que peinara con dedos estremecidos ese pelo pegajoso y enredado, que algo suyo y caliente corriera ahora por una cara enteramente vuelta hacia adentro, más lejana que cualquier imagen del pasado. No podría perdonarlo jamás, mientras se acordara de él le reprocharía haberla privado de un posible tiempo nuevo, un tiempo donde la duración, el estar viva en el centro mismo de la vida, renaciera en ella rescatándola, quemándola, reclamándole lo que el tiempo de todos los días no le reclamaba. Como un sordo girar de engranajes en las sienes, sentía ya que el tiempo sin él se desarrollaba en un camino interminable igual al tiempo de antes, al tiempo sin León, al tiempo de la calle Juan Bautista Alberdi, al tiempo de Jorge que era un pretexto, la mentira materna por excelencia, la coartada para justificar el estancamiento, las novelas fáciles, la radio por la tarde, el cine por la noche, el teléfono a cada hora, los febreros en Miramar. Todo eso podría haber cesado si él no estuviese ahí con las pruebas del robo y el abandono, si no se hubiera hecho matar como un tonto para no llegar a vivir de verdad en ella y hacerla vivir con su propia vida. Ni él ni ella hubieran sabido jamás quién necesitaba del otro, así como dos cifras no saben el número que componen; de su doble incertidumbre hubiera crecido una fuerza capaz de transformarlo todo, de llenarles la vida de mares, de carreras, de inauditas aventuras, de reposos como miel, de tonterías y catástrofes hasta un fin más merecido, hasta una muerte menos mezquina. Su abandono antes del encuentro era infinitamente más torpe y más sórdido que el abandono de sus amantes pasadas. De qué podía quejarse Bettina al lado de su queja, qué reproche urdirían sus labios frente a ese desposeimiento interminablemente repetido, que ni siquiera nacía de un acto de su voluntad, ni siquiera era su propia obra. Lo habían matado como a un perro, eligiendo por él, acabándole la vida sin que pudiera aceptar o negarse. Y que no tuviera la culpa era así, frente a ella, muerto ahí frente a ella, la peor, la más insanable de las culpas. Ajeno, librado a otras voluntades, grotesco blanco para la puntería de cualquiera, su traición era como el infierno, una ausencia eternamente presente, una carencia llenando el corazón y los sentidos, un vacío infinito en el que ella caería con todo el peso de su vida. Ahora sí podía llorar, pero no por él. Lloraría por su sacrificio inútil, por su tranquila y ciega bondad que lo había llevado al desastre, por lo que había tratado de hacer y quizá había hecho para salvar a Jorge, pero detrás de ese llanto, cuando el llanto cesara como todos los llantos, vería alzarse otra vez la negativa, la fuga, la imagen de un amigo de dos días que no tendría fuerzas para ser su muerto de toda la vida. «Perdón por decirte todo esto -pensó desesperada-, pero estabas empezando a ser algo mío, ya entrabas por mi puerta con un paso que yo reconocía desde lejos. Ahora seré yo la que huya, la que pierda muy pronto lo poco que tenía de tu cara y de tu voz y de tu confianza. Me has traicionado de golpe, eternamente; pobre de mí, que perfeccionaré mi traición todos los días, perdiéndote de a poco, cada vez más, hasta que ya no seas ni siquiera una fotografía, hasta que Jorge no se acuerde de nombrarte, hasta que otra vez León entre en mi alma como un torbellino de hojas secas, y yo dance con su fantasma y no me importe».
A las siete y media algunos pasajeros acataron el llamado del gongo y subieron al bar. La detención del Malcolm no los sorprendía demasiado; era previsible que después de las locuras insensatas de esa noche se empezarían a pagar las consecuencias. Don Galo lo proclamó con su voz más chirriante mientras untaba rabiosamente las tostadas, y las señoras presentes asintieron con suspiros y miradas cargadas de reproche y profecía. La mesa de los malditos recibía de tiempo en tiempo una alusión o un par de ojos condenatorios que se fijaban obstinados en la cara amoratada de López, en el pelo suelto y descuidado de Paula, en la sonrisa soñolienta de Raúl. La noticia de la muerte de Medrano había provocado un desmayo en doña Pepa y una crisis histérica en la señora de Trejo; ahora procuraban reponerse frente a las tazas de café con leche. Temblando de rabia al pensar en las horas que había pasado prisionero en el bar, Lucio apretaba los labios y se abstenía de comentarios; a su lado, Nora se sumaba oficiosamente al partido de la paz y se unía en voz baja a los comentarios de doña Rosita y de la Nelly, pero no podía impedirse mirar a cada momento hacia la mesa de López y Raúl, como si para ella al menos, las cosas distasen de estar claras. Imagen de la rectitud agraviada, el maître iba de una mesa a otra, recibía los pedidos, se inclinaba sin hablar, y de cuando en cuando miraba los hilos arrancados del teléfono y suspiraba.
Casi nadie había preguntado por Jorge, la truculencia podía más que la caridad. Capitaneadas por la señora de Trejo, doña Pepa, la Nelly y doña Rosita habían pretendido meterse muy temprano en la cabina mortuoria para adoptar las diversas disposiciones en que descuella la necrofilia femenina. Atilio, que había tenido una pelea a grito pelado con la familia, les adivinó la intención y fue a plantarse como fierro frente a la puerta. A la cortante invitación de la señora de Trejo para que las dejase entrar a cumplir sus deberes cristianos, respondió con un: «Vayasén a bañar», que no admitía dudas. Al ademán que hizo la señora de Trejo como para abofetearlo, el Pelusa respondió con un gesto tan significativo que la digna señora, vejada en lo más hondo, retrocedió con el rostro empurpurado mientras reclamaba a gritos la presencia de su esposo. Pero el señor Trejo no aparecía por ninguna parte, y las damas acabaron por marcharse, la Nelly bañada-en-lágrimas, doña Pepa y doña Rosita aterradas por la conducta del hijo y futuro yerno, la señora de Trejo en plena crisis de urticaria nerviosa. En cierto modo el desayuno se proponía como una tirante tregua en la que todos se observaban de reojo, con la desagradable sensación de que el Maícolm se había detenido en medio del mar, es decir que el viaje se interrumpía y algo iba a suceder, vaya a saber qué.
A la mesa de los malditos acababa de sumarse el Pelusa, a quien Raúl invitó con un ademán apenas lo vio asomar a la puerta. Iluminada la cara por una sonrisa de felicidad, el Pelusa corrió a instalarse entre sus amigos, mientras la Nelly bajaba los ojos hasta casi tocar las tostadas, y su madre se iba poniendo más y más roja. Dándoles la espalda, el Pelusa se sentó entre Paula y Raúl que se divertían una barbaridad. López, masticando con muchas precauciones un bizcocho, le guiñó el ojo que le quedaba abierto.
– Me parece que a su familia no le entusiasma su presencia en esta mesa contaminada -dijo Paula.
– Yo tomo la leche donde quiero -dijo Atilio-. Que me dejen de incordiar, a la qué tanto.
– Seguro -dijo Paula, y le ofreció pan y manteca-. Asistamos ahora a la llegada majestuosa del señor Trejo y del doctor Restelli.
La voz cascada de don Galo saltó como un tapón de champaña. Se alegraba de ver que los amigos habían podido dormir un par de horas por lo menos, después de la incalificable noche que habían pasado prisioneros. Por su parte le había sido imposible conciliar el sueño a pesar de una doble dosis de Bromural Knoll. Pero ya tendría tiempo de dormir una vez que se hubieran deslindado las responsabilidades y sancionado ejemplarmente a los inconscientes fautores de tan tamaña barbaridad.
– Aquí se va a armar antes de dos minutos -murmuró Paula-. Carlos, y vos, Raúl, quédense quietos.
– Ma sí, ma sí -decía el Pelusa, metido en su cafe con leche-. Qué escombro que hacen por nada.
López miraba curioso al doctor Restelli, que se cuidaba de devolverle la mirada. De la mesa de las señoras brotó un: «¡Osvaldo!» imperioso, y el señor Trejo, que se encaminaba a un sitio vacío, pareció recordar una obligación y, cambiando 5e rumbo, se acercó a la mesa de los malditos y encaró a Atilio que luchaba con un bocado algo excesivo de pan con dulce de frutilla.
– ¿Se puede saber, joven, con qué derecho ha pretendido impedir el paso de mi esposa en la… en la capilla ardiente, digamos?
El Pelusa tragó el bocado con singular esfuerzo, y su nuez de Adán pareció a punto de reventar.
– Ma si lo único que querían era escorchar la paciencia -dijo
– ¿Cómo dice? ¡Repita eso!
A pesar de que Raúl le hacía señas de que no se moviera, el Pelusa echó atrás la silla y se levantó.
– Mejor acábela -dijo, juntando los dedos de la mano izquierda y metiéndolos debajo de la nariz del señor Trejo-. ¿Pero usté quiere que yo me enoje de veras? ¿No le alcanzó con el castigo? ¿No estuvo bastante en penitencia, usted y todos ésos, manga de cagones?
– ¡Atilio! -dijo virtuosamente Paula, mientras Raúl se retorcía de risa.
– ¡Ma sí, ya que me vienen a buscar me van a oír! -gritó el Pelusa con una voz que rajaba los platos-. ¡Manga de atorrantes, meta hablar y hablar, y que sí y que no, y entre tanto el pibe se estaba muriendo, se estaba! ¿Qué hicieron, dígame un poco? ¿Se movieron, ustedes? ¿Fueron a buscar ai doctor, ustedes? ¡Fuimos nosotros, pa que lo sepa! ¡Nosotros, aquí el señor, y el señor que bien que le rompieron la cara! Y el otro señor… sí, el otro… y después va a pretender que yo deje entrar a cualquiera en el camarote…
Se atragantaba, demasiado emocionado para seguir. Tomándolo del brazo, López trató de que se sentara, pero el Pelusa se resistía. Entonces López se levantó a su vez y miró en la cara al señor Trejo.
– Vox populi, vox Dei -dijo-. Vaya a tomar su desayuno, señor. En cuanto a usted, señor Porrino, ahórrenos sus comentarios. Y ustedes también, señoras y señoritas.
– ¡Incalificable! -vociferó don Galo, entre un coro de gemidos y exclamaciones femeninas-. ¡Abusan de su fuerza!
– ¡Deberían haberlos matado a todos! -gritó la señora de Trejo, derramándose sobre el respaldo del sillón.
Tan sincero deseo sirvió para que los demás empezaran a callarse, sospechando que habían ido demasiado lejos. El desayuno continuó entre sordos murmullos y una que otra mirada iracunda. Persio, que llegaba tarde, pasó como un duende entre las mesas y arrimó una silla junto a López.
– Todo es paradoja -dijo Persio, sirviéndose café-. Los corderos se han vuelto locos, el partido de la paz es ahora el partido de la guerra.
– Un poco tarde -dijo López-. Harían mejor en quedarse en sus cabinas y esperar… me pregunto qué.
– Es un mal sistema -dijo Raúl bostezando-. Yo traté de dormir sin resultado. Se está mejor afuera al sol. ¿Vamos?
– Vamos -aceptó Paula, y se detuvo en el momento de levantarse-. Tiens, miren quién llega.
Enjuto y caviloso, el glúcido de cabello gris «à la brosse» los miraba desde la puerta. Numerosas cucharitas se posaron en los platos, algunas sillas dieron media vuelta.
– Buenos días, señoras, buenos días, señores.
Se oyó un débil: «Buen día, señor», de la Nelly.
El glúcido se pasó la mano por el pelo.
– Deseo comunicarles en primer término que el médico acaba de visitar al enfermito y lo ha encontrado mucho mejor.
– Fenómeno -dijo el Pelusa.
– En nombre del capitán les informo que las restricciones de seguridad conocidas por ustedes serán levantadas a partir de mediodía.
Nadie dijo nada, pero el gesto de Raúl era demasiado elocuente como para que el glúcido lo pasara por alto.
– El capitán lamenta que un malentendido haya sido causa de un deplorable accidente, pero comprenderán que la Magenta Star declina toda responsabilidad al respecto, máxime cuando todos ustedes sabían que se trataba de una enfermedad sumamente contagiosa.
– Asesinos -dijo claramente López-. Sí, eso que ha oído: asesinos.
El glúcido se pasó la mano por el pelo.
– En circunstancias como ésta, la emoción y el estado nervioso explican ciertas acusaciones absurdas -dijo, desechando la cuestión con un encogimiento de hombros-. No quisiera retirarme sin prevenir a ustedes que quizá fuera conveniente que prepararan su equipaje.
En medio de los gritos y preguntas de las señoras, el glúcido parecía más viejo y cansado. Dijo unas palabras al maître y salió, pasándose con insistencia la mano por el pelo.
Paula miró a Raúl, que encendía aplicadamente la pipa.
– Qué macana, che -dijo Paula-. Y yo que había subalquilado mi departamento por dos meses.
– A lo mejor -dijo Raúl- podes conseguir el de Medrano, si te adelantas a Lucio y a Nora que deben tener unas ganas oárbaras de conseguir casa.
– No le tenes respeto a la muerte, vos.
– La muerte no me va tener respeto a mí, che.
– Vamos -«Jijo bruscamente López a Paula-. Vamos a tomar el sol, estoy harto de todo esto.
– Vamos, Jamaica John -dijo Paula, mirándolo de reojo. Le gustaba sentirlo enojado. «No, querido, no te la vas a llevar de arriba -pensó-. Machito orgulloso, ya vas a ver cómo detrás de los besos está siempre mi boca, que no cambia así nomás. Mejor que trates de entenderme, no de cambiarme…» Y lo primero que tenía que entender era que la vieja alianza no estaba rota, que Raúl sería siempre Raúl para ella. Nadie le compraría su libertad, nadie la haría cambiar mientras no lo decidiera por su cuenta.
Persio tomaba una segunda taza de café y pensaba en el regreso. Las calles de Chacarita desfilaban por su memoria. Tendría que preguntarle a Claudia si era legal seguir faltando al empleo aunque estuviera de vuelta en Buenos Aires. «Detalles jurídico delicados -pensó Persio-. Si el gerente me ve en la calle y yo he dicho que iba a hacer un viaje por mar…»
Pero si el gerente lo ve en la caite y él ha dicho que va a hacer un viaje por mar, ¿qué demonios importa? ¿Qué demonios? Esto lo subraya Persio mirando el poso de su segunda taza de café, salido y distante, oscilando como un corcho en otro corcho más grande en una vaga zona del océano austral. En toda la noche no ha podido velar, desconcertado por el olor de pólvora, las carreras, la vana quiromancia sobre manos falseadas por el talco, los volantes de automóviles y las asas de las valijas. Ha visto la muerte cambiar de idea a pocos metros de la cama de Jorge, pero sabe que esto es una metáfora. Ha sabido que hombres amigos han roto el cerco y llegado a la popa, peto no ha encontrado el hueco por donde reanudar el contacto con la noche, coincidir con el descubrimiento precario de esa gente. El único que ha sabido algo de la popa ya no puede hablar. ¿Subió las escaleras de la iniciación? ¿Vio las jaulas de fieras, vio los monos colgados de los cables, oyó las voces primordiales, encontró la razón o el contentamiento? Oh terror de los antepasados, oh noche de la raza, pozo ciego y borboteante, ¿qué oscuro tesoro custodiaban los dragones de idioma nórdico, qué reverso esperaba allí para mostrarle a un muerto su verdadera cara? Todo el resto es mentira y esos otros, los que han vuelto o los que no han ido lo saben igualmente, los unos por no mirar o no querer mirar, los otros por inocencia o por la dulce canallería del tiempo y las costumbres. Mentira las verdades de los exploradores, mentira las mentiras de los cobardes y los prudentes; mentira las explicaciones, mentira los desmentidos. Sólo es cierta e inútil la gloria colérica de Atilio, ángel de torpes manos pecosas, que no sabe lo que ha sido pero que se yergue ya, marcado para siempre, distinto en su hora perfecta, hasta que la conjuración inevitable de la Isla Maciel lo devuelva a la ignorancia satisfactoria. Y sin embargo allá estaban las Madres, por darles un nombre, por creer en sus vagas figuraciones, alzándose en mitad de la pampa, sobre la tierra que está maleando la cara de sus hombres, el porte de sus espaldas y sus cuellos, el color de sus ojos, la voz que ansiosa reclama el asado de tira y el tango de moda, estaban los arquetipos, los ocultos pies de la historia que enloquecida corre por las versiones oficiales, por el-veinticinco-de-mayo-amaneció-frio-y-lluvioso, por Liniers misteriosamente héroe y traidor entre la página treinta y la treinta y cuatro, los pies profundos de la historia esperando la llegada del primer argentino, sedienta de entrega, de metamorfosis, de extracción a la luz. Pero una vez más sabe Persio que el rito obsceno se ha cumplido, que los antepasados siniestros se han interpuesto entre las Madres y sus distantes hijos, y que su terror acaba por matar la imagen del dios creador, sustituirlo por un comercio favorable de fantasmas, un cerco amenazante de la ciudad, una exigencia insaciable de ofrendas y apaciguamientos. Jaulas de monos, fieras sueltas, guindos de uniforme, efemérides patrias, o solamente una cubierta lavada y gris de amanecer, cualquier cosa basta para ocultar lo que temblorosamente esperaba del otro lado. Muertos o vivos han regresado de allá abajo con los ojos turbios, y una vez más ve Persio dibujarse la imagen del guitarrista en un cuadro que fue de Apollinaire, una vez más ve que el músico no tiene cara, no hay más que un vago rectángulo negro, una música sin dueño, un ciego acaecer sin raíces, un barco flotando a la deriva, una novela que se acaba.