PRIMER DIA

… le ciel et la mer s’ajustent ensemble pour former une espèce de guitare…

AUDIBERTI, Quoat-Quoat


XIX

Las actividades nocturnas de Atilio Presutti culminaron en una mudanza: tuvo que sacar una cama de su cabina, con la hosca cooperación de un camarero casi mudo, y trasladarla a la cabina de al lado que compartirían su madre, la madre de la Nelly y la Nelly misma. La instalación se vio complicada por la forma y el tamaño de la cabina, y doña Rosita habló varias veces de dejar las cosas como antes e irse a dormir con su hijo, pero el Pelusa se agarró la cabeza y dijo que a la final tres mujeres juntas era otra cosa que una madre con su hijo, y que en el camarote no había biombos ni otras separaciones. Por fin lograron meter la cama entre la puerta del baño y la de entrada, y el Pelusa reapareció con un cajoncito de duraznos que le había regalado el Rusito. Aunque todos tenían hambre no se animaron a tocar el timbre y preguntar si se cenaría; comieron duraznos, y la madre de la Nelly extrajo un botellón de guindado y un chocolate Dolca. En paz, el Pelusa volvió a su cabina y se tiró a dormir como un tronco.

Cuando despertó eran las siete y un sol neblinoso se colaba en la cabina. Sentado en la cama y rascándose por encima de la camiseta, admiró con luz natural el lujo y el tamaño de su camarote. «Qué suerte que la vieja es una señora, así tiene que dormir con las otras», pensó satisfecho al calcular la independencia y la importancia que le daba el camarote privado. Camarote número cuatro, del señor Atilio Presutti. ¿Subimos arriba a ver lo que pasa? El barco parecería que está parado, a lo mejor ya llegamos a Montevideo. Uy Dió qué cuarto de baño, qué inodoro, mama mía. ¡Con papel color rosa, esto es grande! Esta tarde o mañana tengo que estrenar la ducha, debe ser fenómena. Pero mira este lavatorio, parece la pileta de Sportivo Barracas, aquí te podes lavar el pescuezo sin chorrear nada, qué agua más tibia que sale…

El Pelusa se enjabonó enérgicamente la cara y las orejas, cuidando de. no mojarse la camiseta. Después se puso el piyama nuevo a rayas, las zapatillas de basket y se retocó la peinada antes de salir; en el apuro se olvidó de lavarse los dientes y eso que doña Rosita le había comprado un cepillo nuevo.

Pasó ante las puertas de los camarotes de estribor. Los punios estarían roncando todavía, seguro que era el primero en salir a la cubierta de proa. Pero allí se encontró cc.i el chiquilín que viajaba con la madre y que lo miró amistosamente.

– Buen día -dijo Jorge-. Les gané a todos, vio.

– Qué tal, pibe -condescendió el Pelusa. Se acercó a la borda y se sujetó con las dos manos.

– Sandio -dijo-. ¡Pero estamos anclados delante de Quilmes!

– ¿Eso es Quilmes, con esos tanques y esos fierros? -preguntó Jorge-. ¿Ahí fabrican la cerveza?

– ¡Pero vos te das cuenta! -repetía el Pelusa-. Y yo que ya creía que estábamos en Montevideo y que a ló mejor se podía bajar y todo, yo que no conozco…

– ¿Quilmes debe estar bastante cerca de Buenos Aires, no?

– ¡Pero claro, te tomas el bondi y llegas en dos patadas! Capaz que la barra del Japonés me está manyando desde la orilla, son todos de por ahí… ¿Pero qué clase de viaje es éste, decime un poco?

Jorge lo examinó con ojos sagaces.

– Hace una hora que estamos anclados -dijo-. Yo subí a las seis, no tenía más sueño. ¿Sabe que aquí nunca se ve a nadie? Pasaron aos marineros apurados por alguna cosa de la maniobra, pero creo que no me entendieron cuando les hablé. Seguro que eran lípidos.

– ¿Lo qué?

– Lípidos. Son unos tipos muy raros, no hablan nada. A menos que sean prótidos, debe ser fácil confundirlos.

El Pelusa miró a Jorge de reojo. Iba a preguntarle algo cuando la Nelly y su madre aparecieron en la escalerilla, las dos de pantalones y sandalias de fantasía, anteojos de sol y pañuelos en la cabeza.

– |Ay, Atilio, qué barco tan divino! -dijo la Nelly -. ¡Todo brilla que da gusto, y el aire, qué aire!

– ¡Qué aire! -dijo doña Pepa-. Y usted qué madrugador, Atilio.

Atilio se acercó y la Nelly le presentó la mejilla, en la que él depositó un beso. Inmediatamente tendió el brazo y les señaló la costa.

– Pero eso yo lo conozco -dijo la madre de la Nelly.

– ¡Berisso! -dijo la Nelly.

– Quilmes -dijo el Pelusa, lúgubre-. Digamén qué categoría de crucero es éste.

– Yo me pensaba que ya estaríamos mar afuera y que el barco no se movía nada -dijo la madre de la Nelly -. Vaya a saber si no tienen algo roto y lo tienen que componer.

– A lo mejor vinieron a cargar nafta -dijo la Nelly.

– Estos barcos cargan fuel-oil -dijo Jorge.

– Bueno, eso -dijo la Nelly -. ¿Y este nene aquí solo? ¿Tu mamita está abajo, querido?

– Sí -dijo Jorge, mirándola de través-. Está contando las arañas.

– ¿Las qué, nene?

– La colección de arañas. Siempre que hacemos estos viajes las llevamos con nosotros. Anoche se nos escaparon cinco, pero creo que mamá ya encontró tres.

La madre de la Nelly y la Nelly abrieron la boca. Jorge se agachó para esquivar el manotazo entre amistoso y pesado del Pelusa.

– ¿Pero no se dan cuenta que el pibe las está cargando? -dijo el Pelusa-. Subamos arriba a ver si nos dan la leche, que tengo un ragú que me muero.

– Parece que el desayuno en estos barcos sabe ser muy surtido -dijo la madre de la Nelly con aire displicente-. He leído que ofrecen hasta jugo de naranja. ¿Te acordás, nena, de aquella película? Esa donde trabajaba la muchacha… que el padre era algo de un diario y no la quería dejar salir con Gary Cooper.

– Pero no, mamá, no era esa.

– Sí, no te acordás que era en colores y que ella cantaba por la noche ese bolero en inglés… Pero claro, entonces no era con Gary Cooper. Esa del accidente en el tren, te acordás.

– Pero no, mamá -decía la Nelly -. Qué cosa, siempre se está confundiendo;

– Servían jugo de frutas -insistió doña Pepa.

La Nelly se colgó del brazo de su novio para subir hasta el bar, y en el camino le preguntó en voz baja si le gustaba con pantalones, a lo que Atilio respondió emitiendo una especie de bramido sofocado y apretándole el brazo hasta machucárselo.

– Pensar -dijo el Pelusa hablándole al oído- que ya podrías ser mi esposa si no sería por tu papá.

– Ay, Atilio -dijo la Nelly.

– Tendríamos el camarote para los dos y todo.

– ¿Vos crees que yo no pienso de noche? Quiero decir, que ya podríamos estar casados.

– Y ahora hay que esperar hasta que tu viejo largue la casita.

– Y sí. Vos sabés cómo es mi papá.

– Una mula -dijo el Pelusa respetuosamente-. Menos mal que podemos estar juntos todo el viaje, jugar a las cartas y de noche salir a la cubierta, viste, ahí donde hay unos rollos de soga… Fenómeno para que no nos vean. Tengo un ragú, tengo…

– El aire del río es muy estimulante -dijo la ííelly-. ¿Qué me decís de mamá con pantalones?

– Le quedan bien -dijo el Pelusa, que jamás había visto nada más parecido a un buzón-. Mi vieja no se quiere poner esas cosas, ella es a la antigua, cuantimás que el viejo en una de esas la empieza a las patadas. Vos sabés cómo es.

– En tu casa son muy impulsivos -dijo la Nelly -. Anda a llamar a tu mamá ysubimos. Mira esas puertas, qué limpieza.

– Oí cómo chamuyan en el bar -dijo el Pelusa-. Parece que a la hora del completo pan y manteca todos se constituyen. Vamos juntos a buscar a la vieja, no me gusta que subas sola.

– Pero Atilio, no soy una nena.

– Hay cada tiburón en este barco -dijo el Pelusa-. Vos venís conmigo y se acabó.

XX

El bar estaba preparado para el desayuno. Había seis mesas tendidas y el barman colocaba en su sitio la última servilleta de papel floreado cuando López y el doctor Restelli entraron casi al mismo tiempo. Eligieron mesa, y en seguida se les agregó don Galo, que parecía darse por. presentado aunque todavía no había hablado con nadie, y que despidió al chófer con un seco chasquido de los dedos. López, admirado de que el chófer fuera capaz de subir la escalera con don Galo y la silla de ruedas (convertida para la ocasión en una especie de canasta que se sostenía en el aire, y en eso estaba la hazaña) preguntó si la salud era buena.

– Pasable -dijo don Galo con un acento gallego en nada deteriorado por cincuenta.años de comercio en la Argentina -. Demasiada humedad ambiente, aparte de que anoche no se cenó.

El doctor Restelli, de blanco vestido y con gorra, entendía que la organización era un tanto deficiente si bien las circunstancias atenuaban la responsabilidad de las autoridades.

– Nada, hombre, nada -dijo don Galo-. Positivamente intolerable, como siempre que la burocracia pretende suplantar la iniciativa privada. Si este viaje hubiera sido organizado por Exprinter, tengan ustedes la seguridad de que nos hubiéramos ahorrado no pocos contratiempos.

López se divertía. Hábil en provocar discusiones, insinuó que también las agencias solían dar gato por liebre, y que de todos modos la Lotería Turística era una invención oficial.

– Pero por supuesto, por supuesto -apoyó el doctor Restelli-. El señor Porrino, que tal creo es su apellido, no debería olvidar que el mérito inicial recae en la inteligente visión de nuestras autoridades, y que…

– Contradicción -cortó don Galo secamente-. Jamás he conocido autoridades que tuviesen visión de alguna cosa. Vea usted, en el ramo de tiendas no hay decreto del gobierno que no sea un desacierto. Sin ir más lejos, las medidas sobre importación de telas. ¿Qué me dicen ustedes dé eso? Naturalmente: una barbaridad. En la Cámara de Tiendas, de la que soy presidente honorario desde hace tres lustros, mi opinión fue expresada en forma de dos cartas abiertas y una presentación ante el Ministerio de Comercio. ¿Resultados, señores? Ninguno. Eso es el gobierno.

– Permítame usted -el doctor Restelli tomaba el aire de gallo que solazaba tanto a López-. Lejos de mí defender en su totalidad la obra gubernativa, pero un profesor de historia tiene, por decir así, cierto sentido comparativo, y puedo asegurarle que el gobierno actual, y en general la mayoría de los gobiernos, representan la moderación y el equilibrio frente a fuerzas privadas muy respetables, no lo discuto, pero que suelen pretender para sí lo que no puede concedérseles sin menoscabo del orden nacional. Esto no sólo vale para las fuerzas vivas, señor mío, sino también para los partidos políticos, la moral de la. población y el régimen edilicio. Lo que hay que evitar a toda costa es la anarquía, aun en sus formas más larvadas.

El barman empezó a servir café con leche. Mientras lo hacía escuchaba con sumo interés el diálogo y movía los labios como si repitiera las palabras sobresalientes.

– A mí un té con mucho limón -ordenó don Galo sin mirarlo-. Sí, sí, todo el mundo habla en seguida de anarquía, cuando está claro que la verdadera anarquía es la oficial, disimulada con leyes y ordenanzas. Ya verán ustedes que este viaje va a ser un asco, un verdadero asco.

– ¿Por qué se embarcó, entonces? -preguntó López como al descuido.

Don Galo se sobi esaltó visiblemente.

– Pero hombre, son dos cosas distintas. ¿Por qué no había de embarcarme si gané la lotería? y luego que ¡os defectos se van descubriendo sobre el terreno.

– Dadas sus ideas, los defectos debían ser previstos, ¿no le parece?

– Hombre, sí. ¿Pero y si por casualidad las cosas salen bien?

– O sea que usted reconoce que la iniciativa oficial puede ser acertada en ciertas cosas -dijo el doctor Restelli-. Personalmente trato de mostrarme comprensivo y ponerme en el papel del gobernante. («Eso es lo que quisieras, diputado fracasado», pensó López con más simpatía que malicia.) El timón del estado es cosa seria, mi estimado contertulio, y afortunadamente está en buenas manos. Quizá no suficientemente enérgicas, pero bien intencionadas.

– Ahí está -dijo don Galo, untando con vigor una tostada-. Ya salió el gobierno fuerte. No, señor, lo que se necesita es un comercio intensivo, un movimiento más amplio de capitales, oportunidades para todo el mundo, dentro de ciertos límites, se comprende.

– No son cosas incompatibles -dijo el doctor Restelli-. Pero es necesario que haya una autoridad vigilante y con amplios poderes. Admito y soy paladín de la democracia en la Argentina, pero la confusión de la libertad con el libertinaje encuentra en mí un adversario decidido.

– Quién habla de libertinaje -dijo don Galo-. En cuestiones de moral, yo soy tan rigorista como cualquiera, coño.

– No usaba el término en ese sentido, pero puesto que lo toma en su acepción corriente, me alegro de que coincidamos en este terreno.

– Y en el dulce de frutilla, que está muy bueno -dijo López, seriamente aburrido-. No sé si han advertido que estamos anclados desde hace rato.

– Alguna avería -dijo don Galo, satisfecho-. ¡Usted! ¡Un vaso de agua!

Saludaron cortésmente el progresivo ingreso de doña Pepa y el resto de la familia Presutti, que se instaló con locuaces comentarios en una mesa donde abundaba la manteca. El Pelusa se aproximó a ellos como para permitirles una visión más completa de su piyama.

– Buenas, qué tal -dijo-. ¿Vieron lo que pasa? Estamos enfrente de Quilmes, estamos.

– ¡De Quilmes! -exclamó el doctor Restelli-. ¡Nada de eso, joven, debe ser la Banda Oriental!. -Yo conozco los gasómetros -aseguró el Pelusa-. Mi novia ahí no me dejará mentir. Se ven las casas y las fábricas, le digo que es Quilmes.

– ¿Y por qué no? -dijo López-. Tenemos el prejuicio de que nuestra primera escala marítima debe ser Montevideo, pero si vamos con otro rumbo, por ejemplo al sur…

– ¿Al sur?-dijo don Galo-. ¿Y qué vamos a hacer nosotros al sur?

– Ah, eso… Supongo que ahora lo sabremos. ¿Usted conoce el itinerario? -preguntó López al barman.

El barman tuvo que admitir que no lo conocía. Mejor dicho, lo había conocido hasta el día anterior, y era un viaje a Liverpool con ocho o nueve escalas rutinarias. Pero después habían comenzado las negociaciones con tierra y ahora él estaba en la mayor ignorancia. Cortó su exposición para atender el urgente pedido de más leche en el café que le hacía el Pelusa, y López se volvió con aire perplejo a ios otros.

– Habrá que buscar a un oficial -dijo-. Ya deben tener eslablecido un itinerario.

Jorge, que había simpatizado con López, se les acercó velozmente.

– Ahí vienen otros -anunció-. Pero los ae a bordo… invisibles. ¿Me puedo sentar con ustedes? Café con leche y pan con dulce, por favor. Ahí vienen, qué les dije.

Medrano y Felipe aparecieron con aire entre sorprendido y soñoliento. Detrás subieron Raúl y Paula. Mientras cambiaban saludos entraron Claudia y el resto de la familia Trejo. Sólo faltaban Lucio y Nora, sin contar a Persio porque Persio nunca daba la impresión de faltar en ninguna parte. El bar se llenó de ruidos de sillas, comentarios y humo de cigarrillos. La mayoría de los pasajeros empezaba a verse de veras por primera vez. Medrano, que había invitado a Claudia a compartir su mesa, la encontró más joven de lo que había supuesto por la noche. Paula era evidentemente menor, pero había como un peso en sus parpados, un repentino tic que le contraía un lado de la cara; en ese momento parecía de la misma edad que Claudia. La noticia de que estaban frente a Quilmes había llegado a todas las mesas, provocando risas o comentarios irónicos. Medrano, con la sensación de un anticlimax particularmente ridículo, vio a Raúl Costa que se acercaba a un ojo de buey y hablaba con Felipe; acabaron sentándose a la mesa en que ya estaba Paula, mientras López saboreaba malignamente el visible desagrado con que la familia Trejo asistía a la secesión. El chófer reapareció para llevarse a don Galo, y el Pelusa corrió inmediatamente a ayudarlo. «Qué buen muchacho -pensó López-. ¿Cómo explicarle que el piyama tiene que dejarlo en la cabina?» Se lo dijo a Medrano en voz baja, de mesa a mesa.

– Ese es el lío de siempre, che -dijo Medrano-. Uno no puede ofenderse por la ignorancia o la grosería de esa gente cuando en el fondo ni usted ni yo hemos hecho nunca nada para ayudar a suprimirla. Preferimos organizamos de manera de tener un trato mínimo con ellos, pero cuando las circunstancias nos obligan a convivir…

– Estamos perdidos -dijo López-. Yo, por lo menos. Me siento superacomplejado frente a tanto piyama, tanto Maribel y tanta inocencia.

– Oportunidad que ellos explotan inconscientemente para desalojarnos, puesto que también les molestamos. Cada vez que escupen en la cubierta en vez de hacerlo en el mar es como si nos metieran un tiro entre los ojos.

– O cuando ponen la radio a todo lo que da, después hablan a gritos para entenderse, dejan le oír bien la radio y la suben todavía más, etcétera, ad infinitum.

– Sobre todo -dijo Medrano- cuando sacan a relucir el tesoro tradicional de los lugares comunes y las ideas recibidas. A su manera son extraordinarios, como un boxeador en el ring o un trapecista, pero uno no se ve viajando todo el tiempo con atletas y acróbatas.

– No se pongan melancólicos -dijo Claudia, ofreciéndoles cigarrillos- y sobre todo no anchen tan pronto sus prejuicios burgueses. ¿Qué opinan del eslabón intermedio, o sea de la familia del estudiante? Ahí tienen a unas buenas personas más desdichadas que nosotros, porque no se entienden ni con el grupo del pelirrojo ni con nuestra mesa. Aspiran a esto último, claro, pero nosotros retrocedemos aterrados.

Los aludidos debatían en voz baja, con repentinas sibilancias e interjecciones, la descortés conducta del hijo y hermano. La señora de Trejo no estaba dispuesta a permitir que ese mocoso aprovechara de su situación para emanciparse a los dieciséis años y medio, y si su PADRE no le hablaba con energía… Pero el señor Trejo no dejaría de hacerlo, podía estar tranquila. Por su parte, la Beba era la imagen misma del desdén y la reprobación.

– Bueno -dijo Felipe-. Tanto navegar toda la noche… Esta mañana apenas miré por la ventana, zas, veo unas chimeneas. Casi me acuesto de nuevo.

– Eso le enseñará a no madrugar -dijo Paula, bostezando-. Y vos, querido, que sea la última vez que me despertás. Tengo una honorable filiación de lirones tanto por el lado de los Lavalle como de los Ojeda, y necesito mantener bien pulidos los blasones.

– Perfecto -dijo Raúl-. Lo hice por tu salud, pero ya se sabe que esas iniciativas son siempre mal recibidas.

Felipe escuchó perplejo. Un poco tarde ya para ponerse de acuerdo en cuestiones de apoliyo. Se aplicó atentamente a la tarea de comer un huevo duro, mirando de reojo hacia la mesa de la familia. Paula lo observaba entre dos nubes de humo. Ni mejor ni peor que los otros; parecía como si la edad los uniformara, los hiciera indistintamente tozudos, crueles y deliciosos. «Va a sufrir», se dijo, pero no pensaba en él.


– Sí, será lo mejor -dijo López-. mirá, Jorgito, si ya acabaste anda a ver si encontrás alguno de a bordo por ahí, y le pedís que suba un momento.

– ¿Un oficial, o un lípido cualquiera?

– Mejor un oficial. ¿Quiénes son los lípidos?

– Ni idea -dijo Jorge-. Pero seguro que son enemigos. Chau.

Medrano hizo una seña al barman, replegado en el mostrador. El barman se acercó con pocas ganas.

– ¿Quién es el capitán?

Para sorpresa de López, el doctor Restelli y Medrano, el barman no lo sabía.

– Es así -explicó como apenado-. Hasta ayer era el capitán Lovatt; pero anoche oí decir… Ha habido cambios, sobre todo porque ahora van a viajar ustedes, y…

– ¿Cómo cambios?

– Sí, arreglos. Ahora creo que no vamos a Liverpool. Anoche oí… -se interrumpió mirando en torno-. Mejor será que hablen con el maître, a lo mejor él sabe algo. Va a venir de un momento a otro.

Medrano y López se consultaron con la mirada, y lo dejaron irse. Parecía como si no quedara más que admirar la costa de Quilmes y charlar. Jorge volvió con la noticia de que no había oficiales a la vista, y que los dos marineros que pintaban un cabrestante no entendían el español.

XXI

– Colguémosla aquí -dijo Lucio-. Con el ventilador se va a secar en un momento y después la ponemos de nuevo.

Nora acabó de retorcer la parte de la sábana que había estado lavando.

– ¿Sabés qué hora es? Las nueve y media, y estamos anclados en alguna parte.

– Siempre me levanto a esa hora -dijo Nora-. Tengo hambre.

– Yo también. Pero seguro que ya sirvieron el desayuno. A bordo el horario es muy distintc.

Se miraron. Lucio se acercó y abrazó suavemente a Nora. Ella puso la cabeza en su hombro y cerró los ojos.

– ¿Te sentís bien? -dijo él.

– Sí, Lucio.

– ¿Verdad que me querés un poquito?

– Un poquito.

– ¿Y que estás contenta?

– Hm.

– ¿No estás contenta?

– Hm.

– Hm -dijo Lucio, y la besó en el pelo.

El barman los miró reprobatoriamente, pero se apresuró a despejar la mesa que ya había abandonado la familia Trejo. Lucio esperó que Nora estuviese sentada, y se acercó a Medrano que lo puso al corriente de lo que sucedía. Cuando se lo dijo, Nora se resistió a creerlo. En general las mujeres se mostraban más escandalizadas, como si cada una hubiera trazado un itinerario previo, cruelmente desmentido desde un comienzo. En la cubierta, Paula y Claudia miraban desconcertadas el fabril espectáculo de la costa.

– Pensar que desde allí uno podría volverse en colectivo a casa -dijo Paula.

– Empiezo a creer que no sería mala idea -rió Claudia-. Pero esto tiene un lado cómico que me divierte. Ahora sólo falta que encallemos en la isla Maciel, por ejemplo.

– Y Raúl que nos imaginaba en las islas Marquesas antes de un mes.

– Y Jorge que se apresta a pisar las tierras de su amado capitán Hatteras.

– Qué lindo chico tiene usted -dijo Paula-. Ya somos grandes amigos.

– Me alegro, porque Jorge no es fácil. Si alguien no le cae bien… Sale a mí, me temo. ¿Está contenta de hacer este viaje?

– Bueno, contenta no es precisamente la palabra -dijo Paula, parpadeando como si le hubiese entrado arena-. Más bien esperanzada. Creo que necesito cambiar un poco de vida, lo mismo que Raúl, y por eso decidimos embarcarnos. Supongo que a casi todos les pasará lo mismo.

– Pero usted no viaja por primera vez.

– No, estuve en Europa hace seis años, y la verdad es que me fue muy mal.

– Puede ocurrir -dijo Claudia-. Europa no ha de ser solamente los Uffizzi y la Place de la Concorde. Para mí lo es, por el momento, quizá porque vivo en un mundo de literatura. Pero quizá la cuota de desencanto sea mayor de la que una supone desde aquí.

– No es eso. por lo menos en mi caso -dijo Paula-. Para serle franca, soy completamente incapaz de representar de veras el personaje que me ha tocado en suerte. Me he criado en una continua ilusión de realizaciones personales y he fracasado siempre. Aquí, frente a Quilmes, con este río color caca de chico, se puede inventar un buen capítulo de justificaciones. Pero viene el día en que uno entra en la escala de los arquetipos, se mide con las columnas griegas, por ejemplo… y se hunde todavía más bajo. Me asombra -agregó sacando los cigarrillos- que ciertos viajes no acaben en un tiro en la cabeza.

Claudia aceptó el cigarrillo, vio acercarse a la familia Trejo y a Persio que la saludaba con vivos gestos desde la proa. El sol empezaba a molestar.

– Ahora comprendo -dijo Claudia- por qué Jorge simpatiza con usted, aparte de qué a mi chico lo fascinan los ojos verdes. Aunque ya no está de moda hacer citas, acuérdese de la frase de un personaje de Malraux: la vida no vale nada, pero nada vale una vida.

– Me gustaría saber cómo acaba ese personaje -dijo Paula, y Claudia sintió que su voz había cambiado. Le apoyó la mano en el brazo.

– No me acuerdo -dijo-. Quizá con un tiro en la cabeza. Pero probablemente disparado por otro.


Medrano miró su reloj.

– La verdad, esto empieza a ponerse pesado -dijo-. Puesto que hemos quedado más o menos solos, ¿qué le parece si delegamos en alguien pata que perfore el muro del silencio?

López y Felipe asintieron, pero Raúl propuso que salieran juntos en busca de un oficial. En la proa no había más que dos marineros rubios, que menearon la cabeza y soltaron una que otra frase en algo que podía ser noruego o finlandés. Recorrieron el pasillo de estribor sin encontrar a nadie. La puerta de la cabina de Medrano estaba entornada, y un camarero los saludó en trabajoso español. Era mejor que viesen al maître, que estaría preparando el comedor para el almuerzo. No, no se podía pasar a la popa, no podía decirles por qué. El capitán Lovatt, sí. ¿Ya no era más el capitán Lovatt? Hasta ayer era el capitán Lovatt. Otra cosa: rogaba a los señores que cerraran con llave sus cabinas. Si tenían objetos de valor…

– Vamos a buscar al famoso maître -dijo López, aburrido.

Volvieron al bar, sin muchas ganas, y se encontraron con Lucio y Atilio Presutti que debatían el problema del fondeo del Malcolm. Del bar se pasaba a una sala de lectura en la que lucía ominoso un piano escandinavo, y al comedor cuyas proporciones merecieron un silbido admirativo de Raúl. El maître (tenía que ser el maître porque tenía una sonrisa de maître y daba órdenes a un mozo que lo miraba con cara taciturna) distribuía flores y servilletas. Lucio y López se adelantaron, y el maître alzó unas cejas canosas y los saludó con cierta indiferencia que no excluía la amabilidad.

– Vea usted -dijo López-, estos señores y yo estamos un tanto sorprendidos. Son las diez de la mañana y todavía no tenemos la menor noticia sobre el viaje que vamos a hacer.

– Oh, las noticias sobre el viaje -dijo el maître-. Creo que van a entregarles un folleto o un boletín. Yo mismo no estoy muy al tanto.

– Aquí nadie está al tanto -ndijo Lucio con un tono más alto del necesario-. ¿Le parece de buena educación tenernos én… en Babia? -terminó enrojeciendo y buscando en vano la manera de seguir.

– Señor, presento a ustedes mis excusas. No creí que en el curso de esta mañana… Estamos bastante atareados -agregó-. El almuerzo se servirá a las once en punto, y la cena a las veinte. El té se servirá en el bar a las diecisiete. Los señores que deseen comer en sus cabinas…

– Hablando de deseos -dijo Raúl-, me gustaría saber por qué no se puede pasar a popa.

– Technical reasons -dijo rápidamente el maître, y tradujo en seguida la frase.

– ¿Está averiado el Malcolm?

– Oh, no.

– ¿Por qué anclamos toda la mañana en el río?

– Zarparemos en seguida, señor.

– ¿Para dónde?

– No lo sé, señor. Supongo que lo anunciarán en el boletín.

– ¿Se puede hablar con un oficial?

– Me han advertido que un oficial vendrá a la hora del almuerzo para saludar a ustedes.

– ¿No se puede radiotelegrafiar? -dijo Lucio, por decir algo práctico.

– ¿Adonde, señor? -preguntó el maître.

– ¿Cómo adonde? A casa, don -dijo el Pelusa-. Para ver cómo está la familia. Yo tengo a mi prima con el apéndice.

– Pobre chica -simpatizó Raúl-. En fin, esperemos que el oráculo se presente junto con los hors d'oeuvre. Por mi parte me voy a admirar la ribera quilmeña, patria de Victorio Cámpolo y otros próceres.

– Es curioso -le dijo Medrano a Raúl mientras salían no demasiado garifos-. Tengo todo el tiempo la sensación de que nos hemos metido en un lío padre. Divertido, por lo demás, pero no sé hasta qué punto. ¿A usted cómo le suena?

Not with a bang but a whimper -dijo Raúl.

– ¿Sabe inglés? -le preguntó Felipe mientras bajaban al puente.

– Si, claro -lo miró y sonrió-. Bueno, dije «claro» porque casi toda la gente con quien vivo lo sabe. Usted lo estudia en el Nacional, supongo.

– Un poco -dijo Felipe, que iba invariablemente a examen. Tenía ganas de recordarle a Raúl su ofrecimiento de una pipa, pero le daba vergüenza. No demasiada, más bien era cuestión de esperar la oportunidad. Raúl hablaba de las ventajas del inglés, sin insistir demasiado y escuchándose con una especie de lástima burlona. «La inevitable fase histriónica -pensó-, la búsqueda sinuosa y sagaz, el primer round de estudio…»

– Empieza a hacer calor -dijo mecánicamente-. La tradicional humedad del Plata.

– Ah, sí. Pero esa camisa que tiene debe ser formidable -Felipe se animó a tocar la tela con dos dedos-. Nylon, seguro.

– No, apenas popelín de seda.

– Parecía nylon¿ Tenemos un prof que lleva todas camisas de nylon, se las trae de Nueva York. Le llaman «El bacán».

– ¿Por qué le gusta el nylon?

– Porque… bueno, se usa mucho, y tanta propaganda en las revistas. Lástima que en Buenos Aires cuesta demasiado.

– Pero a usted, ¿por qué le gusta?

– Porque se plancha solo -dijo Felipe-. Uno lava la camisa, la cuelga y ya está. «El bacán» nos explicó.

Raúl lo miró bien de frente, mientras sacaba los cigarrillos.

– Veo que tiene sentido práctico, Felipe. Pero cualquiera diría que usted mismo tiene que lavarse y plancharse la ropa.

Felipe se puso visiblemente rojo y aceptó presuroso el cigarrillo.

– No me tome el pelo -dijo, desviando la mirada-. Pero el nylon, para los viajes…

Raúl asintió, ayudándolo a pasar el mal trago. El nylon, claro.

XXII

Un bote tripulado por un hombre y un chico se acercaba al Malcolm por estribor. Paula y Claudia saludaron con la mano, y el bote se acercó.

– ¿Por qué están fondeados acá? -preguntó el hombre-. ¿Se rompió algo?

– Misterio -dijo Paula-. O huelga.

– Qué va a ser huelga, señorita, seguro que se rompió algo.

Claudia abrió su cartera y exhibió dos billetes de diez, pesos.

– Háganos un favor -dijo-. Vaya hasta la popa y fíjese qué pasa de ese lado. Sí, la popa. Mire si hay oficiales o si están reparando algo.

El bote se alejó sin que el hombre, evidentemente desconcertado, atinara a hacer comentarios. El chico, que cuidaba una línea de fondo, empezó a recogerla presuroso.

– Qué buena idea -dijo Paula-. Pero qué insensato suena todo esto, ¿no? Mandar una especie de espía es absurdo.

– Quizá no sea más absurdo que acertar cinco cifras dentro de. las combinaciones posibles. Hay una cierta proporción en este absurdo, aunque a lo mejor me estoy contagiando de Persio.

Mientras explicaba a Paula quién era Persio, no se sorprendió demasiado al comprobar que el bote se alejaba del Malcolm sin que el lanchero mirara hacia atrás.

– Fracaso de las astuzie femminile -dijo Claudia-. Ojalá los caballeros consigan noticias. ¿Ustedes dos están cómodos en su cabina?

– Sí, muy bien -dijo Paula-. Para ser un barco chico las cabinas son perfectas. El pobre Raúl empezará a lamentar muy pronto haberme embarcado con él, porque es el orden en persona mientras que yo… ¿Usted no cree que dejar las cosas tiradas por ahí es una delicia?

– No, pero yo tengo que manejar una casa y un chico. A veces… Pero no, creo que prefiero encontrar las enaguas en el cajón de las enaguas, etcétera.

– Raúl le besaría la mano si le oyera -rió Paula-. Esta mañana creo que empecé lavándome los dientes con su cepillo. Y el pobre que necesita reposo.

– Para eso cuenta con el barco, que es casi demasiado tranquilo.

– No sé, ya lo veo inquieto, le da rabia esa historia de popa prohibida. Pero de veras, Claudia, Raúl lo va a pasar muy mal conmigo.

Claudia sintió que detrás de esa insistencia había como un deseo de agregar algo más. No le interesaba demasiado, pero le gustaba Paula, su manera de parpadear, sus bruscos cambios de posición.

– Supongo que ya estará bastante acostumbrado a que usted le use su cepillo de dientes.

– No, precisamente el cepillo no. Los libros que le pierdo, las tazas de café que le vuelco en la alfombra…, pero el cepillo de dientes no, hasta esta mañana.

Claudia sonrió, sin decir nada. Paula vaciló, hizo un gesto como para espantar un bicho.

– Quizá sea mejor que se lo diga desde ahora. Raúl y yo somos simplemente muy amigos.

– Es un muchacho muy simpático -dijo Claudia.

– Como nadie o casi nadie lo creerá a bordo, me gustaría que por lo menos usted estuviera enterada.

– Gracias, Paula.

– Soy yo quien tiene que dar las gracias por encontrar a alguien como usted.

– Sí, a veces ocurre que… También yo, alguna vez, he sentido la necesidad de agradecer una mera presencia, un gesto, un silencio. O saber que una puede empezar a hablar, decir algo que no diría a nadie, y que de pronto es tan fácil.

– Como ofrecer una flor -dijo Paula, y apoyó apenas la mano en el brazo de Claudia-. Pero no soy de fiar -agregó retirando la mano-. Soy capaz de maldades infinitas, incurablemente perversa conmigo misma y con los demás. El pobre Raúl me aguanta hasta un punto… No puede imaginarse lo bueno y comprensivo que es, quizá porque yo no existo realmente para él; quiero decir que sólo existo en el plano de los sentimientos intelectuales, por decir así. Si por un improbable azar un día nos acostáramos juntos, creo que empezaría a detestarme a la mañana siguiente. Y no sería el primero.

Claudia se puso de espaldas a la borda para evitar el sol ya demasiado fuerte.

– ¿No me dice nada? -preguntó hoscamente Paula.

– No, nada.

– Bueno, a lo mejor es preferible. ¿Por qué tengo que traerle problemas?

Claudia notó el tono despechado, la irritación.

– Se me ocurre -dijo- que si yo hubiera hecho una pregunta o un comentario usted hubiese desconfiado de mí. Con la perfecta y feroz desconfianza de una mujer hacia otra. ¿No le da miedo hacer confidencias?

– Oh, las confidencias… Esto no era ninguna confidencia -Paula» aplastó el cigarrillo apenas encendido-. No hacía más que mostrarle el pasaporte, tengo horror de que me estimen por lo que no soy, que una persona como usted simpatice por un sucio malentendido.

– Y por eso Raúl, y su perversidad, y los amores malogrados… -Claudia se echó a reír y de pronto se inclinó y besó a Paula en la mejilla-. Qué tonta, qué grandísima boba.

Paula bajó la cabeza.

– Soy mucho peor que eso -dijo-. Pero no se fíe, no se fíe.


Si bien a la Nelly le parecía demasiado audaz esa blusa naranja, doña Rosita era más indulgente con la juventud de ese tiempo. La madre de la Nelly aportaba una opinión intermedia: la blusa estaba bien, pero el color era chillón. Cuando se trató de saber la opinión de Atilio, éste dijo atinadamente que la misma blusa en una mujer que no fuera pelirroja apenas llamaría la atención, pero que de todas maneras él no permitiría jamás que su novia se destapara los hombros en esa forma.

Como el sol les daba ya en la coronilla, se refugiaron en el sector que los dos marineros acababan de cubrir con lonas. Instalados en reposeras de varios colores, se sintieron todos muy contentos. En realidad lo único que faltaba era el mate, culpa de doña Rosita que ño había querido traer el termo y la galleta con virola de plata obsequiada por el padre de la Nelly a don Curzio Presutti. Lamentando en el fondo su decisión, doña Rosita hizo observar que no es fino tomar mate en la cubierta de primera, a lo que contestó doña Pepa que se podían haber reunido en el camarote. El Pelusa sugirió que subieran al bar a beberse una cerveza o una sangría, pero las damas alabaron la comodidad de los asientos y la vista del río. Don Galo, cuyo descendimiento por la escalerilla era seguido cada vez con ojos de terror por las señoras, reapareció entonces para intervenir en la plática y agradecer al Pelusa la ayuda que prestaba al chófer para tan delicadas operaciones. Las señoras y el Pelusa dijeron a coro que no fallaba más, y doña Pepa preguntó a don Galo si había viajado mucho. Pues sí, algo de mundo conocía, sobre todo la región de Lugo y la provincia de Buenos Aires. También había viajado hasta el Paraguay en un barco de Mihanovich, un viaje terrible en el año veintiocho, un calor, pero un calor…

– ¿Y siempre…? -insinuó la Nelly, señalando vagamente la silla y el chófer.

– Qué va, hija mía, qué va. En ese entonces era yo más fuerte que Paulino Uzcudún. Una vez en Pehuajó, hubo un incendio en la tienda…

El Pelusa hizo una seña a la Nelly, que se inclinó para que él pudiera hablarle al oído.

– Qué plato la bronca que se va a agarrar la vieja -informó-. En un descuido me guardé el mate en la valija y dos kilos de yerba Salus. Esta tarde lo subimos aquí y todos se van a quedar con la boca abierta.

– ¡Pero Atilio! -dijo la Nelly, que seguía admirando a la distancia la blusa de Paula-. Sos uno, vos…

– Qué va a hacer -dijo el Pelusa, satisfecho de la vida.

La blusa naranja atrajo también a López, que bajaba a la cubierta después de completar el arreglo de sus cosas. Paula leía, sentada al sol, y él se acodó en la borda y esperó que levantara los ojos.

– Hola -dijo Paula-. ¿Qué tal, profesor?

Horresco referens -murmuró López-. No me llame profesor o la tiro por la borda con libro y todo.

– El libro es de Francoise Sagan, y por lo menos él no merece que lo tiren. Veo que el aire fluvial le despierta reminiscencias piráticas. Andar por la plancha o algo así, ¿no?

– ¿Usted ha leído novelas de piratas? Buena señal, muy buena señal. Sé por experiencia que las mujeres más interesantes son siempre las que de chicas incursionaron en lecturas masculinas. ¿Stevenson, por ejemplo?

– Sí, pero mi erudición bucanera viene de que mi padre guardaba como curiosidad una colección del Tit-Bits donde salía la gran novela titulada «El tesoro de la isla de la Luna Negra».

– ¡Ah, pero yo también la he leído! Los piratas tenían nombres deslumbrantes, como Senaquerib Edén y Maracaibo Smith.

– ¿A que no se acuerda cómo se llamaba el espadachín que muere batiéndose por la buena causa?

– Claro que me acuerdo: Christopher Dwan.

– Somos almas gemelas -dijo Paula, tendiéndole la mano-. ¡Viva la bandera negra! La palabra profesor queda borrada para siempre.

López fue a buscar una silla, luego de asegurarse de que Paula preferiría seguir charlando a la lectura de Un certain sourire. Ágil y pronto (no era pequeño, pero daba a veces la impresión de serlo, en parte porque usaba sacos sin hombreras y pantalones angostos, y porque se movía con suma rapidez) volvió con una reposera que chorreaba verdes y blancos. Se instaló con manifiesta voluptuosidad al lado de Paula y la contempló un rato sin decir nada.

Soleil, soleil, faute éclatante -dijo ella, sosteniendo su mirada-. ¿Qué divinidad protectora, Max Factor o Helena Rubinstein, me salvarían de este escrutinio crudelísimo?

– El escrutinio -observó López- arroja las siguientes cifras: belleza extraordinaria, levemente contrariada por una exposición excesiva a los dry Martinis y al aire helado de las boites del barrio norte.

Right you are.

– Tratamiento: sol en cantidades moderadas y piratería ad libitum. Esto último me lo dicta mi experiencia de taumaturgo, pues sé de sobra que no podría quitarle los vicios de golpe. Cuando se ha saboreado la sal de los abordajes, cuando se ha pasado a cuchillo un centenar de tripulaciones…

– Claro, quedan las cicatrices, como en el tango.

– En su caso se reducen a una excesiva fotofobia, causada sin duda por la vida de murciélago que lleva y el exceso de lectura. Me ha llegado además el horrendo rumor de que escribe poemas y cuentos.

– Raúl -murmuró Paula-. Delator maldito. Lo voy a hacer caminar por la plancha, desnudo y untado de alquitrán.

– Pobre Raúl -dijo López-. Pobre, afortunado Raúl.

– La fortuna de Raúl es siempre precaria -dijo Paula-. Especulaciones muy arriesgadas, venda el mercurio, compre el petróleo, liquide a lo que le den, pánico a las doce y caviar a medianoche. Y no está mal así.

– Sí, siempre es mejor que un sueldo en el Ministerio de Educación. Por mi parte no sólo no tengo acciones sino que casi no las cometo. Vivo en inacciones, y eso…

– La fauna bonaerensis se parece bastante entre sí, querido Jamaica John. Será por eso que hemos abordado con tanto entusiasmo este Malcolm, y también por eso que ya lo hemos contagiado de inmovilismo y de no te metas.

– La diferencia es que yo hablaba tomándome el pelo, mientras que usted parece lanzada a una autocrítica digna de las de Moscú.

– No, por favor. Ya he hablado bastante le mí con Claudia. Basta por hoy.

– Simpática, Claudia.

– Muy simpática. La verdad es que hay un grupo de gentes interesantes.

– Y otro bastante pintoresco. Vamos a ver qué alianzas, qué cismas y qué deserciones ocurren con el tiempo. Allá veo a don Galo charlando con la familia Presutti. Don Galo será el observador neutral, irá de una a otra mesa en su raro vehículo. ¿No es curiosa una silla de ruedas en un barco, un medio de transporte sobre otro?

– Hay cosas más raras -dijo Paula-. Una vez cuando volvía de Europa, el capitán del Charles Tellier me hizo una confesión íntima: el maduro caballero admiraba las motonetas y tenía la suya a bordo. En Buenos Aires paseaba entusiastamente en su Vespa. Pero me interesa su visión estratégica y táctica de todos nosotros. Siga.

– El problema son los Trejo -dijo López-. El chico andará de nuestro lado, es seguro. («Tu parles», pensó Paula.) El resto será recibido cortésmente pero no se pasará de ahí. Por lo menos en el caso de usted y de mí. Ya los he oído hablar y me basta. Son del estilo: «¿Gusta de una masita de crema? Es hecha en casa.» Me pregunto si el doctor Restelli no engranará por el lado más conservador de su persona. Sí, es candidato a jugar al siete y medio con ellos. La chica, pobre, tendrá que someterse a la horrible humillación de jugar con Jorge. Sin duda esperaba encontrar a alguien de su edad, pero como la popa no nos reserve alguna sorpresa… Por lo que respecta a usted y a mí, anticipo una alianza ofensiva y defensiva, coincidencia absoluta en la piscina, si hay piscina en alguna parte, y supercoincidencia en los almuerzos, tés y cenas. A menos que Raúl…

– No se preocupe por Raúl, oh avatar de von Clausewitz.

– Bueno, si yo fuera Raúl -dijo López- no me entusiasmaría oírle decir eso. En mi calidad de Carlos López considero la alianza como cada vez más indisoluble.

– Empiezo a creer -dijo desganadamente Paula- que Raúl hubiera hecho mejor en pedir dos cabinas.

López la miró un momento. Se sintió turbado a pesar suyo.

– Ya sé que estas cosas no ocurren en la Argentina, y quizá en ninguna parte -dijo Paula-. Precisamente por eso lo hacemos Raúl y yo. No pretendo que me crea.

– Pero si le creo -dijo López, que no le creía en absoluto-. ¿Qué tiene que ver?

Un gongo sonó afelpadamente en el pasillo, y repitió su llamado desde lo alto de la escalerilla.

– Si es así -dijo López livianamente-, ¿me acepta en su mesa?

– De pirata a pirata, con mucho gusto.

Se detuvieron al pie de la escalerilla de babor. Enérgico y eficiente, Atilio ayudaba al chófer a subir a don Galo que movía afablemente la cabeza. Los otros lo siguieron en silencio. Ya estaban arriba cuando López se acordó.

– Dígame: ¿usted ha visto a alguien en el puente de mando?

Paula se quedó mirándolo.

– Ahora que lo pienso, no. Claro que estar anclado frente a Quilmes no creo que requiera el ojo de águila de ningún argonauta.

– De acuerdo -convino López-, pero es raro de todos modosa ¿Qué hubiera pensado Senaquerib Edén?

XXIII

Hors d'oeuvres variés

Putage Impératrice

Poulet á l'estragon.

Salade tricolore

Fromages

Coupe Melba

Gateaux, petits fours

Fruits

Café, infusions

Liqueurs


En la mesa 1, la Beba Trejo se las arregla para quedar de frente al resto de los comensales, que en esa forma podrán apreciar su blusa nueva y su pulsera de topacios sintéticos,

la señora de Trejo considera que los vasos tallados son tan elegantes,

el señor Trejo consulta los bolsillos del chaleco para cerciorarse de que trajo el Promecol y la tableta de Alka Seltzer,

Felipe mira lúgubremente las mesas contiguas, donde se sentiría mucho más contento.

En la mesa 2, Raúl dice a… Paula que los cubiertos de pescado le recuerdan unos nuevos diseños italianos que ha visto en una revista,

Paula lo escucha distraída y opta por el atún en aceite y las aceitunas,

Carlos López se siente misteriosamente exaltado y su mediocre apetito crece con los camarones a la vinagreta y el apio con mayonesa.

En la mesa 3, Jorge describe un círculo con el dedo sobre la bandeja de hors d'oeuvres, y su orden ecuménica merece la sonriente aprobación de Claudia,

Persio lee atento la etiqueta del vino, observa su color y lo husmea largo rato antes de llenar su copa hasta el borde.

Medrano mira al maître, que mira servir al mozo, que mira su bandeja,

Claudia prepara pan con manteca para su hijo y piensa en la siesta que va a dormir, precedida de una novela de Bioy Casares.

En la mesa 4, la madre de la Nelly informa que a ella la sopa de verdura le repite, por lo cual prefiere un caldo con fideos finos,

Doña Pepa tiene la sensación de estar un poco mareada y eso que no se puede decir que el barco se mueva,

la Nelly mira a la Beba Trejo, a Claudia y a Paula, y piensa que la gente de posición siempre está vestida de una manera tan diferente,

el Pelusa se maravilla de que los panes sean tan pequeños y tan individuales, pero cuando parte uno se decepciona porque son pura costra y no tienen nada de miga.

En la mesa 5, el doctor Restelli llena las copas de sus contertulios y opina con galanura sobre los méritos del borgoña y el Cote du Rhône.

Don Galo chasquea los labios y recuerda al mozo que su chófer comerá en la cabina y que es hombre de rotundas apetencias,

Nora está afligida por tener que sentarse con los dos señores mayores, y se pregunta si Lucio no podrá arreglar algo con el maître para que los cambien,

Lucio deja que le llenen el plato de sardinas y atún, y es el primero en percibir una leve vibración en la mesa, seguida de la progresiva desaparición de la chimenea roja que cortaba en dos la circunferencia del ojo de buey.


La alegría fue general, Jorge saltó dé la silla para ir a ver la maniobra, y el optimismo del doctor Restelli se dibujó como un halo en torno a su sonriente fisonomía, sin que por eso cejara en la mueca de reservado escepticismo de don Galo. Sólo Medrano y López, que se habían consultado con una mirada, siguieron esperando la llegada del oficial. A una pregunta en voz baja de López, el maître alzó las manos con un gesto de desaliento y dijo que trataría de enviar a un camarero para que insistiera. ¿Cómo que trataría de enviar? Sí, porque hasta nueva orden las comunicaciones con la popa eran lerdas. ¿Y por qué? Al parecer, por cuestiones técnicas. ¿Era la primera vez que ocurría eso en el Malcolm? En cierto modo, sí. ¿Qué significaba exactamente «en cierto modo»? Era una manera de decir.

López aguantó con esfuerzo su porteño deseo de decirle: «Vea, amigo, vayase al carajo», y aceptó en cambio que le sirvieran una rebanada de hediondo y delicioso Robíola.

– Nada que hacerle -dijo a Medrano-. Esto vamos a tener que arreglarlo nosotros mismos, che.

– No sin antes café y coñac -dijo Medrano-. Reunámonos en mi cabina y avísele a Costa. -Se volvió a Persio que hablaba volublemente con Claudia-. ¿Cómo ve las cosas, amigo?

– Como verlas, no las veo -dijo Persio-. He tomado tanto soi que me siento luminoso por dentro. Estoy más para ser contemplado que para contemplar. Toda la mañana pensé en la editorial, en mi oficina, y por más que hice no logré concretarlas, realizarlas. ¿Cómo es posible que dieciséis años de trabajo diario se conviertan en un espejismo, nada más que porque el río me rodea y el sol me recalienta el cráneo? Habría que analizar muy cuidadosamente el lado metafísico de esta experiencia.

– Eso -dijo Claudia- se llama sencillamente vacaciones pagas.

La voz de Atilio Presutti se alzó sobre las demás para celebrar con entusiasmo la llegada de una copa Melba. En ese mismo instante la Beba Trejo rechazaba la suya con una mueca de elegante desdén que sólo ella sabía cuánto le costaba. Mirando a Paula, a la Nelly y a Claudia que saboreaban el helado, se sintió martirizadamente superior; pero su triunfo supremo era aplastar a Jorge, ese gusano de pantalón corto que la había tuteado de entrada y que tragaba el helado con un ojo fijo en la bandeja del mozo donde quedaban otras dos copas llenas.

La señora de Trejo se sobresaltó.

– ¡Cómo, nena! ¿No te gusta el helado?

– No, gracias -dijo la Beba, resistiendo la mirada omnisciente y divertida de su hermano.

– Pero qué tonta es esta chica -dijo la señora de Trejo-. Ya que no lo querés vos…

Colocaba la copa frente a su no pequeño busto, cuando la diestra mano del maître se la arrebató.

– Ya está un poco derretido, señora. Sírvase éste.

La señora se ruborizó violentamente para felicidad de sus hijos y esposo.


Sentado al borde de su cama, Medrano balanceó un pie siguiendo el casi imperceptible rolido. El aroma de la pipa de Raúl le recordaba las veladas en el Club de Residentes Extranjeros y las charlas con míster Scott, su profesor de inglés. Ahora que lo pensaba, se había ido de Buenos Aires sin avisar a los amigos del club. Tal vez Scott les diría, tal vez no, según el humor del momento. A esa hora ya Bettina habría telefoneado al club, con una voz cuidadosamente distraída. «Volverá a llamar mañana y preguntará por Willie o por Márquez Cey -pensó-. Los pobres no van a saber qué decirle, realmente se me ha ido la mano.» ¿Por qué, al fin y al cabo, mandarse mudar con tanto secreto, callándose lo del premio? Ya se le había ocurrido la noche anterior, antes de dormirse, que en su juego había gato y ratón, que la crueldad andaba de por medio. «Es casi más una venganza que un abandono -se dijo-. ¿Pero poi qué si es tan buena chica, a menos que sea justamente por eso?» También había pensado que en los últimos tiempos no veía más que los defectos de Bettina: era un síntoma demasiado común, demasiado vulgar. El club, por ejemplo, Bettina no quería entender. «Pero vos no sos un residente extranjero» (con un tono casi patriótico). «Con todos los clubs que hay en Buenos Aires, te metes en uno de gringos…» Era triste pensar que por frases así no la volvería a ver nunca más. En fin, en fin.

– No hagamos una cuestión de hidalguía ofen dida -dijo bruscamente López-. Sería Una lástima estropear desde el vamos algo divertido. Por otro lado no podemos quedarnos de brazos cruzados. Para mí empieza a resultar una postura incómoda, y Dios sabe si estoy sorprendido.

– De acuerdo -dijo Raúl-. El puño de hierro en el guante de pécari. Propongo que nos abramos amistosamente paso hasta el sancta sanctórum, utilizando en lo posible esa manera falsamente un tuosa que los yanquis achacan a los japoneses.

– Vamos yendo -dijo López-. Gracias por la caña, che, es de la buena.

Medrano les ofreció otro trago, y salieron.

La cabina quedaba casi al lado de la puerta Stone que interrumpía el pasillo de babor. Raúl se puso a examinar la puerta con mirada profesional y accionó una palanca pintada de verde.

– Nada que hacer. Esto se abre a presión de vapor y se comanda desde alguna otra parte. Han inutilizado la palanca de emergencia.

La puerta del pasillo de estribor resistió a su vez a todos los esfuerzos. Un penetrante silbido los hizo volverse con cierto sobresalto. El Pelusa los saludaba entre entusiasta y azorado.

– ¿Ustedes también? Yo hace rato que me tiré el lance, pero estas puertas son propiamente la escomúnica. ¿Qué me estarán combinando los paparulos esos? No es cosa de hacer, ¿no le parece?

– Seguro -dijo López-. ¿Y no encontró otra puerta?

– Todo está condenado -dijo solemnemente Jorge, que había aparecido como un duende.

– Qué puerta ni puerta -decía el Pelusa-. En la cubierta hay dos pero están cerradas con llave. Si no hay algún sótano o algo así que podamos encontrar…

– ¿Están preparando una expedición contra los lípidos? -preguntó Jorge.

– Bueno, sí -dijo López-. ¿Viste alguno?

– Solamente los dos finlandeses, pero los de este lado no son lípidos, che. Deben ser glúcidos o prótidos.

– Qué cosas dice este purrete -se maravilló el Pelusa-. Desde hoy que la tiene con los lípedos.

– Lípidos -corrigió Jorge.

Sin saber por qué, a Medrano le inquietaba que Jorge siguiera explorando con ellos.

– Mirá, te vamos a confiar una tarea delicada -le dijo-. AnJate a la cubierta y vigila bien las dos puertas. A lo mejor los lípidos se aparecen por ahí. Si notas la menor señal de alarma, silbas tres veces. ¿Sabés silbar fuerte?

– Un poco -dijo avergonzado Jorge-. Tengo los dientes separados.

– ¿No sabés silbar? -dijo el Pelusa, ansioso por mostrarse-. mirá, hace así.

Juntó el pulgar y el índice, se los metió en la boca y emitió un silbido que les rajó los oídos. Jorge juntó los dedos, pero lo pensó mejor, hizo un gesto de asentimiento dirigido a Medrano y se fue a la carrera.

– Bueno, sigamos explorando -dijo López-. Quizá sería mejor separarnos, y el que encuentre un pasaje avisa en seguida a los demás.

– Fenómeno -dijo el Pelusa-. Parece que estaríamos jugando al vigilante y ladrón.

Medrano se volvió a buscar cigarrillos a la cabina. Raúl vio a Felipe en el extremo del pasillo. Estrenaba unos blue-jeans y una camisa a cuadros que lo recortaban cinematográficamente contra la puerta del fondo. Le explicó en lo que andaban, y se fueron juntos hasta el pasaje central que comunicaba ambos pasillos.

– ¿Pero qué buscamos? -preguntó Felipe, desconcertado.

– Qué sé yo -dijo Raúl-. Llegar a la popa, por ejemplo.

– Debe ser igual que esto, más o menos.

– Tal vez. Pero como no se puede ir, eso la cambia mucho.

– ¿Usted cree? -dijo Felipe-. Seguro que es por algún desperfecto. Esta tarde abrirán las puertas.

– Entonces sí será igual que la proa.

– Ah, claro -dijo Felipe, que entendía cada vez menos-. Bueno, si es por divertirse está bien, a lo mejor encontramos un pasadizo para llegar allá antes que los otros.

Raúl se. preguntó por qué López y Medrano eran los únicos que sentían lo mismo que él. Los demás sólo veían un juego «También para mí es un juego, al fin y al cabo -pensó-. ¿Dónde está la diferencia? Hay una diferencia, eso es seguro.»

Llegaban ya al pasillo de babor cuando Raúl descubrió la puerta. Era muy angosta, pintada de blanco como las paredes del pasaje, y el picaporte empotrado escapaba casi a la vista en la penumbra del lugar. Sin mucha esperanza lo apretó, y lo sintió ceder. La puerta entornada dejó ver una escalerilla que descendía hasta perderse en la sombra. Felipe tragó aire excitadamente. En el pasillo de estribor se oía charlar a López y a Atilio.

– ¿Les avisamos? -preguntó Raúl, mirando de soslayo a Felipe.

– Mejor que no. Vamos solos.

Raúl empezó a bajar y Felipe cerró la puerta a sus espaldas. La escalerilla daba a un pasadizo apenas iluminado por una lámpara violeta. No había puertas a los lados, se oía con fuerza el ruido de las máquinas. Caminaron sigilosamente hasta llegar a una puerta Stone cerrada. A ambos lados había puertas parecidas a la que acababan de descubrir en el pasaje.

– ¿Izquierda o derecha? -dijo Raúl-. Elegí vos.

A Felipe le cayó raro el tuteo. Señaló la izquierda, sin animarse a devolver el tratamiento a Raúl. Probó lentamente el picaporte, y la puerta se abrió sobre un compartimiento en penumbra que olía a encerrado. A los lados vieron armarios de metal y estantes pintados de blanco. Había herramientas, cajas, una brújula antigua, latas con clavos y tornillos, pedazos de cola de carpintero y recortes de metal. Mientras Felipe se acercaba al ojo de buey y lo frotaba con un trapo, Raúl levantó la tapa de un cajoncito de hojalata y volvió a bajarla en seguida. Ahora entraba más luz y se estaban acostumbrando a esa difusa claridad de acuario.

– Pañol de avíos -dijo burlonamente Raúl-. Hasta ahora no nos lucimos.

– Falta la otra puerta -Felipe había sacado cigarrillos y le ofreció uno-. ¿No le parece misterioso este barco? Ni siquiera sabemos adonde nos lleva. Me hace acordar de una cinta que vi hace mucho. Trabajaba John Garfield. Se embarcaban en un buque que no tenía ni marineros, y al final resultaba que era el barco de la muerte. Un globo así, pero uno estaba a cuatro manos en el cine.

– Sí, es una pieza de Sutton Vane -dijo Raúl. Se sentó en una mesa de carpintero, y exhaló el humo por la nariz-. A vos te ha de encantar el cine, eh.

– Y, claro.

– ¿Vas mucho?

– Bastante. Tengo un amigo que vive cerca de casa y siempre vamos al Roca o a los del centro. Los sábados a la noche es divertido.

– ¿Vos crees? Ah, claro, el centro está más animado, se puede levantar programa.

– Seguro -dijo Felipe-. Usted debe hacer bastante vida nocturna.

– Un poco, sí. Ahora no tanto.

– Ah, claro, cuando uno se casa…

Raúl lo miraba, sonriendo y fumando.

– Te equivocas, no estoy casado.

Saboreó el rubor que Felipe trataba de disimular tosiendo.

– Bueno, yo quise decir que…

– Ya sé lo que quisiste decir. En realidad a vos te joroba un poco tener que venir con tus papas y tu hermana, ¿no?

Felipe desvió la mirada, incómodo.

– Qué va a hacer -dijo-. Ellos creen que todavía soy muy joven, y como yo tenía derecho a traerlos, entonces…

– Yo también creo que vos sos muy joven -dijo Raúl-. Pero me hubiere gustado más que vinieras solo. O como he venido yo -agregó-. Eso hubiera sido lo mejor porque en este barco… En fin, no sé lo que pensás vos.

Felipe tampoco lo sabía, y se miró las manos y después los zapatos. «Se siente como desnudo -pensó Raúl-, a caballo entre dos tiempos, dos estados, igualito que su hermana.» Estiró el brazo y palmeó a Felipe en la cabeza. Lo vio que se echaba atrás, sorprendido y humillado.

– Pero por lo menos ya tenes un amigo -dijo Raúl-. Eso es algo, ¿no?

Paladeó como si fuera vino la lenta, tímida, fervorosa sonrisa que nacía de esa boca apretada y petulante. Suspirando, bajó de la mesa y trató en vano de abrir los armarios.

– Bueno, creo que deberíamos seguir adelante. ¿No oís voces?

Entreabrieron la puerta. Las voces venían de la cámara de la derecha, donde hablaban en una lengua desconocida.

– Los lípidos -dijo Raúl, y Felipe lo miró asombrado-. Es un término que les aplica Jorge a los marineros de este lado. ¿Y?

– Vamos, si quiere.

Raúl abrió de golpe la puerta.


El viento, que en un principio había soplado de popa, giró hasta topar de frente al Malcolm que salía al mar abierto. Las señoras optaron por abandonar la cubierta, pero Lucio, Persio y Jorge se instalaron en el extremo de la proa y allí, aferrados al bauprés como decía imaginativamente Jorge, asistieron a la lenta sustitución de las aguas fluviales por un oleaje verde y crecido. Para Lucio aquello no era una novedad, conocía bastante bien el delta y el agua es la misma en todas partes. Le gustaba, claro, pero seguía distraído los comentarios y las explicaciones de Persio, volviendo inevitablemente a Nora que había preferido (¿pero por qué había preferido?) quedarse con la Beba Trejo en la sala de lectura, hojeando revistas y folletos de turismo. En su memoria se repetían las palabras confusas de Nora al despertarse, la ducha que habían tomado juntos a pesar de sus protestas, Nora desnuda bajo el agua y él que había querido jabonarle la espalda y besarla, tibia y huyente. Pero Nora había seguido negándose a mirarlo desnudo y de frente, hurtaba el rostro y se volvía en busca del jabón o del peine, hasta que él se había visto precisado a ceñirse precipitadamente una toalla y meter la cara bajo una canilla de agua fría.

– Los imbornales me parece que son como unas canaletas -decía Persio.

Jorge bebía las explicaciones, preguntaba y bebía, admiraba (a su manera y confianzudamente) a Persio mago, a Persio todolosabe. También le gustaba Lucio, porque al igual que Medrano y López no le decían pibe o purrete, ni hablaban de «la criatura» como la gorda, la madre de la Beba, esa otra idiota que se creía una mujer grande. Pero por el momento lo único importante era el océano, porque eso era el océano, esa era el agua salada, y debajo estaban los acantopterigios y otros peces marinos, y también verían medusas y algas como en las novelas de Julio Verne, y a lo mejor un fuego de San Telmo.

– ¿Vos vivías antes en San Telmo, verdad Persio?

– Sí, pero me mudé porque había ratas en la cocina.

– ¿Cuántos nudos crees que hacemos, che?

Persio calculaba que unos quince. Soltaba poco a poco palabras preciosas que había aprendido en los libros y que ahora encantaban a Jorge: latitudes, derrotas, gobernalle, círculo de reflexión, navegación de altura. Lamentaba la desaparición de los barcos de vela, pues sus lecturas le hubieran permitido hablar horas y horas de arboladuras, gavias y contrafoques. Se acordaba de frases enteras, sin saber de dónde provenían:. «Era una bitácora grande, con caperuza de cristal y dos lámparas de cobre a los lados para iluminar la rosa de noche.»

Se cruzaron con algunos barcos, el Haghios Nicolaus, el Pan, el Falcón. Un hidroavión los sobrevoló un momento como si los observara. Después el horizonte se abrió, teñido ya del amarillo y celeste del atardecer, y quedaron solos, se sintieron solos por primera vez. No había costa, ni boyas, ni barcas, ni siquiera gaviotas o un oleaje que agitara los brazos. Centro de la inmensa rueda verde, el Malcolm avanzaba hacia el sur.

– Hola -dijo Raúl-. ¿Por aquí se puede subir a popa?

De los dos marineros, uno mantuvo una expresión indiferente, como si no hubiera comprendido. El otro, un hombre de anchas espaldas y abdomen acentuado, dio un paso atrás y abrió la boca.

Hasdala -dijo-. No popa.

– ¿Por qué no popa?

– No popa por aquí.

– ¿Por dónde entonces?

– No popa.

– El tipo no chamuya mucho -murmuró Felipe-. Qué urso, madre mía. Mire la serpiente que tiene tatuada en el brazo.

– Qué querés -dijo Raúl-. Son lípidos, nomás.

El marinero más pequeño había retrocedido hasta el fondo de la cámara donde había otra puerta. Apoyó las espaldas, sonriendo bonachonamente.

– Oficial -dijo Raúl-. Quiero hablar con un oficial.

El marinero dotado del uso de la palabra levantó las manos con las palmas hacía adelante Miraba a Felipe, que hundió los puños en los bolsillos del blue-jeans y adoptó un aire aguerrido.

– Avisar oficial -dijo el lípido-. Orf avisar.

Orf asintió desde el fondo, pero Raúl no estaba satisfecho. Miró en detalle la cámara, más amplia que la de babor. Había dos mesas, sillas y bancos, una litera con las sábanas revueltas, dos mapas de fondos marinos sujetos con chinches doradas. En un rincón vio un banco con un gramófono a cuerda. Sobre un pedazo de alfombra rotosa dormía un gato negro. Aquello era una mezcla de pañol y camarote donde los dos marineros (en camiseta a rayas y mugrientos pantalones blancos) encajaban sólo a medias. Pero tampoco podía ser la cámara de un oficial, a menos que los maquinistas… «¿Pero qué sé yo cómo viven los maquinistas? -se dijo Raúl-. Novelas de Conrad y Stevenson, vaya bibliografía para un barco de esta época…»

– Bueno, vaya a llamar al oficial..

Hasdala -dijo el marinero locuaz-. Volver proa.

– No. Oficial.

– Orf avisar oficial.

– Ahora.

Tratando de que no lo oyeran, Felipe preguntó a Raúl si no sería mejor volverse a buscar a los otros. Lo inquietaba un poco esa especie de detención de la escena, como si ninguno de los presentes tuviera demasiadas ganas de tomar la iniciativa en un sentido o en otro. El enorme marinero del tatuaje lo seguía mirando inexpresivamente, y Felipe tenía una incómoda conciencia de ser mirado y no estar a la altura de esos ojos fijos, más bien cordiales y curiosos, pero tan intensos que no podía hacerles frente. Raúl, obstinado, insistía ante Orf que escuchaba en silencio, apoyado en la puerta, haciendo de tanto en tanto un gesto de ignorancia.

– Bueno -dijo Raúl, encogiéndose de hombros- creo que tenes razón, va a ser mejor que nos volvamos.

Felipe salió el primero. Desde la puerta, Raúl clavó los ojos en el marinero tatuado.

– ¡Oficial! -gritó, y cerró la puerta. Felipe ya había empezado a desandar camino pero Raúl se quedó un momento pegado a la puerta. En la cámara se alzaba la voz de Orf, una voz chillona que parecía burlarse. El otro estalló en carcajadas que hacían vibrar el aire. Apretando los labios, Raúl abrió rápidamente la puerta de la izquierda y volvió a salir llevando bajo el brazo la caja de hojalata cuya tapa había levantado un rato antes. Corrió por el pasadizo hasta reunirse con Felipe al pie de la escalera.

– Apúrate -dijo, trepando de a dos los peldaños.

Felipe se volvió sorprendido, creyendo que los seguían. Vio la caja y enarcó las cejas. Pero Raúl le puso la mano en la espalda y lo forzó a que siguiera subiendo Felipe recordó vagamente que Raúl había empezado a tutearlo precisamente en esa escalera.

XXIV

Una hora después el barman recorrió las cabinas y la cubierta para avisar a los pasajeros que un oficial los esperaba en la sala de lectura. Parte de las señoras estaban ya bajo los efectos del mareo; don Galo, Persio y el doctor Restelli descansaban en sus cabinas, y sólo Claudia y Paula acompañaron a los hombres, enterados ya de la expedición de Raúl y Felipe. El oficial era enjuto y caviloso, se llevaba con frecuencia la mano al pelo gris cortado «á la brosse», y se expresaba en un castellano difícil pero raras veces equivocado. Medrano lo sospecho danés u holandés, sin mayores razones.

El oficial les deseó la bienvenida en nombre de la Magenta Star y del capitán del Malcolm, imposibilitado por el momento para hacerlo en persona. Lamentó que un inesperado recargo de actividades hubiera impedido una reunión más temprana, y se mostró comprensivo de la ligera inquietud que hubieran podido experimentar los señores pasajeros. Ya estaban tomadas todas las medidas para que el crucero fuese sumamente agradable; los viajeros dispondrían de una piscina, un solarium, un gimnasio y sala de juegos, dos mesas de ping-pong, un juego de sapo y música grabada. El maître se encargaría de recoger las sugestiones que pudieran for-mu-lar-se, y los oficiales quedaban por su-pues-to a disposición de los viajeros.

– Algunas señoras ya están bastante mareadas -dijo Claudia rompiendo el incómodo silencio que siguió al discurso-. ¿Hay médico a bordo?

El oficial entendía que el médico no tardaría en presentar sus respetos a sanos y enfermos. Medrano, que había esperado el momento, se adelantó.

– Muy bien, muchas gracias -dijo-. Queda un par de cosas que nos gustaría aclarar. La primera es si usted ha venido por su propia voluntad o porque uno de estos señores insistió en reclamar la presencia de un oficial. La segunda es muy sencilla: ¿Por qué no se puede pasar a popa?

– ¡Eso! -gritó el Pelusa, que tenía la cara ligeramente verde pero que se defendía del mareo como un hombie.

– Señores -dijo el oficial-, esta visita debió realizarse antes, pero no fue posible por las mismas razones que obligan a… a suspender momentáneamente la comunicación con la popa. Observen que poco hay allí para ver -agregó rápidamente-. La tripulación, la carga… Aquí estarán muy confortables.

– ¿Y cuáles son esas razones? -preguntó Medrano.

– Lamento que mis órdenes…

– ¿Ordenes? No estamos en guerra -dijo López-. No navegamos acechados por submarinos ni transportan ustedes armas atómicas o algo por el estilo. ¿O las transportan?

– Oh, no. Qué idea -dijo el oficial.

– ¿Sabe el gobierno argentino que hemos sido embarcados en estas condiciones? -siguió López, riéndose por dentro de la pregunta.

– Bueno, las negociaciones se realizaron a último momento, y las aspectos técnicos quedaron exclusivamente a nuestro cargo. La Magenta Star -agregó con reservado orgullo- tiene una tradición de buen trato a sus pasajeros.

Medrano sabía que el diálogo empezaría a girar en redondo, pisándose la cola.

– ¿Cómo se llama el capitán? -preguntó.

– Smith -dijo el oficial-. Capitán Smith.

– Como yo -dijo López, y Raúl y Medrano se rieron. Pero el oficial entendió que lo desmentían y frunció el ceño.

– Antes se llamaba Loyatt -dijo Raúl-. Ah, otra cosa: ¿Puedo enviar un cable a Buenos Aires?

El oficial pensó antes de contestar. Desgraciadamente la instalación inalámbrica del Malcolm no admitía mensajes ordinarios. Cuando hicieran escala en Punta Arenas, el correo… Pero por la forma en que terminó la frase daba la impresión de creer que para ese entonces Raúl no necesitaría telegrafiar a nadie.

– Son circunstancias de momento -agregó el oficial, invitándolos con el gesto a que simpatizaran con dichas circunstancias.

– Vea -dijo López, cada vez más fastidiado-. Aquí somos un grupo de gente sin el menor interés en malograr un buen crucero. Pero personalmente me resultan intolerables los métodos que está empleando su capitán o quien sea. ¿Por qué no se nos dice la causa de que nos hayan encerrado -sí, no ponga esa cara de agravio- en la proa del barco?

– Y otra cosa -dijo Lucio-. ¿Adonde nos llevan después de Punta Arenas? Es una escala muy rara, Punta Arenas.

– Oh, al Japón. Muy agradable crucero por el Pacífico.

– ¡Mama mía, al Japón! -dijo el Pelusa estupefacto-. ¿Entonces no vamos a Copacabana?

– Dejemos el itinerario para después -dijo Raúl-. Quiero saber por qué no podemos pasar a la popa, por qué tengo que andar como una rata buscando un paso, y tropezarme con sus marineros que no me dejan seguir.

– Señores, señores… -mirando en redondo, el oficial parecía buscar a alguien que no se hubiera plegado a la creciente rebelión-. Comprendan que nuestro punto de vista…

– De una vez por todas, ¿cuál es el motivo? -dijo secamente Medrano.

Después de un silencio en el que claramente se oyó cómo alguien dejaba caer una cucharita en el bar, los flacos hombros del oficial se alzaron con perceptible desánimo.

– En fin, señores, yo hubiera preferido callar puesto que empiezan ustedes un bien ganado viaje de placer. Todavía estamos a tiempo… Sí, ya veo. Pues bien, es muy sencillo: Hay dos casos de tifus entre nuestros hombres.

El primero en reaccionar fue Medrano, y lo hizo con una fría violencia que sorprendió a todo el mundo. Pero apenas había empezado a decirle al oficial que ya no estaban en la época de las sangrías y las fumigaciones, cuando aquél levantó los brazos con un gesto de cansado fastidio.

– Perdone usted, me expresé mal. Debí decir que se trata de tifus 224. Sin duda no estarán muy al tanto, y precisamente ese es nuestro problema. Poco se sabe del 224. El médico conoce el tratamiento más moderno y lo está aplicando, pero opina que por el momento se necesita uriá especie de… barrera sanitaria.

– Pero dígame un poco -estalló Paula-. ¿Cómo pudimos zarpar anoche de Buenos Aires? ¿Todavía no estaban enterados de su doscientos y pico?

– Sí que estaban -dijo López-. Se vio en seguida que no nos dejaban ir a popa.

– ¿Y entonces? ¿Cómo la sanidad del puerto los dejó salir? ¿Y cómo los dejó entrar, ya que estamos?

El oficial miró hacia el techo. Parecía cada vez más cansado.

– No me obliguen a decir más de lo que me permiten mis órdenes, señores. Esta situación es sólo temporaria, y no dudo que dentro de pocos días los enfermos habrán pasado la fase… contagiosa. Por el momento…

– Por el momento -dijo López- nos cabe el pleno derecho de suponer que estamos en manos dé una banda de aprovechadores… Sí, che, lo que ha oído. Aceptaron un buen negocio de última hora, callándose la boca sobre lo que ocurría a bordo. Su capitán Smith debe ser un perfecto negrero, y se lo puede ir diciendo de mi parte.

El oficial retrocedió un paso, tragando con dificultad.

– El capitán Smith -dijo- es uno de los dos enfermos. El más grave.

Salió antes de que nadie encontrara la primera palabra de. una réplica.

Agarrándose de las barandillas con las dos manos, Atilio volvió a cubierta y se tiró en la reposera instalada junto a las de la Nelly, su madre y doña Rosita, que gemían alternadamente. El mareo las atacaba con diferente gravedad, pues como ya había explicado doña Rosita a la señora de Trejo, igualmente enferma, a ella le daba el almareo seco mientras que la Nelly y su madre no hacían más que devolver.

– Yo les dije que no me bebieran tanta soda, ahora tienen la blandura en el estómago. Usted se siente mal, ¿verdad? Se ve en seguida, pobre. Yo por suerte con el almareo seco casi no devuelvo, viene a ser más bien una descompostura. Pobre la Nelly, mírela cómo sufre. Yo el primer día solamente como cosas secas, así me queda todo adentro. Me acuerdo cuando fuimos al recreo La Dorita con la lancha, yo era la única que casi no devolvía a la vuelta. Los demás, pobres… Ay, mire a doña Pepa, qué mal que está.

Armado de baldes y aserrín, uno de los marineros finlandeses velaba por la limpieza de la maltratada cubierta. Con un quejido entre rabioso y desencantado, el Pelusa se agarraba la cara con las manes.

– No es que estea mareado -le dijo a la Nelly que lo miraba con un resto de conciencia-. Seguro que me cayó mal el helado, cuantimás que me mandé dos seguidos a bodega… ¿Vos cómo te sentís?

– Mal, Atilio, muy mal… Mírala a mamá, pobre. ¿No la podría ver el médico?

– Ma qué médico, mama mía -suspiró el Pelusa-. Si te cuento las novedades… Mejor no te digo, capaz que te descompones de nuevo.

– ¿Pero qué pasa, Atilio? A mí sí decime. ¿Por qué se mueve tanto este barco?

– Las mareas -dijo el Pelusa-. El pelado nos estuvo explicando todo lo del mar. Uy, qué manera de ladearse, mirá, mirá, parece que ese bloque de agua se nos viene encima… ¿Querés que te traiga el perfume para el pañuelo?

– No, no, pero decime lo que pasa.

– Qué va a pasar -dijo el Pelusa, luchando con una rara pelota de tenis que le subía por la garganta-. Tenemos la peste bubónica, tenemos.

XXV

Después de un silencio quebrado por una carcajada de Paula y frases desconcertadas o furiosas que no se dirigían a nadie en particular, Raúl se decidió a pedir a Medrano, López y Lucio que lo acompañaran un momento a su cabina. Felipe, que preveía el coñac y la charla entre hombres, notó que Raúl no le hacía la menor indicación de que se les agregara. Esperó todavía un momento, incrédulo, pero Raúl fue el primero en salir del salón. Incapaz de articular palabra, sintiéndose como si de golpe se le hubieran caído los pantalones delante de todo el mundo, se quedó solo con Paula, Claudia y Jorge, que hablaban de irse a cubierta. Antes de que pudieran hacer el menor comentario se lanzó fuera y corrió a meterse en su cabina, donde por suerte no estaba su padre. Tan grande era su despecho y su desconcierto que por un momento se quedó apoyado contra la puerta, frotándose vagamente los ojos. «¿Pero qué be cree ése? -alcanzó a pensar-. ¿Pero qué se piensa ése?» No le cabía duda de que la reunión se hacía para discutir un plan de acción, y a él lo dejaban fuera. Encendió un cigarrillo y lo tiró en seguida. Encendió otro, le dio asco y lo aplastó con el zapato. Tanta charla, tanta amistad, y ahora… Pero cuando habían empezado a bajar la escalera y Raúl le había preguntado si había que avisar a los otros, en seguida había aceptado su negativa, como si le gustara correr con él la aventura. Y después la charla en la cabina vacía, y por qué carajo lo había tuteado si al final lo largaba como un trapo y se iba a encerrar con los otros. Por qué le había dicho que ahora contaba con un amigo, por qué le había prometido una pipa… Sintió que se ahogaba, dejó de ver el pedazo de cama que estaba mirando y en su lugar quedó un confuso rodar de rayas y líneas pegajosas que salían de sus ojos y le caían por la cara. Enfurecido se pasó las dos manos por las mejillas, entró en el cuarto de baño y metió la cabeza en el lavabo lleno de agua fría. Después fue a sentarse a los pies de la cama, donde la señora de Trejo había colocado algunos pañuelos y un piyama limpio. Tomó un pañuelo y lo miró fijamente, murmurando insultos y quejas confundidos. Mezclándose con su rencor nacía poco a poco una historia de sacrificio en la que él los salvaría a todos, no sabía de qué pero los salvaría, y con un cuchillo en el corazón caería a los pies de Paula y de Raúl, escucharía sus palabras de dolor y arrepentimiento, Raúl le tomaría la mano y se la apretaría desesperado, Paula lo besaría en la frente… Los muy desgraciados, lo besarían en la frente pidiéndole perdón, pero él callaría como callan los dioses y moriría como mueren los hombres, frase leída en alguna parte y que le había impresionado mucho en su momento. Pero antes de morir como mueren los hombres ya les iba a dar que hablar a esa manga de pillados. Por lo pronto el más absoluto desdén, una indiferencia glacial. Buenos días, buenas noches, y se acabó. Ya vendrían a buscarlo, a confiarle sus inquietudes, y entonces sería la hora de la revancha. ¿Ah, ustedes piensan eso? No estoy de acuerdo. Yo tengo mi propia opinión, pero eso es cosa mía. No, ¿por qué tengo que decirla? ¿Acaso ustedes confiaron en mí hasta ahora, y eso que fui el primero en descubrir el pasaje de abajo? Uno hace lo que puede por ayudar y ese es el resultado. ¿Y si nos hubiera ocurrido algo allá abajo? Ríanse, todo lo que quieran, yo no pienso mover un dedo por nadie. Claro qut entonces seguirían investigando por su cuenta, y eso era casi lo único divertido a bordo de ese barco de porquería. También él, qué diablos, podía dedicarse a investigar por su lado. Pensó en los dos marineros de la cámara de la derecha, en el tatuaje. El llamado Orf parecía más accesible, y si lo encontraba solo… Se vio saliendo a la popa, descubriendo el primero las cubiertas y las escotillas de popa. Ah, pero la peste esa, supercontagiosa y nadie estaba vacunado a bordo. Un cuchillo en el corazón o la peste doscientos y pico, al fin y al cabo… Entornó los ojos para sentir el roce de la mano de Paula en la frente. «Pobrecito, pobrecito», murmuraba Paula, acariciándolo. Felipe resbaló hasta quedar tendido en su cama, mirando hacia la pared. Pobrecito, tan valiente. Soy yo, Felipe, soy Raúl. ¿Por qué hiciste eso? Toda esa sangre, pobrecito. No, no sufro nada. No son las heridas las que me duelen, Raúl. Y Paula diría: «No hable, pobrecito, espere que le quitemos la camisa», y él tendría los ojos profundamente cerrados como ahora, y sin embargo vería a Paula y a Raúl llorando sobre él, sentiría sus manos como ahora sentía va su propia mano que se abría deliciosamente paso entre sus ropas.


– Pórtate como un ángel -dijo Raúl- y anda a hacer de Florencia Nightingale para las pobres señoras mareadas, aparte de que también vos tenes la cara pasablemente verde

– Mentira -dijo Paula-. Yo no veo por qué me echan de mi cabina.

– Porque -explicó Raúl- tenemos que celebrar un consejo de guerra. Andate como una buena hormiguita y repartí Dramamina a los necesitados. Entren, amigos, y siéntense donde puedan, empezando por las camas.

López entró el último, después de ver cómo Paula se alejaba con aire aburrido, llevando en la mano el frasco de pastillas que Raúl le había dado como argumento todopoderoso. Ya olía a Paula en la cabina, lo sintió apenas hubo cerrado la puerta, por.sobre el humo del tabaco de pipa y la suave fragancia de las maderas le venía un olor de colonia, de pelo mojado, quizá de maquillaje. Se acordó de cuando había visto a Paula recostada en la cama del fondo y en vez de sentarse allí, al lado de Lucio ya instalado, se quedó de pie junto a la puerta y se cruzó de brazos.

Medrano y Raúl alababan la instalación eléctrica de las cabinas, los accesorios de último modelo provistos por la Magenta Star. Pero apenas se hubo cerrado la puerta y todos lo miraron con alguna curiosidad, Raúl abandonó su actitud despreocupada y abrió el armario para sacar la caja de hojalata. La puso sobre la mesa y se sentó en uno de los sillones repiqueteando con los dedos sobre la tapa de la caja.

– Yo creo -dijo- que en lo que va del día se ha discutido de sobra la situación en que estamos. De todas maneras no conozco en detalle el punto de vista de ustedes, y creo que deberíamos aprovechar que estamos juntos y a solas. Puesto que tengo el uso de la palabra, como dicen en las cámaras, empezaré por mi propia opinión. Ya saben que el chico Trejo y yo sostuvimos un diálogo muy aleccionante con dos de los habitantes de las profundidades. De resultas de ese diálogo o, más bien, del aire que se respiraba en el transcurso del diálogo, así como de la instructiva conferencia que acabamos de padecer con el oficial, extraigo la impresión de que a la tomadura de pelo bastante evidente, se.suma algo más serio. En una palabra, no creo que haya ninguna tomadura de pelo sino que somos víctimas de una especie de estafa. Nada que se parezca a las estafas comunes, por supuesto; algo más… metafísico, si me permiten la mala palabra.

– ¿Por qué mala palabra? -dijo Medrano-. Ya salió el intelectual porteño, temeroso de las grandes palabras.

– Entendámonos -dijo López-. ¿Por qué metafísico?

– Porque, si he pescado el rumbo del amigo Costa, las razones inmediatas de esta cuarentena, verdaderas o falsas, encubren alguna otra cosa que se nos escapa, precisamente porque es de un orden más… bueno, la palabra en cuestión.

Lucio los miraba sorprendido, y por un momento se preguntó si no se habrían confabulado para burlarse de él. Lo irritaba no tener la menor idea de lo que querían decir, y acabó tosiendo y adoptando un aire de atención inteligente. López, que había notado su gesto, alzó amablemente la mano.

– Vamos a fabricarnos un pequeño plan de clase, como diríamos el doctor Restelli y yo en nuestra ilustre sala de profesores. Propongo meter bajo llave las imaginaciones extremas, y encarar el asunto de la manera más positiva posible. En ese sentido suscribo lo de la tomadura de pelo y la posible estafa, porque dudo que el discurso del oficial haya convencido a nadie. Creo que el misterio, por llamarse así, sigue tan en pie como ai principio.

– En fin, está la cuestión del tifus -dijo Lucio.

– ¿Usted cree en eso? -¿Por qué no?

– A mí me suena a falso de punta a punta -dijo López-, aunque no podría explicar por qué. Por más irregular que haya sido nuestro embarque en Buenos Aires, el Malcolm estaba amarrado en la dársena norte, y cuesta creer que un barco en el que hay dos casos de esa enfermedad tan temible haya podido burlar en esa forma a las autoridades portuarias.

– Bueno, eso es materia de discusión -dijo Medrano-. Creo que nuestra salud mental saldrá ganando si por el momento lo dejamos de lado. Lamento ser tan escéptico, pero creo que las tales autoridades estaban metidas en un brete ayer a las seis de ia tarde, y que se zafaron de la mejor manera posible, o sea sin escrúpulos ni rodeos. Ya sé que eso no explica la etapa anterior, la entrada del Malcolm en el puerto con semejante peste a bordo. Pero también en ese caso se puede pensar en algún arreglo turbio.

– La enfermedad pudo declararse a bordo después de haber amarrado en la dársena -dijo Lucio-. Esas cosas latentes, verdad.

– Sí, es posible. Y la Magenta Star no quiso perder el negocio que se le presentaba a último minuto. ¿Por qué no? Pero no nos lleva a ninguna parte. Partamos de la base de que ya estamos a bordo y lejos de la costa. ¿Qué vamos a hacer?

– Bueno, la pregunta hay que desdoblarla previamente -dijo López-. ¿Debemos hacer algo? En ese caso, pongámonos de acuerdo.

– El oficial explicó lo del tifus -dijo Lucio, algo confuso-. A lo mejor nos conviene quedarnos tranquilos, por lo menos unos días. El viaje va a ser tan largo… ¿No es formidable que nos lleven al Japón?

– El oficial -dijo Raúl- puede haber mentido.

– ¡Cómo mentido! ¿Entonces… no hay tifus?

– Querido, a mí lo del tifus me suena a camelo. Como López, no puedo dar razón alguna. I feel it in my bones, como decimos los ingleses.

– Coincido con los dos -dijo Medrano-. Quizá haya alguien enfermo del otro lado, pero eso no explica la conducta del capitán (salvo que realmente sea uno de los enfermos) y de los oficiales. Se diría que desde que subimos a bordo estaban preguntándose cómo debían manejarnos, y que se les pasó todo este tiempo en discusiones. Si hubieran empezado por ser más corteses, casi no habríamos sospechado.

– Sí, aquí entra ahora el amor propio -dijo López-. Estamos resentidos contra esta falta de cortesía, y quizá exageramos. De todos modos no oculto que apaite de una cuestión de bronca personal, hay algo en esa idea de las puertas cerradas que me joroba. Es como si esto no fuera un viaje, realmente.

Lucio, cada vez más sorprendido por esas reacciones que sólo débilmente compartía, bajó la cabeza asintiendo. Si se la iban a tomar tan en serio, entonces todo se iría al tacho. Un viaje de placer, qué diablos… ¿Por qué estaban tan quisquillosos? Puerta más o menos… Cuando les pusieran la piscina en la cubierta y se organizaran juegos y diversiones, ¿qué importaba la popa? Hay barcos en los que nunca se puede ir a la popa (o a la proa) y no por eso la gente se pone nerviosa.

– Si supiéramos que realmente es un misterio -dijo López, sentándose al borde de la cama de Raúl-, pero también puede tratarse de terquedad, de descortesía, o simplemente que el capitán nos considera como un cargamento rigurosamente estibado en un sector del barco. Y ahí es donde la idea empieza a darme ahí donde ustedes se imaginan.

– Y si llegáramos a la conclusión de que se trata de eso -dijo Raúl-, ¿qué deberíamos hacer?

– Abrirnos paso -dijo secamente Medrano.

– Ah. Bueno, ya tenemos una opinión, que apoyo. Veo que López también, y que usted…

– Yo también, claro -dijo precipitadamente Lucio-. Pero antes hay que tener la seguridad de que no nos encierran de este lado por puro capricho.

– El mejor sistema sería insistir en telegrafiar a Buenos Aires. La explicación del oficial me pareció absurda, porque cualquier equipo radiotelegráfico de un barco sirve precisamente para eso. Insistamos, y de lo que resulte se deducirá la verdad sobre las intenciones de los… de los lípidos. López y Medrano se echaron a reír. -Ajustemos nuestro vocabulario -dijo Medrano-. Jorge entiende que los lípidos son los marineros de la popa. Los oficiales, según le oí decir en la mesa, son los glúcidos. Señores, es con los glúcidos con quienes tenemos que enfrentarnos.

– Mueran los glúcidos -dijo López-. Y yo que me pasé la mañana hablando de novelas de piratas… En fin, supongamos que se niegan a enviar nuestro mensaje a Buenos Aires, lo que es más que seguro si han jugado sucio y tienen miedo de que se les estropee el negocio. En ese caso no veo cuál puede ser el próximo movimiento.

– Yo sí -dijo Medrano-. Yo lo veo bastante claro, che. Será cuestión de echarles alguna puerta abajo y darse una vuelta por el otro lado.

– Pero si las cosas se ponen feas… -dijo Lucio-. Ya se sabe que a bordo las leyes son distintas, hay otra… disciplina. No entiendo nada de eso, pero me parece que uno no puede extralimitarse sin pensarlo bien.

– Como extralimitarse, la demostración que nos están haciendo los glúcidos me parece bastante elocuente -dijo Raúl-. Si mañana se le antoja al capitán Smith (y a la vez se le ocurrió un complicado juego dé palabras donde intervenía la princesa Pocahontas y de ahí el descaro) que vamos a pasarnos el viaje dentro de las cabinas, estaría casi en su derecho.

– Eso es hablar como Espartaco -dijo López-. Si uno les da un dedo se toman todo el brazo; así diría el amigo Presutti, cuya sensible ausencia deploro en estas circunstancias.

– Estuve por hacerlo venir también a él -dijo Raúl-, pero la verdad es que es tan bruto que lo pensé mejor. Más tarde le podemos presentar un resumen de las conclusiones y enrolarlo en la causa redentora. Es un excelente muchacho, y los glúcidos y lípidos le caen como un pisotón en el juanete.

– En resumen -dijo Medrano-, creo entender que, primo, estamos bastante de acuerdo en que lo del tifus no resulta convincente, y que, secundo, debemos insistir en que caigan las murallas opresoras y se nos permita mirar el barco por donde nos dé la gana.

– Exacto. Método: Telegrama a la capital. Probable resultado: Negativa. Acción subsiguiente: Una puerta abajo.

– Todo parece bastante fácil -dijo López- salvo lo de la puerta. Lo de la puerta no les va a gustar ni medio.

– Claro que no les va a gustar -dijo Lucio-. Pueden llevarnos de vuelta a Buenos Aires, y eso sería una macana me parece.

– Lo reconozco -dijo Medrano que miraba a Lucio con cierta irritante simpatía-. Volver a encontrarnos en Perú y Avenida pasado mañana por la mañana sería más bien ridículo. Pero, amigo, da la casualidad de que en Perú y Avenida no hay puertas Stone.

Raúl hizo un gesto, se pasó la mano por la frente como para alejar una idea que le molestaba, pero como Jos otros habían callado no pudo menos de hablar.

– Ya ven, esto confirma cada vez más mi sensación de hace un rato. Salvo Lucio, cuyo deseo de ver las geishas y escuchar el sonido del koto me parece perfectamente justificado, los demás preferiríamos sacrificar alegremente el Imperio del Sol Naciente por un café porteño donde las puertas estuvieran bien abiertas a la calle. ¿Hay proporción entre ambas cosas? De hecho, no. Ni la más remota proporción. Lucio está en lo cierto cuando habla de quedarnos tranquilos, puesto que la recompensa de esa pasividad será muy alta, con kimonos y Fujiyama. And yet, and yet

– Sí, la palabrita de hace un rato -dijo Medrano.

– Exacto, la palabrita. No se trata de puertas, querido Lucio, ni de glúcidos. Probablemente la popa será un inmundo lugar que huele a brea y a fardos de lana. Lo que se vea desde allí será lo mismo que si lo miramos desde la proa: el mar, el mar, siempre recomenzado. And yet…

– En fin -dijo Medrano-, parecería como si hubiera acuerdo de mayoría. ¿También usted? Bueno, entonces hay unanimidad. Queda por resolver si vamos a hablar de esto con los demás. Por el momento, aparte de Restelli y Presutti, me parece mejor hacer las cosas por nuestra cuenta. Como se dice en circunstancias parecidas, no hay por qué alarmar a las señoras y a los niños.

– Probablemente no habrá ninguna causa de alarma -dijo López-. Pero me gustaría saber cómo nos vamos a arreglar para abrirnos paso si se llega a esa situación.

– Ah, eso es muy sencillo -dijo Raúl-. Ya que le gusta jugar a los piratas, tome.

Levantó la tapa de la caja. Dentro había dos revólveres treinta y ocho y una automática treinta y dos, además de cinco cajas de balas procedentes de Rotterdam.

XXVI

Hasdala -dijo uno de los marineros, levantando un enorme tablón sin aparente esfuerzo. El otro marinero asintió con un seco: «Sa!», y apoyó un clavo en el extremo del tablón. La jaula para la piscina estaba casi terminada y la construcción, tan sencilla como sólida, se alzaba en mitad de la cubierta. Mientras uno de los marineros clavaba el último tablón de sostén, el otro desplegó una lona encerada en el interior y empezó a sujetarla a los bordes por medio de unas correas con hebillas.

– Y a eso le llaman una pileta -se quejó el Pelusa-. Carpetee un poco esa porquería, si parece para bañar chanchos. ¿Usté qué opina, don Persio?

– Detesto los baños al aire libre -dijo Persio-, sobre todo cuando hay la posibilidad de tragar caspa ajena.

– Sí, pero es lindo, qué quiere. ¿Usted nunca fue a la pileta de Sportivo Barracas? Le ponen desinfectante y tiene medidas olímpicas.

– ¿Medidas olímpicas? ¿Y qué es eso?

– Y… las medidas para los juegos olímpicos, qué va a ser. La medida olímpica, está en todos los diarios. En cambio míreme un poco esta construcción, pura tabla y un toldo adentro. El Emilio, que fue a Europa hace dos años, contó que en la tercera del barco de él había una pileta toda verde de mármol. Si yo sabía esto no venía, Je juro.

Persio miraba el Atlántico. Habían perdido de vista la costa y el Malcolm navegaba en un mar repentinamente calmo, de un azul metálico que parecía casi negro en los bordes de las olas. Sólo dos gaviotas seguían al barco, empecinadamente suspendidas sobre el mástil.

– Qué animal comilón la gaviota -dijo el Pelusa-. Son capaces de tragar clavos. Me gusta cuando ven algún pescado y se tiran en picada. Pobre pescado, qué picotazo que le encajan… ¿Le parece que en este viaje veremos alguna bandada de tuninas?

– ¿Toninas? Sí, probablemente.

– El Emilio contó que en su barco se veían todo el tiempo bandadas de tuninas y esos pescados voladores. Pero nosotros…

– No se desanime -le dijo Persio afectuosamente-. El viaje apenas ha empezado, y el primer día, con el mareo y la novedad… Pero después le va a gustar.

– Bueno, a mí me gusta. Uno aprende cosas, ¿no le parece? Como en la conscripción… También, con la vida de perro que le daban adentro, la tumba y los ejercicios… Me acuerdo una vez, me dieron un guiso que lo mejor que tenía era una mosca… Pero a la larga uno se sabe coser un botón y no le hace asco a cualquier porquería que haiga en la comida. Esto tiene que ser igual, ¿no le parece?

– Supongo que sí -convino Persio, siguiendo con interés la maniobra de los finlandeses para conectar una manguera con la piscina. Un agua admirablemente verde empezaba a crecer en el fondo de la lona, o por lo menos así lo proclamaba Jorge, encaramado en los tablones a la espera de poder tirarse. Un tanto repuestas del mareo, las señoras se acercaron a inspeccionar los trabajos y a tomar posiciones estratégicas para cuando los bañistas empezaran a reunirse. No tuvieron que esperar mucho a Paula, que bajó lentamente la escalerilla para que todo el mundo agotara en detalle y definitivamente su bikini rojo. Detrás venía Felipe con un slip verde y una toalla de esponja sobre los hombros. Precedidos por Jorge, que anunciaba a gritos la excelente temperatura del agua, se metieron en la piscina y chapotearon un rato en la modesta medida en que aquélla lo permitía. Paula enseñó a Jorge la manera de sentarse en el fondo tapándose la nariz, y Felipe, todavía ceñudo pero incapaz de resistir al placer del agua y los gritos, se encaramó sobre la jaula para tirarse desde allí entre los sustos y las admoniciones de las señoras. Al rato se les agregaron a Nelly y el Pelusa, aunque este último persistía en sus comentarios despectivos. Minuciosamente envainada en una malla enteriza donde ocurrían extraños rombos azules y morados, la Nelly preguntó a Felipe si la Beba no se bañaba, a lo que Felipe respondió que su hermana estaba todavía bajo los efectos de uno de sus ataques, por lo cual sería raro que viniese.

– ¿Le dan ataques? -preguntó consternada la Nelly.

– Ataques de romanticismo -dijo Felipe, frunciendo la nariz-. Es loca, la pobre.

– ¡Oh, me hizo asustar! Tan simpática su hermanita, pobre.

– Ya la irá conociendo. ¿Qué me dice del viaje? -preguntó Felipe al Pelusa-. ¿Quién habrá sido el cráneo que lo organizó? Si lo encuentro le canto las cuarenta, créame.

– Y me lo va a decir a mí -dijo el Pelusa, procurando disimular el acto de sonarse con dos dedos-. Qué pileta, mama mía. No somos más que tres o cuatro y ya estamos como sardina en lata. Vení, Nelly, que te enseño a nadar debajo del agua. Pero no tengas miedo, sonsa, deja que te enseñe, así te pareces a la Esther Williams.

Los finlandeses habían instalado un tablón horizontal en uno de los bordes de la jaula, y Paula se sentó a tomar sol. Felipe se zambulló una vez más, resopló como lo había visto hacer en los torneos, y se trepó al lado de ella.

– Su… ¿Raúl no viene a bañarse?

– Mi… Qué sé yo -dijo burlonamente Paula-. Todavía debe estar conspirando con sus flamantes amigos, gracias a lo cual han dejado la cabina apestando 5» tabaco negro. Usted no estaba, me parece.

Felipe la miró de reojo. No, no había estado, después de almorzar le gustaba tirarse un rato en la cama a leer. Ah, ¿y qué leía? Bueno, ahora estaba leyendo un número de Selecciones. Vaya, excelente lectura para un joven estudiante. Sí, no estaba mal, traía las obras más famosas sintetizadas.

– Sintetizadas -dijo Paula, mirando el mar-. Claro, es más cómodo.

– Claro -dijo Felipe, cada vez más seguro 3e que algo no andaba bien-. Con la vida moderna uno no tiene tiempo de leer novelas largas.

– Pero a usted en realidad no le interesan demasiado los libros -dijo Paula, renunciando a la broma y mirándolo con simpatía. Había algo de conmovedor en Felipe, era demasiado adolescente, demasiado todo: hermoso, tonto, absurdo. Sólo callado alcanzaba un cierto equilibrio, su cara aceptaba su edad, sus manos de uñas comidas colgaban por cualquier lado con perfecta indiferencia. Pero si hablaba, si quería mentir (y hablar a los dieciséis años era mentir) la gracia se venía al suelo y no quedaba más que una torpe pretensión de suficiencia, igualmente conmovedora pero irritante, un espejo turbio donde Paula se retroveía en sus tiempos de liceo, las primeras tentativas de liberación, el humillado final de tantas cosas que hubieran debido ser bellas. Le daba lástima Felipe, hubiera querido acariciarle la cabeza y decirle cualquier cosa que le devolviera el aplomo. El explicaba ahora que sí le gustaba leer, pero que los estudios… ¿Cómo? ¿No se lee cuando se estudia? Sí, claro que se lee, pero solamente los libros de texto o los apuntes. No lo que se llama un libro, como una novela de Somerset Maughan o de Erico Verissimo. Eso sí, él no era como algunos compañeros del nacional que ya andaban con anteojos por todo lo que leían. Primero de todo, la vida. ¿La vida? ¿Qué vida? Bueno, la vida, salir, ver las cosas, viajar como ahora, conocer a la gente… El profesor Peralta siempre les decía que lo único importante era la experiencia.

– Ah, la experiencia -dijo Paula-. Claro que tiene su importancia. ¿Y su profesor López también les habla de la experiencia?

– No, qué va a hablar. Y eso que si quisiera… Se ve que es punto bravo, pero no es de los que se andan dando corte. Con López nos divertimos mucho. Hay que estudiarle, eso sí, pero cuando está contento con los muchachos es capaz de pasarse media hora charlando de los partidos del domingo.

– No me diga -dijo Paula.

– Pero claro, López es macanudo. No se la piya en serio como Peralta.

– Quién lo hubiera dicho -dijo Paula.

– Créame que es la verdad. ¿Usted se pensaba que era como Gato Negro?

– ¿Gato Negro?

– Cuello Duro, bah.

– Ah, el otro profesor.

– Sí, Sumelli.

– No, no me lo pensaba -dijo Paula.

– Ah, bueno -dijo Felipe-. Qué va a comparar. López ea okey, todos los muchachos están de acuerdo. Hasta yo le estudio a veces, palabra. Me gustaría poder ser amigo de él, pero claro…

– Aquí tendrá oportunidad -dijo Paula-. Hay varias personas que vale la pena tratar. Medrano, por ejemplo.

– Seguro, pero es diferente de López. Y también su… Raúl, digo -bajó la cabeza, y una gota de agua le resbaló por la nariz-. Todos son simpáticos -dijo confusamente- aunque, claro, son mucho mayores. Hasta Raúl, y eso que es muy joven.

– No lo crea lan joven -dijo Paula-. Por momentos se vuelve terriblemente viejo, porque sabe demasiadas cosas y está cansado de eso que su profesor Peralta llama la experiencia. Otras veces es casi demasiado joven, y hace las tonterías más perfectas. -Vio el desconcierto en los ojos de Felipe, y calló. «Un poco más y caigo en el proxenetismo», pensó, divertida. «Dejarlos que dancen solos su danza. Pobre Nelly, parece una actriz del cine mudo, y al novio le sobra el traje de baño por todas partes… ¿Por qué no se afeitarán las axilas esos dos?»


Como si fuera la cosa más natural del mundo, Medrano se inclinó sobre la caja, eligió un revólver y se lo puso en el bolsillo trasero del pantalón después de comprobar que estaba cargado y que el tambor giraba con facilidad. López iba a hacer lo mismo, pero pensó en Lucio y se detuvo a medio camino. Lucio estiró la mano y la retiró, sacudiendo la cabeza.

– Cada vez entiendo menos -dijo-. ¿Para qué queremos esto?

– No hay por qué aceptarlo -dijo López, liquidados sus escrúpulos. Tomó el segundo revólver, y ofreció la pistola a Raúl que lo miraba con una sonrisa divertida.

– Soy chapado a la antigua -dijo López-. "Nunca me gustaron las automáticas, tienen algo de canalla. Probablemente las películas de cow-boys explican mi cariño por el revólver. Yo soy anterior a las de gangsters, che. ¿Se acuerdan de William S. Hart?… Es raro, hoy es día de rememoraciones. Primero los piratas y ahora los vaqueros. Me quedo con esta caja de balas, si me permite.

Paula golpeó dos veces y entró, conminándolos amablemente a que se marcharan porque quería ponerse el traje de baño. Miró con alguna sorpresa la caja de hojalata que Raúl acababa de cerrar, pero no dijo nada. Salieron al pasillo y Medrano y López se fueron a sus cabinas para guardar las armas; los dos se sentían vagamente ridículos con esos bultos en los bolsillos del pantalón, sin contar las cajas de balas. Raúl les propuso encontrarse un cuarto de hora más tarde en el bar, y volvió a meterse en la cabina. Paula, que cantaba en el baño, lo oyó abrir un cajón del armario.

– ¿Qué significa ese arsenal? -Ah, te diste cuenta que no eran marrons glacés -dijo Raúl.

– Esa lata no la trajiste vos a bordo, que yo sepa.

– No, es botín de guerra. De una guerra más bien fría por el momento.

– ¿Y ustedes tienen intenciones de jugar a los hombres malos?

– No sin antes agotar los recursos diplomáticos, carísima. Aunque no hace falta que te lo diga, te agradeceré que no menciones estos aprestos bélicos ante las damas y los chicos. Probablemente todo terminará de una manera irrisoria, y guardaremos las armas como recuerdo del Malcolm. Por el momento estamos bastante dispuestos a conocer la popa, por las buenas o como sea.

Mon triste coeur bave à la poupe, mon coeur convert de caporal -salmodió Paula, mirándose en el espejo del armario-. ¿No te cambiás, vos?

– Más tarde, ahora tenemos que iniciar las hostilidades contra los glúcidos. Qué piernas tan esbeltas te has traído en este viaje.

– Me lo han dicho, sí. Si te puedo servir de modelo, estás autorizado a dibujarme todo lo que quieras. Pero supongo que habrás elegido otros.

– Por favor deja de lado los áspides -dijo Raúl-. ¿Todavía no te hace ningún efecto el yodo del mar? A mí por lo menos déjame en paz, Paula.

– Está bien, sweet prince. Hasta luego -abrió la puerta y se volvió-. No hagan tonterías -agregó-. Maldito io que me importa, pero ustedes tres son lo único soportable a bordo. Si me los estropean…, ¿Me dejas ser tu madrina de guerra?

– Por supuesto, siempre que me mandes paquetes con chocolate y revistas. ¿Te dije que estás preciosa con ese traje de baño? Sí, te lo dije. Le vas a hacer subir la presión a los dos finlandeses, y por lo menos a uno de mis amigos.

– Hablando de áspides… -dijo Paula. Volvió a entrar en la cabina-. Decime un poco, ¿vos te has creído el asunto del tifus? No me imagino. Pero si no creemos en eso es todavía peor, porque entonces no se entiende nada.

– Se parece a lo que pensaba yo de chico cuando me daba por sentirme ateo -dijo Raúl-. Las dificultades empezaban a partir de ese momento. Supongo que lo del tifus encubre algún sórdido negocio, a lo mejor llevan chanchos a Punta Arenas o bandoneones a Tokio, cosas muy desagradables de ver como se sabe. Tengo una serie de hipótesis parecidas, a cuál más siniestra.

– ¿Y si no hubiera nada en la popa? ¿Si fuera solamente una arbitrariedad del capitán Smith?

– Todos hemos pensado en eso, querida. Yo, por ejemplo, cuando me robé esa caja. Te repito, la cosa es mucho peor si en la popa no pasa nada. Pongo toda mi esperanza en encontrar una compañía de liliputienses, un cargamento de queso Limburger o simplemente una cubierta invadida por las ratas.

– Debe ser el yodo -dijo Paula, cerrando la puerta.


Sacrificando sin lástima las esperanzas del señor Trejc y del doctor Restelli, que confiaban en él para reanimar una conversación venida a menos, Medrano se acercó a Claudia que prefería el bar y el café a los juegos de la cubierta. Pidió cerveza e hizo un resumen de lo que acababan de decidir, sin mencionar la caja de hojalata. Le costaba hablar en serio porque constantemente tenía la impresión de que relataba una invención, algo que rozaba la realidad sin comprometer al narrador o al oyente. Mientras apuntaba las razones que los movían a querer abrirse paso, se sentía casi solidario con los del otro lado, como si, trepado a lo más alto de un mástil, pudiera apreciar el juego en su totalidad.

– Es tan ridículo, si se piensa un poco. Deberíamos dejar que Jorge nos capitaneara, para que las cosas se cumplieran de acuerdo con sus ideas, probablemente mucho más ajustadas a la realidad que las nuestras.

– Quién sabe -dijo Claudia-. Jorge también se da cuenta de que pasa algo raro. Me lo dijo hace un momento: «Estamos en el zoológico, pero los visitantes no somos nosotros», algo así. Lo entendí muy bien porque todo el tiempo tengo la misma impresión. Y sin embargo, ¿hacemos bien en rebelarnos? No hablo por temor, más bien es miedo de echar abajo algún tabique del que dependía quizá el decorado de la pieza.

– Una pieza… Sí, puede ser. Yo lo veo más bien como un juego muy especial con los del otro lado. A mediodía ellos han hecho un movimiento y ahora esperan, con el reloj en marcha, que contestemos. Juegan las blancas y…

– Volvemos a la noción de juego. Supongo que forma parte de la concepción actual de la vida, sin ilusiones y sin, trascendencia. Uno se conforma con ser un buen alfil o una buena torre, correr en diagonal o enrocar para que se salve el rey. Después de todo el Malcolm no me parece demasiado diferente de Buenos Aires, por lo menos de mi vida en Buenos Aires. Cada vez más funcionalizada y plastificada. Cada vez más aparatos eléctricos en la cocina y más libros en la biblioteca.

– Para ser como el Malcolm debería haber en su casa una pizca de misterio.

– Lo hay, se llama Jorge. Qué más misterio que un presente sin nada de presente, futuro absoluto. Algo perdido de antemano y que yo conduzco, ayudo y aliento como si fuera a ser mío para siempre. Pensar que una chiquilla cualquiera me lo quitará dentro de unos años, una chiquilla que a esta hora lee una aventura de Inosito o aprende a hacer punto cruz.

– No lo dice con pena, me parece.

– No, la pena es demasiado tangible, demasiado presente y real para aplicarse a esto. Miro a Jorge desde un doble plano, el de hoy en que me hace feliz, y el otro, situado ya en lo más remoto, donde hay una vieja sentada en un sofá, rodeada dé una casa sola.

Medrano asintió en silencio. De día se notaban las finas arrugas que empezaban a bordear los ojos de Claudia, pero el cansancio de su rostro no era un cansancio artificial como el de la chica de Raúl Costa. Hacía pensar en un resumen, un precio bien pagado, una ceniza leve. Le gustaba la voz grave de Claudia, su manera de decir «yo» sin énfasis y a la vez con una resonancia que le hacía desear la repetición de la palabra, esperarla con un placer anticipado.

– Demasiado lúcida -le dijo-. Eso cuesta muy caro. Cuántas mujeres viven el presente sin pensar que un día perderán a sus hijos. A sus hijos y a tantas otras cosas, como yo y como todos. Los bordes del tablero se van llenando de peones y caballos comidos, pero vivir es tener los ojos clavados en las piezas que siguen en juego.

– Sí, y armarse una tranquilidad precaria con materiales casi siempre prefabricados. El arte, por ejemplo, o los viajes… Lo bueno es que aun con eso puede alcanzarse una felicidad extraordinaria, una especie de falsa instalación definitiva en la existencia, que satisface y contenta a muchas gentes fuera de lo común. Pero yo… No sé, es cosa de estos últimos años. Me siento menos contenta cuando estoy contenta, empieza a dolerme un poco la alegría, y Dios sabe si soy capaz de alegría.

– La verdad, a mí no me ha ocurrido eso -dijo Medrano, pensativo-, pero me parece que soy capaz de entenderlo. Es un poco lo de la gota de acíbar en la miel. Por el momento, si alguna vez he sospechado el sabor del acíbar, ha servido para multiplicarme la dulzura.

– Persio sería capaz de insinuar que en algún otro plano la miel puede ser una de las formas más amargas del acíbar. Pero sin saltar al hiperespacio, como dice él con tanta fruición, yo creo que mi inquietud de estos tiempos… Oh, no es una inquietud interesante, ni metafísica; pero sí como una señal muy débil… Me he sentido injustificadamente ansiosa, un poco extraña a mí misma, sin razones aparentes. Precisamente la falta de razones me preocupa en vez de tranquilizarme, porque, sabe usted, tehgo una especie de fe en mi instinto.

– ¿Y este viaje es una defensa contra esa inquietud?

– Bueno, defensa es una palabra muy solemne. No estoy tan amenazada como eso, y por suerte me creo muy lejos del destino habitual de las argentinas una vez que tienen hijos. No me he resignado a organizar lo que llaman un hogar, y probablemente tengo buena parte de culpa en la destrucción del mío. Mi marido no quiso comprender jamás que no mostrara entusiasmo por un nuevo modelo de heladera o unas vacaciones en Mar de Plata. No debí casarme, eso es todo, pero había otras razones para hacerlo, entre otras mis padres, su candida esperanza en mí… Ya han muerto, estoy libre para mostrar la cara que tengo realmente.

– Pero usted no me da la impresión de ser lo que llaman una emancipada -dijo Medrano-. Ni siquiera una rebelde, en el sentido burgués del término. Tampoco, gracias a Dios, una patricia mendocina o una socia del Club de Madres. Curioso, no consigo ubicarla y hasta creo que no lo lamento. La esposa y la madre clásicas…

– Ya sé, los hombres retroceden aterrados ante las mujeres demasiado clásicas -dijo Claudia-. Pero eso es siempre antes de casarse con ellas.

– Si por clásicas se entiende el almuerzo a las doce y cuarto, la ceniza en el cenicero y los sábados por la noche al Gran Rex, creo que mi retroceso sería igualmente violento antes y después del connubio, lo cual y de paso hace imposible este último. No crea que cultivo el tipo bohemio ni cosa parecida. Yo también tengo un clavito especial para colgar las corbatas. Es otra cosa más profunda, la sospecha de que una mujer… clásica, está también perdida como mujer. La madre de los Gracos es famosa por sus hijos, no por ella misma; la histotia sería todavía más triste de lo que es si todas sus heroínas se reclutaran entre esa especie. No, usted me desconcierta porque tiene una serenidad y un equilibrio que no van de acuerdo con lo que me ha dicho. Por suerte, créame, porque esos equilibrios suelen traducirse en la más perfecta monotonía, máxime en un crucero al Japón.

– Oh, el Japón. Con qué aire de escepticismo lo dice.

– Tampoco creo que usted esté muy segura de llegar allá. Dígame la verdad, si es de buen tono a esta hora: ¿Por qué se embarcó en el Malcolm?

Claudia se miró las manos y pensó un momento.

– No hace mucho, alguien me estuvo hablando -dijo-. Alguien muy desesperado, y que no ve en su vida más que un precario aplazamiento, cancelable en cualquier momento. A esa persona le doy yo una impresión de fuerza y de salud mental, al punto que se confía y me confiesa toda su debilidad. No quisiera que esa persona se enterara de lo que le voy a decir, porque la suma de dos debilidades puede ser una fuerza atroz y desencadenar catástrofes. Sabe usted, me parezco mucho a esa persona; creo que he llegado a un límite donde las cosas más tangibles empiezan a perder sentido, a desdibujarse, a ceder. Creo… creo que todavía estoy enamorada de León.

– Ah.

– Y al mismo tiempo sé que no puedo tolerarlo, que me repele el mero sonido de su voz cada vez que viene a ver a Jorge y juega con él. ¿Se comprende una cosa así, se puede querer a un hombre cuya sola presencia basta para convertir cada minuto en media hora?

– Qué sé yo -dijo bruscamente Medrano-. Personalmente, mis complicaciones son mucho más sencillas. Qué sé yo si se puede querer así a alguien.

Claudia lo miró y desvió los ojos. El tono hosco con que él había hablado le era familiar, era el tono de los hombres irritados por las sutilezas que no podían comprender y, sobre todo, aceptar. «Se limitará a clasificarme como una histérica -pensó sin lástima-. Probablemente tiene razón, sin contar que es ridículo decirle estas cosas.» Le pidió un cigarrillo, esperó a que él le hubiera ofrecido fuego.

– Toda esta charla es bastante inútil -dijo-. Cuando empecé a leer novelas, y conste que me ocurrió en plena infancia, tuve desde un comienzo la sensación de que los diálogos entre las gentes eran casi siempre ridículos. Por una razón muy especial, y es que la menor circunstancia los hubiera impedido o frustrado. Por ejemplo, si yo hubiera estado en mi cabina o usted hubiera decidido irse a la cubierta en vez de venir a beber cerveza. ¿Por qué darle importancia a un cambio de palabras que ocurre por la más absurda de las casualidades?

– Lo malo de esto -dijo Medrano- es que puede hacerse fácilmente extensible a todos los actos de la vida, e incluso el amor, que hasta ahora me sigue pareciendo el más grave y el más fatal. Aceptar su punto de vista significa trivializar la existencia, lanzarla al puro juego del absurdo.

– Por qué no -dijo Claudia-. Persio diría que lo que llamamos absurdo es nuestra ignorancia.


Se levantó al ver entrar a López y a Raúl, que acababan de encontrarse en la escalera. Mientras Claudia se ponía a hojear una revista, los tres sortearon con algún trabajo las ganas de hablar del señor Trejo y el doctor Restelli, y convocaron al barman en un ángulo del mostrador. López se encargó de capitanear las operaciones, y el barman resultó más accesible de lo que suponían. ¿La popa? En fin, el teléfono estaba incomunicado por el momento y el maître establecía personalmente el enlace con los oficiales. Sí, el maître había sido vacunado, y probablemente lo sometían a una desinfección especial antes de que regresara de allá, a menos que realmente no llegara hasta la zona peligrosa y la comunicación se hiciera oralmente pero a cierta distancia. Todo eso él se lo imaginaba solamente.

– Además -agregó inesperadamente el barman- desde mañana habrá servicio de peluquería de nueve a doce.

– De acuerdo, pero ahora lo que queremos es telegrafiar a Buenos Aires.

– Pero el oficial dijo… El oficial dijo, señores. ¿Cómo quieren que yo? Hace poco que estoy a bordo de este buque -añadió plañideramente el barman-. Me embarqué en Santos hace dos semanas.

– Dejemos la autobiografía -dijo Raúl-. Simplemente usted nos indica el camino por donde se puede ir hasta la popa, o por lo menos nos lleva hasta algún oficial.

– Yo lo siento mucho, señores, pero mis órdenes… Soy nuevo aquí -vio la cara de Medrano y López, tragó rápidamente saliva-. Lo más que puedo hacer es mostrarles un camino que lleva allá, pero las puertas están cerradas, y…

– Conozco un camino que no lleva a ninguna parte -dijo Raúl-. Vamos a ver si es ése.

Frotándose las manos (pero las tenía perfectamente secas) en un repasador con la insignia de la Magenta Star, el barman abandonó sin ganas el mostrador y los precedió en la escalerilla. Se detuvo frente a una puerta opuesta a la de la cabina del doctor Restelli, y la abrió con una yale. Vieron un camarote muy sencillo y pulcro, en el que se destacaban una enorme fotografía de Víctor Manuel III y un gorro de carnaval colgado de una percha. El barman los invitó a entrar, poniendo una cara de perro terranova, y cerró inmediatamente la puerta. Al lado de la litera había una puertecita que pasaba casi inadvertida entre los paneles de cedro.

– Mi cabina -dijo el barman, describiendo un semicírculo con una mano fofa-. El maltre tiene otra del lado de babor. ¿Realmente ustedes…? Sí, esta es la llave, pero yo insisto en que no se debería… El oficial dijo…

– Abra nomás, amigo -mandó López- y vuélvase a darles cerveza a los sedientos ancianos. No me parece necesario que les hable de esto.

– Oh, no, yo no digo nada.

La llave giró dos veces y la puertecita se abrió sobre una escalera. «De muchas maneras se baja aquí a la gehenna -pensó Raúl-. Mientras esto no acabe también en un gigante tatuado, Carente con serpientes en los brazos…».Siguió a los otros por un pasillo tenebroso. «Pobre Felipe, debe estar mordiéndose los puños. Pero es demasiado chico para esto…» Sabía que estaba mintiendo, que sólo una sabrosa perversidad lo llevaba a quitarle a Felipe el placer de la aventura. «Le confiaremos alguní misión para resarcirlo», pensó, un poco arrepentido.

Se detuvieron al llegar a un codo del pasillo. Había tres puertas, una de ellas entornada. Medrano la abrió de par en par y vieron un depósito de cajones vacíos, maderas y rollos de alambre. El pañol no llevaba a ninguna parte. Raúl se dio cuenta de golpe que Lucio no se les había agregado en el bar.

De las otras dos puertas, una estaba cerrada y la segunda daba a un nuevo pasillo, mejor iluminado. Tres hachas con los mangos pintados de rojo colgaban de las paredes, y el pasadizo terminaba en una puerta donde se leía: GED OTTAMA, y con letra más chica: P. PICKFORD. Entraron en una cámara bastante grande, llena de armarios metálicos y bancos de tres patas. Un hombre se levantó sorprendido al verlos aparecer, y retrocedió un paso. López le habló en español sin resultado. Probó en francés. Raúl, suspirando, le soltó una pregunta en inglés.

– Ah, pasajeros -dijo el hombre, que vestía un pantalón azul claro y una camisa roja de mangas cortas-. Pero por aquí no se puede seguir.

– Disculpe la intrusión -dijo Raúl-. Buscamos la cabina del radiotelegrafista. Es un asunto urgente.

– No se pasa por aquí. Tienen que… -miró rápidamente la puerta que tenía a la izquierda. Medrano llegó un segundo antes que él. Con las dos manos en los bolsillos, le sonrió amistosamente.

Sorry -dijo- Ya ve que tenemos que pasar. Haga de cuenta que no nos ha visto.

Respirando agitadamente, el hombre retrocedió hasta chocar casi con López. Atravesaron la puerta y la cerraron rápidamente. Ahora la cosa empezaba a ponerse interesante.

El Malcolm parecía componerse principalmente de pasillos, cosa que a López le daba un poco de claustrofobia Llegaban a un primer codo, sin encontrar ninguna puerta, cuando oyeron un timbre que tal vez fuera de alarma. Sonó durante cinco segundos, dejándolos medio sordos.

– Se va a armar una gorda -dijo López, cada vez más excitado-. A ver si ahora inundan los pasillos estos finlandeses del carajo.

Pasado el codo encontraron una puerta entornada, y Raúl no pudo dejar de pensar que la disciplina debía ser más que arbitraria a bordo. Cuando López abría a empujones oyeron un maullido colérico. Un gato blanco se replegó, ofendido, y empezó a lamerse una pata. La cámara estaba vacía, pero el lujo de sus puertas se elevaba a tres, dos cerradas y otra que se abrió con dificultad. Raúl, que se había quedado atrás para acariciar al gato, que era una gata, percibió un olor a encierro, a sentina. «Pero esto no es muy profundo -pensó-. Debe estar a la altura de la cubierta de proa, o apenas más abajo.» Los ojos azules de la gata blanca lo seguían con una vacua intensidad, y Raúl se agachó para acariciarla otra vez antes de seguir a los otros. A la distancia oyó sonar el timbre. Medrano y López lo esperaban en un pañol donde se acumulaban cajas de bizcochos con nombres ingleses y alemanes.

– No quisiera equivocarme -dijo Raúl- pero tengo la impresión de que hemos vuelto casi al punto de partida. Detrás de esa puerta… -vio que tenía un pestillo de seguridad y lo hizo girar-. Exacto, por desgracia.

Era una de las dos puertas cerradas por fuera que habian visto al final del pasillo de entrada. El olor a encierro y la penumbra los acosó desagradablemente. Ninguno de los tres se sentía con ganas de volver en busca del tipo de la camisa roja.

– En realidad, lo único que nos falta es encontrarnos con el minotauro -dijo Raúl.

Tanteó la otra puerta cerrada, miró la tercera que los llevaría otra vez al deposito de cajones vacíos. A lo lejos oyeron maullar a la gata blanca. Encogiéndose de hombros, reanudaron el camino en busca de la puerta marcada GED OTTAMA.

El hombre no se había movido de allí, pero daba la impresión de haber tenido tiempo de sobra para prepararse a un nuevo encuentro.

Sorry, por ahí no se va al puente de mando. La cabina del radiotelegrafista está arriba.

– Notable información -dijo Raúl, cuyo inglés más fluido le daba la capitanía en esa etapa-. ¿Y por dónde se va a la cabina de radio?

– Por arriba, siguiendo el pasillo hasta… Ah, es verdad, las puertas están cerradas.

– ¿Usted no puede llevarnos por otro lado? Queremos hablar con algún oficial, ya que el capitán está enfermo.

El hombre miró sorprendido a Raúl. «Ahora va a decir que no sabía que el capitán estaba enfermo», pensó Medrano, con ganas de volverse al bar a beber coñac. Pero el hombre se limitó a plegar los labios con un gesto de desaliento.

– Mis órdenes son de atender esta zona -dijo-. Si me necesitan arriba me avisarán. No puedo acompañarlos, lo siento mucho.

– ¿No quiere abrir las puertas, aunque no venga con nosotros?

– Pero, señor, si no tengo las llaves. Mi zona es esta, ya le he dicho.

Raúl consultó a sus amigos. A los tres les parecía el techo más bajo y el olor a encierro más opresivo. Saludando con la cabeza al hombre de la camisa roja, desandaron camino en silencio, y no hablaron hasta volver al bar y pedir bebidas. Un sol admirable entraba por las portillas, rebotando en el azul brillante del océano. Saboreando el primer trago, Medrano lamentó haber perdido todo ese tiempo en las profundidades del barco. «Haciendo de Jonás como un imbécil, para que al final me sigan tomando el pelo», pensó. Tenía ganas de charlar con Claudia, de asomarse a cubierta, de tirarse en su cama a leer y a fumar. «Realmente, ¿por qué nos tomamos esto tan en serio?» López y Raúl miraban hacia afuera, y los dos tenían la cara del que asoma a la superficie después de una larga inmersión en un pozo, en un cine, en un libro que no se puede dejar hasta el final.

XXVII

Al atardecer el sol se puso rojo y sopló una brisa fresca que ahuyentó a los bañistas y provocó la desbandada de las señoras, en general bastante repuestas del mareo. El señor Trejo y el doctor Restelli habían discutido en detalle la situación a bordo, y llegado a la conclusión de que las cosas estaban bastante bien siempre que el tifus no pasara de la popa. Don Galo era de la misma opinión, quizá en su optimismo influía el hecho de que los tres amigos -pues ya se sentían bastante próximos- hubieran llevado sus asientos hasta la parte más adelantada de la proa, donde el aire que respiraban no podía estar contaminado. En un momento en que el señor Trejo fue a su cabina a buscar unos anteojos de sol, encontró a Felipe que se duchaba antes de reingresar en sus blue-jeans. Sospechando que podía saber algo sobre la extraña conducta de los más jóvenes (pues no se le había escapado el aire de conspiración que tenían en el bar, y su salida corporativa), lo interrogó amablemente y se enteró casi en seguida de su expedición a las profundidades del buque. Demasiado astuto para incurrir en prohibiciones y otros úkases paternales, dejó a su hijo contemplándose en el espejo y volvió a la proa para poner al corriente a sus amigos. Por lo cual López, que se les acercó media hora más tarde con cara de aburrido, fue recibido de manera más bien circunspecta, haciéndosele notar que en un buque, como en cualquier otra parte, los principios de la consulta democrática deben regir en todo momento, aunque la fogosidad de los hombres jóvenes pueda excusar, etcétera. Mirando la línea perfecta del horizonte, López escuchó sin pestañear la homilía agridulce del doctor Restelli, a quien apreciaba demasiado para mandarlo ipso facto al cuerno. Contestó que se habían limitado a unos paseos de reconocimiento, por cuanto la situación distaba de haberse aclarado con la visita y las explicaciones del oficial, y que si bien no habían tenido el menor éxito, el fracaso los estimulaba a seguir considerando como sospechosa la truculenta historia de la epidemia.

Aquí don Galo se encrespó como un gallo de riña, al que se parecía extraordinariamente en muchos momentos, y sostuvo que sólo la fantasía más descabellada podía hacer nacer dudas sobre la clara y correcta explicación dada por el oficial. Por su parte, se apresuraba a señalar que si López y sus amigos continuaban estorbando la labor del comandante y sembrando una evidente indisciplina a bordo, las consecuencias no dejarían de resultar enojosas para todos, razón por la cual se adelantaba a expresar su discrepancia. Algo parecido opinaba el señor Trejo, pero como no tenía la menor confianza con López (y no podía disimular la molesta sensación de ser en cierto modo un advenedizo a bordo), se limitó a señalar que todos debían mostrarse unidos como buenos amigos, y consultarse previamente antes de adoptar una determinación que pudiera afectar la situación de los demás.

– Miren -dijo López-, de hecho no hemos sacado nada en limpio, y además nos hemos aburrido como locos, perdiendo entre otras cosas un baño en la piscina. Se lo digo por si les sirve de algún conduelo -agregó, riéndose.

Le parecía absurdo iniciar una controversia con los viejos, sin contar que el atardecer y el sol poniente invitaban al silencio. Avanzó hasta quedar suspendido sobre el tajamar, mirando el juego de la espuma que se teñía de rojo y de violeta. La tarde era extraordinariamente serena y la brisa parecía flotar en torno al Malcolm, acariciándolo apenas. Muy lejos, a babor, se veía un penacho de humo. López se acordó con indiferencia de su casa -que era la casa de su hermana y su cuñado, y en donde él tenía un departamento aparte-; a esa hora Ruth estaría entrando al patio cubierto los sillones de paja que sacaban de tarde al jardín, Gomara hablaría de política con su colega Carpio que defendía un vago comunismo mechado de poemas de autores chinos traducidos al inglés y de ahí al español por la editorial Lautaro, y los chicos de Ruth acatarían melancólicos la orden de ir a bañarse. Todo eso era ayer, todo eso estaba sucediendo ahí, un poco más allá de ese horizonte plateado y purpúreo. «Parece ya otro mundo», pensó, pero probablemente una semana más tarde los recuerdos ganarían fuerza cuando el presente perdiera la novedad. Hacía quince años que vivía en casa de Ruth, diez años que era profesor. Quince, diez años, y ahora un día de mar, una cabeza pelirroja (pero en realidad la cabeza pelirroja no tenía nada que Ver) bastaban para que ese pasaje ya importante de su vida, ese largo tercio de su vida se deshilacliara y se volviera una imagen de sueño. Quizá Paula estuviera en el bar, pero también podía ser que estuviera en su cabina y con Raúl, a la hora en que es tan hermoso hacer el amor mientras afuera cae la noche. Hacer el amor en un barco rolando suavemente, en una cabina donde cada objeto, cada olor y cada luz son un signo de distancia, de libertad perfecta. Porque estarían haciendo el amor, no iba a creer en esas palabras ambiguas, esa especie de declaración de independencia. Uno no se embarca con una mujer semejante para hablar de la inmortalidad del cangrejo. Ya podía mofarse amablemente, la dejaría jugar un rato, y después… «Jamaica John», pensó con un poco de rabia. «No seré yo quien haga de Christopher Dawn por vos, pebeta.» Lo que sería meter la mano en ese pelo rojo, sentirlo resbalar como sangre. «Pienso demasiado en sangre», se dijo, mirando el horizonte cada vez más rojo. «Senaquerib Edén, claro. ¿Pero si estuviera en el bar?» Y él ahí, perdiendo el tiempo… Se volvió, echó a andar rápidamente hacia la escalerilla. La Beba Trejo, sentada en el tercer peldaño, se corrió a un lado para dejarlo pasar.

– Lindo anochecer -dijo López, que todavía no sabía qué pensar de ella-. ¿No se marea usted?

– ¿Yo, marearme? -protestó la Beba -. Ni siquiera tomé las pildoras. Yo no me mareo nunca.

– Así me gusta -dijo López, a quien se le había agotado el tema. La Beba esperaba otra cosa, y sobre todo que López se quedara un rato charlando con ella. Lo vio alejarse, después de un saludo con la mano, y le sacó la lengua cuando tuvo la seguridad de que ya no podía verla. Era un estúpido pero más simpático que Medrano. De todos, su preferido era Raúl, pero hasta ahora Felipe y los otros lo acaparaban, era un escándalo. Se parecía un poco a William Holden, no, más bien a Gérard Philipe. No, tampoco a Gérard Philipe. Tan fino, con esas camisas de fantasía y la pipa. Esa mujer no se merecía un muchacho como él.

Esa mujer estaba en el bar, bebiendo un gin fizz en el mostrador.

– ¿Qué tal las expediciones? ¿Ya prepararon la bandera negra y los machetes de abordaje?

– ¿Para qué? -dijo López-. En realidad necesitaríamos un soplete de acetileno para perforar las puertas Stone, y un diccionario en seis idiomas para entendernos con los glúcidos. ¿No le contó Raúl?

– No lo he visto. Cuénteme.

López le contó, aprovechando para tomarse finamente el pelo y hacer caer en la volteada a los otros dos. También le habló de la prudente conducta de los ancianos y ambos la alabaron con una sonrisa. El barman preparaba unos gin fizz deliciosos, y no se veía más que a Atilio Presutti tomándose una cerveza y leyendo La Cancha. ¿Qué había hecho Paula toda la tarde? Pues bañarse en una piscina inenarrable, mirar el horizonte y leer a Francoise Sagan. López observó que tenía un cuaderno de tapas verdes. Sí, a veces tomaba notas o escribía alguna cosa. ¿Qué cosa? Bueno, algún poema.

– No lo confiese como si fuera un acto culpable -dijo López, impaciente-. ¿Qué pasa con los poetas argentinos que se andan escondiendo? Tengo dos amigos poetas, uno de ellos muy bueno, y los dos hacen como usted: un cuaderno en el bolsillo y un aire de personaje de Graham Greene acosado por Scotland Yard.

– Oh, esto ya no interesa a nadie -dijo Paula-. Escribimos para nosotros y para un grupo tan insignificante que no tiene el menor valor estadístico. Ya sabe que ahora la importancia de las cosas hay que medirla estadísticamente. Tabulaciones y esas cosas.

– No es verdad -dijo López-. Y si un poeta se pone en esa actitud la primera en sufrir será su poesía.

– Pero si nadie la lee, Jamaica John. Los amigos cumplen con su deber, claro, y a veces un poema cae en algún lector como un llamado o una vocación. Ya es mucho, y basta para seguir adelante. En cuanto a usted, no se sienta obligado a pedirme mis cosas. A lo mejor un día se las presto espontáneamente. ¿No le parece mejor?

– Sí -dijo López-, siempre que ese día llegue.

– Dependerá un poco de los dos. Por el momento soy más bien optimista, pero qué sabemos lo que nos traerá el mañana, como diría la señora de Trejo. ¿Usted le ha visto la facha a la señora de Trejo?

– La pobre es conmovedora -dijo López que no tenía ninguna gana de hablar de la señora de Trejo-. Se parece muchísimo a los dibujos de Medrano, no nuestro amigo sino el de los grafodramas. Acabo de cambiar unas palabras con su adolescente hija, que asiste a la llegada de la noche en la escalera de proa. Esa chica se va a aburrir aquí.

– Aquí y en cualquier parte. No me haga acordar de los quince años, de las consultas con el espejo, de… de tantas curiosidades, falsas informaciones, monstruos y delicias igualmente falsos. ¿Le gustan las novelas de Rosamond Lehmann?

– Sí, a veces -dijo López-. Me gusta más usted, oírla hablar y mirarle esos ojos que tiene. No se ría, los ojos están ahí y no hay devolución. Toda la tarde pensé en el color de su pelo, hasta cuando andábamos en los malditos pasadizos. ¿Cómo se pone cuando está mojado?

– Bueno, parece quillay o borsch en hilachas. Cualquier cosa más bien repugnante. ¿Realmente le gusto, Jamaica John? No se fíe del primer momento. Pregúntele a Raúl que me conoce bien. Tengo mala fama entre los que me conocen, parece que soy un poco la belle dame sans merci. Pura exageración, en el fondo lo que me perjudica es un exceso de piedad para conmigo y los demás. Dejo una moneda en cada mano tendida, y parece que a la larga eso es malo. No se aflija, no pienso contarle mi vida. Hoy ya estuve demasiado confidencial con la hermosa, la hermosa y buenísima Claudia. Me gusta Claudia, Jamaica John. Dígame que le gusta Claudia.

– Me gusta Claudia -dijo Jamaica Jóhn-. Usa una colonia maravillosa, y tiene un chico encantador, y todo está bien, y este gin fizz… Tomemos otro -agregó poniendo una mano sobre la de ella, que la dejó estar.


– Podrías pedir permiso -dijo la Beba -. Ya metiste esa sucia zapatilla en mi pollera.

Felipe silbó dos compases de un mambcf y saltó a la cubierta. Se había quedado demasiado tiempo al sol, sentado al borde de la piscina, y sentía fiebre en los hombros y la espalda, le ardía la cara. Pero todo eso era también el viaje, y el aire fresco del anochecer lo llenó de gozo. Aparte de los viejos en la proa, la cubierta estaba vacía. Refugiándose contra un ventilador, encendió un cigarrillo y miró con sorna a la Beba, inmóvil y lánguida en la escalerilla. Dio unos pasos, se apoyó en la borda; el mar parecía… El mar como un vasto cristal azogado, y el maricón de Freilich recitándolo bajo la sonrisa aprobadora de la prof de literatura. Flor de pelotudo, Freilich. El primero de la clase, maricón de mierda. «Yo, señora, paso yo, señora, sí señora, ¿le traigo la tiza de colores, señora?» Y las profesoras, claro, embobadas con el muy chupamedias, diez puntos por todos lados. Menos mal que a los hombres no los engrupía tan fácilmente, más de cuatro lo tenían de linea, pero lo mismo se sacaba diez, estudiando toda la noche, con unas ojeras… Pero las ojeras no serían por el estudio, Durruty le había contado que Freilich andaba por el centro con un tipo grande que debía tener muchos billetes. Se lo había encontrado una tarde en una confitería de Santa Fe, y Freilich se puso colorado y se hizo el burro… Seguro que el otro era el macho, eso seguro. Estaba bien enterado de cómo sucedían esas cosas desde la noche del festival del tercer año, cuando habían representado una pieza de teatro y él hacía el papel del marido. Alfieri se había acercado en el entreacto para, decirle: «Mirala a Viana, qué linda está.» Viana era uno de tercero C, más maricón que Freilich todavía, de esos que en los recreos se dejan estrujar, patear, se retuercen encantados y hacen muecas, y al mismo tiempo son buenos, eso hay que reconocerlo, son generosos y siempre andan con cosas en los bolsillos, cigarrillos americanos y alfileres de corbata. Esa vez Viana hacía el papel de una muchacha vestida de verde, y lo habían maquillado de una manera fenomenal. Cómo habría gozado cuando lo maquillaban, una o dos veces se había animado a ir al colegio con un resto de rimmel en las pestañas, y habla sido la cargada general, las voces en falsete y los abrazos mezclados con pellizcos y puntapiés. Pero esa noche Viana era feliz y Alfieri lo miraba y repetía: «Mírala qué linda que está, si parece la Sofía Loren.» Otro punto bravo, Alfieri, tan severo, tan celador de quinto año, pero de repente si uno se descuidaba ya tenía una mano por la espalda, una sonrisa disimulada y una manera de decir: «¿Te gustan las pibas, purrete?», y esperar la respuesta con los ojos entornados, como ausente. Y cuando Viana había mirado entre las bambalinas, buscando ansiosamente a alguien, Alfieri le había dicho «Fijate bien, ahora vas a ver por qué está tan inquieta», y de golpe había aparecido un tipo petiso vestido con un traje gris y un perramus bacán, pañuelo de seda y anillos de oro, y Viana lo esperaba sonriendo, con una mano en la cintura, idéntico a la Sofía Loren, mientras Alfieri pegado a Felipe murmuraba: «Es un fabricante de pianos, pibe. ¿Te das cuenta la vida que le da? ¿A vos no te gustaría tener muchos billetes, que te llevaran en auto al Tigre y a Mar del Plata?» Felipe no había contestado, absorbido por la escena; Viana y el fabricante de pianos hablaban animadamente y él parecía reprocharle algo, entonces Viana se levantó un poco la pollera y se miró los zapatos blancos, como admirándose. «Si querés, una noche salimos juntos», había dicho Alfieri en ese momento. «Vamos de farra, yo te voy a hacer conocer mujeres que ya te deben estar haciendo falta… a menos que te gusten los hombres, no sé», y la voz había quedado suspendida entre el ruido de los martillazos de los maquinistas y el rumor del público. Felipe se había desasido como si no se diera cuenta del brazo que le ceñía livianamente los hombros, diciendo que tenía que prepararse para el cuadro siguiente. Se acordaba todavía del olor a tabaco rubio del aliento de Alfieri, su cara indiferente de ojos entrecerrados, que no cambiaba ni siquiera en presencia del rector o de los profesores. Nunca había sabido qué pensar de Alfieri, a veces le parecía tan macho, hablaba en los patios con los de quinto y él se acercaba disimuladamente a escuchar, Alfieri contaba que se había tirado a una mujer casada, la describía en detalle, la amueblada adonde habían ido, cómo ella estaba asustada al principio por miedo del marido q\ie era abogado, y después tres horas culeando, la palabra se repetía una y otra vez, Alfieri se jactaba de proezas interminables, de que no la había dejado dormir ni un momento, de que no quería hacerle un hijo y habían tomado precauciones pero que eso era siempre un lío, de rápidos cambios en la oscuridad y algo que volaba a cualquier parte y se estrellaba en la puerta o la pared con un chijetazo, y por la noche el aspecto del cuarto y la bronca que habría tenido el mucamo… A Felipe se le escapaba el sentido de algunas cosas, pero eso no se pregunta, un día se sabe y se acabó. Por suerte Ordóñez no era de los que se callaban, a cada rato les estaba dando detalles ilustrativos, tenía libros que él no se hubiera animado a comprar y menos todavía a esconder en su casa, con la Beba que era una ladilla para meterse donde no le importaba y revisarle los cajones. Lo que le daba un poco de bronca era que Alfieri no había sido el primero en meterse con él. ¿Pero le veían pinta de maricón, a él? Había muchas cosas oscuras en ese asunto. Alfieri, por ejemplo, tampoco tenía aspecto… No se podía comparar con Freilich o Viana que eran unos marcha atrás sin vuelta de hoja; las dos o tres veces que lo había visto en los recreos, acercándose a algún muchacho de segundo o tercero y repitiendo los mismos gestos que con él, siempre eran muchachos bien machitos, eso sí, buenos mozos como él, con pinta. Quería decir que a Alfieri le gustaban ésos, no los putitos como Viana o Freilich. Y también se acordaba con asombro del día en que habían subido juntos al colectivo, Alfieri pagó por los dos y eso que se había hecho el que no lo veía en la cola, y cuando estuvieron sentados en el asiento del fondo, camino de Retiro, se puso a hablarle de su novia con toda naturalidad, que la tenía que ver esa tarde, que su novia era maestra, que se casarían cuando encontraran un departamento. Todo eso en voz baja, casi en la oreja de Felipe que escuchaba entre interesado y receloso porque Alfieri era un celador, una autoridad de todos modos, y después de una pausa, cuando el tema de la novia parecía liquidado, Alfieri que agregaba con un suspiro: «Sí, me voy a casar pronto, che, pero vos sabés, me gustan tanto los pibes…», y otra vez él había sentido el deseo de apartarse, de no tener nada que ver con Alfieri, aunque en ese momento Alfieri le estaba haciendo una confidencia de igual a igual y al hablar de pibes no incluía ya a los hombres hechos y derechos como Felipe. Apenas había atinado a mirarlo de reojo, sonriendo con trabajo, como si aquello fuese muy natural y él estuviera acostumbrado a hablar de cosas parecidas. Con Viana o Freilich hubiera sido fácil, una trompada en las costillas y a otra cosa, pero Alfieri era un celador, un hombre de más de treinta años, y además un bacán que se llevaba a las amuebladas a las mujeres de los abogados.

«Deben tener algo en las glándulas que no les funciona bien», pensó tirando el cigarrillo. Al asomarse un segundo a la puerta del bar había visto a Paula charlando con López, y los había mirado envidiosamente. Estaba bueno, el taita López no perdía un minuto en trabajarse a la pelirroja, ahora faltaba ver corrió iba a reaccionar Raúl. Ojalá que López se la sacara, se la llevara a su camarote y se la devolviera bien revolcada como la mujer del abogado. Todo se resolvía en términos muy simples: tirarse el lance, apilarse, engranar, encamarse con la mina, y el otro podía hacer lo que quisiera, reaccionar como macho o aguantarse los cuernos. Felipe se movía satisfecho dentro de un esquema donde cada cosa estaba bien iluminada y en su "sitio. No como Alfieri, esas palabras de doble sentido, eso de no saber nunca si el tipo hablaba en serio o estaba buscando otra cosa… Vio a Raúl y al doctor Restelli que se asomaban a la cubierta, y les dio la espalda. Que no viniera ése con su pipa inglesa a joderle la paciencia. Bastante lo había tirado a matar por la tarde. Ah, pero no se la habían llevado de arriba, ya estaba enterado por su padre del fracaso de la expedición. Tres hombres hechos y derechos, y no habían sido capaces de abrirse paso hasta la popa y ver lo que sucedía.

Se le ocurrió de golpe, lo pensó apenas un segundo. En dos saltos se escondió detrás de un rollo de cuerdas para que Raúl y Restelli no lo vieran. Aparte de evitar encontrarse con Raúl se salvaba de un posible diálogo con Gato Negro, que debía estar más que resentido por su falta de… ¿cómo decía en clase?… de civilidad (¿o era urbanidad? Bah, cualquier gansada). Cuando los vio inclinados sobre la borda, echó a correr hacia la escalerilla. La Beba lo miró pasar con inmensa lástima. «Ni que tuvieras tres años -murmuró-. Corriendo como un chiquilín. Nos vas a hacer quedar mal a todos.» Felipe se volvió en lo alto de la escalera y la insultó seca y eficazmente. Se metió en su cabina, que quedaba casi al lado del pasadizo de comunicación entre los pasillos, y acechó por un resquicio de la puerta. Cuando estuvo seguro, salió rápidamente y tanteó la puerta del pasadizo. Estaba abierta como antes, la escalera esperaba. Era ahí donde Raúl lo había tuteado por primera vez, parecía mentira, verdaderamente mentira. Al cerrar la puerta lo envolvió una oscuridad mucho mayor que por la tarde; era raro que ahora el lugar le pareciera más oscuro, la lámpara brillaba igual que antes. Vaciló un segundo en mitad de la escalera, escuchando los ruidos de abajo; las máquinas latían pesadamente, llegaba un olor como de sebo, de betún. Por ahí habían andado hablando de la película del barco de la muerte, y Raúl había dicho que era de un tal… Y después había estado de acuerdo en que era una lástima que Felipe tuviera que aguantarse a la familia. Se acordaba muy bien de sus palabras: «Me hubiera gustado más que vinieses solo.» Para lo que le importaba si había venido solo o acompañado. La puerta de la izquierda estaba abierta; la otra seguía cerrada como antes, pero se oía golpear adentro. Inmóvil frente a la puerta, Felipe sintió que algo le resbalaba por la cara, se secó el sudor con la manga de la camisa. Aferrándose a un nuevo cigarrillo, lo encendió rápidamente. Ya les iba a mostrar a esos tres ventajeros.

XXVIII

– El mes pasado terminó el quinto año del conservatorio -dijo la señora de Trejo-. Felicitada. Ahora va a seguir de concertista.

Doña Rosita y doña Pepa encontraron que eso era regio. Doña Pepa había querido alguna vez que la Nelly siguiera también de concertista, pero era una lucha con esa chica. Como tener facilidad, tenía, desde chiquita cantaba de memoria todos los tangos y otras cosas, y se pasaba horas escuchando por la radio las audiciones de clásico. Pero a la hora del estudio, ni para atrás ni para adelante.

– Créame, señora, si le habré dicho… Una lucha, créame. Si le cuento… Pero qué va a hacer, no le gusta el estudio.

– Claro, señora. En cambio la Beba se pasa cuatro horas diarias al piano y le aseguro que es un sacrificio para mi esposo y para mí, porque a la larga tanto estudio cansa y la casa es chica. Pero una tiene su recompensa cuando vienen los exámenes y la nena sale felicitada. Ustedes la oyeran… A lo mejor la invitan a tocar, parece que en los viajes se estila que algún artista dé un concierto. Claro que la Beba no trajo las músicas, pero como sabe de memoria la Polonesa v el Claro de luna, siempre las está tocando… No es porque yo sea la madre, las toca con un sentimiento.

– El clásico hay que saber tocarlo -dijo doña Rosita-. No como esa música de ahora, puro ruido, esas cosas futuristas que pasan a la radio. Yo en seguida le digo a mi esposo, le digo: «Ay Enzo, saca esa porquería que me hace venir el dolor de cabeza.» La deberían prohibir, yo digo.

– La Nelly dice que la música de hoy ya no es como la de antes, Beethoven y todo eso.

– Lo mismo dice la Beba, y está autorizada para juzgar -dijo la señora de Trejo-. Hoy en día hay demasiado futurismo. Mi esposo ha escrito dos veces a la Radio del Estado para que mejoren Tos programas, pero ya se sabe, hay tantos favoritismos… ¿Cómo está, m'hijita? La noto des mejorada.

Nora estaba bastante bien pero la observación de la señora de Trejo la turbó. Al entrar en el salón de lectura se había topado de golpe con las señoras, y no sabía cómo hacer para dar media vuelta y volver al bar. Tuvo que sentarse entre ellas, sonriendo como si se sintiera muy feliz. Pensó si tendría algo en la cara que… Pero no podía ser que se le notara nada.

– Esta tarde me sentí un poco mareada -di jo-. Poca cosa, se me pasó en seguida que tomé una Dramamina. ¿Y ustedes están bien?

Suspirando, las señoras informaron que la calma del mar las ayudaba a soportar el té con leche, pero que si volvía a agitarse como a mediodía… Ah, felices los jóvenes como ella que sólo pensaban en divertirse porque todavía no sabían lo que era la vida. Claro, cuando se viajaba con un muchacho tan simpático como Lucio se veía la vida de color de rosa. Feliz de ella, pobrecita. Y bueno, mejor así. Nunca se sabe lo que vendrá después, y mientras haya salud…

– Porque ustedes se deben haber casado hace muy poco, ¿no es verdad? -dijo la señora de Trejo, mirándola atentamente.

– Sí, señora -dijo Nora. Sentía que iba a ru borizarse y no sabía cómo hacer para que no se notara; las tres la estaban mirando con sus sonrisas de tapioca las manos fofas apoyadas en las barrigas prominentes. «Sí, señora.» Optó por fingir un violento ataque de tos, se tapó el rostro con las manos y las damas le preguntaron si es taba acatarrada y doña Pepa aconsejó unas fricciones de Vaporub. Nora sentía en la boca del estómago la mentira, y sobre todo no haber tenido el valor de soportar de frente la pregunta. «¿Qué importa lo que piensen si después nos vamos a casar?», había dicho tantas veces Lucio. «Es la mejor prueba de que me tenes plena confianza, y además está en contra de los prejuicios bur gueses y hay que luchar contra eso…» Pero no podía, ahora menos que nunca. «Sí, señora, hace muy poco.»

Doña Rosita explicaba que a ella la humedad le hacía mucho daño y que si no fuera por el tra bajo de su esposo ya le habría pedido que se fue ran de la isla Maciel. «Me agarra como un reuma por todo el cuerpo -informaba a la señora de Trejo que seguía mirando a Nora-, y nadie me lo puede sacar. Mire que habré visto médicos, y hasta vino el Pantaleón que es famoso como cu randero, pero nada. Es la humedad, sabe. Es malo para los huesos, le hace venir como un sarro por dentro y por más que usted se purgue y tome agua de hongo hepático no le hace nada…» Nora vio una apertura en la conversación y se levantó, mi rando el reloj pulsera con el aire de quien tiene una cita. Doña Pepa y la señora de Trejo cam biaron una mirada de inteligencia y una sonrisa Comprendían, claro, cómo no iban a comprender… Vaya, m'hijita, que la estarán esperando. La se ñora de Trejo lamentaba un poco que Nora se fuera, porque de todas maneras se veía que era de su clase, no como estas señores tan buenas, pobres, pero tan por debajo de su condición… Va gamente la señora de Trejo empezaba a sospechar que no iba a tener con quién alternar en el viaje y estaba inquieta y desasosegada. La madre del chiquilín no hacía más que hablar con los hom bres, se veía que debía ser alguna artista o escritora porque no le interesaban las cosas verdade ramente femeninas, y estaba todo el tiempo fumando y hablando de cosas incomprensibles con Medrano y López. La otra chica pelirroja era una antipática y además demasiado joven para enten der la vida y poder hablar de cosas serias con ella, aparte de que no pensaba más que en exhi birse con esa bikini más que inmoral, y flirtear hasta con Felipe, nada menos. De eso tendría que hablar con su marido porque no era cosa de que Felipe fuera a caer en manos de esa vampiresa Y al mismo tiempo se acordaba de los ojos del señor Trejo cuando Paula se había tendido en la cubierta para tomar sol. No, no era un viaje como había soñado.


Nora abrió la puerta de la cabina. No esperaba encontrar a Lucio, tenía una vaga idea de que había salido a ln cubierta. Lo vio sentado al borde la cama, mirando el aire.

– ¿En qué estás pensando?

Lucio no pensaba absolutamente en nada, pero frunció las cejas como si acabaran de arrancarlo de una grave reflexión. Después le sonrió y Je hizo un gesto para que fuese a sentarse a su lado. Nora suspiró, triste. No, no le pasaba nada. Sí, había estado en el bar, charlando con las señoras. Claro, de todo un poco. Sus labios no se desplegaron cuando Lucio le toihó la cara con las dos manos y la besó.

– ¿No te sentís bien, monona? Estarás cansada… -calló, temiendo que ella lo entendiera como una alusión. Pero por qué no, qué diablos. Por supuesto que eso cansa, como cualquier otro ejercicio violento. También él se sentía un poco aplastado, pero estaba seguro de que no se debía a… Antes de perderse en una distracción total, sin pensamientos, había estado evocando la escena en el camarote de Raúl; le había quedado como un mal gusto en la boca, ganas de que sucediera algo que le permitiera terciar, meterse de nuevo en una situación que de golpe lo había dejado al margen. Pero había hecho bien, era estúpido imaginarse novelas de misterio y andar repartiendo armas de fuego. ¿Por qué echar a perder de entrada el viaje? Toda la tarde había andado con ganas de hablar por separado con alguno de ellos, sobre todo con Medrano, a quien ya conocía un poco de antes y que le parecía el más equilibrado. Decirle que contaban plenamente con él si las cosas se ponían feas (lo que era inconcebible), pero que no le parecía bien andar buscándose líos al divino botón. Qué manga de locos, en vez de armar un buen póquer o por lo menos un truco.

Suspirando, Nora se levantó y tomó un cepillo de su neceser.

– No, no estoy cansada y me siento muy bien -dijo-. No sé, supongo que el primer día de viaje… Qué sé yo, siempre es un cambio.

– Sí, tenes que dormir bien esta noche.

– Claro.

Empezó a cepillarse el pelo lentamente. Lucio la miraba. Pensó: «Ahora siempre la veré peinarse así.»

– ¿ Desde dónde se podrá mandar carta a Buenos Aires?

– No sé, supongo que desde Punta Arenas. Creo que hacemos escala. ¿Así que vas a escribir a tu casa?

– Bueno, claro. Imaginate que deben estar tan afligidos… Por más que les dejé dicho que me iba de viaje… Qué sé yo, las madres se imaginan cada cosa. Lo mejor va a ser que le escriba a Mocha, y que ella le explique todo a mamá.

– Supongo que les dirás que estás conmigo.

– Sí -dijo Nora-. De todas maneras lo saben. Yo nunca me podría haber ido sola.

– Maldita la gracia que le va a hacer a tu madre.

– Y bueno, al final tiene que saberlo. Yo pienso sobre todo en papá… Es tan sensible, yo no quisiera que sufra demasiado.

– Ya salimos, con el sufrimiento -dijo Lucio-. ¿Por qué tiene que sufrir, qué diablos? Te viniste conmigo, me voy a casar con vos, y se acabó. ¿Por qué tenes que hablar en seguida de sufrimiento, como si fuera una tragedia?

– Yo decía, nomás. Papá es tan bueno…

– Me joroba ese sentimentalismo -dijo Lucio, amargo-. Siempre acaba por caerme en la cabeza; soy el que destrozó la paz de tu hogar y le quitó el sueño a tus famosos padres.

– Por favor, Lucio -dijo Nora-. No se trata de vos, yo elegí hacer esto que hemos hecho.

– Sí, pero a ellos no les importa esa parte del asunto. Yo seré siempre el don Juan que les arruinó las sobremesas y la lotería de cartones, qué joder.

Nora no dijo nada. Las luces oscilaron un segundo. Lucio fue a abrir el ojo de buey y anduvo por la cabina con las manos a la espalda. Por fin se acercó a Nora y la besó en el cuello.

– Siempre me haces decir pavadas. Ya sé que todo se va a arreglar, pero hoy no sé qué tengo, veo las cosas de una manera… En realidad no teníamos otra salida si queríamos casarnos. O nos íbamos juntos o tu madre nos armaba un lío. Esto es mejor.

– ¿Y para qué? ¿Casarnos antes? ¿Ayer mismo? ¿Para qué?

– Digo, nomás.

Lucio suspiró y fue a sentarse otra vez en la cama.

– Es verdad, me olvidaba que la señorita es católica -dijo-. Claro que podíamos habernos casado ayer, pero hubiera sido idiota. Tendríamos la libreta en el bolsillo de mi saco y eso sería todo. Ya sabés que por iglesia no me pienso casar, ni ahora ni después. Por civil todo lo que quieras, pero a mí no me vengas con los cuervos. Yo también pienso en mi viejo, che, aunque esté muerto. Cuando uno es socialista, es socialista y se acabó.

– Está bien, Lucio. Nunca te pedí que nos casáramos por iglesia. Yo solamente decía…

– Decías lo que dicen todas. Tienen un miedo feroz de que uno las deje plantadas después de acostarse con ellas. Bah, no me mires así. Estábamos acostados, ¿no? No fue de parado, me parece -cerró los ojos, sintiéndose infeliz, sucio-. No me hagas decir barbaridades, monona. Por favor pensá que yo también te tengo confianza y no quiero que de golpe se me venga al suelo y descubra que sos como las otras… Ya te hablé alguna vez de María Esther, ¿no? No quiero que seas como ella, porque entonces…

Nora debía entender que entonces él la plantaría como a María Esther. Nora lo entendió muy bien pero no dijo nada. Seguía viendo, como un ectoplasma sonriente, la cara de la señora de Trejo en el bar. Y Lucio que hablaba, hablaba, cada vez más nervioso, pero ella empezaba a darse cuenta de que esos nervios no nacían de lo que acababan de decirse sino de más atrás, de otra cosa. Puso el cepillo en el neceser y fue a sentarse junto a él, apoyó la cara en su hombro, se frotó suavemente. Lucio gruñó algo, pero era un gruñido satisfecho. Poco a poco sus caras se acercaron hasta juntar las bocas. Lucio acarició largamente los flancos de Nora, que tenía sus manos apoyadas en el regazo y sonreía. La atrajo con violencia, deslizó el brazo por su cintura y la echó suavemente hacia atrás. Ella se resistía, riendo. Vio aparecer la cara de Lucio sobre la suya, tan cerca que apenas distinguía un ojo y la nariz.

– Sonsa, pequeña sonsa. Pajarraca.

– Bobeta.

Sentía su mano que andaba por su cuerpo, despertándola. Pensó con alguna maravilla que ya casi no tenía miedo de Lucio. Todavía no era fácil, pero ya no tenía miedo. Por iglesia… Protestó, avergonzada, escondiendo la cara, pero la profunda caricia llevaba consigo la curación, la llenaba de una ansiedad en la que todo recato perdía pie. No estaba bien, no estaba bien. No, Lucio, no, así no. Cerró los ojos, quejándose.


En ese mismo momento Jorge jugaba P4R y Persio, tras largas reflexiones, contestaba C2R. Implacable, Jorge descargó D1T, y Persio sólo pudo responder con R4C. Las blancas se descolgaron entonces con D5C, las negras temblaron y titubearon («Neptuno me está fallando», se dijo Persio) hasta atinar con P6C, y hubo una breve pausa marcada por una serie de sonidos guturales producidos por Jorge, que acabó soltando D4C y miró con sorna a Persio. Cuando se produjo la respuesta C4R, Jorge no tuvo más que dar un empujoncito con D5A y mate en veinticinco jugadas.

– Pobre Persio -dijo Jorge, magnánimo-. En realidad metiste la pata de entrada y después ya no te pudiste salir del pantano.

– Notable -dijo el doctor Restelli, que había asistido de pie a la partida-. Una defensa Nimzowich muy notable.

Jorge lo miró de reojo, y Persio se puso a guardar apresuradamente las piezas. Afuera se oía el afelpado resonar del gongo.

– Este niño es un jugador sobresaliente -dijo el doctor Restelli-. Por mi parte, dentro de mis modestas posibilidades tendré mucho gusto en jugar con usted, señor Persio, cuando le agrade.

– Tenga cuidado con Persio -le previno Jorge-. Siempre pierde, pero uno no puede saber.


Con el cigarrillo en la boca, abrió de golpe la puerta. En el primer momento pensó que estaban allí los dos marineros, pero el bulto del fondo no era más que un capote de tela encerada colgando de una percha. El marinero barrigón golpeaba una correa con una maza de madera. La serpiente azul del antebrazo subía y bajaba rítmicamente.

Sin dejar de golpear (¿para qué demonios golpeaba una correa el urso ese?) observó a Felipe que había cerrado la puerta y lo miraba a su vez sin quitarse el cigarrillo de la boca y con las dos manos en los bolsillos del blue-jeans. Se quedaron así un momento, estudiándose. La serpiente dio un último brinco se oyó el golpe opaco de la maza en la correa (la estaba ablandando, sería para hacerse un cinturón ancho que le fajara la panza, seguro que era eso), y después bajó hasta quedar inmóvil al borde de la mesa.

– Hola -dijo Felipe. Le entraba el humo del Camel en los ojos, y apenas tuvo tiempo de quitarse el cigarrillo y estornudar. Por un segundo vio todo turbio a través de las lágrimas. Cigarrillo de mierda, cuándo iba a aprender a fumar sin sacárselo de la boca.

El marinero seguía mirándolo con una semi-sonrisa en los gruesos labios. Parecía encontrar divertido que a Felipe le lloraran los ojos por culpa del humo. Empezó a arrollar despacio la correa; sus enormes manos se movían como arañas peludas. Siguió doblando y sujetando la correa con una delicadeza casi femenina.

Hasdala -dijo el marinero.

– Hola -repitió Felipe, perdido el primer impulso y un poco en el aire. Se adelantó un paso, miró los instrumentos que había sobre una mesa de trabajo-. ¿Usted siempre está acá… haciendo esas cosas?

Sa -dijo el marinero, atando la correa con otra más fina-. Siéntate ahí, si quieres.

– Gracias -dijo Felipe, dándose cuenta de que el hombre acababa de hablarle en un castellano mucho más inteligible que por la tarde-. ¿Ustedes son finlandeses? -preguntó, buscando orientarse.

– ¿Finlandeses? No, qué vamos a ser finlandeses. Aquí somos un poco de todo, pero no hay finlandeses.

La luz de dos lámparas fijas en el cielo raso caía duramente sobre las caras. Sentado al borde de un banco, Felipe se sentía incómodo y no encontraba qué decir, pero el marinero seguía atando la correa con mucho cuidado. Después se puso a ordenar unas leznas y dos alicates. Alzaba a cada momento los ojos y miraba a Felipe, que sentía cómo el cigarrillo se le iba acortando entre los dedos.

– Tú sabés que no tenías que venir por este lado -dijo el marinero-. Tú haces mal en venir.

– Bah, qué tiene -dijo Felipe-. Si me gusta bajar a charlar un rato… Por allá es aburrido, sabe.

– Puede ser, pero no tenías que venir aquí. Ahora que has venido, quédate. Orf no llegará hasta dentro de un rato y nadie sabrá nada.

– Mejor -dijo Felipe, sin entender demasiado cuál era el riesgo de que los demás supieran algo. Más seguro, corrió el banco hasta que pudo apoyar la espalda en la pared; se cruzó de piernas y tragó el humo en una larga bocanada. Le empezaba a gustar la cosa, y había que seguir adelante.

– En realidad vine para hablar con usted -dijo. ¿Por qué diablos el otro lo tuteaba y él en cambio…?-. No me gusta nada todo este misterio que están haciendo.

– Oh, no hay ningún misterio -dijo el marinero.

– ¿Por qué no nos dejan ir a la popa, entonces?

– Yo tengo la orden y la cumplo. ¿Para qué quieres ir allá? Si no hay nada.

– Quiero ver -dijo Felipe.

– No verás nada, chico. Quédate aquí, ya que has venido. No puedes pasar.

– ¿De aquí no puedo pasar? ¿Y esa puerta?

– Si quieres pasar esa puerta -dijo sonriendo el marinero- te tendré que romper la cabeza como un coco. Y tienes una linda cabeza, no te la quiero romper como un coco.

Hablaba lentamente, eligiendo las palabras. Felipe supo desde el primer momento que no hablaba en vano y que más le valía quedarse donde estaba. Al mismo tiempo le gustaba la actitud del hombre, su manera de sonreír mientras lo amenazaba con una fractura de cráneo. Sacó el atado de cigarrillos y le ofreció uno. El marinero movió la cabeza.

– Tabaco para mujeres -dijo-. Tú fumarás del mío, tabaco para el mar, ya verás.

Parte de la serpiente desapareció en un bolsillo y volvió con una bolsa de tela negra y un librito de papel para armar. Felipe hizo un gesto negativo, pero el hombre arrancó una hoja de papel y se la alcanzó, mientras cortaba otra para él.

– Yo te enseño, verás. Tú haces como yo, te vas fijando y haces como yo. Ves, se echa así… -las arañas peludas danzaban finamente en torno a la hoja de papel, de pronto el marinero se pasó una mano por la boca como si tocara una armónica, y en sus dedos quedó un perfecto cigarrillo.

– Mira si es fácil. No, así se te va a caer. Bueno, tú fumas éste y yo hago otro para mí.

Cuando se puso el cigarrillo en la boca, Felipe sintió la humedad de la saliva y estuvo a punto de escupirlo. El marinero lo miraba, lo miraba continuamente y sonreía. Empezó a armar su cigarrillo, y después sacó un enorme encendedor ennegrecido. Un humo espeso y penetrante ahogó a Felipe, que hizo un gesto apreciativo, agradeciendo.

– Mejor no tragues mucho el humo -dijo el marinero-. Es un poco fuerte para ti. Ahora verás qué bien queda con ron.

De una caja de lata colocada debajo de la mesa sacó una botella y tres cubiletes de estaño. La serpiente azul llenó dos cubiletes y pasó uno a Felipe. El marinero se sentó a su lado, en el mismo banco, y levantó el cubilete.

Here's to you, chico. No te lo bebas de un trago.

– Hm, es muy bueno -dijo Felipe-. Seguro que es ron de las Antillas.

– Claro que sí. De modo que te gusta mi ron y mi tabaco, ¿eh? ¿Y cómo te llamas, chico?

– Trejo.

– Trejo, eh. Pero eso no es un nombre, es un apellido.

– Claro, es mi apellido. Yo me llamo Felipe. -Felipe. Está bien. ¿Cuántos años tienes, chico?

– Dieciocho -mintió Felipe, escondiendo la boca en el cubilete-. ¿Y usted, cómo se llama?

– Bob -dijo el marinero-. Me puedes llamar Bob aunque en realidad tengo otro nombre, pero no me gusta.

– Dígamelo, de todos modos. Yo le dije mi verdadero nombre.

– Oh, también a ti te parecerá muy feo. Imaginate que me llamara Radcliffe o algo así, a ti no te gustaría. Mejor es Bob, chico. Here's to you.

Prosit -dijo Felipe, y bebieron otra vez-. Hm, se está bien aquí.

– Claro que sí.

– ¿Mucho trabajo a bordo?

– Más o menos. Va a ser mejor que no bebas más, chico.

– ¿Por qué? -dijo Felipe, encrespándose-. Estaría bueno, justo ahora que me empieza a gustar. Pero dígame, Bob… Sí, es un tabaco formidable, y el ron… ¿Por qué no tengo que beber más?

El marinero le quitó el cubilete y lo dejó sobre la mesa.

– Eres muy simpático, chico, pero después tienes que volverte solo arriba, y si bebes todo eso se van a dar cuenta.

– Pero si yo puedo beber todo lo que me da la gana en el bar.

– Hm, con el barman que tienen allí arriba no será muy fuerte lo que bebas -se burló Bob-. Y tu mamá debe andar cerca, además… -parecía gozar viendo los ojos de Felipe, el rubor que íe llenaba de golpe la cara-. Vamos, chico, somos amigos. Bob y Felipe son amigos.

– Está bien -dijo hoscamente Felipe-. Me mando mudar y se acabó. ¿Y esa puerta?

– Te olvidas de esa puerta -dijo el marinero, suavemente- y no te enojes, Felipe. ¿Cuándo puedes volver?

– ¿Y para qué voy a volver?

– Chico, para fumar y beber ron conmigo, y charlar -dijo Bob-. En mi cabina, donde nadie nos molestará. Aquí puede venir Orf en cualquier momento.

– ¿Dónde está su cabina? -dijo Felipe, entornando los ojos.

– Ahí -dijo Bob, mostrándole la puerta prohibida-. Hay un pasillo que va a mi cabina, justo antes de la escotilla de popa.

XXIX

El llamado del gongo se deslizó en mitad de un párrafo de Miguel Ángel Asturias, y Medrano cerró el libro y se estiró en la cama, preguntándose si tenía o no ganas de cenar. La luz en la cabecera invitaba a quedarse leyendo y a él le gustaba Hombres de maíz. En cierto modo la lectura era una manera de apartarse por un rato de la novedad que lo rodeaba, reingresar en el orden de su departamento de Buenos Aires, donde había empezado a leer el libro. Sí, como una casa que se lleva consigo, pero no le gustaba la idea de refugiarse ex profeso en el relato para olvidar el absurdo de tener ahí, en un cajón de la cómoda la alcance de la mano, un Smith y Wesson treinta y ocho. El revólver era un poco la concreción de todo lo otro, del Malcolm y sus pasajeros, de las vagas torpezas del día. El placer del rolido, la comodidad masculina y exacta del camarote eran otros tantos aliados del libro. Hubiera sido necesario algo resueltamente insólito, oír galopar un caballo en el pasillo u oler incienso, para decidirlo a saltar de la cama y hacer frente a lo que ocurría. «Se está demasiado bien para molestarse», pensó, acordándose de las caras de López y de Raúl cuando habían vuelto de la incómoda expedición vespertina. Quizá Lucio tenía razón y era absurdo ponerse a jugar al detective. Pero las razones de Lucio eran sospechables; por el momento lo único que le importaba era su mujer A los otros y a él mismo los irritaba de manera más directa ese misterio barato y ese andamiaje de mentira. Más irritante todavía era pensar, apartándose con dificultad de la página abierta, que de no haber estado tan cómodos a bordo habrían procedido con más energía, forzando la situación hasta salir de dudas. Las delicias de Capua, etcétera. Delicias más severas, de tono nórdico, entonadas en la gama del cedro y el fresno. Probablemente López y Raúl propondrían un nuevo plan, o él mismo si se aburría en el bar, pero todo lo que hicieran sería más un juego que una reivindicación. Tal vez lo único sensato fuera imitar a Persio y a Jorge, pedir los tableros del ajedrez y pasar el tiempo lo mejor posible. La popa, bah. En fin, la popa. Hasta la palabra, como un puré para infantes. La popa, qué idiotez.

Eligió un traje oscuro y una corbata que le había regalado Bettina. Había pensado un par de veces en Bettina mientras leía Hombres de maíz, porque a ella no le gustaba el estilo poético de Asturias, las aliteraciones y el tono resueltamente mágico. Pero hasta ese momento no le había preocupado para nada lo ocurrido con Bettina. Se divertía demasiado con los episodios del embarque y las adversidades en pequeña escala como para aceptar con gusto cualquier recurrencia al pasado inmediato. Nada mejor que el Malcolm y sus gentes, hurrah la popa papilla (Asturias de pacotilla, se echó a reír buscando más rimas): astilla y polilla. Buenos Aires podía esperar, ya tendría tiempo para el recuerdo de Bettina – si llegaba por su cuenta, si se le daba como un problema. Pero sí, era un problema, tendría que analizarlo como a él le gustaba, a oscuras en la cama y con las manos en la nuca. De todas maneras, ese desasosiego (Asturias o cenar; cenar, corbata regalada por Bettina, ergo Bettina, ergo fastidio) se insinuaba como una conclusión anticipada del análisis. A menos que no fuera más que el rolido, el aire con tabaco de la cabina. No era la primera vez que plantaba a una mujer, y también una mujer lo había plantado a él (para ir a casarse al Brasil). Absurdo que la popa y Bettina fueran en ese momento un poco la misma cosa. Le preguntaría a Claudia lo que pensaba de su actitud. Pero no, por qué tenía que plantearse esa especie de arbitraje de Claudia en términos de deber. Por supuesto no tenía obligación alguna de hablarle a Claudia de Bettina. Charla de viaje vaya y pase, pero nada más. La popa y Bettina, era realmente estúpido que todo eso fuera ahora un punto doloroso en la boca del estómago. Nada menos que Bettina, que ya andaría armando programa para no perderse una noche de Embassy. Sí, pero también había llorado.

Medrano se sacó la corbata de un tirón. No le salía bien el nudo, esa corbata había sido siempre rebelde. Psicología de las corbatas. Se acordó de una novela donde un valet enloquecido cortaba a tijeretazos la colección de corbatas de su amo. La habitación llena de pedazos de corbatas, una carnicería de corbatas por el suelo. Eligió otra, de un gris modesto, que consentía un nudo perfecto. Por supuesto que habría llorado, todas las mujeres lloran por mucho menos que eso. La imaginó abriendo los cajones de la cómoda, sacando fotografías, quejándose por teléfono a sus amigas. Todo estaba previsto, todo tenía que suceder. Claudia habría hecho lo mismo después de separarse de Lewbaum, todas las mujeres. Repetía: «Todas, todas», como queriendo englobar en la diversidad un mísero episodio bonaerense, echar una gota en el mar. «Pero al fin y al cabo es una cobardía», se oyó pensar, y no supo si la cobardía era la gota en el mar o el hecho desnudo de haber plantado a Bettina. Un poco más o menos de llanto, en este mundo… Sí, pero ser la causa, aunque nada de eso tuviera importancia y Bettina estuviera paseando por Santa Fe o haciéndose peinar chez Marcela. Qué importaba Bettina, no era Bettina, no era Bettina misma y tampoco que no se pudiera ir a la popa, ni el tifus 224. Lo mismo eso en la boca del estómago, y sin embargo sonreía cuando abrió la puerta y salió al pasillo, pasándose la mano por el pelo sonreía como el que está haciendo un descubrimiento agradable, está ya al borde, entrevé lo que buscaba y siente el contento de todos los términos alcanzados. Se prometió volver sobre sus pasos, dedicar el comienzo de la noche a pensar más despacio. Tal vez no fuera Bettina sino que Claudia había hablado demasiado de sí misma, con su voz grave había hablado de sí misma, de que todavía estaba enamorada de León Lewbaum. Pero maldito si a él le importaba eso, aunque también Claudia llorara por la noche pensando en León.


Dejando que el Pelusa acabara de explicarle al doctor Restelli las razones por las cuales Boca Juniors tenía que hacer capote en el campeonato, decidió volver a su cabina para vestirse. Pensó regocijadamente en las toilettes que se verían esa noche en el comedor; probablemente el pobre Afilio aparecería en mangas de camisa y el maître pondría la cara típica de los sirvientes cuando asisten entre satisfechos y escandalizados a la degradación de los amos. Un impulso lo movió a regresar y mezclarse de nuevo en la charla. Apenas logró cortar las efusiones deportivas del Pelusa (que había encontrado en el doctor Restelli un parsimonioso pero enérgico defensor de los méritos de Ferrocarril Oeste), Raúl hizo notar como de paso que ya era hora de prepararse para la cena.

– En realidad hace calor para tener que vestirse -dijo- pero respetaremos la tradición del mar.

– ¿Cómo, vestirse? -dijo el Pelusa, desconcertado.

– Quiero decir, ponerse una incómoda corbata y un saco -dijo Raúl-. Uno lo hace por las señoras, claro.

Dejó al Pelusa entregado a sus reflexiones y subió la escalerilla. No estaba demasiado seguro de haber obrado bien, pero desde un tiempo a esa parte tendía a poner en duda la justificación de casi todas sus acciones. Si Atilio prefería aparecer en el comedor con una camiseta a rayas, allá él; de todos modos el maître o algún pasajero acabaría por darle a entender que estaba incorrecto, y el pobre muchacho lo pasaría peor, a menos que los mandase al diablo. «Obro por razones exclusivamente estéticas -pensó Raúl, otra vez divertido-, y pretendo justificarlas desde el punto de vista social. Lo único cierto es que me revienta todo lo que está fuera de ritmo, desencajado. La camiseta de ese pobre muchacho me echaría a perder el potage Hublet aux asperges. Ya bastante mala es la iluminación del comedor…» Con la mano en el picaporte, miró hacia la entrada del pasadizo que comunicaba los dos pasillos. Felipe se detuvo bruscamente, perdiendo un poco el equilibrio. Parecía muy desconcertado, como si no lo conociera.

– Hola -dijo Raúl-. No se te ha visto en toda la tarde.

– Es que… Qué idiota soy, me equivocaba de pasillo. Mi camarote es al otro lado -dijo Felipe, iniciando una media vuelta. La luz le dio de lleno en la cara.

– Parece que has tomado demasiado sol -dijo Raúl.

– Bah, no es nada -dijo Felipe, fabricándose un tono hosco que le salía a medias-. En el club me paso las tardes en la pileta.

– En tu club no habrá un aire tan fuerte como aquí. ¿Te sentís bien?

Se había acercado y lo miraba amistosamente. «Por qué no me dejará de joder», pensó Felipe, pero a la vez lo halagaba que Raúl volviera a hablarle con ese tono después de la mala jugada que le había hecho. Contestó con un movimiento afirmativo y completó una media vuelta hacia el pasadizo, pero Raúl no quería dejarlo ir así.

– Seguro que no trajiste ningún calmante para las quemaduras, a menos que tu madre… Vení un momento, te voy a dar algo que para que te pongas al acostarte.

– No se moleste -dijo Felipe, apoyando un hombro en el tabique-. Me parece que la Beba tiene sapolán o alguna otra porquería de esas.

– Llévalo, de todos modos -insistió Raúl, retrocediendo para abrir la puerta de su cabina. Vio que Paula no estaba pero que había dejado las luces encendidas-. Además tengo otra cosa para vos. Vení un momento.

Felipe parecía decidido a quedarse en la puerta. Raúl, que buscaba en un neceser, le hizo una seña para que entrara. De golpe se daba cuenta de que no sabía qué decirle para vencer esa hostilidad de cachorro ofendido. «Yo mismo me lo busqué como un imbécil -pensó, revolviendo en un cajón lleno de medias y pañuelos-. Qué mal lo ha tomado, Dios mío.» Enderezándose, repitió el gesto. Felipe dio dos pasos, y sólo entonces Raúl se dio cuenta de que se tambaleaba un poco.

– Ya me parecía que no te sentías bien -dijo, acercándole un sillón. Cerró la puerta con un empujón del pie. Aspiró el aire un par de veces y soltó upa carcajada.

– Sol embotellado, entonces. Y yo que creía que te habías insolado… ¿Pero qué tabaco es ese? Oles a alcbhol y a tabaco que da miedo.

– ¿Y qué? -murmuró Felipe, que luchaba contra una náusea creciente-. Si bebo una copa y fumo… no veo que…

– Hombre, por supuesto -dijo Raúl-. No tenía la menor intención de reprenderte. Pero la mezcla de sol con lo otro es un poco explosiva, sabés. Yo te podría contar…

Pero no tenía ganas de contarle, prefería quedarse mirando a. Felipe que había palidecido un poco y miraba fijamente en dirección al ojo de buey. Se quedaron callados un momento que a Raúl le pareció muy largo y muy perfecto, y a Felipe un torbellino de puntos rojos y azules bailándole delante de los ojos.

– Toma esta pomada -dijo por fin Raúl, poniéndole un tubo en la mano-. Debes tener los hombros desollados.

Instintivamente Felipe se abrió la camisa y se miró. La náusea iba pasando, en su lugar crecía el placer maligno de callarse, de no hablar de Bob, del encuentro con Bob y el vaso de ron. A él solamente le correspondería el mérito de… Le pareció que la boca de Raúl temblaba un poco, lo miró sorprendido. Raúl se enderezó sonriendo.

– Con esto dormirás sin molestias, espero. Y ahora tomá, lo prometido es deuda.

Felipe sostuvo la pipa con dedos inseguros. Nunca había visto una pipa tan hermosa. Raúl, de espaldas, sacaba algo del bolsillo de un saco colgado en el armario.

– Tabaco inglés -dijo, dándole una caja de colores vivos-. No sé si tengo por ahí algún limpiapipas, pero entre tanto me pedís el mío cuando se te ensucie. ¿Te gusta?

– Sí, claro -dijo Felipe, mirando la pipa con respeto-. Usted no tendría que darme esto, es una pipa demasiado buena.

– Precisamente porque es buena -dijo Raúl-. Y para que me perdones.

– Usted…

– Mirá, no sé por qué lo hice. De golpe me pareció que eras demasiado chico para meterte en un posible lío. Después lo estuve pensando y lo lamenté, Felipe. Discúlpame y seamos amigos, querés.

La náusea volvía poco a poco, un sudor helado mojaba la frente de Felipe. Alcanzó a guardarse ia pipa y el tabaco en el bolsillo, y se enderezó con esfuerzo, vacilando. Raúl se puso a su lado y estiró un brazo para sostenerlo.

– Yo… yo tendría que pasar al baño un momento -murmuró Felipe.

– Sí, cómo no -dijo Raúl, abriéndole la puerta presurosamente. La cerró otra vez, dio unos pasos por la cabina. Se oía correr el agua del lavabo. Raúl fue hasta la puerta del baño y apoyó la mano en el picaporte. «Pobrecito, a lo mejor se da un golpe», pensó, pero mentía y se mordió los labios. Si al abrir la puerta lo veía… Tal vez Felipe no le perdonara nunca la humillación, a menos que… «Todavía no, todavía no», y él estaría vomitando en el lavabo, no, realmente era mejor dejarlo solo, a menos que perdiera el sentido y se golpeara. Pero no iba a golpearse, era casi monótono mentirse así, buscar pretextos. «Le gustó tanto la pipa -se dijo, volviendo a caminar en círculo-. Pero ahora va a tener vergüenza por haberse metido en mi baño… Y como siempre la vergüenza será feroz, me arañará de arriba abajo, hasta que la pipa, tal vez, tal vez la pipa…»


Buenos Aires estaba marcado con un punto rojo, y de ahí partía una línea azul que descendía casi paralelamente a la comba de la provincia, a bastante distancia de la costa. Al entrar en el comedor los viajeros pudieron apreciar la prolijidad del mapa adornado con la insignia de la Magenta Star, y la derrota cumplida ese día por el Malcolm. El barman admitió con una sonrisa de discreto orgullo que la progresiva confección del itinerario corría por su cuenta.

– ¿Y quién le da los datos? -preguntó don Galo.

– El piloto me los envía -explicó el barman-. Yo fui dibujante en mi juventud. Me gusta manejar la escuadra y el compás en mis ratos libres.

Don Galo hizo señas al chófer para que se marchara con la silla de ruedas, y observó de reojo al barman.

– ¿Y cómo anda lo del tifus? -preguntó a quemarropa.

El barman parpadeó. La silueta impecable del maître vino a situarse a su lado. Su sonrisa aperitiva se proyectó sucesivamente hacia todos los comensales.

– Parece que todo va bien, señor Porrino -dijo el maître-. Poi lo menos no he recibido ninguna noticia alarmante. Vayase a atender el bar -düo a su subordinado que mostraba una tendencia a demorarse en el comedor-. Veamos, señor Porrino, ¿le agradará un potage champenois para empezar? Está muy bueno.

El señor Trejo y su esposa se ubicaban en ese momento, seguidos de la Beba que estrenaba un vestido menos escotado de lo que hubiera querido. Raúl entró tras ellos y fue a sentarse con Paula y López, que levantaron al mismo tiempo la cabeza y le sonrieron con un aire ausente. Los Trejo descuidaban la lectura de la minuta para discutir la recientísima novedad de la descompostura de Felipe. La señora de Trejo estaba muy agradecida al señor Costa, que se había molestado en atender a Felipe y acompañarlo hasta su cabina, llamando de paso a la Beba para que avisara a papá y mamá. Felipe dormía profundamente, pero a la señora de Trejo le preocupaba todavía la causa de ese repentino malestar.

– Tomó demasiado sol, hija mía -aseguró el señor Trejo-. Se pasó la tarde en la cubierta y ahora parece un camarón. Vos no lo viste, pero cuando le sacamos la camisa… Menos mal que ese joven traía una pomada que según parece es extraordinaria.

– De lo que te olvidas es que olía a whisky que daba horror -dijo la Beba, leyendo la minuta-. Ese chico hace lo que quiere a bordo.

– ¿Whisky? Imposible -dijo el señor Trejo-. Habrá tomado alguna cerveza, puede ser.

– Tendrías que hablar con el del despacho de bebidas -dijo su esposa-. Que no le den más que limonada o cosas así. Todavía es muy chico para manejarse solo.

– Si ustedes creen que lo van a meter en vereda se equivocan -dijo la Beba -. Ya es demasiado tarde. Conmigo todas son severidades, pero con él…

– No empecés, vos.

– ¿Ves? ¿Qué te digo? Si yo aceptara un regalo costoso que me hiciera algún pasajero, ¿qué dirían? Ya los veo poniendo el grito en el cielo.

En cambio él puede hacer lo que le dé la gana, claro. Siempre lo mismo. Por qué no habré nacido varón…

– ¿Regalos? -dijo el señor Trejo-. ¿Qué es eso de regalos?

– Nada -dijo la Beba.

– Habla, habla, m'hijita. Ya que empezaste decilo todo. En realidad, Osvaldo, yo te quería hablar de Felipe. La muchacha ésa… la del bikini, sabés.

– ¿Bikini? -dijo el señor Trejo-. Ah, la chica pelirroja. Sí, la chica ésa.

– La chica esa se pasó la tarde haciéndole ojitos al nene, y si vos no te diste cuenta yo soy madre y tengo un instinto aquí en el pecho para esas cosas. Vos no te metas, Beba, sos muy chica para entender lo que estamos hablando. Ay, estos hijos, qué martirio.

– ¿Haciéndole ojitos a Felipe? -dijo la Beba -. No me hagas reír, mamá. ¿Pero vos te crees que esa mujer va a perder el tiempo con un chiquilín? («Si él me pudiera escuchar -pensaba la Beba -. Ah, cómo se pondría verde de rabia.»)

– ¿Pero qué es eso del regalo, entonces? -dijo el señor Trejo, interesado de golpe.

– Una pipa, una lata de tabaco y qué sé yo qué más -dijo la Beba, con aire indiferente-. Seguro que vale mucha plata.

Los esposos Trejo se consultaron con la mirada, y después el señor Trejo miró en dirección de la mesa número dos. La Beba los estudiaba con disimulo.

– Ese señor es realmente muy gentil -dijo la señora de Trejo-. Deberías agradecerle, Osvaldo, y de paso que no lo consienta tanto al nene. Se ve que se ha preocupado al verlo descompuesto, pobre.

El señor Trejo no dijo nada pero pensaba en el instinto de las madres. La Beba, despechada, entendía que Felipe estaba obligado a devolver los regalos. La langue jardinière los sorprendió en esas deliberaciones.

Cuando el grupo Presutti hizo su aparición entre resuelto y timorato, con muchos saludos a las diferentes mesas, miradas de reojo al espejo y agitados comentarios en voz baja por parte de doña Rosita y doña Pepa, a Paula le dieron ganas de reírse y miró a Raúl con cierta expresión que a él le recordó las noches en los foyers de los teatros porteños, o los salones de extramuros donde iban a divertirse malvadamente a costa de poetisas y señores bien. Esperaba alguna de esas observaciones en que Paula era capaz de resumir admirablemente una situación, clavándola como a una mariposa. Pero Paula no dijo nada porque acababa de sentir los ojos de López fijos en los suyos, y de golpe se le fueron las ganas de hacer el chiste que ya le subía a los labios. No había tristeza ni ansiedad en la mirada de López, más bien una plácida contemplación ante la cual Paula se sentía poco a poco devuelta a sí misma, a lo menos exterior y espectacular de sí-misma. Irónicamente se dijo que al fin y al cabo la Paula epigramática también era ella, y de yapa la Paula perversa o simplemente maligna; pero los ojos de López la instalaban en su forma menos complicada, donde el sofisma y la frivolidad se volvían forzados. Pasar de López a Raúl, a la cara inteligente y sensitiva de Raúl, era saltar de hoy a ayer, de la tentación de ser franca a la de incurrir una vez más en la brillante mentira de la apariencia. Pero si no quebraba esa especie de amistosa censura que empezaba a ser para ella la mirada de López (y el pobre que no tenía idea de representar ese papel), el viaje podía convertirse en una menuda e insignificante pesadilla. Le gustaba López, le gustaba que se llamara Carlos, que su mano no le hubiera molestado al posarse en la suya; no le interesaba demasiado, probablemente no pasaba de ser un porteño a la manera de tanto muchacho amigo, más cultivado que culto, más entusiasta que enamorado. Había en él algo limpio que aburría un poco. Una limpieza que destruía desde el comienzo las perfidias verbales, las ganas de describir en detalle la toilette de la novia de Atilio Presutti y extenderse sobre la influencia del ladrillo en el saco del Pelusa. No que los comentarios frivolos sobre el resto del pasaje quedaran desterrados por la presencia de López, él mismo miraba ahora con una sonrisa el collar de material plástico de doña Pepa y los esfuerzos de Atilio por hacer coincidir una cuchara con la boca. Era otra cosa, como una limpieza de intenciones. Las bromas valían por sí mismas, no como armas de doble filo. Sí, iba a ser terriblemente aburrido, a menos que Raúl se lanzara al contraataque y restableciera el equilibrio. Demasiado sabía Paula que Raúl se daría cuenta en seguida de lo que estaba flotando en el aire, y que probablemente rabiaría. Ya otra vez la había rescatado de una influencia en último término negativa (un teósofo que sabía ser muy buen amante al mismo tiempo). Armado de una impúdica insolencia, había ayudado a desmontar en pocos meses el frágil andamiaje esotérico por el que Paula creía trepar al cielo como un shamán. Pobre Raúl, empezaría por sentir unos celos que nada tendrían que ver con los celos, el simple despecho de no ser el amo de su inteligencia y de su tiempo, de no poder compartir con una exigente coincidencia de gustos cada momento del viaje. Aunque Raúl se dejara arrastrar por una aventura cualquiera, lo mismo se mantendría a su lado, reclamando reciprocidad. Sus celos serían más desencanto que otra cosa, y por fin se le pasarían hasta que Paula apareciera otra vez (¿pero esta vez habría otra vez?) con la cara del regreso, un relato nostálgico, y depositara el presente aburrido y desesperanzado entre sus manos para que él volviera a cuidarle ese gato caprichoso y consentido. Así había ocurrido después de ser la amante de Rubio, después de cortar con Lucho Neira, con los otros. Una perfecta simetría reglaba sus relaciones con Raúl porque también él pasaba por fases confesionales, le traía su gato negro después de tristes episodios en las azoteas y los suburbios, se curaba las heridas en un reverdecer de la camaradería de los tiempos de la universidad. Cuánto se necesitaban, de qué amargo tejido estaba hecha esa amistad expuesta a un doble viento, a una alternada fuga. ¿Qué tenía que hacer Carlos López en esa mesa, en ese barco, en la plácida costumbre de andar juntos por todas partes? Paula lo detestó violentamente mientras él, contento de mirarla, tan feliz mirándola, parecía el inocente que se mete sonriendo en la jaula de los tigres. Pero no era inocente, Paula lo sabía de sobra, y si lo era (pero no lo era), que se aguantara. Tigre Raúl, tigre Paula. «Pobre Jamaica John -pensó-, si te escaparas a tiempo…»


– ¿Qué le pasa a Jorge?

– Tiene unas líneas de fiebre -dijo Claudia-. Supongo que tomó demasiado sol esta tarde, a menos que sea una angina. Lo convencí de que se quedara en cama y le di una aspirina. Veremos cómo pasa la noche.

– La aspirina es terrible -dijo Persio-. Yo he tomado dos o tres veces en mi vida y me hizo un efecto pavoroso. Descalabra completamente el orden intelectual, uno suda, en fin, algo muy desagradable.

Medrano, que había cenado sin.muchas ganas, propuso un segundo café en el bar, y Persio fe marchó a la cubierta donde tenía que hacer observaciones estelares, prometiendo pasar antes por la cabina para ver si Jorge se había dormido. Las luces del bar eran más agradables que las del comedor, y el café estaba más caliente. Una o dos veces Medrano se preguntó si Claudia estaría disimulando la preocupación que debía sentir por la fiebre de Jorge. Hubiera querido saber, para ayudarla después si en algo podía, pero Claudia no volvió a referirse a su hijo y hablaron de otras cosas. Persio regresó.

– Está despierto y preferiría que usted fuera a verlo -dijo-. Seguro que es la aspirina.

– No diga tonterías y vayase a estudiar las Pléyades y la Osa Menor. ¿No quiere venir, Medrano? A Jorge le gustará verlo.

– Sí, claro -dijo Medrano, sintiéndose contento por primera vez desde hacía muchas horas.

Jorge los recibió sentado en la cama y con un cuaderno de dibujos que Medrano tuvo que examinar y criticar uno por uno. Tenía los ojos brillantes, pero el calor de su piel se debía en gran parte al sol de la cubierta. Quiso saber si Medrano estaba casado y si tenía hijos, dónde vivía, si también era profesor como López o arquitecto como Raúl. Dijo que se había dormido un momento pero que había tenido una pesadilla con los glúcidos. Sí. tenía un poco de sueño, y sed. Claudia le dio de beber y armó una pantalla de papel sobre la luz de la cabecera.

– Nos quedaremos ahí en los sillones, hasta que estés bien dormido. No te vamos a dejar solo.

– Oh, no tengo miedo -dijo Jorge-. Pero cuando me duermo, claro, no tengo defensa.

– Pegales una paliza a los glúcidos -propuso Medrano, inclinándose y besándolo en la frente-. Mañana vamos a hablar de un montón de cosas, ahora dormí.

Tres minutos después Jorge se estiró, suspirando, y se volvió del lado de la pared. Claudia apagó la luz de la cabecera y sólo quedó encendida la lámpara próxima a la puerta.

– Dormirá toda la noche como un lirón. Dentro de un rato se pondrá a hablar, dirá toda clase de cosas raras. A Persio le encanta oírlo hablar en sueños, inmediatamente extrae las consecuencias más extraordinarias.

– La pitonisa, claro -dijo Medrano-. ¿No le impresiona cómo cambia la voz de los que hablan en sueños? De ahí a imaginarse que no son ellos quienes hablan…

– Son ellos y no son.

– Probablemente. Hace años yo dormía en la misma pieza que mi hermano mayor, uno de los seres más aburridos que pueda imaginarse. Apenas clavaba el pico empezaba a hablar; a veces, no siempre, decía tales cosas que yo las anotaba para mostrárselas por la mañana. Nunca me creyó, el pobre, era demasiado para él.

– ¿Por qué asustarlo con ese espejo inesperado?

– Sí, es cierto. Haría falta ser simple como un rabdomante, o estar resueltamente en el polo opuesto. Tenemos tanto miedo a las irrupciones, a que se nos pierda el precioso yo de cada día…

Claudia escuchaba la respiración cada vez más tranquila de Jorge. La voz de Medrano la devolvía a la calma. Se sintió un poco débil, entrecerró los ojos con alivio y cansancio. No había querido admitir que la fiebre de Jorge la asustaba, y que había disimulado por una larga costumbre, quizá también por orgullo. No, lo de Jorge no era nada, no tenía nada que ver con lo que ocurría en la popa. Parecía absurdo imaginar una relación; todo estaba tan bien, el olor del tabaco que fumaba Medrano era como una forma del orden, de la normalidad, y su voz, su manera tranquila y un poco triste de decir las cosas.

– Seamos caritativos al hablar del yo -dijo Claudia, respirando profundamente como para ahuyentar los últimos fantasmas-. Es demasiado precario, si se lo piensa objetivamente, demasiado frágil como para no envolverlo en algodones. ¿A usted no lo maravilla que su corazón siga latiendo a cada minuto que pasa? A mí me ocurre todos los días, y siempre me asombra. Ya sé que el corazón no es el yo, pero si se detuviera… En fin, será mejor que no toquemos el tema de la trascendencia; nunca he sostenido una conversación provechosa sobre esas cuestiones. Vale más quedarse del lado de la simple vida, demasiado asombrosa en sí misma.

– Sí, seamos metódicos -dijo Medrano sonriendo-. Por lo demás no podríamos plantearnos cuestiones últimas sin saber un poco más de nosotros mismos. Honestamente, Claudia, por el momento mi único interés es la biografía, primera etapa de una buena amistad. Conste que no le pido detalles sobre su vida, pero me gustaría oír la hablar de sus gustos, de Jorge, de Buenos Aires, qué sé yo.

– No, esta noche no -dijo Claudia-. Ya lo fatigué esta tarde con precisiones sentimentales que quizá no venían al caso. Soy yo la que no sabe nada de usted, aparte de que es dentista y que tengo la intención de pedirle que uno de estos días le mire a Jorge una muela que a veces le duele. Me gusta que se ría, otro se hubiera indignado, por lo menos secretamente, de este paréntesis profano. ¿Es verdad que se llama Gabriel?

– Sí.

– ¿Siempre le gustó su nombre? De chico, quiero decir.

– No me acuerdo, probablemente di por sentado que Gabriel era algo tan fatal como el remolino que tenía en la coronilla. ¿Dónde pasó su infancia, usted?

– En Buenos Aires, en una casa de Palermo donde de noche cantaban las ranas y mi tío encendía maravillosos fuegos artificiales para Navidad.

– Y yo en Lomas de Zamora, en un chalet perdido en un gran jardín. Debo ser un imbécil, pero todavía la infancia me parece la parte más profunda de mi vida. Fui demasiado feliz de chico, me temo; es un mal comienzo para la vida, uno se hace en seguida un siete en los pantalones largos. ¿Quiere mi curriculum vitae? Pasaremos por alto la adolescencia, todas se parecen demasiado como para resultar entretenidas. Me recibí de dentista sin saber por qué, me temo que en nuestro país sea un caso demasiado frecuente. Jorge está diciendo algo. No, suspira solamente. Quizá le moleste que yo hable, debe extrañar mi voz.

– Su voz le gusta -dijo Claudia-. Jorge no tarda en hacerme esa clase de confidencias. No Je gusta la voz de Raúl Costa y se burla de la de Persio, que en realidad tiene algo de cotorra. Pero le gusta la voz de López y la suya, y dice que Paula tiene hermosas manos. También se fija mucho en eso, su descripción de las manos de Presutti era para llorar de risa. Entonces usted se recibió de dentista, pobre.

– Sí, y además hacía rato que había perdido la casa de la infancia, que todavía existe pero que no quise volver a ver jamás. Tengo esa clase de sentimentalismos, daría un rodeo de diez cuadras para no pasar bajo los balcones de un departamento donde fui feliz. No huyo del recuerdo, pero tampoco lo cultivo; por lo demás mis desgracias, como mis dichas, tienen siempre puesta la sordina.

– Sí, usted mira a veces de una manera… No tengo doble vista, pero a veces acierto en mis sospechas.

– ¿Y qué sospecha?

– Nada demasiado importante, Gabriel. Un poco que anda dando vueltas como buscando algo que no aparece. Espero que no sea solamente un botón de camisa.

– Tampoco es el Tao, querida Claudia. Algo muy modesto, en todo caso, y muy egoísta; una felicidad que dañe lo menos posible a los demás, lo que ya es difícil, en la que no me sienta vendido ni comprado y pueda conservar mi libertad. Ya ve, no es demasiado fácil.

– Sí, gentes como nosotros se plantean casi siempre la dicha en esos términos. El matrimonio sin esclavitud, por ejemplo, o el amor libre sin envilecimiento, o un empleo que no impida leer a Chestov, o un hijo que no nos convierta en domésticos. Probablemente el planteo es mezquino y falso desde un comienzo. Basta leer cualquiera de las Palabras… Pero quedamos en que no saldríamos de nuestro ámbito. Fair play ante todo.

– Quizá -dijo Medrano- el error esté en no querer salir de nuestro ámbito. Quizá sea ésa la manera más segura de fracasar, incluso en la dimensión cotidiana y social. En fin, en mi caso opté por vivir solo desde muy joven, no fui a las provincias donde no lo pasé demasiado bien pero me salvé de esa dispersión que suele invalidar a los porteños, y un buen día volví a Buenos Aires, y ya no me moví, aparte del consabido viaje a Europa y las vacaciones en Viña del Mar cuando el peso chileno era todavía accesible. Mi padre me dejó una herencia mayor de la que mi hermano y yo sospechábamos; pude reducir al mínimo el ejercicio del torno y las pinzas, y me convertí en un aficionado. No me pregunte de qué, porque me costaría contestarle. Al fútbol, por ejemplo, a la literatura italiana, a los calidoscopios, a las mujeres de vida libre.

– Las pone al final de la lista, pero quizá seguía un orden alfabético. Explíqueme lo de vida libre aprovechando que Jorge duerme.

– Quiero decir que jamás tuve lo que se llama una novia -dijo Medrano-. Creo que no serviría como marido, y tengo la relativa decencia de no querer hacer la prueba. Tampoco soy lo que las señoras llaman un seductor. Me gustan las mujeres que no plantean otro problema que el de ellas en sí, que ya es bastante.

– ¿No le gusta sentirse responsable?

– Creo que no, quizá tengo una idea demasiado alta de la responsabilidad. Tan elevada que le huyo. Una novia, una muchacha seducida… Todo se convierte en puro futuro, de golpe hay que ponerse a vivir para y por el futuro. ¿Usted cree qué el futuro puede enriquecer el presente? Quizá en el matrimonio, o cuando se tiene sentido de la paternidad… Es raro, con lo que me gustan los chicos -murmuró Medrano, mirando la cabeza de Jorge hundida en la almohada.

– No se crea una excepción -dijo Claudia- En todo caso usted corre rápidamente hacia ese. producto humano calificado de solterón, que tiene sus grandes méritos. Una actriz decía que los solterones eran el mejor alimento de las taquillas, verdaderos benefactores del arte. No, no me estoy burlando. Pero usted se cree más cobarde de lo que es.

– ¿Quién habló de ser cobarde?

– Bueno, su rechazo de toda posibilidad de noviazgo o de seducción, de toda responsabilidad, de todo futuro… Esa pregunta que me hizo hace un momento… Creo que el único futuro que puede enriquecer el presente es el que nace de un presente bien mirado cara a cara. Entiéndame bien: no creo que haya que trabajar treinta años como un burro para jubilarse y vivir tranquilo, pero en cambio me parece que toda cobardía presente no sólo no lo va a librar de un futuro desagradable sino que servirá para crearlo a pesar suyo. Aunque sea un poco cínico en mi boca, si usted no seduce a una muchacha por miedo a las consecuencias futuras, su decisión crea una especie de futuro hueco, de futuro fantasma, bastante eficaz en todo caso para malograrle una aventura.

– Usted piensa en mí, pero no en la muchacha.

– Por supuesto, y no pretendo convencerlo de que se convierta en un Casanova. Supongo que hace falta firmeza para resistir al impulso de seducción; de donde la cobardía moral seria una fuente de valores positivos… Es para reírse, realmente.

– El problema es falso, no hay ni cobardía ni valor sino una decisión previa que elimina la mayoría de las oportunidades. Un seductor busca seducir, y después seduce; eliminando la búsqueda… Para decirlo redondamente, basta con prescindir de las vírgenes; y hay tan pocas en los medios en que yo me muevo…

– Si esas pobres chicas supieran los conflictos metafísicos que son capaces de crear con su sola inocencia… -dijo Claudia-. Bueno, hábleme entonces de las otras.

– No, así no -dijo Medrano-. No me gusta la manera de pedírmelo ni el tono de su voz. Ni me gusta lo que he estado diciendo y mucho menos lo que ha dicho usted. Mejor será queme vaya a beber un coñac al bar.

– No, quédese un momento. Ya sé que a veces digo tonterías. Pero siempre podemos hablar de otra cosa.

– Perdóneme -dijo Medrano-. No son tonterías, muy al contrario. Mi malhumor viene precisamente de que no son tonterías. Usted me trató de cobarde en el plano moral, y es perfectamente cierto. Empiezo a preguntarme si amor y responsabilidad no pueden llegar a ser la misma cosa en algún momento de la vida, en algún punto muy especial del camino… No lo veo claro, pero desde hace un tiempo… Sí, ando con un humor de perros y es sobre todo por eso. Nunca creí que on episodio bastante frecuente en mi vida me empezara a remorder, a fastidiar… Como esas aftas que salen en las encías, cada vez que uno pasa la lengua, un dolor tan desagradable… Y esto es como un afta mental, vuelve y vuelve… -se encogió de hombros y sacó los cigarrillos-. Se lo contaré, Claudia creo que me va a hacer bien.

Le habló de Bettina.

XXX

A lo largo de la cena se le fue pasando el enojo, reemplazado por la sorna y las ganas de tomarle el pelo. No que tuviera una razón precisa para tomarle el pelo, pero le seguía molestando que él la desarmara así, nada más que con su manera de mirarla. Por un momento había estado dispuesta a creer que López era inocente y que su fuerza nacía precisamente de su inocencia. Después se burló de su ingenuidad, no era difícil advertir que en López estaban bien despiertas las aptitudes para la caza mayor, aunque las manifestara sin énfasis. A Paula no la halagaba el efecto inmediato que había provocado en López; por el contrario (qué diablos, un día antes no se conocían, eran dos extraños en la inmensa Buenos Aires), la irritaba verse reducida tan pronto a la tradicional condición de presa real. «Y todo porque soy la única realmente disponible e interesante a bordo -pensó-. A lo mejor no se hubiera fijado en mí si nos presentan en una fiesta ó en un teatro.» La reventaba sentirse incorporada obligatoriamente a la serie de diversiones del viaje. La clavaban en la pared como un cartón de tiro al blanco, para que el señor cazador ejercitara la puntería. Pero Jamaica John era tan simpático, no podía sentir verdadero fastidio hacia él. Se preguntó si él por su parte estaría pensando algo parecido; sabía de sobra que podía tomarla por coqueta, primero porque lo era y segundo porque tenía una manera de ser y de mostrarse fácilmente malentendidas. Como buen porteño, el pobre López podía estar pensando que quedaría mal frente a ella si no hacía todo lo posible por conquistarla. Una situación idiota pero con algo de fatal, de muñecos de guiñol obligados a dar y a recibir los bastonazos rituales. Tuvo un poco de lástima por López y por ella misma, y a la vez se alegró de no engañarse. Los dos podían jugar el juego con su máxima perfección, y ojalá Punch fuera tan hábil como Judy.

En el bar, donde Raúl los había invitado a beber ginebra, sobrevolaron a los Presutti aglutinados en un rincón, pero se dieron de frente con Nora y Lucio que no habían cenado y parecían preocupados. La menuda fatalidad de las sillas y las mesas los puso frente a frente, y charlaron de todo un poco, cediendo con alivio la personalidad de cada uno al cómodo monstruo de la conversación colectiva, siempre por debajo de la suma de los que la forman y por eso tan soportable y solicitada. Lucio agradecía para sus adentros la llegada de los otros, porque Nora se había quedado melancólica después de escribir una carta a su hermana. Aunque decía que no era nada, recaía en seguida en una distracción que lo exasperaba un poco puesto que no encontraba la manera de evitarla. Nunca había hablado mucho con Nora, era ella quien hacía el gasto; en realidad tenían gustos bastante diferentes, pero eso, entre un hombre y una mujer… De todas maneras era un lío que Nora se estuviera afligiendo por pavadas. A lo mejor le hacía bien distraerse un rato con los otros.

Paula casi no había charlado con Nora hasta ese momento, y las dos cruzaron sonrientes las armas mientras los hombres pedían bebidas y repartían cigarrillos. Refugiado en un silencio sólo cortado por una que otra observación amable, Raúl las observaba, cambiando impresiones con Lucio sobre el mapa y el itinerario del Malcoím. Veía renacer en Nora la alegría y la confianza, el monstruo social la acariciaba con sus muchas lenguas, la arrancaba del diálogo, ese monólogo disfrazado, la sumía en un pequeño mundo cortés y trivial, chispeante de frases ingeniosas y risas no siempre explicables, el sabor del chartreuse y el perfume del Philip Morris. «Un verdadero tratamiento de belleza», pensó Raúl, apreciando cómo los rasgos de Nora recobraban una animación que los hermoseaba. Con Lucio era más difícil, seguía un poco reconcentrado mientras el pobre López, ah, el pobre López. Ese sí que estaba soñando despierto, el pobre López. Raúl empezaba a tenerle lástima. «So soon -pensaba-, so soon…» Pero quizá no se daba cuenta de que López era I feliz y que soñaba con elefantes rosados, con enormes globos de vidrio llenos de agua coloreada.

– Y así ocurrió que los tres mosqueteros, que esta vez no eran cuatro, fueron por popa y volvieron trasquilados -dijo Paula-. Cuando usted quiera, Nora, nos damos una vuelta nosotras dos y en todo caso agregamos a la novia de Presutti para componer un número sagrado. Seguro que no paramos hasta las hélices.

– Nos contagiaremos el tifus -dijo Nora, que tendía a tomar en serio a Paula.

– Oh, yo tengo Vick Vaporub -dijo Paula-. ¿Quién iba a creer que estos gallardos hoplitas morderían el polvo como unos follones cualesquiera?

– No exageres -dijo Raúl-. El barco está muy limpio y no hay nada que morder por el momento.

Se preguntó si Paula faltaría a su palabra y sacaría a relucir los revólveres y la pistola. No, no lo haría. Good girí. Completamente loca pero tan derecha. Un poco sorprendida, Nora pedía detalles sobre la expedición. López miró de reojo a Lucio.

– Bah, no te conté porque no valía la pena -dijo Lucio-. Ya ves lo que dice la señorita. Pura pérdida de tiempo.

– Vea, no creo que hayamos perdido el tiempo -dijo López-. Todo reconocimiento tiene su valor, como habrá dicho algún estratego famoso. A mí por lo menos me ha servido para,convencerme de que hay algo podrido en la Magenta Star. Nada truculento, por cierto, no es que lleven un cargamento de gorilas en la popa; más bien un contrabando demasiado visible o algo por el estilo.

– Puede ser, pero en realidad no es cosa que nos concierna -dijo Lucio-. De este lado todo está bien.

– Al parecer sí.

– ¿Por qué al parecer? Está bien claro.

– López, muy juiciosamente, duda de la excesiva claridad -dijo Raúl-. Como lo afirmó un día el poeta bengalí de Santiniketán, no hay como]a excesiva claridad para dejarlo a uno ciego.

– Bueno, esas son frases de poetas.

– Por eso la cito, incluso incurriendo en la modestia de adjudicársela a un poeta que no la dijo jamás. Pero volviendo a López, comparto sus dudas que son también las del amigo Medrano. Si algo no anda bien en la popa, la proa se va a contaminar tarde o temprano. Llamémosle tifus 224 o marihuana a toneladas: de aquí al Japón hay una larga ruta salina, queridos míos, y muchos peces voraces debajo de la quilla.

– ¡Brr…, no me hagas temblar! -dijo Paula-. Miren a Nora, pobrecita, se está asustando de veras.

– Yo no sé si hablan en broma -dijo Nora, lanzando una mirada de sorpresa a Lucio-, pero vos me habías dicho…

– ¿Y qué querías que te dijera, que Drácula anda suelto por el barco? -protestó Lucio-. Aquí se está exagerando mucho, y eso será muy bonito como pasatiempo, pero no hay que hacer creer a la gente que se habla en serio.

– Por mi parte -dijo López-, hablo muy en serio, y no pienso quedarme con los brazos cruzados.

Paula aplaudió burlonamente.

– ¡Jamaica John solo! No esperaba menos de usted, pero realmente ese heroísmo…

– No sea tonta -dijo francamente López-. Y déme un cigarrillo, que se me han acabado.

Raúl disimuló un gesto de admiración. Ah, pibe. No, si la cosa iba a estar buena. Se dedicó a observar cómo Lucio trataba de recobrar el terreno perdido y cómo Nora, dulce ovejita inocente, lo privaba del placer de aceptar sus explicaciones. Para Lucio la cosa era sencilla: tifus. El capitán enfermo, la popa contaminada, ergo una elemental precaución. «Es fatal -pensó Raúl-, los pacifistas tienen que pasarse la vida en guerra, pobres almas. Lucio va a comprarse una ametralladora en el primer puerto de escala.»

Paula parecía más compasiva, y aceptaba los criterios de Lucio con una cara muy atenta que Raúl conocía de sobra.

– Por fin encuentro alguien con sentido común. Me he pasado el día rodeada de conspiradores, de los últimos mohicanos, de los dinamiteros de Petersburgo. Hace tanto bien dar con un hombre de convicciones sólidas, que no se deja arrastrar por los demagogos.

Lucio, poco seguro de que eso fuera un elogio, arreció en sus puntos de vista. Si algo cabía hacer, era enviar una nota firmada por todos (por todos los que quisieran, bien entendido) a fin de que el primer piloto supiera que los pasajeros del Malcolm comprendían y acataban la situación insólita planteada a bordo. En todo caso se podía insinuar que el contacto entre oficiales y pasajeros no había sido todo lo franco…

– Vamos, vamos -murmuró Raúl, aburrido-. Si los tipos tenían el tifus a bordo en Buenos Aires, se portaron como unos cabrones al embarcarnos.

Nora, poco habituada a las expresiones fuertes, parpadeó. A Paula le costaba no soltar la carcajada, pero ocra vez se alió con Lucio para conjeturar que la epidemia debía haber estallado con vehemencia apenas salidos de la rada. Llenos de confusión e incertidumbre, los honestos oficiales se habían detenido frente a Quilmes, cuyas bien conocidas emanaciones no habrían contribuido probablemente a mejorar el ambiente de la popa.

– Sí, sí -dijo Raúl-. Todo en radiante tecnicolor.

López escuchaba a Paula con una sonrisa entre divertida e irónica; le hacía gracia, pero una gracia agridulce solamente. Nora trataba de entender, desconcertada, hasta que acabó por meter los ojos en la taza de café y no los sacó de ahí por un buen rato.

– En fin, en fin -dijo López-. El libre juego de las opiniones es uno de los beneficios de la democracia. Yo, de todas maneras, suscribo el robusto epíteto que ha empleado Raúl hace un momento. Y ya veremos qué pasa.

– No pasará nada, eso es ló malo para ustedes -dijo Paula-. Se van a quedar sin su juguete, y el viaje les va a resultar horriblemente aburrido cuando nos dejen pasar a popa uno de estos días. Hablando de lo cual yo me voy a ver las estrellas, que han de estar de lo más fosforescentes.

Se levantó sin mirar a nadie en particular. Empezaba a aburrirse de un juego demasiado fácil, y la fastidiaba que López no la hubiera ayudado en pro o en contra. Sabía que él no veía el momento de seguirla, pero que no se movería de 5a mesa hasta más tarde. Y sabía algo más que iba a ocurrir y empezaba otra vez a divertirse, sobre todo porque Raúl se daría cuenta y las cosas eran siempre más divertidas cuando las compartía Raúl.

– ¿No venís, vos? -dijo Paula, mirándolo.

– No, gracias. Las estrellas, esa bisutería…

Pensó: «Ahora él se va a levantar y va a decir…»

– Yo también me voy a cubierta -dijo Lucio, levantándose-. ¿Vos venís, Nora?

– No, prefiero leer un rato en la cabina. Hasta luego.

Raúl se quedó con López. López se cruzó de brazos con el aire de los verdugos en las láminas de las Mil y una Noches. El barman se puso a recoger las tazas mientras Raúl esperaba a cada instante el silbido de la cimitarra y el golpe de alguna cabeza en el piso.


Inmóvil en el punto extremo de la proa, Persio los oyó acercarse precedidos por palabras sueltas, quebradas en el viento tibio. Alzó el brazo y les mostró el cielo.

– Vean qué esplendor -dijo con entusiasmo-. Este no es el cielo de Chacarita, créanme. Allá hay siempre como un vapor mefítico, una repugnante tela aceitosa entre mis ojos y el esplendor. ¿Lo ven, lo ven? Es el dios supremo, tendido sobre el mundo, el dios lleno de ojos…

– Sí, muy hermoso -dijo Paula-. Un poco repetido, a la larga, como todo lo majestuoso y solemne. Sólo en lo pequeño hay verdadera variedad, ¿no le parece?

– Ah, en usted hablan los demonios -dijo cortésmente Persio-. La variedad es la auténtica promesa del infierno.

– Es increíble lo loco que es este tipo -murmuró Lucio cuando siguieron adelante y se perdieron en la sombra.

Paula se sentó en un rollo.de soga y pidió un cigarrillo; les llevó un buen rato encenderlo.

– Hace calor -dijo Lucio-. Curioso, hace más calor aquí que en el bar.

Se quitó el saco y su camisa blanca lo recortó claramente en la penumbra. No había nadie en ese sector de la cubierta, y la brisa zumbaba por momentos en los cables tendidos. Paula fumaba en silencio, mirando hacia el horizonte invisible. Cuando aspiraba el humo, la brasa del cigarrillo hacía crecer en la oscuridad la mancha roja de su pelo. Lucio pensaba en la cara de Nora. Pero qué sonsa, qué sonsa. Y bueno, que empezara a aprender desde ahora. Un hombre es libre, y no tiene nada de malo que salga a dar una vuelta por el puente con otra mujer. Malditas convenciones burguesas, educación de colegio de monjas, oh María madre mía y otras gansadas con flores blancas y estampas de colores. Una cosa era el cariño y otra la libertad, y si ella creía que toda la vida lo iba a tener sujeto como en esos últimos tiempos, solamente porque no se decidía a ser suya, pues entonces… Le pareció que los ojos de Paula lo estaban mirando, aunque era imposible verlos. Al bueno de Raúl no parecía importarle demasiado que su amiga se fuera sola con otro; al contrario, la había mirado con un aire divertido, como si le conociera ya los caprichos. Pocas veces había encontrado gente tan rara como ésta de a bordo. Y Nora, qué manera de quedarse con la boca abierta al escuchar las cosas que decía Paula, las palabrotas que soltaba por ahí, su manera tan inesperada de enfocar los temas. Pero por suerte, en la cuestión de la popa…

– Me alegro de que por lo menos usted haya comprendido mi punto de vista -dijo-. Está muy bien hacerse los interesantes, pero tampoco es cuestión de comprometer el éxito del viaje.

– ¿Usted cree que este viaje va a tener éxito? -dijo Paula, indiferente.

– ¿Por qué no? Depende un poco de nosotros, me parece. Si nos enemistamos con la oficialidad, pueden hacernos la vida imposible. Yo me hago respetar como cualquiera -agregó, apoyando la voz en la palabra respetar- pero tampoco es cosa de echar a perder el crucero por un capricho sonso.

– ¿Esto se llama crucero, verdad?

– Vamos, no me tome el pelo.

– Se lo pregunto de veras, esas palabras elegantes siempre me toman de sorpresa. Mire, mire, una estrella errante.

– Desee alguna cosa, rápido.

Paula deseó. Por una fracción de segundo el cielo se había trizado hacia el norte, una fina rajadura que debía haber maravillado al vigilante Persio. «Bueno m'hijito -pensó Paula-, ahora vamos a terminar con esta tontería.»

– No me tome demasiado en serio -dijo-. Probablemente no era sincera cuando tomé par tido por usted hace un rato. Era una cuestión… digamos deportiva. No me gusta que alguien esté en inferioridad, soy de las que corren a defender al más chico o al más sonso.

– Ah -dijo Lucio.

– Me burlé un poco de Raúl y los otros porque me hace mucha gracia verlos convertidos en Buffalo Bill y sus camaradas; pero bien podría ser que tuvieran razón.

– Qué van a tener -dijo Lucio, fastidiado-. Yo le estaba agradecido por su intervención, pero si solamente lo hizo porque me considera un sonso…

– Oh, no sea tan literal. Además usted defiende los principios del orden y las jerarquías establecidas, cosa que en algunos casos requiere más valor de lo que suponen los iconoclastas. Para el doctor Restelli es fácil, por ejemplo, pero usted es muy joven y su actitud resulta a primera vista desagradable. No sé por qué a los jóvenes hay que imaginarlos siempre con una piedra en cada mano. Una invención de los viejos, probablemente, un buen pretexto para no soltarles la polis ni a tiros.

– ¿La polis?

– Eso, sí. Su mujer es muy mona, tiene una inocencia que me gusta. No se lo diga, las mujeres no perdonan ese género de razones.

– No la crea tan inocente. Es un poco… hay una palabra… No es timorata, pero se parece.

– Pacata.

– Eso Culpa de la educación que recibió en su casa, sin contar las monjas del cuento. Me imagino que usted no es católica.

– Oh, sí -dijo Paula-. Ferviente, además. Bautismo, primera comunión, confirmación. Todavía no he llegado a la mujer adúltera ni a la saman tana, pero si Dios me da salud y tiempo…

– Ya me parecía -dijo Lucio, que no había comprendido demasiado bien-. Yo, claro, tengo ideas muy liberales sobre esas cosas. No que sea un ateo, pero eso sí, religioso no soy. He leído muchas obras y creo que la Iglesia es un mal para la humanidad. ¿A usted le parece concebible que en el siglo de los satélites artificiales haya un Papa en Roma?

– En todo caso no es artificial -dijo Paula- y eso siempre es algo.

– Me refiero a… Siempre estoy discutiendo con Nora sobre lo mismo, y al final la voy a convencer. Ya me ha aceptado algunas cosas… -se interrumpió, con la desagradable sospecha de que Paula estaba leyendo en su pensamiento. Pero después de todo le convenía más franquearse, nunca se podía saber con una muchacha tan liberal-. Si me promete no decirlo por ahí, le voy a hacer una confidencia muy íntima.

– Ya lo sé -dijo Paula, sorprendida de su propia seguridad-. No hay libreta de matrimonio.

– ¿Quién se lo dijo? Pero si nadie…

– Usted, vamos. Los jóvenes socialistas empiezan siempre por convencer a las católicas, y terminan convencidos por ellas. No se preocupe, seré discreta. Oiga, y cásese con esa chica.

– Sí, claro. Pero ya soy grandecito para consejos.

– Qué va a ser grandecito -lo provocó Paula-. Usted es un chiquilín simpático y nada más.

Lucio se acercó, entre fastidiado y contento. Ya que le daba la chance, ya que lo estaba desafiando asi, de puro compadrona, le iba a enseñar a hacerse la intelectual.

– Como está tan oscuro -observó Paula-, uno no sabe a veces dónde apoya las manos. Le aconsejo que las traslade a los bolsillos.

– Vamos, tontita -dijo él, ciñéndole la cintura-. Abrigúeme, que tengo frío.

– Ah, el estilo de novela norteamericana. ¿Así conquistó a su mujer?

– No, así no -dijo Lucio, tratando de besarla-. Así, y así. Vamos, no seas mala, no comprendes que…

Paula se zafó del abrazo y saltó del rollo de cuerdas.

– Pobre chica -dijo, echando a andar hacia la escalerilla-. Pobreeita, empieza a darme verdadera lástima.

Lucio la siguió, rabioso al darse cuenta de que don Galo circulaba por ahí, extraño hipogrifo a la luz de las estrellas, forma múltiple y única en la que el chófer, la silla y él mismo asumían proporciones inquietantes. Paula suspiró.

– Ya sé lo que voy a hacer -dijo-. Seré testigo del casamiento de ustedes, y hasta les regalaré un centro de mesa. He visto uno en el bazar Dos Mundos…

– ¿Está enojada? -dijo Lucio, renunciando rápidamente al tuteo-. Paula… seamos amigos, ¿eh? -O sea que no tengo que decir nada, ¿verdad?

– ¿Qué me importa lo que diga? Más le va a importar a Raúl, si vamos al caso.

– ¿Raúl? Haga la prueba, si quiere. Si no le digo nada a Nora es porque me da la gana y no por miedo. Vaya a tomar su Toddy -agregó, repentinamente furjosa-. Saludos a Juan B. Justo.

E

Así como es maravilloso que el contenido de un tintero pueda haberse convertido en El mundo como voluntad y representación, o que el roce de una papila cutánea contra un reseco y tirante cilindro de tripa urda en él espacio el primer polígono de un movimiento fugado, asi la meditación, tinta secreta y uña sutil percutiendo el tenso pergamino de la noche, acaba por invadir y desentrañar la materia opaca que rodea su hueco de sedientos bordes. A esa hora alta de una proa marina, los atisbos inconexos resbalan en la precaria superficie de la conciencia, buscan encarnarse y para ello sobornan la palabra que los volverá concretos en esa conciencia desconcertada, surgen como retazos de frases, desinencias y casos contradictoriamente sucediéndose en mitad de un torbellino que crece alimentado por la esperanza, el terror y lá alegría. Servidos o malogrados por tas radiaciones sentimentales que más son de la piel y las visceras que de las finas antenas aplastadas por tanta bajeza, los atisbos de un más allá espacial, de lo que empieza donde acaba la uña, la palabra uña y la cosa uña, se baten despiadados con los canales conformantes y los moldes de plástico y vinylite de la conciencia estupefacta y furiosa, buscan el acceso directo que sea estampido, grito de alarma o suicidio por gas de alumbrado, acosan a quien los acosa, a Persio apoyado con las dos manos en la borda, envuelto en estrellas, jaqueca y vino nebiolo. Harto de luz, de día, de caras parecidas a la suya, de diálogos premasticados, semejante a un parvo súmero frente a la sacralidad aterradora de la noche y los astros, pegada la calva a la bóveda que empieza y se destruye a cada instante en el pensamiento, lucha Persio con un viento de frente que no influye siquiera en el vistoso anemómetro instalado sobre el puente de mando. Entreabierta la boca para recibirlo y saborearlo, quién puede decir si no es el soplo entrecortado de sus pulmones que engendra ese viento que corre por su cuerpo como un desborde de ciervos acorralados. En la absoluta soledad de la proa que los inaudibles ronquidos de los durmientes en sus cabinas transforma en un mundo cimerio, en la insobrevivible región del noroeste, enhiesta Persio su precaria estatura con el gesto del sacrificio personal, el mascarón tallado en la madera de los dragones de Eric, la libación de sangre de lémur salpicada en las espumas. Débilmente ha oído resonar la guitarra en los cables del navio, la uña gigantesca del espacio impone un primer sonido casi inmediatamente sofocado por la vulgaridad del oleaje y el viento. Ún mar maldito a fuerza de monotonía y pobreza, una inmensa vaca gelatinosa y verde ciñe la nave que la viola empecinada en una lucha sin término entre la verga de hierro y la viscosa vulva que se estremece a cada espumarajo. Momentáneamente por encima de esa inane cópula tabernaria, la guitarra del espacio deja caer en Persio su llamado exasperante. Inseguro de su oído, cerrados los ojos, sabe Persio que sólo el vocabulario balbuceado, el lujo incierto de las grandes palabras cargadas como las águilas con la presa real, replicarán por fin en su más adentro, en su más pecho y su más entendimiento, la resonancia insoportable de las cuerdas. Menudo e incauto, moviéndose como una mosca sobre superficies imposiblemente abarcables, la mente y los labios tantean en la boca de la noche, en la uña del espacio, colocan con las pálidas manos del mosaísta los fragmentos azules, áureos y verdes de escarabajo en los contornos demasiado tenues de ese dibujo musical que nace en torno. De pronto una palabra, un sustantivo redondo y pesado, pero no siempre el trozo muerde en el mortero, a mitad de la estructura se derrumba con un chirrido de caracol entre las llamas, Persio baja la cabeza y deja de entender, ya casi no entiende que no ha entendido; puro su fervor es como la música que en el aire de la memoria se sostiene sin esfuerzo, otra vez entorna los labios, cierra los ojos y osa proferir una nueva palabra, luego otra y otra, sosteniéndolas con un aliento que los pulmones no explicarían. De tanta fragmentaria proeza sobreviven fulgores instantáneos que ciegan a Persio, bruscos arrimos de los que su ansiedad retrocede igual que si pretendieran meterle la cara en una calabaza llena de escolopendras; aferrado a la borda como si hasta su cuerpo estuviera en el límite de una horrenda alegría o de un jubiloso horror, puesto que nada de lo sometido a reflejos condicionados sobrevive en ese momento, persiste en suscitar y acoger las entrevisiones que caen deshechas y desfiguradas sobre él, mueve torpemente los hombros en medio de una nube de murciélagos, de trozos de ópera, de pasajes de galeras en cuerpo ocho, de fragmentos de tranvías con anuncios de comerciantes al por menor, de verbos a los que falta un contexto para cuajar. Lo trivial, el pasado podrido e inútil, el futuro conjeturado e ilusorio se amalgaman en un solo pudding grasiento y maloliente que le aplasta la lengua y le llena de amargo sarro las encías. Quisiera abrir los brazos en un gesto patibulario, deshacer de un solo golpe y un solo grito esa lastimosa pululación que se destruye a ‹í misma en un retorcido y encontrado final de lucha grecorromana. Sabe que en un momento cualquiera un suspiro escapará de su cotidianeidad, pulverizándolo todo con una babosa admisión de imposible, y que el empleado en vacaciones dirá: «Ya es tarde, en la cabina hay luz, las sábanas son de hilo, el bar está abierto», y agregará quizá la más abominable de las renunciaciones: «Mañana será otro día», y sus dedos se hunden en él hierro de la borda, lo pegan de tal modo a la piel que la sobrevivencia de la dermis y la epidermis pasa ya de lo providencial. Al borde -y esa palabra vuelve y vuelve, todo es borde y cesará de serlo en cualquier momento-, al borde Persio, al borde barco, al borde presente, al borde borde: resistir, quedarse todavía, ofrecerse para tomar, destruirse como conciencia para ser a la vez la presa y el cazador, el encuentro anulador de toda oposición, la luz que se ilumina a sí misma, la guitarra que es la oreja que se escucha. Y como ha bajado la cabeza, perdidas las fuerzas, y siente que la desgracia como una sopa tibia o una gran mancha trepa por las solapas de su saco nuevo, la fragorosa batalla del sí y el no parece amainar, escampa el griterío que le rajaba las sienes, la contienda sigue pero se organiza ahora en un aire helado, en un cristal, jinetes de Uccello congelan la lanzada homicida, una nieve de novela rusa tiembla en un pisapapeles de copos estancados. Arriba la música también se hieratiza, una nota tensa y continua se va cargando poco a poco de sentido, acepta una segunda nota, cede su apuntación hacia la melodía para ingresar, perdiéndose, en un acorde cada vez más rico, y de esa pérdida surge una nueva música, la guitarra se desata como un pelo sobre la almohada, todas las uñas de las estrellas caen sobre la cabeza de Persio y lo desgarran en una dulcísima tortura de consumación. Cerrado a sí mismo, al barco y a la noche, disponibilidad desesperada pero que es espera pura, admisión pura, siente Persio que está bajando o que la noche crece y se estira sobre él, hay un desplazamiento que lo abre como la granada madura, le ofrece por fin su propio fruto, su sangre última que es una con las formas del mar y del cielo, con las vallas del tiempo y el lugar. Por eso es él quien canta creyendo oír el canto de la inmensa guitarra, y es él quien empieza a ver más allá de sus ojos, del otro lado del mamparo, del anemómetro, de la figura de pie en la sombra violeta del puente de mando. Por eso al mismo tiempo es la atención esperanzada en su grado más extremo y también (sin que lo asombre) el reloj del bar que señala las veintitrés y cuarenta y nueve, y también (sin que le duela) el convoy 8730 que entra en la estación de Villa Azedo, y el 4121 que corre de Fontela a Figueira da Foz. Pero ha bastado un mínimo reflejo de su memoria, expresándose en el deseo involuntario de aclarar el enigma diurno, y la excentración por fin alcanzada y vivida se triza como un espejo bajo un elefante, el pisapapeles nevado cae de golpe, las olas del mar crujen encrespándose, y queda por fin la popa, el deseo diurno, la visión de la popa en Persio, que mira frente a él en la extrema proa secándose una lágrima horriblemente ardorosa que resbala por su cara. Ve la popa, solamente la popa: ya no los trenes, ya no la avenida Río Bronco, ya no la sombra del caballo de un campesino húngaro, ya no -y todo se ha agolpado en esa lágrima que le quema la mejilla, cae sobre su mano izquierda, resbala imperceptiblemente hacia el mar. Apenas si en su memoria sacudida por golpes espantosos quedan tres o cuatro imágenes de la totalidad que alcanzó a ser: dos trenes, la sombra de un caballo. Está viendo la popa y a la vez llora el todo, está entrando en una inimaginable contemplación por fin acordada, y Ilota como lloramos, sin lágrimas, al despertar de un sueño del que apenas nos quedan unos hilos entre los dedos, de oro o de plata o de sangre o de niebla, los hilos salvados de un olvido fulminante que no es olvido sino retorno a lo diurno, al aquí y ahora en que alcanzamos a persistir arañando. La popa, entonces. Eso que es ahí, la popa. ¿Juego de sombras con faroles rojos? La popa, eso ahí. Nada que recuerde nada: ni cabrestantes, ni alcázar, ni gavias, ni hombres de tripulación, ni banderín sanitario, ni gaviotas sobrevolando los estays. Pero la popa, eso ahí, eso que es Persio mirando la popa, las jaulas de monos a babor, jaulas de monos salvajes a babor, un parque de fieras sobre el escotillón de la estiba, los leones y la leona girando lentamente en el recinto aislado con alambre de púa, reflejando la luna llena en la fosforescente piel del lomo, rugiendo con recato, jamás enfermos, jamás mareados, indiferentes al parlería de los babuinos histéricos, del orangután que se rasca el trasero y se mira las uñas. Entre ellos, libres en el puente, las garzas, los flamencos, los erizos y los topos, el puerco espín, la marmota, el cerdo real y los pájaros bobos. Poco a poco se van descubriendo el ordenamiento de las jaulas y los cercos, la confusión se trueca de segundo en segundo en formas a la vez elásticas y rigurosas, semejantes a las que dan solidez y elegancia al músico de Picasso que fue de Apollinaire, en lo negro y morado y nocturno se filtran fulgores verdes y azules, redondeles amarillos, zonas perfectamente negras (el tronco, quizá la cabeza del músico), pero toda persistencia en esa analogía es ya mero recuerdo y por ende error, porque desde uno de los bordes asoma una figura fugitiva, quizá Vanth, la de enormes alas, contraseña del destino, o quizá Tuculca, el del rostro de buitre y orejas de pollino tal como otra contemplación alcanzó a figurarlo en la Tumba del Orco, a menos que en el castillo de popa se corra esa noche una mascarada de contramaestres y pilotines dados al artificio del papier maché, o que la fiebre del tifus 242 preñe el aire con el delirio del capitán Smith tirado en una litera empapada de ácido fénico y declamando salmos en inglés con acento de Newcastte. Abriéndose paso en tanta pasividad se afinca en Persio la noción de un posible circo donde osos hormigueros, payasos y ánades dancen en cubierta bajo una carpa de estrellas, y sólo a su imperfecta visión de la popa pueda atribuirse ese momentáneo deslizamiento de figuras escatológicas, de sombras de Volterra o Cerveteri confundidas con un zoo monótonamente consignado a Hamburgo. Cuando abre todavía más los ojos, fijos en el mar que la proa subdivide y recorta, el espectáculo sube bruscamente de color, empieza a quemarle los párpados. Con un grito se cubre la cara, lo que ha alcanzado a ver se le amontona desordenadamente en las rodillas, lo obliga a doblarse gimiendo, desconsoladamente feliz, casi como si una mano jabonosa acabara de atarle al cuello un albatros muerto.

XXXI

Primero pensó en subir a beberse un par de whiskies porque estaba seguro de que le hacían falta, pero ya en el pasillo presintió la noche ahí afuera, bajo el cielo, y le dieron ganas de ver el mar y poner sus ideas en orden. Era más de medianoche cuando se apoyó en la borda de babor, satisfecho de estar solo en la cubierta (no podía ver a Persio, oculto por uno de los ventiladores). Muy lejos sonó una campana, probablemente en la popa o en el puente de mando. Medrano miró a lo alto; como siempre, la luz violeta que parecía emanar de la materia misma de los cristales le produjo una sensación desagradable. Se preguntó sin mayor interés si los que habían pasado la tarde en la proa, bañándose en la piscina, o tomando sol, habrían observado el puente de mando; ahora sólo le interesaba la larga charla con Claudia, que había terminado en una nota extrañamente calma, recogido, casi como si Claudia y él se hubieran ido quedando dormidos poco a poco junto a Jorge. No se habían dormido, pero quizá les había hecho bien lo que acababan de hablar. Y quizá no, porque al menos en su caso las confidencias personales nada podían resolver. No era el pasado el que acababa de aclararse, en cambio el presente era de pronto más grato, más pleno, como una isla de tiempo asaltada por la noche, por la inminencia del amanecer y también por las aguas servidas, los regustos del anteayer y el ayer y esa mañana y esa tarde, pero una isla donde Claudia y Jorge estaban con él. Habituado a no castrar su pensamiento se preguntó si ese suave vocabulario insular no sería producto de un sentimiento y si, como tantas veces, las ideas no se irisaban ya bajo la luz del interés o de la protección. Claudia era todavía una hermosa mujer; hablar con ella presumía una primera y sutil aproximación a un acto de amor. Pensó que no le molestaba ya que Claudia siguiera enamorada de León Lewbaum; como si una cierta realidad de Claudia ocurriera en un plano diferente. Era extraño, era casi hermoso.

Se conocían ya tanto mejor que pocas horas atrás. Medrano no recordaba otro episodio de su vida en que la relación personal se hubiera dado tan simplemente, casi como una necesidad. Sonrió al precisar el punto exacto -lo sentía así, estaba perfectamente seguro- en que ambos habían abandonado el peldaño ordinario para descender, como tomados de la mano, hacia un nivel diferente donde las palabras se volvían objetos cargados de afecto o de censura, de ponderación o de reproche. Había ocurrido en el momento exacto en que él -tan poco antes, realmente tan poco antes- le había dicho: «Madre de Jorge, el leoncito», y ella había comprendido que no era un torpe juego de palabras sobre el nombre de su marido sino que Medrano le ponía en las manos abiertas algo como un pan caliente o una flor o una llave. La amistad empezaba sobre las bases más seguras, las de las diferencias y los disconformismos; porque Claudia acababa de decirle palabras duras, casi negándole el derecho a que él hiciera de su vida lo que una temprana elección había decidido. Y al mismo tiempo con qué remota vergüenza había agregado: «Quién soy yo para reprocharle trivialidad, cuando mi propia vida…» Y los dos habían callado mirando a Jorge que ahora dormía con la cara hacia ellos, hermosísimo bajo la suave luz de la cabina, suspirando a veces o balbuceando algún paso de sus sueños.

La menuda silueta de Persio lo tomó de sorpresa, pero no Je molestó encontrárselo a esa hora y en ese lugar.

– Pasaje por demás interesante -dijo Persio, apoyándose en la borda a su lado-. He pasado revista al rol, y extraído consecuencias sorprendentes.

– Me gustaría conocerlas, amigo Pefsio.

– No son demasiado claras, pero la principal estriba (hermosa palabra, de paso, tan lleno de sentido plástico) en que casi todos debemos estar bajo la influencia de Mercurio. Sí, el gris es el color del rol, la uniformidad aleccionante de ese color donde la violencia del blanco y la aniquilación del negro se fusionan en el gris perla, para no mencionar más que uno de sus preciosos matices.

– Si lo entiendo bien, usted piensa que entre nosotros no hay seres fuera de lo común, tipos insólitos.

– Más o menos eso.

– Pero este barco es una instancia cualquiera de la vida, Persio. Lo insólito se da en porcentajes bajísimos, salvo en las recreaciones literarias, que por eso son literatura. Yo he cruzado dos veces el mar, aparte de muchos otros viajes. ¿Cree que alguna vez me tocó viajar con gentes extraordinarias? Ah, sí, una vez en un tren que iba a Junín almorcé frente a Luis Ángel Firpo, que ya estaba viejo y gordo pero siempre simpático.

– Luis Ángel Firpo, un típico caso de Carnero con influencia de Marte. Su color es el rojo, como es natural, y su metal el hierro. Probablemente Atilio Presutti ande también por ese lado, o la señorita Lavalle que es una naturaleza particularmente demoníaca. Pero las notas dominantes son monocordes… No es que me queje, mucho peor sería una nave henchida de personajes saturninos o plutomanos.

– Me temo que las novelas influyan en su concepción de la vida -dijo Medrano-. Todo el que sube por.primeva vez a un barco cree que va a encontrar una humanidad diferente, que a bordo se va a operar una especie de transfiguración. Yo soy menos optimista y opino con usted que aquí no hay ningún héroe, ningún atormentado en gran escala, ningún caso interesante.

– Ah, las escalas Claro, eso es muy importante. Yo hasta ahora miraba el rol de manera natural, pero tendré que estudiarlo a distintos niveles y a lo mejor usted tiene razón.

– Puede ser. Mire, hoy mismo han ocurrido algunas pequeñas cosas que, sin embargo, pueden repercutir hasta quién sabe dónde. No se fíe de los gestos trágicos, de los grandes pronunciamientos; todo eso es literatura, se lo repito.

Pensó en lo que significaba para él el mero hecho de que Claudia apoyara la mano en el brazo del sillón y moviera una que otra vez los dedos. Los grandes problemas, ¿no serían una invención para el público? Los saltos a lo absoluto, al estilo Karamazov o Stavroguin… En lo pequeño, en lo casi nimio estaban también los Julien Sorel, y al final el salto era tan fabuloso como el de cualquier héroe mítico. Quizá Persio estuviera tratando de decirle algo que se le escapaba. Lo tomó del brazo y caminaron despacio por la cubierta.

– Usted también piensa en la popa, ¿verdad? -preguntó sin énfasis.

– Yo la veo -dijo Persio, todavía con menos énfasis-. Es un lío inimaginable.

– Ah, usted la ve.

– Sí, por momentos. Hace un rato, para ser exacto. La veo y dejo de verla, y todo es tan confuso… Como pensar, pienso casi todo el tiempo en ella.

– Se me ocurre que a usted le sorprende que nos quedemos cruzados de brazos. No hace falta que me conteste, creo que es así. Bueno, a mí también me sorprende, pero en el fondo coincide con la pequenez de que hablábamos. Hicimos un par de tentativas que nos dejaron en ridículo, y aquí estamos, aquí entra en juego la pequeña escala. Minucias, un fósforo que alguien enciende para otro, una mano que se apoya en el brazo de un sillón, una burla que salta como un guante a la cara de alguien… Todo eso está ocurriendo, Persio, pero usted vive de cara a las estrellas y sólo ve lo cósmico.

– Uno puede estar mirando las estrellas y al mismo tiempo verse la punta de las pestañas -dijo Persio con algún resentimiento-. ¿Por qué cree que le dije hace un rato que el rol era interesante? Precisamente por Mercurio, por el gris, por la abulia de casi todos. Si me interesan otras cosas estaría en lo de Kraft corrigiendo las pruebas de una novela de Hemingway, donde siempre ocurren cosas de gran tamaño.

– De todas maneras -dijo Medrano- estoy lejos de justificar nuestra inacción. No creo que saquemos nada en limpio si insistimos, a menos de incurrir precisamente en los grandes gestos, pero tal vez eso lo echaría todo a perder y la cosa terminaría en un ridículo todavía peor, estilo parto de los montes. Ahí está, Persio: el ridículo. A eso le tenemos miedo, y en eso estriba (le devuelvo su hermosa palabra) la diferencia entre el héroe y el hombre como yo. El ridículo es siempre pequeña escala. La idea de que puedan tomarnos el pelo es demasiado insoportable, por eso la popa está ahí y nosotros de este lado.

– Sí, yo creo que sólo el señor Porrino y yo no temeríamos el ridículo a bordo -dijo Persio-. Y no porque seamos héroes. Pero el resto… Ah, el gris, qué color tan difícil, tan poco lavable…

Era un diálogo absurdo y Medrano se preguntó si todavía habría alguien en el bar; necesitaba un trago. Persio se mostró dispuesto a seguirlo, pero la puerta del bar estaba cerrada y se despidieron con alguna melancolía. Mientras sacaba su llave, Medrano pensó en el color gris y en que había abreviado a propósito su conversación con Persio, como si necesitara estar de nuevo solo. La mano de Claudia en el brazo del sillón… Pero otra vez esa leve molestia en la boca del estómago, esa incomodidad que horas atrás se había llamado Bettina pero que ya no era Bettina, ni Claudia, ni el fracaso de la expedición, aunque era un poco todo eso junto y algo más, algo que resultaba imposible aprehender v que estaba ahí, demasiado cerca y dentro para dejarse reconocer y atrapar.


Al paso locuaz de las señoras, que acudían para nada en especial antes de irse a dormir, siguió la presencia más ponderada del doctor Restelli, que explayó para ilustración de Raúl y López un plan que don Galo y él habían maquinado en hotas vespertinas. La relación social a bordo dejaba un tanto que desear, dado que varias personas apenas habían tenido oportunidad de alternar entre ellas, sin contar que otros tendían a aislarse, por todo lo cual don Galo y el que hablaba habían llegado a la conclusión de que una velada recreativa sería la mejor manera de quebrar el hielo, etcétera. Si López y Raúl prestaban su colaboración, como sin duda la prestarían todos los pasajeros en edad y salud para lucir alguna habilidad especial, la velada tendría gran éxito y el viaje proseguiría dentro de una confraternización más estrecha y más acorde con el carácter argentino, un tanto retraído en un comienzo pero de una expansividad sin límites una vez dado el primer paso.

– Bueno, vea -dijo López, un poco sorprendido-, yo sé hacer unas pruebas con la baraja.

– Excelente, pero excelente, querido colega -dijo el doctor Restelli-. Estas cosas, tan insignificantes en apariencia, tienen la máxima importancia en el orden social. Yo he presidido durante años diversas tertulias, ateneos y cooperadoras, y puedo asegurarles que los juegos de ilusionismo son siempre recibidos con el beneplácito general. Noten ustedes, además, que esta velada de acercamiento espiritual y artístico permitirá disipar las lógicas inquietudes que la infausta nueva de la epidemia haya podido provocar entre el elemento femenino. ¿Y usted, señor Costa, qué puede ofrecernos?

– No tengo la menor idea -dijo Raúl-, pero si me da tiempo para hablar con Paula, ya se nos ocurrirá alguna cosa.

– Notable, notable -dijo el doctor Restelli-. Estoy convencido de que todo saldrá muy bien.

López no lo estaba tanto. Cuando se quedó otra vez solo con Raúl (el barman empezaba a apagar las luces y había que irse a dormir), se decidió a hablar.

– A riesgo de que Paula vuelva a tomarnos el pelo, ¿qué le parecería otro viajecito por las regiones inferiores?

– ¿A esta hora? -dijo sorprendido Raúl.

– Bueno, ahí abajo no parece que el tiempo tenga mayor importancia. Evitaremos testigos y a lo mejor damos con el buen camino. Sería cuestión de probar otra vez el camino que siguieron el chico de Trejo y usted esta tarde. No sé muy bien por donde se baja, pero en todo caso muéstreme la entrada y voy solo.

Raúl lo miró. Este López, qué mal le sentaban las palizas. Lo que le hubiera encantado a Paula escucharlo.

– Lo voy a acompañar con mucho gusto -dijo-. No tengo sueño y a lo mejor nos divertimos. A López se le ocurrió que hubiera sido bueno avisarle a Medrano, pero pensaron que ya estaría en la cama. La puerta del pasadizo seguía sorprendentemente abierta, y bajaron sin encontrar a nadie.

– Ahí descubrí las armas -explicó Raúl-. Y aquí había dos lípidos, uno de ellos de considerables proporciones. Vea, la luz sigue encendida; debe ser una especie de sala de guardia, aunque más parece la trastienda de una tintorería o algo igualmente estrafalario. Ahí va.

Al principio no lo vieron, porque el llamado Orf estaba agachado detrás de una pila de bolsas vacías. Se enderezó lentamente, con un gato negro en brazos, y los mii;ó sin sorpresa pero con algún fastidio, como si no fuera hora de venir a interrumpirlo. Raúl volvió a desconcertarse ante el aspecto del pañol, que tenía algo de camarote y algo de sala de guardia. López se fijó en los mapas hipsométricos que le recordaron sus atlas de infancia, su apasionamiento por los colores y las líneas donde se reflejaba la diversidad del universo, todo eso que no era Buenos Aires.

– Se llama Orf -dijo Raúl, señalándole al marinero-. En general no habla. Hasdala -agregó amablemente, con un gesto de la mano.

Hasdala -dijo Orf-. Les aviso que no pueden quedarse aquí.

– No es tan mudo, che -dijo López, tratando de adivinar la nacionalidad de Orf por el acento y el apellido. Llegó a la conclusión de que era más fácil considerarlo como un lípido a secas.

– Ya nos dijeron lo mismo esta tarde -observó Raúl, sentándose en un banco y sacando la pipa-. ¿Cómo sigue el capitán Smith?

– No sé -dijo Orf, dejando que el gato se bajara por la pierna del pantalón-. Sería mejor que se fueran.

No lo dijo con demasiado énfasis, y acabó sentándose en un taburete. López se había instalado en el borde de una mesa, y estudiaba en detalle los mapas. Había visto la puerta del fondo y se preguntaba si dando un salto podría llegar a abrirla antes que Orf se le cruzara en el camino. Raúl ofreció su tabaquera, y Orf aceptó. Fumaba en una vieja pipa de madera tallada, que recordaba vagamente a una sirena sin incurrir en el error de representarla en detalle.

– ¿Hace mucho que es marino? -preguntó Raúl-. A bordo del Malcolm, quiero decir.

– Dos años. Soy uno de los más nuevos.

Se levantó para encender la pipa con el fósforo que le ofrecía Raúl. En el momento en que López se bajaba de la mesa para ganar el Jado de la puerta, Orf levantó el banco y se le acercó. Raúl se enderezó a su vez porque Orf sujetaba el banco por una de las patas, y ese no era modo de sujetar un banco en circunstancias normales, pero antes de que López pudiera darse cuenta de la amenaza el marinero bajó el banco y lo plantó delante de la puerta, sentándose en él de manera que todo fue como un solo movimiento y tuvo casi el aire de una figura de ballet. López miró la puerta, metió las manos en los bolsillos y giró en dirección de Raúl.

Orders are orders -dijo Raúl, encogiéndose de hombros-. Creo que nuestro amigo Orf es una excelente persona, pero que la amistad acaba allí donde empiezan las puertas, ¿eh, Orf?

– Ustedes insisten, insisten -dijo quejumbrosamente Orf-. No se puede pasar. Harían mucho mejor en…

Aspiró el humo con aire apreciativo.

– Muy buen tabaco, señor. ¿Usted lo compra en la Argentina este tabaco?

– En Buenos Aires lo compro este tabaco -dijo Raúl-. En Florida y Lavalle. Me cuesta un ojo de la cara, pero entiendo que el humo debe ser grato a las narices de Zeus. ¿Qué estaba por aconsejarnos, Orf?

– Nada -dijo Orf, cejijunto.

– Por nuestra amistad -dijo Raúl-. Fíjese que tenemos la intención de venir a visitarlo muy seguido, tanto a usted como a sü colega de la serpiente azul.

– Justamente, Bob… ¿Por qué no se vuelven de su lado? A mí me gusta que vengan -agregó con cierto desconsuelo-. No es por mí, pero si algo pasa…

– No va a pasar nada, Orf, eso es lo malo. Visitas y visitas, y usted con su banquito de tres patas delante de la puerta. Pero por lo menos fumaremos y usted nos hablará del kraken y del holandés errante.

Fastidiado por su fracaso, López escuchaba el diálogo sin ganas. Echó otro vistazo a los mapas, inspeccionó el gramófono portátil (había un disco de Ivor Novello) y miró a Raúl que parecía divertirse bastante y no daba señales de impaciencia. Con un esfuerzo volvió a sentarse al borde de la mesa; quizá hubiera otra posibilidad de llegar por las buenas a la puerta. Orf parecía dispuesto a hablar, aunque seguía en su actitud vigilante.

– Ustedes son pasajeros y no comprenden -dijo Orf-. Por mí no tendría ningún inconveniente en mostrarles… Pero ya bastante nos exponemos Bob y yo. Justamente, por culpa de Bob podría ocurrir que…

– ¿Sí? -dijo Raúl, alentándolo. «Es una pesadilla», pensó López. «No va a terminar ninguna de sus frases, habla como un trapo hecho jirones.»

– Ustedes son mayores y tendrían que tener cuidado con él, porque…

– ¿Con quién?

– Con el muchacho -dijo Orf-. Ese que vino antes con usted.

Raúl dejó de tamborilear sobre el borde del tabúlete.

– No entiendo -dijo-. ¿Qué pasa con el muchachito?

Orf asumió nuevamente un aire afligido y miró hacia la puerta del fondo, como si temiera que lo espiaran.

– En realidad no pasa nada -dijo-. Yo solamente digo que se lo digan… Ninguno de ustedes tiene que venir aquí -acabó, casi rabioso-. Y ahora yo me tengo que ir a dormir; ya es tarde.

– ¿Por qué no se puede pasar por esa puerta? -preguntó López-. ¿Se va a la popa por ahí?

– No, se va a… Bueno, más allá empieza. Ahí hay un camarote. No se puede pasar.

– Vamos -dijo Raúl guardando la pipa-. Tengo bastante por esta noche. Adiós, Orf, hasta pronto.

– Mejor que no vuelvan -dijo Orf-. No es por mí, pero…

En el pasillo, López se preguntó en voz alta qué sentido podían tener esas frases inconexas. Raúl, que lo seguía silbando bajo, resopló impaciente.

– Me empiezo a explicar algunas cosas -dijo-. Lo de la borrachera, por ejemplo. Ya me parecía raro que el barman le hubiera dado tanto alcohol; creí que se mareaba con una copa, pero seguro que tomó más que eso. Y el olor a tabaco… Era tabaco de lípidos, qué joder.

– El pibe habrá querido hacer lo mismo que nosotros -dijo López, amargo-. Al fin y al cabo todos buscamos lucirnos desentrañando el misterio.

– Sí, pero él corre más peligro.

– ¿Le parece? Es chico, pero no tanto.

Raúl guardó silencio. A López, ya en lo alto de la escalerilla, le llamó la atención su cara.

– Dígame una cosa: ¿Por qué no hacemos lo único que queda por hacer con estos tipos?

– ¿Sí? -dijo Raúl, distraído.

– Agarrarlos a trompadas, che. Hace un momento hubiéramos podido llegar a esa puerta.

– Tal vez, pero dudo de la eficacia del sistema, por lo menos a esta altura de las cosas. Orf parece un tipo macanudo y no me veo sujetándolo contra el suelo mientras usted abre la puerta. Qué sé yo, en el fondo no tenemos ningún motivo para proceder de esa manera.

– Sí, eso es lo malo. Hasta mañana, che.

– Hasta mañana -dijo Raúl, como si no hablara con él. López lo vio entrar en su cabina y se volvió por el pasadizo hasta el otro extremo. Se detuvo a mirar el sistema de barras de acero y engranajes, pensando que Raúl estaría en ese mismo instante contándole a Paula la inútil expedición. Podía imaginar muy bien la expresión burlona de Paula. «Ah, López estaba con vos, claro…» Y algún comentario mordaz, alguna reflexión sobre la estupidez de todos. Al mismo tiempo seguía viendo la cara de Raúl cuando había terminado de trepar la escalerilla, una cara de miedo, de preocupación que nada tenía que ver con la popa y con los lípidos. «La verdad, no me extrañaría nada -pensó-. Entonces…» Pero no había que hacerse ilusiones, aunque lo que empezaba a sospechar coincidiera con lo que había dicho Paula. «Ojalá pudiera creerlo», pensó, sintiéndose de golpe muy feliz, ansioso y feliz, esperanzadamente idiota. «Seré el mismo imbécil toda mi vida», se dijo, mirándose con aprecio en el espejo.

Paula no se burlaba de ellos; cómodamente instalada en la cama leía una novela de Massimo Bontempelli y recibió a Raúl con suficiente alegría como para que él, después de llenar un vaso de whisky, se sentara al borde de la cama y le dijera que el aire del mar empezaba a broncearla vistosamente.

– Dentro de tres días seré una diosa escandinava -dijo Paula-. Me alegro de que hayas venido porque necesitaba hablarte de literatura. Desde que nos embarcamos no hablo de literatura con vos, y esto no es vida.

– Dale -se resignó Raúl, un poco distraído-. ¿Nuevas teorías?

– No, nuevas impaciencias. Me está sucediendo algo bastante siniestro, Raulito, y es que cuanto mejor es el libro que leo, más me repugna. Quiero decir que su excelencia literaria me repugna, o sea que me repugna la literatura.

– Eso se arregla dejando de leer.

– No. Porque aquí y allá doy con algún libro que no se puede calificar de gran literatura, y que sin embargo no me da asco. Empiezo a sospechar por qué: porque el autor ha renunciado a los efectos, a la belleza formal, sin por eso incurrir en el periodismo o la monografía disecada. Es difícil explicarlo, yo misma no lo veo nada claro. Creo que hay que marchar hacia un nuevo estilo, que si querés podemos seguir llamando literatura aunque sería más justo cambiarle el nombre por cualquier otro. Ese nuevo estilo sólo podría resultar de una nueva visión del mundo. Pero si un día se alcanza, qué estúpidas nos van a parecer estas novelas que hoy admiramos, llenas de trucos infames, de capítulos y subcapítulos con entradas y salidas bien calculadas…

– Vos sos poeta -dijo Raúl-, y todo poeta es por definición enemigo de la literatura. Pero nosotros, los seres sublunares, todavía encontramos hermoso un capítulo de Henry James o de Juan Carlos Onetti, que por suerte para nosotros no tienen nada de poetas. En el fondo lo que vos le reprochas a las novelas es que te llevan de la punta de la nariz, o más bien que su efecto sobre el lector se cumpla de fuera para dentro, y no al revés como en la poesía. ¿Pero por qué te molesta la parte de fabricación, de truco, que en cambio te parece tan bien en Picasso o en Alban Berg?

– No me parece tan bien; simplemente no me doy cuenta. Si fuera pintora o música, me rebelaría con la misma violencia. Pero no es solamente eso, lo que me desconsuela es la mala calidad de los recursos literarios, su repetición al infinito. Vos dirás que en las artes no hay progreso, pero es casi cuestión de lamentarlo. Cuando comparas el tratamiento de un tema por un escritor antiguo y uno moderno, te das cuenta de que por lo menos en la parte retórica, apenas hay diferencia. Lo más que podemos decir es que somos más perversos, más informados y que tenemos un repertorio mucho más amplio; pero las muletillas son las mismas, las mujeres palidecen o enrojecen, cosa que jamás ocurre en la realidad (yo a veces me pongo un poco verde, es cierto, y vos colorado), y los hombres actúan y piensan y contestan con arreglo a una especie de manual universal de instrucciones que tanto se aplica a una novela india como a un best-seller yanqui. ¿Me entendés mejor, ahora? Hablo de las formas exteriores, pero si las denuncio es porque esa repetición prueba la esterilidad central, el juego de variaciones en torno a un pobre tema, como ese bodrio de Hindemith sobre un tema de Weber que escuchamos en una hora aciaga, pobres de nosotros.

Aliviada, se estiró en la cama y apoyó una mano en la rodilla de Raúl.

– Tenes mala cara, hijito. Contale a mamá Paula.

– Oh, yo estoy muy bien -dijo Raúl-. Peor cara tiene nuestro amigo López después de lo mal que lo trataste.

– El, vos y Medrano se lo merecían -dijo Paula-. Se portan como estúpidos, y el único sensato es Lucio. Supongo que no necesito explicarte que…

– Por supuesto, pero López debió creer que realmente tomabas partido por la causa del orden y el laissez faire. Le ha caído bastante mal, sos un arquetipo, su Freya, su Walkyria, y mira en io que terminas. Hablando de terminar, seguro que Lucio terminará en la municipalidad o al frente de una sociedad de dadores de sangre, está escrito. Qué pobre tipo, madre mía.

– ¿Así que Jamaica John anda cabizbajo? Mi pobre pirata de capa caída… Sabés, me gusta mucho Jamaica John. No te extrañes de que lo trate muy mal. Necesito…

– Ah, no empeces con el catálogo de tus exigencias-dijo Raúl, terminando su whisky-. Ya te he visto arruinar demasiadas mayonesas en la vida por echarles la sal o el limón a destiempo. Y además me importa un corno lo que te parece López y lo que necesitas descubrir en él.

Monsieur est faché?

– No, pero sos más sensata hablando de literatura que de sentimientos, cosa bastante frecuente en las mujeres. Ya sé, me vas a decir que eso prueba que no las conozco. Ahórrate el comentario.

Je ne te le fais pas dire, mon petit. Pero a lo mejor tenes razón. Dame un trago de esa porquería.

– Mañana vas a tener la lengua cubierta de sarro. El whisky te hace un mal horrible a esta hora, y además cuesta muy caro y no tengo más que cuatro botellas.

– Dame un poco, infecto murciélago.

– Anda a buscarlo vos misma.

– Estoy desnuda.

– ¿Y qué?

Paula lo miró y sonrió.

– Y qué -dijo, encogiendo las piernas y sacando los pies de la sábana. Tanteó hasta encontrar las pantuflas, mientras Raúl la miraba fastidiado. Enderezándose de un brinco, le tiró la sábana a la cara y caminó hasta la repisa donde estaban las botellas. Su espalda se recortaba en la penumbra de la cabina.

– Tenes lindas nalgas -dijo Raúl, librándose de la sábana- Te vas salvando de la celulitis hasta ahora. ¿A ver de frente?

– De frente te va a interesar menos -dijo Paula con la voz que lo enfurecía. Echó whisky en un vaso grande y fue al cuarto de baño para agregarle agua. Voivió caminando lentamente. Raúl la miró en los ojos, y después bajó la vista, la paseó por los senos y el vientre. Sabía lo que iba a ocurrir y estaba preparado, eí bofetón le sacudió la cara y casi al mismo tiempo oyó el primer sollozo de Paula y el ruido apagado del vaso cayendo sin romperse sobre la alfombra.

– No se va a poder respirar en toda la noche -dijo Raúl-. Hubieras hecho mejor en bebértelo, después de todo tengo Alka-Seltzer.

Se inclinó sobre Paula, que lloraba tendida boca abajo en la cama. Le acarició un hombro, después el apenas visible omoplato, sus dedos siguieron por el fino hueco central y se detuvieron al borde de la grupa. Cerró los ojos para ver mejor la imagen que quería ver.

«…que te quiere, Nora.» Se quedó mirando su propia firma, después dobló rápidamente el pliego, escribió el sobre y cerró la carta. Sentado en la cama, Lucio trataba de interesarse en un número del Reader's Digest.

– Es muy tarde -dijo Lucio-. ¿No te acostás?

Nora no contestó. Dejando la carta sobre la mesa tomó algunas ropas y entró en el baño. El ruido de la ducha le pareció interminable a Lucio, que procuraba enterarse de los problemas de conciencia de un aviador de Milwaukee convertido al anabaptismo en plena batalla. Decidió renunciar y acostarse, pero antes tenía que esperar turno para lavarse, a menos que… Apretando los dientes fue hasta la puerta y movió el picaporte sin resultado.

«-¿No podes abrir? -preguntó con el tono más natural posible.

– No, no puedo -repuso la voz de Nora.

– ¿Por qué?

– Porque no. Salgo en seguida.

– Abrí, te digo.

Nora no contestó. Lucio se puso el piyama, colgó su ropa, ordenó las zapatillas y los zapatos. Nora entró con una toalla convertida en turbante, el rostro un poco encendido.

Lucio notó que se había puesto el camisón en el baño. Sentándose frente al espejo, empezó a secarse el pelo, a cepillarlo con movimientos interminables.

– Francamente yo quisiera saber lo que te pasa -dijo Lucio, afirmando la voz-. ¿Te enojaste porque salí a dar una vuelta con esa chica? Vos también podías venir, si querías.

Arriba, abajo, arriba, abajo. El pelo de Nora empezaba a brillar poco a poco.

– ¿Tan poca confianza me tenes, entonces? ¿O te pensás que yo quería flirtear con ella? Estás enojada por eso, ¿verdad? No tenes ninguna otra razón, que yo sepa. Pero habla, habla de una vez. ¿No te gustó que saliera con esa chica?

Nora puso el cepillo sobre la cómoda. A Lucio le dio la impresión de estar muy cansada, sin fuerzas para hablar.

– A lo mejor no te sentís bien -dijo, cambiando de tono, buscando una apertura-. No estás enojada conmigo, ¿verdad? Ya ves que volví en seguida. ¿Qué tenía de malo, al fin y al cabo?

– Parecería que tuviera algo de malo -dijo Nora en voz baja-. Te defendés de una manera…

– Porque quiero que comprendas que con esa chica…

– Deja en paz a esa chica, que por lo demás me parece una desvergonzada.

– Entonces, ¿por qué estás enojada conmigo?

– Porque me mentís -dijo Nora bruscamente-. Y porque esta noche dijiste cosas que me dieron asco.

Lucio tiró ei cigarrillo y se le acercó. En el espejo su cara era casi cómica, un verdadero actor representando al hombre indignado u ofendido.

– ¿Pero qué dije yo? ¿Entonces a vos también se te está contagiando la tilinguería de los otros? ¿Querés que todo se vaya al tacho?

– No quiero nada. Me duele que te callaste lo que ocurrió por la tarde.

– Me lo olvidé, eso es todo. Me pareció idiota que se estuvieran haciendo los compadres por algo que está perfectamente claro. Van a arruinar el viaje, te lo digo yo. Lo van a echar a perder con sus pelotudeces de chiquitines.

– Podrías ahorrarte esas palabrotas.

– Ah, claro, me olvidaba que la señora no puede oír esas cosas.

– Lo que no puedo soportar es la vulgaridad y las mentiras.

– ¿Yo te he mentido?

– Te callaste lo de esta tarde, y es lo mismo. A menos que no me consideres bastante crecida para enterarme de tus andanzas por el barco.

– Pero, querida, si no tenía importancia. Fue una estupidez de López y los otros, me metieron en un baile que no me interesa y se lo dije bien claro.

– No me parece que fuera tan claro. Los que hablan claro son ellos, y yo tengo miedo. Igual que vos, pero no lo ando disimulando.

– ¿Yo, miedo? Si te referís a lo del tifus doscientos y pico… Precisamente, lo que sostengo es que hay que quedarse de este lado y no meterse en líos.

– Ellos no creen que sea el tifus -dijo Nora-, pero lo mismo están inquietos y no lo disimulan como vos. Por lo menos ponen las cartas sobre la mesa, tratan de hacer algo.

Lucio suspiró aliviado. A esa altura todo se pulverizaba, perdía peso y gravedad. Acercó una mano al hombro de Nora, se inclinó para besarla en el pelo.

– Qué tonta sos, qué linda y qué tonta -dijo-. Yo que hago lo posible por no afligirte…

– No fue por eso que te callaste lo de esta tarde.

– Sí, fue por eso. ¿Por qué otra cosa iba a ser?

– Porque te daba vergüenza -dijo Nora, levantándose y yendo hacia su cama-. Y ahora también tenes vergüenza y en el bar estabas que no sabías dónde meterte. Vergüenza, sí.

Entonces no era tan fácil. Lucio lamentó la caricia y el beso. Nora le daba resueltamente la espalda, su cuerpo bajo la sábana era una pequeña muralla hostil, llena de irregularidades; pendientes y crestas, rematando en un bosque de pelo húmedo en la almohada. Una muralla entre él y ella. Su cuerpo, una muralla silenciosa e inmóvil.

Cuando volvió del baño, oliendo a dentífrico, Nora había apagado la luz sin cambiar de postura. Lucio se acercó, apoyó una rodilla en el borde de la cama y apartó la sábana. Nora se incor poro bruscamente.

– No quiero, Andate a tu cama. Déjame dormir.

– Oh, vamos -dijo él, sujetándola del hombro.

– Déjame, te digo. Quiero dormir.

– Bueno, te dejo dormir, pero a tu lado.

– No, tengo calor. Quiero estar sola, sola.

– ¿Tan enojada estás? -dijo él con la voz con que se habla a los niños-. ¿Tan enojada está esa nenita sonsa?

– Sí -dijo Nora, cerrando los ojos como para borrarlo-. Déjame dormir.

Lucio se enderezó.

– Estás celosa, eso es lo que te pasa -dijo, alejándose-. Te da rabia que salí con Paula a la cubierta. Sos vos la que me ha estado mintiendo todo el tiempo.

Pero ya no le contestaban, quizá ni siquiera lo oían.

F

– No, no creo que mi frente de ataque sea más claro que un número de cincuenta y ocho cifras o uno de esos portulanos que llevaban las naves a catástrofes acuáticas. Se complica por un irresistible calidoscopio de vocabulario, palabras como mástiles, con mayúsculas que son velámenes furiosos. Samsara, por ejemplo: la digo y me tiemblan de golpe todos los dedos de los pies, y no es que me tiemblen de golpe todos los dedos de los pies ni que el pobre barco que me lleva como un mascarón de proa más gratuito que bien tallado, oscile y trepide bajo los golpes del Tridente. Samsara, debajo se me hunde lo sólido, Samsara, el humo y el vapor reemplazan a los elementos, Samsara, obra de la gran ilusión, hijo y nieto de Mahamaya…

Así van saliendo, perras hambrientas y alzadas, con sus mayúsculas como columnas henchidas con la gravidez más que espléndida de los capiteles historiados. ¿Cómo dirigirme al pequeño, a su madre, a estos hombres de argentino silencio, y decirles, hablarles del frente que se me faceta y esparce como un diamante derretido en medio de una fría batalla de copos de nieve? Me darían la espalda, se marcharían, y si optara por escribirles, porque a veces pienso en las virtudes de un manuscrito prolijo y alquitarado, resumen de largos equinoccios de meditación, arrojarían mis enunciaciones con el mismo desconcierto que los induce a la prosa, al interés, a lo explícito, al periodismo con sus muchos disfraces. ¡Monólogo, sola tarea para un alma inmersa en lo múltiple! ¡Qué vida de perro!

(Pirueta petulante de Persio bajo las estrellas.)

– Finalmente uno no puede interrumpirles la digestión de un plato de pescado con dialécticas, con antropologías, con la narración inconcebible de Cosmas Indicopleustes, con libros fulgurales, con la mántica desesperada que me ofrece allá arriba sus ideogramas ardientes. Si yo mismo, como una cucaracha a medias aplastada, corro con la mitad de mis patas de un tablón a otro, me estrello en la vertiginosa altura de una pequeña astilla nacida del choque de un clavo del zapato de Presutti contra un nudo de la madera… ¡Y sin embango empiezo a entender, es algo que se parece demasiado al temblor, empiezo a ver, es menos que un sabor de polvo, empiezo a empezar, corro hacia atrás, me vuelvo! Volverse, sí, ahí duermen las respuestas su vida larval, su noche primera. Cuántas veces en el auto de Lewbaum, malgastando un fin de semana en las llanuras bonaerenses, he sentido que debía hacerme coser en una bolsa y que me arrojaran a la banquina, a la altura de Bolívar o de Pergamino, cerca de Cashas o de Mercedes, en cualquier lugar con lechuzas en los palos del alambrado, con caballos lamentables buscando un pasto hurtado por el otoño. En vez de aceptar el toffee que Jorge se empecinaba en ponerme en los bolsillos, en vez de ser feliz junto a la majestad sencilla y cobijada de Claudia, hubiera debido abandonarme a la noche pampeana, como aquí esta noche en un mar ajeno y receloso, tenderme boca arriba para que la sábana encendida del cielo me tapara hasta la boca, y dejar que los jugos de abajo y de arriba me agusanaran acompasadamente, payaso enharinado que es la verdad de la carpa tendida sobre sus cascabeles, carroña de vaca que vuelve maldito el aire en trescientos metros a la redonda, maldito de fehacencia, maldito de verdad, maldito solamente para los malditos que se tapan la nariz con el gesto de la virtud y corren a refugiarse en su Plymouth o en el recuerdo de sus grabaciones de Sir Thomas Beecham, ¡oh imbéciles inteligentes, oh pobres amigos!


(La noche se quiebra por un segundo al paso de una estrella errante, y también por un segundo el Malcolm crece en velas y gavias, en aparejos desusados, tiembla también él como si un viento diferente lo corneara de lado, y Persio alzado hacia el horizonte olvida el radar y las telecomunicaciones, cae en una entrevisión de bergantines y fragatas, de carabelas turcas, saicas grecorromanas, polacras venecianas, urcas de Holanda, síndalos tunecinos y galeotas toscanas, antes producto de Pío Baroja y largas horas de hastío en Kraft hacia las cuatro de la tarde, que de un conocimiento verdadero del sentido de esos nombres arborescentes.)


¿Por qué tanta aglomeración confusa en la que no sé distinguir la verdad del recuerdo, los nombres de las presencias? Horror de la ecolalia, del inane retruécano. Pero con el hablar de todos los días sólo se llega a una mesa cargada de vituallas, a un encuentro con el shampoo o la navaja, a la rumia de un editorial sesudo, a un programa de acción y de reflexión que este papel de lija incendiado sobre mi cabeza reduce a menos que ceniza. Tapado por los yuyos de la pampa hubiera debido estarme largas horas prestando oído al correr del peludo o a la germinación laboriosa de la cinacina. Dulces y tontas palabras folklóricas, prefacio inconsistente de toda sacralidad, cómo me acarician la lengua con patas engomadas, crecen a la manera de la madreselva profunda, me libran poco a poco el acceso a la Noche verdadera, lejos de aquí y contigua, aboliendo lo que va de la pampa al mar austral, Argentina mía allá en el fondo de este telón fosforescente, calles apagadas cuando no siniestras de Chacarita, rodar de colectivos envenenados de color y estampas! Todo me une porque todo me lacera, Túpac Amáru cósmico, ridículo, babeando palabras que aun en mi oído irreductible parecen inspiradas por La Prensa de los domingos o por alguna disertación del doctor Restelli, profesor de enseñanza secundaria. Pero crucificado en la pampa, boca arriba contra el silencio de millones de gatos lúcidos mirándome desde el reguero lácteo que beben impasibles, hubiera accedido acaso a lo que me hurtaban las lecturas, comprendido de golpe los sentidos segundos y terceros ie tanta guía telefónica, del ferrocarril que didácticamente esgrimí ayer para ilustración del comprensible Medrano, y por qué el paraguas se me rompe siempre por la izquierda, y esa delirante búsqueda de medias exclusivametne gris perla o rojo bordeaux. Del saber al entender o del entender al saber, ruta incierta que titubeante columbro desde vocabularios anacrónicos, meditaciones periclitadas, vocaciones obsoletas, asombro de mis jefes e irrisión de los ascensoristas. No importa, Persio continúa, Persio es este átomo desconsolado al borde de la vereda, descontento de las leyes circulatorias, esta pequeña rebelión por donde empieza el catafalco de la bomba H, proemio al hongo que deleita a los habitúes de la calle Florida y la pantalla de plata. He visto la tierra americana en sus horas más próximas a la confidencia última, he trepado a pie por los cerros de Uspallata, he dormido con una toalla empapada sobre la cara, cruzando el Chaco, me he tirado del tren en Pampa del Infierno para sentir la frescura de la tierra a medianoche. Conozco los olores de la calle Paraguay, y también Godoy Cruz de Mendoza, donde la brújula del vino corre entre gatos muertos y cascos de cemento armado. Hubiera debido mascar coca en cada rumbo, exacerbar las solitarias esperanzas que la costumbre relega al fondo de los sueños, sentir crecer en mi cuerpo la tercera mano, esa que espera para asir el tiempo y darlo vuelta, porque en alguna parte ha de estar esa tercera mano que a veces fulminante se insinúa en una instancia de poesía, en un golpe de pincel, en un suicidio, en una santidad, y que el prestigio y la fama mutilan inmediatamente y sustituyen por vistosas razones, esa tarea de picapedrero leproso que llaman explicar y fundamentar. Ah, en algún bolsillo invisible siento que se cierra y se abre la tercera mano, con ella quisiera acariciarte, hermosa noche, desollar dulcemente los nombres y las fechas que están tapando poco a poco el sol, el sol que una vez se enfermó en Egipto hasta quedarse ciego, y necesitó de un dios que lo curara… ¿Pero cómo explicar esto a mis cantaradas pasajeros, a mí mismo, si a cada minuto me miro en un espejo de sorna y me invito a volver a la cabina donde me espera un vaso de agua fresca y la almohada, el inmenso campo blanco donde galoparán los sueños? ¿Cómo entrever la tercera mano sin ser ya uno con la poesía, esa traición de palabras al acecho, esa proxeneta de la hermosura, de la eufonía, de los finales felices, de tanta prostitución encuadernada en tela y explicada en los institutos de estilística? No, no quiero poesía inteligible a bordo, ni tampoco voodoo o ritos iniciáticos. Otra cosa más inmediata, menos copulable por la palabra, algo libre de tradición para que por fin lo que toda tradición enmascara surja como un alfanje de plutonio a través de un biombo lleno de historias pintadas. Tirado en la alfalfa pude ingresar en ese orden, aprender sus formas, porque no serán palabras sino ritmos puros, dibujos en lo más sensible de la palma de la tercera mano, arquetipos radiantes, cuerpos sin peso donde se sostiene la gravedad y bulle dulcemente el germen de la gracia. Algo se me acerca cada vez más, pero yo retrocedo, no sé reconciliarme con mi sombra; quizá si encontrara la manera de decir algo de esto a Claudia, a los alegres jóvenes que corren hacia juegos incalculables, las palabras serían antorchas de pasaje, y aquí mismo, no ya en la planicie donde traicioné mi deber al rehusarle mi abrazo en plena tierra labrantía, aquí mismo la tercera mano deshojaría en la hora más grave un primer reloj de eternidad, un encuentro comparable al golpe de un fuego de San Telmo en una sábana tendida a secar. ¡Pero soy como ellos, somos triviales, somos metafísicos mucho antes de ser físicos, corremos delante de las preguntas para que sus colmillos no nos rompan los pantalones, y así se inventa el fútbol, así se es radical o subteniente o corrector en Kraft, incalculable felonía! Medrano es quizá el único que lo sabe: somos triviales y lo pagamos con felicidad o con desgracia, la felicidad de la marmota envuelta en grasa la sigilosa desgracia de Raúl Costa que aprieta contra su piyama negro un cisne de ceniza, y hasta cuando nacemos para preguntar y otear las respuestas, algo infinitamente desconcertante que hay en la levadura del pan argentino, en el color de los billetes ferroviarios o la cantidad de calcio de sus aguas, nos precipitan como desaforados en el drama total, saltamos sobre la mesa para danzar la danza de Shiva con un enorme lingam a plena mano, o corremos el amok del tiro en la cabeza o el gas de alumbrado, apestados de metafísica sin rumbo, de problemas inexistentes, de supuestas invisibilidades que cómodamente cortinan de humo el hueco central, la estatua sin cabeza, sin brazos, sin lingam y sin yoni, la apariencia, la cómoda pertenencia, la sucia apetencia, la pura rima al infinito donde también caben la ciencia y la conciencia. ¿Por qué no defenestrar antes que nada el peso venenoso de una historia de papel de obra, negarse a la conmemoración, pesarse el corazón en una balanza de lágrimas y ayuno? Oh, Argentina, ¿por qué ese miedo al miedo, ese vacío para disimular el vacío? En vez del juicio de los muertos, ilustre de papiros, ¿por qué no nuestro juicio de los vivos, la cabeza que se rompe contra la pirámide de Mayo para que al fin la tercera mano nazca con un hacha de diamante y de pan, su flor de tiempo nuevo, su mañana de lustración y coalescencia0 ¿Quién es ese hijo de puta que habla de laureles que supimos conseguir? ¿Nosotros, nosotros conseguimos los laureles? ¿Pero és posible que seamos tan canallas?

– No, no creo que mi frente de ataque sea más claro que un número de cincuenta y ocho cifras, o uno de esos portulanos que llevaban las naves a catástrofes acuáticas. Se complica por un irresistible calidoscopio de vocabulario, palabras como mástiles, con mayúsculas…

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