EPILOGO

XLIV

A las once y media empezó a hacer calor y Lucio, cansado de tomar sol y explicar a Nora una cantidad de cosas que Nora no parecía considerar como irrefutables, optó por subir a darse una ducha. Estaba harto de hablar cara al sol, maldiciendo a los que habían estropeado el viaje; harto de preguntarse qué iba a ocurrir y por qué se hablaba de preparar los equipajes. La respuesta lo alcanzó cuando subía la escalerilla de estribor: un zumbido imperceptible, una mancha en el cielo, una segunds mancha. Los dos hidroaviones Catalina giraron sobre el Malcolm un par de veces antes de amerizar a cien metros. Solo en la punta de la proa, Felipe los miró sin interés, perdido en un semisueño que la Beba atribuía malignamente al alcohol.

La sirena del Malcolm sonó tres veces, y se vio brillar un heliógrafo a bordo de uno de los hidroaviones. Tirados en sus reposeras, López y Paula miraron alejarse una chalupa en cuya proa iba un glúcido gordo. El tiempo parecía alargarse indefinidamente a esa hora, la chalupa tardó en llegar al costado de uno de los hidroaviones, vieron que el glúcido trepaba al ala y desaparecía.

– Ayúdame a hacer las valijas -pidió Paula-. Tengo todo tirado por el suelo.

– Bueno, pero es que estamos tan bien aquí.

– Quedémonos -dijo Taula, cerrando los ojos.

Cuando volvieron a interesarse por lo que pasaba, la chalupa se desprendía del hidroavión con varios hombres a bordo. Desperezándose, López consideró llegado el momento de poner sus cosas en orden, pero antes de subir estuvieron un momento apoyados en la borda, cerca de Felipe, y reconocieron la silueta y el traje azul oscuro del que venía hablando animadamente con el glúcido gordo. Era el inspector de la Dirección de Fomento.


Media hora después, el maître y el mozo recorrieron las cabinas y la cubierta para convocar a los pasajeros en el bar, donde el inspector los esperaba acompañado del glúcido de pelo gris. El doctor Restelli llegó el primero, respirando un optimismo que su forzada sonrisa desmentía. En el intervalo había conferenciado con el señor Trejo, Lucio y don Galo, cambiando ideas sobre la mejor manera de presentar las cosas (en caso de que se abriera una información sumaria o se pretendiera dar por terminado el crucero al cual todos, salvo los revoltosos, tenían pleno derecho). Las señoras arribaron con sus mejores saludos y sonrisas, ensayando unos: «¡Cómo! ¿Usted por aquí? ¡Qué sorpresa!», que el inspector contestó estirando levemente los labios y levantando la mano derecha con la palma hacia adelante.

– Ya estamos todos, creo -dijo, mirando el maître que pasaba revista. Se hizo un gran silencio, en medio del cual el fósforo que frotaba Raúl restalló con fuerza.

– Buenos días, señoras y señores.-dijo el inspector-. Está de más que les señale cuánto lamenta la Dirección los inconvenientes producidos. El radiograma enviado por el capitán del Malcolm era de un carácter tan urgente que, como pueden ustedes apreciar, la Dirección no trepidó en movilizar inmediatamente los recursos más eficaces.

– El radiograma lo mandamos nosotros -dijo Raúl-. Para ser exacto, lo mandó el hombre que asesinaron ésos.

El inspector miraba la punta del dedo de Raúl, que señalaba al glúcido. El glúcido se pasó la mano por el pelo. Sacando un silbato, el inspector sopló dos veces. Entraron tres jóvenes con unifor me de la policía de la capital, marcadamente incongruente en esa latitud y en ese bar.

– Les agradeceré que me dejen terminar lo que he venido a comunicarles -dijo el inspector, mientras los policías se situaban, detrás de los pasajeros-. Es muy lamentable que la epidemia estallara una vez que el barco había salido de la rada de Buenos Aires. Nos consta que la oficialidad del MalcQlm tomó todas las medidas necesarias para proteger la salud de ustedes, forzándolos incluso a una disciplina un tanto molesta, pero que se imponía necesariamente.

– Exacto -dijo don Galo-. Todo eso, perfecto. Lo dije desde el primer momento. Ahora permítame usted, estimado señor…

– Permítame usted -dijo el inspector-. A pesar de esas precauciones, hubo dos alarmas, la segunda de las cuales obligó al capitán a telegrafiar a Buenos Aires. El primer caso no pasó por fortuna de una falsa alarma, y el médico de a bordo ya ha dado de alta al enfermito; pero el segundo, provocado por la imprudencia de la víctima, que franqueó indebidamente las barreras sanitarias y llegó hasta la zona contaminada, ha sido fatal. El señor… -consultó una libreta, mientras crecían los murmullos-. El señor Medrano, eso es. Muy lamentable, ciertamente. Permítanme, señores. ¡Silencio! Permítanme. En estas circunstancias, y luego de conferenciar con el capitán y el médico, se ha lfegado a la conclusión de que la presencia de ustedes a bordo del Malcolm resulta peligrosa para la salud de todos. La epidemia, aunque en curso de desaparición, podría tener un nuevo brote de este lado, máxime cuando el caso fatal ha llegado a su desenlace en una de las cabinas de proa. Por todo ello, señoras y señores, les ruego se preparen a embarcarse en los aviones dentro de un cuarto de hora. Muchas gracias.

– ¿Y por qué embarcarse en los aviones? -gritó don Galo, empujando su silla para acercarse al inspector-. ¿Pero entonces es cierto lo de la epidemia?

– Mi querido don Galo, claro que es cierto -dijo el doctor Restelli, adelantándose vivamente-. Me sorprende usted, querido amigo. Nadie ha dudado un solo momento de que la oficialidad luchaba contra un brote del tifus 224, usted lo sabe muy bien. Señor inspector, no se trata en realidad de eso, pues todos estamos de acuerdo, sino de la oportunidad de la medida, digamos un tanto drástica, que proyecta usted tomar. Lejos de mí pretender hacer valer el derecho que como agraciado me corresponde, pero al mismo tiempo lo insto a que reflexione sobre la posible precipitación de un acto que…

– Vea, Restelli, déjese de macanas -dijo López, zafándose del brazo de Paula y de sus pellizcos conminatorios-. Usted y todos los demás saben perfectamente que a Medrano lo han matado a tiros los del barco. Qué tifus ni qué carajo, che. Y usted escúcheme un momento. Maldito lo que me importa volver a Buenos Aires después de las que hemos pasado aquí, pero no pienso permitir que se mienta en esa forma.

– Cállese, señor -dijo uno de los policías.

– No me da la gana. Tengo testigos y pruebas de lo que digo. Y lo único que lamento es no haber estado con Medrano para bajar a tiros media docena de esos hijos de puta.

El inspector levantó la mano.

– Pues bien, señores, no quería verme obligado a señalarles la alternativa que se plantea en caso de que alguno de ustedes, perdida la noción de la realidad por razones amistosas o por lo que sea, insista en desvirtuar el origen de los hechos. Créanme que lamentaría verme precisado a desembarcar a ustedes en… digamos, alguna zona aislada, y retenerlos allí hasta que se serenaran los ánimos, y pudiera darse un curso normal a ia información.

– A mí me puede desembarcar donde se te antoje -dijo López-. Medrano fue asesinado por ésos. Míreme la cara. ¿Le parece que también esto es tifus?

– Ustedes decidirán -dijo el inspector, dirigiéndose sobre todo al señor Trejo y a don Galo-. No quisiera verme obligado a internarlos, pero si se obstinan en falsear hechos que han sido verificados por las personas más irreprochables.

– No diga macanas -dijo Raúl-. ¿Por qué no bajamos juntos, usted y yo, a echarle una ojeada al muerto?

– Oh, el cuerpo ya ha sido retirado del barco -dijo el inspector-. Usted comprende que se trata de una medida higiénica elemental. Señores, les ruego que reflexionen. Podemos estar todos de vuelta en Buenos Aires dentro de cuatro horas. Una vez allá, y firmadas las declaraciones que redactaremos de común acuerdo, no tengan la menor duda de que la dirección se ocupará de indemnizarlos debidamente, pues nadie olvida que este viaje correspondía a un premio, y que el hecho de haberse malogrado no es óbice.

– Lindo fin de frase -dijo Paula.

El señor Trejo carraspeó, miró a su esposa, y se decidió a hablar,

– Yo pregunto, señor inspector… Puesto que, como usted lo señala, el cuerpo ha sido retirado del barco, y a la vez el brote tífico está en franca regresión, ¿no ha pensado en la posibilidad de que…?

– Pero claro, hombre -dijo don Galo-. ¿Qué razón hay para que los que estemos de acuerdo… digo tlaramente, los que estemos de acuerdo… prosigamos este viaje?

Todos hablaban a un tiempo, las voces de las señoras superaban las incómodas tentativas de los policías por imponer silencio. Raúl notó que el inspector sonreía satisfecho, y que hacía una seña a los policías para que no intervinieran. «Dividir para reinar -pensó, apoyándose en un tabique y fumando sin placer-. ¿Por qué no? Lo mismo da quedarse que irse, seguir que volver. Pobre López, empecinado en hacer brillar la verdad. Pero Medrano estaría contento si pudiera enterarse; vaya lío el que ha armado…» Sonrió a Claudia, que asistía como desde muy lejos a la escena, mientras el doctor Restelli explicaba que algunos lamentables excesos no debían gravitar sobre el bien ganado descanso de la mayoría de los pasajeros, por lo cual confiaba en que el señor inspector… Pero el señor inspector volvía a levantar la mano con la palma hacia adelante, hasta lograr un relativo silencio.

– Comprendo muy bien el punto de vista de estos señores -dijo-. Sin embargo, el capitán y la oficialidad han estimado que dadas las circunstancias, el brote, etcétera… En una palabra, señores; volvemos todos a Buenos Aires o me veo precisado, con gran dolor de mi alma, a ordenar una internación temporaria hasta que se disipen los malentendidos. Observen ustedes que la amenaza del tifus bastaría para justificar tan extrema medida.

– Ahí está -dijo don Galo, volviéndose como un basilisco hacia López y Atilio-. Ese es el resultado de la anarquía y de la prepotencia. Lo dije desde que subí a bordo. Ahora pagarán justos por pecadores, cono. ¿Y esos hidroaviones son seguros o qué?

– ¡Nada de hidroaviones! -gritó la señora de Trejo, sostenida por un murmullo predominantemente femenino-. ¿Por qué no hemos de seguir el viaje, vamos a ver?

– El viaje ha terminado, señora -dijo el inspector.

– ¡Osvaldo, y vos vas a tolerar esto!

– Hijita-dijo el señor Trejo, suspirando.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo don Galo-. Se toma el hidroavión y se acabó, con tal que io se hable más de internaciones y otras pajolerías

– En efecto -dijo el doctor Restelli, mirando de reojo a López-, dadas las circunstancias, si lográramos la unanimidad a que nos invita el señor inspector…

López sentía entre asco y lástima. Estaba tan cansado que la lástima podía más.

– Por mí no se preocupe, che -le dijo a Restelli-. No tengo inconveniente en volver a Buenos Aires, y allá nos explicaremos.

– Justamente -dijo el inspector-. La Dirección tiene que tener la seguridad de que ninguno de. ustedes aprovechará su regreso para difundir especies.

– Entonces -dijo López- la Dirección está bien arreglada.

– Señor mío, su insistencia… -dijo el inspector-. Créame, si no tengo la seguridad previa de que renunciarán ustedes a tergiversar, sí, a tergiversar de esa manera la verdad, me veré precisado a hacer lo que dije antes.

– No faltaría más que eso -dijo don Galo-. Primero tres días con el alma en un hilo, y después vaya a saber cuánto tiempo metidos en el culo del mundo. No, no y no. ¡A Buenos Aires, a Buenos Aires!

– Pero claro -dijo el señor Trejo-. Es intolerable.

– Analicemos la situación con calma -pidió el doctor Restelli.

– La situación es muy sencilla -dijo el señor Trejo-. Puesto que el señor inspector considera que no es posible continuar el viaje… -miró a su esposa, lívida de rabia, e hizo un gesto de impotencia-…entendemos que lo más lógico y natural es regresar en seguida a Buenos Aires y reintegrarnos en… en…

– A -dijo Raúl-. Reintegrarnos a…

– Por mi parte no hay inconveniente en que ustedes se reintegren -dijo el inspector-, siempre que firmen la declaración que se preparará oportunamente.

– Mi declaración la redactaré yo hasta la última coma -dijo López.

– No serás el único -dijo Paula, sintiéndose un poco ridicula a fuerza de virtud.

– Claro que no -dijo Raúl-. Seremos por lo menos cinco. Y eso es más de una cuarta parte del pasaje, cosa no despreciable en una democracia.

– No me vengan con política, por favor -dijo el inspector.

El glúcido se pasó la mano por el pelo y empezó a hablarle en voz baja, mientras el inspector escuchaba deferente.

Raúl se volvió hacia Paula.

– Telepatía, querida. Le está diciendo que la Magenta Star se opone al truco de la internación parcial, porque a la larga el escándalo será más grande. No nos llevarán a Ushuaia, verás, ni siquiera eso. Me alegro porque no traje ropa de invierno. Fíjate bien y verás cómo tengo razón.

La tenía, porque el inspector volvió a levantar la mano con su gesto que hacía pensar incongruentemente en un pingüino, y declaró con fuerza que si no se lograba la unanimidad se vería forzado a internar a todos los pasajeros sin excepción. Los hidroaviones no podían separarse, etc.; agregó otras vistosas razones técnicas. Calló, esperando los resultados de la vieja máxima que Raúl había sospechado un rato antes, y no tuvo que esperar mucho. El doctor Restelli miró a don Galo, que miró a la señora de Trejo, que miró a su marido. Un polígono de miradas, un rebote instantáneo. Orador, don Galo Porriño.

– Verá usted, señor mío -dijo don Galo, haciendo oscilar la silla de ruedas-. No es cosa que por la contumacia y el emperramiento de estos jóvenes currutacos nos veamos los más ponderados y bien pensantes trasladados quién sabe adonde, sin contar que más tarde la calumnia se enseñará con nosotros, pues bien me conozco yo este mundo. Si usted nos dice que la… que el accidente, ha sido provocado por esa epidemia de la puñeta, personalmente creo que no hay razones para dudar de su palabra de funcionario. Nada me sorprendería que la reyerta de esta madrugada haya sido, como quien dice, más ruido que nueces. La verdad es que ninguno de nosotros -acentuó la última palabra- ha podido ver al… al malogrado caballero, que gozaba por lo demás de toda nuestra simpatía a pesar de sus torpezas de última hora.

Hizo girar la silla un cuarto de círculo y miró triunfalmente a López y a Raúl.

– Repito: nadie lo ha visto, porque esos señores, ayudados por el forajido que se atrevió a encerrarnos anoche en el bar -y observen ustedes el peso que tiene esa incalificable tropelía cuando se la considera a la luz de lo que estamos diciendo-, esos señores, repito, por darles todavía un nombre que no merecen, impidieron a estas damas, movidas por un impulso de caridad cristiana que respeto aunque mis convicciones sean otras, el acceso a la cámara mortuoria. ¿Qué conclusiones, señor inspector, cabe sacar de esto?

Raúl agarró del brazo al Pelusa, que estaba color ladrillo, pero no pudo impedirle que hablara.

– ¿Cómo qué conclusiones, paparulo? ¡Yo lo traje de vuelta, lo traje, con el señor aquí! ¡Le chorreaba la sangre por la tricota!

– Delirio alcohólico, probablemente -murmuró el señor Trejo.

– ¿Y el tiro que le fajé al coso de la popa, entonces? ¡Por qué no le habré pegado en la panza, Dios querido, a ver si también me venían con el tifus!

– No te rompas, Atiliol -dijo Raúl-. La historia ya está escrita.

– Ma qué historia -dijo el Pelusa.

Raúl se encogió de hombros.

El inspector esperaba, sabiendo que otros serían más elocuentes que él. Primero habló el doctor Restelli, modelo de discreción y buen sentido; lo siguió el señor Trejo, vehemente defensor de la causa de la justicia y el orden; don Galo se limitaba a apoyar los discursos con frases llenas de ingenio y oportunidad. En los primeros momentos López se molestó en replicarles y en insistir en que eran unos cobardes, apoyado por las interjecciones y los arrebatos de Atilio y las púas siempre certeras de Raúl. Cuando el asco le quitó hasta las ganas de hablar, les dio la espalda y se fue a un rincón. El grupo de los malditos se reunió en silencio, discretamente vigilado por los policías. El partido de la paz redondeaba sus conclusiones, favorecido por la aprobación de las señoras y 3a sonrisa melancólica del inspector.

XLV

Desde lo alto el Malcolm parecía un fósforo en una palangana. Después de haberse apurado para ocupar un asiento junto a una ventanilla, Felipe 3o miró con indiferencia. El mar perdía todo volumen y relieve, se convertía en una lámina turbia y opaca. Encendió uri cigarrillo y echó una mirada a su alrededor; los respaldos de los asientos eran sorprendentemente bajos. A la izquierda, el otro hidroavión volaba con una perfecta sensación de inmovilidad. El equipaje de los viajeros iba en él y también probablemente… Al subir, Felipe había mirado en todos los huecos de la cabina, esperando descubrir una forma envuelta en una sábana o una lona, más probablemente una lona. Como no vio nada, suponía que lo habían embarcado en el otro avión.

– En fin -dijo la Beba, sentada entre su madre y Felipe-. Era de imaginarse que esto terminaría mal. No me gustó desde el primer mo mentó.

– Podría haber terminado perfectamente -dijo la señora de frejo-, si no hubiera sido por el tifus y… por el tifus.

– De todas maneras es un papelón -dijo la Beba -. Ahora tendré que explicarle a todas mis amigas, imaginate.

– Pues mTiijita, lo explica y se acabó. Ya sabe muy bien lo que tiene que decir.

– Si te crees que María Luisa y la Meche se lo van a tragar…

La señora de Trejo miró un momento a la Beba y luego a su esposo, ubicado en el lado opuesto donde había sólo dos asientos. El señor Trejo, que había oído, hizo una seña para tranquilizarla. En Buenos Aires convencerían poco a poco a los chicos de que no tergiversaran las explicaciones: a io mejor convendría mandarlos un mes a Córdoba, a la estancia de tía Florita. Los chicos olvidan pronto, y además como son menores de edad, sus palabras no tienen consecuencias jurídicas. Realmente no valía la pena hacerse mala sangre.

Felipe seguía mirando el Malcolm hasta que lo vio perderse debajo del avión; ahora sólo quedaba un interminable aburrimiento de agua, cuatro horas de agua hasta Buenos Aires. No estaba tan mal el vuelo, al fin y al cabo era la primera vez que subía a un avión y tendría para contarles a los muchachos. La cara de su madre antes de despegar, el terror disimulado de la Beba… Las mujeres eran increíbles, se asustaban por cada pavada. Y sí, che, qué le vas a hacer, se armó un lío tan descomunal que al final nos metieron a todos en un Catalina y de vuelta a casa. Mataron a uno y todo, que… Pero no le iban a creer, Ordoñez lo miraría con ese aire que tomaba cuando quería sobrarlo. Se hubiera sabido, pibe, vos qué te crees, para qué están los diarios. Sí, era mejor no hablar de eso. Pero Ordóñez, y a lo mejor Alfieri, le preguntarían cómo le había ido en el viaje. Eso era más fácil: la pileta, una pelirroja con bikini, el lance a fondo, la piba que se hacía la estrecha, mira que si se enteran, yo tengo vergüenza, pero no, nena, aquí nadie se va a enterar, vení, déjame un poco. Al principio no quería, estaba asustada, pero vos sabés lo que es, apenas me la trinqué en forma cerró los ojos y me dejó que la desvistiera en la cama. Qué hembra, pibe, no te puedo contar…

Resbaló un poco en el asiento, con los ojos entornados. mirá, si te digo lo que fue eso… Todo el día, che, y no quería que me vaya, un metejón de esos que vos no sabés qué hacer… Pelirroja, sí, pero abajo era más bien rubia. Claro, yo también tenía curiosidad, pero ya te digo, más bien rubia.

Se abrió la puerta de la cabina de comando, y el inspector asomó con aire satisfecho y casi juvenil.

– Tiempo magnífico, señores. Dentro de tres horas y media estaremos en Puerto Nuevo. La Dirección ha pensado que luego de cumplir los trámites de que ya hemos hablado, ustedes preferirán sin duda encaminarse inmediatamente a sus domicilios. Para evitar pérdidas de tiempo habrá taxis para todos, y los equipajes les serán entregados apenas desembarquen.

Se sentó en el primer asiento, alelado del chófer de don Galo que leía un número de Rojo y Negro. Nora, metida en lo más hondo de un asiento de ventanilla, suspiró.

– No me puedo convencer -dijo-. Créeme, os más fuerte que yo. Ayer estábamos tan bien, y ahora…

– A quién se lo decís -murmuró Lucio.

– Yo no entiendo, vos mismo al principio estabas tan preocupado por la cuestión de la popa… ¿Por qué se afligían tanto, decime? Yo no sé, parecían señores tan bien, tan simpáticos.

– Una manga de forajidos -dijo Lucio-. A los otros no los conocía, pero Medrano te juro que me dejó helado. Vos fíjate, tal como están las cosas en Buenos Aires un lío así nos puede perjudicar a todos. Ponele que alguien le pase el dato a mis jefes, me puede costar un ascenso o algo peor. Al fin y al cabo eran premios oficiales, en eso nadie se fijó. No pensaban más que en armar escándalo, para lucirse.

– Yo no sé -dijo Nora, mirándolo y bajando en seguida los ojos-. Vos tenes razón, claro, pero cuando se enfermó el hijo de la señora…

– ¿Y qué? ¿No lo ves ahí sentado comiendo caramelos? ¿Qué enfermedad era ésa, decime un poco? Pero esos espamentosos lo único que buscaban era armar lío y hacerse los héroes. ¿Te crees que no me di cuenta de entrada y que no les paré el carro? Mucho revólver, mucho alarde… Yo te digo, Nora, si esto se llega a saber en Buenos Aires…

– Pero no se va a saber, creo -dijo Nora, tímidamente.

– Esperemos. Por suerte hay algunos que piensan como yo, y estamos en mayoría.

– Habrá que firmar esa declaración.

– Seguro que hay que firmarla. El inspector va a arreglar las cosas. A lo mejor yo me aflijo por nada, al fin y al cabo quién les va a creer ese cuento.

– Sí, pero el señor López y Presutti estaban tan furiosos…

– Se mandan la parte hasta el final -dijo Lucio-, pero ya vas a ver que en Buenos Aires no se oye hablar más de ellos. ¿Por qué me miras así?

– ¿Yo?

– Sí, vos.

– Pero Lucio, yo te miraba nomás.

– Me mirabas como si yo estuviera mintiendo o algo parecido.

– No, Lucio.

– Sí, me mirabas de una manera rara. ¿Pero no te das cuenta de que tengo razón?

– Claro que sí -dijo Nora, evitando sus ojos. Por supuesto que Lucio tenía razón. Estaba demasiado enojado como para no tener razón. Lucio siempre tan alegre, ella tenía que hacer todo lo posible para que se olvidara de esos días y volviera a estar alegre. Sería terrible que siguiera malhumorado y que al llegar a Buenos Aires decidiera hacer cualquier cosa, ella no sabía bien qué, cualquier cosa, perderle el cariño, abandonarla, aunque era absurdo creer que Lucio pudiera abandonarla precisamente ahora que ella le había dado la más grande prueba de amor, ahora que había pecado por él. Parecía increíble que dentro de tres horas fueran a estar en pleno centro, y ahora tenía que preguntarle a Lucio qué pensaba hacer, si ella volvería a su casa, porque aunque Mocha comprendiera, su mamá… Se imaginó entrando en el comedor, y su mamá que la miraba y se ponía cada vez más pálida. ¿Dónde había estado esos tres días? «Arrastrada -diría su mamá-. Esa es la educación que le han dado las monjas, arrastrada, prostituta, mal nacida.» Y Mocha trataría de defenderla pero cómo explicar esos tres días. Imposible volver a casa, le telefonearía a Mocha para que se encontrara con ella y con Lucio en alguna parte. Pero si Lucio, que estaba tan furioso… Y si él no quería casarse en seguida, si empezaba a darle de largas al casamiento, y volvía a su empleo, a las chicas de la oficina, sobre todo a esa Betty, si empezaba a salir de nuevo con los amigos.

Lucio miraba el mar sobre el hombro de Nora. Parecía esperar que ella le dijera algo. Nora se volvió hacia él y lo besó en la mejilla, en la nariz, en la boca. Lucio no devolvía los besos, pero ella lo sintió sonreír cuando le besaba otra vez la mejilla.

– Monono -dijo Nora, poniendo toda su alma para que lo que decía fuera como tenía que ser-. Te quiero tanto. Soy tan feliz con vos, me siento tan segura, sabés, tan protegida.

Espiaba su cara, besándolo, y vio que Lucio seguía sonriendo. Juntó sus fuerzas para empezar a hablar de Buenos Aires.


– No, no, basta de caramelos. Anoche te estabas muriendo y ahora querés pescarte una indigestión.

– No comí más que dos -dijo Jorge, dejándose arropar en una manta de viaje y poniendo cara de víctima-. Che, qué serenito vuela este avión. ¿Vos no crees que con un avión así podríamos llegar al astro, Persio?

– Imposible -dijo Persio-. La estratosfera nos haría polvo.

Cerrando los ojos, Claudia apoyó la nuca en el borde del incómodo respaldo. La irritaba haberse irritado contra Jorge. Anoche te estabas muriendo… No era una frase para decirle al pobre, pero sabía que en el fondo no le estaba dedicada, que Jorge era culpable de una culpa que lo excedía infinitamente. Pobrecito, era estúpido de su parte descargar en él algo tan distinto, tan lejos de todo eso. Lo arropó de nuevo, tocándole la frente, y buscó los cigarrillos. En los asientos del lado opuesto López y Paula jugaban a enredarse los dedos de las manos, a hacer el dedo amputado, a pulsear. Contra la ventanilla, envuelto en humo, Raúl dormitaba. Una o dos imágenes de duermevela bailaron un momento y huyeron, despertándolo de golpe. A veinte centímetros de su cara veía la nuca del doctor Restelli y el robusto cogote del señor Trejo. Hubiera podido reconstruir casi literalmente su conversación, aunque el ruido del avión no le permitía oír ni una palabra. Se cambiarían las tarjetas, decididos a encontrarse muy pronto y asegurarse de que todo iba bien y que ninguno de los exaltados (afortunadamente bien metidos en cintura por el inspector y por su propia torpeza) pretendería iniciar una campaña en los pasquines de izquierda que los enlodara a todos. A esa altura, y a juzgar por la vehemencia que ponía el doctor Restelli en sus movimientos y gestos, debía estar insistiendo en que, bien mirado, no existía prueba alguna de lo que afirmaban los más desaforados. «Por lo menos un buen abogado lo demostraría concluyentemente -pensó Raúl, divertido-. Quién va a aceptar, quién va a creer que en un barco como ése había armas de fuego al alcance de la mane, y que los lípidos no nos hicieron pedazos en cinco minutos después que los baleamos en el puente. ¿Dónde están las pruebas de lo que podríamos decir? Medrano. claro. Pero ya leeremos una necrología de tres líneas, muy bien cocinada.»

– Che Carlos…

– Momento -dijo López-. Me está torciendo el brazo de una manera horrible, fíjate.

– Encájale un pellizco, no hay nada mejor para ganar la pulseada. mirá, me estaba divirtiendo en pensar que a lo mejor los viejitos tienen razón. ¿Vos trajiste tu revólver?

– No, debe tenerlo Atüio -dijo López, sorprendido.

– Lo dudo. Cuando fui a hacer mis valijas, la Colt había desaparecido con todas las balas. Como no era mía, me pareció justo. Le vamos a preguntar a Atilio, pero seguro que también le soplaron el fierrito. Otra cosa que se me ocurrió: vos y Medrano fueron a la peluquería, ¿verdad?

– ¿A la peluquería? Espera un poco, eso fue ayer. ¿Puede ser que haya sido ayer? Parece que hubiera pasado tanto tiempo. Sí, claro que fuimos.

– Me pregunto -dijo Raúl- por qué no interrogaron al peluquero sobre la popa. Estoy seguro de que no lo hicieron.

– La verdad, no -dijo López, perplejo-. Estábamos tan bien, charlando. Medrano era tan macanudo, tan… Pero ustedes se dan cuenta, que estos cínicos pretendan decir que las cosas pasaron de otro modo…

– Volviendo al peluquero -dijo Raúl-, ¿no te llama la atención que a la hora en que todos nosotros andábamos buscando un pasaje cualquiera para llegar a la popa…?

Casi sin escuchar, Paula los miraba alternativamente, preguntándose hasta cuándo seguirían dándole vueltas al asunto. Los verdaderos inventores del pasado eran los hombres; a ella la preocupaba lo que iba a venir, si es que la preocupaba. ¿Cómo sería Jamaica John en Buenos Aires? No como a bordo, no como ahora; la ciudad los esperaba para cambiarlos, devolverles todo lo que se habían quitado junto con la corbata o la libreta de teléfonos al subir a bordo. Por lo pronto López era nada menos que un profesor, lo que se llama un docente, alguien que tiene que levantarse a las siete y media para ir a enseñar los gerundios a las nueve y cuarenta y cinco o a las once y cuarto. «Qué cosa tan horrorosa -pensó Paula-. Y lo peor va a ser cuando él me vea a mí allá; eso VA a ser mucho, mucho peor.» ¿Pero qué importaba? Se sentían tan bien con las manos entrelazadas como idiotas, mirándose a veces o sacándose la lengua, o preguntándole a Raúl si le parecía que hacían la pareja ideal.


Atilio fue el primero en distinguir las chimeneas, las torres, los rascacielos, y recorrió el avión con un entusiasmo extraordinario. Durante todo el viaje se había aburrido entre la Nelly y doña Rosita, teniendo además que atender a la madre de la Nelly a quien el mareo le provocaba sólidos ataques de llanto y evocaciones familiares más bien confusas.

– ¡Mirá, mirá, ya estamos en el río, si te fijas bien se ve el puente de Avellaneda! ¡Qué cosa, pensar que para ir le pusimos más de tres días y ahora volvemos en dos patadas!

– Son los adelantos -dijo doña Rosita, que miraba a su hijo con una mezcla de temor y desconfianza-. Ahora cuando lleguemos le telefonearemos a tu padre para que en todo caso nos vengan a buscar con el camioncito.

– Pero no, señora, si el inspector dijo que iban a poner taxis -afirmó la Nelly -. Por favor sentate, Atilio, me haces venir tan nerviosa cuando te movés. Me parece que el avión se va a ladear, te juro.

– Como en esa cinta en que mueren todos -dijo doña Rosita.

El Pelusa soltó una carcajada despectiva, pero se sentó lo mismo. Le costaba estarse quieto y tenía todo el tiempo la sensación de que había que hacer algo. No sabía qué, le sobraban energías para hacer cualquier cosa si López o Raúl se lo pedían. Pero López y Raúl estaban callados, fumando, y Atilio se sentía vagamente decepcionado. A la final los viejos y los tiras se iban a salir con la suya, era una vergüenza, seguro que si estaba Medrano no se la llevaban de arriba.

– Qué nervioso que te pones -dijo doña Rosita-. Vos parecería que no te basta con todas las barrabasadas de ayer. Mirala a la Nelly, mirala. Se te tendría que caer la cara de vergüenza de verla cómo ha sufrido la pobre. Yo nunca vi llorar tanto, te juro Ay, doña Pepa, los hijos son una cruz, créame. Lo bien que estábamos en ese camarote todo de madera terciada y con el señor Porrino tan divertido, y justamente estos cabeza loca se van a meter en un lío.

– Acabala, mama -pidió el Pelusa, arrancándose un pellejo de un dedo.

– Tiene razón tu mamá -dijo débilmente la Nelly -. No ves que te engañaron esos otros, ya lo dijo el inspector. Te hicieron creer cada cosa y vos, claro…

El Pelusa se enderezó como si le hubieran clavado un alfiler.

– ¿Pero vos querés que yo te lleve al altar sí o no? -vociferó-. ¿Cuántas veces te tengo de decir lo que pasó, papanata?

La Nelly se largó a llorar, protegida por los motores y el cansancio de los pasajeros. Arrepentido y furioso, el Pelusa prefería mirar Buenos Aires. Ya estaban cerca, ya se ladeaban un poco, se veían las chimeneas de la compañía de electricidad, el puerto, todo pasaba y desaparecía, oscilando en una niebla de humo y calor de mediodía. «Qué pizza que me voy a mandar con el Humberto y el Rusito -pensó el Pelusa-. Eso sí que no había en el barco, hay que decir lo que es.»


– Sírvase, señora -dijo el impecable oficial de policía.

La señora de Trejo tomó la estilográfica con una amable sonrisa, y firmó al pie de la hoja donde se amontonaban ya diez u once firmas.

– Usted, señor -dijo el oficial.

– Yo no firmo eso -dijo López.

– Yo tampoco -dijo Raúl.

– Muy bien, señores. ¿Señora?

– No, no firmaré -dijo Claudia.

– Ni yo -dijo Paula, dedicando al oficial una sonrisa especialísima.

El oficial se volvió hacia el inspector y le dijo algo. El inspector le mostró una lista donde figuraban los nombres, profesiones y domicilios de los viajeros. El oficial sacó un lápiz rojo y subrayó algunos nombres.

– Señores, pueden salir del puerto cuando quieran -dijo, golpeando los talones-. Los taxis y el equipaje esperan ahí afuera.

Claudia y Persio salieron llevando de la mano a Jorge. El calor espeso y húmedo del río y los olores del puerto repugnaron a Claudia, que se pasó una mano por la frente. Sí, Juan Bautista Alberdi al setecientos. Al lado de su taxi se despidió de Paula y López, saludó a Raúl. Sí, el teléfono figuraba en guía: Lewbaum.

López prometió a Jorge que iría un día, armado de un calidoscopio sobre el que Jorge se hacía grandes ilusiones. El taxi salió, llevándose también a Persxo que parecía medio dormido.

– Bueno, ya ven que nos dejaron salir -dijo Raúl-. Nos vigilarán un tiempo, pero después… Saben de sobra lo que hacen. Cuentan con nosotros, por supuesto. Yo, por ejemplo, seré el primero en preguntarme qué debo hacer, y cuándo lo voy a hacer. Me lo preguntaré tantas veces que al final… ¿Tomamos el mismo taxi, pareja encantadora?

– Claro -dijo Paula-. Hace poner aquí tus valijas.

Atilio se acercó corriendo, con la cara sudorosa. Estrechó la mano de Paula hasta machucársela, palmeó sonoramente a López en la espalda,;hocó los cinco con Raúl. El saco color ladrillo lo devolvía de llene a todo lo que lo estaba esperando.

– Lo tenemo que ver -dijo el Pelusa, entusiasta-. Présteme la lapicera y le dejo la dirección. Un domingo vienen y comemos un asado, eh. El viejo va a estar encantado de conocerlos.

– Pero claro -dijo Raúl, seguro de que no volverían a verse.

El Pelusa los miraba, resplandeciente y emocionado. Volvió a palmear a López y anotó sus direcciones y teléfonos. La Nelly lo llamaba a gritos, y él se alejó apenado, quizá comprendiendo o sintiendo algo que no comprendía.

Desde el taxi vieron cómo el partido de la paz se dispersaba, cómo el chófer metía a don Galo en un gran auto azul. Algunos mirones presenciaban la escena, pero había más policías que particulares.

Prensada entre López y Raúl, Paula preguntó adonde iban. López calló esperando, pero Raúl tampoco decía nada, mirándolos entre burlón y divertido.

– Como primera medida podríamos tomarnos un copetín -dijo entonces López.

– Sana idea -dijo Paula, que tenía sed.

El chófer, un muchacho sonriente, se volvió a la espera de la orden.

– Y bueno -dijo López-. Vamos al London, che. Perú y Avenida.

Загрузка...