Apéndices

Introducción a «El Hechizado»

El Hechizado es una cerrada composición literaria, que empieza y concluye en sus propios términos; pero pertenece como pieza a una serie de novelas ejemplares -aún por escribir en su mayoría-, y sólo dentro de ese conjunto adquirirá el cabal sentido que a su intención corresponde. El darla así, suelta, al público me obliga para con él a una explicación que supla de algún modo la falta de tales referencias.

Sin embargo, quiero reducirla a lo indispensable remitiéndole a otro relato que, destinado en principio a la misma serie, se publicó en el número 106 de la revista Sur bajo el título de La campana de Huesca. Si en esa ocasión no experimenté iguales escrúpulos, la comparación de ambos textos con vistas al motivo capital que los une dará razón del porqué.

La campana de Huesca es una narración que se presenta desde luego como tal. Con directa ingenuidad declara cuál es su asunto: se trata del poder organizado que el hombre ejerce sobre el hombre, y aparecen en ella seres distintos que viven diversamente esa misma terrible experiencia. Pero aquí, en El Hechizado, no hay nadie que viva nada; ni hay hombres, ni verdadera vida. Hay el solo poder, su armazón vacío.

Una novela sin personajes puede hacerse, a condición de que los personajes estén detrás de la cortina, de que hayan transferido su espíritu a las cosas. Pero una novela sin vida humana, aun cuando esté poblada de personajes… Pues eso es lo que he querido hacer aquí. Y sería demasiado pedir a la atención de quien -desprevenido acerca del motivo cardinal que reúne a las piezas de la todavía incompleta serie- se enfrentase con los forzados enfoques de ésta, que no sucumbiera al desconcierto.

Hecha la prevención, el avisado lector juzgará cómo y hasta qué punto están conseguidos ése y otros propósitos literarios. Al que no le sea tanto, te avisaré yo, además, de que todas las figuras que ahí aparecen, sin excluir al rey Carlos II, el Hechizado, son fingidas y carecen por completo de realidad histórica.


F. A.


Buenos Aires, mayo de 1944.

El loco de fe y el pecador

Son muy numerosos los hechos y muy abundantes las parábolas que los Evangelistas nos han transmitido para persuadirnos del poder de la fe. Todas estas sentencias salieron de labios de Jesús; todos aquellos hechos lo tuvieron a él por protagonista.

¿Por qué no han querido referirnos también aquel milagro en que no hubo más protagonista que la fe misma? ¿Creyeron acaso que podría convertirse en piedra de escándalo; que bordeaba ya la impiedad; que el designio divino se manifestó en él de un modo demasiado ambiguo, con los peligros extremos del enigma, y que podría hacer estallar el corazón de las gentes induciéndolas a escupir sobre la fe?

¿O simplemente, cronistas fieles, omiten el acontecimiento porque en realidad Jesús no intervino en él, ni siquiera lo conoció en vida?

Es la historia del que llegó tarde. Había pasado sus años sumido en la tiniebla, y aunque la avidez de sus oídos se esforzaba por suplir a los ojos inválidos, el clamor de los milagros que se estaban cumpliendo llegó a su rincón cuando aquel astro estaba a punto de acabar su alucinante conjunción con nuestro pobre mundo.

Se puso en camino sin tardanza: la fe quería desgarrar desde dentro sus pupilas. Sin este resplandor interno hubieran percibido de seguro sus oídos diestros lo que flotaba en el silencio del mundo: pero su fe había dado una tregua a la fatiga de sus oídos, y por eso no supo que aquel mismo día viernes de su llegada a Jerusalén, esa fe suya era, confinada en su pecho, lo único que aún lucía en un universo entenebrecido.

Y así, lúcido él solo en medio del terror de la ciudad, recorrió sus calles golpeando muros y piedras con desesperación alegre.

Tan pronto como percibió una presencia humana se aproximó para preguntar dónde estaba Jesús. Pero su pregunta había de rebotar contra un mortal silencio: el pecador a quien se había dirigido no tuvo valor para contestarle con la terrible noticia que a él mismo lo abrumaba. Y entonces, engañado por la tensión de ese raro silencio, el loco de fe se echó a los pies del pecador e imploró curación por sus manos:

– Te he buscado, y te hallé, Señor. Da tu luz a mis ojos.

El pecador, convulso de piedad y de espanto, hubiera querido gritarle su propia miseria: no le salió del cuerpo ni una palabra, ni un gemido; sus manos se tendieron para alzar al postrado. Pero en su turbación rozaron los ojos enfermos, y el milagro se hizo.

También han querido dejar medio oculto, en la parábola del hijo pródigo, el sentido verdadero que late bajo su simple envoltura de perdón: el asco de la sangre propia.

Es el asco de esas tristes mujeres que escaparon, muchachitas tiernas, de la casa aldeana para ir a caer en el burdel, y que pasado tiempo retornan a la casa aldeana preñadas con un tumor, hijo de las mil infamias -un tumor oculto en el seno, cuidado, engordado, cebado día tras día a expensas de todos los jugos vitales, espléndido y voraz en la miseria del cuerpo desmedrado; y que cuando se presentan ante los pasmados rústicos no traen ya sino el nombre de la que se fue y alguna reliquia, acaso aquel viejo medallón, y más bien podría creerse que son otra mujer que se acerca por piedad con el encargo de una última palabra para la familia de la desventurada compañera… Pero ella insiste e insiste, y cuanto más se esfuerza por darse a conocer, más desconfían los rústicos y más se afirman en la impresión de que, contra toda apariencia, hay en ella un fondo ajeno por debajo de sus facciones y de su voz; más crece su sospecha de una rara superchería. Y sólo cuando, desesperada, deshecha en lágrimas, invoca suplicando el fruto sombrío que lleva en las entrañas, acceden los pobres, por pura misericordia, a fingir que creen su dicho y que la toman por la hija ausente, y a prestarle la yáciga requerida para el lúgubre, inminente parto…

Pero es también el asco del hijo que regresa cuando ya nadie lo espera ni desea su regreso; vuelve sobre sus pasos con la conciencia contumaz del asesino que ha dudado un instante y quiere cerciorarse de la consumación de su fechoría, para desatar la aprensión del último vínculo negando el contenido de sus recuerdos al confrontarlo con la realidad chata ofrecida a su vista; para enfrentarse con el padre y, puestas las manos sobre sus hombros, contemplarlo despacio, con pasmo, con un pasmo helado, y descubrir en él, bajo lo familiar, lo que hay de ajeno y distinto, aquello contra lo que gritaba desde siempre todo su ser; y seguir mirándolo todavía, y no cansarse de mirarlo, como el sediento bebe, y bebe, y siempre quiere beber más, y cuando ya está ahíto aborrece casi el agua que acude al reclamo de sus entrañas y lo enferma y lo colma y lo martiriza, y no alcanza a apagarla la sed.

Pero en este caso están trocados los papeles y es a él, al que regresa, a quien le toca el negar y rechazar; a él, el desconocedor, el menear la cabeza; a él, la mirada incrédula, burlona y, al mismo tiempo que reticente, compasiva, y al mismo tiempo que compasiva, cargada de odio.

Pues en todo hijo hay algo del expósito adoptado por gentes en cuya piedad entraba el ocultarle su condición; pero que, una vez, por un azar cualquiera, ha llegado a descubrirla. Cuando se ha apoderado del secreto, el hijo adoptivo comienza a alimentar, encerrado en una soledad que nadie conoce, agravios sin forma, a trabajar incansablemente, ansiosamente, con los materiales falaces de lo que sabe y lo que ignora; y como a pesar de todo su afán no logra configurar nada, y como para él cada cosa se presenta en contradicción insoluble consigo misma, el infeliz se agota y se consume sin remedio en la gran superchería. La superchería está ahí, habita en la casa, constituye el secreto de los padres y el secreto del hijo -pero es un secreto para aquéllos y otro distinto para éste: no un secreto compartido, sino recelado; un alacrán que todos alimentan y que a todos tortura.

Y si tampoco se han atrevido los Evangelistas a mostrar al mundo lo que verdaderamente quiso decir Jesús con tal historia, y lo han envuelto en un precepto de amor y de perdón, es tal vez por desconfianza hacia los hombres, por comprender -hombres también ellos- que no iban a tener la fuerza necesaria para elevarse por encima de todo y alcanzar a Dios siguiendo un camino más arriesgado que el del simple perdón.

Pues, en verdad, el hijo pródigo supera el asco de su propia sangre al entrever en un destello el abismo del amor que une a todos los seres, un amor sin palabras, sin cavilaciones, sin cuitas, de todo lo que vive en la naturaleza; ese amor a Dios cumplido a través de la comunidad indistinta de sus criaturas, y que en todas partes florece: en el trivial idilio de la solterona que vierte sobre el ave enjaulada y canora caudalosos raudales de una sentimentalidad de arropía; en el alma solitaria del pastor que, en la locura de los gritos sin respuesta, allá en la estepa, o en la sierra (oculto Dios entre las breñas, bajo el agua viva), hace bajo el agua viva), hace costumbre de la ignominia y convierte a sus reses en cómplices y mudos testigos de ella -a reses cuyas huellas pisa puntualmente, cuyos terrores son también los terrores de su alma, y en cuyas miradas recoge toda la inteligencia y toda la comprensión que el mundo tiene para él.

Ese amor se encuentra en todas partes; domina todas las repulsiones y vence todos los contrastes. No falta ni siquiera en el pecho del fratricida, para quien también está prometida salvación. Anida incluso en el horror sagrado del que consume la carne de seres que él había conocido y que le habían conocido a él, en cuyos ojos se había visto mirado, seres que acudieron a su llamada para plegarse todavía temblando de amor a la caricia de una mano que ya se disponía a descargar sobre ellos el peso de la muerte. Pues el misterio, en su simplicidad aterradora, muestra en la otra faz el amor de la víctima hacia las manos que le administran la muerte -amor espantoso que nunca imaginarán los que nunca han visto: La víctima, en su definitivo abandono, en soledad perfecta, ya en pie contra el muro de lo irremisible, vislumbra de pronto la cólera oculta, ciega, el rayo, lo sublime en esa mano que ultima el sacrificio; y entonces, ablandada, deshecha, pide besarla y recibir de ella la muerte como un sacramento.

Y así, Dios habita en las sangres que se repelen, en la una y en la otra; y a través de su hostilidad, en el paroxismo de su asco, es precisamente donde culmina el amor a Dios.


F. A.


(1942)

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