Los Impostores

Así fue. Ni las advertencias de su propio Consejo de Estado, ni las admoniciones del rey don Felipe, que le exhortaba con su doble autoridad de político y de pariente, ni siquiera la voz prudentísima del Santo Padre, habían bastado a refrenar el ímpetu de aquella obstinada muchachez. Y la Cristiandad entera tuvo que presenciar, consternada, cómo se cumplía su vertiginoso destino: la estrella del rey don Sebastián cayó, pues, segada en el furor de miles de alfanjes, para anegarse en un espeso charco de sangre. Y ahora, pasada con el tiempo la angustia, en la memoria de los príncipes cristianos -testigos de la tierna, brillante exhalación que, sobre los mares, cruzara de Lisboa a Marruecos en el verano de 1578- sólo quedaba ya un recuerdo piadoso del adolescente que, contra todo consejo, había ido a sumirse allí con su ejército de turbulentos y perdularios.

Eso, ahora, transcurrido el tiempo y vencido el horror. Que en su día, cuando la nueva del desastre llegó a Portugal, un raro silencio había cundido por toda la tierra; el reino entero enmudeció, lleno de compasión indecible hacia el príncipe que, poseído de santo celo, sucumbía contra el imperio de la infidelidad por no saber dominar su noble impaciencia, aquella misma impaciencia que, pocos años atrás, le moviera a probar, con censura de algunos y asombro de todos, la solidez de las defensas que guardaban a la capital de la Monarquía atacándola con su propia flota; aquella misma impaciencia que los más sensatos solían tachar de locura, moviendo tristemente la cabeza, pero en donde la juventud mejor de Portugal y con ella todo el pueblo pensaba ver el signo y promesa de un brío que, por el momento, excedía a la destreza de manos aún infantiles… Y en la común estupefacción y desconcierto que su pérdida produjo, sólo su tío, el cardenal regente don Enrique, se había retirado -palidísimo con la noticia- al oratorio de palacio, para implorar en el mayor desconsuelo la salvación de su alma; pues sólo él acertaba a descubrir la desesperación oculta bajo el denuedo gentil del rey mozo; él sólo entendía la jornada de Alcazarquivir como lo que en verdad había sido: un grandioso suicidio. A través de las lágrimas que los empañaban, querían ver sus ojos marchitos, una vez y otra, al terco príncipe cerrando los suyos durísimos y extraños, apretando los dientes, y espoleando a su yegua blanca, para entregar a la muerte aquella su carne maldita, que se le resistía a engendrar en carne de mujer sucesor para el trono.

Mas los años habían pasado; y su curso alejaba ya, hecha Historia, la aventura que un día suspendiera el aliento de la Europa atónita, y que, al tronchar en flor la dinastía, debía traspasar el reino desde las manos de un viejo prelado a las del gran Felipe. Los portugueses vivían ahora dentro de la Corona de España y, remansadas en su quieto cenit las ansias de poder, comenzaba a desvanecerse para ellos como un espejismo la imagen de la rota africana. Sin duda que la figura ardiente, inexperta y frenética del rey desaparecido con su hueste en la desatinada empresa seguía llenando los corazones de nostalgia. Su nombre y su estampa se hallaban ligados en cada casa al nombre y a la estampa de algún hijo perdido en su compañía; los hermanos que, desde los balcones de una niñez envidiosa, habían quizá despedido a las goletas de la escuadra expedicionaria, eran ya hombres hechos; por su propia edad calculaban la de los que partieran jóvenes, y daban así empleo a la imaginación ociosa madurando y envejeciendo en ella los mal recordados rasgos de los ausentes. Pues, ¿no era todavía un tiempo en que cada familia podía permitirse la esperanza de ver regresar a su propio hijo, sano -en medio de tanta muerte- y salvo del cautiverio? Sí; la primera mano que batiera a la puerta podría bien ser, todavía, la de ese hijo. Como podía ser también la del rey don Sebastián en persona… Pero, al dilatarse, el tiempo iba convirtiendo ya esta esperanza en una melancólica costumbre.

Fue entonces cuando comenzaron a surgir los impostores.

Verdadera como lo es, y bien documentada, la historia del Pastelero de Madrigal pertenece, no obstante, a aquella especie de aventuras que sólo después de haber licenciado toda vigilancia del buen seso consienten ser narradas y oídas. Exige concentrar en ella las potencias últimas del recuerdo, sutilizado hasta convertirse en pura imaginación, y todavía, transformar ésta de nuevo en memoria del estupendo caso. Se trata, como digo, de un caso averiguado: actas oficiales lo registran. Pero, con todo, investigar, inferir o conjeturar los pasos que condujeron al protagonista desde la oscuridad hasta la escena pública, resulta vano empeño; inútil preguntar cómo pudo acercarse a las puertas del reino, llegar hasta la escalinata misma del tono y pisar sus gradas, para que bajo los pies se le trocaran en las del patíbulo…

Jamás por los ojos del protagonista se hubiera conseguido saber si él era en verdad el príncipe que busca su corona tras la peregrinación de una vida infeliz, o un plebeyo de osadía increíble. Vedlo ahí, grave y taciturno: su cabeza está inclinada, tiene aplastadas las facciones del rostro entre las palmas de las manos, y escucha en silencio las palabras que, muy a solas, le dirige con discurso barroco el antiguo confesor del rey don Sebastián, este fray Miguel de los Santos, que es promotor actual de su causa. Oiremos lo que le está diciendo:

– Ha de saber, señor -advierte la voz insinuante del viejo agustino, predicador de príncipes-, que el prodigioso regreso de su majestad, después de tan larga y desesperada ausencia, aunque muy deseado, es de difícil crédito, y no sin trabajo alcanzaremos a verle restituido en el trono. Cierto que muchos de sus fieles súbditos, asombrados, relegados, reducidos a sus casas desde que Portugal ingresó en la Corona de España, no sueñan sino con la vuelta del rey perdido; cierto que el pueblo, ansioso siempre de maravillas, se muestra dispuesto a reconocerlo a cada instante en la persona de quien llegue bien provisto de increíbles y fantásticas historias. Pero, frente a esto, hemos de contar de otro lado con la suspicacia de los muchos que, por no convenir a su interés y acomodo, negarían fe a los propios ojos -tanto más, señor mío, que el paso de los años ha ido desvaneciendo en las almas la imagen de don Sebastián; y si, con sus naturales mudanzas, autorizan cambio en su apariencia, desde el doncel que desapareció en la triste jornada de Alcazarquivir hasta el varón cumplido que hoy reaparece en tierras castellanas, consienten también cualquier duda y alientan las esperanzas de cualquier pleito.

"Muerto el infante don Enrique, no queda, señor, nadie que pueda reconocer con autoridad al rey, si no este pobre viejo que os habla. Y mis ojos, aunque enturbiados por la edad, se regocijan contemplando el retorno de su grande y desdichado penitente, del pobre rey don Sebastián, y quieren ser testigos de vuestra identidad con aquel gentil mozo. De ella he dado seguridades y hecho juramento, no sólo a los señores portugueses que esperamos para esta noche, sino también, según tengo dicho ya, a doña Ana de Austria, quien con la impaciencia de sus pocos años y la privación del convento, arde ya en deseos de recibir la anunciada visita del caballero que le he descrito como su regio primo. ¿Por qué había de dudar yo de mi vista debilitada? La identidad, señor, es más cosa del alma que del cuerpo, y ¿quién mejor que yo conocerá esa alma que tantas veces hubo de desnudarse ante Dios por mediación mía en el tribunal de la Penitencia? Él quiera que la dilatada ausencia, sin quitaros el brío, os haya enseñado prudencia para manejarlo, y aun para disimular que la adquiristeis; no sea que un alarde de esa virtud, mostrando ser mayor de lo prometido por la natural maduración del seso, impida reconocer en el demasiado prudente al desbocado e insensato que fue a perderlo todo en Alcazarquivir. ¡Terrible escarmiento!, sin duda. Pero ninguno hay tan grande que pueda mudar el carácter; y resultaría indiscreto el exceso de discreción en quien ganó fama de locura: en un rey cuya infancia no se conformaba con menores juguetes que ejércitos y escuadras de mar; en quien ensayó el furor de la guerra contra Lisboa, que fue tanto como castigar su propio cuerpo; en quien soñó vencer a Hércules, quebrando sus columnas… Quiera Dios, repito, que los tiempos y las aventuras corridas os muestren amaestrado, sin privaros de la apostura que a la sangre real corresponde. El príncipe ha de distinguirse siempre, aún confundido entre la muchedumbre y bajo el más humilde hábito, pues lleva en el ánimo la realeza. Quien ha nacido para reinar, camina hacia el trono con la seguridad de los astros, y no hay obstáculo capaz de cerrarle el paso, por más que a veces le convenga antes sortearlos con astucia que acometerlos con denuedo, como ahora acontece.

"Pues, señor, las dificultades que estorban vuestro derecho están aumentadas -¡irritante contrariedad!- por haber sido ya varios los impostores que antes de hoy quisieron hacerse pasar por el rey don Sebastián. ¡Que la suerte de esos desdichados no se repita en vuestra alta persona! Si tal ocurriera, ¿quién aseguraría nunca en los siglos venideros que fuisteis en verdad el rey? Vos mismo, señor, dudaríais de que vuestra sangre no os hubiera engañado, pensando más bien haber tenido los demonios en el cuerpo. Nadie sino ellos pudo haber aconsejado tan mal al impío ermitaño de Alcobaza, que empezó a referir patrañas de la batalla y del cautiverio, fingiendo ser el llorado rey por conseguir oyentes y limosnas; bellaco afortunado, vivió de su engaño, y luego pudo engañar a la muerte: su codicia fue penada en galeras, y sólo halló perdón del cielo cuando éste cerró contra la soberbia del rey don Felipe dispersando con su furia la Invencible armada donde remaba aquel mísero… Peor suerte cupo al otro ermitaño, Mateo Álvarez, que repitió poco más tarde su pretensión. Envenenado tal vez su cerebro con los jugos de raíces y bichos de que se nutría, comenzó a soñar el cuitado historias de Alcazarquivir; y conforme las inventaba, las creía, y las daba a creer a cuantos acudían a escucharle. Proporcionaba noticia de muchos mancebos y soldados, y sabía la muerte que a cada cual le había sido deparada, y el dónde y el cómo, y el destino de los que a ella habían podido escapar. Y explicaba de qué manera había sido el combate, y por qué desdichado azar vino a perderse, y cómo caían al río, en racimos, los castellanos, y los portugueses, y los andaluces, y cómo el río llevaba todavía una semana más tarde hinchados cadáveres de hombres y de caballos… Primero habían sido pocos los que se detuvieron a escucharle, y ésos con incrédula curiosidad. Yo mismo acudí a oírlo. Tenía una voz áspera, seca, aguda. Sus manos renegridas revoloteaban igual que pájaros, y aquella voz sonaba como su graznido… Luego se corrió la fama, y empezaron a llegar las gentes desde lejos para preguntarle qué fuera de tal o cual deudo, de quien nunca más había vuelto a saberse. El ermitaño callaba entonces durante un rato, largo como la eternidad: nadie se atrevía a respirar. Algunas veces, la expectativa resultaba fallida: no decía una palabra: pero otras daba la noticia pedida, y eso, con detalles tan verdaderos que hacían palidecer a los oyentes y romper en lágrimas a los allegados. Tampoco era raro que, tomando el término medio entre el silencio y la información precisa, respondiera por enigmas o parábolas, como en aquella ocasión en que increpó a una madre, y para reprocharle su desesperanza le propuso el ejemplo de una bestezuela: debiera aprender del perrillo de la casa, que habiendo despedido con saltos de cachorro al que partía, ahora, viejo y ciego, pesado, se resistía con obstinación a la muerte que desde los estercoleros y los remansos de las acequias le estaba haciendo señas, en espera de comparecer, lloroso y estúpido, ante el ausente aguardado más allá del límite natural de su vida. El día en que ese perro se acueste a morir en el muladar, ese día no esperes ya el regreso de tu hijo -terminó diciéndole. Y la vieja sollozaba, arrodillada entre las ortigas.

"De este modo, señor -prosiguió diciendo fray Miguel tras una pausa- (y permitidme que me extienda en estos casos de que tendréis escasa noticia, y cuyo detalle tanto os debe interesar), de este modo, digo, crecía la reputación del ermitaño y el número de sus seguidores; hasta que se produjo lo terrible. Cuando, en el seno de aquel silencio con que era escuchado, rompió como una tormenta seca el grito que lo proclamaba rey de Ericeira, y rey de Portugal, cuando sus oídos sintieron las voces que descubrían bajo sus andrajos al perdido don Sebastián, notó el infeliz que la tierra se abría a sus plantas. Alzó los brazos, quiso decir algo; pero de entre la maraña de sus barbas no salió sonido alguno. Ya en aquel momento se supo muerto: y al ser llevado a la horca, cuatro meses más tarde, por la justicia del rey, hubiérase dicho que lagrimeaba de alivio. ¡Dios lo haya perdonado! No tenía fuerzas para lo que se pedía de él; aquello no era para los hombros de un flaco ermitaño."

El fraile se detuvo; y como su oyente no hiciera el menor movimiento, concluyó:

– Señor: no podría faltar un solo astro sin que se viniera abajo la fábrica entera del firmamento. Falta don Sebastián entre los príncipes de la tierra, y otros han querido llenar su puesto hasta que tú has llegado. Pero ninguno pudo tener el arco de Odiseo, que aguarda el vigor de tu brazo. En ti regresa aquel joven arisco que tantas veces recibió de mi mano la remisión de sus pecados. Si la peregrinación que fue su penitencia no le hizo perder en altanería, operó en su naturaleza cambios dichosos, de los que mi corazón se alegra en secreto, ya que secretamente los conoce. Pues ¿quién que hubiera escuchado entonces aquellas acongojadas confesiones de una carne turbada por el horror a la carne no admiraría la serena virilidad que hoy vuestra mirada pregona y vuestras acciones declaran? ¡Usad de ella, señor, para reclamar el trono y gobernar a los hombres!

Cayó el fraile en un fatigado silencio tras de esta exhortación. Esperaba. Entonces, esa faz que hasta aquel momento había permanecido hundida en el hueco de las manos, se despegó de ellas y comenzó a remontar con pausado vigor. Ahora la mirada planeaba, altanera, por encima de la tonsura brillante, de los mechones canos, del craso cogote del clérigo: fray Miguel se había dejado caer entre tanto sobre una silla, y había quedado ahí desmadejado cual fantoche de feria tras de la función.

– ¡Vamos, pues! -oyó que le ordenaba la voz áspera del rey, negándole descanso.

Al oírla saltó del asiento y, con una ojeada suspicaz, después de breve vacilación, enderezó hacia la puerta sus pasos menudos y ligeros. Las pisadas del caballero siguieron por la galería a las suyas nerviosas, como sigue el cazador al perro.

Llegados a presencia de doña Ana, el fraile se hizo a un lado y el caballero avanzó hasta el centro de la sala, para inclinarse con una reverencia. La princesa aguardaba en pie. Desde el borde de sus hábitos, a ras del suelo, se erguía, inmóvil, su delgada figura: sólo sus manos, concurridas a torturar un finísimo pañuelo, se mostraban en ella inquietas. Ascendió poco a poco la mirada del hombre hasta alcanzar por último el rostro de la dama: halló ahí unos labios delicados que, al apretarse, casi desaparecían en una línea sin color; se distrajo sobre unas facciones tiernas, todavía indecisas, descubrió unos ojos grandes, muy serios; y, al fin, encontró su mirada. Pero no pudo retenerla más de un instante; pues, con titubeo de los párpados, resbaló esa mirada por la cara del varón hasta su barba, se desprendió luego y, ya en el suelo, obstinóse en las polvorientas botas del visitante.

Fray Miguel de los Santos fue quien quebró el silencio.

– Señora -dijo-: he aquí, después de tanto tiempo, a vuestro primo el rey don Sebastián de Portugal, sobre cuya suerte hemos platicado tanto. Por esta visita oculta, llamada a tener tan públicas y solemnes consecuencias, esa suerte viene a enlazar con la vuestra. Pues, señor -añadió, dirigiéndose ahora al caballero-, vuestra majestad sabe bien cuáles son las disposiciones de doña Ana de Austria hacia nuestra justa causa: no otras, sino aquellas que podían esperarse de tan alta princesa, hija del capitán ilustre cuyas hazañas han engrandecido generosamente al mismo rey que os heredó en vida.

– No toméis a descortesía mi silencio, noble dama; atribuidlo más bien a suspensión de mi ánimo ante vuestra vista. Pues cuando este buen fray Miguel, discurriendo por razón de Estado, pidió mi conformidad para concertar nuestros esponsales, no podía imaginar yo belleza tan extremada como prenda de una alianza política. Disculpable sea, pues, mi alegre desconcierto ante vuestra presencia.

– Dejad, señor, semejante galantería; no os creáis obligado para conmigo a esos corteses halagos -respondió ella. Y tras una pausa, dio suavidad y aplomo a su voz para proseguir-: Apenas os veo por vez primera, señor don Sebastián, y ya me parece que nuestra amistad es antigua, hasta el punto de ignorar su propio origen (quizá, pienso, porque éste reside en nuestra sangre común, y es anterior a nosotros mismos). Tanto he oído referir vuestra desventurada aventura, tan familiar me es vuestro destino, que si algo puede sobrecogerme en presencia vuestra es el tener ante los ojos, en carne y hueso, a un personaje de leyenda.

La historia del rey don Sebastián era para mí una historia casi legendaria: antes de que yo naciera ya habíais reinado, y ya os daban por perdido. Cuando alguna de mis azafatas me refería algo de vos (algún detalle pequeñito, cualquier cosa ajena al acontecimiento terrible) yo le preguntaba admirada: "Pero, dime, ¿lo has conocido tú?, ¿tú lo has visto con tus propios ojos?… " Ahora son estos míos quienes pueden ver y están viendo a don Sebastián, y no como el héroe desdichado de Alcazarquivir, sino como un caballero que se acerca a mí usando de galantería, y que me pide ayuda. Esto es algo prodigioso, un portento verdadero: es casi como si, de pronto, se me apareciera el rey don Rodrigo, pidiéndome ayuda para reconquistar su reino…

– Penosa resulta para mí, gentil princesa, la comparación con el rey que perdió a España; penosa, pero justa: pues mi desgracia imitó, en efecto, la del último godo, si bien espero un destino menos inexorable, recuperándome de ella con la mano que vuestra alteza se digna tenderme.

– Disculpad a mi imprudencia la ofensa no voluntaria envuelta en esa comparación. El deseo había adelantado en mi mente el suceso de vuestra restitución al trono y, olvidada de nuestros actuales trabajos, no calculé que pudiera heriros el recuerdo de aquel otro rey que sucumbió sin remedio en circunstancias análogas. Quería pintaros tan sólo cual era la gozosa maravilla de mi alma viendo reaparecer a un héroe que se daba por muerto ya desde antes de mi nacimiento. Pero ¿cómo podríais comprender eso desde vuestra vida, que es una sola y continua a pesar de todas sus diversas crisis, primero en su brillante curso, en el cautiverio luego, después en la peregrinación?… Tendríais que pensar que ésta última parte secreta y oscura llena todos los años de mi vida.

Se quedó callada por un instante. Luego repitió: – ¡Todos los años de mi vida! -La princesa movía la cabeza llena de asombro; sus manos, sosegadas ahora, se levantaron a la altura de la frente y pasaron por las sienes, despacio, las yemas de los dedos. Enseguida, como hablando consigo misma, murmuró-. ¡Qué de años, y qué de padecimientos, de zozobras, de angustias! ¿Habrá habido algún otro rey con semejante tesoro de experiencias? Y pensar que vuestra majestad, señor, que fue rey ya desde el vientre materno, rey antes que hombre, para luego conocer todas las desventuras de los hombres; pensar, señor, que hubierais podido llevar una existencia digna y tranquila, como la de nuestro don Felipe, a quien vuestra pérdida sirvió para aumento pacífico de su grandeza… Entonces, hubierais tenido sin duda, sí, mi respeto, mi amor de pariente, jamás esta participación cordial en vuestro destino, que me conmueve hasta el extremo de querer unirme a él en la desgracia.

– Con estar en presencia vuestra me parece que he llegado al fin de mis males. Dejemos, pues, señora, de recordarlos. Tiempo habrá de que repasemos juntos la dilatada y amarga odisea de mi vida, de que por lo demás, os tiene ya informada, según entiendo, fray Miguel de los Santos. Ahora es más bien ocasión de proveer los medios para que esos males tengan término y que recuperando mis legítimos derechos, vuelva a hallarme, rico de la experiencia que adquirí y pobre de la vida que gasté, allí donde estuvo a punto de privarme de ésta la falta de aquélla.

– Cierto, don Sebastián. Y ahora es vuestra discreción quien instruye a mi inadvertencia. Disculpad que, turbada y confusa con la felicidad de poderos ser útil, me olvide por un momento de lo principal y, pensando en los peligros que habéis pasado, pierda de vista aquellos otros en que estáis ahora, y los que nos quedan hasta coronar nuestra empresa.

– Por coronada puede darse, en verdad, contando con vuestra ayuda. La intervención de vuestra alteza promete ventura.

– Ninguna será tan grande para mí como la de servir a vuestra majestad; y si ahora me causa inquietudes su suerte, tanta mayor recompensa tendré luego en verlo restituido a su justo esplendor.

– También ha de perteneceros, señora, como obra de vuestra magnanimidad. Obra digna en verdad de la hija del caudillo que supo ganar batallas tan gloriosas a favor de un monarca más dado a las atenciones de la covachuela que a los peligros de la guerra, es esta de restituir en su trono a un rey despojado. Para el trono mismo, que no para gobernar una comunidad de monjas, nació la hija de don Juan de Austria; y si no fuese por la aprensión de ofrecer lo que todavía no tengo, querría desde luego pediros que seáis conmigo reina de Portugal.

– Conseguir el reino es lo que ahora importa: no tenga yo que recordaros lo mismo que hace un instante me recordasteis vos a mí. Ved, pues, señor, qué debo hacer. Disponed, que ya os obedezco.

"¡Que ya os obedezco!", había dicho. "Ved qué debo hacer, que ya os obedezco." El caballero parecía perplejo; callaba. La paz absoluta de aquella sala, con su solería de grandes losetas blancas y negras, su cómoda y el crucifijo de marfil sobre ella, se le había entrado en el alma, y callaba… Pero al fin tuvo que acudir con la respuesta: Nada había que hacer por el momento, sino mantenerse a la espera de los acontecimientos. Arriesgado resultaría menudear las visitas, y además innecesario, dado que, "nuestro buen confesor" se encargaría, como hasta aquí, de mantener el contacto. ¿No era así, padre? -Así era. Fray Miguel asintió con una inclinación de cabeza.

– ¡Entonces!…

Y al percibir un algo entre irritado y desamparado en el acento con que doña Ana, simulando cerrar la entrevista, pedía en esa palabra instrucciones, acudió el fraile desde el rincón en que hasta ese punto se había mantenido, y explicó a la princesa en breves y persuasivas frases algo de lo proyectado: no más tarde que aquella misma noche eran aguardados cinco caballeros portugueses que venían, como los más principales de la nobleza de su país, a reconocer al rey. Una vez que le hubiesen prometido obediencia, ellos serían quienes preparasen el levantamiento del reino y la entronización de don Sebastián, de manera que el rey de España, don Felipe, viniera a encontrarse frente a los hechos consumados, no quedándole otro recurso que reconocer también a aquel cuyo camino hubiera podido estorbar en otro caso…

Y como doña Ana se admirase de esta sospecha, descreyendo en tanta maldad, concluyó el fraile:

– Señora: vuestros cortos años, la eminencia de vuestro nacimiento y la magnanimidad de vuestro corazón se conciertan para haceros ignorar la sólida resistencia de los intereses que, con intrincadísimo tejido, se oponen siempre a cuanta novedad amenace desconcertarlos, por mucho que la justicia pueda abonarla y recomendarla el bien público. No espere vuestra alteza que los derechos del rey don Sebastián han de abrirse paso con sólo declararse; antes bien, deberán seguir tortuosos senderos, caminos desviados, e introducirse por las sutilezas de la astucia para después romper con la fuerza. -Y tras una pausa y una ojeada rápida, furtiva, al rostro conturbado de la princesa, añadió-: La preocupación que ahora, con ser mezquina, nos embarga el ánimo y traba los movimientos es, Ana de mi corazón, ¡afrenta da el decirlo!, la escasez de recursos con que se cuenta para atender a inevitables gastos de la conjura: emisarios, noticias, espías, y algunas otras prevenciones y cautelas.

La dama, que había escuchado medio distraída, decretó, volviendo en sí con un suspiro:

– Hágase todo según vuestro mejor criterio, padre mío; no turbéis más mi alma, harto confusa ya con este grave asunto, y sólo fiada a la autoridad de mi confesor.

Y echando mano a una pequeña alforja de terciopelo azul, extrajo de ella un puñado de joyas, y se las tendió al pretendiente.

– Tomad, querido primo, tomad este oro, y sea muestra de mi fe en vuestro derecho, y de mi confianza en vuestra persona.

Todavía, se sacó un anillo del dedo y lo puso sobre el montoncito de eslabones, sellos y armas reales, cuyos relumbres hacían guiños diabólicos desde el hueco formado por las palmas juntas de las manos varoniles. Concentrados ahí todos sus espíritus vitales, todo el calor de sus venas, el hombre, demudado, creyó estar tocando por vez primera el metal de su realeza; pero, al placer indecible de sentirse rey, se mezclaba la sutil sospecha de alguna superchería que, en parte, lo frustraba.

Con todo, frente al encanto dudoso del poder cuyo símbolo recibía, se alzaba, impotente hasta quitarle el habla, la grande y pura verdad de la doncella que, en un arranque tierno, le hacía entrega de las joyas y, con las joyas, de su propio destino.

Se dobló hasta el suelo, y salió.

Salió lleno de energía nueva, impulsado por la virtud incoercible de aquel talismán que le hacía rebosar de sí mismo. Fray Miguel de los Santos, anonadado, le vio crecerse ante sus ojos con aquella majestad impetuosa que tan conocida le era: aquella misma que, veinte años atrás, había sido perdición de su joven penitente, y cuyo brío aterrador nunca hubiera sospechado en el taciturno protegido que, ahora, con ella, se le revelaba como la verdad de su mentira. Sometiose, pues, sin réplica al tono imperioso de su voz, que exigía acatamiento. Al comprender que se le escapaba la rienda, y que estaba enredado sin remedio en la intriga que él mismo urdiera, no trató siquiera de resistir: se sometió a su arbitrio. Y cuando, llegada la noche, hubo de conducir hasta la posada donde aguardaba el nuevo rey a los caballeros portugueses que venían a traerle la corona de don Sebastián, le faltó presencia de ánimo para asistir al encuentro. Los introdujo a la pieza y permaneció escuchando tras de la entornada puerta. Los murmullos que, desde el otro lado, llegaban hasta sus oídos eran alimento a la ansiedad de su corazón, y régimen de su pulso… La respiración se le cortó al sentir cómo, al cabo de un rato, se henchía la voz regia sobre el turbio rumor de frases entendidas a medias, para exclamar con airada y apremiante calma:

– Miradme bien; miradme de pies a cabeza; escuchad mi acento; estudiadme tanto como conveniente os parezca, y decidme luego: ¿quién soy yo? Decidme: ¿soy yo acaso un falso rey, un impostor? Si estáis pensando eso, mis señores, gritádmelo a la cara ¡Pronto, sin vacilar: gritadlo! Abrid las ventanas; despertad a los vecinos; llamad al pueblo y señaladme con el dedo, acusando: "Este es un impostor que, privando del reino de Portugal al gran Felipe II, se quiere hacer pasar por nuestro rey; éste es un falsario que, lleno de loco atrevimiento, osa presentarse como el rey don Sebastián ante nosotros (amigos, compañeros suyos, que le veíamos a diario, que compartíamos su mesa, que le secundábamos en sus trabajos) pretendiendo imponer su audacia a nuestra estupefacción y forzarnos a reconocerle." ¡Pronto! ¡Hundidme en la infamia, si es que vuestro ánimo alberga la más leve duda! Pero ¡pronto!, decid, señores: ¿quién soy yo?

Reuniendo todas sus energías, fray Miguel de los Santos se precipitó en la cámara al oír las voces del rey, que, ahora, aguardaba, tomada la barba con la mano izquierda, y apoyado en la derecha el codo.

Los caballeros portugueses, sorprendidos e intimidados, cambiaban entre sí miradas irresolutas con una inquietud que la oscilante luz de las bujías exageraba en visajes, mientras que el fraile seguía, lleno de angustia, la muda deliberación de los semblantes. En nombre de todos, dio por último su respuesta el más autorizado.

– Señor, sois el rey -dijo.

– De labios de cada uno de vosotros quiero oírlo.

– El rey sois, señor -repitieron los demás.

– Entonces, amigos, ¿por qué no pronuncian mi nombre vuestros labios? ¿Lo han olvidado acaso?

– El rey don Sebastián, señor; reconozco en vos al rey don Sebastián -proclamó el que primero había hablado, hincando ante él la rodilla y tomándole la mano. Él se la dio a besar.

Tranquilizado, se atrevió ahora a intervenir el fraile; sugirió:

– Señor: estos caballeros desearán sin duda el placer de abrazar a vuestra majestad, en quien recuperan no sólo un rey: un amigo.

No había logrado aquella noche fray Miguel que el sueño sosegara sus pulsos cuando, en horas de la madrugada, recibió recado de doña Ana, que mandaba llamar a su confesor. Él acudió con alarmada premura.

– Aquí me tiene, señora, a su mandado. ¿Qué puede haber ocurrido, de la noche a la mañana, para reclamar mi visita antes que la de la aurora? -y mientras preguntaba así con sonrisa galana, urgían, inquietos, sus ojos una pronta respuesta.

Pero ella parecía haber perdido al verle toda su prisa, y estar desconcertada, buscando las palabras en el recogido seno de la falda. Cuando las hubo ordenado, puso término a la pausa:

– Perdóneme, padre, si olvidando sus años por mi desvelo, he cortado su descanso con mi llamada. Sea ésta mi disculpa: las horas de la noche se han dilatado y prolongado para retorcer mi conciencia en nudo tan cruel que su daño, superior a mi piedad, corrompía el bálsamo de oraciones con que, una vez y otra, pretendí suavizarlo, y quitaba el sentido a las santas frases que mis labios se esforzaban en pronunciar. No había lugar en mi pecho sino para el tormento de esta duda: si estará bien hecho lo que estoy haciendo, y si este caso del rey don Sebastián será conforme a la voluntad de Dios. Mil veces me he representado vuestras palabras, padre Miguel, y hasta me parecía oírlas de nuevo, con suave persuasión, junto a la almohada. Pero ¿qué ocurre ahora, padre mío, para que vuestro dictamen, que siempre gobernó mi conciencia, no alcance a apaciguarla? En todos los actos de mi vida me he acomodado siempre a vuestro consejo; y ni yo misma conozco mi alma como la conoce su antiguo director. ¿Por qué, en esta ocasión, al tiempo que desea con tanto alborozo seguir su piadosa guía, se siente insegura y atormentada, sin terminar de satisfacer con las razones que le recomiendan lo que tanto ansía? ¿De dónde viene mi gozo? ¿De dónde mi tribulación? ¿Por qué tiemblo de este modo ante lo que estoy anhelando?…

"Padre Miguel: perdóneme que con tanto apuro le haya hecho venir; la madrugada vuestra es para mí desvelo; vuestra prisa, demora mía. Como confesor os he llamado, en una agonía de mi alma… Ya, ya leo en esa sonrisa indulgente; bien sé cuánto ha hecho por asegurarme, por tranquilizar mi ánimo. Lo sé. Pero ¡hábleme, hábleme de don Sebastián! Dígame: ¿cómo puedo yo estar segura?, ¿cómo voy a saber? Vuestra merced es confesor suyo; tuvo la dicha de conocer el interior de sus pensamientos como conoce los míos propios, cuando todavía tenía él los años que yo tengo, y aún no había sido maltratado por el infortunio. Y luego, vuestra merced ha conversado con él hasta saciarse, le ha escuchado el relato de sus desventuras… No se impaciente, padre mío: cierto es que me ha trasladado ese relato y ha tenido la paciencia de responder a todas mis preguntas, por más que fueran nimias o necias. Pero comprenda; yo misma no he hablado con él sino algunos instantes, y no he podido escuchar de sus labios sino aquellas frases ceremoniosas, fría corteza de cuanto acerca de él sé por referencia vuestra. Y puesto que sólo eso he recibido de él… Piense, padre, que yo soy una princesa, y tengo derecho a saber, tengo derecho a estar segura. Quiero saber, sin duda alguna, que él es en verdad el rey don Sebastián. ¿Cómo puedo alcanzar tal certidumbre? ¡Ay, padre! Quisiera seguir todos sus pasos; y no ya los actuales, sino poder acompañarlo hacia atrás, en su aventura por Europa, hasta adueñarme de cada una de sus penalidades, y acompañarlo al cautiverio; más todavía: retroceder en su compañía al palacio de Lisboa, cuando, lleno de entusiasmo, preparaba la expedición que tan funesta había de serle… Pero estoy desvariando, padre mío: desde la cumbre fría de vuestra edad, esa sonrisa me lo dice. Sí, mis años todos no alcanzan a tan lejanos acontecimientos. Pero ¿no puede acaso remontarse la noticia a donde la memoria no llega y la eternidad entera no se agolpa en el soplo de un alma? El pasado que sus manos hicieron, podemos tocarlo al estrechar sus manos. Saber, estar segura es lo que yo pido. Si pudiera adentrarme en sus pensamientos. ¡Ay en el movimiento de su corazón ha de conocerse su ánimo real! Si él es, como parece y creo, no puede esconder ningún engaño, maldad ninguna; sólo nobleza puede haber en su pecho, y verdad en su boca…"

…Mientras congojas tales ahogaban a doña Ana, y cuando fray Miguel procuraba tranquilizar su agitado corazón, ya el hombre que era causa de ellas se precipitaba desde la cima soberbia de sus pretensiones a la oscuridad de un calabozo. Aquella misma noche habían ido a prenderle en su posada, con oficiales de justicia, bajo acusación de impostura, y se le tomaba la primera declaración indagatoria. Tras ella siguiéronse sin demora las diligencias de trámite, y cuatro días más tarde era ya reo de muerte por delito de traición. Aunque no pudo obtenerse de parte suya confesión alguna, consta por sentencia firme que quien osaba hacerse pasar por el rey don Sebastián era en verdad un pastelero de la villa de Madrigal, llamado allí Gabriel Espinosa.

Llegó el plazo fijado para ejecución de la pena, y él, rechazando toda compañía, prefirió esperar a solas: quiso estar a solas consigo mismo. A solas pasó la noche. La noche pasó; sonó la hora; se oyeron pasos afuera, crujieron los escalones, chirrió un cerrojo, gimió la puerta, y el angosto calabozo se llenó de hombres; le ligaron las manos, lo bajaron al zaguán, lo montaron a lomos de una mula y, bien custodiado, comenzó a avanzar, como en vilo, por entre la multitud, despacio, tieso y oscilante en su cabalgadura, cual máscara solemne en las apresuras de un carnaval, precedido por el redoble del pregonero.

Entró luego la comitiva en la plaza mayor y, abriéndose paso entre el pueblo, se fue acercando al tablado, a la horca: todo discurría con la lentitud extrema de los sueños… Y ya el reo, arrastrando los pies, había subido los escalones del estrado, cuando un revuelo conmovió la plaza. ¿Qué era? ¿Qué sucedía? ¿Qué soplo de qué pulmón gigantesco había soplado sobre las cabezas de la muchedumbre? "¡Es la madre, que llega!", se oyó repetir. Como en volandas, habían traído de Madrigal a la madre del pastelero Gabrielillo Espinosa, que, escondida en el fondo de su casa, se obstinaba en ignorarlo todo. Pero un grupo de aldeanos, entre compasivos y brutales, fueron a sacarla de su madriguera para que presenciara las honras fúnebres de un rey; y la vieja, arrebujada en su manto de viuda, se había dejado llevar sin resistencia. Ahora se la veía aparecer, estúpida, en el hueco de una ventana, frente al patíbulo. "¡Es la madre!", explicaban por todas partes; y, tras el espeso rumor, otra vez silencio. El reo levantó la vista hacia la ventana, e hizo una extraña mueca: unos pensaron que de cínica burla; algunos que de dolor; mientras que otros creyeron interpretar en ella quién sabe qué oscuro mensaje… A lo último, una frase salió de sus labios; dijo como hablando consigo: "¡Pobre don Sebastián, en qué viniste a parar!"

El resto, fue todo muy rápido. Con el aliento contenido de quienes observan al halcón precipitarse sobre su presa y, prendido a ella, vacilar un momento en el espacio, así vio el pueblo cómo el verdugo se mecía en el aire prendido al reo. Mas cuando lo hubo soltado, y dejó ahí, colgando de la horca, aquel flojo muñeco de trapo, hubiérase dicho que la escena toda no había sido otra cosa que una mala broma de cómicos lugareños.

(1947)

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