El Doliente

"Ya vuelve Ruy Pérez", dijeron en un susurro los labios resecos del rey; y sus párpados cayeron de nuevo sobre las dilatadas pupilas. Horadando el espeso rumor de la aceña, le había llegado a los oídos desde el bosquecillo el son de una trompa de caza, insinuado apenas, luego ahogado en el agua. Aguardaba ahora el chapoteo de los caballos sobre el fango; enseguida, el ruido de sus cascos amortiguado por las hojas secas de la calzada; y, en fin, sus pisadas batiendo con tintineo metálico sobre las piedras del patio.

Inmóvil, retrepada la cabeza, brazos y piernas extendidos, el rey esperaba con paciencia infinita. Allá, el trajín de las cuadras, el chirriar de goznes y cerrojos, el confuso, irritado barullo de una disputa; y, por último, cada vez más cercanos en la escalera, los pasos de su montero. No bien lo tuvo ante sí, preguntóle don Enrique:

– ¿Me dirás, Ruy Pérez, qué le ha pasado a mi yegua alazana, que viene renqueando?

Sin darle respuesta, cerró calmosamente el montero la puerta de la cámara, y alzó ante el lecho de su señor una garza hermosa que había cobrado. Dejó caer luego el trofeo en una banqueta, y contestó:

– ¡Nada fue, señor! Se clavó una espina en la mano izquierda; ya el albéitar la está curando. Mas ¡qué pronto conoció mi señor que era su yegua!

– ¡Ah, Ruy Pérez, maldito! El día entero cabalgar y cabalgar. ¿Para qué?

Una débil llama de furor incorporó al rey en su catre: izado sobre un seco brazo cuyo codo se hincaba en el jergón, arqueó el torso e irguió la frente. Pero enseguida tuvo que desistir del esfuerzo: la cabeza se le desplomó de nuevo en el cabezal.

Entonces rebulló en su rincón el ama Estefanía González, que en toda la tarde no se había movido, y acudió a embozar a don Enrique. Sus manos ágiles arreglaron los pliegues de la frazada, el pelo húmedo en la frente ardorosa del enfermo. Este le mandó una sonrisa lastimera: "¡Viejecilla loca, madre Estefanía!" Y se quedó sosegado, mientras se retiraba a su sitio sin pronunciar palabra. Le bastaba al rey la presencia, la mera y muda presencia del ama Estefanía, cuyos pechos nutrieron su flaca infancia, para sentirse sostenido. Era algo como una renovación de las raíces de la vida, como el reflujo de aquellas oleadas calientes que, veintiún años atrás, enviaba a su cuerpecillo de recién nacido, con el golpe de la leche, el cuerpo recio de la mujerona. ¡Ay! ¿Quién, por aquel entonces, hubiera podido imaginarse lo que sobrevendría corridos breves años? Nunca se pudo averiguar en la Corte el maleficio; pero el caso es que, a un tiempo mismo, con diferencia de días, una calentura maligna calcinaba los huesos del rey niño, arruinando para siempre su salud, y la nodriza sufría un envejecimiento prematuro: la que era fresca y graciosa perdió de pronto la lozanía y el seso; consumiéronse los miembros, y comenzó a desvariar… Dicen que, al verla en tal miseria, su otro hijo -el verdadero, el hijo de la carne, aquel Enrique González que había crecido en los patios del castillo protegido de los extremos de la befa por el ceño del rey, siempre dispuesto a cubrir con su autoridad la indefensión de su hermano de leche-; dicen que este desdichado Enriquillo González se dio a reír con un raro júbilo cuando vio a su madre caída en la demencia, como si quisiera dar a entender que la recuperaba y se reunía con ella en esas tinieblas, después de haberse sentido descastado, privado de su natural alimento, relegado y preterido en beneficio del infante real. El infante, en cambio, había llorado en su cama, tapada la cabeza con el cobertor, durante horas enteras, en la congoja de sentirse abandonado por su aya, que se iba de sí cuando más falta le hacía… Pero hubo de resignarse, y pronto halló consuelo. Cierto que, enajenada, ya no era la misma, que ya no era apenas sombra de lo que había sido: ni gobernaba la casa, ni la animaba con sus decires como antes; pero siguiera estaba ahí, permanecía junto al doliente, quieta y silenciosa, haciéndole compañía. Y sólo cuando, alguna vez, prorrumpía en gritos inhumanos, era menester sacarla de la cámara y llevarla a encerrar en una torre. Pero esto acontecía muy de tarde en tarde, cada vez con menos frecuencia, y hasta parecía que ya por último el mal quisiera abandonarla…

Volvió, pues, la vieja a sentarse en su escabel, junto a la ventana, mientras que, por su parte, Ruy Pérez se dejaba también caer en el banco, apartando un poco la garza que le había ofrecido al rey. Estiró las fatigadas piernas y, tras una pausa, notificó a don Enrique:

– Señor, hoy he sabido algo que me da pesadumbre: Alonso Gómez, con toda su gente, ha entrado al servicio del obispo don Ildefonso.

– ¿Eh? ¿Cómo lo supiste? ¿Será cierta la noticia? -Conocía muy bien el rey que no podía dejar de serlo; más de una vez se había inquietado, durante los meses anteriores, por la dilatada ausencia de su vasallo, esquivo y huidizo, y si nunca había preguntado, era porque temía saber. Pero la desolación de su alma buscó todavía un apoyo en las dilaciones de la duda-: ¿Es cierta la noticia? -repitió con desmayo. Y luego, sin aguardar confirmación, su boca se amargó con el comentario-: ¡Dios me valga: otra deslealtad!

Pero el montero no le consintió escaparse en el alivio de la queja:

– Señor, a Alonso Gómez son ya los sueldos de tres años corridos los que se le están debiendo…

– También a ti, Ruy Pérez, también a ti se te deben tus sueldos, y aún no me has abandonado.

– Señor: si abandonáis a vuestra gente, siendo el rey ¿cómo pensáis que los vasallos no os abandonen?

Nada replicó don Enrique. En el silencio de la cámara se podía percibir su respiración ansiosa. Entornó los ojos, y ya quería refugiarse en el sueño cuando le volvió a acosar la voz áspera de su montero refunfuñando:

– No, no ha de faltarles cuidado a los halcones del rey de Castilla mientras Ruy Pérez tenga vida. Falta, sí, que el rey mismo no nos falte a nosotros…

Sintió poco después don Enrique el golpe de la puerta que se cerraba a espaldas del montero, las pisadas que se perdían escaleras abajo; y nada más. Pasó un rato. Comenzaba otra vez a quedarse traspuesto -los martillazos falsos de la herrería, el acre olor a pezuña cercaban sus adormilados sentidos- cuando un perro, saliendo de bajo su cama, se acercó a olisquear su mano que colgaba fuera de la sábana. Crispada al contacto húmedo del hocico, la mano del rey se levantó despacio para acariciar la cabeza del animal; pero tanteó en el aire sin tropezarla; el perro se había alejado ya para ir a olfatear la garza abandonada sobre el banco.

– ¡Ay! ¡Ay! Este mal, yo lo llevo prendido como se prende el alano a la oreja del jabalí, y no puedo arrancármelo del cuero… Y ¡qué duro es para un enfermo este invierno en tierras de Burgos! -consideraba a media voz don Enrique, haciendo queja de sus reflexiones-. Todo parece muerto; muerto y sepultado y olvidado para siempre. Y yo, ¡pobre de mí!, yo, el rey de Castilla, ¿habré de consumirme en esta cama de mis tormentos? Mis miembros están entumecidos… -prosiguió el lamento tras una pausa, dirigiendo ahora hacia Estefanía la quebrada voz-. Di, nodriza: ¿no me haría bien levantarme un rato, mudar de postura? -Y luego, impaciente-: ¡Dime, contesta! Nunca me resigno a creer que no me entiendas, quieta ahí como una piedra, como piedra astuta que mira sin decir nada…

Un leve rubor de ira coloreó por un momento las pálidas mejillas, para desvanecerse de inmediato. Apartando las cobijas, sin ayuda, con un tirón nervioso, se echó del lecho y, vacilante, fue a acomodarse en el gran sillón instalado junto a la ventana. Entonces sí acudió el aya a tenderle un manto sobre los hombros y a remeter luego sus bordes alrededor del cuerpo arrebujado.

– Me arropas, me envuelves como a una criatura. Eso sabes hacerlo. Eso es lo que de ti resta, nodriza; y eso es también, ¡ay!, lo que resta de mí.

Se sumió la voz del rey entre los ruidos fatigosos que salían de su pecho. A poco, también comenzó a apagarse su agitación y quedó en fin sosegado, perdida la vista en la ventana. Desde su asiento divisaba el patio solitario, confinado por un recio muro sobre cuyo borde asomaban sus ramas una hilera de chopos, desnudos de follaje. Arriba, el cielo cerrado. Y al fondo, en un rincón del patio, una tabla que se pudría en la humedad… Cansado, recogió don Enrique los distraídos ojos y dejó caer la mirada sobre sus flacas manos, acostadas en el regazo. "Hoy Ruy Pérez me ha traído una garza -barajaba, indolente, su pensamiento-; una espléndida garza: ahí está. ¡Garza real!… ¿Qué día será hoy? El día se acaba; ya cae la tarde; cae."

En esto, la bien conocida risa de su hermano de leche, la risa del Enrique González, estalló fuera y atrajo de nuevo hacia el patio la atención del rey. Helo ahí, chanceando con un mozo de cuadra. El mozo llevaba un saco al hombro, y Enrique González le ha tirado del brazo hasta hacerle perder el equilibrio. Y mientras el hombre, rehaciéndose, blasfema e intenta limpiarse el barro de la mano sobre la pelambrera del idiota, éste alza en sus brazos fornidos el saco: fuerzas le sobran para echárselo a la espalda y, así cargado, correr hacia el establo, ante el mozo de cuadra que, medio furioso medio divertido, sigue su contoneo. Uno tras otro, han desaparecido ambos por la puerta del fondo, y ya no queda en el desierto patio sino la fila de pisadas, interrumpida por el resbalón fangoso en un remolino de huellas. Don Enrique se ha quedado pensando en ese muchachote que tiene su misma edad, pero que ha crecido tanto, tanto, y cuyas manos enormes nunca cesan de moverse y agarrarlo todo. "Vedlo ahí, en la nieve y en el frío -cavila-, rebosante de energías; de aquí a poco rato saldrá para echar sus reteles en las acequias, y volverá muy ufano con las manazas enrojecidas por los alfilerazos del hielo, y llena de cangrejos la alforja; se sentará junto a la chimenea, los hervirá en un pote; no entenderá las pullas de los mozos y, sin responderles, seguirá chupando sus cangrejos hasta que, por último, quiera tumbarse a dormir en un rincón de la cocina. Y dentro de diez, de veinte, de treinta años seguirá, haciendo lo mismo. Lo mismo que hoy, resonarán entonces sus risotadas en el patio. Hasta que Dios lo disponga… ¿Y yo?, ¿cuándo seré llamado al seno de Dios? Pues yo, ¿qué hago yo? Dar vueltas en esa cama y darle vueltas en el magín a las cosas que no tienen compostura. Así, hasta que Dios quiera. ¿No valdría más?… "

Exasperado, prendió el cordón de la campanilla y lo sacudió con estrépito; luego, caídas las manos y la vista clavada en la puerta, se quedó aguardando. Pasos ligeros en la escalera anunciaron la llegada de un paje.

– Que suba enseguida Ruy Pérez.

– Ruy Pérez, señor, volvió a salir; no está en el castillo.

Se hundió el rey en un tan dilatado silencio que las pocas palabras cruzadas con el niño llegaron a sentirse como cosa indeciblemente remota, y éste, parado a la puerta, se tuvo por olvidado.

– ¡Señor! -susurró.

– Pues que venga entonces Rodrigo Álvarez -fue, por fin, la orden que lo despedía.

Cuando, tras alguna espera, volviera a abrirse la puerta sería para dar paso a un hombre cano, barbado y lleno de parsimonias.

– ¿Cómo se entiende, Rodrigo Álvarez -le dijo don Enrique, no bien lo tuvo ante sí-, cómo se entiende que el rey haya de pasar la vida solo, sin que nadie lo asista, a no ser esta pobre Estefanía, tan necesitada ella misma de atención?

– Bien lo sabéis, señor: vuestra aya es la única persona que toleráis al lado; nadie más se atreve a aportar por esta cámara, si no es llamado. Además, lo sabéis también, cada cual anda afanado en su quehacer, y ése es el mejor servicio que todos podemos hacer al rey, en los días que corren y tal como van las cosas.

– Siéntate aquí a mi lado, Rodrigo Álvarez, amigo. Ves que mi salud mejora; quiero que me pongas al tanto de todas las novedades.

El anciano se acarició la barba y, tras estudiada pausa, empezó a decir:

– No quisiera, en verdad, don Enrique, agobiar vuestro ocio de enfermo con tan ásperos cuidados. Pues si me lo demandarais, sólo malas nuevas podría daros. Mas ¿de qué os valdría conocerlas, señor, si ya nosotros acudimos al posible remedio?

– Habla, te digo.

Entonces el mayordomo, en un discurso de ensañada insistencia, lento, minucioso, preciso, comenzó a relatar los desmanes que, sin tregua, venían cometiendo los señores del reino contra los derechos de la Corona. Bosques destruidos, rebaños robados, villas expoliadas, rentas usurpadas, vasallos seducidos o vejados, siervos oprimidos -todo esto iba cobrando cuerpo y se amontonaba en la implacable abundancia de los detalles aducidos por el mayordomo, incansable y formal, como se amontonan al pie de su vieja fábrica los escombros de un bastión arruinado.

A duras penas seguía don Enrique la maraña de hechos que su servidor refería con abrumadora copia de circunstancias, nombres y fechas: tal intriga se había alcanzado a conocer por obra de la casualidad, tal otra felonía había sido delatada por un pechero, quejoso de malos tratos… Temblaba el rey, como quien se siente mirado y observado desde cien puntos diferentes, sin poder ver a los que acechan.

– ¡Basta! -dijo-. ¡Basta! -gritó, rechazando con las manos el montón de infamias. El mayordomo cortó en seco su informe, y permaneció mudo. Las manos del rey habían recogido en su hueco la frente pesada, las cejas doloridas-. Si Dios me da fuerzas, este verano habrá de ponerse orden en todo.

Dios quiso darles fuerzas. Pasado que fue el rigor de los fríos, don Enrique empezó a sentir mejoría: se hizo peinar la barba, pulir las uñas, y pronto inició sus salidas al campo en breves excursiones de caza. Más que en el vigor todavía resentido y vacilante del propio cuerpo, notaba su restablecimiento en las gentes de alrededor: así como los animales del bosque abandonaban sus cubiles en las quietas nieves, y aun se atreven a asomar los hocicos al poblado, pero huyen de nuevo para sus guaridas a la menor señal de alarma, así también, cuando el rey levantaba la vista empinado sobre su dolencia, escondíanse todos los ojos que con disimulo habían estado cercándolo; y eran ojos innumerables, eran todos los seres del bosque, eran todas las gentes del reino, era el mundo entero, que espiaba sus movimientos y estaba atento a las alternativas de su respiración…

Don Enrique fatigaba su magín buscando los medios con que restaurase la autoridad de la corona; mas la acción esforzada que a la postre intentaría para ello, y que pareció por un momento destinada a rectificar el torcido curso de sus asuntos, comenzaba a gestarse a espaldas suyas. Era en verdad algo que ya estaba ahí, soterrado, desde años; algo que había sido incubado en el seno de sus fiebres y de sus interminables vigilias; algo madurado, sabido, esperado. Y sin embargo, ahora, al erguirse y tomar bulto y ponerse en movimiento -como una culebra que hasta el instante en que se despereza su lenta seguridad hubiera podido confundirse con la rama seca de un árbol-, se revelaba fruto de condiciones todavía ignoradas por él mismo.

Así, uno de aquellos días en que, avanzada la primavera, había el rey salido a cazar, y cuando llegada la tarde, entre alegre y rendido por el esfuerzo de la jornada, emprendía con su séquito el regreso al castillo, ya habían empezado a tejerse en el fondo de éste, entre las chuscadas de servidores groseros que entretenían su ocio en torno al fogón, las primeras fibras de la estofa con que el acontecimiento debía tramarse. Bien ajeno a todo cabalgaba el rey; pero su cabalgar taciturno le acercaba paso a paso al único acto de fuerza que cumpliría en su reinado, y para cuya consumación necesitaría reunir el desdichado sus energías todas. Si queremos conocer ese hecho hasta en sus primeros orígenes tendremos que descender, pues, a las cocinas y avenirnos a escuchar allí la conversación llana, tosca y vulgar de la gente menuda. Su punto de arranque había sido el azar de una pregunta envuelta en el bostezo de un pinche: ¿Cuándo comenzaban a guisar la cena? – Eso -fue la respuesta del cocinero-, pregúntaselo al señor mayordomo, que es quien te lo podrá decir. Aunque si escuchas mi consejo, más te valdrá no gastar en averiguarlo arrestos, no sea que no haya luego con qué los repares. -Algunas risas pusieron mohíno al muchacho; pero, animado por ellas, su jefe prosiguió la chanza: – No reírse: él tiene hambre, y pregunta. Di, mozuelo, ¿tienes hambre?

– A nadie le importe si la tengo o no; eso es cuenta mía. Sólo que, como veo que ya se va haciendo noche y estará el rey al llegar…

– Pues ¡bueno! ¡Ahí va la gran noticia! Escucha: hoy no se guisa cena. ¿Qué dices a esto? ¿Qué te parece? ¿Nunca habías oído que todo un rey carezca hasta no tener qué llevarse a la boca? Pues alégrate, que en eso vamos imitando todos al Rey de los Cielos, más glorioso cuanto más pobre. Hoy todos ayunaremos con el rey de Castilla, y ésa será penitencia de nuestros pecados.

– ¿Qué burlas son éstas, señor don caldero? -reconvino desde la puerta la voz grave del herrador-. Por demás triste es el estado a que está llegando el rey, para que hagamos gracias a costa suya.

– Pero ¿creéis vos que me burlo? Le decía a este muchacho que se prepare a ayunar, pues ya tiene años para cumplir el precepto; y le instruyo además con el ejemplo de nuestro Salvador, para que no se le ocurra tener en menos al rey don Enrique viéndole reducido a tanta miseria. ¿De dónde salís vos? He dicho que no hay cena, y no la hay; veras son éstas, que no burlas. Si tanto os pesa, a vos y a otros, y aunque sólo sea para que este chico deje al fin de bostezar, ¿por qué no te acercas tú, Maroto, tú que eres allegado a esa santa casa, por qué no te acercas a las puertas de Su Señoría, a ver si los criados del señor Obispo quieren echarte en una escudilla las sobras del banquete que ayer ofreció su amo? Puedes pedir la limosna en nombre del tuyo: ¿por qué no habría de mendigar el rey de Castilla?

– ¡Buen obispo nos dé Dios! -exclamó el nombrado Maroto. Y luego de una estudiada pausa, comenzó a referir a sus camaradas los pormenores del festín a cuyo servicio había ayudado la víspera. Era mozo trotamundos, sabía hacerse escuchar. Con palabras y gestos, ponderó el lujo del banquete ofrecido a los señores del reino por el prelado, exagerando las pingües vituallas, la gula y el despilfarro. Enseguida -baja la voz y en tono sentencioso- hizo notar que todo aquel glotón desenfreno venía a preludiar el de los corazones: pues los potentados de Castilla se habían reunido a la mesa del obispo don Ildefonso, no tanto para henchir los bandullos hasta quedar ahítos, como para trinchar el reino, desmembrarlo y repartirse sus tajadas, expoliando al Doliente.

– Cerca ya de los postres empezó el obispo a abordar la cuestión, y todos quedaron pendiente de sus labios. Ya conocéis su arte; es un gran sabio. Y yo, que andaba por allí con librea de la casa, lo miraba sin perder palabra: quien no lo haya oído no podrá imaginar tal maravilla…

– Pero, ¿qué decía? -le interrumpió uno.

– ¿Qué decía? ¡Ah! Yo no me cansaba de mirar su mano, moviéndose ante él como una torcaz que, posada al sol, se esponja y se alisa el plumaje. ¿Y su cara?, ¡qué dignidad! ¿Y aquellas sus palabras, que le salían de la boca espesas y seguidas como las ovejas del redil? Yo, amigos, no le quitaba ojo de encima. Y así, pude notar cuando nadie lo notaba todavía algo que le estaba ocurriendo. Otros no se dieron cuenta; yo, sí: el rebaño de palabras se le agolpó en los labios y, pasado el atascón, volvió a derramarse en desorden hacia fuera, mientras que la mano, con alarma de pájaro sorprendido, se quedaba parada un instante para agitarse luego, inquieta. Nadie se percató, y él pudo seguir su discurso; pero yo no le quitaba la vista; y vi cómo su frente enrojecida manaba gotas de sudor; gotas y más gotas que, empapándole las cejas, le chorreaban como un llanto.

Parecía que fuera a darle un mareo… Hasta que…, ¡zas!, volvió a cortársele el discurso, y esta vez sin disimulo posible; se puso en pie, y aquel rostro siempre bermejo palideció hasta quedar amoratado. Lo miran todos con asombro; y las palabras que ahora está pronunciando, levantado y con lentísima voz, son éstas: "En fin, mis señores: para que mi dignidad no cohíba vuestro juicio ni pese en vuestra decisión, os dejo por un rato en compañía de mis palabras, aunque libres de mi presencia." Y enseguida, empujando atrás la silla, que derribó al salir, escapó del comedor sin atender ruegos. Los criados obligados a seguirle tuvieron que correr -¡correr, sí!- tras Su Eminencia por la galería, hasta su cámara… Cuando, pasado un tiempo, regresó a la sala, ya compuesto, sosegado, pero todavía lívido, le fue imposible reanudar su discurso: los señores habían acabado entretanto con el vino, y el vino a su vez había acabado con los señores.

Maroto guardó silencio, complaciéndose en la impresión que su relato había producido, mientras que sus palabras eran rumiadas por los oyentes. Sólo aquel pinche cuya pregunta sobre la cena abriera la conversación volvió a inquirir ahora por qué Su Señoría había salido del comedor tan intempestivamente. Un coro de carcajadas acogió la perplejidad del muchachote.

– ¡Siempre se han de burlar de mí, por Dios! -profirió, corrido.

Se extinguieron las risas y, sobre ellas, comentó la voz grave del herrador:

– Pues no hay peligro en cambio de que tales accidentes ocurran en esta casa. En cuanto al señor prelado, parece que no escarmienta. Recordad aquella vez, va para tres años, que en plena misa solemne hubo de abandonar el altar, dando lugar a murmuraciones sobre el cumplimiento del ayuno… Pero, en fin, maestro -añadió dirigiéndose ahora al cocinero-, ¿es que nosotros vamos a ayunar sin obligación? Disponed ya lo que deba prepararse y servirse, poco o mucho, que es tarde y don Enrique estará a punto de regresar.

– ¿Lo que ha de servirse? ¿Y qué ha de servirse?… Ven acá, mozuelo -gritó el cocinero a otro muchacho que estaba en un rincón haciendo soga-, ven y declara a quien lo desee oír qué es lo que has conseguido hoy cuando el mayordomo te envió en busca de provisiones.

– Malas palabras es todo lo que traje para casa -contestó el mandadero-: ni carne, ni pan. Y aun quisieron arrojarme las pesas a la cabeza cuando pregunté si acaso la palabra del rey no vale ya una onza de vaca. Plata y no palabras quieren.

Se hizo un silencio. Al cabo, reflexionó alguno:

– A esto teníamos que llegar cualquier día. Enfermo el rey, sin fuerzas para tirar de su alma, cuanto menos para tener en respeto a los malos vasallos que niegan lo que deben y todavía roban lo que no les pertenece, ¿qué otra cosa se podía esperar sino esta ignominia? ¡Pobre de mi señor, que en medio de su reino es un cautivo cargado de cadenas!. Ahí viene ya: cómo me duele que tenga de encontrarse con esto…

En efecto, fuera se estaba oyendo el tropel de los que llegaban y desmontaban en el patio. Subieron, pues, los cazadores al salón, y don Enrique mandó pedir la cena. Este fue el momento en que sus manos toparon con aquellas primeras fibras de la trama, y empezaron a enredarse en ella. Pasaba rato y rato, y la orden del rey no era cumplida. Por tres veces tuvo que reiterarla, displicente, impaciente, irritado, y cuando ya iba a tocar los límites del furor compareció a su presencia el cocinero, demudado, para notificarle: – Señor, no tenemos cena.

– Y ¿cómo así?, ¿qué ocurre? -gritó don Enrique-, ¿dónde está el mayordomo? ¡Que venga inmediatamente! -don Enrique estaba cansado y hambriento; el acento de su cólera tomaba por instantes inflexiones tristísimas, vetas de desolación. Y los hombres de su compañía, que andaban por allá desciñéndose las espuelas, acomodando sacos y zurrones y comentando la jornada, se volvieron al oírlo, prestaron atención y quedaron suspensos.

Ahora el cocinero pretendía explicar: había salido el mayordomo Rodrigo Álvarez con un pequeño destacamento a cobrar como pudiera algo de lo que era debido al rey, y juró al partir que no volvería si no era trayendo dineros… Hizo una pausa, tomó ánimos en la estupefación de don Enrique, y agregó: – Señor: el dinero ya se nos había acabado tiempo ha; hoy se nos acabó también el crédito.

Las miradas todas están puestas en el joven rey: una oleada caliente sube por sus mejillas pálidas hasta los ojos, que se distraen en el campo anochecido, a través de la ventana. Tras larga, penosa expectación, lo ven en fin quitarse la capa y entregarla al cocinero: – Mándala a empeñar, Juan.

Se inclinó el hombre tomando la prenda y dejó a los señores en silenciosa espera. – Toma, corre, ve a empeñar esto -ordenó a un mensajero, no bien hubo bajado a la cocina-; que el rey se desabrigó por fuera para que podamos abrigarnos por dentro. Ve y trueca lana por carne; y Dios quiera no deparárnosla demasiado dura, así tengamos la fiesta en paz.

El muchacho corrió a la ciudad, rodeó las empinadas calles a espaldas de la catedral, y puso la capa en manos de un judío, quien, desplegando la tela, miróla del haz y del revés, preguntó: – ¿Dónde la has hurtado? -y, por último, vuelto de espaldas, sacó de una gaveta una pieza de oro y se la entregó sin añadir palabra…

La cena fue sombría. Callaban todos al comienzo, devorando el guiso que, a prisa, a prisa, había aderezado el cocinero. Pero conforme la salsa, sazonada con romero y tomillo, y el áspero vino de la tierra entonaron los corazones sin disipar el humor sombrío, se comentó con rabiosa amargura el contraste entre la actual pobreza del rey y el fausto insolente de sus grandes vasallos. Los comentarios habían comenzado en voz baja, entre vecinos de mesa; mas pronto se extendieron y cruzaron por encima de la tabla como jarro que se derrama, y los susurros apagados por la ira se fueron elevando al tono vibrante de la indignación. Su luz prestaba, sobre todo, un brillo crudo a los detalles del festín que la víspera se había celebrado en el palacio del obispo don Ildefonso; se aducían con ofendida vehemencia muestras increíbles de disipación, alegría escandalosa y pagano despilfarro.

El rey comía absorto y en silencio. Pero, acabada la cena, se apartó con Ruy Pérez, su montero, y ambos resolvieron preparar un golpe de mano que redujera el poder de los crecidos señores. Para ultimar sin estorbo durante ella los pormenores del plan, se dispuso una nueva salida de caza, con sólo las gentes que el propio Ruy Pérez seleccionaría.

Y así, dos días más tarde partieron antes de rayar el alba los llamados a participar en la conjura, y cabalgaron cosa de legua y media. Mientras los sirvientes iban delante con los perros, atrás los señores, en tropel apretados alrededor del rey, discutían el cómo y cuándo… Concertado, pues, fijado y ajustado con detalle, descabalgaron en un bosquecillo y se agruparon a la sombra de un roble para tomar descanso antes que se emprendiera el ojeo. Ahora, ya que todo estaba dispuesto, se discurría con nervioso regocijo sobre las consecuencias del golpe, que había de restituir al rey un poder "roído por las ratas de la traición", castigando la soberbia y el abuso de los magnates.

Separado del corro, escuchaba don Enrique la charla ruidosa de sus amigos, que se quitaban la palabra y se ofrecían vino los unos a los otros celebrando por adelantado el éxito de su proyecto. Y cuando, pasado un rato, quiso el rey abrirse paso entre el grupo entusiasta, necesitó apoyar con insistencia su mano en el hombro de Ruy Pérez que, en aquel instante, mantenía alta la bota de vino para recibir en el gaznate un delgado chorrillo de transparente rojez. Se apuraron todos entonces a ofrecerle al rey algo que comiera; pero don Enrique hizo una indicación a su montero y éste dio órdenes; sonaron las trompas, se reunió la gente, y Ruy Pérez dispuso el súbito regreso. Enseguida cundió la noticia entre los sirvientes: el rey se había sentido repentinamente enfermo.

Por sus pasos contados vino a cumplirse, pues, el hecho de fuerza que agotaría las del Doliente. Dos semanas habían transcurrido desde aquel día, cerradas a piedra y lodo las puertas del castillo, y ahora acudían a él los señores todos del reino desde sus diversas tierras y lugares. Conforme iban reuniéndose en los patios traseros los séquitos de los grandes, se hacía más espeso entre las gentes el rumor de la muerte del rey. Palafreneros y espoliques atendían a las bestias apremiando con gritos e injurias a los mozos de cuadra; pero los criados y escuderos de los magnates platicaban entre sí acerca de las causas de la asamblea convocada y de las consecuencias que eran de prever. Nadie sabía nada a punto fijo; pero todos encubrían su ignorancia bajo alarde de reserva; y así, el ambiente de duelo era cada vez más denso: prestaba preocupación a las caras y moderación a los acentos.

Mientras tanto, los grandes señores, congregados en el salón de ceremonias, cuchicheaban cerca de las ventanas en grupos que se disolvían y fundían entre sí cada vez que era abierta la puerta de la estancia para dar paso a un nuevo potentado. Último en llegar, es el maestre de Santiago, don Martín Fernández de Acuña: trae el hábito de su orden sobre la armadura; se ha detenido en la puerta, y saluda con jovialidad ruidosa a los reunidos. Viendo entre ellos a su primo y cuñado el almirante don Juan Sánchez de Acuña, abre los brazos y lo estrecha, pidiéndole nuevas de su casa: – ¡Tres años que no nos vemos, hermano! -le dice. Y luego, llevándoselo a un rincón y bajando la voz, le pide informes acerca del caso para que han sido allí reunidos. "Parece -le explica el almirante- que el rey está en trance de rendir el alma, y quiere hacer público testamento. Pero de cierto nada se sabe…" Quedan callados un momento: el maestre, con la cabeza alta sobre la blanca orla de su barba bien cuidada; el almirante, baja la mirada, contempla distraído las uñas de su mano izquierda. Cerca de ellos otro pequeño grupo recuerda las alternativas de la salud del rey, queriendo penetrar los designios de la Providencia. Después de acometido por el mal -cuenta alguien allí- se le afeó el semblante y se le agrió el ánimo como si quisiera ponerse a la par de un cuerpo flojo, incapaz de emprender cosa de provecho y aun negado a cualquier alegría.

– He oído decir a quienes hace poco lo han visto que tiene ya retratada la muerte en su casa y que su aliento mismo declara con su fetidez cómo la lleva consigo, encerrada en el cuerpo -tercia otro-. Entiendo que hemos sido llamados a escuchar su última voluntad.

En esto, la puerta se abrió con un gran golpe. Todas las conversaciones quedaron cortadas; todos los rostros se volvieron a ella; todos los ojos concurrieron allí. Y vieron entrar, con pisada firme y lenta, armado de todas armas y encarnizados los chispeantes ojos en medio de un semblante blanco de ira, aquel mismo rey don Enrique a cuya agonía pensaban asistir. Se adelantó, pues, hendiendo el estupor hasta el centro de la sala y, parado ahí, tras helada pausa, con un tono compuesto y una voz despaciosa que disimulara su alteración, se dirigió el rey a sus vasallos:

– Señores -les dijo-: antes de haceros saber para qué os he reunido, una cosa quisiera yo averiguar de cada uno, y es ésta: ¿cuántos reyes habéis conocido en Castilla?

– Los magnates, desconcertados, cruzaron entre sí miradas de asombro y, no imaginando a dónde iría a parar con su extravagante cuestión el melancólico rey, callaban. Pero éste insistió en ella con voz aún más apagada y lenta:

– Vamos, señores. ¿cuántos reyes ha conocido en Castilla cada uno de vosotros?

Sólo después de un largo espacio el condestable don Alfonso Gómez Benavides, sostenido en el brazo de su nieto que le acompañaba a la reunión, tomó la palabra y dijo:

– Señor, parecería que huelga inquirir de cada uno lo que yo, por más viejo, puedo responder en nombre de todos. Cinco reyes han conocido en Castilla mis largos años. Al comenzar la dilatada carrera de mi vida tenía el reino don Alfonso, y lo agrandaba sin tregua ni descanso. Una peste, envidiosa de su gloria, impidió cortándole la vida que ensanchase sus estados al tamaño de su grandeza. Y dueña ya la envidia del reino, lo desconcertó y enflaqueció en las luchas de dos reyes hermanos, don Pedro y don Enrique, vuestro abuelo, de quien tenéis, señor, el nombre y la corona. Conocí luego el reinado de vuestro padre, don Juan; y por último, señor (y tal vez vuestra mente, demasiado tierna entonces, no haya guardado memoria del día en que os besé las manos de niño reconociéndoos rey), por último… Bien quisiera que mis ojos cansados se cerraran para siempre sin haber visto otro más: ¡hartos son cinco reyes para una vida!

Refrenando por respeto la cólera había escuchado don Enrique el discurso del anciano, en cuya demora hallaron los demás nobles espacio para cavilar su preocupación. Pero las últimas palabras, trayendo a lo vivo la ocasión engañosa de aquella asamblea, reavivaron con su imprudencia la regia ira; y así, no bien hubo cerrado sus labios el condestable, le replicó el rey:

– Hartos son, en verdad, para una vida cinco reinados, y difícil de soportar la variedad de su poder. ¿Qué no sería si esos príncipes, en lugar de haber reinado por sucesivo orden, hubiesen reinado juntos, y si en lugar de cinco fuesen veinte?

Demudado por la furia, las primeras palabras habían salido, lentas y silbantes, de su pecho; pero tras la pausa de la primera frase comenzó a vibrar su voz, trémula al comienzo de la pregunta, y después cada vez más alta, hasta alcanzar el tono de la imprecación: – Pues ¡veinte!, ¡veinte, que no cinco, son los reyes que hoy reinan en Castilla! ¡Veinte, y aún más! Vosotros, señores, sois los reyes de ese reino; vosotros los que tenéis el poder y la riqueza; vosotros los que ostentáis autoridad, los que disponéis, los que mandáis y sois obedecidos… Pero yo juro por esos antepasados míos que nombraste, condestable Alfonso Gómez, juro que vuestro falso poderío ha caído de aquí en adelante, y no volverá a levantarse ya jamás en estas tierras.

Tornó la espalda el rey. Todas las miradas se alzaron entonces desde las losas del suelo hasta el penacho de su yelmo.

Luego que hubo desaparecido tras la puerta, quisieron ellos consultarse; pero no les dio tiempo la guardia que, invadiendo el salón, acudía a desarmarlos y prenderlos.

Mientras se daba así cumplimiento a las diligencias ordenadas para despojar a los magnates insolentes, dos criados desarmaban y desnudaban al rey, y le ayudaban a meterse en la cama. Don Enrique temblaba como una hoja, daba diente con diente.

Ya casi había pasado el estío y se anunciaba el otoño cuando el Doliente quiso levantar de nuevo la cabeza y dominar su postración y saber lo que se había hecho de sus prisioneros mientras tanto él estuvo sumido en fiebres y delirios. Nadie le daba razón; mas, como apretara e insistiera, vino a enterarse de que todos ellos se hallaban libres y tranquilos en sus moradas. Y supo más; supo con estupefacción que él mismo, el rey don Enrique, era quien había decretado esa libertad.

Cayó entonces en una sima de silencio. Por mucho que se esforzaba no le era posible recordar nada. Y ¿quién hubiera podido socorrer su memoria?, ¿quién?, ¿aquella pobre Estefanía acaso, que, sentada a la vera del lecho, le ahuyentaba las cansadas moscas?

(1946)

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