La campana de Huesca

En aquel tiempo en que los hombres sabían hacer dignidad del servicio y servicio de la vida, porque vivían para la muerte, un monje de sangre real fue sacado de la devoción en que vivía absorto, y elevado entre los hombres a ocupar el trono.

Hasta ese mismo instante había ignorado Ramiro el Monje su destino. Nacido para ignorarlo, creció y maduró en esa ignorancia -una ignorancia distinta de la que pertenece al común de los mortales-; pues, ¿quién conoce, en verdad, su propio destino? Con barruntos, sospechas, anhelos y expectativas se adelantan manos ciegas a tantear la presunta imagen del futuro para decaer luego, y retraerse, y desistir, y plegarse a las formas rugosas que las rocas y peñascos del mundo imponen a la impetuosa blandura vegetal de cada alma… Pero la de Ramiro había brotado de espaldas a su destino, mirando hacia otro, hacia un destino apócrifo, y alzando las ramas a un cielo que parecía prometerse a su cabeza tonsurada como gloria y corona única.

Porque la de su padre, Sancho Ramírez, rey de Aragón, estaba ya asignada a ceñir las sienes del hermano mayor, quien la transmitiría después a su propia descendencia por líneas que se perdían en un porvenir poblado de nobles generaciones, donde, sin embargo, no había puesto alguno para sus simientes de infante real: y, porque no decayeran en lo oscuro, habían de ser ofrecidas a Dios en sacrificio de esterilidad. Eso era ya establecido y dispuesto cuando nació Ramiro: ya estaba ahí Alfonso, con la obstinación regia en la frente aún desnuda, con el pecho alto, los labios apretados, cerradas las grandes manos de dedos cortos, y pesados los andares de unas piernas que el ejercicio de cabalgar había endurecido; ya estaba ahí, lleno de sí mismo y esperando sin prisa lo indefectible. El poder corría, por secretos cauces de sangre, de padre a hijo; venía de los muertos e iba a los todavía no nacidos. Y Ramiro había abierto los ojos al mundo para ver desde la orilla esa confabulación firme y misteriosa del rey con su primogénito, confabulación que lo excluía sin remedio y lo abocaba a un destino de obediencia, hijo de reyes, henchidas sus venas de la misma sangre violenta y soberbia de los poderosos, pero apaciguándola y debiéndola apaciguar siempre, acallándola, tapándole la boca, cegándola, doblegándola siempre, porque, tan cerca del poder, era súbdito, y tenía que templarse para la sumisión.

Pero todo esto se lo había encontrado al nacer, ya dispuesto y establecido, y no vaciló un momento: se encaminó en silencio hacia ese destino que pensaba ser el suyo, del que nadie dudaba fuera el suyo, y lo abrazó de corazón, se abrazó a él, y en él quiso salvarse. Desdeñosamente, abandonó el segundo puesto, y prefirió no tener puesto alguno, ni ser nadie. Sentía que el segundo puesto había sido creado para envilecer al vil haciéndolo revolcar en su vileza, y para quebrar las almas nobles que, habiendo resistido a la corrosión de los peores ácidos, son empujadas a perderse, desesperadas de ambición, por el puñal o el veneno: es el puesto de las tentaciones violentas, de estas a las que sólo se puede escapar en una huida que renuncie a todo.

Huyó Ramiro, y fue a echarse a los pies de Dios. Encogido y doblado sobre sí mismo, oculto bajo la estameña como en el fondo de una gruta, había conseguido en horas y meses y años de forcejeo estrangular a su propia sangre y reducirla al silencio. Llegó a aborrecer el poder, pues que Dios no quería que aborreciera a los poderosos, harto cargados con el fardo de su digno servicio. Y compadecido de sus honores, le imploraba por ellos -por el padre, por el hermano-, en una súplica donde la piedad infinita hacia los grandes estaba mezclada con una también infinita gratitud por la insignificancia, que al fin había alcanzado mediante el oscuro hábito otorgado por el Señor Dios para que pudiese eludir la vergüenza de aquella dignidad sin servicio que le venía de su nacimiento.

Y tanto había conseguido limpiarse de soberbia que, requerido más de una vez, en memoria y mérito de su estirpe real, para que invistiera una abadía o un obispado, accedió Ramiro, sonriendo desde el fondo de su humildad, a asumir esta autoridad y poder menor, aun cuando para abdicarla también poco más tarde, una vez que su renuncia no pudiera ya tener color de altanería… Por último, hasta su nombre y su linaje parecían olvidados definitivamente bajo la estameña indistinta.

Entonces fue cuando vinieron los grandes del reino a reclamarlo para rey. Alfonso, el primogénito, había muerto sin dejar sucesión directa. Había dejado, sí, un testamento; pero era un testamento increíble, que añadía perturbaciones y perplejidad del ánimo al trastorno ocasionado en el reino por su muerte. Leído el manuscrito, la curiosidad había hecho paso a la sorpresa; la sorpresa creció en estupefacción; la estupefacción degeneró en escándalo… Había caído el Batallador. Y ahora, cuando ya no era capaz de levantar siquiera el temido brazo, el escándalo brotaba alrededor de su cadáver como brotan en el bosque apenas apaciguada la tormenta, incontenible y silenciosamente, los botones de las setas. Pues, ¿cómo imaginarse que alguien quisiera emplear las órdenes de Dios para ofenderlo? Cansado de su batallar, Alfonso legaba el reino a las espadas santas de los caballeros templarios, los del Santo Sepulcro y los de San Juan de Jerusalén: ésta era su voluntad. ¿Había querido con ello extender los límites de su capilla mortuoria hasta la frontera de sus estados y convertir el reino todo en cripta para su cadáver y monumento a su gloria bajo la sagrada custodia de las Órdenes militares?

Al principio nadie supo qué pensar ni qué decir: ¡tan difícil era desentrañar la impiedad oculta bajo el manto de lo piadoso! La sensación de la sutil estratagema estaba en todos; ninguno podía precisar, sin embargo, en qué consistía lo inquietante, ni dónde residía lo intolerable. Pero el escándalo crecía y crecía en las conciencias con la pujanza lasciva de las setas; y aún no se habían enfriado dentro de la armadura los miembros del rey difunto cuando los grandes del reino osaban alzar la voz en presencia del cuerpo muerto y deliberaban ante el propio catafalco oponerse a su voluntad escrita.

Se consultaban nombres y estirpes, sin hallar acuerdo. La antigua sangre real de algunas líneas, diluida en mezclas y bastardías, oscurecida por el ejercicio sin brillo de pequeños señoríos o por largos periodos de minoridad en que la familia había vegetado como asombrada, en círculos de mujeres y huérfanos, hubiera podido, sin embargo, llevarlas al trono. Pero este trono se había hecho entre tanto demasiado grande y glorioso; y si todos querían servirlo cada cual con sus estados y feudos como señores campesinos, y esto era ya una honra, ninguno parecía a los demás bastante bueno para cargar sobre sus hombros la pesadumbre del servicio máximo, y hacerle servir como rey.

En el ardor de las deliberaciones llegaron a olvidarse por completo del testamento y hasta del propio rey Alfonso, tendido ahí, crecido, imponente bajo sus armas: la ancha espada rígida a su costado; entrelazados los cortos dedos peludos de sus manos, que salían como revoltijo de enormes gusanos por entre las mallas de los guanteletes; hundidos y borrados los ojos que fueron lo terrible en su cara, y destacada en cambio la desvaída barba, rubia canosa en cuyo desorden se medio perdía la famosa cicatriz por la que era reconocido de las gentes y que, desde la oreja, perpetuaba en la carne de la mejilla izquierda el veloz trazado del tajo que la abriera, hasta caer sobre el ángulo mismo de esa boca, ahora negra, de la que un paje oxeaba a las moscas contumaces. A su lado, los susurros se habían ido elevando a rumores, y los rumores a voces destempladas y agrias; y ya los irritados acentos pasaban de irreverentes a sacrílegos ante el cuerpo cuya alma estaba rindiendo cuentas por haber pretendido sepultar con él al reino entero, cuando el obispo de Sahagún hubo de recordar y propuso el nombre del infante monje que fuera su predecesor en el ejercicio de la diócesis para volver pronto al silencio del Monasterio de Tomeras y reasumir, según su vocación humilde, la incomparable dignidad del alma que sólo sirve a Dios.

Este nombre sonó como un hallazgo en los oídos conturbados de los magnates: las palabras del obispo aliviaron todos los corazones, y ahora parecía imposible que nadie lo hubiera recordado antes. Era como si la preterición hecha por Alfonso en su testamento hubiese tenido hasta ese instante la fuerza necesaria para mantener omiso el nombre de su hermano Ramiro, persistiendo insidiosamente, una vez desmontado el artificio de legar el reino a las Órdenes militares, el tácito designio oculto en la cáscara de esa almendra vana que era su expresa voluntad. Y sólo cuando fue invocado el derecho de Ramiro el Monje se comprendió que estaba decaído y anulado por fin el testamento de Alfonso el Batallador.

El reino hizo cortes en Borja. Los procuradores del común, que habían acudido a la ciudad sin tener del testamento regio otra noticia que las desfiguradas en el paso de boca a oreja; que habían comentado en los corrillos de la plaza y en el atrio de la iglesia los dichos sobre una conjuración contra el gran muerto, y que se miraban ahora con ojos de desamparo al conocer el tenor de sus disposiciones, se llenaron de alegría cuando oyeron el nombre de Ramiro y lo aceptaron.

La exaltación del Monje daba forma y hechura al espeso rencor que en los pechos hervía contra el soberbio que pretendiera cerrar tras de sí todas las puertas y perpetuar la orfandad del pueblo y ser el último rey, ofreciendo la corona a Dios -para que nadie pudiera tomarla sin sacrilegio- y entregándola, como una manda que se cuelga en el muro de la ermita, a la custodia de las órdenes. La exaltación del Monje humillaba al soberbio y henchía de regocijo a los súbditos, que en él se sentían exaltados. Pero éstos se regocijaban también porque, después del violento que los había forzado a olvidarse de sí mismos y poner todo lo suyo y ponerse ellos con alma y cuerpo a engrandecer el reino, cargándolos con el sacrificio anejo a la gloria de que él se revestía, deseaban el reinado del manso, que no los abrumaría con su talla ni los obligaría con la magnitud de nuevos estados.

Se acercaron, pues, a reclamarlo como príncipe hasta el monasterio donde estaba cumpliendo su falso destino. Y tan pronto como se supo llamado, apenas le dijeron que no existía ya el que ya estaba ahí cuando él naciera, y que el reino le pedía que ocupase su puesto y viniera a mandar en los hombres, un flujo de terror, angustia y felicidad le nubló la vista: corrió el sudor de su frente, y humedeció su pecho y sus ingles. Creyó comprender de repente su verdadero destino que, oculto durante todos los años de su vida, se le revelaba ahora en un golpe tardío; ahora, cuando ya su alma se había plegado a otro que era de obediencia y renunciación. Y así, mientras su cara traslucía el espanto y se le aflojaban, desmadejados, brazos y piernas, alzábasele la sangre alocada en la cabeza, el corazón y el sexo y lo inundaba, por oleadas, del horror de sí mismo…

Pronto recuperó el ánimo, y pudo hacerse con la jauría que alborotaba en sus oídos. Su cara dijo que no, tras el escudo de unas manos que oponían las palmas pálidas al mundo. Una y otra vez insistieron los grandes del reino, y otras tantas volvió a denegar aquella cabeza tonsurada, girando lentamente de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. No; no él; su vocación no era ésa. La negativa había perdido la premura del primer sobresalto; era serena, y estaba impregnada de una amargura que, por momentos, se transfiguraba -se corrompía acaso- en una especie mala de dicha. No; no él. El había hecho votos de servir a Dios en la humildad, con las obras que están al alcance de cualquiera, con las obras mínimas de la voluntad rendida. ¿Querían acaso perderle? ¿Cómo iba a abandonar la vestidura de Dios para empuñar la espada de quienes saben servirlo con el esfuerzo de su brazo, él, hecho a volver la violencia contra sí mismo?… Sus preguntas se repetían, y se prolongaban en el silencio, mientras sus ojos, entre consternados e irónicos, inquirían en los ojos de condes y prelados.

Pero cuando las bocas de éstos pronunciaron por fin e hicieron sonar en su propio corazón, que los caminos de Dios son secretos, y era mandato divino que en vano pretendería eludir, cedió el monje, con el alma muerta, a aquello que en su propio corazón tenía aceptado desde el primer instante.

Ramiro vistió la púrpura, ciñó la espada, calzó espuelas y, besando la corona de su padre, ocupó el trono. Los grandes acudieron a besarle la mano, helada como aquel metal, y el humilde tuvo que recibir acatamiento y mantener tendida esa mano que quisiera esconderse como un animal esquivo.

También hubo de tomar esposa; pues ahora sabía que el futuro estaba abierto como un inmenso seno a sus simientes, aguardándolas con temblorosa avidez para llevar hacia adelante su estirpe, mientras que la estirpe del primogénito había quedado trunca, deshecha, podrida en los tres lechos damascados donde, pocos meses antes de su muerte, viera la carne de sus hijos devorada por la viruela, y reducido así su nombre famoso a anidar en una rama podada del árbol de familia…

La Iglesia dispensó al Monje de sus votos, cediendo ante los signos de la Providencia, y el Santo Padre le dio permiso para desposar a la nieta del duque de Guyena, Inés de Poitiers, que le traería a Aragón su virginidad casi impúber.

Entró Inés sobre una hacanea blanca con guarniciones verdes y doradas. La novia venía acompañada de su ayo, guardada por una tropa de caballeros de su casa, y seguida por más de veinte acémillas cargadas de vestidos y regalos. Para que llegase descansada a la Corte, había acampado la compañía en cierto lugar casi a una legua de Huesca, desde donde se adelantó para anunciarla un hermano de la nueva reina, con un escudero. Don Ramiro salió a aguardar, en medio de sus criados, hasta las puertas de la ciudad. En viendo a su esposa, bajó los ojos el rey, pero enseguida volvió a levantarlos, ahora imperturbables y duros, y la miró desde detrás de la máscara impasible que se había compuesto a toda prisa con los músculos mismos de su cara, y que a ella le resultó turbadora y horrible: hecha de amarilleces ajadas, de pelos rojizos agrupados en espesas cejas y en una barba rala y todavía corta; demasiado grande en conjunto para el tronco que la sostenía, corto de talla y delgado de miembros, y como sumido dentro de la rica vestidura de novio. En el ánimo de Inés se sobrepuso enseguida a esta visión la alegre inocencia y la fuerza caudalosa de su corazón entero: dominando también su propia fatiga, el cansancio de su pelo lacio, de sus ojos sin pestañas irritados por el polvo, y de su pecho tierno y un poco hundido, se sintió y lució hermosa al brotarle de repente el amor que traía guardado para su esposo, y que tenía aprendido de los pájaros del bosque.

El rey monje había aceptado a la esposa como parte de su destino recién manifiesto; pero no quería su amor. El amor no pertenecía a las exigencias de ese destino. Y así, venido el momento, cuando Inés, aturdida de luces, músicas, incienso y calor estival, le aguardaba temblorosa, agitada el alma en movimientos de oscura y dichosa confusión, se llegó a ella con desabrida autoridad de varón y de rey. Luego, apenas pasadas las noches nupciales, abandonó la cámara, forcejeando contra su propia sangre que quería reventarle las sienes, le golpeaba el costado y le henchía el sexo… Pero ¿acaso había de dejarse arrastrar también por su sangre?

Noche tras noche tuvo que pasar sola en el lecho la reina adolescente, ya grávida. Cada vez que sentía los pasos de Ramiro acercarse a la puerta de la alcoba, se le cortaba el aliento; pero los pasos pasaban de largo ante ella, siempre de nuevo, en un incansable recorrer la galería hasta la luz del alba -hasta el límite de la locura y del sollozo y del grito.

De esta manera se cerraba el rey a un amor que no quería admitir y del que, en alguna ocasión, hubo de escapar saliéndose al campo y cabalgando en la noche, primero al galope y luego despacio, al andar del caballo, puestos los ojos en la negra masa de las encinas y el oído en el diálogo interminable del arroyo y del ruiseñor, un diálogo penetrante, pero envuelto en sombras: como su destino.

Cada vez se le hacían más oscuros los designios de Dios; nuevas ramas espinadas y floridas le brotaban en las entrañas cada día para distraerle durante horas enteras. Suplicaba al señor que le permitiera saber el enigma de aquel engaño en que lo había tenido, y por qué le había hecho aborrecer el poder para luego hacerlo poderoso, y le había empujado con la suavidad irresistible de su mano hacia el camino de la humildad y obediencia para ordenar luego a su alma sumisa que adoptara el ademán imperioso de los soberbios. Pues, en verdad, temía a su propio poder más que los mismos súbditos, y la sensación de la autoridad que rodeaba a la púrpura le subía su color a las mejillas.

Apenas si dejaban lugar sus cavilaciones a las cosas venidas de afuera: eran o demasiado crudas, o demasiado triviales, y en ningún caso tenían el tamaño de su ánimo; no eran cosas para él. Él sabía atarse las calzas y moverse en el espacio breve de una celda; sabía también descubrir el semblante de Dios en el movimiento de los cielos, en el temblor del agua, en la oscilación desolada de la rama que el pájaro abandona. Pero si tenía que sentarse a dirimir una querella entre dos barones que medían codicia con altivez, u obstinación con miseria, apenas si podía mantenerse en su asiento: apresuraba el laudo, y dejaba irritados a los contendientes, y la Corte misma se sentía vejada, y más vejada aún porque la justicia del fallo era intachable: lo había dictado el rey en su mente desde el comienzo, juzgando el pleito en los ojos de los adversarios, y juzgándolo bien; pero no les había permitido explayarse, ejercitar la perfidia y acreditar la torpeza, volcar a sus pies el encono, y tuvieron que volverse a marchar con el lío de sus malas pasiones como el buhonero al que despide el campesino sin haberle consentido que desate su mercancía… Y siempre lo mismo: agitado, envuelto en polvo y mojado en sudor, un emisario se acercaba a su oído para depositar allí, con voz en que el aliento brotaba a borbotones, la noticia de que el rey de Castilla se había entrado de nuevo por tierras aragonesas, y ya tenía en su poder Tarazona, o Calatayud o Zaragoza. El rey monje lo miraba despacio, y cuando la mala nueva alcanzaba a penetrarlo como piedra que cae en las aguas espesas de un estanque, aplazaba con una seña el asunto, quién sabe si para entregarse otra vez, la cabeza en la mano, a reconstruir con ansia un cierto gesto que le había acudido a la memoria desde lejanas brumas del pasado, y que lo mismo podría expresar el desprecio con que Alfonso, aún muchacho, sorprendiera a su niñez acurrucada en un rincón entre los criados, para oírles relatos y burlas, que el enojo dolorido de su padre, Sancho Ramírez, comprobando años más tarde, desde el arco de una ventana, su poca destreza para ensillar caballos.

E Inés, viéndolo así, insomne hasta el asombro, las horas muertas con la mejilla sobre la palma de la mano, permanecía en silencio, algo retirada de él, sin atreverse a cortar sus pensamientos. Lo amaba sin comprender nada, sin preguntar nada, lo esperaba siempre; años lo hubiera esperado; la vida entera hubiera podido seguir esperando. Pero, entre tanto, el tiempo corría: era pasado ya el otoño, el invierno, y dentro del cuerpo infantil de la reina había crecido otro cuerpo que lo dominaba vorazmente y le infundía la apariencia hinchada de una gran araña de blancura terrosa.

Llegó la hora del parto, y él quiso presenciarlo. En pie junto a la cama, asistió todas las horas de un día completo a la convulsión ritual de la sacrificada, cuyo enorme vientre inmóvil agitaba con regularidad infalible piernas, brazos y cabeza. Por fin, vio abrirse las entrañas como una grieta en la tierra y asomar, empujando, la gran cebolla de raíces húmedas sobre que debía recaer la corona de Aragón.

Cuando Ramiro quiso unir en matrimonio a Petronila, su recién nacida hija, con el heredero del rey castellano, su adversario afortunado, volvieron a sentir los señores aragoneses que el reino estaba a punto de perderse. Si Alfonso había pretendido sepultarlo en su mausoleo por pura soberbia, este manso Ramiro pretendía ahora hacer abandono del gobierno, cederlo en vida, y colocarlos a ellos bajo el poder de otro rey cuya violencia habían probado en propia carne. Se opusieron, pues, los grandes a esta voluntad negativa, a esta sutil abdicación mediante la que el rey monje creía poder recuperar lo perdido entregando el resto al ganador para que, en sus manos, se reintegrara la desmembrada tierra. Después de haber sufrido el del Batallador, temían los señores al puño de Alfonso VII de Castilla: no consintieron en los desposorios; el reino denegó su anuencia.

Y entonces, sólo entonces, se dio cuenta Ramiro de que, mientras vivía en la turbación del ánimo, aquellos que lo hicieran rey prometiéndose de su mansedumbre holgura para sus propios asuntos, habían puesto mano en los del reino; de que había perdido el poder a que temía, la autoridad de que se avergonzaba; y de que todo marchaba al fin como si hubiera recaído el reino en las órdenes militares. Y se dio cuenta asimismo de que con ello había faltado al mandato de Dios.

Dicen que pasó toda una noche pidiéndole consejo, y fuerzas para cumplirlo. En todo caso, ejecutó su crueldad pensando obedecerle. Con desgana horrible, pero con horrible seguridad, dispuso el sonado escarmiento; lo hizo, llena el alma de fría repugnancia, pero sin vacilar un instante. Hasta entonces, la voluntad de Dios le había llegado siempre a través de la meditación, entre insufribles perplejidades: había tenido que aguardarla espiando pacientemente durante horas, en la vigilia, en el silencio nocturno, para entreverla un momento en las vueltas de su razón, para sentirla apenas, imprecisa como la señal con que una ramita golpea en la ventana. Y nunca había conseguido, tras la fatigosa espera en que se agotaba aguardando signos sutiles, estar seguro de que los interpretaba bien… Pero esta vez el Señor le hizo conocer su voluntad de manera súbita y clara. Le llegó el mandato a través de su corazón, en un solo golpe de su sangre. Fue su sangre violenta quien le dictó la hazaña: ¡la sangre pide sangre siempre, quiere ensangrentar el mundo! Y tanta evidencia, tan fácil llamada, una resolución tan inequívoca, le prestó ligereza terrible para disponer lo siniestro.

Apenas si eran creídas sus disposiciones por los criados de su casa. Estaban demasiado hechos al desprendimiento de ese rey piadoso y distraído, que daba órdenes con voz tímida y las olvidaba enseguida, y de quien se contaba que habiendo pedido en cierta ocasión un vaso de agua y, conchabados sus sirvientes para comprobar si, fingiendo olvido, reiteraría su deseo, vieron con asombro que, una hora más tarde, venía el rey en persona a buscar el agua a donde reían los pajes su insolente broma… Y así, más bien pensaron que el Monje se hubiera vuelto loco al entender que requería al verdugo y sus ayudantes y ordenaba erigir el tajo, cuando ningún crimen se había cometido ni estaba por cumplirse ninguna sentencia.

Estos preparativos fueron hechos con entero sigilo. El tajo no se montó en la plaza pública, sino en una gran cuadra del palacio, próxima al atrio de la iglesia; y nadie podía conjeturar a qué se dirigían, pues sólo algunos familiares de Ramiro y los caballeros de la casa de la reina que la acompañaron a Aragón y se quedaron en el Corte participaban en las idas rápidas y las voces quedas de la conjura. A su hora, fueron saliendo mensajeros en direcciones distintas para buscar bajo engañosas órdenes a los magnates del reino; y todo se fue cumpliendo con helada exactitud.

La primera cabeza que hubo de caer separada por el hacha fue la muy anciana y venerable del prelado de Huesca.

Se comentó más tarde que, recostada ya en el grueso tronco bajo las manos del ayudante, cuyos dedos separaban con torpeza la barba cana del dignatario, aún no terminaba de creer el altivo señor en la mudanza de la suerte, ni se resolvía a deponer la ira y revestirse de la resignada modestia con que es decoroso comparecer a la presencia de Dios.

Sobre la sangre del obispo, que corría hasta el suelo en delgados hilos negros, cayó la de los demás grandes, uno tras otro. Todo era tan rápido que apenas si les daba tiempo a abandonar el aplomo arrogante y asumir, tras la sorpresa, la actitud que a cada cual le dictara su alma frente a la muerte. Y sólo el señor de Barbastro se detuvo a la entrada y perdió el color y se le crispó la boca y se le extraviaron los ojos, viendo a un perrillo lamer la sangre que aún fluía de un tronco sin cabeza, en el que reconoció la corpulencia y la ropa de su propio hermano…

Cuando ya no quedó ninguno por ejecutar, fueron sacados los cuerpos en una carreta y expuestas en el atrio de la iglesia las cabezas, formando una campana que anunciaba el escarmiento dispuesto por el rey en quienes más se habían atrevido -según explicó un pregonero, convocado el pueblo a tambor batiente. Un silencio de horror dominó en la plaza, y eso duró todo el día, y se hizo aún más denso en la noche. Pero pasado un tiempo, ya ni los muchachos miraban las descarnadas cabezas… De todo esto sólo había quedado escrito el testimonio de los Anales Toledanos, que dicen: "Mataron las potestades de Huesca: era 1136."

Pocos meses más tarde festejaba Aragón los solemnes desposorios de doña Petronila con Ramón Berenguer IV. La novia tenía dos años de edad; el novio, veinticuatro…

Ramiro el Monje dio al príncipe catalán, con su hija, el ejercicio del poder, conservando para sí, durante los diecisiete años que se prolongó todavía su existencia mortal, el título y la sombra de rey. De este modo, y a través de tan perturbadoras y dolorosas crisis, de tanto angustiarse y buscar, de tanto dar tormento a su alma, vino por fin a cumplir Ramiro su designio originario, viviendo en la Corte esa dignidad sin servicio que correspondía, en su condición regia, al orden de su nacimiento.

(1943)

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