El abrazo

"Tierra de sal y de hierro; tierra violenta, sedienta, áspera; tierra ocre; flor de romero, amarillos jaramangos, pinares de verde perenne y amargo; caballos, toros, cabras, sucias ovejas, pastores de ojos duros; breñas, espinos, peñascos, sangre, greda, polvo: tierra mía, ¡adiós!" Eran los ojos de don Juan Alfonso quienes se despedían; sus labios, temblaban en silencio. Había detenido allí, junto al río, su cabalgadura para tomar aliento: bajo la barranca, la corriente bramaba en la angostura, como el corazón en la garganta del jinete. Había galopado desde la medianoche hasta el alba, la blanca barba flotando sobre el hombro. No bien advirtiera que su señor sucumbía, apenas hubo visto la mano de don Pedro abrirse en el suelo y soltar el cuchillo reluciente, se había escurrido y, saliendo del castillo, saltó sobre un caballo, cruzó el campamento y huyó a campo traviesa por tierras de Toledo. Había visto caer al rey, y escapaba a las gentes del Bastardo antes que la noticia se le adelantara hacia las fronteras del reino. Temía al miedo de los indecisos que ahora querrían acudir al remedio de las vacilaciones pasadas con algún apresurado testimonio de celo. Y ¿cuál mejor -pensaba-, qué tributo más agradable para el nuevo rey, que entregarle, atadas las manos a la espalda, al hombre venerable que durante los veinte años de guerra había sido consejero y guía sagaz de su recién vencido hermano?…

Una vez más, el anciano volvió a extender la vista sobre la tierra indiferente, y luego, ya con lenta andadura, vadeó el río y se internó en un encinar, buscando descanso a sus fatigados huesos. Recostado contra un árbol, lloró entonces la muerte de don Pedro. El abrazo fratricida, que había tenido suspensos en la sala del castillo a los séquitos de ambos reyes, fue para él anticipo de la propia agonía; y ahora, llorando a su señor, se lloraba a sí mismo.

¡Veinte años, ay, en continua lucha! Veinte años, y recordaba los comienzos de este reinado desastroso mejor aún que su turbio final, acaecido la noche antes. ¡Veinte años! El fuerte rey don Alfonso había caído en medio de su poderío: sitiaba la plaza de Gibraltar, cuando la peste rindió la fortaleza de su cuerpo, derribando alevosamente a aquel gigante de brazo invicto. Y él, don Juan Alfonso, ayo del infante real, y ya gobernador del campo en los últimos días de la calentura del rey, tomaba providencias y disponía el traslado a Sevilla de sus restos mortales. ¡Bien que la inquietud le había rondado el alma con la oscura pertinacia de un tábano durante el ajetreo de las primeras disposiciones y a lo largo de las tristes jornadas, cuando la comitiva emprendió el camino a la Corte, a través de Andalucía, por entre olivares, acompañados siempre, día y noche, por el agrio chirrido de las chicharras! Del campo de Gibraltar a Sevilla, tuvo tiempo don Juan Alfonso de rumiar sus aprensiones y de instruir al regio pupilo en los peligros que sentía sobre su cargado corazón. Tras el féretro adornado con el pendón y seguido por el corcel del rey difunto, cabalgaba él junto al nuevo rey, don Pedro, y le daba sus consejos.

– Nada son, hijo y señor mío -le decía-, los trabajos de la guerra que ya han conocido tus cortos años, comparados con los que te esperan en el gobierno. Rey adulto, ha de mostrar debilidad para que alguien se atreva a desacatarlo; pero el rey mozo tiene que acreditar su vigor para que no se atrevan. Tanto más, si los que están en condiciones de hacerlo son poderosos, y de su propia sangre.

– ¿De los bastardos hablas, Juan Alfonso? -había replicado don Pedro-. Yo les haré sentir que soy el rey.

– Más te valiera hacerles notar que eres su hermano -observó el ayo con aire grave-. Y quiero que sepas cuáles fueron las palabras con que tu padre me encomendó…

– Pero ¿no soy el rey acaso?

– Lo eres. Mas, por el ímpetu de tu sangre has de calcular el de la suya.

– Sabré domarlo, te lo prometo.

– Energía no te falta, hijo; ya lo sé. Pero quizá faltan años a tu prudencia. De ese gran señor que ahí llevamos a enterrar has de aprenderla.

– ¿Fue prudencia entonces llenar el reino de hijos bastardos, alimentados y crecidos en la envidia hacia un hermano más joven, al que odiaban ya en el vientre de su madre?

– ¡Ay, don Pedro, que en los pechos de la tuya mamaste tú el odio hacia los hijos de doña Leonor!. ¡Ay, desventurado don Pedro, que la pasión no te deja medir las palabras ni las ocasiones!

– Pero, dime, ¿por qué hablas de prudencia?, ¿es que eso fue prudencia? Dímelo, así Dios me perdone…

Cabalgaron un trecho con las cabezas bajas, más por el peso de sus pensamientos que por el castigo del sol, que ya remontaba en el cielo. Pasado un buen rato, volvió el ayo a tomar la palabra:

– Quizá sea mucho atrevimiento mío el de amonestar a quien es ya mi rey. Pero lo hago, hijo, por obedecer al que ahora está muerto; y en mi boca van a resonar palabras de la suya, enmudecida. Te ruego que las escuches como de quien vienen, pues quiero repetirte la plática que conmigo tuvo nuestro buen rey don Alfonso antes de entregar su alma al de los cielos. Escúchame, pues, con respeto, y quiera Dios que estas admoniciones de tu padre se graben en tu pecho como se han grabado en mi memoria.

Hizo una pausa y -como callara el joven- prosiguió:

– Has de saber que, viendo venir su muerte, nuestro señor don Alfonso me llamó a su lado y me encomendó la guía de tu juventud. Era difícil contener las lágrimas comprobando cuán poco le importaba al buen rey perder la vida por la vida misma, y cuánto por el desamparo en que te dejaba en medio de tantos peligros y de tantas asechanzas. Pero has de entenderlo: estas asechanzas eran en su ánimo las de la imprudencia juvenil antes que las de la hostilidad ajena. Si esa maldita peste no hubiera venido a cortar en pleno vigor su vida, y la hubiera dejado llegar a natural término, la corona habría recaído sobre tus sienes cuando ya tus hechos de armas y gobierno hubieran forjado tu fama y templado tu seso.¿Qué hubieras podido temer entonces de esos grandes señores? Los hijos de doña Leonor de Guzmán, enriquecidos y honrados por su padre, el rey don Alfonso, hubieran sido entonces los mejores y más fuertes vasallos de su hermano, el rey don Pedro, apaciguado por la vejez o tal vez extinguido por la muerte el recíproco rencor de las madres… Pero, habiéndolo dispuesto Dios de otra manera, tu padre me encomendó que siempre me mantenga a tu lado y te asista con mi consejo, fruto de los años y de la experiencia adquirida al lado suyo.

– Y ¿qué me manda hacer por tu boca el rey don Alfonso, mi padre?

– Te aconseja, rey don Pedro, ante todo, que doña Leonor de Guzmán no sea molestada, ni en su persona ni en sus bienes: todo lo que él le dio debe ser respetado en su poder. Y este consejo, si bien se lo mira, lo es de buen político, y no sólo de buen caballero. Pues el tiempo, desvaneciendo los recelos de que hoy ha de estar llena esa señora, desarmará sus prevenciones; o, cuando menos, se habrá evitado así que se coloque en actitud de resistencia frente a la Corte, y abra con ello una rebeldía para la que no habrían de faltarle asistencias -por lo pronto, como es de suponer, la de sus propios hijos.

– Quien los engendró tenía que conocerlos bien; y, conociéndolos, ha muerto con temor de su traición. ¿Qué más? ¡Prosigue, ayo!

– De esos tus hermanos me dijo el rey (que gloria haya): "Todos son magnánimos, y todos soberbios. Lo que puede llegarlos a unir un día a don Pedro no es el amor, sino el honor. Procura tú, Juan Alfonso, mi viejo amigo, compañero mío (y al decirme estas palabras me apretó, suplicante, la mano), procura tú llevar el reino hacia empresas grandes, como esta guerra contra infieles que ahora estamos haciendo, y que mi hijo pida la ayuda de sus hermanos -pues el pedir para Dios no desdora. Batallando juntos, compartiendo triunfos y peligros, hermanarán sus corazones." Y me dijo más. Díjome que correspondía a tu mayor grandeza tanto como a tus menos años el adelantar hacia ellos el ademán benévolo; que en los siempre desconcertados y suspicaces comienzos de un reinado, un gesto así puede ser del mejor augurio; que debes reparar, sobre todo, en la dulce condición de don Fadrique, y hacer de su amistad puente hacia el ánimo de tus otros hermanos, más duros y orgullosos: don Enrique, siempre tentado de ambición; don Tello, siempre en el disparadero de la cólera. Pues don Fadrique ni pone frenos de astucia a un corazón impaciente, ni tampoco se entrega a la fácil ira: gusta de canciones, festeja con amigos, y está siempre abierto a una palabra buena…

– Buenas son, y discretas, las palabras del rey mi padre, y he de atenerme a su consejo, que también es el tuyo, señor don Juan Alfonso -respondió don Pedro, pasado un rato.

– Quiera Dios que así sea -exclamó el ayo.

Antes de que la fúnebre procesión hubiera hecho la mitad del camino, ya la noticia de la muerte del rey había entrado al Alcázar de Sevilla, donde la reina María estaba morando. Y así, mientras el ayo aconsejaba al príncipe real tras el féretro de don Alfonso, la desaconsejada viuda mandaba degollar a su enemiga, doña Leonor de Guzmán. Disponiendo antes el castigo de la concubina que las exequias del esposo, convocó la reina a un grupo de sus adictos, y les dio instrucciones apresuradas y furiosas para que corrieran enseguida a Medina Sidonia, donde estaba doña Leonor, y le trajeran la cabeza de la rival. Todavía, desde la ventana, los despidió con gritos de espantoso apremio: "Pronto, pronto; corred; que me hice vieja esperando, y ya no quiero esperar un día más. Ella, maldita sea, me quitó la vida a pedazos; quitádsela a ella vosotros de un solo tajo. Antes del domingo quiero tener su cabeza entre mis manos."

Las últimas voces habían sonado como un aullido. Transpuesto que hubieron los jinetes la verja, entró la reina a su cámara con los ojos secos y relucientes. Todas las campanas de Sevilla estaban doblando; pero doña María no podía pensar en el rey muerto: sólo tenía pensamientos para la manceba que tantos hijos le había dado, y cuya fortuna y poderío habían ido creciendo con los hijos, mientras que ella, cuitada, criaba a su don Pedro y guardaba la casa del señor, siempre ausente. "¿Por qué -pensaba- he de llorar su muerte, si no ha sido mío en vida? Yo, sí, he vivido para él; él, para la otra. Ella me ha robado mi propia vida; no, no paga con este solo y súbito golpe…" Y repasaba los años de esa vida anhelante, siempre al acecho, inquiriendo siempre, siempre atando cabos, siempre pendiente de don Alfonso que, por su parte, se mostraba para con ella cada vez más ceremonioso, más deferente y más distanciado. En todas sus maneras, gestos y palabras creía descubrir rastros de la otra mujer, a la que nunca veía, pero de quien siempre le llegaban informes que le hacían palidecer y llorar. Veintiocho años habían pasado desde aquella ocasión única en que hubo de encontrarse con doña Leonor, y no podía olvidar su sonrisa entre forzada y feliz; recordaba el color de su toca, su aderezo, el brocado de su manto, la cinta negra de su garganta, la estatura elevada que, al inclinarse ante la reina, destacaba todavía su ventaja frente al breve talle de ésta… Y ahora, mientras aguardaba el cumplimiento del terrible mandato, acudía a su memoria una y mil veces, y cada vez con más distintos detalles, esa remota escena que impacientaba su odio… Ni dormir pudo, hasta que, de regreso, le entregaron sus emisarios la prenda sangrienta.

Doña María despidió a todo el mundo, y se quedó a solas con el espantoso envoltorio sobre el regazo; su peso parecía doblarle las piernas. Después de un rato desanudó las puntas del pañuelo y, poniéndose en pie, levantó a la altura de la suya la cabeza exangüe de doña Leonor: desencajada la boca, pegadas con cuajarones las grises mechas de su pelo… La reina -entre sus manos aquella cabeza extrañamente chica, gastada, borrosa- rompió a llorar de fatiga. Pero en ese mismo instante comenzaron a tocar las campanas anunciando la llegada de la procesión que traía al rey difunto. Se repuso; depositó el despojo sobre la mesa, echóse agua fría en la cara, y tañó una campanilla de plata para dar órdenes.

Por una puerta entraba en Sevilla el cuerpo del rey muerto, y por la otra llegaba noticia de que sus hijos, los bastardos, se estaban fortificando en sus castillos. Cuando -ya en la catedral, y durante el oficio divino- supo don Juan Alfonso las temibles novedades, sintió que con ellas se abatía sobre su cargado corazón el barrunto que por el camino no había dejado de revolotear por encima de su cabeza: entre las nubes de incienso y los graves tonos del canto ritual vio cómo se alzaba ya, inexorable, el final desastroso de este reinado.

Y, sin embargo, ese destino debería avanzar a lo largo de los años, lento, fatigoso, pesado, mediante episodios tortuosos -tortuosos, e inútilmente crueles- en los que tendrían su parte, no sólo las furias de la sangre, sino también, de modo bastante misterioso, los empeños mismos de la buena voluntad. ¿De qué hubieran podido valer contra un tal destino los cálculos de la prudencia, las diligencias discretas, las mañas del político? ¿De qué valió, en efecto, el trabajo emprendido y continuado durante meses por la buena voluntad de don Juan Alfonso para ver de disipar el horror que la insensata reina infundiera con su venganza en las gentes de la casa de Guzmán? ¿De qué, las demoradas negociaciones, las protestas, las promesas y gajes? ¿De qué, el empeño de muy buenos varones del reino? Las más ruines ocurrencias venían siempre a envenenar el fruto de los mejores deseos. Y así fue cómo, no mucho tiempo después, el maestre don Fadrique se encaminó hacia la muerte por los mismos pasos que debían conducirlo al favor del rey; pues éste, persuadido al fin, lleno de benevolencia, lo había llamado a presencia suya para arreglar mano a mano, amigablemente, la enfadosa porfía del maestrazgo; a su espera estaba en el Alcázar, dispuesto a estrechar contra su corazón y besar la mejilla de aquel hermano a quien nunca había visto antes y cuya gentileza tanto le habían ponderado, cuando alguien le trajo, a última hora, delación de su falsía; supo a ciencia cierta que, antes de acudir a su llamado, el maestre de Alcántara había concurrido a deliberar con los otros bastardos y, lleno de irreconciliable rencor, se había quejado ante ellos contra el rey que cercenaba sus fueros; hasta pretendían poderle repetir a éste el tenor exacto de sus amargas palabras: "¿Qué maestre soy yo?", decían que había dicho. "Una a una, me ha despojado él de todas mis prerrogativas. Ni siquiera se me deja ya entrar en los castillos de la Orden sin anuencia suya… La cruz del hábito se ha convertido sobre mi pecho en baldón de ignominia." Y así, había recapitulado la enconada querella con infatigable prolijidad. Lágrimas de rabia y de vergüenza llegaron a brotarle de los ojos recordando la escena de desacato en que una guarnición, por obediencia al rey, se la negaba al maestre, su señor natural. "Exhortaciones, amenazas: ¡nada! Tuve que volver las espaldas, humillado." "¿Cómo puedo saber -concluyó- para qué soy llamado al Alcázar? ¿Debo ir allá?" Parece que los hermanos habían acordado, tras muchas discusiones, que don Fadrique acudiera a Sevilla fingiendo ánimo de conciliación y, después de haber obtenido las concesiones posibles de don Pedro, las empleara quizá más tarde contra su tiranía. -Esta fue la confidencia que le trajeron: la noticia había corrido más veloz que el propio maestre hacia la cámara del rey. Y cuando le anunciaron su llegada y lo tuvo ahí, en persona, ante las puertas, ya estaba cambiada la disposición de su voluntad, y ardía en su pecho la ira, alimentada por la revulsión de su anterior benevolencia. ¿Ahí estaba, pues, el falso?

Don Pedro se asomó a la ventana y pudo ver abajo la compañía del maestre, todos jinetes en caballos blancos de jaeces escarlata. Los hombres de la escolta habían quedado aguardando en el patio, mientras don Fadrique echaba pie a tierra y penetraba, solo, en el palacio… Aún no había subido el primer tramo de las escaleras, cuando oyó -y en sus labios quedóse cuajada la sonrisa- el vozarrón que, desde lo alto de la balaustrada, lanzaba contra él una orden de muerte. "¡Maceros -gritaba-: muerte al maestre de Alcántara!" Alzó la cabeza don Fadrique y por vez primera, aterrorizados, se encontraron sus ojos con los iracundos de su hermano Pedro. "¡Traición!", exclamó el maestre, ronca la voz de espanto. Y la voz enfurecida y temblona del rey lo persiguió escaleras abajo: "¡Sí, bastardo! ¡Sí! Contra la traición, ¡traición!" De todas partes acudían maceros atajando el paso al fugitivo. Ya lo aguardaban unos al pie de la escalera, cuando otros descendían tras él, cerniendo sobre su cabeza la férrea cabeza de sus mazas… Saltó el maestre, en la diestra el desenvainado puñal, y pudo abrirse paso por entre los grupos que lo asediaban, huyendo por corredores y galerías. Acosado, se refugió en un aposento; un hilo de sangre, fluyendo de la rota ceja, le manchaba la barba, rubia y rizosa. Allí, apurado en un rincón, la cabeza cubierta con el brazo izquierdo y en la mano derecha el fino puñal, todavía pudo, blandiendo su hoja, escapar de nuevo hacia la sala. Pero no le quedaban más fuerzas: se detuvo, y cayó desplomado. Ya en el suelo, un último golpe le hendió el cráneo.

Todo esto había pasado con rapidez y en silencio, sin que trascendiera cosa alguna a la escolta que esperaba fuera.

Dispuso el rey: "¡Cada cual a su puesto!" Luego se aproximó al cuerpo del maestre e inclinado sobre él se puso a contemplarlo con estupor: en la magullada sien veíanse, amasados en sangre y sudor, unos rizos rubios, muy semejantes a los que se enroscaban sobre sus propias orejas; y también la boca, ensangrentada, contraída, presentaba aquel mismo trazo carnoso que, en la faz de don Pedro, era copia de la boca del difunto rey Alfonso. Pero, en cambio, aquella mano pequeña, delicada, pulida, del maestre, donde brillaba una sortija y el puñal parecía un juguete, nada tenía de común con las anchas, cortas y recias manos de don Pedro… Apartando la vista de la destrozada cabeza, el rey concentró su atención sobre esa mano mujeril y extraña, cifra de la traición. "¡Bien muerto, el maestre don Fadrique!", murmuró entre dientes, al tiempo que se retiraba.

Con eso, los puentes habían quedado rotos; ya los hermanos tenían que ser por siempre enemigos. Hubiera él sabido refrenar su cólera, cubrirla de disimulo… Pero ya no había remedio: cual incendio que después de haber arrastrado algún tiempo su pereza a ras del suelo se alza hasta los cielos con repentino ímpetu, así creció entonces la violencia en Castilla para arrasarlo todo… Apoyando la cabeza en el tronco de la encina sobre que estaba recostado, tendió su cansada vista don Juan Alfonso por las tierras que se disponía a abandonar; pesados los párpados, irritados los ojos, el incendio de las pasiones que durante años y años asolaron el reino se le aparecía bajo la imagen tantas veces contemplada de los campos ardiendo: mieses arruinadas, el sudor de una aldea entera quemado en espigas, humo, negras heridas de los rastrojos, piedra calcinada en las eras… ¡Ay, mi don Pedro, ya caído para siempre! El viejo ayo conocía desde un principio este final que, sin embargo, tanto bregó por impedir. ¡Ay, cuántas advertencias, cuántos ejemplos, cuántos desvelos, cuántas angustias! Te afanas, sudas, pasas trabajos: ¡en vano! En vano se había esforzado don Juan Alfonso por cumplir el encargo que en su agonía le diera el señor rey. Con el peso todo de sus artes de gobierno, de sus letras y de su buena voluntad, había podido tan poco y nada, como desde su tumba el propio difunto cuyos hijos desgarraban el país hasta dejarlo hecho sangrientos jirones; tan poco había podido remediar en vida de don Pedro, su pupilo, como podía ahora que ya don Pedro mismo había caído bajo el puñal de don Enrique y él, fugitivo de la muerte, desterrado, evocaba las sombras inconsistentes de lo que fue.

"¿Quién sujeta -pensaba el anciano-, quién sujeta a las bestias desbocadas, ni qué fuerzas mandan las palabras razonables? Calculas tu jugada, preparas cuidadosamente alfil y torre; has trazado un plan, y gozas imaginándote al adversario que se debate y sucumbe bajo el poder sutilísimo de tu juego… Pero un manotazo impaciente viene a romper los combinados movimientos, si no es que derriba el tablero en un fracaso de reyes y damas. Entonces, ¿qué hacerle? ¡Vuelta a empezar!" Don Juan Alfonso recordó trazos, perfiles sueltos de una lejana y vaga escena en que, jugando al ajedrez con el joven rey, éste había destrozado la partida a punto de perderla: veía su mano ancha y pecosa caer torpemente sobre los dos trabados ejércitos y barrerlos juntos, entreveradas las piezas blancas con las piezas rojas; y veía las rodillas del rey empujar la mesita liviana, alzarse su cuerpo y, en pie ya, iniciar una paseata a lo largo de la sala: paseos coléricos, rabiosos, ante la expectación silenciosa… ¿Quién era el otro hombre que, parado junto a la mesa de juego, seguía a la par suya los movimientos furiosos del muchacho? ¡Era don Samuel Leví!. Ahora, de golpe, le acudía a la memoria la escena cabal: don Samuel, el tesorero, había llegado con sus pasos de gato junto al rey don Pedro, y se había detenido a seguir en silencio el curso de la partida, dejando oír tan sólo algún que otro suspiro; hasta que, a favor de una pausa, consiguió interesarlo con una frase suelta en lo que se proponía decirle. Le traía al rey el informe del asalto dado a la judería de Toledo por las gentes de don Enrique, según lo había recogido hacía un momento de labios de su sobrino, José Leví, una criatura de quince años, que llegara hasta él escapándose del desastre. Don Samuel empezó su relato en forma impersonal; pero pronto no hacía sino describir, juntas las manos, lo que el muchacho le había contado, y tal como si él mismo lo hubiera visto con sus propios ojos. Acababa la familia de tomar su almuerzo y seguían aún a la mesa, entretenidos en comer dulces y en conversar, apaciblemente, cuando, de golpe, se abrió la puerta y, despavorida, apareció en su marco una de las criadas con las manos sobre la cabeza: "¡Vienen, llegan!" Antes de que pudiera explicar la causa de su miedo, ¡el tumulto que se precipita, y que lo arrasa todo en un instante! Desde el fondo del armario en que fue a esconderse, divisó el muchacho la cruel escena: paralizado de terror vio José el hacha que hendía la cabeza venerable de su padre; y aquellas manos velludas que empuñaban el mango eran las de otro José, José Rodríguez, el oficial talabartero que, sin lograrla, había pretendido durante dos años la mano de su hermana Estrella: ahora la tenía postrada a sus pies, más blanca y pálida que su nombre, y se disponía a violar el desmayado cuerpo, mientras otros facinerosos saqueaban la casa y llenaban de platería tintineante bolsas y pañuelos… Todo esto tuvo que presenciar el joven desde el fondo de su escondrijo. La encanallada turba resollaba azacaneada, lanzaba exclamaciones de codicia y, a ratos, quedaba en un silencio increíble… ¿Cómo no lo habían descubierto a él todavía, ahí en su escondrijo? No pudo aguantar más. Salió del armario, fue a arrodillarse ante el talabartero y humilló la cabeza en espera de la muerte. Pero, en lugar de otorgársela, aquella mano tosca separó sus greñas con levedad inverosímil, casi con cariño… Ya comenzaban a arder los fondos de la casa: huyó el tropel, y la pobre criatura escapó también corriendo. Nadie quería reparar en él; nadie. Anochecido, fue a dormir bajo el puente del Tajo, y con la madrugada emprendió camino hacia Sevilla, en busca de su poderoso tío…

Al oír estas noticias relatadas con monótona quejumbre don Pedro se había inflamado de furor; y derribó el tablero, mientras el tesorero y el ayo, consternados, se consultaban con la vista. ¿A dónde iría a parar aquella cólera? Los arranques del rey eran incalculables y sobrepujaban a cualquier previsión. Tan pronto se encogía de hombros, desentendido, como hacía ejecutar castigos que dejaban espantado al mundo. Con hielo en las venas recordaba don Juan Alfonso el escarmiento del arcediano a quien mandara enterrar vivo junto al cadáver del pobre zapatero que la codicia clerical tenía insepulto. ¿Ante qué respeto se hubiera detenido aquel insensato? ¿No llegó una vez, incluso, a levantar la mano a su propia madre para defender contra ella el nombre de su amante doña María de Padilla?… Mucho tiempo había pasado; habíase desvanecido el objeto de muchos afanes en que se consumió la vida, y las querellas de antaño estaban resueltas y decididas sin recurso; pero el recuerdo de esa vergonzosa disputa palatina durante la cual don Pedro amenazara a la reina trajo consigo en un momento el cortejo todo de su asco, indignación, desaliento e inquietud: el viejo ayo volvió a sentir otra vez el terror que entonces lo había paralizado, cuando -ante la osadía loca del joven- comprendió una vez más que aquello sólo podía tener un final malo. Malo para todos; malo, ¡ay!, antes que nada, para él mismo, para el desvelado y fiel Juan Alfonso que, sin ningún apoyo firme, sin fuerza propia en qué fundar su posición, se empeñaba en infundir prudencia a la conducta de tan soberbio pupilo. Pues hasta don Samuel Leví era más poderoso que él: tenía el oro; ésa era su fuerza. Pero él no contaba sino sobre la benevolencia del rey, y la única brida al capricho de su mudanza era el amor de don Pedro hacia doña María de Padilla, aquella su sobrina carnal, para quien él, Juan Alfonso, había hecho en su orfandad veces de padre. Sólo de esta dama pendía su privanza con el rey. ¡Cómo no había de temblar cuando advirtió que el bárbaro la jugaba así, desenfrenado, contra la vieja reina, que era tanto como oponerla a toda la Corte! Pues, ¿no bastaba acaso la hostilidad de sus hermanos, los poderosos bastardos dueños de media Castilla? ¿Había que concitar todavía discordias dentro de la casa?

No, su discreto seso, el tino y moderación que ponía en sus dictámenes, nada podían en verdad contra el concurso de tanta y tanta insensatez. Pues, si de una parte -de la parte del rey- había sido desaforada e imprudente la manera con que siempre sostuvo contra todos a su María de Padilla, no fue menos descabellado por parte de la reina y sus parientes el remedio de las bodas con la princesa de Francia que pretendieron aplicarle al supuesto mal. El, don Juan Alfonso, había querido oponerse con todas las energías de su alma y con recursos de todas clases, incluso -¿por qué no?- los de la intriga, al desdichado proyecto. "¡Interés turbio!", le gritaron enseguida. ¡Cuántas calumnias no habían derramado entonces sobre su cabeza! Interés turbio, ¿por qué? Una alianza política -y no otra cosa era a la postre aquel casamiento- ¿qué hubiera podido perjudicar a los amores, ya antiguos y asentados, del rey con su amiga?; y, en último término, a él ¿qué le importaba eso? Por ser sobrina suya la concubina de don Pedro, la gente le hacía a él fácil la vida. ¡Sí, facilidades nos diera Dios!… Sólo que él conocía bien al potro indómito. Y, por conocerlo bien, había tratado, aunque en vano, de contrariar esas bodas. Que tenía razón, el tiempo no tardó mucho en demostrarlo. Llegó de Francia doña Blanca: mirada altiva, labios apretados…, ¡una criatura! Lástima tuvo de ella al verla, Dios lo sabe. Y ¡qué temple, a sus años; qué no decir ni una palabra, ni una sola, jamás! ¡Señor, cómo sostiene el orgullo en la desgracia! El resultado fue que la vieja reina, después de tanto haberlo injuriado por estorbar las bodas (sí, la gran arpía era quien más había hincado las garras en su reputación, quien fulminó contra él las más soeces injurias), después de esto, tuvo que apresurarse en busca de paliativos al daño que él había querido evitar, con los cuales enmendase las consecuencias del proceder rudísimo de su hijo. Y como ella, todos los que antes se habían afanado tanto para urdir el casamiento, corrían ahora, desalados, a prevenir el que amenazaba ser, como lo fue, único fruto de aquellas bodas: un monstruo de nuevas discordias. Ante todo, quisieron forzar la conducta de don Pedro uniendo a las súplicas la coacción para que corrigiera sus yerros…

Olvidando por un instante la circunstancia precaria en que se encontraba -fugitivo hacia el destierro y con peligro de su vida-, el anciano don Juan Alfonso tuvo una tentación de risa al recordar el cúmulo de prevenciones de aquella célebre conjuración palatina, y cómo el brío natural de don Pedro, esa vez revestido de astucia, desbarató de un golpe todo su calculado aparato, y burló el oficioso desvelo de sus parientes, empeñados en traerlo a razón. Ahí sí que la tozuda inquina de la reina madre había acertado el pronóstico: "Todo será inútil -había asegurado a su azafata mientras ésta la vestía para acudir al consejo de familia convocado en la ciudad de Toro-: ¡Inútil, Juana! Vengo a esta reunión, no porque confíe en sus resultados, sino porque, siendo quien soy, no podría faltar a ella. Pero sé bien cuán inútil es. Piensan mis parientes que el mal puede remediarse; mucho sería que se aliviara-, yo no lo espero. ¡Si conoceré yo las raíces de ese mal! Raíces muy amargas. Consigan que él vuelva a su mujer, enciérrenlo con ella en su cámara si quieren, átenlo a los pies de la cama: su magín estará junto a la otra, y la cara se le sonreirá como a un bobo, mientras tú te sientes morir una y mil veces a su lado… No…, no" Y meneaba la cabeza.

– ¿No será, mi señora, que le hayan dado algún bebedizo? -aventuró, por decir algo, la azafata que, arrodillada a su lado, le prendía alfileres al justillo.

– ¿Un bebedizo? Sí, pudiera ser: toda maldad es posible. Aunque siendo tan mozo mi don Pedro, ¿qué más bebedizo que las mañas de una mujer artera?

– Cierto, señora; y puesto que ella es tan hermosa…

– ¿Qué estás diciendo, necia? ¡Es tan falsa su belleza como su alma! ¿Lo ves, Juana? ¡También tú caes en el engaño de la fama esa! Hermosa, dicen; y, sin embargo, "¿dónde está su hermosura?”, me pregunto yo. La hubieras conocido de niña, como yo la conocí, corriendo por los jardines del Alcázar mientras que su tío Juan Alfonso, ya desde entonces tan previsor, despachaba dentro los negocios, y no te harías lenguas ahora de belleza tan fementida: era, te aseguro, el visaje de un diablillo. Y ¿qué es lo que ha ocurrido en ella de entonces acá? ¿Se le ha blanqueado la tez? ¿Se han hecho grandes y claros, por ventura, aquellos ojuelos chispeantes? Aquella enorme boca, llena siempre de risa, ¿se ha hecho quizá pequeña y compuesta? Ciego será quien no vea de dónde viene esa pretendida hermosura; hipócrita, quien la celebre. Pues lo que celebran ahí bajo nombre de hermosura tiene otro más propio.

– Muy verdad es, señora, que las facciones de doña María están lejos de ser perfectas, y por supuesto que no pueden haberse mudado en otras. Pero quien no la ha conocido niña, sino sólo después del cambio a mujer, reconoce en el conjunto un algo que disimula…

– ¡Eso; tú lo has dicho: que disimula! Es el demonio disimulado, oculto bajo ricas telas murcianas. Mas, ¿cómo puede llamarse belleza a la estampa de la lascivia, por mucho que una falsa compostura la disfrace? Es algo que yo jamás podré entender. ¡Ay, que esas perras todas son iguales! ¿Qué tienen? ¿Qué dan a los hombres? Un bebedizo, sí. ¡Un bebedizo!

La reina quedó en silencio. Por quebrarlo, observó, compungida, la azafata:

– Pero, señora, ¡es tan joven aún el rey!…

– ¡Calla, mujer; cállate, Dios me valga! -saltó ella con vehemencia al oír esto-. ¿No conoceré yo cómo es esa afición del demonio? Me sé de memoria la cantilena: "¡Es tan joven! Con los años tendrá enmienda"… Que se engañen quienes ignoran de dónde le viene al rey esa condición: yo no me engaño; yo no me puedo engañar… Y ya lo ves: creyeron que todo se arreglaría trayéndole a esa princesa de Francia, y ha sido para más encenagarlo. No contaban con su natural repugnancia a cuanto sea noble y digno.

¡Pobre princesa, pobre criatura inocente, pobre doña Blanca! Ahí lo tienes: huye de su cámara la noche misma de las bodas y, loco de celo, atropellando todas las conveniencias, acude a la alcoba de la concubina. ¿Qué podría ofrecerle a él, estragado por el lujo morisco, las perlas, los perfumes orientales que a manos llenas regala para su propio placer?… Arreglarse todo, sí; pensarán que el mal tiene remedio… En fin, hija: yo he de asistir a este acto, porque así me lo han pedido sin que pudiera excusarme; pero no pienso tomar parte alguna, ni despegar los labios. ¡Amén a todo! Ya verán qué poco puede en este asunto el concurso de buenas voluntades…

Fiel a su dicho, la reina madre había guardado silencio, en efecto, durante toda la reunión. Cuando, atraído a ella con engaño, compareció don Pedro en el salón del castillo de Toro ante sus grandes parientes, fue su tía, la anciana reina de Aragón, responsable por la iniciativa de este irregular consejo de familia, quien hubo de echar también sobre sí la grave tarea de amonestarlo. Reprochóle su preferencia por el trato con gente ruin; le representó los riesgos y daños de su desvío para con los poderosos, y recalcó por último, con frase que la historia recogería: "Más conviene a vuestra dignidad estar acompañado, como ahora lo estáis, de todos los grandes y buenos de vuestros reinos"… Luego, suavizando la severidad de su tono, prosiguió:

– Cierto es que un buen rey debe amparar a todos los hombres; pero, señor sobrino, sabed que vuestra inclinación hacia la gente común ofende a quienes somos vuestros iguales. ¿En quién ponéis amistad, confianza? Avergüenza el decirlo: en judíos, en mercaderes, en conversos. ¿A quién dais los cargos de vuestra real casa? A gente que ayer todavía no era nadie, y ostenta hoy soberbia increíble; a gente cuya sola presencia enoja, ¡qué no, su engreimiento! Y ¿con quién comunicáis todas vuestras intenciones? ¿Con quién aconsejáis todos vuestros pasos? Por Dios, sobrino, que eso se hace harto duro de sufrir. Ni siquiera para concurrir a este nuestro requerimiento habéis podido prescindir de vuestro don Leví, que se enriquece de lo que os da y está gobernando con sus arcas el reino.

Hizo una pausa y, agarradas las manos a los brazos de su sillón, adelantó el pecho para resumir con voz trémula: "A fin de evitar que de todo ello os vengan mayores males y a costa del crédito propio se aumente el de vuestros poderosos enemigos, hemos resuelto los que bien os queremos serviros personalmente en los oficios de vuestra casa y reino. Entended, señor, que esto se hace por amor vuestro, y sin desmedro de una autoridad que hoy se ve mancillada por las indignas gentes de que os rodeáis."

Buscaron todos los presentes la mirada del rey, sin dar con ella. Don Pedro había estado escuchando, la cabeza baja y la faz oscurecida -esa expresión tan suya de la cólera que sube y sube en silencio, hasta el arrebato. La presencia de los infantes y grandes señores, conjurados en su contra para sustentar con cerrada taciturnidad las palabras de la reina de Aragón, le embarazaba tanto como le irritaba. Cuando -por las últimas palabras de su tía- se hubo percatado de cuál era la situación, echó una mirada rápida a su madre, que bajó la vista, y enseguida volvió a su actitud hosca. Ahora, ya sabía a dónde iba a parar todo aquello. Sin inmutarse, oyó cómo prendían en las antesalas a su tesorero y a todos sus acompañantes, y presenció el reparto que sus parientes hicieron entre sí de los empleos reales. Pero, llegada que le pareció la ocasión, se levantó de su asiento, se dirigió hacia fuera con estudiada parsimonia, bajó al patio sin que nadie osara cortarle el paso y, montando a caballo, escapó solo campo adelante.

Don Juan Alfonso que, a su vez, había tenido que cabalgar, ahora, huyendo, aunque sin otra esperanza que la de conservar una vida mísera y cansada, rió al recuerdo de aquella desenfadada celeridad que su amo puso entonces en burlar a los grandes del reino; y esta risa, extemporánea y excesiva, lo levantó por un instante de su actual abatimiento.

Sí, don Pedro había restablecido su autoridad con decisión pronta y fácil. Y una vez adoptadas las más urgentes resoluciones, acudió a descargar el fardo de su pesar en el regazo de su amiga. ¡Con cuánto amor no escucharía ella su voz en la oscuridad! Sin el soporte de su boca recia, sin el respaldo de sus ojos fieros, sin la corroboración de su mano brutal, no era ya la voz llena que imponía temor, sino voz que temblaba en una especie de desamparo al descender desde su habitual vibración a unas tonalidades opacas. Se quejaba, turbia y amarga:

– Todo, todo está reunido en contra mía; todo viene a agobiarme. Hasta mi propia madre se me vuelve y me carga de reproches. Como si ella no fuera culpable… ¿Cuál es la fuente de todos mis males, sino aquella su venganza contra la vieja doña Leonor? Entonces no supo contener sus rencores, y hoy que debo luchar contra la corriente desencadenada por ella misma, se atreve a menoscabarme. ¡Sólo en tu pecho puedo descansar, María!

– ¡Ay, mi querido! ¡Ay, frente de plata, rizos de oro! ¿Por qué tendréis que sufrir el peso de esa corona que os oprime? -respondió ella-. ¡Ay, mi Pedro: qué no daría yo por librarte de ese peso, que sólo fueses mío!

– No, eso no; eso no. ¿Acaso crees que me pesa la corona? ¡He nacido rey! No; lo que me pesa y me llena de acíbar, y me revuelve hasta la náusea, es la miseria ésta de tener que luchar contra los míos. Todos quieren gobernarme; todos quieren quitarme la libertad, como si en lugar del rey fuese yo el último esclavo. Prefiero habérmelas con enemigos declarados. Mis hermanos se me han declarado enemigos, y como enemigo me encuentran: uno tras otro han de caer degollados, ¡te lo juro! Mas ¿por qué mi propia madre me quiere trabar las manos, ella, que tan expeditas las tuvo? ¿Por qué Juan Alfonso, tu pariente, quiere mandar en mi voluntad fingiendo que se le somete? ¿Por qué hasta la sombra de mi padre (¡Dios le haya perdonado!) quiere también restarme fuerzas, y hacerme aún más difícil la tarea que me ha legado con tantos bastardos poderosos y rebeldes?

– Mi tío Juan Alfonso, tú lo sabes, es el único sostén fiel que tenemos en la Corte, Pedro mío.

– Lo defiendes, y haces bien. Como él te defiende a ti, frente al odio de todos. ¡Bien hecho! Pero, dime: ¿por qué he de ser yo el único que no tiene parientes en quién apoyarse?

El nombre de hermano significa para mí enemigo; y ni siquiera en el de madre encuentro confianza.

– Ella procura lo que a su entender mejor te conviene como rey. Tiene para su hijo la ambición de grandeza. Y luego, has de considerarlo: una mujer que es reina, y que ha pasado su existencia oprimida por las exigencias del decoro real, no puede comprender siquiera lo nuestro, y tiene que aborrecerlo. Por amor hacia su hijo, me aborrece. Lo que pesa sobre mi corazón es saber que, en el fondo, soy yo la causa de tus desazones. Sí, no digas que no; lo sé. ¿Acaso no arranca todo esto de las bodas con doña Blanca? Pues esas bodas no se concertaron tanto por ayudar al reino como por odio hacia mí, un odio que, ya lo digo, es mal entendido interés por tus conveniencias y ciego amor de madre. Si ella pudiera escrutar mi corazón, encontraría aquí lo que ninguna doña Blanca es capaz de consagrar a su hijo. Pero ¡ay! que no me conoce…

– Te equivocas; eso no es todo, ni lo principal siquiera. Tampoco es verdad que estas desazones vengan de aquellas bodas.

– ¡Ah, sin doña Blanca todo hubiera sido diferente!… Dime, Pedro, ¿cómo es doña Blanca? Me aseguran que es casi una niña, y llena de mucha belleza. Dime, ¿es su belleza tanto como afirman?

– No hay quien se te compare, María, ni yo tengo ojos para mirar a otra.

– Ya lo sé, querido mío; pero contéstame. Las mujeres queremos siempre saber: dime cómo es doña Blanca. ¿Es alta?, ¿tiene el color como el nombre? Sus ojos, ¿cómo son: claros u oscuros?

– ¿Para qué hablar de ella, María? ¿Qué te importa eso?

– ¿No podrás acaso decirme cómo es esa señora, si alta o baja?, ¿si tiene negro el pelo?

– Rubio.

– Rubio, como el tuyo, ¿no? ¿Y las carnes, son también blancas, Pedro?

– No me enfades, mujer.

– Razón tienes, ¡perdona! Pero no te enojes; no quiero ver nubes en tu frente clara, que es el estuche de mis pensamientos. Yo bien sé, querido mío, que apenas te has de haber fijado en ella; pues, ¿a qué hombre le agradaría que le impongan la compañera de cama? Sólo esto sería ya bastante para hacerle abominar… ¿Y cómo pudiste entenderte?… Dicen que no habla nuestra lengua.

– Ahora, ya, debo de irme. ¡Adiós, María!

– Espera, espera un momento. Tengo una cosa que decirte. Escúchame, Pedro. He pensado que quizá tiene razón la reina doña María, y que la manera como entiende quererte es la justa. Es madre, y sabe: yo no tengo derecho a los amores de un rey, de un rey tan grande y tan glorioso como tú lo eres, Pedro mío. En pago de todo lo que tú me has dado, yo no podré darte nunca nada más que un amor sin exigencias. Y si por ese amor hubieras de sufrir desazones mayores de aquellas que la corona te acarrea, no tendría fin mi amargura. Yo no soy de sangre real, aunque mi linaje pueda compararse sin desdoro con el de muchas reinas. Por eso quiero decirte: piensa, Pedro, lo que mejor te conviene, y si resuelves que yo soy para ti un estorbo, apártate de mi lado sin vacilar. Tú me has dado la felicidad toda de mi vida, y no quiero ser, en cambio…

– ¿Tú me dices eso? ¿Tú misma? ¿También tú? ¿No sabes acaso, mujer, que eres para mí lo único, lo único que este rey combatido posee en verdad, la única almohada de su cabeza, la única vela de su sueño, la única guarda de su alma, el único tesoro de sus arcas?… ¿Piensas acaso que tu alejamiento mitigaría el odio que se me tiene, la envidia con que se me roe, la violencia de unos hermanos que no olvidan su bastardía, miserables hasta hacer dudar que sean hijos de rey; la saña de una madre que no pudo gobernar a su esposo y quiere regir a su hijo; la ambición de unos vasallos que sólo aguardan la oportunidad de robar y mientras tiemblan en mi presencia maquinan traiciones y hacen señales a mis enemigos? Pues aunque todos esos males se extinguieran juntos renunciando a ti, no renunciaría. ¡De qué me habían de valer los bienes todos del mundo sin ti, María, que eres mi único bien verdadero! ¿Dejarte? Habrían de cercar tu casa mis perseguidores, y clavarme sus puñales aquí mismo, en esta misma cama, hasta empapar las sábanas con mi sangre, y antes de que yo te abandonara me abandonaría a mí la vida.

– ¡Qué alegría, mi Pedro, oírte esas palabras! Ven; ya nada te separará de mí. Así, así, juntos siempre, el uno en el otro… Nunca saldrás de este abrazo, no te soltaré nunca. ¡Nunca te dejaré que abraces a esa francesa maldita, Pedro mío!

Sin el agravio a la infanta doña Blanca, ¿por cuánto tiempo no se hubiera arrastrado todavía en Castilla esa guerra sorda contra don Pedro? La cólera del rey francés fue lo que, en definitiva, prestó vuelos a la rebeldía de los bastardos, dando hechura a su desconcertada enemistad, y perspectivas a su encono ciego.

Repudiada, vejada y ofendida, había tenido que volverse por fin doña Blanca a la corte de su padre. Cuando, tras de jornadas largas y muy penosas, hubo llegado a París, cruzó los puentes, entró al palacio y, sin dirigir a nadie la palabra ni contestar reverencias, compareció a la cámara donde la esperaba el rey. Se hincó de rodillas y le besó la mano. Al tener que soltarla, acabada la venia, quedóse parada, quieta, por primera vez baja la vista desde que había sido ultrajada: le aterraba el volver a encontrarse con aquella mirada azul que tan dulce le solía ser, y hallarla afligida; hallar aquellos tan alegres ojos según ahora creía adivinarlos: cerniéndose llenos de pesar sobre la frente, sobre los abrumados párpados de la hija. Pero cuando, al fin, se atrevió a afrontar el semblante paterno vio con espanto que esos sus ojos, sin la aflicción que esperaba y temía, se revolvían iracundos como salamandras convulsas sobre las llamas de la roja barba. Entonces sintió doña Blanca apretársele en la garganta ese nudo que durante todo el viaje la había estrangulado. Cuando, tras no poco esfuerzo, consiguió dominar la angustia, una voz enronquecida escapó de su pecho, repitiendo sin término una pregunta, sólo, oscura hasta lo incomprensible al comienzo, luego entrecortada de sollozos, por último estridente en los gritos.

Preguntaba: "¿Por qué, padre?, ¿por qué?"; no preguntaba otra cosa. El clamor subió hasta trocarse en alarido inhumano… Al cabo, rompió a llorar; se arañaba la cara, se tiraba del pelo.

Ante dolor tan grande el rey depuso su ira y abrió los brazos a la desconsolada para que inundara de lágrimas su cuello. Un tanto calmada, pero toda temblorosa, seguía doña Blanca profiriendo la pregunta de su desesperación. Hubiérase dicho que no tenía otra palabra: "¿Por qué?, ¿por qué? ¿Por qué, padre, me enviaste allá? ¿Por qué, di, me entregaste como se entrega una res? Aquí me tienes de vuelta; era tu hija; ahora soy tan sólo el testimonio de tu afrenta. A las barbas te han escupido, y mi presencia te lo recordará siempre… ¡Siempre!" Vano fue quererla persuadir de que sería vengada. Y a la promesa de nuevas bodas, rechazaba: "¡Nunca más horror semejante!", volviendo a llorar hieles.

Hubo, pues, que dejarla descansar a solas en su cuarto; y no antes de quince días, pasados en la penumbra y el duelo, se consiguió que diera razón de sí en confidencias a una dama de su edad y compañía. Ahí declaró el suplicio de las semanas interminables que -como ella decía- debió pasar entregada a manos de increíbles orates: aquella doña María, seco sarmiento, ardiente, crujiente, llena la lengua de invectivas; aquellas infantas tiesas y taciturnas; aquellas oscuras dueñas, murmurando por la letrina de sus bocas; aquellos hombres, enzarzados siempre en querellas inacabables, levantando la voz hasta los gritos, quitándose la palabra unos a otros, enceguecidos, obcecados, olvidados de todo, posesos de quimeras… Y así, entre gentes tales de la mañana a la noche, un día y otro, como un objeto más de disputa, sin que hubiera quien la mirase a los ojos ni le hablara al corazón… Al fin y a la postre -explicaba-, de quien menos había tenido que padecer fue de don Pedro, el brutal esposo que la abandonó sin contemplaciones. Pues ¿por qué hubiera debido esperar trato distinto de su parte? ¿Acaso era él quien la solicitó en matrimonio. Se la habían entregado, como se entrega una res: eso era todo. Aún había sido demasiado gentil para con ella…

Entre tanto, el rey francés enviaba emisarios a los bastardos de Castilla, y concertaba con ellos la perdición de don Pedro- sus mejores hombres de guerra irían a combatir junto a don Enrique para que éste, debelando a su hermano, ciñera la corona real. Y así se hizo. Mesnadas grandes y famosas pasaron el Pirineo en ayuda del conde de Trastamara, y decidieron a favor suyo la suerte de la guerra. No faltó, dentro y fuera del reino, quien tildase de fea traición la del conde don Enrique; otros, para justificarlo, recordaban la degollación de su madre doña Leonor de Guzmán, la muerte alevosa del maestre don Fadrique, su hermano. Y el propio usurpador, que apoyaba su despecho en el ajeno, supo cosechar y agavillar en pro de su causa multitud de rencores viejos cuando resolvió asumir el título de rey para estandarte de su rebelión. Era hombre capaz de componer un discurso: calculaba muy bien sus palabras; decía lo que se estaba esperando oír de sus labios y, en el momento oportuno, dejaba salir de ellos lo que nadie esperaba. Así, a punto de emprender la campaña decisiva, reunió a sus gentes y -habiéndoles descrito la coalición invencible de todos los ofendidos por acciones del rey don Pedro- recordó a cada uno sus particulares agravios, golpeó una tras otra en todas las heridas y, por último, exhibió la baza triunfal que le proporcionaba la ayuda de Francia. ¿No había sonado acaso la hora de levantar un nuevo reinado, pródigo en venturas y en mercedes? Atizó, pues, la ira, alimentó la esperanza, despertó el entusiasmo, suscitó ambiciones, cebó codicias, y -arrebatados- sus amigos y parientes le ensalzaron con la púrpura real.

Poco tardaría en teñirse de ella las manos para conseguir el poder: lo obtuvo de la violencia; y no faltó tampoco quien, por el camino, leyera en su diestra ese destino cruento. "Alcanzarás, sí, la mayor grandeza; mas a costa, señor, de que esta mano derrame tu propia sangre", le predijo, en efecto, una adivina, tres jornadas antes del combate que debía entregarle el trono. Fue en ocasión que, a la cabeza de su hueste, entraba para hacer noche en una aldea. Con sólo un pequeño séquito había llegado don Enrique a la plaza del pueblo, donde los villanos divertían su tarde de domingo alrededor de unos titiriteros que, de paso para las ferias, daban en el atrio de la iglesia el espectáculo de sus bailes sarracenos. La proximidad del caudillo interrumpió la fiesta: cesó el tambor, se extinguió la estridencia del cornetín en un sollozo agrio, escapó el mono, y una cabra amaestrada que -grotesca y asombrosa- giraba su balumba sobre una perinola, saltó con repugnante pesadez sobre el taburete, cayendo al suelo. Desde lo alto de su caballo afrontaba don Enrique, altanero, la asustada curiosidad de los villanos; y entonces, una morilla danzadera acudió a echarle la suerte. Como el caballero se dejara tomar la mano, prometióle ella un porvenir magnífico, después de que con aquella misma mano -le dijo- "derrames tu propia sangre". No quiso él pedir aclaración del ambiguo presagio. Pero tres días más tarde, resuelto a favor suyo el decisivo encuentro, lo vio cumplirse en inexorable manera.

Las huestes del bastardo, ganada la batalla en los campos de Montiel, tenían en su poder el castillo, mientras que las de don Pedro acampaban al raso en la noche castellana, y ahí, entre sus tinieblas, a la espera del alba, se produjo el drama. Buenas voluntades, ansiosas de reconciliación, habían concertado a deshora una entrevista de los dos reyes… ¿Con qué espíritu acudirían a ella uno y otro? ¿Qué engaños prevenían, qué temores recelaban? Tal vez don Pedro, dócil en la adversidad a su viejo ayo, iba dispuesto a transigir para, salvando la corona, comprar tiempo al precio de concesiones; tal vez don Enrique, asustado de su fortuna, calculaba el modo de cohonestar su usurpación y disimular bajo los términos de un pacto la crudeza de su triunfo militar, mientras rodeado de sus mejores capitanes aguardaba en el salón al rey vencido. Pero cuando lo vio aparecer -joven, alto, erguido, arrogante- en la sola compañía de cuatro hombres, sintió que sus fuerzas desfallecían; un gran silencio acogió la presencia de don Pedro.

Llegado, pues, éste al centro de la sala, se detuvo allí, único bulto iluminado en aquella asamblea de sombras. Callaban todos en torno; y como se prolongara la vejación del silencio, vieron de pronto subirse a la cabeza del rey el vino de una espesa soberbia: rojo de ira, levantó la voz para preguntar quién de entre ellos era el traidor, el infame, el mal nacido, el bastardo conde de Trastamara. ¡En la palidez de la faz debiera haberlo conocido! Oyendo el improperio, don Enrique saltó de su asiento y acudió a realizar la imagen evocada: el puñal en alto, avanzó hacia el rey. Presos quedaron entonces ambos hermanos el uno del otro, en un abrazo de muerte.

Desde el umbral, interceptada a trechos su vista por los hombros de los capitanes que seguían sus alternativas, presenciaba don Juan Alfonso la lucha de que su propia vida pendía. Mientras duró, tuvo puestos sus cinco sentidos en el jadeante forcejeo; pero cuando -caídos ya, y revolcándose en el polvo los aferrados cuerpos- vio el anciano servidor que la mano de don Pedro se abría, y que soltaba su puñal, y que lo abandonaba en el suelo, volvió espaldas y emprendió la fuga. Gritos desconcertados oyó que lo perseguían por un rato. "¡A ése! ¡A ése!", clamaban desde lejos.

(1945)

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