— Los «racionales» nos llaman «Guaicas», «Los que matan», pero nosotros hemos sido desde hace miles de anos los «Yanoami», «Los seres humanos», jamás matamos por capricho, y si mis antepasados se vieron obligados a hacerlo fue para evitar que nos despojaran de nuestras tierras, nuestras mujeres e incluso nuestros hijos a los que convertían en esclavos de las caucheras… — Xanán permanecía en cuclillas, ocupando el centro de la noche con la vista fija en el rostro de Yáiza aunque más que verla parecía estar mirando a través de ella —. Los «Yanoami» aprendimos a refugiarnos en las más alejadas selvas, pero como eso no bastaba tuvimos que aprender también a defendernos para evitar que los «racionales» aniquilasen en el transcurso de una generación a un pueblo que había sobrevivido a mil guerras y catástrofes desde el día en que Omaoa creó al mismo tiempo la luz y los «Yanoami».

— ¿Pero qué es lo que quiere exactamente tu pueblo de mí? Aún no me lo has dicho.

El hermoso guerrero se encogió levemente de hombros y su rostro mostró una vez más aquella eterna expresión de fatalismo que parecía constituir al carácter más significativo de su raza.

— Eso tan sólo Etuko. el brujo, lo sabe. Se droga con «ebena» y habla entonces con los «noneshi»; las sombras de los hombres que vagan por la tierra sin descanso; lo que soy yo ahora — pareció meditar largo rato con la vista clavada en el vacío en su triste destino de «noneshi. que ha perdido para siempre su cuerpo, y al cabo de mucho rato, pues los muertos olvidaban toda noción del tiempo, añadió —: Al regresar del más largo de sus viajes al mundo de los espíritus. Etuko nos reunió a los guerreros y nos ordenó que saliéramos en tu busca. Y yo obedecí.

— ¿Y por eso tratas de engañarme asegurando que me llevas donde hay diamantes, cuando en realidad obedeces a Etuko?

— Yo no te engaño — fue la suave respuesta —. Yo sé dónde hay diamantes. Dondequiera que un jaguar mata a un niño y su madre lo llora, sus lágrimas se convierten en diamantes. ¿Por qué ansían tanto los „racionales“ las lágrimas de las madres que perdieron a sus hijos? Los niños las necesitan para enseñárselas a Omaoa y demostrarle que eran buenos y amados en la Tierra, y del mismo modo deberán ser amados en el cielo. — Xanán negó una y otra vez con la cabeza, y musitó quedamente —. No está bien robarle a un niño las lágrimas de su madre… |No está nada bien! Pero tú sigues siendo „racional, y sigues deseando esos diamantes, y por lo tanto te llevaré a un lugar que conozco en que una vez un jaguar mató a un niño.

Resultaba inútil tratar de explicarle a un indio muerto que los diamantes eran trozos de carbono cristalizado porque sin duda se le antojaría mucho más absurdo y menos hermoso que aceptar que se trataba de lágrimas de madre, v del mismo modo resultaba inútil tratar de explicarle lo que significaban los diamantes en el mundo de los — racionales“ y las mil cosas maravillosas que se podían obtener a cambio de ellos. Resultaba todo en los últimos tiempos Un absurdo y fatigoso, que Yáiza había optado por no tratar de analizar cuanto ocurría a su alrededor, dejándose llevar por Xanán y aceptando sus extrañas explicaciones.

— Encontraréis un sendero de dantas — le había señalado la noche anterior —. Siguiéndolo hacia el Sur, alcanzaréis al atardecer una altiplanicie sobre la que se extienden los más hermosos bosques de la Tierra.

Y aquella segunda noche hablan acampado allí, sobre la hermosa altiplanicie de frondosos bosques cuajados de palmeras „pijiguao“, lejos del húmedo y agobiante calor de la orilla del Curutú y de la eterna plaga de „zancudos“ y „gengenes“, pues una suave brisa refrescaba el ambiente y ahuyentaba a los insectos obligando a suponer que era ésta una selva nueva y muy diferente de la que acababan de abandonar.

— A medida que ascendamos, el clima se vuelve más dulce y la espesura menos densa — fue la explicación de Zoltan Karrás —. Lo único malo son los „guaicas“.

— No son — guaicas». Son «Yanoami»; «Seres humanos».

El húngaro observó a Yáiza, y cuando habló habla una punta de ironía en su voz:

— ¿Eso te ha dicho? Pregúntale entonces por qué «Los seres humanos» se comen a los seres humanos.

— No nos comemos a los seres humanos — fue la ofendida respuesta de Xanán —. Cuando un «Yanoami» muere incineramos su cadáver, y el humo, al subir, se lleva su «noneshi» directamente al Gran Tepuy. Luego, sus parientes guardan las cenizas, y al cabo de un año las ingieren mezcladas con carato de plátano para conservar así una parte del ser amado. Puede que eso sea algo que los «racionales» no entiendan, pero yo hubiera deseado que mi cuerpo, en lugar de ser devorado por zamuros y gusanos hubiera sido convertido en cenizas que mis parientes consumieran. — Se hundió de nuevo en una de aquellas larguísimas pausas a las que Yáiza estaba acostumbrada, y al fin concluyó —. Por eso mi «noneshi» no encuentra reposo y tiene que continuar en tu compañía.

— ¿Y qué puedo hacer yo para que encuentres ese reposo y me abandones?

— No lo sé, pero Etuko debe saberlo. Él lo sabe todo referente a los dioses y a las almas. Habla con Omaoa, y Omaoa le dice cómo deben comportarse los hombres para que él los ame y los proteja. Cuando lleguemos al «shabono» de mi tribu, Etuko me dirá qué debo hacer para reunir me con Omaoa para siempre.

— ¿A qué distancia está el «shabono» de tu tribu?

— Lejos. Muy lejos. Mañana llegarás a una laguna donde concluye el sendero de las dantas. Bordeándola, encontrarás un riachuelo de aguas verdes que se abre camino por entre grandes rocas. Síguelo.

Todo se encontraba donde él indicaba: el final del sendero, la laguna y el riachuelo de aguas transparentes que invitaban a un largo baño y a refrescarse riendo y chapoteando, mientras el húngaro fumaba pensativo, preocupado tal vez porque se estaba quedando sin tabaco, o por el hecho de que se adentraban en territorio «guaica» y cuanto aconteciera de allí en adelante escapaba a su control.

El paisaje era demasiado plácido, con una sucesión de colinas y mesetas que continuaban ascendiendo lentamente haciendo que el aire resultara cada vez más limpio y en aquellos bosques, anchos y abiertos, no costaba esfuerzo alguno conseguir un par de monos, alguna pava, e incluso un sabroso pécari cuyos filetes, acompañados de frutos de «pijiguao», nada tenían que envidiar al mejor lomo de cerdo con patatas al horno.

A Zoltan Karrás se le antojaba todo demasiado paradisíaco y pese a que desde siempre habla oído contar que asi era en efecto la tierra de los «guaicas», también habla oído decir que por eso mismo los «guaicas» la defendían con tanta ferocidad, sin permitir que ningún hombre blanco la violara, pero alguien mas la había violado.

Lo descubrieron al cuarto día, sentado sobre una laja de piedra al borde del riachuelo, semidesnudo, barbudo y desgreñado; con el pelo casi blanco de puro rubio y la espalda carcomida por las llagas y las ampollas que le hablan producido los «sututús».

— Sven Goetz — se presentó a sí mismo, en un castellano casi cómico —. Bienvenidos a mi casa.

«Su casa» era un chamizo formado por cuatro postes de madera, un techo de palma, un banco, un incomodísimo «chinchorro» de bejucos, y media docena de toscas vasijas de barro mal cocidas.

— ¿Hace mucho tiempo que vive aquí? Fue lo primero que quiso saber Aurelia horrorizada por el aspecto del lugar y su total carencia de las más elementales comodidades propias de una persona supuestamente civilizada.

— Cuatro años.

— ¡Cuatro años! — Extendió la mano a su alrededor como queriendo mostrar la magnitud de aquella miseria —. ¿Y qué ha hecho todo este tiempo?

— Estoy arrestado.

— ¿Arrestado?

— Bueno… — Se diría que el otro se esforzaba por encontrar un término más adecuado —. Digamos que estoy preso; prisionero.

— ¿Prisionero de quién?

— De nadie.

— En ese caso, ¿cómo dice que está preso? ¿Por qué?

— Por criminal de guerra. Yo era coronel de la «SS». — Señaló la choza y la selva que nacía a pocos metros —. Ésta es mi cárcel — concluyó.

Los cinco le miraron. Aurelia y Yáiza habían tomado asiento en el banco de madera. Zoltan Karrás permanecía en pie apoyado en uno de los postes del chamizo, y Asdrúbal y Sebastián se hablan dejado caer sencillamente al suelo.

— ¿Quiere hacernos creer que usted mismo se ha impuesto cumplir una condena? — inquirió al fin no muy convencido el húngaro.

— Así es — asintió el llamado Sven Goetz con firmeza —. Me alegra ver que he sabido explicarme aunque mi español no es muy bueno.

— ¿Y por qué quiere cumplir una condena si nadie le obliga?

— Porque es justa. Yo fui tan criminal de guerra como la mayoría de mis compañeros, y si hubiéramos triunfado tal vez las cosas se verían de otro modo, pero como perdimos, debemos pagar por ello. El hecho de que tuviera suerte y nadie me capturara no me exime de cumplir un castigo.

— ¿Por qué no se entregó voluntariamente?

— Porque ni los americanos ni los rusos tenían derecho a juzgarme. A nosotros tan sólo podían juzgamos los alemanes, porque fue a quien más daño hicimos, y yo, como alemán antes que como militar, me he juzgado y me he condenado a vivir aquí durante diez años. Luego quedaré libre.

— ¡Diez años! — se asombró Aurelia —. ¿Y piensa cumplirlos?

— Desde luego, señora. Hasta el último día, porque no tengo derecho a indultarme ni a reducirme la condena.

— Hay algo que me gustaría saber — inquirió Sebastián con intención y una cierta desconfianza —. ¿Cómo es que ahora se muestra tan justo y antes no habla caido en la cuenta de que estaba haciendo algo malo?

El «coronel», que habla tomado asiento en su escurridizo «chinchorro» y hacía equilibrios para no acabar súbitamente en el suelo, los observó uno por uno, y al fin permitió que entre la maraña de su espesa barba y su hirsuto bigote asomara una leve sonrisa:

— Yo sabía muy bien que estaba haciendo algo malo — puntualizó —. Lo sabía, y cada noche me horrorizaba por mis actos, pero a la mañana siguiente tenía que volver a ser el coronel Sven Goetz porque estábamos en guerra, y era más fácil ser oficial de la «SS» que soldado del frente ruso. Y más cómodo ser condecorado que fusilado. Y Helga prefería vivir en un palacete con coche oficial, que en un cuartucho realquilado teniendo que hacer cola para comprar pan. — No apartaba los ojos, con mirada ansiosa, de la apagada cachimba que Zoltan Karrás mantenía entre los dientes —. Aunque ahora nadie quiera admitirlo, aquella guerra estaba más hecha de pequeñas cobardías que de grandes actos heroicos… — continuó —. Y más de cotidianos egoísmos, que de patrióticos convencimientos. Ser nazi fue lo más práctico hasta que se transformó en lo más incómodo y es lógico que hoy pague por ello.

— ¿Y su esposa?

— Se fue a vivir con un sargento americano, y creo que ésa fue mi única victoria sobre los aliados… — Se volvió al húngaro —. ¿Me permitiría darle una calada a su pipa? — suplicó —. ¡Hace tanto tiempo que no fumo…!

Zoltan Karrás dudó, observó desconcertado a los presentes y por último, extrayendo de la bolsa un poco de la escasa picadura que le quedaba, cargó la cachimba y se la ofreció:

— ¿Por qué no cultiva tabaco? — inquirió —. Esta tierra es buena.

El alemán hizo un gesto negativo con la cabeza:

— Esta tierra es buena para muchas cosas — admitió —. Pero si me dedico a cultivarla, arreglo la casa o me proporciono comodidades, no estaré cumpliendo una condena, sino disfrutando de un retiro. Tengo que continuar así, solo, con hambre, el cuerpo devorado por los «sututús» y miedo a las bestias y a los salvajes que me vigilan. Lo demás, no vale.

— ¿No está siendo demasiado severo consigo mismo? — quiso saber Yáiza hablando por primera vez desde su llegada.

El «coronel» pareció tomar conciencia de su extraordinaria y serena hermosura, que se manifestaba pese a la tosca e inadecuada ropa masculina que vestía, y su tono de voz sonó un tanto amargo al replicar:

— Al recordar que hay cosas como usted en el mundo, tal vez, pero hace tiempo llegué a la conclusión de que demasiada gente rehúye su castigo sufriendo sin embargo otro mucho peor interiormente. Yo prefiero padecer de un modo físico, pero sentirme en paz conmigo mismo. — Sonrió como si se burlara de sus teorías —. En el fondo es una actitud egoísta — añadió —. Maltrato un cuerpo por el que no siento ningún aprecio, a cambio de una serenidad espiritual que no merezco.

— ¿Y realmente la consigue?

Sven Goetz observó con renovada atención a la muchacha, adivinó que existía un marcado interés personal en la pregunta, y como si el resto de los presentes hubieran dejado de existir, admitió:

— Tan sólo en contadas ocasiones. Pero me alegra comprobar que tales ocasiones son cada vez más frecuentes, probablemente debido a que las llagas de la espalda me duelen cada día más. Si estos malditos bichos no acaban por devorarme en vida, quizá triunfe.

— ¿Es usted creyente?

— Si no fuera creyente todo esto resultaría estúpido, ¿no le parece? Castigar un cuerpo cuando se supone que es lo único que tienes y acabarán comiéndoselo otro tipo de gusanos, serla tan sólo un ejercicio de masoquismo. Y aunque el verme invite a pensar lo contrario, no soy masoquista. Tan sólo soy un hombre arrepentido.

— ¿Cree que basta con el arrepentimiento?

— Si bastara me limitaría a realizar ejercicios de arrepentimiento cuatro horas diarias en un cómodo apartamento de Caracas después de haber disfrutado de una buena cena y un coñac. Pero como diría mi hermano, que es sacerdote, si el arrepentimiento no va acompañado de propósito de enmienda, dolor de corazón y una justa penitencia, se convierte en un sentimiento hueco.

— ¿Hay muchos que piensan como usted entre los que perdieron la guerra? — quiso saber Zoltan Karrás, que se mantenía atento a sus palabras —. Me gustaría saberlo.

— No tengo ni la menor idea, ni me importa — fue la sincera respuesta —. imagino que para la mayoría, el sentimiento que prevalece es el de frustración, vergüenza o deseo de revancha, pero quiero suponer, también, que desde el día de la capitulación, el pueblo alemán dejó de comportarse como masa, y pasó a convertirse en un conjunto de individualidades. Y yo sé bien que las reacciones de las masas y de los individuos son por completo diferentes. En eso precisamente se centraba mi trabajo. Puede ocurrir, por tanto, que exista un cierto número de alemanes que experimente lo mismo que yo. ¿Por qué lo pregunta?

— Porque he luchado contra los alemanes en dos guerras, y aunque estoy seguro de haber matado a varios, jamás había hablado anteriormente con ninguno. — El húngaro chasqueó la lengua y torció la cabeza en un gesto que denotaba perplejidad y un cierto escepticismo —. Extraño mundo este en el que no conoces a quien matas ni por qué razón lo matas, ¿no es cierto? Siempre había creído que los «cabezas cuadradas» no eran más que una banda de fanáticos cerriles y ahora me gustaría averiguar si puede haber más «cabezas cuadradas» como usted.

— ¿De dónde es?

— Húngaro.

— Tampoco teníamos muy buen concepto de los húngaros en Alemania — admitió Sven Goetz —. Pero estos años de soledad me han permitido comprender que todos los preconceptos, especialmente aquellos que se refieren a nosotros mismos, están la mayoría de las veces equivocados. Siempre imaginé que nada podía existir más importante para mi que la victoria, y sólo ahora puedo aceptar que esa victoria me hubiera esclavizado para siempre al uniforme, las medallas, Helga, y todo aquello que en el fondo detestaba. — Le devolvió la pipa a Zoltan Karrás con una sonrisa de agradecimiento —. La derrota constituyó, al fin y al cabo, mi mayor triunfo. Me permitió averiguar quién era… — Hizo una larga pausa y los observó uno por uno —. Y ahora, sí no les importa, me gustaría que dejáramos de hablar de mí, y me dijeran qué es lo que hacen aquí, y hacia dónde se dirigen. — No lo sabemos.

La respuesta de Sebastián no pareció sorprenderle, pero aun así, comentó:

— Extraño lugar es éste para no saber adonde van. Están entrando en territorio «guaica», y mi consejo es que si no tienen una razón de mucho peso, no sigan adelante.

— La tenemos.

Sven Goetz estudió con detenimiento el sereno rostro de Yáiza que era quien lo había dicho, y por último asintió con un imperceptible ademán de cabeza:

— Lo supongo. Y supongo también que será más lógico que el que me impulsa a mí a vivir aquí — añadió —. Si no tienen prisa, me gustaría que pasaran la noche en mi casa. Puedo permitirme un poco de compañía después de cuatro años. Tal vez tarde otros cuatro en volver a ver a un ser humano.

Se quedaron; compartieron su parca cena de pescado y plátanos asados, conversaron hasta muy tarde porque Sven Goetz era un hombre que necesitaba echar fuera todo cuanto había tenido que retener durante aquel largo período de tiempo, y le escucharon luego agitarse y gemir en su «chinchorro», mascullando protestas en su idioma, como si estuviera librando una batalla con las que debieron ser sus víctimas.

Al día siguiente, cuando le dejaron sentado sobre la laja del río, exactamente en el mismo punto en que lo habían encontrado, Aurelia no pudo por menos que dirigirle una última mirada de conmiseración y comentar:

— No creo que resista esos seis años. Lo más probable es que cualquier día se cuelgue de la rama de un árbol.

— Yo no estoy tan seguro — le contradijo Zoltan Karrás —, El mero hecho de ser capaz de condenarse a sí mismo constituye un primer paso para salvarse. ¡Ojala todos nos atreviéramos a imponernos nuestro propio castigo en un momento dado!

— ¿Cuántos años de cárcel se echaría? — quiso saber Asdrúbal.

El húngaro se encogió de hombros y sonrió con innegable ironía:

— Tendría que pensarlo — replicó —. No diez, desde luego, pero quizá no me vendrían mal un par de ellos. ¿Y tú?

— ¿Quién puede saber lo que hay que pagar por partirle el corazón a un muchacho que no ha cumplido aún los veinte años?

Dio media vuelta, y se alejó con paso firme por el sendero. Los demás se observaron incómodos, y al fin le siguieron en silencio.

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