Salustiano Barrancas se sorprendió por la petición, pero se limitó a registrar la nueva Concesión en su gran libro de tapas de hule, al tiempo que inquiría:

— ¿No estás muy mayor para cambiar de mañas? ¿A qué viene esa vaina de bañarte completo cuando nunca has hecho otra cosa que mojarte los pies?

— No pienso bañarme, hermano. Serán los muchachos los que bajen a buscar el cascajo. Yo me limitaré a lavarlo porque ya estoy viejo para que me agarre el reuma.

— ¿Y la escafandra?

— No la necesitan.

Salustiano Cara-e-locha se despojó de los redondos lentes y comenzó a limpiarlos con parsimonia utilizando para ello el faldón de su sucia camisa mientras observaba, casi incrédulo, a su interlocutor:

— ¿No la necesitan? — repitió —. Eso tengo que verlo.

— Ayer bajaron. — Zoltan Karrás extrajo unas piedras del bolsillo y se las mostró —. Sacaron esto.

El regordete «Fiscal de Minas» tomó las piedras y las estudió con la ayuda de una lupa que descansaba sobre su rústica mesa de trabajo.


— Interesante — susurró —. Muy interesante. Tendría gracia que vinieran unos «misiús» del mar a enseñarnos a encontrar diamantes… ¿Cómo lo supieron? — Alzó el rostro y le miró de frente, inquisidor —. ¿Escuchó «La Música*?

— Más o menos.

— ¡Ah, zorro pútrido! ¿Vas a venirle con evasivas a tu viejo compadre…? — Le devolvió las piedras —. Sabes que no me importa lo que hagas ni cómo lo hagas, siempre que respetes mi porcentaje, pero los muchachos van a sorprenderse cuando los vean margullando» en esas aguas infestadas de «caribitos». ¿Les avisaste del peligro?

— Clarito se lo dije.

— ¿Y aun así piensan hacerlo? ¡Muchas bolas tienen! ¿Cuándo quieren empezar? — En cuanto des tu autorización. — Pues ya la tienes, y vamos a verlo porque eso es algo que no quiero perderme.

Una hora más tarde se encontraba instalado sobre un tronco a la orilla del río, observando los preparativos que se llevaban a cabo en las balsas que Asdrúbal y Sebastián habían fondeado en mitad de la gran curva que limitaba el yacimiento por el Sur.

Los mineros, al advertir el trasiego de cuerdas, cubos y «surucas» suspendieron por el momento sus trabajos aproximándose a ver lo que ocurría, v la mayoría no daba crédito al hecho de que aquellos dos «isleñitos» tuvieran la intención de llegar al fondo del río sin más ayuda que sus pulmones.

Se hizo un silencio cuando el primer cubo las trado con una piedra fue dejado caer al fondo, y ese silencio se convirtió en tensión, cuando Sebastián, vistiendo únicamente un pantalón, se introdujo poco a poco en el agua.

— No hagas movimientos bruscos — le advirtió Zoltan Karrás —. Nada con naturalidad, como si fue-ras un animal sano y fuerte, porque ésa es la forma de que las pirañas no te ataquen: Pero en cuanto una te muerda o te hagas el más mínimo corte, sal de inmediato porque lo primero que les atrae es la sangre.

Sebastián hizo un leve gesto de asentimiento, lanzó una larga mirada a su madre, guiñó un ojo a su hermana, y respirando profundamente para llenarse de aire los pulmones, hizo un quiebro de cintura y se sumergió desapareciendo casi al instante en las oscuras aguas.

Nadie hizo comentario alguno el tiempo que permaneció bajo la superficie y que a la mayoría de los presentes se les antojó una eternidad, pues Sebastián era un magnífico buceador que podía aguantar fácilmente minuto y medio sin regresar a tomar aire.

Cuando apareció de nuevo algunos mineros aplaudieron e incluso hubo gritos de ánimo que se transformaron en murmullos de sorpresa al advertir que no había necesitado más que un instante para recuperarse y perderse otra vez de vista.

Al tercer intento hizo un significativo gesto con la mano y su hermano se afirmó sobre las piernas, dobló la cintura y alzó sin esfuerzo el pesado cubo repleto de cascajo.

— ¡Vaina! — masculló Salustiano Barrancas cuando vio cómo el material caía, chorreando, sobre la «suruca» de Zoltan Karrás —. ¡Estos carajitos saben lo que hacen!

En total silencio y alargando mucho el cuello para intentar descubrir desde la orilla qué clase de piedras habían caído en el tamiz, la mayoría de los buscadores permanecieron a la expectativa, y al advertir que el húngaro no hacía gesto alguno de cernir, un negro alto y pelirrojo gritó:

— ¿Qué pasa, «Musiú»? ¿Nos vas a tener todo el día esperando? ¿Hay «guiña» o no hay «guiña»?

— Lo sabrás el domingo, Bachaco — fue la evasiva respuesta —. Y si quieres averiguarlo antes, ahí tienes el río para zambullirte.


Aquello pareció poner punto final a la expectativa general y los mineros regresaron a sus respectivas concesiones admirados por la capacidad pulmonar de aquel «isleño» flaco y fibroso que había conseguido una proeza que en La Guayana sólo se había visto realizar a lentos buzos pesadísimamente pertrechados.

— Se lo comerán los «zamuritos»… — fue el comentario unánime —. Cuando esté más confiado llegarán como una nube y se lo chascarán en un abrir y cerrar de ojos…

— ¿Has visto alguno? — quiso saber el húngaro en cuanto Sebastián salió del agua y tomó asiento en la balsa secándose con la toalla que Yáiza le ofrecía.

— Ahí abajo no se ve ni la propia nariz — le hizo notar —. Tengo que llevar el cubo a tientas, pero no se preocupe: en cuanto los note a mi alrededor, subo.

— Sigo pensando que es una locura — intervino Aurelia —. Te estás jugando la vida, ¿y total para qué? — Señaló con un gesto la «suruca» —. Lo mismo que en la orilla.

Zoltan Karrás negó con la cabeza: — Aún no lo he examinado, pero tengo la impresión de que el material es bueno. Muy bueno. Yáiza tiene razón, y aquí hay «guiña». — Con el dorso de la mano desparramó el cascajo sobre el tamiz y señaló cuatro o cinco guijarros de color grisáceo —. O yo no entiendo este oficio… — añadió —…o pronto sacamos «piedras» de seis y siete quilates… — Chasqueó la lengua con gesto admirativo —…Y no una ni dos… ¡Muchas!

— ¿Vuelvo a bajar?

— Tómalo con calma. Dale tiempo a los «zamuritos» que hayan venido a curiosear a que se aburran. Recuerda que la paciencia es la principal virtud del minero. Aquí las prisas únicamente conducen al desastre.

Esa noche, tras toda una jornada de trabajo durante la cual Sebastián se sumergió tres veces y Asdrúbal dos, el húngaro se cercioró de que ningún extraño se encontraba en las proximidades de la choza, y sacando del bolsillo de su camisa el largo «penetro», vació su contenido sobre un plato de latón permitiendo que los Maradentro contemplaran el fruto de su esfuerzo: seis cristalitos del tamaño de una judía y un séptimo considerablemente mayor.

— Estos de aquí son buenos para la talla — señaló —. Los otros sólo sirven para la industria, pero en conjunto valdrán casi dos mil bolívares. — Se le advertía visiblemente satisfecho —. ¡No está mal! — añadió —. No está nada mal para un día de trabajo. Con suerte, pronto caerán en la «suruca» «piedras» verdaderamente buenas… — Se volvió a Yáiza —. Ya puedes darle las gracias al indio.

— ¿A quién? — quiso saber inmediatamente Aurelia.

Zoltán Karrás pareció comprender que había hablado más de la cuenta, y trató de cambiar de tema:

— ¡Son bromas nuestras! — dijo —. Ahora lo que importa es mantener la boca cerrada porque si descubren que hay «guiña» en el fondo, más de un loco se va a lanzar a por ella y si se organiza un «zaperoco» los «caribes» acudirán como moscas. — Cerró de nuevo el tubo y se lo alargó a Sebastián —: ¡Guárdalo! — pidió —. Al fin y al cabo, el mérito es vuestro.

El aludido lo rechazó con un gesto:

— Prefiero que continúe en su poder — replicó —. Seguimos siendo socios.

El húngaro dudó pero acabó por encogerse de hombros:

— ¡Como quieras! — admitió —. Y ahora me voy a descansar. Mañana nos espera un día muy duro.

Se alejó hacia donde colgaba su «chinchorro», bajo un tosco «tapiri» de hojas de palma que apenas le protegía de los intempestivos chaparrones nocturnos, y en cuanto se hubo perdido de vista en las tinieblas, Aurelia se volvió a su hija: — ¿Qué indio es ése? — quiso saber. — Uno.

— ¿Muerto? — Ante el gesto de asentimiento, añadió molesta —: ¿Por qué no me lo habías dicho? — ¿Para qué?

Señaló hacia la oscuridad:

— A «él» se lo has dicho — replicó en tono de reproche —. ¿Por qué puede saberlo y nosotros no?

— Porque tenía que convencerle para que se quedara. — Hizo una pausa —. ¿Qué sacas con intranquilizarte sabiendo que han vuelto?

— Ya lo sabía. Me basta con verte dormir. — Se aproximó y le acarició el cabello con ternura —. Pero imaginé que serían los de siempre. ¿Quién es ese indio?

— Un «guaica». Se llama Xanán y quiere llevarme a su tribu.

— ¿Para qué?

— ¿Qué importa eso? — Yáiza no deseaba hablar del tema —. Lo que importa es que los diamantes están donde indicó.

— No me gusta.

— ¿Por qué?

Aurelia Perdomo dudó, y se diría que se afanaba por buscar motivos a su desconfianza:

— No lo sé, pero no me gusta. Hasta ahora nunca nos habíamos aprovechado de los muertos. A veces nos avisaban del peligro, es cierto, pero de eso a utilizarlos para que nos digan dónde hay diamantes, media un abismo.

— Yo no los utilizo — puntualizó su hija —. Me lo dijo porque quiso y me pareció estúpido que los chicos continuaran matándose a trabajar inútilmente… — Alzó la vista y la miró a los ojos —. ¿Crees que hice mal? — Luego se volvió a sus hermanos que habían permanecido en silencio, e insistió en su pregunta —: ¿Hice mal?

— Únicamente tú puedes decidir lo que está bien o está mal — le hizo notar Sebastián —. Los demás no debemos opinar, porque lo que sabemos tan sólo lo sabemos por referencias. — Se dirigió ahora a su madre —. No tienes por qué pedirle que nos cuente aquello que no desea contarnos — dijo —. Y no es justo estar pendientes de cada uno de sus gestos. Tiene derecho a su propia vida.

— Sólo intento ayudarla — se disculpó Aurelia.

— A veces, la mejor ayuda es no ayudar — le recordó su hijo —. Cuando desapareció en «Cunaguaro» te advertí que debíamos dejar que se defendiera sola, y acerté. La hemos protegido tanto durante tantos años, que no nos damos cuenta de que en realidad es la más fuerte. — Se diría que le costaba un gran esfuerzo continuar, pero al fin lo hizo —. Tal vez, si aquella noche en Playa Blanca Asdrúbal no hubiera estado allí, Yáiza hubiera sabido salir del apuro sin su ayuda.

— ¡Eso es injusto! — se lamentó su madre —. Injusto, sobre todo, con tu hermano.

— No estoy culpando a Asdrúbal porque hizo lo que debía y yo hubiera hecho lo mismo… — Sebastián parecía convencido de lo que estaba diciendo — * Pero si cualquiera de nosotros hubiera tenido que pasar por la mitad de las pruebas por las que Yáiza ha pasado, a estas horas estaría en un manicomio, y sin embargo aún tenemos la presunción de cuidarla sin caer en la cuenta de que en realidad es ella la que hace tiempo que cuida de nosotros.

— Es la pequeña — protestó Aurelia.

— ¡Mamá! — protestó de igual modo su hijo —. Yáiza no ha sido nunca la pequeña. Desde que no levantaba un metro del suelo era ya mucho mayor incluso que el abuelo. Ahora tiene dieciocho años pero es como si hubiera vivido mil. ¡Déjala en paz! ¡Deja de espiar cada uno de sus movimientos, y deja que sea ella la que decida lo que debemos o no debemos hacer! Yo, por mi parte, estoy dispuesto a aceptarlo.

— No me gusta que hables de ese modo.

— Algún día tenía que hacerlo porque hace tiempo que lo vengo meditando. Cada vez que tomo una decisión que nos afecta a todos me aterrorizo porque es una responsabilidad demasiado grande para mí.

— Yo no la quiero.

Sebastián se volvió a su hermana que hasta aquel momento se había mantenido al margen de la conversación, e insistió:

— Pues tendrás que aceptarla — dijo —. Al fin y al cabo, eres la única que tienes una idea de lo que ocurre. Los demás andamos a ciegas.

— ¿Y yo no?

— No tanto como nosotros. ¿Qué sé yo de ese indio? Nunca lo he visto y nunca tendré la menor oportunidad de verlo, pero pretendes que continúe siendo yo quien tome las decisiones. ¡No! — concluyó hastiado —. No quiero volver a sumergirme en un río infestado de pirañas, a no ser que tú digas que debo hacerlo.

Pero aun así, tanto él como su hermano se sumergieron de nuevo al día siguiente en el Curutú, que les entregó media docena de «piedras» de primera calidad, la mayor de las cuales serviría para tallar un hermoso brillante de más de tres quilates.

Nadie dio la noticia, pero como si «La Música» hubiera comenzado a sonar para el resto de los mineros, esa noche se advirtió una desacostumbrada actividad en el campamento, los hombres se reunieron en casa del griego, y por último fue el propio Salustiano Barrancas quien se dejó caer tras la cena por la choza de los Perdomo Maradentro.

— ¿Qué hubo? — fue lo primero que dijo tras saludar con apenas monosílabos —. ¿Es cierto que hay tanta «guiña» como dicen?

— ¿Quién lo dice? — replicó cortante el húngaro.

— Los rumores.

— ¿Desde cuándo haces caso de rumores? El «Fiscal de Minas» había tomado asiento sobre uno de los toscos bancos que Aurelia había improvisado y aceptó agradecido el «café» que Yáiza le ofrecía.

— Los «rionegrinos» de el Bachaco me han pedido un cambio de concesión. Quieren trabajar en el río y si lo hacen puedes jurar que en tres días estarán ahogándose como pendejos. — Agitó la cabeza pesimista —. ¡No me gusta! — masculló mordiéndose la comisura de los labios con ademán nervioso —. No me gusta, y me huelo que aquí se va a organizar un muertero de mil demonios. La mayoría ni siquiera sabe nadar y pretenden bucear a siete metros de profundidad…

— ¡Impídeselo!

— ¿Con qué autoridad? Si otorgo un permiso, a los demás también debo concedérselo porque entre mis atribuciones no está decidir quién sabe bucear y quién no.

— En cuanto comprueben que no es fácil llegar al fondo se darán por vencidos — le hizo notar Sebastián —. Y no es fácil — concluyó.

— ¡Tú no los conoces, muchachito! — replicó Cara-e-locha preocupado —. Si por un diamante son capaces de desafiar a la selva, los indios, las serpientes, las fieras y los murciélagos, también desafiarán el agua. Se atarán una piedra al cuello con tal de llegar abajo aunque se queden allí para siempre. — Se volvió a Zoltan Karrás y su tono no admitía réplica —. Dime la verdad — insistió —. Necesito saberlo, porque es la única forma que tengo de imponerme… ¿Qué has encontrado?

El otro extrajo con parsimonia el tubo de caña y desparramó una vez más las piedras sobre el plato de latón.

Salustiano Barrancas las observó sin tocarlas, lanzó un leve silbido de admiración y chasqueó la lengua con gesto de fastidio.

— Es más de lo que la mayoría ha conseguido en tres semanas — dijo —. Desde la «bomba» de «Salva-la-Patria» no había visto nada semejante. — Se volvió a Yáiza —. Tienes los ojos más bonitos que he visto, muchachita, pero Dios te guarde el oído para «La Música». A tu lado, cualquiera puede hacerse rico… — Se mordió de nuevo el labio en lo que aparentaba ser un tic nervioso que demostraba su grado de preocupación —. Me caes bien, pero me vas a echar más lavativas que una veintena de «rionegrinos» borrachos… — Extendió la mano, se apoderó de una de las piedras y se la guardó tranquilamente en el bolsillo —. Mi parte — dijo, y se puso en pie, para encaminarse a la salida con paso cansino —. ¡Buenas noches! — añadió —. Mañana tomaré una decisión.

Pero a la mañana siguiente nadie pudo introducir tan sólo un dedo en las aguas del Curutú, porque podría creerse que todas las pirañas de la cuenca del Paragua se habían dado cita ante Turpial y hasta el hecho de cruzar el frágil puente constituía una proeza pues nada había que impresionara más que distinguir a un metro de distancia cientos de plateados lomos que cruzaban casi a ras de agua, y miles de afiladísimos dientes que se vislumbraban ansiosos y dispuestos a destrozar cuanto se pusiera a su alcance. — ¿Por qué?

El húngaro se volvió a Sebastián que era quien había hecho la pregunta.

— No tengo la menor idea, pero es muy posible que algún hijo de perra se haya dedicado a cebar el río.

— ¿Cara-e-locha?

— Sería la forma de evitarse problemas, pero más bien parece cosa de alguien que pretende impedir que bajemos a por más «piedras». Dentro de unos meses volverán con buzos, reclamarán la concesión y se llevarán los diamantes.

— ¡No pienso consentirlo!

— ¿Y cómo vas a impedirlo? ¿Sentándote a esperar? Continuarán cebando el río, noche tras noche, y si son, como imagino, los «rionegrinos» de el Bachaco, puede que incluso nos utilicen como carnada. — Agitó la cabeza pesimista —. Era demasiado bonito — musitó —. Demasiado bonito porque está claro que en quince días nos habríamos hecho ricos. — ¡Hijos de puta!

Era Asdrúbal el que lo había dicho y Zoltan Karrás trató de consolarle:

— ¡Tranquilízate! — pidió —. Así es la vida del minero. Mil veces cree tener la fortuna al alcance de la mano, y mil veces se le escurre entre los dedos. ¿Recuerdas que te hablé de Al Willians, el compañero de McCraken…? Había pasado toda su vida luchando por encontrar un buen yacimiento y cuando dio con el mejor, con «La Madre de los Diamantes», le mordió una «mapanare» y duró tres horas. Al menos, seguimos con vida, y eso, dadas las circunstancias, puede considerarse un éxito.

— Me gustaría tener su calma.

— Eso sólo se consigue con los años y te aseguro que no vale la pena.

— ¿Y qué vamos a hacer ahora?

Como primera solución Salustiano Barrancas accedió a devolverles parte de la primitiva concesión en tierra firme a nombre de las mujeres, reservándoles al mismo tiempo los derechos sobre la curva del río, aunque se mostró pesimista en cuanto a sus posibilidades de continuar buceando en aquellas aguas si efectivamente alguien se estaba dedicando a proporcionarle carnada a las «caribes».

— ¡Tronco de vaina, nos han echado a todos! — masculló malhumorado —. Ahora los muchachos ni siquiera pueden meter los pies en el río para lavar el material. ¡Ya han mordido a tres! Por lo menos, comida no va a faltar, porque al que le guste la piraña no tiene más que lanzar un anzuelo al río y tiene cena.

— Han sido los «rionegrinos», ¿no es cierto? — quiso saber Zoltan Karrás.

«El Fiscal de Minas» abrió las manos en un gesto de impotencia o ignorancia:

— ¡Escucha, «Musiú»! — replicó —. Aunque consiguiera averiguarlo no puedo hacer nada, porque no existe ninguna ley que prohíba alimentar peces. Lo que ha ocurrido me gusta tan poco como a ti porque mientras esas piedras continúen ahí abajo significarán una fuente de problemas. Habrá muertos, y, digan lo que digan, no me divierten los muertos… — Hizo una larga pausa que aprovechó una vez más para limpiarse los lentes —. Si quieres un consejo, lárgate, y, sobre todo, llévate a esos «isleños», porque la mina no es para ellos. La mina es para tipos como tú y como yo, y, a veces, incluso a mí me viene grande.

Era un buen consejo y el húngaro lo sabía porque los buscadores eran hombres difíciles que podían llegar a convertirse en intratables cuando tenían la menor oportunidad de poner las manos sobre una auténtica «bomba» de diamantes. A La Guayana venezolana, tierra sin ley en la que a nadie se pedía antecedentes ni la razón por la que se encontraba allí, habían ido acudiendo en los últimos años desechos humanos de todos los rincones del planeta, y no resultaba difícil tropezarse con evadidos del penal francés de Cayena, asesinos brasileños huidos de la justicia de su país, bandoleros colombianos, o ex presidiarios de «Él Dorado» que una vez cumplida su condena preferían quedarse por aquellas tierras a regresar a la civilización.

Cualquiera de ellos no se lo pensaría a la hora de asesinar a un ser humano con tal de apoderarse de un «placer» como el que al parecer existía en el fondo de la ancha curva del Curutú, y ni siquiera el respeto que en circunstancias normales imponía el miope Cara-e-locha conseguiría probablemente detenerlos.

— Al fin y al cabo… — fue la explicación que Zoltan Karrás dio más tarde a los Maradentro — a mí este asunto nunca acabó de gustarme y cada vez que los muchachos se sumergían, se me arrugaba el ombligo. ¡Mejor nos vamos! — ¿Adonde?

Ésa era en verdad una pregunta clave, porque lo cierto era que cuanto habían obtenido era un puñado de piedrecitas que no compensaban los gastos del viaje ni bastaban para pagar cinco pasajes hasta Ciudad Bolívar el día en que el «Fiscal de Minas» decidiera abrir una pista de aterrizaje.

— Seguir río abajo en «bongó» no es cosa fácil — señaló al fin el húngaro —. El Curutú es aún relativamente tranquilo, pero en cuanto desemboquemos en el Paragua tropezaremos con raudales y chorreras. Necesitaríamos una buena curiara.

— Podemos regresar por donde vinimos.

— ¿Sin «bastimento»? — se asombró Zoltan Karrás —. No nos quedan provisiones ni para tres días, y no confío en la caza. Somos demasiados.

— No tiene por qué preocuparse por nosotros — le hizo notar Sebastián —. Nos arreglaremos solos.

Pero les constaba que no sabrían arreglárselas solos, y aquélla fue por tanto una amarga noche de dudas que únicamente se despejaron al amanecer, cuando Yáiza abrió los ojos y descubrió, acuclillado frente a ella, al hermoso «guaica» del inmenso arco.

— Sé donde hay más diamantes — dijo —. Muchos diamantes. Puedo llevarte hasta ellos y no habrá nada que te impida cogerlos.

Le observó con fijeza:

— ¿Por qué lo harías? — inquirió desconfiada.

— Porque eres «Camajay-Minaré» y todo lo que existe en estas tierras te pertenece.

— Yo no soy «Camajay-Minaré».

— Lo eres — insistió el otro —. Me enviaron en tu busca y te encontré. Ahora estoy muerto y ya no obedezco a Etuko, mi hechicero. Tan sólo tú puedes decirme lo que debo hacer.

Se alejó como siempre con paso elástico y altivo, y Yáiza quedó sola frente a aquella selva en la que no cantaban las aves ni gritaban los monos y en la que aún tardarían en escucharse las voces de los mineros que aguardaban a que les dieran permiso para cruzar el río y reiniciar su trabajo.

Clavó la vista en el techo de la palma, escuchó el rumor del río y la entrecortada respiración de sus hermanos, recordó las palabras de Sebastián que había depositado en sus manos el destino de la familia, y experimentó una profunda angustia y unos incontenibles deseos de llorar.

— ¿Qué ocurre, hija?

— Ha vuelto.

— ¿El indio? — El silencio era suficientemente explícito, y Aurelia compartió desde ese mismo instante aquella extraña angustia —. ¿Qué te ha dicho?

— Que puede llevarme donde hay diamantes.

— ¡Malditos diamantes! Y maldita la hora en que nos hablaron de ellos. ¡Dile que se marche! — suplí-co —. Pídele que te deje en paz y no continúe atormentándonos. ¡Mira lo que hemos conseguido!: Tus hermanos sólo sueñan con diamantes y todo lo que no sea hacerse ricos de la noche a la mañana se les antoja estúpido.

— ¿Y tengo derecho a prohibírselo? — inquirió Yáiza con voz ronca —. ¿Debo condenarles a continuar siendo unos muertos de hambre pudiendo cambiar su destino?

Aurelia guardó silencio porque al igual que Sebastián había aceptado que los acontecimientos desbordaban su capacidad de reacción, y desde que habían abandonado de nuevo el barco se encontraba perdida y desconcertada. El mar, aquel mar tan amigo pese a que le hubiera arrebatado a su esposo, se encontraba cada vez más lejos, y como si esa distancia debilitara sus fuerzas una profunda fatiga se iba adueñando de su voluntad, pero le constaba que resultaba injusto dejarle a su hija toda la responsabilidad sobre el futuro de la familia, e hizo un último esfuerzo por ayudarla.

— Si mi opinión te sirve de algo — dijo —, sigo creyendo que debemos regresar. Eduqué a mis hijos para que nunca les asustaran las dificultades y están preparados para eso, pero no sé si están preparados para hacerse ricos con algo tan ilusorio como encontrar diamantes en la selva.


Los «rionegrinos» se consideraban a sí mismos una clase aparte. El Río Negro conformaba la frontera natural entre Brasil, Colombia y Venezuela, y en sus orillas y sobre todo en su capital, San Carlos, se habían ido dando cita a través del tiempo infinidad de aventureros que saltaban de un país a otro según les conviniera, constituyendo un submundo heterogéneo que se alimentaba principalmente del contrabando, pero que hundía también sus raíces en la recolección del caucho, la prostitución, la comercialización de pieles de jaguar y caimán, la inevitable búsqueda de oro y diamantes.

Violentos, pendencieros e individualistas, se les tenía por absolutamente ingobernables desde el punto de vista de cualquier tipo de autoridad legítima, pero quizá debido a ello se habían impuesto a sí mismos un personalísimo código moral que les llevaba a aceptar la eventual jefatura de unos determinados líderes que se elegían cada tres años durante el transcurso de una pantagruélica bacanal que tenía lugar al final de la época de lluvias a unos veinte kilómetros al norte de Cucuí.

Por tradición, el jefe máximo jamás podía presentarse a la reelección, pero a causa de la desaparición física o la renuncia «voluntaria» de sus opositores, el último «pleno» había decidido excepcional mente confirmar en su puesto de líder indiscutible a Hans, Bachaco, Van-Jan, hijo de un rubio tallador holandés, y una negra prostituta trinitaria.

De ojos verdes, pelo rojizo, facciones europeas y piel azabache, nadie podría determinar si Hans Van-Jan resultaba más negro que blanco o más blanco que negro, pero lo cierto era que su aspecto físico imponía una instintiva repugnancia y al propio tiempo una morbosa atracción, pues en determinados momentos se le podría tomar por un etíope albino y en otros por un nórdico embreado.

El apelativo de Bachaco respondía al genérico con que se designa en Venezuela a los «negros-rubios», y venía dado por el hecho de que las enormes hormigas «bachaco» ofrecían el mismo aspecto con sus cuerpos oscuros y sus enormes estómagos amarillentos, sumamente desagradables a la vista pese a que constituyeran un alimento muy apreciado por la mayoría de las tribus indígenas que solían comerlas ahumadas y mezcladas con harina de mandioca.

Rechazado por las dos razas casi desde el momento mismo en que nació, el Bachaco circunscribía su «imperio» a la selva y las sabanas, pues jamás pretendió atravesar el Orinoco y ni tan siquiera había intentado poner los pies en Ciudad Bolívar, pero en La Guayana era un nombre temido y poderoso, ya que se encontraba dotado de una brillante inteligencia heredada del gran borracho que fue su padre, y una total carencia de escrúpulos que no había necesitado heredar de nadie, y de él se aseguraba que siempre que se le ofreciese la oportunidad de hacer un favor o causar un daño elegía lo último, puesto que su propia fama le impedía dar la más mínima muestra de debilidad.

Zoltan Karrás lo despreciaba por ello aún más de lo que despreciaba al conjunto de los «rionegrinos», pero no dejaba de admitir que era un hombre sumamente peligroso, y cuando le vio llegar por la orilla del río, y no le cupo duda de que venía en su busca, se apresuró a lanzar una rápida ojeada a su alrededor para cerciorarse de dónde se encontraba su machete, pues sabía que aquélla era el arma predilecta del mulato.

Pero el «rionegrino» parecía venir en son de paz, y sonrió de oreja a oreja mostrando abiertamente su perfecta dentadura, lo que confería una expresión aún más desconcertante y atrabiliaria a su desagradable rostro.

— ¡Buenos días, mi caballo! — fue lo primero que dijo acuclillándose frente al húngaro —. ¿Cómo va la viana?

— Más o menos — fue la seca respuesta.

— Dicen que encontraste «guiña».

— La gente dice demasiadas cosas.

Resultaba evidente que Zoltan Karrás no tenía ningún interés en hablar del tema, pero el «rionegrino» fingió no darse cuenta, e insistió:

— ¿Seguirás en la busca cuando se marchen los «zamuritos»?

— Seguiré.

— Pueden tardar meses, hermano… — Le guiñó un ojo —. O incluso años. ¡Quién sabe lo que piensa una piraña!

— Otra piraña. ¿Lo sabes tú?

Bachaco Van-Jan dejó escapar una corta carcajada pero resultaba evidente que su intención no era reírle los chistes a nadie, y añadió con marcada Intención:

— Te arriesgas a hacerte viejo esperando. — Ya soy viejo. Me costó años conseguirlo. Otros, más listos, se quedaron a mitad de camino. — Será que no tuvieron paciencia. — Será.

Los ojos del mulato pelirrojo, de un verde tan Intenso que hacía daño mirarlos, permanecían clavados, sin pestañear apenas, en el rostro del húngaro que se mantenía con la vista clavada en la mina en la que trabajaban los buscadores, pues le constaba que a menudo el Bachaco explota su insólito aspecto con el único fin de desconcertar a su interlocutor.

Por último, y como si no pareciera tener demasiado interés en el tema, el «rionegrino» inquirió:

— ¿Cuánto podrías haberle sacado a esa concesión tuya del río?

— No es mía — aclaró Zoltan Karrás —. Yo sólo soy uno de los socios.

— ¡Bien! ¿Cuánto habríais sacado entre todos los socios de esa «bomba»?

— Para adivino, Dios. Yo no tuve tiempo de «catarla» a fondo.

— ¿Y qué dice la chica?

— ¿Qué chica?

— ¡Vamos, «Musiú»…! — No cabía duda de que el «rionegrino» pretendía mostrarse paciente, y la blanquísima sonrisa continuaba sin abandonar su rostro —. A mí no me navegues con bandera de pendejo porque yo sé que esa carajita escucha «La Música».

— ¡Ésa sí es fuerte pendejada! Ya me contaron que te llevaste a un chiquillo maquiritare al Parán-Tepuy porque escuchaba «La Música»… — Sonrió burlón —. ¿Encontraste muchas «piedras»?

— Se me murió antes de tiempo.

— Eso le pasa a la mayoría de los que confían en ti, Bachaco. Por eso no quiero hablar contigo de negocios, y me da la impresión de que venías a proponerme uno… ¿O no?

— Diez veces lo que hayas sacado de la concesión y me la cedes. Me enseñas lo que tengas en tu «penetro», se lo llevamos a el Turco, lo valora, y yo te pago, en el acto, diez veces más… ¿Cuál es el riesgo?

— Primero, que ya habrás hablado con el Turco para que tase las piedras a mitad de precio. Y segundo, que cuando me lance río abajo con los «bolos» en el bolsillo, lo más probable es que tus hombres me estén esperando en alguna parte.

— ¡Ésa es una acusación muy grave! — Fingió ofenderse el otro —. Me estás llamando estafador, ladrón y asesino de un solo carajazo. Demasiado, Incluso viniendo de ti, húngaro. — Cosas peores te habrán dicho. — ¿Las hay? — se sorprendió el mulato —. ¡Vaina! Tú sí eres duro para los negocios. ¡Está bien! — concluyó como quien decide cometer una barbaridad —. Te doy diez veces lo que cualquier tasador señale, y te lo garantizo con un cheque respaldado por Cara-e-locha. Como comprenderás, no voy a arriesgarme a perder mi licencia por engañarte en algo que ni siquiera sé si vale la pena. ¿Qué dices? — Tengo que consultarlo con mis socios. — Tú puedes convencerlos… — Adelantó la mano y se la colocó, con ademán de complicidad, sobre la rodilla —. Si lo haces, buscaremos la forma de que te lleves la mejor parte. Al fin y al cabo esos «musiús» no saben un carrizo de diamantes.

— Yo también soy «musiú»… — le recordó Zoltan Karrás apartándole la mano como quien aparta un sapo —. Y deberías saber que jamás engaño a nadie.

— Ése es tu problema… — fue la cínica respuesta del «rionegrino» al tiempo que se erguía con una ágil flexión de las piernas —. Ésa es mi propuesta, y te aconsejo que la aceptes.

Se alejó, sin prisas. Él húngaro lo estuvo observando hasta que desapareció más allá del «restaurant» del griego Aristófanes y sólo entonces decidió encaminarse a la choza de los Perdomo Maradentro, a los que transmitió la proposición que acababa de recibir.

— ¿Usted qué opina? — fue lo primero que quiso saber Sebastián —. Es el único que conoce bien a los «rionegrinos».

— Prefiero no influir en la decisión — señaló el húngaro —. Somos cinco y lo que yo piense es lo de menos.

— Pero a usted nunca le gustó la idea de bajar al fondo del río.

— Menos me gusta ceder al chantaje de ningún Bachaco hijo de puta, que es, probablemente, el que ha cebado las pirañas.

— ¿Y cómo espera librarse de ellas?

— En primer lugar, dejando de alimentarlas. Luego, a los pocos días, probablemente con «barbasco».

— ¿Barbasco? — se sorprendió Asdrúbal.

— Un veneno que los indios utilizan para pescar — aclaró Zoltan Karrás —. Se obtiene machacando una planta, y cuando se arroja en una laguna o un río tranquilo los peces se asfixian y salen a flote. Aquí, con tanto caudal no matarían a muchos pero conseguirían que los «caribes» se alejaran.

— ¿No podríamos hacerlo nosotros?

Negó convencido:

— Nunca reuniríamos «barbasco» suficiente. Hay que conocer muy bien la selva para saber de qué planta se trata. — Su tono era claramente pesimista —. No — insistió —. Jamás lo lograríamos. Las pirañas que ahuyentáramos de día, volverían a atraerlas de noche.

Asdrúbal abrió la boca para añadir algo, pero su hermana le interrumpió con un gesto:

— ¡Vámonos! — pidió —. Aceptemos la oferta y vayámonos de aquí.

La miraron, y tanto a Asdrúbal como a Sebastián se les advertía profundamente molestos.

— ¿Sin luchar? — inquirió el último —. ¿Sin luchar cuando tenemos la fortuna al alcance de la mano?

— Siempre supe que no conseguiríamos esos diamantes — replicó ella con calma —. Están ahí, pero no son para nosotros… — Hizo una corta pausa —. Ésos, no.

— ¿Qué quieres decir?

— Que hay más diamantes en La Guayana. — Sí. Eso ya lo sabemos, pero… ¿dónde? ¿Puedes averiguarlo? — Tal vez.

— ¡No! — La voz de Aurelia sonó firme y casi autoritaria —. ¡Eso sí que no! Ya lo hemos discutido y no quiero que utilices a los muertos.

— Ellos llevan toda la vida utilizándome — le hizo notar su hija —. Ya va siendo hora de que empiecen a compensarnos por cuanto nos han hecho pasar.

— Me asusta.

— A mí no, madre. Han ocurrido tantas cosas en este año, que ya no creo que nos suceda nada peor… — Hizo una larga pausa y por último, con un extraño tono de voz que no parecía pertenecerle, añadió —: Xanán puede llevarnos adonde hay diamantes.

— ¿Y crees que voy a arriesgarme a dar un paso por esas selvas teniendo como guía a un indio muerto? — se sorprendió Zoltan Karrás —. No estoy tan loco.

Yáiza le miró a los ojos, y se diría que, por primera vez, se percibía un destello de autoridad en asa mirada.

— ¿Se le ocurre algo mejor? — quiso saber.

— Volver a casa — replicó el húngaro con innegable malestar.

— No tenemos casa. Ni nosotros, ni usted — puntualizó ella de inmediato —. No tenemos más que un casco de madera que necesita transformarse en barco y un sombrero que cuando llueve le cala. ¿A qué casa quiere que volvamos?

Durante largo rato los traslúcidos ojos del minero permanecieron clavados en el rostro de Yáiza, y por último se volvió a Aurelia y se diría que de pronto se sentía derrotado.

— No sé por qué sigo con todo esto — dijo —. Debería agarrar mis «corotos» y seguir mi camino, pero no consigo hacerlo. — Chasqueó la lengua con un ademán que denotaba fastidio e impotencia —.

¿Por qué? — quiso saber —. ¿Qué maldito bebedizo me han dado que me impide perderlos de vista? Yo era un tipo feliz hasta que los encontré y ahora incluso empiezo a dudar de cómo me llamo… — Mostró las manos con las palmas hacia arriba como si con ello quisiera indicar que se rendía incondicionalmente —. ¡De acuerdo! — admitió —. Si lo que quieren es que cedamos la concesión a ese negro de mierda, se la cedemos. Al fin y al cabo, ¿quién soy yo para opinar sobre los muertos?


Bachaco Van-Jan cumplió su promesa, permitió que el belga Dobson — el más justo de los tasadores — valorara las «piedras» y le entregó al «Fiscal de Minas» un cheque del que éste descontó su inevitable cinco por ciento dándole a cambio al húngaro un pagaré en papel oficial.

— Cualquier Jefe Civil te lo abonará — dijo —. Ahora puedes irte sin miedo a que los «rionegrinos» te asalten… — Le observó con detenimiento —. Me duele que esto haya acabado así — añadió —. Pero creo que los «isleños» estarán mejor lejos de aquí.

— Algún dia le arreglaré las cuentas a ese Bachaco — masculló Zoltan Karrás mientras se guardaba el pagaré —. Puedes jugarte las bolas.

— Eso no te traería más que problemas — fue la sincera advertencia —. Alguien lo matará, y pronto, pero no me gustaría que fueras tú. No se puede demostrar que él «cebara» a los «zamuritos» y vistas como están las cosas te ha hecho un favor… — Comenzó a limpiarse las gafas con su eterna parsimonia —, ¿Qué piensas hacer? — quiso saber —. He oído que proyectan construir una presa en el Caroní y que con el tiempo San Félix se convertirá en un lugar casi tan importante como Ciudad Bolívar. Tal vez deberías establecerte allí y labrarte un futuro lejos de las minas. Ya no eres un niño — le recordó sonriendo —. La «busca» empieza a ser demasiado para ti…

— No me veo vendiendo clavos detrás de un mostrador — replicó el húngaro que había encendido su pipa apuntando con ella a su interlocutor —. ¿Sabes lo que en verdad me apetece? — inquirió, y ante la muda negativa del otro señaló —: Me gustaría reunir una buena suma, irme a por Jimmy Ángel, y asociarme con él en la búsqueda de «La Madre de los Diamantes».

— ¡Eso es una tontería, hermano! — protestó Cara-e-locha Barrancas —. ¡No hay tal «Madre de los Diamantes»! No puede haberla, porque el Caroni, el Paragua, el Carrao, el Asa, el Curutú y veinte ríos más que arrastran diamantes nacen a cientos de kilómetros el uno del otro.

— McCraken y Al Willians la encontraron. Llámala «Madre de los Diamantes» o como quieras, pero no cabe duda de que está en alguna parte en lo alto de su tepuy. Jimmy es testigo. Cien veces me ha contado cómo el maldito viejo lo dejó bajo el ala del avión y a la mañana siguiente regresó con un tesoro incalculable. — Aspiró una densa bocanada de humo y negó una y otra vez con la cabeza —. Y Jimmy no miente. Si no estuviera tan seguro, no continuaría jugándose la vida; le bastaría con recorrer el mundo dando conferencias y alardeando de que es el hombre que, en solitario, descubrió la catarata más alta del mundo. — Asintió con idéntico convencimiento —. Yo le creo — concluyó —. Le creo, y me gustaría ayudarle a ver cumplido ese sueño.

— También yo conozco a Jimmy Ángel — admitió Salustiano Barrancas —. Más de una vez nos hemos emborrachado juntos, pero aun en el caso de que en lo alto de uno de esos tepuys se ocultara un yacimiento fabuloso, Jimmy nunca lo encontraría. Ya la vida le dio sus premios: ser héroe de la Primera Guerra Mundial y ver su nombre en la Historia hasta el fin de los siglos. Ahora tiene que pagar el precio, y ese precio no incluye que, además, se haga rico. Si hay algo de lo que yo entienda es de hombres que perdieron su tren, y te garantizo, hermano, que Jimmy es uno de ellos. Por mucho que se empeñe, los diamantes no le quieren, y contra eso no hay nada que hacer.

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