Hans Van-Jan montó en cólera al descubrir que su rifle había desaparecido del lugar en que lo había colgado la noche anterior, a la cabecera del «chinchorro».
Lo primero que se le ocurrió fue pensar en el arekuna Tragamonos, que como buen indio supersticioso se apresuraba a reunírsele cada atardecer, pues le horrorizaba la idea de pasar las horas de oscuridad solo en el bosque, pero pronto pareció comprender que no podía haber sido ninguno de sus hombres, lo que le enfureció aún más puesto que eso significaba que, pese a los centinelas, alguien había sido capaz de penetrar en el campamento y llevarse su arma.
— Igual que me lo robó, podía haberme rebanado el pescuezo — masculló indignado —. Si es así como pensáis defenderos de los «guaicas» nos van a echar tremenda lavativa.
— No pueden ser «guaicas», «cuñao» — sentenció el Tragamonos —. Nunca se mueven de noche.
— Eso lo dices tú. que tienes más miedo que capibara en charco de caimanes y nunca has visto un «guaica» ni de lejos. Están aquí, entran de noche en nuestro campamento, y ni te enteras… ¡Pastueño…! — llamó, y cuando el otro se aproximó solícito, señaló despectivamente al arekuna —. ¡Ve con él y llévate también al Mapurite'. Y aprieta el paso porque quiero agarrar de una vez a esos «isleños». Te sigo en cinco minutos.
Cesáreo Pastrana no hizo comentario pese a que él también ponía en duda el que los «guaicas» se dedicaran a robar fusiles que no sabían utilizar, e inició de inmediato una marcha realmente endemoniada, pues deseaba más que nadie acabar de una vez por todas con aquella absurda situación que a nada conducía.
Durante los últimos cinco años había vivido a la sombra del mulato pelirrojo y nunca se le había ocurrido discutir sus decisiones, pero aquella estúpida obsesión por reencontrar la supuesta mina McCraken, y la aún más estúpida idea de que una muchacha canaria podría conducirles hasta ella, empezaba a resultar un capricho demasiado peligroso, peligro que pasó a convertirse a su modo de ver en riesgo inaceptable, cuando alcanzaron las márgenes de un caudaloso río y descubrió que si quería atravesarlo no le quedaba otra opción que hacer equilibrios sobre un destartalado puente colgante.
— Hasta aquí llegamos, Tragamonos — dijo —. El Bachaco puede cantar misa, pero por mi madre que yo no cruzo ese puente para que un «coño-e-madre» me meta una flecha en el culo cuando esté haciendo equilibrios en el aire. — Se dejó caer junto al tronco de la ceiba a la que se sujetaban las lianas que tensaban la endeble construcción v sacó con toda parsimonia un paquete de cigarrillos —. De pronto se me olvidó que existen los diamantes — concluyó.
Pero Hans Van-Jan no lo había olvidado, sino que, muy por el contrario, desde el momento en que había descubierto en el horizonte la maciza silueta del gigantesco tepuy que dominaba la llanura, parecía iluminado por una especial gracia divina.
— ¡Ése es! — exclamaba —. Ahí fue donde Jimmy aterrizó con McCraken y ahí están los diamantes.
Ni Cesáreo Pastrana, ni el Tragamonos, ni el resto de los «rionegrinos» compartían no obstante su entusiasmo y fueron por el contrario de la opinión de que aquél no era más que uno de los muchos tepuys de La Guayana, que presentaba, además, el considerable inconveniente de encontrarse situado en el corazón mismo del territorio de la más hostil de las tribus salvajes.
— ¡Lo siento, jefe! — se sinceró el pastueño —. Pero para mí no existen diamantes que valgan más que mis bolas y estoy convencido de que si cruzo ese puente me las cortan. De aquí no paso.
— ¿Qué quieres decir con eso?
— Vaina, Bachaco — exclamó impaciente Cesáreo Pastrana —. Hasta un niño lo entiende. Lo único que pretendo es volver a Turpial. Y éstos se quieren venir conmigo.
El mulato no necesitó preguntar si era o no cierto, porque le bastó observar los rostros de los presentes, y se diría que le costaba un gran esfuerzo admitir que sus hombres, aquellos temidos «rionegrinos» cuya sola mención inquietaba al resto de los habitantes de la región, pudieran encontrarse realmente asustados.
— Llevamos años detrás de una ocasión como ésta — señaló —. Y ahora que se presenta queréis hacerme creer que estáis acojonados.
— No es eso — intervino el Mapurite, el mestizo de la larga nariz afilada —. Es que andar persiguiendo a una guaricha porque imaginas que escucha «La Música», se nos antoja una pendejada que ha llegado ya demasiado lejos.
— ¿Y acaso no tenía yo razón? — replicó el mulato al tiempo que señalaba una vez más el lejano tepuy —. Nos ha traído directamente al lugar en que McCraken encontró los diamantes.
— Eso no es más que una teoría — le hizo notar Pastrana —. Hay docenas de tepuys en la región, y éste debe estar a más de doscientos kilómetros del Auyán-Tepuy, que es donde siempre se dijo que descubrió la mina.
— ¿Y qué significan doscientos kilómetros en una selva como ésta? — protestó Bachaco —. Jimmy Angel asegura que el viejo lo tuvo una semana dando vueltas antes de decidir dónde tenía que aterrizar. Está claro que trataba de enredarle y que más tarde no quiso contarle la verdad o chocheaba. ¡Habían pasado quince años! ¿Cómo podía acordarse de si el tepuy estaba aquí o a doscientos kilómetros al Sur?
— O al Norte — intervino uno de los «rionegrinos» que había asistido en silencio a la discusión —. Yo estoy con el pastueño. Arriesgarse a cruzar el territorio «guaica» y trepar por esas paredes de roca para comprobar si ahí arriba se esconde una mina en la que nunca he creído, es algo que este hijo de mi madre no piensa hacer. Yo me regreso.
El mulato pareció comprender que aquélla era sin lugar a dudas una opinión generalizada v observó uno por uno a sus hombres, que — uno por uno también — apartaron la vista.
— ¡Acabemos! — dijo al fin —. ¿Quién está dispuesto a venir?
No hubo respuesta, y cuando resultó evidente que se encontraba solo, dio media vuelta y permaneció largo rato observando el río, el «puente», y el enorme tepuy que se le antojaba en esos momentos más imponente, lejano v misterioso que nunca.
Estaban allí, no le cabía duda, v si aquella muchacha escuchaba o no «La Música» va no tenía importancia, porque ahora era él quien lo escuchaba como si su padre o el propio escocés estuviesen susurrándole al oído que en la cima de aquella alta meseta se encontraba el tesoro que le permitiría abandonar La Guayana y enfrentarse al mundo siendo lo suficientemente rico como para que nadie reparase en el color de su piel o sus cabellos.
No podía marcharse ahora. No podía volver atrás y pasar el resto de su vida maldiciéndose por haber desperdiciado la gran ocasión que el destino había puesto en sus manos, o por no haber sido capaz de imitar a su padre que lo había arriesgado todo persiguiendo el más portentoso de los sueños.
— ¡De acuerdo! — admitió volviéndose a mirarles —. Yo sé que ahí arriba está la mina y le daré veinte mil bolívares, ¡oídlo bien! veinte mil bolívares, a quien venga conmigo. Pero si encontramos los diamantes, la mitad son míos.
— ¿Veinte mil «bolos» para cada uno? — inquirió el Mapurite como si temiera haber oído mal —. ¿Lo dice en serio?
— ¿Crees que estoy de humor como para andar con «guachafitas»? — fue la agria respuesta —. Veinte mil para cada uno y sabes que soy de los que siempre cumplen sus promesas. Pero tenemos que llegar a la cima antes que ese «coño-e-madre» del húngaro y los «isleños».
— Veinte mil «bolos» son muchos «bolos» — admitió Cesáreo Pastrana cambiando de actitud —. Ése es un lenguaje que mis orejas entienden, porque por veinte mil «bolos» me echo al pico a todos los salvajes de estos contornos. — Se puso pesadamente en pie, y recogió el rifle al tiempo que señalaba con la cabeza el río —. ¡Me apunto! — añadió —. Aunque no seré yo el primero en cruzar esos palos… No sé nadar y prefiero ver si el tinglado aguanta.
Resultó evidente que la decisión del colombiano traía aparejada la aceptación de los demás, y Bachaco Van-Jan pareció comprender que era preferible no dar tiempo para replantear el problema, por lo que se encaminó decidido hacia el «puente», y sin pensárselo dos veces se aferró a la liana y comenzó a deslizar los pies por las delgadas, irregulares, y aparentemente quebradizas ramas que formaban el «suelo».
Vistas desde arriba, las aguas cobraban una apariencia mucho más peligrosa y tuvo la sensación de que su fuerza y velocidad habla aumentado de forma inexplicable, al igual que el número de afiladas y amenazantes rocas que resallaban como grises colmillos de una hambrienta fiera dispuesta a devorarle en cuanto tuviera la mala ocurrencia de dar un traspiés y precipitarse al vacío, pero se esforzó por mantener la calma porque los «rionegrinos» le observaban expectantes y un tanto burlones, aunque a la mayoría no parecía hacerles ninguna gracia la idea de tener que seguirle.
Alcanzó al fin el centro del cauce, hizo un alto que aprovechó para secarse alternativamente el sudor de ambas manos en la mugrienta camisa, y cuando se disponía a reanudar su laboriosa marcha, estuvo a punto de lanzar un alarido y precipitarse al agua porque se escuchó nítidamente el sonido de un disparo y una bala silbó a unos centímetros de su oído.
— ¡Buenos días, señor Van-Jan! — saludó una voz cuyo pésimo acento reconoció en el acto —. Me gustaría mucho que me diera las gracias por perdonar su puerca vida.
Aferrado a la liana como si de una tabla de salvación se tratase, el mulato pelirrojo tuvo que hacer un supremo esfuerzo para vencer el incontrolado temblor de sus piernas y cuando al fin pudo recuperar el dominio sobre sus nervios, buscó con la mirada para descubrir a menos de veinte metros de distancia el rubicundo rostro de Sven Goetz. que sonreía con el rifle a novado en la rama de un árbol.
— ¿Qué hace usted ahí? — gritó con voz que surgió ridículamente aflautada —. Me ha dado un susto de muerte.
— Y mayor se lo voy a dar si no hace lo que le ordeno — fue la respuesta, y luego el alemán golpeo suavemente el cañón del arma —. Tiene usted un rifle estupendo — añadió —. Le podía haber arrancado una oreja. — Se lo echó a la cara calmosamente —.¿Me va a dar las gracias, o prefiere que le mande a nacer compañía a las pirañas?
Bachaco Van-Jan lanzó una suplicante mirada a sus hombres que seguían en la orilla opuesta, pero comprendió que desde donde se encontraban resultaba imposible distinguir siquiera a su agresor, que se protegía tras el tronco de un palodeagua, y, aunque calculó sus posibilidades de retroceder rápidamente para ponerse fuera del alcance de las balas, resultó evidente que se encontraba indefenso en el centro de un río que parecía mostrarse ansioso por engullirle.
— ¿Cuánto quiere por dejarme pasar? — gritó de nuevo —. Le daré lo que pida.
— Pasar no va a pasar — fue la inequívoca respuesta —. Pero volver ya sabe lo que le cuesta. Repita conmigo: «Le quedo muy agradecido señor Goetz por perdonar mi puerca vida.»
— ¡Haz lo que dice Bachaco —!e aconsejó a grandes voces el pastueño —. Ese alemán de mierda es muy capaz de pegarte un tiro.
— ¡No!
El «coronel» de la «SS» Sven Goetz, apuntó con sumo cuidado apoyándose en una rama, apretó con suavidad el gatillo, y el manoseado sombrero del mulato saltó por los aires v fue a parar al río que lo arrastró velozmente aguas abajo.
— ¡Hijo de puta…!!
— La próxima vez le volaré los sesos… — fue la respuesta.
— ¡Está bien…! ¡Está bien…! — se rindió el Bachaco —. Le quedaré muy agradecido señor Goetz si perdona usted mi puerca vida. ¡Vale así!
— ¡Vale! Y ahora deje de mearse los pantalones y vuelva con los suyos…
El «rionegrino» obedeció todo lo aprisa que permitía la prudencia, y cuando al fin saltó a tierra, comenzó a soltar cuantos reniegos, maldiciones y palabrotas le vinieron a la mente en holandés, ingles, castellano y portugués.
— ¡Lo mataré! — concluyó —. Juro que no pararé hasta cortar en pedacitos a ese catire hijo de puta.
— Primero tendrás que agarrarlo — le hizo notar el Mapurite —. Y mientras se mantenga a ese lado del río, a ver quién es el guapo que se sube al «trapecio».
— Alguna otra forma habrá de cruzar.
— ¿Con un tipo armado enfrente? ¡Vamos, Bachaco ¡Olvida el asunto! Si ya antes lo teníamos en «pico de zamuro», ahora se lo llevó la bruja definitivamente… ¡Volvamos a Turpial, echémosle «barbasco» a los «caribes» y conformémonos con las «piedras» del fondo! Esto se volvió un mierdero: selva, ríos, una montaña inaccesible, salvajes, y para colmo un nazi enloquecido… ¡Yo me largo!
— ¡Tú te quedas! Hicimos un trato.
El mestizo hizo un soez ademán llevándose claramente las manos a la entrepierna.
— ¡Por aquí me paso yo esos tratos! — exclamó —. No se habló nada de ese alemán que, además, parece tener muy buena puntería… — Señaló el «puente» —. ¡Mátalo y seguiré contigo, pero mientras continúe en aquella orilla no me muevo…
— Creo que el Mapurite tiene razón — intercedió conciliador Cesáreo Pastrana —. ¡Olvida el asunto, Bachaco ¡Estas selvas están llenas de diamantes!
— ¡No como ésos! — fue la firme respuesta —. Jamás ha habido «piedras» como las de McCraken. Mi padre las vio y…
— ¡Páralo ya! — se impacientó el colombiano —. ¡Cien veces me has contado esa historia y la de cómo tu viejo murió solo en la cima del Auyán-Tepuy! — Con un dedo le golpeó el abultado bolsillo superior de la camisa —. Ya es hora de que dejes de releer lo que escribió y admitas que esa dichosa «Madre de los Diamantes» no existe. Y si existe no sirve más que para que la gente se mate por su culpa. Tu padre, su socio americano, Al Willians, Dick Curry, y tantos otros que salieron en su busca y nunca regresaron… ¡Ya está bien! Son «piedras» malditas. Cuando se ponen así es mejor dejarlas donde están.
— Si el escocés pudo sacarlas, yo también.
Cesáreo Pastrana se encogió de hombros con un ademán que parecía indicar que había superado el limite de su capacidad de dialogar:
— Ése es tu problema, Bachaco. He hecho cuanto he podido, pero llega un momento en que un hombre debe mirar por sí mismo. — Le tendió la mano —. ¡Suerte! — deseó —. Me gustaría enterarme de que estabas en lo cierto, pero lo dudo. Te dejo mi rifle y el «bastimento». Te harán más falta que a mí.
Uno por uno los «rionegrinos» fueron estrechando la mano de su jefe, que se despedía de ellos con un susurro, pues se diría que se encontraba como ausente y aún no se había hecho a la idea de que le abandonaban cuando resultaba evidente que allí, prácticamente a la vista, les aguardaba la más fabulosa de las fortunas.
La sensación de soledad le llegó mucho más tarde, cuando ya el rumor de sus voces se había perdido hacía tiempo en la espesura y sentado en la gruesa raíz de la ceiba que sostenía el «puente» tomó plena conciencia de que a su alrededor no había más que monos, guacamayos y un cómico «perezoso» que le observaba perplejo desde las ramas de un chaguaramo.
— ¿Y sus amigos, señor Van-Jan? ¿Tuvieron miedo?
El «coronel» Sven Goetz había hecho su aparición en la orilla opuesta, y le observaba apoyado en su propio rifle. Semidesnudo, andrajoso, barbudo y descalzo, constituía una auténtica caricatura de lo que debió ser un orgulloso oficial de las tropas hitlerianas, pero aun así podía creerse que nada tenía que ver con el prisionero de sí mismo del día anterior. Parecía haber recuperado el orgullo perdido, y se le advertía tranquilo y satisfecho.
— Sí — admitió Hans Van-Jan, al cabo de un rato —. Tuvieron miedo. Pero yo no lo tengo y pienso cruzar a ese lado.
— Pues le recomiendo que no lo intente por el «puente», resultaba usted un blanco perfecto aferrado a esa liana como una mona histérica.
El «rionegrino» le observó como si estuviera tratando de averiguar qué clase de hombre se ocultaba detrás de aquellos andrajos, y al fin inquirió interesado:
— ¿Qué es lo que pretende? ¿Por qué se arriesga a que lo mate?
— Fue usted quien se arriesgó, amigo mío. No tuvo en cuenta que a pesar de todo, sigo siendo un oficial alemán. Anoche pude cortarle el cuello y no lo hice porque me pareció mayor castigo impedir que se apoderara de esos diamantes… — Hizo un leve gesto hacia sus espaldas —. Mientras usted sigue ahí, los que perseguía se alejan.
Bachaco Van-Jan se puso en pie y tomó su fusil.
— No importa — dijo —. Ya no los necesito… — Luego hizo un gesto de despedida con la mano —. ¡Le veré al otro lado!
— Por aquí estaré. Pero le advierto que si cruza el río, le mato.
El mulato dio media vuelta y desapareció en la espesura, se alejó una docena de metros, amartilló su arma, y apartándose del sendero, regresó sigilosamente a la orilla.
Pero cuando se encaró el rifle y apartó con sumo cuidado las últimas hojas, la margen opuesta aparecía desierta.
— ¡Hijo de puta! — masculló apretando los dientes con gesto de frustración —. ¡Maldito hijo de puta!