Socorrito Torrealba les prestó una canoa en la que cargaron la mayor parte del combustible y las provisiones, lo que les permitió instalarse cómodamente en la curiara del húngaro llevando la otra a remolque, aunque, acostumbrados como estaban a la amplitud de la goleta por cuya cubierta podían moverse libremente, el hecho de tener que permanecer sentados durante horas sin espacio ni para alargar las piernas, constituía a menudo un auténtico suplicio.

El Caura bajaba crecido, pero en ocasiones se veían en la necesidad de meterse en el agua y empujar las embarcaciones para salvar una torrentera o incluso sacarlas a tierra y arrastrarlas por la orilla bordeando un pequeño salto.

— ¿Cómo se las hubiera arreglado solo?

Zoltan Karrás se encogía de hombros:

— ¡Con paciencia! — era su respuesta —. Si este río les parece difícil, esperen a conocer el Paragua y el Caroní. Cerca de San Félix existen raudales que nadie ha sido capaz de salvar nunca. Entre aquellas rocas se ocultan millones de diamantes, pero todos cuantos trataron de apoderarse de ellos se ahogaron.

Habían ido dejando atrás cada vez más aislados poblados y caseríos, y continuaban alternándose las zonas de espesa vegetación selvática en que los árboles, los bejucos y las lianas nacían al borde mismo del agua, con anchas sabanas despejadas que al llegar al cauce del río se transformaban en un zócalo de roca cuarteada y resbaladiza a causa de las largas y verdosas algas que crecían entre sus intersecciones, y que eran las que teñían de tonalidad oscura las limpias aguas.

— Es un color que repele — hizo notar el húngaro —. Pero gracias a esos fondos de roca y a esas algas no tendremos problemas con el agua potable. Y probablemente tampoco con los caimanes. No les gustan estos ríos, aunque sí suelen gustarles a las anacondas.

— ¡Me consuela saber que no serviremos de merienda a un caimán, sino a una anaconda…! — comentó Aurelia con marcada ironía —. Siempre hay clases.

— No lo tome a broma… — fue la respuesta —. Un caimán agazapado puede arrancarle una pierna de un mordisco sin darle tiempo a reaccionar. El ataque de la anaconda, a no ser que sorprenda en aguas profundas, deja tiempo para arrearle un tiro o un machetazo… Lo importante ante cualquier ataque es conservar la calma — puntualizó —. No hay fiera en la selva que cause más víctimas que el pánico.

Más tarde y a lo largo de las inacabables y monótonas horas de navegación, les fue mostrando cada especie de árbol y sus características, mencionando igualmente cada ave por su nombre, desde los pequeños «piapoco» de buen augurio, a los guacamayos, arrendajos, turpiales, gallitos de roca, «pájaros-leones» y las infinitas clases de loras y colibríes que poblaban el Escudo Guayanés.

Zoltan Karrás era como una gran enciclopedia viviente que amaba la selva y los ríos, y amaba igualmente a sus animales, pues incluso para la repugnante «araña mona» o la más ponzoñosa de las serpientes tenía siempre una palabra de disculpa:

— Ninguna serpiente malgasta su veneno si no se siente atacada… — aseguraba —. Tan sólo busca sobrevivir y lo hace utilizando las armas que la Naturaleza le proporcionó. Nunca mata por matar, como hacemos nosotros… — Luego señaló hacia las copas de los más altos árboles, de los que colgaban, boca abajo, verdaderos racimos de enormes murciélagos de color pardo —: Ése sí que es un bicho odioso que la Naturaleza podría habernos ahorrado — añadió —. Para nada sirve, más que para chupar sangre e inocular enfermedades, y es la criatura más dañina, inútil y repelente que pueda existir… Es el «epakué» de todo lo bueno que puso Dios sobre la Tierra. — ¿El qué?

— El «epakué»… — Hizo un amplio gesto con la mano, volteándola —. El «Contrario»… — aclaró —. Para la mayoría de las tribus de esta región, el mundo tan sólo se divide en cosas buenas y malas, o por así decirlo: el Bien y el Mal. El Bien es el «Intié» y su contrario, o su «epakué», es el «Taré»; el Mal… El sol es «Intié», pero su «epakué» las sombras, son «Taré»… Frente al «Intié» de la Tierra que produce sus frutos, está su «epakué» de las aguas profundas que ahogan a los viajeros. Frente al «Taré» de las aguas profundas está su «epakué» de los árboles que flotan… Frente al «Intié» de los árboles que flotan, el «Taré» de las anacondas… Y así hasta el confín del Universo, porque todo, hasta la más humilde hormiga, tiene su «epakué» y los murciélagos-vampiros constituyen el «epakué» de todo lo que es bueno.

— Extraño mundo…

— Tardarán en conocerlo — sentenció —. Y cuanto más profundicen en él, más portentoso se les antojará. Para mí el Orinoco no era más que un inmenso río y La Guayana un territorio selvático en el que se alzaban antiquísimas formaciones rocosas. — Sonrió apenas y movió la cabeza como si a él mismo le costara trabajo admitir el grado de su propia ignorancia —. Con eso me bastaba, pero después de tantos años de recorrer estos bosques he llegado a la conclusión de que, cuanto más aprendo sobre ellos, más ignoro… ¿Sabían que en un solo kilómetro cuadrado de selva hay aquí más especies de insectos y plantas que en toda Europa…?

Los Maradentro se miraron y al fin Sebastián, como hermano mayor y portavoz de la familia, negó un tanto confuso:

— No. No lo sabíamos.

— ¡Pues así es! — puntualizó el húngaro, como si se sintiera profundamente orgulloso de ello —. Más especies de plantas e insectos que en toda Europa, y más especies de mariposas que en el resto del mundo. Es un portento — concluyó —. Un portento que jamás me canso de admirar.

Y en efecto, el húngaro jamás se cansaba de admirar el paisaje que se iba abriendo ante la proa de su embarcación, o cada detalle de las orillas, los árboles o sus moradores, y con frecuencia se detenía a estudiar de cerca una determinada orquídea o a observar cómo un colibrí introducía su largo pico en una flor manteniéndose quieto en el aire gracias al velocísimo aletear de sus gráciles alas.

Luego, a medida que el cauce se estrechaba, las chorreras y raudales se hicieron más frecuentes, y llegó un momento, a los dos días de haber dejado por la derecha el río Erebato, que era más el tiempo que pasaban empujando las embarcaciones que navegando sobre ella.

Al fin, cuando el que parecía ser el último afluente importante del Caura quedó definitivamente atrás e hizo su aparición una nueva sabana de alta hierba, el húngaro pareció dar por concluida la travesía y señaló un bosquecillo de acacias.

— Aquél es un buen lugar para esconder las curiaras — dijo —. Un poco más arriba un salto nos corta el paso y al pie del cerro debemos encontrar una «pica» que nos lleve hasta el Paragua.

— ¿Qué es una «pica»…?

— Un sendero abierto en la espesura, que en cuanto te descuidas se cubre de vegetación y hay que «picarlo» o machetearlo de nuevo. Lo importante es no perderlo nunca, porque a veces desaparece bajo la hojarasca y en ese caso lo más probable es que te quedes en la selva para siempre.

— ¿Qué distancia hay hasta el Paragua?

— Unos cien kilómetros, pero antes espero encontrar uno de sus afluentes.

Ocultaron por tanto las embarcaciones con ramas y hojarasca, comieron algo, y emprendieron a pie el camino a través de la extensa llanura de una hierba crecida que les llegaba al pecho, y que de tamo en tanto tenían que segar a machetazos, y aunque la marcha no era rápida, resultaba evidente que el húngaro era andarín de largas distancias que sabía coger un paso y seguirlo durante horas sin experimentar cansancio alguno.

Procuraban sortear las amplias manchas de vegetación que iban surgiendo aquí y allá, y ascendieron por fin hasta una suave colina cuya cima constituía un otero natural desde el que Zoltan Karrás se volvió a contemplar por última vez el Caura que se alejaba trazando una amplia curva hacia el Nordeste.

— Allí está el cerro Guaiquinima — dijo señalando al Noroeste —. Ahora tengo que encontrar la «pica» que nos lleve hacia el Este. Lo mejor es que descansen mientras yo echo un vistazo.

Se acomodó la pesada mochila; bebió un corto trago de agua, y reemprendió la marcha dejándolos en aquel mirador natural contemplando la infinita soledad de las sabanas, las selvas y las montañas guayanesas.

Se miraron y podría decirse que por la mente de los cuatro Perdomo Maradentro, de Playa Blanca, en Lanzarote, pasaba exactamente el mismo pensamiento.

— ¡Estamos locos!

No importa cuál de ellos lo hubiera dicho; la corta frase expresaba el sentir general, porque tan sólo unos locos podían encontrarse sentados en el confín del universo aguardando el regreso de un desconocido que podía muy bien no volver nunca.

Jamás, ni aun cuando naufragaron y se vieron remando sobre un diminuto bote en medio del Océano, experimentaron semejante sensación de abandono, porque el silencio de aquel lugar, por el que ni siquiera el viento corría y el tiempo parecía haberse detenido, impresionaba mucho más que un mar al que estaban acostumbrados de siempre.

— Desde que abandonamos el río, no hemos visto ni un solo animal — señaló Yáiza de improviso —. Ni un pájaro, ni un mono, ni tan siquiera una lagartija o una serpiente… Se diría que aquí la vida se concentra en la selva, junto al agua, y el resto es un desierto dejado de la mano de Dios.

Era cierto. Por no haber, no había ni moscas, y la quietud, una quietud exasperante como no habían encontrado nunca en parte alguna, parecía haberse adueñado de la tierra, como si Dios tan sólo se hubiera acordado de crear el paisaje, olvidándose luego de dotarlo de vida y movimiento.

Así era La Guayana; contraste tras contraste; explosión de ruidos y agitación en un lugar y quietud absoluta unos kilómetros más allá; selva y sabana; agua y tierras secas; rocas muy negras y arena blanquísima; altas mesetas y profundas quebradas.

— ¡Estamos locos!

— Y más loco está quien asegure que aquí hay diamantes — sentenció Aurelia —. Aquí no puede haber más que desolación y muerte.

— Aún podemos volver. Aún se ve el bosque en que ocultamos las embarcaciones y ese río nos devolvería al Orinoco.

— ¿Y él?

— Tal vez lo ha pensado mejor y se ha marchado solo.

— Nunca lo hará.

Asdrúbal se volvió a su hermana, que era quien había hecho tan rotunda aseveración.

— ¿Por qué tienes tanta confianza? — quiso saber —. ¿Y por qué nos hemos puesto en sus manos? ¿Quién es y qué sabemos de él, aparte de que se trata de un aventurero…?

La única respuesta válida les llegó dos horas más tarde, cuando se escuchó un disparo y al mirar hacia el Este distinguió la figura del húngaro que hacía señas desde el borde de una amplia extensión de selva, al pie de un contrafuerte de escarpadas rocas oscuras.

Cuando llegaron a su lado se hallaba sentado sobre un árbol caído fumando su vieja cachimba y sonriendo:

— ¡La encontré! — dijo —. Ahí empieza la «pica» que va al río Paragua, aunque también podemos acabar en Brasil. — Rió divertido —. Para averiguarlo no nos queda más remedio que «echarle pichón». Se puso en pie ágilmente y comenzó a ajustarse la pesada mochila —. Ahora empieza lo difícil.

Tuvieron ocasión de comprobarlo en cuanto el senderillo comenzó a ascender lenta, pero firmemente, obligándoles a trepar abriéndose paso por entre la maleza, arañándose con ramas y espinos, hundiéndose en fango y hojarasca, o tropezando con raíces ocultas y troncos putrefactos por un terreno blanduzco y maloliente, en el que parecían haberse dado cita todos los mosquitos de la región.

El calor, húmedo, denso y pegajoso, obligaba a sudar a chorros, y al cabo de una hora la ropa parecía empapada, mugrienta y desgarrada, porque podría creerse que cada liana estaba dotada de mil garras que buscaran desesperadamente aferrarse a la tela o los cabellos.

Una luz grisácea, opaca y sin relieves pareció apoderarse de los contornos de las cosas e incluso del aire, denso y cargado, porque las espesas copas de los más altos árboles tejían a cincuenta metros sobre sus cabezas una tupida malla que ni el más leve rayo de sol conseguía atravesar. — ¡Dios bendito!

Pero al igual que ocurría con el sol, no había Dios alguno que hubiera descendido en siglos a semejante infierno en el que cada paso parecía ser el último, y el minúsculo sendero jugueteaba una y otra vez a diluirse entre la hojarasca, de modo que únicamente el experto ojo del húngaro conseguía descubrir su itinerario guiándose más bien por intuición que por lo que se le ofrecía a la vista.

Una vieja huella, una marca en un tronco o una rama partida parecían bastarle cuando sus acompañantes se habían dado ya por vencidos, y no cejó en su empeño hasta que la luz disminuyó su intensidad y resultó aventurado continuar sin riesgo a extraviarse.

— ¡Acamparemos aquí! — dijo, y casi de inmediato comenzó a cortar ramas apilándolas con ánimo de encender fuego y por la fuerza de sus golpes y la agilidad de sus movimientos podría creerse que no se encontraba en absoluto fatigado a pesar de la agotadora caminata.

— ¿Nunca se cansa? — quiso saber Sebastián.

Pareció sorprenderse.

— ¿Por esto..? ¡OH, vamos…! — rió —. Aún no sabes lo que es bueno. Cuando lleves una semana paleando cascajo o cerniendo tierra con el agua a las rodillas, sabrás lo que es dolor de espaldas y agotamiento… — Hizo un gesto indeterminado hacia delante —. O cuando esa «pica» comience a trepar de verdad por las montañas y a descender por barrancos y torrentes… Esto de hoy no ha sido más que un paseo para ir calentando los músculos.

— (Cielos!

— ¡Te lo advertí, carajito! ¡Te lo advertí! — replicó divertido —. Ésta es la más portentosa de las tierras, pero es, también, la más dura… — Clavó los ojos en las mujeres que se habían dejado caer, derrengadas, contra el tronco de un árbol —. Y no esperen que me compadezca de nadie — añadió —. Si no llegamos pronto a esa «bomba», todo habrá resultado inútil. ¿Está claro? — Muy claro.

— Pues a descansar, porque mañana empezará el baile.

— ¿No hay que montar guardia? — quiso saber Asdrúbal.

— ¿Para qué? — se extrañó —. A las fieras las ahuyenta el fuego y a los indios no les gusta la noche. Son aliados del sol, que es el espíritu del bien, pero la noche es el espíritu del mal y en cuanto oscurece se acurrucan en torno a una hoguera. Si en alguna ocasión saben que tienen que moverse de noche, pasan todo el día tomando sol para impregnarse de él y que les acompañe con su fuerza en las horas de oscuridad. Creen que si mueren a oscuras irán a parar a lo más profundo de las lagunas donde están las aguas negras y frías que constituyen el peor de los infiernos.

— ¿Hay salvajes por aquí?

— Eso depende de lo que usted considere salvajes, señora. Si se refiere a indios, sí que los hay, y puede apostar a que ya nos han visto y nos han estudiado.

— ¿Cuándo?

— Eso nadie consigue saberlo. Forman parte de la selva y de las sabanas, y pueden estar en cualquier parte, en cualquier momento. Pero no tema; si no tratamos de hacerles daño, no es probable que traten de hacérnoslo a nosotros.

— Pero no está seguro.

— «Seguro mató a confiado»… — sentenció el húngaro —. Si en Caracas pueden acuchillar a la puerta de un supermercado para robar cien «bolos», ¿cómo pretende tener la absoluta seguridad de que a un indio no le apetezca matar por robar un machete o una cacerola…? Pero no es probable. Lo más probable es que ni siquiera se dejen ver.

A la mañana siguiente, sin embargo, y cuando apenas llevaban media hora de marcha, hizo su aparición una artística guirnalda de flores y plumas de papagayo cuidadosamente colocada en el centro del sendero, y Zoltan Karrás la estudió con detenimiento volviéndose a todas partes y tratando de descubrir en la espesura quién pudiera haberla depositado allí.

— ¿Qué significa? — quiso saber Sebastián.

— Amistad — fue la respuesta —. Es una muestra de amistad; un obsequio, aunque es la primera vez que lo hacen sin haberles ofrecido nada a cambio… — El húngaro se rascó la hirsuta barba evidentemente perplejo —. No estoy muy seguro de qué demonios quieren decir con esto.

Una hora después encontraron otra guirnalda semejante, y en el momento en que Yáiza la tomó en sus manos se escuchó un claro silbido imitando el canto de un pájaro que llegaba desde las copas de los más altos árboles. Le respondió un silbido idéntico y el húngaro dejó escapar una admirativa exclamación:

— ¡Vaina! — masculló —. Aquí los tenemos, y resulta evidente que algo pretenden.

— ¿Bueno o malo? — inquirió Aurelia nerviosa.

— Supongo que bueno, señora, pero nunca se sabe… — Se volvió a Asdrúbal y Sebastián que empuñaban firmemente sus armas —. Cuando aparezcan, ni un gesto hostil ni el menor ademán de disparar — ordenó —. Si quisieran atacarnos ya lo habrían hecho. ¿Entendido?

— Entendido.

— Adelante, entonces, y que sea lo que Dios quiera.

Reanudaron la marcha, acompañados por nuevos y constantes silbidos que tenían la virtud de ponerles cada vez más nerviosos, hasta que al desembocar en un pequeño claro los descubrieron esperándoles, desarmados y en actitud pasiva, tres de ellos recostados contra un tronco y el cuarto, un anciano de cabello blancuzco y pequeña estatura, que por toda vestimenta llevaba un trozo de liana amarrado al pene, de pie en primer término.

— ¡Buen día, «cuñao»! — fue lo primero que dijo.

— ¡Buen día! — replicó Zoltan Karrás y luego añadió en la clásica jerga que empleaban la mayoría de los indígenas guayaneses, y en la que todas las frases parecían estar compuestas a base únicamente de gerundios —: Nosotros amigos siendo. Tú qué cosa queriendo.

El anciano hizo un gesto con la cabeza hacia sus tres compañeros y luego señaló con el dedo a Yáiza, que se mantenía en segundo término:

— «Cuñaos» enfermos estando. Ella curando.

El húngaro se volvió a observar a la muchacha, aunque no parecía sorprendido por la extraña petición. Pese a ello replicó:

— Guaricha no médico siendo. No medicinas teniendo.

Impasible, el indígena insistió: — Ella no necesitando. — ¿Quién diciendo?

— Todos sabiendo… Ella «Camajay-Minaré» naciendo.

— ¡Vaina! — repitió sin poder contenerse el húngaro —. Esta gente asegura que eres «Camajay-Minaré», y que puedes curar a sus enfermos… — La miró directamente a los ojos —. ¿Puedes hacerlo? — quiso saber.

— ¿Cómo voy a saberlo? — protestó ella —. ¿Qué les pasa…?

— Tendrás que ser tú quien lo averigüe, pequeña, porque, o mucho me equivoco, únicamente a ti te van a permitir aproximarte. — Hizo un ademán con la mano —. Intenta averiguar qué les ocurre, porque de lo contrario, nos pueden crear muchos problemas.

— ¿Qué clase de problemas?

— Pequeña… En medio de la selva guayanesa y rodeados de salvajes supersticiosos, cualquier clase de problema se puede convertir en un gran problema.

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