Omaoa era su nombre,

y nada había a su alrededor.

No existía la Tierra,

ni el cielo del que cuelgan las estrellas. No había selvas,

ni hermosos ríos de transparentes aguas. No había hombres,

ni animales que dejaran sus huellas en la arena.

Le respondió su propia voz,

cuando llamó a las oscuras sombras,

y la inmensa soledad le llenó el corazón de tristeza.

Se volvió a Yáiza que le contemplaba en silenció, y casi con un susurro, añadió:

— Omaoa te espera.

— ¿Ha llegado el momento?

— Si. Ahora el tepuy está libre de intrusos. Te espera.

— ¿Arriba? — Ante el mudo gesto de asentimiento del indígena, añadió —: ¿Cómo llegaré?

— Etuko te acompañará aunque sólo tú puedes llegar hasta donde vive Omaoa. — Hizo una pausa —. ¿Estás decidida?

— Lo estoy.

— Eres muy valiente.

— No. No soy valiente. Únicamente deseo acostarme cada noche sabiendo que voy a descansar sin sobresaltos. Y si no lo consigo prefiero estar de tu lado que del mío.

— No — protestó Xanán —. A este lado nada se siente, más que envidia. Envidia hasta del último perro que continúa con vida; hasta del más miserable de los hombres que aún respira.

— ¿Por qué? ¿Por qué si habéis alcanzado el bien de la paz absoluta y el reposo perfecto?

— Eso tan sólo son palabras que nada significan. Es preferible ser brasa que se consume en una hoguera que estar muerto. Mejor el dolor, que no ser nada; gritar de desesperación, que guardar silencio para siempre. — Se puso en pie lentamente, y la miró como jamás la había mirado; como si quisiera llevarse su imagen hasta el fin de los tiempos —. Si no me hubieran matado, lucharía con Omaoa por tu causa — dijo —. Pero donde yo estoy ni siquiera el amor nos está permitido. ¡Adiós! — añadió —. Tampoco sé adonde voy, pero sí sé que ya nunca podré verte.

Yáiza se despertó, y le sorprendió descubrir que su madre y sus hermanos la miraban.

— ¿Qué ocurre? — se alarmó.

— Le hemos oído.

— ¿A quién?

Aurelia hizo un gesto indeterminado a su alrededor, como si quisiera señalar al aire o a la nada:

— A él. Al indio. Su voz resonaba con tanta claridad como si estuviera aquí sentado, junto al fuego… ¡Dios! ¡Dios de los cielos! — Se retorcía las manos y temblaba como aquejada por un ataque de malaria —. ¡Tanto tiempo sabiendo que estaban a tu alrededor, pero jamás se manifestaron de este modo! ¿Por qué?

— Quizás es su forma de despedirse para siempre.

— O la tuya.

Sebastián lo había dicho impulsivamente, casi agresivo, y Yáiza no pudo ofenderse porque leyó en su rostro la profundidad del dolor que le embargaba. Extendió la mano, le acarició la cabeza como a un niño y trató de consolarle:

— No temas — musitó —. Nunca ha sido mi intención abandonaros. Tan sólo la muerte me separaría de vosotros, y sé mejor que nadie que la muerte no es la liberación que necesito.

— Pero te vas.

— Sí — admitió —. Pero si regreso, me tendréis para siempre, y no como hasta ahora que me compartíais con extraños. — Los miró como si estuvieran intentando conseguir que comprendieran sus razones —. Quiero ser yo, ¡yo sola! para tener la libertad de entregarme por completo a los que amo, o no ser nada.

— ¿Y qué será de nosotros sin ti?

— Lo mismo que conmigo. Debéis volver a Lanzarote que es el único lugar del mundo en que seríais felices. Resulta inútil hacerse otras ilusiones: allí están nuestras raíces y fuera de Lanzarote no somos nada.

— Pero, ¿y tú?

— ¡No lo sé! — replicó impaciente —. ¡No lo sé! Subiré a ese tepuy y si dentro de una semana no he vuelto, quiero que emprendáis el camino de regreso a casa.

— ¡Pero…!

Colocó la mano sobre la boca de Asdrúbal que intentaba protestar, e insistió:

— ¡Una semana! Ni un día más. Si para entonces no he vuelto significará que no volveré nunca. — Señaló la hoguera —. Xanán se ha ido y era el último. Ahora tengo la certeza de que me he librado de ellos. Ya no atraigo a los peces, ni alivio a los enfermos, ni amanso a las fieras, ni agrado a los muertos. Lo he conseguido — concluyó —. Pero eso tiene un precio y debo pagarlo.

Se puso en pie y abandonó la «maloka» porque no quería darles tiempo a reaccionar convirtiendo la despedida en una escena trágica, y se encaminó directamente al lugar en que el húngaro había colgado su «chinchorro».

— Vengo a decirle adiós — dijo en cuanto abrió los ojos —. Hoy es el día.

Zoltan Karrás observó el cielo del que ya habían desaparecido la mayoría de las estrellas y pareció calcular cuánto faltaba para el amanecer:

— ¿Cómo lo sabes?

— Xanán me lo ha dicho. — Le tomó la mano —. Quiero que me prometa que dentro de una semana se los llevará de aquí.

— No puedo obligarles.

— «Tiene» que obligarles — fue la firme respuesta —. No sé qué va a ocurrir allá arriba, pero no quiero que mi familia se quede anclada aquí, alimentando unas esperanzas que no tendrían sitio. Ya han sufrido demasiado por mi culpa, y si no vuelvo significará que estoy bien.

— ¿Estás segura de que sabes lo que haces, pequeña?

— No. No estoy segura — fue la sincera respuesta —. No estoy en absoluto segura de nada, salvo de que quiero convertirme en una persona «normal», y eso es lo único que importa. — Le acarició la mano con afecto —. ¿Se los llevará? — quiso saber.

El húngaro asintió con una leve sonrisa:

— ¿Adonde?

— A Lanzarote.

— ¿A Lanzarote? — se sorprendió él —. Muy lejos queda eso. ¿Qué se me ha perdido a mí en Lanzarote?

Ahora fue ella la que sonrió apenas:

— Todo — replicó —, Usted sabe que de ahora en adelante lo que le importa está donde esté mi familia, y mi familia debe estar en Lanzarote.

Él le acarició el cabello con gesto paternal y su sonrisa se hizo más ancha y comprensiva:

— ¿Qué esperas que haga un viejo buscador de diamantes en Lanzarote? ¿Hay diamantes en Lanzarote?

— No. En Lanzarote no hay diamantes, pero usted admitió el otro día que ya no le importa… ¿O aún le importan?

— No tanto como antes. Derrochar dinero a mi edad ya no resulta divertido.

Comenzaba a clarear y Yáiza pareció advertir que el tiempo apremiaba, porque súbitamente se inclinó sobre Zoltan Karrás y le besó en la frente.

— ¡Adiós! — dijo —. Recuérdalo: quiero que se los lleve y no se detenga hasta llegar a casa… — Ya a punto de marcharse se volvió y le dirigió una larga mirada de afecto —. ¿Sabe una cosa? — añadió —. Si no hubiera conocido a mi padre, me hubiera gustado que fuera como usted.

Se alejó sin darle tiempo a responder, y se encaminó al punto en que el brujo dormía, pero no lo encontró tumbado como siempre en su «chinchorro», sino acuclillado junto al fuego, con su emplumado bastón en la mano, aguardando.

Abandonaron el «shabono» bajo la silenciosa mirada de la tribu que debía saber ya, también, que aquél era el día elegido por Omaoa, dejaron atrás el platanal, y se introdujeron en la selva por un diminuto sendero que conducía directamente al lejano tepuy que aún permanecía oculto por la bruma.

Fue un largo viaje en el que el indio disfrazado de jaguar marchaba con paso rápido y seguro, como si conociera cada metro de aquel camino que le llevaba a la casa del dios de sus antepasados, y Yáiza le seguía con aire ausente, hundida en sus negros pensamientos sin prestar atención a cuanto le rodeaba como si los árboles, los animales o incluso las hermosísimas orquídeas que estallaban de color aquí y allá, hubieran dejado súbitamente de existir.

Etuko no se detuvo ni una sola vez, ni ella se lo pidió, pues pese a la viveza del paso no se sentía fatigada, y cuando dos horas más tarde se encontró de improviso al pie de la impresionante mole de piedra del tepuy, le sorprendió descubrir que habían llegado y a pesar de que el sol estaba muy alto le asaltó la impresión de que tan sólo hacía unos minutos que habían iniciado la marcha.

El hechicero hizo entonces un gesto para que se quedara donde estaba y recorrió muy despacio los escasos metros que le separaban del nacimiento de la pared de roca en la que apoyó la frente para permanecer así largo rato, como si rezara o rindiera pleitesía a la montaña. Luego, la llamó con la mano y comenzó a rodear la escarpada muralla aunque de tanto en tanto se detenía a escuchar, y resultaba evidente que todos y cada uno de sus sentidos se encontraban alerta.

Yáiza la dejaba actuar limitándose a detenerse o seguirle según le indicara, impresionada únicamente por la altura y la verticalidad de aquel tepuy que se diría diseñado por el más meticuloso de los arquitectos modernistas, hasta que el «yanoami» apartó un espeso grupo de altos matorrales que crecían al pie del muro, y penetraron en lo que parecía una caverna natural en la que se habían tallado anchos y toscos escalones sumamente resbaladizos a causa del agua que rezumaba e iba cayendo en forma de diminutas cascadas.

Ascendieron con prudencia unos treinta metros, alumbrados tan sólo por la escasa luz que llegaba desde lo alto, y cuando emergieron de nuevo al exterior, Yáiza no pudo por menos que admirarse por la belleza de un paisaje en el que la selva se extendía hasta perderse de vista en una lejana cadena de montañas que apenas se vislumbraban hacia el Sur.

Un sendero de unos dos metros de ancho trepaba formando una pronunciada pendiente que con frecuencia se hacía necesario salvar por medio de viejos peldaños que manos anónimas habían labrado muchísimos años atrás, y ahora sí que experimentaba una fatiga tan acusada, que de tanto en tanto se veía obligada a detenerse para recuperar el aliento y permitir que el corazón dejara de latirle con violencia.

El sol caía a plomo cuando alcanzaron un amplio descansillo en el que se había remansado el agua formando una especie de piscina transparente y poco profunda en la que el indígena se introdujo para beber de aquella forma tan característica de su raza, y Yáiza lo hizo utilizando las manos para concluir por dejarse caer junto a una piedra y dormirse tal como no había dormido quizás en mucho tiempo.

El «yanoami» aguardó impasible a que abriera los ojos y se puso entonces de nuevo en marcha velozmente aunque el sendero se iba haciendo cada vez más estrecho, empinado y peligroso, hasta el punto en que al llegar a los recodos se hacía necesario aferrarse a los salientes de la pared. Más tarde, y a medida que se aproximaban a la cumbre, se fueron haciendo cada vez más frecuentes las cataratas que se precipitaban sobre ellos como duchas gigantescas, pero unos metros más abajo el agua se evaporaba diluyéndose en el aire como una blanca cola de caballo que se transformara por caprichos de la Naturaleza en un incompleto arco iris que destacaba contra el verde fondo de la selva.

No cabía sentir vértigo. Cuando setecientos metros en vertical les separaban de las primeras copas de los árboles, el vértigo constituía un lujo inadmisible, y tenían que limitarse a fijar la vista al frente y confiar en que el sendero no se volviera aún más escarpado ni la roca más resbaladiza.

Una hora después, y tras cruzar bajo dos grandes cascadas que les dejaron empapados y temblorosos, desembocaron de improviso en una explanada cubierta de chaparros y pedruscos, en la que Etuko se detuvo indicándole que desde allí debía continuar sola mientras él permanecía esperando.

El sol se encontraba casi a la altura de sus ojos cuando reemprendió!a marcha, y unos treinta metros más arriba se volvió para observar cómo el «yanoami», acuclillado junto a la pared de piedra, la observaba a su vez. Hizo un leve gesto de despedida con la mano pero el otro ni siquiera se movió, y en el siguiente recodo del camino lo perdió de vista por completo.

Al alcanzar la cima le impresionó ante todo su soledad y su silencio. No tendría más de dos kilómetros de largo por uno de ancho, y aparecía lisa y casi sin accidentes, como una inmensa caja de zapatos que un gigantesco cíclope hubiese tenido el capricho de colocar en el centro de la llanura, y de la que el agua y el viento se habían encargado de arrastrar, con el transcurso de los siglos, hasta la última mota de polvo.

Algunos matojos, de un verde muy oscuro, casi negro, pugnaban por asomar naciendo entre los resquicios del suelo de piedra, y en los charcos que se formaban en algunas hondonadas crecían mustios nenúfares de gruesas flores de tonos carmesí.

Únicamente un águila solitaria alzó el vuelo a su paso, no se hizo presente ningún otro signo de vida, y cuando el ave se perdió de vista en el abismo en busca de su nido, le invadió la sensación de que se había convertido en el último habitante de un planeta muy lejano ya muerto.

Al concluir de atravesar la meseta para asomarse al borde opuesto, el sol rozaba ya la línea del horizonte, y la selva, a sus pies, no era más que una ancha y mullida alfombra sobre la que trazaba caprichosos dibujos un río lejano cuyas aguas adquirían tonalidades que oscilaban del oro al ocre.

De pie casi a mil metros de altura en el filo de una pared de negra roca cortada a cuchillo, le invadió al fin una profunda sensación de paz y el convencimiento de que habla llegado al término de todos los caminos, porque aquél era sin duda el punto en que Dios cortó el cordón umbilical que le unía a la Tierra y la dejó marchar para que comenzara a girar alejándose por sí sola en busca de su lugar en la inmensidad del Universo.

Caía la noche; más quieta, más callada; más noche que ninguna otra noche que pudiera haber existido anteriormente, porque no soplaba la más ligera brisa que trajera siquiera un rumor muy lejano, no había vida, ni luz, ni movimiento, y cuando el cielo se engalanó con estrellas y galaxias, el abismo se volvió aún más profundo y tenebroso, lo que le hizo abrigar la sensación de que se encontraba suspendida en el vacío, a mitad de camino entre la selva y el infinito.

Estaba allí: en El mundo perdido de sus terrores infantiles; en la cima del tepuy en que habitaba el monstruo de tantas pesadillas; sola y a oscuras, cansada e indefensa pero firme y serena porque no le temía ya a las bestias prehistóricas, a los dioses indígenas, a los muertos que venían a inquietarla, ni aun a su propia muerte tan insistentemente presentida.

Estaba allí, esperando a Omaoa, pero Omaoa no acudía.

Tomó asiento al borde del precipicio, recostó la cabeza en una roca, y decidió aguardar la llegada del dios, buscando reconocer en aquellas estrellas las que su abuelo le enseñara de niña. Allí estaban todas, tan fieles como siempre, pero acompañadas por millones de otras nuevas, porque allá arriba el aire era tan limpio y la visión tan clara, que cada estrella parecía haberse dividido en mil mágicamente.

Tuvo tiempo de pasar revista a sus recuerdos, mucho tiempo. El dios «yanoami» se hacia esperar, y recostada allí en el más lejano y portentoso mirador jamás creado, permitió que su vida fuera cruzando ante sus ojos como si cada escena naciera de la profunda selva oscura y ascendiera hacia ella con el único fin de hacerle revivir momentos ya olvidados.

Luego cerró los ojos y al presentir su llegada buscó a su alrededor ansiosamente.

Era como una sombra nacida de las sombras que avanzaba sin prisas por el borde del tepuy sin miedo a que un traspiés la lanzara al abismo, y le costó un gran esfuerzo reconocerla pese a lo extraordinariamente familiar que le resultaba su figura, aunque cuando tomó asiento frente a ella no le cupo ya duda de quién era.

— ¿Quiere esto decir que estoy muerta? — inquirió roncamente.

— En cierto modo… ¿Te sorprende?

— Nada puede sorprenderme ya. pero he llegado hasta aquí en busca de un dios y no esperaba encontrarme contigo… — La observó largamente tratando de captar los minúsculos y casi imperceptibles detalles que las diferenciaban, y que incluso a ella misma le costaba trabajo descubrir —. ¿Por qué tú? — añadió.

— Porque ya has comprobado que no hay sitio para ti en el mundo de allá abajo… Adondequiera que vas llevas contigo la desgracia, y lo lógico es que te quedes aquí, con Omaoa.

— ¿Crees que lo harás mejor?

— Sí.

— ¿Cómo lo sabes?

— Lo sé, y es suficiente… — Hizo una pequeña pausa y alargando la mano añadió —: ¡Mira esto…!: es un diamante… Por aquí hay docenas; tal vez cientos… ¿Qué harías con ellos?

Yáiza cogió la piedra y la observó. Tenía el tamaño de una nuez grande, e incluso a la escasa luz de las estrellas lanzo infinitos destellos cuando lo hizo girar entre sus dedos. Al fin se lo devolvió encogiéndose de hombros:

— No haría nada… — admitió —. No me interesan los diamantes.

— En eso estriba el problema… Pero fíjate bien: es grande, azul perfecto, y vale, sin duda, una fortuna… Con unos cuantos como éste seremos ricos para siempre.

— Yo no quiero ser rica. Lo único que quiero es volver a Lanzarote.

— ¡No! Tú no quieres volver a Lanzarote… Tú quieres volver a aquel Lanzarote en que el abuelo Ezequiel te contaba historias maravillosas y papá te dejaba sentarte en sus rodillas… Pero el abuelo ha muerto. Y papá ha muerto… Y aquel Lanzarote también ha muerto, y como sabes que nada de eso puede comprarse con diamantes, no te interesan los diamantes… Por eso tienes que quedarte ahora aquí arriba para siempre.

— No es justo.

— Sí lo es. Siempre deseaste llegar hasta este tepuy. Era tu meta y estás aquí, pero para conseguirlo dejaste el camino sembrado de cadáveres… ¡Bien…! Tu sueño se cumplió, pero ahora no te queda adonde ir.

— No lo hice a propósito.

— ¿Estás segura…? — Le miraba con dureza; aquella dureza que ella jamás había poseído y que era uno de los detalles que más las diferenciaban —. ¿Estás segura? — repitió.

— Fueron las circunstancias.

— Pero tú nunca te paraste a pensar hasta qué punto eras capaz de provocar tales circunstancias. Creías que tu destino estaba en la cima de este tepuy y de alguna forma aprendiste a forzar ese destino, pero ahora te espanta cuanto obligaste a que sucediera, ¿no es cierto?

— Era una niña.

— Y aún continúas siéndolo, y por eso te quedarás donde nunca más causes daño. Esperarás aquí a tu dios Omaoa y yo descenderé sin ningún «Don», pero con las manos repletas de diamantes. Y ya no provocaré inquietud, sino seguridad, y no llevaré conmigo la desgracia, sino alegrías, y Asdrúbal y Sebastián no tendrán que sacrificar eternamente sus vidas protegiéndome.

— ¿Te gusta ese papel?

— No se trata de que me guste o no, sino de que es el que en estos momentos me corresponde. El tuyo puede que fuera más hermoso, pero ya no tenía futuro y ha llegado el momento de que coja el relevo.

— ¿Qué debo hacer?

— Lo que he hecho yo todo este tiempo: permanecer oculta en un rincón hasta que llegue un día, tal vez cuando seamos muy viejas, en que se nos permita vivir juntas. Por ahora no es posible.

Comprendió que tenía razón; que todo había acabado y había llegado al final de su camino, y poniéndose pesadamente en pie, Yáiza, la que «atraía a los peces, aplacaba a las bestias, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos», se alejó por el borde del tepuy, y muy poco a poco se fue diluyendo en las sombras de la noche a la busca de un dios, que la estaba aguardando en algún lejano rincón del Universo.

Yáiza la observó hasta que desapareció por completo de su vista, advirtió que un profundo vacío y una honda amargura la invadían, pero apretó con fuerza el puño que guardaba el inmenso diamante, y musitó como si ello pudiera compensarle por todos los sueños e ilusiones que perdía:

— Se llamará Marádentro, y será mundialmente famoso.

Luego lloró por última vez calladamente.


Lanzarote, marzo 1985

Загрузка...