Capítulo 14

El Hacha entró en su Ford negro y cerró la puerta. Sentía el calor del sol en la cara. Se hundió en el asiento de cuero, cerró los ojos y comenzó el proceso.

Se llevó distraídamente la mano al pecho, posándola sobre el levísimo abultamiento del bolsillo de la camisa. Tocó lo que había debajo, apretó suavemente para asegurarse de no dejar ninguna marca, ninguna arruga. Después de tantos años la foto estaba desgastada, difuminada por los bordes, pero los colores seguían siendo fuertes y brillantes. Igual que su recuerdo de Anne. La única mujer a la que querría en su vida.

Imaginó su cara, sus impresionantes ojos azules. Casi podía tocarla, sentir los mechones sedosos de su cabello cuando lo miraba con una felicidad que él jamás había sospechado que pudiera existir. Anne había aceptado la vida que él había elegido. Una vida egoísta, pero que habría abandonado en un abrir y cerrar de ojos si hubiera sabido sus consecuencias.

Si respiraba hondo, podía sentir un atisbo del perfume preferido de Anne, el olor acre del sudor cuando hacían el amor. Sus suaves gemidos y sus caricias en la espalda, el cosquilleo de sus dedos, que sabían cómo hacerle estremecerse. Anne era su primer y su último amor. Su único amor.

Anne.

Entonces el dolor crispó su cara. Vio sus propias manos salpicadas de sangre. Los ojos de Anne se agrandaron un momento y luego se velaron cuando cayó, muerta, en sus brazos. Los gemidos del Hacha sacudieron las paredes mientras las llamas comenzaban a lamer el techo. Gritos que Dios mismo habría oído. Gritos que habrían hecho reír al diablo.

Vio al asesino de su mujer en la oscuridad. La capucha de punto le oscurecía la cara. Manos pálidas, piel suave. Un hombre joven. Sólo se le veían los ojos y la boca. Unos ojos que el Hacha nunca olvidaría.

Su venganza estaba casi completa. Sólo quedaba un hombre.

El Hacha abrió los ojos y tomó el periódico. Miró la fotografía de Henry Parker. Sólo tenía veinticuatro años. Y ya era un asesino. Igual que él.

Las imágenes empezaron a fundirse lentamente en su cabeza hasta volverse una sola. La cara de Henry se transformó en la del asesino de Anne. Cuando acabó, la cara en sombras del hombre que había matado a su mujer era la de Henry Parker.

Y ahora Parker era el culpable de la muerte de Anne. Una muerte que esperaba venganza. El odio por aquel joven bullía dentro de él. Los tendones de sus dedos se tensaron cuando agarró el volante. La sangre le palpitaba en las sienes.

Arrancó y entró en la Séptima Avenida, alejándose de la vieja iglesia a la que lo habían llamado, cuyas entrañas daban cobijo a uno de los hombres con menos escrúpulos que pisaba la faz de la tierra.

Abrió la ventanilla el ancho de una rendija, dejó que entrara el aire.

Se sacó el móvil del bolsillo y marcó el primer número de la lista. Tenía montones de llamadas que hacer.

Tenía que encontrar a un asesino.

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