Capítulo 2

– Es un buen piso -dijo Manuel Vega al meter la llave mellada en la cerradura. Encontró resistencia, sonrió como si fuera a propósito y luego abrió la puerta de un empujón con el hombro. Después de haber visto (y rechazado) doce apartamentos en apenas un mes, yo rezaba para que aquél se ciñera a mi presupuesto. Y a mis gustos.

El olor a moho me asaltó de inmediato. Rocé el marco de la puerta y me manché la chaqueta de motas de pintura blanca. El radiador emitía un sonido rasposo, como los estertores de un marsupial anciano.

Me metí las manos en los bolsillos y rechiné los dientes.

– ¿Y cuánto cuesta?

– Novecientos setenta y cinco al mes. Seis meses de alquiler por adelantado.

Era factible. Además, aquél era el único apartamento que había visto en la isla de Manhattan que se ajustaba, aunque fuera remotamente, a mis posibilidades económicas. Los demás costaban el doble y eran también del tamaño de una cuna. Aquel piso situado en la esquina noroeste de la 112 con Ámsterdam (cuya única farola parecía compartir enchufe con todos los secadores de la ciudad) era, de momento, el único que podía permitirme sin prostituirme. Y si iba a trabajar en un periódico, en un periódico de Nueva York, quería vivir en la ciudad. Si estaba allí, estaba allí con todas las consecuencias.

Llevaba tres semanas viviendo en el apartamento de mi novia, Mya Loverne. Cada segundo que pasábamos juntos estaba lleno de una tensión palpable. Contábamos los días que faltaban para que tuviera mi propia casa. Casi todas las parejas están deseando irse a vivir juntas. Nosotros estábamos deseando separarnos. Yo tenía en el banco ocho mil dólares que había ahorrado escribiendo en verano para el Bulletin, allá en Bend, y haciendo algún que otro trabajillo para costearme la universidad. Me costaba un esfuerzo ímprobo volver a casa cuando acababa el curso, pero no podía permitirme pagarme el alojamiento durante el verano. En Oregón podía vivir gratis. Podía soportar ser un fantasma en mi propia casa. Era el único modo de mantenerme cuerdo: entrar y salir a hurtadillas, sin decir una sola palabra al hombre del sofá ni a la mujer que no podía hacer nada por pararle los pies. Ocho mil dólares era el único dinero que tenía en el mundo. No esperaba, desde luego, que el hombre al que había dejado de llamar papá hacía mucho tiempo me pasara una paga mensual.

Mya estudiaba segundo de derecho en Columbia. Su padre, David Loverne, ex decano de la facultad de Fordham, había ganado una fortuna aprovechando la burbuja de Internet y había vendido sus acciones justo antes de que la burbuja estallara. No hace falta decir que ella tenía la vida resuelta. Los primeros dos años de nuestra relación en Cornell fueron un sueño, y acabaron, igual que un sueño, antes de que nos diéramos cuenta de lo que pasaba. El tercer año fue brutal, como el sudor frío que dejaba una pesadilla inacabada. Mya era un año mayor que yo. Se mudó a Nueva York al graduarse. Yo me quedé en los fríos páramos de Ithaca y vi congelarse nuestra relación.

Hacía un par de meses, el febrero anterior, que nuestra relación había sufrido un golpe mortal. Desde entonces, nuestro pulso se había ralentizado y la gangrena de aquella noche espantosa se había ido extendiendo y envenenándonos. Esperábamos que las cosas mejoraran cuando me mudara a la ciudad, como esos matrimonios que deciden tener un hijo con la esperanza de que «vuelva a unirlos».

Encontré a Manuel Vega en Craigslist. El anuncio estaba en letra muy pequeña, como si le avergonzara competir con los anuncios más grandes y escritos en letra de buen tamaño.

– Bueno, ya ha visto el apartamento. Ahora alquílelo -dijo Manuel. Se sacó del bolsillo un trozo de papel y un bolígrafo y me los ofreció.

– Espere un momento, jefe. ¿Y si no quiero alquilarlo?

– ¿Es que no le gusta? -dijo como si se sintiera insultado-. Tiene cuatro paredes y techo. Y hasta tiene nevera.

¿Cómo iba a oponerme a aquel argumento?

El precio parecía razonable incluso para aquel cuchitril apestoso, y yo no tenía alternativa. Manuel hasta se ofreció a meterse en el frigorífico para demostrarme lo amplio que era. Le dije que no amablemente.

Tras investigar un momento en busca de alimañas y no encontrar ninguna visible, llegó el momento de ir al grano. Yo necesitaba espacio. Tal vez, teniendo espacio, Mya y yo volveríamos a acercarnos. Y tal vez hubiera lingotes de oro enterrados en las paredes.

– Entonces, seis meses por adelantado. Es mucho -dije, suspirando. Estaba a punto de desprenderme de dos tercios de mis ahorros por un apartamento que parecía el escenario de una película de terror adolescente.

– Por adelantado, sí. La fianza me la tiene que pagar ahora.

– Si me quedo con el apartamento -dije. Manuel se encogió de hombros y empezó a morderse las uñas.

– Si no se lo queda, se lo quedará otro mañana.

– ¿Ah, sí?

– Puse el anuncio ayer, amigo. Es usted la tercera persona que lo ve hoy. Si me extiende el cheque hoy mismo, puede que les diga a los otros que se pierdan.

– Maldita sea -dije un poco demasiado fuerte-. ¿Hay enganche para televisión por cable? ¿Y conexión a Internet?

– Claro -dijo Manuel, y una sonrisa dentuda se extendió por su cara-. Tiene todo el Internet que quiera.

– Está bien -dije entre dientes-. Me lo quedo.

Tomé los papeles y los leí por encima.

– Los rellena ahora y mañana me trae un cheque certificado por los primeros seis meses. Seis mil ochocientos cincuenta dólares.

– Cinco mil ochocientos cincuenta, querrá decir.

– Sí, eso. Si no me lo trae, vuelvo a poner el anuncio en el periódico.

Asentí con la cabeza y seguí a Manuel abajo, hasta una oficina de la planta baja. Se sentó detrás de una mesa de metal achaparrada, cubierta de papeles y envoltorios de caramelos. Rellené la solicitud, y se me hinchó el corazón al llegar a la casilla de «empresa para la que trabaja». Al devolverle la hoja a Manuel, le dio la vuelta y señaló ese mismo espacio.

– Esto -dijo-. ¿Para quién trabaja?

– Para la Gazette -dije-. Ya sabe, el periódico.

– ¿Hace fotos?

– No, soy periodista. Voy a ser el próximo Bob Woodward.

Manuel me miró y volvió a mirar el impreso.

– ¿Woodward?

– Sí, ya sabe, Bob Woodward. El de Todos los hombres del presidente.

– Ya, sí, bueno. Pues este edificio tiene muy buena carpintería -dijo Manuel, tocando la pared detrás de él.

No tenía sentido explicárselo. Muy pronto todo el mundo lo sabría. La sala de redacción de la Gazette era mi cueva de Batman. Aquel apartamento sería mi Wayne Manor, el caparazón que cubriría al héroe que había debajo. Aunque dudaba de que en Wayne Manor hubiera ratones del tamaño de perros salchicha.

– Estará bien aquí -dijo Manuel-. Como en casa.

Sí, pensé. Como en casa. Como en el hogar que me hubiera gustado tener, en vez de la casucha en la que los únicos ruidos que se oían eran un fregadero defectuoso y el veneno que escupía el hombre que se decía mi padre. El hogar. Al fin.

Me fui derecho a casa de Mya en cuanto acabé con el papeleo. Antes de mudarme quería celebrarlo, pasar una última noche en su cama. Ver si las chispas de siempre volvían a encenderse una última vez. Llamé antes para proponerle una cena de celebración, pero contestó cortante:

– Henry, tengo exámenes finales la semana que viene. Tardaríamos horas en cenar. Si quieres podemos comprar algo en el Subway.

Decliné la invitación. Comería algo de camino.

Salió a recibirme a la puerta vestida sólo con un albornoz rojo y el pelo suelto y mojado. Olía de maravilla, llena de frescura. Me dieron ganas de estrecharla, de abrazarla como cuando nos conocimos. Cuando nada más importaba y el mundo real parecía muy lejano. Puse mi mano sobre su brazo y le hice una leve caricia.

– Henry, acabo de darme crema.

– Perdona.

– No pasa nada, es sólo que…

– Sí, ya sé.

Ella suspiró, sonrió débilmente.

Me quité las zapatillas y las dejé fuera, junto a la puerta. Ella se sentó en la cama con los labios fruncidos y cruzó los brazos.

– Bueno, cuéntame lo de tu casa nueva.

– Pues, que yo sepa, no ha muerto nadie en ella.

Mya no parecía encontrarme gracioso ese día.

– Venga, en serio. ¿Cómo es?

– Bueno, está en Harlem, en la esquina entre la 112 y Ámsterdam. El edificio no va a ganar ningún premio de House and Garden, pero los electrodomésticos funcionan, tengo espacio para vivir, la puerta cierra y eso es todo lo que necesito.

– ¿Está limpio?

– Bueno -contesté, eligiendo cuidadosamente mis palabras-. No estoy seguro de que «limpio» sea la palabra adecuada. Pero está habitable.

– ¿Quieres que vaya a verlo?

– Esperaba que fueras, sí. Como eres mi novia y todo eso.

Mya se levantó y se acercó a la ventana abierta. Se quedó mirando al otro lado de la calle. El cielo nocturno le devolvía la mirada, frío y desapacible, mientras ella se mordía las uñas.

– Creía que ya no te mordías las uñas -dije.

– Dejé de hacerlo una temporada. Pero he vuelto.

Yo sentía la brutal energía estática acumulada entre nosotros. ¿Por qué estábamos juntos? ¿Sólo porque habíamos capeado el temporal y nos contentábamos con hallarnos en tierra firme? ¿O de veras creíamos que teníamos una oportunidad? ¿Que tal vez recordaríamos aquellas primeras noches, cuando cada momento era la única realidad que necesitábamos?

Mya dijo mirando por la ventana:

– Espero que te vaya bien en tu apartamento.

– ¿Qué se supone que significa eso? -Comprendí que aquello era el final.

– Nada, sólo eso. Que espero que te guste. No analices tanto.

– No, había algo raro en tu voz. «Espero que te guste tu apartamento, pero…». Quiero saber cuál es el pero.

Mya se dio la vuelta. El pelo le caía sobre los hombros; su piel brillaba.

– A veces tengo dudas, Henry.

– ¿Dudas sobre qué?

Se volvió de nuevo.

– Sobre nada.

– No hagas eso, no digas que no es nada cuando te pregunto.

– No vale la pena hablar de ello.

– Sí que vale la pena. Siempre vale la pena -me acerqué a ella, puse mis manos sobre sus hombros. Se estremeció un momento; luego se relajó.

– A veces pienso cosas.

Yo sabía adónde conducía aquello y sentí que se me formaba un nudo en el estómago. Aparté las manos de sus hombros y di un paso atrás. Luego su voz sonó suave, calmada.

– Las cosas han cambiado. Creo que los dos lo sabemos.

– Sí, lo sé.

– Estamos así desde que…

– Desde esa noche.

– Sí -dijo ella con un suspiro-. Desde esa noche.

Me senté en la cama y abracé un cojín de encaje. Miré a Mya, vi la leve cicatriz de su mejilla. Si uno no sabía que estaba ahí, apenas se notaba. Pero yo sabía que estaba ahí.

– Pienso en esa noche y me pregunto si no sería un presagio, ¿sabes? Una señal.

Asentí con la cabeza. Sabía muy bien de lo que estaba hablando.

– ¿Y qué sugieres que hagamos? ¿Dejarlo ahora, justo cuando las cosas empiezan a ponerse difíciles?

– Eso no es difícil, Henry. Difícil será lo que ocurra cuando yo me gradué en Derecho y tú estés trabajando en el turno de noche de la Gazette. La universidad y el trabajo requieren tiempo, pero… -hizo una pausa-. En realidad sólo son peldaños, puntos de apoyo. Es sólo que no quiero resbalar antes de acabar la carrera. No quiero descentrarme.

– Esto no es… lo nuestro no es un peldaño. Si nos esforzamos encontraremos un modo de arreglarlo. Sé que han pasado cosas -vacilé, se me quebró la voz, se me puso un nudo en la garganta-. Cosas malas. Pero podemos superarlas.

– Quizá -dijo ella con voz teñida de incertidumbre-. Pero cuando yo sea abogada y tú seas… periodista o lo que sea, tendremos aún menos tiempo para hablar. En algún momento tenemos que plantearnos si de verdad merece la pena.

Yo sabía que no debía preguntar. No era de eso de lo que estábamos hablando. Pero me quemaba por dentro, y tenía que decirlo.

– ¿Qué quieres decir con eso de «periodista o lo que sea»?

– Sólo me refería a cuando tu carrera esté bien encarrilada. Cuando hagas lo que quieres hacer.

Sacudí la cabeza y tiré el cojín al cabecero de la cama, donde cayó torcido.

– Nunca has tenido fe en mí.

– Eso no es cierto. Siempre te he apoyado.

– Eso es fácil en la universidad, es muy fácil decirlo cuando ni siquiera estás ahí. Pero ¿y ahora? ¿Me apoyarías ahora?

La expresión de Mya se volvió fría. La vida pareció abandonarla.

– No te atrevas a hablarme a mí de no estar ahí.

Dio un paso adelante y me rodeó flojamente el cuello con los brazos. Apretó sus labios contra los míos y luego los apartó. Me fui un momento después.

La siguiente vez que hablé con ella, tres hombres querían matarme.

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