Capítulo 37

Saqué la funda de plástico de la pared y la llevé al cuarto de estar. La pequeña mesa de madera del comedor había quedado completamente limpia durante el saqueo: los candeleros estaban doblados y retorcidos y la vajilla rota. Intenté olvidarme del cadáver de Gustofson, ignorar la sangre seca, el olor acre. Habría preferido examinar nuestro hallazgo en otra parte y no en casa de un muerto, pero no teníamos donde ir. El tiempo se nos acababa, la sensación de peligro parecía aumentar con cada segundo que pasaba. ¿Cuándo se desvanecerían nuestros últimos segundos? Aquel sobre contenía las respuestas a muchas preguntas. Había gente dispuesta a matar por él, y no me cabía duda de que lo que le había ocurrido a Hans Gustofson podía ocurrirme también a mí.

Coloqué el paquete sobre la mesa. Respiraba lentamente, con inhalaciones largas. Deslicé con cuidado los dedos en su interior, toqué por fin la razón por la que habían muerto varias personas, el motivo por el que otras habían matado. Pasé la mano por la superficie granulosa del sobre todavía intacto. Estaba atado con cordel rojo. Lo desenrollé, respiré hondo y abrí el sobre.

Una carpeta cayó sobre la mesa. La portada era negra y reluciente. Pasé la mano por su superficie lisa. El silencio tamborileaba en mis oídos cuando levanté lentamente la tapa para ver qué había dentro.

En la primera página había una fotografía enmarcada de dos hombres y una tarjeta pegada bajo ella con dos nombres escritos con tinta densa. La foto parecía tener al menos veinte años. Ambos hombres llevaban abrigo. Y daba la impresión de que no querían que nadie supiera que se habían visto.

Detective teniente Harvey N. Pennick

Jimmy Bola Ocho Rizzoli.

Pasé la página. Otra fotografía, otra tarjeta. Otro detective. Otro hombre con apodo. Fui pasando las hojas. Más fotos, más tarjetas, más policías, más delincuentes. El libro estaba lleno de ellas. Lo comprendí enseguida. Sabía cuál era la conexión. Y aquella certeza hizo que me diera vueltas la cabeza.

Sabía cuál era la relación entre Hans Gustofson y Michael DiForio. Lo que John Fredrickson había ido a buscar a casa de los Guzmán. Comprendí que había muchas más vidas en juego que la mía y la de Amanda. Que me había tropezado con algo grande, con algo gigantesco y que, oh, Dios mío, había mucho más en juego que mi vida insignificante.

En aquellas páginas había imágenes que podían arruinar a toda una ciudad.

O controlarla.

El miedo me corría por las venas como una droga mal cortada, apoderándose de todo mi cuerpo. Me levanté para intentar calmarme. Me sentía mareado, desequilibrado. Murmuraba:

– Oh, Dios, oh, Dios, mierda, mierda, joder…

Amanda me miraba. Miraba la última página, la página en la que me había detenido. La página que había atado todos los cabos.

– ¿Es…? -dijo, y le tembló la voz como si estuviera caminando por una cuerda a cientos de metros del suelo-. ¿Son…?

– Sí -dije débilmente-. Son el agente John Fredrickson y Angelo Pineiro.

Dentro del álbum había pegadas cientos de fotografías. Policías. Políticos. Funcionarios públicos. Todos ellos atrapados por el ojo fijo de Hans Gustofson. Los negativos estaban pulcramente pegados en la parte de atrás.

En algunas fotografías estaban recibiendo dinero; en otras, comprando o vendiendo drogas. Algunos estaban practicando el sexo con mujeres. Otros, con hombres. En todas ellas sus caras aparecían claras como la luz del día. Los sujetos no eran conscientes de ello. En algunas aparecían aceptando sobornos. Algunos hombres parecían estar actuando para la cámara: sabían que Hans estaba fotografiándolos desde las sombras. Algunas imágenes parecían tener veinte años y otras eran tan frescas como la luz de la luna que entraba por la ventana.

Algunos policías aparecían en uniforme y otros con ropa de paisano, pero era fácil deducir por su actitud y su semblante que sabían que lo que estaban haciendo estaba mal.

Los nombres figuraban en las tarjetas. El de pila, la inicial del segundo nombre y el apellido. El rango. El oficio. Aparecía además el nombre de sus acompañantes, de los hombres o las mujeres con las que habían sido fotografiados. Reconocí muchos de ellos. Reconocí el nombre de Angelo Pineiro. Blanket.

La mano derecha de Lucifer.

Dios mío…

Algunas caras parecían tristes; otras, apesadumbradas. Eran caras que en algún momento habían abrigado sueños de nobleza y que sin embargo habían quedado reducidas a aquello. Algunos tenían una expresión feliz, jovial, parecían conocer a sus acompañantes desde hacía años. Parecían no arrepentirse de sus delitos, ni desilusionados hasta el punto de la apatía.

– Dios mío -dijo Amanda.

– Espero que te oiga -dije-. Porque nadie más parece oírnos.

Hojeamos el libro entero, una enciclopedia de la corrupción que se remontaba a una generación atrás. Y en la última página, mirándonos fijamente, estaba John Fredrickson.

Parecía cansado, ojeroso. Sostenía en la palma de la mano un fajo de billetes. El agente John Fredrickson. El hombre que había muerto a mis manos. El hombre por el que se me buscaba, por el que había abandonado mi vida. Cerré los ojos y recordé aquella noche nefasta. El disparo ensordecedor que acabó con una vida y cambió el curso de otra.

Se suponía que aquella carpeta debía llegar a manos de Luis Guzmán. Era la razón por la que John Fredrickson había estado a punto de matar a tres personas de una paliza. Luis Guzmán era el correo que debía entregárselo a Fredrickson. Fredrickson trabajaba para Michael DiForio. Era su matón. Un policía matón. De la peor especie. DiForio tenía bien pillado a Fredrickson y lo estaba utilizando para que le entregara las mismas fotografías que empeñaban su alma.

Pero, después de todo aquello, seguía habiendo una pregunta sin respuesta.

¿Quién había matado a Hans Gustofson?

No podía haber sido DiForio. Según los periódicos, yo había robado el paquete y aquel maníaco vestido de negro parecía pensar que así era. Suponiendo que al asesino lo hubiera contratado DiForio, no tendría sentido que hubiera matado a Hans antes de recibir las fotografías.

No, a Gustofson lo había matado alguien que no trabajaba para Michael DiForio. Alguien que sabía lo de las fotografías y que las quería para sí. Alguien que, obviamente, se había quedado con las manos vacías y seguía buscando.

Mientras estaba allí, mirando las fotografías, me di cuenta de otra cosa.

Dentro de aquella carpeta estaba la oportunidad de recuperar mi vida. John Fredrickson me había puesto rumbo al infierno, pero aquel álbum contenía mi salvación. Aquellas fotografías eran la historia de una vida entera. Una generación corrupta plasmada en película fotográfica. Aquello podía poner en entredicho todo el sistema de justicia criminal. Podía relanzar mi carrera, volver a ponerla en el camino que yo creía destruido.

Allí estaba, delante de mí, en blanco y negro, la historia más grande que quizá lograra destapar en toda mi vida, la historia que llevaba años deseando escribir. Allí había una red entera de corrupción cuyos capilares alcanzaban muy lejos, cuya sangre manchada llevaba veneno a todas las partes de la ciudad y se remontaba a décadas atrás. Aquél era mi Watergate, mi Abu Ghraib.

– ¿Qué hacemos con esto? -preguntó Amanda-. ¿Llevárselo a la policía? ¿Quemarlo?

– No -dije con voz monótona-. Tengo que usarlo.

– ¿Usarlo? ¿Cómo?

– Ésta es mi historia -me volví hacia ella con los ojos muy abiertos, confiando en que entendiera la oportunidad increíble que tenía delante de mí.

– ¿Qué quieres decir con eso, Henry? No te entiendo.

– Amanda… -dije, y tomé suavemente sus manos, sintiendo el pulso firme de sus muñecas-. Este álbum, todo lo que contiene, podría devolverme mi carrera. Si fuera a la Gazette con esta historia, me convertiría en redactor de primera página inmediatamente. Con momentos como éste es como se construye una carrera. Hay periodistas que se pasan la vida sin encontrar nada parecido. No puedo dejarlo pasar.

Amanda apartó las manos, las cruzó sobre el pecho.

– No sé, Henry. No me parece bien. Esto podría destruir de un plumazo al Departamento de Policía de Nueva York. Si escribes sobre esto, toda la ciudad podría venirse abajo. Piénsalo. Hay miles y miles de policías en Nueva York que arriesgan su vida todos los días. Tenemos fotografías de unos veinte tipos que siguen en servicio activo. ¿Serías capaz de arriesgar todas las cosas por las que esos hombres trabajan y mueren sólo por una historia?

– Tú no lo entiendes -dije-. A veces sólo tienes una oportunidad, un momento que puede cambiarlo todo. Si no lo aprovecho… No sé si volverá a pasar. ¿Es que no lo ves? -le supliqué-. ¿No ves lo que esto podría significar para mí? No tengo nombre, ni esperanza, y mi futuro se ha ido a la mierda. Esto podría devolvérmelo todo. Puedo revelar la verdad y compensar todo lo que me ha pasado.

– ¿Y luego qué? -preguntó con la espalda muy derecha, traspasándome con la mirada-. Te haces famoso. Enhorabuena, Henry Parker. ¿Y qué será de los millones de personas que pierdan la fe porque tú quieres labrarte un nombre? ¿De los miles de policías que tienen que responder por esos pocos que se corrompen? Estás pensando en cómo te afectará a ti, y eso es muy egoísta. ¿Quieres ser un gran periodista? Pues tienes que recordar que esta historia no trata de ti.

– Por favor. Esto es todo lo que he soñado. Para cambiar las cosas. Para cambiar vidas -di una palmada sobre la carpeta, sentí que una sacudida recorría mi cuerpo-. Este libro lo haría posible.

– ¿Qué vida cambiaría, aparte de la tuya? -gritó Amanda-. ¿La de quién? ¿La de estos policías? La arruinará. ¿La de la gente? ¿De veras crees que perder la confianza en las personas que deben protegerlos mejorará sus vidas?

– No sé -susurré-. Pero no puedo dejar pasar esto.

– Sí que puedes -dijo-. ¿Por qué querías ser periodista? ¿Por qué, sinceramente?

– Para ayudar a la gente -contesté-. Para contar la verdad. Para dar a la gente lo que merece saber.

La voz de Amanda se ablandó. Una lágrima aterrizó suavemente sobre la mesa. Curiosamente, no era mía.

– Puedes ayudar a la gente -dijo-. Puedes ayudarla haciendo bien las cosas. No sólo por ti. Esa puerta se abre para todo el mundo, Henry, pero éste no es tu momento. Sé que eres inocente. Sé que tienes buen corazón. Así que úsalo. Haz bien las cosas. Ayuda a la gente. Y luego ayúdate a ti mismo.

Sus ojos buscaron los míos. Maldije el libro frío que notaba bajo la mano, maldije por que mi vida se hubiera alterado. Porque aquella carpeta tuviera el poder de cambiar (y acabar) con muchas otras vidas más. De pronto me cuestionaba algo que nunca habría creído posible cuestionarme. Cada momento que pasaba dudando, aquella puerta se cerraba más y más. Lo único que tenía que hacer era empujarla. Pero no podía hacerlo.

– Tienes razón -dije-. Tiene que haber otro modo -volví a guardar el álbum en el sobre y lo cerré-. Pero ahora mismo tenemos que marcharnos.

Me rodeó con los brazos. Yo no tenía fuerzas para devolver el abrazo.

– Vamos a la puerta. Estoy deseando cruzarla.

Recogí el paquete. Pero cuando nos disponíamos a salir del apartamento se oyó una voz de hombre en la escalera. Nos quedamos paralizados.

– ¿Hola?

Amanda me agarró del brazo, susurró:

– Henry…

Otra vez:

– ¿Hola?

Oí pasos subiendo por la escalera. Ninguno de los dos reaccionó. No podíamos dejar que nadie nos viera. Teníamos que escondernos. Me llevé el dedo a los labios e hice entrar a Amanda en el apartamento de Gustofson. Fui a empujar la puerta, pero algo la detuvo. Una mano. Había alguien justo al otro lado.

– He oído un ruido, ¿se ha roto algo? -el hombre empujó con más fuerza. Yo no podía hacer nada. La puerta se abrió. Un hispano vestido con un mono manchado de pintura apareció en la entrada. Una sola palabra brilló como un fogonazo en mi cabeza.

Conserje.

Miró el suelo cubierto de manchas marrones oscuras. Vio mis manos, las manchas de sangre de cuando me había caído. Me miró boquiabierto, con los ojos llenos de horror. Retrocedió estirando los brazos, suplicándome.

– No es lo que piensa -dije, y me di cuenta de que seguramente todos los criminales decían lo mismo. El hombre se volvió de pronto y corrió escaleras abajo.

– ¡Socorro! ¡Policía! ¡Han matado a alguien!

– Joder -me volví hacia Amanda-. Vamos, tiene que haber una salida de incendios.

Cruzamos corriendo el apartamento. El tiempo acuciaba de nuevo, perversamente. No había salida de incendios en el cuarto de estar, ni ventanas en el baño. Entramos en el dormitorio y vimos una escalera metálica al otro lado de la ventana cubierta con mosquitera de alambre.

Apoyé la pierna en la pared, sentí una punzada de dolor y tiré de la mosquitera. Salimos a la escalera, que se alzaba doce o quince metros por encima del callejón. Bajamos con cuidado, agarrándonos con todas nuestras fuerzas a la barandilla oxidada.

Una sirena sonaba a lo lejos. Faltaban pocos minutos para que me endosaran otro asesinato. La A escarlata. Mi agujero era cada vez más hondo y las paredes de tierra empezaban a derrumbarse.

Llegamos al rellano de más abajo, del que colgaba una escalerilla como un trozo de espagueti. Debajo de nosotros había un montón de bolsas de basura negras. Y bajo ellas cemento. El extremo de la escalerilla estaba a unos cuatro metros del suelo.

– Tú primero -dijo Amanda. Le sonreí.

– ¿Quién ha dicho que la caballerosidad ha muerto?

Le di el álbum y me sequé las manos sudorosas en la camisa. Me agarré con fuerza al metal y bajé la escalerilla. Al llegar al último peldaño me detuve. No quería aterrizar en medio de las bolsas de basura, que estaban cubiertas de botellas rotas.

Me incliné hacia la derecha y salté hacia un lado impulsándome con el pie izquierdo. Aterricé junto a las bolsas. Mis rodillas cedieron al tocar el suelo, la palma de mi mano arañó el cemento, la piel se desgarró.

Hice una mueca y miré a Amanda levantando los pulgares. Recogí varias bolsas de basura y las aparté del montón, dejando una pequeña zona para que aterrizara. Ella me arrojó el álbum con cuidado. Lo dejé a un lado y me puse justo debajo de la escalerilla. Alargué los brazos.

– Tu turno -grité.

Indecisa, con un destello de miedo en los ojos, Amanda bajó hasta el último escalón.

– ¿Seguro que puedes recogerme? -dijo.

– Si no pesas más de treinta y seis kilos, no hay problema.

– Si toco con un solo dedo del pie el suelo, te doy una patada del treinta y seis.

– Trato hecho.

Amanda cerró los ojos y saltó. Un chillido escapó de sus labios mientras caía por el aire. Luego, de pronto, estaba en mis brazos, con las manos enlazadas alrededor de mi cuello. La dejé en el suelo y abrió los ojos lentamente.

– Pesas algo más de treinta y seis kilos -dije.

Me dio un puñetazo en las costillas, un suave apretón y dijo:

– Gracias.

Asentí con la cabeza, la miré a los ojos. Luego las sirenas irrumpieron en nuestro abrazo, rompiendo aquel momento de paz.

Corrimos hacia el fondo del callejón y al salir a Ámsterdam torcimos hacia el este. En la calle 81 saltamos a un autobús interurbano, usamos el bono que habíamos comprado en el metro y nos escondimos detrás de un periódico satírico que alguien había dejado abandonado.

Titular: Un periodista cambia su nombre por un jeroglífico.

Por el rabillo del ojo vi un coche de policía pasar a toda velocidad por la calle y girar bruscamente a la derecha, por el callejón que acabábamos de dejar. Respiré y se lo señalé a Amanda. Ella me agarró la mano, me apretó los dedos hasta hacerme daño.

Nos bajamos en la última parada, en la calle 80 con la avenida East End. El manto de acero de la noche había caí do. El río East estaba oscuro, la luna se reflejaba en el agua como lentejuelas plateadas. Una brisa cálida me atravesó el pelo. Respiré hondo. Cualquier otra noche habría podido saborear la belleza de la ciudad. Pero aquella noche me parecía una tumba.

No conocía aquel barrio. A un lado de la calle había una hilera de bloques de pisos caros del Upper East Side. Había árboles con barandillas que llegaban a la rodilla y porteros con gorra de plato que abrían la puerta a los vecinos elegantes y a sus no menos elegantes perros.

Al otro lado de la calle, como exportado de un universo menos acaudalado, se alzaba un edificio que parecía completamente abandonado. Las ventanas estaban tapadas con tablas, los ladrillos cubiertos de grafitis y suciedad. Encadenadas a una valla había varias bicicletas sin ruedas. Una verja daba al sendero que conducía a la entrada del edificio.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Amanda. Se había abrazado el cuerpo delicado y me miraba buscando algún asomo de esperanza. Yo sostenía el álbum bajo el brazo. Notaba cómo el borde del plástico me arañaba la piel. No sabía qué decir, qué hacer.

John Fredrickson. Yo sabía que aquel hombre trabajaba para Michael DiForio. Tres días antes no se había presentado allí porque estaba en el barrio, como había dicho Luis. Había ido a casa de los Guzmán con un propósito: recoger el álbum y entregárselo a Michael DiForio. Con aquellas fotos, DiForio tenía Nueva York a su merced. Publicarlas dañaría irremediablemente a la ciudad. Y DiForio no quería perderlas bajo ningún concepto. Pese a todo, tenía que haber alguna manera de utilizar el álbum, alguna forma de liberarnos. De convertir en bien el mal.

De nuevo intenté distanciarme, dejar a un lado las emociones, contemplar la situación como un periodista.

Al igual que un truco de magia, en una gran historia se muestran los hechos sin revelar los secretos que se esconden tras ellos. Se ofrece al público lo que necesita ver, lo que quiere oír, y nada más. Allí había dos grupos de personas: los que me querían muerto y los que querían aquel álbum y luego me querían muerto. El truco era darles a ambos lo que querían, pero haciendo que desearan únicamente lo que yo les ofrecía.

Aquello tenía que acabar esa misma noche. No me quedaban fuerzas, ningún consuelo que ofrecerle a Amanda. Estaba cansado, tenía frío y hambre. Y por fin tenía un pequeño asidero en el que sujetarme.

Miré el gran edificio que teníamos delante. Era tan extraño en aquel barrio… Como una lechuga podrida en medio de un huerto bien cuidado. Como Henry Parker en Nueva York.

– Esto tiene que acabar -le dije a Amanda. Bajó la cabeza, levantó los ojos para mirarme. Se apoyó en mí y rodeé con los brazos su estrecha cintura, apretándola contra mí.

Dios, sólo deseaba aspirar su olor, abrazarla, no pensar en nada, salvo en ella. Sentí su aliento cálido en la mejilla. Inhalé, cerré los ojos, me apreté contra su piel. Cuan do abrí los ojos ella había apoyado la cabeza sobre mi pecho. Le acaricié el pelo y besé su frente. «Todo saldrá bien…».

Entonces ella levantó la cara, sus labios se abrieron ligeramente. Me incliné y pegué mis labios a los suyos, sentí su presión, suave y tentadora. Ambos nos rendimos. El dolor y la pena desaparecieron. Durante unos segundos, fuimos las únicas personas sobre la faz de la tierra, y me perdí por completo en Amanda Davies. Cuando por fin nos separamos y Amanda apoyó la cabeza sobre mi pecho, comprendí que nunca había vivido una experiencia tan íntima. Si hubiera sido otra noche, en un mundo distinto…

Retrocedí y abrí el álbum de fotos.

– Tengo que acabar con esto -dije.

Ella asintió. Estaba llorando.

– Quiero ayudarte.

– No. Esto ahora es responsabilidad mía y sólo mía. No sé qué va a pasar ni cómo acabará esto, pero tú no puedes formar parte de ello. Ya has hecho demasiado. No soporto la idea de seguir poniéndote en peligro.

– Por favor… -dijo. Las lágrimas le corrían por la cara. Puso una mano sobre mi cara y su leve contacto me hizo estremecerme. Me mordí el labio mientras una oleada de calor me recorría-. Henry, yo ya formo parte de esto, te guste o no. Déjame ayudarte.

Negué con la cabeza. Luego abrí la carpeta y saqué los negativos. Se los di. Los tomó, desconcertada.

– Si me pasa algo, dáselos a Jack O’Donnell. Cuéntaselo todo. Él sabrá qué hacer.

– No entiendo. ¿Por qué no puedo ayudarte?

– Ya me has ayudado, todo lo que podías, más de lo que esperaba de nadie. No puedo permitir que hagas más.

Amanda inclinó la cabeza, se mordió el labio.

– ¿Y tú? -preguntó.

Sonreí un poco, le acaricié la mejilla.

– Confía en mí -dije-. Ya se me ocurrirá algo.

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