Capítulo 4

Esa noche me quedé despierto, con la cabeza repleta de recuerdos que desearía haber olvidado, de cosas que hubiera querido borrar de mi mente y pulverizar en el aire. Pero eso no pasaría nunca. Los sueños me perseguirían durante años. La impotencia que había sentido aquella noche, hacía meses, ya no me abandonaría. Y sin embargo cualquier pesadilla palidecía comparada con la realidad.

Fue en febrero, unos tres meses antes. Yo estaba acabando un trabajo que debía exponer en clase; quería subir un par de décimas la nota media de mi expediente para impresionar a los empresarios, como si unas décimas fueran lo que separaba la New York Gazette de una revista sensacionalista. Llevaba tres noches seguidas sin dormir y mi cerebro estaba a punto de ponerse en huelga. Mya y yo habíamos estado discutiendo toda la semana. Algo sobre unas llamadas no devueltas. Ella estaba en Nueva York; yo en Ithaca. Pero eso ya no importa.

Nos colgamos el uno al otro muchas veces y dijimos cosas de las que nos arrepentiríamos después. A las doce menos cuarto de la noche, cuando yo tenía la cabeza rebosante de Flaubert y la falta de sueño empezaba a pesarme, Mya me llamó crío. Decir que fue la gota que colmó el vaso es como si el patrón del Titanic hubiera dicho «uy».

Yo la llamé zorra. Le dije que estaba harto de nuestra relación. Cansado de sus rollos. Ella me dijo que era un gilipollas. Yo contesté que tenía razón. Y luego colgué.

Memoricé la última página de texto borroso y dejé que mis párpados se cerraran. Y me pregunté, no por primera vez, si valía la pena.

Luego, a las 2:36 de la madrugada (tengo grabada la hora en el subconsciente), sonó el teléfono. Contesté. Era Mya. Le dije hola. Oí una respiración trabajosa al otro lado, un ruido como si fuera arrastrando los pies. Un gemido. Estaba llorando. Por nosotros, seguramente. Pero no decía nada. Colgué sin pensármelo dos veces. Y luego apagué el teléfono.

Las notas de Love me do me despertaron a las siete y media. Me reí por lo irónico de la letra. Apenas recordaba las llamadas de la víspera.

Después de dar unos tragos a una taza de batido de vainilla frío, encendí el teléfono. Había cuatro mensajes esperándome. Sentí una punzada de mala conciencia mientras marcaba el número del buzón de voz. Recordaba que había colgado a Mya cuando estaba llorando. A la chica que había compartido mi cama tantas noches, que me había pedido que le hiciera el amor, que me daba la mano cuando lo necesitaba. ¿Cómo podía haber sido tan cruel?

El primer mensaje me heló la sangre. Estaba lleno de interferencias, las palabras apenas se entendían, pero pude distinguir una voz entre el ruido.

Era Mya. Y estaba llorando.

«Por favor, Henry, oh, Dios, por favor, contesta…».

Luego la llamada acababa.

Escuché angustiado los siguientes tres mensajes. Dos eran de los padres de Mya; el último, de mi padre.

Tenía que ir al hospital.

De pronto me vi aporreando puerta tras puerta, hasta que mi amigo Kyle contestó. Llorando, le convencí de que me prestara su coche. Me fui a Nueva York a ciento cuarenta por hora, aparqué en doble fila delante del hospital Mount Sinai. La grúa se llevó el coche de Kyle en cuanto entré.

– Mya Loverne -le dije a la recepcionista.

Marcó un par de teclas de un ordenador viejo. Yo me ponía más furioso con cada segundo que pasaba. Corrí al ascensor y subí al sexto piso, temblando, con las lágrimas corriéndome por la cara. Cuando encontré la habitación 612, agaché la cabeza y entré. Me preparé para lo peor, pero lo que vi allí dentro seguirá grabado en mi cerebro hasta el día que me muera.

Mya tenía la cara cubierta de vendajes blancos, la piel pálida y seca. Sus padres estaban arrodillados junto a ella, agarrándole las manos, acariciándole el brazo. Tuve la impresión de que habían estado llorando toda la noche.

Mya tenía en el antebrazo una vía que chupaba de un tubo de plástico transparente. Apenas pude balbucir «lo siento» antes de derrumbarme por completo.

Habían atacado a Mya. Y ella me había llamado pidiendo socorro a las 2:36.

Y yo le había colgado el teléfono.

Había salido a tomar una copa con unas amigas, me dijo su madre, y estaba buscando un taxi cuando un hombre la agarró y la llevó a rastras a un callejón. Le robó el bolso, la abofeteó y luego decidió que quería más. Le rajó la falda y le dio un puñetazo en el estómago. Mientras tanto, su novio («te quiero, Mya»), la ignoraba. El hombre se tomó su tiempo, se bajó la cremallera de los pantalones. Mya logró pulsar el botón de llamada de su móvil. Marcó automáticamente mi número. Fue entonces cuando colgué. Un hombre se sujetaba con la mano el pene duro mientras mi novia yacía sangrando. Y yo intentaba volver a dormirme.

Por suerte, Mya llevaba un spray de pimienta en la cadena en la que llevaba la llave. Consiguió rociarlo antes de que pudiera…

«Te quiero, nena».

Oh, Dios.

El tipo retrocedió, repelido por el spray, pero le dio un puñetazo en la cara y le rompió el pómulo. Luego salió corriendo. Y ella se quedó allí tendida. Magullada. Exhausta. Llorando en la calle. Mientras yo dormía apaciblemente.

La operaron para reconstruirle el pómulo. La cicatriz casi no se notaría. Al menos podíamos dar gracias por eso.

La señora Loverne me agarró la mano cuando me arrodillé. Mis lágrimas se derramaban sobre el frío linóleo y allí se desvanecían. Ella sonrió débilmente, me dijo que no era culpa mía. Yo no me atrevía a mirar al padre de Mya, y por su silencio comprendí que él no quería que lo hiciera.

Entonces se despertó Mya. Estaba sedada, aturdida.

– Nena -dije, y me tembló el labio contra los dientes mientras todo mi cuerpo temblaba. «Maldito seas, cabrón. Mira lo que has hecho»-. Estoy aquí, nena -dije.

– Te llamé, Henry -susurró ella-. Pero no estabas.

Asentí con la cabeza. Me escocían los ojos. La tomé de la mano, se la apreté, no sentí nada a cambio.

Porque yo sí estaba. Ella había gritado pidiendo ayuda, me había llamado confiando en que pudiera hacer algo.

Lo que fuera.

Y yo le había colgado.

Mya había tenido que esperar una ambulancia, sola y magullada en un callejón. Yo estaba dormido cuando me llamaron sus padres, cuando el miserable de mi padre me dejó un mensaje preguntando por qué le despertaba Cindy Loverne a las cuatro de la mañana. Yo podría haberla salvado. Podría haberla ayudado. Pero no lo hice. Preferí no hacerlo.

La noche siguiente me encontré en la misma esquina en la que la sangre de Mya había manchado el cemento. Una botella de vodka era mi única compañía mientras esperaba en la oscuridad, escudriñando la cara de los desconocidos en busca de una amenaza, de una mirada incómoda, de una señal que me dijera «fui yo, ven por mí, gilipollas, haz que lo pague».

Dos días después estaba con Mya cuando, con voz monótona y apagada, ayudó a un dibujante de la policía a crear un retrato robot del agresor. No recordaba gran cosa. El retrato resultante podría haber sido el de cualquiera. Llamé a todos los hospitales en cien kilómetros a la redonda preguntando por un hombre blanco, de entre veinticinco y cuarenta años de edad y entre un metro cincuenta y un metro ochenta de estatura, que pudiera haber ingresado con la mano rota, con los ojos dañados por el spray de pimienta o incluso con la polla pillada en la cremallera. No saqué nada en claro.

En el fondo sabía que, si yo hubiera estado allí, aquel tipo no habría sobrevivido. Mya habría estado a salvo. Pero yo no estaba allí. Y tenía que vivir con ello.

Esa noche hizo que me lo cuestionara todo. Le había dado la espalda a la chica a la que quería (a la que decía querer) sin pensármelo dos veces. Desde ese momento comprendí que siempre estaría ahí para ella, para cualquiera, porque jamás podría volver a darle la espalda a nadie. Ése, me dije, era el único modo de asumirlo y seguir adelante.

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