I. La vigilia

«Mi marido murió, mi vida se derrumbó.»


1. El mensaje

15 de febrero de 2008. Cuando regreso a nuestro coche, que había aparcado de cualquier forma en una estrecha bocacalle cercana al Centro Médico de Princeton, veo, sujeto con el limpiaparabrisas, lo que parece ser un trozo de cartulina. Se me encoge bruscamente el corazón y me siento llena de consternación y una aprensión culpable: ¿una multa?, ¿una multa de estacionamiento?, ¿en estos momentos? Hace unas horas aparqué ahí, apresurada, agobiada, con una ristra de advertencias pasándome por la cabeza como si fueran gritos de cigarras -si me hubieran visto, habrían pensado con compasión: esa mujer tiene una prisa desesperada, como si fuera a servirle de algo-, de camino a ver a mi marido en la Unidad de Telemetría del centro médico en el que había ingresado unos días antes con neumonía; ahora necesito volver a casa unas horas y prepararme para regresar al centro médico a primera hora de la noche, angustiada, con la boca seca y dolor de cabeza pero en un estado de nervios que podría llamarse «esperanzado», porque desde su ingreso en el centro médico, Ray no ha dejado de restablecerse, tiene otro aspecto y se encuentra mejor, y su nivel de oxígeno, medido en unas cifras que fluctúan literalmente con cada inspiración -90, 87, 91, 85, 89, 92-, progresa sin cesar; están haciendo los preparativos para trasladarlo a una clínica de rehabilitación cercana (la esperanza es nuestro consuelo ante la mortalidad), y ahora, a media tarde de otra de estas interminables y agotadoras jornadas de hospital, ¿de verdad que nos han puesto una multa de coche? ¿En mi distracción he aparcado en zona prohibida? El límite de tiempo para aparcar en esta calle es de dos horas, he estado más de dos en el hospital, y veo, avergonzada, que nuestro Honda Accord de 2007 -de un blanco inquietante en el atardecer de febrero, como una extraña criatura fosforescente en las profundidades marinas- está estacionado de forma inexperta y, sobre todo, nada elegante, torcido respecto a la acera, con la rueda posterior izquierda varios centímetros fuera de la línea blanca de la calzada y el parachoques delantero casi tocando el todoterreno de la plaza siguiente. Pero ahora, si esto es una multa, lo primero que pienso es: «No se lo diré a Ray, la pagaré en secreto».

Sólo que la hoja de papel no es una multa del Departamento de Policía de Princeton, sino un trozo de papel corriente, que, cuando mi mano temblorosa lo abre y alisa, resulta ser un mensaje de un particular en letras de imprenta enormes, agresivas, que leo varias veces con ojos asombrados como si estuviera a punto de precipitarme en un abismo:


aprende a aparcar, zorra estúpida


Así, como en esa parábola de Franz Kafka en la que la verdad más profunda y devastadora de la vida de un individuo se la revela un transeúnte en la calle, como por casualidad, sin importancia, la futura viuda, como si fuera ya viuda, se ve obligada a comprender que su situación, por desgraciada, desesperada o angustiosa que sea, no le da derecho a pisotear los límites de los demás, sobre todo de desconocidos que no saben nada de ella; «la rueda posterior izquierda varios centímetros fuera de la línea blanca de la calzada».

2. El accidente

Sufrimos un accidente de coche. Mi marido murió pero yo sobreviví.

Esto no es (exactamente) cierto. Pero en todos los demás sentidos, lo es.

4 de enero de 2007. Más o menos trece meses antes de que mi marido se viera aquejado por un brote de neumonía y su esposa le llevara, angustiada, a las Urgencias del Centro Médico de Princeton en la bendita ignorancia del hecho -el hecho terrible e irrefutable- de que nunca iba a hacer el viaje que le trajera de vuelta a casa, sufrimos un grave accidente de coche, el primero de nuestra vida de casados.

En retrospectiva, parece irónico que este accidente en el que Ray muy bien podría haber muerto pero no murió ocurriese a menos de dos kilómetros del Centro Médico de Princeton, en el cruce entre Elm Road y Rosedale Road; era una intersección por la que pasábamos siempre de camino a Princeton y de vuelta a casa; es un cruce por el que tengo que pasar como en una pesadilla que se repite, en la que me reprochan mi pena: «¡Podías haber muerto aquí! No tienes derecho a llorar, te han regalado tu vida».

Eran aproximadamente las diez de la noche de un día entre semana. Mientras entrábamos en la intersección, en la que el semáforo rojo acababa de pasar a verde, nuestro coche recibió el impacto de un vehículo que se dirigía a toda prisa hacia el norte por Elm Road y que pulverizó la parte delantera del nuestro, que patinó, dio vueltas y volcó de manera espectacular, como en una espeluznante película de acción: sólo faltó una explosión ensordecedora.

Aquel vehículo que pareció salir de la nada debía de circular a una velocidad muy superior al tranquilo límite de Princeton, cuarenta kilómetros por hora. De pronto surgió por el lado del conductor, el resplandor infernal de unos faros, el chirrido de unos frenos y un tremendo impacto; la parte delantera del coche quedó destrozada, los cristales se hicieron añicos y los airbags se inflaron.

En el otro vehículo iba un joven al volante con otro amigo al lado, y en el nuestro, mi marido, que conducía, y yo, en el asiento del copiloto, completamente aturdida por la colisión. En la extraña cámara lenta a la que se viven esos traumas físicos repentinos, pensé: «¿Estoy viva? ¿Puedo moverme?».

Los dos coches quedaron en estado de siniestro total, reducidos a pura chatarra en unos segundos. Del chasis volcado del otro vehículo, a unos diez metros de distancia, salieron el conductor y su amigo, ilesos.

Nuestro coche se detuvo en medio de la intersección, emitiendo un vapor apestoso. Inmediatamente después del choque estábamos demasiado confusos para valorar lo afortunados que habíamos sido; en los días, semanas y meses posteriores intentaríamos comprender esa realidad tan incomprensible: que el otro vehículo no había golpeado más que la parte delantera de nuestro coche, el motor, el capó, las ruedas delanteras; unos centímetros más atrás, y Ray habría muerto o habría quedado gravemente herido, aplastado entre los restos del coche. No podíamos alcanzar a darnos cuenta de lo cerca que habíamos estado de un accidente espantoso; si, por ejemplo, el otro vehículo hubiera entrado en el cruce medio segundo después…

Dentro del amasijo de nuestro coche había un olor arenoso y a quemado. Nuestros airbags se habían disparado con el debido rigor. A quien no haya estado nunca en un vehículo cuando saltan los airbags le costará imaginarse lo violentos, potentes, beligerantes que son.

Uno podría esperar vagamente que sean mullidos, incluso como globos; pues no.

Uno podría esperar una cosa que no le hiera mientras le protege de lesiones más graves, pues no. En el instante de la explosión del airbag, Ray recibió en el rostro, los hombros y el pecho una paliza como si hubiera sido el sparring de un boxeador peso pesado; las manos que agarraban el volante quedaron salpicadas de ácido y con unas quemaduras del tamaño de una moneda que le iban a picar durante semanas. Yo, a su lado, estaba demasiado nerviosa para darme cuenta de con qué fuerza me había golpeado el airbag, pensé que era el salpicadero que se me había venido encima y me había aplastado en el asiento, casi sin dejarme respirar. (Durante dos meses me dolieron tanto el pecho, las costillas y los brazos que no podía casi moverme sin hacer una mueca de dolor y no me atrevía a reírme a carcajadas.) Pero en nuestro coche destrozado, en la euforia de la adrenalina cortical, no fuimos muy conscientes de que estábamos así de heridos y golpeados; conseguimos abrir con esfuerzo las puertas y salir a la calle. Nos inundó una ola de alivio. ¡Estamos vivos! ¡Estamos ilesos!

Llegaron a la escena del accidente unos policías de Princeton. Llegó una ambulancia con personal de emergencia. Yo recordé que una de mis alumnas de Princeton, una chica, era voluntaria en las Urgencias médicas de Princeton, y esperé que no estuviera entre los allí presentes. Confiaba en que este episodio no se difundiera a toda prisa entre mis estudiantes. A que no sabes quién sufrió un accidente de coche anoche: ¡la profesora Oates!

Recomendaron en tono firme que «Raymond Smith» y «Joyce Smith» fueran en ambulancia a Urgencias para ser examinados -sobre todo, era importante que nos hicieran radiografías-, pero lo rechazamos y dijimos que estábamos bien, estábamos seguros de que estábamos bien. Aún en la falsa euforia de después del choque, en la que no había dolor ni prácticamente conciencia del concepto de dolor, insistimos en que estábamos muy bien y queríamos irnos a casa.

De pie en medio del frío, tiritando y temblando, y con nuestro coche pulverizado como si un gigante juguetón lo hubiera retorcido con las manos y lo hubiera dejado caer, lo que más queríamos era ir a casa.

Nos preguntaron si «rechazábamos» el tratamiento médico y protestamos diciendo que no estábamos rechazando el tratamiento, simplemente pensábamos que no nos hacía falta.

«Rechazado», pues, escribió el agente en su informe.

Dos policías nos llevaron a casa en su vehículo. Se mostraron amables y educados. Llegamos a nuestra casa a oscuras casi a medianoche. Teníamos la impresión de haber estado fuera mucho más tiempo que unas cuantas horas, y de que habíamos hecho un largo viaje. Sentíamos los nervios de punta, como cables eléctricos rotos en la calle. Yo había empezado a sufrir unos escalofríos convulsivos. Tenía los ojos secos pero me sentía tan exhausta y agotada como si hubiera estado llorando. Veía que Ray estaba bien -como insistía él-, que estábamos los dos bien. Habíamos rozado la catástrofe, pero no se había producido. Y esa realidad me resultaba difícil de comprender, como intentar encajar una idea grande y pesada en una pequeña zona del cerebro.

Empecé a sentir las primeras punzadas de dolor en el pecho. Al levantar el brazo. Cuando me reía o tosía.

Ray descubrió unas manchas rojizas en sus manos.

– ¿Me he quemado? ¿Cómo demonios me he quemado?

Se echó agua fría. Tomó aspirina para el dolor.

Yo tomé aspirina para el dolor. No me apetecía nada acostarme con una deprimente noche de insomnio por delante, pero a las dos de la mañana estábamos ya en la cama y durmiendo, más o menos. Los faros cegadores, el chirrido de los frenos, ese momento de impacto increíble… El ácido olor a química, los airbags golpeándonos como unos extraterrestres enloquecidos en un film de horror y ciencia ficción…

– Voy a comprar un coche nuevo. Mañana.

Ray habló con calma en la oscuridad. Había en sus palabras un consuelo que indicaba rutina, costumbre.

El consuelo de que Ray iba a supervisar las repercusiones del accidente.

Raymond, el «sabio protector».

Era ocho años mayor que yo, durante la mayor parte del año. Nació el 12 de marzo de 1930. Yo nací el 16 de junio de 1938.

¡Cuánto tiempo ha pasado desde esos nacimientos! ¡Y cuánto tiempo llevábamos casados, desde el 23 de enero de 1961! En el momento del accidente, faltaban unas semanas para celebrar nuestro 47.° aniversario de boda. A nadie que lea esto, si es más joven de lo que éramos nosotros, se le ocurriría pensar que para nosotros estas fechas eran irreales, o surrealistas; siempre habíamos sentido, durante nuestro largo matrimonio, como si nos hubiéramos conocido unos años antes, como si fuéramos «nuevos», todavía «estuviéramos conociéndonos»; nos mostrábamos «tímidos» a menudo uno con otro; había muchas cosas que no queríamos decirnos ni «compartir» con el otro, como les pasa a las personas que todavía están empezando a conocerse más a fondo y no quieren arriesgarse a ofender ni sorprender al otro.

Mi marido no leyó nunca casi ninguna de mis novelas ni mis relatos cortos. Sí leía mis ensayos y mis reseñas para publicaciones como la New York Review of Books y el New Yorker; Ray era un editor excelente, sagaz y culto, como han dicho innumerables escritores que colaboraron con Ontario Review, pero no leyó casi nada de mi ficción, y, en ese sentido, podría afirmarse que Ray no me conocía por completo o, en un aspecto importante, ni siquiera en parte.

¿A qué se debió eso? Hay muchas razones.

Lo lamento, creo. Quizá lo lamento.

Porque escribir es un trabajo solitario, y uno de sus peligros es la soledad.

Pero una ventaja de la soledad es la intimidad, la autonomía, la libertad.

Y cuando pensé, la noche del accidente y los días y noches posteriores, mientras unos dolores fantasmas me asaeteaban el pecho y las costillas y perdía la esperanza de que los feos cardenales amarillos y azulados fueran a desaparecer alguna vez, que, si Ray se moría, me quedaría totalmente abandonada, que era mucho mejor morir con él que sobrevivirle sola, en esos instantes no estaba siendo escritora por encima de todo, ni siquiera escritora, sino esposa.

Una esposa a la que aterraba la idea de convertirse en viuda.

Por la mañana, nuestras vidas volvieron, aunque sutilmente alteradas, extrañas, como las vidas de otros que no tenían más que una semejanza superficial con las nuestras pero no eran las nuestras. Habría sido el momento de decir: «Mira, ¡nos podíamos haber matado anoche! Te quiero, qué agradecida me siento por estar casada contigo…». Pero las palabras no acabaron de salir.

Cuántas cosas que decir en un matrimonio, cuántas que no se dicen. Una razona que habrá otros instantes, otras ocasiones. ¡Años!

Esa mañana, Ray llamó al concesionario de Honda en el que había comprado el coche para pedir que vinieran a recogerle y le llevaran a la tienda de State Road con el fin de comprar otro, un Honda Accord LX, 2007 (con techo corredizo) que aparcó delante de casa a media tarde, reluciente como su predecesor.

– ¿Te gusta nuestro coche nuevo?

– Siempre me encanta nuestro coche nuevo.

De modo que después pensaría: «Podía haber muerto entonces. Los dos. El 4 de enero de 2007. Podía haber ocurrido muy fácilmente. Un año y seis semanas -el tiempo que nos quedaba- que fueron un regalo. ¡Da gracias!».

3. Las cosas empiezan a ir mal

11 de febrero de 2008. Hay una hora, un minuto -lo recuerdas para siempre- cuando sabes, por instinto, basándote en la prueba más insignificante, que algo va mal.

No sabes -no puedes saber- que es el primero de una serie de sucesos «malos» que van a culminar en la destrucción absoluta de la vida que has tenido hasta ahora. Porque, al fin y al cabo, puede no ser el primero de una serie, sino nada más que un hecho aislado, y tu vida no tiene por qué destruirse todavía, sino sólo alterarse, rehacerse.

Así que quieres pensar. Deseas desesperadamente pensar.

Lo primero que va mal en esta mañana corriente de un lunes de febrero es que Ray se ha levantado en plena oscuridad invernal, antes del amanecer.

Cuando le descubro en un remoto rincón de la casa, no son más que las seis y cuarto de la mañana, y lleva en pie, según dice, desde las cinco.

Se ha duchado, se ha vestido y ha dado de comer a los gatos a una hora intempestiva; ha metido en casa el New York Times en su bolsa de plástico azul transparente; se ha hecho un frugal desayuno de fruta y requesón y está comiendo -intentando comer- en nuestra larga mesa Parsons de color blanco; puedo verle a través de nuestra galería acristalada al otro lado del jardín, una figura solitaria envuelta en luz, con la habitación en penumbra detrás. Si levantase la vista, cosa que no ha hecho, me vería observarlo y vería el cornejo que se alza en el jardín, transformado de noche, con montones de nieve húmeda sobre las ramas, como si fueran flores.

Es un cornejo de flores blancas que Ray plantó personalmente hace varios años.

Ray siente un orgullo y una ternura especiales por este arbolito, porque al principio le costó crecer, necesitó más cuidados que otros, así que su supervivencia es una parte importante de lo que significa para nosotros, y su belleza.

Si, como buena esposa, quiero alabar a mi marido, o animarle cuando lo precisa, no necesito más que hablar del cornejo; le provoca una sonrisa. ¡Normalmente!

Porque Ray es el jardinero en nuestra familia, no yo. Igual que Ray es un editor de textos literarios al que adoran los autores cuyos libros ha editado y publicado, es también un editor de las cosas vivas. No las crea ni les da la vida, pero las mima, las cuida y les permite crecer, florecer, dar fruto. La jardinería, como la edición, requiere una paciencia infinita; requiere una generosidad esencial, y optimismo. Aunque a mí me encantan los jardines -en especial, me encanta el jardín de Ray en verano y cuando comienza el otoño-, es como observadora, y no como experta en unas cosas que crecen y que, en mi opinión, emiten señales crueles y paradójicas: la exquisita orquídea en todo su esplendor que, al llevarla a casa, pierde enseguida sus pétalos y nunca vuelve a recuperarlos; las matas de calabaza que están espléndidas y de forma misteriosa, como devoradas por dentro, se marchitan y mueren de la noche a la mañana. Ray tiene edad suficiente para recordar los «jardines de la victoria» en los primeros años cuarenta en Milwaukee, Wisconsin; existe un eco de romanticismo infantil cuando habla de aquellos jardines, en los que todo el mundo cultivaba plantas como contribución de la comunidad civil al esfuerzo de guerra. El jardín de Ray es una manera de evocar esos recuerdos idílicos. ¡Qué feliz ha sido siempre al aire libre! ¡Yendo al vivero a comprar plantas! Y qué deseoso de que acabe el invierno, para roturar el huerto y atreverse a plantar las primeras cosas, como la lechuga y la rúcula, aunque todavía haya peligro de una dura helada.

El jardinero es el optimista por antonomasia: no sólo cree que el futuro va a mostrar los frutos de su trabajo, es que cree en el futuro.

Es evidente que todas las cosas que Ray ha plantado en nuestros ocho mil metros cuadrados de terreno, como el cornejo, las matas de forsitias, peonías, dicentras, tulipanes, laderas de azafrán de primavera, narcisos y junquillos, son bastante corrientes; pero para nosotros son talismanes vivientes cargados de significado. Consideración, ternura. Paciencia. La idea de un futuro (común).

Me viene un recuerdo: en el dúplex elegante y destartalado que alquilamos en Chelsea, durante la primavera retrasada y fría del año sabático que vivimos en Londres, en 1971-1972, Ray cuida un pequeño y desaliñado macizo de capuchinas de colores brillantes en nuestro balconcito. La tierra de la maceta seguramente es muy pobre, hay insectos rapaces que devoran las hojas, pero Ray está empeñado en sacar adelante las flores y yo le observo a través de una ventana, sin que me vea; siento un mareo repentino, un arrebato de amor, pero también la inutilidad de ese amor; igual que mi joven marido estaba decidido a mantener las pobres capuchinas con vida, nosotros nos empeñamos en mantener vivos a quienes amamos, anhelamos protegerlos, resguardarlos de todo daño. Ser mortal es saber que eso es imposible, pero debemos intentarlo.

Nuestro año sabático en Londres fue una experiencia ambigua para mí. Me sentía nostálgica y desarraigada. No estaba acostumbrada a no trabajar -es decir, a no dar clase-, y tenía la sensación de ser inútil y ociosa; mi único consuelo era la escritura, en la que volqué una tremenda entrega, que me llevó a reproducir con un frenesí que oscilaba entre la euforia y la compulsión el paisaje urbano de Detroit, onírico y evocador, en la novela Do With Me What You Will. Ray, en cambio, disfrutó a fondo de aquel año, igual que disfrutó a fondo de Londres, nuestros larguísimos paseos por los bellos y húmedos parques de Londres, de los que nuestro favorito era Regent's Park, y las zonas del Reino Unido -Cornualles, Wessex- que vimos en nuestros viajes. Mi marido tiene una capacidad de disfrutar de la vida que, por alguna razón, a mí me resulta imposible.

Hay personas -afortunadas ellas- que pueden experimentar la vida sin la menor necesidad de añadir nada a ella, ningún tipo de esfuerzo «creativo»; y hay otras -¿malditas ellas?- para quienes las actividades de su cerebro y su imaginación son lo más importante. Es posible que para estos individuos el mundo sea infinitamente rico, satisfactorio y seductor, pero no es lo más importante. El mundo puede interpretarse como un regalo que sólo se obtiene si uno ha creado algo por encima de ese mundo.

Cuando decía estas cosas, Ray reaccionaba con una sonrisa atónita.

– Qué en serio te tomas a ti misma. ¿Por qué?

Ray ha sido siempre el depositario del sentido común en nuestra familia. El cónyuge que, con un pequeño tirón, sujeta la cometa que pretende alejarse, subir hasta la estratosfera y perderse, hacerse pedazos.

En esta mañana de lunes, a mediados de febrero de 2008, el sol no ha salido todavía. El cielo es de acero, opaco. Al acercarme a mi marido siento un dejo de malestar, aprensión. Sentado ante la mesa, Ray parece encorvado sobre el periódico, con los hombros hundidos, como si estuviera muy cansado; cuando le pregunto si pasa algo, se apresura a decir que no, ¡no!, salvo que se nota «raro», se ha despertado antes de las cinco de la mañana y no ha podido volver a dormirse; le costaba respirar tumbado; ahora está incómodo porque tiene calor, está sudoroso y parece que le falta el aliento…

Me cuenta estos síntomas en tono objetivo. El marido está trasladando a la mujer el enigma de qué explicación dar a esas cosas, si es que la tienen; como pasa con algunas emociones, demasiado descarnadas para definirlas, esa información sólo puede transmitirse al otro cónyuge, precavido, atento e hipervigilante.

La mayoría de las veces, la esposa es la custodia de esas cosas. Creo que así es. La esposa es la elegida para expresar alarma, miedo, preocupación; la esposa es la que llora.

Qué horrible, la suave encimera blanca que está siempre impoluta se encuentra ahora llena de kleenex. La forma en que están esparcidos los pañuelos arrugados y húmedos, el descuido, la indiferencia, es impropia de Ray, no está bien.

Otra cosa rara, Ray me dice que ya ha llamado a nuestro médico de cabecera en Pennington y ha dejado un mensaje en el que dice que le gustaría verle ese mismo día.

¡Eso es grave! Porque Ray es el tipo de marido que, por naturaleza, se resiste a ver a un médico, terco y estoico, incluso cuando está claramente enfermo, el tipo de marido al que su esposa tiene que rogarle que pida cita al médico.

El tipo de persona con un umbral de dolor tan alto que, muchas veces, le dice a nuestro dentista que no le inyecte novocaína en las encías.

Ray hace un gesto cuando lo toco, como si le doliera. Tiene la frente caliente y fría a la vez, húmeda. Hace ruido al respirar. De cerca veo que su rostro tiene una palidez enfermiza, pero está sofocado; sus ojos están llenos de venas finísimas y no parece enfocar del todo bien.

En un ataque de pánico, se me ocurre: «¿Habrá tenido un derrame?».

Un amigo nuestro tuvo un derrame hace poco. Un amigo al menos diez años más joven que Ray, y en muy buena forma física. El derrame no fue grave pero nuestro amigo se quedó conmocionado, todos nos quedamos, de ver que un hombre en tan buena forma había sufrido un derrame y tenía que reconocer que era mortal, cosa que antes no parecía, con su aire arrogante y luminoso entre todos nosotros. Y Ray, nunca igual de arrogante ni luminoso, nunca tan claramente en forma, toma medicinas para la hipertensión -la tensión alta-, unas medicinas que se supone que deben ayudarle mucho; y, sin embargo, ahora se le ve sofocado, un poco aturdido, molesto, no se ha acabado el desayuno, ni ha leído más que el primer cuadernillo del New York Times, en cuyas fotos de guerra, cada vez más goyescas, y en cuyos artículos sombríamente impresos reside un hastío de tal gravedad que el alma sensible puede caer aplastada si no tiene cuidado.

¡Estados Unidos tras el 11-S! ¡La guerra de Irak! ¡La manipulación fríamente calculada de la crédula opinión pública estadounidense por parte de una administración empeñada en alimentar un patriotismo paranoico! Leyendo con avidez el New York Times, la New York Review of Books, el New Yorker y Harper's, como tantos de nuestros amigos y colegas de Princeton, Ray es uno de esos que se atragantan de alarma e indignación; desprecia los crímenes de guerra del gobierno de Bush como desprecia sus artimañas, su hipocresía y su cinismo; su habilidad para manipular al amplio porcentaje de la población que parece inmune a la lógica, el sentido común y la historia. El optimismo natural de Ray -su alma optimista de jardinero- ha quedado reducido al mínimo tras meses y años de esa repugnancia activa y muy frustrada por todo lo que representa George W. Bush. Yo he aprendido a no agitar su indignación, sino aplacarla. O evitarla. Ahora pienso: «Quizá es algo de las noticias. Algo terrible que hay en las noticias. ¡No preguntes!».

Pero Ray está demasiado enfermo para preocuparse por el último atentado suicida en Irak, o la última atrocidad en Afganistán, o la Franja de Gaza. Las páginas del periódico están esparcidas, como pañuelos arrugados. Tiene la respiración forzada, difícil, un estertor inquietante que parece un trozo de plástico que vibra con el viento.

Con calma, le digo que quiero llevarle a Urgencias. De inmediato. Me dice que no:

– No es necesario.

Le digo que sí, sí es necesario.

– Vamos ahora mismo. No podemos esperar a… -nombro a nuestro médico de Pennington, cuya consulta no abre hasta dentro de una hora o más y que probablemente no podrá ver a Ray hasta la tarde.

Ray protesta, dice que no quiere ir a Urgencias, no está tan enfermo, tiene mucho que hacer esta mañana para el próximo número de Ontario Review, cosas que no puede dejar porque falta poco para el cierre del número de mayo. Pero cuando se pone de pie se muestra vacilante, como si el suelo se moviera debajo de él. Deslizo el brazo alrededor de su cintura y le ayudo a andar y se me ocurre: «Esto no está bien. Esto es terrible», porque el orgullo de un hombre no suele dejarle apoyarse en ninguna mujer, ni siquiera en la esposa con la que lleva casado cuarenta y siete años. El orgullo de un hombre no suele dejarle reconocer que sí, está gravemente enfermo. Y las Urgencias -el «servicio de Urgencias»-, que representan el reconocimiento absoluto de su impotencia, su incapacidad, son precisamente el lugar al que hay que llevarlo.

Tose y hace gestos de dolor. Su piel desprende un calor enfermizo. Sin embargo, la noche anterior, Ray había estado aparentemente bien la mayor parte del tiempo, incluso había preparado algo ligero para que cenáramos; yo había estado de viaje y había vuelto a casa alrededor de las ocho de la tarde. (Nuestra última comida juntos en casa, la última comida que Ray iba a hacer para los dos, fue una de sus especialidades: huevos fritos, pan integral, sopa Campbell de pollo con arroz salvaje. Yo le llamaba desde el aeropuerto -Filadelfia o Newark- al aterrizar mi avión y él hacía la cena para cuando llegaba yo a casa, una hora después. Si estábamos en temporada, ponía además en mi mesa un jarrón con una flor de su jardín…) Durante la cena había estado de buen humor, pero poco después, hacia las diez y media, de manera repentina y desconcertante, había empezado a tener ataques de tos; se sentía muy cansado y se acostó temprano.

A partir de entonces siempre pensaría: estuve de viaje dos días. Fui como «escritora visitante» a la Universidad de California en Riverside, invitada por el distinguido crítico y especialista en estudios americanos Emory Elliot, antiguo colega de Princeton. En esos dos días, mi marido había enfermado. Ray reconoció después que seguramente había estado fuera sin chaqueta ni gorro y que quizá se había enfriado así, aunque nos digan que eso no es verdad -las pruebas científicas han demostrado-, que ni el aire frío ni la humedad causan resfriados; los resfriados los causan los virus; los resfriados más fuertes, unos virus más virulentos; uno no «coge» un resfriado por salir corriendo al buzón sin chaqueta ni sacar los cubos de basura a la acera; a no ser, claro está, que esté exhausto, o que su sistema inmunitario esté debilitado. Así sí se puede «coger» un resfriado, pero lo normal es que no sea fatal, en todo caso sólo un «resfriado fuerte», que es lo que mi marido parece tener de pronto y que se ha descontrolado.

Otra cosa que resulta rara -luego la recordaré-, mientras razono con mi marido en la cocina, mientras nuestros dos gatos nos observan con sus ojos grandes y leonados, por lo incongruente que resulta nuestro comportamiento, a esta hora entre dos luces, antes de amanecer, cuando normalmente estamos en otra parte de la casa: de pronto, cede y dice, vale, sí.

– Si lo crees conveniente. Si quieres llevarme.

– ¡Por supuesto que quiero llevarte! Vámonos.

Mientras ir a Urgencias sea idea de la mujer, y decisión de la mujer, quizás no pasa nada. El marido consentirá para seguirle la corriente. ¿Es ése el caso? Además, como dice Ray, mientras se encoge de hombros para indicar que todo esto le parece una pérdida de tiempo, nuestro médico de Pennington seguramente querrá que se haga análisis y tendrá que ir al Centro Médico de Princeton de todas formas.

Sin mi ayuda -aunque se la he ofrecido-, Ray se prepara para ir a Urgencias. No quiere que me preocupe tanto por él, ni siquiera que le toque, como si le doliera la piel. (Ése es un síntoma de gripe, ¿no? Nuestro médico de Pennington me intranquiliza a veces, por la facilidad con la que le receta antibióticos a Ray cuando tiene un «fuerte resfriado» que le estorba para trabajar; me da miedo que un exceso de antibióticos afecte a su sistema inmunitario.)

Los gatos nos miran cuando salimos de casa. ¡Qué pronto es todavía, apenas ha amanecido! Algo en nuestra actitud los inquieta, les hace sospechar. Y qué extraño resulta conducir nuestro coche, con mi marido sentado al lado. Yo no suelo conducir el coche -no tenemos más que uno, el Honda- con él al lado; a no ser que estemos de viaje, entonces nos lo repartimos; pero, aun así, Ray suele conducir la mayor parte del tiempo, y siempre en los ratos difíciles, en las zonas urbanas y las carreteras más congestionadas. Me siento menos nerviosa, porque es evidente que hemos tomado una buena decisión; tengo controlada la cosa, me parece. Aunque todos nuestros amigos de Princeton, sin excepción, hablan del Centro Médico de Princeton como si fuera un hospital de campaña en el Congo, e insisten en que sólo es posible encontrar atención médica competente en Manhattan y (tal vez) en Filadelfia, este servicio de Urgencias es el más cercano, con gran diferencia, y el más cómodo; tratarán inmediatamente a Ray y se pondrá bien, estoy segura.

Ni siquiera lleva nada que indique que prevé tener que quedarse a pasar la noche.

De camino a Princeton, Ray me da instrucciones sobre varias cosas que necesita pedirme: hacer llamadas, procesar encargos de libros, hablar con el responsable de la composición tipográfica. Aunque está enfermo, también -sobre todo- está preocupado por su trabajo. (A Ray le preocupa en el último año, con angustia y con dolor, que en pleno declive de la economía estadounidense, con los presupuestos de las bibliotecas recortados, cada vez se compran menos libros de editoriales pequeñas y las suscripciones a Ontario Review no aumentan.) Hace ruido al respirar y suena como si tuviera la garganta en carne viva y cuando se calla me pregunto: ¿en qué piensa? Acerco la mano para tocarle el brazo; me conmueve ver que se ha afeitado. A pesar del malestar físico, no quiere presentarse en Urgencias sin afeitar y desaliñado.

Me parece que estoy haciendo lo debido, por supuesto. Y creo que es un episodio sin importancia, una mera visita a las Urgencias más próximas.

Le quiero, yo le protegeré, yo le cuidaré.

Ray ya ha estado en las Urgencias de Princeton. Hace unos años, empezó a tener latidos erráticos -«con fibrilación»-, y pasó una noche allí para un tratamiento cardiaco no invasivo y aparentemente normal. Entonces, todo fue bien. Volvió a casa con unos latidos «normales», plenamente restablecidos. Yo supe que Ray estaba bien cuando entré en su habitación del hospital y le vi poner mala cara ante las páginas de opinión del New York Times y su primer comentario fue una queja sarcástica sobre la comida del hospital.

¡Era buena señal! Cuando un marido se queja de la comida, su mujer sabe que no tiene nada grave de lo que quejarse.

Así que la visita a Urgencias de hoy también saldrá bien. Estoy segura. Mientras conduzco por Rosedale Road en medio del tráfico de primera hora de la mañana, hasta la Route 206, también llamada State Road, y luego hasta Witherspoon Street, sin poder saber qué familiar, qué desoladoramente familiar se me va a hacer enseguida este camino, tengo la certeza de que estoy haciendo lo debido; soy una esposa astuta y considerada, aunque poco excepcional, porque es evidente que esto es lo único razonable.

Como sabe lo poco que me gustan los aparcamientos de varias plantas -esos laberintos que suben y bajan, con su amenaza de encontrarte en humillantes callejones sin salida-, Ray se ofrece a estacionar él el coche. ¡No, no! Llevo el coche a la puerta de Urgencias para que Ray se baje allí; yo voy a aparcar y volveré en cuestión de minutos. Son sólo las ocho de la mañana. Cuánto tiempo va a estar Ray en Urgencias, calculo que varias horas. Estará de vuelta en casa para la cena, espero.

Qué alivio siento al encontrar un sitio en una bocacalle estrecha con un límite de dos horas. Pienso que quizá tenga que salir a mover el coche, entonces. Por lo menos una vez.


De esa forma, sin saberlo, la futura viuda está asegurando la muerte de su marido y condenándolo. Mientras cree que está comportándose con inteligencia -de manera «astuta» y «razonable»-, está llevándolo a una placa de Petri llena de bacterias letales, en la que, en el plazo de una semana, sucumbirá a una virulenta infección por estafilococos, una infección «hospitalaria» adquirida durante su tratamiento para curarle la neumonía.

Mientras se imagina que estará de vuelta en casa para la cena, está consiguiendo que no vuelva a casa jamás. ¡Qué inconscientes, todas las futuras viudas que imaginan que están haciendo lo debido, llenas de inocencia e ignorancia!

4 . «Neumonía»

¡Esto no nos lo esperábamos!

La primera reacción del enfermo:

– No he tenido nunca neumonía.

La primera reacción de la esposa:

– ¡Neumonía! Se nos tenía que haber ocurrido.

Pensando, con ingenuidad: «Qué alivio. No es un derrame, no es una embolia, no es una enfermedad cardiaca; nada que pueda ser mortal».

Rápidamente se llevan a Ray a Urgencias. Rápidamente le asignan un cubículo, el número 1. Ya está medio desnudo, ya es un paciente con todas las de la ley. La esencia de esa palabra debe de ser paciencia. Porque la experiencia del paciente, como la de la esposa del paciente, es esperar.

Cuánto tenemos que esperar, cuántas horas, no lo tengo claro en la memoria. Porque, mientras examinan, entrevistan, sacan sangre, reexaminan, reentrevistan y sacan más sangre a Ray, yo estoy a veces a su lado y a veces no.

¡Las minucias de nuestras vidas! Llamadas de teléfono, recados, citas. Ninguna de estas cosas tiene la menor importancia para los demás y sólo muy ligera para nosotros, pero constituyen una parte tan grande de nuestras vidas que se podría decir que éstas son concatenaciones de minucias interrumpidas en momentos imprevistos por hechos significativos.

Si yo hubiera sabido que a mi marido le quedaba menos de una semana de vida, ¿cómo me habría comportado en esas circunstancias? ¿Es mejor no saberlo? La vida no puede vivirse constantemente con una intensidad febril. Hasta la ansiedad se agota. Por ahora, tras las prisas del trayecto en coche hasta Princeton, parece que el tiempo, en Urgencias -en el cubículo asignado a «Raymond Smith»-, se ha desacelerado, incluso que quizá esté retrocediendo. Esperamos y esperamos, a los resultados de los análisis, al especialista, a un médico de verdad, con autoridad, hasta que, por fin, anuncian el diagnóstico: «Neumonía».

¡Neumonía! Se ha resuelto el misterio. Y es una buena solución. La neumonía es una cosa frecuente y tratable, ¿no?

Aunque nos llevamos los dos una decepción: a Ray no le van a dar el alta hoy mismo. Lo van a trasladar al hospital general, donde se supone que se quedará «por lo menos a pasar la noche».

Lo único que parezco oír de eso es «la noche».

Si tengo ocasión de hablar con amigos les diré que «Ray está en el centro médico con neumonía, va a pasar la noche».

O, con aire de incredulidad, como si no le pegara nada a mi marido: «¡A que no te imaginas dónde está Ray! En el centro médico con neumonía, va a pasar la noche».

No tengo ni idea de por qué nos sorprende tanto el diagnóstico de neumonía. En retrospectiva, no me parece nada sorprendente. Ray reacciona preguntando a médicos y enfermeros sobre la enfermedad, preguntándoles sobre ellos mismos, hablando de manera que sugiere que no tiene miedo y que tiene plena confianza en ellos. Como muchos otros pacientes de hospital que quieren que los consideren animosos, agradables, divertidos, bromea con los enfermeros y los auxiliares; durante su estancia en el Centro Médico de Princeton logra «caer bien», que lo consideren un verdadero caballero, amable, divertido, como si eso fuera a salvarlo.

Cuánta parte de nuestra conducta -de nuestra «personalidad»- se construye de esa forma. La supervivencia del individuo, al servicio de la especie.

Nuestro gran filósofo estadounidense William James dijo: «Tenemos tantas personalidades como personas nos conocen».

A lo que yo añadiría: «No tenemos personalidad si no hay nadie que nos conozca. Si no hay personas a las que aspiramos a convencer de que merecemos existir».

– ¡Te quiero! Volveré lo antes posible.

¡Pero qué alivio, a mitad de la tarde, salir por fin de Urgencias, escapar del indescriptible pero inconfundible olor a desinfectante del centro médico aunque sea para salir a un frío y triste día de febrero!

Qué pena me da Ray, atrapado dentro. Mi pobre marido, enfermo de neumonía, obligado a pasar la noche en el hospital.

Me aguarda una multitud de tareas: llamadas de teléfono, recados. En casa repaso el correo de Ray para llevárselo por la noche; Ray trata de contestar las cartas a Ontario Review lo antes posible, tiene pavor a que se acumule el correo encima de la mesa; cuando era un escolar católico en Milwaukee le infundieron un exagerado sentido de la responsabilidad hacia lo que podría llamarse vagamente «el mundo». Llamo repetidas veces al centro médico -una y otra vez- hasta primera hora de la noche, para saber si han trasladado ya a Ray al hospital general, y la respuesta siempre es «¡No, no! Todavía no».

Hacia las seis y media de la tarde, cuando estoy a punto de salir para el centro médico, con cosas que le llevo a Ray -la bata, objetos de aseo, libros (en su lado de la mesa del salón están los libros que está leyendo o que quiere leer), además de algunos manuscritos enviados a la revista y la imprenta, bastantes de ellos con sobres con sello y las direcciones a las que hay que devolverlos-, suena el teléfono y me apresuro a contestar suponiendo que es el centro médico para decirme el número de la habitación a la que han llevado a Ray; al principio no alcanzo a comprender cuando me dicen:

– El corazón de su marido se ha acelerado y no podemos estabilizarlo, si se le detiene, ¿quiere que empleemos medidas extraordinarias para mantenerlo con vida?

Me quedo tan anonadada que no puedo responder, y la persona al otro lado del teléfono repite sus increíbles palabras; me oigo a mí misma farfullando:

– ¡Sí! ¡Por supuesto que sí! -atenazada por el asombro y el pánico-. ¡Sí, todo lo que puedan hacer! ¡Sálvenlo! Enseguida estoy ahí -porque ésta es la primera señal inconfundible de horror, de impotencia, de fatalidad inminente, intento colgar el auricular a tientas, sin ver, en el teléfono de pared de la cocina, con una horrible sensación de vértigo, se me va la fuerza de las piernas, se me doblan las rodillas y me caigo de lado, a través de la puerta y hacia el comedor, contra la mesa que está un poco más allá; es una sensación extraña, como si estuviera derramándose líquido de un recipiente, y el borde de la mesa me golpea en las piernas justo encima de las rodillas, porque, al caer, he empujado la mesa y la he dejado torcida, me he caído pesadamente y sin elegancia sobre el suelo de madera, no puedo creer que me esté pasando esto, igual que no puedo creer lo que está pasándole a mi marido; detrás de mí, el auricular de plástico se ha quedado colgado del cable, fuera de mi alcance, mientras me quedo tendida en el suelo, intentando controlar la respiración y el pánico, ordenándome a mí misma: «Vas a ponerte bien. No vas a desmayarte. Vas a ponerte bien. Tienes que irte ya, a ver a Ray. Te está esperando. Un minuto más y vas a ponerte bien».

Y sin embargo, mi cerebro está apagado, como una llama consumida. Las piernas -los muslos- me laten de dolor y ese dolor es el que me despierta; no sé decir cuánto tiempo ha pasado, tal vez unos segundos, vuelvo a poder respirar, estoy demasiado débil para moverme pero enseguida recuperaré las fuerzas, estoy segura, tendida en el suelo del comedor, atontada, como si un caballo me hubiera dado una coz. Y entonces me doy cuenta:

«He debido de desmayarme después de todo. ¡Así que en esto consiste perder el conocimiento!»

Seis de la tarde del 11 de febrero de 2008. El asedio -todavía sin identificar, todavía sin nombrar, ni siquiera sospechado- ha comenzado.


Lo curioso es que la futura viuda olvidará esta llamada de teléfono. O, mejor dicho, olvidará su contenido concreto. Recordará -con vergüenza, disgusto, un poco de preocupación- que «se desmayó»; para ser exactos, que «cayó pesadamente sobre la mesa del comedor y el suelo», «pero sólo un minuto. Menos de un minuto». Un feo cardenal del color de una berenjena podrida y una forma como la del estado de Florida le cubrirá la parte superior de Las piernas, los muslos y parte del vientre, se estremecerá de dolor -punzadas de dolor-, por haberse golpeado contra el suelo de madera sin amortiguar la caída con las manos, pero olvidará la terrible llamada, o casi. Porque pronto tendrá muchas más cosas que recordar. Pronto tendrá muchas más cosas que recordar, de las que no podrá escapar con un simple desmayo sobre un suelo de madera.

5 . Telemetría

Ahora ha llegado a mi vida -como a mi vocabulario- un término nuevo y angustioso: telemetría.

Porque a Ray no lo han trasladado al hospital general sino a un ala al lado de Cuidados Intensivos.

¡Telemetría! Mi primera visita a la quinta planta del centro médico, a este corredor que llegaré a conocer a fondo durante los seis próximos días, y que dejará una huella indeleble en mi cerebro, como una película muda en sesión continua rebobinándose una y otra vez.

Esos lugares por los que pasamos. Esos lugares que nos sobreviven.

Vastos depósitos de la memoria que van acumulándose y de los que no somos conscientes.

Telemetría significa máquinas, máquinas que procesan datos, máquinas que vigilan la situación de un paciente, y me impresiona ver a mi marido en una cama de hospital, con una máscara de oxígeno y una vía intravenosa por la que le meten líquidos en el brazo. Vigilan sus latidos y su respiración mediante un dispositivo que es como una pinza en el dedo índice y una máquina que traduce ingeniosamente el oxígeno que inhala a cifras que fluyen sin cesar: 76, 74, 73, 77, 80, en una escala de 100.

(Cuando, uno o dos días después, pruebo a ponerme el aparato en mi propio dedo, la cifra sube hasta 98, «normal».)

Es inquietante ver a Ray con un aspecto tan pálido y tan cansado. Tan aturdido.

Como si ya hubiera hecho un largo viaje. Como si ya hubiera empezado a perderlo…

A pesar de la máscara de oxígeno y las máquinas, Ray está leyendo, o intentando leer. Al verme sonríe débilmente.

– Hola, cariño.

La máscara de oxígeno da a su rostro delgado un aire jocoso que no viene a cuento, como si estuviera disfrazado. Trato de no llorar, le cojo la mano, le acaricio la frente, que no me parece caliente, pese a que me han dicho que todavía tiene una fiebre peligrosamente alta: 38,4 grados.

– ¿Cómo te encuentras, cariño? Oh, cariño…

Cariño. Éste es el nombre -intercambiable- que nos damos uno a otro. El único por el que llamo a Ray y el único por el que Ray me llama a mí. Cuando nos conocimos en Madison, Wisconsin, en el otoño de 1960, los dos éramos estudiantes de posgrado de Lengua y Literatura Inglesa en la Universidad de Wisconsin (Ray era «mayor» y estaba completando su tesis doctoral sobre Jonathan Swift; yo acababa de licenciarme en la Universidad de Syracuse y estaba matriculada en el programa del máster) y seguramente nos llamamos al principio por nuestros nombres -por supuesto-, pero enseguida pasamos a cariño.

La lógica era que cualquiera en el mundo podía llamarnos por nuestros nombres pero nadie salvo nosotros -salvo el otro- podía llamarnos con ese apelativo tan íntimo.

(Además, no sé cómo explicarlo, nos entró una especie de timidez. Me daba vergüenza llamar a mi marido «Ray», era como si este hombre de casi treinta años, cuando lo conocí, representara para mí una seguridad y una soltura masculinas y adultas a las que yo, a mis veintidós años -y unos veintidós años muy jóvenes e inexpertos-, no tuviera acceso. A veces, como en sueños, mezclaba a mi padre Frederic Oates y a mi marido Raymond Smith, el primero, al que no podía llamar por su nombre sino sólo papá, y el segundo, al que no podía llamar por su nombre sino sólo cariño.)

¿Ha pasado la crisis cardiaca? Ray tiene algo de taquicardia y unos latidos ligeramente erráticos, pero su situación ya no debe de ser tan crítica.

Si no, estaría en Cuidados Intensivos. Telemetría no es Cuidados Intensivos.

Por desgracia, la habitación 541 está al final del pasillo de Telemetría y, para llegar a ella, hay que pasar por delante de habitaciones con puertas entreabiertas en las que no conviene mirar; da la impresión de que aquí hay sobre todo ancianos, figuras diminutas en sus camas, conectadas a unas máquinas que zumban. Me sobreviene una especie de terror visceral. Esto no puede ser verdad. ¡Es demasiado pronto!

Quiero protestar, Ray no tiene nada que ver con estos pacientes. Aunque tiene setenta y siete años, no es viejo.

Está delgado, tiene buenos músculos, hace ejercicio tres veces a la semana en un gimnasio en Hopewell. Lleva treinta años sin fumar y vigila lo que come, y bebe muy poco; hasta hace dos o tres años, se levantaba a las siete todas las mañanas, hiciera el tiempo que hiciera, para correr por las carreteras rurales próximas a nuestra casa entre cuarenta minutos y una hora (mientras yo permanecía en la cama demasiado agotada después de una noche de sueños turbulentos o quizá, sencillamente, con demasiada pereza para levantarme y acompañarlo).

¡Qué simpáticas son las enfermeras en Telemetría! Por lo menos, las que hemos visto.

Una enfermera mayor, de nombre Shannon, me explica atentamente lo que ya ha explicado a Ray: es muy importante que respire a través de la máscara de oxígeno, por la nariz, y no por la boca, para inhalar oxígeno puro. Cada vez que lo hace, las cifras en la pantalla del aparato ascienden inmediatamente.

Existe la posibilidad -la promesa- de que el paciente tenga su destino en sus propias manos. En sus pulmones.

Cuando nos quedamos a solas, Ray me dice que se encuentra «mucho mejor». Está seguro de que le van a dar el alta en cuestión de unos días. Me pide que le lleve trabajo por la mañana, no quiere «quedarse atrasado».

La angustia por «quedarse atrasado». La angustia por «perder el control, perder nuestro sitio, perder nuestra vida». Siempre crepitan en la periferia de nuestra visión estas llamas azuladas, que vencemos gracias a nuestro resuelto optimismo norteamericano. «Sí, controlo la situación, sí, voy a encargarme de ello. Sí, estoy en condiciones de hacerlo, sea lo que sea.»

Ray me agarra la mano con fuerza. Tiene los dedos sorprendentemente fríos para un hombre que se supone que tiene fiebre. Qué típico del instinto protector de mi marido, que en semejante situación quiera consolarme a .

Entra en la habitación un joven médico indio que se presenta con un enérgico apretón de manos; es especialista en EI -«enfermedades infecciosas»- y nos dice que han sacado una muestra del pulmón derecho de mi marido para hacer un cultivo, para comprobar qué cepa exacta de bacteria es la que ha infectado el órgano; en cuanto la identifiquen podrán combatir la infección con más eficacia.

El doctor I. nos habla con voz cálida, rápida y líquida. Se dirige a nosotros con formalidad, nos llama «señor Smith» y «señora Smith». Algunas de las cosas que dice las comprendo y otras no. Doy las gracias por el doctor I., por su mera existencia, le besaría la mano. Pienso: «¡Este hombre sabe de lo que habla! Este hombre es un experto».


Pero ¿se equivoca la futura viuda? ¿Hace mal en tener fe en este desconocido de bata blanca que entra en la habitación de hospital de su marido? ¿Habría tenido esta historia otro final, más feliz, si hubiera trasladado a su marido del provinciano centro médico de Nueva Jersey a un hospital en Manhattan o en Filadelfia? ¿Si hubiera sido menos crédula? ¿Más escéptica?

Como si ella también se hubiera visto invadida -infectada- por un enjambre de bacterias letales que se multiplican no en sus pulmones sino en esa parte de su cerebro en la que se dice que reside el pensamiento racional.

6 . Registro de correos electrónicos

12 de febrero de 2008

A Richard Ford

Por el momento, Ray está recuperándose de un feo resfriado que se convirtió en neumonía sin que nos diéramos cuenta…

Mucho cariño para los dos,

Joyce


A Leigh Bienen

Ray está recuperándose -poco a poco- de una neumonía grave que comenzó como un mal resfriado…

Mucho cariño para los dos,

Joyce


14 de febrero de 2008

A Gloria Vanderbilt

El estado de Ray mejora, empeora, mejora, empeora; casi he renunciado a tener respuestas para ello. Pero los médicos dicen que, en conjunto, está mejorando sin duda; lo único es que la neumonía es muy virulenta, aunque le ha afectado sobre todo a un pulmón.

(Sé poco de enfermedades infecciosas, pero estoy aprendiendo deprisa.)

Con cariño,

Joyce

7 . E. coli

13 de febrero de 2008. La infección bacteriana en el pulmón derecho de Ray está identificada: E. coli.

– ¡E. coli! Pero ¿eso no tiene que ver con…?

– ¿Las infecciones gastrointestinales? No siempre.

Es lo que descubrimos gracias al doctor I. Una vez más, nos asombramos, llenos de ingenuidad -el asombro tiene algo de ingenuo en circunstancias así-, porque, como la mayoría de la gente, pensábamos que la temida bacteria E. coli está relacionada exclusivamente con las infecciones gastrointestinales: aguas residuales que se filtran en el agua potable, materias fecales en los alimentos, alimentos poco cocinados, hamburguesas demasiado crudas, lechuga o espinacas contaminadas, la seria advertencia en los lavabos de los restaurantes: «Los empleados deben lavarse las manos antes de volver al trabajo».

Pero no, nos equivocábamos. Mientras una colonia invisible de rapaces bacterias E. coli trata de apoderarse del pulmón derecho de Ray con la intención de pasar al pulmón izquierdo y de ahí al torrente sanguíneo para derrotar a su anfitrión por completo, tan por completo como un depredador, un león, un cocodrilo desearía devorarlo, nos enteramos, nos vemos obligados a enterarnos, de que muchas -¿casi todas?- nuestras ideas sobre medicina están equivocadas, como las de los niños.

Es el doctor I. con su voz líquida -o algún otro colega de bata blanca del doctor I. (en sólo seis días en la Unidad de Telemetría del Centro Médico de Princeton, a Ray lo examinarán o al menos lo mirarán numerosos especialistas, como figura en la factura de hospital que su viuda recibirá varias semanas después)- quien nos explica que las infecciones por E. coli no se limitan al estómago, ni mucho menos, sino que también pueden surgir en el aparato urinario y en los pulmones. Las Escherichia coli se encuentran en todas partes, nos dice el doctor, en el aire, en el agua, «en el interior de su boca».

La mayor parte del tiempo, nos aseguran, nuestros sistemas inmunitarios repelen estas invasiones. Pero a veces…

Los pacientes con neumonía por E. coli suelen presentar fiebre, dificultad para respirar, mayor frecuencia respiratoria, más secreciones y «ruidos» al ser auscultados.

(¿Por qué utilizan los médicos presentar cuando hablan de estas cosas? ¿Les molesta a ustedes tanto como a mí? Como si uno «presentara» síntomas en una especie de exhibición de mal gusto: «El paciente Ray Smith presenta fiebre, dificultad para respirar, más velocidad de respiración…».)

Ahora que ya se ha identificado la cepa exacta de la bacteria, están empleando un antibiótico más específico, mezclado con líquidos que entran por vía intravenosa en el brazo de Ray. Me siento aliviada. Esto es una buena noticia. Es imposible no pensar en el tratamiento con antibióticos como una especie de guerra -un enfrentamiento bélico-, como en una alegoría medieval del Bien y el Mal: nuestro bando es «bueno» y el otro es «malo». Es imposible no pensar en la guerra -las guerras- que nuestro país está llevando a cabo en Irak y Afganistán en unos términos teológicos tan crudos.

Como observó Spinoza: «Todas las criaturas desean persistir en su propio ser».

En la naturaleza no existe el «bien», ni el «mal». Sólo la vida que lucha con la vida. Vida que consume vida. Pero la vida humana, queremos creer, es más valiosa que otras formas de vida; desde luego, que formas de vida tan primitivas como las bacterias.

Exhausta por mi vigilia -¡esta vigilia que no ha hecho más que comenzar!-, caigo en una especie de duermevela junto a la cama de Ray, mientras él dormita agitado en su máscara de oxígeno y en mis sueños no hay ninguna figura reconocible, sólo formas bacterianas primitivas, un torbellino y una agitación febriles, una sensación de amenaza, malestar, todas esas imágenes alucinatorias de luces que impiden la visión y que dicen que son sintomáticas de la migraña, aunque yo nunca he tenido migrañas. Siento la boca seca, agria. Siento la boca como el interior de la boca de un desconocido, y la odio. Se me ocurre algo inquietante: «Has debido de infectarte tú también. Pero esta vez te has salvado».

Al despertarme, al principio, no estoy segura de dónde estoy. La sensación de malestar me acompaña. Y ahí, en la cama de hospital -¿mi marido?-, una especie de casco o máscara que desfigura y oculta su rostro, que siempre me ha parecido tan hermoso, tan juvenil, tan bueno….


Aquí empieza parte de la confusión de la viudedad. Porque en los sueños se preparan nuestras personas futuras. En su negativa a ver que su marido está gravemente enfermo, la futura viuda no va a buscar nada sobre la bacteria E. coli en internet cuando vuelva a casa esa noche. Durante casi dieciocho meses después de que muera su marido, no buscará nada sobre esta cepa bacteriana común y, cuando lo haga, se encontrará con la terrible realidad de la que había tenido un miedo instintivo y que no podía arriesgarse a descubrir: «La neumonía causada por Escherichia coli tiene una mortalidad de hasta el setenta por ciento».

8 . Vigilia(s) de hospital

Hay dos categorías de vigilias de hospital.

La vigilia con un final feliz, y la otra.

Al embarcarse en la vigilia de hospital, en una pequeña canoa en aguas turbulentas, una no puede saber con claridad en qué tipo de vigilia se ha embarcado -la vigilia con final feliz o la otra- hasta que llega a su fin.

Hasta que el paciente recibe el alta del hospital y vuelve sano y salvo a casa. O hasta que nunca le dan el alta y nunca vuelve a casa.

9 . Jasmine

14 de febrero de 2008. Hoy, en la habitación 541, está Jasmine, una haitiana de piel oscura que vive con unos familiares en Trenton y odia el «asqueroso» invierno de Nueva Jersey; es la auxiliar de enfermería asignada a Raymond Smith, que va a bañar al paciente detrás de un biombo, cambiarle las sábanas, ayudarle a ir al cuarto de baño, todo ello sin parar de hablar con él y ahora conmigo -«¿Señora Smith? Señora Smith, ¿cómo está?»-, con una voz aguda como la de un ave tropical. Al principio, Jasmine es una presencia alegre, como las flores que han enviado varios amigos y que están en jarrones sobre la mesilla: es cariñosa, simpática, deseosa de agradar -deseosa de agradar mucho-, una joven bajita y robusta con el cabello en rastas, las mejillas carnosas y los ojos oscuros y brillantes tras unas gruesas gafas rojas de plástico; pero a medida que Jasmine continúa parloteando y trajinando por la habitación, suspirando, riéndose, murmurando, su presencia se convierte en una distracción, algo irritante.

Incorporado en la cama, respirando por un tubo nasal, Ray está intentando revisar el correo que me ha pedido que le llevara: papeles del banco, cartas de colaboradores de Ontario Review, originales de poemas y relatos que le envían para su publicación; a su lado, yo trato de preparar el seminario sobre ficción que imparto al día siguiente en la Universidad de Princeton, y todo ese tiempo Jasmine habla sin parar, no parece que nuestra falta de respuesta la desanime, o quizá no se ha dado cuenta, hasta que, de pronto, hace un sonido de silbido entre los dientes y, como si estuviera enfadada, como una niña con una rabieta, coge el mando de la televisión y la enciende con el volumen alto. Le pedimos que por favor la apague, porque estamos intentando trabajar, y Jasmine nos mira como si jamás le hubieran pedido algo semejante; nos dice que «siempre ve la televisión en estas habitaciones» y, con un tono exageradamente educado, rayano en la hostilidad, pregunta si puede dejar el televisor encendido -«¿Con el volumen bajo?»-, sentada ahora en una silla debajo del aparato, con su uniforme de nylon blanco que le aprieta en las caderas y los muslos, mirando la pantalla, embelesada ante el revoloteo de imágenes, como si tuvieran toda la importancia del mundo para ella, que se relame, murmura y se ríe, respira hondo -«¡Oooh por Dios! ¡Oooh!»- hasta que, al cabo de un rato -veinte minutos, veinticinco-, como si la pantalla mágica hubiera perdido de pronto su atractivo, Jasmine se vuelve otra vez hacia nosotros con renovado entusiasmo y, con el ruido y el zumbido de la televisión de fondo, reanuda su charla chillona, que me hace querer taparme los oídos, aunque sonrío -sonrío con tal fuerza que me duele la cara-, porque no quiero que Jasmine se sienta insultada por mi falta de atención o porque no respeto su personalidad, que seguro que otros han elogiado y alentado, mientras Ray cierra los ojos, desesperado, atrapado en la cama de hospital por la vía intravenosa en su magullado brazo derecho y el tubo nasal sujeto a la cabeza, obligado, como en la antesala del infierno, a oír a Jasmine repetir su monólogo sobre un antiguo paciente que se portó muy bien con ella -muy muy bien-, y su esposa también, le habían hecho unos regalos muy especiales, le habían enviado una postal que decía «¡Querida Jasmine!» desde el suroeste, eran unas personas muy generosas, un matrimonio mayor, muy simpático, y, mientras oigo esas palabras orgullosas y a la vez acusadoras, me inunda la desolación, e incluso una punzada de miedo: ¿será esta auxiliar que trabaja en el Centro Médico de Princeton retrasada? ¿Tendrá un desequilibrio mental? ¿Estará perturbada? ¿Loca?

Ninguna de las demás enfermeras, de más edad, se parece nada a Jasmine; es como si Jasmine procediera de otra dimensión, tal vez un programa de humor de televisión, salvo que no es divertida, es completamente seria; intento explicar que mi marido está agotado y que le gustaría descansar, trato de sonreír, trato de hablar con educación, por temor a molestar a la excitable joven, hasta que digo con voz enérgica: «Perdón, Jasmine, mi marido está cansado, le gustaría dormir», y eso hace que Jasmine nos mire asombrada, incapaz de hablar por un instante, de lo estupefacta -insultada- que se siente, con un aire escandalizado que le tuerce el rostro como en un dibujo animado infantil:

– ¡Señora! ¿Me está diciendo que me calle? ¿Que deje de hablar? ¿Es eso lo que me quiere decir, señora, que deje de hablar?

Sus ojos brillantes sobresalen tras las gruesas lentes de sus gafas. El blanco de los ojos reluce. Le digo que mi marido se cansa con facilidad, ella debe de saber que tiene neumonía, no duerme bien de noche y tiene que intentar descansar durante el día y, si no puede dormir, por lo menos podría cerrar los ojos y descansar, mientras Jasmine continúa mirándome fijamente y, cuando mi voz se desvanece, repite su historia del encantador matrimonio de ancianos para los que trabajó hace poco -verdaderamente simpáticos, generosos-: «Les caía muy bien, decían: Jasmine, eres un soplo de aire fresco, siempre sonriendo, me enviaron una postal que decía: Jasmine, cómo estás», hasta que por fin grito: «¡Por favor! ¡Por favor, basta ya!».

Ahora, Jasmine se queda boquiabierta y se siente verdaderamente insultada.

Se sienta de golpe en la silla bajo el televisor. Suspira con fuerza y murmura. Su rostro carnoso se llena de sangre, los ojos relucen. Está enfurruñada, de mal humor, como una niña furiosa. Su odio hacia nosotros no es nada sutil, la hemos insultado porque no la hemos adorado. De pronto se me ocurre: «Me he creado una enemiga. Podría matar a mi marido durante la noche».

El corazón empieza a latirme deprisa de puro pánico. He traído a mi marido a este lugar terrible y ahora no puedo protegerlo. ¿Cómo puedo protegerlo?

«Ocurra lo que ocurra, la culpa será mía. Soy yo quien ha organizado esto.»

Al otro lado de la única ventana de la habitación, es de noche. Creo que probablemente es de noche desde hace mucho rato, porque anochece pronto en este perpetuo crepúsculo del invierno. Le digo a Jasmine que se vaya a cenar, si quiere -es un poco pronto-, éste es un buen momento porque todavía voy a estar aquí una hora o más.

Jasmine estaba rebuscando en una gran bolsa de tela que tiene sobre las rodillas, jadeando de exasperación. Al principio no parece oírme, así que, con el tono más amigable que puedo, repito lo que he dicho; Jasmine frunce el ceño, alza la vista; Jasmine hace un puchero y mira enfadada; entonces, Jasmine sonríe.

Jasmine cierra la enorme bolsa de tela y sonríe.

– ¡Gracias, señora! Muy amable por su parte, señora.

10 . Vigilia

14 de febrero de 2008 – 16 de febrero de 2008

¡Aquellos días! ¡Aquellas noches! Una cinta de Moebius que se enrollaba y se desenrollaba sin cesar.

La semana de pesadilla en mi vida; y sin embargo, durante esta semana, Ray continúa vivo.

«¡No te preocupes por eso, cariño! Me ocuparé de ello cuando llegue a casa.»

«Ponlo en mi mesa. La semana que viene estaremos a tiempo, supongo que ya habré vuelto a casa.»


Junto a su cama. Ray respira a través del inhalador nasal y trata de leer uno de los libros que le he traído de casa. Yo estoy leyendo, intentando leer, con toda la concentración fragmentada que soy capaz de reunir, las galeradas de un libro sobre la historia cultural del boxeo del que tengo que hacer una reseña para la New York Review of Books. Es hora de comer, pero a Ray no le apetece nada la comida de hospital. Es hora de sacarle sangre para hacer análisis, pero a la enfermera le cuesta mucho encontrar una vena; Ray tiene los brazos descoloridos, llenos de cardenales.

El aire de la habitación huele a rancio, agostado. Fuera hace un día oscuro e invernal de febrero. Esta tarde, en La universidad, hay una lectura patrocinada por el Departamento de Escritura Creativa; los lectores son Phillip Lopate y un autor israelí que está de visita. Por supuesto, no voy a poder ir, ni tampoco a la cena que hay después con mis colegas. Una vigilia de hospital consiste sobre todo en tiempo que transcurre con lentitud. Un tiempo detenido. Una situación estática en la que el miedo se reproduce como una bacteria virulenta.

Y entonces sucede que Ray empieza a hablar de algo que no logro seguir, con voz lenta y arrastrada, una historia confusa de que necesita traer algo de casa, llevarlo «a casa de Shannon». Shannon es su enfermera preferida, Shannon ha estado muy simpática con Ray, y por alguna razón, con la lógica del delirio, Ray piensa que no está en el hospital sino en una «casa» que pertenece a Shannon, que es invitado suyo y yo también.

Ha ocurrido tan deprisa, que no estoy preparada. Cuando traje a Ray a Urgencias hace unos días, dijo algunas cosas que me extrañaron, que no tenían sentido, pero ahora habla como si estuviera sonámbulo, y este cambio brusco de su estado me asombra y me asusta. Me apresuro a decirle que no: no está en casa de Shannon. Está en el hospital, en el Centro Médico de Princeton.

Ray no parece oírlo. O, si lo oye, no lo tiene en cuenta.

Lo que le preocupa es que tengo que traerle algo de casa, para usarlo aquí, en casa de Shannon. Tiene un «apartamento» en casa de Shannon.

Con calma, le digo que no, no está en casa de Shannon, está en el hospital, donde Shannon es enfermera.

– Cariño, has estado muy enfermo. Todavía estás enfermo.

Tienes…

Pero Ray se irrita conmigo. Ray tiene que discutir conmigo para convencerme de que sí, estamos en casa de Shannon.

– No, cariño. Shannon es una enfermera. Estás en el centro médico. Tienes neumonía, has estado muy mal. Pero estás mejorando, el médico dice que quizás puedas volver a casa la semana que viene.

No puedo recordar después cuánto tiempo discutimos este tema tan absurdo. Me siento inquieta, desorientada. Este hombre -este hombre infantil y cabezota, que habla despacio- no es el que yo conozco.

Voy al control de enfermería a buscar a Shannon, le pregunto qué le ha sucedido a mi marido y ella me dice que no me alarme, que este tipo de cosas ocurre a veces, es normal, se pasará. Le pregunto de dónde se ha sacado Ray la idea de que está en su casa -en un «apartamento» dentro de su casa- y Shannon se ríe y dice que «sí, su marido, que es un encanto», se lo ha estado diciendo también a ella, es mejor no desilusionarlo, más vale seguirle la corriente por ahora.

Seguirle la corriente. Por ahora.

Qué vergüenza sentiría Ray si supiera que le estamos «siguiendo la corriente»; esto es muy triste.

Busco a uno de los médicos de Ray, el doctor B.

El doctor B. es el médico que firmó el ingreso de Ray. Ray conoce mejor que yo al doctor B. un hombre de mediana edad muy simpático y cordial. El doctor B. será quien firme el certificado de defunción de mi marido.

El doctor B. también me dice que no me alarme, no es inusual que un paciente «delire» cuando su cerebro no está recibiendo suficiente oxígeno.

Mi marido, me asegura el doctor B., no tiene más que un «leve delirio», el inhalador nasal no debe de estar funcionando o Ray está respirando por la boca y no por la nariz como le han dicho. Por eso conviene que me quede con él todo lo que pueda, dice el doctor B., para «anclarle» en la realidad.

Me siento aliviada: Ray no tiene más que un «leve delirio».

Me siento aliviada: el doctor B. se muestra realista, incluso un poco perplejo. Como si, de tener tiempo, hubiera querido entretenerme con varios delirios cómicos de pacientes suyos, seguramente incluso pacientes que estuvieron antes en la habitación 541 con neumonía.

El doctor B. me dice que la situación es reversible.

¿Reversible?

Con qué indiferencia emplea este término tan crucial, ¡reversible!

Sí, señora Smith. Reversible, normalmente.

El doctor B. ordena que quiten el inhalador nasal y vuelvan a ponerle la máscara de oxígeno. Al cabo de un rato -un milagro por el que lloro agradecida, escondida en el aseo de señoras del hospital-, mi marido ha recobrado la normalidad, es él mismo.


Días y noches en una sucesión mareante, como en una montaña rusa, en el hospital, en casa, en el hospital y en casa, yendo a Princeton, volviendo de Princeton al campo; este febrero ha sido un mes triste y sin embargo esta semana, la última semana de nuestra vida conjunta -nuestra vida-, las mañanas de nubes están teñidas de una extraña luz que no se sabe de dónde viene.

Un resplandor misterioso que sale del interior.

Me siento aliviada -más aliviada de lo que estoy dispuesta a reconocer- de que el «leve delirio» de Ray se haya pasado.

No estoy de humor para reflexionar sobre «reversible» e «irreversible», ni para considerar lo que es «normal», lo que es «uno mismo». Es angustioso pensar que nuestras identidades, los yoes que otros creen reconocer en nosotros, nuestras «personalidades», son cuestión de oxígeno, agua, alimentos y sueño; si se nos priva de una de esas cosas, nuestro ser físico empieza a alterarse casi de inmediato, pronto dejamos de ser «nosotros» para los demás, y, sin embargo, ¿qué otra cosa somos?

¿Es el yo el cuerpo físico, o el cuerpo no es más que el depósito del yo?

Es la más antigua de todas las paradojas filosóficas, metafísicas. No podemos ver un yo sin un cuerpo que lo contenga, de igual modo que no podemos ver un cuerpo sin un yo que lo active.

Cuando murió mi madre, a los ochenta y seis años, había perdido gran parte de su memoria, su «mente». Pero no había perdido su yo, no del todo.

Se había vuelto muy olvidadiza, quizá se había convertido en una versión más borrosa y menos animada de sí misma, igual que una letra en un teclado se difumina tras golpearla repetidas veces y pierde sus sutilezas. Pero mamá nunca desapareció del todo. En el jardín del centro de mayores en el que vivía en Clarence, Nueva York, estábamos mi hermano Fred y yo sentados con ella y Fred le preguntó si se acordaba de mí, y mi madre dijo:

– ¡Cómo voy a olvidarme de Joyce!

Y en ese instante, tenía razón.

Yo quería muchísimo a mi madre. Los amigos que nos conocieron a las dos dicen que queda mucho de ella en mí: gestos, tonos de voz, una forma de sonreír y de reír. Sé que también tengo cosas de mi padre. (Murió dos años antes que mi madre. Su leve delirio era que papá vivía en otra ala del centro. «Allí -decía, señalando un edificio concreto-. Fred está allí».)

Como amamos a nuestros padres, los incorporamos a nosotros. Viven en nosotros. Durante mucho tiempo pensé que no iba a poder vivir sin papá y mamá, que no iba a soportar «sobrevivirlos», porque no me parecía posible ser una hija sin padres.

Ahora siento algo distinto. Ahora, no me queda otra opción.


¡De vuelta a casa!

¡Qué felicidad, qué alivio, volver a casa!

Como si hubiera estado fuera días en lugar de horas.

Como si me hubiera ido a muchos kilómetros de distancia en vez de unos pocos.

Detrás de una valla de tres metros que no es fácil identificar como secuoyas, detrás de un jardín de árboles caducos y perennes, nuestra casa tiene una blancura fantasmal en la oscuridad, sin luces interiores, pero creía haber dejado encendida por lo menos una luz esta mañana; estoy tan cansada, con tantas ganas de entrar en este refugio, que no puedo respirar de ansias, casi lloro de alivio y agotamiento.

¡Esta vigilia de pesadilla! No se me quita el olor a hospital, ese olor peculiar como de algo ligeramente podrido, dulzarrón, bajo la capa de olor a desinfectante, en cuanto empujas la puerta giratoria y entras en el vestíbulo lo hueles, es el olor de los ascensores de hospital, los aseos de hospital, los pasillos de hospital, el olor de la habitación de Ray (qué expresión tan extraña, «la habitación de Ray», hasta que la deje y «la cama de Ray» la ocupe otra persona); tengo ese olor en el pelo, en la piel, en la ropa. Estoy deseando entrar en casa y quitarme la ropa contaminada, estoy deseando darme una ducha, frotarme la cara, las manos, el pelo, que noto enmarañado, pegoteado. «Pero no, primero, el teléfono», tengo que comprobar las llamadas en el teléfono de Ray y en el mío. «No, primero, los gatos», tengo que dar de comer a los gatos, abrirles la puerta para que salgan, son asustadizos y desconfiados y prefieren salir que comer en su rincón de la cocina. «No, primero, el correo», pero estoy demasiado cansada para correr hasta el buzón, la mera idea me da vueltas en la cabeza y se encoge hasta ser un punto, y desaparece. «No, primero, las luces», porque la casa está a oscuras, es una cueva, un sepulcro, corro como una loca que se ha quitado las esposas por las habitaciones de la casa encendiendo las luces: ¡las luces del salón!, ¡las luces del comedor!, ¡las luces del pasillo!, ¡las luces del dormitorio!, ¡las luces del estudio de Ray!, enciendo la radio en la cocina, enciendo la televisión en nuestro cuarto, no puedo soportar este silencio; parecería que estoy ensayando la vuelta a casa de Ray, con todas las luces encendidas como si hubiera una fiesta dentro. «No, primero, limpiar», con energía frenética paso la aspiradora por las habitaciones, deteniéndome en las alfombras, de todas las labores domésticas pasar la aspiradora es la que más me gusta por sus golpes sin complicaciones y la inmediata satisfacción que produce, hay algo que es especialmente gratificante en la tarea de pasar la aspiradora a altas horas de la noche, pasarla de madrugada, cosa que no se puede hacer, desde luego, cuando tu esposo está en casa e intentando dormir, me siento inspirada y me pongo a sacar brillo a unos cuantos muebles, aunque la verdad es que no necesitan que les saque brillo. Quiero limpiar la mesa del comedor porque en esa mesa comerá Ray su primera comida nada más volver dentro de unos días; no estoy segura de cuáles de sus platos favoritos prepararé -debemos decidirlo mañana-, qué placer limpiar la mesa del comedor, qué brillo tan deslumbrante puede sacársele, aunque no es más que una lámina de caoba. «No, primero, la mesa de Ray»: ¡esto es fundamental! Tengo que quitar el correo acumulado sobre la mesa de Ray -las dos mesas de Ray-, voy a limpiarlas con un limpiador de limón, para darle una sorpresa, voy a colocar los objetos que tiene en las ventanas, entre los que hay cosas tan curiosas como post-its a medio usar, bolígrafos con la tinta seca desde hace tiempo, cajitas de clips, gomas enrolladas, un pequeño reloj digital con números rojos que parpadean como ojos diabólicos que relucen en la oscuridad; poseída por la urgencia de mi misión, reúno los bolígrafos y lápices de Ray -como buen editor, a Ray le encantan los lápices rojos, naranjas, morados, verdes- y los coloco con cierto orden que no moleste en sus dos mesas; limpio sus ventanas con limpiacristales, qué placer frotar el cristal con toallas de papel, como si al otro lado merodeara una mujer fantasma cuyos rasgos se pierden en las sombras; está muy oscuro fuera, no hay luna, no sé cómo, es ya la una y veinte de la mañana, tengo tan pocas ganas de tumbarme en esa cama en ese dormitorio como en un campo bajo un sol abrasador; como viajo tanto, hasta en los ambientes más tranquilos me acosa el insomnio, con la menor alteración en mi vida me acosa el insomnio, es imposible dormir mientras Ray está en el hospital, y es de mal gusto, porque ¿y si suena el teléfono? Y si…. pero limpiar la casa es un antídoto contra esos pensamientos, luego voy a mirar en los armarios de Ray, en los cajones del escritorio, o quizá debería ordenar los libros en la habitación de invitados, que han empezado a extenderse a la mesa Parsons blanca. «No, primero, las flores», igual que Ray me recibe cuando vuelvo a casa de un viaje con flores sobre mi mesa, yo debo recibirle cuando regrese del hospital con flores sobre su mesa, debo acordarme de comprar flores en una floristería, ¿begonias en una maceta? ¿Ciclamen? ¿Y qué floristería? Se pueden comprar flores en el centro médico, pero quizá no es buena idea, ¿y si están invadidas del temible olor a hospital? Pienso en estas cosas, planeo estas estratagemas mientras paso de una habitación a otra de la casa iluminada y canto para mí misma -tarareo en voz alta-, hablo conmigo misma -me doy instrucciones detalladas-, porque cuando no hay nadie con quien hablar de forma razonable, salvo dos gatos cansados y desconfiados, hay que hablar con una misma; en mi intenso estado de ansiedad mezclada con alivio -el alivio de estar en casa-, mi voz animosa y vivaz me recuerda sobre todo a la de Jasmine; de pronto recuerdo: «¡El correo!», es urgente colocar el correo de Ray por filas, ordenado -porque el director de una revista recibe mucho correo a diario-, tengo que ordenar ese correo: personal, trabajo, importante, nada importante, fuera toda la publicidad, como una secretaria diligente, abro sobres, desdoblo cartas para que Ray pueda absorber su contenido de un vistazo; desde que Ray ingresó en el hospital he pagado las facturas, una tarea que normalmente hace él, y pongo los recibos para que Ray los vea y los guarde; porque Ray guarda unos archivos minuciosos de nuestros asuntos de dinero; le dices:

– Que no es necesario pagar las facturas de inmediato, en cuanto llegan, puedes esperar, ¡puedes esperar semanas!

Pero está acechante la amenaza del olvido, la amenaza del caos, la amenaza de perder el control por completo; ahora en el jardín nevado hay bultos en sombras como animales agazapados, son paquetes entregados por UPS y FedEx para «Raymond Smith, Ontario Review, Inc.» que no he visto hasta ahora -las dos y veinte de la mañana-, me parece urgente meter los paquetes en casa, me cuesta abrirlos, varios son pedidos sobre los que Ray ha preguntado, así que mañana se los llevaré al hospital -pruebas, galeradas, pruebas de cubiertas; es un placer especial llevarle a Ray algo que ha pedido, algo atractivo, precioso, las pruebas del reportaje de portada del número de mayo de Ontario Review, sobre el artista Matthew Daub, cuyas acuarelas de pequeños pueblos y paisajes rurales de Pennsylvania tanto admira Ray, una cosa que le animará en su sombría habitación de hospital, que podemos compartir, igual que compartimos desde hace más de treinta años la preparación de los números de Ontario Review y los libros que publica Ontario Review Press; en mi estado distraído, miro fijamente las reproducciones de las acuarelas de Matthew Daub y pienso que los artistas visuales deben de ser mucho más felices que los escritores -los escritores y los poetas-, quienes tenemos una relación con el mundo que es puramente verbal, lineal, a través del lenguaje suplicamos a otros a quienes no conocemos no sólo que lean lo que hemos escrito sino que lo absorban, que los conmueva, que les haga sentir…. Y entonces recuerdo con un sobresalto: «¡Posponer el viaje!». Esto es urgente, tengo que posponer nuestro viaje a la Universidad de Nevada en Las Vegas, donde nuestro amigo, el escritor Doug Unger, nos ha invitado a Ray y a mí a hablar ante alumnos del curso de posgrado de escritura; este viaje, planeado desde hace tiempo, es dentro de dos semanas, es imposible ir tan pronto; tal vez más adelante en primavera, o quizá en otoño, ha sugerido Ray -«Dile a Doug que lo siento de corazón, esta maldita neumonía me ha dejado noqueado»-, tengo que enviar un correo electrónico a Doug porque no me siento capaz de llamar a nadie, ni siquiera a los amigos, especialmente a los amigos; y entonces se entromete de pronto otra idea, mientras me dispongo a escribir a Doug desde mi ordenador: «No, Las vísperas», a las tres menos veinte de la mañana. Me apetece poner un CD, Las vísperas de Rachmaninoff, una de las obras preferidas de Ray, una sonora música coral de belleza incomparable que Ray y yo oímos juntos en un concierto hace años -tal vez en Madison, Wisconsin-, cuando acabábamos de casarnos, cuando acababa de comenzar la gran aventura de acumular una colección de discos, unas Vísperas bellas, evocadoras, como una ola, que hace unos meses oí, al volver de un viaje, mientras bajaba de la limusina delante de la entrada, y sonreí al oír esa música tan emocionante que venía de dentro, donde Ray había subido el volumen en su estudio, y pensé: «Sí. Estoy en casa».

11 . Registro de correos electrónicos

16 de febrero de 2008

A Richard Ford

Ray se encuentra claramente mejor pero no quiero tentar la suerte mostrándome demasiado optimista. Richard, gracias por tu apoyo moral. Lo valoro mucho… Quizá podrías (venir desde Maine) y hacer de chófer para todos los que sufren en Princeton. Ésa podría ser tu «nueva fase». A los biógrafos les encantaría. Mucho más fácil que escribir…

Mucho cariño para los dos,

Joyce


(Richard Ford, al oír que Ray estaba hospitalizado, se ofreció amablemente a venir a Princeton y «hacerme de chófer», una oferta tan generosa que me conmovió en lo más hondo aunque por sentido común la rechacé.)


17 de febrero de 2008, 4.08 a. m.

A Emily Mann

Dicen que Ray está mejorando -y creo que es verdad-, pero le queda tanto camino por delante y está tan débil y propenso a las fiebres que temo el futuro; por alguna razón no creo que vuelva a estar nunca «bien», porque esta experiencia ha sido demoledora. Y en cualquier caso tengo que verla como un presentimiento de lo que nos espera de manera inevitable. No consigo dormir de pensar en todo lo que hay que hacer y que dudo que pueda hacer…

Sin embargo, tú has superado una experiencia peor y más prolongada, así que supongo que yo también la superaré. Los pensamientos nocturnos no son productivos, pero ¿cómo evitarlos?

He hecho un pequeño paquete de instantáneas para llevárselas a Ray, para animarlo, y me he encontrado con una foto preciosa de Gary y tú, que hizo Ray hace unos años en alguna de nuestras fiestas… Estoy segura de que debí de darte una copia en su momento.

Con mucho cariño,

Joyce


(El marido de Emily Mann, Gary Mailman, sufrió una infección virulenta después de una intervención llevada a cabo por un médico asociado al Hospital de Cirugía Especial de Nueva York y estuvo hospitalizado diez días más o menos al tiempo que Ray estaba en el Centro Médico de Princeton; la vigilia hospitalaria de Emily y la mía se solaparon unos cuantos días. Gary estuvo a punto de morir y se recuperó poco a poco en casa, a lo largo de varios meses. Pero se recuperó.)

12 . Depósitos de recuerdos

Después siempre reconocerás esos lugares -antes invisibles, indiscernibles- en los que se acumulan los recuerdos.

Todas las salas de espera de los hospitales, las habitaciones de hospital y en particular las áreas del hospital reservadas a los que están muy enfermos: Telemetría, Cuidados Intensivos. No desearás volver a estos lugares en los que el suelo está lleno de depósitos de recuerdos, traicioneros como si estuvieran repletos de ácido. En los rincones de esos lugares, en las sombras. En las escaleras. En los ascensores. En los pasillos y los aseos, que has memorizado sin darte cuenta. En la tienda de regalos del hospital, en el quiosco. Donde te quedas mirando los titulares de los periódicos desconectando ya mientras los hojeas, mientras arriba, en la habitación de tu marido enfermo, un auxiliar está cambiando las sábanas o lavando con una esponja al paciente detrás de un biombo, a no ser que al paciente lo hayan llevado a Radiología para someterle a más rayos X, tiritando y esperando su turno en otro pasillo, en otro piso. Los depósitos de recuerdos se acumulan debajo de las sillas en las salas de espera al lado de Telemetría. Tal vez son las lágrimas que han manchado los suelos de azulejos o han impregnado las moquetas. Tal vez sea imposible quitar esas lágrimas. Y en todas partes, el olor de la melancolía, que es el olor real de la memoria.

En ninguna parte de un hospital es posible andar sin toparse con los depósitos de recuerdos de gente desconocida, su miedo a lo que se avecinaba en sus vidas, sus falsas esperanzas, la euforia incontrolable de sus esperanzas, su repentina comprensión terrible e irrefutable; uno no quiere oír los ecos de sus conversaciones susurradas: «Pero si ayer tenía un aspecto tan bueno, qué le ha ocurrido por la noche…».

Hay que tener mucho cuidado para no toparse con la pena de otro. Vamos a tener que hacer todo lo que podamos para soportar la nuestra.

13 . «No lloro por ningún motivo»

17 de febrero de 2008. Esta mañana, a las 7.50, entro en el hospital, subo en el ascensor, al llegar a la quinta planta giro a la izquierda, hacia Telemetría, sin aliento, corriendo, deseosa de ver a mi marido (porque el primer vistazo de un paciente, en su habitación, en su cama, sin que se dé cuenta, siempre está lleno de significado), con el voluminoso New York Times del domingo para que lo leamos juntos, y al final del ya familiar pasillo, más allá del ya familiar puesto de las enfermeras, está la habitación 541, está la cama de Ray, vacía, sólo el colchón desnudo y sin sábanas.

– ¿Señora Smith? Su marido está en la habitación 539. Le han trasladado esta mañana. Hemos intentado llamarla pero debía de haber salido ya de casa…


De modo que, al entrar en esta habitación -que evidentemente había pasado hace un momento sin mirar dentro-, tiemblo de forma tan visible que Ray se pregunta qué me pasa; la sangre me ha abandonado el rostro, estoy temblando después del shock más profundo que he experimentado jamás, o estoy temblando de alivio, porque aquí está Ray en la nueva cama, en la nueva habitación, una habitación idéntica a la anterior, con una mesilla idéntica y en esa mesilla el jarrón con las flores de los amigos. Ray ya no tiene la máscara de oxígeno, ni siquiera el inhalador nasal, porque su respiración ha mejorado y existe la posibilidad de que le den el alta este martes. Me sonríe, me saluda -«Hola, cariño»-, pero cuando me inclino sobre la cama para besarle siento una ola de debilidad, de pronto empiezo a llorar -un llanto incontrolable-, por primera vez desde que traje a Ray al hospital; tengo el rostro retorcido como el de un niño, en medio de un ataque de llanto angustioso:

– No lloro por ningún motivo, sólo porque te quiero -logro decir balbuceando a Ray-, porque te quiero mucho -y los ojos de Ray también se llenan de lágrimas, y murmura algo así como:

– Con una cosa así, voy a estar fuera de combate dos meses.

Como dos nadadores que se ahogan, nos aferramos uno a otro. Alguien que pasa por el pasillo nos ve y aparta rápidamente la vista. Nunca había llorado tanto y con tanta desesperación. Jamás en toda mi vida adulta. Y por qué estoy llorando, no es más que con una sensación de alivio….

Una cosa así. Fuera de combate dos meses.

Siempre recordaré estas palabras. Porque ésa es la valoración que hace Ray de la situación: la neumonía le ha interrumpido la vida. Estos días en el hospital y su debilidad significan que se va a retrasar su trabajo de editor.

No piensa en el futuro como he estado pensando yo, piensa en el número de mayo de la Ontario Review, la responsabilidad que tiene con los autores cuyos trabajos publica. Cumplir un plazo. Pagar al impresor. Pagar a los colaboradores. Correos, distribución. No piensa en nada tan poco importante como él mismo.

Quizá Ray no es capaz de pensar en sí mismo del mismo modo que una mujer puede pensar en él.

Quizá ningún hombre es capaz de pensar en sí mismo del mismo modo que una mujer puede pensar en él.


– Apóyese en mí, señor Smith. Muy bien. ¡Muy bien!

Una fisioterapeuta llamada Rhoda, una mujer muy simpática, camina con Ray por el pasillo de su habitación para ejercitar los músculos de sus piernas. Después de pasar en la cama varios días, Ray tiene las piernas débiles; es asombroso con qué rapidez empiezan a «atrofiarse» los músculos. Esta mañana he estado diciendo a Ray que hiciera presión con el pie contra mi mano -para ejercitar así los músculos de la pierna-, y él la hizo, hizo mucha presión, a mi juicio; pero Rhoda le está diciendo ahora que, cuando le den el alta, no se irá a casa, sino al Centro de Rehabilitación Merwick, no lejos del centro médico. Ray tiene que recobrar la capacidad de andar normalmente, pero para empezar debe recobrar la capacidad de respirar.

¡Qué extraño nos habría parecido todo esto hace una semana! Este hombre que arrastra los pies, vestido con un pijama de hospital, intentando no hacer una mueca por el dolor, apoyándose por completo en el brazo de una joven fisioterapeuta, tirando de un portasuero.

Mientras Ray camina -inestable, apoyado en Rhoda, pero camina-, pienso: «¡No te caigas! No te caigas, por favor».

En los pasillos de hospital no es raro ver a pacientes que andan despacio, con o sin ayuda, arrastrando los portasueros detrás. Todos estos días, estas horas, ha estado la vía intravenosa metida en el amoratado brazo derecho de Ray, introduciendo el antibiótico que, como una poción mágica en un cuento de los Grimm, tiene el poder de salvarle la vida.

Llega una auxiliar para llevar a Ray a Radiología, donde le tienen que hacer unas radiografías.

Por lo visto, ha aparecido una «infección secundaria» -«de origen misterioso», «nada de lo que preocuparse»- en el pulmón izquierdo de Ray, es decir, en el pulmón de Ray que (antes) no estaba infectado.

– Pero… ¿ésta también es bacteriana?

(Con qué naturalidad me sale este adjetivo: bacteriana. Igual que podría decir infinito, años luz, un trillón de estrellas, con la ingenuidad de quien no es científico.)

La auxiliar sonriente -una joven de piel oscura, alegre y robusta, que según su identificación se llama Rhoda- dice con la enorme sonrisa que dedica a todos los pacientes y familiares de pacientes que le hacen unas preguntas tan ingenuas:

– ¡No lo sé, señora! El médico se lo dirá.

¿Qué médico, me pregunto, el doctor I. o el doctor B.?


Bacteriana. Una cosa que he aprendido -la vigilia de pesadilla me ha dejado esa huella de por vida- es que, más que rodeados por unas formas de vida invisibles y muy voraces, estamos envueltos en ellas en todos los instantes de nuestras vidas, y desde antes de nacer, en el útero, somos contenedores de carne y hueso para esas formas de vida microscópicas que necesitan que les demos calor, calor y alimento; a las bacterias que nos benefician las llamamos, con instinto antropomórfico, «buenas»; a las bacterias que tratan de causar estragos y destruirnos, las llamamos «malas».

Es totalmente ingenuo, inútil e inculto pensar que nuestra especie es excepcional. ¡Destinada a dominar a las bestias de la Tierra, como en el Libro del Génesis!

Infección, otro término problemático. Porque, por definición, cualquier infección es «mala», pero algunas «no son tan malas» como otras.


– Señor Smith, ¿puede girar la cabeza hacia aquí? Muy bien.

Una de las enfermeras está afeitando la mandíbula de Ray, en la que ha crecido una barba de varios días. Es una tarea de la que me habría podido encargar yo o, si lo hubiéramos pensado, podía haberle traído un espejo apropiado para que Ray hubiera podido afeitarse él mismo.

– Su marido es muy guapo, señora Smith. Pero usted ya lo sabe.

Es verdad, sin las gafas, y con los ojos cerrados, Ray está guapo: tiene las mejillas delgadas y muy lisas para un hombre de su edad, la frente con unas arrugas de ceño casi imperceptibles con esta luz. Mientras la enfermera le afeita con destreza y le limpia la espuma, tengo la molesta sensación de que Ray está acostumbrándose muy deprisa al hospital, cada vez más cómodo con la extraña pasividad que suscita la situación, como en La montaña mágica de Thomas Mann, donde el joven alemán Hans Castorp llega de visita al sanatorio para tuberculosos en Davos, en los Alpes suizos, en la década anterior al estallido de la Primera Guerra Mundial, y, como en un encantamiento de cuento de hadas, se queda allí siete años.

Después del afeitado, Ray vuelve al New York Times esparcido por la cama. La visita a Radiología -ha estado allí cuarenta minutos- no parece haberle causado ningún efecto apreciable, no ha sido sino una más de una serie de pruebas hospitalarias, menos invasiva que otras.

Tiene los dos brazos amoratados, descoloridos de la sangre que le han sacado. Incluso para un estoico, las extracciones constantes de sangre son ya dolorosas, pero él no se queja, Ray no es de los que se quejan.

Da la impresión de que no se acuerda de su «leve delirio» del otro día, y yo no voy a recordárselo.

¡Una habitación en la casa de una enfermera! Qué convencido estaba Ray de que era ahí donde le habían llevado, por alguna razón que no podía decir. Prefiero pensar que algún día -tal vez-, cuando esté bien y en casa -y la vigilia en el hospital no sea más que un recuerdo-, le contaré esa idea que tuvo y nos reiremos juntos.


¿Y cómo transcurre el resto de este domingo? Lánguidamente, leyendo, hablando, oyendo música coral en un canal de televisión que pone programas de artes los domingos. Por casualidad, es el mismo programa de música clásica que ponen los domingos por la tarde en la radio y que solemos escuchar en casa.

Una vez, mientras oíamos una grabación de la Misa de Réquiem de Mozart, Ray había comentado, con esa seguridad con la que, cuando uno es joven, puede hablar de la muerte, como si no le tuviera el menor miedo:

– Prométeme que pondrás esta música en mi funeral.

– Pero si dijiste lo mismo de la Misa de Réquiem de Verdi.

– ¿De verdad? ¿De verdad?

Fue hace años. En otra vida. Vivíamos en Sherbourne Road, en Detroit, Michigan. Vivíamos en medio de las consecuencias de los llamados disturbios de Detroit de julio de 1967: incendios, disparos y saqueos a sólo dos manzanas, en Livernois Avenue, una cacofonía terrorífica de sirenas de bomberos, sirenas de policía, gritos y alaridos, la Guardia Nacional desplegada para proteger los edificios municipales con fusiles, un olor acre a humo, fuegos que ardieron durante días, una ciudad norteamericana que era un «polvorín racial», como decían los discursos llenos de tópicos, y que al mismo tiempo era nuestro hogar.

En el hospital, en esta tarde de febrero de 2008, decenios después, no quiero pensar en eso. En nuestra inocencia, nuestra ignorancia.

Habíamos sido muy felices en aquella casa de Sherbourne Road, donde, en un cuarto del piso de arriba -un antiguo dormitorio de niño, con las paredes rosas y sin ningún mueble más que una mesa, una silla de respaldo recto y una sola estantería-, escribí mi novela Ellos mientras Ray iba todos los días a la Universidad de Windsor, en Ontario, Canadá, al otro lado del río Detroit.

Yo daba clases de Lengua Inglesa en la Universidad de Detroit, una institución de los jesuitas en Six Mile Road, a poco más de un kilómetro de nuestra casa en Sherbourne Road. Me encantaban mis clases en la UD y tenía muy buena relación con mis colegas (en su mayoría hombres), pero antes de un año iba a irme para dar clase con Ray en la Universidad de Windsor, donde estuvimos de 1968 a 1978 en una casa de ladrillo de una sola planta, sobre el río Detroit, enfrente de Belle Isle…

Las vigilias de hospital nos inspiran esa nostalgia. Las vigilias de hospital transcurren a cámara lenta y durante ellas la mente vaga en libertad, un globo frágil que sube hacia el cielo como si fuera hacia el infinito.

A media tarde del domingo 17 de febrero de 2008 -cuando cae el crepúsculo y se convierte en noche-, decidimos que hoy voy a irme pronto a casa y mañana regresaré temprano. ¡Qué exhausta me encuentro de pronto!, aunque éste ha sido el mejor día de Ray en el hospital hasta ahora, y nos sentimos -casi- excitados.

¿Le darán el alta para ir a la clínica de rehabilitación el martes? Unos cuantos días en rehabilitación y luego a casa. ¿El próximo viernes? ¿El próximo fin de semana?

Le doy a mi marido un beso de buenas noches. Mi marido tan guapo, con su rostro suave y afeitado. No es ninguna despedida extraordinaria, porque parece muy provisional; voy a regresar a esta habitación dentro de nada.

– ¡Buenas noches! Te quiero.

14 . La llamada

18 de febrero de 2008. La llamada llega a las 12.38 de la madrugada.

Me despierta un teléfono que suena cuando no debe.

Durante mucho tiempo, cuando mis padres vivían y eran ancianos, y su salud iba empeorando, había existido el miedo a un teléfono que sonara tarde, cuando no debía.

Todos conocemos ese miedo. No hay forma de escapar de ese miedo.

Por fin había conseguido dormirme, en nuestra cama y con la luz apagada, qué esperanzados estábamos cuando salí del hospital al anochecer, por primera vez desde el lunes había podido cerrar los ojos y dormir, y ahora esto parece un castigo, mi castigo por confiarme, por bajar la guardia, por salir temprano del hospital; aturdida y con la boca seca me bajo de la cama y voy a la habitación de al lado -que es el estudio de Ray, a oscuras-, donde está sonando el teléfono. Y cuando levanto el auricular -«¿Diga? ¿Diga?»- han colgado.

¿Un número equivocado? Quiero desesperadamente pensar eso.

Casi de inmediato vuelve a sonar el teléfono. Cuando lo descuelgo oigo las palabras, si no la voz -la voz es la de un desconocido, un hombre, con tono de urgencia- que llevo temiendo desde que comenzó la vigilia de pesadilla, informándome de que «su marido», «Raymond Smith», se encuentra en «estado crítico», su tensión arterial ha «caído en picado», sus pulsaciones se han «acelerado», la voz me pregunta si deseo «medidas extraordinarias» en el caso de que el corazón de mi marido se detenga, y yo grito:

– ¡Sí! ¡Se lo he dicho! ¡He dicho que sí! ¡Sálvenle! ¡Hagan todo lo posible!

La voz me indica que vaya rápido al hospital.

Pregunto:

– ¿Está vivo todavía? ¿Está vivo mi marido todavía?

– Sí. Su marido está vivo todavía.

Así que ahora estoy yendo a Princeton en plena noche, por Elm Ridge Road, luego por Carter Road, y a la izquierda por Rosedale; Rosedale, que lleva directamente al distrito de Princeton, a varios kilómetros; estas carreteras rurales, muy transitadas de día, están desiertas de noche, no hay farolas, no hay faros de frente, las carreteras están oscuras, bordeadas de nieve, y voy pensando: «Esto no puede estar pasando. Esto no es verdad». Esto, la llamada que tanto he temido, quería pensar, con una fe infantil en la magia, que, si temía la llamada, si me imaginaba las palabras que me iban a decir en la llamada, entonces la llamada no se produciría; ¡no era algo imposible! Aunque estoy desesperada por llegar a Princeton y al hospital, me obligo a conducir respetando el límite de velocidad, como si hubiera tenido cuidado de conducir despacio y con toda la concentración posible durante la semana pasada, porque sería irónico, sería desastroso que sufriera un accidente en este momento, cuando Ray me está esperando; en mis oídos tengo un rugido a través del cual la voz del teléfono ha adquirido un tono más urgente, casi de reproche. «Todavía vivo.» «Su marido está vivo todavía.» En voz alta digo:

– Todavía está vivo. Mi marido está vivo todavía -con voz de asombro, terror, desafío, «Ray está vivo todavía», qué trágico es ese todavía, qué provisional y desesperado; esta semana me he acostumbrado a hablar conmigo misma, a darme órdenes, a animarme como anima uno a un niño que se cae: «Puedes hacerlo. Todo va a salir bien, puedes hacerlo. ¡Todo va a salir bien!». Cuando me he vestido en el dormitorio para emprender este trayecto frenético, esa voz me aconsejaba en un remedo de calma confusa: «Ten cuidado con lo que te pones, quizá tengas que llevarlo puesto durante mucho tiempo».

En el Honda de un blanco espectral hago ligeras eses sobre la línea amarilla y me paso al otro carril, por algún motivo me cuesta agarrar bien el volante, tengo las manos desnudas, el volante está frío, pero noto las palmas de las manos sudorosas. También tengo dificultades para ver, la carretera, bajo los faros del Honda, se ve borrosa. Creo que me pasa algo en la vista, es como si estuviera mirando a través de un túnel, en la periferia de mi visión hay unas figuras en sombra, más allá de la carretera bordeada de nieve, tengo miedo de que me golpee un ciervo, en esta zona no es raro que los ciervos se adentren en la carretera y a veces incluso se pongan delante de un vehículo, como hipnotizados por las luces. Ahora, mi voz se alza asustada, fina:

– ¿Se va a morir Ray? ¿Se va a…?

No soy capaz de reconocer la posibilidad igual que no soy capaz de reconocer el terror que siento, y la impotencia, la frustración, mientras entro en el distrito de Princeton y el límite de velocidad baja a cuarenta kilómetros por hora. Aquí tengo que esperar muchísimo tiempo, ¡cuánto, cuánto tiempo! ¡Una pesadilla de tiempo perdido!, esperando a que cambie el semáforo rojo en el cruce de Hodge Road y Route 206 -que en Princeton se llama State Road-, no hay tráfico en State Road ni hay tráfico en Hodge Road, no se ve ningún tráfico en ninguna parte, pero estoy obligada a esperar el semáforo, tengo demasiado miedo de saltarme un semáforo en rojo, estoy demasiado condicionada a «obedecer» la ley y sobre todo en un momento así, el semáforo cambia por fin y voy hasta Witherspoon Street, giro a la izquierda y recorro varias manzanas hasta el hospital, por delante de casas a oscuras, consigo aparcar delante del hospital, en la acera, sólo hay otro vehículo aparcado allí a esta hora de la noche. Corro desesperada hasta la puerta principal del hospital que por supuesto está cerrada, el interior está en penumbra, con más desesperación aún corro hasta la entrada de Urgencias que está a la vuelta de la esquina, suelto un aliento como vapor, lleno de pánico, suplico a un guardia de seguridad que me deje entrar en el hospital, me identifico como la esposa de un hombre «en estado crítico» en el ala de Telemetría, le doy varias veces el nombre de mi marido: «¡Raymond Smith! ¡Raymond Smith!», y pienso lo asombrado que se quedaría Ray, lo avergonzado, en el hospital se da demasiada importancia a las cosas, dijo el otro día; el guardia de seguridad me escucha con educación, es de mediana edad, piel oscura, comprensivo, pero no puede dejarme entrar hasta que no haga una llamada, y eso supone cierto tiempo, unos segundos y minutos preciosos, me vienen ideas como mariposas con alas rotas en una sucesión frenética y al azar: «Sigue vivo. Está bien. Está esperándome, voy a verlo, todavía está vivo». Qué frustración, qué extraño, quienquiera que me ha llamado para que viniera al hospital no ha tomado medidas para que me dejaran entrar; ¿tal vez hay algún error? ¿No había que llamar a la mujer de Raymond Smith para que viniera al hospital? ¿Esperan a otra persona? Pero entonces el guardia de seguridad me informa de que a la señora Smith la aguardan en la quinta planta, puedo entrar por una puerta que abre, corro a ciegas a través de ella y me encuentro en el vestíbulo, al principio no reconozco el sitio, en penumbra y desierto, qué raro está, sin nadie, el vestíbulo vacío, el mostrador de información a oscuras, la cafetería desierta; mi corazón, aterrado, late como un puño enloquecido mientras corro hacia el ascensor, subo a la quinta planta, salgo del ascensor terriblemente asustada, giro a la izquierda hacia Telemetría como siempre y siento un gusto frío en el fondo de la boca: «Esto no está pasando, esto no es verdad, claro que Ray va a estar bien». En Telemetría no hay nadie, salvo en el control de enfermería, unas luces, figuras vestidas de blanco, en mi distracción no veo a ninguna enfermera de las que conozco, por cómo me miran, con el rostro impasible, saben -deben saber- por qué estoy aquí, a esta hora de la noche en la que no se permiten visitas en el hospital; y ahora, al extremo del pasillo, ante la habitación de mi marido, veo una imagen que me aterroriza, cinco o seis figuras, profesionales que están en silencio ante la puerta abierta, como si estuvieran esperándome; mientras me aproximo se adelanta una de ellas, una joven médico, una joven de origen indio que me es desconocida, señala en silencio la habitación y en ese instante lo sé, sé que, a pesar de mi prisa frenética, he llegado demasiado tarde, a pesar de mi cuidado en conducir justo al límite de velocidad, esperar a que cambiara el semáforo como un robot programado, he llegado demasiado tarde; entro en trance en la habitación, esta habitación de la que me había ido sólo unas horas antes con total ingenuidad, ignorancia, después de besar la suave mejilla de mi marido y decirle «¡Buenas noches!». Nuestros planes eran que yo llegara pronto a la mañana siguiente -es decir, esta mañana-, iba a traerle pruebas de imprenta del próximo número de Ontario Review, pero ahora Ray no está sentado en su cama esperándome, no está esperándome en absoluto, sino tendido boca arriba, inmóvil en la cama de hospital, que han bajado; me sorprende ver que algo no está bien, los ojos de Ray están cerrados, tiene el rostro lívido y relajado, le han quitado la vía intravenosa del brazo derecho amoratado, no hay monitor de oxígeno, no hay monitor cardiaco, la habitación está completamente paralizada; los párpados de Ray no se agitan cuando entro, sus labios no esbozan una sonrisa, no le oigo decir «¡Hola, cariño!», me acerco a la cama atontada, digo su nombre, le suplico como si fuera un niño:

– ¡Cariño, qué te ha pasado!, ¡qué te ha pasado! ¿Cariño? ¿Cariño?

Porque Ray parece lleno de vida, no tiene angustia ni tensión en el rostro; tiene la cara relajada, sin arrugas; no está despeinado; es verdad que ha perdido peso esta semana, tiene las mejillas más delgadas, hoyos bajo los ojos, que son unos ojos tan hermosos, de color azul grisáceo, azul pizarra, me inclino sobre él mientras yace inmóvil bajo la sábana, le abrazo, le abrazo con desesperación, le beso, lloro por él, le insto a que se despierte, soy yo, soy Joyce, soy tu mujer, le suplico, porque a Ray hay que coaccionarlo, convencerlo, no es un hombre cabezota, no es un hombre inflexible, si pudiera abriría los ojos y me saludaría, lo sé; murmuraría algo divertido e irónico, lo sé; le abrazo todo el tiempo que puedo, estoy llorando, su piel está caliente todavía pero empieza a enfriarse; pienso: «Esto no es posible. Esto es un error»; estoy tentada de sacudirlo, de reírme de él: «¡Esto no es posible! ¡Despiértate! ¡Basta ya!», porque nunca, en toda nuestra vida juntos, ha sucedido nada tan extraordinario entre nosotros; le digo que le quiero, le quiero muchísimo, siempre le he querido; ahora ha entrado en la habitación la joven médico, en silencio; los demás permanecen en el pasillo, mirando desde fuera; en voz baja, pronunciando con exactitud cada palabra, la joven médico cuyo nombre se me ha escapado, cuyo nombre no sabré jamás, me explica que han hecho «todo lo posible» para salvar a mi marido, que acaba de morir hace unos minutos, que sufrió una «parada cardiaca» inesperada, su tensión arterial había «caído en picado» y sus pulsaciones se habían «acelerado», era una «infección secundaria», no la infección original de E. coli, lo que le había hecho subir la fiebre, en las últimas horas, invadió su pulmón izquierdo, invadió el torrente sanguíneo y, aunque intentaron todo lo posible, «no pudieron hacer nada más».

Estoy demasiado anonadada para responder. Estoy demasiado confusa para saber si debo responder. Me cuesta mucho oír la voz de la mujer a través del rugido en mis oídos. Creo que debo de tener un aspecto deshecho, enloquecido, la sangre me ha abandonado el rostro, los ojos están soltando lágrimas, pero no estoy llorando, no estoy llorando de forma normal, con los restos raídos de mi sentido de pudor social, estoy intentando decidir cuál es la reacción adecuada en esta situación, qué debo decir o hacer; ¿qué se espera de ? Sólo más adelante -días después- me daré cuenta de que Ray murió entre extraños, todos esos profesionales reunidos en el pasillo frente a su habitación, desconocidos; el doctor I. no está aquí, el doctor B. no está aquí, el doctor S. -el cardiólogo de Ray desde hace varios años- no está aquí; ninguno de los otros especialistas de enfermedades infecciosas que habían pasado a examinar a Ray y hablar conmigo está aquí; la sonriente enfermera Shannon que tan bien le caía a Ray no está aquí, ni siquiera la parlanchina Jasmine.

Es la 1.08 de la madrugada. Altas horas de la noche del domingo. Ninguno de los médicos titulares está de guardia a estas horas. Ninguno de los profesionales que veo, incluida la joven médico, tiene más de treinta años.

No volveré a saber nada de ninguno de los que habían tratado a Ray esta pasada semana en Telemetría. Ni siquiera el doctor B., que fue el médico que hizo el ingreso y cuya firma descubriré en el certificado de defunción para decir que «Raymond J. Smith» falleció de «parada cardiorrespiratoria, complicaciones de una neumonía. 12.50 a.m. 18 de febrero de 2008».

Es lo que más me horroriza de todo: mi marido murió entre desconocidos. Yo no estaba con él, para consolarle, para tocarle o abrazarle; estaba dormida a kilómetros de distancia. ¡Dormida! Este dato es demasiado tremendo para absorberlo, tengo la sensación de que voy a pasar el resto de mi vida intentando comprenderlo.

– ¿Señora Smith? -la joven médico me toca el brazo. Está diciéndome que, si quiero permanecer más tiempo con mi marido, me va a dejar sola.

En el pasillo, los demás se han dispersado. Miro fijamente a Ray, que no se ha movido, ni siquiera se han agitado sus párpados desde que entré en la habitación. La joven médico repite lo que me ha dicho y desde lejos consigo oírla y responder.

– Gracias. Sí. Muchas gracias.

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