IV. Purgatorio, infierno

«Dondequiera que huya es el infierno; yo mismo soy el infierno.»

Lucifer en El paraíso perdido de Milton

«No existe más que un problema filosófico auténticamente serio, y es el suicidio. Juzgar si merece o no la pena vivir la vida equivale a responder la pregunta fundamental de la filosofía.»

Albert Camus, «Un razonamiento absurdo»,

de El mito de Sísifo


44. «Ni Joyce ni yo podemos ponernos al teléfono en este momento»

¡Hola! Ni Joyce ni yo podemos ponernos al teléfono en este momento, pero si deja un mensaje detallado y su número, le devolveremos la llamada en cuanto podamos. Gracias por llamar.

Este mensaje de contestador, grabado por Ray hace varios años con voz algo apagada, recibe a todos los que llaman, porque últimamente -a finales del invierno y principios de la primavera de 2008- no suelo coger el teléfono.

Lo oigo sonar y no puedo moverme.

El timbre del teléfono me paraliza, dejo casi de respirar hasta que para.

Cuando suena el teléfono, tengo que contener el impulso de salir corriendo.

De irme, de esconderme. En alguna parte.

Es cierto que tenemos identificación de llamada -Ray la instaló en el teléfono de mi mesa-, de modo que debería poder filtrar las llamadas que no me interesan y hablar con mis amigos más queridos, pero muchas veces no estoy cerca de ese teléfono y mi instinto es retroceder, no acercarme a toda prisa.

Muchas veces no estoy de humor para hablar ni con mis amigos más queridos.

Miedo a venirme abajo al teléfono.

Miedo a agotar la capacidad de compasión de mis amigos.

Miedo a comportarme de forma inútil, superflua y embarazosa.

Nadie me ha reprochado que siga usando el mensaje del contestador de Ray, todavía. Aunque varias personas lo han comentado.

Una ha dicho que es un «consuelo» oír la voz de Ray exactamente como ha estado en este contestador durante años.

Una ha dicho -con delicadeza- que es «un poco discordante, desconcertante».

Una ha dicho: «La voz en el contestador es la abstracción más extraordinaria que hay que superar».

Yo no he respondido nada a estas afirmaciones.

Con el tiempo, mis mejores amigos me sugerirán -con tacto y delicadeza- que debería cambiar el mensaje. Una amiga se ha ofrecido a que sea su marido el que vuelva a grabarlo.

Es un consejo sensato, pero ni lo oigo. Nunca respondo, simplemente parezco no oírlo.

Pese a que, con rabia, quiero gritar: ¿borrarías la voz de tu marido de tu contestador? ¡Por supuesto que no!

Tardaré más de año y medio en borrar la voz de Ray del contestador, para sustituirlo por una voz de ordenador (femenina) que hiela la sangre. Pero durante el huracanado año de 2008, la voz de Ray seguirá en su sitio.

En la universidad, en mi despacho del 185 de Nassau, llamo con frecuencia a casa. Primero marco el 9 para tener línea y luego el número. Es un consuelo curioso, pensar que el timbre que suena en casa es indistinguible del timbre que he oído durante años, cuando llamaba a Ray desde este teléfono. Solía llamar a mi marido a casa sin ningún motivo especial, sólo para decir hola, para murmurar «¡Te quiero!» y colgar, y ahora que ya no sirve de nada llamar, vuelvo a marcar el número de todas formas.

Cinco o seis timbrazos y luego el clic, y ahí está la voz de Ray, exactamente como la recuerdo, como había sonado en todos esos años en los que había dado por sentada la grabación, como si fuera un elemento permanente del paisaje, del oxígeno que me rodea: ¡Hola! Ni Joyce ni yo podemos ponernos al teléfono en este momento, pero si deja un mensaje detallado y su número, le devolveremos la llamada en cuanto podamos. Gracias por llamar.

A veces, marco el número más de una vez. Mis dedos se mueven con agilidad, como si estuvieran «diciendo» el rosario.

Las palabras de Ray se han convertido en una especie de poesía, la poesía directa y prosaica típica de Estados Unidos, llevada a la perfección por William Carlos Williams en estrofas columnadas. Presto ávida atención al acento de las sílabas de Ray, la pausa entre las palabras; casi puedo oírle coger aire, puedo ver su expresión facial mientras grababa esos preciosos segundos de sus setenta y siete años, once meses y veintidós días de vida:


¡Hola!

Ni Joyce ni yo podemos ponernos al teléfono en este momento,

pero si deja un mensaje detallado

y su número,

le devolveremos la llamada

en cuanto podamos.

Gracias por llamar.


Pero entonces, cuelgo en silencio.

Sin dejar mensaje.


Cuántas viudas han hecho esta llamada inútil, marcado números que son sus propios números; cuántas viudas han escuchado la voz de su marido muerto una y otra vez….

Como lo harás tú, algún día. Si eres el superviviente.

45. La Orden Militar del Corazón Púrpura

«Sigue moviéndote. No incumplas promesas. El duelo es autocompasión, narcisismo. No te rindas.»

Cada día me fijo un objetivo modesto: superarlo hasta el final.

¿No es ése el principio fundamental de Alcohólicos Anónimos? Un día detrás de otro.

Mi amiga Gloria Vanderbilt me ha consolado así: «Respira poco a poco, Joyce. Respira poco a poco».

Gloria Vanderbilt, cuyo hijo Carter murió de una manera atroz, prácticamente en su presencia.

Poco después de morir Ray, Gloria vino a Princeton a pasar un tiempo conmigo, a acompañarme en el dolor, a darme esperanza, y me dejó una estatuilla de Santa Teresa que le había legado hacía muchos años su adorada niñera, cuando, como en un cruel cuento de hadas de los hermanos Grimm, Gloria era una niña que sirvió de peón en una demanda de custodia ante los tribunales de Nueva York que fue objeto de morbo y publicidad.

La estatuilla de Santa Teresa está en la cómoda de nuestro cuarto. En la cómoda de mi cuarto. Donde puedo verla fácilmente desde mi nido en la cama.

«¡Jesús! ¿Qué demonios hace una estatua de Santa Teresa en nuestro dormitorio? -exclamaría Ray, sorprendido y exasperado-. ¿Me voy unos días y metes una estatua de Santa Teresa en nuestro dormitorio?».

Como todos los católicos que se han apartado para siempre de la Iglesia, a Ray le molestaba mucho cualquier intromisión de su vieja «fe» en su vida post-religiosa.

Pero, como todos los ex católicos, Ray sabría distinguir entre Santa Teresa y la Virgen María.

No puedo explicar qué hace esta estatua de Santa Teresa en nuestra casa. Salvo que la estatua está frente a mí, en mi nido, a menos de dos metros.


3 de marzo de 2008

A Gloria Vanderbilt

La estatua de Santa Teresa resulta asombrosa en nuestro dormitorio. Desprende un aire de calma y belleza antiguas. No puedo creer que me hayas dado una parte tan valiosa de tu vida. He dicho a Elaine [Showalter] y otros que han venido a verla que no me siento merecedora de este regalo, y uno de ellos respondió: «Expresa el amor que te tiene Gloria», una frase que me llegó de pleno al corazón.

Muchas gracias,

Joyce


¡El basilisco!

Ojos vidriosos y frío aplomo de saurio. Totalmente quieto, su corazón de reptil no late apenas.

Una criatura horrible, una especie de lagarto que me invita a la muerte, a morir.

Si duermo a base de pastillas, el basilisco desaparece. Pero cuando me despierto -cuando la consciencia me golpea como un spray antivioladores-, la cosa regresa.

Como el gato de Cheshire en El país de las maravillas: al principio, Alicia ve la exasperante sonrisa suspendida en el aire; luego, poco a poco, el perfil del gato enorme y desgarbado, que va apareciendo.

Así sucede con el basilisco. La mirada fija, que llega lo primero; luego, el resto.

Si tomo Lorazepam en las dosis que me han recetado, estoy segura de que el basilisco desaparecerá. O, si el obsceno monstruo revolotea ante mis ojos, no me trastornará tanto.

Pero si tomo una dosis excesiva del poderoso tranquilizante -o de las pastillas para dormir que me han recetado-, caeré en un sueño profundo, tal vez un coma, y el basilisco triunfará.

Así que estoy decidida a ¡seguir moviéndome!, ¡cumplir mis promesas!

Cuando Ray ingresó en el hospital, anulamos nuestra visita a la Universidad de Nevada en Las Vegas. Pero creo que voy a cumplir el resto de mis compromisos profesionales y mantener el calendario de mi vida anterior hasta donde pueda.

Cleveland, Ohio. Boca Ratón, Florida. Universidad de Nueva York.

Columbia, Carolina del Sur, y Sanibel Island, Florida.

Lecturas, conferencias, visitas para las que me han contratado hace meses. Mi agente ha sugerido cancelar todas mis citas para el próximo medio año, pero le he dicho que no, no puedo hacer eso.


Orgullo de la integridad profesional.

Deseo de que no me consideren débil, rota.

Miedo a quedarme en casa sola.


Miedo a perderme lejos de casa.

Miedo a venirme abajo entre desconocidos.

Miedo a que me «reconozcan»….


5 de marzo de 2008

A Jeanne Halpern

Te llamé hacia las diez de la noche desde una Cleveland envuelta en una tormenta de nieve, después de mi lectura en la Biblioteca de Cuyahoga County, que salió bien a pesar del terrible tiempo; en mi suite en el Ritz -una suite magnífica, con flores-, me inundaron la soledad y el miedo, el hecho de no poder llamar a Ray como hacía siempre en esas ocasiones… Así que te llamé, y contestó Lily; y me alegro de que hubieras salido, porque me habría puesto muy emocional, así que llamé a Edmund White, que inmediatamente me animó con historias de su vida y sus desgracias…

Con mucho cariño,

Joyce


6 de marzo de 2008

A Elaine Showalter

¡Cómo me gustó veros a English y a ti! La mayor parte del tiempo estoy en un estado de angustia, sobre asuntos económicos y legales, y la vida se presenta bastante mal. Ni siquiera con medicación consigo dormir; he tomado una dosis y media de lo que me han recetado y estoy más despierta que nunca, y mañana tengo que dar clase, llevar un coche a Nueva York y ofrecer una lectura… Supongo que, sin Ray, nada de lo que hago parece tener mucho sentido. Pero me encantó veros a English y a ti los dos días. El «día» es mi rato bueno; el resto del tiempo, no estoy tan bien.

Con mucho cariño,

Joyce


Medio en broma medio en serio estoy pensando en enviar un boletín por correo electrónico a mis amigos: «Por favor, no os riáis de mí ni os alarméis, pero ¿podría "contratar" a alguno de vosotros -si pudierais superar los escrúpulos de la amistad y dejar que os pagara de alguna forma- para mantenerme viva un año, por lo menos? Si no…».

Desde luego, esto es sólo medio en serio.

Desde luego, no me atrevo a dejar ver tal desesperación, se dispararían los cotilleos como la pólvora entre nuestro círculo de amigos y más allá, horriblemente más allá, en círculos concéntricos de amigos íntimos, «buenos» amigos, conocidos, colegas, desconocidos, para estallar en internet, relucientes y llenos de morbo para disfrute de todos.


6 de marzo de 2008

A Mike Keeley

¡Mike, gracias! Cuánto te quería Ray. No tenía ni idea de que no iba a volver a vernos a ninguno nunca más; sus últimas palabras (conservadas en mi buzón de voz) son tiernas y optimistas. Me parece increíble. Echo de menos tener compañía, aunque sea una compañía ilusoria y fantasmal (como Harvey, el conejo invisible) en esta casa, que sólo sugiera, no su realidad de hombre, sino cierta esencia luminosa. La mitad del tiempo pienso que debo de haber perdido por completo la cabeza. Otras veces, como anoche, creo que estoy relativamente cuerda. Espero que las cosas sean cada vez más fáciles. Pero el aspecto legal y económico me abruma, y quizá acabe conmigo antes que el aspecto emocional…

Mucho cariño para los dos,

Joyce


Lo que he descubierto: es posible vivir cada día si se divide en segmentos.

Mejor dicho: es posible vivir cada día sólo si se divide en segmentos.

La viuda pronto se da cuenta de que un día entero, tal como lo viven los demás -ese vasto y espantoso Sahara de tiempo infinito-, es imposible de soportar.

De modo que la viuda recibe el consejo de dividir el día en Mañana, Tarde I, Tarde II, Crepúsculo, Noche.

Las mañanas, que una pensaría que son el peor momento, no son tan malas, en realidad, porque la viuda suele quedarse en la cama más tiempo que la gente «normal». Como la viuda es más feliz -es decir, feliz- sólo cuando está dormida -profundamente dormida- en un pozo de fango y brea anterior, no sólo a cualquier recuerdo de la catástrofe en su vida, sino a cualquier recuerdo de la posibilidad de catástrofe, es muy probable que a la viuda le resulte muy difícil levantarse de la cama.

¿Levantarse de la cama? ¿Qué tal abrir los ojos?

Nadie entenderá -nadie, excepto la viuda- que el acto de abrir los ojos es un acto agotador, un acto que requiere temeridad y abandono, un valor poco frecuente, imaginación; al abrir sus ojos, la viuda se compromete a otro día más del asedio permanente, un huracán de emociones que la deja rota y golpeada pero decidida a ser, o parecer, resistente e incluso «normal». Peor aún, después de abrir los ojos viene el acto de levantarse de la cama, que exige, en este estado debilitado, el impulso fanático y la voluntad de un deportista olímpico.

Al principio, me costaba muchísimo tiempo abrir los ojos, y yacía en un estado casi comatoso; tratando de oír con un miedo creciente los sonidos de los vehículos de los servicios de mensajería en la entrada, los pasos de los mensajeros que traían paquetes (indeseados, invariablemente pesados y llenos de grapas) y el timbre de la puerta; una vez, o más de una vez, amigos bienintencionados que venían a verme entraban en el jardín y tocaban el timbre; cuando yo no contestaba, agazapada en el nido desaliñado de mi cama, lleno de papeles, galeradas, libros de la noche anterior, los amigos bienintencionados, como es natural, llamaban a la puerta, golpeaban con los nudillos, y preguntaban, con voces que pretendían disimular su alarma: «Joyce? ¿Joyce?». A veces me había dormido justo cuando empezaba a amanecer, y la intromisión -es decir, la visita del amigo, el amigo bienintencionado- se producía hacia las nueve de la mañana; a veces, después de mi bruma insomne, cuando me había rendido hacia las cinco y me había tomado una pastilla para dormir -no Ambien, todavía, porque me lo estaba reservando, sino Lunesta-, el golpeteo de los nudillos se producía incluso más pronto y me despertaba del pozo somnoliento de absoluto y anhelado abandono con la fuerza de un mazo en la cabeza, lo cual me dejaba paralizada de desesperación y amargura. En esas ocasiones -y hay muchas ocasiones de ésas en la absurda vida de una viuda-, era evidente que, si hubiera podido reunir el valor suficiente para tragar una «sobredosis» de fármacos, si hubiera conseguido orientar todas mis energías hacia un temerario intento de «acabar con mi sufrimiento», el gesto se habría visto bruscamente interrumpido con la llegada inesperada de un amigo. «¿Joyce? ¿Joyce?»

Qué terrible, el sonido de mi nombre. En esos momentos. Porque ser Joyce es, por definición, ser esa que nadie más querría ser.

Joyce Carol Oates posee un sonido todavía más digno de mofa, más melancólico, por lo presuntuoso que es tener tantas sílabas. ¡Qué ridículo!

Pero voy a comportarme de forma razonable, pueden estar seguros de ello. Intentaré comportarme de forma razonable. En cualquier caso, qué opción tengo más que arrastrarme desde los papeles esparcidos sobre la cama hasta el suelo alfombrado, una o dos galeradas, algún ejemplar suelto de Raymond Smith, viejos ejemplares de bolsillo de Pascal, Nietzsche, la Ética de Spinoza (consultada tanto por su capacidad de ayudar al sueño como por la emoción de ver la mente de un lógico ante el reto de «reducir el caos del mundo a la unidad, el orden, la cordura, el significado») y, aunque mi cerebro se ha convertido en una masa de gasa húmeda en la que las ideas enloquecidas se mueven como gusanos, y debo de tener un aspecto como el de un espantapájaros arrastrado por un camino lleno de surcos detrás de una camioneta, me asomo al pasillo (en esta casa de un piso y paredes fundamentalmente de cristal no hay verdaderos sitios en los que esconderse más que los cuartos de baño, el cuarto de la caldera y uno o dos rincones en sombras de otras habitaciones) y grito una respuesta casual y desesperada:

– ¡Hola! ¡Sí, estoy aquí! ¡Estoy bien, estoy estupendamente! ¡Estoy aquí! -y añado con una risita forzada y estoica-: No puedo verte todavía, lo siento, te llamaré después.

El amigo responde:

– ¿Joyce? ¿Estás bien?

– ¡Sí! ¡Sí, estoy bien! Te llamo después.

Y le ruego en silencio: «Por favor, ahora vete. ¡Por favor!».

Pienso: «¿No hay ningún lugar en el que pueda esconderme? ¿No hay ningún lugar, salvo morir?».

Otra mañana, suena el teléfono después de una noche miserable de insomnio que se ha extendido al día como agua feculenta; el teléfono que suena en el cuarto de al lado es el del estudio de Ray, y por alguna razón, en vez de aferrarme a las sábanas y fingir que no lo oigo, me siento obligada a responder, porque podría ser mi abogado, o mi contable, alguna persona de las que han aparecido en mi vida por las infinitas exigencias de los trámites relacionados con la muerte. Me llena de angustia pensar que debo contestar esa llamada, así que entro tambaleándome en la habitación de al lado, a medio vestir, descalza y tiritando, y es mi hermano Fred, que vive en Clarence, Nueva York, no lejos de nuestra vieja granja familiar, ya destruida, en la desolada Millersport -una comunidad rural a unos quince kilómetros al norte de Buffalo-, y por supuesto me encanta hablar con Fred, mi hermano pequeño, que ha sido un gran consuelo para mí, aunque haya sido por teléfono y desde lejos; mi maravilloso hermano que tan bien cuidó de nuestros padres en la última etapa de sus vidas, cuando se instalaron en una residencia de ancianos de Amherst; pero, mientras estoy al teléfono con Fred, aparece un mensajero en la puerta principal, a menos de tres metros, toca el timbre, golpea con los nudillos, y yo permanezco en cuclillas en el estudio de Ray, intentando esconderme, rogando en silencio: «¡Por favor, vete! ¡Vete y llévate lo que sea que has traído, por favor!».


En mi ejemplar raído de Nietzsche figura el famoso aforismo del filósofo: «La idea del suicidio es un firme consuelo; permite pasar muchas malas noches».

Nietzsche dijo también: «Si uno mira demasiado tiempo un abismo, el abismo le devuelve la mirada».

Y, en la casi visionaria voz de Zaratustra: «Muchos mueren demasiado tarde, y algunos mueren demasiado pronto. Todavía suena extraña la máxima: Muere en el momento apropiado».

¡Cuántas veces me han pasado estos aforismos por la cabeza, como descargas eléctricas! Y en momentos inesperados, como descargas al azar.

Sin embargo, incluso en medio de su profunda soledad y la desesperación de su enfermedad y locura prolongada y definitiva, Friedrich Nietzsche no se suicidó.

Tampoco se suicidó Albert Camus. (Según sus principios, Camus murió una muerte peor, una muerte «sin sentido» en un accidente de coche, cuando iba de pasajero. ¡El suicidio habría sido preferible!)

No piensen -si tienen una mente sana y aborrecen la idea del suicidio (como la aborrecía Ray)- que el suicidio es, para otros, una idea «negativa»; en absoluto. El suicidio es una idea consoladora. El suicidio es la puerta secreta por la que uno puede abandonar el mundo en cualquier momento; depende completamente de él.

Porque ¿quién puede impedírnoslo, si el suicidio es verdaderamente lo que deseamos? ¿Quién tiene la autoridad moral, quién puede saber lo que sentimos?

¡La mirada del basilisco! Ésa es la tentación del suicidio. Ése es el rostro de la muerte, el vacío.

Pero, aunque la idea del suicidio es consoladora, también es terrorífica. Porque el suicidio es la puerta secreta que, una vez abierta y franqueada, se cierra detrás y nunca puede volver a cruzarse.

La mirada del basilisco está maldita. Es una tentación a la que debemos resistir.

En este sentido, pensar seriamente en el suicidio es disuasorio. Como lo es pensar en las consecuencias póstumas del suicidio, su efecto sobre las otras personas.

Mi hermano Fred, por ejemplo. Acabo de nombrarle albacea de mis bienes.

Igual que yo soy albacea de los bienes de Ray y he heredado una matriz de responsabilidades muy similar a la responsabilidad que uno siente cuando lleva una pirámide de huevos por un suelo inestable.

Mientras hablo con mi hermano estoy pensando en estas cosas, pero nunca se lo diría a él ni a nadie; nunca impondría una intimidad tan incómoda a nadie. Hace unos días pregunté a una amiga qué haría ella en mi lugar, convencida de que iba a decir: «Me suicidaría, por supuesto», y en cambio hizo una reflexión asombrosa y meditada: «Creo que me iría a vivir a París. Compraría un piso y viviría en París. Sí, creo que eso es exactamente lo que haría».

¡Qué extraño me pareció! Como sugerir a una parapléjica que se dedique al esquí de fondo o a correr maratones.

(El único amigo con el que he hablado abiertamente de estas cuestiones es Edmund White, que ha visto morir de sida a muchos amigos y amantes, y es, cuando escribo esto, la persona de más edad diagnosticada como seropositiva; el querido Edmund, que tiene probablemente un alijo de pastillas fortísimas como el mío, acumulado con los años, y sabe apreciar la advertencia de Nietzsche de que hay que morir en el momento apropiado…)

El mensajero se ha ido. La conversación con mi hermano ha terminado. Ya estoy «levantada» -he salvado el primer obstáculo del día- y me siento casi revivida. Pienso en que Ray solía levantarse entre las siete y las siete y media. Parecía despertarse enseguida, sin ninguna transición; un momento estaba dormido y el siguiente, despierto. Mientras que yo me despertaba poco a poco, despacio, como subiendo de las profundidades marinas a la superficie iluminada; abandonando una región cálida y oscura, compuesta de sueños, para cambiarla por la cruda luz del día. Hasta este último invierno, en el que parecía tener menos energía, Ray había salido a correr unos tres kilómetros todas las mañanas, hiciera el tiempo que hiciera, además de salir conmigo todas las tardes (a correr, caminar, andar en bicicleta, el gimnasio); pero yo nunca tuve la misma motivación que Ray para madrugar. Ni para correr en medio del frío, a veces bajo la lluvia.

Le regañaba cariñosamente:

– ¡Tienes los pies húmedos! Vas a pillar una neumonía.


7 de marzo de 2008

A Jan Perkins y Margery Cuyler

¿Existe algún «grupo de apoyo para casos de duelo» local? Quizá debería probarlo… No estoy segura de poder superar esto sola. Mi personalidad parece desmoronarse. Sobre todo de noche. Normalmente me encuentro bien cuando estoy con otra gente, pero empiezo a venirme abajo en cuanto me quedo sola. Supongo que no acabo de asimilar que Ray no va a volver. Que no está en algún sitio en el que no puedo verlo. Me parece imposible…

Tal vez un grupo como los de AA (qué nabokoviano suena).

¡Perdón por no hablar más que de mí misma! Ésa es la prueba de que estoy desquiciada…

Con cariño,

Joyce


Entre las muchas cosas que no he contado a mis amigos, está que, al día siguiente de la muerte de Ray, esa noche, sin poder dormir, despejé aproximadamente la mitad de mi ropa del armario de nuestro dormitorio.

¡No la ropa de Ray! La mía.

Fui amontonando vestidos, faldas, pantalones, camisas, jerséis, cosas que no me ponía desde hacía un año o más. En algunos casos, desde hacía diez.

Vestidos que había llevado, con Ray, hace mucho tiempo, en Windsor. En Detroit. Cenas, fiestas. Hay fotografías de nosotros dos con nuestra ropa elegante. Con caras de felicidad.

En un frenesí por deshacerme de esa ropa, ropa que había sido nueva, ropa que me había gustado ponerme, de rodillas, con papel de cocina y limpiamuebles, quitando el polvo del suelo del armario.

Tengo el corazón lleno de una rabia ardiente. Por qué me siento tan enfadada, tan cínica: «Ahora estás sola. Todo esto es vanidad, no vale nada. ¡Qué persona tan ridícula eres! Esto es lo que mereces».

La ropa amontonada, metida en una bolsa de basura, para sacarla a la acera. Me parece tan importante deshacerme de estas cosas, sin pensármelo dos veces, que no se me ocurre llamar a ninguna organización benéfica, al Ejército de Salvación; o quizá es que me parece que nadie puede querer mi ropa, nadie puede quererme a .

Al día siguiente, cuando se han llevado la basura, y la ropa, y mi armario está medio vacío, me invade una sensación de pérdida.

¿Por qué he hecho una cosa así? ¿Por qué, con tanta desesperación?

La ropa de Ray la he dejado intacta. El precioso chaquetón de lana gris de Ray, su abrigo de pelo de camello, sus camisas aún envueltas en el papel de la lavandería Mayflower, sus caquis cortos cuidadosamente doblados… Pero hay un cajón de la cómoda lleno de calcetines suyos, creo que voy a regalar los calcetines de Ray, hay una organización de ayuda a los veteranos a la que puedo llamar: la Orden Militar del Corazón Púrpura.

Semanas después, estoy mirando la tarjeta del Corazón Púrpura que han dejado en nuestro buzón. Tiene que ser una coincidencia, pienso.


Necesitamos pequeños artículos domésticos y ropas en buen estado. Recaudamos fondos para ayudar a proporcionar servicios sociales y rehabilitación a los miembros de la Orden Militar del Corazón Púrpura de Estados Unidos. Pueden ser miembros de ella los veteranos heridos, incapacitados y minusválidos, sus cónyuges, sus huérfanos y otros familiares supervivientes.


Me apresuro a colocar los calcetines de Ray (cuidadosamente doblados por Ray después de la colada) en una bolsa de tela. ¡Cuántos calcetines!: calcetines blancos de algodón, calcetines negros de seda, calcetines de cuadros. No soy capaz de regalar las camisas, los jerséis, las chaquetas, las corbatas, pero los calcetines son una cosa mínima, sin identidad ni importancia.

En otras bolsas y cajas pongo más prendas de ropa (mías), artículos diversos como platos, vasos, jarrones, tazas.

No necesito tirar ninguna de esas cosas, pero creo que debo donar algo más que sólo los calcetines a la organización de asistencia a veteranos. Y cuando, a media mañana, aparece una furgoneta en la entrada y el conductor entra a cargar las cosas en el vehículo, siento un destello de terror, la sensación que se tiene cuando uno se da cuenta de que ha cometido un error terrible pero es demasiado tarde; ¡demasiado tarde!

El cajón de Ray ya está vacío. No tengo ni idea de por qué he hecho lo que he hecho. (¿Pensé que necesitaba el cajón?) Me siento mareada, atontada. Podría haber salido corriendo detrás de la furgoneta para pedirle que se detuviera, podría haber recuperado los calcetines (tal vez), pero me ha invadido una especie de parálisis, me he quedado en la ventana mirando, impotente, igual que, junto a la cama de Ray, después de llegar demasiado tarde, me quedé mirándole impotente, con el cerebro repentinamente vacío incluso de desprecio y recriminación hacia mí misma.

El lagarto, el basilisco, que quiere que me rinda, que me muera, me mira fijamente, decidido, a la espera, a sólo unos metros de distancia, pero yo no le miro. No pienso hacerlo.

46. ¡En movimiento!

¡Mantente en movimiento! Ésa es la salvación.

De modo que, en estas semanas de alucinación tras la muerte de Ray, estoy decidida a encarnar a «JCO» con tanta perfección como los replicantes encarnaban a seres humanos en el film de culto Blade Runner. Estoy decidida a encarnar a «JCO» no sólo porque me he comprometido a hacerlo, sino porque -cosa que no creo que confiese en las tandas de preguntas después de mis lecturas y conferencias- es la forma más eficaz de escapar del basilisco.

Y ahí está la cruda realidad. Qué más da dónde estés, no hay ningún sitio en el que no vayas a estar sola y todos los lugares son equidistantes de la muerte.


Cuyahoga County, Ohio. 4 de marzo de 2008. En medio de una tormenta de nieve y vientos que aúllan, hay una atmósfera casi festiva -risas, alegría- cuando el avión con unos sesenta pasajeros empalidecidos que viene desde Filadelfia como una embarcación en un mar tormentoso aterriza -a trompicones, pero sin consecuencias desastrosas- en la pista nevada del aeropuerto de Cleveland.

Voy a tratar de sentirme bien con esto. Voy a tratar de no oír el estribillo burlón que se repite en mi cabeza: «Había una vez un barco, que se hizo a la mar. Y el nombre de nuestro barco…».

Por alguna razón, en contra del consejo de mis amigos y la agente que se encarga desde siempre de mis conferencias, Janet Cosby, he venido a Cleveland a pronunciar una -«La vida (secreta) del escritor: heridas, rechazo e inspiración»- en una velada para recaudar fondos patrocinada por la Biblioteca Pública de Cuyahoga County en un barrio de las afueras de Cleveland, Ohio. No hablo en la biblioteca, sino en el Ohio Theater, un cine de los años veinte curiosamente restaurado, con un techo azul oscuro lleno de estrellas: es la sugerencia de inmensidad, transformaciones mágicas como en un cuento infantil, un enorme espacio con mil butacas, de las que sólo se van a llenar la mitad, por culpa de este terrible tiempo.

– ¡Señora Oates! ¡Muchas gracias por venir! Hemos sabido lo de su marido, lo sentimos muchísimo…

Mis anfitriones son anfitrionas, las bibliotecarias. Muy simpáticas.

En cualquier parte, inevitablemente (¡y pueden citar mis palabras textuales!), las personas más agradables que conozco son siempre bibliotecarias.

No obstante, qué difícil es esto, mantener mi aplomo como «JCO» cuando me hablan con tanta franqueza como a una mujer cuyo marido ha muerto, una viuda.

Qué difícil también es cambiar de tema -desviar el tema-, porque no debo desmoronarme, no en este momento. Sé que estas mujeres tienen buena intención, por supuesto que tienen buena intención, quizá alguna de ellas sea también viuda, pero sus palabras me dejan afectada, incapaz de hablar, al principio. Debo aceptar sus condolencias con cortesía y agradecimiento. Debo comprender que su preocupación es sincera, que no tienen ni idea de hasta qué punto no quiero que me recuerden mi «pérdida», sobre todo en estos instantes.

Poco a poco, «JCO» regresa, o se rehace; el momento más delicado ha pasado.

Estoy pensando en hacerme una camiseta que diga:


SÍ, MI MARIDO HA MUERTO.

SÍ, ESTOY MUY TRISTE.

SÍ, MUCHAS GRACIAS POR SU PÉSAME.

¿PODEMOS CAMBIAR DE TEMA?


Me llevan junto con otras ocho o diez personas, en su mayoría mujeres, a cenar a un club privado próximo al Ohio Theater; nuestra anfitriona -claramente una donante adinerada- me mira casi de forma grosera durante la cena, mientras me interroga sin piedad sobre mi novela La hija del sepulturero, por lo visto el único libro mío que ha leído. Hay personas para las que una obra de ficción es una especie de obstáculo, un reto, un retrato de unas vidas o unas concepciones de la vida diferentes de la suya y que, por tanto, exigen este tipo de agudo interrogatorio. La situación se complica más porque es evidente que la mujer es dura de oído, así que mis respuestas en corteses murmullos caen en el vacío, y levanta la voz hasta un volumen estridente cuando pregunta por qué la familia judía de mi novela, que era de «clase media» en Alemania, se había «rendido» tan deprisa en Estados Unidos y había pasado a ser una familia «de campesinos». Me desconcierta tanto esta pregunta y su curiosa estridencia que tengo que pensar con cuidado mi respuesta. Porque estaban traumatizados por sus experiencias en Alemania, digo. Porque los obligaron a huir de su hogares, a vivir desarraigados, aterrorizados, sufriendo. Los nazis perseguían a los judíos, imagino que lo sabe, ¿verdad? La mujer me mira sin apartar los ojos. ¿Está completamente sorda? ¿Tiene ganas de llevar la contraria? ¿Es una esnob? ¿Una antisemita? ¿O tan sólo obtusa? Sí, dice, con expresión de desdén, pero se empobrecen demasiado deprisa, viven en la miseria. El padre había sido profesor de instituto, tenía que haber estado mejor preparado… Qué extraña conversación, qué desagradable, me recuerda un comentario asombroso que nos hizo un traductor polaco a Susan Sontag y a mí en una conferencia literaria en Varsovia a principios de los ochenta: «Los judíos podrían haberse salvado de los nazis. Pero fueron demasiado perezosos».

Los demás invitados a la cena y las bibliotecarias escuchan en silencio. Me gustaría estar sola, donde fuera, mientras intento explicar a la mujer escéptica que un escritor no presenta a los personajes como deberían ser en un mundo ideal, sino como podrían ser en la realidad; no voy a decirle que La hija del sepulturero está basada en la vida de mi propia abuela -mi abuela judía, la madre de mi padre-, mucho antes de conocerla. Es evidente que la mujer que me hace estas preguntas está acostumbrada a que la tomen muy en serio, porque pronto sale a relucir que su marido y ella han «cenado con los Bush» -es decir, George W. y Laura- en una cena para recaudar fondos, a 25.000 dólares el cubierto; su marido es un «republicano acérrimo», un hombre mayor. Reconoce a regañadientes:

– Supongo que no era fácil encontrar trabajo aquí. En los años treinta.

Sí, respondo. Eso es. No era fácil.

– Jacob Schwart se hizo sepulturero porque no tuvo más remedio.

Sin embargo repite, como si fuera el dato más significativo:

– Sí, pero se rindieron enseguida. Eso es lo que no entiendo.

Me siento furiosa, con ganas de decirle: «¿Y cuánto habría tardado usted en rendirse? ¿Un mes, una semana? ¿Un día?».

Las demás mujeres parecen violentas. Cambiamos de tema. Por primera vez pienso que tal vez ha sido un error venir aquí. Salir de casa en medio de un temporal de nieve para participar en un acto a beneficio de una biblioteca pública en Ohio, en medio de otra tormenta de nieve. Está claro que no tengo la cabeza bien. Esta estúpida conversación con una desconocida, una «republicana acérrima», ¿qué me importa a mí? ¿Qué más me da lo que piense esta mujer? No voy a volver a verla jamás, no voy a volver a Cuyahoga County jamás.

La cena continúa, en tono más ligero. Puedo contar algunas historias, no sobre mí, ni mis desgraciados antepasados judíos, sino sobre otros escritores, amigos, nombres conocidos para los demás comensales, que están deseosos de pasárselo bien y no dejan de decirme lo «agradecidos» que están de que mi avión no se haya estrellado ni yo haya anulado el viaje en el último minuto. «Es lo que esperábamos, la verdad.»

Todo el mundo asiente con vehemencia. Incluso la mujer que tanto ha criticado a mi familia judía. Ellas habrían anulado en circunstancias semejantes, por supuesto.

No puedo explicarles que anular el viaje no era una opción para mí. Porque si lo hubiera hecho, quizá habría anulado el próximo compromiso. Y el siguiente. Y una mañana, no me levantaría de la cama.

Al acabar la cena, he olvidado la desagradable conversación con la donante sorda y me siento casi alegre, satisfecha. Es como si Ray estuviera aquí y me recordase: «Si te ha disgustado, debe de querer decir que puedes sentir. No estás completamente derrotada, deprimida. Una persona deprimida no se enfadaría. ¡Es buena señal!».


Mi conferencia resulta irónicamente oportuna: «La vida (secreta) del escritor: heridas, rechazo e inspiración», centrada sobre todo en las heridas, especialmente en la niñez. Los escritores de los que me ocupo -Samuel Beckett, las Brontë, Emily Dickinson, Ernest Hemingway, Sam Clemens, Eugene O'Neill entre otros- son brillantes ejemplos de individuos que convirtieron sus heridas en arte; no son escritores geniales porque estaban heridos, sino porque, después de estar heridos, supieron transformar su experiencia en una cosa rica, extraña, nueva y maravillosa. Se me llenan los ojos de lágrimas cuando cito la conmovedora frase de Ernest Hemingway, tan profunda que la cito dos veces:


De las cosas que han ocurrido y de todas las cosas que sabes y de todas las que no puedes saber, extraes algo mediante tu capacidad de invención que no es una representación sino una cosa totalmente nueva, más real que cualquier cosa viva y real, y le das vida y, si lo haces bien, le das inmortalidad. Por eso escribes, y no por otra razón.


(Hemingway tenía casi sesenta años, estaba cercano al final de su vida, cuando hizo esta apasionada declaración al joven George Plimpton, que estaba entrevistándole para uno de los primeros números de la revista Paris Review. El sonoro idealismo no encaja con el yo tan herido -incluso mutilado- de Hemingway, su espíritu amargo y resentido, pero ¡qué palabras tan poderosas!)

Durante la charla me sentí sostenida, como siempre, como si se hubieran quedado atrás mis particulares heridas, entre bambalinas; pero después, a solas, al terminar los aplausos, y la firma de libros, y volver a mi hotel sola, ése es el instante peligroso.

Haría una broma sobre ello, si pudiera: «¿Cariño? Estoy aquí en Parma, Ohio. En medio de una tormenta de nieve, y en Snow Road. ¡No preguntes por qué!».

O: «Hay un ramo de flores gigantesco en mi habitación, un fuerte olor a lilas, como en un tanatorio».

Si llamara a Ray, como solía hacer a estas horas, le diría esas cosas, para hacerle reír. Y Ray contestaría:

No te quedes trabajando hasta muy tarde.

¡Vuelve pronto!

Te quiero.

Es verdad que estoy en Parma, Ohio, pero no que estoy, en estos momentos, en el 2111 de Snow Road, que es la dirección de la biblioteca de Cuyahoga County; estoy en un hotel muy agradable en este barrio de Cleveland.

Tampoco es verdad que sepa lo que habría dicho Ray. Seguramente habríamos hablado de las cosas más prosaicas… como solíamos hacer.

Es el primer viaje de trabajo que tengo desde que murió Ray y, por tanto, la primera noche que estoy fuera de casa y no puedo llamarle.

¡Qué implacable, la nieve que cae sobre las ventanas del hotel! ¡Los aullidos del viento! Es muy amable por parte de mis anfitrionas bibliotecarias haber encargado el gran arreglo floral, con sus lilas blancas que emiten un olor exquisitamente dulce… Qué pena me da no tener a nadie con quien compartir estas flores, igual que no hay nadie con quien compartir la lujosa suite ni la cama «king size», del tamaño de un campo de fútbol.

Qué sola estoy; no tengo a nadie a quien llamar, nadie sabe dónde estoy, ni a nadie le importa; es una autocompasión de lo más sensiblera, ya lo sé; pero ¿cómo superarla? No soy el Sísifo de Camus, el «héroe del absurdo» que resiste a la tentación del suicidio a base de aceptar con estoicismo su destino. Hay que imaginarse a Sísifo feliz, dice Camus. Y yo respondo: «¿De verdad? ¿Qué diría el propio Sísifo?».

En la habitación del hotel, que tiene ligeras corrientes -cerca de las estrechas ventanas-, el basilisco está al acecho. Si giro la cabeza, la cosa retrocede, la mirada vidriosa, el aire de terrible paciencia.

Nunca pensaría en «hacerme daño a mí misma» lejos de casa, por supuesto. De modo que estoy a salvo aquí, en Parma, Ohio.

Pero estoy tan angustiada y deprimida, que tengo que llamar a mi amiga Jeanne; coge el teléfono su hija Lily, Jeanne no está en casa; llamo a Edmund White, que sí está en casa, en su apartamento de Chelsea, Nueva York, y no parece sorprendido de que su amiga, la escritora Joyce, le llame a las once de la noche desde Desperation, Ohio.

¡Qué suerte tengo de que Edmund esté dispuesto a hablar a estas horas! Si existe un Mozart de la amistad, ése es Edmund White; el más compasivo, dispuesto a abrirse emocionalmente a sus amigos a cualquier hora; Edmund no juzga, no le importa que le juzguen porque, según dice él mismo, ha superado la vergüenza. En un fragmento sorprendente de My Lives, dice de sí mismo:


En mi búsqueda de ligereza, a veces me siento como un mono araña que se columpia entre los árboles en un mundo cada vez más deforestado. Si lo intento realmente todavía puedo encontrar momentos de frivolidad, de tonterías brillantes, de mera complicidad, incluso de alegría pura y absoluta. Hasta ahora, todavía puedo ver la siguiente rama, pero a veces es muy difícil.


Esa noche, tendida en la cama enorme, con unas sábanas heladas, escucho cómo golpea la nieve contra las ventanas como si fueran unos neutrinos locos, y pienso: «Lo hice. He estado aquí. No he anulado la cita. ¿Y ahora… a continuación?».

47. ¡En movimiento!: «Todavía viva»

Universidad de Nueva York, Nueva York. 6 de marzo de 2008.

No en medio de una tormenta huracanada, sino en una húmeda y fría tarde de invierno.

No jugándome desesperadamente la vida en el cielo sino a bordo de un coche en la New Jersey Turnpike, saliendo hacia el Holland Tunnel, un paisaje familiar a no más de dos horas de casa.

¡Casa! La idea me angustia, me deja sin aliento. En cuanto salgo de casa estoy deseando volver a ella.

En cierto sentido, ahora no tengo casa. Porque el hogar, el lugar de refugio, soledad, amor, en el que vivía mi marido, ya no existe.

Debo recordarme a mí misma dónde estoy y por qué estoy aquí. Donde no hay ningún sitio en el que estar, todos los lugares son iguales.

Mi amigo Ed Doctorow es el anfitrión esta noche. Hablo y leo para un grupo de jóvenes escritores en un «centro de escritores» cercano al campus de la NYU. Hoy ha sido un buen día, un día «seguro»; antes di clase en Princeton, ahora estoy en el centro de escritores de la NYU; es un interludio de varias horas en el que no me obsesiono con ser una viuda sino que soy otra persona distinta, más libre, a la que estos jóvenes escritores neoyorquinos conocen como «Joyce Carol Oates», y, aunque la identidad es una ligera impostura, me resulta familiar y reconfortante como mi viejo abrigo rojo de plumas que llega casi hasta los tobillos y tiene una capucha en la que me puedo esconder.

Este abrigo, mi viejo abrigo rojo, comprado en compañía de Ray hace años, me lo recuerda. Porque éste es el abrigo que llevaba a diario en invierno, durante muchos inviernos, mientras Ray llevaba una de sus chaquetas de L.L. Bean. (Esas chaquetas que ahora cuelgan en el armario del pasillo de casa. Abro a menudo el armario para mirar y acariciar las mangas. Tengo la mente completamente vacía, confusa.) Cuando Ed Doctorow me saluda en público de manera afectuosa, me abraza y me da un beso, me recuerda a Ray, me lo recuerda muchísimo, porque nunca había visto a Ed Doctorow y a su mujer Helen más que en compañía de Ray, durante muchos años.

Estoy tratando de recordar cuándo conocimos a Ed y Helen. Quizá cuando Ed impartió un seminario sobre ficción en Princeton a finales de los setenta. Fuimos a Sag Harbor, en la orilla norte y más alejada de Long Island, a visitar a los Doctorow en su casa de campo.

– Tengo el placer de presentar a mi amiga Joyce Carol Oates…

Así me presenta Ed a los jóvenes escritores, muchos de los cuales son alumnos suyos. Hay un aire festivo en este espacio abarrotado, el entusiasmo y el nerviosismo que los escritores jóvenes -¿los artistas jóvenes?- desprenden. Me gustaría decirles que ser un escritor «establecido» -incluso un «escritor estadounidense importante» (una designación que me resulta totalmente irreal)- no implica confianza, seguridad ni el sentido de quién es uno.

¿Sabe cómo va a terminar una novela cuando la empieza?

¿Alguna vez altera los finales que tenía pensados cuando llega a ellos?

¿Quién ha influido más en usted?

Me sobreviene un miedo descontrolado, va a pasarle algo a Black Mass, el manuscrito inacabado de Ray, va a pasarle algo a la casa en mi ausencia.

Unos vándalos que van a destrozar la casa. Un incendio…

¿En qué está trabajando ahora?

¿Cómo sabe cuando algo va a ser un relato o una novela?

¿Alguna vez ha empezado a escribir una novela que ha acabado siendo un relato?

Cuándo supo que quería ser…

La verdad es ésta: para ser escritor, uno tiene que ser lo suficientemente fuerte como para escribir. Tiene que poseer fuerza emocional y tiene que poseer fuerza física. Ahora que ya no tengo esa fuerza, me parece mal tratar de responder las preguntas de los jóvenes escritores como si fuera una especie de oráculo literario de Delfos…

(Seguro que el oráculo de Delfos sabía muy bien que era un impostor. Todos los oráculos saben que son impostores. Pero cuando otros te hacen preguntas y están deseosos de creer que sabes las respuestas, ¿quién eres tú para romper el hechizo?)

¿De dónde obtiene sus ideas?

¿… su inspiración?

¡Inspiración! Precisamente yo soy la menos adecuada para hablar de inspiración; me siento como un globo que ha perdido el aire, deshinchada, plana. Sin embargo, consigo responder de manera razonable:

– Las ideas salen de cualquier sitio, de todas partes. La vida personal, cosas que se han oído por ahí, noticias de periódicos, la historia…

Lo más extraño e inquietante en mi vida actual, lo que no puedo contar a nadie -para empezar, parecería demasiado trivial-, es que estoy desbordada de ideas para relatos, poemas, novelas -¡novelas enteras!-, que me vienen en destellos como esas alucinaciones que tenemos mientras estamos quedándonos dormidos; estas ideas aparecen, se iluminan y se desvanecen en unos segundos prácticamente cada vez que cierro los ojos. Y estoy segura de que, si tuviera tiempo, si tuviera tiempo, energía, fuerza, «inspiración», podría escribirlas, como he escrito tantas ideas de relatos en el pasado.

Tal vez es un síntoma del insomnio. Tal vez es un síntoma del duelo. Tal vez es una especie de fisura neurológica en el cerebro. Entre el ruido de canciones, versos, voces medio oídas y música… Nunca me he sentido tan «inspirada» y, al mismo tiempo, tan desanimada y exhausta; ni siquiera tengo la energía para escribir esas ideas, y mucho menos para pensar formas de ejecutarlas.

Al acabar la velada, Ed Doctorow me acompaña hasta el coche que va a llevarme de vuelta a Princeton. Me abraza con cariño y vuelve a decirme cuánto sienten Helen y él lo de Ray. Me dicen que habían pensado que iba a anular la cita, y le respondo:

– ¿Por qué iba a cancelar esta noche? ¿Dónde iba a estar si no estuviera aquí? Quiero decir, dónde mejor iba a estar…

Porque pienso: «No tengo un verdadero hogar. Esté donde esté, no tengo casa».


Me equivoco, por supuesto, porque sí tengo una casa. Y tengo mucha suerte, como viuda, de tener esa casa.

¡Piensa en las viudas que se quedan verdaderamente sin casa cuando muere su marido! Esas para las que una especie de sati * no sería lo peor que podría pasarles.

Lo difícil es vivir en una casa que ha perdido su significado, como el aire que se escapa de un globo. Una fuga lenta pero letal. Un día, el globo está deshinchado y ya no es un globo.

Al identificar los libros en la mesita del salón como «libros de Ray» he intentado darles significado, el significado que antes habitaba los objetos pero que ahora ha desaparecido; igual que he intentado inyectar significado en las chaquetas, los chaquetones, las camisas, los pantalones, etcétera, que cuelgan en los armarios de la casa, unas prendas de vestir de hombre, que ¿a quién pertenecen?

El terror a unas simples «cosas» que han perdido su significado es un terror que inunda a la viuda en esos momentos, con más frecuencia desde que he empezado a viajar y vuelvo a una casa vacía.

Porque ninguna cosa contiene un significado; estamos rodeados de simples objetos en los que el significado se ha inyectado. Las cosas nos mantienen cautivos como en una especie de hipnosis, de alucinación.

Toda la casa en la que vivo -en la que ahora vivo sola-, cada habitación, cada mueble, cada cuadro en la pared, cada libro, y ahora -de forma más visible cada día, porque la primavera se acerca inexorablemente como una locomotora-, las campanillas de invierno, los azafranes de primavera y los brotes de tulipanes en el jardín de Ray, también han perdido su significado. Estos objetos, estas «cosas», siento casi odio hacia ellos, resentimiento y repugnancia. Si miro algo fijamente -por ejemplo un espejo-, una especie de pantalla empieza a enturbiarme la mirada. Muchas veces me siento mareada, confusa y aturdida al entrar en casa, al mismo tiempo que me siento muy muy aliviada, feliz de estar de vuelta: «¡Hola, cariño! ¡Hola! Estoy en casa…». Si no tengo cuidado, me choco con una silla o una mesa; tengo las piernas (todavía) cubiertas de cardenales; a veces me falta el aliento como si se hubiera agotado el oxígeno en la casa o se hubiera filtrado un gas tóxico inodoro; tengo problemas de equilibrio, como si el suelo se moviera bajo mis pies. Cuanto más miro un espejo, por ejemplo el espejo del comedor, en la pared contigua a la cocina, más se agita y se difumina el reflejo: ¿es un rostro? ¿O la ausencia de un rostro? Porque yo también estoy borrándome. Sin nadie que me vea, nadie que me llame y me quiera, estoy desapareciendo a toda velocidad.

Los cuadros de las paredes, los grandes óleos de Wolf Kahn. Son los objetos más llamativos de nuestra casa, los que captan inmediatamente la mirada. Los visitantes siempre comentan los cuadros: «¡Qué bonito! ¿Quién es el artista?». A veces me quedo mirando, fascinada. Porque ésa es la magia del arte: puede sacarnos de nuestro interior, puede hipnotizar. Pese a ello, contra toda lógica, he estado pensando en quitar algunos cuadros de las paredes porque me recuerdan de forma muy dolorosa a Ray, a cuando los compramos en Nueva York poco después de mudarnos a Princeton. Hay dos paisajes de Wolf Kahn bastante grandes -un granero de color lavanda y un bosque en otoño- y varios pasteles, todos escenas de Nueva Inglaterra en el fantástico estilo impresionista del autor. El granero de color lavanda lo compramos en una galería de Manhattan, y los otros los compramos al propio artista, o nos los regaló él, cuando visitamos su reluciente estudio blanco en Chelsea. (El estudio de Wolf Kahn está inundado de luz porque él sufre degeneración macular y necesita toda la luz posible cuando pinta. Al ver los lienzos inmensos en las paredes, todos ellos cuadros a medio pintar y todos ellos preciosos pasteles, torbellinos de color, tuve la ingenuidad de preguntar a Wolf Kahn qué sentía al trabajar rodeado de belleza a diario, no enredado en la prosa como un novelista, y Wolf replicó, con aire de explicar una cosa elemental que yo debería haber sabido: «Los lienzos no me parecen bellos. La belleza no tiene nada que ver. Lo que hago es resolver problemas».)

Resolver problemas. Por supuesto. Eso es lo que significa ser humano.


Lo que debe recordar la viuda: la muerte de su marido no le ha pasado a ella sino a su marido. No tengo derecho a apropiarme de la muerte de Ray. Este torbellino de emociones, esta leve fiebre, la náusea, el malestar, ¿qué tienen que ver con la auténtica pena, el duelo? ¿Es auténtica pena y auténtico duelo algo de todo esto? Debo dejar de pensar tanto en el pasado, que no se puede cambiar. Debo dejar de oír esas voces burlonas y tentadoras: «¿Está vivo mi marido? ¡Sí! ¡Su marido está vivo, señora Smith!».

Esta noche tengo que tomar una pastilla, o quizá media pastilla, pero dejar la otra mitad en la mesilla, con un vaso de agua, para las cuatro de la mañana. Por si acaso.

48. ¡En movimiento!: «La boca de la rata»

Boca Ratón, Florida. 9 y 10 de marzo. Siguiendo el principio de que importa muy poco dónde esté la viuda, porque ya no hay ningún lugar en el que la viuda se sienta como en casa, me encuentro en un escenario totalmente irreal, azotado por el viento, «bello», en el sentido en que son «bellos» los anuncios en Vanity Fair: ¡Boca Ratón!

Es el Festival de las Artes de Boca Ratón. Al que Ray y yo estábamos invitados desde hacía meses. Ahora, Edmund White ha tenido la amabilidad de acompañarme. Y mi amigo, el ex editor de Modern Library David Ebershoff, es uno de los participantes. Es un interludio de sólo dos días que pasarán en un suspiro, como el paisaje que se ve desde un vehículo en marcha; lo más memorable será que los invitados a una recepción que se celebra tras la lectura que voy a hacer una tarde están completamente escandalizados, asombrados y excitados y sólo quieren hablar del escándalo de Eliot Spitzer, que esa misma mañana ocupa los titulares en el New York Times.

Porque, como es natural, en esta elegante ciudad costera de Florida, habitada sobre todo por ricos venidos de Manhattan, todo el mundo lee el New York Times.

– ¡Conocemos a la familia! El padre de Spitzer, Bernard, un hombre maravilloso, ¡un devoto padre de familia!, debe de estar destrozado.

– Conocemos a la mujer, a la familia de la mujer…

– Cómo puede hacer esas cosas un hombre a su esposa…

– … su familia…

– … hijas…

Mi hijo…. ¡es igual! ¡Igual que Spitzer! Esas mujeres, las «prostitutas de lujo», esas mujeres terribles, los hombres no pueden resistirse a ellas, es terrible; ¡mi propio hijo! Sé que hace cosas así, está poniendo en peligro a su familia; qué cosa tan terrible…

– Y qué hipócrita, Spitzer…

– Nadie puede soportar a Spitzer, es un chulo, un cabrón…

– … insidioso, despreciativo…

– … como Giuliani…

– ¿Giuliani? ¡Peor!

– No, no es peor que Giuliani. Las ideas políticas de Spitzer son buenas, es un sólido demócrata liberal…

– ¡Es un sinvergüenza! Spitzer. Salga lo que salga de esa investigación, su padre «prestándole» dinero…

– Dinero de campaña que se gastó en putas….

– ¿Qué pasó con eso?… esa investigación…

– ¡Imagínate, el hombre se gastó 80.000 dólares en prostitutas! ¡Se gastó el dinero de campaña en prostitutas!

– Pobre Bernard. Cuando pienso en esa familia…

– ¿Bernard? ¿El padre? ¡Él también es un sinvergüenza!

– ¡No, no lo es! Es un buen padre de familia, un hombre maravilloso, devoto…

Mi hijo se niega a hablar de su vida familiar, no tiene ni idea de cómo está arriesgando su matrimonio, esas «prostitutas de lujo» son como la cocaína, los hombres casados no saben resistirse.

Mientras todas esas conversaciones apasionadas dan vueltas a nuestro alrededor, Edmund White y yo las oímos fascinados y no nos importa ni pizca que se olviden de nosotros. Lo que más nos impresiona es la excitable mujer que -como si Ethel Merman se hubiera bajado de un escenario de Broadway con todo su maquillaje, sus joyas y sus lentejuelas, vestida con carísima ropa informal de diseño y con un cabello del color y la consistencia del algodón de azúcar- habla tan curiosa y francamente de su hijo a un grupo de desconocidos; a Edmund y a mí, en particular, como si, al ser escritores «literarios», pudiéramos mostrar una comprensión y una capacidad de análisis especiales.

– Quizá esto sirva para hacer entrar en razón a mi hijo, lo que le ha ocurrido a Spitzer. Si sucediera algo así en nuestra familia…

Nadie se da cuenta cuando Edmund White y yo nos alejamos poco a poco de la recepción, después de firmar todos los libros nuestros que vamos a tener que firmar, incluso más ejemplares de los que podíamos haber predicho en un contexto semejante. Porque estamos ante un drama real junto al que las estratagemas de la ficción no son más que meras sombras. Nada como el escándalo de otra persona, la destrucción de otra familia y el derrumbe de una carrera pública para conmover los corazones.

Casi he olvidado por qué me siento tan… vacía.

¿Por qué me siento como si estuviera recuperándome de… una gripe muy latosa?


Una amiga me ha escrito esta conmovedora carta:


Sufrí una crisis nerviosa cuando tenía veintiocho años y, además de los ataques de ansiedad, tenía insomnio agudo. Era porque estaba atravesando un cambio interno trascendental, y recuerdo que el insomnio era un infierno. Duró unos seis meses y apenas podía aferrarme a los flecos de cordura durante el día. Me sentía trastornada y me preguntaba si volvería a ser normal alguna vez. Era aterrador, y los síntomas parecen similares a los tuyos… Me sentía como la fontanela de un recién nacido, con un agujero que se cierra muy despacio, y uno no se siente en terreno firme hasta que las placas del cráneo se han soldado. Mientras el agujero sigue ahí, parece que te vas a caer al abismo, completamente a solas. Así que (creo) quizá te sería útil que tus amigos se turnaran para pasar unos días en tu casa contigo. También creo que un grupo de apoyo podría ayudarte… Debes saber que nuestros corazones están por completo contigo y que nos gustaría apoyarte como sea que podamos ayudar.


¡Pasar un tiempo en mi casa conmigo! Qué palabras tan inquietantes.

Me siento agradecida pero terriblemente violenta -y avergonzada- de pensar que mis amigos hablan de mí; es evidente que están preocupados por mí, y casi no les he dejado ver lo desesperada, frenética e irreconocible que estoy.

¿Es una especie de terapia, o es coincidencia (pero en la vida mental, según indica Freud, no hay coincidencias) que el relato que estoy escribiendo, con una lentitud exasperante, que me costará literalmente semanas, meses, hable del suicidio? Una joven poetisa abandonada por su amante, empujada por la depresión, la furia, la locura, a suicidarse…

¡El romanticismo del suicidio, para los poetas! La intensidad, las extáticas expectativas que no pueden sostenerse, el sentirse devorado por el lenguaje, la «música», el terror de que pare la «música».

O ha parado, sin que el poeta lo sepa.

Pero mi relato no trata de la pérdida de la «música», o no del todo; trata de una mujer abandonada por su amante que es además el padre de su hijo… Un hijo al que ella está pensando en matar, junto consigo misma… De modo que la situación es muy distinta de la mía.

O al menos, eso quiero pensar.

No voy a suicidarme. ¡Ni siquiera tengo un plan claro y coherente!

Porque un amigo filósofo me ha dicho -advertido- que «tomarse unas pastillas» no es buena idea.

No sabes cuántas pastillas tienes que tragar, dijo. Te entran náuseas y vomitas, caes en un coma y, cuando te despiertas, tienes daños cerebrales, y entonces ya nunca tienes la oportunidad de suicidarte.

¡Qué conversación tan extraña y objetiva fue! Y estábamos en un restaurante, rodeados de comensales alegres y amistosos.

Yo no le había dicho nada del alijo de pastillas. Pero él parecía saberlo.

O tal vez -éste es un pensamiento repentino y aterrador- acumular pastillas es de lo más normal, todo el mundo lo hace y por el mismo motivo.

Formas seguras de cometer suicidio, dice mi amigo filósofo, hay pocas. Una bala en el cerebro, podríamos pensar: «Pero puedes fallar, y necesitas un arma»; tomarse unas cuantas pastillas antes de meter la cabeza en una bolsa de plástico que atas lo más fuerte posible: «Pero es complicado e incómodo, puedes sentir pánico y cambiar de opinión».

Es posible que el suicidio sea un tema tabú, pero hablar así de él posee un elemento de humor negro. Intentamos darle un aire demasiado informal, o demasiado sombrío. Incluso la mera insinuación parece falsa, infantil, una forma de llamar la atención.

¡Por supuesto que no lo digo en serio! Muy poco de lo que digo lo digo en serio.

Por supuesto, fantaseo… No puedes tomarme en serio, por Dios.

Hay un filósofo -¿Leibniz?- que aseguraba creer que el universo está constantemente desintegrándose y reagrupándose, durante toda la eternidad. No recuerdo si también creía en Dios; supongo que sí, si es Leibniz, era a finales del XVII. Como metafísica extravagante, ésta no es de las peores. Despreciarla por ilógica, arbitraria e indemostrable no tiene sentido. Así que he empezado a pensar en mi yo -mi «personalidad»- como una entidad que se desintegra cuando estoy sola y sin otros que me perciban; pero luego, como por arte de magia, cuando estoy con otros, mi «personalidad» se reagrupa.

Como alguien que debe avanzar por la cuerda floja, sin red, rápido, antes de que se caiga, pero no demasiado rápido.


Caminando con Edmund White por la playa, andando por la arena húmeda, la víspera de irnos de Boca Ratón, Florida, hablamos de Ray, a quien Edmund conocía bien; y hablamos de Hubert, el amante francés de Edmund, que murió de sida hace unos años, sobre quien escribió en su novela The Married Man con una sinceridad a toda prueba; hablamos de cómo nos parece a los que hemos «sobrevivido» que una parte de nosotros ha muerto con nuestros seres amados y está enterrada con ellos, o hecha cenizas. La muerte es el hecho más obvio, común, banal de la vida y, sin embargo, ¿cómo hablar de ella, cuando nos toca tan de cerca? Cuando uno muere, y otro vive, ¿qué es esta «vida» que nos queda? Durante mucho tiempo, dice Edmund, parecerá irreal. Es irreal, al lado de la intensidad del amor que hemos perdido.

Por eso es maravilloso tener un amigo como Edmund, con quien puedo hablar de estas cosas. Y Edmund es un compañero de lo más alegre y me hace reír. Y me hace olvidar la voz furiosa dentro de mi cabeza: «¡Esto no está bien! No puedes disfrutar esto. Si Ray no puede estar aquí junto al océano, no está bien que tú sí puedas estar. ¡Lo sabes!».

Esa misma noche, oímos al joven y asombroso pianista chino Lang Lang interpretar a Chopin. Más tarde aún, en mi suite del hotel, viendo Lockdown -un documental duro y descarnado de un canal de cable sobre una cárcel de máxima seguridad para hombres en Illinois, que ni Edmund ni yo habíamos visto antes-: «¡Esa gente está peor que nosotros!».

Y quizás a las once de la noche cambiaremos a CNN para ver cuáles son las últimas revelaciones morbosas sobre el escándalo de Eliot Spitzer.

49. ¡En movimiento!: «La wonder woman de la literatura norteamericana»

Columbia, Carolina del Sur, 19 de marzo de 2008.

Y ahora estoy en la acogedora compañía de Janette Turner Hospital, que me ha invitado a dar una lectura en la Universidad de Carolina del Sur en conjunción con su enorme clase sobre escritores estadounidenses contemporáneos; la novela mía que han leído es Niágara, pero algunos han leído también hace poco La hija del sepulturero; hay una nube de aplausos, apretones de mano y rostros sonrientes, me siento eufórica, flotando, porque qué fácil es, qué natural, sonreír cuando sonríen otros. La viuda tendría que tener una depresión clínica o estar catatónica para no reaccionar.

– ¡Señora Oates! Es usted mi escritora favorita, la primera novela suya que leí fue Ellos….

– ¡Señora Oates! He leído todos sus libros, mi favorito es Blonde….

– El cumpleaños de mi hermana es el domingo, puede poner «Feliz cumpleaños, Sondra», la firma y la fecha, gracias…

Un runrún de voces, un rugido en mis oídos, aunque parece que sonrío y la verdad es que estoy muy contenta de estar aquí, sea quien sea «Joyce Carol Oates» o fuera lo que fuera, estoy muy contenta de ser ella, si ésa es la persona a la que se presta tanta atención, por lo menos durante esta hora afectuosa, acogedora y pasajera.

Estoy tratando de recordar cómo era -no sería hace mucho tiempo, un mes y un día- sentir que estaba viva; sentir que era una persona real, y no este simulacro de persona; sentir que, si no me retiro pronto a mi habitación del hotel, me desintegraré en pedazos que rebotarán por el suelo. Y, sin embargo -ésa es la vanidad (secreta) de la viuda-, creo que sólo ahora, en este estado disminuido pero totalmente lúcido, se me permite ver las cosas como verdaderamente son.

Porque cuando Ray vivía, incluso cuando no estaba conmigo, nunca estaba sola; ahora que Ray ha muerto, incluso cuando estoy con otra gente, una multitud de otras personas, nunca estoy no sola.

«La cura para el sentimiento de soledad es estar solos», dice Marianne Moore. ¡Pero cuánto miedo me da la soledad en estos momentos!


Hace muchos siglos, los escritores aspiraban a obtener una especie de inmortalidad mediante sus escritos; los sonetos de Shakespeare están llenos de esta esperanza, y los últimos versos de las Metamorfosis de Ovidio muestran esa reivindicación de forma casi desafiante:


Ya he hecho mi trabajo. Perdurará,

confío, más allá de la cólera de Júpiter, el juego y la espada,

más allá de la voracidad del tiempo…

Parte de mí,

la mejor parte, inmortal, ascenderá

sobre las estrellas; mi nombre será recordado

donde el poder romano gobierne tierras conquistadas,

me leerán, y por los siglos de los siglos,

si son ciertas las profecías de los bardos,

estaré vivo eternamente.

(Ovidio, Metamorfosis, «Epílogo»)


En la época contemporánea -al menos en Occidente-, no es sólo que la mayoría de los escritores no crea ya en nada parecido a la «inmortalidad», ni para nuestros libros, ni para nosotros; es que una afirmación así, o incluso un deseo así, tiene un tinte irónico y cómico. Quién podía imaginar, en tiempos de Ovidio, en el siglo I a. C., que un día existiría un mundo en el que las palabras «el poder romano gobierne tierras conquistadas» no tendrían ya ningún significado, como el dios de dioses, «Júpiter». Es triste consuelo -mucho más triste que consuelo- saber que nuestros libros se traducen, se venden y es de suponer que se leen en muchos países, incluso cuando la vida del autor está destrozada; y qué «buena noticia» tan irónica es saber, por un mensaje de correo electrónico recibido la víspera del cumpleaños de Ray, la semana pasada, que en la Powell Library de la Universidad de California en Los Angeles acaba de montarse una muestra muy esperada de la colección que posee el escritor y entrevistador Larry Grobel de mis libros bajo el título joyce carol oates, la wonder woman de la literatura norteamericana («… a lo largo de Cuatro decenios, ha escrito más de ciento quince libros, cincuenta y cinco novelas, más de cuatrocientos relatos breves, más de una docena de libros de no ficción y ensayos, ocho libros de poesía y más de treinta obras de teatro…»).

Cómo se habría sonreído Ray, o directamente reído: «La wonder woman de la literatura norteamericana».

Lo que ha perdido la viuda -a otros puede parecerles una pérdida insignificante- es la posibilidad de que le tomen el pelo.

De todas las categorías de seres humanos, la viuda es a la que con menos probabilidad van a tomarle el pelo, de la que menos van a reírse.

Es la víspera del cumpleaños de Ray, el 11 de marzo. Mañana habría cumplido setenta y ocho años.


Janette me confiesa que no sabe cómo soportaría la muerte de su marido, un profesor jubilado, especialista en sánscrito, en historia comparada y en filosofía de las religiones mundiales, que había dado clase en la Universidad de Queen, en Kingston, Ontario; piensa que quizá «me acurrucaría en posición fetal y me taparía la cabeza con las sábanas durante un par de meses».

Y pienso: «¡Sí! Qué imagen tan atractiva».

Janette me lleva en su coche a un acto. Janette habla conmigo como suelen confiar una en otra las mujeres que no tienen mucho tiempo para estar juntas: hay que decir cosas importantes, y deprisa. Me habla de una buena amiga suya que perdió a su marido de forma inesperada y se ha vuelto depresiva y agorafóbica.

¡Agorafobia! Pienso: «Eso es algo que podría probar a continuación».

La perspectiva de quedarme en casa, esconderme en casa, en vez de este viajar frenético… Viajar, tras la muerte de mi marido, es el rostro exterior de mi locura, igual que mi locura es el rostro interior de mi pena. Pero se considera que viajar es «profesional», se respeta, lo que no se respetaría sería que me quedara en casa.

Agorafobia: miedo a los espacios abiertos. Claustrofobia: miedo a los espacios cerrados.

¡Qué infernal sería que los dos estuvieran unidos! Porque al menos en la agorafobia habría cierto consuelo primitivo. Igual que un animal herido o moribundo se esconde para estar solo, la persona abatida tiene ansia de soledad, para morir de ella o para curarse.

La agorafobia es una dolencia más frecuente en las mujeres que en los hombres, entre tres y cuatro veces más frecuente. No puede ser porque los hombres sean menos neuróticos y dados a las fobias que las mujeres, sino que debe de ser porque tradicionalmente no han tenido más remedio que salir de casa para «ganarse la vida», mientras que las mujeres, las esposas y las madres, tradicionalmente «se quedaban en casa»,

En algunas culturas fundamentalistas, las mujeres son casi prisioneras de su hogar: prisioneras de su/nuestro sexo. Es, llevada al extremo, la misma situación de la que el «ama de casa» de la cultura contemporánea estadounidense es un ejemplo más liberal y aparentemente más liberado. En nuestra cultura, ser una reclusa se ve como una decisión voluntaria (y malsana); para ser una reclusa patológica hace falta al menos una persona que lo facilite, por lo general un familiar. Alguien que esté dispuesto a ganar dinero, hacer la compra, hacer de mediador entre la agorafóbica y el mundo exterior.

Pienso en Shirley Jackson, brillante escritora, terrorífica y divertida y «feminista» en una era -los años cincuenta- anterior a que empezara a instaurarse el «feminismo» como forma nueva y revolucionaria de que las mujeres reflexionaran sobre sí mismas; terminó su vida siendo una agorafóbica aguda, incapaz de dejar ni el miserable dormitorio de su casa en North Bennington, Vermont.

No es que Shirley Jackson hubiera «perdido» a su marido en sentido literal; salvo por el hecho de que Stanley Edgar Hyman le fue abiertamente infiel en múltiples ocasiones, a menudo con sus devotas alumnas de Bennington.

Una muerte de lo más horrible: obesidad mórbida, adicción a las anfetaminas, alcoholismo. Durante meses, Shirley Jackson había permanecido escondida en su mísera habitación; ¿con la complicidad de Hyman? Desde luego, él no sentía más que indiferencia hacia ella por aquel entonces, antes de que la encontrasen muerta, con el corazón detenido, a los cuarenta y nueve años.

Y está el caso de Emily Dickinson, cuya retirada del mundo fue inversamente proporcional al florecimiento de su poesía revolucionaria. Encerrada -¿protegida?- entre las paredes de la casa familiar en Amherst, Massachusetts, Dickinson vivió al mismo tiempo recluida y «libre» -en medio de las tareas domésticas y el cuidado de parientes moribundos- para crear su poesía.


En mi flor me he escondido,

Para que, al desaparecer de tu florero,

Tú sientas por mí, sin sospecharlo,

Casi una soledad.

(903)


Dickinson dijo a su sobrina Mattie que lo único que necesitaba hacer era retirarse a su habitación, cerrar con llave y «¡libertad!». Sus familiares pensaron que su retirada gradual del mundo era «algo que había sucedido porque sí», no a consecuencia de ninguna deficiencia ni anomalía de su personalidad.

¡Qué extraño que me sienta cercana a Emily Dickinson cuando, para un observador neutral, parecemos totalmente distintas!

Sin embargo, igual que «el hombre de acción perfecto es el suicida» -en palabras de William Carlos Williams-, la persona más obsesivamente «en movimiento» quizá esté resistiéndose a la llamada de la agorafobia.


Cuando llegamos a la bella casa de Janette, sobre un lago, cuando me enseña las soleadas habitaciones, y le doy la mano al marido, me desgarra el corazón pensar en que toda esta belleza, estos muebles minuciosamente escogidos, estas alfombras de colores, los cuadros, los libros, todo lo que convierte esta casa en un hogar, le parecerían horribles a Janette, una burla -como las cosas de mi casa me parecen una burla a mí-, si perdiera a Cliff.

«¿Estoy loca pensando estas cosas? ¿En este momento?»

Para la viuda, todas las esposas son futuras viudas. Nuestra mirada es la mirada del basilisco, la que conviene evitar.

Esta noche, en mi habitación del albergue en la Universidad de Carolina del Sur, en la alta cama con dosel que me recuerda a un trineo antiguo, me inundan la mente frases de Emily Dickinson. No sé si estoy despierta o dormida; o en parte despierta y en parte dormida; ese estado poroso del alma en el que la poesía es la expresión más natural y el poeta habla en nombre del alma in extremis:


El cerebro, dentro de su surco

Está tranquilo, y real;

Pero si gira de pronto una esquirla,

Te sería más fácil


Poner una corriente en su sitio

Cuando las aguas han hendido las colinas

Y se han cavado una pista

Y han pisado los molinos

(556)


A la mañana siguiente, de camino al aeropuerto de Columbia -Cliff conduce, Janette está en el asiento del copiloto y yo en el asiento trasero del coche de Cliff-, me oigo decir que, por lo menos, no tengo que volver a preocuparme cuando vuele, como hacía siempre cuando Ray estaba esperándome en casa.

– Siempre pensaba: ¿y si el avión se estrella? Entonces no volveré a ver a Ray. Pero ahora no tengo que preocuparme más por aviones que se estrellan. No me preocupo en absoluto.

Pretendía mostrarme animada, alegre. Pretendía hacer reír a Janette y Cliff. Pero el incómodo silencio en el coche indica que he dicho algo inapropiado y he hecho que mis anfitriones se sientan violentos, y de pronto estoy deseando volver a casa.

50. ¡En movimiento!: «No puede sentarse aquí»

Sanibel Island, Florida. 20 de marzo de 2008.

La ventosa y soleada Sanibel Island, en la costa del Golfo, a la que he venido invitada por la Biblioteca Pública de Sanibel Island; entre las bibliotecas de pueblos pequeños, no creo que haya otra tan espectacular en todo el país. En cuanto me registro en la habitación del hotel, una suite -en realidad, un pequeño apartamento con una minicocina y un balcón que da a una vista increíble de la playa, el mar y el cielo-, me pongo una chaqueta, una gorra y zapatillas y salgo a correr mientras las olas heladas me salpican y me sobrevienen epifanías como si hubiera recorrido cientos de kilómetros para tener estas revelaciones: «Ray no fue desgraciado, Ray no experimentó su muerte como la estás experimentando tú, no experimentó el vacío que estás experimentando tú, no sabía lo que se avecinaba, así que no sufrió; Ray fue feliz en su vida, le gustaba su trabajo, su vida doméstica, Ray adoraba su jardín, no sufrió la pérdida de significado que siente quien le ha sobrevivido; se definía en función de ese significado que tú le proporcionabas; en ningún momento de su vida contigo dejó de ser amado, y lo sabía; para Ray, su muerte no fue una tragedia sino una culminación».

¡Es verdad! Esta lógica me abruma de tal modo que he empezado a tiritar, a estremecerme de forma casi convulsiva de la emoción, creo que debe de ser emoción, porque estoy convencida de que este razonamiento es verdad: Ray no fue desgraciado, sólo lo eres tú. Piensa en Ray y no en ti, por una vez…

La viuda es una persona que tiene este tipo de epifanías con frecuencia. La viuda es una persona a la que le sobrevienen estas perlas de sabiduría, revelaciones profundas y «verdades», con una intensidad desconcertante. Cuando se ve a la viuda mirando fijamente al espacio, como si escuchara algo que nadie más puede oír, uno puede estar seguro de que la viuda está recibiendo estas revelaciones como una persona dormida recibe los sueños o un esquizofrénico experimenta alucinaciones.

En los días inmediatamente posteriores a la muerte de Ray, me sentía como materia inerte bombardeada por ondas radiactivas, cada minuto una revelación aguda y profunda, ¡revelaciones de vértigo!, salvo que se evaporaban y desaparecían casi de inmediato.

¡Así que esto es la vida! ¡La vida está… limitada por la muerte!

¡La gente se muere! ¡La gente se muere y desaparece! ¡Todos vamos a morir!

Todos sufriremos, y todos….

Es una lástima, se podría decir que es injusto, que las revelaciones más desgarradoras sean completamente banales y corrientes. Así que la viuda debe afrontar el hecho de que, aunque está conmocionada hasta las raíces de su propio ser, y la claridad de la pena la inunda a intervalos irregulares, frecuentes e impredecibles, lo único que puede saber de la experiencia es una serie de palabras conocidas.

… sufriremos, y todos moriremos. Y….

Sólo que ahora, volviendo al hotel, con el cielo ya oscuro, lleno de nubes tormentosas y gordas del color de las ollas manchadas, y la espuma de color plomo, toda esa seguridad se ha difuminado, y toda esa alegría espuria, y las ideas que me asaltan ahora son despreciativas, deprimentes: «¡Tú! ¡Eres ridícula! Tratando de animarte a ti misma cuando el único dato significativo de tu vida es que estás sola. Eres una viuda y estás sola. No estás preparada para estar sola porque creías que te iban a amar, proteger y cuidar para siempre. Pero ahora eres una viuda, lo has perdido todo. Tu corazón no está roto sino marchito. Haces el ridículo volando a todas partes, dando "charlas", "lecturas", porque tienes terror de quedarte en casa. Tienes terror de leer la novela de Ray porque tienes terror de descubrir en ella algo que te altere. Eres demasiado cobarde para quedarte en casa, intentar trabajar, escribir, tienes terror de no poder. Eres una fracasada, eres una mujer sin amor que ya no es joven, no vales nada, eres escoria. Y eres ridícula…».


– … esta tarde, nuestra invitada… «Joyce Carol Oates»… ha creado algunas de las «obras de ficción más imperecederas de nuestra época»… nacida al norte del estado de Nueva York, en la actualidad reside en Princeton, Nueva Jersey… ganadora del National Book Award, el Prix Femina… autora de demasiados títulos como para enumerarlos…

La simpática bibliotecaria que está presentándome no se burla de mí, lo sé. Intelectualmente, lo sé. Pero los increíbles elogios que dedica a «JCO», las listas de premios y galardones, citas de revistas, de críticos como Henry Louis Gates Jr. y Elaine Showalter, tienen cierto aire ridículo; a mitad de discurso, tengo la impresión de que los espectadores van a empezar a reírse, a mover las cabezas con aire burlón: «¡Tú! ¿Piensas por un momento que nos creemos todas esas cosas tan ridículas sobre ti?».

Pero los espectadores se muestran muy educados, incluso entusiastas. Me satisface ver que forman un público muy numeroso. ¿Qué voy a decirles? ¿Leo algo? Qué desolados se quedarían los habitantes de Sanibel Island si les contara lo que me han revelado mis epifanías en la playa; si dijera: «Sí, es verdad que antes era escritora, una escritora con una reputación desigual, controvertida es el adjetivo más amable. Pero ahora, ahora ya no soy escritora. Ahora no soy nada. Legalmente soy una viuda, ésa es la casilla que debo marcar. Pero aparte de eso, no estoy segura de existir».

Mientras me dirijo a los residentes de Sanibel en una imitación impecable de mi identidad de escritora (¡eso espero!), me descubro examinando la sala como si buscara… ¿qué? ¿A quién? En los lugares públicos tengo la sensación de buscar a alguien que falta, me pregunto si voy a pasarme el resto de mi vida buscando a alguien que no está…

Siento como si me faltara algo visible: un brazo, una pierna. O como si tuviera parte del rostro emborronado y distorsionado como en un cuadro de pesadilla de Francis Bacon. Como si lo hubiera encontrado en un pronóstico cruel y escueto en una galleta de la fortuna, se me ocurre que «no hay una sola persona en esta sala que estaría dispuesta a ocupar tu lugar: el de viuda».

Mientras hablo, me llaman la atención los hombres mayores, de pelo blanco, que están en el público, unos hombres quizá de la edad de Ray, aunque Ray no tenía el pelo blanco, sino oscuro con canas plateadas; en esta comunidad de jubilados con dinero en Florida, hay numerosas personas mayores, ancianas, que van con bastón y andador, en silla de ruedas… Se me ocurre una idea extravagante: que voy a conocer a un hombre, un anciano, un hombre en silla de ruedas, y voy a tener una segunda oportunidad con él; no pude llevarme a mi marido del centro de rehabilitación a casa, no llegué a «cuidarlo» ni un día.

Pero es una idea absurda, incluso en teoría; ningún anciano con necesidad acuciante de una enfermera o acompañante habría venido hasta la biblioteca de Sanibel por sí solo. Y en efecto, cuando miro con más atención, cada hombre anciano o enfermo lleva un acompañante.

¿Puede haber algo más ridículo que mirar con envidia a desconocidos en sillas de ruedas? Nadie puede creer en qué fantasiosa compulsiva se ha convertido la viuda, ni siquiera ella misma.

¡Sí! Hemos decidido que tiene usted permiso para recuperar a su marido, pero en un estado muy débil. A cambio de dejarlo vivo, usted va a tener que cuidar de un hombre convaleciente, inválido, muy enfermo; un hombre que ha perdido la vista, o el oído; un hombre con respiración asistida; un hombre al que hay que alimentar por un tubo; quizá tenga usted que donar sangre, médula, un riñón…


Más tarde, en el motel, estoy en el salón, a oscuras, mirando el mar, una franja de playa de arena pálida, unas nubes vaporosas y una pizca de luna, y de pronto me abruma la convicción de que Ray no puede ver esto, Ray no puede respirar… Igual que he pensado, en restaurantes, viendo el menú y obligada a escoger algo para comer: «Esto no está bien. Esto es cruel, egoísta. Si Ray no puede comer…».

Hace sólo unas horas corría por esta playa bajo un sol reluciente sin darme cuenta, al parecer, de que Ray no puede ver este sol, el océano, nada de esto.

¡Cierro las persianas con fuerza! Con tanta fuerza, que la cuerda me hace daño en los dedos. Si, por la mañana, el sol da en la ventana, me ahorraré tener que verlo.

Cierro las persianas con fuerza. Por la mañana, si el sol da contra la ventana, no lo veré.


– Perdone, no puede sentarse aquí.

Una fila de asientos, un asiento roto, ningún sitio para sentarse en el abarrotado aeropuerto de Charlotte, Carolina del Norte, así que he puesto mi abrigo sobre ese asiento, he dejado el bolso en el suelo, mientras espero el transbordo a un vuelo a Filadelfia que va retrasado y miro al espacio, pensando. Con tantas ganas de volver a casa y, sin embargo, con miedo de volver a casa. Veo una y otra vez a Ray en la cama del hospital; me veo a mí misma acercándome con timidez; oigo mi voz que pregunta: «¿Cariño? ¿Cariño?». Es el instante justo anterior a cuando lo supe, cuando ya no fue posible no saber; antes lo había sospechado, había temido lo peor, igual que, cuando el accidente de coche, me había preparado para lo peor, pero ahora, en ese instante, iba a saber. Es el momento crucial de mi vida: antes de ese instante existe la posibilidad de sentirme aliviada, feliz; después, estoy maldita, condenada.

Me sorprende una voz áspera de hombre:

– Está él.

– ¿Él? ¿Quién?

– Mi hijo.

Aunque el asiento no está ocupado y está roto, es cierto que hay un niño pequeño sentado o arrastrándose en la suciedad del suelo delante de él, ajeno a mí y a la indignación de su padre conmigo. Me apresuro a coger mis cosas y pedir perdón al hombre furioso:

– Lo siento muchísimo, no había visto a su hijo. No había visto que nadie estuviera «sentado» en este asiento.

Aunque el padre del niño está extrañamente molesto conmigo, como si yo, además de quitarle la silla a su hijo, hubiera violado la santidad de su familia, mis tartamudeos de disculpa y las lágrimas que se me agolpan en los ojos parecen apaciguarle, porque deja de mirarme con severidad y dice:

– No pasa nada.

Me apresuro a retroceder. Hay una madre también, y otro niño, una familia, ¡sin darme cuenta he importunado a una familia! Soy muy consciente de mi estado aislado y despreciable -sin familia, sin marido- y sigo pidiendo perdón mientras mi rostro se disuelve y mi frágil autocontrol se evapora, antes de darme la vuelta e irme a toda prisa ya estoy llorando desconsolada, como llora un niño, abriéndome paso a ciegas a través de una muchedumbre que toma posiciones para subir a un avión.

Voy dando tumbos por el aeropuerto atestado. No tengo dónde esconderme, la gente me mira al pasar, mi rostro anegado en lágrimas, como alguien reconozca a la «wonder woman de la literatura norteamericana», ¡qué embarazoso!, ¡qué vergüenza!

Pienso: «Estoy derrumbándome. Estoy viniéndome abajo. Sufriendo un ataque de nervios. Debo irme a casa. No debo volver a salir de casa nunca más».

51. «No olvides nunca»

Lo más difícil de viajar es el regreso. Mientras que antes, el regreso era la mejor parte del viaje.

– ¿Cariño? Hola…

En el hospital me había dicho él, hablando de algún tratamiento molesto: «Dan demasiada importancia a las cosas, aquí».

Estaba equivocado. Al final, no dieron suficiente importancia a cosas que tenían una importancia crucial.

– Cariño. Hola…

Una voz tonta y triste. No engaño ni a los gatos.

Camino por las habitaciones de la casa y en cada una de ellas hay una imagen de Ray; es decir, del retrato de Ray a la acuarela que pintó un amigo suyo después de su muerte, como si fuera la portada del último número de Ontario Review.

El original, que está enmarcado, lo guardo en la cocina. Hay fotocopias en los demás sitios, incluidas la puerta del estudio de Ray y mi mesa.

Así, cuando recorro la casa, veo el rostro de Ray como sería, más o menos, si estuviera vivo hoy. Para saludarme y animarme. Para sugerirme que «No vas a dejarte derrotar por esto. ¡Puedes salir adelante!».

La cabeza se me llena de aforismos. Tratar de impedirlo es como tratar de detener un grifo que gotea con el dedo.

Por ejemplo, esta máxima escalofriante de Nietzsche:


Lo que es una persona empieza a revelarse cuando se apaga su talento, cuando deja de demostrar lo que puede hacer.


La viuda puede añadir a esto: «Lo que soy empieza a revelarse ahora que estoy sola. Y esa revelación está llena de terror».


No fue que, por propia voluntad, por su propio deseo específico de hacerse daño a sí misma, ni siquiera por su deseo razonable de aniquilar la cascada incesante de lenguaje roto y desdeñoso en su cabeza -«¡Tu vida se ha terminado, estás acabada, estás muerta y lo sabes, hipócrita!»-, empezase a calcular de qué formas podía morir; fue más bien el deseo en sí, concebido fríamente, puro e inviolable como un preludio de Chopin de incomparable belleza: «Existe una salida, y la salida es la muerte».

Sobre una encimera extendió las pastillas acumuladas a lo largo de los años por su marido y por ella. Eran analgésicos recetados para dolores hace tiempo desaparecidos y olvidados. Eran analgésicos de los que no se habían utilizado más que uno o dos; ¡evidentemente, pastillas demasiado fuertes para arriesgarse a tomarlas en la vida diaria! Había pastillas para dormir, había «relajantes musculares». Había tranquilizantes, sedantes. Las extendió sobre la encimera, las contó con cuidado. Hipnotizada por aquellas pastillas, aquellas cápsulas. Hipnotizada por lo que contienen. ¡Qué sensación de seguridad, qué alivio siente! Marco Aurelio aconseja: «El poder de quitarte la vida está siempre en tu mano. No lo olvides nunca».

Ella no lo olvidó jamás.

52 . El secreto de la viuda

Mido cada pena que encuentro

Con ojos estrictos, indagadores.

Me pregunto si pesa tanto como la mía

O tiene un tamaño más llevadero.

Emily Dickinson (561)

53. ¡Felicidades! I

El teléfono suena en la distancia como a través de bolas de algodón, y más tarde, por la mañana, llega un correo electrónico -varios correos- que dicen ¡felicidades!, no uno sino dos de mis libros del año pasado han sido seleccionados para premios del National Book Critics Circle en dos categorías, ficción y no ficción. La noticia me deja un poco más triste de lo que estaba, porque pienso: «No hay nadie con quien compartirlo. No hay nadie».

Es difícil darse cuenta de lo dolorosas que pueden ser las «buenas» noticias. ¿Quién lo iba a saber?

Una «mala» noticia -si me diagnosticaran un cáncer, por ejemplo- sería un alivio, porque Ray se la ahorraría. Pero una «buena» noticia que no se puede compartir es dolorosa.

Sobre las sábanas está el gato más viejo, Reynard, que duerme todavía acurrucado al estilo felino con una zarpa regordeta tapándole los ojos cerrados. Casi parece que Reynard no respira, salvo que, si se mira de cerca, se ve cómo se le mueven los costados. Reynard es el nombre que le di cuando era un gatito, por su preciosa piel atigrada y brillante -que ahora se ha apagado y endurecido un poco, con el tiempo- y por Raymond.

Recuerdo cuando Ray trajo a Reynard a casa, para darme una sorpresa. Un gatito muy pequeño, abandonado, de un refugio de animales en Pennington.

¡Cuántos años hace! No quiero pensar en la edad de Reynard.

Por la noche, Reynard ha dormido a mi lado, apretándose contra mi pierna y dándome calor, que es una cosa agradable pero también restrictiva, porque no me atrevía a moverme por miedo a molestarle, hacer que se bajara de un salto de la cama y se fuera, así que ahora hago la cama con cuidado, igual que hago la cama cada mañana, como avergonzada del nido, que hay que desmantelar, hasta cierto punto: libros, manuscritos, etcétera, tienen que pasar a una mesa cercana.

Hago la cama también, a toda prisa, para no volver a meterme en el nido. Ya he olvidado por qué me han llamado para felicitarme, sólo queda un dolor en la zona del corazón, pienso en cómo mi padre me aseguró que no hacía falta que fuéramos Ray y yo a verle todavía:

– Estás ocupada con tus clases, no hay prisa, puedes venir más tarde, puedes verme cuando sea -me convenció; por supuesto, yo quería que me convenciera-. Aquí estaré.

Pero no. No volví a verlo.

Cuando mi padre se quedó tranquilo de que mamá iba a estar bien atendida, en su residencia de ancianos en Amherst, Nueva York, se quedó dormido, me dijo mi hermano Fred, y no volvió a despertarse.

Nadie pudo despertarlo. Papá estaba en tratamiento por enfisema, cáncer de próstata, una enfermedad de corazón, pero no parecía próximo a la muerte. Sin embargo, le sobrevino un sueño profundo, y nunca más se despertó.

¡Qué exhausto estaba! Llevaba años preocupado por la salud de mi madre, se había convertido en una obsesión. Papá estaba harto de la vida.

Ahora, mientras acaricio a Reynard, acaricio su cabeza huesuda para provocar un ronroneo casi inaudible, un mero reconocimiento, tengo que contener las lágrimas de pena por mi padre, que murió en mayo de 2000.

En ese último año de vida, hablamos con frecuencia por teléfono. Como mi padre era duro de oído, visitarle tenía sus desventajas; parecía que oía, sonreía e indicaba que sí con la cabeza, pero yo no podía saber si verdaderamente había oído lo que le había dicho. En cambio, al teléfono, papá oía perfectamente. Así que hablábamos como no habíamos hablado jamás en persona.

Decir «te quiero» era difícil. Creo que quizá no le dije nunca «te quiero» a mi padre. Sólo al final de una conversación podía murmurar algo apresurado y aparentemente despreocupado como: «¡Te quiero, papá! ¡Adiós!».

Mi padre, mi madre. Mi marido.

Todos desaparecidos, uno detrás de otro.

¿Dónde?

54. ¡Felicidades! II

El horror es que uno de los libros seleccionados para el premio es mi diario Journal: 1973-1982. Que, según acabo de descubrir, no me atrevo a mirar.

Porque, si miro, cada página y cada párrafo son una burla. Cada anotación -en su mayoría apresuradas, escritas a toda prisa y jamás revisadas-, un testimonio de una época más joven, más feliz, más ignorante de mi vida, y una burla para mí en este final de invierno y principio de primavera de 2008.

Peor aún es ver las fotografías; la primera es particularmente desgarradora, Ray y yo en nuestra casita de ladrillo en Riverside Drive East, Windsor, Ontario, sentados en un sofá, yo poso riendo y sirviendo té en la taza de Ray con una tetera (según recuerdo) vacía; y Ray, con el cabello largo, oscuro, patillas al viejo estilo de aquella época, me mira con una sonrisa cariñosa. ¡Entonces pensábamos que íbamos a vivir eternamente! Nunca pensamos en… lo que espera.

O, si lo hacíamos, era de manera superficial, por cumplir: la mortalidad, la muerte, la pérdida eran «temas» en las obras literarias de las que hablábamos y entendíamos.

Muchas fotografías del Journal las hizo el propio Ray: el hombre invisible tras la cámara. Joyce con abrigo en la playa detrás de nuestra casa de Windsor, a la orilla del río Detroit; Joyce con otro abrigo en una calle de Mayfair, Londres, en 1972; Joyce con una Margaret Drabble de aspecto muy juvenil posando delante de la casa de Maggie en Hampstead Heath, 1972.

Ray había visto el Journal, por supuesto; al menos partes de él, y todas las fotos, pero mis padres, no. Sus fotografías también son desgarradoras.

Debido a la nominación, voy a tener que leer fragmentos de este Journal y hablar de él con mi abogado, poeta y amigo Larry Joseph y con John Freeman, presidente del National Book Circle, dentro de unas semanas en Nueva York. Y debido a la otra nominación, tendré que leer fragmentos de mi novela La hija del sepulturero en algún que otro acto literario.

Qué extraño le resulta al escritor, que parece haberse quedado sin sangre para «dar vida» a una obra en prosa -para darle una apariencia de vida mediante el lenguaje escrito-, verse obligado a revisitar esa obra posteriormente. A veces es una experiencia dolorosa y llena de fuerza: abrir un libro, mirar las líneas impresas y recordar, de la misma forma impotente y vertiginosa con la que se recuerda o semirrecuerda un sueño perdido, el estado emocional en el que estaba en el momento de escribirla.

En mi caso -un caso «póstumo»-, el sentimiento es: «¡Pero estaba viva entonces! Lo recuerdo».


Mis amigos brindan por mí. Mis amigos me sonríen, felices. Mis amigos están a todas luces contentos por mí. Y yo lo agradezco, o parece que lo hago; sonrío, levanto mi copa -de agua con gas-, pongo en mi rostro un gesto razonablemente aproximado a la alegría y la ilusión. Mis amigos llevan tanto tiempo compadeciéndose de mí, que no pueden pasar por alto esta oportunidad de decir «¡Felicidades!», en vez de, por ejemplo, «¡Mis condolencias!».

En este atractivo restaurante de Princeton, mis amigos no están burlándose de mí, lo sé. Nadie se burla de mí. Sólo los adolescentes descarados se burlan de la pena, se ríen de forma escandalosa de la muerte, se sienten atraídos por videojuegos que simulan muertes violentas, seguramente porque no han experimentado la muerte más que en los juegos.

En este estado póstumo, mi carrera -todo lo que tiene que ver con «Joyce Carol Oates»- me resulta ya remota, ligeramente absurda o siniestra, como un dirigible negro que se mueve sobre los árboles a cierta distancia.

John Updike dijo en una ocasión que había creado a «Updike» con las pajas y el barro de su infancia en Pennsylvania; así también había creado yo a «Joyce Carol Oates» con las ramas, el barro, los campos y los canales de mi infancia en el norte del estado de Nueva York. A los dos -es decir, a nuestras personas reales, John y Joyce- parece habernos sorprendido, en general, todo lo logrado por nuestros tocayos. Un estante lleno de libros tiene un aspecto temible cuando se ve de golpe, como si fuera un logro conseguido de una vez, y no obtenido de forma laboriosa y obsesiva durante años de esfuerzos.

Cuando salgo del restaurante para volver a casa, tengo que ir por Rosedale Road para salir al campo, siempre esa ruta, que me recuerda tanto a los días y noches de la vigilia en el hospital; «¡Vivo! ¡Todavía vivo!», qué segura había sonado la voz al otro lado del teléfono, qué sincera; qué esperanzada.

Decepcionar a la gente. Decepcionar a los amigos, editores, agentes. Creo que ésta es una tendencia de «JCO» de la que no puedo acabar de separarme. «Volveréis a sentiros decepcionados. Cuando mis libros no ganen. Lo siento mucho, no puedo hacer nada al respecto.»


El 28 de febrero, John Updike me escribió una elocuente y enternecedora carta de condolencia. Me gustaría poder citarla -la correspondencia personal de John está escrita con tanta belleza como su obra publicada-, pero las disposiciones de su testamento prohíben la publicación de sus cartas. En este breve texto mecanografiado, John decía que su mujer, Martha, y él se habían quedado «conmocionados» al enterarse de la muerte de Ray por la necrológica del New York Times. En su «imaginación», decía John, Ray era «todavía joven y una parte fundamental del mundo literario». Tan «tranquilo, amable, discreto y sensato», que casi no parecía un «hombre de letras».

Al leerlo, pese a las lágrimas, no tuve más remedio que reírme. Porque era muy típico de John Updike, un comentario divertido dentro de un sencillo mensaje de pésame.

John terminaba diciendo que Martha y él iban a echar de menos la «presencia tranquilizadora» de Ray. Había alguna cosa más, por supuesto, pero ésta es la esencia de la carta.

(Durante años, desde abril de 1977, John Updike y yo intercambiamos tal vez cientos de cartas y tarjetas; las tarjetas, que llevaban impresa la dirección de John en Beverly Farms, Massachusetts, eran su medio habitual de comunicación: las escribía con un estilo propio de un sonetista del Renacimiento, y yo pensé en alguna ocasión que me gustaría publicarlas en forma de librito después de su muerte.)

Esta carta de John Updike la había leído nada más recibirla y luego la había apartado.

Junto con muchas otras cartas y tarjetas encantadoras, algunas de las cuales no me atrevía a leer del todo, la guardé en mi bolsa reutilizable Earthwise, de color verde hierba. Y esta noche -a última hora de la noche, porque son las dos de la mañana-, en las pausas de un repentino frenesí de limpieza, siento deseos de releerla y de acordarme de la primera vez que Ray y yo visitamos a John y su esposa (entonces reciente), Martha Bernhardt, en Georgetown, Massachusetts, en el verano de 1976.

Recuerdo la vieja y deliciosa casa en la carretera principal, con un tráfico constante, por lo que a veces casi no podíamos oírnos unos a otros. Recuerdo que Martha me pareció tremenda, una mujer rubia, de carácter fuerte, que había aportado tres hijos pequeños a esta nueva familia: ¡qué prueba de amor!

Recuerdo que John decía que Harvard había tenido un efecto destructivo sobre él, Harvard era «antimateria», y había convertido su identidad de «campesino» en otra personalidad, un «antiyó». Curiosamente dijo que «no era famoso», pero que yo sí.

(Por aquella época, John había tenido un enorme éxito con Parejas, y no sólo era famoso sino que tenía mala fama.)

Por supuesto, John siempre hablaba en broma, de forma provisional. Con su tono ligero, era la antítesis del dogmático, el argumentativo, el autoritario; su tendencia natural era a reírse de sí mismo. Lo más sorprendente que me dijo fue que el Ulises de James Joyce le parecía «feo».

¡Ulises! Esa novela tan bella, rapsódica, fantasmagórica, de la que tanto aprendió Updike.

Años después visitamos a John y Martha en su majestuosa casa situada en lo alto de una colina, en Beverly Farms, al norte de Boston: el arquetípico barrio residencial de clase media alta, que despertaba en John un orgullo de propietario. Para entonces, había dejado ya muy atrás al campesino de Pennsylvania, apartado como ropa vieja. La casa de los Updike era cara, lujosamente amueblada, grande; John nos hizo la visita y vimos el laberinto de pequeñas habitaciones en la planta alta en el que trabajaba él: una mesa y una máquina de escribir para la ficción, otra mesa y otra máquina de escribir para las reseñas, otro sitio para los manuscritos, las galeradas, los libros. De todos los hombres escritores estadounidenses, John Updike era quizá el más felizmente doméstico y domesticado. No le iban nada los dudosos placeres de aficiones masculinas como la caza, la pesca, el senderismo; John, que adoraba a las mujeres y era adorado por ellas, no sentía ninguna conexión con los eufóricos lazos masculinos en torno a los deportes de equipo, el ejército, la guerra.

Hace años que no visitamos a los Updike. Y ahora, Ray y yo no volveremos a visitarlos jamás.


El olor a desatascador me pica en la nariz, es un olor fuerte y ácido; han pasado más de quince minutos desde que lo vertí por los desagües de las tres bañeras, y ahora debo apresurarme a abrir el agua caliente para que «se vaya».

No es que los desagües estén atascados, todavía. No es que sea necesario hacer ninguna de estas labores domésticas, todavía. En este momento.

Estas memorias están empapadas de los detalles más descarnados, igual que las sábanas de la pobre Emma Bovary estaban empapadas de su agonía física, pero no logran transmitir exactamente la gran, la enorme, la interminable cantidad de cosas que tiene que hacer la viuda tras la muerte de su marido; tantas cosas que hacer, todavía más que sopesar, en diversas fases de angustia, incluso cuando, como en este caso, el difunto marido dejó los asuntos económicos arreglados y un testamento. ¡Un testamento inequívoco y legalmente notariado que deja todo a la esposa superviviente! Sin embargo, siempre hace falta otro documento más, «con urgencia», y otro ejemplar «original» del certificado de defunción, ese pergamino rígido que para la viuda es el más terrible de manejar.

Un consejo para la viuda: haz copias duplicadas del certificado de defunción. ¡Muchas!

Una vez más estoy en el despacho de Ray revisando sus archivos. Muchos son ya mis archivos, porque he reordenado el material y lo he puesto en carpetas identificadas con letras grandes para evitar confusiones. (Consejo para la viuda: en esas circunstancias, escribe siempre con letras grandes. Otro consejo para la viuda: deja siempre tus llaves exactamente en el mismo lugar.) Aun con retraso, he quitado todas las carpetas del suelo; no es nada típico del pobre Reynard que aplaque su ansiedad subiéndose a una mesa para orinar sobre estos odiosos documentos; es demasiado esfuerzo para un gato viejo.

Hasta las cuatro y diez de la mañana, cuando me vence el agotamiento, sigo buscando lo que me ha pedido Matt. Busco con diligencia aunque sé (creo que sé) que he revisado estos papeles numerosas veces, como los archivadores de Ray, y el armario del estudio de Ray, sin encontrar lo que me asegura que tiene que estar ahí.

Porque Ray Smith dejó todo tan ordenado, que es inconcebible que ese documento no esté en su despacho. En algún sitio.

La última vez que busqué entre las cosas de Ray, incluidos los cajones de su mesa, que contenían sobre todo artículos de oficina como clips, bolígrafos, sellos, descubrí una tarjeta de San Valentín -«A mi adorada esposa»- que todavía no había firmado.

Unos descubrimientos que te rompen el corazón.

También, viejas tarjetas de cumpleaños, algunas hechas a mano, que pretendían ser cómicas y que me había entregado Ray.

Todos esos tesoros los he guardado para que no les pase nada. Con nuestra colección de instantáneas y fotografías, que se remontan al otoño de I960 en Madison, Wisconsin.

En la mesa de Ray destaca su calendario de 2008. ¡Qué importantes son en nuestras vidas nuestros calendarios!

Tengo el calendario de Ray en la mano. Estoy mirando el calendario de Ray. No es la primera vez que miro el calendario de Ray a una hora deprimente de la madrugada, como si fuera una adivinanza que debo descifrar. Porque todo lo que hace la viuda lo ha hecho ya antes. La viuda se ha convertido enseguida en un fantasma que ronda su propia casa.

Qué irónico es, y qué terrible, que Ray tachara todos los días de enero de 2008; en febrero había tachado del 1 al 10, el 10, un domingo, que sería el último día que iba a pasar en casa.

Con su estilo metódico, Ray mantenía una especie de diario en su calendario. Citas, cosas que debía hacer, plazos de la revista y la editorial. Nuestras citas sociales, apuntadas en abreviatura. Si me esfuerzo, puedo recordar qué citas eran, qué cenas, qué salidas a restaurantes, al McCarter Theater. Nochevieja, Año Nuevo… El 14 de febrero, San Valentín, Ray había anotado una cita para una fiesta.

Ahora me quedan todas esas X. Si examino el calendario de 2007, que está todavía en su mesa, descubriré un año entero -¡365 días!- tachado metódicamente con X.

Poco a poco, nuestras vidas son un dibujo de X (cada vez más). Con qué ingenua satisfacción tachamos un día, luego una semana, un mes, un año, sin pensar nunca que los días se acaban y estamos gastándolos.


¡Felicidades! Recuerdo una vez, hace años, quizás hace diez, o quince, estábamos preparándonos para acostarnos cuando sonó el teléfono, era pasada la medianoche, una hora alarmante para llamar, e inmediatamente pensé: «Les ha ocurrido algo a mamá o papá»; en ese caso, habría sido mi hermano quien llamaba. Pero cuando cogí el teléfono, mientras Ray me miraba, preocupado, la persona al otro lado dijo que era la responsable de las reseñas de libros en el Philadelphia Inquirer, que llamaba para decirme -para «ser la primera en notificárselo»- que yo había ganado el Premio Nobel de Literatura de ese año; no era un fenómeno completamente nuevo en nuestras vidas que nos transmitieran esos rumores a mí o a Ray, siempre con tono excitado; año tras año, esas volutas de rumores seguramente flotaban sobre las cabezas de docenas, centenares de posibles candidatos; esa noche, la información, o mejor dicho, desinformación, me llegó con un rugido de sangre en los oídos, porque había temido que fuera una llamada sobre mis padres y, en cambio, esa noticia, deslumbrante aunque improbable, me aceleró el corazón y azuzó mi tendencia a la ironía: «Cualquier nominación de cualquier libro mío es simultáneamente el anuncio de que el libro no ha ganado», salvo que en este caso, como me aseguró con énfasis la periodista al otro lado del teléfono, su llamada no era para anunciar una mera «nominación», sino la noticia de que Joyce Carol Oates había obtenido el Premio Nobel de Literatura…

La llamada de la redactora del Philadelphia Inquirer pretendía sacarme un comentario, una reacción a esta maravillosa noticia, pero sólo pude preguntar cómo se había enterado ella, por qué lo sabía con tanta seguridad; ella insistió en que tenía sus «fuentes», no era un mero rumor.

Le di las gracias pero dije que prefería esperar al anuncio oficial.

Pero había ganado, insistió ella. ¡Unas horas después, iba a recibir una llamada de Estocolmo!

Cuando colgué el teléfono y le dije a Ray por qué era la llamada, se rió y dijo:

– ¡Ah, eso! Vámonos a la cama.

55. Registro de correos electrónicos

17 de marzo de 2008

A Edmund White

Muchas gracias por tu llamada, lo que pasa es que no me sentía capaz de contestar el teléfono en ese momento… He intentado pasar la noche sin la medicina [Lorazepam] y preferiría estar cansada y aturdida mañana que ser una «adicta»… he tenido pánico, sudores, ansiedad, pero estoy decidida a no rendirme… me he dedicado a leer y tomar notas en la cama, que me tranquiliza un poco… Los gatos están convencidos de que estoy completamente loca, porque paso despierta la noche, cosa que ni Ray ni yo hacíamos nunca; así que salen, y vuelven a entrar casi en cuanto se lo pido.

Creo que tú puedes tolerar tus pastillas para dormir, por supuesto, pero yo no estoy acostumbrada a ningún tipo de medicinas, y los «pensamientos suicidas» han sido muy fuertes…

He tenido una conversación deliciosa esta noche con Gail Godwin, que perdió a su marido/pareja de más de 30 años hace unos años…

Con mucho cariño para mi compañero de viaje,

«insomne en Princeton»

Joyce


17 de marzo de 2008

A Richard Ford

No me siento capaz de soportar ningún acto en su memoria [de Ray]… me asusta coger el teléfono y que sea un viejo amigo que quiere acompañarme en el duelo, como si me arrancara mis patéticas costras con los dedos, aunque tienen «buena intención», ¡lo sé!, pero no puedo soportar la perspectiva de que vengan aquí amigos sin que esté Ray presente; me enfermaría la situación, aunque Jeanne cree que es buena idea, pero yo no me siento capaz, espero que Jeanne lo entienda…

Lo que interpreto del mensaje [telefónico] de Ray es que era totalmente inconsciente de lo que le aguardaba. Tal vez una crisis médica, un aumento repentino de la fiebre; Jeanne dice que estas bacterias virulentas pueden invadir el torrente sanguíneo y llevarse por delante incluso a una persona más joven en cuestión de horas. Es aterrador. Pero quizá Ray se ahorró eso. (En cambio, Bob Fagles no se lo está ahorrando… ése es el verdadero horror, la verdadera tragedia.)

Prefiero pensar que se quedó dormido, que ni siquiera se enteró de lo que estaba pasándole. Las fiebres altas causan delirios… Seguramente no sintió ningún dolor.

Lo único que «escribo» en los últimos tiempos son correos electrónicos a un grupo muy reducido de amigos. No puedo coger el teléfono…

¿No es tremendo lo de Eliot Spitzer? Un cambio que se agradece…

Mucho cariño para los dos,

Joyce


22 de marzo de 2008

A Edmund White

Estoy deseando verte e ir a tu cena. Pero qué desastre de insomnio esta noche, a pesar de haber tomado toda una dosis de la medicina, no puedo dormir; y no puedo imaginarme muchas más noches como ésta. Qué tentación de tragarme todas las pastillas del frasco… Por supuesto, una tiene que dar ejemplo a los demás, incluidos los alumnos. Estoy abrumada de tareas y obligaciones; creo que fue un error no seguir a Ray de inmediato, la misma noche de su muerte. Todo el período posterior ha sido una locura, con pocos momentos para relajarme y escaso significado. Desde luego, agradezco enormemente tu presencia… Me has mantenido a flote… Si consiguiera dormir una hora o dos, estoy segura de que me sentiría de otra forma. Pero parece imposible.

Estos días siguen y siguen, sin que se vea el final, como esa obra de Sartre en la que quitan los párpados a la gente…

Con mucho cariño,

Joyce


22 de marzo de 2008, 4.08 a. m.

A Doug Hagley [tipógrafo, Marquette, Michigan]

Ninguna de estas cifras está muy clara en la letra de Ray… Es todo un poco abrumador… Este insomnio me está destrozando, no puedo dormir a pesar de haberme tomado las medicinas, de verdad que no sé qué hacer, pero no puedo imaginar muchos más días -¿semanas?- de esto. No me había dado cuenta de que la publicación [de Ontario Review] sería tan difícil, y me pregunto ahora si tenía sentido seguir adelante después de que Ray muriera de repente. Estoy desbordada, por completo.

Con mucho afecto,

Joyce


23 de marzo de 2008

A Doug Hagley

Muchas gracias por tu consejo… Tengo que concentrarme en superar un día detrás de otro, luego una noche detrás de otra, e intentar no sentir pánico ante el vacío y la soledad. Aunque estoy rodeada de amigos, parece que no puedo recuperar mi vieja energía, y supongo que estoy lo que podríamos decir deprimida… no tenía ni idea de lo que era hasta ahora. Sentiré cuando acabe nuestra colaboración… Has sido una presencia maravillosa a kilómetros de distancia.

Voy a reunirme con nuestro contable mañana para preguntarle sobre muchas cosas, entre otras el futuro de OR Press. Supongo que dirá lo que han dicho muchos, incluido tú, que no debo tomar ninguna decisión hasta dentro de un tiempo.

Con mucho afecto a través de los kilómetros,

Joyce


23 de marzo de 2008

A Gloria Vanderbilt

… acabo de volver de un paseo rápido y me siento un poco animada. Mis peores momentos son las noches, por supuesto; estoy probando diferentes medicinas, pero, al final, seguramente es mejor sentarme a leer o tomar notas… No he podido escribir en serio, pero he tomado muchas notas enfebrecidas durante las últimas semanas… todo es confuso y enloquecido e irreal y no parece tener fin. Me encanta la preciosa figura de Santa Teresa, sugiere una gran calma y parece estar por encima del tiempo. Pienso: Nos sobrevivirá a todos. Y así debe ser.

Hoy es Pascua, y tengo la esperanza de ver la «novedad» en las cosas. ¡Las últimas seis semanas han sido claustrofóbicas y plomizas, y estoy deseando algún cambio!

Con cariño,

Joyce

56. El alijo

Lorazepam: 43 tabletas de un miligramo, «para la ansiedad»

Methocarbamol: 67 píldoras de dos miligramos, «para los dolores musculares»

Citalopram: 29 tabletas de cuarenta miligramos, «para el dolor»

Vicodin Es: 29 tabletas de treinta miligramos, «para el dolor»

Propoxy: 30 tabletas de treinta miligramos, «para la depresión y la ansiedad»

Lunesta: 18 píldoras de tres miligramos, «para el insomnio»

Ambien: 30 píldoras de diez miligramos, «para el insomnio»

Quinidina: 5 tabletas de doscientos miligramos, «para la taquicardia»

Tylenol p.m.

Benadryl

Bufferin

Advil

Melatonina


El alijo de fármacos de la viuda, extendido sobre una encimera, es una acumulación caprichosa de años. Cada hogar de Estados Unidos debe de tener un arsenal semejante de medicamentos escondidos en botiquines, en la parte posterior de los estantes, en cajones. La receta más antigua que tengo aquí, la Quinidina, de un médico de Princeton jubilado hace mucho tiempo, data de 1989. (¿Valdrá la medicina todavía, después de tanto tiempo? ¿Cuántas tendría que tomar para detener por completo el corazón?) Los analgésicos son más recientes y las recetas contra la ansiedad, contra la depresión y contra el insomnio son todas recientes y todas mías.

Si queda tal cantidad de píldoras y tabletas es porque muy pocos de estos fármacos los tomamos como nos los habían recetado. Una sola pastilla de Vicodin y una se siente como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza; ¿quién se atreve a tomar una segunda tableta?

Por eso tengo un rosario de pastillas. Un solo misterio de este rosario y el asunto habrá desaparecido. Las desgracias de la viuda habrán desaparecido.

Un sueño tan profundo que incluso los ojos muertos y redondos como gemas habrán desaparecido.

Sin eso, la viuda está despierta. Nunca ha habido una vigilia semejante a la que habita el cráneo de la viuda, como rápidos disparos. Despierta durante las interminables horas de la noche, sudorosa, francamente asustada -no asustada como una adulta sino asustada como una niña-, intentando no pensar en lo que me queda de vida.

Calculando cuánto tiempo tendré que soportar este limbo póstumo: ¿diez años?, ¿quince?, ¿veinte?

– Tienes tu escritura, Joyce. Tienes a tus amigos. Y a tus estudiantes.

Esos comentarios suenan casi a burla. Pero, por supuesto, nadie tiene intención de burlarse.

– Sabes, a Ray no le gustaría que te sintieras así. Ray querría que…

¡Pero estoy enfadada con Ray! Si Ray apareciese en la puerta de esta habitación, no le dirigiría la palabra.

¡Fue culpa de su descuido! Se dejó enfermar de neumonía y se dejó morir. Me abandonó con todo esto.


La verdad es que fui yo -la esposa, la viuda- quien abandonó a mi marido.

Cuando has abandonado a quien confiaba en ti, no existe consuelo posible.

Tu castigo es ser tú misma: viuda. Éste es un justo castigo.


– Puedo ser fuerte. Puedo acabar con esto.

Así que esta noche no voy a tomar otra pastilla. Ni otra media pastilla. No más de ese odioso Lorazepam que me seca la boca como si fuera tiza y me pone los ojos llorosos. Estoy acurrucada en mi nido, con calcetines de lana, una bata de franela sobre el camisón, porque estoy tiritando y al mismo tiempo tengo calor, sudo, la nuca la tengo empapada de sudor; apoyada en almohadones en mi nido, como no solía hacer nunca cuando estaba vivo Ray, estoy razonablemente cómoda leyendo, intentando leer, esta nueva traducción de Los hermanos Karamazov, o es la nueva traducción de Don Quijote; y ahí con el rabillo del ojo, veo el manuscrito de la novela de Ray sobre la mesilla, debajo de otros papeles, que, en un impulso, quizá lea esta noche, quizá empiece a leer esta noche, porque las palabras mecanografiadas están difuminadas, borrándose, las páginas tienen por lo menos treinta años, tal vez cuarenta; Black Mass se escribió antes de que mi joven marido me conociera, y unos años después de casarnos la revisó o reescribió en parte; la novela es un documento secreto, pienso; igual que mi propia escritura, en una especie de código, es una escritura secreta; igual que toda escritura es secreta, incluso cuando se hace pública, se «publica».

Puedo ser fuerte, pienso. «Puedo acabar con esto.»

Por terrible que sea lo que me está ocurriendo, en mi interior, tengo el poder de acabar con ello. Si logro concentrarme.

Salvo que no logro concentrarme. No como antes. Por ejemplo, si tuviera que saltar de la cama, vestirme a toda prisa e ir hasta el centro médico, no creo que pudiera hacerlo. Ahora no.

Otra vez, no.

Tal vez es síndrome de abstinencia, no poder levantarse de la cama por la mañana. (El mismo concepto de mañana está sujeto a revisión cuando uno está deprimido; la «mañana» se convierte en un término elástico, como «mediana edad».) Los brazos, las piernas, la cabeza, parecen cemento. El esfuerzo de respirar, ¡y qué esfuerzo tan inútil! No hace falta empujar una roca cuesta arriba como el Sísifo de Camus, ¿qué pasa con la inutilidad de respirar?

Qué fácil es encender el televisor. Recorrer los canales, deprisa, sin detenerse más que unos segundos. Y qué ridícula es la vida, vista como una secuencia -una concatenación- de «escenas» mezcladas, aleatorias e independientes: sobre todo con el sonido quitado, estos fragmentos de las vidas de otros -unas vidas simuladas- tienen tan poco significado como unas sombras sobre la pared.

Porque éstos también son fragmentos de vidas. Y muchos de los actores, en las películas más antiguas, ya no están vivos. Actores fantasma, con rostros «icónicos», aunque ellos desaparecieron hace tiempo.

Aunque en público diría que soy una persona que lee, y que no ve televisión con frecuencia, es verdad que me he acostumbrado a los programas de última hora de la noche, y paso de un canal a otro en una especie de movimiento perpetuo, una morbosa cinta de Moebius del alma. El canal de Court TV con su interminable reserva de documentales sobre casos forenses, juicios y asesinos famosos, Animal Planet, Turner Classic Movies, CNN, USA, TNT; podría pensarse que el insomnio iba a ser fructífero, productivo, igual que, para algunos de nosotros, las fantasías sobre los «días de baja» evocan la posibilidad de leer todo lo que queramos, todo En busca del tiempo perdido, por ejemplo, en la nueva traducción, o una (re)lectura de todo Jane Austen, la forma más deliciosa de evasión; o, mejor aún, de tomar notas para un proyecto nuevo, o «ponernos al día» con la correspondencia. Luego, cuando de verdad uno está enfermo, y tiene que meterse en la cama, verdaderamente enfermo, por ejemplo con gripe, siente una debilidad tan terrible, se siente tan mal, que lo más que puede hacer es sostener la cabeza, o incluso apoyarla sobre la almohada. Leer, tan añorado como una merecida recompensa, resulta de pronto impensable, como levantarse y ponerse a bailar, a correr, hasta el otro extremo de la casa.

Y eso es lo que me ha pasado. A pesar de mis buenas intenciones, pierdo rápidamente interés en releer La montaña mágica, y todavía más en Guerra y paz; el Auto de fe de Elias Canetti -que llevo años queriendo leer, desde que me lo recomendó apasionadamente Susan Sontag- me resulta complicado y agotador, y aburrido; lo único que consigo leer son unas cuantas páginas de un libro de un amigo filósofo sobre Wittgenstein, que me dedicó hace años. En cuanto a Don Quijote y Los hermanos Karamazov, esas grandes obras que leí por primera vez cuando era adolescente, pasan ahora sobre mí como nubes inmensas, completamente lejanas, inalcanzables.

El mando a distancia del televisor, en medio de las sábanas del nido, está a mi alcance.

57 . Estudios de morbilidad

¿Por qué está todo tan brillante?

Incluso con los párpados cerrados, ¿tan cegador?

Ahora, tras mi heroica noche de insomnio, cuando había imaginado que estaba venciendo mi (presunta) adicción al Lorazepam, este día es tan interminable, tan arruinado por el dolor de cabeza, reluciente pero salpicado de unas curiosas lesiones como lágrimas en un decorado barato, que pienso: «¡Ojalá! ¡Ojalá pudiera dormir! Me tendería aquí, en este suelo, y cerraría los ojos y dormiría sólo unos minutos!». Ojalá, en este lugar en el que nunca he hecho la compra, Shop-Rite, en la Route 1, aturdida, empujo un carro por pasillos interminables bajo una luz fluorescente y molesta; mi corazón late de forma extraña y tengo un zumbido en los oídos, porque no he podido dormir más de una hora esta noche, sudorosa y tiritando en el nido arrugado, levantándome varias veces y tambaleándome por la casa para ir a bajar el termostato… Es insoportable estar despierta, pero ¿qué alternativa hay? Cuando trato de dormir, la mente se me dispara con destellos como cuchillos; mi cerebro es una rueda suelta que no contiene nada, mis pensamientos están vacíos aparte de la preocupación obsesiva: drogadicción, insomnio, drogadicción, insomnio; una noche, con una compulsión propia de insomne, me levanté de la cama para buscar, en Homero, el encuentro de Odiseo y sus hombres con los monstruos marinos entre los que tienen que navegar:


Escila acecha en el interior de una caverna en Érebo], con sus aullidos

[horribles,

aullando, con la voz de un cachorro recién nacido,

pero es un monstruo espeluznante…

Tiene doce piernas, retorcidas y colgantes,

y seis largos cuellos oscilantes, una horrible cabeza en cada uno,

cada cabeza adornada de tres filas de dientes espesos,

apretados, ¡llenos hasta arriba de negra muerte!


debajo de él la imponente Caribdis bebe de un trago el agua negra.

Tres veces al día la vomita, tres veces se la bebe,

¡qué terror! No estés cerca cuando se esfume el remolino,

porque ni el dios de los terremotos podría salvarte del desastre.


Entonces, gimiendo de miedo, remamos por el estrecho,

Escila a estribor, la temida Caribdis a babor…

(Homero, Odisea, canto 12)


Si la lucha diaria es descarnada, primitiva, elemental, lo que da terror es ser devorado vivo.

Si la lucha diaria es más «civilizada», lo que da terror es enloquecer.

«¡Ojalá! Pero no me dejaré.»

Esta noche, cena en casa de una amiga.

Esta elegante casa de Princeton de la que mi amiga E. tendrá que irse pronto, porque su vida doméstica y conyugal también se ha derrumbado.

Casa, hogar, familia; son palabras misteriosas, cargadas de significado. Indican situaciones que damos por descontadas hasta un día en el que, de forma irrevocable, ya no podemos darlas por descontadas.

E. ha sido una de las corresponsales de mi intenso correo electrónico desde que murió Ray. A última hora de la noche -a primera hora de la madrugada-, E. y yo nos intercambiamos mensajes íntimos, inspirados, líricos y surrealistas.

Aunque E. no se ve a sí misma como yo -no se considera tan damnificada como una viuda-, siento una afinidad entre nosotras. Ambas hemos perdido a nuestros compañeros más próximos, ambas nos encontramos repentinamente solas.

Viviendo solas, en casas que habíamos compartido con otra persona durante muchos años.

Se podría decir que las dos hemos sufrido un accidente de automóvil. Pero nuestras heridas no son exactamente visibles.

¿Quién sabe qué es peor? ¿Perder a un marido porque ha muerto, o perder a un marido porque ha decidido irse con otra mujer?

Esta noche, en la cena, sólo hay cuatro personas: cuatro mujeres de las que tres están divorciadas (cada una más de una vez) y una «viuda».

Gran parte de la conversación gira en torno a la situación de E., su inminente expulsión de su preciosa casa, su crisis económica, cómo su pareja ha traicionado su confianza.

Cuando hay traición, hay indignación, rabia. Pienso con envidia que esas emociones serían mucho más saludables, mucho más estimulantes, que la pesadumbre de la pena, como un abrigo mojado que debe llevar la viuda.

Una de las mujeres varias veces divorciadas nos dice que su marido más reciente le robó miles de dólares, pero que su abogado le aconsejó no demandarlo: «No merece la pena».

Es asombroso que este hombre -conocido en la comunidad como un distinguido científico e investigador- parezca haber sido tan deshonesto e hipócrita. Por cómo habla M. de él, parecería que lo desprecia. Sin embargo, hace unos años, había dejado a un marido anterior para irse con él, un paso que causó un escándalo en Princeton.

Cada uno de ellos había dejado a un cónyuge ignorante. Cada uno había herido profundamente al cónyuge abandonado.

¡Y las historias que cuenta E. de su pareja durante diecisiete años que ahora le ha traicionado! Son fuertes y divertidas.

El vino ayuda. Si una lo bebe.

En medio de esta charla atrevida, propia de La mujer de Bath, qué sola me siento, qué… inexperta, ingenua… La realidad es que Ray fue el primer hombre de mi vida, el último hombre, el único hombre… A pesar de mi reputación como escritora, mi vida personal ha sido tan comedida y decorosa como un papel de pared de Laura Ashley.

Las mujeres dirigen su atención hacia mí. He estado muy callada. No puedo decirles que estoy deseando volver a casa, meterme en mi nido. Aunque no pueda dormir. Qué desgraciada me siento aquí….

Aunque la verdad es que estoy contenta aquí. Estoy «pasándomelo muy bien» aquí. Las mujeres son una compañía maravillosa, E. ha hecho una cena espléndida, el hecho de estar juntas es alentador, como si la mesa reluciente de comedor, con la luz de las velas reflejada en la madera y los esbeltos jarrones de cristal con flores blancas, fuera una especie de balsa salvavidas, y las cuatro estuviéramos en la balsa en medio de un mar agitado.

M. me pregunta si estoy durmiendo y le digo que no duermo muy bien pero que he dejado de tomar una medicina que me habían recetado ya que me había creado adicción; precisamente la noche anterior había conseguido no ceder y tomármela; si esperaba que M., una profesional con algún tipo de título médico, se quedara impresionada ante este comentario, me desconcierta la franqueza con la que se dirige, en teoría a mí, pero también a las otras:

– Podrías volverte adicta a esa droga el resto de tu vida y eso no sería ni remotamente tan grave como que sigas sin dormir. Si no duermes, tu sistema inmunitario se debilitará, serás susceptible a enfermedades e infecciones y tu expectativa de vida se acortará. Si no duermes, te mueres.

Me suena como una maldición, que oigo sentada en la mesa, asombrada, con la mirada fija. Qué impotente me siento, como si estuviera a punto de caerme de la lancha salvavidas de pura debilidad y extenuación. Si no duermes, te mueres.

M. habla con autoridad. M. nos dice que «los estudios de morbilidad han demostrado…».

¡Estudios de morbilidad! Las palabras me hacen estremecerme. Estaba tan decidida a romper mi adicción al Lorazepam, como si eso equivaliera a romper una adicción a la ansiedad, la depresión, el insomnio, el propio estado de viudedad….

Mientras vuelvo a casa, siento cada vez más angustia, pero al mismo tiempo una especie de alivio infantil. «He intentado romper la adicción. ¡Lo he intentado!»

58. El intruso

¡Hay alguien en la casa! ¡Hay un intruso en la casa! Descuidada, se había olvidado de cerrar todas las puertas, otra vez. Y ahora, la Muerte ha entrado por la puerta de atrás que da a la terraza. Ella yace en la cama, asustada y paralizada. Unos pasos en el corredor. La puerta, que estaba entreabierta, se abre en silencio. Una figura en la oscuridad, una oscuridad diez veces oscura, porque ha apagado la luz de la mesilla, por supuesto, y se ha quedado dormida, ¿o no?, en un estado de extenuación y angustia, en un estado de abstinencia, de «desrealización», incapaz de moverse mientras el intruso se le acerca. Porque la Muerte es siempre un Él. La Muerte es siempre muda y eficiente, y la forma más eficaz es apretar una almohada sobre su rostro, su nariz y su boca. ¡Nada de aire! ¡Nada de oxígeno! Ella se debate, aterrada. Va a pelear, porque es un animal que lucha por su vida, la vida física, la vida animal, que no sabe nada del lujo del vacío, la pena, la melancolía. La mujer que lucha en su cama sudorosa y revuelta es inesperadamente fuerte, pero la Muerte es más fuerte aún.

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