II. Caída libre

«¡Oh, Vida, que comienzas derramando sangre,

y terminas apagada!»

Emily Dickinson, 1130


15 . «La Vanidad Dorada»

– Por favor, recoja las pertenencias de su marido y retírelas antes de irse.

Es mi deber -mi primer deber de viuda- quitar las cosas de mi marido de la habitación de hospital.

Precisamente hoy -es decir, ayer por la mañana, que era la mañana del domingo- había traído el inmenso New York Times, el correo, pruebas de imprenta de la revista y otros objetos que mi marido había pedido que le trajera del despacho. Ahora voy a tirar el Times y me llevaré todo lo demás a casa.

Todavía no soy consciente -tardaré un tiempo- de que, como viuda, voy a quedarme reducida a un mundo de cosas. Y esas cosas no retienen más que un debilísimo atisbo de su identidad y su significado originales, igual que en la cáscara muerta y seca de algo que era orgánico puede percibirse un atisbo de su identidad y su significado originales.

El reloj de pulsera en la mesa al lado de la cama de mi marido, en la que mi marido yace, muy quieto, como imitando un sueño profundo y pacífico: ese objeto, un reloj Acqua Quartz sin nada especial que Ray compró seguramente en nuestra tienda de Pennington, con una correa de cuero marrón oscuro, una esfera digital que proclama que es la 1.21 a.m. -mientras miro, cambia a 1.22 a.m.-, no tiene identidad ni significado, excepto que es el reloj de Ray y excepto que, como es suyo, me lo voy a llevar. Ésa es mi responsabilidad.

En esta primerísima etapa de la viudedad -estos primeros minutos, horas, casi se podría llamar pre-viudedad, porque la viuda todavía no se ha «enterado» de lo que va a suponer vivir en un mundo en caída libre del que se ha eliminado el significado-, la viuda se consuela con esos pequeños deberes y rituales; los perímetros del protocolo de la Muerte en los que otros más expertos van a guiarla como se podría guiar a un animal confuso y condenado para sacarlo del corral hacia una rampa, con un palo de tres metros.

– ¿Señora Smith? ¿Tiene alguien a quien llamar?

Me apresuro a responder: Sí.

– ¿Necesita que la ayudemos a llamar?

Me apresuro a responder: No.

Parecen ser las respuestas correctas. No es correcto responder: «Pero no quiero llamar a nadie. Quiero irme a casa y morirme».

Tal como habíamos imaginado; ninguno quería sobrevivir al otro.

Aunque a Ray le horrorizaba el suicidio -el suicidio no le parecía en absoluto una opción romántica- y, ahora que está muerto, seguro que le gustaría volver a la vida.

Estos pensamientos me dan vueltas por la cabeza como avispones desquiciados. No hago ningún esfuerzo para esquivarlos, ni mucho menos para detenerlos y examinarlos. Es extraño verme asaltada por pensamientos apresurados mientras me muevo tan despacio y hablo tan despacio, como alguien a quien han aporreado la cabeza con un mazo.

En el reloj de Ray, la hora que aparece es ya la 1.24 a.m.

Esta habitación de hospital está tan fría que han empezado a castañetearme los dientes.

En el pequeño cuarto de baño sin ventana, en el botiquín, detrás del espejo, bajo la horrible luz fluorescente, cierro los dedos entumecidos en torno a un cepillo de dientes -¿el cepillo de Ray?-, un tubo de pasta de dientes retorcido, líquido para enjuagarse, desodorante -un desodorante de bola masculino, desodorante para hombres transparente, invisible, sólido, con talco, sin aroma y antitranspirante-, crema de afeitar, en un pequeño aerosol; me muevo muy despacio, como si estuviera bajo el agua, reuniendo las pertenencias de mi marido para llevármelas a casa.

Alguien debe de haberme dicho que hiciera esto. No estoy segura de que se me hubiera ocurrido a mí. La palabra pertenencias no es una palabra mía, me parece una palabra curiosa que se me queda como un zumbido.

Pertenencias. Para llevar a casa.

Y casa también es una palabra curiosa.

Es extraño pensar que va a haber una casa ahora, sin mi marido, una casa a la que llevar sus pertenencias.

Aquí está el peine de Ray, un peine pequeño de plástico negro que he visto a veces entre sus cosas. Cuando viajábamos juntos, cuando dormíamos en una habitación de hotel, una intimidad más acusada que la intimidad de la vida diaria, que tiene su propio protocolo sutil; en esas ocasiones, veía el neceser de mi marido y en él artículos como el cepillo de dientes, la pasta de dientes, el desodorante, etcétera. Pero también cortaúñas, colonia para después del afeitado, pastillas. Me parecía conmovedor, me incitaba una sonrisa que un hombre, cualquier hombre, se preocupara tanto de cuidarse, como se cuidan las mujeres.

Que un hombre, cualquier hombre, se arreglara para estar atractivo, para que lo quisieran, me parece maravilloso.

Que un hombre, cualquier hombre, pareciera necesitar de esa forma que otra persona, una mujer, se sintiera atraída por él y lo quisiera, ¡qué misterioso es! Porque, para una mujer, la quintaesencia del varón es esquiva, imposible de conocer.

Hasta el hombre doméstico, el marido, tiene siempre algo de esquivo e imposible de conocer. Igual que en la vida de Ray, o quizá la personalidad de Ray, siempre ha habido, pese a nuestros cuarenta y siete años de intimidad -cuarenta y siete años y veinticinco días de matrimonio-, una cámara oculta, una región a la que podía retirarse, a la que yo no tenía acceso.

Ahora, Ray se ha retirado a un lugar al que no puedo seguirle. Justo detrás de sus ojos cerrados.

Estos objetos de aseo que eran suyos pero ya no son suyos me resultan muy extraños.

Ahora son pertenencias.

Las pertenencias de su marido.

Una de las razones por las que me muevo despacio -quizá no tiene nada que ver con que me hayan aplastado la cabeza con un mazo- es que, con estas pertenencias, no puedo ir a ningún sitio más que a casa. Esta casa -sin mi marido- en la que no me es posible pensar.

El suelo de azulejos parece moverse bajo mis pies. Me había vestido y había salido de casa a toda prisa, ni siquiera estoy segura de qué zapatos llevo, tengo la visión borrosa, es posible que lleve dos zapatos izquierdos o que me haya puesto mal el derecho y el izquierdo; recordemos que, en la historia de la civilización, la designación de zapato derecho y zapato izquierdo es muy reciente, hasta hace no mucho las personas se consideraban afortunadas de llevar zapatos, sin más. Éste es el tipo de dato aleatorio, inútil pero interesante que Ray solía contarme o leerme en voz alta de una revista: «¿Sabías esto? Hace no mucho…».

Me sobreviene el impulso de correr a la otra habitación para contarle a alguien que es, o era -una mujer- una desconocida, tanto para mí como para Ray, la historia de los zapatos, la historia del derecho y el izquierdo, pero comprendo que no es el momento; y que Ray, en todo caso, por quien la habría contado, no puede oírla.

Esta semana me he vuelto asombrosamente torpe, inepta, olvidadiza; para llevarme las cosas de aseo de Ray debería haber traído algún tipo de bolsa, pero no lo he hecho, y las sujeto como puedo con las manos, los brazos; uno de los objetos se desliza y se cae, la crema de afeitar en aerosol, que hace mucho ruido al dar con el suelo, y cuando me agacho a recogerla se me sube la sangre a la cabeza, tengo una sensación de desgarro en el pecho: «¡La crema de afeitar! ¡En este terrible lugar!».

Ahora sería el momento de llorar. La crema de afeitar de Ray en la mano sudorosa de su viuda.

La vanidad de la crema de afeitar, el líquido de enjuagar, el desodorante de talco sin aroma para hombres.

La vanidad de nuestras vidas. La vanidad de nuestro amor mutuo, y nuestro matrimonio.

La vanidad de creer que, por alguna razón, somos dueños de nuestras vidas.

Me vienen a la cabeza los versos de una balada escocesa, «La Vanidad Dorada». Porque tengo el cerebro desconcertantemente poroso, sin defensas contra esas invasiones:


Había una vez un barco

Que se hizo a la mar.

Y el nombre de nuestro barco era

La Vanidad Dorada.


Hay algo vagamente burlón, incluso socarrón en estas palabras. Me quedo traspuesta escuchándolas, como bajo un hechizo. Las palabras me son familiares pese a que no las oigo -no pienso en ellas- desde hace mucho tiempo.


Había una vez un barco

Que se hizo a la mar…


Hace mucho tiempo, cuando era alumna de posgrado en la Universidad de Wisconsin en Madison, en 1961, tuve la tarea -la agradable tarea- de redactar una ponencia sobre baladas tradicionales inglesas y escocesas para un seminario de literatura medieval impartido por la maravillosa Helen White, una de las dos únicas mujeres profesoras de Lengua Inglesa en aquel departamento tan conservador, formado en su mayoría por gente educada en Harvard; después, ya casados, durante años, Ray y yo solíamos escuchar discos de baladas, en especial cantadas por Richard Dyer-Bennet. Lo que oigo ahora es la voz de este cantante. Nunca se me había ocurrido -hasta ahora, agarrando una lata de crema de afeitar en aerosol con la mano- que esta balada escocesa sencilla y lastimera ha sido la poesía de nuestras vidas.


Había una vez un barco

Que se hizo a la mar….


(Ahora que «La Vanidad Dorada» ha invadido mis pensamientos, no podré librarme de ella durante días o semanas; nunca puedo defenderme ante esa invasión de canciones, a veces una estrofa al azar, por más esfuerzos conscientes que haga.)

Vuelvo a pensar -es decir, me viene a la cabeza- en esa vaga fantasía en la que el masoquismo enmascara el miedo, el horror, el terror, con qué frecuencia me había consolado pensando que, «si le sucedía algo a Ray», yo no querría sobrevivirle. ¡No podía soportar la idea de sobrevivirle! Me tomaría una dosis fatal de pastillas para dormir, o…

Me pregunto si es muy común esta fantasía. ¿Cuántas mujeres se consuelan pensando que, si mueren sus maridos, ellas también morirán, de una u otra forma?

Es un consuelo para las esposas que aún no son viudas. Es una forma de decir «cuánto le quiero, le quiero muchísimo».

Cuando era un hombre maduro, y todavía no un anciano achacoso, mi padre solía decir con esa bravuconería masculina: «¡Si alguna vez llego al extremo de -el nombre de algún familiar mayor, enfermo crónico y quejica-, ayudadme a que deje de sufrir!».

Pero cuando papá envejeció, pasó años con mil enfermedades -enfisema, cáncer de próstata, degeneración macular- y no expresó ningún deseo de morir, ningún deseo de que le ayudáramos a dejar de sufrir.

Porque esos deseos son falaces, se expresan cuando se tiene «buena salud», no sirven para la persona que los ha manifestado más adelante.

De modo que la perspectiva de tomarme unas pastillas para dormir en este momento es impensable. Igual que no huiría del frío volando mañana a Miami. Mi responsabilidad para con mi marido no me permitiría comportarme de forma tan impulsiva.

– ¿Cariño? ¿Qué debo hacer con estas cosas?

No en voz alta, sino en un murmullo que otros no pueden oír. Por supuesto sé, sé a la perfección, que mi marido está muerto y no puede oírme, ni mucho menos responderme.

Otra costumbre iniciada esta semana: hablar conmigo misma, preguntarme cosas. Animadas conversaciones conmigo misma mientras conduzco. En casa, hablo con los gatos, con una voz viva y enérgica que pretende tranquilizar a los asustados animales y decirles que todo va bien. (Siempre es permisible hablar con nuestros animales. Hablar con los animales puede ser excéntrico, pero no una locura.)

He aquí un hecho, creo -creo que es un hecho-: en nuestros cuarenta y siete años y veinticinco días de matrimonio, nunca oí a Ray hablar consigo mismo. Era infrecuente que murmurase, que jurase, que maldijera.

Cuando regreso a la habitación de hospital -junto a la cama de Ray-, me alivia ver que no hay nadie más. Creo que hace un momento había una enfermera. Creo que me dijo algo, o me preguntó algo, pero no me acuerdo de qué era. Quiero llorar de alivio de que se haya ido. Estamos solos.

Ante la habitación de hospital de Ray, en el pasillo, no hay nadie. Esos cinco o seis profesionales que eran desconocidos para mí y para Ray, incluida la amable médico de origen indio, han desaparecido por completo.

¿Unieron esas personas sus esfuerzos -unos esfuerzos fracasados, unos esfuerzos inútiles- para salvar la vida de mi marido? ¿Existe algún término para lo que son o han sido -no un «Equipo de muerte», aunque en este caso sus esfuerzos hayan acabado en muerte-, un «Equipo de resucitación»?

Quiero hablar como sea con ellos. Quiero preguntarles qué ha podido decir Ray cuando se aproximaba al final de su vida. Si estaba delirando o confuso.

Esta idea apresurada, como otras, entra y sale de mi cabeza y luego desaparece.

Hay algo que tengo que hacer: una llamada. Llamadas.

Pero antes tengo que reunir las pertenencias de Ray.

– ¿Cariño? Dime: ¿qué debo hacer?

Me siento muy mareada. El timbre del teléfono que me despertó de ese sueño ligerísimo se confunde con el timbre que suena en mis oídos y los versos burlones de la balada -«Y se hizo a la mar y el nombre de nuestro barco era»-, pienso en que Ray admiraba mucho a Richard Dyer-Bennet, qué curioso que dejáramos de oír música folk, que en los años sesenta nos encantaba.

Aunque no hay nadie en el pasillo, tengo conciencia de que están observándome. Probablemente, todas las enfermeras de la planta alertadas: «Hay una mujer en la 539. La esposa de Ray Smith. Smith ha muerto, su mujer ha venido a llevarse sus pertenencias».

Estoy observando a Ray, estoy mirando absorta a Ray, estoy traspuesta, mirando a Ray, grabándome a Ray en la memoria mientras yace boca arriba bajo una fina sábana, con los ojos cerrados, el rostro recién afeitado suave y sin arrugas y guapo, y pienso -es decir, me viene la idea a la cabeza- que Ray está respirando, sólo que muy débilmente, o que está a punto de respirar; sus párpados tiemblan, o están a punto de temblar. Igual que, en sueños, nuestros globos oculares a veces se mueven con sacudidas, como cuando estamos despiertos -si estamos soñando y viendo en el sueño-, así me parece que se mueven los globos oculares de Ray bajo los párpados cerrados; me parece: «Está soñando alguna cosa, no debo despertarle».

Es un instinto que se adquiere enseguida durante una vigilia de hospital, el de no molestar a un paciente dormido. Porque, en un lugar así, el sueño es muy valioso.

Por supuesto que no debería molestar a Ray. Sin embargo, tengo que decirle que lo siento, no puedo irme de esta habitación sin intentar explicar por qué he llegado demasiado tarde, aunque no hay explicación.

– Cariño, lo siento muchísimo. Estaba en casa, nada más. Estaba en casa, nada más, podía haber estado contigo, no sé por qué… Estaba dormida. Fue una equivocación. No entiendo cómo, fue así.

Qué vacilantes son mis palabras, qué banales e inanes. Igual que me he vuelto torpe físicamente esta semana -tengo bultos, cardenales y cortes misteriosos en las piernas y los brazos, aunque no hay ningún misterio en los chichones en mi cabeza, en la que me he dado repetidos golpes entrando y saliendo de nuestro coche-, tampoco parezco capaz de hablar sin vacilaciones o tartamudeos, o perdiendo el hilo y la concentración, de forma que no puedo recordar lo que estaba diciendo ni por qué parecía urgente decirlo. La mayor parte de lo que había hablado con Ray eran cosas de su trabajo, su correo, cuestiones domésticas de lo más ordinarias. Nada de lo que le había dicho expresaba lo que quería decir. Y ahora no logro comprender -apenas puedo recordar, aunque fue hace sólo unas horas- por qué me acosté horas antes de lo habitual, por qué había pensado que esta noche era un momento «seguro» para dormir.

El hecho de que estuviera durmiendo mientras mi marido estaba muriéndose es una idea tan horrible que no puedo afrontarla.

Comer: comí algo cuando volví a casa. Por primera vez en días me había hecho una comida decente -una comida caliente- en vez de tomarme un poco de yogur y fruta mientras trabajaba en el ordenador. Así que estaba comiendo mientras mi marido sucumbía a la terrible fiebre que precipitó su muerte; la idea me resulta repulsiva, obscena.

Acciones inexplicables, conducta inexplicable. El asesino que jura que no recuerda lo que hizo, que perdió el conocimiento, que no recuerda, no tiene la menor idea, ni ninguna razón, ningún motivo, ahora entiendo ese comportamiento.

Lo que está volviéndose rápidamente misterioso es la vida ordenada, la coherencia.

Saber lo que es preciso hacer y hacerlo.

En esta habitación de hospital hace tanto frío que estoy tiritando de forma convulsiva. A pesar de que no me he quitado el abrigo. Mi abrigo acolchado rojo, que llevaba puesto cuando el conductor que iba a toda velocidad chocó contra la parte delantera de nuestro coche y los airbags se dispararon y nos estrujaron en nuestros asientos.

Pronto me parecerá que Ray murió en ese accidente de coche. Ray murió y yo sobreviví. ¿Es eso?

Los dos accidentes se mezclarán en mi cabeza. El accidente en el cruce de Rosedale Road y Elm Road, y el accidente en el Centro Médico de Princeton.

Después del primero, habíamos salido aturdidos de alivio. En nuestro alivio nos habíamos besado y aferrado uno a otro frente al dolor que todavía no había comenzado.

En esta habitación se había quejado Ray del frío, sobre todo de noche, y cuando tenía que esperar en Radiología a que le hicieran las placas de rayos X. A pesar de la fiebre que tenía, estaba helado. Y sin embargo, recuerdo cuando Ray salía fuera en invierno sin abrigo, en Windsor. Con un viento helador que soplaba desde el río Detroit y el inmenso lago un poco más allá, el lago Michigan.

Era más joven entonces, no tan vulnerable a los resfriados.

Estoy asustada; no recuerdo a esa persona. Estoy perdiendo a esa persona; mi marido de aquel tiempo, mucho antes del desastre.

Mi instinto ahora es encontrar una manta, tapar con una manta a Ray, hasta la barbilla. Está ahí tendido bajo una fina sábana de algodón blanco.

Ya lo sé, ¡ya lo sé!, mi marido ya no está vivo. Ya no necesita una manta, ni siquiera una sábana. Lo sé y, sin embargo, no consigo comprender que está muerto.

Por eso parece como si esperara alguna seña suya, alguna señal, una señal privada, siempre hemos estado tan unidos que puede pasar una idea de uno a otro, como si fuera una mirada; estoy esperando a que Ray me perdone: «No pasa nada. Lo que estás haciendo es lo debido, no es un error».

«Y aunque fuera un error, te quiero.»

Ayer, sin ir más lejos, podía llorar. En esta habitación, junto a su cama, inclinada sobre mi marido, que se sorprendió por mis lágrimas, pude llorar, pero ahora no puedo, tengo los ojos secos, la boca seca como papel de lija. Ahora veo por primera vez que Ray no lleva sus gafas, qué raro que no me haya dado cuenta antes. Y las gafas están en la mesilla de noche, relativamente nuevas, con una montura metálica y bastante elegante, sobre las que se pone unos cristales oscuros cuando está al sol. Cojo las gafas muy despacio, aunque no tengo ningún sitio en el que guardarlas; y aquí está el reloj de Ray; la hora: 1.29 a.m.

Y aquí están los lápices de colores de Ray, que voy a tener que afilar.

Coloco estos objetos con cuidado en mi bolsa negra. Las preciosas flores -crisantemos blancos y amarillos, claveles rojos, lirios violetas- enviadas por amigos, en sus jarrones, las dejaré aquí.

(¿He dado las gracias a nuestros amigos por estas flores? No creo, no recuerdo. Todos esos mensajes en nuestro contestador de casa, no los he respondido. Y muchos mensajes borrados por accidente, o por las prisas.)

La enorme y bella tarjeta de San Valentín firmada por nuestros amigos para Ray, para darle ánimos: debería habérsela traído ayer.

En esa tarjeta, los deseos sinceros de nuestros amigos -veo las palabras en una especie de trance-: «Querido Ray, ojalá estuvieras con nosotros», «¡Ray, ponte bueno pronto!», «Ray, debes volver pronto con nosotros, te queremos y te echamos mucho de menos», «¡Ray, brindemos por que haya salchichas en nuestro futuro!», «¡Ray, por favor, descansa, descansa y descansa! Es una cosa lenta. Y queremos verte pronto», «¡Ray, cúrate bien! Te echamos todos de menos esta noche. ¡Vuelve a casa pronto!», «Ray, me alegro de saber que te encuentras mejor y espero que te recobres por completo muy pronto», «Querido Ray, una vez conocí a un hombre llamado Ray, que me pareció muy bien, le gustaba leer mientras bebía aguamiel, ese hombre maravilloso que era Ray…».

Me parece horrible, inimaginable -cómo pude ser tan estúpida, egoísta, negligente- no haber traído esta tarjeta para que la viera Ray. Pensé ingenuamente que la iba a guardar para dársela en casa.

«Y ahora es demasiado tarde.»

Cuántos errores he cometido y estoy cometiendo. Esto es algo nuevo para mí, como si hubiera pasado a otro lugar en el que todo el tiempo voy a cometer errores, errores estúpidos, errores despreciables. Pronto aprenderé que una viuda es alguien que comete errores.

En el armario están la ropa y los zapatos de Ray. Una bolsa de ropa en la que Ray ha puesto calzoncillos y calcetines sucios. Está su chaqueta, la que llevaba el lunes por la mañana. Ahí, la camisa de franela de rayas azules y los pantalones. Quito la ropa de Ray de las perchas con torpeza, la camisa de rayas azules se cae al suelo… Me entra el pánico al pensar: «Voy a tener que hacer dos viajes al coche. Voy a tener que hacer dos viajes al coche».

Si salgo de esta habitación, no voy a ser capaz de volver. Nunca podré obligarme a mí misma a volver.

Debería llamar a alguien, a algún amigo. Debería pedir ayuda. ¡No puedo llevar todas estas cosas yo sola! No en un solo viaje.

Pero me apura llamar a los amigos. Es la una y media de la mañana, es un golpe terrible despertarse con el timbre de un teléfono y la noticia de la muerte de un amigo.

Mejor no. Mejor me voy a casa.

Con hacerlo por la mañana bastará. Y llamaré a la hermana de Ray, que vive en Connecticut, y a la que no conozco.

Y a mi hermano y mi cuñada.

«Ray ha muerto. Llevaba en el hospital menos de una semana con neumonía, estaba mejorando, pero ha muerto.»

En vez de salir de la habitación, levanto el auricular del teléfono. Debo de haber decidido llamar a un amigo, a amigos, parece que es lo que estoy haciendo, después de todo.

Y el timbre, en la distancia, invade el sueño de otro.


De esta forma, en este momento, la viuda actúa de manera instintiva, no va a casa sola como quizás había imaginado ni se hiere a sí misma como quizás había imaginado; llama a unos amigos.

Pero sólo a los amigos cuyos números de teléfono parece saber de memoria.

16. Páginas Amarillas

Tú me hiciste posible la vida. Te debo mi vida.

No puedo hacer esto sola.

Y, sin embargo, ¿qué otra opción hay? La viuda es alguien que ha descubierto que no hay otra opción.

Me proporcionan una bolsa de plástico en la que puedo meter los objetos más pequeños de mi marido. Estoy empeñada en llevar todo en un solo viaje y, no sé cómo, me las voy a arreglar.

Este empeño en arreglármelas, en salir adelante, en hacer sin ayuda todo lo posible, es prerrogativa de la viuda. Podrían decir que es un indicio de su deseo de parecer -que no es lo mismo que ser- autosuficiente; o podrían decir que es un síntoma de su enajenación.

Claro que, en los primeros minutos/días/horas de viudedad, ¿qué no es, examinado de cerca, un síntoma de enajenación?

Estos libros que Ray estaba leyendo, que me había pedido que le trajera de casa, y sus zapatos, en la bolsa de plástico estos objetos resultan extrañamente pesados y difíciles de manejar. Uno de los libros son unas galeradas cosidas que yo había estado leyendo de forma intermitente junto a la cama de Ray y, de vez en cuando, en voz alta para transmitirle algún fragmento interesante, un libro sobre el cerebro humano de un neurocientífico de Princeton al que conozco, el desenfadado título es Entra en tu cerebro. Al ver las galeradas me entra una sensación enfermiza, de hundimiento…

Me lo voy a llevar a casa. Voy a esconderlo en un estante. No voy a poder volver a mirarlo jamás.

– ¿Cariño? Creo que quieren que me vaya ya…

Tengo la voz fina, temblorosa. Quizá no es una voz sino una idea expresada débilmente.

Miro a Ray en la cama. No es natural -una sabe instintivamente que esto no está bien- ver a una persona tan compuesta, inmóvil.

Sin embargo, tengo la sensación -visceral, extraña- de que la persona que yace tan quieta, sin respirar, o respirando tan poco que no se nota, es muy consciente de que la están observando, y te observa a través de sus párpados cerrados.

Impotente, me quedo aquí, pensando -me viene la idea- que nunca habrá un momento apropiado.

Quiero decir, un momento para irme de la habitación del hospital.

Quiero decir, un momento para darme la vuelta y alejarme.

Dar la espalda a Ray, mi marido. ¡Cómo va a ser posible!

Con torpeza, y muy despacio, con pasos pequeños como una persona ciega, retrocedo para salir de la habitación. Con torpeza, porque tengo los brazos llenos.

Estoy intentando llevar demasiadas cosas. Últimamente se me han caído cosas con demasiada frecuencia, seguro que se me va a caer algo ahora. Me aterra llamar la atención. Me aterra perder el control en un lugar público. De pronto me parece, me he dejado el bolso, no puedo ver lo que llevo en los brazos. Me invade una ola de pánico -¡qué trivial es esto!, qué ridículo- ante la posibilidad de perder el bolso, la llave del coche, la llave de casa.

Ése es el terror: perder las llaves cruciales. Me quedaré colgada, sin poder moverme. Me veo al borde de la carretera, en la oscuridad, haciendo señales frenéticas para ¿qué?, los faros pasando a toda velocidad, cegadores. O quizá ése es un sueño. Los sueños recurrentes en los que no encuentro a mi marido son los que más me espantan, pero esto también es un espanto, porque es muy verosímil. Ray suele ser el encargado de las llaves, el que sabe dónde puede haber una llave de repuesto, fuera, pero ahora yo estoy obsesionada con las llaves, busco las llaves en mi bolso una docena de veces al día. ¡Qué alivio encontrar una llave que podría haber perdido!

La verdad es que voy a perder algunas cosas. Voy a descubrir que falta un par de gafas oscuras de mi bolso. Debieron de caerse cuando…

¡Voy a dejarme las gafas de Ray! Seré totalmente incapaz de comprender cómo pude olvidarlas, cómo no las tenía en la mano…

El reloj de pulsera de Ray no me lo he dejado.

En el iluminado puesto de enfermería -casi vacío a la 1.43 de la mañana-, le digo a una de las enfermeras que mi marido está en la habitación 539, que ha muerto y que qué hago ahora. Es el colmo de la ingenuidad, o el absurdo, pensar que las enfermeras no saben a la perfección que acaba de morir un paciente en Telemetría, a unos metros de distancia; pero estoy tratando de ayudar, e incluso pregunto con una débil sonrisa:

– ¿Llamo a una funeraria? ¿Puede recomendarme una funeraria?

La mujer con la que estoy hablando -una desconocida- me mira y frunce el ceño. No veo en su rostro la comprensión que he visto en los rostros de algunos otros. Dice:

– Ahora se llevarán el cuerpo de su marido a la morgue. Por la mañana puede usted llamar a una funeraria para que vengan a recogerlo.

Es un auténtico choque, un golpe, como si la mujer se hubiera estirado sobre el mostrador y me hubiera dado una bofetada.

¡El cuerpo! A toda velocidad, Ray ha dejado de ser un hombre para ser un cuerpo.

Tengo la sensación de que me voy a desmayar. No me puedo permitir un desmayo. Me humedezco los labios, que están terriblemente secos, con la piel cuarteada. Aunque puedo ver que la enfermera preferiría volver a lo que quiera que esté haciendo en el ordenador que hablar conmigo, le pregunto, vacilante, si puede recomendarme una funeraria, y me dice, con una sonrisa fugaz -quizás exasperada-, que no puede recomendar ninguna.

– Puede buscarlas en las Páginas Amarillas.

– ¿Las Páginas Amarillas? -me aferro a estas palabras, tan vulgares. Pero parece que no sé qué hacer a continuación.

Le pregunto otra vez si puede recomendar una funeraria -o si podría llamar a alguna en mi nombre (vaya petición, qué audacia, debo de estar desesperada a estas alturas)- y dice que no con la cabeza.

– Por la mañana puede llamar usted. Tiene tiempo. Ahora debería irse a casa. Puede llamar a la funeraria por la mañana.

De forma deliberada, da la impresión, la mujer no me llama por mi nombre. Es posible que, aunque el ala de Telemetría no es muy grande, no conozca mi nombre ni el de Ray; es completamente posible que nunca haya puesto el pie en la habitación de Raymond Smith.

– Gracias. Páginas Amarillas, lo haré. Por la mañana.

Qué extraño me resulta alejarme. ¿Es posible que vaya a dejar a Ray aquí? ¿Es posible que no vaya a volver a casa conmigo de aquí a uno o dos días, como habíamos planeado? Esta reflexión es demasiado profunda para captarla. Es como encajar un objeto grande e inmanejable en un hueco pequeño. Me duele el cerebro de intentar abarcarla.

La enfermera ha vuelto a su ordenador, pero otras que están en el puesto de enfermería iluminado me observan marcharme, en silencio. A cuántos otros -«supervivientes»- han visto alejarse en esta dirección, hacia los ascensores, agotados, anonadados, derrotados. Cuántos otros agarrando con fuerza las pertenencias.

En el ascensor que baja al vestíbulo me sobreviene la necesidad de volver con Ray; es terrible haberlo abandonado, estoy llena de horror de haberlo abandonado, porque ¿y si?, algún error, pero la sensatez prevalece, el sentido común, y el ascensor sigue bajando.

17. La flecha

Al regresar a la casa a oscuras en las afueras de Princeton, tengo la sensación de ser una flecha que han disparado; ¿dónde?

La puerta no sólo no está cerrada con llave sino que está entreabierta. Hay una sola luz encendida en una habitación interior, el estudio de Ray. Cuando empujo la puerta para entrar en el pasillo oscurecido me sorprende un agudo olor a limón, el limpiamuebles. En pleno trance anticipatorio, había limpiado las mesas de Ray hasta sacarles brillo, pero también la mesa del comedor y otras mesas de la casa; a gatas, con papel de cocina, había limpiado trozos del suelo de madera que parecían raídos. Había hecho esas cosas, tarareando en voz alta y alegre, no hace tantas horas.

¡Qué alegría que estés de vuelta en casa, cariño! Te hemos echado de menos.

Hemos quiere decir los gatos y yo. Pero ¿dónde están los gatos?

Desde que se fue Ray -desde que lo llevé a Urgencias-, los dos gatos me han tratado con temor y se han mantenido alejados incluso cuando les daba de comer. La más joven, Cherie, se ha dedicado a maullar de forma patética, pero, cuando me acerco, retrocede. El más viejo, Reynard, más suspicaz por naturaleza, está callado, con sus ojos leonados. Es evidente que estos animales piensan que, sea lo que sea lo que ha trastornado la casa, la culpa es mía.

Con voz alegre y valiente llamo a los gatos; aunque soy una flecha disparada hacia el espacio, estoy decidida a convencerlos de que no pasa nada malo y no tienen nada que temer.

– Vais a estar bien. Vais a estar bien. No os va a pasar nada. Yo cuidaré de vosotros.

Parece como si me olvidara de por qué, a casi las dos de la mañana, no estoy en la cama sino todavía despierta y en un estado de excitación exacerbada. Mi cerebro es una colmena de pensamientos apresurados e incoherentes. Y todavía más extraño: varios amigos van a venir dentro de unos minutos. ¡A estas horas! Siento esa pizca de aprensión, la responsabilidad social de recibir a otros en casa; ¿por qué? ¿Y dónde está Ray, para ayudarme a recibirlos? Enciendo luces, atontada: en la habitación de invitados, donde solemos alojar a los visitantes, un añadido a la casa que construimos para mis padres cuando venían a vernos varias veces al año; junto a una pared que da al jardín está la mesa Parsons blanca en la que Ray, a menudo, desayunaba y extendía el New York Times para leerlo, y ahora me golpea la realidad: «Pero Ray está muerto. Ray ha muerto. Ray no está aquí. Voy a recibir a nuestros amigos yo sola. Ése es el motivo por el que van a venir».

En la habitación de hospital de Ray llamé a tres amigos, de los cuales una estaba dormida y no cogió el teléfono y el otro, un insomne, respondió a la primera; un tercero, también despierto, descolgó el teléfono y respondió con aprensión -«¿Sí? ¿Hola?»-, consciente de que una llamada a esas horas debía de ser una mala noticia.

¡Qué terrible es ser el mensajero de noticias terribles!

Qué terrible es invadir el sueño de otro, oír a un amigo que murmura a su mujer: «Es Joyce, Ray ha muerto», y oír a su mujer que exclama: «Oh, Dios mío».

Eso es lo que he hecho, eso es lo que hace una viuda, aunque quizá no todas las viudas llaman a amigos, ni siquiera a familiares, quizá soy excepcionalmente afortunada, debo de serlo.

Mi voz lastimera y suplicante. Dejé un mensaje para la amiga que no contestaba el teléfono: «¿Jane? Soy Joyce. Estoy en el hospital. Ray ha muerto. Hace una hora, creo. Estoy en el hospital y no sé qué hacer».

Y ahora empieza a suceder todo como en un sueño, lo que sea que esté sucediendo, que parece tener poco que ver conmigo, del mismo modo que quien sueña no se inventa su sueño sino, en cierto sentido, es soñado por él, impotente, asombrado. Aunque tengo acelerados la mente y el corazón, mis movimientos son lentos y descoordinados. El ruido de neumáticos en la nieve arenosa de nuestra entrada me sorprende, aunque sé que nuestros amigos están a punto de llegar. Un destello de faros que rebota contra el techo me sobresalta. Me preocupa que la casa no esté limpia, que haya dejado cosas por ahí, los kleenex arrugados que dejó Ray sobre la mesa Parsons -¿los tiré a la basura? (¿llenos de bacterias E. coli?)-; me inquieta ver a nuestros amigos sin que Ray esté conmigo, van a sentirse muy mal por mí, les va a emocionar sentirse mal por mí. Se me ocurre la idea práctica de poner sobre una mesa baja unos libros, los libros que he traído de vuelta desde el hospital. Son Mi vida, mi libertad de Ayaan Hirsi Ali, El gran engaño de Paul Krugman, las galeradas de Your Government Failed You de Richard A. Clarke, que va a publicar nuestro amigo Dan Halpern.

Con esos libros sobre la mesa, podemos hablar de ellos; ¿es buena idea?

También el libro sobre la historia cultural del boxeo que estoy leyendo para escribir una reseña. En la que he trabajado esta última semana durante los paréntesis de la vigilia. Al volver a casa desde el hospital, cuando intentaba escribir una hora o dos antes de acostarme y tratar de dormir. Como si quisiera demostrar a mis amigos que Joyce está bien, Joyce está trabajando incluso en estos momentos. ¡No os preocupéis por Joyce!

No puedo pensar con claridad. Pero estoy pensando. Estoy intentando pensar.

Nuestros amigos llegan poco después de las dos de la mañana, en un solo coche. Susan y Ron, Jeanne y Dan y su hija de catorce años, Lily, a la que Ray y yo conocemos desde que nació. Cuando entran y me abrazan, es como si me hubiera metido en un violento oleaje.

Aunque nuestros amigos se quedan hasta las cuatro, la mayor parte de lo que nos dijimos se me ha borrado de la memoria. Nuestros amigos me dicen después que me comporté con calma pero era evidente que estaba en estado de shock. Puedo recordar a Jeanne al teléfono, en la cocina, llamando a empresas funerarias. Puedo recordar mi asombro por que una funeraria estuviera abierta a esas horas de la noche. Puedo recordar que expliqué a mis amigos cómo murió Ray -por qué murió Ray-, «la infección secundaria», el hecho de que «su tensión arterial había caído en picado», «sus pulsaciones se habían acelerado», esas palabras siniestras que he memorizado y que todavía hoy, a cualquier hora del día, invaden mi mente, junto con mi última visión de Ray en la cama del hospital, como relámpagos.

Mis amigos son extraordinarios, pienso yo. Venir hasta aquí tan deprisa en mitad de la noche, como han venido.

Porque la viuda vive un relato que no ha inventado ella. La viuda vive una pesadilla y, sin embargo, es probable que la viuda viva un benigno cuento de hadas de los hermanos Grimm en el que los amigos acuden en su ayuda. Queríamos a Ray y te queremos a ti.

Déjanos ayudarte. A Ray le habría gustado.

18. Registro de correos electrónicos

18 de febrero de 2008, 9.26 a.m.

A Elaine Pagels

Me disponía a escribirte para decir que, de forma repentina, Ray falleció anoche hacia la una de la mañana.

Estoy demasiado exhausta para hablar ahora pero va a venir Jeannie para acompañarme a una funeraria de Pennington a planear todo lo necesario.

He pensado en ti cuando te quedaste viuda, una joven -jovencísima- viuda y madre. He visto en ti la trascendencia de esta herida inexpresable y su sombra, que no puede olvidarse jamás.

Con mucho cariño,

Joyce


18 de febrero de 2008

A Mary Morris

Ray falleció a la una de esta madrugada en el centro médico, de una terrible neumonía. Estoy totalmente aturdida y volveré a ponerme en contacto contigo [sobre la entrevista para la revista italiana Storie] en otro momento.

Con mucho cariño,

Joyce


19 de febrero de 2008

A Richard Ford

Gracias, Richard. Muchos de mis problemas -¿«problemas»?- son físicos y emocionales; me siento agotada, aturdida cuando estoy con gente, quiero arrastrarme a algún rincón y dormir.

Pero sé que tienes razón. Estoy intentándolo.

Con cariño,

Joyce


19 de febrero de 2008

A Sandra Gilbert

Estaba pensando en ti, y tu maravilloso marido fallecido… Fue algo similar, aunque no un «homicidio involuntario» por negligencia, de eso estoy segura; Ray estaba hospitalizado por neumonía -una infección por E. coli que es una de las peores- y estaba «mejorando» claramente día tras día, le iban a dar el alta pronto para que hiciera rehabilitación, cuando, de pronto, recibí una llamada a las doce y media para que fuera corriendo al hospital, donde acababan de certificar su muerte. Una infección secundaria le había provocado una parada cardiorrespiratoria y falleció.

Es increíble. Me siento totalmente sola.

Aunque rodeada de los amigos más maravillosos.

Gracias por escribir. Con mucho cariño,

Joyce


19 de febrero de 2008

A Gary Mailman

Tengo aquí el documento «Últimas voluntades y testamento» de Raymond Smith… ¿Qué se hace con ello, como documento? ¿Lo presento en algún sitio? Me han dicho que tengo que llevar los «certificados de defunción» a un juzgado (?) de Trenton pronto. Jeanne Halpern se ha ofrecido a acompañarme, lo cual es una maravilla asombrosa por su parte.

Qué contentos estamos de que salieras bien de tu estancia hospitalaria… Creí sinceramente que Ray también iba a salir. Incluso después de muerto, no parecía nada enfermo, estaba muy guapo, con el rostro sin arrugas y pacífico. En la habitación del hospital, todo el personal se había marchado y estaba él solo en la cama, sin la vía intravenosa ni la máscara de oxígeno, y con el precioso jarrón de flores que Emily y tú le habíais enviado en una mesilla a su lado. Es un recuerdo que no me abandonará jamás.

Agradeceré muchísimo cualquier consejo [legal] que puedas darme,

Joyce


19 de febrero de 2008

A Gloria Vanderbilt

[Ray] falleció a la una de la mañana del 18 de febrero, ¡ayer solamente!

Qué difícil resulta de asimilar.

Te escribiré más adelante. Me encantaría verte. Estoy abrumada de cosas que debo hacer, como un zombi que camina pesadamente a lo largo de su día interminable; ayer fue una pesadilla que no acaba jamás. No parece que mi vida tenga mucho más propósito en estos momentos que estas tareas sin sentido pero necesarias (como hablar con el director de una funeraria, comprar una tumba en el cementerio, buscar el testamento).

Pero tu mera existencia es un consuelo y estás muy presente en mis pensamientos, aunque no estés delante de mí.

Con mucho cariño,

Joyce


19 de febrero de 2008

A Eleanor Bergstein

Eleanor, no me siento capaz de hablar por teléfono ahora. Estoy abrumada y atontada y tratando de mantenerme cuerda a base de hacer una multitud -una infinidad- de cosas pequeñas pero necesarias. Ray murió ayer de madrugada; han ocurrido tantas cosas desde entonces que parece increíble.

Sé que tú perdiste a tu madre y tu padre hace mucho tiempo. Qué herida descarnada y terrible debió de ser. Perder a quien ha sido tu cónyuge durante 47 años es como perder una parte de ti, la parte más valiosa. Lo que queda atrás parece vacío, roto.

Muchas gracias por tu cariño y tu amistad,

Joyce


20 de febrero de 2008

A Dan Halpern

Hay ataques de total soledad y una sensación de estar a la deriva. Pero pasé una velada agradable con Ron y Susan, aunque era raro que no estuviera Ray, y Jeanne ha llamado esta mañana, y mañana estaré en tu casa con Emily y Gary y (evidentemente) Gloria.

Jeanne y Gary están dándome consejos útiles sobre el abogado y los trámites testamentarios, de los que no sé nada.

¡Qué sola está esta casa! Es casi insoportable. Pero lo soportaré…

Estoy muy agradecida por tu amistad y la de Jeanne y por los demás amigos que me han ayudado tanto.

Con mucho cariño,

Joyce


19 de febrero de 2008

A Jeanne Halpern

Me gusta y necesito tu presencia cuando estoy con gente, siento que me puedo romper con facilidad y me parece que tú sabes valorar esas cuestiones. Estoy destrozada, acabo de oír viejos mensajes -«viejos» quiere decir de hoy y ayer-, porque no suelo coger el teléfono; debe de haber habido quince llamadas y el último mensaje (que era el más antiguo, del domingo por la tarde) era de Ray, mientras yo estaba de camino al hospital. Me asombró oír su voz… Ahora está en la cinta, la última grabación que voy a tener de su voz. Es completamente desgarrador. Parecía estupendo por teléfono y tenía ganas de verme. Es increíble que ocho horas después estuviera muerto.

Con mucho cariño,

Joyce

19 . Las últimas palabras

Es sorprendente descubrir, entre varios mensajes telefónicos de los dos días anteriores, estas palabras de Ray, que son las últimas que le oiré decir jamás.

Esta llamada, hecha a primera hora del domingo por la mañana, mientras yo iba de camino al hospital, y de la que yo no me había enterado.

Ray no me mencionó la llamada -tenía poca importancia, o eso parecía-, así que ha sido un golpe oír su voz tan familiar en la cinta, tan íntima como si estuviera en la habitación conmigo.


¿Cariño? Soy tu cariño… Si quieres hablar, ¿puedes llamar? Todo mi amor a mi cariño y mis gatitos.

20. «Ya has dicho adiós»

Muchas veces, durante nuestros paseos por Pennington -un pequeño pueblo «histórico» a unos tres kilómetros de nuestra casa-, Ray y yo nos fijábamos en el Blackwell Memorial Home, en el 21 de North Main Street, un edificio blanco de estilo colonial con persianas azules, pegado a la acera.

El Blackwell Memorial Home tiene el aspecto tranquilizador de una acuarela pintada por un aficionado con talento, de esas que ensalzan la vida en los pueblos de otra época.

Con más frecuencia íbamos al cementerio de Pennington, en cuya parte más antigua, la más cercana a Main Street, y al otro lado de la iglesia presbiteriana de Pennington, se ven lápidas de finales del siglo XVIII, tan envejecidas y desgastadas que sus inscripciones ya no son legibles.

La leyenda local dice que los soldados hessianos * ejercitaban a sus caballos saltando sobre el muro que separa la vieja sección del cementerio de la calle.

Siempre tendré la imagen de nosotros dos caminando por Pennington de la mano: un Ray y una Joyce de otra época.


– Si Ray nos viera aquí en Pennington en este momento, le daría curiosidad saber qué hacemos. Diría: «Vamos a comer. Me apetece una copa».

No tengo ni idea de qué me ha llevado a decir eso. Últimamente me oigo a mí misma decir cosas imprevistas y extrañas. Ray se habría consumido de curiosidad de saber qué hacíamos Jeanne, Jane y yo en Pennington, en el coche de Jeanne, mientras aparca delante del Blackwell Memorial Home, pero no es probable que hubiera sugerido ir a comer a estas horas, a mitad de mañana.

Una viuda se siente obligada a hacer comentarios vagamente «ingeniosos» como se siente obligada a hablar de su marido, a pronunciar su nombre lo más a menudo posible, por el terror de que se pierda.

Mis amigas Jeanne y Jane han venido a casa a recogerme esta mañana. Me mareo de agradecimiento, nervios y excitación: ¡una funeraria! La misma funeraria por la que habíamos pasado tantas veces, a la que pensé en llamar en lugar de una funeraria en Princeton, esta madrugada.

– Pero a Ray le habría gustado ésta. En Pennington. Más cerca de casa. Está sólo a tres kilómetros…

Qué ganas tengo de creer, en el salón del Blackwell Memorial Home, mientras hago todos esos planes asombrosos sobre «qué hacer» con los restos de mi marido, que estoy comportándome con normalidad, o casi con normalidad. Quiero pensar que mi concentración, rota y dispersa como un espejo barato cuando estoy sola, es aquí perfecta, como la concentración de alguien que camina sobre la cuerda floja a gran altura.

Ni Jeanne ni Jane son viudas, por supuesto. Aunque ninguna de las dos desconoce lo que es una muerte en la familia -la madre de Jane murió no hace mucho-, ninguna es viuda, y por eso pienso: «Pueden seguirme mejor la corriente. Otra viuda tendría menos paciencia. Pensaría: Pues claro, ¿qué te esperabas? En esto consiste perder a tu marido. No lo sabías, y ahora ya lo sabes».

El terror de la viuda es que, si se le fractura la mente, como se le ha fracturado la espina dorsal, y como se le ha roto el corazón, se vendrá totalmente abajo. Se dejará arrastrar por pensamientos plañideros y descontrolados como éstos.

En el Blackwell Memorial Home de Pennington, Nueva Jersey, mis amigas y yo estamos cómodamente sentadas en sillones mullidos, en un saloncito que da a Main Street, y en el suelo de parqué hay unas alfombras atractivas pero muy desgastadas. El cristal de las ventanas, altas y estrechas, tiene el aspecto peculiar que da la edad. Ésta podría casi ser una de esas casas museo que hay en los parques históricos, con pocos muebles, un aire «de antigüedad», una gran chimenea de piedra que ocupa la mayor parte de una pared; sobre ella hay una espada de la guerra civil, sin lustre ya pero impresionante, que fue propiedad de un antepasado de la dueña, Elizabeth Blackwell Davis; «Betty». Betty tiene un gato, nos dice. El gato es escurridizo y está escondido. Pero en la estrecha escalera se ve un juguete de trapo que huele a hierba gatera.

En este escenario doméstico que me recuerda a las granjas de madera de mi niñez -aunque las casas de mi niñez en la parte norte del estado de Nueva York eran austeras, incluso sombrías, más parecidas al realismo en blanco y negro de las fotografías de la Depresión que a las acuarelas de la América rural-, Betty Davis nos explica que el Blackwell Memorial Home pertenece a su familia desde hace generaciones. Betty ha vivido en esta casa la mayor parte de su vida y sigue viviendo aquí -en el piso de arriba-, con su hijo (adulto) y el gato; Betty también es viuda. Yo pienso: «A Ray le habría caído bien, creo».

Es un síntoma de la enajenación de la viuda, aunque un síntoma leve, que piense con frecuencia: «A mi marido le gustaría esto».

Otros contribuirán de buen grado a esa enajenación: «A tu marido le gustaría esto. ¡Es una buena decisión!».

Pero qué extraño es tomar una decisión así por mi cuenta, sin Ray.

Creo que no he tomado ninguna «gran» decisión en mi vida por mi cuenta, sin consultar a mis padres o a Ray.

Mis amigas hablan con Betty Davis -¡cuánto más sociables que yo son mis amigas!- y yo me siento agradecida, mientras observo fijamente un impreso, y otro impreso, una serie de preguntas que debo contestar. Pienso en lo mucho que desearía tumbarme junto a Ray en la cama del hospital y cerrar mis ojos a todo esto.

Demasiado tarde. Ya es demasiado tarde.

Tuviste tu oportunidad, ahora es demasiado tarde.

Betty está explicando los servicios que ofrece. Ella va a organizar la incineración, en Ewing -Ray quería que lo incinerasen-, recogerá el certificado de defunción, hará duplicados y me los traerá a casa.

– Los va a necesitar. Muchos.

Me resulta extraño, en mi aturdimiento a cámara lenta, que ya se haya preparado un certificarlo de defunción.

Y no soy consciente de con qué frecuencia voy a necesitar el certificado de defunción en las próximas semanas, meses, ¡incluso años! Porque existe una extraña sospecha en toda una categoría de desconocidos -empleados de banco, asesores de inversiones, burócratas de todo tipo- de que el fallecido quizás no ha fallecido sino que es víctima de una especie de broma pesada por parte de sus supervivientes.

Todavía más extraño es encontrarme dentro de Blackwell House, en Main Street. Haber entrado en una especie de mundo de fantasía, al otro lado del espejo, a unas cuantas puertas de distancia de la casa en la que nuestro simpático dentista de toda la vida, el doctor Sternberg, comparte consulta con otro dentista, el doctor Goodman; apenas a una manzana del Village Hair Salon, la peluquería en la que Ray y yo nos cortamos el pelo; a cuatrocientos metros del mercado de Pennington, donde hacemos la compra desde hace treinta años. Cuántas veces hemos visto la fachada del Blackwell Memorial Home al pasar y tal vez hemos hecho algún comentario, pero nunca pensamos que esta «histórica» estructura podía ser un día un lugar en el que uno de nosotros iba a entrar con motivo de la muerte del otro.

Nunca. Ni una vez. Tampoco pensamos nunca en el cementerio de Pennington como un lugar en el que uno podría «enterrar» al otro.

Hay tumbas disponibles en la parte posterior del cementerio de Pennington, en la parte más nueva, según me informa Betty. Las partes más antiguas, en posesión de familias locales desde hace mucho tiempo, están ya prácticamente cerradas.

La funeraria proporcionará una pequeña lápida -«de aluminio, de buen gusto»- y más adelante, si quiero algo mayor, puedo comprarlo.

¿Y me gustaría una segunda tumba?, me pregunta.

– En realidad, las dos tumbas juntas, una «tumba doble», no será mayor que la tumba individual normal. En el caso de las cenizas, dentro de una urna, el espacio no tiene por qué ser tan grande. Resulta muy económico comprar una tumba doble ahora, señora Smith.

¡Económico! Eso es importante.

– Sí. Gracias. Es lo que voy a hacer.

Tan íntima como una cama doble, pienso.

A Ray le gustaría, ¿no? Nadie quiere estar solo en la tumba más tiempo del necesario.

– Va a comprar una tumba doble a la Asociación del Cementerio de Pennington, señora Smith. Le entregaremos un título de propiedad y un documento de la Asociación del Cementerio de Ewing y tendrá que firmar unos cuantos documentos más; por ejemplo, ¿los restos de su marido contienen un marcapasos, implante radiactivo, prótesis o cualquier otro aparato que pudiera ser dañino para el crematorio? Si es que no, firme aquí.

¿Dañino para el crematorio? Da que pensar.

En cualquier caso, parece que estoy firmando documentos. Contratos. Por lo visto, estoy de acuerdo en comprar la «tumba doble» para la esposa superviviente de Raymond Smith: «Joyce Carol Smith».

Aturdida, relleno un cheque. Tres mil doscientos ochenta y un dólares. Últimamente he hecho varios cheques, y seguiré haciéndolos, de nuestra cuenta conjunta. Porque la muerte no es barata, por si les interesa.

Mi amiga Jeanne, que tiene formación de abogada, lee los documentos antes de dejarme firmarlos. Por lo que dicen, Jeanne y Jane parecen pensar que es una decisión razonable comprar en este momento la tumba doble a la Asociación del Cementerio de Pennington.

¡Qué bien! No me he precipitado ni he cometido una locura. He hecho gala de sentido común.

Todo este rato he tenido la idea borrosa y no analizada de que Ray sigue en el hospital, en la cama en la que le dejé. En mi imagen de Ray, está ya para siempre en la cama de hospital en la habitación 539 del Centro Médico de Princeton, está «dormido», «en paz», con los ojos cerrados, el rostro liso y afeitado, muy quieto, me inclino sobre él para besarle; por eso, cuando Betty me informa de que «los restos de su marido» están en una habitación aquí al lado y deben ser identificados, me llevo una sorpresa; estoy asombrada; estoy completamente conmocionada.

Por supuesto que sé -- que esta mañana recogió el cuerpo de Ray en el centro médico un conductor de la funeraria de Pennington. Lo sé porque fui yo quien lo organizó. Sé que han llevado el cuerpo de Ray en un ataúd, transportado en un vehículo sin señas especiales a la parte posterior del 21 de North Main Street, Pennington, para ser «identificado».

Sé todo eso, pero lo he olvidado.

Sé todo eso, pero me siento abrumada por el hecho de que Ray está en la habitación de al lado. Ray está muerto, Ray está en la habitación de al lado. Ray está aquí….

Hasta ahora me he comportado de forma normal, creo. He hablado, incluso sonreído, en compañía de Betty Davis, Jeanne y Jane, pero ahora empiezo a sentir un ataque de pánico, a hiperventilar; se me va la cabeza, estoy aterrorizada. Rápidamente, Jeanne dice que Jane y ella pueden identificar a Ray.

– Tú quédate aquí.

Estoy demasiado débil para protestar. Estoy demasiado asustada. No puedo soportar la idea de ver a Ray en este momento. Por qué me pasa, no lo sé. Lamentaré este instante. Me arrepentiré de esta decisión. Nunca entenderé por qué en este momento crucial me comporté de forma tan infantil, como si mi marido, al que tanto quiero, se hubiera vuelto físicamente repulsivo.

¡Cuánto me avergonzaré de esta decisión! Como una niña que se esconde y oculta los ojos.

Siempre pensaré: igual que me equivoqué al llevar a Ray al hospital regional de Princeton y mantenerlo allí cuando seguramente habría recibido mejor tratamiento en otro sitio, también ahora estoy equivocándome de forma inexplicable.

– No hace falta que veas ahora a Ray -me dice Jeanne-. Lo viste anoche. Ya has dicho adiós.


La viuda ha entrado en la fase de pensamiento primitivo en la que se imagina que un gesto pequeño y trivial suyo puede tener significado en relación con la muerte de su marido. Como si siendo «buena», «responsable», pudiera deshacer su catástrofe personal. Poco a poco empezará a darse cuenta de que ya no se puede hacer nada.

«Identificar» el cuerpo de su marido o no, ver su cuerpo por última vez o no, no habrá ninguna diferencia. Su marido ha muerto, se ha ido, y no va a regresar.

21 . La tumba doble

Lo que ha dicho mi amiga Jeanne es verdad y no es verdad.

Nunca -jamás- dices realmente adiós.

En el cementerio de Pennington, en el cruce de Delaware Avenue y Main Street, a poca distancia detrás de la iglesia presbiteriana de Pennington, hay una zona relativamente nueva, cubierta de hierba, en la que, en un espacio señalado como n.° 551 Centro Oeste, una pequeña lápida dice:


raymond j. smith, jr.

1930-2008


Curiosamente, hay pocas lápidas más en esta parte. Salvo una casi al lado, una atractiva lápida grande hecha de granito: katherine greef austin 1944-1997, william j. o'connell 1944-1996. Observo fijamente esas palabras, esas fechas, y llego a una conclusión: «Una viuda que murió de pena».

Los azares de la muerte han convertido a smith y o'connell, que no se conocían en vida, en vecinos.

¡Qué extraño es ver el nombre de Ray en un lugar así! Me resulta muy difícil asimilar que, en el sentido más literal, los «restos» de la persona que fue Raymond J. Smith están enterrados, en una urna, bajo la tierra que se ve aquí.

– ¡Oh, cariño! Qué ha pasado…

En sueños, a veces, se revela que lo que una creía que era real no lo es, después de todo. En la vida, con menos frecuencia, se revela que lo que una creía que era real no lo es, después de todo; pero siempre queda la posibilidad, la esperanza.

Como mi mente no está funcionando normalmente, todos los momentos se basan en una esperanza infantil: «Esto no está bien. Pero quizá se arregle si soy buena».

No hay nadie visitando el cementerio esta mañana salvo yo. ¡Qué alivio! Aunque siento ansiedad cuando estoy sola, sueño con estar sola; la casa vacía me resulta aterradora, pero, cuando estoy lejos de ella, sueño con volver. Sólo que ahora, en el cementerio en el que están enterrados los restos -restos, qué palabra tan horrible- de mi marido, estoy sola y no lo estoy al mismo tiempo.

Me parece que llego tarde a una cita. Quizá el juzgado -me va a llevar Jeanne-, porque mi vida, desde la muerte de Ray, se ha convertido en una concatenación de citas, deberes -«trámites mortuorios»-, que hacen de cada día un Sahara que se extiende hasta el horizonte y más allá, una vida de robot, de zombi, que estoy pensando (y éste es mi pensamiento más delicioso cuando estoy sola) en abandonar. Cuando tenga tiempo.

Mientras que a algunos puede asustarles la idea, la tentación del suicidio, a la viuda la consuela la tentación del suicidio. Porque el suicidio promete una buena noche de sueño, ¡sin interrupciones! Y nada de día siguiente.

– No debería haberte dejado. Cuánto lo siento…

Es un día soleado y ventoso. La nieve persiste en madejas y montones medio derretidos entre las lápidas, que son de tamaños muy diferentes. Qué terrible, Ray está aquí; resulta incomprensible, aquí.

Me digo, con lógica infantil, que, si estuviera vivo Ray y no yo, esa ausencia sería idéntica a ésta.

No estoy segura de qué día es, cuántas horas han pasado desde la muerte de Ray; gran parte de mi esfuerzo mental se dedica a esos cálculos inútiles; es un esfuerzo mental que lucha contra la constante intrusión de palabras, fragmentos de música, canciones; cuál es la mejor forma de describir mi mente, quizás es la mente típica del novelista, aparte de un desagüe que ha capturado todo tipo de escombros; cuando mi vida está más sacudida que nunca, el desagüe está abarrotado de basura, como después de una tormenta, hay poca distinción entre las cosas que se ven en el desagüe, salvo que casi todas son inútiles, superfluas y agotadoras; nada de lo que «oigo» es un auténtico sonido, como lo sería, supongo, en una persona aquejada de esquizofrenia; estas distracciones son simplemente molestas, cuando no burlonas y crueles.


Había una vez un barco…

El nombre de nuestro barco era

La Vanidad Dorada.


Como un metrónomo que va demasiado deprisa, empieza a latirme un pulso en la cabeza. Es el ritmo de la burla, una sensación de que nuestra vida juntos fue en vano y ahora ha terminado, se ha hundido en el Mar de Tierras Bajas, como en el melancólico estribillo de la balada.

He olvidado la mayor parte de la letra de la balada. Sólo hay unas cuantas palabras que me vienen a la mente con una frecuencia enloquecedora.

A veces, al ver a Ray con una mirada lejana o distraída, le preguntaba en qué estaba pensando y él me contestaba:

– En nada.

– Pero ¿cómo puedes estar pensando en nada?

– No sé. Pero es lo que estaba haciendo.

¡Qué gracioso podía ser Ray! Aunque siempre tenía otro lado, como en un eclipse.

Le habría conmovido mucho saber cuánto le echan de menos nuestros amigos. Qué afectados se han quedado por su muerte. Se ha formado una especie de familia… Es horrible pensar que las últimas horas de Ray las pasó entre desconocidos.

Si estaba consciente en ese momento, ¿de qué fue consciente?

¿Cuáles fueron sus últimos pensamientos, cuáles fueron sus últimas palabras?

De pronto se adueña de mí la necesidad de buscar a la joven médico que habló conmigo en la habitación de Ray. Ni siquiera sé su nombre, tendré que averiguar su nombre, le preguntaré qué dijo Ray, qué recuerda…

Claro que, por supuesto, no se acordará. O, si se acuerda, no me lo dirá.

Mejor no saberlo. Mejor no empeñarse en esto.

Desde el instante en el que nos conocimos en Madison, Wisconsin, siempre fue Ray el más escurridizo de los dos, el más secretista, elíptico. A lo largo de los años permaneció en él algún residuo de su educación puritana de católico irlandés, mucho después de que abandonara la Iglesia a los dieciocho años; le desagradaba la religión en todas sus formas, pero en especial la dogmática; le desagradaba la teología, en especial la teología morbosamente críptica y exigente de Santo Tomás de Aquino, que había tenido que estudiar en Marquette, el instituto dirigido por los jesuitas en Milwaukee.

El lema jesuita: «Hago lo que estoy haciendo».

Es decir: «Lo que estoy haciendo está justificado porque estoy haciéndolo».

Porque estoy al servicio de Dios.

Había una faceta de Ray que me era desconocida, que mantenía a cierta distancia de mí. Igual -supongo- que había una parte de mí que mantenía a cierta distancia de Ray, que sabía muy poco de mi trabajo de escritora.

Lo aterrador es que quizá nunca lo conocí. En cierto sentido fundamental, nunca conocí a mi marido.

Porque conocí a mi marido en la medida en que él se dejaba conocer. Pero el hombre que fue mi marido -Ray Smith, Raymond Smith, Raymond J. Smith- se me ha escapado.

¿O acaso es inevitable, ninguna esposa conoce verdaderamente a su marido? Ser una esposa es una intimidad tan cercana, que una no puede ver; igual que, pegado a un espejo, uno no puede ver su propio reflejo.

El varón se le escapa a la mujer. El varón es el otro, el que hay que domesticar; la mujer es la domesticación.

Hay un líquido que cae de forma inesperada -¿sangre?- de mi muñeca. Sin darme cuenta, me he rascado demasiado la piel.

Me han salido erupciones, verdugones, pequeños granitos como de hiedra venenosa, en la delicada piel del interior de los brazos sobre todo, y en la parte inferior de la mandíbula; en la espalda han aparecido unas estrías como nervios al descubierto. Al mirar estos dibujos en el espejo de mi cuarto de baño esta mañana, era como si fueran un mensaje en un idioma desconocido.

También en mi cuarto de baño he estado ordenando cajas de pastillas en el borde de la encimera del lavabo. Analgésicos, pastillas para dormir, una acumulación de años. ¿Han perdido eficacia los medicamentos? ¿Habrá disminuido su fuerza?

Ahora estoy pensando: «Estoy tan cansada que podría dormir hasta la eternidad».

Pero no hay tiempo. Ya son las 10.20 de la mañana -es el 20 de febrero de 2008-, debo reunir los documentos para ir al juzgado en Trenton.

– ¡Adiós, cariño!


La viuda se consuela mediante una estratagema desesperada. Claro que todas las estratagemas de la viuda son desesperadas. Aventurará que no conocía del todo a su marido; eso le dará razones para buscarlo, para conocerlo. Mantendrá a su marido «vivo» en su memoria, escurridizo, burlón. Porque la verdad es que la viuda no puede aceptar que su marido ha desaparecido de su vida de forma irrevocable. No puede aceptar -no puede ni siquiera entender- que no tiene más relación con Raymond J. Smith que en calidad de viuda, de «ejecutora» de su herencia.

Las acciones de una viuda pueden definirse como alternativas racionales o irracionales al suicidio. Cualquier acto que la viuda lleve a cabo o piense en llevar a cabo es una alternativa al suicidio y, por tanto, deseable, por ingenuo, estúpido o inútil que sea.

22. Pis de gato

– ¡Oh, Reynard! Pero qué has hecho.

Por lo visto, el más viejo de nuestros gatos, Reynard, se ha hecho pis en un montón de documentos que, en mi desesperación por no perder nada fundamental de los numerosos papeles de Ray, había extendido por el suelo de su estudio.

Una docena o más de carpetas de papel manila, extendidas sobre la mesa de Ray y el suelo, con letreros cuidadosamente escritos que indican seguro médico, seguro del coche, seguro de la casa, documentos de hacienda (2007), banco/finanzas, seguridad social, certificados de nacimiento, testamento, etcétera, y en algún momento de las últimas horas Reynard ha profanado a escondidas una copia del certificado de defunción y la carpeta de Hacienda, así que tengo que A) secar las páginas, B) espolvorearlas de limpiacristales, C) volver a secarlas, D) colocarlas en nuestro solario (que no tiene calefacción) con la esperanza de que para mañana A) se hayan secado y B) ya no tengan ese olor tan inconfundible y penetrante.

– ¡Reynard! Gato malo.

Mi voz, gritona y molesta, hace que los dos gatos salgan corriendo con ese pánico con el que los animales domésticos huyen de sus amos indignados sobre un suelo de madera: patinando, deslizándose y resbalándose, con las uñas arañando como si fueran animales de dibujos animados. De pronto me siento furiosa con los gatos -con Reynard y con Cherie, más joven y de largo pelo gris-, pienso que ya no me quieren. En este asunto de la desaparición de Ray me echan la culpa a .

Uno podría pensar que, al faltar Ray, iban a mostrarse más afectuosos conmigo y querer dormir conmigo, pero no.

A duras penas consienten que les dé de comer. Se apresuran a salir corriendo fuera, para huir de mí. Vuelven a regañadientes cuando los llamo para las comidas y porque ya es de noche.

Los papeles de Hacienda profanados no son la primera prueba de que los gatos están ejerciendo su particular venganza felina contra mí desde que Ray no está, pero esto es más grave.

Mientras que la pena no ha conseguido hacerme llorar, el pis de gato en estos documentos, sí. Es el llanto de la pura desesperación, del asco que me doy a mí misma: «Esto es lo que soy, en esto me he convertido. Ésta es mi vida ahora».

23. Trámites testamentarios

– ¿Señora Smith? Puede esperar usted aquí.

Y éste -el Juzgado de Familia de Mercer County, en Trenton, Nueva Jersey- también es un sitio en el que se han acumulado los recuerdos en pequeños charcos estancados de lágrimas. Casi se puede oler la pena aquí, un olor acre y amargo.

¡Esta sala de espera de altos techos, de una severidad inexpresable! Filas de sillas de vinilo sucias e incómodas en las que las personas se sientan, impasibles, como en la antesala de los condenados.

A diferencia de las salas de espera del hospital, ésta ni siquiera contiene la falsa ilusión de un final feliz. Para estas personas, la vigilia de la muerte ha terminado. Los que estamos aquí somos supervivientes, «beneficiarios».

Es evidente que hay otras viudas aquí esta mañana. Varias parecen ir acompañadas de hijos adultos. En su mayoría son negras o hispanas, porque esto es Trenton, Nueva Jersey. En medio de ellas, mi amiga Jeanne -con sus enormes gafas de sol de diseño, el cabello rubio que le cae hasta el hombro, sobre el cuello de su elegante abrigo de invierno- es una presencia vívida e incongruente y atrae las miradas.

Jeanne ha explicado qué hacemos aquí, lo que es la «testamentaría»; por supuesto sé alguna cosa, o la sabría si no estuviera moviéndome en una bruma de falta de comprensión. Muy cansada, pero alerta y excitada, revisando los documentos que me han dicho que traiga, que incluyen las páginas fotocopiadas que ya sólo tienen un débil olor a pis de gato, en esta nueva compulsión que tengo, que comenzó cuando visitaba a Ray en el hospital, de rebuscar sin parar por el bolso o la bolsa para ver si he perdido algo importante como las llaves del coche, o mi cartera, o un certificado de defunción.

En realidad, no he perdido el certificado de defunción. De las varias copias que me dio en mano Elizabeth Davis, del Blackwell Memorial Home -un gesto de amabilidad que no olvidaré-, Reynard sólo destruyó una, que ya he tirado.

(Aunque luego recuperaré esa copia del certificado de defunción de la basura. Porque me da miedo quedarme sin copias, con tanta gente que parece querer una, como si no estuviera claro que Raymond Smith ha fallecido. Que una de las copias desprenda un agrio olor a gato es mala suerte.)

He leído este certificado de defunción emitido por el Departamento de Salud y Servicios a los Mayores del estado de Nueva Jersey muchas veces, en un curioso trance sin aliento. Cualquiera que vea mi concentración y mi interés puede pensar que espero aprender algo nuevo, sorprenderme. Igual que uno se rasca una herida hasta hacerla sangrar, caigo en la tentación de leer la escueta información una y otra vez, sin ninguna necesidad, puesto que la he memorizado:

Causa del fallecimiento

Causa inmediata

Parada cardiorrespiratoria

Debida a (o consecuencia de)

Neumonía

¡Un poema minimalista de William Carlos Williams!

Ahora, en la adusta sala de espera del juzgado, mientras releo el certificado de defunción, se me ocurre preguntarme: ¿es verdad esto? ¿Murió Ray simplemente de neumonía, o hubo otros factores?

Una «infección secundaria», me dijeron. No se menciona ninguna infección secundaria en el documento.

Creo recordar que me preguntaron en el centro médico si quería que a Ray le hicieran la autopsia. En la neblina de confusión en que me encontraba en aquel momento me apresuré a decir que no.

¡No! No.

No podía soportar la idea de que mutilaran el cuerpo de Ray.

¡Ya sé! El cuerpo no es el hombre. No es «Ray».

Y sin embargo, ¿dónde, si no, había residido «Ray», más que en ese cuerpo?

Era un cuerpo que yo conocía íntimamente, que yo amaba. Así que no quise que lo mutilaran.

Ahora nunca sabré si estas «causas» de fallecimiento son ciertas, o absolutas. Nunca lo sabré con certeza.

Porque está claro que la identidad de viuda puede más que todas las otras, incluida la de persona racional.

Todo lo que uno cree de la vida «racional», «razonable», «científica», se cae por la borda cuando una se queda viuda.

Mi deseo era que no examinaran el cuerpo de mi marido, que no lo abrieran y lo eviscerasen como cuando se destripa un animal. Pienso -o quiero pensar- que la cremación tiene algo que dignifica, algo primitivo, incluso «sagrado».

Por supuesto, no puedo soportar pensar en las circunstancias de la incineración en el Crematorio Ewing. No estuve allí, no lo presencié.

Me habían recomendado que no asistiera. Así que no asistí.

Mi oportunidad de ver a Ray por última vez fue en el Blackwell Memorial Home; en este sentido, fallé. Tardaré en olvidar ese error.

Ray quería que lo incinerasen, y lo había indicado en el documento extrañamente titulado «testamento vital». Lo había indicado también en sus comentarios a lo largo de los años.

¡Con qué despreocupación se habla de esas cosas! Prométeme que en mi funeral pondrás la Misa de Réquiem de Mozart.

En mi correo a mi amiga Sandra Gilbert, cuyo marido Eliot había muerto por homicidio involuntario por negligencia de las enfermeras en el Centro Médico de la Universidad de California en Davis, había dicho que la muerte de Ray no era homicidio involuntario. Pero ¿por qué?

¿Por qué dije eso? ¿Yo qué sabía?

Lo que dice una viuda a menudo lo lamenta. Pero una viuda debe hablar. Una viuda debe decir algo.

Igual que una viuda debe sonreír, asegurar a los demás que está bien.

En la sala de espera del juzgado, el tiempo pasa con una lentitud exasperante. La viuda va a descubrir que pasa mucho tiempo esperando en lugares públicos: ése es su castigo por haber sido esposa.

En esta nueva fase -póstuma- de mi vida, me surgen con frecuencia estas epifanías (cuestionables). La viudedad es el castigo por haber sido esposa.

Las reseñas crueles, el oprobio de todo tipo, son el castigo del escritor por ser escritor.

Cuando una se apunta a ser esposa, se apunta a ser un día viuda, quizá. Cuando una se apunta a ser escritora, se apunta a todas y cada una de las reacciones a su trabajo.

Es lo que debemos decirnos a nosotros mismos cuando estamos heridos, devastados.

Cuando lamentamos nuestras vidas, cuando en momentos de iluminación sombría e implacable nos parece que las hemos vivido en vano.

La pena nos trae epifanías con distintos grados de validez. Pero la pena nos trae poco más.

Mi cerebro es un enredo de ideas como éstas. Una radio casi rota y llena de interferencias. Rebusco entre mis papeles para encontrar ¿qué?, no puedo recordar qué es lo que busco… Ah, sí, el testamento de Ray, por un instante me entra el pánico: «¿Me he dejado el testamento en casa?», pese a que Jeanne revisó los documentos antes de salir; y aquí está, siempre un documento más pequeño de lo que me espero, un papel plegado de color azul claro, últimas voluntades y testamento de raymond j. smith y cartas testamentarias.

Nadie puede imaginarse por qué levanto disimuladamente este documento tan importante y lo olisqueo. En el bolso, con los demás papeles, ha adquirido un débil, muy débil olor a pis de gato.

De pronto me preocupa que el testamento no sea válido o que duden de mi identidad. En mi agotamiento, no puedo pensar con claridad y no sería capaz de defenderme a mí misma ni de defender mis intereses.

En este estado de ánimo, uno puede reconocerse culpable de lo que sea. El estado de ánimo en el que personas inocentes firman «confesiones»; con un sentimiento enfermizo de culpa, piensan que deben de haber cometido algún acto criminal.

«Está mal haber sobrevivido a Ray. Ése es el dato que sabes y que no has reconocido.»

Una viuda está a merced de los pensamientos más extraordinarios. Una viuda no puede defenderse contra los pensamientos más extraordinarios.

Porque una viuda ha aprendido que lo ordinario puede transformarse rápidamente en extraordinario y lo extraordinario en ordinario.

Mi castigo comenzó durante la vigilia. Ahora que Ray ha muerto, el castigo va a ir a más. Es lo lógico.

¡Qué rato tan desesperado había pasado buscando el testamento de Ray! No estaba en el lugar que yo creía, eso pensé; así que miré en otros sitios, en toda la casa, cada vez con más pánico, hasta que volví a mirar en el primer lugar, el más lógico -en la carpeta del despacho de Ray en la que primero había buscado-, y allí estaba.

¿Cómo explicarlo? ¿Está deteriorándose mi cerebro, es ésta una forma especialmente cruel de castigo para la viuda? ¿Perder cosas que están a la vista, no poder encontrar las cosas, siempre en un ataque de pánico? Creo que en este caso había pensado que el testamento iba a ser un documento enorme, no tan pequeño, tan… corriente.

El testamento de Ray; qué palabras tan raras. Como el cuerpo de Ray, los restos de Ray.

Nuestros testamentos, redactados hace tiempo, los actualizamos en mayo de 2002. Creo que fue una decisión conjunta, pero, en su momento, me llenó de pena la perspectiva de firmarlos, como si fuera predecir -que por supuesto no podía predecir- un día como este lúgubre día en el Juzgado de Familia de Mercer County.

Ray había dicho:

– No seas tonta, tenemos que hacerlo.

– ¡Pero no quiero vivir más que tú!

– Esto no tiene nada que ver. Fírmalo, quítatelo de en medio.

Y eso hice.

Sin poder prever, el 10 de mayo de 2002, que el 21 de febrero de 2008 iba a estar sujetando este documento con la mano, en una silla de vinilo, en la sala de espera del Juzgado de Familia de Mercer County.

– ¿Señora Smith? Venga conmigo.

Me llevan a un despacho interior. Jeanne me acompaña. Una mujer -su título es «funcionaria del juzgado de familia»- se hace cargo de mi caso, que a mí me parece de una magnitud abrumadora y para ella es perfectamente rutinario.

Tengo que presentar numerosos documentos en el juzgado para el «trámite testamentario» de las últimas voluntades de mi marido. «Últimas voluntades y Testamento de Raymond J. Smith y Cartas testamentarias»: el certificado de nacimiento de Ray y el mío, nuestro certificado de matrimonio, nuestros pasaportes, los permisos de conducir, las tarjetas de la Seguridad Social, las declaraciones de la renta de 2007 en las que queda establecido que nuestra residencia está en el 9 de Honey Brook Drive, Princeton, Nueva Jersey.

No pueden aceptar sin discusión -es razonable- que yo soy verdaderamente la persona que digo ser, la viuda del difunto Raymond Smith; ni pueden aceptar sin discusión que Raymond Smith está realmente muerto. (La funcionaria del juzgado examina con atención el certificado de defunción, con su aroma agrio, como si nunca hubiera visto un documento así.)

La funcionaria del juzgado quiere hacerme unas preguntas. Algunas -¿cuánto tiempo habíamos residido mi marido y yo en el 9 de Honey Brook Drive?- me resultan penosas de contestar. A medida que prosigue la entrevista, me siento cada vez más deprimida. Pienso: «¡Qué superfluo! ¡Qué inutilidad!». Mi amiga Jeanne ha tenido la amabilidad de acompañarme a este trámite tan ocioso, igual que me ha acompañado a otros trámites ociosos desde que murió mi marido; por ella no voy a derrumbarme. Pero cómo me gustaría huir de este lugar terrible y volver a nuestra casa, la casa de la que esta mañana temprano, después de otra noche de insomnio, tenía tantos deseos de salir. Cuando estoy fuera de nuestra casa, la fantasía que me consuela es que, cuando regrese, voy a tragar todas las pastillas que sea posible para dormir; es decir, para dormir el sueño eterno; porque estoy tan cansada que verdaderamente quiero morir; no han pasado más que unos días y ya me enferma la viudedad, estoy harta de ella; la perspectiva de otras semanas así, por no hablar de años, ¡es intolerable!

Sin embargo, al volver a casa, siento un gran alivio, pienso: «Ésta es mi casa. Esto es nuestro». Contra toda lógica, en este lugar es posible pensar que Ray podría estar en la habitación de al lado, o en su despacho; podría haber salido. Cuando uno vive en una casa con otra persona, es frecuente que esa persona no esté en la misma habitación, y por eso, al volver a casa, soy libre de imaginar que Ray está en algún lugar de la casa.

En mi estudio, ante mi mesa, desde la que se ve un grupo de árboles, un baño para pájaros (que no se usa en invierno), un acebo lleno de bayas rojas en el que los cardenales, herrerillos y carboneros revolotean alegremente, soy libre de decirme a mí misma: «Ray no estaría en esta habitación contigo en ningún caso. Tu experiencia en este instante no es una experiencia de viuda».

– ¿Señora Smith? Firme estos papeles.

Mi firma queda certificada ante notario. Firmo: Joyce Carol Smith. Porque ésta es la identidad de la viuda.

24. «La cesta de pésame»

– ¿Señora Smith? Firme aquí, por favor.

El corazón se me encoge al oír estas sílabas. Se-ño-ra Smi-th. El nombre, en boca de extraños, hiere como una burla.

Porque no hay ningún señor Smith. De modo que ¿cómo hay una señora Smith?

¡El asedio de las condolencias!

Como en una película muda acelerada para lograr un efecto cómico, en los días tras la muerte de Ray, aparece en el jardín de nuestra casa un ejército desorganizado de mensajeros que traen arreglos florales, cajas de frutas, enormes «cestas de pésame» llenas hasta arriba de delicatessen: trufas cubiertas de chocolate, nueces de Brasil, anacardos recubiertos de miel; salmón ahumado, arenque escabechado, salchichón ahumado; bizcocho de limón, tarta de lima, tartaletas de frutas, dulce de chocolate y pacanas; palomitas de maíz gourmet, pretzels gourmet, frutos secos gourmet; queso cheddar de Vermont y queso jack de Vermont; queso de cabra «borracho»; frascos de crema de melocotón, caviar ruso y patés de los tipos más estridentes.

– ¿Señora Smith? Firme aquí, por favor.

Al salir del jardín, el hombre de UPS está a punto de chocarse con el de FedEx que entra; ambos van seguidos de una planta gigantesca o un árbol pequeño que se balancea en un enorme tiesto de cerámica, y detrás de él, un apresurado mensajero de una floristería local de Princeton:

– ¿Señora Smith? Firme aquí, por favor.

Al ver mi rostro asombrado y exhausto, los mensajeros no tienen muy claro qué decirme; «¡Felicidades!» no es lo más apropiado porque ésta no es una ocasión festiva, sino la parodia de una ocasión festiva. «¡Que tenga un buen día!» tampoco es lo más adecuado, porque es evidente que éste no va a ser un buen día.

Tal vez, el hombre de UPS y el hombre de FedEx, que vienen con frecuencia a nuestra casa, han empezado a advertir la ausencia de Raymond Smith.

Cuántas veces en estos días -unos días de pesadilla-, en mi trance de amargura en el despacho de Ray, donde estoy buscando (una vez más) un documento despistado o perdido -de United Health, Hacienda, el banco-, me interrumpe el timbre de la puerta, que me hunde aún más en la miseria cuando estoy obligada a sonreír al mensajero y darle las gracias por haberme traído otro enorme arreglo floral, una planta de veinticinco kilos, la «cesta de pésame de lujo», inútiles, indeseados e invariablemente pesados jarrones, tiestos, cestas, cajas, cajitas que tengo que aceptar en mis brazos doloridos, o empujar, o llevar a patadas por el suelo hasta el comedor, donde los pétalos marchitos y caídos de las flores de los días anteriores yacen entre bolitas de poliestireno de los paquetes, papel de envolver roto, papel celofán. Sobre la mesa del comedor hay un caos: jarrones de flores bellísimas, cestas de frutas y flores bellísimas, «cestas gourmet de pésame» adornadas con «cintas de pésame» especiales, de terciopelo, de elegantes colores oscuros. Pero ¿es que hemos ganado el Derbi de Kentucky?, dice la voz divertida de Ray en mi oído.

Parece haber un elemento burlón en todas estas… condolencias. Este asedio casi podría confundirse con una celebración.

De todas las entregas, las que más temo ya son las de Harry & David, los ubicuos empresarios de las desgracias: cajas de pésame adornadas con cintas de pésame que llegan de todas partes del continente. ¿Por qué me envía la gente estas cosas? ¿Se imaginan que la pena va a mitigarse a base de trufas cubiertas de chocolate, paté de foie gras, salchichones? ¿Creen que unos secretarios me evitan la labor de tener que ocuparme de toda esta basura? Esta mañana, estoy dispuesta a rechazar las nuevas cestas que lleguen, porque he sacado todos los cubos que he podido encontrar con la esperanza de que se lleven la basura, acabo de vaciar el buzón -tan repleto que apenas he podido sacar lo que había dentro-, y estoy «ordenando» el correo, que consiste en tirar la mayor parte de él a la basura; aquí llega el camión de UPS: ¿otra monstruosidad de Harry & David?

– ¿Señora Smith? Firme aquí, por favor.

Lloro lágrimas amargas mientras abro la caja, rompo el papel celofán, saco y tiro a la basura paquetes de trufas cubiertas de chocolate, bolsas de palomitas de maíz gourmet, aquí hay una pera Riviera gourmet -de un tamaño artificial, insípida, como una fruta de cera en una naturaleza muerta del siglo XIX-, aquí un frasco de mostaza gourmet, y aquí un frasco de aceitunas gourmet, no tengo ni idea de quién me ha enviado esto, se ha perdido la tarjeta, se ha perdido la etiqueta, necesito deshacerme a toda prisa de estos alimentos festivos, y estoy furiosa, asqueada, avergonzada, porque, desde luego, debería estar agradecida, debería estar escribiendo notas de agradecimiento para ser una viuda como es debido, no debería estar llorando y murmurando bajo una lluvia helada delante de casa, con la cabeza descubierta y tiritando en un ataque de rabia inútil, acusando a mi marido: «¡Tú hiciste esto mismo! Tú saliste con un frío helador, sé que lo hiciste, esto es exactamente lo que tú hiciste, cuando estaba de viaje en Riverside hiciste esto mismo, no tuviste cuidado con tu vida, tiraste por la borda nuestras vidas con tu descuido, cogiendo un resfriado, un resfriado que se convirtió en neumonía, una neumonía que desembocó en una parada cardiorrespiratoria», y aquí, como para rechazar mi ataque de furia, hay una rosa en miniatura de Harry & David, un delicado y diminuto rosal, de unos doce centímetros de altura, que creo que me voy a quedar, aunque, una vez dentro de casa, con mejor luz, sacado de su envoltorio y sobre el mostrador de la cocina, el rosal parece casi marchito, casi muerto.

¡No importa, lo regaré! Seguiré las instrucciones para su cuidado.

En la hoja de instrucciones, al final, leo:

«Importante: el musgo de las plantas decorativas no debe comerse.»

¡Una viuda puede estar trastornada, pero una viuda no está tan trastornada!

Entre los regalos monstruosos hay cosas prácticas de nuestros amigos: un carro para los cubos de basura, ahora que la basura se ha convertido en una preocupación central en mi vida, de Jeanne y Dan; una bolsa de bebidas de frutas Odwalla, que va a ser la base de mi alimentación durante meses, de Jean Korelitz; guisos aún calientes de varias amigas que me los han dejado en el jardín, en el porche de delante, y que, de un tamaño demasiado ambicioso para que intente comérmelos sola, voy a congelar para utilizarlos en algún vago momento en el futuro. Cuánto le emocionaría a Ray este derroche de pena de nuestros amigos. Con lo discreto y modesto que era Ray…

Aun así, estoy enfadada con él. Estoy muy enfadada con él. Con mi pobre marido muerto e indefenso, estoy furiosa como pocas veces -quizá nunca- lo estuve con él en vida. «Cómo puedo perdonarte, has arruinado nuestras vidas.»

Está sonando el teléfono y no lo contesto. Desde la noche de la llamada desde el hospital, el timbre del teléfono me resulta odioso. A pesar del identificador de llamada, no lo contesto. A veces me alejo a toda velocidad con las manos tapándome los oídos. Muchas llamadas son de amigos, conocidos, gente con la que debería hablar, pero no puedo. No puedo armarme de valor para hablar con ellos. Mi mundo se ha reducido a muy pocos amigos.

Muchos mensajes se pierden, se borran. Sólo permanece el mensaje telefónico de Ray, hasta fin de mes y otras dos semanas más. Ese mensaje lo oigo a menudo.

Hola, soy tu cariño.

Todo mi amor a mi cariño y mis gatitos.

Escucho este mensaje con la esperanza de oír una o dos palabras que no he oído antes. O una entonación completamente nueva en la voz de mi marido.

He escuchado tan a menudo esta llamada, que las sílabas de las palabras de Ray empiezan a parecer gastadas.

– Mi marido murió hace diez años. No se pasa con el tiempo.

Una mujer en los Servicios de Mercer County me habla en tono sensato. Desesperada, he llamado para obtener información sobre el calendario de recogidas de reciclado en nuestro barrio.

Por qué sabía yo tan poco del calendario de recogidas, he explicado que mi marido siempre se había encargado del reciclado y que murió hace poco.

A una desconocida se lo puedo decir. Puedo decir esas palabras. Puedo pronunciar la palabra morir, que no había podido decir a ninguno de nuestros conocidos.

En coche por la carretera Pennington-Titusville. Bajo una lluvia helada, decidida a obtener más contenedores de reciclado, tanto amarillos (botellas) como verdes (papel) -¡unos contenedores gratuitos, suministrados por el ayuntamiento!-, porque los dos cubos que tengo no bastan ni de lejos para esta avalancha de basura.

Sin embargo, gran parte de esta basura nueva -las «cestas de pésame» con sus asas en espiral, tan grandes que cabrían gemelos dentro, los propios alimentos indeseados- no es reciclable. Para esta basura, que incluye basura orgánica, hace falta un servicio comercial.

A la viuda le viene bien -creo- saber que hay otras viudas en el mundo. Muchas otras viudas. Como la sensata mujer de los Servicios de Mercer County que, más que condolencias, me da un pequeño meneo.

– Acostúmbrese.

Ahora, volviendo a casa por la carretera Pennington-Titusville, la sensación de triunfo por haber obtenido varios contenedores de reciclado -¡gratis!- empieza a desinflarse. Pienso en lo extraño que es esto, conducir por el campo -conducir sola-, nunca en el tiempo que habíamos vivido en esta parte de Nueva Jersey había ido por esta carretera sin Ray, y normalmente conducía él; volvíamos de algún viaje al río Delaware, o a Bucks County; una excursión al sendero del Delaware & Raritan Canal, que corre paralelo al río; habíamos estado paseando, corriendo o montando en bicicleta; porque éstas eran las cosas que más nos gustaba hacer juntos. Pienso que nunca he estado tanto tiempo sola, tan cruda y absolutamente sola, como estoy desde que murió Ray; nunca, desde que nos casamos en enero de 1961.

Hay terror en el hecho de estar solos. Más incluso que en el de sentirse solos.

Y ahora, ésta es mi vida. Esto es lo que va a ser mi vida. Este estar sola, esta angustia, este miedo a la siguiente hora y a la siguiente noche y a la mañana siguiente, este miedo de una vasta avalancha de basura, una basura inútil e indeseada que se me viene encima, me llena la boca, una boca asfixiante, agobiante, por la que se supone (contra toda lógica) que debo expresar agradecimiento, dar las gracias; éste va a ser el resto de mi vida, sin marido; esto, increíble, imposible de creer y, sin embargo, por supuesto, verdad: aquí está el certificado de defunción que lo prueba.

Cuando una no está sola, está protegida. Está protegida del terror descarnado, implacable, inexpresable, indescriptible, que representa estar sola. Está protegida de saber su propia insignificancia, su alma de basura. Cuando a una la quieren, no ve su propio valor; o le son indiferentes esas cosas. No tiene tiempo para esas ideas. No se siente inclinada a pensar: «Por qué estoy aquí, por qué me he quedado atrás, qué hago aquí, por qué en el coche yendo por esta carretera, por qué los cubos de basura que repiquetean en el asiento trasero del coche y en el maletero del coche, por qué no dar un volantazo a la derecha, hay unos árboles, sería posible desaparecer con rapidez… ¿o quizá no?».

Ése es el dilema: quizá no. Quizá las cosas serían aún peores. Dolor físico, agonía, daño con un solo ojo hinchado, casi ciega, y al abrirlo ver a Jasmine junto a mi cama, parloteando en mis narices.

La vida miserable de baja intensidad como viuda es preferible a eso.

¡No hay escondite posible! De vuelta de la carretera Pennington-Titusville, de vuelta en el estudio de Ray intentando ordenar este lío de papeles, ignorando el teléfono, ignorando el timbre de la puerta, pero no, no puedo ignorar el timbre de la puerta, debo contestar el timbre de la puerta, debo poner mi pena al margen por educación hacia el mensajero que está a la entrada, no debo gritarle: «¡Váyase! ¡Déjeme en paz!».

Debo contestar y aceptar de buen grado lo que sea que trae, quizá no un paquete monstruoso sino algo pequeño, que podré poner sobre la mesa del comedor como muestra del pesar y el amor de un amigo, pero, aunque sea un paquete monstruoso, tengo que aceptarlo, y razono que el asedio de compasión acabará pronto, hay una cantidad limitada de condolencias en el mundo, y se está agotando a toda velocidad.

– ¿Señora Smith? Firme aquí, por favor.


Consejo para la viuda: no creas que la pena es pura, solemne, austera y «elevada»; esto no es la Misa de Réquiem de Mozart. Piensa más bien en Spike Jones, esas bromas musicales «clásicas» tan poco divertidas con tubas y fagots.

Piensa en grava que hace daño al andar sobre ella. Piensa en espejos sucios de aseos públicos. Piensa en máquinas dispensadoras de toallas cuando se estropean y no tienes nada para secarte las manos más que otras toallas usadas y asquerosas.

25. La traición

Y una mañana no puedo soportarlo más: el New York Times en su bolsa de plástico azul transparente en el camino de entrada. A través de un hueco en las hojas puedo verlo desde una ventana en mi estudio y, aunque sólo se vislumbra una pizca del plástico azul transparente, esa pizca basta para que me sienta muy débil, muy mal. Me acuerdo de Ray leyendo el periódico todas las mañanas de su vida sin falta. Pienso en lo que se sorprendería Ray al ver los periódicos amontonados y sin leer. Pienso: «¡Qué superfluo, qué inútil! Le interesaba tanto ¿el qué?».

Exhausta, incapaz de salir a coger el periódico, igual que soy incapaz de sacar el periódico del plástico azul transparente y soy incapaz de leer este periódico indisolublemente magnífico y de mirar su primera página, sus titulares, que tenían el poder de absorber tanto a Ray que, cuando volvía hacia la casa, a veces se detenía en el jardín y fruncía el ceño al ver la portada hasta que le llamaba:

– ¡Cariño! Por el amor de Dios, entra en casa.

El contenedor verde de reciclado está ya lleno de «papel y cartón», muchas hojas de periódico, revistas, galeradas, papel de envolver, correo desechado. ¡Demasiada prensa! ¡Demasiado dolor de corazón!

Una semana escasa después de morir Ray, anulo nuestra suscripción, después de treinta años, al New York Times.

26. Los artesanos

Hace meses, en otra vida, yo había sugerido invitar a George Saunders a Princeton, para que pronunciase una charla en nuestra serie sobre escritura creativa, y yo iba a presentarlo. Por desgracia, esta charla estaba prevista para el 20 de febrero.

Cuando hospitalizaron a Ray, el 11 de febrero, pensé que quizás otra persona debía presentar a George porque seguramente yo estaría en el hospital para entonces; luego, a medida que pasaban los días y el estado de Ray «mejoraba», dije a la coordinadora de nuestra serie de charlas que sí, después de todo podía presentarlo. Pero, cuando Ray murió tan de pronto, tuve que llamar al día siguiente a nuestra coordinadora para decirle que no podía, pese a que había preparado una introducción.

Sin embargo, pensé con obstinación: «¡Quizá puedo hacerlo! Debería intentarlo».

Llamé al director del programa, Paul Muldoon. Me oí decirle a Paul con voz tranquila que iba a impartir mis seminarios de ficción esa semana y que iba a presentar a George. Pensaba que debía hacerlo. Quería comportarme de modo «profesional»; no quería mostrarme débil, «femenina». Me pareció importante. Como sacar los cubos de basura a la calle y volverlos a meter vacíos, para volver a llenarlos y volver a vaciarlos, un esfuerzo sin casi consecuencias ni importancia, una expresión de inutilidad digna de Sísifo. Pensaba: «Si puedo hacer estas cosas, no estoy loca. No estoy hecha pedazos. No soy esta persona nueva, diferente, destrozada, soy la persona que he sido siempre».

Paul me escuchó con atención. Me dijo:

– Yo mismo me encargaré de cancelar tus seminarios, Joyce. Y Tracey encontrará a alguna otra persona para presentar a George.

George Saunders vino y leyó uno de sus inquietantes relatos; un humor de lo más negro y siniestro, un humor crudo y letal, y el público se rió, sobre todo se rieron los alumnos, los que imaginan que el humor más negro y siniestro expresa una forma de existencia en la que, si hiciera falta, se encontrarían perfectamente a gusto; y después, en la cena, conversando con mis colegas escritores C. K. Williams y Jeffrey Eugenides y conmigo, George comentó que los autores literarios del siglo XXI son artesanos que han creado elegantes frisos en las paredes, una belleza que sólo pueden apreciar muy pocas personas, y por supuesto ellos mismos; sin notar que el tejado del edificio está hundiéndose, a punto de caer sobre nuestras cabezas.

Con un humor negro y siniestro, nos reímos. Me reí.

¿Por qué?

27. Registro de correos electrónicos

21 de febrero de 2008

A Edmund White

Los días no son demasiado malos, son las noches y la casa vacía lo que me llena de pánico. No continuamente, más bien en oleadas que llegan de forma inesperada. Es muy difícil pensar que no voy a volver a oír la voz de Ray, ni a verle en otra parte de la casa…

¿Dices que vas a traerte trabajo? Qué buena idea… Puedo intentar «trabajar» yo también…, aunque me parece un poco superfluo e inútil. Pero el mero hecho de escribir esta carta ya me da cierta satisfacción. Somos adictos al lenguaje porque nos proporciona cordura…

Con mucho cariño,

Joyce


22 de febrero de 2008

A Michael Bergstein (director general de Conjunctions)

Ray ha fallecido, murió de neumonía, después de una semana en el hospital. Nuestra labor editorial llega a su fin; estoy destrozada y aturdida.

Joyce


22 de febrero de 2008

A Robert Silvers (director de la New York Review of Books)

Muchas gracias por tu encantadora carta. Te has ofrecido a «hacer lo que sea»: sigue publicando NYRB. Me supone un gran consuelo. Durante los tumultuosos días de hospitalización de Ray, la semana pasada, cuando decían que su estado iba «mejorando», yo hacía de tripas corazón y me venía a casa para trabajar en la reseña de Boxing: A Cultural History que me habías encargado hasta altas horas de la noche, ya que de todas formas no podía dormir… Y ahora estoy intentando volver a ella, entre tantas distracciones, porque, como decía también Barbara Epstein, al final es nuestro trabajo lo que importa, y nuestro trabajo lo que puede ser un consuelo y un salvavidas.

Con mucho cariño y mi constante admiración,

Joyce


22 de febrero de 2008

A Richard Ford y Kristina Ford

Querido Richard y querida Kristina,

Estoy bien. Jeanne y Dan se han portado maravillosamente. Dan se mantiene en contacto conmigo a través del móvil y el correo electrónico, y Jeanne me está dando consejos muy útiles sobre abogados, testamentos, juzgados, etcétera, para disminuir mis angustias al respecto. Anoche cené con Jeanne y Gary Mailman. Mientras coma una vez al día con gente, en una mesa como es debido, con el protocolo social de los platos, la lógica de «comer» tiene todo el sentido; sola, sin marido, sin ningún deseo de sentarme a la mesa familiar, me resulta un poco repelente… Mi rato preferido ahora es el de dormir, pero no dura lo que necesito.

Me da mucha tristeza que tantos gestos de Ray -como plantar docenas de hermosos tulipanes en el jardín, cuidar tanto la parte gráfica de la revista- vayan a sobrevivirle y tal vez no signifiquen tanto para otros…

Mucho cariño para los dos,

Joyce


24 de febrero de 2008

A Edmund White

¡Acabo de regresar de un paseo de tres kilómetros en la nieve, a través del bosque y alrededor de un lago! Si no hubiera sido por Ron y Susan, nunca lo habría hecho…

La noche de la muerte de Ray, saqué todos mis analgésicos, acumulados con los años, porque nunca he usado casi ninguno. Y ahora tengo además mis «pastillas para dormir», y tengo la sensación de que puedo utilizarlas si la situación se vuelve insostenible. Nietzsche dijo: «La idea del suicidio puede ayudarnos a superar muchas noches». Pero siento tanto afecto por mis amigos -unos pocos amigos- que, por supuesto, nunca lo haría en serio. Es más una opción teórica…

La verdad es que parte de mi angustia ha disminuido desde que sucedió «lo peor». También pasé años terriblemente preocupada por mis padres, pero vivieron unas vidas felices y murieron cuando les llegó su momento, con una buena muerte. Ray ha muerto demasiado joven. No puedo asimilarlo.

Gracias por estar aquí ayer. Qué gran consuelo eres con tu mera existencia. Te quiero muchísimo y estoy infinitamente agradecida.

Joyce


24 de febrero de 2008

A Gloria Vanderbilt

El precioso icono [de Santa Teresa] está encima de mi cómoda, frente a mi cama… Cada noche que sobrevivo es un pequeño triunfo.

Con cariño,

Joyce

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