III. El basilisco

«Sí, es una prueba de resistencia física y emocional. Hablaremos más cuando estemos sentadas frente a frente. Mientras tanto, mi único consejo es que duermas todo lo que puedas y que comas cuando puedas. La pena es extenuante y exige la fuerza de un deportista olímpico. Precisamente en un período en el que no puedes dormir ni comer. Ojalá no tuvieras que vivir todo esto. Mi corazón está contigo.»

Barbara Ascher

«Sufre, Joyce. Ray lo merecía.»

Gail Godwin


28. «Unos ojos muertos y redondos como gemas»

Al principio, entrevisto en la periferia de mi visión, o brillando tras mis párpados cuando cierro los ojos, sin ser un objeto real que se vea, se confunde con la avalancha de cosas nuevas y temibles que ha entrado en mi vida desde la muerte de mi marido, igual que una infección virulenta entra en el torrente sanguíneo: está ahí y, al mismo tiempo, no ahí.

A veces, el nervio óptico crea haces de luz que parecen alas recortadas, figuras relucientes en zigzag que se elevan y flotan en nuestra visión pero poco a poco se desvanecen (si uno tiene la suerte de no sufrir una lesión cerebral). Y están las alucinaciones producidas por la migraña -«fortificaciones», «escotomas chispeantes», «volutas», «círculos», «espirales», «confusiones topológicas»-, sobre las que Oliver Sacks ha escrito todo un libro titulado Migraña. Pero esta cosa -si es que es una cosa, precisamente- parece distinta, más personal, más dirigida a .

A veces parece luminosa, pura luz. Pero es una luminosidad oscura, como ébano. No un ébano suave y bello, sino un ébano de textura más basta. ¿Algo en el fondo del mar? Está cubierto por una especie de concha, una armadura con escamas. Unos ojos relucientes, no vivos, unos ojos muertos y redondos como gemas.

¿Qué quiere de mí?, me pregunto.

Si muevo la cabeza, el objeto oscuro y reluciente desaparece. Si me froto los ojos, casi siempre llorosos.

Es indudable que mi visión se ha deteriorado en el breve período transcurrido desde que Ray ingresó en el hospital. Al volver de noche a casa desde el hospital, había empezado a notar que los objetos estaban borrosos, en una especie de neblina.

A menudo, tengo los ojos tan húmedos -con lágrimas causadas, irónicamente, por unos ojos demasiado secos- que tengo que parpadear varias veces, pero ni siquiera entonces puedo ver con claridad. Hace unos años, después de operarme los dos ojos con cirugía Lasik, conseguí tener una visión de lejos muy precisa, algo extraordinario en una persona que había sido miope la mayor parte de su vida; ahora, de pronto, toda esa maravillosa capacidad está desapareciendo, degradándose. Me invade -no por primera vez en la mañana, ni siquiera en la hora- una ola de pánico: «¿Y si me quedo ciega? ¿Cómo cuidaré de la casa? ¿Qué será de nosotros?».

Tengo la vaga impresión -cuando no estoy pensando con coherencia- de que Ray acabará por venir alguna vez del hospital. Después del accidente de coche, después de la estancia en Telemetría, y yo seré responsable de él, de su bienestar. Estoy deseando que llegue esa oportunidad de cumplir con mi deber, después de fracasar de forma tan terrible hace poco… En esta fantasía imprecisa, Ray no está totalmente enterado de que lo abandoné y, en cualquier caso, Ray no es de los que critican ni rechazan.

Ray no es de los que acusan: ¡Dónde estabas! ¡Dónde estabas cuando te necesité! ¡Por qué tardaste tanto en volver! ¿Qué creías que me sucedería si me dejabas solo en aquel terrible lugar?

29. El marido desaparecido

Y además, estoy empezando a pensar: «Voy a perderlo. Va a desaparecer».

Estoy empezando a pensar: «Quizá nunca lo conocí del todo. Quizá sólo lo conocí de manera superficial, y su verdadero fondo permaneció oculto».

En nuestro matrimonio, teníamos la costumbre de no compartir nada que fuera triste, deprimente, desmoralizador, tedioso, a no ser que fuera inevitable. Como la vida de un escritor tiene tantas cosas que hieren -críticas negativas, rechazos de revistas, dificultades con los redactores jefe, con los editores, con los diseñadores del libro, decepciones con el propio trabajo, cada día y cada hora-, me parecía una buena idea proteger a Ray de este aspecto de mi vida todo lo posible. Porque ¿de qué sirve compartir tu desgracia con otra persona, excepto para hacer desgraciada a esa persona también?

De modo que aislé a mi marido de la parte de mi vida que constituye «Joyce Carol Oates»; es decir, mi carrera de escritora.

Dado que Ray manejaba nuestras finanzas en general, también manejaba el dinero generado por esta carrera. Y, como no leía casi nada de lo que escribía yo, tampoco solía leer las críticas de mi trabajo, ni buenas, ni malas, ni indiferentes. Siempre me ha asombrado que los matrimonios de escritores -por ejemplo, Joan Didion y John Gregory Dunne- compartieran prácticamente cada página que escribían; mis amigos Richard y Kristina Ford no sólo se enseñan cada página que escriben sino que se leen en voz alta su trabajo, una prueba de amor conyugal a la que alguien tan «prolífico» como se supone que es JCO nunca se arriesgó a someterse.

Quizás era ingenuo no querer compartir más que las buenas noticias con mi marido. Siempre me ha aterrado ser portadora de malas noticias a cualquiera, no me gusta ver a otra persona sufriendo ni alterada, en especial alguien a quien quiero.

Tampoco me gusta que me cuenten noticias tristes, salvo si existe una buena razón. No puedo evitar pensar que hay un elemento de crueldad, incluso sadismo, en que se cuenten cosas inquietantes a los amigos sólo para observar sus reacciones.

Por su parte, Ray me protegía de los aspectos más pesados de Ontario Review y nuestra situación económica, irremediablemente complicada para mí; él llevaba la casa: ¿hay que reparar el tejado? ¿Hay que pintar? ¿Hay que reasfaltar el camino de entrada? Por alguna razón, Ray tenía acceso a todo ese conocimiento, mientras que a mí se me escapaba. Aunque yo me encargaba de la limpieza, Ray supervisaba el cuidado externo de la propiedad. Una vez, en Detroit, durante una conversación en la que hablábamos de maridos, mis amigas no podían creerse que, si me sucediera algo malo, me resistiría a decírselo a Ray; y todavía menos se creían que Ray me protegía de sus problemas. Una de las mujeres me dijo en tono envidioso que su marido nunca le habría «permitido» no estar al tanto de sus problemas aunque no pudiera hacer nada para ayudarle.

– Pero ¿por qué? -pregunté.

– Por fastidiar -respondió.

Y yo pensé: «Entonces no puede quererte. Si quiere molestarte».

Ray nunca quería molestarme, seguramente me protegió de todo tipo de cosas que nunca supe y nunca sabré.

Tal vez Ray estuvo muy asustado en el hospital. A lo mejor tuvo una premonición de que no iba a volver a casa; si fue así, nunca me lo habría dicho.

No creo que fuera así. Creo que no tenía ni idea de que iba a morirse, como tampoco la tenían sus médicos, al parecer. Pero si hubiera sido el caso, Ray no me lo habría dicho.

Quizá nuestra forma de «protegernos» uno a otro de las preocupaciones era una forma involuntaria de eludirnos mutuamente. Quizá había algo de cobardía en mi resistencia a confesar a mi marido, la persona que me era más cercana, que no todo en mi vida era perfecto, ni mucho menos, gran parte del tiempo.

Pero la verdad es que también yo me he aislado de «Joyce Carol Oates». No puedo pensar que haya sido una estrategia equivocada.

En cualquier caso, no puedo modificarla, a estas alturas de mi vida.

Sin embargo, ahora pienso que es evidente que Ray no me revelaba más que una parte de sí mismo. Es evidente que se guardaba muchas cosas. Aunque no tuviera una vida «secreta» (que quizá la tenía), había un lado eclipsado de su personalidad del que yo no tenía ni idea.


¿Dónde te has ido?

¿Qué nos ha pasado?

¿Cómo puedo alcanzarte? ¿No hay manera, nunca más?


Como en un sueño de conocimientos prohibidos, me siento atraída por las cosas de Ray. Está empezando a ser muy difícil entrar en casi todas las habitaciones de nuestra casa, pero en ninguna más que en el estudio de Ray -su «despacho»-, porque su presencia es tan sólida aquí que me corta el aliento. «Quizá ha salido un minuto. Tal vez al cuarto de baño. A coger el correo.» Pero me siento atraída por la mesa de Ray, sus carpetas, los estantes de sus armarios llenos de manuscritos, documentos, galeradas y diseños de cubiertas de temporadas pasadas. Estudio repetidamente la agenda de Ray como si esperase descubrir algo nuevo, misterioso; me resulta fascinante con qué minuciosidad marcaba Ray sus días, y lo llenos que estaban casi todos; y luego, cada día está tachado con una X negra y triunfante. Como si a Ray le hubiera satisfecho especialmente tachar sus días después de completarlos. Como si no hubiera tenido ni idea de que esos días iban a terminarse; de que esas X trazadas con rotulador iban acumulándose en el que iba a ser su pasado reciente; como si, una vez transcurridos los siguientes meses -marzo, abril, mayo-, esos días maravillosamente abiertos, vacíos, en blanco, no fueran a llenarse jamás.

Pienso con horror en el futuro, en el que Ray no existirá.

Hace ya una semana de su muerte. (¡Cómo es posible! Cada minuto me ha parecido insoportable.)

No es sólo por motivos emocionales por lo que tengo que mirar la agenda de Ray, por supuesto. Gran parte del trabajo de Ontario Review depende del calendario… el plazo para pagar el impuesto de propiedades al ayuntamiento de Hopewell, una nota sobre una entrega de Culligan, una cita con el doctor S. -el dentista- y (¡por supuesto!) los días de reciclado y los días de recogida de la basura. Empiezo a sentir tal pena, tal tristeza, que tengo que apartar la agenda.

El teléfono de la mesa de Ray -el número de trabajo- empieza a sonar. No pienso cogerlo jamás, porque el que llama dirá: «¿Está Ray Smith?».

O dirá: «Hola, Joyce. ¿Puedo hablar con Ray, por favor?».

Dentro de un rato comprobaré el correo electrónico. Tal vez. Si consigo obligarme. O a lo mejor no.

Se me ocurre de pronto que tengo que mirar los papeles personales de Ray. Leeré -(re)leeré- toda su obra publicada, lo que pueda encontrar de sus proyectos de escritura. Cuando vinimos de Windsor a Princeton en agosto de 1978, Ray había traído un alijo de proyectos de escritura consigo, algunos terminados, como un ensayo sobre la poesía de Ted Hughes, por ejemplo. Y otras cosas -notas, bosquejos, el borrador de una novela- de las que yo había visto fragmentos. Ray perdió el interés por escribir y prefirió dedicarse a ser director y editor, y dejó de pensar en esas cosas, que yo sepa. Pero estoy excitada, por una vez, me siento esperanzada. Pienso que podré conocer mejor a mi marido. ¡No es demasiado tarde!

30. «¿Cómo estás?»

Esta pregunta siempre me ha dejado confundida. Porque no tengo ni idea de cómo estoy, normalmente.

Sería mucho más lógico responder: «¿Cómo me ves? Así estoy».

Porque la verdad es que mi yo es un remolino de átomos no muy distinto de los cuadros más desintegrados de J. M. W. Turner, si se mira de cerca, casi se puede ver algo entre los átomos, quizás a punto de fusionarse en una figura, aunque tal vez no.

Incluso cuando Ray estaba vivo, y yo era la mujer de Ray Smith y no todavía la viuda de Ray Smith, me parecía difícil responder a esta pregunta totalmente inocente, totalmente convencional.

– ¿Cómo estoy? ¡Estoy de maravilla! ¿Y cómo estás tú?

De vez en cuando, en una situación social, una persona reconoce que las cosas no van tan bien, que quizá no está estupendamente, y eso desvía la conversación en una dirección más personal, más acusada. Pero es poco frecuente, y es preciso manejarlo con extrema delicadeza. Porque es una violación del decoro social y, al principio, la gente se mostrará comprensiva, pero luego tal vez no.

Ahora, cuando otros me ven, cuando me preguntan, a menudo con cariño y ternura, «¿Cómo estás, Joyce?», doy por supuesto que quieren decir: «¿Cómo te las arreglas después de la muerte de Ray?». Normalmente respondo que estoy muy bien. Porque lo estoy, en mi opinión. Estoy muy bien.

Han pasado días interminables y noches interminables, y yo estoy todavía aquí. Esto me resulta asombroso.

Cada vez me parece más que quizá tomé una decisión equivocada en el momento de la muerte de Ray. Coger el teléfono para llamar a mis amigos, convertir mi situación en una preocupación suya. Hacerles sentir que soy responsabilidad suya.

Un gesto más noble habría sido borrarme a mí misma. Porque hay algo terriblemente erróneo en que yo siga aquí -en nuestra casa, en nuestra antigua vida, hablando y riendo con amigos- cuando Ray ya no está.

Tengo la sensación de que quizá los demás también lo piensan. Porque es innoble y egoísta seguir viviendo como si no hubiera cambiado nada.

Pero no soy lo bastante fuerte, creo.

Y además -¡o al menos eso me digo!- tenía -tengo- muchas responsabilidades que Ray me habría confiado. Que, según el testamento de Ray, me ha confiado.

Aunque Ray me ha dejado, no es tan fácil que yo le deje.


– ¡Qué quieres de mí!

La cosa con los ojos muertos y redondos como gemas -esa cosa que ahora se parece más a algún tipo de reptil asqueroso, o un monstruo de Gila, que a una criatura marina- está cada vez con más frecuencia en el rabillo de mi ojo, a solas aquí, en casa.

«¡Bórrate, claro!»

«Qué hipócrita eres, fingir que no lo sabes.»

Es decir, que no es bueno estar sola. Salvo que, cuando no estoy sola, estoy en compañía de otras personas, y soy consciente de que la persona que me gustaría que estuviera no está.

«Siempre pensando en ti misma. Sólo en ti misma. ¡Hipócrita!»

Es verdad. Estoy obsesionada con mi yo; sea lo que sea, parece estar a punto de romperse y esparcirse en el viento, como polen de asclepias. Aunque el yo no tiene un núcleo, es un nudo de sonidos y voces aleatorios, algunos tiernos, algunos burlones, acusatorios:

Todo mi amor a mi cariño y mis gatitos.

¡Hipócrita!

La verdad es que no tengo ni idea de cómo estoy. Me he convertido en una especie de espectro, de zombi, sé que estoy aquí pero tengo una idea muy vaga de qué es aquí.

Me han visto riéndome con amigos. Mi risa no parece forzada, sino natural, espontánea.

Me han visto tener la vista perdida en el espacio, cuando estaba en compañía de amigos. Aunque sé que me observan e intento sacudirme el ensimismamiento, a veces no es tan fácil volver a la realidad.

En Princeton, cuando se reúne gente, se habla de política, sobre todo. Estados Unidos se ha convertido en un país furiosamente politizado desde la elección de George W. Bush -y desde el 11-S, un país todavía más dividido-, y es natural que la vida personal se sumerja en la pública, pero qué solitario, qué vacío, qué agotado espiritualmente parece visto desde fuera.

Por eso, muchas veces me vuelvo pronto a casa. Si antes Ray y yo solíamos quedarnos hasta tarde -y éramos de los últimos en irnos de una cena-, ahora soy la primera que se va.

Cuando me voy, supongo que mis amigos hablan de mí.

Espero que digan que «Joyce está muy bien, ¿verdad?».

Espero que digan que «No hay de qué preocuparse con Joyce».

No puedo soportar que digan «¡Qué cansada parece Joyce!».

Que digan «¡Qué delgada está Joyce!».

«¡Pobre Joyce!»

Con frecuencia, cuando estoy en nuestro coche, empiezo a llorar sin un motivo claro. Suele ser de noche, me aterra la idea de volver a la casa (vacía, desierta) en la que, sobre la mesa de comedor, siguen apiñándose las «cestas de pésame» y los «arreglos florales» y los pétalos marchitos llenan el suelo como pequeños rostros magullados. Sólo habrá una luz o dos encendidas, la casa ya no está nunca iluminada como para una fiesta; el primer instante, el de abrir el cerrojo (a no ser que esté abierto porque se me haya olvidado cerrarlo), es el peor, un momento horrible; luego, si puedo, voy hasta el dormitorio sin tener que pasar por el resto de la casa, aunque no puedo evitar pasar por el estudio (a oscuras, desierto) de Ray, donde en su teléfono parpadea una luz roja. ¡Nuevos mensajes! ¡Mensajes no contestados! Esas responsabilidades me atenazan, estoy demasiado exhausta para pensar en ellas.

Pero en el coche, dentro del coche, existe una especie de tierra de nadie en caída libre en la que uno no está aquí ni allí sino en tránsito.

Si lloro mientras conduzco, para cuando llego a mi destino he terminado de llorar, estoy bien.

Las emociones de una viuda -creo que debe de ser así en general- se parecen al «efecto lago» de los Grandes Lagos. Un momento, el cielo está azul y el sol brilla; minutos más tarde, enormes nubes de tormenta recorren el cielo como batallones; poco después, truenos y relámpagos, las aguas revueltas, peligro… Se aprende que no es posible predecir el tiempo por las pruebas visibles. Se aprende a ser precavido. El «efecto lago» es el tiempo normal, acelerado.

Pero me he vuelto tan triste. Me he convertido en una de esas personas descontentas, deprimidas, heridas, tullidas o siniestras de los dramas isabelinos y jacobinos, una observadora que ve, no a gente que sonríe alegre, no a amigos a los que quiero, sino a personas condenadas a destinos terribles, trágicos: las mujeres a perder a sus maridos, antes de lo que piensan; los hombres a enfermar, envejecer, desaparecer de aquí a pocos años. Siento una especie de terror enfermizo por mis amigos, que han sido tan buenos conmigo: ¿qué les sucederá un día a ellos?

De todos los descontentos, Hamlet es el más elocuente.


¡Qué fatigadas, caducas, insípidas e inútiles

Me parecen las costumbres de este mundo!….


Es la auténtica voz de la parálisis, la depresión y, sin embargo, pienso yo en mi condición de zombi, una interpretación absolutamente astuta de la condición humana.

No obstante, no hay que decirlo. Hay que hacer un esfuerzo.

Cuando le preguntan a la viuda cómo está, es conveniente que responda, como todos los demás:

– ¿Cómo estoy? Estupendamente.

De vuelta en casa, seguramente volveré a escuchar el último mensaje de Ray, el que me dejó desde la cama del hospital unas horas antes de morir.

Aunque, a veces, llamo al número de casa desde mi móvil, para oír la voz grabada de Ray en el contestador, que me resulta reconfortante y que, cada vez que llamen a este número, nuestros amigos seguirán oyendo mucho tiempo.


Ni Joyce ni yo podemos ponernos al teléfono en este momento, pero si deja un mensaje detallado y su número, le devolveremos la llamada en cuanto podamos. Gracias por llamar.

31. «Campanas por la hija de John Whiteside»

En Detroit, a mediados de los años sesenta, cuando Ray impartía Literatura Inglesa en la Universidad Estatal de Wayne, una de sus asignaturas era Introducción a la Literatura, y uno de los poemas que hacía leer a sus alumnos era la elegía «Bells for John Whiteside's Daughter», de John Crowe Ransom.

Es un hermoso poema breve que Ray solía leerme con tal sentimiento, con su voz profunda y modulada, que se me saltan las lágrimas al recordarlo. Al leer el poema, que no veía desde hace años, me doy cuenta de que me lo sé de memoria, y me lo sé de memoria en la voz de mi marido.


Había tal rapidez en su cuerpecillo,

Y tal ligereza en su paso,

Que no es extraño que su aire oscuro

Nos asombre a todos.


¿Era el poema favorito de Ray? Cuando le conocí en Madison, Wisconsin, Ray era capaz de recitar distintos poemas clásicos: sonetos de Shakespeare, John Donne y Milton («Cuando considero cómo se ha apagado mi luz»); y era gran admirador de Whitman, Hopkins, Frost y William Carlos Williams, además de la poesía de varios contemporáneos a quienes después publicaría en Ontario Review. Pero ningún poema le conmovía tanto como «Bells for John Whiteside's Daughter». Es su voz leyendo en alto este poema la que tengo grabada en la memoria: mi joven y guapo marido, con la voz temblorosa por la emoción, en nuestra casa de Sherbourne Road, en la pequeña habitación de la parte delantera, una especie de terraza acristalada en la que solíamos sentarnos por las noches a leer o preparar nuestras clases del día siguiente.

¡Cómo me gustaría poder recordar lo que nos decíamos Ray y yo en una de aquellas noches corrientes! En aquella habitación, una de las pocas que eran cómodas en una casa no demasiado cómoda, en la que nos sentábamos tantas noches juntos en un sofá azul oscuro delante de una ventana.

Fuera, el césped, la acera, la calle y, enfrente, una casa de ladrillo beige; esto también lo tengo profundamente grabado en la memoria, aunque no he pensado en ello -ni mucho menos lo he visto- desde hace decenios.

¿Qué podía absorbernos tanto en aquellos días? Sé que hablábamos mucho de nuestras clases, nuestros colegas -Ray en la Universidad Estatal de Wayne, yo en la Universidad de Detroit-, pero todo eso ha desaparecido. Lo que era urgente, crucial para nuestras vidas, incluso perturbador, está del todo desaparecido. No queda apenas ningún amigo de aquella época. Dábamos fiestas en nuestra enorme casa de ladrillo de estilo colonial, casi puedo ver nuestro salón con sus paredes de un extraño azul oscuro, abarrotado de gente, lleno de risas, pero los rostros están borrosos, difuminados.

Algunos han muerto: mi mejor amiga, de forma prematura. Otros se fueron lejos, cambiaron sus vidas: nuestro mejor amigo jesuita, un colega de la Universidad de Detroit que había sido miembro destacado del Departamento de Lengua y Literatura Inglesa, ya no es jesuita, está casado y vive en Texas… ¡Tom Porter ha dejado la Iglesia! Dios mío.

Pasamos muchas veladas en compañía de nuestros amigos y colegas de Detroit, y de todas esas veladas apenas queda una pizca de recuerdo. De todas las noches que Ray y yo pasamos juntos, las comidas que preparamos juntos, la casa que cuidábamos juntos, las veces que íbamos juntos de compras, a Livernois Avenue, y al Northland Shopping Center; de todas las veces que paseamos juntos por nuestro barrio residencial y por el cercano Palmer Park, cogidos de la mano, puedo recordar muy poco.

Me resulta aterrador; cuánta parte de nuestras vidas perdida.

Pero está «Bells for John Whiteside's Daughter».


Había tal rapidez en su cuerpecillo,

Y tal ligereza en sus pasos,

Que no es extraño que su aspecto oscuro

Nos asombre a todos.


Sus guerras se pregonaban en nuestra alta ventana.

Mirábamos entre los árboles y más allá

Donde ella se alzaba en armas contra su sombra,

O bien hostigaba hacia el estanque


A los gansos perezosos, como nubes nevadas

Que derramaban su nieve sobre la hierba verde,

Engañando y deteniéndose, somnolientos y orgullosos,

Que gritaban en ganso, por desgracia,


¡Por el corazón incansable en el interior

De la damita que con su vara los despertaba

De sus sueños de manzanas para escabullirse

Como gansos bajo el cielo!


Pero suenan ya las campanas, y estamos listos,

En una casa nos detenemos severamente

Para decir que nos duele su aspecto oscuro,

Su figura yacente tan dispuesta y arreglada.


John Crowe Ransom ha desaparecido ya del canon poético estadounidense. Nadie de menos de sesenta años, probablemente, ha oído ni hablar de este poema. Muy admirado en su tiempo, y un personaje de influencia considerable, Ransom es una víctima de las guerras culturales, literarias y académicas de finales del siglo XX, un poeta que era varón y de raza blanca como Delmore Schwartz, Howard Nemerov, James Dickey, James Wright.

Todos ellos, víctimas del tiempo.

32. El nido

No hay nada tan maravilloso en mi vida póstuma como retirarme a mi nido.

Incluso morir aquí -especialmente morir aquí- será maravilloso, creo.

Este «nido» en nuestra cama -en mi lado de la cama- es un torbellino de almohadas, sábanas, una colcha arco iris hecha a ganchillo por mi madre, libros, galeradas, manuscritos corregidos y pruebas impresas, borradores de cosas en las que estoy trabajando, lo que sea que esté haciendo, o tratando de hacer, cada noche. Y ahora, en el nido, estoy leyendo -releyendo- todo lo que puedo encontrar de los trabajos publicados de Ray.

Cuando vivíamos -cuando vivía Ray-, no leía en la cama, jamás. No tenía un «nido» en la cama. Trabajar en la cama, sobre todo, me habría parecido torpe y descuidado y poco eficaz, sólo disculpable para alguien enfermo o inválido. Nuestras noches en casa las pasábamos en el salón, en nuestro sofá, cada uno en un extremo, donde leíamos, o Ray corregía manuscritos, o leía pruebas, o yo tomaba notas sobre lo que estuviera escribiendo en esa época, o tratando de escribir, el esfuerzo de «Joyce Carol Oates» para construir algo que tuviera un valor no meramente fugaz en medio de nuestras vidas (aunque no lo supiéramos entonces) increíblemente fugaces.

Ahora tengo que preguntarme si pasé demasiado tiempo en ese otro mundo -el mundo de mi/la imaginación- y no suficiente con mi marido.

Este nido, que me atrae como agua que se va por el sumidero, es mi descanso del día y de pensamientos como éstos; mi recompensa por haber superado el día. Es un lugar en el que no soy «Joyce Carol Oates», y mucho menos «Joyce Carol Smith», cuyo valor principal consiste en haber firmado documentos legales varias veces con una sonrisa plasmada en el rostro como un cepo de acero. En el nido hay anonimato. Hay paz, soledad, relajación. No existe la probabilidad de que me pregunten: «¿Cómo estás, Joyce?», y todavía menos de que me pregunten, como están empezando a preguntarme: «¿Vas a conservar la casa, o a quedarte en ella?», una pregunta que me hace estremecerme de rabia e indignación aunque es perfectamente razonable hacérsela a una viuda; igual que sería razonable preguntar a un enfermo de cáncer terminal: «¿Tienes el testamento en orden? ¿Has hecho las paces con tu Creador?».

En la zona del nido no se entromete ninguna voz. En la zona del nido, salvo, a veces, la televisión -puesta en alguno de los canales de música clásica de la televisión por cable-, existe un silencio que no falla. El nido es un espacio cálido e iluminado en medio de la oscuridad, porque el resto de la casa está apagado de noche. En un intento tardío de ahorrar combustible -porque no he tenido cuidado y he dejado la caldera demasiado alta, sin Ray para vigilar el termostato; igual que no he tenido cuidado y he dejado las puertas sin cerrar con llave, a veces incluso entreabiertas (y peor)-, ahora hago hincapié en apagar la calefacción por la noche -sé que a Ray le parecería bien-, y gran parte de la casa está helada y poco acogedora.

No me desnudo del todo. En parte porque tengo muchísimo frío -a veces me castañetean de forma convulsiva los dientes-, a no ser que me sienta febril, y tenga la piel sudorosa y pegajosa, pero sobre todo porque quiero estar preparada para salir corriendo de la cama, de casa, si me llaman. Nunca olvidaré la voz -la oigo a menudo, igual que veo a la criatura reptiliana con los ojos muertos y redondos como gemas-: «¿Señora Smith? Debería venir al hospital lo más deprisa que pueda; su marido está vivo todavía». Sobre todo, llevo puestos unos calcetines calientes.

Si a una la van a llamar inesperadamente para que salte de la cama, es muy buena idea no acostarse descalza.

¡Se gastan minutos muy valiosos poniéndose los calcetines! En un momento de desesperación, no hay nada más incómodo.

De modo que me he vuelto, incluso en el nido santuario, incapaz de quitarme la ropa de noche y ponerme lo que se denomina «ropa de dormir», como solía hacer en mi vida anterior.

De hecho, me parece de lo más osado, temerario e incluso ignorante que alguien pueda pensar en desnudarse, en hacerse innecesariamente vulnerable, como una tortuga que se saliera de su caparazón.

¿Está vivo todavía? ¿Está mi marido vivo todavía?

Sí. Su marido está vivo todavía.

Aunque el nido es muy cómodo, y muy acogedor, aunque el nido se ha convertido en el núcleo (emocional, intelectual, espiritual) de la vida de la viuda, hay que reconocer que el nido no es un antídoto contra el insomnio.

Cuando no puedo dormir -que sería todas las noches si no me tomo una pastilla o una cápsula de algo llamado Lorazepam («para la ansiedad»), que me ha recetado nuestro médico de cabecera-, el nido es mi lugar de consuelo y confort, y, aunque estoy despierta, no soy la persona desesperada que soy durante el día. Aquí, en la medida en que puedo concentrarme, soy capaz de imitar a mi viejo yo hasta cierto punto, sintiendo cierto placer -tal vez «placer» sea una exageración, pero lo doy por válido- repasando las pruebas de una próxima reseña, o trabajando en el borrador de un relato corto abandonado al principio de la hospitalización de Ray; hay miles de notas para una novela, que no voy a poder escribir, pero hay una novela terminada que tenía pensado revisar y quizá empiece a revisar pronto; esta novela, sobre la pérdida, la pena y el duelo, en una mítica ciudad del norte del estado de Nueva York llamada Sparta, llegará a ser fundamental en mi vida e incluso quizá un salvavidas; pero, por ahora, no soy capaz de concentrarme en ella ni de releerla, y mucho menos de emprender una revisión.

¡Qué receptáculo tan frágil, la ficción en prosa! ¡Qué pasajera e insustancial, la «vida intelectual»! Tengo que luchar contra el terrible aletargamiento, la desesperación y el desprecio por nosotros mismos que muchos sentimos tras la catástrofe del 11-S, cuando el mero hecho de escribir parecía tan poco importante que era una especie de broma.

Las palabras parecen superfluas. Ante semejante catástrofe….

Sin embargo, trabajar en cosas breves -reseñas, ensayos, relatos- me sirve de consuelo. Inmersa en el trabajo, casi puedo olvidar las circunstancias de mi vida -¡casi!- y, si me siento agitada en la cama, dejo el nido para pasearme por el estudio de Ray, que es la habitación de al lado; o me acerco a mi estudio, que está al otro lado del de Ray, para contestar correos electrónicos, que se han vuelto muy importantes para mí, mucho más que cuando Ray estaba vivo; pero mis excursiones nocturnas siempre se apoyan en la certeza de que voy a volver al nido al cabo de unos minutos.

La posibilidad de permanecer despierta toda la noche, fuera del nido, es francamente aterradora.

Y con mucha suerte, nuestro gato Reynard aparecerá de pronto en el dormitorio, subirá de un salto a nuestra cama, se acurrucará para dormir conmigo, no exactamente a mi lado sino a los pies de la cama, en el lado de Ray, donde, como por casualidad -en la imaginación felina, esos matices no son casuales-, quizá se apriete contra mi pierna; pero si le hablo con cariño -«¡Reynard guapo! ¡Gatito guapo!»- o le acaricio su pelo más bien áspero, quizá se ofenda por esas libertades, se baje de un salto y se vaya corriendo a otra parte de la casa oscura.

No consigo recordar el día de verano, hace diez u once años, en el que Ray trajo a Reynard de un refugio de animales para darme una sorpresa. Habíamos perdido a otro gato más viejo al que queríamos mucho y yo creía que no iba a estar lista para tener otro tan pronto, pero, cuando Ray trajo al gatito a casa, maullando de forma lastimera porque echaba de menos a su madre, o porque pedía comida y afecto, me cautivó por completo.

Y cuánto quise a Ray por ese gesto impulsivo, unilateral, aparentemente imprudente, que dio tan buen resultado.

La otra gata, Cherie, más joven, aunque es más cariñosa y menos nerviosa, se ha negado a entrar en este dormitorio desde que se fue Ray y no consigo convencerla por más que lo intente. Cherie no quiere dormir conmigo, ni cerca de mí, en este nido nocturno, ni entra en el estudio de Ray cuando estoy yo, aunque a veces duerme en su silla en otros momentos; se niega a entrar en mi estudio, cuando estoy en mi mesa trabajando, o intentando trabajar. Sólo cuando me siento en el sofá del salón -y ahora tengo que obligarme a hacerlo-, como hacía cuando Ray y yo leíamos juntos por las noches, se apresura Cherie a acercarse y saltar a mi regazo para quedarse en él unos cuantos minutos agitados, hasta que ve que la otra persona que compartía este sofá con nosotras no está aquí, no va a venir, y entonces baja de un salto y se va sin mirar atrás.

Los gatos me echan la culpa, lo sé. El reproche animal no deja de ser palpable por que sea mudo e ilógico.

El nido es mi refugio de ese rechazo cruel -ridículo- de los gatos, que, en el hogar tan drásticamente disminuido en el que vivo ahora, como un inútil personaje de dibujos animados en una isla cada vez más pequeña, tiene mucho peso y la capacidad de herirme.

Es absurdo sentirme herida por la conducta caprichosa de un animal. Pero más absurdo todavía es haberme quedado tan reducida, tan infrahumana, como para que me preocupe el comportamiento de un animal.

Una realidad de la vida de la viuda: todas las cosas son igual de profundas y todas las cosas son igual de triviales, superfluas, vanas.

Porque todos los actos -acciones, «actividades»- son para la viuda alternativas al suicidio y, por tanto, de más o menos igual importancia.

Sólo que la viuda no debe decir estas cosas, por supuesto. Es mucho mejor mostrarse reticente en su pena, muda y estoica. Es mucho mejor ocultarse en su nido que aventurarse al mundo brillante y habitado que aguarda al otro lado de su puerta.

Durante la semana de la vigilia hospitalaria, de noche, refugiada en el nido, solía mirar la pantalla del televisor a unos cuantos metros de distancia, absorta; me parecía demasiado esfuerzo concentrarme en leer o en mi propio trabajo, paseaba sin descanso por los distintos canales, porque el insomnio nos convierte en exploradores de los paisajes más extraños: me fascinó y horrorizó en igual medida la repetición de un capítulo de Expediente X -una serie muy popular que Ray y yo nunca habíamos visto cuando la pusieron la primera vez-, en el que los intrépidos agentes del FBI persiguen a un hombre cuyos besos convierten a las mujeres en cadáveres fosforescentes y putrefactos; las víctimas son tan repulsivas que hasta los propios agentes se asombran y se asquean. Es una alegoría de la contaminación sexual digna de Nathaniel Hawthorne, aunque un poco más basta, y de un sensacionalismo plenamente consciente. Pronto descubrí que ver televisión a altas horas de la noche es como introducirse en las ignotas profundidades del océano: un mar de los Sargazos agitado y lleno de decibelios de melodrama, tiroteos, persecuciones en coche, persecuciones en helicóptero, repeticiones de CNN y Fox News -los bajos fondos colectivos de nuestra cultura-, la banalidad de nuestros fetiches. Qué delicioso silencio al apagar la televisión para oír el viento, la lluvia golpeando una ventana.

Y hubo un tiempo, poco después de que muriera Ray, en el que extrañamente, a las cuatro de la mañana, aparecía en la pantalla una repetición del histórico concurso What's My Line?, con las figuras espectrales pero animadas de Steve Allen, Dorothy Kilgallen, Arlene Francis, Bennett Cerf y John Daly, de una época lejana, anterior a la televisión en color, de pronto tan vivas, tan reales, tan conocidas para mí como parientes a los que hubiera perdido la pista hace tiempo. Este programa tan primitivo, supuestamente el concurso más popular de la historia de la televisión, se emitió de 1950 a 1967 y yo lo vi durante años con mi hermano Fred y mi madre, en nuestro pequeño televisor en blanco y negro, sentados en la planta de arriba de nuestra mitad de la granja en la que vivíamos con los húngaros que habían adoptado a mi madre en Millersport, un pueblo de Nueva York. ¡Cómo nos impresionaban los ingeniosos diálogos entre los concursantes y su elegante y afable moderador, John Daly! Y, sin embargo, no recuerdo ni una sola palabra que nos dijéramos entre nosotros.

¿Por qué se pierden tantas cosas? ¿Tanta parte de nuestro lenguaje hablado? Se dice que los recuerdos lejanos están almacenados en el cerebro de forma mucho más segura que los recuerdos recientes, pero, si tan pocas cosas son accesibles de forma consciente, ¿para qué sirve ese almacenamiento? Nuestros recuerdos auditivos son débiles, poco fiables. Todos hemos oído a amigos que repiten fragmentos de conversaciones distintos a como habían sido pero con gran insistencia; no sólo se pierde el lenguaje sino el tono, el énfasis, el significado.

Mi pérdida se ve aumentada por el hecho extraordinario de que Ray y yo no teníamos correspondencia; jamás la tuvimos. Nunca nos escribimos, porque pocas veces estuvimos separados más de una noche y, durante los primeros quince años de matrimonio, casi ni eso.

No habíamos tenido un «noviazgo», ningún período de estar separados que hubiera justificado las cartas. Desde la primera noche en la que nos conocimos -domingo, 23 de octubre de 1960-, en una reunión de estudiantes de posgrado del enorme sindicato de estudiantes de la Universidad de Wisconsin, junto al lago Mendota, nos vimos a diario.

Nos comprometimos el 23 de noviembre de ese año y, para mantener cierta coherencia, nos casamos el 23 de enero de 1961.

Fue años después cuando empezaron a invitarme, por ser «JCO», a visitar universidades, en general con una sola noche fuera. Al principio, Ray venía conmigo, pero luego, a medida que las invitaciones se multiplicaron, empecé a viajar más a menudo sola, de modo que tuvimos más separaciones en los últimos años.

Por eso había ido a la Universidad de California en Riverside. La víspera de la enfermedad de Ray.

Por supuesto pienso que quizá no habría caído enfermo si me hubiera quedado en casa. Había atrapado un resfriado; ¡qué otra cosa podía haber tan inocua! ¿Qué hizo que tal vez no hubiera hecho si yo hubiera estado en casa? No lo sé. «Estás siendo ridícula. ¡Esto es hilar demasiado fino!» Es difícil no sentirse enferma de culpa ante el hecho de que se haya muerto tu marido y tú no hayas sido capaz de evitarlo.

«Y además, Ray no había querido ir a Urgencias. Tú insististe. Quizá habría estado mejor en casa, sin ningún tratamiento.»

Cuando estaba de viaje, siempre llamaba a Ray por la noche. Después de una lectura pública, después de alguna cena «en mi honor» -mis anfitriones son siempre personas muy agradables, interesantes y atractivas, en su mayoría profesores, como nosotros-, le hablaba a Ray sobre mi lectura, sobre la cena; y Ray me contaba lo que me interesaba mucho más, qué había hecho ese día, qué había sucedido en nuestra vida mientras yo estaba fuera.

«Todo eso lo has perdido. La felicidad de la vida doméstica, sin la que los pequeños -e incluso los colosales- triunfos de una "carrera" son huecos, una burla.»

¡Pero qué hago! En el nido, acurrucada bajo la colcha de mi madre, escuchando un preludio de Chopin en el canal clásico de televisión, se supone que debo estar protegida de estos pensamientos.


Es la noche del 26 de febrero -o, mejor dicho, la madrugada del 27 de febrero-, son las 2.40 de la mañana, una semana después de la muerte de Ray. Esta noche he cenado con amigos; no me es posible «cenar» sola en esta casa ni en ningún sitio, pero, con amigos, cenar no sólo es posible sino maravilloso, salvo por la ausencia de Ray… En el nido he extendido algunos escritos publicados de Ray, y he estado leyendo un ensayo sobre el famoso poema «Christabel» de Coleridge, un «fragmento enigmático», lo llama Ray, titulado «Christabel and Geraldine: The Marriage of Life and Death», que apareció en la Bucknell Review en 1968. Es asombroso descubrir en el ensayo de Ray tantas cosas relacionadas con nuestros intereses comunes -con las baladas populares inglesas y escocesas, por ejemplo-, y está la impresionante estrofa de un poema de Richard Crashaw que cita Ray:


Ella nunca se propuso saber

Lo que la muerte tenía en común con el amor;

Ni ha entendido todavía

Por qué para mostrar amor debía verter sangre.


¡Qué versos tan poderosos, con qué fuerza me vienen a la memoria, como un sueño recordado a medias! El poema de Crashaw me había causado una impresión tal que me adueñé del segundo verso para el título de un relato breve -«What Death with Love Should Have to Do»-, una especie de mordaz historia de amor de 1966.

(Debería releer este viejo cuento mío, que se reeditó en mi segundo libro de relatos, Upon the Sweeping Flood. Ya sé, debería releerlo para volver a capturar aquella época, aquellas emociones. Pero no puedo. En el nido me siento débil, paralizada. No puedo.)

Mientras leo los ensayos críticos de Ray de aquellos tiempos lejanos, me doy cuenta de la relación tan íntima que teníamos… Compartíamos todos los detalles de nuestro trabajo de profesores -nuestras clases, nuestros colegas, lo bueno y lo malo y las sorpresas de nuestras vidas-, habíamos discutido el poema de Coleridge y yo había leído borradores del ensayo de Ray; nuestras vidas estaban entrelazadas como las emociones opuestas de amor y odio, belleza y una fealdad tortuosa, en el evocador poema de Coleridge.

Me veo obligada a pensar, y no es la primera vez, que, en mi escritura, me he lanzado hacia delante -sin reparos, sin cuidado, podría decirse, o «sin miedo»- hacia mi propio futuro: este momento de puro vacío angustiado. Aunque tal vez tuve, desde la adolescencia, una especie de precocidad intelectual y literaria, la verdad es que no había experimentado muchas cosas; ni experimenté mucho hasta bien entrada la madurez: las enfermedades y muertes de mis padres, esta muerte inesperada de mi marido. «Jugamos con bisutería hasta que nos merecemos la perla», dice Emily Dickinson. «Jugar con bisutería» es lo que hacemos durante la primera parte de nuestras vidas. Y luego, con la violencia de una puerta cerrada de golpe por el viento, la vida nos alcanza.

En 1966 tenía veintiocho años. No había sufrido ninguna muerte cercana ni menos cercana; ¡de nadie! No sabía verdaderamente -apenas un atisbo- lo que Crashaw había podido querer decir con «Lo que la muerte tenía en común con el amor» ni con «Por qué para mostrar amor debía verter sangre».

Cuando nos conocimos, en un período de mi vida en el que estaba muy sola y, al mismo tiempo, muy excitada sobre el futuro -mi futuro- como estudiante de posgrado en un prestigioso Departamento de Lengua y Literatura Inglesa, Ray entró en mi vida como un «hombre mayor» -me llevaba ocho años-; estaba en su último curso en Madison, terminando una ambiciosa tesis doctoral sobre Jonathan Swift, y empezando a buscar su primer trabajo en la universidad. En la jerga académica, Ray era un «hombre del siglo XVIII», me pareció maravillosamente preparado, informado, y con un pasmoso bagaje de lecturas en las áreas que yo acababa de empezar a estudiar -el inglés antiguo, Chaucer, el teatro prerrenacentista y el teatro renacentista aparte de Shakespeare-, pero se mostraba muy amable conmigo y muy paciente ante mi ingenuidad en casi todo, con un sentido del humor notablemente pícaro, sardónico y satírico; sus ídolos literarios eran Swift, el gran maestro de la «indignación salvaje»; el brillante poeta cómico y satírico Alexander Pope, cuya obra maestra «El rizo robado» Ray se sabía de memoria; el legendario Samuel Johnson, menos por sus propias obras, algo didácticas, que por la gran biografía de Boswell; y los ingeniosos dramaturgos William Congreve (Así va el mundo) y Richard Sheridan (La escuela de la murmuración). El único ensayo crítico que Ray publicó en forma de libro fue Charles Churchill (1977): lo comenzó con gran entusiasmo -Churchill no es Swift, pero es un escritor satírico demoledor, al menos de forma intermitente-, que fue desvaneciéndose cuando empezó a trasladar su interés de los estudios académicos a la creación de nuestra revista literaria, Ontario Review, nacida en 1974. Cuando Ray llegó al final de su libro sobre Churchill, había pasado a sentir una enorme antipatía por el tema, como tantos que llevan a cabo estudios a fondo de figuras literarias en los que se mezcla el material biográfico; convertir al escritor de las sátiras políticas en una figura de cierta profundidad y de cierto interés intelectual era un reto que a Ray le pareció que no había valido la pena. Poco a poco, dejó de interesarse por el siglo XVIII para centrarse en la poesía del siglo XX; con el tiempo, escribió una serie de agudos y profundos ensayos y reseñas sobre H. D., Pablo Neruda, Richard Eberhart, Howard Nemerov, Ted Hughes, James Dickey, William Heyen (a quien Ray publicaría posteriormente en la Ontario Review).

En especial, compartíamos el gusto por la poesía de Nemerov. Es emocionante encontrar estos versos de Nemerov al final del ensayo de Ray sobre el poeta, que apareció en la Southern Review en 1974; unos versos grabados de forma indeleble en mi memoria:


Oh golondrinas, golondrinas, Los poemas no son

Lo importante. Encontrar de nuevo el mundo,

Eso es lo importante, donde la belleza

Adorna las cosas inteligibles

Porque el ojo de la mente ha iluminado el sol.

«The Blue Swallows» (Las golondrinas azules)


Aunque ahora -en este estado póstumo-, encontrar de nuevo el mundo no me parece muy probable.

En el nido, leyendo -(re)leyendo- este material, empiezo a tener violentos escalofríos, aunque no creo -estoy segura- ser desgraciada. No puedo dejar de temblar, debo ir al cuarto de baño a poner bajo el agua caliente las manos, que se me han quedado heladas. ¡Qué extraño es esto! He estado tan absorta en las críticas literarias de mi marido -se me había olvidado por completo que durante un tiempo hizo reseñas para la revista Literature and Psychology y que se había aventurado a salir de su campo habitual y había publicado una breve pieza acerca de Crimen y castigo de Dostoievski, una novela sobre la que los dos enseñamos en los años setenta-, que de pronto he empezado a estremecerme e incluso me castañetean los dientes.

En mi mesilla de noche está el manuscrito de la novela que escribió Ray, en la que trabajó varios años en la década de los sesenta, pero que nunca terminó. No puedo recordar si llegué a ver el último borrador o si, por algún motivo, Ray no me lo enseñó; creo que tenía intención de revisarlo pero lo apartó. Estoy deseando leer esta novela que he encontrado en el armario de Ray, que ha permanecido intacta durante años, pero también empiezo a sentir cierta aprensión. Me pregunto si Ray querría que leyese su manuscrito, tan incompleto; me parece que, desde que nos mudamos a Princeton en 1978, no lo miró, y hacía mucho tiempo que había dejado de mencionarlo. Miro la primera página -el título es Black Mass (Misa negra), el manuscrito parece viejo, raído, como corresponde a un manuscrito que ha estado arrinconado al fondo de un armario, olvidado durante decenios- y, de pronto, siento una gran tristeza.

Esto es un error.

No quieres leerlo.

Lo que no sabes de tu marido ha estado oculto por alguna razón.

Y en cualquier caso tu marido ya no está, y no va a volver.

Puedes decidir ser «valiente», «emprendedora», puedes animarte (re)leyendo sus escritos, o intentándolo, pero no va a volver, ha desaparecido y no va a volver.


Una extraña realidad de La viudedad: estas epifanías surgen de pronto en momentos extraños e imprevisibles, pero se olvidan casi de inmediato. Porque, en el mundo póstumo de la viuda, existe un tiempo totalmente primitivo: lo que ha ocurrido, irremediablemente, todavía no ha ocurrido, en cierto sentido; si la viuda puede dar marcha atrás al tiempo, las epifanías más devastadoras pueden borrarse.

33. Habitaciones fantasma

¡Habitaciones fantasma! Una por una, están apoderándose de la casa.

No queda ninguna voluntad en mí, sólo en las habitaciones de esta casa.

Durante la vigilia hospitalaria -que, pese a toda su angustia, estaba llena de esperanza-, las habitaciones de la casa estaban iluminadas ante la perspectiva del regreso. Las luces exteriores se quedaban encendidas -una cosa extravagante e imprudente- durante todo el día. Había un fuerte olor a limpiamuebles, a limpiacristales; en la mesa del comedor, un aroma más perfumado a velas, recién retiradas de los papeles que las envolvían. Yo cocinaría una de las cenas favoritas de Ray: salmón escocés a la parrilla con champiñones, tomates, hinojo y eneldo. Tendrá ganas de algo distinto a la comida de hospital, claro que seguramente estará cansado y querrá acostarse pronto.

Ahora, la mayoría de los cuartos no los enciendo nunca. No voy a casi ninguno, no me atrevo a entrar en ellos, ni siquiera echar un vistazo.

«Pero ¿dónde está Ray? ¿En qué habitación está mi marido?»

Las luces exteriores ya no están encendidas nunca. Ya no soy tan derrochona. Cuando se fundan las bombillas, ¿cómo las voy a cambiar?

Una a una, las bombillas que mueren.

E incluso el nido me falla a veces, así que no tengo dónde esconderme.

La vigilia continúa, aunque no hay esperanza.

No me atreví a leer la novela de Ray, después de todo. La he apartado con cuidado por ahora.

El basilisco, que conoce mi corazón mucho más de lo que nunca lo conoció Ray, entiende mi aprensión. Es el basilisco el que me hace esta reflexión.

«Si él hubiera querido que la leyeras, te la habría dado. ¡Lo sabes!»

Y a veces: «Es evidente que le fallaste. Deberías haberte ofrecido a leer este manuscrito cuando podías haberle ayudado con él. Ahora es demasiado tarde; lo sabes».


Ahora que el chaparrón de trámites relacionados con el fallecimiento se ha calmado, el asedio adopta otras formas. Igual que mutan las bacterias virulentas para asegurarse su supervivencia virulenta.

Una a una, las regiones de la casa están volviéndose fantasmales, desocupadas. El salón que antes era tan acogedor: el sofá, el piano blanco, la alfombra china de color rosa oscuro que escogimos Ray y yo para ese sitio cuando nos mudamos a Princeton. Sobre la superficie de mármol de la mesa baja que compramos juntos en una tienda de muebles de Detroit en 1965, están los libros de Ray que me traje del hospital, junto a su extremo del sofá: Mi vida, mi libertad, El gran engaño, Your Government Failed You. Ejemplares atrasados de la New York Review of Books y el New Yorker.

Por fin me he llevado los montones de originales enviados para publicar en Ontario Review. Un batiburrillo de bolígrafos y clips que había acumulado Ray.

(Entre los cojines del sofá, y debajo, más bolígrafos, más clips. Antes me reía al sacarlos y mostrárselos a Ray; ahora, descubrirlos será de lo más deprimente, como una broma pesada.)

Pero el salón es una habitación fantasma, y el pequeño solario que sale de él, en el que Ray y yo comíamos a diario, salvo cuando hacía calor y salíamos a comer a la terraza. Esta habitación acristalada, con una mesa redonda de cristal, sillas de mimbre y un suelo de baldosas rojas que parece atraer extrañamente, incluso en invierno, a las arañas y los insectos víctimas de las arañas en abundancia, es una habitación fantasma inesperada, porque está llena de luz incluso en días nublados; pero lo es.

Estaré meses sin entrar en el solario, ni siquiera para limpiar las telarañas.

Evitaré asomarme al solario. Me resulta demasiado desgarrador hasta el hecho de ver la mesa de cristal con los manteles individuales de tela beige.

El ala más alejada de la casa, que diseñamos con tanto entusiasmo para que mis padres durmieran en ella, se ha convertido en una región fantasma, por supuesto. Es una parte de la casa que puedo cerrar y aislar del resto, he quitado la calefacción, y no tengo motivo alguno para entrar en ella durante días o semanas. Fue en esta habitación, en la larga mesa Parsons de color blanca, donde Ray comió, o intentó comer, su último desayuno en casa. Leyó, o intentó leer, el New York Times por última vez en casa.

Muchas veces estábamos los dos en casa durante horas sin hablarnos ni tener necesidad de hacerlo.

Porque ésa es la intimidad más exquisita: no tener necesidad de hablar.

Ahora no me atrevo a mirar al otro lado del jardín, hacia la ventana de cristal laminado que ocupa toda una pared de la habitación. Creo que me da terror no ver a nadie allí. Pero me da aún más terror arriesgarme a ver un reflejo en el cristal, porque en nuestra casa hay miles de reflejos en el cristal, y me da vértigo hacer estas reflexiones, como el trallazo de luz que precede a la migraña.

Los espejos también los tengo prohibidos, son tabú. Es como si estos espejos fantasma desprendiesen vapores tóxicos, y no me atrevo a acercarme demasiado.

¡Por supuesto, no me atrevo a mirarme descuidadamente en ningún espejo!

La rosa en miniatura sobre la que guardaba ciertas esperanzas aguantó unos días, pero al final se ha marchitado y ha muerto, junto con el musgo (incomestible). El correo amontonado -en gran parte sin abrir- sobre la mesa del comedor y un jarrón chato de cerámica de color perla adornado con una cinta de satén de un blanco reluciente proclaman un confort, confort, confort, confort ante el que me quedo como hipnotizada.

¿Qué son estas cosas? ¿No hay en el universo nada más que cosas?

Pronto -de aquí a uno o dos días- empezaré a dar las gracias a la gente. Estoy decidida.

Salvo que me parece que he perdido muchas de las tarjetas que acompañaban los regalos de pésame.

Salvo que parezco incapaz de sentarme a leer muchas de las cartas y tarjetas, que he ido guardando en una bolsa verde en mi estudio.

¿Acaso una viuda tiene que escribir, además de notas de agradecimiento por los regalos, también por las tarjetas y las cartas de pésame? Se me cae el alma a los pies ante la perspectiva. ¡Qué costumbre tan cruel!

Pero espero ser una viuda aplicada. Espero ser una buena viuda. Una conocida de Princeton que perdió a su marido el año pasado, una mujer muy simpática a la que todo el mundo respeta mucho, me contó de qué forma tan minuciosa había respondido incluso a las tarjetas de pésame, cuánto había disfrutado escribiendo a las muchas personas que le habían escrito a ella. «Era algo que hacer. Lo agradecí.»

A diferencia de esta meticulosa viuda de Princeton, a mí no me faltan cosas que hacer; me faltan tiempo y energía para hacerlas. Me falta algo esencial en mi alma: ¡No quiero ser una viuda! Yo no.

Igual que no jugué a las muñecas cuando era niña. Le rompí el corazón a mi abuela sin darme cuenta cuando regalé una muñeca muy cara que me había comprado por mi cumpleaños, se la di a una vecina con gesto de desprecio: «¡No quiero ser una niñita tonta! Yo no».

Pero ésta es la vida adulta. Se espera mucho más de un adulto, y desde luego de la viuda de un buen hombre. Aunque estoy agradecida por la amable atención, seguramente voy a seguir guardando las cartas y tarjetas en la bolsa verde con la vaga decisión de que «las leeré después. Las responderé después. Cuando me sienta un poco más fuerte».

Puede que sea dentro de mucho. Meses, años.

Al final, meto la bolsa verde en el estudio de Ray. La esquina de mi habitación en la que estaba se había convertido en una esquina que evitaba mirar.

Cuando volví del hospital aquella noche, con los objetos de aseo de Ray, los puse en su armario del baño y en su lavabo. También puse su ropa en el armario y en el lavadero sus cosas sucias (muy poco sucias) y, cuando hice la colada, guardé en su cómoda los calcetines, el calzoncillo y la camisa.

Toda su ropa está ordenada. No me he deshecho de una sola cosa. Y todo su correo, y sus papeles, y sus documentos bancarios están sobre sus mesas y en el suelo de su estudio.

Su ropa es bonita, en mi opinión. Un chaquetón de piel de camello, todavía en la bolsa del tinte. Un abrigo de suave lana gris oscura. Camisas de vestir, recién lavadas y sin poner. Una camisa de rayas azules que es una de mis favoritas. Corbatas -¡cuántas!-, algunas de una época lejana en la que los hombres llevaban corbata ancha -¿eran los setenta?-; mi preferida es una corbata de seda con escenas del Tapiz del Unicornio que compramos en el museo de Los Claustros un alegre día de primavera en el que nos escabullimos de la interminable ceremonia en la Academia Americana de las Artes y las Letras, en la parte alta de Manhattan.

«¡Menos mal que salí de allí con vida!» Esta frase, de una canción de Bob Dylan -«The Day of the Locust», situada, por cierto, en Princeton-, nos la decíamos uno a otro con frecuencia.


Hace unas horas volví a sentir deseos de mirar el manuscrito de Black Mass, la novela inacabada de Ray. Me latía el corazón con tanta fuerza que no pude continuar.

Creo que existe algún secreto en la vida de Ray. O quizá «secreto» es un término demasiado fuerte. Cosas de las que no le gustaba hablar, y, después de los primeros meses, en los que nos habíamos contado la historia de nuestras familias -como supongo que hace todo el mundo con una persona nueva-, esas cosas pasaron a una especie de territorio tabú sobre el que yo no podía preguntar.

La otra noche, en casa de una amiga mía, la poetisa Alicia Ostriker, ésta me dijo en voz baja:

– No puedo imaginarme cómo te sientes -y yo respondí:

– Yo tampoco.

Mis amigos se han portado maravillosamente, invitándome a sus casas. Creo que están tratando de vigilarme, seguro que hablan de mí; me conmueve, pero también me angustia: no puedo fallarles. Lo que más me fascina es la falta de habitaciones fantasma en sus casas, la facilidad inconsciente con la que hablan, sonríen, ríen, pasan de un cuarto a otro como si no los amenazara ninguna cosa; van a vivir eternamente, no existe ningún por qué en sus vidas.

A veces, si me quedo dormida cerca del amanecer, me cuesta mucho despertarme por la mañana y me cuesta mucho dejar el nido, y me viene a la cabeza: ¿Por qué?

Me deja completamente perpleja por qué hay vida en vez de la inexistencia de la vida. Que el primer intento de vida -los organismos unicelulares en una especie de sopa química-, millones de años antes del ser humano, saliera adelante, que no sólo saliera adelante sino perseverase, que no sólo perseverase sino triunfara a través de la reproducción; ¿por qué?

De vez en cuando, si siento necesidad de ejercicio y excitación, paso la aspiradora por las habitaciones. Siempre me siento feliz pasando la aspiradora; el ruido mecánico ahoga los ruidos del interior de mi cabeza, y, a mis pies, la repentina suavidad de una alfombra da una sensación visceral de una calma espiritual, casi una bendición.

Bueno, no exactamente una bendición.

¡Habitaciones fantasma! Pero existen actos fantasma también.

Por ejemplo, ya no puedo «preparar» comidas en la cocina. No soy capaz de comer nada que no sea algo que pongo a toda prisa en la encimera, unas cucharadas de yogur en un cuenco, un poco de fruta cortada (¿podrida?), un puñado de cereal (rancio); por la noche, quizá, una lata de sopa Campbell (pollo con arroz salvaje) y esas galletas de centeno que tanto le gustaban a Ray.

La perspectiva de sentarme en la mesa del comedor me repele. Hago todas las «comidas» en mi mesa, mientras escribo correos electrónicos o trabajo, o en el dormitorio, mientras veo la televisión, leo o intento trabajar.

Cuando una vive sola, comer incluye un elemento de desprecio, de burla. Porque la comida es un rito social; si no, no es una comida, no es más que un plato lleno de alimentos.

Cuando me iba de viaje y Ray se quedaba solo en casa, él aprovechaba mi ausencia para traer una pizza. Cuando yo llamaba por teléfono le preguntaba qué tal estaba la pizza y él me decía:

– Estaba bien -como si se encogiera de hombros, así que le preguntaba qué había tenido de malo y él decía-: Era demasiado grande para una persona -así que yo continuaba:

– Bueno, no hacía falta que te la comieras entera, ¿no?

Y Ray decía:

– Parece que sí. Me la he comido entera.

Mejores aún que las comidas rápidas en un cuenco son los botellines de bebidas de frutas Odwalla. Me los dejó en el jardín uno o dos días después de morir Ray, una docena o más en una bolsa de plástico, una amiga que también es novelista.

– Tienes que comer, Joyce -decía-, y no quieres comer. Así que bébete esto.

Unos botellines ideales para agarrarlos mientras se conduce. La terrible experiencia de comer sola queda mitigada cuando se subordina a otra actividad, como conducir un coche.

He notado con frecuencia que los amigos y conocidos que viven solos parecen estar comiendo mientras hablamos por teléfono. Yo suponía que era casualidad o que esa persona tenía un hábito nervioso de comer continuamente y no podía parar sólo porque yo le había llamado; pero ahora creo que es al revés: comer a solas es tan terrible que hay que supeditarlo a otra cosa, como hablar por teléfono.

Si no tengo cuidado o estoy distraída, me equivoco y miro en una de las habitaciones fantasma sin darme cuenta. Y me asombra ver, en el extremo del sofá de Ray, una figura en sombras, lo que se denomina una «ilusión óptica», es decir, la idea -el recuerdo- de una figura.

Me apresuro a irme. A irme corriendo a una parte «segura» de la casa.


THE NEW YORK TIMES

NECROLÓGICAS


27 de febrero de 2008

Raymond Smith, fundador y director de una revista literaria, muere a los 77 años


Raymond J. Smith, fundador y director de The Ontario Review, una prestigiosa revista literaria, murió el 18 de febrero en Princeton. Tenía 77 años y vivía en Princeton.

La muerte se debió a complicaciones de una neumonía, según la funeraria Blackwell Memorial Home en Pennington, Nueva Jersey.

En compañía de su esposa, la novelista Joyce Carol Oates, el señor Smith fundó The Ontario Review en 1974. Fue su director hasta su muerte; la señora Oates era directora adjunta. La revista, que aparece dos veces al año, ha publicado obras de escritores consagrados -como Margaret Atwood, Donald Barthelme, Saul Bellow, Raymond Carver, Nadine Gordimer, Ted Hughes, Doris Lessing, Philip Roth, John Updike y Robert Penn Warren- y de escritores jóvenes.

El señor Smith y la señora Oates eran también fundadores y directores de Ontario Review Books, una pequeña editorial independiente que nació en 1980. Entre sus títulos están Town Smokes: Stories (1987), de Pinckney Benedict; Selene of the Spirits (1998), una novela de Melissa Pritchard; The Identity Club: New and Selected Stories (2005), de Richard Burgin; y reediciones de muchos de los libros de la señora Oates.

Raymond Joseph Smith nació en Milwaukee el 12 de marzo de 1930. Se licenció en Lengua y Literatura Inglesa por la Universidad de Wisconsin en Milwaukee, y se doctoró por la Universidad de Wisconsin en Madison, en 1960. Más tarde impartió clases en la Universidad de Windsor en Ontario y en la Universidad de Nueva York antes de dedicarse por completo a la revista y a la labor editorial.

Era autor de Charles Churchill (Twayne, 1977), un estudio sobre el poeta y satírico inglés del siglo XVIII.

Además de su esposa, con la que se casó en 1961, le sobrevive una hermana, Mary.

34. Registro de correos electrónicos

24 de febrero de 2008

A Edmund White

… deliciosa tu visita. Por favor, vuelve cuando quieras para continuar con tus fascinantes memorias. En una de esas viejas fiorituras pretenciosas, podrías anotar, al final del volumen, los distintos sitios en los que habías escrito, por ejemplo Florencia, el sur de Francia, Honey Brook Drive.

Con mucho cariño, y me alegro de que pudieras comer parte de toda la comida que tengo acumulada.

Joyce


26 de febrero de 2008

A Susan Wolfson

¡Gracias por intervenir amablemente con Verizon!

En el centro de la pena, creo que no existen palabras. Me siento muy muda, pese a que me oigo parloteando… Mañana las clases serán una prueba importante.

¡He superado el día! He revisado mi reseña [para la New York Review], intento convencerme de que ha merecido la pena, merece la pena… Mis días empiezan a las seis de la mañana y se prolongan indefinidamente, como un recorrido a través de Nebraska y Texas; siguen y siguen, es asombroso. Luego acaban de pronto, alrededor de medianoche, con una pastillita blanca.

Tengo un montón de bonitas chaquetas de Ray para que Ron escoja alguna.

Con mucho cariño,

Joyce


26 de febrero de 2008

A Jeanne Halpern

Agradezco tu cariño y tu preocupación. Estoy abrumada con todo lo que está pasando, necesito tiempo para dedicarme a llorar a Ray, pensar en él, recordarlo. Está pasando tanta cosa externa que me da pánico la idea de perderlo. Otro «acontecimiento», viajar a Nueva York para modificar mi propio testamento, es demasiado en estos instantes. Estoy tratando de reanudar una parte de mi vieja vida, concentrarme en mi trabajo… La idea de otra cita en NY casi me ha hecho derrumbarme. Lo siento, estoy muy frágil. Estoy intentando concentrarme en volver a las clases mañana. Necesito ir más despacio… He pasado agitada gran parte de la noche, tengo el sentimiento de que mi frágil «personalidad» puede hacerse añicos. Aunque estoy tratando de comportarme de manera profesional en y alrededor de la universidad.

Esta mañana, Cherie estuvo durmiendo a mi lado un rato… como por los viejos tiempos. Los dos gatos parecen echarme a mí la culpa de que haya desaparecido Ray.

Con mucho cariño,

Joyce


27 de febrero de 2008

A Arthur Vanderbilt

Gracias por el libro de memorias de Joan Didion, que ya había leído, pero que estoy deseando releer. Sé que tiene mucha sabiduría melancólica.

Mi «primer día» de vuelta a clase. Me ha parecido… largo. Pero Edmund ha estado muy amable y cariñoso, y las cosas han ido bien, en conjunto. Ahora, qué difícil es regresar a esta casa vacía en la que corro peligro de que nuestros gatos altivos me hagan el vacío.

La necrológica de Ray salió en el New York Times esta mañana. Me costó cuarenta minutos abrir el periódico… Ray te quería. Los dos recordábamos muy bien cuando viniste a nuestra casa con un enorme y precioso ramo de flores (¿de tu jardín?)… En todas nuestras reuniones, tú siempre has sido un auténtico modelo de sentido común, sentido del humor e ironía… Ray siempre pensó que tú «controlabas» las cosas…

Con cariño,

Joyce


28 de febrero de 2008

A Gary Mailman

Sólo una pregunta: ¿qué haría este abogado? Tú habías sugerido un mínimo de 10.000 dólares, ¿a cambio de qué? «Los problemas podrían acumularse»; ¿qué problemas? ¿Podrían confiscarme mi propiedad? ¿Qué peligro hay?

Estoy tan confusa y tan inquieta por esto… Pensaba que Jeanne y tú habíais dicho que las leyes de Nueva Jersey no eran tan complicadas como las de Ohio y Nueva York. Sé que tú sabes mucho más que yo, pero estoy desmoralizada y exhausta… Ésa no es más que una de las muchas cosas que me están golpeando y no me dejan ni llorar a Ray. Me encuentro en un estado total de agotamiento y agitación la mayor parte del día y la noche. No parece que se acabe nada. Siempre hay «más discusión». Siempre alguna opción. ¿Cuánto va a durar esto? ¿Para qué nos sirven las leyes, si hay tales problemas para la ejecución de un documento aparentemente legal? ¿Acaso la ley crea situaciones sólo para generar más situaciones legales y, por tanto, más abogados y más gastos? ¡Cualquier consejo que puedas darme lo agradeceré!

Te quiero y confío en ti como amigo, es sólo que estoy muy desmoralizada por todo esto.

Joyce


28 de febrero de 2008

A Gary Mailman

He tenido tiempo de meditar y pensar -intentar pensar- con más calma sobre esto. Ahora veo que Jeanne y tú tenéis razón. Había unido las dos cuestiones (el testamento de Ray y un codicilo a mi testamento), había pensado que los honorarios de 10.000 dólares serían sólo por llevar el testamento ante el juez. Pero ahora veo que te refieres a dos cosas muy distintas que haría el mismo abogado. Jeanne me ha explicado muchas cosas y quizá me explicó ésta, pero fue en medio de tal caos que nunca me enteré. Si se pudiera acelerar, tal vez podría (casi) volver a dormir…

Con mucho cariño, te veré pronto,

Joyce


28 de febrero de 2008

A Elaine Pagels

Pienso mucho en tus tragedias tan tempranas y terribles… De qué forma tan total has sufrido, y eso te otorga una empatía especial con la gente.

De vez en cuando me inunda una ola de horror puro y helador, de pensar que Ray se ha ido, que nunca volveré a verlo. Me imagino que corro a la habitación del hospital como hice tantas veces la última semana y que lo veo allí, tal como estaba en la cama, sentado y leyendo.

Es sorprendente leer en el New York Times de hoy que el número de suicidios entre las personas de mediana edad está aumentando. Me asombra que alguien pueda renunciar a su vida, que es tan valiosa y tan precaria.

Con mucho cariño,

Joyce


29 de febrero de 2008

A Jeanne Halpern

Hoy voy a ir a ver al cardiólogo de Ray. Ya estoy angustiada por lo que vayamos a hablar… Sé que hago mal, pero no puedo evitar pensar que este hombre quizá habría podido salvar a Ray, que se podía haber hecho algo más. Por supuesto, estaba muy lejos del centro médico cuando murió Ray, a las 12.50 de la madrugada.

Con cariño,

Joyce


29 de febrero de 2008

A Edmund White

… por fin terminé mi reseña para Bob Silvers ayer. Durante gran parte he estado como un ciervo deslumbrado con la cabeza atrapada en una alambrada, con todas las horas que le he dedicado a este breve ensayo… Si puedes leer el documento adjunto, el principio de una parte nueva al final de la página 6 es desde donde he escrito después de morir Ray, con una «concentración» de lo más aturdida… A última hora de la noche, mirando fijamente estas líneas y páginas de notas para una reseña de un libro que prácticamente nadie va a leer, ni siquiera hojear, porque es demasiado críptico. No obstante, me ha servido de consuelo. Barbara Epstein trabajó sin cesar hasta pocos días antes de morir. «¿Qué otra cosa hay aparte del trabajo?», me dijo en una ocasión… Al menos el trabajo no consiste sólo en nuestras emociones desbordadas, sino que significa un contacto con otras personas.

Hoy es un día de «tareas», no puedo ni empezar a escribir algo nuevo: una visita al médico que era el cardiólogo de Ray… Va a ser muy extraño ver al doctor H. sin Ray al lado.

Con mucho cariño,

Joyce


11 de marzo de 2008

A Ebet Dudley

… Recuerdo tu encantadora fiesta con tal gratitud, es verdad que parecía presagiar un final feliz; y la maravillosa tarjeta de San Valentín que creaste para Ray y que él no llegó a ver está en exposición en nuestra «habitación de las fiestas», aunque no creo que vuelva a haber ninguna fiesta en mucho tiempo…

¡Qué velada tan llena de esperanza parecía, al menos para mí! Ojalá pudiera volver a vivirla, en completa inocencia. Recuerdo que hacía mucho frío… y lo inesperadamente sociables que estuvieron tus perros, acercándose a perfectos desconocidos sin alterarse.

Con mucho cariño,

Joyce


Como indican estos correos electrónicos, las memorias son unas memorias de pérdida y duelo, pero también, y quizás es más significativo, de amistad.

Lo que dicen es que, para la viuda, como para todos los que lloran a un ser querido, la única forma de sobrevivir es a través de los demás. El correo electrónico ha sustituido a las cartas y, para algunos de nosotros, permite mantener la comunicación en casos para los que las cartas y el teléfono no habrían podido servir.

¡Con qué frenesí envía la viuda estos correos electrónicos hasta altas horas de la noche! A menudo, en un intento de aplazar lo inevitable, enfrentarse a la casa vacía, levantar la vista y ver un reflejo fantasmal en una ventana, prepararse a superar la noche. Y qué maravillosos sus amigos, cómo responden con unos mensajes que no he reproducido aquí porque son propiedad de sus remitentes, cuya intimidad no deseo violar.

35. ¡Furia!

Entonces, de pronto, estoy muy enfadada.

Estoy muy, muy enfadada, estoy furiosa.

Estoy enferma de furia, como un animal herido.

Con una inyección de adrenalina, mi corazón empieza a latir a toda velocidad, como un puño golpeando una superficie irreductible: una puerta cerrada, un muro.

– No sabe lo que está diciendo -replico al doctor H.-. No sabe nada de mi marido y creo que me voy a marchar. ¡Adiós!


29 de febrero de 2008. El último día de este mes interminable.

Un cielo cubierto con nubes tan densas como entrañas golpeadas y, sin embargo, a intervalos intermitentes e impredecibles, aparece un sol cegador, un sol cortante como una cuchilla, de modo que en la neblina en la que la viuda se mueve con la incertidumbre de una ciega surgen agujeros ocasionales por los que brota como un relámpago una ira extraordinaria.

No piensen que la viuda es toda pañuelos húmedos, ojos llenos de lágrimas y voz temblorosa. No piensen que, porque se le ha roto la espina dorsal, la viuda no es capaz de arremeter contra sus torturadores.

¡Qué saludable sería estar enfadada! ¡Ser una persona indignada, que culpa a otros de su desgracia! Mejor estar enfadada que estar deprimida.

Una persona enfadada nunca querría hacerse daño a sí misma. Para una persona enfadada, el suicidio no es una opción.

Pero, para algunos de nosotros, la ira no suele ser posible. La ira es un do de pecho que nuestras voces no pueden alcanzar. Siempre he pensado: «¿Con qué propósito? La ira sólo sirve para empeorar las cosas».

La indignación es el rostro civilizado de la ira. La furia, el rostro salvaje.

Hoy tengo una cita con el cardiólogo de Ray, el doctor H. En la fría habitación en la que examina a los pacientes, una enfermera joven y efervescente me hace un electrocardiograma con la calma de una masajista. Al oír su charla amigable, nadie podría imaginar que, unos minutos después, pueden salir a la luz los datos médicos más terribles del paciente. Tendida boca arriba, semidesnuda, soy consciente de mi taquicardia y de mi estómago extrañamente encogido. Sé que tengo los ojos hundidos y con ojeras, la ropa me está suelta y no puedo dejar de tiritar. Un dolor sordo en la cabeza, como un péndulo que está deteniéndose. La enfermera me coloca pequeños electrodos helados sobre el pecho, el costado, la pierna y el brazo, como pequeñas bocas que succionan, mientras no deja de hablar y sonreír; yo, por supuesto, también le sonrío, se me da muy bien intercambiar esos comentarios amistosos y casi humorísticos que son el pegamento de nuestras vidas diarias entre la gente y hacen que los días más turbulentos sean navegables, tolerables.

Pienso con alivio: «No sabe lo de Ray. No sabe nada de mí. ¿Por qué va a saberlo, por qué voy a querer que lo sepa?».

A la viuda sólo le es posible ser «feliz» -que los desconocidos la vean «feliz»- en los márgenes de nuestras vidas reales.

Como un ex deportista que, con todos los huesos doloridos, con poca resistencia, encorvado por la presión sobre las cervicales y con un sobrepeso de quince kilos, no se resiste sin embargo a jugar un rato al baloncesto con unos chicos en el parque -¡sólo un rato!- y lo hace tan bien que, durante ese breve rato, los jóvenes se quedan verdaderamente impresionados. ¡Qué bien está esto!

Mi charla con el doctor H. es embarazosa. Creo que vamos a darnos la mano al entrar, y resulta que no. (¿Es lo normal darle la mano al médico? En mi confusión, no puedo acordarme.) El doctor H. murmura cuánto siente lo de Ray y pasa a hablar de mi electro, que es «casi normal», algo que debería aliviarme, porque desde hace unos años, de vez en cuando, mi corazón late de forma irregular; he tenido ataques de taquicardia lo suficientemente graves como para que Ray me llevara a las Urgencias del centro médico. Tras el último ataque, el doctor H. se convirtió en mi cardiólogo, y le veo una vez al año.

El doctor H. visitó a Ray en el hospital varias veces y habló con nosotros brevemente para darnos ánimo. Por supuesto, no fue el médico «asignado» a Ray ni tuvo nada que ver con el tratamiento de su neumonía.

El doctor H. no tuvo nada que ver con el resultado del tratamiento de Ray. Por supuesto.

El doctor H. frunce el ceño y me toma la tensión, mientras miro hacia una esquina de la habitación. ¡La tensión arterial! Por primera vez me llama la atención lo curioso que es este fenómeno.

– Cien y sesenta y ocho, igual que la última vez.

¿Eso es bueno? ¿O no tan bueno? Me resulta difícil creer que tengo alguna cosa que pueda describirse como igual que la última vez.

Después, el doctor H. me pesa. No puedo mirar la escala mientras el doctor H. ajusta la pesa. Pero en sus ojos preocupados, cuando bajo de la báscula, veo el reflejo tabú que no me atrevo a mirar en los espejos de nuestra casa.

Creo que existe una costumbre judía que consiste en tapar los espejos después de una muerte en la familia. Qué bien estaría que los espejos estuvieran siempre tapados, o vueltos contra la pared. Entonces no tendríamos la tentación de mirarnos en ellos.

Un amigo gay me dijo una vez que, cuando su amante le dejó, se quedó tan destrozado que no podía mirarse al espejo. Cuando no tenía más remedio que verse, por ejemplo mientras se afeitaba, se tapaba partes del rostro con la mano.

Qué estratagemas para sobrevivir. Necesitaba una estrategia para resistir y seguir adelante, ¿quién no?

(Esta frase es de la nueva novela de Philip Roth, que estoy leyendo en galeradas, en mi nido. El críptico título es Sale el espectro.)

Consultando sus notas en mi expediente, el doctor H. ve que he perdido cuatro kilos desde mi última visita, en febrero de 2007: ahora peso 46,7 kilos. Siento el impulso de pedir perdón, pero sólo puedo murmurar algo vago y conciliador, como haría si el doctor H. hubiera dicho que tenía una enfermedad rara y me quedaban pocas semanas de vida.

El doctor H. observa que parezco «tensa», «estresada» -«Por supuesto, acaba de pasar usted por una experiencia terrible»-, y sugiere recetarme unas pastillas para dormir.

Por ejemplo, Ambien, «un fármaco eficaz, con mínimos efectos secundarios».

Por un momento, el doctor H. tiene una voz tranquilizadora y esperanzadora, como un anuncio de televisión.

– Para ayudarle a superar estas semanas tan difíciles.

¡Semanas! Preveo un decenio, como mínimo. Mi vida nocturna se ha convertido en la Jersey Turnpike * del insomnio.

Pero ¿quiero una receta de pastillas para dormir? ¡No!

Me da miedo crearme adicción a las pastillas para dormir. Creo que tengo un terror mortal.

Me observo y veo el arquetipo del drogadicto, con una necesidad cruda y temblorosa, el insomnio invadiendo la mayoría de mis noches como un incendio descontrolado.

Y, por supuesto, estoy sola. ¿Quién va a saber cuántas pastillas tomo, hasta qué hora duermo? Mi fantasía, que no le he contado ni le contaré a nadie, es tomarme una pastilla para dormir, y al despertar tomarme otra pastilla para dormir, y al despertar tomarme otra pastilla para dormir, y al despertar… Cuánto podría durar eso es algo que me despierta poca curiosidad.

Como la luz de una linterna en la noche: se ve hasta donde llega la luz. Más allá, es imposible saber.

Más allá, es mejor no saber.

Es sorprendente, pues, que mi voz replique con calma sí, gracias, doctor.

Porque claro que quiero esas pastillas. Como si pretendiera reunir un alijo de pastillas muy fuertes, quiero todas las que pueda.

El doctor M., nuestro amable médico de cabecera, que le recetaba antibióticos a Ray cada vez que él se los pedía, por ejemplo para un «mal resfriado», me ha recetado un tranquilizante -Lorazepam- que tiene un efecto sedante inmediato. Hace dos noches, en casa de los Halpern, donde había ido a cenar, como me había tomado antes de ir una sola cápsula, empecé a dar cabezadas y me entró un sopor tan grande que nadie se fió de que pudiera conducir de vuelta a casa…

Por supuesto, el doctor H. no tiene por qué saber que tengo ya esta receta del amable doctor M., igual que tampoco tiene por qué saber que dispongo ya de una reserva considerable de pastillas, una cantidad letal de pastillas, en casa.

Muchas de esas viejas pastillas eran de Ray. Unas cuantas, mías.

Con la receta de Lorazepam fui enseguida a la farmacia. Y allí mismo me tragué la primera cápsula.

Pensé: «¿Estoy haciendo esto por propia voluntad, o porque es lo que se espera de mí? ¿Es éste el guión de la viuda? El comienzo de la espiral».

Pronto me invadió una sensación lánguida. Donde antes había existido una colmena de emociones enloquecidas y desarticuladas, en una especie de túnel de viento, ahora sentí una suerte de silencio amortiguado. Una sensación dormida, como la que provoca la novocaína. ¡Qué bien se estaba, dormida! Estar dormida es como estar tonta. Pensé en cómo se le habían ido quedando dormidas y heladas las piernas a Sócrates. Platón no parece comprender que eso debió de ser un consuelo, un alivio inmenso, para el anciano. Una forma de eludir a sus captores. Una forma de asegurar su dignidad, su muerte.

¿Por qué pienso en Platón, ese fascista reaccionario? ¿Por qué pienso en Sócrates?

La huida a la «vida de la mente», la negación del trauma.

Un mazazo en el cerebro y el cerebro intenta débilmente funcionar tal como está acostumbrado, haciendo hábiles asociaciones, estableciendo circuitos que no van a ninguna parte, dando vueltas sobre sí mismo. Ésa es la estrategia humana.

Es pura coincidencia que mi cita anual con el doctor H. estuviera prevista para la semana siguiente a la muerte de mi marido.

Había pensado en aplazar la cita, que era para un examen cardiaco de rutina. ¿Por qué iba a tener que preocuparme por mi salud en un momento así? Siento desprecio por mi salud, por mi «bienestar». Pienso que deberían castigarme, aunque sólo sea con un mal resfriado, unas buenas anginas. Pero luego pensé: «Si hay algo que no funciona en mi corazón, debo saberlo. Tengo demasiadas cosas que hacer, cosas que debo hacer».

Los muertos no tienen obligaciones con los vivos. Son los vivos los que tienen todas las obligaciones con los muertos.

Soy la albacea de la herencia de mi marido.

Albacea. Ejecutora. Del latín executrix: qué palabra tan dura. Una especie de dominatrix.

Se dice a menudo que la muerte es «embarazosa» para los médicos. Se dice que los médicos son reacios a reconocer que la muerte es una posibilidad para sus pacientes, igual que son reacios a hacer testamento ellos mismos.

Yo supongo que debe de ser especialmente embarazosa -le disgustará especialmente- la muerte de un paciente al que el médico estaba tratando «con éxito». Porque el doctor H. era el cardiólogo de Ray desde hacía años, le había recetado medicinas para bajarle la tensión y «diluir» la sangre, y le había dicho que las medicinas estaban consiguiendo muy buenos resultados.

A diferencia de muchos amigos nuestros de Princeton, a Ray no le parecía mal la asistencia sanitaria existente allí. No criticaba a ninguno de sus médicos, que incluso le caían bien, igual que le caía bien nuestro dentista de Pennington. Cuando volvía de su cita con el doctor H., Ray solía decir lo mucho que le gustaba y cuánto confiaba en él.

Al hablar de Ray ahora, lo que es inevitable, el doctor H. parece verdaderamente triste y sorprendido.

Ya se había enterado de la muerte, no he tenido que decírselo.

Nuestro médico de cabecera, el doctor M., se quedó estupefacto cuando le vi hace unos días y le conté que Ray había muerto. El doctor M. no sabía que Ray había estado ingresado por neumonía y se quedó conmocionado al oír que había muerto «tan deprisa».

El doctor M. dijo que Ray tenía «muy buena salud», estaba «tan en forma», «vigilaba su dieta», «se cuidaba».

A la viuda no se le ocurrirá hasta dentro de muchos meses que nadie dice a ninguna viuda: «No me sorprende. Por supuesto que se ha muerto su marido. Todos lo estábamos esperando».

El doctor H. no está solo en la consulta. Asiste también una joven estudiante de Medicina que toma notas y me sonríe. Ahora deja de sonreír. Empieza a parecer avergonzada, apenada.

Empiezo a darme cuenta de que el doctor H. ha dicho varias veces: «No se me ocurre cómo puede haber sucedido», «No entiendo cómo puede haber sucedido», como si creyera que he ido a verle para que me dé explicaciones y que tiene que dármelas. Tengo el impulso de consolarle, porque las mujeres siempre se inclinan a consolar a los hombres, todas las mujeres y todos los hombres en todas las circunstancias, sin diferencias; debe de ser un componente genético, como la empatía refleja al ver a un recién nacido o el rechazo reflejo al ver una serpiente; en particular, estoy descubriendo que el instinto de la viuda es ofrecer consuelo, una especie de disculpas o, en cualquier caso, simpatizar con las personas para las que la muerte de su marido constituye una sorpresa inquietante. Sin embargo, no digo nada, me muerdo el labio. Estoy descubriendo que estoy furiosa.

Estoy triste, pero estoy furiosa.

El doctor H. me habla en tono vacilante, como un hombre desorientado, y es demasiado discreto o demasiado reservado para decir las cosas de forma más directa o sugerir la más ligera crítica al personal del Centro Médico de Princeton; desde luego, el propio doctor H. forma parte del equipo, pero, aun así, parece estar insinuando, con su repetición de unas cuantas frases concretas -«¡No se me ocurre cómo puede haber sucedido!»-, que su paciente Ray Smith quizá -¿seguramente?- no recibió la mejor atención médica posible en el hospital, a esas horas de la noche.

¿Es eso lo que insinúa el doctor H.? ¿O estoy imaginándomelo?

Es estremecedor y horrible -escandaloso- que los mejores médicos no estén normalmente de guardia a medianoche en ningún hospital; sobre todo, la medianoche de un domingo; es verdad que había un equipo reducido en Telemetría aquel día; un equipo de principiantes, quizá; el equivalente al turno de noche.

Si Ray hubiera necesitado atención urgente a la mañana siguiente, que era lunes, cuando el doctor H. quizá estaba en el centro, haciendo sus rondas, quizá estaría vivo ahora…

Yo estaría aquí, en la consulta del doctor H. Porque tenía la cita para hoy. Y Ray estaría en otro sitio. Seguramente en casa. Y yo volvería a casa y Ray me preguntaría qué tal había ido el examen, qué había dicho el doctor H., y yo respondería: «Igual que la última vez. No ha cambiado nada».

¡No puedo pensar eso! No me atrevo a pensar eso.

Voy a empezar a venirme abajo, voy a empezar a sentirme mareada, débil, esta línea de pensamiento no es nada productiva, en estos momentos no. En estos momentos, no. El doctor H. me pregunta si pedí que le hicieran la «autopsia» a Ray y yo digo que no, ¡no, no!, una palabra tan extraña como autopsia me llama la atención; no, no pedí que le hicieran la autopsia a Ray, tal vez fue un error, pero no lo hice. El doctor H. dice:

– Ray había ido mejorando a lo largo de la semana, había ido mejorando a lo largo de la semana, cuando le vi parecía realmente…

La voz del doctor H. se apaga. Me oigo decir con una repentina brusquedad:

– Si yo fuera médico, me sentiría muy desanimada ahora.

Nunca en mi vida he hablado así a ningún médico: tengo que decirlo, que conste. Y esa brusquedad de mi voz me sorprende tanto a mí como al doctor H.

La joven estudiante de Medicina me observa sorprendida. No ha oído nunca a ningún paciente decir algo crítico sobre ningún médico a su propia cara. ¡Es un momento tenso!

Porque de repente estoy enfadada. Levanto la voz, acusadora.

– ¡Ray no debería haberse muerto! Le dejaron morir. Podían haber hecho más por él. Esta «infección secundaria»: ¿cómo la contrajo? ¿De las manos de alguien? ¿Alguien se olvidó de lavarse las manos? Podrían haber hecho más, haber actuado más pronto, nunca me pareció que hubiera ningún médico de verdad cuando estuve yo, ni siquiera me llamaron hasta que fue demasiado tarde…

Qué superfluas, qué patéticas, estas palabras que me salen a borbotones, ¿por qué va a importar lo más mínimo cuándo me llamaron, al lado del hecho trascendental e irrevocable de que mi marido ha muerto?

El doctor H. menciona otra vez la autopsia.

¿Es un reproche? Creo que debe de serlo.

Sí, por supuesto. Si hubiera querido saber cómo murió Ray con más exactitud, debería haber solicitado una autopsia.

Salvo que, por supuesto, no podía solicitar una autopsia.

Ahora, los restos de Ray ya están incinerados. Ahora ya es demasiado tarde.

¡Qué conversación tan extraña! Pienso: «¡Cómo podemos estar diciendo estas cosas sobre Ray! Como si Ray no fuera más que un cuerpo».

– Bueno, no la pedí. No la pedí. En su momento, no la pedí.

Hablo de forma incoherente. Una de las cosas que más me aterran es venirme abajo en un lugar público -esta consulta es un lugar semipúblico-, y ahora estoy hablando con incoherencia y los ojos se me llenan peligrosamente de lágrimas.

Siento el rostro como si estuviera a punto de hacerse pedazos. La boca se me está poniendo rígida, en ese gesto terrible e impotente que anuncia el llanto.

¿Habría preferido presentar una demanda por «homicidio involuntario» contra el centro médico? ¿Una querella por negligencia? Aunque hubiera estado justificado, ¿habría estado dispuesta?

No es venganza, ni mucho menos una compensación económica, lo que quiero. Lo que quiero es que me devuelvan a mi marido…

¡Eso es lo único que quiero! Y eso es lo único que no puedo tener.

Y ahora, el doctor H. dice lo más imperdonable.

Sin que yo alcance a comprender por qué, por qué motivo, excepto que él tampoco está hablando con gran coherencia, el doctor H. dice:

– Tal vez Ray estaba cansado. Tal vez se rindió…

La voz del doctor H. vuelve a desvanecerse de manera irritante.

Ahora me enfado de verdad. ¡Eso no es cierto! Eso es una enorme equivocación.

¿Cómo puede el doctor H. hacer una acusación así contra su propio paciente, que le tenía tanto aprecio? ¿Que confiaba en él? Estoy tan asombrada y disgustada que quiero irme corriendo de la consulta.

– No sabe lo que está diciendo. No sabe nada de mi marido y creo que me voy a marchar. ¡Adiós!


En la mano llevo la receta de Ambien.

Tres frascos.


En el coche, volviendo por Harrison Street en mitad del tráfico de media tarde, me sostiene la furia como si fuera un globo empujado por el viento, hasta que pronto -por supuesto que pronto- el globo empieza a deshincharse. Agarrada al volante empiezo a llorar, es imposible no llorar, protesto, protesto contra el doctor H.:

– ¡Ray no se rindió! Puede que estuviera cansado, claro, después de una semana de hospital, pero no se rindió. Estaba deseando volver a casa, adoraba su casa, estaba feliz con la perspectiva de volver a casa, claro que no quería morir…

Desde los primeros días de hospitalización de Ray, he adquirido la costumbre de hablar conmigo misma. A veces, de gritarme a mí misma.

He adquirido la costumbre de hacer gestos melodramáticos y estereotipados: agarrar el volante como si fuera un cuello que deseo estrangular y sacudirlo; golpear superficies con el puño, que rebota sin fuerza y magullado.

Es un síntoma de locura, ¿no? ¿Un comportamiento tan descontrolado? En vez de hablar conmigo misma en silencio -con estoicismo-, refunfuño y despotrico en voz alta, como el rey Lear en el monte.

Salvo que, a diferencia del rey Lear, a una le falta el toque shakespeariano.

Me resulta indignante, impensable, obsceno, que el doctor H. me haya dicho lo que dijo sobre Ray. Más tarde recordaré -he vuelto a pensar en esta escena docenas de veces, todavía ahora puedo reproducirla encuadre a encuadre- que el doctor H. parecía estar dando tumbos, buscando las palabras. Una explicación. Como si no tuviera ni idea de lo que estaba diciendo, ni a quién; como si no hubiera querido decir exactamente lo que dijo, y pese a ello… nunca olvidaré esas palabras.

Tal vez Ray estaba cansado. Tal vez se rindió.

Qué destrozado, qué herido, qué horrorizado se habría quedado Ray al oír esto. En boca del doctor H.

Y eso también me parece insufrible, insoportable; que los muertos estén mudos. Que los muertos estén callados. De los muertos se puede decir todo tipo de cosas -idiotas, crueles, ignorantes-, pero los muertos no pueden responder, no pueden defenderse.

Con mi nerviosismo, debo tener cuidado y conducir con precaución. Al principio de la hospitalización de Ray me dije: «Conduce al límite de velocidad o por debajo. ¡Nunca más rápido!».

En el camino a casa tengo que parar en un supermercado. Soy esa mujer frenética que corre por los pasillos. ¡Qué frío hace en la tienda! En los pasillos de los alimentos congelados, suben nubes de vapor como espectros que se marchan. Tengo violentos escalofríos dentro de mi abrigo acolchado de color rojo, que es el que llevaba puesto cuando nos golpeó el coche que iba corriendo, cuando podíamos haber muerto, en el cruce de Elm Road y Rosedale hace un año. Pienso en la suerte que tuvimos y en que tras el accidente anduvimos durante semanas con cuidado, con muecas de dolor.

Pienso que daría lo que fuera por volver a esa época, aquellas seis semanas de dolor muscular espantoso en el pecho. Cuando le pedía a Ray, sin poder respirar: «Por favor, no me hagas reír. ¡Me duele mucho!».

¿Estoy murmurándome a mí misma? ¿En el supermercado? ¿Estoy riéndome? ¿Apretando la mano contra el pecho como si me doliera?

Creo que debo de tener el rostro retorcido. Seguramente, lleno de lágrimas. No me atrevo a mirar a los ojos a nadie por miedo a que me estén observando sin disimularlo.

Esa mujer tan afligida, ¿qué le pasa?

Esa mujer tan afligida, ¿quién es? Me suena.

En el aparcamiento, una lluvia helada. Las bolsas de la tienda están mojadas, se deshace el fondo de una de ellas y un paquete de requesón cae a la acera, junto con latas de comida para gatos; me acuclillo bajo la lluvia, con mi abrigo acolchado rojo, y cojo desesperadamente las cosas para ponerlas en otra bolsa, rápido, antes de que me vea alguien y se ofrezca a ayudar. No hay momento más vulnerable para nadie -¡nadie!- que cuando se rompe el fondo de su bolsa y quedan al descubierto, sobre la acera mojada, los patéticos alimentos que ha comprado. Éste es un dato ontológico: desde la mañana en la que llevé a Ray a Urgencias, desde la hora en la que empecé a ser, al principio sin saberlo, una mujer sola, se ha desatado en mi vida una especie de cruda monstruosidad mitad seria mitad cómica. Monty Python en infinitas escenas adaptadas de textos de William Burroughs. El «teatro del absurdo» de Ionesco, con la viuda -es decir, esta viuda- en el papel protagonista. No sirve de nada estar enfadada, como no sirve de nada estar destrozada; llorar es una reacción tan razonable como cualquier otra, e igual de inútil. Pero tengo el corazón lleno de rabia, contra el doctor H. Nunca perdonaré al doctor H., que dijo esas cosas tan terribles sobre mi marido desamparado, a pesar de que sé que, fuera quien fuera el que pudo contribuir a la muerte de mi marido, desde luego no fue el doctor H.

Mientras trato de colocar como puedo las bolsas en el coche, en el asiento trasero, de forma que no se vuelquen y las cosas caigan al suelo, me veo obligada a reconocer que en realidad es a mí misma a quien nunca voy a perdonar, por todo lo que no hice para salvar a mi marido. En realidad es a mí misma a quien odio y condeno.

A poca distancia -si cierro los ojos, la veo con claridad-, la criatura que es como un lagarto me observa, observa a su presa agitada, incapaz de escapar; veo ahora que es una cosa viva, un reptil auténtico de color piedra y el tamaño de un sapo grande, con unos ojos extraordinarios, unos ojos hipnóticos que me miran. «Estás acabada. Estás muerta, por qué no te das por vencida.»

36. Oasis

En la universidad, mi tarea es encarnar a «Joyce Carol Oates».

Estrictamente hablando, no estoy encarnando a esa persona, porque «Joyce Carol Oates» no existe, salvo como forma de identificar a una autora. En los lomos de los libros ordenados en algunas bibliotecas y librerías puede leerse oates, pero ése es un término descriptivo, no un nombre.

Esto no es una persona. Esto no es una vida.

Una vida de escritora no es una vida.

No sucede siempre que la profesora sea una escritora y que, como profesora, la hayan contratado para encarnar a la escritora. Pero es lo que ocurre conmigo aquí en Princeton, a diferencia, por ejemplo, de lo que pasaba en Detroit, donde me identificaban como «Joyce Smith», «la señora Smith».

En las vidas de los profesores hay días de clase, horas de clase, como islas u oasis en medio de mares turbulentos.

En los días inmediatamente posteriores a la muerte de Ray, no di clase. Algunos colegas me sugirieron que me tomara más tiempo libre, incluso todo el semestre, pero yo estaba deseando volver a mis talleres de ficción la semana siguiente, el 27 de febrero, a tiempo para asistir esa tarde a una lectura conjunta de Honor Moore y Mary Karr en nuestra serie de lecturas de escritura creativa.

Esta «Oates», este yo casi público, me resulta apenas visible, igual que la imagen en el espejo, vista de cerca, es difícil de ver. «Oates» es una isla -un oasis- hacia la que, en esta agitada mañana, puedo remar en una pequeña chalupa insegura con un remo difícil de manejar; el camino es arduo, no porque las aguas sean profundas, sino porque son poco profundas y están llenas de algas, y el fondo de la embarcación corre peligro por las rocas. Sin embargo, una vez que he remado hasta esta isla, este oasis, este remanso de calma en el caos de mi vida, cuando llego a la universidad, compruebo mi correo y subo a la segunda planta del 185 de Nassau, donde tengo un despacho desde el otoño de 1978, en cuanto soy «Joyce Carol Oates» para mis colegas y mis alumnos, invade mis venas una especie de euforia temblorosa. Siento no sólo confianza sino la certeza de que estoy donde debo y cuando debo. La angustia, la desesperación, la ira que he sentido -que han transformado de tal manera mi vida- se desvanecen de inmediato, como el sol hace desaparecer las sombras en un muro.

Siempre me he sentido así en relación con la enseñanza, pero mucho más, con mucha más desesperación, tras la muerte de Ray.

Mientras sea capaz, con un éxito razonable, de encarnar a «Joyce Carol Oates», no se podrá decir que esté muerta ni acabada todavía.

Ahora, por primera vez en lo que ya considero mi «vida póstuma» -mi vida después de Ray-, me siento casi esperanzada, feliz. Pienso: «Tal vez la vida es navegable. Tal vez esto salga bien».

Luego recuerdo que la esperanza fue la emoción que predominó en mí -en los dos- durante la larga semana de hospitalización de Ray.

La esperanza, en retrospectiva, es muchas veces una broma cruel.

«La esperanza es esa cosa con plumas», se atrevió a decir Emily Dickinson. Esa cosa desgarbada, vulnerable, embarazosa. Pero ahí está.

Para algunos de nosotros, ¿qué puede significar la esperanza? Lo peor ya ha ocurrido, tu cónyuge ha muerto, se ha terminado la historia. Y, sin embargo, es evidente que la historia no se ha terminado.

La esperanza es algo a lo que se puede sobrevivir. La esperanza puede quedar empañada.

Pero tengo esperanzas sobre las clases. Cada semestre tengo esperanzas y cada semestre establezco una gran relación con mis alumnos de escritura y cada semestre ha resultado bien -muy bien- desde que empecé a enseñar en Princeton. Pero ahora creo que voy a dedicar todavía más atención a mis estudiantes. Este semestre no tengo más que veintidós alumnos, dos talleres y a dos alumnos de último curso cuyas tesis «creativas» estoy dirigiendo.

Dedicarme a mis estudiantes, mis clases. Eso es algo que puedo hacer y que tiene valor.

Porque escribir, ser escritor, siempre le parece al escritor que es de escaso valor.

Ser escritor es como ser uno de esos perros con pedigrí que se crían peligrosamente en exceso -un bulldog francés, por ejemplo-, mal preparados para la supervivencia a pesar de sus cualidades tan especiales.

Ser escritor desafía la observación de Darwin de que, cuanto más especializada está una especie, más probabilidades tiene de extinguirse.

En cambio, la enseñanza -incluso la enseñanza de la escritura- es una cosa totalmente distinta. Enseñar es un acto de comunicación, de empatía, un tender la mano, el deseo de compartir conocimientos y habilidades; una relación con otros, que son estudiantes; una forma de dejar que otros entren en la soledad de nuestra propia alma.

«Con gusto aprendía y con gusto enseñaba», dice Chaucer de su joven pupilo en Los cuentos de Canterbury. Cuando los profesores nos sentimos bien enseñando, eso es lo que sentimos.


Por eso, en el taller superior de ficción de esta tarde, en un saloncito en la planta alta del 185 de Nassau, el edificio de letras de la universidad, ¡qué alivio siento al estar dando clase! Estar de nuevo en presencia de unos estudiantes que no saben nada de mi vida privada. Durante dos horas entusiastas y absorbentes, puedo olvidar el drástico cambio que ha sufrido mi vida; ninguno de mis alumnos puede adivinar, estoy segura, que la «profesora Oates» es una especie de muñón sangrante cuyo cerebro, fuera del perímetro de la clase, está atrapado en un caos.

Además de los ejercicios en prosa de varios alumnos, hablamos con detalle, avanzando frase a frase como si se tratase de poesía, de una de las primeras obras maestras de Ernest Hemingway, «Indian Camp». Con una longitud de cuatro páginas, escrito cuando el autor tenía sólo unos pocos años más que estos estudiantes de Princeton, el crudo y aparentemente autobiográfico relato «Indian Camp» siempre les causa enorme impresión.

Qué raro es, qué extrañamente consolador, leer grandes obras de literatura a lo largo de nuestras vidas, en fases muy distintas de nuestras vidas; mi primera lectura de «Indian Camp» la hice en el bachillerato, cuando tenía quince años, y era más joven que el autor; cada lectura posterior me ha revelado diferentes aspectos; esta tarde, en esta nueva etapa de mi vida, cuando me parece evidente que mi vida se ha terminado, vuelve a asombrarme la precisión de la prosa de Hemingway, exquisita como el mecanismo de un reloj. Pienso que, de todos los escritores estadounidenses clásicos, Hemingway es el único que escribe exclusivamente sobre la muerte, en todas sus formas; «el hombre de acción perfecto es el suicida», observó una vez William Carlos Williams, y no hay duda de que eso vale para Hemingway. En un relato típico de Hemingway, los fondos y los primeros planos están deliberadamente difuminados, igual que los contornos del rostro de sus personajes y sus pasados, como en esos sueños de terrible sencillez en los que lo importante es la revelación fundamental y no hay tiempo para distracciones.

En un campamento indio en el norte de Michigan al que han llamado al padre de Nick Adams, que es médico, para que atienda un parto difícil, un indio se suicida degollándose tendido en la cama de abajo de una litera, mientras su mujer da a luz a su hijo en la cama de arriba. El joven Nick Adams es testigo del horror; antes de que su padre consiga sacarlo de allí, le da tiempo a verle examinar la herida del indio «inclinando» su cabeza hacia atrás.

Más tarde, mientras vuelven a casa en barca, Nick pregunta a su padre por qué se ha suicidado el indio y su padre responde: «No lo sé, Nick. No pudo soportar las cosas, supongo».

Ninguna teoría del suicidio, ningún discurso filosófico sobre el tema es tan revelador como estas palabras. No pudo soportar las cosas, supongo.

Qué conmovedor pensar que Hemingway se suicidó con una escopeta varias décadas después, cuando tenía sesenta y un años.

El suicidio es un tema tabú. En 1925, cuando se publicó «Indian Camp», en el primer libro de Hemingway, En nuestro tiempo, era todavía más tabú que ahora.

El suicidio es un asunto que fascina a los estudiantes. El suicidio figura en muchos de sus relatos. A veces, el elemento suicida satura de tal forma la historia que es difícil hacer un análisis textual de ella sin discutir abiertamente el tema y lo que significa para su autor.

No creo que estos jóvenes escritores «piensen» en suicidarse -estoy segura-, pero todos conocen a alguien que se ha suicidado.

A veces, esos suicidas eran amigos suyos, compañeros del instituto o la universidad.

Yo no suelo discutir esas cuestiones personales en los seminarios, igual que tampoco hablo de cosas personales mías, ni siquiera de mi escritura. Aunque yo alcancé la mayoría de edad en los años sesenta, la época en la que la frontera entre «profesor» y «alumno» se hizo peligrosamente porosa, no soy ese tipo de enseñante.

Mi intención como profesora es eliminar mi propia personalidad, o casi; mi yo no fue nunca un factor en mis clases, y mi carrera aún menos. Me gusta pensar que muy pocos de mis alumnos han leído mis obras.

(Los escritores que ejercen de profesores visitantes en Princeton -estoy pensando en Peter Carey, por ejemplo, y la mirada dolida y de confusión en su rostro- se sienten siempre asombrados y desilusionados cuando descubren que sus estudiantes no están precisamente familiarizados con sus obras. Pero a mí me da más bien alivio.)

No es exagerado decir que, en este semestre de la muerte de Ray, mis alumnos van a ser mi salvavidas. La enseñanza va a ser mi salvavidas.

Junto con mis amigos, un pequeño círculo de amigos, es lo que me «mantendrá viva». Estoy segura de que mis estudiantes no tienen ni idea de las circunstancias de mi vida y de que no sienten curiosidad por ellas; y yo no voy a dejarles entrever jamás lo que estoy sintiendo, en ningún momento, cuánto temo el final de la jornada y la vuelta a mi vida disminuida.

Me siento orgullosa de pensar que, esta tarde, en el taller, no he estado distinta, o no he parecido distinta, a los demás días. En mis conversaciones con los alumnos, no les he dado motivos para sospechar que hay algún problema en mi vida.


En la puerta de mi despacho están dos de mis alumnos de escritura del semestre pasado. Uno de ellos, que fue soldado en el ejército israelí, algo mayor que casi todos los demás alumnos, me dice en tono incómodo:

– ¿Profesora Oates? Nos hemos enterado de lo de su marido y queremos decirle que lo sentimos muchísimo… Si hay algo que podamos hacer…

Me siento totalmente sorprendida; no me lo esperaba. Me apresuro a decir a los dos jóvenes que estoy bien, que son muy amables pero que estoy bien…

Cuando se van, cierro la puerta del despacho. Estoy tan conmovida que estoy temblando. Pero sobre todo estoy asombrada. Pienso: «Deben de haberlo sabido todo el día. Deben de saberlo todos».

37. Rodillas heridas

En la luz implacable e inhóspita de las cuatro de la mañana, a gatas sobre el frío suelo de azulejos del cuarto de baño, llorando de desesperación, rabia, vergüenza, se me ha caído de mis dedos temblorosos al suelo un pequeño frasco de plástico con las cápsulas, que han rodado alegremente en todas las direcciones, y estoy intentando encontrarlas como sea, tendiendo la mano para coger una que se ha ido por detrás del retrete -¿seguro?-, entre pelusas de polvo como las ideas más olvidadas y despreciadas -pero ¿dónde está?-, y temo quedarme sin mi Lorazepam, que me ayuda a dormir un poco más de tres horas cada noche, porque todavía no he ido a comprar el Ambien por la aprensión de que me cree una adicción a esta situación, sea la que sea, este semisueño aturdido, esta semivida zombi en la que los perfiles de los objetos están borrosos y las texturas aplanadas como si fueran plástico y las voces suenan a lo lejos, susurrantes y despreciativas, en un oscuro lenguaje -finado, albacea, fiduciarios, codicilo, cartas testamentarias, herencia residual-, atormentada por la visión de un toro herido que cae de rodillas en el ruedo, sangrando de mil heridas con un torrente de sangre, que incita a una muchedumbre enloquecida a rugir; aquí estoy abatida, de rodillas, con el rostro arrebatado en sangre, en esta vida desprovista de significado igual que pierde su significado la basura esparcida en una acera sucia y pierde su significado el joven cornejo del jardín por los estragos del invierno.

Sin significado, el mundo consiste en cosas. Y esas cosas se multiplican hasta el infinito.

Quedan seis cápsulas, falta una, no puedo encontrarla, a gatas, tanteando, llorando, pensando: «Esto es lo que te mereces, tú que habías vivido protegida de toda esta desgracia durante demasiado tiempo. ¡Sufre!».

38 . ¡Un sueño de felicidad!

Mis padres me preguntan: «¿Dónde está Ray?».

Mis padres -apenas de mediana edad y, por tanto, «jóvenes»-, tal como eran cuando, hace no mucho tiempo, vinieron a vernos a nuestra casa de Princeton, cuando durmieron en la «suite de invitados» que habíamos diseñado para ellos. Y mi madre, Carolina, a la que le encantaba ayudarme a hacer la comida en la cocina, y mi padre, Fred, que adoraba la música y tocaba el piano en el salón. Y la casa de cristal, que solía estar tan callada sólo con Ray y conmigo, parecía expandirse e iluminarse de vida.

Sólo que en este sueño -que es un sueño feliz-, mis padres están preguntándome por Ray. Porque, por alguna razón, Ray no está aquí. Y nunca ocurrió que vinieran mis padres y no estuviera Ray. Con seriedad infantil, les aseguro que Ray está bien: «Se unirá a nosotros después».

En particular, mi madre está preocupada, como si no me creyera del todo, pero consigo convencerla.

«Ray estará aquí para la cena.»

O quizá le digo: «Ray estará en casa para la cena».

Ésta es la situación: mis padres querían a Ray como si fuera su hijo, y por eso, en el sueño, no quiero que se enteren de que Ray está en el hospital (porque ése es el secreto del sueño, Ray está en el hospital, está vivo todavía). De todo lo que puede preocupar a mis padres, lo que más temo es lo relacionado con Ray. O conmigo.

No me parece extraño que los rostros de mis padres estén borrosos, como si estuvieran bajo el mar. Ni que las paredes del fondo de nuestro salón hayan desaparecido. La habitación no tiene apenas muebles; en realidad, no parece nuestro salón ni ningún otro que conozca.

Lo sé, soy consciente de que Carolina y Fred, a los que tanto quiero, no están vivos. Pero están aquí conmigo, y me siento muy feliz en su presencia, aunque la felicidad esté teñida de inquietud porque tengo la responsabilidad de impedir que mis padres sospechen que no están vivos y que Ray está en el hospital El sueño transmite la dificultad social de una situación así: debo proteger a mis padres de esas dos informaciones que tanto les disgustarían.

Y pienso: «Menos mal que mamá y papá no pueden saber lo que le ha pasado a Ray. Es la única ventaja de que estén donde están».

39. «Queremos verte pronto»

Es una mujer encantadora, una colega de la universidad, no una amiga cercana, sino de esa nebulosa de conocidos que, tras la muerte de Ray, han enviado tarjetas y flores; me ha mandado un correo electrónico para decir que su marido -que da clase en otra universidad- y ella quieren invitarme a cenar en su casa, pronto, y pregunta qué noches puedo; así que he respondido que en marzo, porque hay muchas noches vacías en mi agenda; en esas noches vacías está al acecho el horror vacui que tanto aterrorizaba a los antiguos egipcios, ese horror vacui que se filtra desde las habitaciones más alejadas y oscuras de la casa hacia el dormitorio iluminado; qué mejor remedio, aunque sea provisional, que una cena con amigos, para disipar ese horror.

Es verdad: veo con frecuencia a mi pequeño círculo de amigos. Mis amigos, que son mi familia más querida. Hablamos con frecuencia, con mucha frecuencia, por teléfono, intercambiamos correos electrónicos. Aun así, sigue habiendo noches vacías, en el nido, intentando concentrarme, leyendo, intentando leer copias de los ensayos literarios y las reseñas de Ray de hace veinte años, galeradas que me han enviado los editores para pedirme frases promocionales (¡una frase promocional!, ¡me la piden a !, qué broma tan cruel), mi viejo ejemplar desgastado de los Pensées de Pascal, en la edición de Modern Library, que se abre por las páginas que leo y anoto más a menudo:


El silencio eterno de estos espacios infinitos me atemoriza. Es horrible sentir que todo lo que poseemos se nos escapa. Entre nosotros y el cielo o el infierno sólo hay vida, que es la cosa más frágil del mundo.

El último acto es trágico, por muy feliz que sea el resto de la obra; al final arrojan un poco de tierra sobre nuestras cabezas, y ése es el final definitivo.

Navegamos en una vasta esfera, siempre a la deriva y en la incertidumbre, empujados de un extremo a otro. Cuando pensamos en atarnos a cualquier punto, se tambalea y nos abandona; y, si lo seguimos, se nos escapa de las manos, se escabulle y desaparece para siempre. Nada se queda a nuestro lado. Ésta es nuestra condición natural y, sin embargo, es completamente opuesta a nuestras inclinaciones; ardemos de deseos de encontrar un terreno firme y una base definitiva y segura sobre la que construir una torre que llegue hasta el Infinito. Pero nuestros fundamentos se agrietan, y la tierra se abre hacia el abismo.


Trato de ignorar a esa especie de lagarto que revolotea por la periferia de mi visión y me mira con sus ojos leonados, tranquilos e impasibles. «Soy paciente, puedo esperar. Puedo esperar más que tú.»

Por consiguiente, qué mejor remedio que una cena con amigos, pero la encantadora C. responde a mi correo diciendo que, de las fechas que he nombrado, ninguna le viene bien.

Porque, por lo visto, C. aspira a organizar una cena de proporciones heroicas. Yo pensaba que iban a ser simplemente C. y su marido y quizás otra pareja, pero resulta que C. quiere invitar a X, Y, Z -«Todos amigos tuyos, Joyce, que también quieren verte»-, pero esos otros, uno de ellos un rector de universidad con una agenda muy apretada, no pueden los días que hemos señalado, tal vez otros, quizás ese mismo mes más adelante, o a principios de abril; mando a C. un correo en el que sugiero que sea una cena íntima, ella y su marido y una o dos parejas más, pero C. insiste en que «¡Hay tanta gente que quiere verte, Joyce!», tiene «comprometidos» a diez invitados para un sábado de principios de abril, pero R., un amigo común, no puede ese día, tampoco S., que estará en Roma en una conferencia sobre derecho internacional, así que ¿podría volver a mirar mi agenda?; intercambiamos más correos; al final, C. ha invitado a dieciocho personas, varias de ellas «amigos» a los que no veo desde hace muchísimo tiempo, pero de ellos, uno o dos son «tentativos», así que C. tiene que volver a cambiar la fecha; el nuevo día sugerido es uno en el que yo no puedo; C. tiene que volver a cambiarlo de nuevo; empiezo a darme cuenta de que, aunque C. ha dicho que su marido y ella están «deseando» verme, en realidad les aterra verme; por eso C. está colocando obstáculos para nuestra cena, como en una prueba ecuestre de saltos en la que cada obstáculo tiene que ser más alto y más peligroso que el anterior; me imagino una mesa de diez metros y a la viuda sentada en un extremo, como una leprosa, lo más lejos posible de la encantadora C. «Preferiría mucho más una cena íntima, sólo tu marido y tú y quizás otra pareja, creo que es lo que más me gustaría», un correo de súplica que C. no parece recibir jamás o que, si lo recibe, prefiere ignorar; de pronto, se interrumpe nuestra correspondencia sobre el tema; la épica cena prevista por la encantadora C. nunca se hace realidad.

No volveré a saber nada de C. durante mucho tiempo, aunque algunos conocidos comunes me aseguran que «¡C. te echa de menos, dice, y quiere verte pronto!».

40. Nos mudamos

– ¡Buenas tardes! ¿Joyce?

Sí, es Joyce. Preparándose para la siguiente e inevitable pregunta: «¿Dónde está su marido, Joyce?».

O quizá, ya que todo el mundo es tan amigable y se llama por su nombre de pila aquí en este gimnasio, el Hopewell Valley Fitness Center, la alegre recepcionista rubia preguntará: «¿Dónde está Ray, Joyce?».

Pero no, no pregunta por Ray. Si tiene curiosidad -porque nunca he venido al Fitness Center más que con Ray (aunque Ray venía a veces sin mí)-, no lo deja ver.

La recepcionista rubia es inagotablemente alegre, optimista -todos los entrenadores del Fitness Center tienen la obligación profesional de ser optimistas-, pero no es ingenua. Está claro que debe de ser frecuente que los maridos desaparezcan de las listas del gimnasio, por separación, divorcio, muerte, ¿no?

La separación y el divorcio serán más normales que la muerte entre los miembros del Fitness Center. Al fin y al cabo, no parece probable que pertenezcan a un gimnasio hombres viejos o «en mala forma».

En cualquier caso, no sería diplomático preguntarlo. Y tal vez la recepcionista rubia ve en mi rostro cierta rigidez, una tensión alrededor de los ojos que ruega: «¡No pregunte, por favor!».

Todos los gimnasios son lugares de esperanza y optimismo. La fe en el futuro como progreso. ¡Cada ganancia es positiva!

El entrenador de Ray nunca dejaba de elogiarle. Y cuanto más le elogiaba, más se esforzaba Ray. Porque quería estar «en forma», «mantenerse en forma».

En los últimos años, veníamos al Fitness Center, por término medio, unas tres veces a la semana. Sólo veníamos en los meses de invierno.

Es muy extraño estar aquí sin él. Tengo que pensar -tengo que asimilar- que no está detrás de mí en las escaleras, ni esperándome en el coche. No ha entrado por delante para empezar los ejercicios de estiramiento.

Cuando se pasa la tarjeta de plástico por el aparato que hay en el mostrador de la entrada, una voz mecánica gorjea: ¡GRACIAS, QUE TENGA UNA BUENA SESIÓN!

He venido al gimnasio para algo concreto. Supongo que debe de ser para hacer ejercicio; a no ser que sea para darme de baja como miembro.

¡Ejercicio físico! ¡Cansancio! Ése va a ser mi consuelo.

Si consigo agotarme, tal vez pueda dormir. Tal vez pueda dormir «normalmente». Hay partes de mi cerebro que las siento como si fueran gaseosas. Ese tipo de gas que sale a burbujas de la botella y se te derrama por la mano.

El Fitness Center está a unos tres kilómetros de nuestra casa, junto a la Route 31, que es una carretera con mucho tráfico. Es un edificio indistinto, sin ventanas, con luces fluorescentes, que despide música eterna -«rock suave», «clásicos del pop»- a un ritmo alegre y optimista.

En ocasiones, esta música era molesta. Alta, insípida, persistente, estúpida. Cuando no podía soportarla más, buscaba zonas del edificio desocupadas, a veces a oscuras, a las que no llegase la música, y allí corría en el sitio o tomaba notas sobre lo que me preocupase en ese momento, mientras Ray hacía ejercicio en los aparatos.

A menudo me quedaba fuera. Prefería el aire libre, correr, caminar por una pista o un sendero. En un campo que hay junto al gimnasio, corría haciendo grandes ochos, en un trance de felicidad -una felicidad doméstica y corriente-, porque correr siempre me ha parecido emocionante, me da vigor y me consuela al mismo tiempo.

Correr siempre ha sido para mí una manera de meditación, contemplación.

Aunque ahora temo esos estados de ánimo, porque no logro controlar mis pensamientos.

Ralph Waldo Emerson comentó sabiamente que «un hombre es lo que está pensando todo el día». Podemos suponer que, al decir hombre, el filósofo no excluía a la mujer.

Si podemos controlar nuestros pensamientos, podemos controlar ¿qué? Sólo nuestros sentimientos, nuestras emociones. Sólo nuestros pensamientos. Sobre el mundo vasto e inconmensurable que está más allá, no tenemos el más mínimo control.

Qué triste es recordar que Emerson, tan brillante, «perdió» la cabeza al envejecer. Durante gran parte de sus últimos años existió en un estado de conocimiento semejante a una luz que se apagaba poco a poco.

Ésa es la réplica oscura, irónica y cruel al alegre optimismo de Emerson. ¿Qué autonomía puede haber cuando no existe un yo?

Llevo días -¿semanas?- queriendo venir al Fitness Center. Aquí no soy nadie conocido, Ray no era nadie conocido; algunos empleados nos reconocían como Ray y Joyce, pero nada más.

Trato de no imaginar un universo distinto -que, en realidad, sería un universo mucho más probable, creíble y reconocible que este universo- en el que Ray estuviera conmigo, como siempre había estado. He permanecido en el coche aparcado varios minutos sin moverme del asiento del conductor. Mirando la pared de estuco del edificio, esperando a… ¿qué? Pero ¿por qué? Sin nadie que me diga: «¿Por qué estás ahí sentada? Vamos a salir. Ya hemos llegado».

A menudo, cuando vuelvo a nuestra casa -es decir, a mi casa-, me encuentro sentada así en el coche, en una especie de parálisis espiritual. Cuando estoy lejos de casa, sueño con volver a ella; cuando estoy en casa, creo que existe algún peligro en ella y debería huir; pero en el coche aparcado delante de casa, en una especie de estasis, paso minutos sin moverme, como hipnotizada. A Ray le asombraría este comportamiento, que no es «nada propio» de su esposa.

La mujer que para él era su esposa. Ahora es su viuda y no está arreglándoselas demasiado bien.

Ray era el guardián del hogar y la casa. Sin su vigilancia, la casa está empezando a tener problemas. Recuerda a la caída de la elegante casa futura en «Vendrán lluvias suaves», la bella y aterradora parábola de Ray Bradbury.

Fuera de casa, sentada aquí -¿dónde?, ¿por qué?-, tratando de luchar contra una sensación creciente de pánico, de pronto estoy convencida de que la casa corre peligro. Pero estoy demasiado aletargada para volver allí. Y hay otra cosa de la que tengo miedo -de la que tengo más miedo-: el Fitness Center.

Sopeso el grado de miedo o pánico: ¿me da más angustia la casa o entrar en el gimnasio; es más práctico afrontar la angustia que me da la casa o la angustia que me da el gimnasio?…

Mira. Estás aquí. Debes de estar aquí por algún motivo.

Es lo que me aconsejaría Ray, exasperado.

Oh, pero cuánto me resisto a abandonar la «relativa» seguridad de mi maltratado Honda blanco para entrar en el gimnasio, para ir hasta la enorme sala de aparatos, del tamaño de un salón de baile, a la que iba siempre Ray.

Pronto tendré un nombre para esos lugares. Sumideros.

Unos sitios cargados de recuerdos viscerales, que me provocan terror al acercarme.

En esta fase del asedio -estamos aún a principios de marzo-, no he logrado asimilar mis experiencias con ninguna coherencia, ni mucho menos categorizarlas. La taxonomía es la reacción instintiva a un mundo de fecundidad y complejidad desoladoras, pero no me siento todavía suficientemente fuerte para ninguna taxonomía.

Mi vida me inunda en gran parte como una ola espumosa y sucia. Una ola en la que hay restos: algas, cristales rotos, trozos de barro, peces podridos, objetos sin nombre, una especie de catatonia espiritual como si me hubiera picado una criatura marina venenosa, oculta en el oleaje; una medusa, por ejemplo.

Una vez, en la costa del sur de Jersey, las vimos: cientos -¿miles?- de medusas arrastradas a la playa tras una tormenta.

Transparentes, translúcidas, muertas y moribundas. Incluso muertas era imprudente tocarlas con el dedo desnudo.

Ray dijo: «Vámonos de aquí. Podemos caminar por otro sitio».

(¿Por qué estoy acordándome de las medusas, aquí en el Hopewell Valley Fitness Center? ¿Por qué cada idea que penetra en mi cerebro parece venir de una fuente que no está a mi alcance, y por qué estos pensamientos me causan dolor y placer al mismo tiempo? Habíamos hablado con frecuencia de volver a Cape May. Nunca habíamos visto la migración anual de las aves, que al parecer es espectacular, ni la migración de las mariposas monarca. Llevábamos años hablando de ese viaje al sur de Jersey, que no era precisamente un viaje exótico, un trayecto de sólo unas horas, y, mientras tanto, habíamos viajado a Inglaterra y a Europa varias veces pero nunca habíamos vuelto a la belleza de Cape May, y ahora me angustia pensar: «Es demasiado tarde para Cape May. Nunca volverás a ir a Cape May».)

Lisa está saludando a otra persona en el mostrador. Otra tarjeta de plástico ha disparado el ¡gracias, que tenga una buena sesión!

Han pasado varios minutos y todavía estoy remoloneando en el pasillo hacia la sala de ejercicios, arriba de las escaleras.

Estoy pensando en que venir al Fitness Center con Ray era divertido, o podía ser divertido a veces.

Una diversión dentro de la obligación. Como ir a la compra.

Una vez, mientras hacíamos la compra en uno de los enormes hipermercados sin ventanas que hay en la Route 1, le dije a Ray con auténtica sorpresa:

– ¡Qué divertido es hacer la compra contigo cuando estás de buen humor! No importa dónde estemos.

Ray respondió en tono irónico:

– ¿No importa?

¡El sentido del humor de Ray! Era curioso, seco y a menudo muy divertido. Nunca llamaba la atención en una reunión de amigos para contar historias o anécdotas, le gustaba más hablar en un aparte, a un lado. Su humor era a veces inesperado y desconcertante. Sé que, si Ray pudiera comentar sobre el Hopewell Valley Fitness Center y sobre las horas que había pasado aquí con la esperanza de mantenerse «en forma», es decir, prolongar su vida, se habría encogido filosóficamente de hombros y habría dicho: «Pues la verdad es que fue una maldita pérdida de tiempo, ¿no?».

Sonrío al oírle.

Pero no hay nada más triste.

Éste es el reto: reunir todas mis fuerzas, descender los escalones hasta la planta baja, a la gran sala abierta y de techos altos en la que están las cintas y los aparatos de pesas.

¿Me estoy volviendo catatónica? ¿Estoy catatónica?

(Me pregunto en qué piensan los catatónicos. Encerrados en cemento, quizá no pueden pensar en nada. Quizás en eso consiste la catatonia.)

«Sólo la cinta. Media hora. Puedo hacerlo.»

Sin embargo, ahora me falta el aliento a menudo. Mi corazón parece siempre un poco acelerado. Mientras Ray pasaba diligentemente de un aparato de pesas a otro, yo no solía hacer nada más que correr en la cinta, lo más lejos posible de otras personas. No quería que me distrajeran los resoplidos y los gruñidos de hombres sofocados y sudorosos en sus aparatos, como unas imágenes sacadas del Infierno de Dante con sus cuerpos retorcidos, sus rostros deformes y sus ojos saltones.

(¿Era Ray uno de esos hombres diligentes y decididos? La verdad es que no. Los ejercicios de mi marido tenían cierta «languidez obstinada», difícil de definir, que no solía hacerle sudar ni mucho menos perder el aliento. Ray nunca había sido deportista ni se había interesado demasiado por el deporte, el alma del varón estadounidense y, junto con la política, el «vínculo masculino» fundamental en nuestra cultura.)

En la cinta, que solía poner en 4,5 y luego ir subiendo poco a poco hasta 6 (para los no iniciados, eso quiere decir seis millas por hora, nueve kilómetros, nada rápido para un corredor), me sumía en un estado de ensoñación, liberaba mi mente de las mil distracciones de mi vida cotidiana -lo que podríamos llamar «vida real» y ahora llamaría la inexpresablemente valiosa vida real-, y repasaba las páginas que había escrito esa mañana, revisándolas, reescribiéndolas, «corrigiéndolas»; en esos momentos, mi memoria es muy visual -¿fotográfica?-, y da la impresión de que correr la intensifica; mi metabolismo se «normaliza» cuando corro… Pero ahora, tengo miedo de hacia dónde se orientarán mis pensamientos si corro en la cinta. Tengo miedo de que la ola espumosa me ahogue, llena de un montón de cosas que no puedo soportar.

En el anodino interior del gimnasio, estaré a merced del destello de memoria que veo casi sin cesar. Esté donde esté, mire lo que mire -lo que observe-, veo en realidad a Ray en la cama del hospital, en aquel momento en el que entré corriendo en la habitación, en el instante en el que supe que llegaba demasiado tarde.

¡Qué tranquilo tiene el rostro! Le han quitado las gafas, como si estuviera durmiendo. El goteo intravenoso en el brazo amoratado, la máscara de oxígeno que le desfigura, el monitor cardiaco: todo ha desaparecido.

Se han dado por vencidos con él. Sus máquinas, se las han quitado, lo han abandonado.

He llegado demasiado tarde. Yo también lo abandoné.

Es como si sobre el mundo hubiera descendido una pantalla de tela. Y en esa tela, el recuerdo de Ray. Mi última imagen de Ray…

La rubia y alegre Lisa se sorprende al verme sola. O a lo mejor es que no la saludo con una sonrisa tan brillante como la suya.

Antes de que la recepcionista del Fitness Center pueda preguntar si pasa algo, le digo -las palabras salen a borbotones, con un ligero tartamudeo- que mi marido y yo hemos decidido «darnos de baja».

Cualquiera pensaría que he corrido a la recepción a informar de un fuego.

– ¡Oh! ¿Hay algún motivo?

Le explico que nos mudamos.

Hemos estado muy a gusto en el Fitness Center -«Ha sido un sitio maravilloso, lo echaremos de menos»-, pero nos vamos a mudar.

Lisa parece verdaderamente apenada al oírlo. Quizás ve algo en mi rostro -los ojos húmedos, la tensión en la boca- que le inquieta. Vacilante, dice que hace tiempo que no ve a Ray, unas cuantas semanas, y yo me apresuro a decirle:

– Bueno, no, no exactamente. Ray ha estado aquí hace menos tiempo.

Por qué me parece importante corregir a la recepcionista sobre una cuestión tan trivial, no tengo ni idea.

Pronuncio con cuidado nuestros nombres para que los entienda Lisa: «Raymond Smith», «Joyce Smith». Con media sonrisa y el ceño fruncido, Lisa saca nuestras tarjetas del archivador. Escribe algo en un ordenador. Supongo que está eliminándonos. Borrándonos. Pero:

– Su marido y usted tienen pagado todo marzo, así que pueden seguir visitándonos…

¡Nunca! La idea me llena de terror.

– ¿Dónde se van Ray y usted, Joyce?

Tengo la mente en blanco. Me cuesta recordar por qué estoy aquí.

¿Y por qué sola?

– Fuera. No estamos seguros de dónde.

41. «Voy a estar un tiempo sin verte»

9 de marzo de 2008. Desde que lo llevé al hospital no he soñado con Ray. Desde su muerte, no he soñado con Ray. Pero ahora, esta noche, sueño con Ray.

No puedo verle con claridad, estamos demasiado cerca. Está sentado en una cama -creo-, aunque con su querido jersey azul puesto. Tiene el rostro al lado del mío, estamos tocándonos. Me inclino sobre él y contra él. Está enseñándome dos fotografías enmarcadas -o diagramas-, y tampoco puedo verlas claramente. Cuántas veces -¡incontables!- en nuestra vida en común me mostraba Ray materiales relacionados con la prensa, diseños de cubiertas, fotografías, páginas de muestras tipográficas; Ray me pedía mi opinión y me consultaba, pero ahora, como no puedo ver con claridad lo que tiene en las manos, no puedo decir nada; estoy dispuesta e insegura al mismo tiempo, porque se espera algo de mí, pero ¿qué?

Ray tiene una voz grave, tranquila:

– Supongo que voy a estar un tiempo sin verte.

Y entonces se termina el sueño, estoy despierta, asombrada y despierta, es como si Ray hubiera estado en esta habitación conmigo hace un momento, y ahora…

«¡Oh, Dios mío!»

Me invade tal sensación de vacío que apenas puedo soportarla. Parece que estoy medio tapada por la colcha de mi madre y medio vestida. Ahora siempre me pongo calcetines para meterme en la cama -calcetines de lana, calientes-, y tengo los dedos helados incluso con ellos; llevo un albornoz azul de franela sobre el camisón; pero, aun así, tengo muchos escalofríos, y trato de dormir acurrucada, abrazándome mi propia delgadez con fuerza. A veces, dejo encendida la lámpara de la mesilla toda la noche, y la televisión también, sin sonido; si hay un gato durmiendo conmigo, a los pies de la cama, será Reynard, que entra en el dormitorio y salta a la cama como a escondidas por la noche, sólo cuando quiere y nunca -¡nunca!- si le llamo; a veces frota el costado contra mi pie o mi pierna, pero no me hace caso si le hablo o le acaricio la cabeza.

Esta noche -son casi las cinco de la mañana-, la televisión no está encendida, no hay ningún gato que me haga compañía, estoy sola en la cama. Tengo algunos papeles de Ray esparcidos a mi alrededor, aunque no el manuscrito de la novela, que he dejado aparte por ahora. En la mesilla hay manuscritos de alumnos que leí, corregí y anoté hace varias horas. El viento hace ruido en los árboles de fuera, en la distancia, una lechuza blanca, suena como una lechuza blanca, porque el grito apagado también podría ser de la presa de una lechuza.

Uno de los dos diría: «¡Escucha! ¿Oyes a la lechuza blanca?».

Ahora no quiero oír a la lechuza blanca. Sean lo que sean esos chillidos escalofriantes, no quiero oírlos.

Lo que quiero es volver a mi sueño. Eso es lo único que quiero. Lo quiero tanto que es como la sed, la sed más terrible, este deseo de regresar al sueño de Ray, que ha sido el momento más feliz de mi vida desde hace semanas.

42 . «No puedo encontrarte donde estás»

Estábamos en una ciudad extranjera. Estábamos separados. Había un hotel, un hotel grande, teníamos una habitación en este hotel, pero yo no conseguía encontrarla. Iba caminando por una calle, sola, estaba muy angustiada, no iba a poder encontrarte, en el sueño parecía imposible que pudiera encontrarte alguna vez, y no había manera de que hablásemos entre nosotros….

Este sueño recurrente comenzó pocos años después de casarnos. ¿Cuántas variantes de este sueño he tenido a lo largo de los años? No puedo calcular: ¿cientos?, ¿miles?

Ray se reía cuando le contaba este sueño. Ray se tomaba los sueños muy a la ligera, o al menos daba esa impresión.

Por la mañana, en la cocina, era el momento en el que yo contaba a Ray mi sueño recurrente de cómo le perdía. Cada vez que contaba el sueño era ligeramente distinto, pero cada vez que contaba el sueño era evidente que se trataba del mismo sueño.

– ¡Otra vez ese sueño! Sabes que nunca te abandonaré.

– Lo sé, pero…

– Yo nunca soñaría una cosa así sobre ti.

Ray hablaba en un tono de leve reproche, como si eso fuera lo importante -que yo tuviera cierta falta de confianza en él-, y no lo que parece obvio, mi terror ante la perspectiva de perderlo.

Ahora, desde que ha muerto Ray, mi único sueño recurrente parece haberse interrumpido.


En efecto, el sueño recurrente de tantos años de la viuda ha desaparecido del todo. Lo cual parece refutar la teoría de que el inconsciente posee un sentido primitivo del tiempo y confunde caprichosamente el pasado, el presente y el futuro como si fueran la misma cosa.

43. «Lamento informarle»

Gracias por enviarnos su original. Lamento informarle que, debido a la muerte inesperada del director, Raymond Smith, Ontario Review dejará de publicarse tras el número de mayo de 2008.


Mandé imprimir varios cientos de estas notitas azules pocos días después de morir Ray.

De la escasa concentración que tenía en ese momento -a pesar de mi reputación de prolífica- da idea el hecho de que tuve que redactar numerosos borradores para escribir esta melancólica nota de rechazo.

Al principio, había escrito «muerte inesperada», pero entonces, al releer lo que había puesto, pensé que sonaba demasiado melodramático, o demasiado patético. O subjetivo.

Porque ¿para quién había sido «inesperada» la muerte de Ray?; ¿y qué les importa a unos completos desconocidos? ¿Por qué debía informar a unos completos desconocidos?

De modo que quité inesperada, pero luego, al cabo de tantas horas y tantos borradores que me da vergüenza decirlo, inesperada volvió a entrar.

«Lamento informarle de la muerte inesperada de Raymond Smith.»

Como insectos enloquecidos que vuelan atrapados en un espacio pequeño, estas palabras corrieron y dieron tumbos en mi cabeza durante un tiempo totalmente desmesurado.

Porque sabía -el sentido común lo dictaba- que no tenía más remedio, iba a tener que cerrar Ontario Review, que Ray y yo llevábamos juntos desde 1974. Era desgarrador pero no veía alternativa: el 90% de la labor de edición en la revista y el 100% del trabajo editorial y económico habían sido competencia de mi marido.

Habíamos comenzado la revista semestral Ontario Review: A North American Journal of the Arts cuando vivíamos en Windsor, Ontario, y dábamos clase en el Departamento de Lengua y Literatura Inglesa de la Universidad de Windsor. Se me había ocurrido que, como las «revistas pequeñas» habían sido un elemento tan fundamental en mi carrera de escritora, debía ayudar a financiar una nuestra; además, tanto Ray como yo estábamos interesados en promocionar el trabajo de escritores excelentes a los que conocíamos en Canadá y Estados Unidos. Nuestra intención era publicar a escritores canadienses y estadounidenses y no hacer distinciones entre los dos, que era el propósito específico de Ontario Review.

Nuestro primer número, en otoño de 1974, fue recibido con gran interés en los círculos literarios canadienses, no porque fuera una extraordinaria colección de artistas norteamericanos de primera categoría (que en nuestra opinión lo era), sino porque, en aquel momento, había en Canadá muchos más escritores y poetas que medios acreditados en los que publicar su obra. Tuvimos la suerte de publicar una entrevista con Philip Roth -que había «hecho» yo- y piezas de ficción de Bill Henderson, que pronto fundaría la legendaria serie de antologías Pushcart Prize: Best of the Small Presses, y Lynne Sharon Schwartz, antes de que publicase su primer libro. Como casi todos los editores principiantes, pedimos a nuestros amigos que escribieran para nuestra revista, y tuvimos una serie de reseñas «breves» -de los libros más recientes de Paul Theroux, Alice Munro y Beth Harvor, entonces prácticamente desconocidos- firmadas por «JCO».

Poner en marcha una revista literaria no es una aventura para pusilánimes ni para los que se desaniman con facilidad. Ni Ray ni yo sabíamos qué nos esperaba. La primera experiencia de Ray con una imprenta fue casi un desastre, lo más ambicioso que el impresor había tirado jamás era un menú para un restaurante chino local, las pruebas estaban llenas de errores y Ray tuvo que dedicar horas a corregirlos, y, cuando se imprimieron por fin los ejemplares, por algún motivo que nunca supimos, varios salieron con huellas de dedos ensangrentados.

Ojalá pudiera recordar las palabras exactas de Ray, cuando abrió con impaciencia la caja de la imprenta y vio las misteriosas manchas en las portadas. Me gustaría pensar que dijo algo apropiadamente ingenioso, pero más bien emitiría algo más parecido a un sollozo.

Y es probable que yo dijera algo tan inútil como: «¡Oh, cariño! ¡Cómo ha ocurrido esto!».

Examinamos con cuidado cada ejemplar para eliminar los manchados, un esfuerzo que necesitó varias horas más. No puedo recordar cuántos ejemplares había impreso Ray de ese primer número: ¿tal vez mil?

(Si fueron mil, la mayoría no se vendió. Seguro que los regalamos. Y pagamos a nuestros colaboradores en parte gracias a las suscripciones por tres años. OR tardó años en tener una tirada de mil ejemplares.)

Nuestro segundo número tuvo muchos menos problemas que el primero. Gracias a un golpe de buena suerte -había escrito a Saul Bellow, al que apenas conocía, para pedirle que nos mandara algo-, Bellow nos hizo una «autoentrevista», más o menos en la época de El legado de Humboldt. (Cuando la agente literaria de Bellow descubrió que Saul nos había enviado esa pequeña joya, intentó recuperarla; pero era demasiado tarde, le dijimos, ya estaba en la imprenta.) En aquel número publicamos un texto de la escritora canadiense Marian Engel y poesía de Wendell Berry, David Ignatow, César Vallejo (traducida) y Theodore Weiss (que sería íntimo amigo nuestro después de que fuéramos a vivir a Princeton, en 1978).

En 1984, cuando llevábamos varios años en Princeton y Ray había dejado de dar clases para dedicarse por completo a la revista, decidimos ampliar nuestra empresa para incluir la edición de libros. (¿Por qué? Por «una audaz mezcla de idealismo y masoquismo», era la curiosa explicación de Ray.) Aunque ni la revista ni la editorial tuvieron jamás beneficios, siempre fuimos conscientes de que era un trabajo «sin ánimo de lucro»; nuestros proyectos se financiaban con fondos privados, los de mi sueldo de la Universidad de Princeton y otros ingresos más esporádicos.

Los años ochenta fueron una época en la que las bibliotecas todavía se suscribían a revistas literarias y compraban libros de poesía, una situación que cambiaría de forma drástica a finales de los noventa. En los círculos editoriales canadienses, Ontario Review alcanzó pronto la importancia literaria que tienen las revistas y editoriales especializadas en Estados Unidos, como Paris Review, Kenyon Review, Quarterly Review of Literature, y Ray empezó a estar considerado como un editor «importante» en ese mundillo.

Su formación jesuita durante la adolescencia le había imbuido la predilección por lo que se llama perfeccionismo pero que podría ser, para un observador neutral, trastorno obsesivo compulsivo. Por consiguiente, Ray era la persona ideal para ser director de una publicación, editor y corrector; aunque enviaba las pruebas a los autores, nunca se fiaba de ningún ojo más que del suyo, de modo que lo hacía todo él, salvo la «composición» -en aquellos tiempos en los que todavía se componían los tipos-, y no hay duda de que lo habría hecho también si hubiera podido. Aparte de nuestra vida hogareña, la vida de Ray consistía en su trabajo. Lo que más le gustaba de todo era trabajar con los autores: no existe ninguna otra relación tan íntima e intensa, cuando un editor se dedica verdaderamente a editar y un autor está dispuesto a que lo «editen». Es necesario desplegar enorme simpatía, tacto, diplomacia, astucia… y sentido del humor. Ray disfrutaba de verdad -parece masoquista, o al menos excéntrico- leyendo originales que le habían enviado sin que los hubiera pedido, que podían ser miles al año; me pasaba piezas de ficción que eran «prometedoras» pero necesitaban más retoques, para que, si me parecía bien, pudiera trabajar con el autor y hacerle sugerencias editoriales. Sobre todo, le encantaba trabajar con autores a los que habíamos «descubierto» él o yo, como Pinckney Benedict, mi galardonado alumno de Princeton cuya extraordinaria tesis de licenciatura, Town Smokes (1987), fue uno de los primeros libros que publicamos en OR Press, y sería uno de los que más huella dejarían.

Cuando Ray hablaba de Pinckney lo hacía con un tono especial -cálido, lleno de ternura- en la voz.

Cuando Ray hablaba de varios escritores y poetas con los que había colaborado estrechamente a lo largo de los años, se podía ver lo mucho que le importaban, incluso aquellos a los que no había conocido nunca en persona.

Qué conmovedora -y qué desgarradora- es la dedicatoria del Pushcart Prize: Best of the Small Presses de 2009, editado por Bill Henderson:


para Raymond Smith (1930-2008)


Ahora, todo eso se ha acabado. Nadie puede ocupar el lugar de Ray. Sobre todo, seguir editando Ontario Review sin Ray no podría tener ningún sentido para mí, sería como celebrar el cumpleaños de alguien sin estar él.

El número de mayo estaba casi terminado cuando hubo que ingresar a Ray. Sólo quedan unos días de trabajo, que confío en poder hacer, con la ayuda de nuestro tipógrafo en Michigan. Me da miedo decepcionar a los colaboradores de Ray, que están esperando a que aparezca su trabajo en la revista.

Por supuesto, además tendré que pagarles. Tendré que calcular cuánto hay que pagarles, escribir los cheques y enviárselos. Tendré que empaquetar los ejemplares de los colaboradores y enviárselos. Me invade una especie de locura, casi euforia. «Si soy capaz de hacer todo esto, ¡qué impresionado estaría Ray! Cómo sabría lo que le quiero.»


Cuando llamé a Gail Godwin para decirle que Ray había muerto, la respuesta de Gail fue inmediata:

– Oh, Joyce, qué desdichada vas a ser.

¡Qué verdad es! Es una cruda verdad que pocos desean reconocer.

Hay amigos a los que vemos con frecuencia y amigos a los que vemos poco. Mi amistad con Gail Godwin, desde hace más de treinta años, ha sido sobre todo epistolar, escrita. Somos como primas, o hermanas, de una era pasada, la lejana era de las hermanas Brontë, quizás. Y la casa de Gail en una colina de Woodstock, Nueva York, desde la que se ven a lo lejos las Catskill Mountains, tiene algo del aire romántico y aislado de los legendarios páramos de Yorkshire.

Ray y yo habíamos visitado muchas veces a Gail y su pareja de toda la vida, el distinguido compositor Robert Starer, en su casa de Woodstock. La inesperada muerte de Robert en la primavera de 2001 fue acompañada de la triste sensación del fin de una época, aunque no me atreví a pensar que mi marido sería el siguiente.

¡Qué parecidas son nuestras experiencias, la de Gail y la mía! Es increíble.

Como Ray, Robert había ingresado en el hospital de manera «provisional»: había sufrido un ataque al corazón del que parecía estar recuperándose; su condición era «estable»; entonces, una mañana, mientras Gail se disponía a ir al hospital en Kingston para verlo, recibió una llamada de un médico al que no conocía, porque era el que estaba de guardia en ese momento:

– Me temo que Robert no ha conseguido superarlo.

¡No ha conseguido superarlo! Pero si estaba recuperándose…, ¿no?

Protestamos así, incrédulas. Nos aferramos a lo que parecen habernos prometido, como niñas. «¡Pero, pero…! ¡Pero si estaba recuperándose! Usted dijo que estaba vivo todavía.»

Gail también fue hasta el hospital en un trance. Gail tampoco había creído que su marido no iba a estar esperándola en su habitación del hospital. En coche, a primera hora de la madrugada, por una carretera oscura, las dos pensamos: «¿Está muriéndose mi marido? ¿Está muriéndose? ¡No puede estar muriéndose! El médico ha dicho… está vivo…».

Mucho después de que se desvanezca la esperanza, permanecen estas palabras fantasma.

Vivo, todavía… está vivo. Está recuperándose.

Le darán el alta el próximo martes.

Gail me ha ofrecido simpatía y consejo. Estoy tan rota, que me resulta difícil hablar. Ya no suelo hablar por teléfono con nadie, pero puedo hablar con Gail y decirle a Gail que me habría gustado que viviéramos más cerca, que podríamos acompañarnos en nuestra pena, pero no parece probable que ninguna de las dos vaya a mudarse. Quién, sino Gail Godwin, es capaz de decirme:

– Sufre, Joyce. Ray lo merecía.

Así es. Es verdad. Pero la duda es: ¿tengo la fuerza suficiente para sufrir? ¿Y durante cuánto tiempo?


«¿Enviaste el resto del texto a Doug? ¿Y el diseño de cubierta que no pude terminar, puedes prepararlo y enviárselo por FedEx?»

(Doug Hagley es el excelente tipógrafo de Ray, en Marquette, Michigan.)

Lo reconozco, por qué no: si Ray pudiera regresar milagrosamente de la tumba, al cabo de un día o dos -al cabo de unas horas- estaría trabajando de nuevo en Ontario Review.

Estuvo trabajando desde la cama del hospital el último día de su vida. Ahora estaría terriblemente preocupado porque va a retrasarse la fecha de publicación del número de mayo…

«Estoy haciendo lo que puedo, cariño, ¡estoy haciendo lo que puedo!»

Como una persona desesperada en un velero, un pequeño velero que se debate en un mar embravecido, después de que el patrón haya muerto arrastrado por las olas, ahogado, y la acompañante que ha quedado atrás tiene que intentar evitar que se hunda el barco… Es ridículo pensar en completar el viaje cuando a lo máximo que se puede aspirar es a mantenerse a flote.

Así que estoy intentándolo. Voy a hacer lo que Ray querría que hiciera, si puedo.

Por el momento, abrir el correo. La tarea imposible de adjuntar estas pequeñas notas azules de rechazo a los manuscritos. A veces caigo en un trance de ojos abiertos al leer unos versos de un poema, un relato, hasta que mis ojos se desenfocan.

En el hospital habíamos leído juntos algunos originales y los habíamos discutido. Yo había llevado dos relatos breves para que los leyera Ray y le había recomendado que los publicase, dos historias que habían despertado mi entusiasmo, pero ahora, de pronto, todo eso se ha terminado. Me descompone pensar que es posible que los manuscritos se hayan perdido, que nunca los trajera del hospital.

¡Qué terrible pensar que se están perdiendo cosas! Pese a todos mis esfuerzos, las gafas de Ray han desaparecido.

A medida que pasen los días, las semanas, los meses, el esfuerzo de responder a quienes me envían originales para OR será cada vez más irritante. Creía que en la comunidad literaria se habría difundido -a través de nuestra página web de Ontario Review y de las necrológicas- la noticia de que Ray Smith ha muerto y la revista va a cerrar, sin embargo, puntuales como el reloj, siguen llegando originales. Es verdad que en su mayoría son envíos múltiples, como de escritores robot que empiezan a escribir «Estimado director» y no parecen tener ni idea de qué es Ontario Review. (Más de dos años después, todavía siguen llegando originales robóticos, algunos dirigidos a «Raymond Smith, director», pero esta agobiada «directora adjunta» ha dejado de devolverlos, porque supone que a estas alturas puede alegarse que han prescrito. ¡Basta ya!)

Sin embargo, en marzo de 2008, me dedico con diligencia -si es que ésa es la palabra- a abrir el correo. De vez en cuando hay manuscritos del tamaño de un libro, envíos que no hemos solicitado y que devuelvo al remitente con la notita azul de «Gracias por su original». A veces añado unas palabras y firmo con mis iniciales. A pesar de mi aturdimiento, siento el impulso de animar a los escritores o, por lo menos, el deseo de no desanimarlos. Pienso: «Habría sido importante para mí hace años».

Aunque ahora no hay nada que me importe ya mucho. La posibilidad de «animar» a alguien se ha convertido en algo abstracto y teórico. ¿«Animar» para qué?

«Tu trabajo no será tu salvación. Conseguir que te publiquen -¡en la Ontario Review Press!- no será tu salvación. No te hagas ilusiones.»

Igual que no dejo que se acumule la basura, no dejo que se acumule este correo; (casi) se podría decir que el correo es la basura. Lo que más temo, más incluso que las cestas de pésame de Harry & David, es esa subespecie especialmente antipática del paquete de cartón en el que algunos editores insisten en enviar los libros, sujeto con grapas de metal tan gruesas como clavos. Tratar de abrir uno de esos horrores es un ejercicio de masoquismo; me deshago de ellos con la misma prisa con la que alejaría de mí una serpiente venenosa.

«¡No! ¡No más cosas de éstas! Piedad, por favor.»

Cada semana, los cubos de basura están tan llenos que las tapas de plástico se caen y repiquetean contra el suelo cuando los saco a la calle.

¿Por qué subía Sísifo una roca por una colina? Es mucho más probable que el pobre hombre subiera cubos de basura, un día tras otro, en perpetuidad.

En medio de todo esto, qué gracioso -una gracia cruel- que los editores continúen enviándome galeradas y manuscritos para que añada alguna frase de promoción: todavía más correo, más paquetes que abrir y reciclar. En mi estado de lucidez absoluta -que podría confundirse con una depresión vulgar y corriente-, no hay nada que me parezca más patético que esas solicitudes. Nada más triste, más superfluo, más ridículo: una frase de promoción mía.

Si el nombre de «Joyce Carol Oates» en sus propios libros no sirve para que se vendan, ¿cómo puede ayudar «Joyce Carol Oates» a vender el libro de otra persona? ¡Qué ridículo!

El corazón me late de resentimiento y desesperación. Mis esfuerzos parecen inútiles, como limpiar todas las habitaciones de la casa porque iba a volver mi marido del hospital, o como encender todas las luces -o apagarlas-, pero no puedo pararme, y la idea de contratar a alguien para que me ayude, de traer a alguien a casa con ese propósito, es imposible. Lo único que sé es que no puedo decepcionar a Ray. Es mi responsabilidad como esposa suya.

Quiero decir, como su viuda.

Me siento atrapada. Estoy atrapada. Al otro lado de nuestro estanque vimos una vez un joven ciervo, un macho, que sacudía violentamente su cabeza; tenía las astas esbeltas enredadas en lo que parecía un alambre. Así me siento yo ahora: tengo la cabeza enredada en alambre.

La cosa reptiliana -el basilisco- lleva mirándome todo este tiempo con sus ojos redondos y vidriosos, esos ojos asombrados de saurio que penetran hasta el fondo de mi alma. «Sabes que puedes poner fin a esto cuando quieras. Tu ridícula alma basura. ¿Por qué vas a tener que sobrevivir a tu marido? ¿Si le quieres, como dices? ¿No te parece que todos están esperando a que te mueras, a que acabes con esta tontería? Sobrevivir a tu marido es una cosa vulgar, baja, rastrera, y tú no mereces vivir ni una hora más, eres la verdadera basura que tienes que sacar.»

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