«Aunque querías a Ray, muchísimo, y no podías imaginarte la vida sin él, empezarás a descubrir que haces cosas que a Ray no le habría interesado mucho hacer, y que conoces a gente que no habrías conocido cuando Ray vivía, y todo eso cambiará tu vida para mejor, aunque ahora pueda no parecértelo.»
Eleanor Bergstein
Me horroriza que el frío implacable de la época en la que murió Ray, con un cielo de Nueva Jersey limpio como una patena y un anochecer que surge de la tierra gris a media tarde, esté convirtiéndose poco a poco en primavera.
La viuda no quiere cambios. La viuda quiere que el mundo -el tiempo- se haya terminado.
Igual que se ha terminado -está segura- su vida.
Es una forma retorcida de consuelo, de confort, que el invierno haya durado tanto, hasta finales de marzo y principios de abril.
De pie en la puerta que da al jardín. No sé cuánto tiempo llevo aquí. Lo que me fascina -lo que me llena de terror- son los pequeños brotes verdes que empiezan a asomar a través de la tierra nevada: los tulipanes. «¡Demasiado pronto! Es demasiado pronto.»
Los tulipanes de Ray. El otoño pasado cavó todo este macizo y plantó docenas de bulbos. De rodillas sobre la tierra blanda y oscura, completamente absorto, contento, feliz.
Un jardinero es alguien para quien la perspectiva del futuro no es amenazadora sino feliz.
Me había mostrado los paquetes de bulbos procedentes de Holanda. Tulipanes de color rojo vivo, de rayas amarillas, de rayas violetas, blancos con rayas de un naranja claro como de encaje. Los había comprado en su vivero favorito, que es Kale's Nursery, a unos tres kilómetros de nuestra casa.
– ¿Quieres venir conmigo? Voy a Kale's después de comer.
Normalmente, yo decía que no.
– No, gracias, tengo que trabajar.
Ahora me arrepiento, al recordarlo. Qué estupidez, qué locura me cegaba, para pensar que el trabajo que tenía que hacer era más importante que acompañar a mi marido a Kale's.
En otros parterres, junto al camino de la entrada, ya están floreciendo las campanillas de invierno, casi invisibles, discretas. Unas flores pequeñas y delicadas, que casi pueden confundirse con montoncitos de arena, o pasar inadvertidas en medio de la acumulación de hojas podridas y restos de tormentas propia de finales de invierno.
Y los azafranes de primavera, que también había plantado Ray: de color lavanda, con rayas violetas, amarillas, naranjas… «¡Demasiado pronto! Es demasiado pronto para todo esto.»
Yo solía recoger estas florecillas de inicio de primavera, sólo unas cuantas, para ponerlas en jarroncitos sobre la mesa del comedor, en el alféizar de la ventana de la cocina, a veces sobre la mesa de Ray.
Ahora, la idea de coger flores y traerlas a casa me parece repulsiva, obscena.
Como preparar una comida en la cocina. Sentarme a comer en la mesa del comedor.
Muchas cosas están empezando a ser obscenas porque no se han terminado.
– No es justo. A Ray le gustaría tanto estar…
Estar aquí. Estar vivo.
Pienso en que esa mañana de febrero encontré a Ray en la habitación de invitados, ante la mesa Parsons blanca, con kleenex arrugados y esparcidos por la mesa entre las páginas del New York Times. En que insistí en llevarlo al centro médico. En que creí -los dos creímos- que aquello no era más que una inconveniencia, una molestia, una interrupción de nuestra jornada, pero que Ray estaría de vuelta al cabo de unas horas, o tal vez a la mañana siguiente.
«Por el camino al hospital de contagiosos»: este verso de William Carlos Williams resuena en mi cabeza como un repiqueteo constante.
Y pienso, pienso sin poder remediarlo, qué terrible es que, cuando llevé a Ray a Princeton, estaba llevándolo, como una buena esposa, al «hospital de contagiosos». Saqué a mi marido del hogar en el que había sido tan feliz y lo llevé ¿adónde? Él confiaba en mí, estaba débil, enfermo. No tenía la fuerza necesaria para resistirse ni para dudar de mi decisión.
Y ahora, los tulipanes. Estos tulipanes de Holanda, que le han sobrevivido.
Me inunda una especie de rabia, casi quiero arrancar los bulbos, o cubrir los capullos con hojas podridas y tierra.
Si la viuda pudiera detener el tiempo.
Si la viuda pudiera dar marcha atrás al tiempo.
Tengo la boca seca y los labios irritados. Está el típico sabor agrio de la mañana -la resaca del insomne-, ese estado aturdido, jaquecoso, de zombi, que sigue a una noche interminable interrumpida por períodos de «sueño», no por el potente Lorazepam, que he dejado de tomar pese al consejo de S., sino por otros medicamentos, espaciados a lo largo de la noche: a las once, quizá media pastilla de Lunesta; a las cuatro, una segunda media pastilla o, por recomendación de una amiga, una o dos tabletas de Tylenol p.m., o Benadryl; fármacos sin receta que, en teoría, no crean hábito.
¡Qué terror tengo a crearme dependencia! ¡A ser una adicta!
El resto de mi vida está en ruinas, pero estoy decidida a no ser una adicta.
Aunque ahora siento tremenda comprensión hacia los drogadictos de todo tipo, igual que hacia los alcohólicos, los heridos andantes que nos rodean: son nosotros mismos, automedicados. Su malestar espiritual es tan grande que sólo puede aliviarlo una medicación muy potente. Si no, está el suicidio.
Si en mi vida anterior parecía creer, con una certeza moral digna de una colegiala, que la drogadicción, el alcoholismo, el suicidio -el derrumbe general de una persona- indicaba algún tipo de abandono espiritual, que era preciso evitar con fuerza de voluntad, ahora creo exactamente lo contrario.
Lo que me asombra es que haya tantos que no sucumban. Tantas personas que no se han suicidado…
No estoy segura de si Ray aborrecía el suicidio, como idea, o sentía indiferencia. No recuerdo que Ray hablara jamás del suicidio como cuestión filosófica y mucho menos como cuestión personal. Aunque sí recuerdo que enseñaba la poesía de Sylvia Plath, cuyos versos, como embrujos entrecortados, llaman a la nulidad, a la extinción:
Morir
Es un arte, como todo lo demás.
Yo lo hago excepcionalmente bien.
Lo hago tan bien que parece un infierno.
Lo hago tan bien que parece real.
Supongo que podría decirse que tengo una vocación.
«Lady Lazarus»
Es el «ansia casi innombrable» -de la que también habla Anne Sexton en su poesía-, ese deseo de automedicarse hasta el punto de «borrarse uno mismo».
Como si fuera un error terrible, un error fundamental, que uno esté vivo, y el acto de suicidarse fuera una corrección, una forma de «reparar» lo que está «mal».
La viuda siente, en el fondo de su corazón, que no debería seguir viva. Está confundida, asustada, siente que es un error.
De pie en la puerta, tiritando, mirando el jardín con los diminutos capullos verdes de tulipán, pienso estas cosas como en un trance. Si Ray estuviera vivo, yo no estaría aquí, no estaría pensando estas cosas; el hecho de que piense estas cosas es profundo, debo desarrollar estas ideas. En la periferia de mi visión, el lagarto brilla débilmente: ¿para qué necesito eso?
Avanza la mañana, ahora el aire se mueve, hay un olor a ¿primavera?, pero la viuda está casi catatónica, hipnotizada. Si suena el teléfono no tendré fuerza para contestar, pero el timbre me despertará de este trance. Oh, quién me llamará, quién es el amigo que pensará: «Quizá debería llamar a Joyce para decir hola, ¡pobre Joyce! De todas formas no va a contestar el teléfono».
En esas noches absortas ante el televisor, con el mando a distancia en mis dedos dormidos, la película que parezco ver a menudo, en fragmentos como los de un espejo roto, es Leaving Las Vegas.
Era una película que nunca quisimos ver. Ni Ray ni yo teníamos el menor interés en ella, en la historia de un alcohólico terminal. Aunque había recibido muy buenas críticas y la gente había hablado en términos elogiosos, no habíamos querido verla jamás.
Sin embargo, sin que me lo esperase, en las últimas semanas, desde la muerte de Ray, Leaving Las Vegas ejerce una curiosa atracción sobre mí.
A veces la ponen en dos canales a la vez, a distintas horas. En una sola semana, puede emitirse varias veces. Todavía no la he visto de principio a fin (claro que ahora no veo prácticamente nada «de principio a fin», estoy demasiado agitada y tengo la atención demasiado dispersa), pero he visto trozos de quince, veinte minutos, en una confusa secuencia con la continuidad suficiente para comprender el argumento.
Es como si Leaving Las Vegas sólo fuera soportable en esas cantidades.
Las cosas tienen significado. Todas las cosas tienen significado. No existen las coincidencias.
Algunas escenas las he visto varias veces. La última, tan desgarradora, sólo una vez. Y sólo una vez, y con retraso, el comienzo del film, una secuencia que explica la conducta autodestructiva del protagonista al tiempo que nos distancia e impide que simpaticemos mucho con él.
Casi contra mi voluntad, estoy atrapada en este relato siniestramente cómico, tierno y morboso sobre un guionista alcohólico de Hollywood de ¿treinta y muchos?, ¿cuarenta y pocos?, que va a Las Vegas después de que su mujer lo abandone con la intención de suicidarse a base de beber.
Si, hasta ahora, nunca me había interesado lo más mínimo la interpretación de Nicolas Cage en el papel del alcohólico Ben Sanderson -que le proporcionó un Oscar-, ahora estoy embelesada con ella. Cage no es un actor al que haya admirado demasiado, pero este trabajo es fascinante, totalmente convincente. Y todavía más me atrae Sera, una prostituta de Las Vegas encarnada por Elisabeth Shue, que desprende una belleza ajada y a punto de desaparecer. El hecho de que Leaving Las Vegas sea una historia de amor a pesar de su tema -el hecho de que nos importen sus amantes malditos- es inesperado. La devoción de la prostituta Sera por el desdichado Ben es escandalosa -igual que es escandalosa la devoción de algunos santos y mártires cristianos legendarios- y, al mismo tiempo, convincente. «No escogemos a las personas de las que nos enamoramos. El amor que sentimos es nuestro destino. No escogemos nuestro destino.»
Y: «Como nos quedaba tan poco tiempo…».
Después de ver la película a trozos, comprendí que Sera ha sobrevivido a Ben y está relatando la historia de su amor. De su amor sin esperanza.
Al comienzo de su relación, Ben advierte a Sera: «No me digas nunca que deje de beber».
Sera advierte a Ben: «No intentes hacerme cambiar de vida».
Ben quiere ahuyentar a Sera, incluso la engaña con otra; este hombre tan saturado de alcohol que es prácticamente impotente. Es la absoluta devoción de la mujer hacia ese hombre condenado e impenitente lo que da a Leaving Las Vegas su enorme fuerza.
Todo lo que me había desagradado del film al principio, antes de verlo, es lo que ahora me resulta de un atractivo irresistible. Igual que antes me había repugnado o me había suscitado desaprobación la «debilidad moral» de quienes se automedican y ahora tengo la sensación de que los comprendo y simpatizo con ellos; porque me he convertido en una de ellos.
Mi interés por Leaving Las Vegas aumenta cuando me entero de que el novelista John O'Brien, cuya novela semiautobiográfica sirvió de base para la película, era efectivamente alcohólico y de tendencias suicidas (por supuesto, quién si no podría haber escrito un relato tan íntimo de esta vida condenada al fracaso): se quitó la vida durante la segunda semana de rodaje.
Lo que resulta conmovedor y fascinante es que Sera permanece con Ben hasta el final. No le deja solo. No le abandona para salvarse. Y no espera de él más de lo que él puede darle. Quedarse con él, el hombre enfermo y condenado, el máximo tiempo posible. Comprender que su tiempo juntos es limitado. No esperar más de lo que hay.
Aunque hemos conocido más de cerca a Ben que a Sera, es Sera la que sobrevive a Ben. Porque la mujer suele sobrevivir al hombre y se convierte en la cronista de su vida y muerte.
La mujer es la que escribe la elegía. La mujer es depositaria de los recuerdos.
Por eso la película termina con una repetición de su relación: los recuerdos «felices» que tiene Sera del desgraciado Ben. Vemos cómo es posible que una mujer pueda sentirse atraída -muy a su pesar- por un hombre así.
En la salud y la enfermedad. Hasta que la muerte nos separe.
Pero ¿no es suficientemente horrible el cociente de dolor de una persona sin necesidad de una amplificación ficticia, sin dar a las cosas una intensidad que es de vida efímera y a veces incluso ni se ve? No para algunos. Para algunos, muy, muy pocos, esa amplificación, que surge con incertidumbre de la nada, constituye su única seguridad y lo no vivido, lo supuesto, lo plasmado e impreso sobre papel, es la vida a cuyo significado acaban atribuyendo más importancia.
Philip Roth, Sale el espectro
¡Cómo me gustaría poder creer estas palabras!
Palabras valientes y desafiantes que reivindican, para el escritor, una vida privilegiada de significado, importancia y valor más allá de la simple «vida», la afirmación de que el arte compensa las desilusiones de la vida.
Acurrucada en el nido, leo las galeradas de la nueva novela de Philip, que Ray había leído poco antes de ingresar en el hospital. Ojalá pudiera creer esta reivindicación del arte, pero no puedo; en cualquier caso, para mí no es una posibilidad.
Desde que murió Ray -murió es una palabra nueva, casi puedo usarla sin estremecerme-, me he dado cuenta de que mi escritura -mi «arte»- forma parte de mi vida, pero no es la parte predominante.
Veneramos un culto al talento, como si el «talento» fuera una cima de montaña aislada y solitaria. Es falso y ridículo.
Mi vida es mi vida de mujer, mi vida «humana», podríamos decir, y esa vida «humana» está definida por otras personas; por la red cambiante, el tejido, la extensión de las emociones de otros; los estados de ánimo de otros, que no pueden fijarse, como no puede fijarse su existencia. Lo que afirma Philip Roth es que lo que está «impreso en papel» perdura como no puede perdurar la vida, y quizás es cierto, en cierto modo (al menos, para los escritores cuyas obras no están siempre descatalogadas), pero ¡qué parco y frío consuelo!
He aquí un predecesor, también estadounidense, que habla un lenguaje muy distinto, aunque utilice una lengua común:
Un escritor debe vivir y morir por su escritura. Sirve para eso y para nada más. Una guerra; un terremoto, el renacimiento de las letras, la nueva dispensa de Jesús, o de los ángeles, el cielo, el infierno, el poder, la ciencia, la Néant [la Nada], no existen para él más que como pinceladas de su pincel.
Ralph Waldo Emerson, Experience
Para él. Porque ésta es una actitud masculina, en mi opinión. La bravuconería, la inutilidad.
La bravuconería ante la inutilidad.
Es aterrador pensar que tal vez, un día, por pura soledad, por desesperación y ganas de desafío, yo pueda hacer esa misma afirmación.
– Oooh, Joyce, vas vestida de rosa. Qué bonito.
Como una bofetada en el rostro, o una patada en el estómago, me sienta esta exclamación de una mujer a la que veo, en compañía de otras mujeres, tras el funeral de Robert Fagles en la capilla de la Universidad de Princeton. La mujer no es amiga mía, es más bien una vieja conocida a la que, en el pasado, tenía afecto, aunque en este momento no quiero más que salir corriendo y huir de ella.
«¿Cómo debería ir? ¿De negro?»
«¡Cómo te atreves a hablarme así! Y qué estúpida, confundir el magenta con rosa.»
Por supuesto, consigo mantener la educación. Supongo que consigo sonreír. Sólo mi amiga Jane nota la sorpresa, el dolor, la incredulidad en mi rostro.
– Tiene buena intención. No pretende molestarte. Es torpe, desmañada, no sabe qué decir, y no sabe cómo no decirlo.
No obstante, me voy en cuanto puedo.
– Empezar de nuevo (por ejemplo, con un divorcio) puede ser bueno.
Es tal la sonrisa que adorna el rostro de este hombre, tan afable la vehemencia en su voz, que me molesta tener que señalar que mi marido y yo no estábamos divorciados:
– Estoy viuda. Hay una diferencia.
Pero él persiste:
– No hay tanta diferencia. No en sentido literal. Es «empezar de nuevo», puede ir en cualquier dirección.
– ¿De verdad?
– El cónyuge ya no está. Ése es un hecho real. Tanto si se ha ido a vivir fuera como… lo que sea.
Es un contratista al que he llamado con el fin de que me haga un presupuesto para varios arreglos. Es un desconocido al que me han recomendado mucho unos amigos comunes. No es alguien que Ray conociera ni que conociera a Ray. De ahí su actitud afable, su seguridad, como de un hombre que se divorció, al que arrastraron por el suelo, golpearon y humillaron, pero que ya lo ha dejado atrás.
– La casa es suya, puede hacer con ella lo que quiera. Puede hacer obra, construir un añadido, venderla. Eso es lo importante.
Pero ¿es posible? ¿Esta conversación tan extraña? ¿O es una conversación perfectamente normal y corriente, de las que suele tener la gente con mujeres que acaban de «perder» a sus maridos, y lo que pasa es que estoy hipersensible, como si me hubieran quitado la capa superior de la piel? Intento no disgustarme, porque es evidente que este hombre también tiene buenas intenciones, no quiere ser vulgar, cruel, estúpido; lo que quiere decir es: «¡Mire el lado positivo! ¿Por qué hundirse? ¡Es una oportunidad de oro!».
Cuando llega la hora de que se vaya el contratista, estoy aturdida y exhausta. Hago pedazos su pretenciosa tarjeta de visita. No pienso devolver sus alegres y ruidosos mensajes telefónicos. Cuando, un día, aparece su camioneta en el camino de entrada como si, por impulso, porque estaba por el barrio, hubiera decidido pasar a verme, corro a esconderme en la parte posterior de la casa, lejos de la puerta principal.
– ¡Oooh, Joyce! Cuánto sentí enterarme de…
En medio de una cena con amigos en un restaurante de Princeton, cuando estoy sonriendo y riéndome con ellos, se ha acercado una especie de ave depredadora que me había visto desde el otro lado de la sala (en realidad, yo le había visto a él, a este individuo, mientras avanzaba hacia mí), y esta vez me apresuro a decir, confío en sonreír mientras lo digo, con un destello de tijeras en el corazón:
– Ahora no, por favor. Éste no es el momento apropiado, gracias.
Edmund White me cuenta que una conocida de los dos, una funcionaria de la universidad, le ha dicho que lamentaba «no haber enviado a Joyce unas flores», y los dos nos reímos del comentario, de todo lo que implica un comentario así, como si un ramo de flores de esa mujer, cualquier expresión de simpatía o incluso reconocimiento de esa mujer, significara algo.
– Le respondí que no se molestara -dice Edmund-. Le aseguré que ya tenías todas las flores que necesitabas.
Una amiga me consuela con gran seriedad.
– La «pena» es neurológica. Al final, las neuronas se «reconectan». Supongo que, si eso es así, sería posible acelerar el proceso sólo con saber.
– ¡Queremos verte, Joyce! Hace mucho tiempo.
En otro restaurante de Princeton con amigos -tres parejas, entre las que están nuestros amigos de Princeton más antiguos-, resulta que uno de los hombres levanta su copa y brinda por el matrimonio, por los matrimonios largos, porque todos ellos llevan más de cincuenta años casados. Su conversación se vuelve sobre los viejos tiempos, los viejos recuerdos, en sus matrimonios; se extienden en sus evocaciones, uno de los hombres, en especial, sigue y sigue sin parar; y yo me siento muy desgraciada y deseando alejarme de esa gente, de su charla inconscientemente cruel, que me excluye de esa manera, como si nunca hubieran conocido a Ray, que había sido amigo suyo. «¿Cómo pueden no saber que me están haciendo daño? Cómo, si todos conocían mucho a Ray…»
– Perdonad. Tengo que irme.
Por primera vez desde que murió mi marido, estoy llorando en un lugar público y debo irme a toda prisa, mientras mis amigos me miran fijamente; uno de los hombres me sigue para pedirme disculpas, con buena intención, pero no puedo hablar con él, tengo que escaparme.
La primera vez que me desmorono en público, y la última.
– ¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Vender tu casa?
Si me quito la vida, no será una acción premeditada sino impulsiva.
Un día -es más probable que sea una noche-, la soledad será insoportable, más que insoportable, sin sentido, y estaré muy cansada -cansada hasta la médula-, y sabiendo que esa situación no va a cambiar sino que va a seguir igual o peor, y me sentiré débil, o quizá sentiré un golpe de fuerza, una determinación de acabar de una vez con esto, como alguien que se detiene temblando en el extremo de un trampolín -un trampolín muy alto-, sin saber la profundidad del agua que hay debajo, con la superficie agitada, brillante, de plástico, y entonces, el alijo de pastillas será la solución.
Pero ¿cómo dejar esta nota? ¿Esta nota tambaleante? Porque debe quedar claro…
No estoy sugiriendo que la vida no sea rica, maravillosa, bella, variada y sorprendente, además de valiosa, sólo que, para mí, ya no hay acceso a esta vida. No estoy sugiriendo que el mundo no sea bello; parte del mundo. Sólo que, para mí, este mundo se ha vuelto remoto e inaccesible.
En la orilla, en una maraña de restos de tormenta, y mientras zarpa un ferry iluminado, o un velero, o un crucero, en la orilla, observas el barco mientras se aleja., con sus luces brillantes, música, voces, risa. Que digas adiós con la mano, o que no digas adiós, da lo mismo: nadie se entera, y el barco zarpa a la mar.
Querida Joyce:
Oh, por favor, no pienses en rendirte. Mucha gente que valora y necesita tu amistad te echaría terriblemente de menos. Esto puede parecer un poco repentino, pero he empezado a pensar que podríamos ser amigos, ¡y desde luego no quiero perder una amiga a la que acabo de descubrir! Y no nos hace falta perder a más gente de tu sensibilidad… Imagino que no querrías que el trabajo de toda tu vida se quedara manchado por esta gran tristeza. Yo intenté suicidarme una vez -ninguna persona cercana a mí se enteró ni sabe nada-, hace muchos años, cuando era estudiante en la Universidad de Minnesota. Sufría muchas presiones en la facultad, con clases de nivel superior, trabajando para pagar la matrícula, viviendo con mi novia. Creía que podía hacerlo todo, y todo muy bien, pero me sentí sobrepasado. No seguí la vía infalible y masculina de Hemingway… Me tomé unas pastillas, que permiten un período de reflexión antes de que sea demasiado tarde. Conseguí llegar hasta Urgencias, donde me trataron con una crueldad espantosa (¿para darme una lección?). Y, al final, salí del hospital sin que me vieran, en medio de graves alucinaciones (lo cual me parece igual de indignante). Es evidente que sobreviví al intento, y nunca, nunca volveré a hacerlo. El mero hecho de ver el sol vale la pena…
Por favor, cuídate.
G.
Fuera de la campana de cristal en la que la viuda se ahoga poco a poco, está el «mundo real», a una distancia lejana y revoloteando en sus contorsiones cambiantes, visible en los titulares de periódicos, fragmentos de los informativos de televisión, que la viuda evita como uno evita mirar el sol cegador durante un eclipse.
Por qué exactamente me perturban tanto las «noticias», no lo sé con certeza. No creo que pueda ser sólo que a Ray le interesaban tantísimo, sobre todo la política. No creo que sea eso nada más.
Si antes pasaba por los canales de cable con curiosidad, y pasé varios meses viendo Fox News por la noche, como parte de mis preparativos para escribir una novela situada en el «infierno de la prensa sensacionalista», ahora no puedo soportar esas diatribas y esas «mesas redondas» llenas de gritos e interrupciones.
En Princeton, Nueva Jersey, donde nadie ve Fox News y mi interés por esos enemigos del «progresismo laico», el liberalismo y los demócratas se considera una extravagancia propia de la mentalidad torcida de novelista, el único tema de conversación desde hace meses son las primarias demócratas para elegir al candidato de cara a las próximas elecciones presidenciales.
Parece que la mitad de Princeton apoya a Hillary y la otra mitad, a Obama: en las reuniones sociales hay discusiones interminables sobre los méritos y deméritos de las campañas de los candidatos, discusiones interminables sobre la bancarrota política, moral, económica, intelectual y espiritual de la Administración Bush y qué va a hacer un presidente demócrata con ese terrible legado.
Con frecuencia hay desacuerdos más fuertes y ruidosos: varias personas de Princeton participan activamente en cada una de las campañas, recaudando fondos, escribiendo discursos, «asesorando». (Sólo hay un peculiar individuo que es «pro guerra de Irak», un famoso asesor de Bush y Cheney sobre Oriente Próximo.)
Es asombroso hasta qué punto se repiten una y otra vez las mismas palabras -Hillary, Obama-, con variaciones sutiles. Se diría que no hay nada en la vida, nada que sea importante, más que las primarias demócratas. ¡Nada más que la política!
Porque no están heridos. Porque son libres de preocuparse por esas cosas (la vida de lo que va más allá de la persona, lo que es más grande que lo personal), y tú no.
En estas reuniones pienso en Ray. Veo a Ray.
La imagen de mi marido en su cama de hospital -en aquella última y letal cama de hospital-, superpuesta sobre este salón, sobre esta reunión de personas brillantes. Pienso en que Ray se ha quedado sin este mundo, ha perdido su lugar en el mundo, ha sido expulsado de este mundo, mientras el mundo, ajeno a su ausencia, sigue a toda velocidad.
«Si me quitara la vida…» En este escenario, ¡qué tristes, tontas, desamparadas y manidas resultan estas palabras! En este instante, el suicidio no es una posibilidad.
Pienso en mi amigo de Minnesota -al que todavía no conozco en persona-, que me escribió con tanta franqueza y tanta bondad sobre su intento de suicidarse cuando era estudiante: «Nunca, nunca volveré a hacerlo». Su carta tranquila y comprensiva es un reproche por mi desesperación.
Debo pensar que la pena es una enfermedad. Una enfermedad que tengo que superar.
Y sin embargo, qué sola me encuentro, entre mis amigos. Podría ser una parapléjica que observa a unos bailarines; ni siquiera es envidia, es casi incredulidad, por lo totalmente distintos que son de mí, lo ignorantes. Son las personas que se hacen a la mar en la nave iluminada mientras yo me quedo atrás, en la orilla. Y ahora quiero pensar: «Pero vuestra felicidad también es pasajera. Durará un tiempo, y luego se terminará».
Durante una cena en Nueva York, en un restaurante del Upper East Side, mi amigo Sean Wilentz y nuestro mutuo amigo Philip Roth se enzarzan tan rápidamente en una discusión -una discusión acalorada, más bien una bronca-, que me encuentro en la desafortunada posición del espectador de una partida de ping pong, mirando de uno a otro. Sean, que trabaja para Hillary Clinton, es muy crítico con Obama; Philip, ardiente partidario de Obama, es muy crítico con Hillary Clinton. Me impresionan, escuchándolos, la negativa de cada uno de ellos a aceptar el punto de vista del otro y la ausencia de cualquier gesto de semiconcesión: «Tal vez me equivoque, pero…».
Pienso en que, la última vez que vi a Philip Roth, Ray estaba conmigo, desde luego. Habíamos ido a la ciudad y habíamos cenado juntos en otro de los restaurantes preferidos de Philip, el Russian Samovar. Philip nos contó que había empezado a sentirse solo en su casa de campo de Cornwall Bridge, Connecticut: sus viejos amigos estaban muriéndose uno tras otro, y los inviernos eran especialmente difíciles. Qué lejos de nosotros, en aquel momento, cualquier idea de que Ray -también un «viejo amigo» de Philip, aunque no un amigo íntimo- podía ser el siguiente en morir…
Es así, uno siempre piensa que la muerte está en otra parte.
Aunque la muerte puede ser inminente, es inminente en otra parte.
¡Cómo me gustaría ahora poder recordar de qué hablamos con Philip! Mientras los dos hombres siguen discutiendo -ahora han cambiado de tema, al omnipresente enigma de «Si es elegida Hillary, ¿dónde estará Bill? ¿En la Casa Blanca? ¿Diciéndole lo que tiene que hacer?»-, pienso en que nos reímos mucho; Philip es muy divertido, cuando no está discutiendo apasionadamente de política; y, aunque Ray tenía opiniones políticas muy firmes, no era discutidor, y en aquel momento Philip y él estaban de acuerdo.
Ray y yo nunca habíamos visitado a Philip en Cornwall Bridge, pese a que sí habíamos ido a ver a unos amigos y vecinos de Philip, hace años: Francine du Plessix Gray y su marido, el artista Cleve Gray. Cornwall Bridge es un rincón rural, muy bello y agreste en el noroeste del estado de Connecticut, cerca del límite con Massachusetts, un sitio ideal para un escritor que tiene algo de recluso o que valora su intimidad.
Pienso que yo no podría vivir sola, como vive Philip desde que se rompió su matrimonio con Claire Bloom, hace años. Una vida tan centrada en la escritura y la lectura; una vida de aislamiento con resquicios para pasar veladas con amigos y relaciones amorosas (al parecer, de breve duración) con mujeres más jóvenes; una vida valiente, una vida estoica, acorde a la afirmación de que «lo no vivido, lo supuesto, lo plasmado e impreso sobre papel, es la vida a cuyo significado acaban atribuyendo más importancia».
Me viene a la mente una frase de Kafka. La conclusión de Un artista del hambre: «Nunca encontré comida que me apeteciera. Si la hubiera encontrado, me habría hartado como todo el mundo».
Para Philip, como para mí, Kafka es una mezcla de pariente y predecesor. Mayor, remoto, icónico, «mítico». Mucho antes de saber que la madre de mi padre era judía, es decir, que soy «judía» hasta cierto punto, sentía ya esta extraña conexión con Franz Kafka: cada aforismo suyo tiene muchas probabilidades de quedar arraigado en el fondo de mi alma.
«Nadie más que tú podía entrar por esta puerta, porque esta puerta era sólo para ti. Ahora voy a cerrarla.»
El horror de la vida póstuma de la viuda me invade. La puerta que tengo delante, la única puerta por la que puedo entrar, se cerrará pronto.
Philip tuvo la bondad de escribirme poco después de la muerte de Ray. No una, sino dos veces.
Porque la primera vez no había respondido. Había puesto la carta de pésame de Philip -escueta y muy conmovedora- en una esquina de mi mesa, donde la veía cada vez que me acercaba. Una hoja de papel blanco, unas cuantas líneas a máquina. «Las pocas veces que nos vimos siempre me impresionó su calma y su amabilidad… Tienes tal fortaleza que saldrás adelante, pero ahora debe de ser una pérdida impresionante. Estoy pensando en ti.»
Esparcidas por mi estudio, igual que uno coloca piedras preciosas en una montura normal, hay cartas y tarjetas de condolencia de varios amigos nuestros. Pero la mayoría permanece en la gran bolsa verde, sin abrir. He respondido muy pocas. Me invade un extraño letargo, un miedo a las palabras que debe escribir la viuda.
«Gracias por tus condolencias. Gracias por acordarte de Ray y por acordarte de mí…»
¡Qué palabras tan banales, tan inútiles! Como la «nota de suicidio» que recorre mi cabeza gran parte del día y la noche, y que espero que tendré suficiente sentido común y orgullo para no compartir jamás con otra persona.
Si Hillary obtiene la nominación…
Si Obama obtiene la nominación…
Si los demócratas tienen, por fin, la mayoría en el Congreso…
¡Qué legado tan terrible son las guerras de Bush en Irak, en Afganistán!
Cuando nos despedimos en East 80th Street, Philip y yo nos damos un abrazo. Es un gesto sin palabras, entre dos personas maltrechas. Aunque le he dicho a Philip que Ray leyó Sale el espectro justo antes de ingresar en el hospital del que nunca regresó, no le he dicho que, para mí, los fragmentos más fascinantes en el libro tienen poco que ver con el protagonista y más con un amigo de Connecticut llamado Larry que, diagnosticado con cáncer, consigue introducir a escondidas cien pastillas para dormir en su habitación del hospital para suicidarse en un sitio en el que haya profesionales capaces de encargarse del cadáver. De esa forma, el esposo y padre ejemplar ahorra a su familia «todo lo que pudiera de los aspectos más grotescos del suicidio».
Estoy segura de que «Larry» era un vecino de Philip en Connecticut, pero no me atrevo a preguntárselo.
Conocimos a Philip Roth en el verano de 1974. Yo le había entrevistado para el primer número de Ontario Review, con una serie de preguntas escritas a las que Philip dio respuestas muy meditadas. Caminamos por Central Park, pasamos por el apartamento de Philip en el Upper East Side, no lejos del Museo Metropolitano de Arte, y pasamos varias horas juntos. Recuerdo que reímos mucho los tres. Recuerdo la cautela y el aire vigilante de Philip. Pero no estoy segura de recordar lo que escribí al terminar la entrevista, sobre el interior del piso de Philip, su estudio lleno de libros, entre ellos el clásico de Baugh Historia de la literatura inglesa, y, en una pared, una «fotografía oscura e interesante de Franz Kafka», la misma fotografía que, cuando era una estudiante idealista y amante de las letras en la Universidad de Syracuse, en el otoño de 1956, había pegado yo en la pared beige encima de mi mesa.
En una firma de libros en Nueva York, una figura alta con vaqueros, chaleco vaquero, camisa de algodón azul con las mangas dobladas cuidadosamente hasta los codos, se me acerca con siete libros para que se los firme a Lisette. No está claro si la persona es hombre o mujer, relativamente joven o no tanto, tiene una gorra de béisbol calada que le tapa parte del rostro.
– ¡Lisette! Es un nombre poco corriente.
– Sí. Eso creo -la voz es grave, ronca; ¿una voz de mujer?
– ¿Es usted Lisette?
– No. Lisette es mi novia.
Levanto la vista y veo que es una mujer -de treinta y muchos o cuarenta y pocos-, larguirucha, con el cabello corto de color arena, un rostro de huesos pronunciados y ojos muy claros. Reticente por naturaleza, quizá, pero con algo que la ha empujado a hablar como en confianza.
– A Lisette le encantan sus libros, y yo adoro a Lisette. Así que voy a regalarle éstos.
– Qué detalle por su parte.
En estas apariciones públicas, mi voz desprende una calidez que me sorprende. ¿Acaso mi viudedad es un espejismo, y esta figura pública, alegre y sonriente, es mi verdadero yo?
El compromiso de la viuda: «Aunque yo no sea feliz, puedo tratar de hacer felices a los demás».
– ¿Y cuál es su nombre?
– ¿Mi nombre? M'r'n.
– ¿Marian?
– Mar'n.
Habla a regañadientes, en voz baja. Como si tener el nombre que sea fuera poco importante para ella.
– ¿Y a qué se dedica?
– ¿A qué me dedico? Estoy jubilada.
– Parece demasiado joven para estar jubilada.
Es verdad. Ahora que lo pienso, la mujer de ojos claros y vestida con vaqueros es demasiado joven para estar jubilada. Hay algo en su forma de estar, precavida, tentativa, que sugiere la certeza de que va a sufrir dolor y el deseo de detenerlo; el deseo, más fuerte aún, de disimularlo. Tiene el fino rostro acalorado.
– Antes conducía un camión. Ya no. Lisette vive en Denver. Me voy a Denver a vivir con ella.
– ¡Denver! Eso está muy lejos.
Cuando firmo la primera página de mis libros, con la letra de estilo Palmer, grande y clara, que me enseñaron hace tanto tiempo en el colegio, siempre me siento un poco frívola, como si, en esos momentos, la fachada más sombría de la vida se cayera y detrás saliera a la luz una especie de fiesta de disfraces. Soy la Autora, y las personas sonrientes que hacen cola con paciencia para que les firme los libros son los Lectores. Nuestros papeles nos proporcionan una especie de satisfacción infantil, como esas bandejas de comida con compartimentos para que los alimentos no se mezclen. Las firmas de libros son quizá las únicas ocasiones en las que sonríen algunos escritores.
– No tanto. Puedo conducir. No me gusta volar, pero puedo ir conduciendo. Llenaré mi camión. Es sólo un viaje de ida.
Estoy firmando el penúltimo libro, un ejemplar de bolsillo de Blonde. Me da la impresión de que la misteriosa Lisette debe de ser rubia. Le pregunto a la mujer cómo se conocieron Lisette y ella y dice:
– Nos encontramos. En una librería. Quiero decir que nos chocamos, ¡de verdad! Me topé con Lisette. No quería hacerle daño, pero… así es como nos conocimos.
La mujer habla con sílabas cortantes, como alguien que lleva mucho tiempo sin hablar. Ahora tiene la voz ansiosa, casi excitada. Después de una lectura multitudinaria, es frecuente que haya una atmósfera festiva; desconocidos que hablan con desconocidos, mientras avanza la cola.
– ¿Y qué hace Lisette?
– Lisette no hace, Lisette es.
Lo dice de forma tan graciosa, que nos reímos las dos. La mujer de vaqueros está encantada de que le pregunten por la misteriosa Lisette.
– ¡Bueno! Buena suerte en Denver.
La mujer coge sus libros y los acuna con el brazo. Uno de los libros cae al suelo y ella se inclina a cogerlo, con dificultad. Se vuelve hacia otro lado y murmura sobre su hombro:
– Sí, gracias. Me va a ir bien. En cuanto llegue a Denver estaré bien y, en cuanto supere esta leucemia, estaré bien.
Al cabo de unos segundos, la mujer ha desaparecido. Siento un poderoso impulso de correr detrás de ella.
Pero ¿qué le diría? ¿Qué palabras? No tengo ni idea.
«Espero que sean felices. Lisette y usted, en Denver. Pensaré en usted. No la olvidaré.»
– Los tulipanes de Ray están floreciendo; están preciosos.
En el soleado jardín, mis amigos admiran media docena de tulipanes de color rojo intenso, algunos de color crema, con rayas rosas… Yo sonrío como si la vista de los tulipanes, la realidad de los tulipanes, aunque Ray ya no esté, fuera una especie de magia compensatoria por el hecho de que Ray ya no esté.
¿Por qué tienen que estar aquí los tulipanes de Ray, y no Ray? ¿Por qué debemos estar aquí nosotros, y no Ray?
Siento una amargura creciente, como de algo sin digerir. Es la amargura y la incredulidad del loco y viejo rey Lear después de que muera Cordelia.
Qué es la viuda -a cualquier edad, en cualquier estado- sino una variante del loco y viejo rey Lear.
Los preciosos tulipanes de Ray, los preciosos azafranes de primavera de Ray, los preciosos narcisos y junquillos plantados en una colina detrás de la casa, al final de un pequeño arroyuelo que vierte a nuestro estanque… El precioso cornejo de Ray aquí en el jardín, a punto de florecer.
Trato de no pensar: «¡Qué burla! Qué trivial es todo esto».
Por supuesto, intento ocultar mi agitación a mis amigos, que son tan especiales, a los que quiero por su generosidad, su bondad, su sentido común y su calidez. Son personas a las que Ray tenía gran afecto, incluso amor. Creo que sí: amor. Había/hay un amor (implícito) entre ellos.
En el hospital, cuando sugerí a Ray que llamara a Susan y Ron, al principio pensó hacerlo, pero luego cambió de opinión:
– Sería demasiado emotivo.
Al recordarlo ahora, me pregunto si Ray tuvo una vaga conciencia de que su enfermedad podía ser grave. De que tal vez no volviera a ver a Susan y Ron nunca más.
– Ésta era la época del año más feliz para Ray. Dentro de una o dos semanas… Le gustaba tanto…
– … su jardín era tan hermoso.
Es terrorífico cómo se aferra la viuda a estas cosas. Esta metáfora tan conocida: agarrarse a un clavo ardiendo. O es más bien sofocada con los clavos ardiendo.
Tratando de respirar. ¡Un poco de oxígeno! Lo justo para seguir adelante.
¿Por qué?
Cómo es lo importante. Por qué no puede preguntarse.
¡Anoche! Me acordaré mucho tiempo de anoche.
Pocas veces he tenido un impulso de morir -de extinguirme- tan fuerte como anoche. En casa de viejos amigos, que nos conocen a Ray y a mí desde hace casi treinta años.
En este escenario, que debería haber sido cálido y acogedor, «seguro», y no un «sumidero».
Porque por alguna razón, como si lo hubieran planeado de antemano (que estoy segura de que no), mis amigos no hablaron nada de Ray. El marido habló casi exclusivamente de política -Hillary/Obama, Bush/Cheney- y, peor aún, de los politiqueos universitarios de Princeton, mientras yo miraba fijamente una ventana, los reflejos de la mesa del comedor, intentando recordar cuándo había sido la última vez que habíamos estado Ray y yo en esa mesa, cuándo había sido la última vez que Ray iba a estar allí; me dolió que el marido no sólo no mencionara a Ray sino que me hablara como a los demás invitados, con su tono jocoso, como si las palabras que le salían de la boca, por exageradas que fuesen, cómicas, surrealistas, provocadoras, no fueran más que un espectáculo; un entretenimiento, una forma de pasar el tiempo; una especie de exhibición académico-intelectual no muy distinta a la exhibición del pavo real macho, que se tambalea bajo el peso de su magnífica cola extendida. Casi con calma pensé: «Esto es insoportable, no lo echaré de menos», y quise huir de allí, volver a casa y tragarme a toda prisa todas las pastillas posibles de mi alijo, antes de arrepentirme. «¡Lo que sea! Lo que sea menos esto.» Pero en cuanto salí de allí y me metí en el coche, en cuanto entré en esta casa, la terrible sensación se disipó, como si fuera un peso que literalmente se me había quitado de encima.
– ¿Cariño? Hola…
Porque éste es el lugar en el que me espera Ray. Si es que Ray está en algún sitio.
Cuando estoy con gente, me consume un dolor, un deseo de estar sola. Pero cuando estoy sola, me consume un dolor, la sensación de que es peligroso estar sola.
Sola, corre peligro mi vida. Porque el vacío es casi insoportable. Con otros, estoy a salvo.
No feliz, pero sí a salvo.
El basilisco, por ejemplo, no suele seguirme cuando salgo de esta casa. En medio de las charlas sobre política, el basilisco parece no tener ningún poder, ninguna presencia. Si nos preguntan: «¿Cómo estás?», no debemos responder: «Suicida. ¿Y tú?».
Sin embargo, mi felicidad está ahora con otra gente.
El otro día, en la universidad, fui auténticamente feliz, me sentí emocionada -aunque fuera un instante, aunque fuera patético- al leer el trabajo de una de mis alumnas; las revisiones de una joven que asiste a uno de mis talleres. Era un placer ver con qué capacidad había asimilado la autora nuestras críticas, cómo había revisado el relato para hacerlo más absorbente y cautivador desde el punto de vista emocional…
Y hay otros alumnos este semestre. Jóvenes escritores cuyo trabajo es importante y «prometedor»…
Debo tener fe en este contacto con los demás. En estas «relaciones», por pasajeras que sean.
Pero estas relaciones son pasajeras. Estas relaciones no son «reales», no son íntimas. Estás engañándote si crees que un compromiso profesional con otras personas puede compensar la pérdida de intimidad en tu vida.
«Deberías ver a un psicólogo», «especialista en duelos», «un grupo local, gente que ha perdido a sus cónyuges»; por supuesto, es verdad, éste es un consejo admirable, pero ¿en quién confiar? En esta época de memorias, ¿podemos fiarnos de que incluso profesionales no van a violar la confidencialidad?
Recuerden a ese psiquiatra que trató a Anne Sexton en los últimos años de su vida. No tuvo reparos en infringir la ética profesional al hablar de ella y revelar las fantasías más sórdidas y patéticas de una mujer enferma, en entrevistas con la biógrafa de Sexton.
Ésta es la era de las «revelaciones». El memorialista se critica terriblemente a sí mismo, como en una parodia de penitencia pública, y entonces da por sentado que la crítica, la denuncia y la humillación de otros están justificadas. Creo que eso es deshonesto e inmoral. Grosero, cruel e inconcebible.
Si bien las memorias son el género literario más seductor, también son el género más peligroso. Porque las memorias son un depósito de verdades que se exponen por separado, pero no pueden ser el depósito de la Verdad, que es tan ancha como el cielo, demasiado grande para poder abarcarla de una mirada.
Una amiga dice:
– Deberías escribir unas memorias. Sobre tu vida desde la muerte de Ray.
Un amigo dice:
– No debes escribir unas memorias. No sobre un tema así. Y todavía no.
Otra amiga me asombra al decir, con evidente seriedad:
– A estas alturas, seguramente has escrito ya el primer borrador de una novela sobre Ray. O, conociéndote, dos novelas…
No un amigo, sino un conocido de Princeton, me deja alucinada cuando me dice, con aire de reproche cordial:
– Estarás escribiendo una barbaridad, ¿eh, Joyce?
Me sorprende ver que los demás quieren creer que soy tan fuerte, estoy tan llena de energía… Mañanas en las que apenas puedo obligarme a salir de la cama, largos días en los que prácticamente cojeo de agotamiento, y la cabeza me zumba después de una noche de insomnio, y, sin embargo, me lanzan exclamaciones burlonas y jocosas como confetis sucios; cómo me irrita hasta el vocabulario de esas pullas: «Escribiendo una barbaridad, ¿eh?», porque ha aparecido una reseña mía en el New Yorker.; o en la New York Review of Books, o un relato escrito mucho antes de que muriera Ray ha salido en una revista; un libro recién publicado, escrito hace más de un año, en una época más inocente.
Por supuesto, la gente quiere pensar que la viuda es fuerte, más fuerte de lo que es o puede aspirar a ser. No sirve de nada -no es más que autocompasión- querer explicar que el «viejo» yo ha desaparecido y, con él, la «vieja» fortaleza; ese sentido de uno mismo que denominan propiocepción; en palabras de Oliver Sacks (citando a Sherrington), «nuestro sentido secreto, nuestro sexto sentido»…
… ese flujo sensorial continuo pero inconsciente desde las partes móviles de nuestro cuerpo… por el que vigilamos y ajustamos continuamente su posición, su tono y su movimiento, pero de una manera oculta para nosotros porque es automático e inconsciente.
(Oliver Sacks, «La dama desencarnada»,
en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero)
¡Eso es! Eso es, eso es lo que ya no es para mí. Como le dice a Sacks uno de sus pacientes, al intentar describir su inquietante sensación de que el yo crucial ha desaparecido, está inaccesible: «Es como si el cuerpo estuviera ciego».
El alma también puede estar «ciega». O lo que se considera el alma, en la parte del cerebro que contiene los impulsos y las chispas.
Para la persona sana -la persona «normal»-, la propiocepción es una cosa tan inconsciente como el oxígeno que respira. La persona herida, la viuda, se ha desencarnado; debe hacer un gran esfuerzo para convocar al «yo» desaparecido, como alguien que infla un globo enorme, que cada mañana está obligado a inflar un globo de tamaño natural, un balón que eres tú, un esfuerzo agotador y deprimente porque no parece tener ninguna utilidad concreta más que crear un globo de tamaño natural en el que vivir y del que, poco a poco, va a escaparse el aire, durante las doce horas siguientes, hasta que una puede caer «dormida», en una especie de bendita inconsciencia. Pero, a la mañana siguiente, debe reanudar el esfuerzo.
¡Una y otra vez!
Para los sanos, no requiere ningún esfuerzo especial estar «sanos». Para los heridos, requiere tanto esfuerzo fingir que están «sanos» que la pregunta constantemente al acecho, al alcance de la mano, es: «¿Por qué?».
Nuestros amigos me han dejado dos tiestos de romero, «para recordar». Plantaré uno en el jardín bajo la ventana en la que veía muchas veces a Ray, leyendo el New York Times, o extendiendo papeles de trabajo, y el otro en el cementerio de Pennington, junto a la lápida de la tumba de Ray.
– Hoy. Sin falta.
Si lo convierto en una especie de ceremonia, quizás pueda hacerlo. Al menos, empezar.
Voy a sentarme en el jardín, en un banco de hierro blanco junto a los tulipanes de Ray, bajo el tibio sol de principios de abril, y empezaré a abrir cartas.
Las cartas de condolencia, de pésame, de conmiseración, que guardo en una bolsa verde -a estas alturas, una bolsa bastante pesada- y que no he sido capaz de abrir. Ahora pienso con calma e incluso cierta excitación: «Voy a hacerlo. Por supuesto que debo hacerlo. Ya soy lo bastante fuerte».
26 de febrero de 2008
Me entristeció muchísimo enterarme de la muerte de Ray. Lo recuerdo como un hombre muy amable y educado. Uno se sentía -¿cómo decirlo?- seguro bajo su mirada, contemplado, y en la maravillosa presencia de una mente mesurada e inteligente. Con su enorme integridad y su enorme franqueza, a través de su propia presencia, daba fe de una bondad humana que nunca olvidaré. Aunque no lo conocía bien, mi vida se enriqueció gracias al contacto con él. No puedo imaginar el dolor que sentirás por su pérdida, pero quiero que sepas que estáis muy presentes en mis pensamientos. Recuerdo una ocasión en la que os vi a Ray y a ti en Princeton, junto a la carretera: os habíais bajado de las bicicletas para ayudar a un animal herido, creo que era un cervatillo. O tal vez habían matado a la madre y estabais rescatando a la cría. Después de todos estos años, todavía me viene a la mente…
Esta carta, de un amigo poeta que después se mudó de Princeton a Nueva York, es la primera que he sacado de la bolsa de Earthwise. Su lectura me deja temblando, mordiéndome los labios para no llorar. Qué desorientada -qué desencarnada- me siento, sentada aquí al sol, en esta mañana de abril de 2008, pero sumergida tan de pronto en el pasado: «os habíais bajado de las bicicletas para ayudar a un animal herido…». Fue en Bayberry Road. Desde luego que lo recuerdo. Y me da vergüenza no haber respondido a esta bella carta, escrita con tanto mimo. Ni siquiera la había leído hasta ahora, y no había respondido, y han pasado semanas, y estoy avergonzada.
Han pasado demasiadas cosas. Demasiadas cosas han escapado de mi control.
De pronto, siento ansiedad. No sé si es buena idea, abrir el correo. Llamo a los gatos -«¡Reynard! ¡Cherie!»- para que me hagan compañía. La puerta de la cocina está entreabierta y uno de los gatos sale, vacilante, cauteloso. Es Reynard, el más viejo, que anda con dificultad; la otra, Cherie, ha empezado a fiarse más de mí, quizá porque se da cuenta, con la astuta sabiduría gatuna, de que ya no nos tenemos más que la una a la otra, Ray no va a volver nunca más para darle el desayuno y dejarle que se siente encima del New York Times mientras intenta leerlo.
Los dos gatos aparecen parpadeando como si les deslumbrase el sol. Ambos se extienden en la terraza de baldosas, al sol. Reynard mueve la cola, lo cual significa que está incómodo, intranquilo. Cherie disfruta del calor y se da la vuelta para mostrar su estómago peludo de color gris claro, en una postura de hermoso abandono. Quiero llamar a Ray para que vea los gatos al sol; Cherie le daría risa.
– ¿Cariño? ¿Dónde estás? Ven a ver esto.
Un joven ciervo junto a la ventana de mi estudio, unos pavos silvestres que pasan por delante, cardenales rojos, arrendajos y pajaritos en el baño colocado para ellos:
– ¡Cariño, ven a ver! Deprisa.
En junio, fui corriendo al estudio de Ray a decirle que viniera al mío, para observar, a unos seis metros, a una cierva dando a luz dos crías diminutas en una zona boscosa frente a mi ventana.
Observamos fascinados. Era una imagen asombrosa: la cierva tan tranquila, los partos tan aparentemente fáciles y sin esfuerzo; las crías, del tamaño de gatitos, se pusieron de pie casi de inmediato, sobre sus patas larguiruchas, y pudieron andar, aunque de forma un poco inestable.
La rapacidad de la naturaleza es tal que un ciervo recién nacido tiene que poder andar y correr al poco de nacer. Si no, los depredadores lo devoran.
En Mercer County, Nueva Jersey, no existen depredadores naturales. En otoño e invierno está la caza, en los lugares autorizados. Pero no en las zonas residenciales. No aquí.
Un invierno, antes de que el Ayuntamiento de Hopewell prohibiera esta muestra de ingenuidad bienintencionada, Ray esparció comida para ciervos en una de nuestras terrazas de piedra, donde podíamos observarlos a través de las paredes acristaladas de nuestro salón y nuestro solario. Al principio nos encantaron los ciervos, varias hembras y un joven macho, que se acercaron a comer; al día siguiente, el número de ciervos se había duplicado; al día siguiente, triplicado; al final, había tantos ciervos, tantos ciervos irascibles y ruidosos, incluido uno muy agresivo que no dejaba acercarse a los más jóvenes, resoplando y pateando, que Ray dijo:
– Me parece que ésta no ha sido una buena idea.
Se acabó la comida para los ciervos. Siguieron apareciendo durante un tiempo, mirando nuestras ventanas con expresiones de mudo reproche animal.
La cosa más extraña por la que llamé una vez a Ray a que viniera a la ventana de mi estudio parece inverosímil al contarla: un cervatillo pasaba junto a mi ventana y, detrás de él, un pavo silvestre muy agresivo le picoteaba los talones. Observamos con asombro hasta que los dos desaparecieron por la esquina de la casa: el ciervo corriendo y el pavo silvestre, detrás. Ray dijo:
– Si no lo hubiéramos visto, nunca nos lo habríamos creído.
Ray solía decir: «Es muy difícil hacer nada en esta casa, con todas las cosas que suceden al otro lado de nuestras ventanas».
Ahora estoy tratando de recordar: ¿cuándo nos vio nuestro amigo poeta «rescatando» al cervatillo? ¿Hace cinco años? ¿Diez? Íbamos en bicicleta por Bayberry Road cuando descubrimos un cervatillo diminuto, aparentemente abandonado, en la cuneta. Fui ingenua y me traje al cervatillo a casa en el cesto de la bicicleta, envuelto en mi jersey, y, cuando llamamos al Refugio de Animales de Hopewell, nos regañaron por «entrometernos»; deberíamos haber dejado al cervatillo exactamente donde lo habíamos encontrado, y se suponía que la madre habría acabado por volver y se habría reunido con su cría.
– Sí, pero ¿y si no vuelve? -preguntó Ray.
Fuimos en coche a devolver el cervatillo. Lo dejamos en la cuneta. Cuando volvimos un rato después, no había rastro del ciervo.
El principio parece ser: «¡No interfieras con la naturaleza!».
Las siguientes cartas que saco de la bolsa no me dan tanta pena, aunque son unas expresiones de pésame muy pensadas y amables. La viuda se entera de que la muerte de su marido es tema de preocupación para otros, no sólo para ella; y se supone que eso debe consolarla. «Queríamos mucho a Ray.» «Ray era un hombre humano, digno, listo, sabio y amable. Es una pérdida irreparable…» Y ésta, de otra antigua residente en Princeton, una escritora que ahora vive en Filadelfia:
Qué triste estoy de que Ray haya fallecido. Echaré de menos sus ojos ágiles y brillantes, su humor y su gran corazón. Cuando estaba con Ray, su bondad me daba un dulce confort.
Qué misteriosa es la muerte. Cuando [mi pareja] murió, sentí gran consuelo en la búsqueda de palabras para expresar lo que estaba experimentando, que era algo completamente nuevo, un lugar en el que no había estado nunca, a pesar de toda la muerte que había visto a mi alrededor. Como sé cómo escribes, no me cabe duda de que ya estás terminando la primera de muchas novelas que te ayudarán a analizar lo que experimentas ahora…
Ante estas palabras, empiezo a temblar. Estoy temblando de frío, de furia contenida. «Como sé cómo escribes, no me cabe duda de que ya estás terminando la primera de muchas novelas…»
Desde luego, esta amiga escritora no quiere ser cruel. No quiere burlarse ni ridiculizarme. Sé que tiene buena intención; ha escrito una carta atenta e incluso profunda que no debo juzgar desde mi perspectiva desesperada. ¡Terminar una novela! ¡Si no he podido ni escribir una nota de agradecimiento!
He apartado las primeras cartas. Sé -soy muy consciente- que la «buena educación» obliga a la viuda a responder a cada expresión de condolencia (a no ser que el remitente haya indicado «Por favor no contestar»), pero todavía no estoy lista para empezar esas respuestas.
Meto la mano a ciegas en la bolsa. Sobre todo hay tarjetas, algunas muy bellas y aparentemente hechas a mano, pero también hay muchas cartas, escritas a máquina y a mano. ¡Cómo le sorprendería a Ray esta avalancha de compasión!
No puedo asimilar que Ray haya muerto. Y ahora que no puedo seguir negando esta noticia triste y terrible, no entiendo, ni entenderé, el porqué de esa injusticia. Concibo la justicia en términos egoístas, en función de mí mismo, y Ray era mucho más joven que yo. Además, era extraordinariamente guapo y esbelto. Así que supongo que siempre cuidaba la dieta y el ejercicio. Por otra parte, si la bondad tiene algo que ver con la justicia, Ray era un hombre bueno, sabio, amable y de lo más cortés… Cuando pienso en la cualidad de «calma ante el peligro», pienso de inmediato en Ray Smith. Supongamos que Ray y yo nos encontráramos en una pequeña embarcación en Nantucket y estuviéramos a punto de hundirnos en una tormenta típica de la zona. Sin saber nada de lo que entendía Ray de barcos, estoy seguro de que Ray habría conservado la calma y siempre habría tomado la decisión acertada.
No logro meterme en la cabeza que no vamos a volver a ver a Ray Smith nunca más. No puede ser verdad. Fuisteis tan buenos con nosotros, fuisteis los primeros en invitarme a cenar cuando estaba en pleno tratamiento de radiación… Nos acogisteis en vuestra casa y conseguisteis que me sintiera sano y normal. Seguramente no te acordarás de aquella noche, pero yo, sí. Me senté al lado de Ray y pasé una noche estupenda. No hablamos de enfermedades. Ray estaba encantado con sus pájaros y sus flores y contigo, su amada.
Kate ha venido temprano esta mañana para decirme que Ray ha muerto esta noche, y nos hemos sentado en la cocina a recordar a nuestro querido amigo y a tratar de ver en qué podíamos ayudarte, pese a saber que no podíamos. Liz dijo: «En nuestro pueblo, habríamos asado un jamón para llevárselo», pero en Princeton no parecía apropiado.
Te escribo para darte mi más sentido pésame. Sé que la relación tan especial que teníais (tenéis) Ray y tú es la única cosa que puede consolarte, aunque sea la fuente de tu dolor. Todo el mundo le respetaba. En estos tiempos tan terriblemente groseros, era un auténtico caballero… Resultaba relajante hablar con él. Y siempre me encantaba veros a los dos juntos. Se veía lo a salvo que te sentías con él. Espero que no te sientas insegura ahora. Si hay algún acto benéfico en su nombre, por favor, házmelo saber.
Me sorprendió y deprimió enormemente enterarme de la muerte de Ray. Parece que fue ayer cuando hablamos por última vez. Le admiraba muchísimo; ¿sabías que Ontario Review publicó mi primer relato de memorias…? Con los años, el apoyo de Ray (y el tuyo) lo ha sido prácticamente todo para mí. El próximo número de Pushcart Prize estará dedicado a Ray, y mis comentarios en Symphony Space el 26 de marzo, también… Un pequeño homenaje a Ray.
De un escritor amigo que perdió hace poco a su hija, ya adulta:
Tú y yo sabemos que no hay nada que se pueda decir que verdaderamente ayude ante una pena insondable. Pero espero que hayas vuelto a escribir o que vuelvas pronto. Es difícil escribir cuando no hay alegría. (Yo no he conseguido volver a empezar todavía.) Sin embargo, es nuestra única salida. ¿No? Y tú proporcionas mucha alegría a otras personas. Saldremos de ésta, estoy seguro, acabaremos por alcanzar un punto en el que seamos capaces de vivir con una tristeza profunda, pero vivir, pese a ella. Mientras tanto, quiero que sepas que cuentas con nuestro cariño, que nunca desaparecerá.
De un antiguo colega en la Universidad de Windsor, hoy destacado escritor canadiense:
Recuerdo a Ray con afecto, no sólo por todo lo que trabajó, junto contigo, para publicar mi primera colección en Estados Unidos, sino simplemente por cómo era… Te envío esta tarjeta religiosa por una cosa que me dijo Ray hace años. Me contó que su padre había estado más orgulloso de él cuando lo nombraron monaguillo que cuando obtuvo su doctorado. De modo que esto es para el antiguo monaguillo que consiguió un doctorado y mucho más.
Y otra colega canadiense:
Lamento muchísimo tu pérdida y espero que puedas llorar abiertamente y sin problemas. No existe consuelo posible, lo sé. Estuvisteis muy juntos durante mucho tiempo. Hace más de treinta años, la gente os veía pasear de la mano. No tiene más remedio que ser muy duro, pero no te sientas sola, por favor… Cuando murió mi madre, adopté la técnica Gestalt de decirme a mí misma, siempre que me atenazaba la pena: «He decidido tener una madre que está muerta», y eso me ayudó… Al cabo de un tiempo, es masoquista resistirse o lamentar lo que es una realidad.
Ray era un perfecto caballero, un alma buena y honrada y amable. Muchas veces me pareció la pareja ideal. Parecía muy cómodo siendo el marido de una… escritora. Pocas escritoras tienen a alguien como Ray. Cuando aconsejo a estudiantes e incluso a mis propias hijas, Ray era uno de mis modelos de «hombre perfecto». Les hablaba siempre de un hombre que pudiera apoyar sus esfuerzos y sus logros como si fueran de él con sinceridad, sin celos ni egoísmo.
Voy a echar de menos a Ray, pero siempre sentiré su presencia. Siempre será uno de los hilos que tejieron mi personalidad…
No he escrito porque no quería obligarme a saber que Ray no volverá a ponerse al teléfono nunca más…
Me he dado cuenta de que nunca te había visto sola, sin Ray; siempre os he visto juntos. No puedo imaginaros separados…
¡Cartas de viudas! Éstas las leo con avidez. Aquí hay un lenguaje especial que estoy empezando a comprender.
Has estado constantemente en mis pensamientos, porque conozco la desolación que produce la pena por la muerte del ser más próximo y amado. Ahora bien, qué privilegio que en esta vida haya un matrimonio como el vuestro, que combinaba en perfecta armonía el amor y el trabajo. Desde el primer momento en que os conocí a Ray y a ti, admiré vuestra colaboración enriquecedora y el afecto con el que os tratabais uno a otro… Aunque es posible que no te ayude a aliviar la tristeza de tu vacío, te transmito algo que [mi difunto marido] me dijo en los días anteriores a su muerte: «Estarás destrozada por la pena el resto de tu vida, pero no pierdas tu vitalidad».
No hay manera fácil de superar lo que estás viviendo. Lo sé muy bien. Nada de lo que diga nadie va a hacer desaparecer el dolor. Siempre echaré de menos la vida que tenía [con mi difunto marido], y, hasta el día de hoy, sigue siendo igual de conmovedora, significativa y monumental.
Después de casi dos años, mis heridas están menos abiertas, pero recuerdo sin cesar [a mi difunto marido] y estoy empezando a encontrar reconfortante que siga viviendo en mi corazón. Quiero mantener viva su memoria… Creo que estuve en estado de shock durante mucho tiempo después de su muerte, casi no podía ni funcionar. Me resulta difícil saber cómo te las arreglas para seguir dando clases, para seguir representando tu personaje público… Por favor, compadécete de ti misma. La herida sanará por su cuenta y a su debido tiempo. Pero lo que sí necesitas es tiempo para ti misma. Cómo me gustaría que estuviéramos más cerca. Llámame en cualquier momento. Te quiero, Joyce, y te mando un abrazo y un beso a través de estos kilómetros.
… una nota para decir cuánto he pensado en ti desde que murió Ray; lo definitiva que es la muerte es la cosa más obvia y, al mismo tiempo, la más asombrosa: me costó mucho tiempo recuperarme del asombro por la muerte [de mi marido], pese a que había sido en realidad muy previsible (lo veo ahora). Espero que estés bien y trabajando; escribir, al principio, otro aspecto difícil más, porque no había nadie que lo leyera. Pero lo hay…
Desde el primer correo electrónico que me enviaste aquella mañana de lunes con la espeluznante noticia, me he dado cuenta de esto: aunque estabas en pleno shock, en un momento en el que vivir sin Ray seguramente te parecía impensable (como supongo que todavía te parece), cuando, si tu experiencia fue como la mía, quizá no querías seguir viviendo, aun con eso, las palabras que escogiste mostraban una capacidad de resistencia y una intención de superarlo y recuperar tu vida. Me di cuenta porque no todo el mundo las tiene; creo que es una cosa involuntaria, pero yo me sentí también así cuando me quedé viuda tan de pronto. Luego, cuando estabas en casa de Jeanne, vi que, a pesar de la pena terrible que estabas sufriendo, no estabas deprimida: estabas alerta, te dabas cuenta de las cosas, participabas en la vida que te rodeaba. Me sentí aliviada y contenta de verlo. No es que nadie «lo supere». Hace poco, una persona dijo que estaba contenta de que yo hubiera «superado» la pena por mi marido y me apresuré a preguntarle: «¿Qué te hace pensar que la he superado?». Y [mi marido murió] hace veinte años.
Querida Joyce, sabes que las palabras se descomponen y te fallan en momentos así…
Sí. Las palabras pueden ser «impotentes», pero las palabras son lo único que tenemos para apuntalarnos contra nuestra ruina, igual que sólo nos tenemos uno a otro.
Ha pasado una hora. El sol se ha movido. Los dos gatos se han ido del jardín y estoy sola, y la soledad me pesa como una cosa cargada de plomo. De lo incorpórea que me siento da fe el hecho de que tengo que pensar, que recordar dónde estoy; por qué estoy aquí, fuera, en el jardín.
¡Cuántas cartas y tarjetas! ¡Cuánta compasión, cuánta bondad!
Quiero empezar a contestar las cartas. He sacado conmigo unas postales, y la libreta de direcciones de Ray, además de la mía; pero de pronto me siento aletargada, como si me estuviera hundiendo. «Esto es un error. No puedo hacerlo. Todavía no.»
En todo este rato -hora y media-, no he abierto más que una fracción de las cartas en la bolsa. La bolsa sigue llena de cartas y tarjetas y lo siento muchísimo, pero no puedo hacerlo.
Por favor, perdóname, si eres uno de los que me escribieron. La persona a la que te dirigías ya no está aquí, y no estoy segura de quién es esta que ocupa su lugar.
De forma impulsiva -e ingenua-, habíamos ido a vivir a Beaumont, Texas.
De todos los lugares poco esperables, esa ciudad industrial de la costa suroriental de Texas, cerca del límite con Louisiana, a finales de verano de 1961.
El primer trabajo de Ray como profesor fue en Lamar College, en Beaumont: un puesto de ayudante de profesor que él se había apresurado demasiado a aceptar nada más casarnos en enero de 1961. Pensaba que debía tener un trabajo, y un trabajo razonablemente seguro, para «mantener» a una esposa. Con su doctorado en literatura inglesa del siglo XVIII por la Universidad de Wisconsin, Ray había llamado la atención del Departamento de Lengua y Literatura Inglesa de Lamar, igual que se la había llamado a los departamentos correspondientes de otras universidades que le habían hecho también ofertas de puestos similares; recuerdo que una estaba en el norte de Wisconsin, junto a la frontera canadiense.
Por alguna razón, habíamos imaginado que Texas podía ser romántico. Sabíamos que Texas estaba lejos. Por mucho que en retrospectiva parezca una locura, los dos habíamos querido poner cierta distancia entre nuestras familias y nosotros… Queríamos ser «independientes».
En años posteriores, acabé estando tan unida a mis padres, que ahora me parece increíble que alguna vez pensara eso. Ray también se sintió cada vez más unido a su familia de Milwaukee, una vez que murió su padre.
En los primeros años sesenta, se suponía que un hombre debía «mantener» a su mujer. No era nada corriente que una mujer, aunque tuviera un máster en Lengua y Literatura Inglesa por la Universidad de Wisconsin, quisiera o pudiera trabajar; y, cuando me presenté para ser profesora en Lamar College o, más tarde, con una ingenuidad que no consigo comprender, en varios institutos de Beaumont y sus alrededores, rechazaron mis solicitudes.
En Lamar, aunque el presidente del Departamento de Lengua y Literatura Inglesa había insinuado a Ray durante su entrevista que, si yo terminaba mi máster, quizá podría «utilizar a Joyce» como profesora de primer curso, al final no quiso contratarme; fue una sorpresa y una desilusión. En las escuelas públicas de Lamar, sólo podían dar clase los profesores con títulos en educación, preferiblemente de universidades estatales de Texas.
(El sistema de escuelas públicas estaba rigurosamente segregado, como la ciudad de Beaumont. Ray y yo teníamos poca idea de todo esto cuando nos fuimos a vivir allí, pero pronto nos enteramos de que los «negros» eran muy distintos de los «blancos»; tan distintos que parecían hablar un dialecto extrañísimo que era casi ininteligible para nuestros oídos norteños.)
¡Qué entrevistas tan humillantes! Recuerdo a una «supervisora adjunta» de las escuelas públicas de Beaumont que me miraba con frialdad como si, con mis títulos de la Universidad de Syracuse y la Universidad de Wisconsin en Madison, y alguna publicación que otra que figuraban en mi curriculum, yo fuera una especie de impostora subversiva.
– Su licenciatura fue en Lengua y Literatura Inglesa -dijo, frunciendo el ceño-, y su opción fue fi-lo-so-fí-a.
Pronunció fi-lo-so-fí-a con tanto cuidado como si fuera una enfermedad rara.
Sí, dije, vacilante. Eso es.
– ¡Bueno! -dijo, con una sonrisa de triunfo-, ¿estudió usted fi-lo-so-fí-a en el bachillerato?
No, reconocí.
– ¿Entonces cómo puede pretender enseñarla en nuestros institutos?
Tenía razón. Había descubierto mis pretensiones.
– No enseñamos fi-lo-so-fí-a en las escuelas públicas de Beaumont, señora Smith.
El triunfo de la mujer fue total. Mi solicitud fue rechazada.
Con mi disgusto, no supe qué responder salvo murmurar gracias e irme a toda prisa.
En el aparcamiento, Ray me esperaba en nuestro Volkswagen negro de segunda mano. (¡Nuestro primer coche! Habíamos tenido que pedir prestados 100 dólares al hermano de Ray para comprarlo.) Al ver la desolación en mi rostro, Ray me apretó la mano y dijo:
– No importa, cariño. Puedes quedarte en casa y dedicarte a escribir.
Magro consuelo, pensé, para un rechazo profesional tan humillante.
¡Beaumont, Texas! Durante el resto de nuestra vida -durante casi cinco decenios-, cuando Ray y yo nos encontrábamos, como ocurría a menudo, con alguna crisis medio seria medio cómica, siempre decíamos: «¡Pero no estamos en Beaumont!».
O: «Al menos no estamos en Beaumont».
Mi recuerdo de esta ciudad del este de Texas, junto al golfo de México, uno de los puntos del «Triángulo de oro» (Beaumont, Port Arthur, Orange), es vívido y visceral: el aire era húmedo y turbio; sabía a naranjas podridas, con un regusto químico muy fuerte por debajo; al atardecer, el sol estallaba en tonos apocalípticos de rojo, naranja fuego, morado; «¡Qué precioso está el cielo!», exclamaban los residentes, como si aquellas puestas de sol fueran una señal de Dios y no consecuencia de la contaminación producida por las refinerías de petróleo, entonces en plena expansión, de la costa.
El recuerdo predominante que nos quedó de Beaumont, aparte de la bruma permanente, fueron las esperas, ¡esperas y esperas!, en largas filas de coches ante los pasos a nivel, mientras unos interminables trenes de carga cruzaban despacio. Llovía casi todos los días, a veces con mucha fuerza; del golfo entraban vientos de galerna y la amenaza de los huracanes; tras las lluvias torrenciales y las inundaciones subsiguientes, las carreteras se quedaban con frecuencia intransitables o incluso con trechos que desaparecían; en más de una ocasión, una fila de coches tenía que sortear el cuerpo hinchado de un novillo; en todas partes había cadáveres de serpientes -algunas de una longitud inquietante-, rotos y aplastados sobre el asfalto. Otra broma constante de nuestro matrimonio -si broma es el término apropiado para el recuerdo de un incidente lleno de alarma, repugnancia y casi histeria- era la referida a las Periplanetas americanas de la región, unas cucarachas enormes con alas que parecían estar en todas partes y ser invencibles. A mitad de nuestra primera noche en un dúplex amueblado que habíamos alquilado no lejos del campus de Lamar, convencí a Ray de que investigara un ruido de correteo que se oía en el dormitorio, y Ray, con la linterna, descubrió una masa de cucarachas; a esas alturas, yo estaba ya subida a una silla, dando absurdos gritos de terror; Ray consiguió echar las cucarachas fuera con una escoba, y después me aseguró que los ejemplares más grandes, en realidad, se le habían «enfrentado», le habían «mirado fijamente».
A la mañana siguiente descubrimos con horror que el dúplex estaba infestado: colchón, muelles, sofá, sillas, armarios, armarios empotrados, el interior de las paredes. En un ataque de pánico, nos mudamos a un apartamento en un barrio más elegante de Beaumont que, con el modesto sueldo de Ray, no podíamos permitirnos en realidad.
Recuerdos así crean la intimidad más intensa.
Cuando uno es joven, los peores errores pueden acabar siendo para mejor. Fue un terrible error ir a vivir a Beaumont, Texas, un terrible error que mi marido aceptase un puesto de profesor en Lamar College, donde, al final del primer semestre, Ray Smith causó un pequeño escándalo al calificar a sus alumnos como si estuvieran en Wisconsin, pese a que le habían contratado para «elevar el nivel»; fue un error, y habría sido motivo de tensiones en muchos matrimonios, que una pareja de recién casados se fuera a vivir a una zona tan remota del país, donde no conocían a nadie, a cientos de kilómetros de sus familias.
Sin embargo, en cierto modo, nuestros ocho o nueve meses de exilio en Beaumont fueron muchas veces idílicos, tiernos, íntimos y, desde luego, productivos. Aquellos meses nos unieron tanto, nos volvieron tan dependientes el uno del otro -como no lo habíamos sido cuando vivíamos en Madison, Wisconsin, e íbamos a clase-, que nos «comprometimos» así para toda la vida, cada uno el amigo y compañero más íntimo del otro.
Entonces fijamos una rutina en nuestra vida familiar: trabajar durante el día, un paseo a media tarde, cena, leer o trabajar por la noche, hasta la hora de acostarse. Mientras Ray daba clase en la universidad, en un gran edificio cúbico y achaparrado de hormigón sin ventanas -construido así para ahorrar en aire acondicionado, dado el clima implacable de Beaumont-, yo afrontaba mi nueva soledad reescribiendo el manuscrito de unos relatos breves y comenzando una nueva novela, inspirada en parte por el inhóspito paisaje tejano y mi sensación de estar in extremis, tan lejos de todo lo que me resultaba familiar. Tanto los relatos como la novela trataban temas «filosóficos»: la exploración, en forma de ficción, de las ideas de la predestinación y la autonomía que tanto me habían fascinado cuando era estudiante en Syracuse.
Nunca en mi vida me había sentido tan aislada, unida al mundo a través de una sola persona, mi marido. Nunca había tenido tanto tiempo ininterrumpido para trabajar, porque antes había sido estudiante, y la vida del estudiante está fragmentada y gobernada por los horarios; ahora, a solas durante horas, podía sumergirme en mi escritura, como quien se hunde en el mar. Aquel aislamiento podría haberme ahogado; había mañanas, días enteros, en los que sentía un ligero pánico de pensar que quizá estaba cometiendo un error, otro error, al lanzarme a lo que antes me había parecido demasiado arriesgado: una vida de escritora.
Siempre me había parecido, y me sigue pareciendo, que es una muestra de presunción, de soberbia, decir que uno es «escritor», «artista». En el mundo obrero y sin cultura de mis padres y mis abuelos, una afirmación así se habría recibido con incredulidad e incluso irrisión. El tono burlón de la responsable de las escuelas públicas de Lamar era exactamente el tipo de reacción que uno podía encontrarse en el norte del estado de Nueva York en aquellos años: «¿Fi-lo-so-fí-a?».
En nuestro piso sin cucarachas (más o menos) de un barrio a las afueras de Beaumont -¡la calle tenía el lírico y hortera nombre de Sweet Gum Lane!-, tuve tiempo para leer con calma a todos los escritores que, durante la carrera, me habían parecido más atractivos, cautivadores, fascinantes: Dostoievski, Kafka, Pascal, Spinoza, Nietzsche, Mann, Sartre, Camus. Uno de mis profesores, Donald Dike, había impartido clases sobre la obra en prosa de un escritor del que nadie había oído hablar, Samuel Beckett: Molloy, Malone muere y El Innombrable. Cuando, poco después de conocernos, Ray se enteró de que había leído a Beckett en clase y había escrito un ensayo sobre su trilogía en prosa que me habían publicado en una revista crítica universitaria, me miró con cierta sorpresa y sonrió:
– ¡Vaya! Debes de ser seria.
Tal vez es cierto que era seria. Pero mi seriedad no fue nunca un impedimento en mi matrimonio.
En Madison, y cuando había vivido en Milwaukee, antes de empezar los estudios de posgrado, Ray también había querido ser «escritor»; fue entonces cuando comenzó el manuscrito que luego titularía Black Mass, en el que trabajó de manera intermitente durante años. Cuando me lo daba para que lo leyera era a trozos -algunos capítulos que le parecían «menos incoherentes» que otros y algunos fragmentos que pensaba que podían ser «bastante buenos»- pero, en general, tenía dudas, y no quería que le animara yo, su joven y enamorada esposa.
– Lo que tú me digas no puede ser objetivo. Tú querrás protegerme de las críticas.
No, dije, ¡por supuesto que no!
Pero seguramente era verdad. Seguramente es verdad siempre que leemos algo que ha escrito una persona a la que queremos y a la que no nos gustaría hacer daño. Lo que deseamos es hacer felices a esas personas, lo que deseamos es ser el instrumento para hacer felices a esas personas, y las críticas objetivas no tienen terreno abonado en esa situación.
Por esos motivos, y otros más personales, no quise nunca darle a Ray mis obras de ficción. La reacción de Ray ante mi trabajo habría sido probablemente idéntica a la que tenía ante mi labor de cocinera: «¡Cariño, esto está muy bueno!», o: «Cariño, esto es excelente».
Aunque Ray Smith era muy mordaz con otros y fue una figura polémica en el Departamento de Lengua y Literatura Inglesa de Lamar -donde en su primer semestre suspendió a más alumnos que el resto de sus colegas juntos, y con muchas más notas muy bajas-, con mis escritos, no solía ser nada crítico; en realidad, nunca criticó nada de lo que le daba a leer, siempre se mostró alentador y entusiasta. Durante más de cuarenta años, Ray leyó mis ensayos y mis reseñas con la mirada aguda e implacable de alguien formado por los jesuitas para detectar errores gramaticales y de lógica: era el editor ideal, de los que señalan a lápiz sus comentarios.
Ahora pienso, al escribir esto, que Ray nunca lo verá…
Nunca más veré un «poco claro» escrito a lápiz, ni la sutileza de un «?».
El matrimonio ideal es el formado por un escritor o escritora y su editor, si éste es, a la vez, su más íntimo amigo y compañero.
En los huecos que me dejaban mis largas jornadas de escribir en una mesita plegable en el dormitorio de Sweet Gum Lane, decidí empezar mis estudios de posgrado en la Universidad Rice -que entonces se llamaba Instituto Tecnológico Rice-, en Houston, a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia; supongo que, para alguien que aspiraba a dar clases en la universidad, era el siguiente paso necesario. No me gustaban demasiado la especialización ni la inmersión en documentos históricos que constituían, o constituyen, la esencia de los estudios de posgrado en Literatura Inglesa, pero estaba deseando ser autosuficiente; no quería que mi marido me mantuviera de manera indefinida; me parecía injusto que Ray tuviese que trabajar en unas circunstancias tan desagradables mientras yo tenía tiempo para escribir. A mitad de semana tomaba el autobús a Houston y asistía a dos seminarios, que daban gran énfasis a los documentos históricos: Shakespeare, el siglo XVIII; Ray iba luego en el Volkswagen a recogerme, cenábamos y nos quedábamos a pasar la noche en un hotel, y volvíamos a Beaumont por la mañana. ¡Qué romántico era! El mero hecho de escapar de Beaumont era un gran alivio; Houston era una ciudad, y Rice era un oasis bellísimo, un campus de tanto prestigio que, cuando conté a la mujer de un profesor de Beaumont que estaba haciendo un curso de posgrado en la universidad, la mujer me miró con asombro:
– Pero si es dificilísimo entrar en Rice; debes de ser muy lista.
Abandoné de pronto los estudios de doctorado en Rice cuando descubrí un día, durante el trayecto en autobús a Houston, que un relato que había publicado en una revista literaria figuraba en la «lista honorífica» de The Best American Short Stories 1962, la colección de relatos editada por la prestigiosa Martha Foley.
Es probable que Ray leyera algunos relatos -o incluso todos- recogidos en mi primer libro, By the North Gate, porque estaba dedicado a Raymond Smith. No creo que leyera mi primera novela, With Shuddering Fall, escrita en su mayor parte durante nuestro exilio en Beaumont.
Recuerdo leer a Ray un aforismo de Nietzsche, que iba a utilizar como epígrafe para With Shuddering Fall: «Lo que se hace en nombre del amor siempre está por encima del bien y del mal».
Ray me pidió que se lo repitiera.
– «Lo que se hace en nombre del amor siempre está por encima del bien y del mal.»
El astuto editor formado en los jesuitas dijo:
– Siempre; haría un círculo en siempre, con una interrogación.
Y aquella mañana en la que llamé a Ray -desde un teléfono público en una gasolinera cercana (éramos demasiado pobres, en nuestro piso de Sweet Gum Lane, para tener teléfono)- para darle la buena noticia, la increíble noticia: una editorial de Nueva York había aceptado By the North Gate para publicarlo, una editorial famosa por sus libros «de izquierdas»: varias novelas de James T. Farrell, por ejemplo, y la primera novela de Saul Bellow, El hombre en suspenso. Me había sorprendido recibir una carta en un sobre, y no un manuscrito devuelto, en un paquete; y me había sorprendido aún más leer el comienzo de la carta: «Nos complace informarle…», en vez del habitual «Lamentamos informarle…».
Todavía más extraordinario: iban a pagarme un adelanto de 500 dólares; para nosotros, en aquella época, equivalentes al menos a 5.000.
Escribir puede ser un descenso al yo -o los yoes- más profundo, escondido e «intenso»; para un escritor joven, intentar que le publiquen se parece a pescar, echando cañas en un río turbio y misterioso con la esperanza de que le «acepten». Cuantas más cañas echa, más desesperado está; pero también más probabilidades tiene de que ocurra algo, ¡algo positivo!, un día. Y eso me pasó a mí.
En las turbulentas y despiadadas aguas editoriales de nuestros días, ¿qué suerte correría una colección de relatos breves de orientación «filosófica» escritos por una joven desconocida bajo el título de By the North Gate, y remitida desde una dirección en Sweet Gum Lane, Beaumont, Texas?
¿Qué suerte correría la mayoría de los manuscritos «no pedidos» que se envían a una editorial de Nueva York?
Desde luego, Vanguard Press, una editorial pequeña, familiar e independiente, desapareció hace mucho, y Random House adquirió su considerable catálogo.
Esa mañana, al llamar a Ray a la universidad, mi euforia por la buena noticia se vio nublada por un ataque repentino de síntomas físicos: veía con manchas, me costaba respirar y el corazón me latía de forma desigual, tenía los dedos de las manos y de los pies helados y, lo más extraño, ¡la lengua dormida!
– Tengo buenas noticias pero también tengo malas noticias -le dije a Ray mientras me castañeteaban los dientes-. La buena noticia es que Vanguard Press ha aceptado mi manuscrito, y la mala es que creo que estoy sufriendo un derrame cerebral…
Ray me pidió que le describiera los síntomas. Y dijo:
– Lo que te pasa es que estás feliz y emocionada. ¡Felicidades!.
Joyce Carol Oates lamenta sinceramente no poder leer, ni mucho menos comentar, los numerosos manuscritos, galeradas y libros que recibe, a menudo de gran calidad, y que suman miles a lo largo de un año. Lamenta sinceramente no poder entablar correspondencia con personas a las que, en otras circunstancias, le habría encantado conocer.
Joyce Carol Oates lamenta sinceramente no poder proporcionar frases promocionales, salvo en circunstancias excepcionales, porque está inundada de peticiones.
Joyce Carol Oates lamenta sinceramente que, con su vida deshaciéndose como un calcetín viejo, no puede ayudarle a tejer la suya. ¡Lo lamenta de corazón!
Con la agudeza de los tiburones que perciben sangre en el agua, presas vulnerables que se mueven sin cuidado, en las semanas y los meses posteriores a la muerte de Ray muchos desconocidos -y por desgracia, no sólo desconocidos- me escriben con peticiones que siempre empiezan con estas palabras inevitables, idénticas y vertiginosas: «Sé que debe de estar terriblemente ocupada, pero…».
Ahora que el volumen de cartas de condolencia se ha reducido -y no recibo una cesta de pésame de Harry & David desde hace semanas-, parece que este otro tipo de correo, que podríamos llamar «suplicatorio», e incluso «implorante», aumenta a una velocidad alarmante.
«Sé que, deshecha de pena, seguro que con ideas suicidas y, en cualquier caso, exhausta y no en su sano juicio, quizá pueda convencerle de que me haga un favor, aunque apenas me conoce; ¡pero dese prisa! El plazo para entregar las frases de las cubiertas es el próximo lunes.»
Un aspecto inesperado de la viudedad es la falta de paciencia, el aumento de la irritabilidad (y la irritabilidad es el primer escalón hacia la histeria), así que me siento inclinada no sólo a no contestar la mayoría de las cartas suplicatorias sino a tirarlas todas fuera, en el gran tambor de reciclado.
– ¡Déjenme en paz! ¡Por qué no me dejan en paz!
A veces me dejo engañar -eso es, me «dejo engañar»- por una carta que pretende ser sentida: «He sentido mucho enterarme de la muerte de su marido», pero pronto se revela como una petición de algún favor; en algunos casos, son peticiones de personas a las que Ray publicó en Ontario Review. El más persistente es un artista neoyorquino que me había pedido que escribiera sobre su obra para el catálogo de una próxima exposición y que cuando le expliqué -al principio, en tono de disculpa- que estaba tan agotada, tan abrumada por las responsabilidades derivadas de la muerte de Ray y tan atrasada con mi propio trabajo que no podía hacerlo, me contestó diciendo: «Pero si el plazo no se acaba hasta noviembre».
¡Qué tiburones a la caza! ¡Qué odio les tengo! No sólo su agresividad y su insensibilidad, sino su ingenuidad de pensar que cualquier publicación que hagan, cualquier triunfo que consigan, va a influir lo más mínimo en sus vidas o en las vidas de los demás.
A veces me altera tanto que recorro la casa golpeándome los puños con suavidad, o con no tanta suavidad. Me esfuerzo por imaginar cómo reaccionaría Ray si estuviera aquí para aconsejarme.
Cariño, estás nerviosa. No te tomes a esta gente tan en serio.
– Pero ¿cómo no me la voy a tomar en serio? Todo esto, toda esta gente, ocupa la mayor parte de mi vida ahora.
Por supuesto que no. Estás exagerando. No te disgustes innecesariamente.
– Pero ¿qué puedo hacer con estas cartas? ¿Todos estos manuscritos, estas galeradas? Casi no tengo tiempo de llevar las finanzas, los «trámites relacionados con la muerte»; me dejaste muy de repente. ¿Cómo puedo vivir mi vida sin ti?
Ahora hay silencio. He hablado sin cuidado, con palabras hirientes. En vida, jamás le habría hablado de esa manera a mi marido.
Tendrás que hacerlo. No tienes más remedio.
Éste será mi nuevo mantra. Espero que ahogue otro mantra reciente que se me ha metido en la cabeza como una polilla atrapada en una telaraña, un comentario tardío de James Joyce (¿de la lápida gigantesca que es Finnegans Wake?): «¡Qué pequeño es todo!».
«… Tendré que. No tengo más remedio.»
Así que lo que creo que voy a hacer -lo que voy a hacer- es ir a ver a mi médico de Pennington para que me recete antidepresivos.
Aunque haya sangre en el agua, todavía puede quedar una criatura que se agite, desesperada por sobrevivir. Yo seré esa criatura. No me rendiré.
Tendrás que hacerlo. No tienes más remedio.
Tan próxima a la muerte, pero todavía «viva», la gran sorpresa de la viuda es que se encuentra en compañía de muchos a los que se podría llamar los «heridos andantes».
Como es natural, Ray y yo sabíamos que algunos amigos nuestros tomaban antidepresivos. No era ningún secreto, sino que se hablaba de ello abiertamente, en conversación; uno o dos incluso habían escrito en internet que tomar antidepresivos les había sido beneficioso y no tan beneficioso. (Uno, un buen amigo nuestro que es poeta, experimentó una mejoría inicial considerable con un antidepresivo llamado Paxil, pero, al cabo de unos años, cuando el fármaco empezó a perder eficacia, sufrió efectos secundarios terribles.) Sin embargo, ahora, sobre todo en mi correspondencia nocturna de correos electrónicos, estoy descubriendo que un porcentaje muy elevado de personas a las que conozco «toma» antidepresivos.
¡Qué sorpresa! Algunas de las personas más completas, aparentemente seguras de sí mismas, sensatas y alegres que conozco no sólo toman antidepresivos sino que aseguran que «no podrían vivir sin» ellos; entienden tanto de medicamentos psicotrópicos, gracias a sus años de experimentación, que me ofrecen información detallada, listas de medicinas, beneficios y efectos secundarios. Una de mis amigas más inteligentes y alegres me confiesa que es una experta y que puede decirme exactamente qué tengo que contarle a mi médico para que me recete, además del antidepresivo ideal, una medicina complementaria que hay que tomar con el antidepresivo. Y todo el mundo me advierte que la medicación no empieza a hacer efecto hasta dos semanas después, e incluso entonces puede tener un efecto errático durante un tiempo.
«¡Sufre, Joyce! Ray lo merecía.»
¡Qué vergüenza me da ser tan débil! Porque éste es el gran descubrimiento de mi vida póstuma: no tengo la fuerza suficiente para continuar una vida sin más propósito que superar el día para después superar la noche. No tengo la fuerza suficiente para creer que una vida tan mínima merece el esfuerzo de prolongarla.
Entre los diversos antidepresivos que me han recomendado mis amigos está Cymbalta, un nombre melódico que sugiere un planeta lejano y no contaminado por las neurosis del Homo sapiens. De modo que, a mediados de abril, cuando empieza a ser muy evidente que se avecina una nueva estación y desaparece a toda velocidad la estación heladora en la que murió Ray, empiezo, con muchas dudas y algo de esperanza, un régimen de una tableta de treinta miligramos al día.
A eso añado, por la noche, una mezcla improvisada de supuestas pastillas para dormir, en general de las que se venden sin receta, como Benadryl.
Y a eso añado, durante el día, un esfuerzo consciente para adoptar una nueva actitud que no sea morbosa, por ejemplo: he estado en un accidente de coche, y estoy recuperándome….
– Joyce Carol Oates, autora de…
Me levanto de mi asiento, subo al escenario, con esa extraña sensación de que me hablan desde lejos, como en un vacío en el que no hay sonido, sólo vibraciones que debe descifrar algún mecanismo del cerebro, y una luz cegadora, luz teatral, que borra al público, así que esto podría ser ¿dónde? Qué extraño que me aplaudan, sé que es un aplauso sin burla, no ha habido nada de burla en las cosas tan generosas que ha dicho de mí la mujer que me ha presentado; éste no es el terreno del feo lagarto que se ríe de mí: «He aquí a una mujer totalmente sola. He aquí a una mujer que carece por completo de amor. He aquí una mujer que no vale más que un cubo de basura. ¿Por qué aplaudís a una mujer así, estáis locos?».
No sé cómo, estamos ya en abril; han pasado casi dos meses desde que murió Ray.
Tengo la sensación de que debería pedir perdón a Ray. Me siento totalmente culpable de estar todavía aquí, de seguir siendo más o menos la persona que era antes de su muerte, mientras que su vida ha terminado. Todo lo que era suyo ha dejado irrevocablemente de serlo.
Pienso que este tipo de supervivencia tiene algo de superficial, vulgar, trivial.
Si entiende lo que estoy diciendo, entonces lo entiende.
Si no, no.
Usted, que está en su sano juicio. Usted, que se imagina a salvo en una isla flotante, en medio de un mar de los Sargazos de pena.
No estoy resentida por mí, porque creo que sí, esto es lo que me merezco. Pero estoy resentida por Ray.
Con un ángulo tan oblicuo sobre la razón, para no hablar de la racionalidad, la viuda habla un lenguaje que otros no pueden entender. Como con la viuda negra, esa araña de nombre tan apropiado, lo mejor que puede hacerse con la viuda (humana) es evitarla.
Me despiertan con suavidad de mi condición de zombi inducida por el Cymbalta las expectativas del público en Camden, Nueva Jersey, en el campus de la Universidad de Rutgers, como una isla flotante en medio de una de las ciudades estadounidenses más deprimidas económicamente y más acosada por la criminalidad.
Pienso en que, no lejos de este estrado, en la pequeña casa de madera que él mismo compró y que ahora está restaurada y sirve de centro de las artes, Walt Whitman vivió los últimos años de una vida que había sido de una exuberancia sin igual; casi se podría decir, la vida más exuberante de todos los poetas. Nuestro mayor cronista del alma norteamericana en su faceta expansiva y extrovertida, igual que su contemporánea Emily Dickinson fue la mayor cronista del alma norteamericana en su faceta íntima e introvertida. Oh, Walt Whitman, ojalá pudiéramos creerte, igual que te admiramos, y soñamos con atraerte dentro de nosotros para que seas nuestro yo más valiente, más optimista y mejor:
El brote más pequeño muestra que no existe verdadera muerte…
Todo va adelante y hacia afuera… y nada se hunde,
Y morir es diferente de lo que cualquiera supone, y más afortunado.
«Canto a mí mismo»
Esta tarde, hace un rato, entre un zumbido de voces, risas cordiales y una cena de bufé en un comedor de Rutgers-Camden con los demás participantes en el festival, experimenté un instante de angustia, un momento inseguro en el que el estupor del Cymbalta no parecía suficiente, clavada en el sitio, mirando los trozos de carne que chorreaba sangre en bandejas adornadas con hojas de lechuga marchitas, mirando a los alegres y enérgicos comensales -casualmente, hombres- que pinchaban esa carne y se la ponían en el plato, sin más vacilación ante la sangre que la que sentiría un león al desgarrar la garganta de su presa viva; pero había otra mujer de luto en la cena, una poetisa, memorialista y traductora con la que pude hablar en la intimidad y con franqueza; una mujer en el cruel estado intermedio de todavía no ser una viuda, porque su marido padece un Alzheimer precoz.
Rachel ha escrito sobre su terrible experiencia. No es ningún secreto, no estoy traicionando su confianza. Entre los campechanos carnívoros del comedor, nos aferramos una a otra como hermanas. Con todo lo terrible que es perder a un marido, existe tal vez una situación peor, que es perder a la persona que era; vivir con él a diario mientras se ve cómo se deteriora; sentir, como sintió Rachel, que al final no tienes más remedio que hospitalizarlo, pese a las protestas de sus parientes y amigos, que no tienen ni idea de lo que está viviendo su mujer… Rachel es muy delgada, de piel muy pálida, también ella es una de las «heridas andantes». Me gustaría consolarla: «Has sufrido un trauma. Debes cuidar de ti».
Conocía a Ray en su calidad de editor; yo nunca había visto a su marido pero había oído hablar de su trayectoria ejemplar, sobre todo como conferenciante, en Columbia.
Entre nosotras flota, implícita, la pregunta: cuál de las dos ha tenido peor fortuna.
Perder a tu marido de pronto, o perder a tu marido con una lentitud extenuante.
Perder a tu marido en medio de una avalancha de compasión, o perder a tu marido en medio de acusaciones y recriminaciones.
Me pregunto: ¿habrá visto Rachel el basilisco con el rabillo del ojo? ¿Con el rabillo de su alma? ¿Ha oído Rachel a ese basilisco con su perverso talento para el lenguaje, su voz cruel y despreciativa?
No me atrevo a preguntar. Tengo miedo de lo que pueda decir Rachel.
Ni tampoco le pregunto, como podría, si está tomando algo para su ansiedad, depresión, insomnio.
¡Cuánta compasión me despierta Rachel! O eso creo. Porque, en mi estado de zombi por el Cymbalta, nunca estoy segura de si «siento» verdaderamente mucho o si sólo simulo lo que se supone que siente una persona normal en esas circunstancias; igual que he aprendido a encarnar a Joyce Carol Oates como una especie de faro post-whitmaniano de exuberancia y optimismo.
– Joyce Carol Oates, autora de…
Pero puede que esto sea un error. Esta velada, en este sitio.
Quizá esta vez me venga abajo de verdad. Quizá me falle hasta el sopor del Cymbalta.
Porque éste es -era- el restaurante preferido de Ray en Nueva York. Porque vinimos aquí muchas veces, cuando hacía sol; una o dos veces con amigos, pero por lo general solos. Celebramos aquí alguno de mis cumpleaños, con una comida en el Boathouse Restaurant de Central Park, el restaurante del embarcadero, en una mesa que daba al estanque en el que los cisnes y otras aves acuáticas se paseaban de forma amigable; y en las aguas oscuras, si se miraban de cerca, podían verse tortugas justo debajo de la superficie, unas tortugas sorprendentemente grandes, de un tamaño y un aspecto arcaicos que les hacía parecer criaturas de una era primitiva.
La ocasión es un acto para recaudar fondos para la Asociación de Niños Autistas. Quizá me han invitado a hablar porque tengo una hermana menor que es autista, pero también puede que sea, sobre todo, porque soy buena amiga de los organizadores y estoy disponible.
Para hacer más intenso aún el aire de casi realidad, voy a leer un poema que escribí hace años y seguramente no he leído en voz alta ante ningún público en los últimos veinte años: «Autistic Child», un poema corto dedicado a mi hermana autista, Lynn, que vive en una residencia de Amherst, Nueva York, desde principios de los sesenta… Cuando los asistentes me preguntan por el poema y por mi hermana, les digo con toda franqueza que cuando diagnosticaron a Lynn, en los años cincuenta, se sabía muy poco sobre el autismo pero se especulaba mucho: estábamos en una era impregnada de Freud hasta la saturación, en la que a las madres de los niños autistas, como a las madres de los homosexuales, se les echaba la «culpa» de las aberraciones de sus hijos.
Cuando digo esto se produce un silencio sepulcral. Porque echar la culpa es la reacción más natural cuando nuestra vida se hace pedazos.
Echar la culpa a la persona más cercana y vulnerable: la madre.
¡Qué tarde tan fría, húmeda y ventosa! Parece increíble que este lugar azotado por la lluvia sea el mismo Boathouse Restaurant que nos gustaba tanto a Ray y a mí.
Es una tarde implacable, fría, húmeda y ventosa; el 27 de abril de 2008. Recuerdo otra época más feliz y soleada, Ray y yo cogidos de la mano en nuestra mesa frente al estanque.
– ¿Alquilamos una barca?
– Quizá otro día.
Pienso en nuestro propio estanque, más pequeño, en los bosques detrás de nuestra casa en el número 9 de Honey Brook Drive, que Ray llenaba con tortugas de un «proveedor de animales de estanque» en Wisconsin. Las tortugas nos encantaban cuando se tumbaban al sol sobre un tronco caído que Ray había arrastrado hasta el estanque y lo había dejado en una diagonal con ese propósito; yo me fijaba siempre en si estaban allí las tortugas para poder llamar a Ray:
– ¡Ven a ver! Tus tortugas.
Ray también llenaba el estanque de renacuajos, con gran éxito. (Cuando uno se acerca al estanque, en las épocas de calor, docenas de ranas se arrojan de un salto al agua croando de alarma.) Tuvo mucho menos éxito al poblar el estanque de pequeños peces koi de colores bellísimos, que, en cuestión de semanas, fueron devorados por una gran garza azul de patas largas que se lanzó sobre su tranquilo hábitat con gran voracidad, como una criatura profética y demoníaca en un paisaje del Bosco.
Uno a uno, los preciosos koi murieron devorados por el ave depredadora hasta desaparecer en su totalidad, y entonces el ave se fue.
¿Recuerdas los koi?
¿Recuerdas la gran garza azul?
¿Recuerdas cómo nos escandalizamos? ¿Qué ingenuos éramos?
¿Recuerdas cómo tú [Ray] corriste hasta el estanque para espantar a la garza, gritando y moviendo los brazos? ¿Que la garza voló hasta los árboles que estaban un poco más allá, tan tranquila, dispuesta a esperar?
¡Qué pena! ¡Nuestros peces preciosos!
Después del acto, me dicen que la velada ha sido un «gran éxito». Me dicen que «ha significado mucho» para los padres y los familiares de niños autistas oírme hablar con tanta sinceridad de mi hermana y mis padres y contestar cualquier pregunta que me habían hecho. Y me acuerdo de una frase de Anne Sexton que la poetisa obsesionada por el suicidio había adoptado como una especie de lema: «Vive o muere pero no les estropees el mundo a los demás».
Y ahora, esta mañana, estoy mirando el jardín.
Registro vagamente que aquí pasa algo muy malo.
Si, antes del Cymbalta, me habría sentido angustiada e inquieta, ahora me limito a constatar, anestesiada, que los tulipanes de Ray están decapitados, como si lo dijera una voz de ordenador desde lejos.
Es como si alguien hubiera entrado en el jardín con una guadaña y hubiera cortado todas las cabezas de los tulipanes de Ray; ya no es posible identificar esas plantas verdes como tulipanes.
Necesito mucho tiempo para absorber esto. No estoy ni agitada ni inquieta, no, pero, incluso en el estupor del Cymbalta, me doy cuenta de que aquí ha pasado algo increíblemente triste e irrevocable.
Unos ciervos han entrado de noche en el jardín. Unos ciervos empujaron la puerta -seguro que no la había cerrado bien- y devoraron los preciosos tulipanes de Ray en segundos, masticando y tragándoselos con tanto abandono y de forma tan mecánica como si estuvieran devorando unas hierbas.
Me gustaría llorar, pero no me quedan lágrimas.
Por primera vez pienso: «Menos mal que Ray no está aquí para ver esto. Le entristecería muchísimo».
Menos mal que Ray no está aquí.
Esta mañana, en la que tengo un horrible dolor de cabeza, estoy en la puerta principal llamando a nuestro gato más viejo:
– ¿Reynard? ¡Reynard!
Durante la noche, Reynard parece haberse evaporado.
Si no fuera porque, por lo visto, no tengo «emociones» -en el estupor del Cymbalta apenas puedo recordar qué son las «emociones»-, estaría llena de angustia y me sentiría culpable.
– ¿Reynard? ¿Dónde estás? El desayuno…
Mi voz se desvanece a mitad de frase. Qué tonta y lastimera es la palabra desayuno.
Reynard, que de joven era un gato elegante de pelo color fuego, con una manera encantadora de darnos con la cabeza en los tobillos y acurrucarse y ronronear cuando nos sentábamos en el sofá, era el favorito de Ray; Ray había sido quien lo escogió de una camada de gatitos en un refugio y lo trajo a casa para darme una sorpresa.
Esto fue tal vez hace doce años. ¡Qué deprisa ha pasado ese tiempo!
Reynard no se ha recuperado de la muerte de Ray, una presencia que no habría podido nombrar ni definir pero cuya ausencia notaba sin lugar a dudas.
En las últimas semanas ha empezado a envejecer a ojos vistas. Ha perdido de repente todos los restos de juventud que le quedaban. La cabeza parece desmesurada para su cuerpo, tiene las patas demasiado delgadas. Parece haber perdido peso de la noche a la mañana; se le notan las costillas y la columna a través de la piel.
¡Su columna! Al acariciar a Reynard, noto las vértebras, y me dan escalofríos.
La última vez que lo llevamos a la veterinaria, dijo que Reynard era un gato «viejo» pero que «aguantaba bien»; no creo que dijera eso ahora.
Últimamente, de vez en cuando, parece que le cuesta respirar. Anoche lo llevé al sofá del salón -al extremo del sofá en el que se sentaba Ray-, pensando que quizá se sumiría en un sueño gatuno profundo y expiraría en mis brazos, pero no fue así.
Durante un rato, Reynard jadeó mientras yo intentaba consolarlo, pero luego luchó para liberarse, al principio débilmente y luego con más fuerza, hasta que, al final, empezó a arañarme con las uñas y tuve que soltarlo.
Me irritó y me disgustó ver cuántas ganas tenía Reynard de alejarse de mí. En la puerta de la terraza posterior, agitado, esperando a que le abriera, pese a que hacía frío y llovía. Así que abrí la puerta de la terraza y Reynard salió de un salto, con una agilidad sorprendente en un gato tan viejo, y durante la noche salí varias veces a llamarlo, por detrás, por delante; pero no volvió; ni tampoco estaba tendido en el escalón delantero esta mañana, su posición habitual, esperando con paciencia a que le abriera para entrar a comer.
Por la noche, aturdida por mi estupor del Cymbalta que no acaba nunca de convertirse en un sueño como es debido, creí que Reynard estaba a los pies de mi cama, apretado contra mi pierna.
– ¿Reynard? Dónde estás…
Cuando salgo a buscar a Reynard, veo, con horror, que está tendido a sólo unos metros de la puerta trasera por la que salió anoche, a lo largo de la pared de la casa, en una posición tal que yo no podía haberlo visto desde dentro.
«Como si hubiera querido volver a entrar. Pero la puerta estaba cerrada.»
Ahora me pongo a llorar. Ahora me pongo a sollozar.
– ¡Reynard! ¡Oh, Reynard!
Es una pena ruidosa y violenta, como la que me invadió en la habitación de hospital de Ray, el día antes de su muerte. En un momento en el que no parecía que Ray iba a morir.
Otro horror: Reynard está tieso, como un gato esculpido en madera. Tiene los dientes a la vista, los ojos medio cerrados, si la cara de un gato tiene expresión, la de Reynard es de extrema angustia, de dolor.
No fue una muerte en un sueño pacífico. Fue una muerte animal, angustiada, que sufrió a solas.
Esta muerte me ha dejado anonadada, con la cabeza dando vueltas. Estoy tan destrozada que creo que debo de estar perdiendo el juicio. ¡Reynard no era un gato joven! ¡Reynard era un gato viejo! Pero no puedo dejar de llorar, con una pena que no es normal, sino de desolación y abandono. Como una niña trastornada, acaricio la piel fría y rugosa de Reynard como si pudiera devolverle así la vida, acaricio su cabeza, que está llena de huesos, de bultos. Los dientes desnudos en un gesto feroz, una sonrisa feroz; es desconcertante de ver…
Esto también es culpa tuya. Le dejaste fuera, en el frío. Ha muerto de frío. Ha muerto solo.
Envuelvo a Reynard con cuidado en una de nuestras toallas más grandes, una toalla verde gruesa que, por costumbre, era la toalla de Ray. Mientras Cherie me mira con suspicacia y manteniendo las distancias, me llevo a Reynard fuera, más allá del jardín, y lo dejo entre unas hierbas altas. ¿Es esto lo que debe hacerse? ¿Es lo razonable? No me siento con fuerza suficiente para cavarle una tumba en este suelo tan duro. No sé cómo, me resbalo y caigo sobre una rodilla, y Reynard se cae de mis brazos, tan tieso como si estuviera congelado.
Me veo a mí misma como si me viera de lejos, una mujer convertida en una caricatura, como en un dibujo de Charles Addams, y que lleva en brazos un rígido gato de caricatura.
Menos mal que Ray no está aquí. Le entristecería muchísimo.
Es un tema tabú. Cómo traicionan los vivos a los muertos.
Los que estamos vivos -los que hemos sobrevivido- comprendemos que nuestra culpa es lo que nos liga a los muertos. Podemos oírlos llamándonos constantemente con una incredulidad creciente en la voz: «No me olvidarás, ¿verdad? ¿Cómo puedes olvidarme? No tengo a nadie más que a ti».
La mayoría de los días -la mayoría de las horas- la viuda habita un mundo de tinieblas que no está aquí y que es un no-allí. La mayoría de las horas del día, la viuda sueña con el abandono inexpresable del sueño.
Porque la viuda es una persona póstuma que está de paso entre los vivos. Cuando la viuda sonríe, cuando la viuda se ríe, se ve el brillo en sus ojos, la pura locura, una actriz desesperada por desempeñar su papel como a otros les gustaría que lo desempeñara, y sólo otra viuda, otra mujer que haya perdido hace poco a su marido, puede advertir el fraude.
Una viuda que lanza una mirada rápida a otra: «¿Te sucede a ti lo mismo? ¿Estás muerta tú también?».
… me costó mucho tiempo recuperarme del asombro por la muerte [de mi marido], pese a que había sido en realidad muy previsible (lo veo ahora).
Al releer la carta de mi amiga, me golpean estas palabras, que antes no había procesado del todo.
La autora de estas líneas es una escritora muy conocida cuyas memorias sobre la muerte de su marido y su propia supervivencia se vendieron muy bien y recibieron grandes elogios hace unos años. Al releer ahora su carta, me pregunto si fue precisamente el «asombro» lo que empujó a mi amiga a escribir las memorias, que combinan lo clínico y lo poético; si hubiera comprendido, en el momento de morir su marido, que su muerte era «en realidad muy previsible», ¿habría escrito el libro? ¿Habría podido?
Lo cual me lleva a pensar: ¿existe una perspectiva desde la que la pena de la viuda es pura vanidad, narcisismo, la pretensión de que su pérdida es tan especial, tan increíblemente especial, que no ha habido nunca otra como ella?
¿Existe una perspectiva desde la que la pena de la viuda no es más que una especie de pasatiempo patológico, un hobby, una tendencia como la que se diagnostica como TOC -«trastorno obsesivo compulsivo»-, como lavarse las manos sin parar, o acumular todo tipo de porquerías sin valor alguno; o ponerse a gatas para «dar cera» a los suelos de madera con toallas de papel y limpiamuebles, o pasar la aspiradora a altas horas de la noche por alfombras que están impolutas?… Si alguien ridiculizara en público a la viuda, le diera una buena patada a la viuda, abofeteara a la viuda o se riera de ella, quizá se rompería el hechizo.
A las cuatro de la mañana, estas epifanías me surgen como cometas en miniatura. Tanta sabiduría, que dentro de unas horas se perderá en el aturdimiento posterior al insomnio y la débil náusea de los antidepresivos, que nunca me permiten estar del todo despierta, nunca permite la claridad mental y emborrona hasta las ideas más urgentes como si fueran interferencias de radio. Esta vez, he buscado mi medicación en internet y no me sorprende lo que descubro.
La medicación antidepresiva está indicada para personas que padecen de pensamientos obsesivos, insomnio, depresión, fantasías suicidas; pero la medicación antidepresiva, a veces, puede exacerbar los pensamientos obsesivos, el insomnio, la depresión y las fantasías suicidas.
Sin lugar a dudas, la medicación antidepresiva causa retención de orina, estreñimiento, somnolencia, disminución del apetito y pérdida de peso. En algunas personas, parestesia, visión borrosa, pesadillas violentas, temblores, ansiedad, palpitaciones cardiacas, sudores, despersonalización.
¿Estas medicinas van a ayudarme? ¿O están empeorando las cosas?
No tengo forma de saberlo. Desde la muerte de Ray, he dejado de ser una persona que no pensaba prácticamente nunca en su «salud» ni su «estado de ánimo» para convertirme en un conjunto andante de síntomas, como si fuera un esqueleto metido en un saco de arpillera; algunos días, no puedo ni imaginar qué era la personalización; no puedo ni recordar haber sido una persona.
Mi médico de Pennington sugiere que empiece a tomar sesenta miligramos de Cymbalta, en vez de treinta. Puesto que parece que la dosis baja «no está ayudando».
En la farmacia de Pennington, como un personaje enloquecido y autodestructivo de una novela de Dostoievski, me trago una tableta de sesenta miligramos de Cymbalta en cuanto el farmacéutico me da el frasco. En el coche, de camino a casa, me imagino capas de algodón que obstruyen mi cerebro y mis arterias. Es verdad: tengo la visión borrosa. Y es verdad: mi corazón salta y se estremece en «palpitaciones». Pero ya no estoy obsesionada con Ray en la cama de hospital ni Ray en la funeraria, cuando no fui capaz de verlo por última vez. La medicación es una pantalla que permite ver los objetos pero de manera tan difuminada que no es posible saber exactamente qué son. No es posible tener una idea clara de por qué deben significar algo para ti ni para nadie.
Esto ocurrió hace mucho tiempo, en Detroit, Michigan. En un barrio residencial, a una manzana al oeste de Woodward Avenue y una manzana al sur de Eight Mile Road, donde habíamos comprado una casa -¡nuestra primera casa!-, en Woodstock Drive.
Nos habíamos mudado desde Beaumont, Texas, en cuanto terminó el curso 1961-1962. De hecho, teníamos tantas ganas de dejar el desolado paisaje del este de Texas que Ray envió sus últimas notas por correo de camino a Detroit, donde los dos habíamos conseguido puestos de profesores para el curso siguiente; habíamos logrado meter todas nuestras posesiones en el Volkswagen negro con forma de bota, que traqueteaba cuando iba a noventa kilómetros por hora y no tenía más calefacción que las rachas de aire caliente que entraban desde el motor.
En Detroit vivimos un año en un edificio de pisos en Manderson Road, cerca de Palmer Park; luego compramos una casa de estilo colonial, de dos pisos y cuatro dormitorios, en Woodstock Drive, en un barrio conocido como Green Acres. El precio de nuestra casa en mayo de 1963 fue 17.900 dólares.
El salario anual de Ray como profesor auxiliar en la Universidad Estatal de Wayne era 5.000 dólares. Mi sueldo anual como profesora auxiliar en la Universidad de Detroit era 4.900 dólares. El educado caballero que me había contratado -su nombre, de gran prestigio en la zona por aquel entonces, era Clyde Craine- me confesó que el rector de la Universidad Estatal de Wayne y él se habían puesto de acuerdo para asegurarse de que el sueldo de Ray fuera un poco superior al mío.
En Woodstock Drive, en la primavera de 1963, nuestra casa relucía de puro nueva. Carpintería blanca de aluminio, ladrillos rojos anaranjados, contraventanas de color azul oscuro; la casa nos parecía bellísima, no nos cansábamos de mirarla. Antes de mudarnos a ella pasábamos por delante sin cesar, para admirarla y planear cómo íbamos a amueblarla. Por supuesto, la casa no era técnicamente nuestra. Era de la entidad hipotecaria.
Recuerdo lo dolida que me sentí cuando, en el banco, no tuvieron en cuenta mi modesto sueldo de la Universidad de Detroit. Sólo les importó el sueldo de Ray. Yo era una mujer casada, me dijo el empleado, con una expresión entre el desdén y la compasión. Seguramente iba a dejar de trabajar para tener hijos en cuestión de unos años.
– Pero no estamos pensando en tener un hijo.
– Lo siento. Son nuestras normas.
Juntos, los dos sueldos eran respetables. Pero para la hipoteca a treinta años no contaba más que el de Ray.
¡Treinta años! ¡Qué expresión tenía el rostro de Ray mientras firmaba los documentos!
– Esto nos llevará hasta 1993. En teoría.
Enseguida descubrimos que Detroit tenía una segregación racial casi tan intensa como la de Beaumont. La zona en la que vivíamos era completamente blanca. Los periódicos de la ciudad, el News y el Free Press, estaban llenos de noticias sobre incidentes que debían de estar relacionados con la «raza», si es que uno sabía leer entre líneas. Pero la violencia racial no iba a estallar hasta julio de 1967.
Antes de mudarnos a nuestra casa, antes incluso de tener la llave, íbamos por las tardes a trabajar en el jardín, que en esos días no era más que tierra desnuda y malas hierbas. Llevábamos cubos de mantillo, láminas de plástico para cubrir la tierra, arbolitos. Plantamos semillas de césped. El jardín trasero tenía mucho fondo y estaba bordeado por un callejón; al otro lado del callejón había otra fila de casas más pequeñas, y luego Eight Mile Road, que era una vía importante. Un día, cuando Ray estaba trabajando en la parte posterior y yo en la delantera, un niño se me acercó a preguntarme:
– ¿Tienes dieciocho años? Mi madre dice que no pareces tan mayor como para estar casada.
Me reí. No sólo tenía dieciocho años, tenía veinticuatro. Me acababan de aceptar mi primer libro en una editorial, aunque la publicación se había aplazado hasta el otoño de 1963. Daba clases en la Universidad de Detroit, de los jesuitas, en cuyo Departamento de Lengua y Literatura Inglesa no había más que dos mujeres, una anciana monja con el impresionante título de sor Buenaventura y yo; y mi guapo y simpático marido, Ray, era profesor auxiliar en la Universidad Estatal de Wayne, la «institución de enseñanza superior» más importante de la zona, dedicada por el estado de Michigan a llevar la educación a los alumnos con más desventajas culturales; es decir, sobre todo, negros. Con su doctorado por Wisconsin, Ray tenía unas credenciales académicas muy respetables, y seguramente obtendría un ascenso en Wayne o en algún otro sitio: yo, con mi máster y un número creciente de textos publicados, era lo que podría decirse «prometedora». ¡Éramos jóvenes, felices y optimistas! Teníamos el mundo a nuestro alcance.
Varios meses después de trasladarnos a la casa de Woodstock Drive, los vecinos empezaron a quejársenos; sobre todo a Ray, cuando trabajaba fuera, poniendo los ladrillos para hacer una especie de patio en la parte de atrás: corrían rumores de que unos «negros» iban a ir a vivir al otro lado de la calle. Los residentes que teníamos a los dos lados nos dijeron que el dueño de una casa de enfrente había «traicionado» a sus vecinos porque había puesto en venta su casa con un agente inmobiliario que vendía a «negros» para «degradar el barrio».
En nuestra ingenuidad, Ray y yo no sabíamos nada del melodrama racial que se cocinaba en Green Acres, donde habíamos ido a vivir con tanta ilusión. No sabíamos casi nada de la triste historia de violencia racial en Detroit, los sangrientos disturbios en Belle Isle, un parque municipal, en 1943, en los que había habido treinta y cuatro muertos y numerosos heridos; la nueva amenaza de los «barrios degradados», en zonas residenciales blancas de toda la ciudad; unos agentes inmobiliarios sin escrúpulos colocaban a familias negras en barrios «blancos» a precios bajos, convencían a los propietarios angustiados de que vendieran sus casas e inspiraban tal pánico que, de la noche a la mañana, manzanas enteras de barrios residenciales de toda la vida en la parte oeste de la ciudad empezaron a verse salpicadas de carteles de «Se vende». Era una parodia diabólica de la integración racial que iba a acabar empujando a la mayoría blanca a las afueras -Birmingham, Bloomfield Hills, Southfield, Grosse Pointe y St. Claire Shores- y a reducir barrios enteros a filas de casas abandonadas y parcelas llenas de basura como en una posguerra. Pero nadie podía prever ese cataclismo en aquel momento.
En 1963, en Green Acres, donde las casas eran en general más nuevas y estaban mejor conservadas y a cierta distancia de los barrios más pobres, no había una sensación real de pánico… todavía.
En Beaumont, las razas vivían tan segregadas que no existía -todavía- ninguna tensión visible. En Detroit, en una economía en plena expansión para algunos y estancada para otros, las tensiones eran evidentes. Aunque nunca veíamos la televisión -ni siquiera teníamos aparato-, éramos conscientes de una especie de histeria latente en el aire, y muchas veces me sugirieron que, al ser una «mujer blanca», debía tener mucho cuidado y no ir sola por ningún lugar semidesierto, ni siquiera en mi aparcamiento en el límite del campus de la Universidad de Detroit.
En los medios de comunicación locales se habló mucho de una mujer sola -una «mujer blanca»- a la que se le había estropeado el coche en la John Lodge Expressway, de noche, y a la que habían acosado, perseguido, violado y golpeado unos «jóvenes negros» que merodeaban por allí.
Tal vez fue entonces, o uno o dos años después, cuando se destacó el dato -si es que era un dato- de que en el área metropolitana de Detroit había más pistolas que habitantes, hasta el punto de que, en los círculos policiales, a Detroit, Michigan, la llamaban Murder City, USA, la Ciudad de los Asesinatos.
En Green Acres, alguien tiró o quitó un cartel de «Se vende» que habían colocado en la otra acera, delante de una casa de ladrillo de dos pisos; poco después, el cartel volvió a aparecer, y volvieron a derribarlo o quitarlo. Cada día, al pasar por la calle, veíamos con incomodidad en qué situación se encontraba el cartel.
– ¿Quién hace eso? -preguntaba uno de los dos, y el otro contestaba:
– ¿Tú quién crees? Nuestros vecinos.
Detrás de las casas del otro lado de Woodstock Drive, había un cementerio municipal.
Algunos vecinos creían que a los «negros» les daba especial miedo vivir cerca de un cementerio, así que una noche, a escondidas, fueron a cortar las parras y los arbustos de la parte de atrás de la casa, que impedían ver las tumbas. Cuando nuestro vecino se lo dijo a Ray, éste no respondió como el hombre se esperaba, y la conversación tuvo un final brusco.
Yo no estaba presente, así que no lo oí. No tengo ni idea de lo que dijo Ray ni de lo que le dijeron a él. Pero sé que fue una conversación desagradable y que a Ray le molestó y le asqueó el comportamiento de nuestros vecinos.
– Te hace sentirte avergonzado de ser «blanco».
Milwaukee, donde Ray había nacido y vivido hasta que se fue a la universidad, también tenía barrios residenciales segregados. Pero Milwaukee nunca había tenido las tensiones raciales de Detroit ni su historia de violencia racial.
Ray no solía hablar de su casa ni su familia. Su padre era un católico «devoto» que había querido que Ray se hiciera sacerdote y se había sentido decepcionado cuando Ray se salió del seminario tras graduarse en el prestigioso Instituto Marquette que los jesuitas poseían en Milwaukee. A su madre le había apenado que Ray dejara de ir a misa a los dieciocho años, pero, a diferencia de su padre, no había intentado «razonar» con él.
Como una esposa debe respetar a los familiares de su marido incluso cuando -como ocurre a veces- su marido no los respeta del todo, o parece apartado de ellos por alguna razón, yo nunca hablaba de la familia de Ray más que en términos afectuosos y positivos; por ejemplo, si le preguntaba por su padre, cierta rigidez, cierta resistencia palpable me dejaban ver que estaba entrometiéndome en la intimidad de mi marido y que más valía retroceder.
Tenía la sensación de que los padres de Ray eran políticamente conservadores, como muchos católicos; que, en el delicado asunto de los derechos civiles para los negros, y en todo lo relacionado con los cambios sociales radicales, e incluso razonables, que estaban produciéndose a principios de los años sesenta, se oponían de forma categórica.
Cuando uno piensa en la canción de Bob Dylan «The Times They Are A-Changin'», es posible imaginar al provocador cantante dirigiéndose a estadounidenses blancos como los padres de Ray: «Vuestros hijos y vuestras hijas están fuera de vuestro control».
No había palabras que pudieran despertar más horror en los corazones de unos padres; sobre todo, en los corazones de unos padres católicos conservadores.
(¡Y cuánto admiraba Ray a Bob Dylan en aquella primera, emocionante e iconoclasta fase de su carrera!)
En definitiva, pronto nos encontramos, en Green Acres, con que la casa de enfrente se había vendido y, en efecto, se había vendido a una familia negra.
Una familia negra totalmente «respetable», en nuestra opinión.
Porque también nosotros estábamos muy pendientes de nuestros nuevos vecinos. También nosotros miramos desde las ventanas de casa mientras la empresa de mudanzas metía muebles y cajas en la casa de enfrente.
(¿Cómo no íbamos a estar pendientes, cómo no íbamos a mirar? Aunque no sabíamos casi nada de ninguna otra persona que vivía en Woodstock Drive y con toda probabilidad no habríamos reconocido a ninguno de nuestros vecinos fuera de contexto, estábamos perfectamente al tanto de la nueva familia negra. La raza nos vuelve hipervigilantes, en el sentido más primitivo y perturbador.)
Aguardamos con preocupación a que ocurriera algo, alguna pequeña muestra de vandalismo, de mezquindad. Si la familia negra sufrió algún tipo de acoso, nunca nos enteramos, y no nos lo habrían dicho en cualquier caso. Un día, Ray dijo:
– Vamos a saludarlos.
Así que cruzamos la calle, llamamos a la puerta, dimos la mano a nuestros nuevos vecinos y nos presentamos: «Ray Smith», «Joyce Smith».
No recuerdo una palabra de lo que dijimos, pero supongo que dimos la «bienvenida» a la nueva familia al barrio; tampoco recuerdo a la pareja negra, salvo que eran un poco mayores de lo que parecían de lejos, y que el marido era un médico que había estudiado en la Universidad Estatal de Wayne. Recuerdo que él y su mujer nos miraron con confusión, sonriendo, aunque no nos invitaron a entrar y no nos hicieron muchas preguntas.
Nunca más volvimos a hablar con ellos, ni ellos con nosotros. Con frecuencia nos saludábamos con la mano, cuando cada uno pasaba en su coche o trabajaba en el jardín. Sonreíamos, hacíamos gestos de alegre saludo: «¡Hola! ¡Cómo está!». Imaginábamos, tal vez, que así contribuíamos a remediar el racismo en Detroit.
Cuatro años después, la ciudad estalló en un brote de violencia racial. Tras años de «brutalidad policial contra los negros», una redada de la policía en la Liga Comunitaria Unida para la Acción Civil, el 23 de julio de 1967, desató un cataclismo social de incendios, saqueos, protestas e incluso tiroteos; en los disturbios participaron tanto blancos como negros, pero la furia negra fue predominante y se le dio mucha más publicidad; la violencia se prolongó varios días y convirtió Murder City, USA, en un monumento nacional al caos social y racial de Estados Unidos.
Al final murieron cuarenta y cuatro personas, cinco mil se quedaron sin hogar, se destruyeron mil trescientos edificios, se saquearon dos mil setecientas tiendas, y el olor a ruinas quemadas persistió en el aire durante mucho tiempo; se podría decir que para siempre. En la primera noche de los disturbios, los residentes blancos como nosotros nos refugiamos en nuestras casas con puertas y ventanas cerradas, las persianas echadas, oyendo el ruido aterrador de las sirenas, los gritos airados y los disparos esporádicos, y esperando a que se declarase la ley marcial y la Guardia Nacional de Michigan ocupase la ciudad.
Avergonzado de ser «blanco»; pero ¿qué alternativa había?
– … en mi viejo instituto de Los Ángeles, cuatro desde junio.
– … en mi instituto de Boston, dos desde Navidades.
– … un niño de once años, en New Brunswick.
– … tres chicas de instituto que eran amigas, en Toronto.
– … en Berkeley.
– … en Cornell.
– … en NYU.
Después de un sincero y doloroso relato sobre el suicidio de una joven de origen coreano que asiste a mi taller superior de ficción y que ya ha escrito anteriormente sobre este tema, los demás se han puesto a hablar de ello de una manera que indica que éste es un tabú sobre el que, en otras circunstancias, no hablarían; aquí, en el taller de ficción, el interés con el que hablan indica que es un asunto sobre el que han reflexionado mucho.
– … en Tokio, es, o sea, una epidemia.
– … en Delhi…
En sus demás asignaturas, lo impersonal es la norma. La única forma aceptable de comunicación es una modalidad de habla rigurosamente impersonal. Nuestros cursos de escritura creativa, en el edificio de las artes, en el número 185 de Nassau, ofrece unos mundos paralelos en los que es posible pronunciar las verdades más inquietantes. Aunque sea contradictorio, lo que es «ficción» es probablemente «más real»; al escribir sobre personas ficticias, el joven escritor tiene muchas probabilidades de estar escribiendo sobre sí mismo.
Por supuesto, estamos ante «ficción»; en un relato, el estudiante suicida que acaba por ahorcarse en la ducha de su residencia universitaria no es alumno de Princeton, sino de Yale.
O de Harvard.
(Todavía no he visto a ningún estudiante de una universidad fuera de la Ivy League que se haya ahorcado en algún relato de mis talleres. Hasta las fantasías suicidas se mantienen a flote gracias a cierto esnobismo residual.)
– … tienes que hacer el campus de Yale, o sea, más creíble.
– … tienes que hacer que parezca que no está en Princeton. Al leerlo, no puedes dejar de pensar que sí está.
Qué preocupante que mis jóvenes escritores -el mayor debe de tener veinte o veintiuno, el más joven, diecinueve- estén tan obsesionados con el suicidio; o, si no con el suicidio en sí, con la grave depresión que precede al suicidio. Las fantasías suicidas aparecen en forma serio-cómicas, a veces escritas a brochazos, como en una historieta de R. Crumb. Muchas veces dicen que las historias están basadas en una persona a la que conoció el escritor, o de la que oyó hablar -«en la escuela preparatoria», «el compañero de habitación de mi hermano en Stanford»-, y, si se discute o se critica el método de suicidio en el taller, la réplica es una protesta:
– Pero de verdad que pasó así.
En medio de esta animada discusión, hay algunos que están callados y escuchan. Como la chica coreano-americana que ha escrito los relatos más íntimos y perturbadores sobre fantasías suicidas, incluidos unos fragmentos asombrosamente detallados sobre una estudiante de instituto que está empeñada en «cortarse» como preludio de cuando se abre las muñecas.
¡Estos estudiantes de Princeton, tan inteligentes, con tanto talento, tan privilegiados! Es tentador pensar: «Éste es su tema secreto. Esto es lo que los une».
Desde luego, no voy a decirles que un amigo mío, un vicerrector en Rutgers, en New Brunswick, comentó la otra noche que el suicidio entre los estudiantes universitarios se ha convertido prácticamente en una «epidemia» en partes del país.
Desde luego, no voy a hablarles del basilisco.
(Porque ¿y si alguno de ellos conoce el basilisco? ¿Varios de ellos?)
No voy a decirles que Anne Sexton llamó al deseo de morir el «ansia casi innombrable».
Ni tampoco voy a decirles que he conocido al menos a un suicida muy de cerca.
Al menos a un suicida, entre los cientos de estudiantes a los que he dado clase desde Detroit en 1962.
Pareció casi una casualidad que Richard Wishnetsky se asomara a mi despacho de la Universidad de Detroit una tarde en la primavera de 1965; se asomara es el término apropiado, porque Richard parecía estar paseando sin hacer nada, aunque extraordinariamente bien vestido para ser un alumno, con el cabello corto, una camisa blanca de algodón y gafas relucientes. Su saludo fue sonriente y un tanto beligerante:
– ¿Usted es… «Joyce Smith»? Me han dicho que debía conocerla.
En la Universidad de Detroit, siempre fui «Joyce Smith». Pero algunos sabían, y en los periódicos locales se había escrito, que era también «Joyce Carol Oates», escritora. Cuando Richard Wishnetsky pronunció el nombre «Joyce Smith», lo hizo con un guiño o un temblor de mejilla, para indicar: ¡sé quién eres en realidad!, mi alma gemela.
Con una confianza absoluta en sí mismo, al menos en apariencia, Richard Wishnetsky se presentó dando por sentado que yo tenía tiempo para él o que le haría un hueco, pese a que era evidente que estaba muy ocupada; extendió la mano sin vacilación para darme un apretón como no había hecho ningún otro estudiante de la Universidad de Detroit hasta el momento. Tenía veintitrés años, y yo, veintisiete.
¿Era un choque de voluntades? En el aula, yo había aprendido a simular una especie de autoridad con picardía, mientras que, fuera de ella, todavía hoy tiendo a ser tímida y reticente. Las personalidades fuertes pueden conmigo y me dejan sin aire si no estoy atenta a defenderme.
Aquél era un joven que tenía buen concepto de sí mismo; se las arregló para que supiera, al cabo de unos minutos de conocernos, que se había graduado con matrícula de honor en la Universidad de Michigan y, más impresionante aún, tenía una beca Woodrow Wilson. (Esto me resultó enseguida extraño: ¿por qué un beneficiario de una beca Woodrow Wilson había decidido venir a la Universidad de Detroit a obtener un título en Sociología, en un departamento normalito dentro de una universidad normalita? Los agraciados con becas Woodrow Wilson pueden estudiar prácticamente en cualquier parte.) Pronto se vio, en esta conversación y otras posteriores, que los intereses de Richard no se limitaban a la sociología: filosofía, religión, literatura europea, el Holocausto, judaismo. Desde el principio también quedó claro que Richard era brillante y, al mismo tiempo, a la deriva; muy elocuente, aunque a menudo hablaba tan deprisa que casi tartamudeaba, y la saliva le relucía en los labios; y despreciaba enormemente a casi todo el mundo: «Son borregos», era un comentario (nietzscheano) frecuente. Hacía unas críticas feroces del Detroit residencial, donde había vivido la mayor parte de su vida, salvo cuatro años en Ann Arbor: sus familiares, parientes, amigos y vecinos de Southfield, los miembros de la acomodada sinagoga Shaarey Zadek, de ese mismo barrio. En 1965 era poco frecuente que alguien hablase tanto y con tanto conocimiento de causa sobre el Holocausto; casi todos los judíos, y la mayoría de los no judíos, preferían todavía negar la evidencia de la catastrófica campaña genocida de los nazis. Había un vasto sumidero cultural que muy pocos se habían atrevido aún a explorar. Como profesora de universidad, yo era demasiado joven e inexperta para comprender que aquel joven estudiante de posgrado tan interesante sufría un trastorno maníaco; al lado de mis alumnos católicos, menos exuberantes y mucho menos leídos, Richard brillaba como una llama.
Aunque Richard nunca se matriculó formalmente en ninguna asignatura mía, solía visitar mis clases magistrales, más numerosas, en las que yo podía hablar de Los hermanos Karamazov o Los demonios de Dostoievski (en aquellos idílicos días pasados en los que uno podía pretender que los alumnos leyeran novelas tan largas); Más allá del bien y del mal o Así habló Zaratustra, de Nietzsche; novelas y obras de teatro de Sartre, Camus, Beckett y Ionesco; La muerte de Ivan Ilich de Tolstoi, La metamorfosis de Kafka. Impaciente con los estudiantes más jóvenes y más torpes de la clase, Richard tenía la costumbre de intervenir en voz alta y dirigirse a mí en un tono personal, como en un diálogo íntimo e intenso; mientras los demás alumnos escuchaban asombrados y resentidos, Richard alcanzaba las más altas cotas de la elocuencia hablando de Goethe, Aristóteles, Heidegger, Nietzsche. Muchas veces empezaba a molestar a todo el mundo, y entonces tenía que pedirle que hablase más bajo y que hablase conmigo después de clase. Es apasionante -peligrosamente contagioso- estar en presencia de un caso de manía patológica, aunque uno no acabe de reconocer exactamente qué es.
De todas las ideas que le bullían en la cabeza, Richard estaba obsesionado sobre todo con dos: la «repugnante hipocresía» de los judíos «post-Holocausto» en el acomodado Estados Unidos y la proclamación del profeta Zaratustra en Nietzsche: «Dios ha muerto».
En años posteriores, «Dios ha muerto» se ha vuelto tan familiar, hasta el exceso, como El grito de Edvard Munch, unas aproximaciones angustiosas a la psique del hombre moderno que encuentran, en la cultura popular, el camino hasta la sensibilidad cómica y satírica de un Woody Allen. ¡Pobre Richard Wishnetsky! Iba a pagar un precio terrible por ser un adelantado a su tiempo.
Una tarde, al volver a mi despacho en el Departamento de Lengua y Literatura Inglesa, estaba Richard Wishnetsky sentado en mi mesa, curioseando descaradamente mis papeles. A pesar del supuesto igualitarismo entre los dos en nuestros debates intelectuales, me dejó clavada la imagen de Richard sentado en mi sitio; aquella violación de la relación profesor-alumno me pareció sorprendente y mezquina. Y había algo en los ojos de Richard que me ponía nerviosa.
– ¿Tienes miedo de mí, Joyce? ¿Por qué tienes miedo de mí?
La risa de Richard era aguda y prolongada. Su rostro brillaba de sudor. Le dije que no le temía. Aunque, en aquel instante, a solas en el despacho con Richard, tuve miedo.
Le había hablado a veces a Ray de Richard Wishnetsky. Pero no le conté que Richard se había sentado en mi mesa. No le mostré las diatribas y profecías descuidadamente escritas a máquina por Richard al estilo de Zaratustra.
Ray había visto a Richard en una sola ocasión. Había venido al campus de la Universidad de Detroit para recogerme y Richard me siguió afuera, con ganas de hablar. Mientras nos alejábamos luego en coche, Ray dijo:
– No creo que sea buena idea animarle. No me parece que sea una buena idea.
– No tiene a nadie con quien hablar, aparte de mí.
– Eso dice…
– Es enternecedor…
– No es alumno tuyo, ¿verdad?
– No, pero…
– Quiera lo que quiera de ti, no se lo puedes dar.
– Pero…
– No puedes.
No era habitual que Ray estuviera en desacuerdo conmigo o me dijera lo que tenía que hacer. No discutí con él -no me gusta discutir con la gente más cercana a mí y a la que respeto-, y, aunque no tuve en cuenta su intuición sobre Richard Wishnetsky, no se lo dije. Tardé muchos años en comprender que Ray debía de haber reconocido, en aquel joven atormentado, algún residuo de su propia adolescencia; no las ideas extravagantes de Richard, no su desprecio mesiánico hacia los demás, sino su soledad esencial, su alejamiento de sus padres y su obsesión con la «religión».
Era verdad, Richard Wishnetsky no era alumno mío. Aparecía y desaparecía de mi vida al mismo tiempo que se iba trastornando cada vez más y era cada vez menos capaz de coexistir con toda la gente despreciable que le rodeaba. Se dijo que sus padres habían tratado de ingresarlo en un hospital psiquiátrico en Ypsilanti, pero sin lograrlo. Quizá le prohibieron el acceso al campus de la Universidad de Detroit por causar disturbios en un aula. Había otro profesor con quien tenía una relación estrecha, aunque combativa, en el Departamento de Alemán.
(Mi relato «In the Region of Ice» es de esa época. Es un curioso híbrido de «realidad» e «imaginación» claramente estimulado por la irrupción de Richard Wishnetsky en mi vida, aunque narrado desde el punto de vista de una monja católica ficticia que entabla con un joven y brillante alumno judío una relación mucho más intensa que la que tuve yo; el joven se pelea con su familia, sus amigos, sus profesores, deja su cómodo hogar de clase media y huye al otro lado de la frontera, a Canadá, donde se suicida. Si me hubieran preguntado por qué había escrito esta historia, habría dicho: «Porque tengo presente a Richard Wishnetsky y éste es mi intento de exorcizarlo». También pensé que era un cuento con moraleja que quizá podría darle a Richard la siguiente vez que le viera.)
No volví a ver a Richard Wishnetsky jamás.
La mañana del 12 de febrero de 1966 -todavía no hacía un año que había entrado en mi vida-, Richard interrumpió los servicios del sabbat en la sinagoga de Shaarey Zadek, en Southfield, con la intención de cometer un asesinato y suicidarse. Con una pistola de calibre 32 que había comprado en Toledo, Ohio, Richard subió a la bimah, donde el rabino Morris Adler, de cincuenta y nueve años, acababa de hablar ante una congregación de casi ochocientas personas, entre ellas la familia de Richard; como un personaje de Los demonios de Dostoievski, Richard se dirigió a los reunidos en tono desafiante con una declaración escrita que le sobreviviría posteriormente, porque quedó grabada en el magnetofón de la sinagoga:
– Esta congregación es una farsa y una abominación. Su hipocresía la convierte en una burla de la belleza y el espíritu del judaismo… Con este acto protesto por una situación humanamente horrible y, por tanto, inaceptable.
Después, con calma, Richard disparó dos veces al rabino Adler y a continuación se disparó a sí mismo. Ambos murieron de sus heridas, aunque no fue inmediato.
En los numerosos artículos publicados sobre la tragedia, se destacó que Richard había celebrado su bar mitzvah en esa misma bimah. Se destacó que el rabino Adler había sido un modelo espiritual en su vida y era amigo de la familia Wishnetsky.
¡Por qué por qué por qué por qué por qué!
¡Qué pérdida! ¡Qué locura! Matar al hombre al que más admiraba, el rabino Adler, y matarse a sí mismo, por unas meras ideas.
«In the Region of Ice» ha figurado en numerosas antologías, obtuvo un premio O. Henry y fue adaptado al cine en un dramático corto en blanco y negro de Peter Werner que recibió en 1977 un Oscar al mejor corto. Cuando releo este relato escrito hace tanto tiempo, me fascina el diálogo, que reproduce de forma muy gráfica el habla de Richard, aunque tuviera que abreviarla enormemente; y vuelvo a sentirme llena de compasión, pena y culpa. «Podría haber hecho más. Podría haber hecho… algo.»
Para consolarme, Ray me aseguró que no era culpa mía. Richard Wishnetsky habría matado al rabino Adler y se habría suicidado aunque nunca me hubiera conocido.
– Estaba muy enfermo.
Pero me había conocido, pensé. Y no sirvió de nada.
La viuda debe aprender: ¡cuidado con los sumideros!
El terror al sumidero no es porque exista. Por supuesto que deben existir los sumideros. El terror al sumidero es porque no lo ves, y, cada vez que no lo ves, no te das cuenta de que has caído en el sumidero hasta que es demasiado tarde y están tirando de ti hacia abajo…
En la consulta que comparten varios médicos en Harrison Street. Un hombre alto, ligeramente encorvado y de cabello gris, uno de los médicos, me mira y me sonríe -¿me conoce?-, y el corazón se me empieza a encoger, porque ese tipo de sonrisa es muchas veces el anuncio de unas palabras que van a hacer daño, unas palabras que van a herir, unas palabras que van a atenazarme la garganta, aunque quien pronuncie esas palabras no tenga, por supuesto, más intención que la de ser amable, como este hombre de cabello gris, de sesenta y tantos años, tan educado, que se me acerca, no hay forma de evitar que se me acerque, tiende la mano, con voz suave, sobrio, una sonrisa llena de compasión, se presenta y me dice que era uno de los médicos de Ray, el nombre me suena vagamente conocido, sí, digo, sí, por supuesto, está diciéndome:
– Sentí mucho enterarme de su muerte. Vi la foto de Ray en el periódico. Ray era muy… -hace una pausa, busca la palabra adecuada, como quien busca las llaves del coche en el bolsillo pero no están ahí, en el instante anterior a darse cuenta de que no están ahí, con el ceño fruncido, insiste- excepcionalmente simpático -vuelve a hacer una pausa y sonríe con tristeza-. Me gustaba mucho Ray, Raymond.
«No me diga estas cosas, que me rompen el corazón.»
Como es natural, agradezco al doctor P. estas palabras. Aunque me siento como si me hubieran atravesado con una barra de acero afilada, doy gracias al doctor P., mientras parpadeo para ahuyentar las lágrimas y me alejo a trompicones, no me encuentro bien, creo que voy a esconderme en algún rincón, creo que voy a esconderme en el aseo de señoras o, mejor aún, voy a irme a casa.
En un banco al aire libre, en la estación de tren de Princeton Junction, un montón de kleenex arrugados.
Alguien ha dejado aquí media docena de kleenex arrugados.
Nadie lo nota más que yo. Porque ¿qué hay que notar? No es más que basura normal y corriente. Uno puede arrugar la nariz de asco. ¡Kleenex abandonados en un lugar público!
Siento que algo me atraviesa el corazón, una aguja de hielo, un pedazo de cristal, de pronto me siento débil y me tambaleo. Pero no siento pánico; en mi estado medicado no es posible sentir pánico; imagínense una criatura viva -un pavo, un ternero- tan encajada en una gran explotación agraria que no puede moverse, o uno de esos monos de laboratorio a los que cortan las cuerdas vocales para que no puedan chillar de dolor.
No obstante, me aparto del banco. No me atrevo a mirar el banco. Espero poder olvidar el banco. Creo que he evitado un sumidero peligroso, siempre que sea capaz de olvidar el banco.
Ése fue el primer síntoma de que algo no iba bien. Los kleenex húmedos, arrugados y esparcidos.
Y recuerdo -creo- que la noche anterior, cuando Ray estaba sentado en su extremo del sofá, leyendo, también se había sonado la nariz, había kleenex húmedos y arrugados en la mesa que estaba a su lado, y, cuando se levantó, se los llevó para tirarlos. Y ésa fue la noche anterior, la noche anterior a Urgencias. Porque ya estaba enfermo. Ya había comenzado. Los kleenex arrugados fueron la señal, pero yo no me di cuenta todavía.
Una vez comenzada, es imposible detenerla. La caída inexorable hacia la muerte: el sumidero inexorable.
Despersonalización. De los muchos efectos secundarios de la medicación psicotrópica, éste es sin duda el más beneficioso.
Al acabar una velada, los besos rituales en las mejillas.
Estoy en un margen de la reunión y puedo deslizarme sin que me vean.
Demasiado tarde, éste es un sumidero en el que he caído: los besos, los abrazos, las grandes exclamaciones; he caído en una negrura diez veces negra; como habría dicho Melville, «la negrura del alma sin esperanza», me voy tambaleándome y viendo de nuevo, con tal viveza alucinatoria que es como si estuviera allí, otra vez, como si nunca me hubiera ido, la unidad de Telemetría, la habitación ante la que hay unas figuras extrañamente inmóviles, y en la habitación está Ray, en la cama, extrañamente inmóvil. «Esto no puede estar pasando. Esto no es verdad, esto no puede estar pasando», mientras me inclino sobre Ray en la cama, me doblo para darle un beso en la mejilla, hablo con él, me pierdo en mi asombro por estar hablando con él, mi marido, he venido demasiado tarde, porque su piel tiene ya una palidez de cera y está empezando a enfriarse.
¡Está empezando a enfriarse! ¡Qué pueden querer decir esas palabras!
En el sumidero, el tiempo no avanza. En el sumidero, es siempre ese instante. Incluso en mi estado de zombi, sé que, como la sangre que me ruge en los oídos, éste es un momento que es siempre presente, que no pasa jamás.
En el Pennington Market, donde habíamos hecho la compra durante ¿pueden ser treinta años?, y donde Ray se había hecho amigo de uno de los cajeros de más edad, del que sabíamos que se llama «Bob», tiene sesenta y tantos o setenta y tantos años, estaba jubilado pero, cuando murió su mujer, decidió ponerse a trabajar en el supermercado local para conocer gente, como antídoto contra la soledad. Y una vez que había ido yo sola a la compra, antes de que muriera Ray, Bob me había visto -sola- y con cara de preocupación me había preguntado dónde estaba Ray, y yo le había contestado alegremente:
– Ray se ha quedado en casa. Hoy hago la compra sola.
Desde que murió Ray, que me parece ya hace mucho tiempo, pero también anteayer, cada vez que vengo a Pennington Market a hacer la compra, una tarea que aplazo todo lo posible, evito a Bob de manera semiinconsciente: una sensación repentina de pánico me avisa de la presencia (inocente, inocua) de Bob en las cajas, que mi ojo ha captado antes de que el cerebro lo registre del todo; igual que reaccionamos en el fondo de nuestro cerebro a un peligro inminente, una amenaza para nuestro bienestar, y confundimos un palo retorcido con una serpiente venenosa; he llegado incluso a empujar mi carro hacia otra caja y hacer cola detrás de otros clientes pese a que Bob estaba libre. Por supuesto, he evitado mirarle; tengo terror de que Bob me vea. (Supongo que Bob me ha visto sin duda hacer la compra sola en varias ocasiones; tiene que saber a estas alturas que «algo le ha pasado a Ray», que Ray ha muerto. Por consiguiente, no me atrevo a cruzar la mirada con Bob en este lugar público.) Sin embargo, esta tarde, quién sabe por qué, distraída por otras cosas, con la pantalla de gasa menos penetrable que de costumbre en mi cerebro o por simple ineptitud, descuido y estupidez -el basilisco se apresura a tomar nota: «Eres completamente idiota, inútil; te has olvidado la lista de la compra, seguramente has perdido las llaves del coche, otra vez»-, me he colocado en la cola de la caja de Bob; no tengo más que otro cliente delante y Bob me ha visto, no puedo llevarme el carro de repente, ni puedo irme a otra cola; así que me veo obligada, de pronto, sin prepararme, a afrontar la mirada inquisitiva de Bob y la sonrisa amistosa de Bob (porque Bob es de lo más amable, educado y cortés, nadie diría la pena que encierra su corazón de viudo) y, cuando Bob me pregunta por Ray -«¿Dónde está Ray? Hace tiempo que no lo veo»-, me asombra que Bob no lo sepa y no tengo más remedio que tartamudear:
– Lo siento, Ray ha muerto. Ray… el mes pasado… Ray murió…
No es verdad: Ray no murió el mes pasado. Estamos a finales de abril, Ray murió hace más de dos meses.
Es como si hubiera abofeteado a Bob. Tiene una expresión de sorpresa e incredulidad. Sus ojos se aferran a los míos, llenos de miedo.
– ¿Ray ha muerto?
Llevo casi dos meses evitando esta confrontación. La veía venir y ahora me siento abrumada por la pena pese a la tableta de sesenta miligramos de Cymbalta que me tomé esta mañana. Mis dedos agarran el manillar del carro con tanta fuerza que tengo los nudillos blancos.
No hay escapatoria. Bob sigue mirándome, afligido. Este hombre bueno no conocía a Ray, en realidad, no creo que hablaran más de una docena de veces en total, y siempre conversaciones breves, pero Bob está tan conmocionado por la noticia como si hubiera sido un viejo amigo.
– Pero… ¿cómo sucedió? ¿Cuándo…?
Tengo las palabras preparadas y pronunciadas ya muchas veces a estas alturas. Neumonía, Centro Médico de Princeton, mejoraba, pronto le iban a dar el alta, infección, murió.
Infección, murió.
– Me extrañaba llevar un tiempo sin ver a Ray…
Ignorando a los demás clientes que esperan detrás de mí, Bob sigue mirándome fijamente. Mi boca empieza a tener el siniestro temblor que anuncia el peligro. Entre tartamudeos le digo a Bob que no puedo hablar en este momento, tengo que irme.
– Lo siento. No p-puedo hablar.
Al ver mi agitación, Bob me pide disculpas. Bob suma mis compras con el ceño fruncido. Parece extraño seguir con la rutina -tarjeta de crédito, firma- cuando estamos los dos tan trastornados. Sé -por Ray- que, cuando murió la esposa con la que Bob llevaba casado toda la vida -¿de cáncer?-, no hace mucho, Bob se sintió desesperado, solo y deprimido, e incluso físicamente enfermo durante un tiempo; sé que Bob vive solo en el área de Pennington, y sus hijos son adultos y están repartidos por otros lugares.
Éste es un sumidero que podía haberse evitado. Un sumidero agotador y terrible. Llevo el carro al aparcamiento y el lagarto repugnante me observa desde cierta distancia y se mofa de mí mientras, con torpeza, saco las bolsas del carro y las pongo en el maletero del coche. «¿Tú crees que puedes continuar así? ¿Estás tan desesperada por seguir viviendo que quieres continuar así?»
Meter la compra en el maletero del coche, descargar el maletero del coche en casa: qué raro, qué extraño, qué mal está hacer esto sola, sin mi marido.
«¿Es que no tienes orgullo ni vergüenza, para seguir viviendo así?»
(Lo que ha empezado a asustarme es que el basilisco, a veces, consigue penetrar en la neblina del Cymbalta, sin previo aviso. Por supuesto, si una está suficientemente drogada, comatosa, «automedicada», no hay basilisco que sea capaz de entrometerse en la conciencia; pero me da miedo ese grado de sedación, porque sé que debe aumentar. Es cruel comprender qué poco le importa la persona pública al basilisco; desde luego, el basilisco no se deja impresionar por ningún logro literario, ningún triunfo profesional, ninguna cátedra en una universidad de la Ivy League; me siento especialmente vulnerable cuando están presentándome en un acto público, delante de espectadores, cuando el basilisco se burla sin piedad y me distrae de manera terrible. El lagarto se da cuenta, con una inteligencia extraordinaria, de que estar solo, sin amor, abandonado, es más despreciable para alguien de «prestigio» que para otros, que quizá imaginen que si obtuvieran ese «prestigio» se sentirían menos desgraciados y, por tanto, menos vulnerables al basilisco.)
Todo Detroit sería un sumidero, por ejemplo. La casa de Woodstock Drive que tanto habíamos querido, y la casa, más grande, a la que nos mudamos unos años después, a kilómetro y medio al sur y más cerca del campus de la Universidad de Detroit, en Sherbourne Road, que habíamos querido menos y en la que, visto desde ahora, fuimos menos felices; porque fue en esta casa en la que nos refugiamos durante aquellas horas terribles y enloquecidas de los «disturbios», oyendo disparos en Livernois Avenue y oliendo a humo y esperando que no nos pasara nada.
Y la casa en Windsor, en el 6000 de Riverside Drive East.
Cuando abro la puerta de mi despacho en la universidad, a veces veo -sólo un instante- una figura espectral en mi mesa, rebuscando entre mis papeles. No es Ray, por supuesto -Ray no se sentó jamás en mi mesa, en treinta años pasó muy poco tiempo en mi despacho de la universidad-, sino Richard Wishnetsky, que lleva muerto, por su propia mano y desesperado, más de cuarenta y cinco años.
El sumidero interior.
A una amiga en Evanston, Illinois, 29 de abril de 2008.
… dificultad en vivir sola, Leigh. Mi vida ha cambiado por completo. Tardo más en hacer todo y no soy capaz de concentrarme… Mi mente está todo el tiempo zumbando, fuera de sí, llena de pensamientos inútiles. Sólo gracias a la medicación puedo desconectarla cuatro o cinco horas cada noche… Estoy tomando un antidepresivo que quizá ejerza algún efecto… Me siento cambiada por completo, como alguien al que han destripado y vaciado… Sin embargo, cuando me ven mis amigos, dicen que tengo el mismo aspecto y las mismas maneras que siempre. No creo que lo digan por ser educados, y por eso es tan raro. Lo que me preocupa es seguir viviendo así… Es un esfuerzo tal, y de un valor discutible. Todo el mundo dice que «el tiempo cura las heridas», pero cuando tenemos cierta edad, y estamos solos, no parece probable que nuestra situación vaya a mejorar. Los amigos siguen siendo maravillosos…
Con mucho cariño,
Joyce
La verdad franca es: no estaría (seguramente) viva si no fuera por mis amigos.
A un amigo poeta en Boston, cuya madre está muriéndose en una residencia de enfermos terminales en Virginia, 30 de abril de 2008.
Pienso en ti, Henri… Resistiremos, por supuesto, y volveremos a ser felices, alguna vez, aunque sea por sorpresa; quizás en julio.
Con mucho afecto,
Joyce
(La madre de mi amigo poeta sobrevive con una cosa que se llama «dieta blanda mecánica». Tengo que decirme que Ray se ha ahorrado esto, Ray no está muriéndose poco a poco en una residencia sino que ha muerto, Ray ha muerto de pronto y aparentemente sin dolor y quizá incluso sin la conciencia de su muerte inminente. No estoy al lado de su cama dándole cucharadas de comida «blanda mecánica».)
Una forma de escapar del sumidero del alma, de eludirlo, es sumergirme en el trabajo. Porque el trabajo es, si no siempre cordura, sí un contrapeso a la locura.
No puedes trabajar verdaderamente si estás loco; si estás loco, no puedes verdaderamente trabajar. ¡Es esperanzador!
En realidad, ya no puedo escribir ficción, salvo a ratos. Como una mujer borracha que se tambalea, choca con las paredes, atontada… He trabajado durante semanas en un relato breve que terminé por fin la semana pasada. Con todas las ideas que asaltan mi cerebro cuando se disipa el sopor del Cymbalta, no hay ni una que me sienta capaz de ejecutar; estoy demasiado exhausta, tengo muy poca concentración… Tengo tan pocas fuerzas para planear una novela como para atravesar el Sahara o la Antártida. Mi principal medio de comunicación en estas semanas póstumas es el correo electrónico.
Voy a sacar de un cajón una novela que había terminado antes de que muriese Ray. Para salvarme, igual que una persona que se está ahogando se agarra a una cuerda, a un salvavidas, para levantarse -para levantarse muy arriba-, voy a reescribir la novela por completo: cada sílaba. Cambiaré el título, cambiaré el tono, la «voz». En esta novela lloraré a mi marido, igual que creí que había llorado a mi padre cuando la escribí en un principio. Así trataré de derrotar al basilisco que se burla de mí, resistiré.
Al volver de noche y acercarme a casa, veo que la calle es una especie de túnel, con vehículos estacionados a ambos lados. ¿Hay una fiesta en el barrio? ¿Por qué tengo una sensación de peligro, de amenaza? Mi corazón empieza a latir deprisa cuando me veo obligada a pasar despacio por el estrecho carril entre los vehículos aparcados: todoterrenos y monovolúmenes en colores sobre todo oscuros, como los vehículos militares; me da miedo rayar alguno de los coches; tengo la impresión de tardar mucho en atravesar el túnel y empiezo a sudar dentro de mi ropa, hasta que, por fin, ahí está nuestra casa: sin luces, un lugar desolado, abandonado. «Sólo yo estoy sola en esta calle. Soy la única persona que está sola.» Como no he dejado encendida ninguna luz exterior, ni ninguna de dentro que ilumine el camino hasta el patio, tengo que entrar a tientas. «La única persona que debe entrar a tientas en su casa. ¡Quién va a ser tan ridículo!» Ni siquiera es el basilisco el que se ríe de mí, soy yo misma.
Hace unas semanas, si volvía a casa a estas horas, habría cosas dejadas para mí en el jardín: un guiso todavía tibio del horno de alguna amiga, una bolsa con bebidas frutales. Ahora estamos a finales de abril y lo único que me esperan son los paquetes de UPS y FedEx. El cornejo está en flor, un árbol fantasma en la penumbra. De día no puedo soportar verlo.
Pronto empezará a florecer el cornejo coreano de delante de la casa, delante de mi estudio. Ése también era uno de los árboles preferidos de Ray.
Nunca es fácil regresar a una casa vacía. Siempre, cuando entro, espero -medio espero- ver que ha pasado algún percance en mi ausencia. Cojines arrojados al suelo, sillas volcadas, lámparas rotas… Mi amiga Lois me dice:
– Estoy preocupada por ti, Joyce. Sola en esa casa. Es tan… accesible.
En Detroit, durante nuestro primer año en la casa de Woodstock Drive, regresamos una noche y descubrimos que habían entrado en casa.
Entramos con una actitud ingenua y descuidada. Ninguno de los dos pareció darse cuenta de que pasaba algo. Al ver las dos sillas de la cocina descolocadas, los cajones de la cocina abiertos, abierta en parte la puerta corredera que daba al patio, miramos en silencio como si estuviéramos ante una adivinanza demasiado enorme para abarcarla en nuestro cerebro.
Corrimos arriba. En nuestro dormitorio vimos los cajones de la cómoda volcados en el suelo, la ropa y las almohadas esparcidas. «¿Ha entrado alguien? ¿Qué es esto?» Es extraño lo lentos que fuimos para captar la situación, literalmente lentos, como a cámara lenta, o como debajo del agua; parece que es una reacción habitual ante un allanamiento de morada, porque es una violación tan íntima que el cerebro no logra asimilarla de inmediato.
Y en mi estudio, una habitación pequeña en la parte posterior de la casa, en la que había unos cuantos muebles -una mesa plegable en la que escribía, una silla, dos o tres estanterías pequeñas y sin acabar-, me quedé absorta un buen momento antes de comprender que faltaba mi máquina de escribir…
¡Mi máquina de escribir! En esa era en la que ni siquiera había todavía máquinas eléctricas, yo tenía una manual a la que me sentía tan unida como un esclavo esposado a unas esposas que hubieran crecido para adaptarse a los contornos de sus extremidades. Se podía decir, con razón: «¡Joyce ama su máquina de escribir! Joyce depende por completo de esa máquina de escribir».
Aunque he escrito a mano toda la vida, siempre he mecanografiado el borrador definitivo. Ahora, los ladrones se habían llevado mi máquina, no sabíamos con qué propósito; no era nueva, no era ni mucho menos un modelo caro, ¿pensaban venderla? ¿Empeñarla?
Ray llamó a la policía. Ray habló con los agentes de policía cuando llegaron. Para entonces ya era tarde, pasadas las once de la noche. Los policías revisaron la casa y nos preguntaron qué echábamos en falta, y se lo pudimos decir a duras penas, muy vagamente, como si nos hubieran atacado a nosotros, no conseguíamos pensar en lo que faltaba, aparte de mi máquina y unas cucharas y unos tenedores bañados en plata, que habían sido regalos de boda; teníamos dinero escondido en alguna parte, preguntaron los agentes, y dijimos que no; teníamos algún arma de fuego, preguntaron los agentes, y dijimos que no; estábamos asegurados, íbamos a presentar una reclamación, y dijimos que sí, suponíamos.
Los policías hicieron casi todas sus preguntas a Ray. No parecieron tomar notas más que por pura formalidad. Era evidente que, en la Ciudad de los Asesinatos, los robos como el que había sufrido nuestra casa no ocupaban un lugar destacado en las preocupaciones de la policía. Su registro de la casa fue rápido y mínimo. Antes de irse le explicaron a Ray lo peligroso que había sido que subiéramos al piso de arriba después de sospechar que habían robado la casa:
– Si hubieran estado arriba, y no hubieran tenido otra salida, su mujer y usted podrían haber resultado heridos, señor Smith.
El señor Smith, dicho con la mínima cortesía.
Hablaban de hombre a hombre. Su mujer estaba de más. Cuando se fueron, Ray se quedó muy callado. Y estuvo días enteros muy callado sobre el tema del robo.
Poco a poco me di cuenta de que se sintió insultado por ellos. Le hablaron sin ningún respeto. Un hombre que se había comportado de manera peligrosa y estúpida, que no había protegido a su mujer.
La casa de cristal. ¿Es prudente esto? Nada de persianas, ni contraventanas, un solo piso, «accesible».
En una casa de cristal, de día y de noche, hay reflejos inesperados, imágenes espectrales, figuras en sombras que vemos moverse con el rabillo del ojo. Los ciervos se reflejan en el cristal, y sus reflejos se reflejan en otro cristal, o ¿es una figura humana? ¿Es Ray? Porque tantas veces, a lo largo de los años, por supuesto que era Ray; y el corazón se llena de…
Una especie de equivalente adrenalínico de la esperanza.
Esperanza frente a sentido común.
Estar loco es -ésta es una definición parcial e improvisada- creer que algo es lo que queremos creer que es, a pesar de saber que no lo es. Estar cuerdo es reconocer que nuestros deseos más profundos e intensos no tienen nada que ver con lo que es.
Mi conclusión es que no estoy loca. Todavía no.
Quizá es peligroso vivir aquí sola. Pero no creo que los peligros vengan de ladrones ni asesinos en serie.
Estoy pensando en los anónimos trabajadores de la película de Fritz Lang Metrópolis, dirigiéndose como zombis al mundo de las tinieblas en el que habitan.
Estoy pensando en un museo que visitamos Ray y yo, tal vez el Louvre, un sumidero de extenuación, aunque lleno de objetos «bellos», objetos «raros», en un ala de antigüedades, caminando juntos en silencio, porque nos habían callado las figuras de los reyes muertos, con los rostros reducidos a unos cuantos rasgos primitivos; algunas de las formas esculpidas no tenían brazos, piernas, cabezas -¿era el antiguo Egipto?-, unas figuras humanoides de una especie extinta, condenadas a «existir» en el museo; la luz gris y difusa había arrancado cualquier significado a aquellos personajes ciegos y vacíos; había arrancado cualquier significado a lo que estábamos haciendo allí, dar testimonio de alguna absurda reivindicación de la identidad humana: ¿el valor?, ¿la autoridad?
Ray me cogió de la mano:
– ¡Vámonos de aquí!
Viviendo sola, es muy fácil acabar desencarnada.
Pienso: «Debo dejar de tomar estas pastillas. Me estoy envenenando».
(En Nueva Jersey, se dice que el aire está contaminado incluso en las partes del estado, como Princeton, en las que se asegura que el aire no está contaminado.)
(A veces, en cualquier caso, una puede oler y saborear las toxinas; por ejemplo, una débil decoloración del aire similar al color del pis de gato seco en un certificado de defunción emitido por el estado de Nueva Jersey.)
Como le había pasado a su padre -su padre, del que había vivido emocionalmente apartado-, a Ray se le vio una vez llorando. En su despacho, ante su mesa, y yo entré en la habitación por completo asombrada, y preocupada, preguntando qué pasaba, qué pasaba, qué pasaba, porque era del todo impropio de mi marido, desde que yo le conocía; y Ray se volvió hacia otro lado y dijo que no era nada, que había estado acordándose de su padre, nada más.
En aquel entonces, su padre llevaba muerto tal vez uno o dos años.
Ray no hablaba con frecuencia de su familia, ni con facilidad. Pero me había contado que, en más de una ocasión, había descubierto a su padre llorando. Una vez, cuando Ray era muy joven, había encontrado a su padre encorvado, con la cabeza apoyada en los brazos. Se había asustado mucho. Asusta mucho ver a tu padre impotente y derrotado. Y otra vez, cuando Ray tenía dieciocho años, y había dejado de ir a misa los domingos, su padre lloró, parecía auténticamente disgustado, angustiado: «Si pierdes tu fe, me echarán la culpa a mí. Si vas al infierno. Será culpa mía si vas al infierno. Me echarán la culpa a mí».
¡Un hombre adulto, llorando! ¡Con miedo al infierno! Al contarme estas cosas, Ray se reía. Sus labios trazaban una media sonrisa amarga.
Pero ¿lo decía en serio tu padre?, preguntaba yo. Qué extraño me resultaba, porque mis padres nunca habían sido muy devotos, ni siquiera unos católicos muy serios; mi familia tenía tan pocas posibilidades de ponerse a hablar de Dios, Jesucristo, María, el diablo, el cielo y el infierno como de sumergirse en una discusión sobre matemáticas avanzadas. Por lo visto, en Millersport, Nueva York -un cruce de carreteras rurales con una docena de casas-, esos temas tan «profundos» parecen una estupidez.
Ray dijo que sí. Su padre había hablado en serio.
Le pregunté cómo era posible que cualquiera creyese en serio…
Irritado, Ray contestó que su padre había creído. Su padre era un católico devoto y «creía» lo que creen los católicos.
Pero…
Vamos a cambiar de tema, dijo Ray. Por favor.
En un matrimonio, como en cualquier relación íntima, existen sumideros.
O tal vez campos de minas.
Uno no tropieza con ellos. No comete ese error.
No comete ese error una segunda vez.
Para Ray, había un sumidero: su familia.
El agujero era inmenso, abarcaba muchas hectáreas: su familia, la Iglesia, el infierno.
Ese sumidero estuvo a punto de succionarlo, de ahogarlo. Antes de que nos conociéramos, decía Ray.
O eso supuse, cuando era joven.
Mi impresión era que Ray había conseguido salir del sumidero a costa de un precio elevado, emocional y psicológico. No podía preguntárselo, como no podía preguntarle por su padre. Una de esas balas que están alojadas demasiado cerca de la columna vertebral y no pueden quitarse mediante cirugía.
Al escribir estas líneas, me parece estar traicionando a Ray. Pero, si no las escribo, no seré totalmente sincera.
Unas memorias no tienen ningún sentido si no son sinceras. Igual que una declaración de amor no tiene ningún sentido si no es sincera.
Durante años vivimos sin hacer referencia al pasado de Ray, porque el pasado de Ray estaba cada vez más alejado en el tiempo. Pero, al comienzo de nuestro matrimonio, ese pasado estaba próximo, e incluso se inmiscuía en el presente, porque los padres de Ray estaban vivos en aquella época. (La madre de Ray vivió hasta bien pasados los noventa años; cuando murió, hacía cuarenta años que era viuda.)
¿Cómo se relaciona una joven esposa con la familia de su marido? Si su marido se lleva bien con sus familiares, no hay problema. Si no, lo normal es que haya problemas.
No me gusta criticar a otros. Aunque no soy lo que se considera una persona crédula, no quiero ser ni parecer despreciativa, escéptica ni desdeñosa con las creencias de otros.
Sobre todo, unas creencias religiosas mantenidas con fervor.
Por eso, respecto a la familia de Ray, nunca di mi opinión. No insistí en el asombro que me producía el hecho de que el padre de Ray hubiera podido creer que le iban a pedir cuentas -¿Dios?- si su hijo abandonaba la Iglesia Católica.
Como decía Ray, «cambiemos de tema».
En otra ocasión, cuando acabábamos de conocernos, y nos veíamos todas las noches en Madison, Wisconsin, en la emoción irrefrenable de estar viviendo lo que hasta entonces habíamos sido demasiado tímidos como para llamar «un nuevo amor», Ray me habló, vacilante, de su hermana, que estaba internada en una «institución».
¡Qué coincidencia! Mi hermana Lynn, dieciocho años más joven que yo, también estaba interna en un centro.
Lynn padecía un autismo tan grave que no pudo seguir en casa después de cumplir los once años. Se había vuelto violenta y amenazaba a mi madre. Fue un período desgarrador en las vidas de mis padres, cuando yo ya me había ido a la universidad; la cuestión implícita era que yo había dejado a la familia y Lynn quizá tenía que haber sido mi sustituta.
O quizá mi hermana fue un accidente. Concebida por accidente cuando mi madre tenía cuarenta y pocos años.
Pero la hermana de Ray no era autista. Su hermana Carol, según recordaba él, no tenía ninguna deficiencia mental, sino que era «excitable», «difícil», «desobediente».
De los cuatro hijos de la familia de Ray, Carol había sido la rebelde. Carol se había negado a obedecer a sus padres, y Carol había tenido una «reacción exagerada» al ambiente religioso de la casa.
¿Qué significaba eso?, pregunté.
No había sido una buena niña, una buena niñita católica. No tenía devoción. Era gritona y discutidora.
¿Y qué… qué fue de ella?, pregunté.
La ingresaron en un centro. Cuando tenía unos once años. Como tu hermana. Pero por motivos diferentes.
Aparte de esto, Ray no quería decir nada más. El tema le resultaba muy doloroso y yo no quise insistir.
Después conocí al hermano menor de Ray, Bob, un hombre muy agradable, aunque callado, que pasó toda su vida trabajando en una oficina de correos de Milwaukee; tan distinto de Ray en lo intelectual, lo emocional y todos los demás aspectos, que nadie habría pensado que eran hermanos. Y conocí a la hermana mayor de Ray, Mary, que se había casado y se había ido lejos de Milwaukee y de la fuerza de atracción de la familia católica, hacía muchos años. Ray admiraba a Mary por haberse labrado una «vida normal».
– Se escapó. Carol no pudo.
Cuando vivíamos en Princeton, creo, Carol murió de repente, en el hospital, o «centro» en el que residía, en el área de Milwaukee. Ray habló por teléfono con su hermano y con su hermana, pero no fue al funeral, si es que hubo un funeral; no quería hablar de su hermana desaparecida.
Debería decir que desaparecida no es la palabra que usaba Ray. Desaparecida es una palabra mía.
Cuando murió Ray, en la confusión de aquellas horas y aquellos días terribles, no conseguía encontrar la dirección de Mary en la agenda de Ray. Un funcionario del juzgado de los trámites testamentarios me había dicho que tenía que escribir a todos los familiares cercanos de mi difunto marido para informarles de su muerte, con el fin de que pudieran ver su testamento, si querían verlo; si tenían alguna reclamación en contra del testamento, debían hacerla cuanto antes. Era responsabilidad mía enviar una carta certificada a la hermana superviviente de Ray, pero no podía localizar su dirección, y, desesperada, rebusqué por los papeles de Ray, sus documentos, los cajones de su mesa, los armarios archivadores; cuando me llamó un periodista del New York Times, para otro asunto completamente distinto, aproveché la oportunidad y le pedí ayuda en la búsqueda de la escurridiza «Mary Samolis», residente en algún sitio de Massachusetts, creía, o quizá fuera Connecticut. Al final, por otras fuentes, encontré la dirección y escribí a mi cuñada, aunque con retraso.
¡Qué impresionada se quedó al saber que su hermano pequeño, Ray, había muerto, y tan de pronto! (El menor, Bob, había fallecido varios años antes.)
Sin embargo, el otro día, en el jardín, cuando revisaba la manoseada libreta de Ray, descubrí el nombre y la dirección de su hermana: siempre habían estado ahí.
Cuántas veces descubro cosas que antes no podía encontrar. Segura de que había mirado, y mirado, y mirado, pero no había visto lo que buscaba.
Todo esto es una novedad para mí, este aturdimiento.
Empezando por la grosera nota bajo el limpiaparabrisas de nuestro coche: aprende a aparcar, zorra estúpida. Ésa fue la primera señal de que no pienso con claridad, no me comporto de manera normal. La primera señal del mundo -el mundo al que no le importamos un pito ni Ray ni yo- de que he iniciado una nueva etapa de mi vida, de la que no habrá retroceso.
Unos kleenex húmedos y arrugados. Pero éstos son míos, esparcidos por la alfombra junto a la cama.
Está claro que el jardín de Ray es un sumidero. Está claro que es un error terrible entrar en él.
Sin embargo, abro la verja y entro. Me inunda una emoción tal que creo que voy a desmayarme. La última vez que estuvimos juntos aquí, en otoño… qué distinto estaba entonces el jardín, y qué distintas nuestras vidas…
Están las tumbonas ligeras que habíamos sacado al jardín para sentarnos al sol y comer. A Ray le había enternecido que se lo propusiera; el jardín era siempre un lugar suyo, y le gustaba que viniera aquí con él.
Y los gatos también; al ver que yo estaba en el jardín con Ray, y que estábamos charlando, Reynard y Cherie quizá entraban en el jardín sin prestarse atención.
Me gusta pensar que Ray era muy feliz en esas ocasiones. Que no estaba pensando en la revista ni en la editorial; no pensaba en cuestiones de dinero, impuestos, ni el «mantenimiento» de la casa y el terreno, que era un trabajo a tiempo completo.
Si el espíritu de Ray está en algún lugar, es en este jardín.
Qué pena ver qué destrozado está el jardín tras el invierno. De los árboles cercanos han caído restos de tormenta. Intento recordar dónde estaban las caléndulas de Ray, y sus zinnias; todo está roto, los colores han perdido el brillo. Lo único que queda de las calabazas son trozos rotos y podridos de las cáscaras. Matas de tomates secas en palos torcidos, como nervios crispados. Un trozo de las matas de pepinos del año pasado, enredado en la alambrada.
¡En medio de las ruinas del jardín hay algunos brotes verdes que no parece que sean malas hierbas! Son lo que Ray llamaba (¿se inventó él el término?) «voluntarios».
Flores que habían recuperado sus propias semillas y habían sobrevivido al invierno. Cuando todo lo demás había muerto.
No puedo ver todavía de qué son estos brotes. Con el tiempo, veré que son claveles del Japón.
Desde luego, las campanillas vuelven todos los años. De color azul claro y blanco, puede que yo misma plantara unas cuantas hace varios años. Porque no siempre estuve apartada del jardín, también a mí me gustaba el jardín de Ray.
Ésta es la época del año en la que Ray habría encargado que arasen el jardín. Que removieran la tierra endurecida como preparativo para plantar. Empezaba con lechuga, rúcula, albahaca. «Te gustaría venir conmigo a Kale's», preguntaba Ray con ilusión, y en mi estudio, en mi mesa, yo murmuraba: «No, gracias, estoy ocupada con…».
Ahora es demasiado tarde. Mis insípidas ocupaciones han crecido, como un gas malévolo, hasta abarcar toda mi vida.
Ahora, en mayo de 2008, mi opción es: dejar que el jardín de Ray se lo coman las malas hierbas, o, cosa que parece igual de indeseable, plantar un jardín nuevo en su lugar.
Cuando un aficionado a la jardinería muere, su familia tiene que tomar esta decisión. Se ven jardines que se han dejado perder porque nadie se siente capaz de mantenerlos.
Cuando vinimos a vivir a esta casa, el jardín estaba sin cultivar, pero estaba rodeado por una verja de tres metros, que Ray reforzó. No era una verja muy sólida, aunque ha servido para impedir que entren los ciervos. Ahora pienso: «La verdad es que no puedo hacerlo. No puedo dedicarme al jardín. No sé cómo, y no tengo fuerza suficiente. No tengo suficiente tiempo. Éste será otro error póstumo del que me arrepentiré».
Otra alternativa es pagar a alguien para que se encargue del jardín. Pero eso es muy triste. Muy desesperado.
Una vez, tomé el pelo a Ray trayendo a casa una calabaza de forma preciosa para colarla en un amasijo de matas de calabaza que había en la parte posterior del jardín. Algún tipo de bicho horrible había destruido la mayor parte de sus calabazas, que florecieron y empezaron a formar los frutos, pero de pronto se marchitaron. Así que, de broma, introduje una calabaza de forma perfecta.
– ¡Mira! -dijo Ray, cuando llevó la calabaza a la cocina.
Me reí, y Ray me vio la cara y comprendió.
– No veo la gracia -dijo, con el ceño fruncido.
Mi marido se había sentido verdaderamente ofendido. Pero consiguió reírse, a pesar de todo.
¡No más bromas! Éste es un recuerdo agridulce.
Siento que, francamente, no tengo más remedio. No puedo dejar que se estropee el jardín de Ray, es una ironía demasiado dolorosa. Y nuestros amigos lo verán, sin duda.
De hecho, varios se han ofrecido a venir para «ayudarte con el jardín de Ray», porque el jardín será siempre de Ray, esté cultivado o no.
De modo que aquí estoy, de camino a Kale's. Es una decisión repentina, impetuosa, de la que espero no arrepentirme. En Millersport, en nuestra pequeña granja de frutales, ayudaba a mi madre en el huerto, y en el campo de maíz, y en un campo de fresas, igual que ayudaba a dar de comer a las gallinas y a recoger los huevos y a mantener sus apestosos gallineros razonablemente limpios, pero en realidad no se me da bien la jardinería, me falta algún gen fundamental, como el que se tiene para las matemáticas o para cantar con una bella voz de soprano.
En Kale's voy a pedir plantas perennes, exclusivamente, mientras que Ray ponía sólo plantas anuales. Voy a pedir plantas vivaces que sean tan duras como las hierbas, que tengan flores la mayor parte del verano; «cualquier cosa que exija un mínimo esfuerzo y tenga la supervivencia garantizada».
De esta forma, sin saberlo, y en contra de su temperamento, la viuda ha tomado una decisión muy buena. La viuda ha tomado una decisión brillante. En vez de vagar por la casa como un fantasma, hundiéndose cada vez más, la viuda va a hacerse cargo del jardín abandonado de su marido y va a plantar cosas nuevas: vivaces, resistentes y anuales no perecederas, flores y no hortalizas, salvia rusa, que crece rápido, tiras de rudbeckias y margaritas, alceast bostas, azucenas, peonías. La viuda, ingenua, había previsto una o dos visitas al vivero, pero la verdad es que la viuda regresará al vivero muchas veces a lo largo del verano. Al preguntarle si tiene una cuenta en el vivero, que le proporciona un diez por ciento de descuento en sus compras, la viuda dice que sí, su marido tiene una cuenta: «Raymond Smith, Honey Brook Drive, número 9».
Ahora empiezo a darme cuenta: estas memorias son una peregrinación.
Todas las memorias son viajes, investigaciones. Algunas memorias son peregrinaciones.
Empieza en X, y acabarás en Z. Acabarás, sea como sea.
Al principio, en los confusos días y noches de pesadilla tras la muerte de Ray, el terreno (conocido) en el que me movía se había vuelto aterrador, desconocido. La propia casa en la que vivía, nuestra casa, resultaba aterradora porque, aun siendo completamente conocida, era -y sigue siendo, a veces- desconocida.
Lo que había perdido, como el color desvaído por el sol, era el significado.
Ser humano es vivir con sentido. Vivir sin sentido es vivir de manera infrahumana. Como alguien que ha sufrido daños en una parte del cerebro en la que residen el lenguaje, las emociones y la memoria.
En los primeros días, semanas, meses de su nueva vida póstuma, la viuda debe vivir sin sentido como en una comedia negra ontológica en la que otros parecen recitar unos textos preparados, están unidos entre sí por el circuito de una trama elaborada aunque invisible, mientras que ella, la viuda, la que ha sufrido una pérdida irreparable, como una pierna, o un ojo, o la capacidad de razonar, debe andar a trompicones por las escenas, sin captar el vínculo esencial, el significado: ¿por qué?
¿Por qué? La pregunta que sólo hacen los desgraciados, los marginales, los desposeídos, los resentidos, los enfermos, los afligidos, las almas enfangadas al margen de la reluciente comedia social.
¿Por qué? La pregunta que, cuando se plantea, como si se proyectara una linterna en su rostro retorcido, revela que el que la hace tiene una carencia, está herido.
¿Por qué? La pregunta que no tiene respuesta.
¿Por qué te enamoraste de la persona de la que te enamoraste?
¿Por qué no te enamoraste de todos los demás de los que no te enamoraste?
¿Por qué se enamoró él/ella de ti? ¿Es posible que no te conociera como te conoces tú?
¿Por qué no te conocía? ¿Es posible que le ocultaras tu verdadero yo? ¿Y por qué?
¿Y por qué imaginas -porque, desde luego, siempre lo imaginamos- que conoces a la persona de la que te enamoraste?
Ésta es la posibilidad que asusta a la viuda.
Ésta es la posibilidad en la que la viuda no quiere pensar.
Por si no fuera suficientemente devastador perder a su marido, qué doloroso darse cuenta de que tal vez no lo conoció, en el sentido más profundo e intenso.
En el jardín de Ray se me ocurren estas cosas. No son cosas que se me ocurrirían en otro sitio, creo, sólo en el jardín de Ray.
Porque he contratado a un hombre para que venga a arar el suelo, como hacía Ray todos los años en esta época. He empezado a pasar la azada, cavar, rastrillar; llevo los viejos guantes de jardín de Ray, estoy usando las herramientas de jardín de Ray y usaré la manguera de Ray si consigo enroscarla como es debido en el grifo de la parte trasera de la casa.
A Ray le gustaría, creo, saber que estoy aquí. Ray pensaría: «¡Qué feliz fui aquí! Ojalá pudiera estar contigo allí, ahora».
En una esquina del jardín está la colorida casa para pájaros victoriana colocada sobre un poste, que está destrozado por el invierno y empezando a caerse. Ray habría enterrado mejor el poste en la tierra, pero me parece que yo no soy lo bastante fuerte. Apoyaré la casa para pájaros sobre la verja y confiaré en que se mantenga en pie.
En un montón al fondo del jardín están los palos que Ray empleaba para sostener sus matas de tomates. La verja está cubierta de parra, matas de campanillas, los restos secos de los pepinos del año pasado. Algunas ramas rotas han caído sobre el techo del cobertizo que hay al otro lado de la verja y parece que lo han abollado. Qué extraño me resulta estar en el jardín de Ray sin que él esté aquí; como si alguien entrara en mi estudio, fuera a mi mesa, viera mis papeles, sin estar yo.
La ausencia es una cosa terrible. La extinción, impensable.
Por tanto, prefiero pensar que el espíritu de Ray está aquí.
Pensaré que si el espíritu de Ray está en algún lugar; en cualquier lugar, es aquí.
En el vivero he comprado varias plantas; demasiadas, por lo que se ve. Me empieza a doler la cabeza ante la perspectiva de tener que cavar hoyos para todas estas plantas, sacarlas de sus tiestos, sacudirlas, colocarlas en el hoyo y apretar un poco la tierra a su alrededor. Y regarlas. Ray me diría: «Haz las que quieras hacer hoy. El resto aguantará. No te olvides de regarlas».
Hubo un momento de angustia en Kales, cuando el cajero buscó en el ordenador Raymond smith. De pronto temí que me dijera: «No hay aquí nadie con ese nombre. Lo siento».
Ray decía: al sacar una planta de su maceta, corta siempre las raíces que quedan al aire, sacude la tierra que se ha quedado deformada por la maceta para que las raíces puedan respirar. Por alguna razón, aunque habría dicho que no sé prácticamente nada de jardinería, me acuerdo de esto.
Ray decía: asegúrate de hacer un hoyo suficientemente hondo. Pero no demasiado hondo.
Asegúrate de regar bien las raíces de la planta. Pero no las ahogues.
Si una viuda es sincera sobre sus sentimientos, reconocerá que tiene miedo, desde que murió su marido, de descubrir algo sobre él, de que le salte a la cara alguna cosa sobre él de la que no sabía nada. La viuda tiene miedo de no haber conocido íntimamente a su marido, o, si lo conocía íntimamente, de no haberlo conocido en una faceta más pública, como lo conocían otros.
Porque la intimidad puede cegar. Cuanto más cerca estás, menos puedes ver.
Porque existe -en todos nosotros, tal vez; en algunos de nosotros, sin duda- algo imposible de conocer, inaccesible. Una otredad obstinada, inextricable e intransigente.
Por qué a Ray le costaba tanto hablar de su padre y, cuando lo hacía, era con una mueca extraña, herida y amarga en la boca; por qué Ray se apartaba de mí si yo quería acercarme demasiado: eso es un misterio, que nace de su otredad.
Una esposa tiene que respetar la otredad de su marido, debe aceptarla, nunca podrá conocerlo por completo.
Mientras cavo, corto, rastrillo -para protegerme las manos contra las ampollas llevo puestos los guantes sucios de Ray-, pienso estas cosas. Es un pensamiento deliberado, quiero desentrañar algo. Cuando una persona está sujeta a medicación psicotrópica, siempre está intentando pensar, intentando atravesar una pantalla, como un pájaro desesperado por atravesar una red. Así que estoy haciendo dos cosas: trabajar en el jardín de Ray para salvarlo de las malas hierbas, y crear un jardín nuevo en memoria de Ray; y estoy trabajando con las manos, y con la espalda, y las piernas, porque trabajar en la tierra es trabajar. Y así, mientras trabajo, pienso, pero el tipo de pensamiento que estoy practicando no tiene nada que ver con el tipo de pensamiento que practicaría en otro sitio, y mucho menos en la cama, en el nido. Éste es un tipo de pensamiento que va unido a trabajar; una parte o varias de mi cuerpo están despiertas, vivas.
Lo que estoy haciendo, creo, es prepararme para leer Black Mass.
Estas semanas, estos meses, he tenido miedo de mirarlo. El manuscrito de la novela de Ray, inacabado. ¿Me arrepentiré? ¿Sería mejor guardar el manuscrito y no volver a mirarlo jamás? ¿Hay una historia de una vida secreta que Ray querría haber mantenido oculta? Pero, si así fuera, ¿no habría destruido Ray el manuscrito hace mucho tiempo? ¿Se había olvidado de él? ¿Lo había superado? ¿Quería que lo viera yo, alguna vez? ¿Y es éste el momento? Soy la albacea de mi marido; soy la única.
En Windsor, Ontario, adonde nos trasladamos en el verano de 1968, y donde vivimos en una casa de ladrillo blanco en Riverside Drive East, a la orilla del río Detroit, enfrente de Belle Isle. En Windsor, donde los dos dábamos clase en la universidad y donde cada día, cada tarde, caminábamos juntos, por la cima de una larga colina escarpada que dominaba el río, o por las calles residenciales y arboladas del barrio de Riverside, a varios kilómetros de la universidad. A veces, íbamos en coche hacia el sur, a lo largo del río Detroit, hasta el lago Erie y Point Pelee Park.
(Miro unas fotografías sacadas desde nuestro coche, de campos de maíz en otoño, cerca de Amherstburg. Un cielo azul brillante, filas de mazorcas abiertas, cómo me desgarra el corazón esta imagen tan normal… Me pregunto: «¿Hice yo estas fotos? ¿Conducía Ray? ¿De qué estábamos hablando?».
«¿Comimos en algún lugar al lado del lago? ¿Y qué nos aguardaba al volver a nuestra casa de Windsor? ¿Qué preocupaciones teníamos en nuestras vidas por aquel entonces?»)
Y había en Windsor una mujer de mi edad, más o menos, o tal vez un poco más joven, la mujer de un colega del Departamento de Lengua y Literatura Inglesa que tenía esclerosis múltiple y que fue debilitándose, enfermando cada vez más, hasta que se vio obligado a utilizar una silla de ruedas y, al final, demasiado mal para seguir enseñando, empezó a desaparecer de nuestras mentes y del recuerdo de sus estudiantes; y cuando esta mujer y yo nos encontrábamos en actos de la universidad, ella me miraba fijamente, de forma extraña; no con hostilidad manifiesta, pero tampoco con una actitud amistosa; y yo me sentía incómoda, e intentaba evitarla. Y al cabo de unos años murió su marido, bastante joven: a los treinta y pocos años.
Y en el funeral que organizó la universidad estaba la esposa, la viuda, rodeada de amigos, pero no paraba de mirarme, con una pequeña sonrisa desafiante, y me dijo que unos días antes nos había visto a Ray y a mí pasear por el río e íbamos de la mano:
– Parecíais tan felices.
Era una acusación, un reproche. La sonrisa herida y desafiante de la viuda.
No pude entenderlo entonces. Pero ahora sí.
En la mesa, delante de mí, está el manuscrito de la novela inacabada de Ray, en una carpeta sucia y raída.
Hace años, me dio una parte para que la leyera. Varios capítulos, de los que no recuerdo más que un poco. Más tarde, cuando vivíamos en Windsor, Ray volvió a trabajar en el manuscrito, pero no me mostró lo que había hecho: Black Mass era de esos temas que a Ray no le gustaba abordar conmigo.
Una vez, oí a Ray decir a un amigo que ser editor no tenía nada que ver con ser escritor:
– Nadie se ha suicidado jamás por un trabajo de «edición».
La vida adulta de Ray, en su mayor parte, no está representada aquí, en este manuscrito manoseado y lleno de anotaciones. Black Mass la escribió un joven de veintitantos años al que yo no conocía todavía, un joven muy inteligente, intelectual, inseguro, atormentado por problemas familiares, preocupado por la religión, un católico que había dejado la Iglesia pero todavía no se encontraba a gusto con su nueva libertad para no creer.
Ahora bien, para un católico procedente de una familia devota, el problema no es sólo creer, sino las presiones emocionales de la familia para que aparente creer; para que se comporte como si creyera, en el sentido público.
Cada domingo, misa; cada domingo, comunión con la familia.
Todas las religiones tienen rituales de ese tipo. Cuando se trata de un ritual familiar, el deseo de negarlo, repudiarlo, huir de él, está unido al deseo de no disgustar, despreciar ni enfrentarse.
Los padres de Ray, en su devoción, habían enviado a todos sus hijos a colegios religiosos, por supuesto. «Dadme un niño antes de que cumpla siete años y lo tendré para toda la vida»; eso creen los jesuitas, sin ironía alguna.
Ray era muy impresionable, según me dijo después. Solía creer lo que le decían los adultos que eran figuras de autoridad. La Iglesia, en tiempos de Ray, se caracterizaba por las exigencias más inflexibles: la obediencia absoluta de todos los católicos a los dictados del sacerdote, el obispo, el arzobispo, el cardenal, el Papa. De niños, los católicos aprendían a creer que la menor de las infracciones (por ejemplo, antes de que cambiaran el código canónico, comer carne los viernes, romper el ayuno antes de comulgar con un mero copo de nieve que te tocara los labios, el uso de medios anticonceptivos «artificiales») podía constituir un pecado por el que el infractor iría al infierno.
Los pecados veniales te enviaban al purgatorio durante un tiempo indefinido. Los pecados mortales te enviaban al infierno para siempre.
La Iglesia enseña que es posible salir del purgatorio, al final. Es como subir unos escalones muy empinados en la ladera de una montaña: costará mucho tiempo, tal vez años, pero es posible hacerlo.
Además, si uno está en el purgatorio, su familia puede ayudarle rezando por él a la Virgen María y pagando para que digan misas por la redención de su alma.
Dentro de la camisa de fuerza del absurdo derecho canónico, la Iglesia tiene tradiciones que la hacen curiosamente flexible e incluso caprichosa. Rezar por una persona después de muerta se parece al trabajo de un lobby y, como en el caso de un lobby, hay que pagar a las personas que ocupan puestos de autoridad. La Virgen María es la figura suave, femenina y maternal a la que uno puede rezar para que interceda ante la figura severa, hipermasculina y paterna de Dios. En la época de Ray, los católicos creían que, si Dios quería retener a una persona mucho tiempo en el purgatorio, María podía sacarla y llevarla al paraíso «por la puerta de atrás».
De ahí el término de fútbol americano, inexplicable para los no católicos: «el pase del avemaría».
El avemaría es la oración dedicada en exclusiva a la Virgen: «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de Tu vientre, Jesús».
Cuántos cientos -¿miles?- de veces había pronunciado Ray esta plegaria. Cuántas veces se había «santiguado» Ray, con las yemas de los dedos en la frente, el pecho, el hombro izquierdo y el derecho.
Qué arraigados están esos gestos rituales. Mucho más que cualquier cosa de la vida «consciente» de católico.
El purgatorio no es muy diferente a la vida. El purgatorio es la vida como una cadena perpetua, de la que uno puede redimirse. El infierno es otra cosa.
Cuando uno está en el infierno, no puede salir de él. Su familia no puede pedir que lo saquen. Por muchas misas que compren sus familiares, nunca saldrá del infierno.
¡Qué tormentos sufrirás en el infierno! Físicos y espirituales.
Gran parte de la religión de catequesis en la época de Ray se centraba en los castigos del infierno. El paraíso era un lugar indeterminado, luminoso, vigilado por Dios y habitado por ángeles; el infierno era un lugar intenso, dirigido por el diablo y poblado por demonios.
Cada pecador sabía que tendría su propio demonio para castigarlo.
Para ver unos sádicos castigos imaginarios del tipo de los que pueden esperarse en el infierno católico, no hay más que leer Retrato del artista adolescente de James Joyce. Y recordemos que, pese a su rechazo a la Iglesia, y su desdén por esa superstición primitiva, el personaje de Stephen Dedalus reconoce que sigue temiendo que aún haya algo de «realidad malévola» en eso en lo que ha dejado de creer.
Como la aspiración de la mayoría de los católicos era que al menos uno de sus hijos dedicara su vida a la religión -se «ordenara»-, el padre de Ray expresó su esperanza de que Ray se hiciera sacerdote. Después de graduarse en el Instituto Marquette de Milwaukee, un centro regido por los jesuitas con excelente fama académica, Ray entró en un seminario jesuita de la zona, a los dieciocho años.
En las fotografías, el Ray Smith de los dieciocho años parece jovencísimo, más bien de catorce o quince.
No sé qué sucedió exactamente en el seminario; Ray no hablaba nunca de él más que en términos muy generales y de refilón: «Las cosas no fueron bien. Me salí al cabo de unos meses».
Las emociones de Ray sobre la Iglesia y, por tanto, sobre su infancia y adolescencia en Milwaukee, eran muy complicadas. Una esposa más agresiva -una esposa que hubiera tenido una edad más parecida a la de su marido- quizá habría podido hacerle hablar con más franqueza, sobre eso y sobre sus sentimientos hacia sus padres; una esposa más agresiva quizá habría conocido mejor a los padres de Ray.
Aunque Ray quiso mucho a mis padres, como si fuera de su propia sangre, yo casi no conocí a los suyos. Él no me animó a hacerlo, y visitábamos muy poco Milwaukee.
Mis recuerdos de los padres de Ray son buenos. Ver a Ray con su familia en aquellos momentos -su padre, su madre, su hermano Bob- era ver al hombre del que me había enamorado en otro contexto como hijo y como hermano. No sentía tener más derecho que ellos a mi marido, sino que -como les pasa a muchas esposas jóvenes- temía tener menos.
Después de nuestra primera visita, Ray dijo:
– ¿Has visto cómo te miraba mi madre? ¿Cómo te sonreía? No podía dejar de tocarte…
A Ray le había gustado, y yo me alegré al oírlo.
Por ese motivo, siempre sentí cariño por la madre de Ray, a la que sólo vería en unas cuantas ocasiones a lo largo de su vida. Cuando murió, muy mayor -tal vez con noventa y nueve años-, la forma que tuvo Ray de llorarla me indicó que nunca había tenido el menor problema con ella.
Lo extraño, lo inquietante, es que, cuanto más envejecía, más se parecía Ray a su padre, Raymond Joseph Smith, en cuyo honor le habían bautizado.
Y más empezó Ray a no querer ver sus fotografías. Más insistía en ser quien hiciera las fotos, para que no se las hicieran a él.
En mis primeras noches de insomnio tras la muerte de Ray, cuando yacía aturdida y exhausta y desvelada, preguntándome qué nos había pasado -como debe de sentirse la víctima de un terremoto o un naufragio, asombrada y preguntándose qué ha ocurrido de forma totalmente independiente del dolor físico o incluso de cualquier miedo de que pueda volver a pasar-, por algún motivo pensaba en Ray y su padre, veía a Ray y a su padre casi como si se hubieran fundido sus rostros; pensaba: «Ray era mayor que su padre cuando murió. Ray debería haber perdonado a su padre».
No tenía una idea clara de qué podría haber «perdonado».
Nunca me habría atrevido a sugerirle algo así a Ray.
Luego recordé: no era sólo que Ray hubiera descubierto llorando a su padre, ni que su padre hubiera expresado su terror a ser «condenado» por culpa de Ray; a Ray le perturbaba también la costumbre de su padre de rezar en voz alta cuando podían oírle otras personas, de murmurar la jaculatoria «Jesús, María y José», que es, o era, una plegaria católica para vencer la tentación o un ruego de perdón.
Por ejemplo, cuando veía a una mujer atractiva en televisión, el padre de Ray se apresuraba a apartar la vista y murmuraba «Jesús, María y José», una forma de rechazar un pensamiento sexual pecaminoso y no deseado.
Tener pensamientos impuros era un pecado grave, en la cosmología católica. Si un católico no confesaba como debía sus pensamientos impuros a un sacerdote y comulgaba a pesar de ello, cometía un pecado mortal, y, si moría en ese estado de pecado mortal, sería castigado eternamente en el infierno.
¡Qué ridículas nos parecen esas ideas! A algunos de nosotros.
Y qué fundamentales para la vida, a otros. Debemos tener en cuenta que la mayor parte de la población mundial «cree» en algún tipo de relación divina personal y, a menudo, punitiva. La tierra está empapada de la sangre de quienes han muerto por sus creencias religiosas y también de quienes han muerto a manos de los creyentes.
El padre de Ray había luchado en la Primera Guerra Mundial, de joven. Era católico de nacimiento y, salvo en caso de enfermedad, no había faltado jamás a la misa de los domingos y las fiestas de guardar en toda su vida.
Era vendedor de coches en Milwaukee. Tuvo trabajo incluso durante la Depresión. Ray decía de él: «Trabajaba muchísimo. Nunca dejaba de trabajar. Siempre estaba en el concesionario o al teléfono. Nunca descansaba. Acababa agotado. Su única alegría era la Iglesia, ir a comulgar».
No recuerdo haber oído nunca a Ray llamar a su padre nada más que «mi padre». No recuerdo que se dirigiera a su padre. Nunca oí pronunciar a Ray las palabras papá o papi.
Estoy pensando que fue un error no haberme esforzado en empujar a Ray a reconciliarse con su padre. Me da la impresión de que no pensé en esa posibilidad. Seguramente incluso me gustaba que Ray estuviera apartado de su familia y, por tanto, dependiera más de mí.
Mientras que, por otra parte, veíamos mucho a mis padres, y siempre tuvimos unas relaciones magníficas, muy cariñosas, con Carolina y Fred.
Al ver a Ray con mis padres, al ver lo bien que nos llevábamos todos, lo felices que éramos juntos, quizá pensaba: «No necesita tener más familia que nosotros. Nos tiene a nosotros».
Era una ingenuidad. Era un pensamiento típico de una esposa joven, los celos de alguien que todavía no está muy segura de sí misma.
Ahora que es demasiado tarde, varios decenios tarde, me arrepiento de eso. Ni siquiera sé si Ray quería a su padre, además de sentirse incómodo con él, y enfadado, y avergonzado. Ni siquiera sé si al padre de Ray le dolía que su hijo viviera tan lejos de él, que viera tan poco a sus padres. Y llegó el día, a finales de los sesenta, en el que el hermano de Ray llamó para decir que el padre de Ray había muerto. Y fuimos al funeral en Milwaukee, y Ray estuvo completamente atontado, callado; y lo que quiera que sintiera aquel día Ray, no lo compartió conmigo.
Yo era joven, e ingenua. Quizá imaginé, como Ray hablaba tan poco de su padre, que no sentía pena por su muerte. Que, cuando le preguntaba qué tal estaba, y él se encogía de hombros y decía: «Bien», ésa era una respuesta razonable.
Es un hecho que un hombre quiere a su padre, de una forma u otra.
Retorcidos y doblados como las raíces de un árbol gigantesco: así son los recovecos del amor familiar.
Pero, incluso ahora, si Ray pudiera regresar, ¿sería yo capaz de preguntarle por su padre? ¿Su familia? ¿Me atrevería? ¿O me desanimaría en cuanto Ray frunciera un poco el ceño, y desviaría la conversación hacia otro tema, como pasaba siempre?
Nunca quise ser una esposa que perturbara a su marido. Nunca quise pelearme, discrepar ni ser desagradable. Me parecía que el riesgo era quedarse sin amor, si una esposa se enfrentaba a su marido en contra de sus deseos.
Y ahora estoy sin amor. Y qué extraña lucidez parece otorgarme eso, como un desinfectante aplicado en una herida abierta.
De las notas de Ray, escritas a mano:
MISA NEGRA. Título: un doble significado, la misa de réquiem y la inversión satánica de la misa. V. está escribiendo un poema de este título en el momento de su suicidio, P lo descubre en el diario de ella… El poema (incompleto) describe su encuentro sexual como una misa negra de brujas; la proyección irónica que ella hace de la culpa que imagina que sintió él… P. tiene unos ocho años más que V., es profesor y sacerdote…
El manuscrito de Black Mass contiene aproximadamente cien páginas mecanografiadas, con numeración irregular. En la carpeta se incluyen numerosas páginas de notas y esbozos detallados. Algunas páginas están escritas con tinta roja, otras, en negro. Para los años que tiene el manuscrito, la tinta no ha perdido mucho, aunque hay párrafos que están tachados como con impaciencia y las notas al margen del autor son prácticamente ilegibles.
Me ha sobrevenido una especie de trance, leyendo estas notas de Ray. El mecanografiado a un solo espacio da al texto de Ray un aire de intensidad, de urgencia. Siento como si estuviera oyendo a Ray hablar consigo mismo, y la sensación me recuerda a la que tenía de niña cuando me acercaba a terrenos rurales en los que había carteles de «No entrar».
En Black Mass hay dos personajes principales, V. (Vanessa), una poetisa (¿que guarda cierto parecido con Sylvia Plath?), y R (Paul), que se parece, salvo por el hecho de que es sacerdote, al joven novelista Ray.
La poesía de V. es sincera, con una voz peculiar… Su escritura le otorga una identidad; es un desahogo psicológico. Ve con ojo de poeta, combinando palabras en su cabeza sin cesar, «ordenando el mundo». Conoce a Paul en la Universidad de Wisconsin. Se encuentra con él varias veces, una de ellas en la fiesta de Navidad de los alumnos de posgrado; él se muestra interesado por lo que escribe, la anima…
¿Es coincidencia? Sólo coincidencia: Ray y yo nos conocimos en una recepción para alumnos de posgrado, no en Navidades sino en octubre. Y tiene que ser una coincidencia que Paul tenga ocho años más que Vanessa. A medida que leo está cada vez más claro que Paul es el álter ego de Ray, el centro de la conciencia de la novela; la historia se narra en retrospectiva, después de la muerte/el suicidio de Vanessa, cuando Paul, que para entonces tiene cuarenta y un años y es jesuita, piensa en su historia de amor (¿no consumada del todo?), a la que él puso fin. Casi todas las notas se centran en Paul:
Procede de una familia de clase media en Milwaukee, madre irlandesa, padre descontento con la «carga» de la mujer y los hijos… Los deberes religiosos formales de Paul consisten en decir misa cada mañana y leer su breviario… y son ya algo mecánico para él… Cree que actúa de manera «religiosa» sobre todo cuando ayuda a otra gente… Es uno de los «nuevos» sacerdotes. Paul conoce a Vanessa cuando está en cuarto curso y está preparando su tesis… La considera superior a los demás estudiantes de posgrado que conoce y siente cierto instinto protector hacia ella. Le encanta leer su poesía y ofrecerle sus opiniones.
Esto también me parece una casualidad, porque, cuando Ray me conoció, estaba en su último curso, cuarto, y estaba redactando su tesis. Ray también se ofreció a leer algo de lo que escribía yo -no poesía, sino ficción-, incluido un relato que había publicado en la revista Mademoiselle cuando tenía diecinueve años. Y creo que tenía «instinto protector» respecto a mí…
Lo que es ficticio de Paul es su carrera de profesor jesuita: después de irse de Madison, Wisconsin, obtiene trabajo en la Universidad de Detroit (!) y más tarde llega a presidir el Departamento de Lengua y Literatura Inglesa en Fordham, una universidad de los jesuitas en Nueva York. Vanessa, la poetisa atribulada, abandona los estudios después de haber suspendido los exámenes orales para el máster; es demasiado independiente para dar a sus examinadores las respuestas que quieren… (Esto sí que es una coincidencia: aunque yo no suspendí mis exámenes orales en la primavera de 1961, mis examinadores [hombres, y engreídos] me lo hicieron pasar mal y me aconsejaron que no pretendiese hacer el doctorado; Ray se indignó por mí, más que yo, porque yo no tenía el menor interés en pasar por la aburrida y penosa experiencia que era el posgrado.)
Al leer las notas de Ray, oír la voz de Ray -buscando, preguntando, un autor que se interroga a sí mismo sobre sus personajes (que, para el novelista, siempre son tan «reales» como personas del mundo «real»)-, me siento terriblemente conmovida. Está muy claro que Paul es Ray, si Ray hubiera cumplido las esperanzas que su padre tenía depositadas en él y se hubiera convertido en el más selecto de los sacerdotes católicos: un jesuita. (Entre las órdenes religiosas católicas, la Compañía de Jesús es la más aristocrática. Lo curioso es que los jesuitas hacen votos de pobreza, castidad y obediencia, pero tradicional e históricamente, han vivido entre las clases sociales superiores tanto en Europa como en Estados Unidos, y han ejercido una influencia política desproporcionada para su número. Varios de los amigos sacerdotes de Ray eran jesuitas, colegas míos en la Universidad de Detroit.)
Parece evidente que Ray debía de sentirse muy atraído por la Iglesia, a pesar de su rechazo intelectual; y que Ray se identificaba con el «célibe» Paul, atraído por una mujer a pesar de sus votos.
El centro de la novela es el rechazo de Vanessa por parte de Paul y el posterior suicidio de Vanessa, no inmediatamente, sino años más tarde. El tiempo presente de la novela es la misa de réquiem que Paul dice por su antigua amante y su descubrimiento tardío de que estaba enamorado de ella: «Si pudiera volver a la vida, ¿dejaría él la Iglesia por ella? ¿Dejaría el sacerdocio para salvarla?». En medio de muchas especulaciones hay una afirmación directa:
No ha dejado el sacerdocio por ella. Está muerta.
Paul y Vanessa representan a Abelardo y Eloísa, los desgraciados amantes de la tradición católica medieval; Ray había leído sus cartas y le habían parecido muy conmovedoras. También es evidente el paralelismo con la vida y la muerte precoz de Sylvia Plath, porque Vanessa, como Plath, se suicida encendiendo el horno de gas en un piso alquilado en Londres. (Recordemos que, cuando Ray estaba escribiendo esta novela a finales de los cincuenta, Sylvia Plath estaba empezando a ponerse de moda, y esa historia, que ahora nos puede parecer demasiado sabida, era un tema muy audaz para que lo explorase un novelista.) No obstante, Paul no es Ted Hughes; su sexualidad está cohibida, reprimida. Es un católico empapado del sentimiento de pecado, como lo estaba Ray, según confesión propia, durante su adolescencia; cuando siente que desea a Vanessa y cede a ese deseo, la condena sin darse cuenta a morir, a suicidarse: «¿Hasta qué punto está implicado P. en el suicidio de V.? La ha animado con su poesía, que era lo que le daba la vida… Pero cuando se dio cuenta de que la quería, decidió no volver a verla…». Y la última nota en la primera parte: «¿Y qué hay del diario? ¿Cómo lo obtiene P.? El punto de vista de V. ayuda a rellenar los últimos días. Pero no hay respuestas».
Después de las notas mecanografiadas hay una docena de páginas de cuaderno llenas de la letra de Ray, veintitrés párrafos numerados. No consigo leer más que una parte de lo escrito; empiezo a sentirme aturdida, desorientada, ¡qué pena me da que Ray trabajara tanto en esta novela, se preocupara tanto por sus personajes!, que debió de llevar muy dentro durante años. Unas preguntas aisladas: «¿¿¿¿Tiene la voz de V. grabada de alguna manera????», «¿Sería demasiado idealista que V. renunciara a P.?, ¿que se apartara de su vida?».
Es desgarrador ver un esbozo tan detallado de la novela: veintiséis capítulos marcados por nombres de lugares (Londres, Madison, Madison, Londres, Detroit, Londres, Nueva York, Londres, etcétera), con fragmentos intercalados del diario de la poetisa («circuito de poesía en el Medio Oeste», «paseo a medianoche por el George Washington Bridge», «últimos días antes del suicidio y el poema "Black Mass"»), cronologías de las vidas de los personajes, una necrológica del Sunday Times con ocasión de la muerte de la poetisa, y mucho más… Hay incluso un final alternativo, en el que V. sólo intenta suicidarse y P. corre hacia ella, en Londres: «¿Cómo puedo mostrar a Paul que toma su decisión, en parte porque está en Londres? Confía en que ella se recobrará, no sufrirá daños cerebrales, se pregunta si lamentará seguir viva». (Esta frase se interrumpe sin ningún signo de puntuación.) La novela comienza in medias res, con una página llena de texto en su mayoría tachado, aunque puedo leer lo eliminado si miro con cuidado. La prosa es sencilla, directa, sin afectaciones, y periodística, al estilo de Hemingway, como medio de crear un subtexto de tensión, pero el autor debió de sentirse insatisfecho con ese comienzo porque, varias páginas después, la escena desaparece y el relato empieza desde otra perspectiva.
¡Qué sorpresa, descubro el relato de un sueño escrito por Ray! He aquí a mi joven marido escribiendo como pocas veces me había hablado:
sueño
En el sueño visito el Instituto Marquette, donde estaban presentes mis condiscípulos que habían acabado convertidos en sacerdotes (alrededor de una docena)… -¿una especie de reunión?-, vestidos de «civiles», con chaquetas de colores vivos, traje y corbata, cada uno diferente, como si los colores correspondieran a las distintas personalidades… Sentado en un sola, hablando con mi viejo amigo en el que está basado el personaje de Jerry en la novela. Le miré pensando cómo mejorar mi descripción de los rasgos de Jerry, y me sentí un poco culpable por ello. Después estaba de pie, hablando con el Maestro de la Disciplina, el padre Boyle, que parecía contento de verme. Le hablé como si fuera el personaje Paul de mi novela, y le dije, entre otras cosas, que me había ordenado hacía dos años. A diferencia de los demás, yo no iba tan bien vestido, sino que llevaba un jersey sin mangas en vez de una chaqueta; mi puesto (¿obligaciones?) era diferente. Estaba en situación de inferioridad respecto a ellos. No sé cómo interpretarlo. El padre Boyle llevaba la sotana habitual. Antes, yo había recibido una carta del antiguo director con una nota a mano: «Este boletín de antiguos alumnos querría saber noticias de un Raymond Smith». (El otro Raymond Smith de mi clase está muerto.)
¡No cabe duda de que el sueño está relacionado con la novela! La novela es quizá un intento tardío de seguir una vocación «superior», algo que habría agradado a mi(s) padre(s). También puede verse que muestra el error que habría sido emprender esa vía. Paul es un álter ego, es como habría sido yo si hubiera entrado en los jesuitas a los diecinueve años en lugar de sufrir una crisis nerviosa.
Qué asombroso… «Crisis nerviosa».
La verdad es que, cuando conocí a Ray, me contó algo de una «crisis» unos diez años antes; en nuestras primeras e intensas conversaciones hablamos de cosas que no volveríamos a tocar jamás. Así que, en cierto sentido, lo sabía, aunque estaba convencida de haberlo olvidado.
También había sabido que había otro «Raymond Smith» en clase de Ray en el instituto, que se hizo sacerdote y que murió. Murió de forma misteriosa, en una residencia de los jesuitas en Ohio. Ray dijo que los dos «Ray Smith» se habían llevado bien en el instituto, aunque no habían sido amigos íntimos; pero que, cuando murió «el padre Ray Smith», Ray, que estaba estudiando en Madison, lo había sentido mucho.
Desde los primeros días de noviazgo no habíamos vuelto a hablar Ray y yo de su supuesta «crisis»; me la había confesado y yo le había dicho que no importaba nada; le había besado y le había asegurado -cosa que era cierta, por supuesto- que lo que le hubiera pasado diez años antes no me importaba y no iba a alterar mis sentimientos en lo más mínimo.
Igual que yo le había hablado a Ray de mi «soplo en el corazón» -«taquicardia»- y él me había dicho que tampoco cambiaba nada las cosas.
Todos estos años, todos estos decenios transcurridos, ni la crisis ni el soplo tuvieron consecuencias en nuestro matrimonio. Pero aquéllos fueron unos gestos de apertura, de confianza, de intimidad, al principio de nuestro mutuo amor, que ahora me hacen llorar al recordarlos.
De las notas de Ray para su propio uso, en estilo catecismo, escritas a mano en tinta azul desvaída:
«¿Qué función tuvo la "crisis nerviosa"?»
Me sacó de la situación en la que estaba, la situación religiosa, la culpa terrible, me apartó de las iglesias y de todo lo religioso, me dio la oportunidad de ver las cosas con más objetividad…
«¿Cómo te las arreglaste para tener la "crisis"?»
Me dejé agotar, a base de poco comer y poco dormir. Perdí el ritmo en mis asignaturas, no me preparé para un examen importante de química, no fui a la facultad esa mañana, no dejaba de preocuparme por nimiedades morales como romper el ayuno, los malos pensamientos, etcétera.
«¿Qué te sacó de ella?»
Amor, relación con una joven en la clínica; me dio una razón para vivir, algo en lo que pensar, una nueva obsesión, como si dijéramos. El psiquiatra había dicho de mí que estaba «falto de amor». (¿Estaría Paul falto de amor?)
Leo una y otra vez estas palabras: «Amor, relación con una joven en la clínica»… «El psiquiatra había dicho de mí que estaba falto de amor.»
Ray nunca me contó esto. Cuando me relató su «crisis» de los diecinueve años fue breve y vago; parecía humillado y avergonzado; parecía ansioso, como si tuviera miedo de que lo que me estaba contando me fuera a repugnar. No me había dicho prácticamente nada sobre las mujeres con las que había salido antes de conocerme; yo tenía la impresión de que nunca había tenido una «relación amorosa», que yo era la primera mujer/chica a la que había querido…
Desde luego, no debería sorprenderme: lo normal de un joven de diecinueve años es que se enamore, que tenga una «relación amorosa». No debería provocarme desasosiego enterarme de esto, después de morir Ray; y tantos años después de que sucediera. ¡Pero no me lo dijo! Era su secreto. Había estado «falto de amor» y otra persona le había dado ese amor.
Trato de componerme: diez años después, cuando nos conocimos en Madison, Ray era una persona diferente, y desde luego había roto con la joven de la clínica mucho antes. Es ridículo que sienta estos celos a estas alturas, en una mañana de mayo de 2008, leyendo sobre una relación amorosa que sucedió en 1949…
Pero estoy empezando a marearme. He intentado ignorar una especie de dolor punzante, como de calambre, entre los omóplatos, exacerbado por la postura que tengo, inclinada sobre la mesa, leyendo las páginas de letra tan apretada. Y he tratado de ignorar las curiosas manchas que tengo en los ojos, como mosquitos que se mueven despacio por el borde de mi campo visual.
Falto de amor. Qué verdad es. En mayo de 2008 como en aquel lejano período de crisis en 1949.
– ¿Por qué no terminaste tu novela, Ray?
– La dejé a un lado y nunca volví a ella. Empezaron a interesarme otras cosas.
Es lo que Ray explicaba a nuestros amigos, siempre con una sonrisa. Es lo que Ray explicaba a cualquiera que sabía que en otro tiempo había estado escribiendo una novela.
Y a menudo añadía:
– Sacar una revista da mucha más satisfacción. Conoces a nuevos escritores, cada número es nuevo, cada suscripción… Hay sorpresas constantes.
Es lo que Ray empezó a sentir, con el tiempo. Si al principio había querido ser escritor, al final, en los años setenta, trasladó su instinto creativo a la labor de editar y publicar. Igual que resultó ser un jardinero nato, con el entusiasmo del jardinero para trabajar la tierra con las manos, también resultó ser un editor nato, con garra para trabajar con los escritores, cuidar su trabajo y publicarlo. Muchas de sus amistades más íntimas nacieron como relaciones entre escritor y editor, en la intimidad de las cartas, las llamadas de teléfono y los faxes. Con su minuciosidad jesuítica para lograr la «perfección», Ray era un editor de textos ideal, y tenía a gala leer, releer y releer los originales, en manuscritos, galeradas y pruebas de imprenta.
Los editores y los jardineros son eternos optimistas. Nadie empapado de un sentimiento trágico de la vida puede ser ninguna de las dos cosas.
Fue una suerte para Ray que dejara de escribir ficción. Ese rigor de los jesuitas que hacía que fuera un editor excelente y entusiasta habría sido un obstáculo para escribir novelas, que puede convertirse en una obsesión agotadora y claustrofóbica para personalidades así. Quienes hemos sido escritores la mayor parte de nuestra vida nos sentimos incómodos a la hora de animar a otros a escribir, y aliviados al oír que alguien ha «apartado» su deseo de hacerlo.
El hecho de que Ray trabajara de forma esporádica en una misma novela durante años sin jamás terminarla indica que, a pesar de su apasionada identificación con el personaje central, no poseía el instinto del artista necesario para acabar un proyecto y pasar al siguiente. Por muy esencial que sea sumergirse en el propio trabajo, también es esencial avanzar en él y superarlo. Es terrible acabar devorado por el trabajo, hay que aprender a escapar de un salto como escapa uno de un incendio.
Por supuesto, existen grandes escritores que han sido devorados por sus obras, pero no para bien; James Joyce es el ejemplo más extremo, con su fanática inmersión en Finnegans Wake (su libro «monstruo») durante más de diez años.
Sin embargo, en general, el escritor debe tener cuidado de no dejarse hipnotizar por su material y perder la perspectiva para ordenarlo. Por las páginas fragmentadas de Black Mass que dejó Ray, parece evidente que estaba completamente hipnotizado por su material, tan paralelo a su propia vida. Largas escenas de diálogo apasionado, fragmentos muy densos de recuerdos de infancia, exposición, análisis, capítulos que se interrumpen de pronto, subtramas alternativas con hilos que toma y luego descarta: este trozo de novela resuena lleno de vida intensa y sentida, un auténtico cri de coeur de alguien abrumado de sentimiento de culpa por haber salvado la vida. Black Mass me resulta fascinante a mí, pero probablemente sería impenetrable para otra persona.
Al principio, se me ocurrió la (loca) idea: «Quizá debería acabar Black Mass. Si está casi terminado, yo puedo hacerlo».
Pero no está casi terminado, ni mucho menos. Habría que construir una obra totalmente nueva sobre estos endebles cimientos. ¿Y para qué?
No tiene sentido decir que «Ray lo querría». Estoy segura de que Ray no lo querría.
Sin embargo, la perspectiva de «completar» la novela revolotea sobre mí, tentadora. Porque mi trabajo de escribir avanza con una lentitud exasperante.
Cuánto más fácil sería para mí sentirme hipnotizada por esta historia y sentir una intimidad con mi marido fallecido que nunca sentí cuando estaba vivo.
Pese a lo bien que conocía a Ray, nunca conocí su imaginación.
Conocía a su yo diario, cotidiano. Conocía a su yo hogareño, dulce, amable, siempre considerado. Y lo conocía como una presencia entre otros, su yo «social». Pero no puede decirse que conociera nada de la imaginación de Ray, como demuestra esta novela fragmentaria.
Que Ray creara un sacerdote como protagonista, por ejemplo. Que la «situación religiosa» -la «culpa terrible»- fuera tan predominante en su vida años después de dejar el seminario jesuita y romper con la Iglesia. Paul, Vanessa… El jesuita célibe, la poetisa «brillante y atribulada»… Me parecen personas muy atractivas, muy gráficas y «reales» sobre el papel.
Mientras leo la novela incompleta, intentando establecer un orden probable de escenas, aunque muchas páginas no están numeradas y mucho está tachado, es como si estuviera dentro de la cabeza de Ray, por arte de magia, como si no hubiera muerto, sino que fuera aún joven y lleno de esperanza: escribiendo rápidamente estas palabras en una máquina de escribir, con su estilo nervioso, porque nunca se molestó en aprender a mecanografiar, no usaba más que uno o dos dedos de cada mano.
Casi en cada página me sorprende un nuevo recuerdo, un incidente del que Ray me había hablado hace años, hace tiempo olvidado y ahora recordado de pronto:
Una noche, Lucy [la hermana de Paul] me habló de su prometido. Estábamos sentados en la mesa de la cocina… Yo estaba bebiendo una botella de la cerveza de mi padre. Llevaba en el seminario unos cuatro años y estaba en casa de visita. «Cedí a lo que quería -dijo-. Anoche, le dejé tocarme, los dos, muy juntos. Se supone que es pecado mortal. No creo que sea pecado cuando quieres a alguien. Y yo le quiero mucho». Me miró por encima de la mesa, esperando mi opinión. Yo no podía contradecirla, hacerla sentirse culpable…
Y más inquietante:
Nos sentamos uno enfrente de otro en una mesa en la cafetería de alumnos, con su vista panorámica del lago [Mendota] helado, todo blanco y callado, salvo el hielo que, de vez en cuando, crujía como un fusil. Nuestras tazas de café estaban vacías. La pequeña revista que me había dado V. -Pacific Review- estaba abierta sobre la mesa. Yo estaba leyendo el poema por segunda vez, intentando concentrarme… Al firmar el poema, V. había utilizado sólo sus dos iniciales y el apellido. Me pareció curioso.
– ¿Por qué las iniciales? -pregunté.
– Para que el editor no supiera que era una mujer -contestó.
Levanté los ojos y vi que estaba mirándome, seria. Tenía su cabello oscuro y espeso cepillado hacia atrás, los hombros despejados.
– No comprendo -dije…
– Es más fácil que publiquen a un hombre que a una mujer -explicó con naturalidad, mientras encendía el cigarrillo.
Me mostré dubitativo.
– Ocurre en todos los ámbitos de la vida -dijo, ligeramente acalorada-. En igualdad de condiciones, es más fácil para un hombre que para una mujer. De una mujer se espera más, que lo haga mucho mejor.
Vi que ella vivía en un mundo en el que las mujeres competían con los hombres. Nunca lo había pensado, que los dos sexos compitieran en el terreno profesional. Ese tipo de rivalidad estaba ausente en la Iglesia. Las monjas no competían con los sacerdotes. Lo más que las mujeres podían acercarse al altar era hasta la barandilla para la comunión.
Esta conversación, casi literal, la habíamos tenido Ray y yo en el sindicato de estudiantes de Wisconsin. Nosotros también nos habíamos sentado en una mesa que daba al lago Mendota helado. Ray también había mostrado su escepticismo ante mis afirmaciones -una especie de escepticismo frívolo y coqueto-, aunque, en definitiva, había ofrecido su comprensión. Es preocupante que Ray dijera, como si nada, que «las monjas no competían con los sacerdotes», como si las monjas fueran una subespecie, puesta al lado de sus homólogos masculinos, pero, para mí, lo más inquietante es darme cuenta de que, salvo por el cigarrillo que fuma V., el retrato que hace de ella me resulta muy familiar…
¿Está Ray escribiendo sobre mí?
O tal vez sólo en parte: se inspira en Sylvia Plath, su joven esposa Joyce y su propia imaginación…
Otro pensamiento que me perturba: empiezo a darme cuenta de que gran parte de Black Mass debió de escribirlo Ray después de conocerme, y no antes. Siempre me había hecho creer que la mayor parte del manuscrito era de antes de 1960 y no podía tener nada que ver con nuestra relación, ni conmigo, pero, a juzgar por los esquemas cronológicos, que llevan la narración hasta los años setenta, no hay duda de que Ray estuvo trabajando en el manuscrito todavía en 1972, 1973, 1974.
Uno de los capítulos lleva a Paul a Londres, donde Ray y yo vivimos en 1971-1972. Las calles que Ray describe son calles por las que paseamos a menudo, en Mayfair, donde vivíamos en un piso que daba a Hyde Park; pasábamos con frecuencia ante la enorme embajada de Estados Unidos, con sus guardias de seguridad permanentemente alerta ante posibles manifestantes antiamericanos. Me fascina ver cómo utilizó Ray todos esos elementos, como telón de fondo de su historia de amor en el Medio Oeste; a mí nunca me ha sido posible situar una obra de ficción en Londres, pese a que adoré la ciudad tanto como Ray.
También es fascinante ver cómo utiliza Ray la reunión de la Asociación de Lenguas Modernas en Chicago, a la que fuimos desde Beaumont, Texas; y cómo utiliza Detroit; y su breve estancia como jefe del Departamento de Lengua y Literatura Inglesa en Windsor. Cada vez que Vanessa entra en la narración, el tono cambia; Vanessa es «el otro misterioso», como Christabel en el poema gótico de Coleridge: el protagonista (masculino) se siente atraído por ella casi contra su voluntad, del mismo modo que ella se siente atraída por él, el sacerdote célibe (y prohibido).
¿Se consideraba Ray un sacerdote célibe (prohibido) en su matrimonio?
¿Pensaba Ray que yo, su mujer, era un «otro misterioso»?
Francamente, no lo creo. No puedo pensarlo. Había demasiada risa en nuestro matrimonio. Black Mass es un mito, no una réplica exacta de la vida.
No debo olvidarlo. No debo disgustarme, buscando en el texto significados que pueden no estar ahí.
Tal vez la chica de la que se enamoró en la clínica. Tal vez ésa es el «otro misterioso», que le había salvado de la desesperación y a la que había perdido.
Pero Vanessa es poetisa, se supone que una poetisa muy buena. Y Vanessa se suicida cuando Paul la rechaza.
Paul la rechaza porque ha hecho votos de castidad, porque es un sacerdote jesuita. Paul no la rechaza porque no la quiera. A pesar de la devoción que Vanessa sentía por su poesía, como dice Paul: «Su poesía no fue suficiente».
Un amor desaparecido, una sentencia de muerte. Un amigo indignado de Vanessa le dice a Paul: «Tú, el célibe. Tú, maldito célibe. Y ahora quieres escribir un libro sobre ella».
Ahora, yo estoy escribiendo un libro sobre Ray.
Estoy escribiendo un libro sobre el Ray desaparecido.
Black Mass no está acabada pero hay una especie de final, un poema de Vanessa que Paul descubre después de su muerte. Las últimas palabras son «Descanse en paz, descanse en paz».
Qué me gustaría: que Ray me hubiera enseñado el manuscrito de Black Mass después de desarrollarlo un poco más. Que hubiéramos hablado con más franqueza sobre él. Que hubiera podido ayudarle. (Habría podido animarle.) Quizá, la primera vez que me enseñó el manuscrito, cuando acabábamos de casarnos, no supe qué decir y no dije las cosas apropiadas. Cuando era una esposa joven, casada con un hombre «mayor» -un hombre con aire de autoridad en cuestiones en las que yo era ingenua e inexperta-, no solía expresar ninguna opinión que no pretendiera darle la razón, o entretenerle, o impresionarle; tardé años en reunir el valor suficiente para sugerir a Ray que, la verdad, no me gustaba alguna música de la que ponía a menudo en nuestro estéreo, composiciones tan febriles y viriles como Alexander Nevsky de Prokofiev, el coro final de la Novena Sinfonía de Beethoven con su implacable «alegría alegría alegría» como puntas clavadas en el cráneo, muchas cosas de Mahler…
Ahora me encantaría oír esa música atronando desde el aparato.
La casa suele estar en silencio desde que murió Ray. No he puesto un solo CD. No suelo encenderla radio en la cocina, que Ray oía mientras se preparaba el desayuno o hacía café.
El café de Ray: el paquete está todavía en la nevera. Como yo no tomo café, nunca volveré a tocarlo. Pero no me decido a tirarlo, igual que no me decido a quitar los libros de Ray de la mesa del salón… Tengo miedo de que, cuando vengan amigos de visita, durante meses -¿años?-, vean estos libros en el mismo lugar exacto y se compadezcan de mí… Pero no puedo. No puedo mover los libros de Ray. Si me los llevo habrá un vacío aquí. No puedo.
A medida que va anocheciendo, el dolor entre los omóplatos empeora. Y parece que tengo otros dolores relacionados, cortos y verticales, alrededor de las costillas. Pero no puedo parar de leer Black Mass, me siento arrastrada a la historia melancólica de P. y V., el sacerdote célibe, la «poetisa brillante y atribulada»… Casi puedo olvidar que se trata de ficción; tiene un tono de memorias, unas memorias a las que se han añadido elementos ficticios, como ligeras pinceladas con acuarela.
En una parte de páginas en tinta roja y sin numerar, hacia el final de la novela, hay varios párrafos tachados que apenas puedo descifrar. Parece ser una serie de recuerdos: Paul recuerda la «conducta rebelde» de su hermana, no la hermana «buena», Lucy, sino una hermana «mala», Caroline, más joven que Lucy, una niña de doce años que se alza airada contra el padre santurrón, se niega a rezar el rosario con la familia, monta escándalos en misa, se vuelve desaliñada, «huele» y se ríe «de forma inapropiada».
Es evidente que «Caroline» es Carol. Ray escribe sobre su hermana interna en un hospital.
Pero la escena se interrumpe a mitad de página. Luego, unas páginas después, escrito a mano, hay un nuevo recuerdo relacionado con Caroline, una escena en la que el padre de Paul convoca a su párroco, el cura «reza por» Caroline -porque creen que está «poseída por el demonio»- y lleva a cabo un exorcismo en el dormitorio de los padres. Paul (que tiene nueve años en ese momento) y Lucy están aterrados, aunque no pueden ver lo que están haciéndole a su hermana. Años después, llevan a Caroline a la fuerza a un médico y una clínica donde le practican una «lobotomía» en el cerebro para «tranquilizarla»; cuando Paul vuelve a ver a su hermana, al principio no la reconoce. La ingresan en «San Francisco de Asís», un hospital o una residencia…
Esta secuencia también termina de pronto. El lenguaje es sencillo, directo, crudo, y la letra de Ray es casi ilegible.
¡Lobotomizada! Eso debe de ser lo que le hicieron a Carol, la hermana de Ray, cuando él era niño.
La lobotomizaron; es decir, le cortaron una porción de los lóbulos frontales del cerebro mediante un procedimiento brutal, casi quirúrgico, que se practicaba con frecuencia en los años cuarenta y cincuenta, a manos de autodenominados expertos. El objetivo teórico era tratar la conducta extrema en los esquizofrénicos y otros enfermos mentales, pero el propósito implícito era controlar a personas cuyo comportamiento era molesto, ofensivo o rebelde; como la hermana de Ray.
En 1949, el «año dorado» de las lobotomías en Estados Unidos -¡se hicieron cuarenta mil!-, el portugués Egas Moniz recibió el Premio Nobel por haber desarrollado la técnica, que pocos años más tarde quedaría desacreditada. Mientras tanto, la operación mutiló a tantos miles de personas como a los que «ayudó», si es que de verdad «ayudó» a alguien.
Éste era el vergonzoso secreto del que Ray nunca habló más que de forma indirecta.
Éste era el recuerdo traumático de la niñez de Ray que tenía tan profundamente enterrado como su miedo infantil al pecado y el infierno.
En la incompleta Black Mass, estas estampas relacionadas con Caroline están tachadas. Se incluye muy poco de la historia familiar de Paul, sólo referencias a su padre agitadas por el desagrado y la ironía. Cada vez que se menciona al padre de Paul, el estilo de Ray se vuelve directamente irónico, sarcástico. Por lo visto, el autor no podía encontrar un tono modulado en el que escribir sobre este tema tan doloroso, como si sintiera que iba a eclipsar a la historia de amor, más convencional, entre el sacerdote célibe y la bella poeta.
Si Ray hubiera terminado la novela, y si hubiera querido publicarla, seguramente habría eliminado esta parte. No porque esté sin refinar o le falte integración con la trama -con unas revisiones y algunos cambios de personajes, eso se podría haber arreglado-, sino porque es un tema demasiado personal. Los padres de Ray estaban vivos cuando escribió la novela, y también sus hermanas y su hermano.
O a lo mejor estoy equivocada. Quizá, audaz y desafiante, Ray habría estado dispuesto a incluir toda esta parte. Quizá habría querido que se incluyese, de esta forma póstuma y abreviada, en lo que estoy escribiendo sobre él.
Estoy despierta toda esta noche turbulenta, aunque la habitación está a oscuras; no intento leer ni ver la televisión, tengo dolores agudos y ardientes en la espalda y el pecho, no puedo encontrar una posición cómoda en la que tumbarme, como si unas columnas de hormigas rojas me recorrieran la piel; pienso en Ray, echo tanto de menos a Ray, porque no hay nadie con quien pueda hablar de lo que he leído y lo que he descubierto; intento recordar lo que me contó Ray de su hermana: ¿habían sometido a Carol también a «tratamientos de choque»? ¿O habían sugerido «tratamientos de choque» para el propio Ray, cuando había estado en la clínica? ¿Y qué tipo de «clínica» era? ¿Era un hospital privado, o un hospital de la Iglesia? Ray no me lo dijo nunca.
¿Había visto Ray a su hermana con frecuencia? ¿Cuando era joven? ¿La había visitado en la residencia en la que vivía, la llevaban a casa de visita a ella?
¿O será que estoy pensando en mi hermana Lynn, a la que mi padre iba a buscar los domingos para llevarla a casa, a Millersport? Decían que Lynn prestaba poca atención a mis padres, pero estaba deseando comer sus platos favoritos, que le hacía mi madre. Mi hermano Fred decía que las visitas eran pura «tensión» para mi madre, pero que mi padre «insistió» en llevar a Lynn a casa, domingo tras domingo, durante años. Y, para adaptarse a los deseos de mi padre y la presencia agotadora de mi hermana, mi madre, Carolina, empezó a tomar tranquilizantes -Xanax-, hasta que acabó siendo adicta a ellos… Porque mi madre era una persona tímida e incapaz de oponerse a mi padre en la menor cosa, y mucho menos en ésta; él tenía una fuerza de voluntad mucho mayor.
Mi hermano también me ha contado que cada domingo, cuando se acercaba la hora de que mi padre volviera a llevarse a Lynn a la residencia de Amherst, ella se agitaba y parecía ansiosa por marcharse. «No se siente cómoda en ningún otro sitio. Con gente como ella, parece (casi) feliz.»
Me pregunto si la hermana de Ray, Carol, se sentía así. Si, aunque su vida de mujer normal había quedado destruida por una locura médica, disfrutó de cierta felicidad humana en San Francisco de Asís, o su equivalente en la vida real.
Nos turnamos para tirar el palo en el campo. Es una rama con las marcas de los dientes de la perra y mojada con su saliva. Cuando la perra corre a recobrar el palo, la observamos con admiración: una preciosa collie de pelo largo, con una piel exquisita, rojo fuego, oro viejo, blanco resplandeciente; tiene las orejas alerta, los ojos límpidos y húmedos, casi parece que Trixi nos sonríe, la sonrisa ansiosa y húmeda de una criatura para la que la felicidad consiste en agradar a su amo y su ama.
– ¡Buena chica! Qué buena chica es…
Nuestro amigo acaricia la cabeza de la perra con brusquedad, coge el palo y vuelve a arrojarlo más lejos; Trixi vuelve a salir corriendo para cogerlo.
– A que es muy buena chica…. ¡Vamos, Trixi!
Trixi trota de vuelta hacia nosotros con el palo, jadeando de alegría, con temblores en los costados, meneando la cola… Aunque el juego del palo pronto empieza a aburrirnos, sobre todo empieza a aburrir a los amos de Trixi, que lo juegan a menudo con ella en verano, en su casa de campo.
– Ya está bien por ahora, Trix. Buena chica. ¿Vale?
Estamos visitando a unos amigos que viven en los montes Poconos, en Pennsylvania, en una vieja casa de piedra sobre un pequeño lago. Vamos a dormir en su habitación de invitados, que tiene una chimenea de piedra sin cantear, estanterías abarrotadas de libros interesantes, sin duda habrá un nido de arañas en algún rincón de la habitación para que lo descubra uno de nosotros con un grito de alarma que evocará recuerdos de Beaumont, Texas, las cucarachas voladoras.
– ¡Menos mal que salí de allí con vida!
De qué verano se trata, no estoy segura. Puede que fuera hace cuatro años, o más. Porque el tiempo pasa muy deprisa últimamente. Es como si el sol y la luna se arremolinaran a nuestro alrededor, y nuestros ojos miraran confusos y sin comprender. Nuestra visita no fue el verano pasado y probablemente tampoco el anterior. Hay instantáneas de todos nosotros en la casa de vacaciones de nuestros amigos desde hace quince años, pero las fotos son intercambiables, cuando no tienen la fecha exacta: un verano se funde con el siguiente.
Parece que somos los mismos, que no cambiamos. Las fotos deben de mostrar cómo hemos envejecido, pero ha sido tan gradual, que no parecimos darnos cuenta.
Aunque, a veces, Ray ve una foto suya que acabo de revelar en la tienda de fotografía de Pennington, entre un montón de fotos de un viaje o una fiesta reciente, y la mira con desolación; si no estoy atenta y se la quito de los dedos, es capaz de tirarla.
¿Cariño? ¿Qué pasa?, le pregunto. Estás muy guapo en esa fotografía.
¡Guapo! Ray hace un gesto y se ríe.
No es nada presumido. ¡Al contrario! Observa su aspecto en un espejo, se pasa las manos por el pelo y frunce el ceño, como un poco avergonzado de lo que está haciendo.
Tus preciosos ojos. Ojos de color gris azulado.
Aun cuando son unos ojos un poco hundidos, de forma que, tras las lentes de sus gafas de montura metálica, los bellos ojos de ese gris azulado no destacan; pienso que nadie ha visto de verdad esos ojos, ha mirado a esos ojos, excepto su mujer que le quiere.
Pero Ray hace un gesto al ver una foto suya; el rostro en sombras de su padre fundido con el rostro joven de Ray.
(No en vida, curiosamente. Sólo en algunas fotografías, dependiendo de los ángulos.)
Una vez, pasamos Nochevieja con estos amigos en casa de otros amigos comunes en Princeton. En el alféizar de la ventana de mi estudio hay una fotografía que conmemora aquella noche. Somos ocho en la imagen, todos muy festivos, sonrientes; mi pelo está más largo y rizado; Ray está de pie al fondo, casi en la sombra. Veo que lleva la corbata del Tapiz del Unicornio que le compré en Los Claustros de Nueva York hace años, aquel mayo en el que nos escabullimos de la larguísima ceremonia de la Academia Americana de las Artes y las Letras, en medio de todos los anuncios de premios literarios, y subimos en coche unos kilómetros hasta el museo de Los Claustros, que era uno de los lugares en los que Ray era muy feliz…
Me veo arrojada aún más al pasado, como a un mar embravecido: creo que corro cierto peligro de ahogarme en este mar.
– ¡Buena chica!
El grito me trae de vuelta.
– Buena chica, ¿verdad? Pero creo que ya está bien por ahora, Trix.
No voy a ser capaz de pensar en estos amigos, a los que tanto queríamos -y que nos querían-, sin pensar en Ray, y no voy a ser capaz de verlos, creo, sin Ray.
He aquí algo de lo que me avergüenzo: cuando estos amigos llamaron al día siguiente de morir Ray, no pude descolgar el teléfono.
No me atreví a descolgarlo. El nombre en la pantalla… No podía contestar.
¿Joyce? ¿Hola? Hemos oído la terrible noticia…
¿Puedes llamarnos? ¿Por favor?
¿Cómo estás? ¿Quieres que vayamos a Princeton? Podríamos estar allí mañana por la tarde.
Por favor, llama, cuéntanos…
¿Joyce? ¿Nos oyes?
Pero ése es el futuro, inimaginable en este momento.
Esta media tarde de verano en los Poconos. Una bruma grisácea en las montañas y oscuras nubes de tormenta en el horizonte, pero en el resto, como si saliera de una fuente sobrenatural, hay una luz brillante que inunda las colinas, como en un paisaje extrañamente luminoso -siniestro- de Martin Johnson Heade: The Corning Storm («Tormenta inminente»).
La collie Trixi es una perra rescatada, una perra de refugio, en plena flor de la vida, llena de energía, con los ojos llenos de adoración hacia sus amos que son tan buenos con ella, y es precioso cómo frota su cabeza también contra nuestras manos, deseosa de que le demos palmaditas, le acariciemos las orejas, admiremos su bello pelo rojo fuego y su cola veloz. Aunque le prestamos atención, hasta cierto punto, hemos dejado de tirarle el palo para que vaya a buscarlo, lo cual la ha desilusionado, y ahora está nerviosa: ladra, pequeños gritos agudos como los de un niño, pidiendo más atención, una atención inmediata; porque la vida canina de Trixi está supeditada a nuestra vida humana, es inimaginable sin nosotros:
– ¡Buena chica! ¡Ve a por él! ¡Una última vez! Ésa es mi chica.
Una vez más vuelven a arrojar el palo lleno de saliva, a un macizo de zanahorias silvestres, y una vez más Trixi corre a cogerlo, ladrando excitada.
Entonces nuestro amigo nos sorprende al comentar, sin darle importancia:
– Cuando Trixi muera, vamos a buscar una raza de perro más pequeña. Para poder llevarlo en los aviones.
Me deja tan asombrada este comentario que no puedo responder. No me atrevo ni a mirar a Ray.
– … es tanto lío, dejarla en una perrera. Y se queda muy agitada, y nos echa mucho de menos. Si nos vamos por uno o dos días…
– … tratamos de llevarla con nosotros, pero normalmente no podemos, no…
– … no es muy cómodo. -Salvo si viajamos en coche…
– Si vamos en coche, no hay problema. No es ideal, pero…
– … no hay problema. Pero es un lío. Es una perra preciosa, es una perra magnífica y la queremos mucho, pero ¡Trix! ¡Deja el maldito palo, chica! Ya está bien.
Por la mañana, en el espejo, la parte superior de mi espalda está llena de unas estrías verticales de color rojo, que arden y laten de dolor; ¿herpes? Durante un largo momento me miro, completamente asombrada.
Pienso: «¡Pero esto es algo real! Esto es visible».
En mi ingenuidad pienso -casi pienso-: «¡Esto es bueno!, me evitará pensar en lo otro».
En internet me entero de que el herpes es «una dolorosa erupción de ampollas causada por el virus de la varicela, que se cree que se activa debido a una enorme tensión»; me entero de que el nombre clínico es Herpes Zoster (qué gran nombre para un personaje de Thomas Pynchon); y que sus síntomas son «manchas rojas en la piel seguidas de pequeñas ampollas que se parecen a las primeras fases de la varicela… Las ampollas se abren y forman pequeñas úlceras que empiezan a secarse y caen al cabo de dos o tres semanas».
Es preciso comenzar la medicación en las primeras veinticuatro horas de aparición de los síntomas, para prevenir complicaciones graves.
Sin embargo, cuando el doctor M. me examina, dice sin dudarlo que no tengo herpes.
¿No tengo herpes? Pero…
El doctor M. me pregunta qué tal duermo y le digo que no muy bien; me pregunta si están funcionando los antidepresivos, y le digo que no sé, realmente no sé… Tengo la tentación de taparme la cara con las manos y gritar «¡no sé! ¡No sé cómo me siento! Creo que no estoy bien… Creo que hay algo que va muy mal, pero no sé».
El doctor M. me da más recetas de Lunesta y Cymbalta. No tengo valor para decirle que he dejado de tomar Lunesta por temor a volverme adicta y que me da miedo seguir tomando Cymbalta porque -creo- la medicación me hace sentirme muy extraña, pero no estoy segura… No estoy segura de muchas cosas, es como si me hubieran borrado el cerebro o hubieran cortado con un punzón de hielo los lóbulos frontales en los que residen los «sentimientos».
De modo que, aunque mi médico de cabecera me ha dicho que no tengo herpes, Herpes Zoster, y eso debería tranquilizarme, o tener el efecto de alivio de un placebo, las ronchas rojas siguen saliendo en mi espalda y, tras una espantosa noche de insomnio acompañada de malestar físico, por la mañana veo en el espejo que tengo el doble de estrías en el pecho, y en las costillas, ¡con un picor y un ardor insoportables!, así que, desesperada, llamo de nuevo a la consulta del doctor M. y pido otra cita, y esta vez, con cierta decepción, el doctor M. examina mi espalda dolorida, que parece como si me hubieran azotado, y llega a la conclusión de que sí, tengo herpes, después de todo.
– El peor caso que he visto nunca.
Pero han pasado más de veinticuatro horas desde que empezaron a asomar los síntomas, al menos cuarenta y ocho horas, así que la medicación antiviral que me receta el doctor M. va a tener un efecto limitado. Ahora, de pronto, padezco herpes, in medias res, y no logro imaginar cómo era mi vida antes de esto; ¡qué felicidad, estar libre de esta capa de nervios crispados, de este violento picor y este ardor! Mi vida indolora de hace sólo unos días me parece idílica, pero el hecho de que casi me alegre de esto da fe de mi capacidad de engaño, porque el herpes es algo real -«visible»-, y no algo ontológico como el seudolagarto que me insta a tragarme todas las pastillas del botiquín, acurrucarme y morir.
Salvo que ahora, cuando consulto internet, descubro que el herpes no es cuestión de dos o tres semanas sino una enfermedad mucho más seria:
A veces, el dolor puede durar meses, o años. El dolor, Postherpetic neuralgia, puede ser muy fuerte. Entre las posibles complicaciones se incluyen ceguera, si hay lesiones en los ojos; sordera, infecciones, lesiones en los órganos internos, sepsis, encefalitis…
De pronto tengo miedo: ¿el herpes es así de grave? ¿Y si me salen estas horribles ampollas en los ojos? La vida póstuma de la viuda ya es suficientemente pequeña, pero ¿una vida póstuma y ciega?
Mi remedio es huir de casa, donde demasiados pensamientos me bombardean como si estuviera atrapada en una telaraña. Hay unas cuantas perennes de Kale's que todavía no he plantado y este esfuerzo me exige toda mi concentración, de modo que el dolor del herpes no es predominante. Para cavar los hoyos para unas anémonas -unas preciosas «flores del viento»- y media docena de hostas, llevo los guantes de jardinero de Ray y utilizo las herramientas de jardín de Ray. Si no levanto la vista ni me doy la vuelta, puedo imaginar que Ray está en el jardín conmigo y que estamos trabajando juntos y en silencio, sin necesidad de hablar. No voy a contarle a Ray la mala noticia de que tengo toda la mitad superior del cuerpo llena de herpes -«lesiones»-, porque se preocuparía demasiado. No voy a contarle a Ray la mala noticia de que el doctor M., que le recetaba a él demasiados antibióticos, no reconoció los síntomas evidentes de herpes en su paciente y no me recetó los fármacos antivirales a tiempo.
Lo que a Ray le daría curiosidad, aquí en su jardín, es ver qué he plantado. Creo que admiraría lo que he hecho; me he tomado el tiempo de colocar las plantas en la tierra con cuidado y mantener húmedas las raíces. Éstas son equináceas moradas -«plantas de la pradera»- y hostas de flores blancas y moradas. Y una cosa nueva para mí: el iris de Siberia. La mitad del jardín de Ray está ya con plantas. La salvia rusa crece muy bien. En las campanillas que sembré están brotando unos finos tallos. Me asombra haber hecho tanto en unas pocas semanas, haber puesto cierto orden en el caos de malas hierbas… Me acuerdo de una conversación que tuve con Ray sobre la novela corta de D. H. Lawrence El gallo fugitivo/El hombre que murió, que había incluido en mis clases en Windsor, en un seminario de posgrado sobre la prosa y la poesía de Lawrence: una parábola muy poética y provocadora de la «verdadera» resurrección de Jesús, en la que se hace la pregunta «¿De qué, y hacia qué, podía "salvarse" este infinito torbellino?».
Habíamos estado de acuerdo en que no hay salvación, porque no hay necesidad de salvación. El mundo, como el jardín, es, nada más.
En un jardín es fácil ser feliz. O, al menos, olvidarse de la infelicidad, que viene a ser lo mismo.
A la mañana siguiente, las lesiones del herpes son un poco más visibles en la espalda, el pecho y los costados, como serpientes ondulantes. Las pequeñas ampollas están llenas de pus líquido, que debo lavar con cautela, para evitar que se extienda la infección. (Sobre todo, debo tener cuidado de no tocarme los ojos.) Ahora tengo un ritual de limpieza que llevo a cabo varias veces al día, ahora -mientras trabajo en el jardín, a media tarde-, de pronto, estoy decidida, ya que me veo obligada a tomar la nueva medicación antiviral, a dejar de tomar Cymbalta.
Al sol, en un jardín, ¿qué necesidad hay de un antidepresivo? La vida es muy diferente desde esta perspectiva.
Varios amigos que han tenido experiencias con fármacos psicotrópicos más fuertes me han advertido de que no deben dejar de tomarse de golpe. Existe la posibilidad de que surjan efectos secundarios graves, como alucinaciones, temblores, malestar general, «fantasías suicidas», incluso convulsiones. Así que voy a tomar una sola tableta de treinta miligramos en vez de los sesenta miligramos recetados por el doctor M.; a la mañana siguiente, cortaré una tableta de treinta miligramos por la mitad, y tomaré sólo eso; cada mañana voy a dividir por la mitad la dosis del día anterior, hasta acabar con la medicina, más o menos el 1 de junio de 2008.
Por lo menos, ése es mi plan. Lo que espero.
Esta resolución, que he tomado aquí, en el jardín de Ray.
Jeanne me ha escrito:
Hoy estoy oyendo La Bohème entera por primera vez desde que murió mi padre. Cuando volvía a casa de unos recados, me detuve en el cementerio, abrí todas las puertas de mi coche y puse el «Vals de Musetta» para Ray. Hice que la mezzosoprano de la catedral de Cleveland lo cantara en el funeral de mi padre. Luego, cuando toda la gente gris salió de la iglesia, puse el CD que tenía mi padre de la Glenn Miller Band tocando Sing Sing Sing I y II, con Gene Krupa en la percusión.
¿Le gustaba a Ray el swing?
Besos,
Jeanne
– Es duro. Pero yo estaré a tu lado.
Mi amiga Susan se ha ofrecido a llevarme al Departamento de Vehículos de Motor, en la Route 1 de Lawrenceville, para cumplir el último de la larga lista de trámites mortuorios: transferir el título de propiedad de nuestro Honda blanco de 2007 a la albacea de los bienes de Raymond Smith.
Al menos, creo que debe de ser el último deber mortuorio. Estoy muy cansada de estas tareas, se me encoge el alma como una hoja seca arrojada al fuego ante la mera perspectiva de oír «albacea», «Joyce Smith», «certificado de defunción»…
Las lesiones del herpes me duelen especialmente en esos momentos. El picor se convierte en un aria de burlas y escarnios en partes del cuerpo a las que es difícil llegar y a las que no está permitido, de todas formas, cuando la viuda está a la vista de otras personas.
Pienso en las lesiones como nervios al descubierto. Unos nervios destrozados, temblorosos y al descubierto. Parte del alma furiosa y tullida de la viuda que atraviesa la piel como el esquisto atraviesa la tierra. Y todo en secreto, en un terrible silencio.
Ir con Susan en su coche, parar en el Quaker Bridge Mall para un rato de compras en JCPenney y Macy's, estar con una amiga en este momento del día -primera hora de la tarde- es una aventura para mí; porque ya no voy nunca de compras, más que al supermercado, y lo menos que puedo; porque deambular por una tienda, un centro comercial, cualquier lugar público en el que la gente va a estar seguramente con su familia me resulta demasiado doloroso y, en cualquier caso, no hay nada que me apetezca comprar.
Ir de compras sola me obliga a pensar en ir de compras acompañada, como hice durante años cuando era niña, con mi madre, Carolina, para quien ir a unos grandes almacenes también era una aventura, porque no tenía mucho dinero y debía decidir lo que compraba con mucho cuidado, después de comparar los precios en las tiendas; y durante muchos más años, con Ray, cuyo objetivo al entrar en cualquier tienda era salir de ella lo antes posible, después de haber hecho, o no, las compras para las que había entrado.
En algunas tiendas de los alrededores de Princeton, si no me armo de valor y aparto rápidamente la vista, puedo vernos -al fantasma de Ray y al fantasma de Joyce- subiendo por una escalera mecánica, empujando un carro al deprimente interior de Wal-Mart, con su aspecto de almacén y sus luces de neón.
Pero ir de compras con Susan es fácil y divertido. Y Susan y yo tenemos temperamentos parecidos: rebuscamos en JCPenney y Macy's para encontrar camisones rebajados.
Susan me llevó a Hopewell en ese sábado de verano en el que el pueblo entero se convierte en un mercadillo de segunda mano. Por suerte, a Ray no le interesaba la caza creativa de las rebajas, así que no tengo ningún doloroso recuerdo fantasmal de comprar en Hopewell con él.
¡Qué lleno está el Departamento de Vehículos de Motor en esta tarde de entre semana! Me desanima tanto ver a toda esa gente -todas las sillas están ocupadas- como en el juzgado de Trenton, hace semanas.
En esta sala de espera no hay depósitos de recuerdos. Éste es un lugar de puro trámite, lúgubre y sin alma.
Los recién llegados, en una fila constante, rellenan unos impresos para los funcionarios de las ventanillas y ocupan su puesto en las largas colas. A medida que avanzan con lentitud, las colas se convierten en «colas sentadas», en varias filas de sillas de vinilo.
Agarrando mis documentos mortuorios, me pongo en mi sitio en la cola. Pienso: «¿Quiénes son estas personas? No pensaba que la muerte hubiera destrozado a tantos…».
Me encantaría esconderme en algún sitio, en un aseo, y rascarme mis lesiones del herpes con las uñas. Estoy dispuesta a hacerme sangre si eso sirve para aliviar el picor, pero, por supuesto, sólo serviría para empeorar la situación, que está alimentada por el estrés.
¡Sufre! Ray lo merecía.
Pero no estoy tan segura. No de que Ray no merezca que sufra por él, sino del valor en sí del sufrimiento. Dolor físico, dolor emocional y psicológico; ¿tienen algún sentido? Los rostros de muchas personas en esta sala de espera -rostros morenos, hispanos y asiáticos, sobre todo- están llenos de tensión de uno u otro tipo; si no la pena por la muerte de alguien querido, entonces otro tipo de pérdida y otro tipo de pena. Aunque estoy escribiendo estas memorias para ver con el máximo detalle posible cómo desentrañar el fenómeno del «duelo», ya no estoy convencida de que la pena tenga en sí ningún valor intrínseco; o pienso que, si lo tiene, si de la experiencia de una pérdida terrible se extrae sabiduría, es una sabiduría sin la que se puede vivir muy bien.
Estamos a principios de junio, y ya no estoy tomando Cymbalta. Mi método de cortar la dosis por la mitad cada día parece haber funcionado, porque no he tenido ningún síntoma extraño ni alarmante ni parezco más -ni menos- «deprimida» que al principio.
No obstante, tengo que «automedicarme» si quiero dormir varias horas. No consigo llegar al momento en el que normalmente podría caer dormida tras horas, horas y más horas de vigilia angustiada, y ahora, con las lesiones del herpes provocado por el estrés, tengo miedo de arriesgarme.
No le he contado a nadie lo del herpes. He superado ya la fase de contagio y creía que, después de varias semanas, las ronchas, las ampollas y el pus se habrían pasado, junto con lo peor del dolor, pero no es así.
Pero qué cansada estoy de estar enferma. Cuando la gente me pregunta cómo estoy, siempre digo que me encuentro muy bien: «Mucho mejor».
Y mis amigos dicen:
– ¡Joyce! Tienes mucho mejor aspecto.
Y mis amigos dicen, hasta el punto de que, si Ray pudiera oírlos, se reiría conmigo, porque es un comentario constante:
– ¡Joyce! Tienes un aspecto mucho más descansado.
(Un cumplido que la viuda no sabe cómo tomar, porque sugiere que antes estaba destrozada, hecha una ruina, con un aspecto realmente terrible.)
Cuando mis amigos me dan abrazos, tengo que hacer un gran esfuerzo para no gritar y retorcerme de dolor, porque tocan las lesiones del herpes. Me corren lágrimas por las mejillas al tiempo que sonrío, sonrío para asegurarles que sí, de verdad, me encuentro mucho mejor.
Sí, de verdad, estoy viva. ¡Durante algún tiempo hubo alguna duda!
A menudo, los ojos se me llenan irremediablemente de lágrimas. A menudo, a escondidas, me seco los ojos con la punta de los dedos. Sobre todo aquí, en el Departamento de Vehículos de Motor, ante la triste tarea de obtener el «título de propiedad» del coche que llevo años conduciendo, como si no tuviera derecho a ser dueña del coche que compramos con el dinero de la cuenta corriente que compartía con mi marido. Cuando se interroga a la viuda sobre su viudedad, la viuda seguramente se siente amargada, resentida. La viuda seguramente se siente muy deprimida. Por suerte, Susan se ha ido a algún sitio y no es testigo de mi casi-ataque de nervios cuando una antipática funcionaria me lo hace pasar mal, por alguna razón. «¿Se cree que estoy fingiendo que mi marido está muerto? ¿Se cree que he impreso este certificado de defunción como un truco para quedarme con su coche?» Me hace esperar con gran grosería mientras comprueba una y otra vez mis documentos.
Certificado de defunción: «autenticado».
Certificado del título de propiedad.
Certificado abreviado de albacea.
Permiso de conducir. Permiso de circulación. Póliza de seguro. Papeles de identificación.
Viudas, supervivientes. Me pregunto cuántas personas estamos aquí. Mujeres solas, mujeres mayores, más mujeres que hombres en la sala de espera. En este lugar inhóspito trato de recordar a Ray. Le veo de pronto al otro lado de la ventana de mi estudio, haciéndome gestos con la mano:
– Sal a ver el coche nuevo.
Y salí, y vi el Honda blanco en la entrada…
– Pero es igual que el coche viejo.
– Claro.
Pero ahora pienso: ojalá a Ray se le hubiera ocurrido comprar el coche a nombre de los dos, no sólo el suyo. Ahora no estaría aquí, en el Departamento de Vehículos de Motor, presentando una solicitud para ser dueña del coche que conduzco desde enero de 2007, cuando Ray lo trajo a casa.
Meses después, en otoño, cuando me paren en Pretty Brook Road por «pisar la línea blanca» -es una carretera rural estrecha y llena de curvas, muchas de ellas sin visibilidad-, y el policía me pida los papeles del coche, los documentos que le daré no serán válidos, porque estarán incompletos. En mi desesperación volveré a buscar en la guantera, sin resultado; el policía me pondrá una multa por conducir sin permiso de circulación, y entonces me acordaré de que la funcionaria malhumorada del Departamento de Vehículos de Motor había arrancado parte de los documentos -un papel del tamaño de una tarjeta- y debió de quedárselos en vez de devolvérmelos con los demás papeles.
Me preguntaré: ¿es una venganza mezquina de la funcionaria? Pero venganza ¿por qué?
Me preguntaré: ¿fue un simple error? ¿La funcionaria había arrancado el permiso de circulación y se olvidó de devolverlo, y no fue intencionado, ninguna maldad encubierta para hacer que yo tenga que comparecer en el juzgado de tráfico de Titusville a primera hora de una mañana de octubre, si quiero evitar pagar una multa de trescientos dólares…?
El «certificado abreviado de albacea» es uno de los documentos que más he llegado a odiar. Es el documento que establece que «Joyce Smith» es la albacea de los bienes de «Raymond J. Smith, Jr.»; mirarlo es saber, en un instante, que «Joyce Smith» es la viuda y superviviente y que «Raymond J. Smith, Jr.» está muerto.
Qué mal, qué antinatural. Cualquiera que conociese a Ray sabe que nunca se habría ido ni me habría abandonado. Nunca se habría ido para dejarme sola en esta vorágine infinita.
Otro documento que odio es el certificado de defunción «autenticado» -es decir, con el sello del estado de Nueva Jersey- de Raymond J. Smith, Jr.
Palabras como causa del fallecimiento: parada cardiorrespiratoria, neumonía.
Hora de la muerte: 18/2/08 12.50 a.m.
Después de casi cuatro meses, puedo leer estas palabras sin pensar: «Quiero morirme. Debería morirme». Soy casi capaz de leer estas palabras como si fueran unas palabras corrientes y no las terribles palabras que marcan de forma tan mecánica y despreocupada el final de mi vida anterior.
Cuando estoy sola en la casa en la que Ray y yo vivimos tantos años, me imagino familias, la felicidad de las familias, que parece siempre mucho mayor que cualquier felicidad que yo pueda experimentar; pero, cuando estoy en público, al ver a la gente con sus familias, no siento en absoluto la tentación de cambiarme por ellos… ni siquiera en la imaginación. La verdad, por melancólica que resulte, es que esas personas con lazos de sangre no permanecen unidas durante mucho tiempo. Muchas son mayores, ancianas, no les queda mucho de vida. Al ver a una mujer más o menos de mi edad con otra mucho mayor, sin duda su madre, pienso: «Pero no vas a tenerla mucho más tiempo a tu lado. Yo perdí a mi madre hace seis años. Pensé que nunca volvería a reír, ni siquiera a sonreír, pero, por supuesto… Por supuesto que lo he hecho».
Susan, que ha aprovechado que estábamos en el Departamento de Vehículos de Motor para que inspeccionaran su coche, vuelve y se sorprende al ver que todavía no me han dado mi título de propiedad; sigo en la cola, aunque estoy ya delante del todo.
– ¡Pero bueno! ¿Cómo puede ser esta gente tan lenta?
Susan es una de mis maravillosas amigas escritoras, tiene un marido estupendo y, aunque estoy segura de que sabe que su energía, su seguridad, su buen humor y su empuje para trabajar están inextricablemente unidos a su marido y su matrimonio, creo que no acaba de comprender hasta qué punto es así. Y me alegro de que Susan, y mis otras amigas que no son viudas, no lo puedan saber.
Tal vez nunca lo sepan. Es posible.
– No tenemos ninguna prisa -dice Susan, apretándome la mano-. Podemos esperar.
«Vuestra vida en común fue pura suerte. No debes olvidar, fue un regalo dado libremente que no habrías podido merecer.»
Una tarde de domingo, en una reunión de estudiantes de posgrado en la Universidad de Wisconsin, en Madison, en una sala del viejo y legendario Sindicato de Estudiantes que daba al lago Mendota, vino a sentarse a mi lado.
Al principio sólo tuve una impresión muy pasajera de ese joven alto y delgado, de cabello oscuro. No quería mirarle. Estaba hablando con otros, otros estaban hablando conmigo, era un encuentro social, todos sonreíamos.
Quizá éramos gente solitaria, en nuestras habitaciones de la residencia.
Quizá éramos gente muy solitaria. Algunos recién llegados a Madison y sin conocer prácticamente a nadie.
Pero allí estábamos, habíamos ido a conocernos, y él cruzó la habitación para sentarse a mi lado, antes incluso de ver bien su rostro empecé a pensar: «Aquí hay algo… alguien especial… Tal vez».
Cogió una silla de la mesa y me la trajo. Y se sentó a mi lado. Se presentó: «Ray Smith». Me contó alguna cosa de sí mismo: era estudiante de doctorado en Lengua y Literatura Inglesa, estaba terminando su tesis sobre Jonathan Swift, tenía una beca y este semestre no estaba dando clase; cuando me preguntó le dije que estaba estudiando para obtener el máster en Lengua y Literatura Inglesa, tenía una beca Knapp y tampoco estaba dando clase. Me preguntó qué estaba estudiando y se lo dije; le expliqué que me estaba costando mucho el inglés antiguo y él se rió y contestó:
– Yo te puedo ayudar con el «gran cambio de las vocales».
Y me preguntó si me gustaría cenar con él esa noche, que era la noche del 23 de octubre de I960, y le dije que sí -sí me gustaría-, así que esa noche, y la noche siguiente, y la noche siguiente, cenamos juntos en Madison, y una de esas noches hicimos una cena improvisada en la pequeña habitación que alquilaba Ray en Henry Street, y decidimos casarnos el 23 de noviembre y nos casamos -en Madison, en la sacristía de la capilla católica- el 23 de enero de 1961; y durante cuarenta y siete años y veinticinco días estuvimos juntos prácticamente cada día y cada noche hasta la mañana del 11 de febrero de 2008, cuando llevé a mi marido a Urgencias del Centro Médico de Princeton; y hablamos todos los días de esos cuarenta y siete años y veinticinco días hasta la madrugada del 18 de febrero de 2008, cuando recibí la llamada que me sacó del sueño y me convocó al hospital ¡deprisa!, ¡deprisa!:
– ¡Señora Smith! Su marido está vivo todavía.