GUIA PARA UNA CIUDAD REBAUTIZADA

Poseer el mundo en forma de imágenes es,

precisamente, reexperimentar la irrealidad

y la lejanía de lo real.

Susan Sontag, Sobre la fotografía


Delante de la estación de Finlandia, una de las cinco terminales ferroviarias a través de las cuales puede el viajero entrar en esta ciudad o salir de ella, en la misma orilla del río Neva, se alza un monumento a un hombre cuyo nombre ostenta actualmente la ciudad. En realidad, toda estación de Leningrado tiene un monumento a este hombre, ya se trate de una estatua de tamaño natural frente al edificio o de un busto imponente dentro de él. Pero el monumento ante la estación de Finlandia es único. No es la estatua en sí lo que aquí importa, puesto que el camarada Lenin ha sido reproducido al modo usual, casi romántico, con la mano alzada y supuestamente dirigiéndose a las masas; lo que importa es el pedestal, pues el camarada Lenin pronuncia su discurso de pie sobre un vehículo blindado. Pertenece al estilo del constructivismo primerizo, tan popular hoy en Occidente, y en general la misma idea de tallar en piedra un coche blindado denota una cierta aceleración psicológica, un escultor un tanto adelantado respecto a su tiempo. Que yo sepa, éste es el único monumento existente en el mundo dedicado a un hombre sobre un coche blindado. Sólo por este aspecto, es un símbolo de una nueva sociedad. A la antigua sociedad se la solía representar a través de hombres montados a caballo.

Y muy apropiadamente, unos tres kilómetros río abajo, en la orilla opuesta, hay un monumento a un hombre cuyo nombre ostentó esta ciudad desde el día de su fundación: un monumento a Pedro el Grande. Se le conoce universalmente como el «Jinete de Bronce» y su inmovilidad sólo puede parangonarse con la frecuencia con la que ha sido fotografiado. Es un monumento impresionante, de unos seis metros de altura, la mejor obra de Étienne-Maurice Falconnet, el cual fue recomendado a la vez por Diderot y Voltaire a Catalina la Grande, su patrocinadora. Sobre la enorme roca granítica arrastrada hasta aquí desde el Istmo de Carelia, Pedro el Grande se cierne en lo alto, refrenando con la mano izquierda el caballo que se encabrita y que simboliza a Rusia, y extendiendo la diestra hacia el norte.

Puesto que ambos hombres son responsables del nombre del lugar, resulta tentador comparar, no sus monumentos por sí solos, sino también su entorno inmediato. A su izquierda, el hombre sobre el vehículo blindado posee la estructura casi clasicista del Comité del Partido local y de las tristemente célebres «Cruces», la mayor penitenciaría de Rusia. A su derecha se encuentra la Academia de Artillería, y, si uno sigue la dirección que señala su mano, el edificio posrevolucionario más alto en la orilla izquierda del río: la sede de la KGB de Leningrado. En cuanto al Jinete de Bronce, también éste tiene una institución militar a su derecha: el Almirantazgo; a su izquierda, sin embargo, se encuentra el Senado, hoy Archivo Histórico del Estado, y su mano apunta, a través del río, hacia la Universidad que él construyó y donde más tarde el hombre del coche blindado recibió parte de su educación.

Por lo tanto, esta ciudad, con sus doscientos setenta y cinco años a cuestas, tiene dos nombres, el de soltera y un apodo, y en general sus habitantes tienden a no utilizar ninguno de ellos. Cuando se trata de su correspondencia o de sus documentos de identidad, escriben, desde luego, «Leningrado», pero en una conversación normal prefieren llamarla simplemente «Peter». Esta preferencia por un nombre muy poco tiene que ver con la política; lo cierto es que tanto «Leningrado» como «Petersburgo» resultan un tanto farragosos fonéticamente, y, por otra parte, a la gente le agrada adjudicar un apodo a sus hábitats… es un grado más avanzado de domesticación. Desde luego, «Lenin» no le va, aunque sólo sea porque se trataba del apellido del hombre (además de un apodo), en tanto que «Peter» parece ser la opción más natural. Por una parte, a la ciudad ya se la ha llamado así durante un par de siglos y, por otra, la presencia del espíritu de Pedro I es en ella todavía mucho más palpable que el sabor de la nueva época. Además, puesto que el verdadero nombre del emperador en ruso es Piotr, «Petera sugiere un cierto matiz extranjero y suena bien, ya que en la atmósfera de la ciudad existe un algo claramente extranjero y alienante: sus edificios de aspecto europeo, tal vez su misma ubicación, en el delta de ese río norteño que desemboca en un mar abierto y hostil. En otras palabras, en el borde de un mundo tan familiar.

Rusia es un país muy continental; su masa terrestre constituye una sexta parte del firmamento mundial. La idea de construir una ciudad al borde de la tierra, y para colmo proclamarla como capital de la nación, fue considerada por los contemporáneos de Pedro I como desdichada, por decir lo mínimo. El mundo uterino y claustrofóbico, y tradicional en lo idiosincrático, de la Rusia propiamente dicha tiritaba bajo el viento frío y penetrante del Báltico. La oposición a las reformas de Pedro fue formidable, sobre todo porque las tierras del delta del Neva eran verdaderamente adversas. Eran tierras bajas y marismas, y para construir sobre ellas era necesario reforzar el suelo. Había abundancia de madera en los alrededores, pero no voluntarios para cortarla, y mucho menos para clavar los pilares en el suelo.

Pero Pedro I tenía una visión de la ciudad, y de algo más que la ciudad, pues él veía a Rusia con su rostro vuelto hacia el mundo. En el contexto de su época, esto quería decir hacia Occidente, y la ciudad estaba destinada a convertirse -como dijo un escritor europeo que visitó entonces Rusia- en una ventana hacia Europa. En realidad, Pedro quería una puerta, y la quería entreabierta. A diferencia de sus antecesores y también de sus sucesores en el trono de Rusia, ese monarca, con su estatura de un metro noventa y cinco, no padecía la tradicional dolencia rusa: un complejo de inferioridad respecto a Europa. Él no quería imitar a Europa: quería que Rusia fuese Europa, tal como él era, al menos en parte, un europeo. Desde su infancia, muchos de sus íntimos amigos y compañeros, así como los principales enemigos con los que guerreaba, eran europeos, y había pasado más de un año trabajando, viajando y literalmente viviendo en Europa, a la que después visitaría con frecuencia. Para él, Occidente no era tierra incógnita. Hombre de mente sobria, aunque tremendamente inclinado a la bebida, contemplaba cada país en el que había puesto el pie -incluido el suyo- como una mera continuación del espacio. En cierto modo, la geografía era para él mucho más real que la historia, y sus direcciones predilectas eran el norte y el oeste.

En general, estaba enamorado del espacio, y del mar en particular. Quería que Rusia poseyera una marina de guerra, y con sus propias manos ese «zar carpintero», como le llamaban sus contemporáneos, construyó su primera embarcación (que hoy se exhibe en el Museo de la Marina), empleando los conocimientos que había adquirido mientras trabajaba en los astilleros holandeses y británicos. Por consiguiente, su visión de esta ciudad era bastante particular. El quería que fuese un puerto para la marina rusa, una fortaleza contra los suecos, que durante siglos habían asediado esas costas, y el baluarte septentrional de su nación. Al propio tiempo, pensaba en que esta ciudad llegara a convertirse en el centro espiritual de la nueva Rusia: el centro de la razón, de las ciencias, de la educación y de los conocimientos. Para él, éstos eran los elementos de la visión y los objetivos conscientes, no los productos secundarios del impulso militar de las épocas subsiguientes.

Cuando un visionario es al mismo tiempo emperador, actúa de una manera implacable. Los métodos a los que recurrió Pedro I, para llevar a cabo su proyecto, podrían definirse, en el mejor de los casos, como un reclutamiento obligatorio. Aplicó impuestos a todo y a todos con tal de obligar a sus súbditos a luchar con la tierra. Durante el reinado de Pedro, un súbdito de la corona rusa tenía una opción más que limitada entre incorporarse al ejército o ser enviado a construir San Petersburgo, y es difícil decir cuál de las dos alternativas era peor. Decenas de millares de hombres encontraron un final anónimo en las marismas del delta del Neva, cuyas islas gozaban de una reputación similar a la de un gulag actual. Con la excepción de que, en el siglo XVIII, uno sabía lo que estaba construyendo y tenía además la posibilidad de recibir al final los últimos sacramentos y tener una cruz de madera sobre su tumba.

Quizá Pedro no tuviera otra manera de asegurar la ejecución de su proyecto. Con la excepción de las guerras, hasta su reinado Rusia apenas había conocido la centralización y nunca había actuado como una entidad todopoderosa. La coerción universal ejercida por el futuro Jinete de Bronce para completar su proyecto unió a la nación por primera vez y originó el totalitarismo ruso, cuyos frutos no saben mejor de lo que sabían sus semillas. La masa había invitado a una solución masiva, y ni por su educación ni por la propia historia de Rusia estaba Pedro preparado para otra cosa. Trataba al pueblo exactamente como trataba a la tierra donde se alzaría su futura capital. Carpintero y navegante, este gobernante reglamentador utilizó un solo instrumento para diseñar su ciudad: una regla. El espacio que se extendía ante él era totalmente plano, horizontal, y no le faltaban razones para tratarlo como un mapa, donde una línea recta basta. Si algo se curva en esta ciudad, ello no se debe a una planificación específica, sino a que él era un dibujante torpe cuyo dedo se escapaba a veces del borde de la regla, y el lápiz seguía este desliz. Y lo mismo hacían sus aterrorizados subordinados.

En realidad, la ciudad descansa sobre los huesos de sus constructores, tanto como sobre los pilares de madera que éstos clavaron en el suelo. Lo mismo ocurre, hasta cierto punto, en gran parte del Viejo Mundo, pero la historia sabe poner a buen recaudo los recuerdos desagradables. Ocurre que San Petersburgo es demasiado joven para albergar mitologías, y cada vez que se produce un desastre natural o premeditado, cabe detectar entre la multitud una cara pálida, algo demacrada, carente de edad y con unos ojos hundidos, blancos y de mirada fija, y oír en un murmullo: «¡Os digo que este lugar está maldito!». Uno se estremece, pero momentos después, al tratar de echar otra ojeada al que ha hablado, el rostro ha desaparecido. En vano los ojos recorren el lento curso de las multitudes y el tráfico que fluye trabajosamente a su lado, pues nada se ve, excepto los indiferentes transeúntes y, a través del velo oblicuo de la lluvia, los rasgos magníficos de los grandes edificios imperiales. La geometría de las perspectivas arquitectónicas de esta ciudad es perfecta para perder las cosas definitivamente.

Pero, en conjunto, el sentimiento de una naturaleza que regrese un día para reclamar su propiedad usurpada, cedida una vez ante el asalto humano, tiene aquí su lógica. Procede del largo historial de inundaciones que han asolado esta ciudad, de la proximidad física, palpable, de la ciudad respecto al mar. Aunque el trastorno nunca llegue más allá de un Neva que se desprende de su granítica camisa de fuerza, la mera visión de aquellos enormes y plomizos nubarrones que, procedentes del Báltico, se abalanzan sobre la ciudad, hace que sus habitantes tiemblen con unas ansiedades que, por otra parte, siempre están presentes. A veces, sobre todo a fines del otoño, este clima, con sus vientos húmedos, sus lluvias a cántaros y el Neva que desborda su cauce, dura semanas. Aunque nada cambie, el mero factor tiempo obliga a pensar que la situación está empeorando. En tales días, uno recuerda que no hay diques alrededor de la ciudad y que uno se encuentra literalmente rodeado por esa quinta columna de canales y tributarios; que uno vive prácticamente en una isla, una de las 101 existentes; que uno vio en aquella película -¿o fue en un sueño?- aquella ola gigantesca que…, un largo etcétera, y entonces uno pone la radio para oír la siguiente previsión meteorológica. Y ésta suele ser positiva y optimista.

Pero el motivo principal de este sentimiento es el propio mar. Curiosamente, pese a todo el poderío naval amasado hoy por Rusia, la idea del mar todavía le resulta más bien extraña a la población en general. Tanto el folklore como la propaganda oficial tratan este tema de un modo romántico, vago aunque positivo. Para la persona corriente, el mar se asocia sobre todo con el Mar Negro, las vacaciones, el sur, centros turísticos, y tal vez palmeras. Los epítetos más frecuentes que se encuentran en canciones y poemas son «amplio», «azul» y «bello». A veces se oye un «alborotado», pero esto no afecta al resto del contexto. Las nociones de libertad, de espacio abierto, de largarse de aquí, son instintivamente suprimidas y por consiguiente afloran en las formas inversas de miedo al agua y miedo a ahogarse. En este aspecto por sí solo, la ciudad situada en el delta del Neva es un reto para la psique nacional y con justicia lleva el nombre de «extranjera en su patria», que le adjudicó Nikolai Gogol. Si no un extranjero, sí por lo menos un marino. En cierto modo, Pedro I consiguió su objetivo, pues esta ciudad se convirtió en un puerto, y no sólo en el aspecto literal, sino también metafísicamente. No hay ningún otro lugar en Rusia donde los pensamientos se alejen tan libremente de la realidad, y con la aparición de San Petersburgo se inició la existencia de la literatura rusa.

Por cierto que pueda ser que Pedro planeara tener una nueva Amsterdam, el resultado tiene tan poco en común con esta ciudad holandesa como pueda tenerlo su ex homónima a orillas del Hudson. Pero lo que, en la última, escaló las alturas, en la primera se extendió horizontalmente, aunque el programa fuera el mismo. Y es que, por sí sola, la anchura del río exigía una escala arquitectónica diferente.

En las épocas posteriores a la de Pedro se empezaron a construir, no edificios separados, sino conjuntos arquitectónicos completos o, para ser más precisos, paisajes arquitectónicos. Intacta hasta entonces en lo referente a estilos de arquitectura europeos, Rusia abrió las compuertas y el barroco y el clasicismo irrumpieron e inundaron las calles y los terraplenes de San Petersburgo. Se alzaron, parecidos a tubos de órgano, bosques de altas columnas que flanquearon ad infinitum las fachadas de los palacios en un triunfo euclidiano de kilómetros de longitud. Durante la segunda mitad del siglo XVIII y el primer cuarto del XIX, esta ciudad se convirtió en un auténtico safari para los mejores arquitectos, escultores y decoradores italianos y franceses. Al adquirir su aspecto imperial, la ciudad se mostró escrupulosa hasta en el último detalle, y el revestimiento de granito de ríos y canales, y las elaboradas características de cada voluta en sus verjas de hierro forjado, hablan por sí mismos. Lo mismo cabe decir acerca de la decoración de los aposentos interiores en los palacios y las residencias campestres de la familia del zar y de la nobleza, una decoración cuya variedad y exquisitez lindan en la obscenidad. Y no obstante, tomaran lo que tomasen los arquitectos como patrón en su trabajo -Versalles, Fontainebleau, etcétera-, el resultado siempre era inconfundiblemente ruso, porque lo que dictaba al constructor lo que poner en otra ala, y con qué estilo debía hacerse, era más la superabundancia de espacio que la voluntad caprichosa de su cliente, a menudo ignorante pero inmensamente rico. Cuando se contempla el panorama del Neva abriéndose desde el bastión Trubetzkoy en la fortaleza de Pedro y Pablo, la Gran Cascada junto al golfo de Finlandia, se tiene la extraña sensación de que no es Rusia tratando de ponerse a la altura de la civilización europea lo que allí hace acto de presencia, sino una proyección ampliada de ésta a través de una linterna mágica y sobre una enorme pantalla de espacio y aguas.

En último análisis, el rápido crecimiento de la ciudad y de su esplendor debería ser atribuido en primer lugar a la presencia ubicua del agua. Los veinte kilómetros del Neva ramificándose en pleno centro de la ciudad, con sus veinticinco canales serpenteantes, grandes y pequeños, proporcionan a esta ciudad tal cantidad de espejos que el narcisismo resulta inevitable. Reflejada a cada segundo por miles de palmos cuadrados de amalgama de plata líquida, es como si la ciudad fuese filmada constantemente por su río, que descarga su caudal en el golfo de Finlandia, el cual, en un día soleado, parece un depósito de estas imágenes cegadoras. No es extraño que a veces esta ciudad dé la impresión de ser egoísta, preocupada tan sólo por su propio aspecto. Es verdad que en tales lugares se presta más atención a las fachadas que a las caras, pero la piedra es incapaz de procrear. La inagotable y enloquecedora multiplicación de todas estas pilastras, columnatas y pórticos sugiere la naturaleza de este narcisismo urbano, sugiere la posibilidad de que, al menos en el mundo inanimado, el agua puede ser considerada como una forma condensada del tiempo.

Pero tal vez más que en sus canales y ríos, esta extremadamente «premeditada ciudad», como la calificó Dostoievski, se ha visto reflejada en la literatura de Rusia, pues el agua sólo puede hablar de superficies, y además superficies expuestas. La descripción del interior, tanto real como mental, de la ciudad, de su impacto en las gentes y en su mundo interno, se convirtió en el tema principal de la literatura rusa casi desde el día de la fundación de esta urbe. Técnicamente hablando, la literatura rusa nació en ella, a orillas del Neva. Si, como suele decirse, todos los escritores rusos «salieron de El capote de Gogol», vale la pena recordar que este capote fue arrebatado de los hombros de aquel pobre funcionario nada menos que en San Petersburgo, muy al principio del siglo XIX. El tono, sin embargo, fue fijado por El jinete de bronce de Pushkin, cuyo protagonista, un escribiente de cualquier departamento, después de perder a su amada en una inundación, acusa a la estatua ecuestre del emperador de negligencia (no hay diques) y enloquece cuando ve al enfurecido Pedro, jinete en su caballo, saltar del pedestal y lanzarse en su persecución para aplastarlo bajo sus cascos, por insolente. (Esto podría ser, desde luego, un simple cuento sobre la rebelión de un hombrecillo contra el poder arbitrario, o acerca de la manía persecutoria, subconsciente contra superego, y así sucesivamente, de no ser por la magnificencia de los versos, los mejores nunca escritos en alabanza de esta ciudad, con la excepción de los de Osip Mandelstam, que fue literalmente estigmatizado en el territorio del imperio un siglo después de que Pushkin muriera en un duelo.)

Sea como fuere, a principios del siglo XIX San Petersburgo era ya la capital de las letras rusas, hecho que bien poco tenía que ver con la presencia allí de la corte. Al fin y al cabo, la corte se alojó en Moscú durante siglos y, a pesar de ello, casi nada salió de allí. El motivo de esta súbita explosión de poder creativo fue, también, y sobre todo, geográfico. En el contexto de la vida rusa en aquellos tiempos, la aparición de San Petersburgo fue similar al descubrimiento del Nuevo Mundo, pues ofreció a los pensadores de la época una oportunidad para mirarse a sí mismos y a la nación como si lo hicieran desde el exterior. En otras palabras, esta ciudad les brindó la posibilidad de objetivar el país. La noción de que la crítica es más válida cuando es efectuada desde fuera todavía hoy goza de considerable popularidad. Entonces, realzada por el carácter utópico alternativo -al menos visualmente- de la ciudad, instiló en aquellos que eran los primeros en tomar la pluma el sentimiento de la casi incuestionable autoridad de sus manifestaciones. Si es cierto que cada escritor debe distanciarse de su experiencia para ser capaz de comentarla, entonces la ciudad, al prestar este servicio alienante, les ahorró el viaje.

Procedentes de la nobleza, de familias terratenientes o del clero, todos estos escritores pertenecían, utilizando una estratificación económica, a la clase media, la clase que es casi la única responsable de la existencia de literatura en cualquier parte. Con dos o tres excepciones, todos ellos vivían de la pluma, es decir, con la suficiente estrechez para comprender, sin exégesis ni perplejidad, el malestar de los peor dotados, así como el esplendor de los que ocupaban la cima. Estos últimos no atraían su atención de una manera tan importante, aunque sólo fuera porque las posibilidades de ascender eran mucho más reducidas. Por consiguiente, disponemos de un retrato muy completo, casi estereoscópico, del San Petersburgo interior, real, ya que es el pobre el que constituye la parte principal de la realidad; el hombrecillo es casi universal. Además, cuanto más perfecto su entorno inmediato, más discordante e incongruente resulta él. Nada tiene de extraño que todos ellos -los oficiales retirados, las viudas empobrecidas, los funcionarios esquilmados, los periodistas hambrientos, los oficinistas humillados, los estudiantes tuberculosos y tantos otros-, vistos ante el impecable y utópico telón de fondo de los pórticos clasicistas, excitaran la imaginación de los escritores e inundaran los primerísimos capítulos de la prosa rusa.

Tal era la frecuencia con la que estos personajes aparecían sobre el papel y tal era el número de personas que los situaban allí, tal era su dominio sobre su material y tal era el propio material -palabras-, que al poco tiempo algo extraño empezó a ocurrir en la ciudad. El proceso de reconocer estas reflexiones incurablemente semánticas, llenas de juicios morales, convirtióse en un proceso de identificación con ellas. Tal como a menudo le ocurre a un hombre frente al espejo, la ciudad empezó a caer en la dependencia respecto a la imagen tridimensional proporcionada por la literatura. No se trataba de que los ajustes que ésta introducía no fueran suficientes -que no lo eran- sino de que, con la inseguridad innata de todo narcisista, la ciudad comenzaba a mirar con una intensidad cada vez mayor a ese espejo que los escritores rusos transportaban -parafraseando a Stendhal- a través de las calles, patios interiores y míseros apartamentos de su población. En ocasiones, lo reflejado trataba incluso de corregir o simplemente romper el reflejo, lo cual era tanto más fácil de realizar cuanto que casi todos los autores residían en la ciudad. A mediados del siglo XIX, estas dos cosas se fusionaron, pues la literatura rusa captaba la realidad hasta el punto de que hoy, cuando uno piensa en San Petersburgo, no le es posible distinguir la ficción de la realidad, lo que no deja de ser bastante raro para un lugar que sólo cuenta doscientos setenta y seis años de antigüedad. El guía enseñará hoy el edificio de la Tercera Sección de la policía, donde Dostoievski fue juzgado, así como la casa donde su personaje Raskolnikov mató con un hacha a aquella vieja usurera.

El papel de la literatura del siglo XIX en la configuración de la imagen de la ciudad fue tanto más crucial porque éste fue el siglo en que los palacios y embajadas de San Petersburgo pasaron a convertirse en el centro burocrático, político, financiero, militar y finalmente industrial de Rusia. La arquitectura empezó a perder su perfecto -hasta el punto de ser absurdo- carácter abstracto y empeoró con cada nuevo edificio. Esto fue dictado tanto por el viraje hacia el funcionalismo (que no es sino un nombre noble para la consecución de beneficios) como por la degradación estética general. Con la excepción de Catalina la Grande, los sucesores de Pedro poca visión tuvieron y, por otra parte, no compartieron la de éste. Cada uno de ellos trató de promulgar su versión de Europa, y lo hizo a conciencia, pero en el siglo XIX Europa no merecía ser imitada. De un reinado a otro, el declive era cada vez más evidente y la única cosa que salvaba la faz a las nuevas aventuras era la necesidad de ajustarlas a las de los grandes predecesores. Hoy, desde luego, incluso el estilo cuartelero de la época de Nicolás I podría penetrar en un acogedor corazón de esteta, puesto que refleja acertadamente el espíritu del tiempo, pero en resumidas cuentas esta ejecución rusa del ideal militar prusiano de sociedad, junto con los engorrosos edificios de apartamentos estrujados entre los conjuntos clásicos, produce más bien un efecto desalentador. Vinieron después los pasteles nupciales y las carrozas funerarias victorianas, y en el último cuarto de siglo esa ciudad que había comenzado como un salto desde la historia hacia el futuro empezó a adquirir, en algunas partes, el aspecto de un burgués corriente de la Europa septentrional.

Y por ahí andaba el juego. Si el crítico literario Belinski exclamaba en la tercera década del siglo pasado: «Petersburgo es más original que todas las ciudades americanas, porque es una ciudad nueva en un país viejo; por consiguiente, es una nueva esperanza, ¡el maravilloso futuro de este país!», un cuarto de siglo más tarde Dostoievski pudo replicar sarcásticamente: «He aquí la arquitectura de un enorme hotel moderno: su eficiencia ya encarnada, su americanismo, cientos de habitaciones; está bien claro que también nosotros tenemos ferrocarriles, que también nosotros nos hemos convertido de repente en un pueblo activo y emprendedor.»

«Americanismo», como epíteto aplicado a la era capitalista en la historia de San Petersburgo, tal vez resulte un tanto desmesurado, pero la similaridad visual con Europa era de hecho muy impresionante. Y no eran tan sólo las fachadas de los bancos y de las sociedades anónimas las que se asemejaban en su elefantina solidez a sus contrapartidas en Berlín y Londres, sino que la decoración interior de un lugar como la tienda de comestibles de los hermanos Eliseev (que sigue intacta y funciona bien, aunque sólo sea porque hoy no hay mucho que desplegar en ella) podía sostener airosamente la comparación con Fauchon en París. Lo cierto es que cada «ismo» opera a una escala masiva que se sustrae a la identidad nacional, y el capitalismo no era una excepción. La ciudad estaba en pleno auge, llegaba mano de obra desde todos los rincones del imperio, la población masculina doblaba la femenina, la prostitución medraba, los orfelinatos estaban repletos, y las aguas del puerto hervían con los buques que exportaban el grano ruso, como hierven hoy con los barcos que traen a Rusia grano procedente del extranjero. Era una ciudad internacional, con grandes colonias francesa, alemana, holandesa y británica, y sin hablar de los diplomáticos y los comerciantes. La profecía de Pushkin, puesta en boca de su Jinete de Bronce -«¡Todas las banderas vendrán hacia nosotros como huéspedes!»- obtenía su encarnación literal. Si en el siglo XVIII la imitación de Occidente no iba más allá del maquillaje y las modas de la aristocracia («¡Esos monos rusos! -exclamó un noble francés tras asistir a un baile en el Palacio de Invierno-. ¡Con qué rapidez se han adaptado! ¡Están superando a nuestra corte!»), el San Petersburgo del siglo XIX, con su burguesía nouveau riche, su alta sociedad, su démi-monde, etc., se volvió lo bastante occidental como para permitirse incluso un cierto grado de menosprecio respecto a Europa.

Sin embargo, este menosprecio, exhibido sobre todo en la literatura, tenía muy poco que ver con la tradicional xenofobia rusa, a menudo manifestada en forma de un argumento como la superioridad de la ortodoxia sobre el catolicismo. Era más bien una reacción de la ciudad ante sí misma, una reacción de ideales profesados ante la realidad mercantil, del esteta ante el burgués. En cuanto a esa cuestión de la ortodoxia contra el cristianismo occidental, nunca llegó muy lejos, puesto que las catedrales y las iglesias estaban diseñadas por los mismos arquitectos que construían los palacios. Por consiguiente, a menos que uno se adentre bajo sus bóvedas, no hay manera de determinar a qué denominación pertenecen estas casas de oración, a no ser que se preste atención a la forma de la cruz en la cúpula, y en esta ciudad no hay, prácticamente, cúpulas en forma de cebolla. No obstante, en ese menosprecio había un algo de índole religiosa.

Toda crítica de la condición humana sugiere el conocimiento, por parte del crítico, de un plano más alto de apreciación, de un orden mejor. Tal era la historia de la estética rusa que los conjuntos arquitectónicos de San Petersburgo, iglesias incluidas, eran -y siguen siendo todavía- percibidos como la encarnación más cercana posible de semejante orden. En cualquier caso, el hombre que ha vivido el tiempo suficiente en esta ciudad tiende a asociar virtud con proporción. Esta es una antigua idea griega, pero, plasmada bajo el cielo septentrional, adquiere la autoridad peculiar de un espíritu bien fortificado y, como mínimo, hace que un artista sea muy consciente de la forma. Esta clase de influencia es especialmente clara en el caso de la poesía rusa o, para nombrarla de acuerdo con su lugar natal, la poesía petersburguesa. Durante dos siglos y medio, esta escuela, desde Lomonosov y Deryavin hasta Pushkin y su pléyade (Baratinski, Vyazemski, Delvig), hasta los acmeístas -Ajmatova y Mandelstam en este siglo-, ha existido bajo el mismo signo bajo el cual fue concebida: el signo del clasicismo. Sin embargo, menos de cincuenta años separan el pean de Pushkin a la ciudad en El jinete de bronce y la declaración de Dostoievski en Apuntes del subsuelo: «Es una desdicha habitar Petersburgo, el lugar más abstracto y premeditado del mundo». La brevedad de este intervalo de tiempo sólo puede explicarse por el hecho de que el ritmo del desarrollo de esta ciudad no fue en realidad un ritmo: fue, desde un buen principio, una aceleración. El lugar, cuya población en 1700 era igual a cero, había llegado al millón y medio de habitantes en 1900. Lo que en cualquier otra parte hubiera exigido un siglo, comprimióse aquí en unas décadas. El tiempo adquirió una cualidad mítica porque el mito era el de la creación. La industria estaba en pleno auge y alrededor de la ciudad se alzaban chimeneas humeantes como un eco en ladrillo de sus columnatas. El Ballet Ruso Imperial, bajo la dirección de Petipa, lanzó a Anna Pavlova, y en dos décadas escasas su concepto del ballet evolucionó como una estructura sinfónica, un concepto destinado a conquistar el mundo. Unos tres mil buques que enarbolaban banderas extranjeras y rusas utilizaban anualmente el puerto de San Petersburgo, y más de una docena de partidos políticos convergerían en 1906 en el recinto del frustrado parlamento ruso llamado la Duma, que en ruso significa «pensamiento» (vistos retrospectivamente, sus logros hacen que su sonido en inglés -«Dooma»- parezca particularmente ominoso) [En inglés, «doom» significa ruina, perdición, condena. (N. del T.)]. El prefijo «San» estaba desapareciendo -gradual pero justamente- del nombre de la ciudad, y al estallar la primera guerra mundial, debido al sentimiento antialemán, el propio nombre fue rusificado y «Petersburgo» se convirtió en «Petrogrado». La idea de la ciudad, antes perfectamente captable, brillaba cada vez menos a través de la telaraña, cada día más espesa, de la economía y de las demagogias cívicas. En otras palabras, la ciudad del Jinete de Bronce galopaba hacia su futuro como metrópolis regular con zancadas gigantescas, pisándoles los talones a sus hombrecillos e impulsándolos hacia adelante. Y un día llegó un tren a la estación de Finlandia y un hombrecillo se apeó del vagón y trepó a lo alto de un vehículo blindado.

Esta llegada fue un desastre para la nación, pero la salvación para la ciudad, ya que su desarrollo se detuvo en seco, así como la vida económica de todo el país. Esta ciudad se congeló como sumida en un aturdimiento mudo y total ante la era inminente, negándose a asistir a ella. Por lo menos, el camarada Lenin merece sus monumentos aquí por haberle ahorrado a San Petersburgo tanto la innoble pertenencia a la aldea global como la vergüenza de convertirse en la sede de su gobierno, ya que en 1918 él volvió a trasladar la capital de Rusia a Moscú.

El significado de este gesto, por sí solo, podría igualar a Lenin con Pedro. Sin embargo, el propio Lenin difícilmente aprobaría el hecho de dar su nombre a la ciudad, aunque sólo fuera porque todo el tiempo que pasó en ella sumó unos dos años. De haber dependido de él, habría preferido Moscú o cualquier otro lugar en la Rusia propiamente dicha, pues él era hombre de tierra firme, y además un habitante de ciudad. Y si en Petrogrado se sentía incómodo, debíase en parte al mar, aunque no eran las inundaciones lo que le preocupaba, sino la flota británica.

Tal vez había sólo dos cosas que tuviera en común con Pedro I: conocimiento de Europa e inhumanidad, pero en tanto que Pedro, con su variedad de intereses, su tumultuosa energía y su torpeza de aficionado en los grandes designios, era una versión, en unos aspectos al día y en otros desfasada, de un hombre del Renacimiento, Lenin era de pies a cabeza un producto de su tiempo: un revolucionario de miras estrechas, con un típico deseo petit bourgeois, monomaníaco, de poder, lo que es en sí un concepto extremadamente burgués.

Por tanto, Lenin fue a Petersburgo porque allí era donde creía que se encontraba el poder, como hubiera ido a cualquier otro lugar de haber pensado que se encontraba allí (y de hecho así lo hizo, pues mientras vivía en Suiza intentó lo mismo en Zurich). Era, en resumen, uno de los primeros hombres para los que la geografía es una ciencia política. Pero lo cierto es que Petersburgo nunca fue, ni siquiera durante su período más reaccionario bajo Nicolás I, un centro de poder. Toda monarquía se asienta sobre el tradicional principio feudal de la complaciente sumisión o resignación al gobierno de uno solo, respaldado por la Iglesia. Después de todo, cualquiera de las dos -sumisión o resignación- es un acto voluntario, tanto como el de depositar un voto. En cambio, la idea principal de Lenin era la manipulación de la propia voluntad, el control de las mentes, y esto era nuevo para Petersburgo, ya que Petersburgo era meramente la sede del mando imperial, y no el locus mental o político de la nación, toda vez que la voluntad nacional no puede localizarse por definición. Como entidad orgánica, la sociedad genera las formas de su organización tal como los árboles generan sus distancias entre sí, y el que pasa por allí llama a esto «bosque». El concepto del poder, alias control estatal sobre el tejido social, es una contradicción de términos y revela un leñador. La propia mezcla, en la ciudad, de grandeza arquitectónica con una tradición burocrática semejante a una telaraña, burlaba la idea de poder. Lo cierto acerca de los palacios, en especial los de invierno, es que no todas sus habitaciones están ocupadas. De haberse quedado Lenin más tiempo en esta ciudad, sus ideas como estadista tal vez hubieran sido un poco más humildes, pero desde la edad de treinta años vivió casi dieciséis años en el extranjero, sobre todo en Alemania y Suiza, nutriendo sus teorías políticas. Sólo una vez, en 1905, regresó a Petersburgo, donde se quedó tres meses intentando organizar a los trabajadores contra el gobierno zarista, pero pronto se vio obligado a volver al extranjero, para reanudar sus politiqueos de café, sus partidas de ajedrez y sus lecturas de Marx. Esto no podía ayudarle a ser menos idiosincrático, pues el fracaso rara vez amplía las perspectivas.

En 1917, al enterarse en Suiza, a través de un transeúnte, de la abdicación del zar, Lenin, junto con un grupo de sus seguidores, abordó un tren que, con los vagones sellados, había facilitado el Estado Mayor alemán, que confiaba en ellos para que organizaran tareas de quinta columna detrás de las líneas rusas, y se dirigió a Petersburgo. El hombre que se apeó del tren en 1917, en la estación de Finlandia, contaba cuarenta y siete años, y ésta era, presumiblemente, su última jugada: tenía que ganar o hacer frente a la acusación de traición. Aparte de 12 millones de marcos alemanes, su único equipaje era el sueño de la revolución socialista mundial, que, una vez iniciada en Rusia, había de producir una reacción en cadena, y otro sueño que era el de convertirse en jefe del estado ruso a fin de ejecutar el primero. En aquel largo y traqueteante viaje de dieciséis años hasta la estación de Finlandia, ambos sueños se habían fusionado en un concepto de poder un tanto semejante a una pesadilla, pero, al trepar a aquel vehículo blindado, él no sabía que sólo una de estas cosas estaba destinada a convertirse en realidad.

Por consiguiente, no era tanto su ida a Petersburgo para hacerse con el poder como la idea de poder que se había adueñado de él mucho tiempo antes, lo que llevaba ahora a Lenin a Petersburgo. Lo que se describe en los libros de historia como la gran revolución socialista de Octubre fue, de hecho, un mero golpe de estado, y además incruento. Obedeciendo a la señal -un disparo de salva del cañón de proa del crucero Aurora-, un destacamento de la recientemente formada Guardia Roja entró en el Palacio de Invierno y arrestó a un puñado de ministros del Gobierno Provisional que mataban allí el tiempo, tratando en vano de ocuparse de Rusia después de la abdicación del zar. Los Guardias Rojos no encontraron ninguna resistencia, violaron a la mitad de las componentes de la unidad femenina que custodiaban el palacio, y saquearon los aposentos del mismo. En esta operación, dos Guardias Rojos fueron alcanzados por disparos y uno se ahogó en las bodegas donde se guardaba el vino. El único tiroteo que tuvo lugar en la Plaza del Palacio, con cuerpos desplomándose y el haz de un reflector surcando el cielo, fue el de Sergei Eisenstein.

Tal vez como referencia a la modestia de los hechos en aquella noche del 25 de octubre, la ciudad ha sido denominada en la propaganda oficial como «la cuna de la Revolución». Y cuna siguió siendo, una cuna vacía, y bien que le agradó ese status. Hasta cierto punto, la ciudad escapó a la carnicería revolucionaria. «No permita Dios -dijo Pushkin- que veamos el desastre ruso, insensato e inmisericorde», y Petersburgo no lo vio. La guerra civil ardió a su alrededor y en todo el país, y una grieta horrible traspasó la nación, escindiéndola en dos campos mutuamente hostiles, pero aquí, a orillas del Neva, por primera vez en dos siglos reinó la calma y la hierba empezó a brotar entre los adoquines de las plazas vacías y las losas de pizarra de las aceras. El hambre se cobró su factura y también la Cheka (el nombre de soltera de la KGB), pero, esto aparte, la ciudad se sumió en sí misma y en sus reflexiones.

Mientras el país, con su capital de nuevo en Moscú, se replegaba a su condición uterina, claustrofóbica y xenofóbica, Petersburgo, sin ningún lugar al que retirarse, hizo una pausa… como si la hubieran fotografiado en su postura del siglo XIX. Las décadas que siguieron a la guerra civil en poco la cambiaron: había nuevos edificios pero situados en su mayoría en los suburbios industriales. Además, la política general respecto a la vivienda era la de la llamada condensación, es decir, la de juntar a los desposeídos con los bienestantes. Así, cuando una familia tenía para sí todo un apartamento de tres habitaciones, 182 tenía que apiñarse en una de ellas para permitir que otras familias se acomodaran en las demás. Con ello, los interiores de la ciudad adquirieron un aspecto más a lo Dostoievski que nunca, mientras las fachadas se desconchaban y absorbían el polvo, ese bronceado de las épocas.

Quieta, inmovilizada, la ciudad seguía contemplando el paso de las estaciones. En Petersburgo, todo puede cambiar excepto su tiempo meteorológico. Y su luz. Es la luz septentrional, pálida y difusa, una luz en la que tanto la memoria como el ojo actúan con inusual nitidez. Bajo esta luz, y gracias a la rectitud y longitud de las calles, los pensamientos del caminante viajan más allá de su destino, y un hombre con visión normal puede distinguir a más de un kilómetro de distancia el número del autobús que se acerca o la edad del individuo que le viene siguiendo los pasos. En su juventud al menos, el hombre nacido en esta ciudad pasa tanto tiempo caminando como cualquier buen beduino. Y ello no se debe a la escasez o el precio de los vehículos (hay un excelente sistema de transporte público), ni a las colas de un kilómetro ante las tiendas de comestibles. Se debe a que andar bajo este cielo, a lo largo de los terraplenes de granito pardo de ese inmenso río gris, es en sí una prolongación de la vida y una escuela de visión lejana. Hay algo en la textura granular del pavimento de granito junto al curso constante de las aguas que se alejan, que instila en las suelas de cualquiera un deseo casi sensual de caminar. El viento procedente del mar, con su olor a algas, ha curado aquí muchos corazones sobresaturados de mentiras, desesperación e impotencia. Si esto es lo que conspira para esclavizar, el esclavo puede tener excusa.

Esta es la ciudad donde resulta algo más fácil soportar la soledad en comparación con cualquier otro lugar, porque la misma ciudad está solitaria. Proporciona un extraño consuelo la noción de que estas piedras nada tienen que ver con el presente y todavía menos con el futuro. Cuanto más se adentran las fachadas en el siglo XX, más desdeñosas parecen, ignorantes de estos nuevos tiempos y sus preocupaciones. La única cosa que las aviene con el presente es el clima, y se sienten más a sus anchas con el mal tiempo de finales de octubre o de una primavera prematura con sus chaparrones mezclados con nieve y sus aguaceros impetuosos y desorientados. O bien… en lo más muerto del invierno, cuando palacios y mansiones se ciernen sobre el río helado, con sus gruesos flecos y bufandas de nieve, como antiguos dignatarios imperiales envueltos hasta las cejas en sus suntuosos abrigos de pieles. Cuando la bola carmesí del sol poniente de enero pinta sus altas ventanas venecianas con oro líquido, el hombre aterido que cruza el puente a pie ve de pronto lo que Pedro veía en su mente cuando erigió esos muros: un espejo gigantesco para un planeta solitario. Y, mientras exhala vapor, casi se compadece de esas columnas desnudas con sus peinados dóricos, capturadas como si las hubieran plantado en ese frío implacable, en esa nieve que llega hasta las rodillas.

Cuanto más baja el termómetro, más abstracto es el aspecto de la ciudad. Veinticinco grados bajo cero ya es lo bastante fría, pero la temperatura sigue bajando como si, prescindiendo ya de gentes, río y edificios, buscara ideas, conceptos abstractos. Con el humo blanco flotando sobre los tejados, los edificios a lo largo de los terraplenes se parecen cada vez más a un tren parado que tuviera como destino la eternidad. En los parques y jardines públicos, los árboles parecen diagramas escolares de los pulmones humanos, con las negras cavernas de los nidos de cuervos. Y siempre a lo lejos, la dorada aguja de la cúspide del Almirantazgo trata, como una raya invertida, de anestesiar el contenido de las nubes. Y no hay manera de decir qué parece más incongruente ante semejante telón de fondo: si los hombrecillos de hoy o sus poderosos amos que circulan en negras limusinas atiborradas de guardaespaldas. Lo menos que puede decirse es que unos y otros se sienten bastante incómodos.

Ni siquiera a fines de los años treinta, cuando las industrias locales empezaron a alcanzar el nivel de producción anterior a la revolución, la población se había incrementado suficientemente, y estaba fluctuando más o menos cerca de la cifra de los dos millones. De hecho, el porcentaje de familias de antigua residencia (las que habían vivido en Petersburgo durante dos generaciones más) descendía constantemente a causa de la guerra civil, la emigración en los años veinte, y las «purgas» en los treinta. Vino después la segunda guerra mundial con los novecientos días de asedio, que se cobraron casi un millón de vidas, tanto por los bombardeos como por el hambre. El asedio es la página más trágica en la historia de la ciudad, y pienso que fue entonces cuando el nombre de «Leningrado» fue aceptado finalmente por los habitantes que sobrevivieron, casi como un tributo a los muertos; es difícil discutir con inscripciones en las lápidas de las tumbas. Súbitamente, la ciudad pareció mucho más vieja; era como si la Historia hubiese reconocido finalmente su existencia y decidido ponerse al día con este lugar a su morbosa manera: amontonando cadáveres. Hoy, treinta y tres años más tarde, pese a haber sido repintados y estucados, los techos y las fachadas de esta ciudad inconquistada todavía parecen conservar, semejantes a manchas, las huellas de los últimos jadeos y las últimas miradas de sus habitantes. O tal vez se trate, simplemente, de mala pintura y mal estuco.

Hoy, la población de esta ciudad linda en los cinco millones, y a las ocho de la mañana los abarrotados tranvías, autobuses y trolebuses cruzan con estrépito los numerosos puentes, trasladando sus percebes humanos a sus fábricas y oficinas. La política de la vivienda ha pasado de la «condensación» a la construcción de nuevas estructuras en las afueras, cuyo estilo se parece a todo lo demás que se encuentra en el mundo y es conocido popularmente como «barrackko». Es un gran mérito de los padres de la ciudad actual el haber conservado virtualmente intacto el núcleo principal de la misma. No hay aquí rascacielos ni bucles de autopistas. Rusia tiene un motivo arquitectónico para agradecer la existencia del Telón de Acero, ya que éste la ayudó a retener una identidad visual. Hoy en día, cuando uno recibe una tarjeta postal, necesita un buen rato para averiguar si ha sido enviada desde Caracas, en Venezuela, o desde Varsovia, en Polonia.

No es que a los padres de la ciudad no les agradaría inmortalizarse a sí mismos en vidrio y hormigón, pero en cierto modo no se atreven. Cualquiera que sea su valía, también ellos caen bajo el hechizo de la ciudad, y sólo osan, como máximo, erigir aquí o allá un hotel moderno donde todo es obra de constructores extranjeros (finlandeses)…, con la excepción, claro está, de la instalación telefónica y la eléctrica, ya que éstas sólo obedecen al know-how ruso. En general, estos hoteles están destinados a atender tan sólo a turistas extranjeros, a menudo los propios finlandeses, debido a la proximidad de su país con Leningrado.

La población se divierte en casi un centenar de cines y una docena de teatros de comedia, ópera y ballet; hay también dos enormes estadios de fútbol y la ciudad sostiene dos equipos profesionales de fútbol y uno de hockey sobre hielo. En general, los deportes cuentan con un importante apoyo oficial, y aquí se sabe que el más entusiasta de los forofos del hockey sobre hielo vive en el Kremlin. Sin embargo, en Leningrado, como en toda Rusia, el pasatiempo principal es «la botella». En lo que se refiere a consumo de alcohol, esta ciudad es ciertamente la ventana sobre Rusia, y a fe que está abierta de par en par. A las nueve de la mañana, es más frecuente ver un borracho que un taxi. En la sección de vinos de las tiendas de comestibles, siempre cabe encontrar un par de hombres con la misma expresión vacua pero inquisidora en sus caras: están buscando «un tercero» con el que compartir el precio y el contenido de una botella. El precio se comparte ante la cajera y el contenido… en el umbral más cercano. En la semioscuridad de esas entradas reina, en su más alta manifestación, el arte de dividir medio litro de vodka en tres partes iguales sin que sobre ni una gota. Allí se originan amistades extrañas e inesperadas, pero a veces imperecederas, así como los crímenes más sórdidos. Y aunque la propaganda condena el alcoholismo, verbalmente y en letra impresa, el estado continúa vendiendo vodka e incrementando los precios, porque «la botella» es la fuente de los mayores ingresos del estado: su costo es de cinco kopecks y se vende a la población por cinco rublos, lo que equivale a un beneficio del 9.900 por ciento.

Pero el hábito de la bebida no es una rareza entre los que viven junto al mar. Los rasgos más característicos de los leningradenses son: mala dentadura (debido a la falta de vitaminas durante el asedio), claridad en la pronunciación de las sibilantes, aptitud para reírse de sí mismos, y un cierto grado de altivez respecto al resto del país. Mentalmente, esta ciudad es todavía la capital, y es a Moscú lo que Florencia es a Roma o lo que Boston es a Washington. Como algunos de los personajes de Dostoievski, Leningrado siente orgullo y un placer casi sensual al verse «inidentificado», rechazado, y sin embargo sabe perfectamente que, para todo aquél cuya lengua materna sea el ruso, la ciudad es más real que cualquier otro lugar en el mundo donde se oiga este idioma.

Y es que existe el segundo Petersburgo, el que está hecho de versos y de prosa rusa. Esa prosa es leída y releída y los versos se aprenden de memoria, aunque sólo sea porque en las escuelas soviéticas se obliga a los niños a memorizarlos si quieren aprobar sus cursos. Y es esta memorización lo que asegura el status de la ciudad y su lugar en el futuro -mientras exista este lenguaje-, y transforma a los escolares soviéticos en el pueblo ruso.

El año escolar suele concluir a fines de mayo, cuando llegan a esta ciudad las Noches Blancas, para quedarse durante todo el mes de junio. Una noche blanca es una noche en la que el sol abandona el cielo apenas un par de horas, un fenómeno muy familiar en las latitudes septentrionales. Es la época más mágica en la ciudad, cuando se puede escribir o leer sin lámpara a las dos de la madrugada, y cuando los edificios, exentos de sombras y con sus tejados perfilados en oro, parecen piezas de frágil porcelana. Hay tanto silencio en derredor que casi puede oírse el tintineo de una cuchara que se caiga en Finlandia. El matiz rosado y transparente del cielo es tan tenue que el azul pálido de acuarela del río casi no logra reflejarlo. Y los puentes están alzados, como si las islas del delta se hubieran soltado las manos y empezado lentamente a derivar, dando vueltas en la corriente principal, hacia el Báltico. En estas noches, cuesta dormirse, porque hay demasiada luz y porque cualquier sueño será inferior a su realidad. Allí donde un hombre no proyecta sombra, como el agua.


(1979)

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