EL HIJO DE LA CIVILIZACIÓN

Por alguna extraña razón, la expresión «muerte de un poeta» suena siempre de manera algo más concreta que «vida de un poeta», quizá porque «vida» y «poeta», como palabras, son casi sinónimas en su positiva vaguedad, en tanto que «muerte» -incluso como palabra- es aproximadamente tan definida como la propia producción de un poeta, es decir, un poema, el rasgo principal del cual es su último verso. Sea lo que fuere una obra de arte, propende a su final, que contribuye a su forma y niega la resurrección. Después del último verso de un poema no hay nada, salvo la crítica literaria. Así pues, cuando leemos a un poeta, participamos en su muerte o en la muerte de sus obras. En el caso de Mandelstam, participamos en ambas cosas.

Una obra de arte está destinada siempre a sobrevivir a su creador. Parafraseando al filósofo, se podría decir que escribir poesía es también ejercitarse en morir. Pero dejando aparte la pura necesidad lingüística, lo que le hace escribir a uno no es tanto una preocupación por la condición perecedera de la propia carne como la urgencia imperiosa de preservar ciertas cosas del mundo de uno, de la civilización personal de uno, de la propia continuidad no semántica de uno. El arte no es una existencia mejor, sino alternativa; no es un intento de escapar a la realidad, sino lo contrario, un intento de animarla. Es un espíritu que busca carne, pero que encuentra palabras. En el caso de Mandelstam, resulta ser que las palabras pertenecen a la lengua rusa.

Posiblemente, para un espíritu, la solución no podía ser mejor: el ruso es una lengua sujeta a múltiples inflexiones, lo que quiere decir que puede ocurrir muy bien que el nombre vaya al final de la frase y que la terminación de ese nombre (o adjetivo o verbo) varíe según el género, el número y el caso. Todo esto aporta a una verbalización dada la calidad estereoscópica de la percepción en sí y (a veces) agudiza y desarrolla esta última. Lo que mejor ilustra este aspecto es el manejo que hace Mandelstam de uno de los temas principales de su poesía: el tema del tiempo.

Nada hay más extraño que aplicar un dispositivo analítico a un fenómeno sintético: por ejemplo, escribir en inglés sobre un poeta ruso. Sin embargo, en el caso de Mandelstam, tampoco sería mucho más fácil aplicar el dispositivo mencionado en ruso. La poesía es el resultado supremo de toda la lengua y analizarlo no es otra cosa que hacer difuso el foco. Esto es tanto más verdad en el caso de Mandelstam, figura extremadamente solitaria en el contexto de la poesía rusa, y lo que explica su aislamiento es precisamente la densidad de su foco. La crítica literaria es sensata únicamente cuando el crítico opera en el mismo plano tanto de la referencia lingüística como psicológica. Dada su actual situación, Mandelstam está destinado a una crítica que venga estrictamente «de abajo» en cualquiera de las dos lenguas.

La inferioridad del análisis parte de la misma noción del tema, ya sea el tema el tiempo, el amor o la muerte. La poesía es, antes que nada, un arte de referencias, alusiones, paralelos lingüísticos y figurativos. Existe una inmensa sima entre el Homo sapiens y el Homo scribens, puesto que, para el escritor, el concepto de tema aparece como resultado de combinar las técnicas y dispositivos antes mencionados, en el supuesto de que aparezca. Escribir es literalmente un proceso existencial: se sirve del pensamiento para sus propios fines y consume nociones, temas y cosas parecidas, no lo contrario. La que dicta un poema es la lengua, y la voz de la lengua es lo que conocemos con los apodos de Musa o de Inspiración. Mejor será, pues, que no hablemos del tema del tiempo en la poesía de Mandelstam, sino de la presencia del tiempo en sí, como entidad y como tema, aunque sólo sea porque el tiempo tiene su puesto dentro de un poema y es una cesura.

Porque sabemos perfectamente bien que Mandelstam, a diferencia de Goethe, en ningún momento exclama: «¡Oh, momento, detente! ¡Eres tan hermoso!», sino que trata simplemente de ampliar su cesura. Y lo que es más, no lo hace tanto por la particular belleza o ausencia de belleza de ese momento; su preocupación (y posteriormente su técnica) es totalmente diferente. Lo que el joven Mandelstam estaba tratando de transmitir en sus dos primeras recopilaciones era la sensación de una existencia sobresaturada, para lo cual escogió como medio la representación de un tiempo sobrecargado. Sirviéndose de todo el poder fonético y alusivo de las palabras, la poesía de Mandelstam expresa en este período la dilación, la sensación viscosa del paso del tiempo. Y puesto que lo consigue (como siempre), el efecto es que el lector se da cuenta de que las palabras, las letras incluso -y de manera especial las vocales-, son casi palpables vasijas de tiempo.

Por otra parte, su actitud no es la de búsqueda de los días pasados, con su escudriñamiento obsesivo para recuperar y reconsiderar el pasado. Mandelstam rara vez vuelve la vista atrás en un poema; él está totalmente en el presente, en ese mismo momento, que hace continuo y que dilata más allá de su límite natural. El pasado, ya sea personal o histórico, está en la misma etimología de las palabras. Pero, por muy antiproustiano que sea su tratamiento del tiempo, la densidad de su poesía tiene afinidades con la gran prosa del francés. En cierto modo, es la misma guerra total, el mismo ataque frontal pero, en este caso, un ataque al presente y con recursos de diferente naturaleza. Tiene una extrema importancia observar, por ejemplo, que en casi todos los casos, cuando Mandelstam trata este tema del tiempo, recurre a un verso fuertemente cesurado, que tiene resonancias del hexámetro tanto en su ritmo como en su contenido. Se trata generalmente de un pentámetro yámbico, que se desliza en el verso alejandrino, y siempre hay una paráfrasis o una referencia directa a alguna producción épica de Hornero. Este tipo de poema se desarrolla, por norma, en algún sitio próximo al mar, lo que directa o indirectamente evoca el ambiente de la Grecia antigua. Esto es así, en parte, por la consideración tradicional de la poesía rusa de que Crimea y el Mar Negro constituyen la única aproximación a mano del mundo griego, del que aquellos lugares -Táurida y Ponto Euxino- eran los arrabales. Tómense, por ejemplo, poemas como El río de miel dorada fluía tan lento…, Insomnio. Hornero. Velas hinchadasy tensas… y Hay oropéndolas en bosques y duradera longitud de vocales, donde aparecen estos versos:


…Pero la naturaleza una vez al año

se baña en la amplitud como en los metros homéricos,

igual que una cesura, bostezo del día.


La importancia de esta resonancia griega es múltiple. Podría tratarse de un problema puramente técnico, pero el hecho es que el verso alejandrino es extremadamente afín al hexámetro, la madre de todas las Musas fue Mnemosina, la Musa de la Memoria, y para que un poema (ya se trate de una poesía breve o de un poema épico) pueda sobrevivir, tiene que ser memorizado. El hexámetro constituía un excelente procedimiento mnemotécnico, aunque sólo fuera porque era tan pesado y tan diferente del habla coloquial de cualquier público, incluida la de Hornero. Así es que, haciendo referencia a este vehículo de la memoria dentro de otro -es decir, dentro del verso alejandrino-, Mandelstam, al mismo tiempo que produce una sensación casi física de túnel del tiempo, crea el efecto de un movimiento dentro de otro, de una cesura dentro de una cesura, de una pausa dentro de una pausa, lo que, después de todo, es una forma de tiempo, por no decir su significado: si esto no consigue detener el tiempo, por lo menos lo enfoca.

No es que Mandelstam haga esto de una manera consciente, deliberada, ni que éste sea su propósito básico al escribir un poema, sino que lo hace de una forma espontánea, en las oraciones subordinadas, mientras escribe (a menudo acerca de otra cosa), nunca escribiendo para sentar este principio. La suya no es una poesía tópica. La poesía rusa no es, en conjunto, excesivamente tópica. Su técnica básica consiste en dar un rodeo, en enfocar el tema partiendo de diferentes ángulos. El tratamiento escueto del tema, tan característico de la poesía en inglés, por lo general se ejercita en uno u otro verso, después de lo cual un poeta pasa a ocuparse de otra cosa; rara vez persiste en todo un poema. Los tópicos y conceptos, prescindiendo de La importancia que puedan tener, no son sino material, como palabras, y están siempre presentes. La lengua tiene nombres para todos ellos y el poeta, ya se sabe, domina la lengua. Grecia estuvo siempre presente, al igual que Roma, la Ju-dea bíblica y la Cristiandad. Las piedras angulares de nuestra civilización son vistas en la poesía de Mandelstam aproximadamente de la misma manera que las ha tratado el tiempo: como una unidad y dentro de su unidad. Declarar a Mandelstam adepto de cualquiera de estas ideologías (y de manera especial de la última) no sólo es reducirlo a miniatura sino distorsionar su perspectiva histórica o, mejor, su paisaje histórico. Desde el punto de vista temático, la poesía de Mandelstam repite el desarrollo de nuestra civilización: fluye hacia el norte, pero desde su mismo inicio hay en esta corriente ríos paralelos que mezclan sus aguas. Hacia los años veinte, los temas romanos van sustituyendo las referencias griegas y bíblicas, en gran medida como resultado de la creciente identificación del poeta con el predicamento arquetípico de «un poeta contra un imperio». Sin embargo, lo que dio origen a este tipo de actitud, dejando aparte los aspectos puramente políticos de la situación que reinaba en Rusia en aquella época, fue la estimación que hizo Mandelstam de la relación entre su propia obra y el resto de la literatura contemporánea, así como con el ambiente moral y las preocupaciones intelectuales del resto de la nación. La degradación moral y mental de esta última fue lo que dio pie a ese propósito imperial. Y en cambio sólo fue una manera de dar alcance a algo, nunca una ocupación del poder. Incluso en Tristia, el más romano de sus poemas, donde el autor bebe evidentemente del exiliado Ovidio, se puede descubrir una cierta nota patriarcal hesiódica, dando a entender que toda la empresa es vista a través de un prisma griego.


TRISTIA

I've mastered the great craft of separation

amidst the bare unbrained pleas of nigbt,

those lingerings while oxen cbew their radon,

the watcbful town's last eyelid's shutting tight.

And I reveré that midnight rooster's descant

when shouldering the wayfarer'i sack of wrong

eyes stained with tears were peering at the distance

and women's wailings were the Muses' song.

Who is to tell when heanng «separation»

what kind of parting this may resánate,

foreshadowed hy a rooster's exclamation

as canales twist the temple's colonnade;

why at the dawn of some new Ufe, new era

when oxen chew their ration in the stall

that wakeful rooster, a new life's towncner,

flaps its torn wings atop the city wall.

And I adore the worsted yarn's behavior:

the shuttle bustles and the spindle hums;

look how young Delia, barefooted, braver

than down of swans, glides straight into your arms!

Oh, our Ufe 's lamentable coarse fabric,

how poor the language of our joy indeed.

What happened once, becomes a. worn-out matnx.

Yet, recognition is intensely sweet!

So be it thus: a small translucent figure

spreads like a squirrel pelt across a clean

clay píate; a girl bends over it, her eager

gaze scrutinizes what the wax may mean.

To ponder Erebus, that's not for our acumen.

To women, wax is as to men steel's shine.

Our lot is drawn only in war; to women

it's given to meet death while they divine.1

(Traducido al inglés por Joseph Brodsky)


1. «He dominado el gran arte de la separación / entre las desnudas y destrenzadas súplicas nocturnas, / persistentes mientras los bueyes mascan su ración, / y el último párpado de la ciudad desvelada se cierra hermético. / Y reverencio el canto del gallo en mitad de la noche / cuando llevaba en hombros el caminante el saco de erróneos / ojos manchados de lágrimas que miraban fijos a distancia / y los lamentos de las mujeres eran la canción de las Musas. / Quién puede decir al oír «separación» / qué desprendimiento puede significar / anunciado por el grito de un gallo / como los cirios tuercen la columnata del templo; por qué en el alba de una nueva vida, una nueva era / cuando los bueyes mascan su ración en el establo / aquel gallo insomne, pregonero de una nueva vida, / agita sus alas rotas sobre los muros de la ciudad. / Y adoro el proceder de la hebra de estambre: / la lanzadera va y viene y el huso zumba. / mira la joven Delia, descalza, más espléndida / que el plumón del cisne, corre a deslizarse en tus brazos. / Oh, la lamentable y burda tela de nuestra vida, / qué pobre es la lengua de nuestra alegría. / Lo que ocurrió una vez se transforma en matriz gastada. / ¡Pero el reconocimiento es intensamente dulce! / Que sea así, pues: una figurilla translúcida / se despliega como la piel de una ardilla sobre una limpia bandeja de greda; / una muchacha se inclina sobre ella, su ávida / mirada escudriña qué puede significar la cera. / ¡Meditar sobre Erebo no es para nuestro ingenio! / Para las mujeres, la cera es lo que a los hombres el brillo del acero. / Lo nuestro sólo es desenvainado en tiempo de guerra; las mujeres / lo reciben para encontrar a la muerte mientras hacen presagios.»


Más adelante, en los años treinta, durante el período conocido con el nombre de Voronezh, cuando todas esas cuestiones -incluida Roma y la Cristiandad- debían ceder el paso a la «cuestión» del horror existencial desnudo y de una aterradora aceleración espiritual, la pauta de la interacción, de la interdependencia de aquellos dos reinos todavía se hace más obvia y más densa.

No es que Mandelstam fuera un poeta «civilizado», sino más bien que era un poeta de la civilización y para la civilización. En cierta ocasión, al serle preguntado que definiera el acmeísmo -movimiento literario al que pertenecía-, respondió: «nostalgia de una cultura mundial». Ese concepto de una cultura mundial es marcadamente ruso. Debido a su situación (ni Oriente ni Occidente) y a lo imperfecto de su historia, Rusia ha padecido siempre una sensación de inferioridad cultural, por lo menos en relación con Occidente. De esa inferioridad surgió el ideal de una cierta unidad cultural y una posterior voracidad intelectual frente a todo lo que procediera de aquella dirección. En cierto sentido, es una versión rusa del helenismo y, en este sentido, la observación de Mandelstam con respecto a la «palidez helenista» de Pushkin no es ociosa.

El mediastino de este helenismo ruso fue San Petersburgo. Tal vez el mejor emblema de la actitud de Mandelstam frente a esa llamada cultura mundial podría ser aquel pórtico estrictamente clásico del Almirantazgo de San Petersburgo decorado con relieves de ángeles con sus trompetas y coronado por una aguja dorada con la silueta de un velero en su extremo. Para entender mejor su poesía, el lector extranjero quizá debería tener presente que Mandelstam era judío y que vivía en la capital de la Rusia Imperial, cuya religión dominante era la ortodoxa, cuya estructura política era esencialmente bizantina y cuyo alfabeto fue concebido por dos monjes griegos. Hablando desde el punto de vista histórico, donde se dejaba sentir con más fuerza esta mezcla orgánica era en San Petersburgo, que se convirtió en hornacina escatológica de Mandelstam, «tan familiar como las lágrimas», para el resto de su no muy larga vida.

Pero lo suficientemente larga para inmortalizar ese lugar y, si su poesía ha sido calificada a veces de «petersburguiana», existe más de una razón para considerar esa definición exacta y elogiosa. Exacta porque, aparte de ser la capital administrativa del imperio, San Petersburgo era también el centro espiritual del mismo y, a principios de siglo, allí confluían los ramales de aquella corriente, de la misma manera que confluyen en los poemas de Mandelstam. Elogiosa porque tanto el poeta como la ciudad se aprovecharon, en cuanto a significado, de esta confrontación. Si Occidente era Atenas, en los años diez del presente siglo San Petersburgo era Alejandría. Aquella «ventana de Europa», tal como fue llamada por algunas almas amables de la Ilustración, aquella «ciudad en gran parte inventada», como la llamaría más tarde Dostoievski, situada en la misma latitud de Vancouver, en la desembocadura de un río tan ancho como el Hudson entre Manhattan y Nueva Jersey, era y es hermosa, y posee aquella belleza fruto de la locura o que intenta ocultar esa locura. El clasicismo no tuvo nunca mucho espacio en ella y los arquitectos italianos que fueron invitados a la ciudad por los sucesivos monarcas rusos lo entendieron demasiado bien. La multitud de columnas gigantes, infinitas, verticales, blancas, de las fachadas de aquellos palacios que bordean el río y que pertenecían al zar, a su familia, a la aristocracia, a las embajadas y a los nouveaux nches, quedaban reflejadas en las aguas hasta el Báltico. En la principal avenida del imperio -la Perspectiva Nevski- había iglesias de todos los credos. Las calles, amplias e interminables, estaban llenas de cabriolés, de automóviles recién introducidos, de multitudes ociosas y bien vestidas, de tiendas de gran categoría, de pastelerías, etc. Había plazas inmensas, con estatuas ecuestres que representaban a antiguos gobernantes y con columnas triunfales más altas que la de Nelson. Eran innumerables las editoriales, las revistas, los periódicos, los partidos políticos (en mayor número que en la América actual), los teatros, los restaurantes, gentes de raza gitana. Todo aquello estaba rodeado por el ladrillo Birnam Wood de las chimeneas de las fábricas y cubierto por la diseminada capa húmeda y gris del cielo del hemisferio norte. Se había perdido una guerra, otra-una guerra mundial- estaba al caer y tú eras un niño judío con un corazón lleno de pentámetros yámbicos rusos.

En esta encarnación a escala gigantesca del perfecto orden, el latido yámbico es tan natural como los cantos rodados. San Petersburgo es la cuna de la poesía rusa y, lo que es más, de su prosodia. La idea de una estructura noble, prescindiendo de la calidad de su contenido (a veces precisamente contra su calidad, que crea una aterradora sensación de disparidad, que no indica tanto la evaluación del fenómeno descrito por parte del autor, sino la de su propio verso), es francamente local. Todo empezó hace un siglo y el uso que hace Mandelstam de los metros estrictos en su primer libro, Piedra, recuerda claramente a Pushkin y a su pléyade. Y una vez más, no es el resultado de una elección consciente, como tampoco es un signo indicador de que el estilo de Mandelstam se encuentre predeterminado por los procesos precedentes o contemporáneos de la poesía rusa.

La presencia de un eco constituye el rasgo básico de cualquier acústica que se precie de buena y Mandelstam se limitó a hacer de gran cúpula para sus predecesores. Las voces más distinguidas que se escucharon en ella pertenecen a Deryavin, a Baratinski y a Batiushkov, pero él actuaba en gran medida por cuenta propia, pese a cualquier tipo de expresión existente, de manera especial la contemporánea. Tenía demasiadas cosas que decir para preocuparse por un exclusivismo estilístico. Sin embargo, era esa calidad sobrecargada de su verso, por otra parte regular, lo que hacía que fuera único.

Aparentemente, sus poemas no se diferenciaban tanto de la obra de los simbolistas, que dominaban entonces el escenario literario: se servía de rimas perfectamente regulares, obedecía a un esquema regido por estrofas de tipo corriente y la longitud de sus poemas correspondía a los usos comunes, es decir, era de dieciséis a veinticuatro versos. Sin embargo, al servirse de tan humildes medios de transporte, llevaba a su lector mucho más lejos que aquellos metafísicos, afables por el hecho de ser vagos, que se daban a sí mismos el nombre de simbolistas rusos. Como movimiento, es evidente que el simbolismo fue el último importante (y no sólo en Rusia), si bien la poesía es un arte extremadamente individualista, puesto que acusa los ismos. La producción poética del simbolismo fue tan cuantiosa y seráfica como el empadronamiento y los postulados de este movimiento. Aquel encumbramiento estaba tan falto de base que los estudiantes diplomados, los cadetes militares y los empleados se dejaron tentar y, en el momento del cambio de siglo, el género se encontraba comprometido hasta el punto de la inflación verbal, situación bastante parecida a la que hoy atraviesa América con el verso libre. Más tarde, como no podía ser menos, surgió la devaluación como reacción, con los nombres de futurismo, constructivismo, imaginismo, etcétera. Pero se trataba de ismos contra ismos, de dispositivos en guerra con dispositivos. Sólo hubo dos poetas, Mandelstam y Tsvetaeva, que presentaron un contenido cualitativamente nuevo, y su hado reflejaba, a su manera terrible, la medida de su autonomía espiritual.

En poesía, como en cualquier otro campo, la superioridad espiritual se disputa siempre a un nivel físico. Uno no puede por menos de pensar que fue precisamente la desavenencia con los simbolistas (no totalmente desprovista de alusiones antisemíticas) lo que contenía los gérmenes del futuro de Mandelstam. No me estoy refiriendo tanto a las mofas, a cargo de Georgi Ivanov, del poema de Mandelstam, en 1917, con sus resonancias en el ostracismo oficial de los años treinta, como a la creciente desvinculación por parte de Mandelstam de toda forma de producción masiva, especialmente lingüística y psicológica. El resultado fue un efecto en el que, cuanto más clara es una voz, más disonante suena. No hay coro al que le guste, y su aislamiento estético adquiere dimensiones físicas. Cuando un hombre crea un mundo propio, se convierte en un cuerpo extraño contra el que apuntan todas las leyes: gravedad, comprensión, repudiación, aniquilación.

El mundo de Mandelstam era lo suficientemente grande para concitarlas a todas. Yo no creo que, si Rusia hubiera escogido un camino histórico diferente, su destino hubiese sido muy diferente. Su mundo era demasiado autónomo para fusionarse. Por otra parte, Rusia siguió su camino y, para Mandelstam, cuyo desarrollo poético era rápido de por sí, aquella dirección sólo podía comportar una cosa: una aceleración aterradora, aceleración que afectó, antes que otra cosa, al carácter de sus versos. Su flujo sublime, meditativo, cesurado, se tornó movimiento rápido, abrupto, ritmado. La suya se convirtió en una poesía de alta velocidad y de nervios expuestos, a veces críptica, con numerosos saltos sobre lo evidente y con una sintaxis abreviada. Y sin embargo, esto hizo que se convirtiera más en canción que en ningún otro momento, no en el canto de un bardo sino en canto de pájaro, con sus sesgos y elevaciones marcadas e impredecibles, algo así como el trémolo de un jilguero.

Y al igual que éste, se convirtió en blanco de toda clase de piedras, arrojadas contra él a manos llenas por su madre patria. No es que Mandelstam se opusiera a los cambios políticos que se estaban operando en Rusia, pero su sentido de la mesura y su ironía bastaban para reconocer la calidad épica de toda la empresa. Por otra parte, era una persona paganamente animada y, por otra parte, los tonos quejumbrosos habían sido completamente usurpados por el movimiento simbolista. Desde principios de siglo, además, el aire se había llenado de rumores acerca de una redistribución del mundo, por lo que cuando se produjo la Revolución, casi todo el mundo tomó lo ocurrido por lo deseado. Quizá la de Mandelstam fue la única respuesta sobria a los acontecimientos que estremecieron al mundo e hicieron bailar la cabeza a más de uno:


Bien, intentemos el incómodo, el inconveniente,

el chirriante giro del timón…


(de El crepúsculo de la libertad)


Pero las piedras ya volaban y también el pájaro. Sus trayectorias mutuas están totalmente registradas en las memorias de la viuda del poeta y ocupan dos volúmenes. Son libros que no son sólo una guía de sus versos, aunque también lo sean, pero todo poeta, en todo lo que escribe, expresa en sus versos, física o estadísticamente hablando, por lo menos la décima parte de la realidad de su vida. El resto queda normalmente velado por la oscuridad y, aunque perviva algún testimonio de sus contemporáneos, contiene vacíos abismales, por no hablar además de los diversos ángulos de visión que distorsionan el objeto.

Las memorias de la viuda de Osip Mandelstam se ocupan precisamente de esto: de las nueve décimas partes. Iluminan la oscuridad, llenan los vacíos, eliminan la distorsión. El resultado neto está próximo a una resurrección, salvo que todo lo que mató al hombre, le sobrevivió y sigue existiendo y ganando popularidad y es también reencarnado y revalidado en estas páginas. Debido al poder letal del material, la viuda del poeta recrea estos elementos con la misma precaución que se emplea para poner una bomba. Debido a esta precisión y debido al hecho de que a través de sus versos, de los actos de su vida y de la calidad de su muerte alguien generó una gran prosa, habría que comprender al momento -incluso sin conocer un solo verso de Mandelstam- que ése al que se recuerda en estas páginas es, efectivamente, un gran poeta, dada la cantidad y la energía de los males dirigidos contra él.

Con todo, es importante observar que la actitud de Mandelstam frente a una nueva situación histórica no era de franca hostilidad. En conjunto la consideraba una forma más acerba de realidad existencial, un reto cualitativamente nuevo. A partir de entonces, los románticos hemos tenido este concepto del poeta que arroja el guante al tirano. Ahora bien, suponiendo que este momento haya existido alguna vez, se trata de un acto que hoy está totalmente desprovisto de sentido: los tiranos ya no se ponen a tiro para este género de enfrentamientos. La distancia existente entre nosotros y nuestros amos sólo puede ser reducida por estos últimos y éste es un hecho que ocurre raras veces. El poeta se mete en líos como resultado de su superioridad lingüística y por inferencia psicológica más que por su actitud política. Una canción es una forma de desobediencia política y el son de la misma proyecta dudas sobre más gente que un sistema político concreto, porque pone en entredicho todo el orden existencial. Y, además, el número de sus adversarios crece proporcionalmente.

Supondría una simplificación pensar que fue el poema contra Stalin lo que precipitó la ruina de Mandelstam. Aquel poema, pese a su poder destructivo, no fue sino un producto secundario del tratamiento que hace Mandelstam del tema de esa era no tan nueva. En lo tocante a ese punto, había un verso mucho más desolador en el poema titulado Ariosto escrito en un momento anterior de aquel mismo año (1933): «El poder es repulsivo como los dedos del barbero…». Y había muchos más, pese a lo cual pienso que, por sí solos, aquellos comentarios negativos no invitarían a poner en marcha la ley de la aniquilación. La escoba de hierro que estaba moviéndose sobre Rusia no podía haberlo descuidado de haber sido simplemente un poeta político o un poeta lírico que, de manera esporádica, deja oír su voz en política. Al fin y al cabo, fue amonestado y, al igual que otros muchos, habría podido hacer caso de la advertencia. Pese a ello, no lo hizo, porque su instinto de conservación hacía mucho tiempo que había cedido ante su estética. Fue la intensidad inmensa de lirismo en la poesía de Mandelstam lo que hizo que se situara al margen de sus contemporáneos y lo que hizo de él un huérfano de su época, «sin casa a escala pansoviética», puesto que el lirismo es la ética del lenguaje y la superioridad de este lirismo sobre cualquier otra cosa que pueda ser alcanzada dentro de la interacción humana, cualquiera que sea su denominación, es lo que hace la obra de arte y lo que permite que sobreviva. Esta es la razón de que la escoba de hierro, cuyo propósito era la castración espiritual de toda la población, no pudiera pasarlo por alto.

Se trataba de un caso de pura polarización. Después de todo, la canción es tiempo reestructurado, hacia el cual el espacio mudo es inherentemente hostil. El primero ha sido representado por Mandelstam, el segundo escogió al estado como arma. Hay una cierta lógica aterradora en la ubicación de aquel campo de concentración donde murió Osip Mandelstam en 1938: cerca de Vladivostok, en las mismas entrañas del espacio de propiedad estatal. Es, más o menos, el punto más lejano al que se puede llegar desde Petersburgo en dirección hacia el interior de Rusia. Y ésta es también la altura a la que se puede llegar en poesía en materia de lirismo (el poema es en memoria de una mujer, Olga Vaksel, que según se dice murió en Suecia, y fue escrito mientras Mandelstam vivía en Voronezh, lugar al que había sido trasladado desde su anterior residencia de exilio, cerca de los Montes Urales, después de una crisis nerviosa). Simplemente cuatro versos:


…Y envaradas golondrinas de redondas cejas (a)

volaron (b) desde la tumba hasta mí

para decirme que bastante han descansado en su (a)

fría cama de Estocolmo (b)


Imagínese un anfíbraco con rima alterna (aba b).

La estrofa es una apoteosis de la reestructuración del tiempo. Por algo la lengua es de por sí un producto del pasado. El retorno de esas envaradas golondrinas implica tanto el carácter recurrente de su presencia como el del propio símil, ya sea como pensamiento íntimo, ya como una frase hablada. También, «volaron… hacia mí» sugiere la idea de primavera, del retorno de las estaciones. «Para decirme que bastante han descansado» sugiere también el pasado: el pasado imperfecto, puesto que no va acompañado. Y después, el último verso hace un círculo completo, porque «de Estocolmo» (en ruso es un adjetivo) presenta la alusión velada a Hans Christian Andersen y a su cuento infantil sobre la golondrina herida que pasa el invierno en la madriguera del topo y que, una vez curada, vuela a casa. Todos los niños de Rusia conocen el cuento. El proceso consciente de recordar resulta estar profundamente arraigado en la memoria subconsciente y crea una sensación de tristeza tan penetrante que es como si a quien escucháramos no fuera un hombre que sufre la voz misma de su psique herida. Es evidente que este género de voz choca con todo, incluso con la vida del instrumento, es decir, del poeta. Es como Ulises atándose al mástil para resistirse a la llamada de su propia alma; ésta -y no sólo el hecho de que Mandelstam estuviera casado- es la razón de que se muestre aquí tan elíptico.

Trabajó en poesía rusa durante treinta años y lo que realizó pervivirá mientras exista la lengua rusa. No cabe duda de que sobrevivirá al régimen actual de aquel país y a cualquiera que le pueda seguir, tanto por su lirismo como por su profundidad. Hablando con toda franqueza, yo no conozco nada en la poesía mundial que pueda compararse a la calidad reveladora de esos cuatro versos de su poema Versos del soldado desconocido, escrito un año antes de su muerte:


Un desorden arábigo, una confusión,

la luz de las velocidades afilada en un haz,

y con sus oblicuas suelas

un rayo permanece en equilibrio en mi retina.


Aquí apenas hay gramática, pero no se trata de un modelo modernista, sino que es el fruto de una increíble aceleración psíquica que en otros tiempos fue la responsable de las brechas abiertas por Job y Jeremías. Ese afilar las velocidades es tanto un autorretrato como una increíble penetración en la astrofísica. Lo que él oyó a sus espaldas «apresurándose cerca» no era ningún «carro con alas» sino su «siglo perro-lobo» y él corrió mientras hubo espacio. Cuando el espacio acabó, se lanzó al tiempo.

Lo que también significa contra nosotros. Y este pronombre no sólo representa a los lectores de habla rusa. Casi con seguridad, más que ningún otro poeta de este siglo, fue poeta de la civilización y contribuyó a aquello que había sido motivo de su inspiración. Cabría incluso decir que pasó a formar parte de esto antes de ir al encuentro de la muerte. Por supuesto que era ruso, pero tampoco era más ruso que Giotto era italiano. La civilización es la suma total de diferentes culturas, animadas por un numerador espiritual común, y su vehículo principal -hablando tanto desde un punto de vista metafórico como literal- es la traducción. El extravío de un pórtico griego en la latitud de la tundra es la traducción.

Su vida, al igual que su muerte, fue resultado de esa civilización. Con un poeta, la postura ética de uno, hasta el mismo temperamento de uno, están determinados y conformados por la estética de uno. Esto es lo que explica que los poetas se encuentren invariablemente enfrentados con la realidad social y que su índice de mortalidad indique la distancia que establece esta realidad entre ella misma y la civilización. Lo mismo ocurre con la calidad de la traducción.

Un hijo de la civilización debería basarse en el principio del orden y del sacrificio. Mandelstam encarnaba ambos y cabe esperar de sus traductores que den por lo menos una semblanza de paridad. Los rigores implícitos en la producción de un eco, por formidables que puedan parecer, son en sí un homenaje a aquella nostalgia de una cultura mundial que impulsó y conformó el original. Los aspectos formales de la poesía de Mandelstam no son el producto de una poética atrasada sino que son, en realidad, las columnas de aquel pórtico al que hacíamos referencia anteriormente. Eliminarlas no sólo equivaldría a reducir la propia «arquitectura» a montones de escombros y a meras barracas, sino que sería mentir en relación con todo aquello por lo cual el poeta vivió y murió.

La traducción es una búsqueda de un equivalente, no un sustituto. Exige una estilística, si no psicológica, por lo menos afín. Por ejemplo, el idioma estilístico que podría usarse para traducir a Mandelstam al inglés sería el del último Yeats (con quien tiene tanto en común desde el punto de vista temático), pero el inconveniente estriba en que la persona que dominase este idioma -suponiendo que tal persona existiera- seguramente preferiría escribir sus propios versos en lugar de devanarse los sesos haciendo la traducción (que, por otra parte, tampoco compensa). Pero, dejando aparte las habilidades técnicas e incluso la afinidad psicológica, la cualidad más básica que debería poseer un traductor de Mandelstam debería ser poseer o, en caso contrario, desarrollar un sentimiento de características parecidas en relación con la civilización.

Mandelstam es un poeta formal en el sentido más elevado de la palabra. Para él un poema empieza con un sonido, con «una conformación de la forma moldeada y hermanada», según él mismo decía. La ausencia de este criterio reduce incluso la versión más exacta de su imaginería a una lectura apenas estimulante. «Yo, solo, trabajo en Rusia a partir de la voz, en tanto a mi alrededor garrapatea la chusma total», dice Mandelstam, refiriéndose a sí mismo, en su Cuarta prosa, hablando con una furia y una dignidad propias de un poeta que se da cuenta de que la fuente de su creatividad condiciona su método.

Sería fútil y estaría fuera de razón esperar de un traductor que hiciera lo mismo: la voz a partir de la cual y por la cual uno trabaja es, inevitablemente, única, pese a lo cual cabe la posibilidad de aproximarse al timbre, al tono y al ritmo reflejados en el metro del verso. Convendría tener presente que los metros de versificación son en sí magnitudes espirituales que no pueden ser sustituidas por nada. Ni siquiera pueden ser reemplazados entre sí y, en menor medida todavía, por el verso libre. Las diferencias de metro son diferencias de aliento y de latido, las diferencias del esquema de la rima son las de las funciones cerebrales, el tratamiento despreocupado de cualquiera de las dos cosas es, en el mejor de los casos, un sacrilegio y, en el peor, una mutilación o un asesinato. En cualquier caso, es un crimen de la mente que el que lo perpetra -sobre todo si no es atrapado- paga con su progresiva degradación intelectual y, en cuanto a los lectores, compran una mentira.

De todos modos, los rigores involucrados en la producción de un eco decente son muy graves porque traban excesivamente la individualidad. Las llamadas a favor del uso de un «instrumento de poesía en nuestro propio tiempo» son excesivamente estridentes y los traductores se precipitan a encontrar sustitutos. Esto sucede primordialmente porque esos traductores son generalmente poetas y lo que más cuenta para ellos es su propia individualidad. Su concepción de la individualidad no hace sino impedir la posibilidad del sacrificio, que es el rasgo básico de la individualidad madura (y también la exigencia básica de toda traducción, incluso técnica). El resultado efectivo es que un poema de Mandelstam, tanto desde el aspecto visual, como desde el de su textura, parece más bien una insípida poesía de Neruda o un poema escrito en urdu o en swahili. En el caso de que sobreviva, el hecho obedece a la rareza de sus imágenes o a su intensidad, que hacen que el poema adquiera a ojos del lector un cierto carácter etnográfico. El difunto W. H. Auden dijo: «No veo por qué se considera a Mandelstam un gran poeta. Las traducciones que he visto de él no me convencen de que lo sea.»

No nos sorprende. En las versiones existentes, se ofrece un producto absolutamente impersonal, una especie de común denominador del arte verbal moderno. Si se tratase simplemente de malas traducciones, el desaguisado no sería tan grande, porque las malas traducciones, precisamente por su mala calidad, estimulan la imaginación del lector y provocan en él el deseo de ir más allá del texto o de abstraerse de él, y constituyen un acicate para su intuición. Pero en los ejemplos que se tienen a mano esta posibilidad queda prácticamente eliminada: son versiones que llevan el sello de un provincianismo estilístico seguro de sí mismo y, por ello, insufrible, y la única observación optimista que puede hacerse con respecto a las mismas es que un arte de calidad tan baja como el que evidencian constituye un signo indiscutible de una cultura extremadamente distante de la decadencia.

La poesía rusa en conjunto, y Mandelstam en particular, no merece ser tratada como un pariente pobre. La lengua y la literatura compuesta en la misma, de manera especial la poesía, son lo mejor que posee el país. Pese a todo, no es la inquietud por el prestigio de Mandelstam o por el prestigio de Rusia lo que le hace estremecerse a uno viendo lo que se ha hecho con sus versos vertidos al inglés, sino más bien la sensación de expoliación de la cultura en lengua inglesa, de degradación de sus propios criterios, de regateo del reto espiritual. «De acuerdo -podría decir un joven poeta americano o un lector de poesía después de leer esos volúmenes-, lo mismo ocurre en Rusia.» Pero lo que ocurre en Rusia no es lo mismo. Dejando aparte sus metáforas, la poesía rusa ha dado un ejemplo de pureza y firmeza moral que han quedado reflejadas en gran parte en la preservación de formas llamadas clásicas sin que ello afecte en nada a su contenido. En esto estriba precisamente su distinción de sus hermanas occidentales, aún cuando esto no permita presumir de manera alguna que se pueda juzgar a cuál favorece más esta distinción. Sin embargo, es una distinción y, aunque sólo sea por razones puramente etnográficas, esta cualidad debería quedar preservada en la traducción en lugar de ser introducida a la fuerza en algún tipo de molde común.

Un poema es el resultado de una cierta necesidad: es inevitable, al igual que lo es su forma. Según dice la viuda del poeta, Nadeyda Mandelstam, en su Mozart y Salieri (obra obligada para todo aquél que se interese por la psicología de la creatividad), «la necesidad no es una coacción ni es la maldición del determinismo, sino que es un vínculo entre épocas, siempre que la antorcha heredada de los antepasados no sea pisoteada». Las necesidades, por supuesto, no pueden ser reproducidas como un eco, pero la indiferencia de un traductor ante formas que están iluminadas y consagradas por el tiempo no es otra cosa que pisotear aquella antorcha. La única cosa de bueno que tienen las teorías presentadas para justificar esta práctica es que sus autores quedan compensados manifestando sus opiniones en letra impresa.

Como si fuera consciente de la fragilidad y perfidia de las facultades y sentidos del hombre, el poema apunta a la memoria humana. A este fin, utiliza una forma que es esencialmente un procedimiento mnemotécnico, permitiendo que el cerebro de un individuo retenga una palabra -y simplificando la labor de retenerla- cuando se ha renunciado a todo el resto. La memoria suele ser lo que resiste hasta el final, como si tratara de batir una marca de permanencia. Puede ocurrir, pues, que un poema sea lo último en abandonar los babeantes labios de un moribundo. Nadie esperaría de un inglés nativo que, en un momento así, musitara los versos de un poeta ruso, pero si lo que murmurara fuera algo escrito por Auden o Yeats o Frost, se encontraría más próximo a los originales de Mandelstam que los traductores actuales.

Dicho en otras palabras, el mundo de habla inglesa todavía no ha oído esa voz nerviosa, pura, aguda, empapada de amor, de terror, de memoria, de cultura, de fe… una voz que acaso tiemble como la llama de una cerilla azotada por el viento, pero que es decididamente inextinguible. La voz que permanece cuando se ha ido quien la tuvo. Uno siente la tentación de decir que fue un Orfeo moderno: enviado al infierno, jamás volvió, mientras su viuda huyó a través de la sexta parte de la superficie de la tierra, aferrada a su cacerola con las canciones de él en su interior memorizándolas por la noche por si las Furias las encontraban tras una orden de registro. Éstas son nuestras metamorfosis, nuestros mitos.


(1977)

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