FUGA DE BIZANCIO

A Véronique Schiltz


1

Teniendo en cuenta que cada observación se resiente de los rasgos personales del observador -es decir, que harto a menudo refleja su estado psicológico más bien que el de la realidad sometida a observación-, sugiero que lo que sigue sea tratado con la debida dosis de escepticismo, si no de total incredulidad. Lo único que el observador puede alegar, a guisa de justificación, es que también él posee una medida módica de realidad, inferior en amplitud quizá, pero que nada cede en calidad al sujeto sometido a escrutinio. Sin duda, cabría conseguir una semejanza de objetividad, mediante un total conocimiento de la propia persona en el momento de la observación. Yo no creo ser capaz de esto y, por otra parte, no aspiro a serlo. De todos modos, espero que algo de esto llegue a ocurrir.

2

Mi deseo de ir a Estambul nunca fue genuino. Ni siquiera estoy seguro de si esta palabra -«deseo»- debiera utilizarse aquí. Por otro lado, difícilmente cabría calificarlo de mero capricho o de anhelo subconsciente. Dejémoslo como deseo, pues, y señalemos que surgió en parte como resultado de una promesa que me hice en 1972, al abandonar mi ciudad natal, la de Leningrado, para siempre… a fin de circunnavegar el mundo deshabitado a lo largo de la latitud y a lo largo de la longitud (es decir, el meridiano de Pulkovo) en las que Leningrado está situado. Hasta el momento, la latitud ha sido más o menos atendida, pero en cuanto a la longitud la situación dista de ser satisfactoria. Estambul, sin embargo, se encuentra a tan sólo un par de grados al oeste de ese meridiano.

El antes citado motivo es sólo marginalmente más imaginativo que la razón seria -y, en realidad, primordial- acerca de la cual algo diré más adelante, o que un puñado de razones secundarias o terciarias, totalmente frívolas, de las que me ocuparé acto seguido, ya que con tales trivialidades hay que emplear aquello del ahora o nunca: (a) fue en esta ciudad donde mi poeta favorito, Constantin Cavafis, pasó tres años trascendentales al cambiar el siglo; (b) por alguna razón, siempre he pensado que allí, en viviendas, tiendas y cafés, encontraría intacta una atmósfera que en la actualidad parece haberse desvanecido por completo en cualquier otro lugar; (c) esperaba oír en Estambul, en los arrabales de la historia, aquel «crujido de un colchón turco al otro lado del mar» que yo creí discernir una noche, hace unos veinte años, en Crimea; (d) quería que alguien se me dirigiera con el título de «effendi»; (e)… Pero temo que el alfabeto no sea lo bastante largo para acomodar todas estas nociones ridículas (aunque tal vez sea mejor que a uno lo mueva precisamente una tontería como ésta, ya que con ello la decepción final resulta mucho más soportable). Por tanto, pasemos a la prometida razón «principal», aunque a muchos pueda parecerles merecedora, en el mejor de los casos, de la (f) en mi catálogo de simplezas.

Esta razón «principal» representa la cima de la fantasía. Guarda relación con el hecho de que hace varios años, mientras hablaba con un amigo mío, un bizantinista americano, se me ocurrió que la cruz que Constantino vio en sueños la víspera de su victoria sobre Maxencio -la cruz que ostentaba la leyenda «Con este signo vencerás»- no era en realidad una cruz cristiana, sino urbana, el elemento básico de cualquier asentamiento romano. Según Eusebio y otros, Constantino, inspirado por esta visión, partió inmediatamente hacia Oriente. Primero en Troya y después, tras abandonar bruscamente Troya, en Bizancio, fundó la nueva capital del Imperio Romano, es decir, la Segunda Roma. Las consecuencias de este gesto suyo fueron tan impresionantes que, tuviera yo razón o no, sentía el anhelo de ver ese lugar. Al fin y al cabo, yo había pasado treinta y dos años en lo que se conoce como la Tercera Roma, y alrededor de un año y medio en la Primera. Por consiguiente, necesitaba la Segunda, aunque sólo fuera para mi colección.

Pero vamos a tratar todo esto de una manera ordenada, hasta allí donde sea factible.

3

Llegué a Estambul, y salí de ella, por vía aérea, habiéndola aislado así en mi mente como unos virus bajo un microscopio. Si consideramos la naturaleza infecciosa de cualquier cultivo, la comparación no parece irresponsable. Al escribir esta nota en el Hotel Egeo, en el pequeño lugar llamado Sunion -en la esquina sudeste de Ática y a sesenta y cinco kilómetros de Atenas, donde había aterrizado cuatro horas antes-, me sentí como el portador de una infección específica, a pesar de las constantes inoculaciones de la «rosa clásica» del difunto Vladislav Jodasevich, a las que me he sometido durante la mayor parte de mi vida. Realmente, me siento febril a causa de lo que he visto, lo que explica una cierta incoherencia en todo lo que viene a continuación. Creo que mi famoso homónimo experimentó algo por el estilo al pugnar por interpretar los sueños del faraón… aunque una cosa es cambiar interpretaciones de signos sagrados cuando la pista está caliente (o más bien tibia) y otra, muy distinta, es hacerlo un milenio y medio más tarde.

4

Hablando de sueños, esta mañana, a primera hora y en el Pera Palace de Estambul, también yo he visto algo…, y algo totalmente monstruoso. La escena tenía lugar en el Departamento de Filología de la Universidad de Leningrado, y yo bajaba por la escalera con alguien al que tomé por el profesor D. E. Maximov, salvo que se parecía más bien a Lee Marvin. No logro recordar de qué estábamos hablando, pero esto no importa. Me llamó la atención una escena de furiosa actividad en un rincón oscuro del pasillo, donde el techo descendía hasta ser extremadamente bajo. Vi allí tres gatos que luchaban contra una rata enorme, casi un gigante al lado de ellos. Mirando por encima del hombro, advertí que uno de los gatos había sido destripado por la rata y se retorcía en el suelo con las convulsiones de la agonía. Opté por no presenciar el desenlace de la batalla -recuerdo únicamente que el gato se quedó inmóvil- y, cambiando observaciones con Marvin-Maximov, seguí bajando por la escalera. Desperté antes de llegar al vestíbulo.

En primer lugar diré que adoro a los gatos. Después, hay que añadir que no puedo soportar los techos bajos; que aquel lugar sólo se parecía vagamente al Departamento de Filología, que por otra parte sólo tiene dos pisos; que su color pardo grisáceo sucio era el de las fachadas e interiores de Estambul, especialmente las oficinas que yo había visitado los días anteriores; que allí las calles son retorcidas, sucias, espantosamente pavimentadas, y que en ellas se acumulan las basuras, constantemente registradas por famélicos gatos locales; que la ciudad, y todo lo que hay en ella, huele intensamente a Astracán y Samarcanda, y que la noche anterior yo había tomado la decisión de marcharme… Pero de esto hablaré más adelante. De hecho, había ya lo suficiente como para contaminar el subconsciente.

5

Constantino fue, ante todo, un emperador romano -al frente de la parte occidental del Imperio- y, para él, «Con este signo vencerás» había de significar, por encima de todo, una extensión de su gobierno, de su control sobre todo el imperio. No es ninguna novedad la adivinación del futuro más inmediato a través de las entrañas de unos pollos, ni el hecho de alistar a una deidad como capitán. Y tampoco es tan vasto el trecho entre la ambición absoluta y la más profunda piedad. Pero incluso en el caso de haber sido él un auténtico y celoso creyente (cuestión sobre la que se han proyectado ciertas dudas, especialmente en vista de su conducta con respecto a sus hijos y su familia política), la palabra «conquista» no sólo debía de tener para él un sentido militar, de cruzar las espadas, sino también un sentido administrativo, es decir, el de asentamientos y ciudades. Y el plano de todo asentamiento romano es, precisamente, una cruz: una carretera central que va de norte a sur (como el Corso en Roma) hace intersección con otra similar que va de este a oeste. De Leptis Magna a Castricum, un ciudadano imperial siempre sabía dónde se encontraba en relación con la capital.

Incluso si la cruz de la que Constantino habló a Eusebio era la del Redentor, una parte constituyente de ella en su sueño fue, inconsciente o subconscientemente, el principio de la planificación de asentamientos. Además, en el siglo IV el símbolo del Redentor no era en absoluto la cruz, sino el pez, un acróstico griego del nombre de Cristo. Y en cuanto a la propia Cruz de la Crucifixión, se parecía a la T mayúscula rusa (y latina), más que a lo que Bernini trazó en aquella escalera en San Pedro, o lo que hoy imaginamos que fue. Fuera lo que fuese lo que Constantino pudo o no haber tenido en su mente, la ejecución de las instrucciones que recibió en un sueño cobró la forma, en primer lugar, de una expansión territorial hacia el este, y la aparición de una Segunda Roma fue una consecuencia perfectamente lógica de esta expansión hacia Oriente. Poseedor, según todas las fuentes, de una personalidad dinámica, consideraba perfectamente natural una política expansiva, tanto más si era, efectivamente, un verdadero creyente.

¿Lo era o no lo era? Cualquiera que pueda ser la respuesta, fue el código genético el que se permitió reírse el último, puesto que su sobrino resultó ser nada menos que Juliano el Apóstata.

6

Todo movimiento a lo largo de una superficie plana que no venga dictado por la necesidad física es una forma espacial de auto afirmación, ya se trate de construcción de imperios o de turismo. En este sentido, mi motivación para ir a Estambul difería sólo ligeramente de la de Constantino. Sobre todo si, efectivamente, éste se convirtió en un cristiano…, o sea, si dejó de ser romano. Cuento, sin embargo, con otras razones para reprocharme la superficialidad, y además los resultados de mis desplazamientos son de consecuencias mucho menores. Ni siquiera dejo detrás de mí fotografías tomadas «delante» de muros, y menos una serie de muros propiamente dichos. En este sentido, incluso soy inferior al promedio de los japoneses. (Nada me horroriza tanto como pensar en el álbum familiar del japonés medio: sonrientes y rechonchos, él/ella/ambos ante un fondo constituido por todo lo que de vertical contiene el mundo: estatuas, fuentes, catedrales, torres, mezquitas, templos antiguos, etc. Y muchísimo menos, supongo, Budas y pagodas.) El Cogito ergo sum cede el paso al Kodak ergo sum, tal como en su día el cogito triunfó sobre el «yo creo» en el sentido de crear. En otras palabras, la naturaleza efímera de mi presencia y mis motivos es no menos absoluta que la tangibilidad física de las actividades de Constantino y sus pensamientos, reales o supuestos.

7

Los poetas elegiacos romanos de fines del siglo I a. C. -en especial Propercio y Ovidio- se mofan abiertamente de su gran contemporáneo Virgilio y su Eneida. Esto puede explicarse en función de la rivalidad personal, los celos profesionales o la oposición de su idea de la poesía como arte personal, privado, a una concepción de la misma como algo cívico, como una forma de propaganda estatal. (Esto último puede sonar a verídico, pero en realidad dista mucho de la verdad, puesto que Virgilio no sólo fue el autor de la Eneida, sino también de las Bucólicas y de las Geórgicas.) Puede haber también consideraciones de una naturaleza puramente estilística. Es muy posible que, desde el punto de vista de los elegiacos, la épica -cualquier épica, incluida la de Virgilio- fuese un fenómeno de carácter retrógrado. Los elegiacos, todos ellos, eran discípulos de la escuela alejandrina de poesía, que había engendrado la tradición del verso lírico corto, tal como hoy nos es familiar en la poesía actual. La preferencia alejandrina por la brevedad, la nitidez, la comprensión, la concreción, la erudición, el didacticismo y una preocupación por lo personal fue, al parecer, la reacción del arte griego de las letras contra las formas excedentes de la literatura griega en el período arcaico: contra la épica, el drama; contra la mitologización, por no decir la propia fabricación de mitos. Una reacción, si uno piensa al respecto -aunque es mejor no hacerlo-, contra Aristóteles. La tradición alejandrina absorbió todas estas cosas y las situó en los confines de la elegía o la égloga: en el diálogo casi jeroglífico en la segunda, y en una función ilustrativa del mito (exempla) en la primera. En otras palabras, encontramos una cierta tendencia hacia la miniaturización y la condensación (como medio de supervivencia para la poesía en un mundo cada vez menos inclinado a prestarle atención, a no ser como un medio más directo, más inmediato, para influenciar corazones y mentes de lectores y oyentes) cuando he aquí que aparece Virgilio con sus hexámetros y su gigantesco «orden social».

Añadiría aquí que los elegiacos, casi sin excepción, estaban utilizando el dístico elegiaco, un par de versos que combinaba el hexámetro dactílico y el pentámetro dactílico, y también que ellos, de nuevo casi sin excepción, llegaron a la poesía procedentes de las escuelas de retórica, donde habían sido adiestrados para una profesión jurídica (como abogados: argumentadores en el sentido moderno). Nada corresponde al sistema retórico de pensamiento mejor que el dístico elegiaco, que facilitó un medio para expresar, como mínimo, dos puntos de vista, ello sin mencionar toda una paleta de coloridos de entonación gracias a las métricas contrastantes.

Todo esto, sin embargo, queda entre paréntesis. Más allá de los paréntesis hay los reproches dirigidos por los elegiacos a Virgilio, en un terreno ético más bien que métrico. Especialmente interesante al respecto es Ovidio, en nada inferior al autor de la Eneida en habilidades descriptivas, e infinitamente más sutil en el aspecto psicológico. En «Dido a Eneas», una de sus Heroídas-una colección de correspondencia imaginaria de heroínas propias de la poesía amorosa con sus amados, ya difuntos o bien infieles- la reina cartaginesa, al reprocharle a Eneas haberla abandonado, lo hace más o menos de la siguiente manera: «Pude haber comprendido que me dejaras porque habías resuelto regresar a tu casa, junto a los tuyos. Pero te marchas a tierras desconocidas, una nueva meta, una ciudad nueva, todavía no fundada, con el objeto, al parecer, de destrozar otro corazón.» Y así sucesivamente. Incluso insinúa que Eneas la deja embarazada y que una de las razones de que ella se suicide es el temor a la infamia. Pero esto no incumbe a la cuestión aquí tratada. Lo que aquí importa es que, a los ojos de Virgilio, Eneas es un héroe, dirigido por los dioses. A los ojos de Ovidio, es un granuja sin principios, que atribuye su modalidad de conducta -su movimiento a lo largo de una superficie plana- a la Divina Providencia. (En cuanto a la Providencia, Dido ofrece también sus explicaciones ideológicas, pero esto tiene escasa consecuencia, como también nuestra suposición, excesivamente ávida, de una postura anticívica en Ovidio.)

8

La tradición alejandrina era una tradición griega: de orden (el cosmos), de proporción, de armonía, de la tautología de causa y efecto (el ciclo de Edipo), una tradición de simetría y de círculo cerrado, de retorno al origen. Y es el concepto de Virgilio respecto al movimiento lineal, su modelo lineal de existencia, lo que los elegiacos encuentran tan exasperante en él. Los griegos no debieran ser idealizados en exceso, pero no se les puede negar su principio cósmico, al informar por igual sobre los cuerpos celestiales y los utensilios de cocina.

Al parecer, Virgilio fue el primero -al menos en literatura- en aplicar el principio lineal: su héroe nunca regresa, siempre parte. Posiblemente, esto era lo corriente, y con toda probabilidad venía dictado por la expansión del Imperio, que había alcanzado una escala en la que el desplazamiento humano había llegado a ser de hecho irreversible. Precisamente por esto, la Eneida está inacabada: no debía -en realidad, no podía- ser completada. Y el principio lineal nada tiene que ver con el carácter «femenino» del helenismo o con la «masculinidad» de la cultura romana… ni con las inclinaciones sexuales del propio Virgilio. Lo importante es que el principio lineal, al detectar en sí mismo una cierta irresponsabilidad con respecto al pasado -irresponsabilidad vinculada a la idea lineal de la existencia- tiende a equilibrar esto con una proyección detallada del futuro. El resultado es una «profecía retroactiva», como las conversaciones de Anquises en la Eneida, o bien un utopismo social o la idea de la vida eterna, es decir, el cristianismo. No existe una gran diferencia entre éstas. En realidad, es su similaridad, y no la «mesiánica» Cuarta Égloga, lo que nos permite prácticamente considerar a Virgilio como el primer poeta cristiano. De haber escrito yo la Divina Comedia, hubiera situado a este romano en el Paraíso, por sus servicios sobresalientes al principio lineal, en su conclusión lógica.

9

El delirio y el horror de Oriente. La polvorienta catástrofe de Asia. Verde tan sólo en la bandera del Profeta. Nada crece allí, excepto mostachos. Una parte del mundo, de ojos negros, y sin afeitar antes de sentarse a la mesa. Brasas de hogueras apagadas con orina. ¡Aquel olor! Una mezcla de tabaco hediondo, jabón y sudor, y partes inferiores ceñidas a la cintura como por otro turbante. ¿Racismo? ¿No será, sin embargo, tan sólo una forma de misantropía? Y ese polvillo ubicuo que se introduce en boca y nariz incluso en la ciudad, que priva a los ojos de la visión…, y uno llega a sentirse agradecido incluso por esto. Un hormigón ubicuo, con la textura de las cagarrutas y el color de una tumba revuelta. ¡Ah, y aquella escoria miope -Le Corbusier, Mondrian, Gropius- que mutilaron al mundo con más eficiencia que cualquier Luftwaffe! ¿Esnobismo? Sólo se trata, no obstante, de una forma de desesperación. La población local, en un estado de estupor total y matando su tiempo en míseros snacks, dirigiendo las cabezas, como en un namaz invertido, hacia la pantalla de la televisión, donde alguien, permanentemente, propina una paliza a otro. O bien juegan a los naipes, cuyos valets y nueves son la única abstracción accesible, el único medio de concentración. ¿Misantropía? ¿Desesperación? Y sin embargo, ¿qué más cabría esperar de alguien que ha sobrevivido a la apoteosis del principio lineal? ¿De un hombre que no tiene ningún lugar al que volver? ¿De un gran coprólogo y sacrófago, y posible autor de la Sadomachia ?

10

Hijo de su época -es decir, el siglo IV a. C. o, mejor, d. V. (después de Virgilio)-, Constantino, hombre de acción, aunque sólo se debiera al hecho de ser el emperador, podría considerarse a sí mismo, no sólo como la encarnación, sino también como el instrumento del principio lineal de la existencia. Bizancio era para él, y no sólo en el sentido literal sino también en el simbólico, una cruz, una intersección de rutas comerciales, caminos de caravanas, etc., tanto de este a oeste como de norte a sur. Por sí solo, esto pudo haber concentrado la atención en el lugar que había dado al mundo algo que en todas las lenguas significa lo mismo: dinero.

No cabe duda de que el dinero interesaba, y mucho, a Constantino. Si éste alcanzó un nivel de grandeza, con toda la probabilidad fue en el aspecto financiero. Alumno de Diocleciano, aunque no consiguiera aprender de su tutor el arte de delegar la autoridad, no dejó de sobresalir en un arte no menos importante, ya que, para utilizar el término moderno, estabilizó la moneda. El solidus romano, introducido durante su reinado, desempeñó el papel de nuestro dólar a lo largo de más de siete siglos. En este sentido, la transferencia de capital a Bizancio era un movimiento desde el banco hacia la fábrica de moneda.

Quizás habría que tener en cuenta que la filantropía de la Iglesia cristiana en aquellos tiempos consistía, si no en una alternativa respecto a la economía estatal, sí al menos en un recurso para una parte considerable de la población, los desposeídos. En gran parte, la popularidad del cristianismo no se basaba tanto en la idea de la igualdad de las almas ante el Señor, como en los frutos tangibles -para los desposeídos- de un sistema organizado de ayuda mutua. Era, a su manera, una combinación de cupones de racionamiento y de Cruz Roja. Ni el neoplatonismo ni el culto de Isis habían organizado nada semejante. En ello, para hablar con franqueza, radicó su error. Cabe reflexionar prolongadamente acerca de lo que ocurría en el corazón y la mente de Constantino con respecto a la fe cristiana, pero como emperador no podía dejar de apreciar la efectividad organizativa y económica de esta Iglesia en particular. Además, la transferencia del capital a los lindes extremos del Imperio transforma tales lindes en el centro, como si dijéramos, e implica un espacio igualmente extenso al otro lado. Sobre el mapa, esto equivale a la India, objeto de todos los sueños imperiales que conocemos, antes y después del nacimiento de Cristo.

11

¡Polvo! ¡Esa sustancia extraña, que se proyecta contra el rostro! Merece atención y no se la debería ocultar detrás de la palabra «polvo». ¿Es tan sólo suciedad en movimiento, incapaz de encontrar su propio lugar, pero que constituye la quintaesencia de esta parte del mundo? ¿O es la tierra que pugna por alzarse en el aire, desprendiéndose de sí misma, como la mente del cuerpo, como el cuerpo que se ablanda bajo el calor? La lluvia delata la naturaleza de su sustancia cuando regueros pardos o negruzcos de ella serpentean bajo los pies, pisoteados entre las piedras y deslizándose a lo largo de las arterias ondulantes de ese kulak primitivo y, con todo, incapaces de acumularse lo bastante como para formar charcos, debido a las salpicaduras de las ruedas incontables, numéricamente superiores a las caras de los habitantes, que arrastran esta sustancia, al son de las estridentes bocinas, a través de los puentes hacia Asia, Anatolia y Jonia, hasta Trebisonda y Esmirna.

Como en todo el Oriente, hay aquí gran número de limpiabotas de todas las edades, con sus exquisitas cajas revestidas de latón que contienen su equipo de cremas para el calzado en redondas cajitas metálicas con tapas en forma de cúpula. Como pequeñas mezquitas sin los minaretes. La ubicuidad de la profesión la explica la suciedad, ese polvo que cubre un zapato reluciente, que sólo cinco minutos antes parecía reflejar todo el universo, con un polvillo gris e impenetrable. Como todos los limpiabotas, esos hombres son grandes filósofos. Por esta razón, no es tan importante que uno sepa el turco.

12

¿Quién en estos días examina realmente mapas, estudia niveles y calcula distancias? Nadie, excepto tal vez los que disfrutan de unas vacaciones o los conductores de vehículos. Desde la invención de la llave de contacto, ni siquiera los militares lo hacen ya. ¿Quién escribe cartas para relatar las vistas que ha contemplado y analizar los sentimientos que le han invadido mientras lo hacía? ¿Y quién lee tales cartas? Después de nosotros, no quedará nada merecedor del nombre de correspondencia. Incluso los jóvenes, al parecer poseedores de tiempo en abundancia, se las arreglan con postales. Personas de mi edad suelen recurrir a aquéllas ya sea en un momento de desesperación en algún lugar extraño o bien tan sólo para matar el tiempo. Y sin embargo hay lugares cuyo examen sobre un mapa hace que por un breve momento uno se sienta semejante a la Providencia.

13

Hay lugares en que la historia es insoslayable, como un accidente en la carretera, lugares donde la geografía provoca la historia. Tal es Estambul, alias Constantinopla, alias Bizancio. Un semáforo estropeado, con los tres colores brillando al mismo tiempo. No rojo-ámbar-verde, sino blanco-ámbar-marrón. También, desde luego, azul, por el agua, por el Bósforo-Mármara-Dardanelos, que separa Europa de Asia…, pero ¿los separa? ¡Ah, todas esas fronteras naturales, esos estrechos y Urales nuestros! Qué poco han significado nunca para ejércitos o culturas, y todavía menos para no-culturas… aunque para los nómadas bien pueden haber representado, en realidad, un poquitín más que para los príncipes inspirados por el principio lineal y justificados de antemano por una arrebatadora visión del futuro.

¿Acaso no triunfó la cristiandad precisamente porque proporcionaba un fin que justificaba los medios, porque temporalmente -es decir, durante toda la vida de una persona- la absolvía de responsabilidad? ¿Porque el paso siguiente, cualquier paso, cualquier dirección, se tornaba lógico? ¿No era-la cristiandad, al menos en el sentido espiritual- un eco antropológico de una existencia nómada, su metástasis en la psicología del hombre, el colonizador? O, mejor todavía, ¿no coincidió simplemente con unas necesidades puramente imperiales? Por sí sola, la paga apenas podía bastar para poner en marcha a un legionario (el significado de cuya carrera radicaba precisamente en una bonificación por un servicio prolongado, la desmovilización y la adquisición de unas tierras de cultivo). Había de tener, además, una inspiración, pues de lo contrario las legiones se transformaban en aquel lobo al que sólo Tiberio podía contener agarrándolo por las orejas.

14

Una consecuencia rara vez puede contemplar su causa con algo semejante a la aprobación. Todavía menos puede sospechar la causa de cualquier cosa. Las relaciones entre efecto y causa carecen, en general, del elemento racional, analítico. Como norma, son tautológicas y, en el mejor de los casos, muestran el entusiasmo incoherente que a la segunda le inspira el primero.

No debería olvidarse, por lo tanto, que el sistema de creencia llamado cristianismo procedió del este y, por la misma razón, no debiera olvidarse que una de las ideas que se apoderaron de Constantino después de la victoria sobre Maxencio y la visión de la cruz, fue el deseo de acercarse más, al menos físicamente, a la fuente de esa victoria y de esa visión: a Oriente. No tengo una noción clara acerca de lo que estaba ocurriendo en Judea en esa época, pero es obvio, como mínimo, que si Constantino se hubiera encaminado hacia allí, por vía terrestre, se habría encontrado con numerosos obstáculos. En cualquier caso, fundar una capital allende los mares habría sido una contradicción respecto al simple sentido común. Asimismo, no debería descartarse un desagrado respecto a los judíos, muy posible por parte de Constantino.

¿Verdad que hay algo divertido, e incluso un tanto alarmante, en la idea de que Oriente es, en realidad, el centro metafísico de la humanidad? El cristianismo había sido tan sólo una en el considerable número de sectas en el seno del Imperio…, aunque, desde luego, la más activa. En el reinado de Constantino, el Imperio Romano, debido en especial a su inmenso tamaño, había sido una auténtica feria o bazar de creencias. Sin embargo, con la excepción de los coptos y del culto de Isis, la fuente de todos los sistemas de creencia en oferta era, de hecho, Oriente.

Occidente no ofrecía nada. Esencialmente, Occidente era un cliente. Tratemos pues a Occidente con ternura, precisamente por su carencia en esta clase de inventiva, que ha pagado tan cara, incluyendo en lo pagado los reproches de racionalidad excesiva que todavía seguimos oyendo. ¿No es así como un vendedor infla el precio de sus artículos? Y adonde irá cuando sus cofres estén rebosantes?

15

Si los elegiacos romanos reflejaban en cierto modo las opiniones de su público, cabría suponer que en el reinado de Constantino -o sea cuatro siglos después de los elegiacos- argumentos como «La madre patria está en peligro» o «Pax Romana» habían perdido su hechizo y su vigor. Y si las aserciones de Eusebio son correctas, resulta que Constantino fue ni más ni menos que el primer cruzado. No debe perderse de vista el hecho de que la Roma de Constantino ya no era la Roma de Augusto, ni siquiera la de los Antoninos. Hablando en términos generales, ya no era la Roma antigua: era la Roma cristiana. Lo que Constantino llevó a Bizancio ya no denotaba una cultura clásica: era ya la cultura de una nueva época, forjada en el concepto del monoteísmo, que ahora relegaba el politeísmo -es decir, su propio pasado, con todo su espíritu de la ley, y tantas cosas- a la categoría de una idolatría. Esto, ciertamente, era ya un progreso.

16

Aquí me agradaría admitir que mis ideas en lo tocante a la antigüedad incluso a mí me parecen un tanto alocadas. Comprendo el politeísmo de un modo simple y, por tanto, indudablemente incorrecto. Para mí, es un sistema de existencia espiritual en el que cada forma de actividad humana, desde la pesca hasta la contemplación de las constelaciones, es santificada por unas deidades específicas. El individuo poseedor de una voluntad y una imaginación apropiadas es capaz, por tanto, de discernir en su actividad su vertiente metafísica, infinita. Alternativamente, un dios u otro puede, según se le antoje, aparecerse a un hombre en cualquier momento y poseerlo durante un período. Lo único que se le requería al hombre, en el caso de desear que esto ocurriera, era «purificarse», a fin de que la visita pudiera tener lugar. Este proceso de purificación (catarsis) varía muchísimo y tiene un carácter individual (sacrificio, peregrinación, algún tipo de voto) o público (teatro, competiciones deportivas). El hogar no difiere del anfiteatro, ni el estadio del altar, ni la estatua de la cacerola.

Una visión mundial de esta clase sólo puede existir, supongo, en condiciones prefijadas: cuando el dios conoce las señas de uno. No es sorprendente que la cultura a la que llamamos griega surja en islas. No es sorprendente, tampoco, que sus frutos hipnotizaran durante un milenio a todo el Mediterráneo, incluida Roma. Y no es sorprendente que, al crecer su Imperio, Roma -que no era una isla- huyera de esa cultura.

La fuga comenzó, de hecho, con los Césares y con la idea del poder absoluto, puesto que en esa esfera intensamente política el politeísmo era sinónimo de democracia. El poder absoluto -autocracia- era sinónimo, por desgracia, del monoteísmo. Si cabe imaginar un hombre sin prejuicios, entonces el politeísmo debe parecerle mucho más atractivo que el monoteísmo, aunque sólo sea por el instinto de autoconservación.

Pero semejante persona no existe, y el propio Diógenes, con su linterna, no sabría encontrarlo a la luz del día. Teniendo en cuenta la cultura a la que denominamos antigua o clásica, más que el instinto de autoconservación, sólo puedo decir que cuanto más vivo más me atrae esta adoración de ídolos, y más peligroso me parece el monoteísmo en su forma pura. De poco sirve, supongo, debatir esta cuestión, llamar a las cosas por su nombre, pero el estado democrático es, de hecho, el triunfo histórico de la idolatría sobre el cristianismo.

17

Naturalmente, Constantino no podía saber esto. Supongo que intuyó que Roma ya no era lo que fue. El cristiano en él se combinó con el gobernante de un modo natural y mucho me temo que profético. En aquel mismo «Con este signo vencerás» suyo, el oído discierne la ambición de poder. Y este «vencerás» fue «conquistarás», mucho más de lo que él imaginara, puesto que en Bizancio la cristiandad se sostuvo durante diez siglos. Pero su victoria, y lamento decirlo, fue pírrica. La índole de esta victoria fue lo que movió a la Iglesia occidental a separarse de la oriental. Es decir, la Roma geográfica de la proyectada, de Bizancio. La Iglesia esposa de Cristo de la Iglesia esposa del estado. Y es muy posible que en su impulso hacia el este, Constantino se viera guiado, de hecho, por el clima político de Oriente…, por su despotismo sin ninguna experiencia en democracia, congénito con sus propias dificultades. De una manera o de otra, la Roma geográfica todavía conservó algunos recuerdos de la misión del senado. Bizancio no tenía tales recuerdos.

18

Hoy tengo cuarenta y cinco años. Estoy sentado, desnudo hasta la cintura, en el Lykabettos Hotel de Atenas, bañado en sudor y absorbiendo grandes cantidades de Coca-Cola. En esta ciudad, no conozco ni una sola alma. Al anochecer, cuando salí en busca de un lugar donde cenar, me encontré en lo más denso de una muchedumbre excitada que gritaba algo ininteligible. Por lo que he podido saber, las elecciones son inminentes. Avanzaba como podía a lo largo de una interminable calle principal bloqueada por gente y vehículos, con las bocinas de los coches atronando en mis oídos, sin comprender una sola palabra, y de pronto se me ocurrió que esto es, esencialmente, la vida posterior…, que la vida había concluido pero el movimiento todavía continuaba; que en esto consiste la eternidad.

Hace cuarenta y cinco años, mi madre me dio la vida. Ella murió hace dos años. El año pasado murió mi padre. Yo, su hijo único, camino al anochecer por las calles de Atenas, unas calles que ellos nunca vieron y nunca verán. Fruto de su amor, su pobreza, su esclavitud en la que vivieron y murieron… su hijo camina en libertad. Puesto que no tropieza con ellos entre la multitud, comprende que está equivocado, que esto no es la eternidad.

19

¿Qué veía y qué no veía Constantino al contemplar el mapa de Bizancio? Veía, para decirlo con benignidad, una tabula rasa. Una provincia imperial colonizada por griegos, judíos, persas y otros por el estilo…, una población con la que él estaba acostumbrado a tratar, típicos súbditos de la parte oriental de su imperio. El idioma era el griego, mas para un romano educado era como el francés para un noble ruso del siglo XIX. Constantino vio una ciudad asomada al mar de Mármara, una ciudad que sería fácil defender con tal de circundarla con una muralla. Vio las colinas de esta ciudad, en parte reminiscentes de las de Roma, y si se planteó erigir, pongamos por caso, un palacio o una iglesia, sabía que la vista desde las ventanas sería verdaderamente pasmosa: sobre toda Asia. Y toda Asia contemplaría las cruces que coronarían esa iglesia. También se le puede imaginar jugueteando con la idea de controlar el acceso de aquellos romanos a los que había dejado tras de sí. Se verían obligados a atravesar Ática para llegar allí, o a navegar alrededor del Peloponeso. «A ése lo dejaré entrar, a ese otro no.» Así pensaba, sin duda, sobre su versión del Paraíso terrenal. ¡Ah, esos sueños selectivos del hombre! Y veía también a Bizancio aclamándole como su protector contra los sasánidas y contra nuestros -suyos y míos, señoras y cama-radas- antepasados de ese lado del Danubio. Y veía a Bizancio besando la cruz.

Lo que no veía es que se las había con Oriente. Emprender guerras contra Oriente -o incluso liberar a Oriente- y vivir en realidad en él son cosas muy diferentes. Pese a todo su carácter griego, Bizancio pertenecía a un mundo con ideas totalmente distintas acerca del valor de la existencia humana en comparación con las que imperaban en Occidente: en Roma, por pagana que ésta pudiera ser. Para Bizancio, Persia, por ejemplo, era mucho más real que Helias, aunque sólo fuese en el sentido militar. Y las diferencias de grado en esta realidad no podían dejar de reflejarse en la perspectiva de esos futuros súbditos de su señor cristiano. Aunque en Atenas un Sócrates pudiera ser juzgado ante un tribunal público y pudiera pronunciar discursos completos -¡tres nada menos!- en su defensa, en Isfahan, por ejemplo, o en Bagdad, este Sócrates hubiera sido simplemente empalado en el acto, o azotado, y así hubiera concluido el asunto. No hubieran existido diálogos platónicos, ni neoplatonismo, ni nada, y verdaderamente no los hubo. Sólo hubiera existido el monólogo del Corán, como en realidad lo hubo. Bizancio era un puente hacia Asia, pero a través de él fluía el tráfico en la dirección opuesta. Desde luego, Bizancio aceptó el cristianismo, pero allí esta fe estaba sentenciada a orientalizarse. También en esto, y no en grado menor, hay la raíz de la subsiguiente hostilidad de la Iglesia de Roma con respecto a la Oriental. Cierto que el cristianismo duró nominal-mente un millar de años en Bizancio, pero qué clase de cristianismo era y qué especie de cristianos eran aquéllos es ya otra cuestión.

Vaya, me temo que voy a decir que todos los escolásticos bizantinos, toda la erudición y el ardor eclesiástico de Bizancio, su cesáreo-papismo, su asertividad teológica y administrativa, todos aquellos triunfos de Focio y sus veinte anatemas… todo ello se debió al complejo de inferioridad del lugar, al patriarcado más joven en pugna con su incoherencia étnica. Lo cual, en el distante extremo en el que yo me encuentro, ha multiplicado su victoria igualizadora y de negros cabellos sobre la increíblemente estridente búsqueda espiritual que tuvo lugar aquí, y la ha reducido a una cuestión de melancólica y, sin embargo, desganada arqueología mental. Y -oh, de nuevo- temo que voy a añadir que por esta razón, y no tan sólo a causa de una memoria mezquina y vengativa, Roma, que por otra parte doctoró la historia de nuestra civilización, borró el milenio bizantino de los registros. Y por esto me encuentro yo aquí, en primer lugar. Y el polvo me tapona las fosas nasales.

20

¡Aquí, todo está pasado de moda! No es que sea arcaico, viejo, antiguo, ni siquiera anticuado, sino que está pasado de moda. Es aquí donde vienen a morir los coches viejos, pero lo que hacen es convertirse en dolmuslar, taxis públicos; un recorrido en uno de ellos es barato, traqueteante, y nostálgico hasta el punto de hacerle pensar a uno que avanza en una dirección errónea, inintencionada… en parte, porque los taxistas rara vez hablan inglés. Es de suponer que la base naval estadounidense que hay aquí vendió todos estos Dodges y Plymouths de los cincuenta a algún comerciante local, y ahora pululan por los fangosos caminos de Asia Menor, entre chasquidos, falsas explosiones y toses asmáticas, y una evidente incredulidad ante las imposiciones de esa vida del más allá. ¡Tan lejos del lugar natal, tan lejos del prometido cementerio de chatarra!

21

Y lo que Constantino tampoco vio -o, para ser más exactos, no previo- fue que la impresión que le había producido la ubicación geográfica de Bizancio era natural. Que si los potentados orientales echaban también un vistazo al mapa, lógicamente habían de sacar de él la misma impresión. Tal como ocurrió -y más de una vez- con unas funestas consecuencias para la cristiandad. Hasta el siglo VII, la fricción entre Oriente y Occidente en Bizancio fue normal y de tipo militar, un «voy a despellejarte vivo», y se revolvió por la fuerza de las armas, generalmente de modo favorable para Occidente. Y si esto no incrementó la popularidad de la cruz en el este, no dejó de inspirar respeto por ella. Sin embargo, llegado el siglo VII, lo que había ascendido por encima de todo el este y comenzaba a dominarlo era la media luna del Islam. A partir de entonces, los encuentros militares entre Oriente y Occidente, cualquiera que fuera su resultado, dieron como resultado una gradual pero continuada erosión de la cruz y un creciente relativismo de la perspectiva bizantina como consecuencia de un contacto demasiado próximo y excesivamente frecuente entre los dos signos sagrados. (¿Quién sabe si la derrota eventual de la iconoclastia no podría explicarse por un sentido de inadecuación de la cruz como símbolo y por la necesidad de una competición visual con el arte antifigurativo del Islam? ¿Y si fue esta trama arábiga de pesadilla lo que espoleó a Juan Damasceno?

Constantino no previo que el antiindividualismo del Islam consideraría el suelo de Bizancio tan acogedor que, en el siglo IX, el cristianismo se mostraría más que dispuesto a huir hacia el norte. Él, desde luego, habría dicho que no se trataba de una huida, sino más bien de la expansión de la cristiandad que él había soñado, al menos en teoría. Y muchos moverían la cabeza en asentimiento: sí, una expansión. Sin embargo, el cristianismo que, procedente de Bizancio, fue recibido por Rus en el siglo IX ya no tenía nada en común con Roma, puesto que, camino de Rus, el cristianismo dejó detrás de él, no sólo togas y estatuas, sino también el Código Civil de Justiniano. Sin duda, con el objeto de facilitar el viaje.

22

Tras decidir marcharme de Estambul, me dediqué a buscar una compañía de navegación que atendiera la ruta de Estambul a Atenas o, mejor, de Estambul a Venecia. Visité varias oficinas, pero, como siempre ocurre en Oriente, cuanto más se acerca uno a su objetivo, más oscuros se tornan los medios para alcanzarlo. Al final, comprendí que no podía emprender viaje desde Estambul ni desde Esmirna hasta pasadas otras dos semanas, ya fuese en buque de pasaje, en un mercante o en un petrolero. En una de las agencias, una corpulenta turca, cuyo abominable cigarrillo despedía tanto humo como un transatlántico, me aconsejó probar en una compañía que ostentaba el nombre australiano -al menos, así lo imaginé yo al principio- de Boomerang. La Boomerang resultó ser una destartalada oficina que olía a tabaco rancio, con dos mesas, un teléfono, un mapamundi (naturalmente) en la pared, y seis hombres corpulentos, pensativos y de negros cabellos, a los que el ocio había abotargado. Lo único que conseguí extraer de ellos fue que Boomerang se ocupaba de los cruceros soviéticos en el mar Negro y el Mediterráneo, pero que aquella semana no había ninguna salida. Me pregunté de dónde podía proceder aquel joven teniente de la Lubianka que había imaginado un nombre semejante. ¿De Tula? ¿De Cheliabinsk?

23

Aún a riesgo de repetirme, no dejaré de afirmar de nuevo que si el suelo de Bizancio le resultó tan favorable al Islam debióse, con toda probabilidad, a su textura étnica: una mezcla de razas y nacionalidades que no conservaban ningún recuerdo local, ni tampoco general, de cualquier clase de tradición coherente de individualismo. Enemigo de las generalizaciones, añadiré que Oriente significa, en primer lugar, una tradición de obediencia, de jerarquía, de rentabilidad, de comercio y de adaptación, es decir, una tradición drásticamente ajena a los principios de un absoluto moral, cuya misión -me refiero a la intensidad del sentimiento- queda cumplimentada aquí por la idea del parentesco, de la familia. Preveo objeciones, e incluso estoy dispuesto a aceptarlas, en todo o en parte, pero por más extrema que sea la idealización que podamos adjudicarle a Oriente, jamás podremos adjudicarle la menor semejanza de democracia.

Y aquí hablo de Bizancio antes de la dominación turca: del Bizancio de Constantino, Justiniano y Teodora… del Bizancio cristiano, en una palabra. No obstante, Miguel Psellos, el historiador bizantino del siglo XI, al describir en su Cbronographia el reinado de Basilio II, nos habla del primer ministro de Basilio, llamado también Basilio, que era el hermanastro ilegítimo del emperador y que, debido a ello, fue castrado en su infancia para eliminar toda posible pretensión al trono. «Una precaución natural -comenta el historiador-, puesto que, como eunuco, no intentaría usurpar el trono al heredero legítimo.» Y Psellos añade: «Estaba totalmente reconciliado con su sino, y sinceramente dedicado a la casa gobernante. Al fin y al cabo, era su familia». Señalemos que esto fue escrito en la época del reinado de Basilio II (976-1025 d. C.) y que Psellos menciona el incidente muy de pasada, como una cuestión rutinaria -como de hecho lo fue- en la corte bizantina. Y si esto ocurrió después de Cristo, ¿qué pasaría, entonces, antes de Cristo?

24

¿Y cómo medimos una época? ¿Y es susceptible de medición una época? Deberíamos anotar también que lo que Psellos describe tiene lugar antes de la llegada de los turcos. No hay presencia de Bajazets, Mohameds y Solimanes, en absoluto. De momento, todavía estamos interpretando textos sagrados, guerreando contra la herejía, reuniéndonos en concilios universales, erigiendo catedrales y componiendo opúsculos. Ello con una mano. Con la otra, castramos a un bastardo, para que cuando crezca no sea un candidato adicional al trono. Ésta es, en realidad, la actitud oriental respecto a las cosas -respecto al cuerpo humano en particular-, y es irrelevante cuál sea la era o el milenio. Por lo tanto, no es sorprendente que la Iglesia romana le volviera la espalda a Bizancio.

Pero también debe decirse aquí algo sobre esa Iglesia. Era natural que evitara a Bizancio, tanto por las razones antes citadas como porque Bizancio -esa nueva Roma- había abandonado por completo a la Roma propiamente dicha. Con la excepción de los efímeros esfuerzos de Justiniano para restablecer la coherencia imperial, Roma quedó abandonada por completo a sus propios medios y a su destino, lo que quería decir a los visigodos, a los vándalos y a todos aquellos que se sintieran inclinados a saldar deudas antiguas y nuevas con la ex capital. Cabe comprender a Constantino, ya que nació y pasó toda su infancia en el Imperio oriental, en la corte de Diocle-ciano. En este sentido, por romano que fuera, no era un occidental, excepto en su designación administrativa o a través de su madre. (Nacida en Gran Bretaña, según se cree, fue la primera en interesarse por el cristianismo, hasta el punto de que posteriormente viajó a Jerusalén y descubrió allí la Vera Cruz. En otras palabras, en aquella familia era mamá la creyente. Y aunque existen amplias razones para considerar a Constantino como auténtico niño mimado por mamá, evitemos la tentación… dejémosla para los psiquiatras, ya que nosotros no estamos doctorados en la materia.) Cabe comprender a Constantino, repitamos.

En lo tocante a la actitud de los subsiguientes emperadores bizantinos con respecto a la Roma genuina, es más compleja y mucho menos explicable. Desde luego, ellos tenían sobrados problemas allí en el este, tanto con sus súbditos como con sus vecinos inmediatos. No obstante, parecería como si el título de emperador romano debiera haber implicado ciertas obligaciones geográficas. Lo importante era, desde luego, que los emperadores romanos posteriores a Justiniano procedían en su mayor parte de provincias cada vez más orientales, de los tradicionales sectores de reclutamiento del Imperio: Siria, Armenia, etcétera. Roma era para ellos, en el mejor de los casos, una idea. Varios de ellos, como la mayoría de sus súbditos, no sabían ni una palabra de latín y jamás habían puesto el pie en la ciudad que incluso entonces tenía mucho de «eterna». Y sin embargo, se consideraban a sí mismos romanos, así se denominaban y firmaban como tales. (Algo por el estilo puede observarse todavía hoy en los numerosos y variados dominios del Imperio Británico, o recordemos -para no tener que revolver en la memoria en busca de ejemplos- a los evenki, que son ciudadanos soviéticos.)

En otras palabras, Roma quedó abandonada a sus medios, al igual que la Iglesia romana. Sería demasiado largo describir las relaciones entre las iglesias de Occidente y de Oriente, pero cabe señalar, sin embargo, que en general el abandono de Roma repercutió hasta cierto punto en ventaja para la Iglesia romana, pero no en una ventaja total.

25

No esperaba que esta nota sobre mi viaje a Estambul se alargara tanto, y empiezo a sentirme irritado a la vez conmigo y con el texto. Por otra parte, sé que no tendré otra oportunidad para comentar estas cuestiones o, si la tengo, la soslayaré conscientemente. A partir de ahora, me prometo a mí mismo y a todo el que haya llegado hasta aquí una mayor comprensión… aunque lo que en este momento me agradaría hacer sería dejar de lado toda esta cuestión.

Si uno debe recurrir a la prosa -procedimiento profundamente odiado por el autor de estas líneas, precisamente porque carece de toda forma de disciplina aparte de la generada en el proceso-, si uno debe recurrir a la prosa, repito, sería mejor concentrarse en detalles, descripciones de lugares y personajes, es decir, en aquellas cosas con las que presumiblemente el lector no tendrá la oportunidad de encontrarse. Y es que el grueso de lo dicho hasta el momento, así como todo lo que sigue, más tarde o más temprano se le ha de ocurrir a cualquiera, puesto que todos, de una manera o de otra, dependemos de la historia.

26

La ventaja del aislamiento de la Iglesia de Roma radica, por encima de todo, en los beneficios naturales derivables de cualquier forma de autonomía. No había casi nada ni nadie, con la excepción de la propia Iglesia de Roma, que impidiera su evolución en un sistema definido y fijo. Y esto fue, precisamente, lo que tuvo lugar. La combinación de la ley romana, reconocida con mayor seriedad en Roma que en Bizancio, y la lógica específica del desarrollo interno de la Iglesia romana evolucionó hacia el sistema épico-político que constituye el núcleo de la llamada concepción occidental del estado y del ser individual. Como casi todos los divorcios, el que se produjo entre Bizancio y Roma no fue ni mucho menos total, pues gran parte de la propiedad se mantuvo compartida. Pero en general cabe insistir en que este concepto occidental trazó a su alrededor una especie de círculo que Oriente, en un sentido puramente conceptual, jamás atravesó, y dentro de cuyos amplios límites se elaboró lo que denominamos o entendemos como cristianismo occidental y la visión mundial que éste implica.

El inconveniente de cualquier sistema, incluso del más perfecto, es que es un sistema, o sea que por definición debe excluir ciertas cosas, contemplarlas como ajenas a él, y tanto como sea posible relegarlas a la categoría de lo inexistente. El inconveniente del sistema que fue elaborado en Roma -el inconveniente del cristianismo occidental- fue la inconsciente reducción de sus reducciones del mal. Cualquier noción acerca de cualquier cosa se basa en la experiencia. Para el cristianismo occidental, la experiencia del mal era la experiencia reflejada en la ley romana, con el aditamento de un conocimiento de primera mano de la persecución de los cristianos por los emperadores anteriores a Constantino. Es mucho, desde luego, pero dista mucho de agotar la realidad del mal. Al divorciarse de Bizancio, el cristianismo occidental relegó a Oriente a la inexistencia, y con ello redujo su propia noción del potencial negativo humano hasta un grado considerable, y tal vez peligroso.

Hoy, si un joven trepa a la torre de una universidad con un fusil automático y empieza a tirotear a los transeúntes, un juez -ello suponiendo, claro está, que el joven haya sido desarmado y comparezca ante un tribunal- lo clasificará como víctima de un trastorno mental y lo recluirá en una institución para enfermos mentales. Y sin embargo, en esencia, la conducta de ese joven no puede distinguirse de la castración del hermanastro real tal como la relata Psellos. Ni tampoco puede diferenciarse de la matanza efectuada por el imán iraní con decenas de miles de sus súbditos, a fin de confirmar su versión de la voluntad del Profeta. O de la máxima de Dzugashvili, enunciada durante el Gran Terror, de que «con nosotros, nadie es insustituible». El denominador común de todos estos hechos es la noción antiindividualista de que la vida humana equivale esencialmente a nada, es decir, la ausencia de la idea de que la vida humana es sagrada, aunque sólo sea porque cada vida es única.

Lejos de mí afirmar que la ausencia de este concepto es un fenómeno puramente oriental; no lo es, y esto es lo que ciertamente resulta inquietante. Pero el cristianismo occidental, además de desarrollar todas sus ideas subsiguientes acerca del mundo, la ley, el orden, las normas de la conducta humana, y así sucesivamente, cometió el error imperdonable de negligir, en aras de su propio crecimiento y eventual triunfo, la experiencia aportada por Bizancio. Después de todo, eso era un atajo. De ahí todos esos sucesos hoy ya cotidianos que tanto nos sorprenden; de ahí esa incapacidad, por parte de estados e individuos, en cuanto a reaccionar adecuadamente ante ellos, lo cual se revela en su costumbre de apodar los fenómenos antes citados como enfermedad mental o fanatismo religioso, y con otros tantos nombres.

27

En Topkapi, el antiguo palacio de los sultanes, que ha sido convertido en museo, se exhiben hoy en una cámara especial los objetos asociados con la vida del Profeta, los más sagrados para todo corazón musulmán. Unos cofres con exquisitas incrustaciones conservan el diente del Profeta y mechones de la cabeza del Profeta. A los visitantes se les pide silencio, que hablen al menos en voz baja. En derredor cuelgan espadas de todas clases, dagas, la piel mohosa de algún animal con las letras discernibles de la misiva del Profeta a algún personaje real, junto con otros textos sagrados. Al contemplar todo esto, a uno le entran ganas de dar gracias al hado por su ignorancia del lenguaje. Para mí, pensé, el ruso serviría. En el centro de la sala, dentro de un cubo de cristal con borde de oro, hay un objeto de color pardo oscuro que fui incapaz de identificar sin la ayuda de la placa. Esta, de bronce y grabada, decía en turco y en inglés: «Huella de la pisada del Profeta». El número del calzado era el 62, como mínimo, pensé mientras contemplaba el contenido del cubo. Y entonces me estremecí: ¡el yeti!

28

Bizancio fue rebautizado como Constantinopla en vida de Constantino, si no estoy equivocado. Por lo que se refiere a la simplicidad de vocales y consonantes, es presumible que el nuevo nombre gozara de mayor popularidad que Bizancio entre los turcos seljúcidas. Pero Estambul también suena razonablemente a turco…, al menos para un oído ruso. Lo cierto es, sin embargo, que Estambul es un nombre griego, derivado, como indica cualquier guía turística, del griego stin poli, que significa simplemente ciudad. ¿Stin? ¿Poli? ¿Un oído ruso? ¿Quién, aquí, oye a quién? Aquí, donde bardak (burdel en ruso) significa vidrio, donde durak (necio) quiere decir parada. Bir bardak qay: un vaso de té; otobüs duragi: una parada de autobús. Bien por el «otobüs»; al menos, sólo es medio griego.

29

Para todo el que padezca un trastorno respiratorio, nada que hacer aquí… a no ser que alquile un taxi para todo el día. Para el que llega a Estambul procedente de Occidente, la ciudad es notablemente barata. Con el precio convertido en dólares, marcos o francos, hay aquí varias cosas que no cuestan prácticamente nada. Aquellos limpiabotas, por ejemplo, o el té. Es una sensación extraña la de contemplar una actividad humana que no tiene expresión monetaria, pues no puede ser devaluada. Parece una especie de cielo, un mundo de Ur, y es probablemente esta sensación de otro mundo lo que constituye esa célebre «fascinación» de Oriente para el Scrooge procedente del norte.

Ah, ese grito de batalla de la rubia ya grisácea: «¡Qué negocio!» ¿No le parece también gutural este anuncio de ganga, incluso a un oído europeo? Ah, y este «¿Verdad que es bonito, querida?» en un mínimo de tres idiomas europeos, y susurro de unos billetes de banco sin valor bajo el escrutinio de unos ojos oscuros y aprensivos, en otros momentos condenados a la interferencia del televisor y a la voluminosa familia. ¡Ah, esa edad media distribuida en todo el mundo junto a sus repisas de chimenea suburbanas! Y sin embargo, pese a toda su vulgaridad y tosquedad, esta búsqueda es notablemente más inocente, y con mejores consecuencias para los locales, que la de ciertas parisinas charlatanas y presuntuosas, o la del lumpen espiritual fatigado por el yoga, el budismo o Mao, y que ahora excava en las profundidades del Islam «secreto» del Sufí, del Sunni, del Chia, etc. Aquí, desde luego, ningún dinero cambia de manos. Entre el burgués real y el mental, uno se siente más a sus anchas con el primero.

30

Lo que ocurrió después todo el mundo lo sabe, ya que aparecieron los turcos nadie sabe de dónde. Al parecer, no existe una explicación clara acerca de su procedencia real; evidentemente, estaban muy lejos. Tampoco queda excesivamente claro lo que les llevó hasta las orillas del Bósforo. Los caballos, supongo. Los turcos -los tuyrks para ser más precisos- eran nómadas, así nos lo enseñaron en la escuela. El Bósforo, claro, se convirtió en un obstáculo y allí, de repente, los turcos decidieron no seguir errando, tal como habían venido, y optaron, en cambio, por quedarse. Todo esto parece muy poco convincente, pero vamos a dejarlo tal como nos lo contaron. Lo que ellos querían de Bizancio-Constantinopla-Estambul resulta, al menos, indiscutible: querían estar en Constantinopla, es decir, más o menos lo que deseaba el propio Constantino. Antes del siglo XI, los turcos no habían compartido ningún símbolo. Apareció entonces y, como sabemos, fue la media luna.

En Constantinopla, empero, había cristianos y las iglesias de la ciudad las coronaba la cruz. El idilio de los tuyrks -que gradualmente se convertirían en los turcos- con Bizancio duró aproximadamente tres siglos. La persistencia dio sus frutos, y en el siglo XV la cruz cedió sus cúpulas a la media luna. El resto está bien documentado y no es necesario alargarse al respecto, pero lo que sí vale la pena señalar es la chocante similaridad entre «lo que fue» y «lo que pasó a ser», puesto que el significado de la historia radica en la esencia de las estructuras, y no en las características de la decoración.

31

¡El significado de la historia! Cómo, de qué modo, puede la pluma arrostrar esta agregación de razas, lenguajes y credos: el paso vegetativo -mejor dicho, zoológico- del derrumbamiento de la Torre de Babel, al finalizar el cual, un buen día, entre las ruinas acumuladas, un individuo se sorprende a sí mismo contemplando, aterrorizado y alienado, su propia mano o su órgano procreador, no a lo Wittgenstein, sino poseído más bien por una sensación de que estas cosas ya no le pertenecen en absoluto, que no son sino componentes de un juguete de los que uno mismo se construye: detalles, fragmentos en un caleidoscopio a través del cual no es la causa la que escudriña el efecto, sino un ciego azar que entrevé la luz del día. Sin que lo oscurezca el polvo agitado por el viento.

32

La diferencia entre los poderes espiritual y secular en la Bizancio cristiana no era terriblemente acusada. Nominalmente, el emperador estaba obligado a tener en cuenta las opiniones del patriarca, y de hecho ello ocurría a menudo. Por otra parte, era frecuente que el emperador nombrase al patriarca y en ocasiones era, o tenía motivos para creerse serlo, un cristiano superior con respecto al patriarca. Y, desde luego, no es necesario mencionar el concepto del Señor ungido, que de por sí podía relevar al emperador de la necesidad de reconocer la metafísica de cualquier otro. Esto también ocurría, y, junto con ciertas maravillas mecánicas de las que Teófilo estaba sumamente prendado, desempeñó un papel decisivo en la adopción del cristianismo oriental por Rus en el siglo IX. (Incidentalmente, estas maravillas -el trono que ascendía en el aire, el ruiseñor metálico, los leones rugientes del mismo material, y otras- fueron obtenidas por el gobernante bizantino, con pequeñas modificaciones, a partir de sus vecinos persas.)

Algo muy similar ocurrió también con la Sublime Puerta, o sea el Imperio Otomano, alias Bizancio musulmán. Una vez más, tenemos una autocracia, fuertemente militarizada y algo más despótica. El jefe absoluto del estado era el Padisha, o sultán. Junto a él existía, sin embargo, el Gran Mufti, cargo que combinaba -y de hecho igualaba- la autoridad espiritual y la administrativa. Todo el estado era regido por un sistema jerárquico muy complejo, en el que predominaba el elemento religioso, o, para expresarlo de modo más conveniente, firmemente ideológico.

En términos puramente estructurales, la diferencia entre la Segunda Roma y el Imperio Otomano sólo es accesible en unidades de tiempo. ¿Qué es, pues? ¿El espíritu del lugar? ¿Su genio maligno? ¿El espíritu de los malos hechizos, porcha en ruso? A propósito, ¿de dónde hemos sacado esta palabra de porcha? ¿No podría derivar de porte? No importa. Ya basta con que tanto el cristianismo como bardak con durak llegaran a nosotros desde este lugar donde la gente se convertía al cristianismo en el siglo V con la misma facilidad con la que se pasaron al Islam en el XV (aunque después de la caída de Constantinopla los turcos no persiguieron en absoluto a los cristianos). La explicación para ambas conversiones fue la misma: pragmatismo. No obstante, esto nada tiene que ver con el lugar; tiene que ver con la especie.

33

Oh, todos esos incontables Osmanes, Mohameds, Murads, Bajazets, Ibrahims, Selims y Solimanes dedicados a la matanza de sus predecesores, rivales, hermanos, padres y la propia prole -en el caso de Murad II, o III (¿qué puede importar?), dieciocho hermanos uno tras otro- con la regularidad del hombre que se afeita frente a un espejo. Oh, todas esas guerras ininterrumpidas, interminables: contra el infiel, contra sus propios musulmanes chiitas, para ampliar el Imperio, para vengar una afrenta, por ninguna razón en absoluto, y en defensa propia. Y… oh, aquellos jenízaros, la élite del ejército, dedicada primero al sultán y después convertida gradualmente en casta separada, pendiente tan sólo de sus propios intereses. ¡Cuan familiar resulta todo, incluidas las matanzas! ¡Todos esos turbantes y barbas, aquel uniforme para cabezas poseídas por una sola idea -la matanza despiadada- y a causa de ella, y no en absoluto debido a la proscripción islámica de reproducir cualquier cosa viviente, totalmente indistinguibles unas de otras! Y tal vez «matanza» precisamente porque todas son tan parecidas que no hay modo de detectar una baja. «Yo mato despiadadamente, luego existo.»

Y, hablando en general, en realidad ¿qué puede estar más próximo al corazón de un nómada de ayer que el principio lineal, que el movimiento a través de una superficie, en cualquier dirección? ¿No dijo uno de ellos, otro Selim, durante la conquista de Egipto, que él, como señor de Constantinopla, era el heredero del Imperio Romano y por tanto tenía derecho a todos los territorios que hubieran formado parte de él? ¿Suenan estas palabras como una justificación o suenan como una profecía, o como ambas cosas a la vez? ¿Y no sonó la misma nota, cuatrocientos años más tarde, en la voz de Ustryalov y de los eslavófilos de los últimos días de la Tercera Roma, cuya bandera escarlata, semejante a una capa de jenízaro, combinaba claramente una estrella y la media luna del Islam? ¿Y no es una cruz modificada aquel martillo?

Esas guerras milenarias, sin respiro, esos períodos interminables de interpretación escolástica del arte de la traición… ¿no podrían ser responsables del desarrollo, en esta parte del mundo, de una fusión entre ejército y estado, del concepto de la política como la continuación de la guerra por otros medios, y de las fantasmagóricas, aunque balísticamente factibles, fantasías de Konstantin Tsiolkovski, el abuelo del misil?

Un hombre con imaginación, sobre todo si es impaciente, podría sentir la aguda tentación de contestar a estas preguntas con una afirmación. Pero tal vez no convenga precipitarse, tal vez convenga hacer una pausa y darles la oportunidad de convertirse en preguntas «malditas», aunque eso pueda llevar varios siglos. Ah, estos siglos, la unidad favorita de la historia, que eximen al individuo de la necesidad de evaluar personalmente el pasado y que le otorgan la honorable categoría de víctima de la historia.

34

A diferencia de la Era Glacial, las civilizaciones, cualquiera que sea su índole, se mueven de sur a norte, como para llenar el vacío creado por el glaciar en retirada. La selva tropical expulsa gradualmente a las coníferas y al bosque mixto… si no a través del follaje, por medio de la arquitectura. A veces se tiene la sensación de que el barroco, el rococó e incluso el estilo Schinkel son, simplemente, una nostalgia inconsciente de la especie por su pasado ecuatorial. Las pagodas a semejanza de he-lechos también encajan en esta idea.

En cuanto a las latitudes, sólo los nómadas se mueven a lo largo de ellas, y generalmente de este a oeste. La migración nomádica sólo tiene sentido en una zona climática distintiva. Los esquimales se deslizan dentro del Círculo Ártico, los tártaros y mongoles en los confines de la zona de la tierra negra. Las cúpulas de yurts y de iglúes, los conos de tiendas y tipis. He visto las mezquitas de Asia Central, de Samarkanda, Bujara y Jiva, auténticas perlas de la arquitectura musulmana. Como no dijo Lenin, no conozco nada mejor que el Shah-i-Zinda, sobre cuyo suelo pasé varias noches, al no tener ningún otro lugar en el que reposar mi cabeza. Tenía entonces diecinueve años, pero conservo delicados recuerdos de estas mezquitas, aunque no en absoluto por esta razón. Son obras maestras de escala y color, y atestiguan el lirismo del Islam. Su brillo, sus esmeraldas y cobaltos quedan impresos en la retina, y no menos a causa del contraste con los matices amarillos y pardos del paisaje circundante. Este contraste, este recuerdo de una alternativa colorista (por lo menos) respecto al mundo real, puede haber sido también el pretexto principal para su nacimiento. En efecto, uno advierte en ellas una idiosincrasia, una autoabsorción, un afán de logro, de perfeccionarse a sí mismas. Como lámparas en la oscuridad. Mejor: como corales en el desierto.

35

En tanto que las mezquitas de Estambul son el Islam triunfante. No existe mayor contradicción que una iglesia triunfante… ni tampoco mayor carencia de gusto. San Pedro, en Roma, también padece lo mismo. ¡Pero las mezquitas de Estambul! Esos sapos enormes de piedra congelada, agazapados en el suelo, incapaces de moverse. Sólo los minaretes, parecidos, más que a cualquier otra cosa (proféticamente, por desgracia) a baterías tierra-aire… sólo ellos indican la dirección que antaño el alma estaba a punto de tomar. Sus cúpulas bajas, reminiscentes de tapaderas de cacerola o teteras de hierro, son incapaces de concebir lo que han de hacer con el cielo: preservan lo que contienen, en vez de alentar a fijar los ojos en lo alto. ¡Ah, este complejo de tienda, de desparramarse en el suelo, de namaz¡

Recortada su silueta ante el sol naciente, en las cimas de los montes, crean una impresión poderosa y la mano busca la cámara, como la del espía al descubrir una instalación militar. Hay, desde luego, algo de amenazador en ellas…, algo misterioso, sobrenatural, galáctico, totalmente hermético, como una concha. Y todo ello de un color gris sucio, como la mayoría de los edificios de Estambul, y todo ello situado contra el turquesa del Bósforo.

Y si la pluma no se apresta a reprender a sus innumerables y verdaderamente creyentes constructores por ser estéticamente necios, es porque el tono para estas construcciones acuclilladas en el suelo, semejantes a sapos y cangrejos, quedó fijado por Santa Sofía, un edificio cristiano hasta el más alto grado. Se afirma que Constantino puso los cimientos, pero fue erigido durante el reinado de Justiniano. Desde el exterior, no es posible distinguirlo de las mezquitas, o a éstas de él, ya que el destino le ha gastado una broma cruel (¿fue cruel?) a Santa Sofía. Bajo el sultán «Cualquiera que fuese su nombre redundante», nuestra Santa Sofía fue convertida en mezquita.

Como transformación, ésta no exigió grandes esfuerzos, pues todo lo que los musulmanes tuvieron que hacer fue alzar cuatro minaretes a cada lado de la catedral. Así lo hicieron, y resultó imposible diferenciar Santa Sofía de una mezquita. Es decir, el patrón arquitectónico de Bizancio fue llevado a su final lógico, ya que fue exactamente la grandeza achaparrada de este santuario cristiano lo que los constructores de Bajazet, Solimán y la Mezquita Azul, ello sin mencionar a sus descendientes menores, trataron de emular. Y no obstante, no debieran ser objeto de reproches por esto, en parte porque cuando ellos llegaron a Constantinopla era Santa Sofía lo que mayor tamaño mostraba en todo el paisaje, pero principalmente porque Santa Sofía en sí no era una creación romana. Era un producto oriental o, para ser más precisos, sasánida. Y, similarmente, tampoco tiene objeto culpar a aquel sultán comoquiera que se llamara -¿no sería Murad?- por convertir una iglesia cristiana en mezquita. Esta transformación reflejó algo que, sin otorgar gran reflexión a la cuestión, sabría tomar por una profunda indiferencia oriental ante problemas de una índole metafísica. En realidad, sin embargo, lo que hubo detrás de ello y que hoy persiste, de manera muy parecida a Santa Sofía, con sus minaretes y su decoración cristiano-musulmana en su interior, es una sensación, instilada a la vez por la historia y por el contexto árabe, de que en esta vida todo se entrelaza… de que en cierto sentido todo no es más que un dibujo en una alfombra. Pisoteada por nuestros pies.

36

Es una idea monstruosa, pero no del todo carente de verdad. Por lo tanto, tratemos de exponerla. En su origen hay el principio oriental de la ornamentación, cuyo elemento básico es un verso del Corán, una cita del Profeta: cosida, grabada, tallada en piedra o madera, y gráficamente coincidente con este mismo proceso de costura, grabado y talla si uno tiene en cuenta la forma árabe de escribir. En otras palabras, nos las habemos con el aspecto decorativo de la caligrafía, el uso decorativo de frases, palabras y letras… con una actitud puramente visual al respecto. Descartando aquí la inaceptabilidad de esta actitud hacia las palabras (y también las letras), indiquemos tan sólo la inevitabilidad de una percepción literalmente espacial -por ser conducida por medios distintivamente espaciales- de cualquier locución sagrada. Señalemos la dependencia de este ornamento respecto a la longitud de la línea y el carácter didáctico de la locución, a menudo lo bastante ornamental por sí mismo. Recordemos que la unidad del ornamento oriental es la frase, la palabra, la letra.

La unidad -el elemento principal- de ornamentación que se impuso en Occidente fue la muesca, la talla, que registraba el paso de los días. Este ornamento, en otras palabras, es temporal, de donde su ritmo, su tendencia a la simetría, su carácter esencialmente abstracto, que subordinan la expresión gráfica a un sentido rítmico. Su extremo no-autodidactismo. Su persistencia -por medio del ritmo, o la repetición- en abstraerse a partir de su unidad, a partir de la cual ha sido ya expresado antes. En resumen, su dinamismo.

Yo señalaría también que la unidad de ornamentación -el día o la idea del día- absorbe en sí misma toda experiencia, incluida la de la locución sagrada. De ello se sigue la sugerencia de que la elegante y pequeña cenefa en una urna griega es superior al dibujo de una alfombra. Lo cual, a su vez, nos lleva a considerar quién es más nómada, el que vagabundea por el espacio o el que emigra a tiempo. Por abrumadora que pueda resultar (incluso literalmente) la noción de que todo está entretejido, que todo es meramente un dibujo en una alfombra, a la que pisoteamos, deja paso francamente a la idea de que todo se queda atrás… incluida la alfombra y el pie con que la pisamos.

37

Sí, ¡ya preveo objeciones! Veo a un historiador del arte o a un etnólogo preparándose para librar batalla, con cifras o genealogías en las manos, sobre todo lo antes manifestado. Puedo ver a un individuo con gafas portador de un jarrón indio o chino con un meandro o un epistilo muy semejante a la pequeña y elegante cenefa griega, exclamando: «Y bien, ¿y esto qué? ¿Acaso la India (o China) no forman parte de Oriente?». Todavía peor, ese jarro o plato puede resultar ser de Egipto o de cualquier otro lugar de África, de Patagonia o de América Central, y entonces se producirá un chaparrón de pruebas y de hechos incontrovertibles en demostración de que la cultura preislámica era figurativa y que, por consiguiente, en este aspecto Occidente va simplemente rezagado con respecto a Oriente, que el ornamento es por definición no funcional, y que el espacio es mayor que el tiempo. O que yo, sin duda por razones políticas, sustituyo la historia por la antropología. Algo por el estilo, o peor.

¿Qué puedo responder a ello? ¿Y necesito decir algo? No estoy seguro, pero de todos modos señalaré que si no hubiera previsto estas objeciones no habría tomado la pluma… que para mí el espacio es, en efecto, a la vez menor y menos caro que el tiempo. No porque sea menor, sino porque es una cosa, en tanto que el tiempo es una idea sobre una cosa. Y al elegir entre una cosa y una idea, siempre hay que preferir la última, según mi opinión.

Y también preveo que no habrá jarrón, ni genealogías, ni plato, ni individuo con gafas. Que no surgirán objeciones, que el silencio reinará con carácter supremo. Menos como signo de asentimiento que como uno de indiferencia. Por lo tanto, afeemos un poco nuestra conclusión y añadamos que una conciencia del tiempo es una profunda experiencia individualista. Que en el transcurso de su vida toda persona se encuentra más tarde o más temprano en la situación de Robinson Crusoe, tallando muescas y tras haber contado por ejemplo siete de ellas, o diez, cruzándolas con una línea. Tal es el origen del ornamento, prescindiendo de civilizaciones precedentes o de aquella a la que pertenezca esta persona dada. Y estas muescas constituyen una actividad profundamente solitaria, que aisla al individuo y le impulsa hacia una comprensión, si no de su unicidad, sí al menos de la autonomía de su existencia en el mundo. Esto es la base de nuestra civilización, y esto es de lo que Constantino se alejó camino de Oriente. De la alfombra.

38

Un día normal de verano en Estambul, caluroso, polvoriento y sudorífico. Además, es domingo. Un rebaño humano merodea bajo las bóvedas de Santa Sofía. Allí, en lo alto, inaccesibles para la vista, hay mosaicos que representan reyes o bien santos. Más abajo, accesibles para la vista pero no para la mente, hay escudos circulares de aspecto metálico con arabescos que son citas del Profeta en oro sobre esmalte verde oscuro. Camafeos monumentales con caracteres serpenteantes que evocan sombras de Jackson Pollock o Kandinsky. Y ahora advierto una viscosidad: la catedral está sudando. No sólo el suelo, sino también el mármol de las paredes. La piedra está sudando. Me informo, y me dicen que es a causa del brusco aumento de la temperatura. Decido que es a causa de mi presencia y me marcho.

39

Para obtener un buen retrato del propio reino natal, uno necesita salir más allá de sus paredes, o bien extender un mapa. Pero, como ya se ha observado antes, ¿quién mira hoy un mapa?

Si en efecto las civilizaciones -cualquiera que sea su índole- se extienden como la vegetación en dirección opuesta al glaciar, de sur a norte, ¿dónde podría Rus, dada su ubicación geográfica, esconderse lejos de Bizancio? No sólo Rus Kievan, sino también la Rus moscovita, y después todo el resto de ella entre el Dónetz y los Urales. Y, francamente, habría que agradecer a Tamerlán y a Gengis Jan el haber retrasado un tanto el proceso, al congelar un poco -o, mejor dicho, pisotear- las flores de Bizancio. No es cierto que Rus desempeñara un papel de escudo para Europa, amparando a Occidente contra el yugo mongol. Fue Constantinopla, en aquel entonces todavía baluarte de la cristiandad, la que cumplimentó esta misión. (Incidentalmente, en 1402 se creó una situación bajo las murallas de Constantinopla que estuvo a punto de convertirse en catástrofe absoluta para la cristiandad y, de hecho, para todo el mundo entonces conocido: Tamerlán se encontró con Bajazet. Afortunadamente, volvieron sus armas el uno contra el otro, ya que, al parecer, surgió una rivalidad interracial. De haber unido sus fuerzas contra Occidente -o sea en la dirección hacia la que ambos estaban avanzando-, hoy miraríamos el mapa con ojos almendrados, predominantemente marrones.)

No había ningún lugar adonde Rus pudiera ir para alejarse de Bizancio, como tampoco lo había para Occidente en cuanto a alejarse de Roma. Y tal como Occidente, época tras época, se llenó de columnatas y legalidad romanas, Rus pasó a convertirse en la presa geográfica natural de Bizancio. Si en el camino de Roma se alzaban los Alpes, Bizancio no tenía más impedimento que el Mar Negro…, una cosa profunda pero, en resumidas cuentas, plana. Rus recibió, o tomó, de manos bizantinas todas las cosas: no sólo la liturgia cristiana, sino también el sistema cristiano-turco en el arte de gobernar (gradualmente más y más turco, menos vulnerable, más militarmente ideológico), ello sin hablar de una parte importante de su vocabulario. La única cosa de la que Bizancio se desprendió en su camino hacia el norte fue de sus notables herejías -sus monofisitas, sus arríanos, sus neoplatónicos, etcétera-, que habían constituido la quintaesencia de su vida literaria y espiritual. Pero ocurrió que su expansión al norte tuvo lugar en unos tiempos de creciente dominio por parte de la media luna, y el poder puramente físico de la Sublime Puerta hipnotizó al norte en una medida muy superior a las polémicas teológicas de los moribundos escoliastas.

No obstante, al final, el neoplatonismo triunfó en el arte, ¿no es así? Sabemos de dónde proceden nuestros iconos, y lo mismo sabemos acerca de nuestras iglesias con sus cúpulas en forma de cebolla. También sabemos que nada es más fácil para un estado que adaptar a sus propios fines la máxima de Plotino según la cual la tarea de un artista debe ser la interpretación de ideas antes que la imitación de la naturaleza. Y hablando de ideas, en qué difiere el difunto M. Suslov, o quienquiera que sea el que rebañe hoy el plato ideológico, del Gran Mufti? ¿Qué distingue al Secretario General del Padisha, o incluso del Emperador? ¿Y quién nombra al Patriarca, al Gran Visir, al Mufti o al Califa? ¿Qué distingue al Politburó del Gran Diván? ¿Y acaso no hay un solo paso desde un diván a una otomana?

¿No es ahora mi remo natal un Imperio Otomano… en extensión, en poderío militar, en su amenaza para el mundo occidental? ¿No nos encontramos ahora ante las murallas de Viena? ¿Y no es su amenaza tanto mayor por el hecho de proceder de la orientalizada, hasta el punto de ser irreconocible -¡no, reconocible!- cristiandad? ¿No es mayor por el hecho de ser más seductora? ¿Y qué oímos en aquel aullido del difunto Milyukov bajo la cúpula de la efímera Duma: «¡Los Dar-danelos serán nuestros!», un eco de Catón? ¿La nostalgia de un cristiano por sus santos lugares? ¿O todavía la voz de Bajazet, Tamerlán, Selim o Mohamed? Y llegados a este punto, si estamos citando e interpretando, ¿qué discernimos en aquel falsete de Konstantin Leontiev, el falsete que atravesó el aire precisamente en Estambul, donde él prestaba sus servicios en la embajada zarista: «Rusia debe gobernar desvergonzadamente»? ¿Qué oímos en esa pútrida y profética exclamación? ¿El espíritu de la época? ¿El espíritu de la nación? ¿O el espíritu del lugar?

40

Dios nos libre de profundizar más en el diccionario turco-ruso. Tomemos la palabra «qay», que significa «té» en ambos idiomas, cualquiera que sea su origen. En Turquía, el té es maravilloso -mejor que el café- y, como lustrarse los zapatos, apenas cuesta nada en cualquier divisa conocida. Es fuerte, del color de un ladrillo transparente, pero no tiene excesivos efectos estimulantes porque lo sirven en un bardak, un vaso de cincuenta centímetros cúbicos, no más. De todas las cosas que encontré en esta mezcla de Astracán y Stalinabad, es el mejor artículo. El té… y la visión de la muralla de Constantino, que yo no hubiera visto de no haber tenido la suerte de topar con un taxista granuja que, en vez de ir directamente a Topkapi, describió una vuelta alrededor de toda la ciudad.

Cabe juzgar la seriedad de las intenciones del constructor por la longitud y la anchura de la muralla y la calidad de la obra de mampostería. Constantino era pues extremadamente concienzudo, ya que las ruinas donde cabe encontrar gitanos, cabras y adolescentes que comercian con sus partes más delicadas podrían resistir, todavía hoy, a cualquier ejército, en caso de una guerra de posiciones. En cambio, si se otorga a las civilizaciones un carácter vegetativo -en otras palabras, ideológico-, la construcción de la muralla fue pura pérdida de tiempo. Contra el antiindividualismo, para decir lo mínimo, contra el espíritu de relativismo y obediencia, ni muralla ni mar ofrecen protección.

Cuando llegué finalmente a Topkapi y, tras haber examinado buena parte de su contenido -predominantemente los caftanes de los sultanes, que corresponden lingüística y visualmente al guardarropía de los gobernantes moscovitas-, me encaminé hacia el objetivo de mi peregrinación, el serrallo, y fui acogido, tristemente, en la puerta de este establecimiento, el más importante del mundo, por un letrero en turco y en inglés: cerrado por restauración. «¡Oh, si al menos fuera verdad!», exclamé para mis adentros, tratando de dominar mi desilusión.

41

La calidad de la realidad siempre induce a buscar un culpable…, para ser más preciso, un chivo expiatorio, cuyos rebaños pastan en los campos mentales de la historia. Sin embargo, hijo de geógrafo, yo creo que Urania es más vieja que Clio; entre las hijas de Mnemosina, pienso que ella es la más vieja. Por lo tanto, nacido junto al Báltico, en el lugar considerado como una ventana hacia Europa, siempre sentí algo así como un interés investido por esta ventana hacia Asia con la que compartíamos un meridiano. Con motivos tal vez menos que suficientes, nos considerábamos como europeos, y por el mismo rasero yo pensaba en los habitantes de Constantinopla como asiáticos. De estos dos supuestos, sólo el primero demostró ser discutible. Debería admitir, quizá, que Oriente y Occidente corresponderían vagamente en mi cabeza al pasado y al futuro.

A menos que uno haya nacido junto al agua -y en el borde de un imperio por añadidura-, rara vez le inquieta esta clase de distinción. Entre todas las personas, alguien como yo debía ser el primero en contemplar a Constantino como el portador de Occidente a Oriente, como alguien a la par con Pedro el Grande: tal como es considerado por la propia Iglesia. Si me hubiera quedado más tiempo en aquel meridiano, lo habría hecho. Sin embargo, no lo hice, ni lo hago.

Para mí, el esfuerzo de Constantino no es sino un episodio en el impulso general de Oriente hacia el oeste, impulso no motivado por la atracción de una parte del mundo respecto a otra, ni por el deseo del pasado de absorber el futuro… aunque a veces y en algunos lugares, y Estambul es uno de ellos, parezca ser así. Esta atracción, me temo, es magnética, evolutiva; tiene que ver, presumiblemente, con la dirección en la que este planeta gira sobre su eje. Adquiere las formas de una fascinación por un credo, de invasiones nómadas, guerras, migración y la circulación del dinero. El puente de Galata no fue el primero construido sobre el Bósforo, como aseguraría su guía turística; el primero fue construido por Darío. Un nómada siempre cabalga hacia la puesta de sol.

O bien nada. El estrecho tiene un kilómetro y medio de anchura, y lo que pudo hacer una «vaca rubia» al huir de las iras de la esposa de Júpiter, seguramente pudo haberlo resuelto también el moreno hijo de las estepas. O Leandro, enfermo de amor, o lord Byron, harto de amor, chapoteando a través de los Dardanelos. ¡El Bósforo! Una más que usada faja de agua, la única prenda de ropa que es propiedad de Urania, por más que Clio se esfuerce en ponérsela. Permanece arrugada y, especialmente en los días grises, nadie diría que ha sido manchada por la historia. Su corriente superficial se lava ante Constantinopla al norte…, y tal vez por esto a aquel mar lo llaman Negro. Después se remueve hasta el fondo y, en forma de una profunda corriente, escapa de nuevo hasta el Mármara-el Mar de Mármol-, presumiblemente para blanquearse. El resultado neto es ese color verde botella polvoriento: el color del propio tiempo. El hijo del Báltico no puede dejar de reconocerlo, no puede librarse de la vieja sensación de que esta sustancia ondulante, nunca inmóvil, chapaleante, es en sí misma el tiempo o lo que el tiempo parecería ser si fuera condensado o fotografiado. Esto es, piensa, lo que separa Europa y Asia. Y el patriota que hay en él desea que el tramo fuese más ancho.

42

La hora de hacer las maletas. Como dije, no había vapores desde Estambul o Esmirna. Tomé un avión y, después de apenas dos horas de vuelo sobre el Egeo, a través de un aire que en otro tiempo estuvo no menos habitado que el archipiélago debajo de él, aterricé en Atenas.

A sesenta y cinco kilómetros de Atenas, en Sunion, en lo alto de un acantilado cortado a pico sobre el mar, se alza un templo dedicado a Poseidón, construido casi simultáneamente -una diferencia de unos cincuenta años- con el Partenón de Atenas. Lleva aquí dos mil quinientos años.

Es diez veces más pequeño que el Partenón. Cuántas veces más bello sería difícil decirlo; no está claro lo que debiera ser considerado como la unidad de perfección. No tiene tejado.

No hay un alma a la vista. Sunion es un pueblo de pescadores, ahora con un par de hoteles modernos, y se encuentra mucho más abajo. Allí, en la cresta del oscuro acantilado, parece desde lejos como si el templo hubiera sido descendido suavemente desde el cielo en vez de alzado sobre la tierra. El mármol tiene más en común con las nubes que con el suelo.

Hay quince columnas blancas unidas por una base de mármol blanco y regularmente espaciadas. Entre ellas y la tierra, entre ellas y el mar, entre ellas y el cielo azul de la Hélade, no hay nada ni nadie.

Como prácticamente en todos los demás lugares de Europa, también aquí Byron grabó su nombre en la base de una de las columnas. Siguiendo sus pisadas, el autocar trae turistas y más tarde se los lleva de nuevo. La erosión que está afectando claramente la superficie de las columnas nada tiene que ver con el paso del tiempo. Es un haz de miradas, objetivos y flashes.

Después desciende el crepúsculo y empieza a oscurecer. Quince columnas, quince cuerpos blancos y verticales regularmente espaciados en la cima del acantilado, reciben a la noche bajo los cielos abiertos.

Si contaban días, debió de haber un millón de tales días. Desde la distancia, en la calina del anochecer, sus cuerpos blancos y verticales se asemejan a un ornamento, gracias a los intervalos iguales entre ellos.

¿Una idea de orden? ¿El principio de simetría? ¿Sentido del ritmo? ¿Idolatría?

43

Probablemente, hubiera sido más prudente recoger cartas de recomendación, anotar dos o tres números de teléfono por lo menos, antes de ir a Estambul. No lo hice. Probablemente, hubiera tenido sentido trabar amistad con alguien, ponerse en contacto, contemplar la vida del lugar desde el interior, en vez de descartar a la población local como una multitud alienígena, en vez de mirar a la gente como polvo psicológico introducido en los ojos.

¿Quién sabe? Acaso mi actitud respecto a la gente contenga también, por derecho propio, un toque de Oriente. En resumidas cuentas, ¿de dónde soy yo? Sin embargo, llegado a una cierta edad, el hombre se siente cansado de su propia especie, harto de cargar con su consciente y subconsciente. ¿Una historia más de crueldad, o diez más? ¿Otros diez, o cien, ejemplos de bajeza, estupidez o valor humanos? La misantropía, después de todo, debería tener también sus límites.

Basta, por consiguiente, con echar un vistazo al diccionario y descubrir que katorga (trabajo forzado) es también una palabra turca. Y basta con descubrir en un mapa turco, en algún punto de Anatolia, o dejonia, una población denominada Nigde (ningún lugar, en ruso).

44

Yo no soy historiador ni periodista, ni etnógrafo. En el mejor de los casos, soy un viajero, una víctima de la geografía. No de la historia, quede bien entendido, pero sí de la geografía. Esto es lo que todavía me vincula al país donde mi destino quiso que yo naciera, a nuestra famosa Tercera Roma. Por lo tanto, no me interesa particularmente la política de la actual Turquía, ni lo que le ocurrió a Atatürk, cuyo retrato adorna las grasientas paredes de todos los cafés, así como la lira turca, inconvertible y que representa una forma irreal de pago para un trabajo real.

Vine a Estambul para contemplar el pasado, no el futuro… puesto que éste no existe aquí: cualquiera que hubiese se ha marchado también al norte. Aquí hay solamente lo inenvidiable, un presente inferior para la población, industriosa pero saqueada por la intensidad de la historia local. Nada ocurrirá aquí nunca más, excepto tal vez disturbios callejeros o un terremoto. O tal vez descubrirán petróleo, pues hay un hedor terrible a anhídrido sulfuroso en el Cuerno de Oro, al atravesar la aceitosa superficie del cual se consigue un panorama espléndido de la ciudad. Sin embargo, es improbable. El hedor procede del petróleo que rezuma de los oxidados, goteantes y casi agujereados buques cisterna que pasan a través del Estrecho. Cualquiera podría ganarse la vida sólo con refinarlo.

Un proyecto como éste, sin embargo, tal vez le chocaría al habitante local como excesivamente atrevido. La población local es más bien conservadora por naturaleza, aunque se trate de hombres de negocios o de comerciantes; en cuanto a la clase trabajadora, está encerrada, de mala gana pero con firmeza, en una mentalidad conservadora y tradicional por sus míseros salarios. En su propio elemento, el nativo sólo se encuentra dentro de la infinitamente entrecruzada -en dibujos similares a los de la alfombra o de las paredes de la mezquita- telaraña de las galerías abovedadas del bazar local, que es el corazón, la mente y el alma de Estambul. Es una ciudad dentro de la ciudad, y también él está construido para la eternidad. No puede ser transportado al oeste ni al norte, ni siquiera al sur. Los almacenes gum, Bon Marché, Macy's y Harrods reunidos y elevados al cubo no son más que un juego de niños comparados con estas catacumbas. Extrañamente, gracias a las guirnaldas de amarillas bombillas de cien vatios y el interminable caudal de bronce, collares de cuentas, brazaletes, plata y oro bajo cristal, ello sin mencionar las propias alfombras y los iconos, samovares, crucifijos y tantas otras cosas, este bazar de Estambul produce la impresión nada menos que de una iglesia ortodoxa, aunque con tantas volutas y ramificaciones como una cita del Profeta. Una versión de Santa Sofía en plano.

45

Las civilizaciones se mueven a lo largo de meridianos, y los nómadas (incluidos nuestros guerreros modernos, puesto que la guerra es un eco del instinto nómada) a lo largo de latitudes. Esto parece ser otra versión más de la cruz que vio Constantino. Ambos movimientos poseen una lógica natural (vegetal o animal), según la cual uno se encuentra fácilmente en la situación de ser incapaz de reprocharle nada a cualquiera. En el estado conocido como melancolía… o, para ser más exactos, fatalismo. Esto puede achacarse a la edad, o a la influencia de Oriente o, con un esfuerzo de la imaginación, a la humildad cristiana.

Las ventajas de esta condición son obvias, puesto que son interesadas, ya que, como todas las formas de humildad, siempre se logra a expensas de la muda impotencia de las víctimas de la historia, pasada, presente y futura; es un eco de la impotencia de millones. Y si uno no se encuentra en una época en la que pueda desenvainar una espada o trepar a una plataforma para rugir, ante un mar de cabezas, hasta qué punto detesta el pasado, el presente y el porvenir; si no existe esta plataforma o el mar se ha secado, siempre le quedan a uno la cara y los labios, que pueden acomodarse a su leve sonrisa despreciativa, provocada por la vista que se abre a la vez ante su ojo interior y su ojo al descubierto.

46

Con ella, con esa sonrisa en los labios, uno puede embarcar en el transbordador y partir para tomar una taza de té en Asia. Veinte minutos más tarde, puede desembarcar en Cengelkóy, encontrar un café en la misma orilla del Bósforo, sentarse y pedir té, e, inhalando el olor de las algas putrefactas, observar, sin cambiar la expresión facial antes citada, los portaaviones de la Tercera Roma que navegan lentamente a través de las puertas de la Segunda, camino de la Primera.

(1985)

Загрузка...