EN UNA HABITACIÓN Y MEDIA

A L.K.


1

La habitación y media (suponiendo que esa unidad espacial tenga sentido en otra lengua que no sea el ruso) donde vivíamos los tres tenía suelo de madera y mi madre protestaba enérgicamente contra los hombres de la familia, en particular yo, que siempre andaban de acá para allá en calcetines. Insistía en que había que llevar zapatos o zapatillas constantemente. Al tiempo que me amonestaba con respecto a este punto, evocaba una vieja superstición rusa que, según ella, aseguraba que era de mal agüero andar de aquella manera, porque podía acarrear una muerte en la familia.

Es posible, por supuesto, que mi madre tuviese por incivilizada esa costumbre, que la considerase simplemente una falta de educación. Los pies de los hombres huelen y aquella época era anterior a la de los desodorantes. Yo pensaba que, efectivamente, si el parquet estaba pulimentado, era fácil resbalar y caerse, especialmente si los calcetines eran de lana. Y si el que caía era viejo y frágil, las consecuencias podían ser desastrosas. La afinidad del parquet con la madera, la tierra, etc., se extendía en mi mente a todo el terreno que pudiera encontrarse bajo los pies de nuestros parientes próximos y lejanos que vivían en nuestra misma ciudad. La distancia importaba poco, el terreno era el mismo. Tampoco el hecho de vivir al otro lado del río, donde con el tiempo yo alquilaría un apartamento o habitación para mí solo, constituía excusa, ya que en aquella ciudad había abundancia de ríos y canales y, aunque los había lo bastante profundos para que por ellos circularan barcos camino del mar, la muerte, pensaba yo, siempre los encontraría someros o, con su manera subterránea de proceder, podría atravesarlos reptando por debajo de ellos.

Mi madre y mi padre han muerto y yo me encuentro a orillas del Atlántico; hay, pues, mucha agua entre dos tías supervivientes, mis primos y yo: un verdadero abismo, capaz incluso de liar a la misma muerte. Así es que ahora puedo andar a placer en calcetines, ya que no tengo parientes en este continente. La única muerte que puedo provocar en la familia es presumiblemente la mía, aunque esto supondría mezclar transmisor con receptor. Las desigualdades de esta unión son pequeñas, y esto es lo que distingue la electrónica de la superstición. Con todo, si no piso esos anchos tablones de arce canadiense con mis calcetines no es ni por esa certidumbre ni por instinto de conservación, sino porque sé que mi madre no lo aprobaría. Supongo que quiero dejar las cosas tal como estaban entonces en mi familia, ahora que soy lo único que queda de ella.

2

En aquella habitación y media vivíamos los tres: mi padre, mi madre y yo. La época era después de la guerra y eran muy pocas las personas que podían permitirse tener más de un hijo. Algunas ni siquiera podían permitirse tener el padre vivo o presente: el terror y la guerra se habían cobrado su tributo en las grandes ciudades, y en la mía de manera especial. Así pues, nosotros teníamos motivos particulares para considerarnos afortunados, sobre todo teniendo en cuenta que éramos judíos. Los tres habíamos sobrevivido a la guerra (y digo «los tres» porque yo también había nacido antes de ésta, en 1940); mis padres también habían sobrevivido a los años treinta.

Supongo que se consideraban afortunados, pese a que no lo manifestaron nunca. Por lo general, no tenían excesiva conciencia de su situación, salvo cuando se hicieron más viejos y los achaques empezaron a acosarlos. Pero ni siquiera entonces hablaban de sus cosas ni de la muerte de aquel modo que aterra al que escucha o que lo mueve a compasión. Se limitaban a refunfuñar o a quejarse de una manera impersonal de sus dolencias o a discutir prolijamente algún medicamento. Mi madre, cuando más se aproximó a algo de ese género al que me refiero, fue en cierta ocasión, hablando de un juego de porcelana extremadamente delicado, al decir:

– Será tuyo cuando te cases o cuando…

Pero se interrumpió. Recuerdo también cierta vez que estaba hablando por teléfono con una amiga suya que vivía lejos y acerca de la cual me había dicho que estaba enferma: mi madre salió de la cabina telefónica pública y yo, que la esperaba en la calle, vi en sus ojos tan familiares, detrás de las gafas de montura de concha, una mirada nada familiar. Me incliné hacia ella (yo ya era entonces mucho más alto que ella) y le pregunté qué le había dicho la mujer, a lo que mi madre respondió, con la mirada fija en un punto lejano:

– Sabe que se está muriendo y se ha puesto a llorar por teléfono.

Se tomaban las cosas como acontecimientos normales: el sistema, su impotencia, su pobreza, el hijo descarriado. Lo único que querían era salir lo mejor parados posible: llevar comida a la mesa -y cualquiera que fuese, dar buena cuenta de ella, para conseguir vivir de sus ingresos- y, pese a que siempre vivimos con el dinero justo para subsistir entre los días de pago, incluso poner aparte unos cuantos rublos para que el chico pudiera ir al cine, para las excursiones a los museos, para libros, para golosinas. Los platos, utensilios, vestidos y ropa que teníamos estaban siempre limpios, brillantes, planchados, remendados, almidonados. El mantel no tenía manchas, estaba flamante, la pantalla de la lámpara limpia de polvo, el parquet reluciente y sin una mota.

Lo sorprendente es que ellos no se aburrieran nunca. Estaban cansados, pero no aburridos. Se pasaban la mayor parte del tiempo en casa, siempre de pie: cocinando, lavando, moviéndose entre la cocina comunitaria de nuestro apartamento y nuestra habitación y media, ocupados con una u otra cosa de la casa. Lógicamente, se sentaban para comer, pero si veo a mi madre sentada es sobre todo cuando, inclinada sobre la máquina de coser Singer, manual y con pedal, se dedicaba a remendarnos la ropa, a volver los cuellos del revés, a reparar o adaptar chaquetas viejas. En cuanto a mi padre, las únicas veces que se sentaba era para leer el periódico o para trabajar en su despacho. A veces, por la noche, veían una película o escuchaban un concierto ante el televisor del año 1952. Entonces también estaban sentados… De esa manera, sentado en una silla, en la vacía habitación y media donde vivía, un vecino encontró a mi padre muerto hace un año.

3

Había sobrevivido trece meses a su mujer. De los setenta y ocho años de vida de ella y de los ochenta de él, yo únicamente había vivido treinta y dos con ellos. Apenas sabía nada de sus primeras relaciones, de cómo se conocieron, ni siquiera sé en qué año se casaron. Tampoco sé nada de los once o doce años que vivieron sin mí. Como no lo sabré nunca, mejor será que imagine que la rutina fue la de siempre, que quizá incluso estuvieran mejor sin mí, tanto en el aspecto económico como porque se habían librado de la preocupación de mis continuas detenciones.

Pero no pude ayudarles durante la vejez ni estuve a su lado en la hora de su muerte. Y no lo digo tanto por un sentido de culpabilidad como por ese deseo ególatra del niño que lo empuja a seguir a sus padres a través de todos los estadios de su vida, puesto que todo niño, de un modo u otro, repite los pasos de sus padres. Podría argumentarlo diciendo que, después de todo, si uno quiere aprender de sus padres cómo será su futuro, cómo va a envejecer, también uno quiere aprender de ellos la última lección: cómo hay que morir. Pese a que uno no lo quiera, sabe que aprende de ellos, aunque sea inconscientemente. «¿También yo seré así cuando sea viejo? ¿Será hereditario ese problema cardíaco (o de otro tipo)?»

No sé ni sabré nunca cómo estuvieron mis padres durante los últimos años de su vida, ni cuántas veces sintieron miedo, ni cuántas veces se sintieron al borde de la muerte, ni si se sentían postergados, ni si esperaban que volviéramos a reunimos los tres algún día.

– Hijo -me decía mi madre por teléfono-, la única cosa que le pido a la vida es volver a verte. Es lo único que me mantiene.

Y al cabo de un minuto:

– ¿Qué estabas haciendo hace cinco minutos, antes de llamar?

– Lavaba los platos.

– ¡Ah, eso está muy bien! Es una cosa muy buena eso de lavar platos. A veces es sumamente terapéutico.

4

Nuestra habitación y media formaba parte de una enorme edificación, la tercera parte de un bloque en cuanto a longitud, situada en la zona norte de un edificio de seis pisos que estaba enfrente de tres calles y de una plaza cuadrada. El edificio era uno de esos tremendos pasteles del estilo llamado morisco que en el norte de Europa marcaron el cambio de siglo. Construido en 1903, año del nacimiento de mi padre, constituyó la sensación arquitectónica del San Petersburgo de la época y en cierta ocasión Ajmatova me dijo que sus padres la habían llevado a ver aquella maravilla montada en un cochecito. Por su parte oeste, situada frente a una de las avenidas más famosas de la literatura rusa, la Perspectiva Liteini, Alexander Blok tuvo un apartamento en un momento determinado de su vida. En cuanto a nuestro edificio, vivía en él la pareja que dominó la escena literaria de la Rusia prerrevolucionaria, así como el ambiente intelectual de los emigrantes rusos en el París de años después, durante los decenios de los años veinte y treinta: Dmitri Mereykovski y Zinaida Gippius. Fue desde el balcón de nuestra habitación y media que Zinka, igual que una larva, lanzó sus denuestos a los marineros revolucionarios.

Después de la Revolución, de acuerdo con la política de «condensar» a la burguesía, el edificio fue dividido en apartamentos, siendo adjudicada una habitación por familia. Se levantaron tabiques entre las habitaciones, que en los primeros tiempos eran de contraplacado. Más adelante, con el paso de los años, tablones, ladrillos y estuco elevaron estas divisorias a la categoría de norma arquitectónica. Si hay un aspecto infinito en el espacio, no es su expansión sino su reducción, aunque sólo sea porque la reducción del espacio, por extraño que parezca, es siempre más coherente, está mejor estructurada y tiene más nombres: celda, armario, tumba. Las ampliaciones tienen únicamente un gesto amplio.

En la U.R.S.S., el espacio vital mínimo por persona es de nueve metros cuadrados. Nosotros habríamos debido considerarnos afortunados porque, debido a la singularidad de la parte que nos correspondía en el edificio, nos tocaron un total de cuarenta metros para los tres. Este exceso tenía algo que ver con el hecho de haber conseguido aquella vivienda porque mis padres habían cedido las dos habitaciones que ocupaban en diferentes partes de la ciudad, donde vivían antes de casarse. Ese concepto del intercambio -o, mejor dicho, del cambalache, dada la finalidad del intercambio- es algo que no hay manera de hacer entender a los extranjeros, a las personas forasteras. Las leyes de la propiedad son un arcano en todo el mundo, pero las hay que son más arcano que otras, especialmente cuando la propiedad corresponde al estado. El dinero no entra para nada en el asunto, por ejemplo, ya que en un estado totalitario los grupos de renta no presentan gran variedad; dicho en otras palabras, todo el mundo es tan pobre como su vecino. Uno no compra la vivienda; a lo más, tiene derecho a la superficie equivalente a la que poseía con anterioridad. Si se trata de dos personas que deciden vivir juntas, tienen derecho al equivalente de la suma de las superficies respectivas de sus residencias anteriores. Los funcionarios de la oficina de la propiedad son los que deciden qué superficie ocupará uno. El soborno no sirve de nada, debido a que la jerarquía de esos funcionarios es, a su vez, terriblemente arcana y el impulso inicial que los mueve es darle a uno el mínimo. El cambalache dura años, durante los cuales el único aliado es la fatiga, es decir, se puede abrigar la esperanza de fatigarlos negándose uno a trasladarse a un lugar cuantitativamente inferior al que ocupaba previamente. Aparte de la pura aritmética, lo que interviene en su decisión es una gran variedad de premisas, no articuladas nunca en leyes, con respecto a la edad de uno, a su nacionalidad, a su raza, a su ocupación, a la edad y sexo de su hijo, a sus orígenes sociales y territoriales, por no hablar además de la impresión personal que uno pueda causar, etc. Sólo los funcionarios saben lo que hay disponible, sólo ellos arbitran la equivalencia y pueden ceder o sustraer unos cuantos metros cuadrados del sitio que se les antoje. ¡Y vaya diferencia la que pueden determinar esos pocos metros cuadrados! En ellos se puede instalar una librería o, mejor aún, un escritorio.

5

Dejando aparte el exceso de trece metros cuadrados, éramos terriblemente afortunados porque el apartamento comunitario al que nos habíamos trasladado era muy pequeño. Esto quiere decir que la parte del edificio que le correspondía contenía seis habitaciones, distribuidas de tal forma que sólo daban cabida a cuatro familias y sólo estaban ocupadas por once personas, incluidos nosotros. En un apartamento comunitario, es fácil que los ocupantes alcancen la cifra de cien personas, si bien por término medio el número de habitantes está comprendido entre veinticinco y cincuenta. El nuestro era casi minúsculo.

Por supuesto que debíamos compartir un retrete, un cuarto de baño y una cocina, pero la cocina era muy espaciosa y el retrete muy decente y confortable. En cuanto al cuarto de baño, los hábitos higiénicos de los rusos son tales que permiten que once personas puedan servirse del cuarto de baño o lavar su colada básica sin apretujones de ningún tipo. El cuarto de baño estaba situado en los dos pasillos que conectaban las habitaciones con la cocina y todos nos conocíamos de memoria la ropa interior del vecino.

Los ocupantes eran buenos vecinos, tanto en el aspecto de individuos como porque todos trabajaban y estaban ausentes durante la mayor parte de la jornada. Salvo uno, no eran informadores de la policía, lo que era un buen porcentaje tratándose de un apartamento comunitario. La persona a la que me refiero, que era una mujer regordeta y desprovista de cintura, cirujana de una policlínica cercana, también estaba dispuesta a dar un consejo de carácter médico si la ocasión se terciaba, de guardarle la tanda a uno en la cola para conseguir algún alimento escaso o de echar de vez en cuando una mirada a la sopa que hervía en el fuego. ¿Cómo dice aquel verso en The Star-Splitter de Frost? ¿«Ser social quiere decir perdonar»?

Pese a todas las facetas despreciables que pueda tener esta forma de existencia, un apartamento comunitario tiene también su aspecto redentor, porque orienta la vida hacia su esencia básica, la despoja de toda ilusión acerca de la naturaleza humana. Por el volumen del pedo, se sabe quién es el ocupante del retrete y se sabe también qué tomó él o ella para cenar o para desayunar. Se conocen los ruidos que hacen en la cama y cuándo tienen las mujeres el período. A menudo es en ti en quien confía el vecino para confesar sus penas y también es él quien avisa a la ambulancia cuando te da una angina de pecho o algo peor. Y será él quien te encuentre muerto un día, sentado en una silla, si vives solo, o viceversa.

¡Cuántos chistes, cuántos consejos médicos o culinarios, cuántas indicaciones sobre productos que pueden encontrarse de pronto en tal o cual tienda se intercambian en la cocina comunitaria, por las noches, mientras las mujeres preparan la cena! Allí es donde se aprenden las cosas esenciales de la vida, cazadas al vuelo, a través del rabillo del ojo… ¡Qué dramas mudos se despliegan cuando una, súbitamente, deja de hablarse con otra! ¡Qué escuela de mímica! ¡Qué honduras de emoción pueden transmitir el envaramiento de una vértebra ofendida o un perfil glacial! ¡Cuántos perfumes, aromas y olores flotan en el aire alrededor de una lágrima amarilla de cien vatios que cuelga de un cordón eléctrico enmarañado como una trenza! Esa cueva pobremente iluminada tiene algo de tribal, algo primordial, evolutivo, si se quiere, mientras los pucheros y peroles cuelgan sobre los fogones de gas como potenciales tam-tams.

6

Si recuerdo este lugar no es por la nostalgia sino porque es en él donde mi madre pasó una cuarta parte de su vida. Las familias raras veces comen fuera de casa; en Rusia, casi nunca. Yo no recuerdo a mi madre ni a mi padre sentados a la mesa de un restaurante o, lo que es lo mismo, en una cafetería. Mi madre era la mejor cocinera que he conocido, a excepción, quizá, de Chester Kallman, pero él disponía de más ingredientes. La recuerdo sobre todo en la cocina, con su delantal, la cara enrojecida y las gafas algo empañadas, apartándome de los fogones mientras yo trataba de pescar algún bocado. El labio superior le brilla por el sudor y sus cabellos cortos, teñidos de color caoba, que de otro modo serían grises, se rizan desordenadamente.

– ¡Vete! -me grita-. ¡Vaya impaciencia!

Ya no la volveré a oír nunca más.

Ni tampoco veré que se abre la puerta (¿cómo se las arreglaba para abrirla llevando una cacerola con las dos manos o dos enormes pucheros?, ¿quizá apoyándolos en el pomo y aplicando su peso al mismo tiempo para hacerlo girar?) y que ella entra con la comida/cena/té/postre. Mi padre seguiría leyendo el periódico y yo no dejaría el libro a menos que me pidieran que lo hiciera. Ella sabía que toda ayuda que pudiera venir de nosotros llegaría con retraso y, en cualquier caso, sería torpe. Pero los hombres de su casa sabían más de cortesía que lo que demostraban. Incluso cuando tenían hambre.

– ¿Ya vuelves a leer a Dos Passos? -observaba ella mientras ponía la mesa-. ¡A ver cuando lees a Turgueniev!

– ¿Qué quieres? -decía mi padre como un eco, doblando el periódico-. Cuando uno es un haragán…

7

¿Cómo es posible que yo me vea a mí en ese escenario? Y sin embargo es así: me veo tan claramente como los veo a ellos. Vuelvo a decir que no es nostalgia de mi juventud, de mi país, no, sino que es probable que, puesto que ahora han muerto, vea su vida tal como era entonces y entonces en su vida estaba yo. Esto es lo que también ellos recordarían de mí, a menos que posean ahora el don de la omnisciencia y me estén observando en este momento, sentado en la cocina del apartamento que he alquilado a mi escuela, escribiendo todo esto en una lengua que ellos no entendían, aunque ahora quizá sean panglot. Ésta es su única posibilidad de verme a mí y de ver América. Y para mí es la única forma de verlos a ellos y de ver nuestra habitación.

8

El techo de nuestra habitación tenía más de cuatro metros de altura y estaba ornamentado con la misma decoración de yeso estilo morisco que, combinada con las grietas y manchas de las tuberías que de vez en cuando estallaban en el piso de arriba, lo habían transformado en el mapa detallado de alguna superpotencia o archipiélago inexistentes. Había tres grandes ventanas arqueadas a través de las cuales lo único que veíamos era el instituto del otro lado de la calle, de no ser por la ventana central, que hacía también las veces de puerta para acceder al balcón. Desde aquel balcón se divisaba la calle en toda su longitud y su perspectiva impecable, típicamente petersburguesa, quedaba rematada por la silueta de la cúpula de la iglesia de san Panteleimón o -si uno miraba a la derecha- por la gran plaza en cuyo centro se erguía la catedral del Salvador del Batallón de la Transfiguración de Su Majestad Imperial.

En la época en que nos.trasladamos a vivir a aquella maravilla morisca, la calle ya llevaba el nombre de Pestel, el líder de los decembristas que murió ejecutado. En sus orígenes, sin embargo, había llevado el nombre de la iglesia que se levantaba en su extremo más alejado y se había llamado Panteleimo-novskaya. Allí, en su extremo más lejano, la calle rodeaba la iglesia y se dirigía hacia el río Fontanka, atravesaba el puente de la Policía y conducía al Jardín de Verano. Pushkin vivió en una época en esa parte de la calle y en alguna parte de una carta dirigida a su esposa le dice que «todas las mañanas, en camisón y zapatillas, atravieso el puente y voy a dar una vuelta por el Jardín de Verano. Todo el Jardín de Verano es mi huerta…». Creo que su casa estaba en el número 11, la nuestra en el número 27, al extremo de la calle, donde desembocaba en la plaza de la catedral. Sin embargo, como el edificio se encontraba en la intersección de la calle con la legendaria Perspectiva Liteini, nuestra dirección postal era: Perspectiva Liteini n.° 24, apto. 28. Allí era donde recibíamos nuestra correspondencia y ésta era la dirección que yo escribía en los sobres que enviaba a mis padres. Si la menciono aquí no es porque tenga ninguna importancia especial sino porque es de presumir que mi pluma ya no volverá a escribirla nunca más.

9

Por extraño que parezca, el mobiliario que poseíamos era acorde tanto con el exterior como con el interior del edificio. Desplegaba tal actividad en las curvas y era tan monumental como las molduras de estuco de la fachada o los paneles y pilastras que formaban el relieve de las paredes interiores, con sus madejas de guirnaldas de yeso en las que abundaban geométricos frutos. Tanto la decoración exterior como la interior eran de una tonalidad marrón claro como de cacao con leche. Sin embargo, nuestros dos armarios, enormes como catedrales, eran de roble negro barnizado; con todo, pertenecían a la misma época, que era la del cambio de siglo, al igual que el propio edificio. Posiblemente esto fue lo que predispuso favorablemente a los vecinos desde el principio en relación con nosotros, aunque el hecho demostrara imprudencia por su parte. Y éste fue, quizá, el motivo también de que, apenas después de un año de vivir en el edificio, nos diera la impresión de que siempre habíamos vivido en él. La sensación de que los armarios habían encontrado su ambiente natural -o viceversa-, nos hizo creer que también nosotros estábamos dónde nos correspondía estar y que ya no íbamos a movernos nunca más de allí.

Aquellos grandes armarios de casi tres metros de altura, compuestos de dos pisos (habría sido preciso desmontar la cornisa de la parte superior del mueble separándola de la inferior, con sus patas de elefante, para cambiarlos de sitio), cobijaban casi todo lo que nuestra familia había ido acumulando en el curso de su existencia. La función que en otras casas cubre el desván o el sótano, corría a cargo de los armarios en la nuestra: las diferentes cámaras fotográficas de mi padre, toda la parafernalia necesaria para revelar y copiar, las mismas fotografías, platos, porcelana, ropa blanca, manteles, cajas de zapatos con los zapatos dentro -demasiado pequeños entonces para mi padre y todavía grandes para mí-, herramientas, baterías, sus viejas blusas de los tiempos de la Marina, prismáticos, álbumes familiares, suplementos ilustrados amarillentos por el paso del tiempo, sombreros y pañuelos de mi madre, unas cuantas navajas de afeitar de plata de Solingen, linternas ya fuera de uso, las condecoraciones militares de mi padre, kimonos abigarrados de mi madre, la correspondencia mutua de los dos, gemelos de teatro, abanicos y otras reliquias…, todo estaba almacenado en las cavernosas profundidades de aquellos armarios que, cuando alguien abría una de sus puertas, despedían un aroma de bolas de naftalina, para proteger el interior contra la polilla, de cuero viejo y de polvo. Sobre el estante de más abajo, como si descansaran en una repisa de chimenea, había dos botellas de cristal que contenían licores, además de una pieza de porcelana vidriada que representaba a dos pescadores chinos borrachos que llevaban a rastras su botín de pescado. Mi madre les sacaba el polvo de encima dos veces por semana.

Si vuelvo la vista atrás, pienso que el contenido de aquellas cómodas podía compararse a nuestro subconsciente común, a nuestro subconsciente colectivo, si bien en aquel tiempo no se me habría ocurrido pensarlo. Todas aquellas cosas eran, en todo caso, parte de la conciencia de mis padres, prendas de sus recuerdos, de lugares y épocas que precedían a mi existencia, de su pasado respectivo y de su pasado común, de su juventud y de su infancia, de una era distinta, casi de un siglo distinto. Y con la ventaja que aporta la mirada retrospectiva, diría incluso: prendas de su libertad, puesto que habían nacido y crecido libres, antes de aquello que la escoria necia llamaba Revolución, pero que para ellos, como para tantas generaciones, significó esclavitud.

10

Escribo esto en inglés porque quiero concederles un margen de libertad, un margen cuya amplitud depende del número de los que están dispuestos a leerlo. Quiero que Maria Volpert y Alexander Brodski cobren realidad bajo «un código de conciencia extranjero» y quiero que los verbos de movimiento del inglés describan sus movimientos. Esto no servirá para resucitarlos, pero, por lo menos, otras gramáticas pueden demostrar ser mejores rutas de escape de las chimeneas del crematorio estatal que el ruso. Escribir sobre ellos en ruso sería sólo ampliar su cautividad, su reducción a la insignificancia, cuyo resultado no podría ser otro que la aniquilación mecánica. Sé que no habría que comparar el estado con el idioma, pero fue en ruso que dos viejos, que se arrastraron durante doce años por las numerosas cancillerías y ministerios del estado con la esperanza de conseguir un visado para ir al extranjero a ver a su único hijo antes de que les llegara la muerte, oyeron la respuesta que les reveló que el estado consideraba aquella visita «fuera de lugar». En todo caso, hay que admitir que la repetición de una manifestación tal demuestra una cierta familiaridad con la lengua rusa por parte del estado. Por otra parte, si yo hubiera escrito en ruso todas estas cosas, las palabras no hubieran visto nunca la luz del día bajo cielo ruso. ¿Quién iba a leerlas? ¿Un puñado de emigrados cuyos padres han muerto o morirán un día en circunstancias similares? Ya conocen la canción, ya saben qué es no dejar que un hombre vea a sus padres en su lecho de muerte, ya conocen el silencio que sigue a una petición de un visado de emergencia para asistir al entierro de un familiar. Y además, es demasiado tarde: un hombre o una mujer ya han colgado el teléfono y han atravesado la puerta de sus casas para sumirse en la tarde del país extranjero, sintiendo dentro de ellos algo que ninguna lengua sabría expresar, ni ningún lamento reproducir… ¿Qué podría decirles?

¿Cómo podría consolarles? No hay ningún país que domine como Rusia el arte de la destrucción de sus súbditos y un hombre con una pluma en la mano no puede remediar la situación. No, ésta es una labor que debe hacer el Todopoderoso y para ella dispone de todo el tiempo. Que el inglés, pues, sea la lengua que cobije a mis muertos. En ruso leeré, escribiré poemas o cartas, pero para Maria Volpert y Alexander Brodski el inglés ofrece algo más parecido a la vida después de la muerte, tal vez la única que existe, salvo la mía propia. Y en lo que se refiere a esta última, escribir en esta lengua es como lavar platos: es terapéutico.

11

Mi padre era periodista, fotógrafo para ser más exacto, aunque también escribía artículos. Como la mayoría de las veces escribía para pequeños diarios, que de todos modos nadie leía, sus artículos empezaban generalmente con las palabras: «Nubes densas y cargadas de tormenta se ciernen sobre el Báltico…», como si pensase que el tiempo que hacía en nuestras tierras podía contribuir a que aquel inicio fuera más sensacional o pertinente. Tenía dos títulos superiores: uno de geografía, otorgado por la Universidad de Leningrado, y otro de periodismo, concedido por la Escuela de Periodismo Rojo. Se había matriculado en esta última cuando comprendió que sus posibilidades de viajar, especialmente al extranjero, eran muy improbables: era judío, era hijo del propietario de una imprenta y no pertenecía al Partido.

El periodismo -hasta cierto punto- y la guerra -esencialmente- restablecieron el equilibrio. Tuvo ocasión de visitar la sexta parte de la superficie terrestre (definición cuantitativa estándar del territorio de la URSS) y de navegar por muchas aguas. Aun cuando fue destinado a la Marina, la guerra para él empezó en 1940, en Finlandia, y terminó en 1948, en China, país al que fue enviado junto con un contingente de asesores militares encargados de colaborar con Mao en los esfuerzos que estaba realizando y de donde procedían los pescadores borrachos de porcelana y los juegos, igualmente de porcelana, que mi padre quería que pasaran a mi propiedad cuando me casara. Entre esas dos fechas estuvo escoltando a los PQ aliados en el mar de Barens, defendiendo y perdiendo Sebastopol en el mar Negro y -al ser hundida su torpedera-, uniéndose a los Marines. Durante el asedio de Leningrado fue destinado a ese frente, donde hizo las mejores fotografías que he visto en mi vida de la ciudad sitiada y donde tomó parte en el desmantelamiento del asedio. (Creo que esta fase de la guerra fue la más importante para él por el hecho de encontrarse cerca de su familia, de su casa. Pese a ello y a la proximidad, perdió su casa y a la única hermana que tenía, de las que dieron cuenta las bombas y el hambre.) Más tarde fue enviado de nuevo al mar Negro, desembarcó en la tristemente famosa Malaya Zemlya y la ocupó; después, a medida que el frente avanzaba hacia el oeste, acompañó al primer destacamento de lanchas torpederas a Rumania, desembarcó en el país y, durante un breve espacio de tiempo, llegó incluso a ser gobernador militar de Constanza.

– Nosotros liberamos Rumania -fanfarroneaba a veces, para pasar a contar después sus recuerdos sobre sus encuentros con el rey Miguel.

Aquél fue el único rey que vio en su vida; a Mao, a Chiang Kaishek, por no hablar de Stalin, los tenía por unos advenedizos.

12

Cualesquiera que fuesen las andanzas que vivió en China, nuestra pequeña despensa, nuestros armarios y nuestras paredes se aprovecharon considerablemente de la situación. Todos los objetos artísticos que exhibían eran de origen chino: las pinturas de corcho y acuarela, las espadas de samurai, las pequeñas pantallas de seda. Los pescadores borrachos eran la última pieza que quedaba de la abundante población de figurillas de porcelana que había traído: muñecas, pingüinos con sombrero y otras que habían ido desfilando gradualmente, víctimas a veces de un gesto impremeditado o de la necesidad de hacer un regalo de cumpleaños a un familiar cualquiera. Las espadas pasaron a las colecciones del estado, consideradas armas potenciales que un ciudadano consciente no podía tener en su casa, precaución que, dicho sea de paso, denotaba una razonable cautela dadas las posteriores intromisiones de la policía en nuestra habitación y media provocadas por mi presencia. En cuanto a los juegos de porcelana, de una maravillosa exquisitez incluso para mis inexpertos ojos, mi madre no quería oír hablar siquiera de poner un solo plato en nuestra mesa.

– No son cosas para patanes -nos diría, haciendo alarde de paciencia-, y eso es lo que sois vosotros, unos patanes y unos torpes.

Por otra parte, los platos de que nos servíamos normalmente eran suficientemente hermosos y, además, sólidos.

Me acuerdo de una fría y oscura tarde de noviembre de 1948, sentados mi madre y yo en la pequeña habitación de dieciséis metros cuadrados donde pasamos la guerra y la posguerra. Aquel día mi padre regresaba de China. Recuerdo el sonido repentino del timbre, mi madre y yo precipitándonos al rellano débilmente iluminado y, de pronto, negro con los uniformes de los marinos: mi padre, su amigo y compañero, el capitán F.M., y un puñado de marineros que se introducen por el pasillo, cargados con tres enormes cajas, dentro de las cuales están los tesoros chinos, rodeadas por los cuatro costados por gigantescos personajes chinos que parecen pulpos. Y un poco más tarde, el capitán F.M. y yo, sentados a la mesa, mientras mi padre desembala las cajas, mi madre con su vestido amarillo y rosa de crespón, sus zapatos de tacón alto, las manos entrelazadas y exclamando: «Ahí oh wunderbar!», así, en alemán, la lengua de su infancia letona y del trabajo que entonces realizaba -intérprete en un campamento de prisioneros de guerra alemanes-, y el capitán F.M., un hombre alto y nervudo, con su blusa de color azul oscuro sin botones, sirviéndose una copa de una botella y guiñándome el ojo, como si yo fuera una persona mayor. En el alféizar de la ventana están sus cinturones con áncoras en las hebillas y las Parabellums metidas en las fundas, y mi madre lanza un hondo suspiro a la vista de un kimono. La guerra ha terminado, ha llegado la paz…, soy demasiado pequeño para devolver el guiño al capitán.

13

Ahora tengo exactamente la misma edad que tenía mi padre aquella tarde de noviembre: cuarenta y cinco años. Estoy viendo de nuevo la escena con una claridad extraña, como si la contemplara con una lente de alta definición, pese a que todos sus participantes, salvo yo, han muerto. Veo tan perfectamente al capitán F.M. que ahora puedo devolverle el guiño… ¿Debía ser todo así? ¿Hay en esos guiños, hechos a través del espacio de casi cuarenta años, algún sentido, alguna intención que ahora se me escapa? ¿Es así la vida? Y en caso contrario, ¿por qué esta claridad, de qué sirve? La única respuesta que se me ocurre es ésta: para que ese momento exista, para que no sea olvidado cuando los actores hayan desaparecido, incluso yo mismo, y entonces quizá puedas entender cuan preciosa fue la llegada de la paz. En casa de una familia. Y en virtud de la misma razón, para que sepas qué son los momentos, ya se trate de la llegada del padre o de desembalar una caja. De aquí esa claridad hipnótica. O tal vez sea porque tú eres hijo de un fotógrafo y tu memoria no hace sino revelar una película que filmaron tus dos ojos hace casi cuarenta años. Y por esto entonces no pudiste devolver aquel guiño.

14

Mi padre llevó el uniforme de la Marina aproximadamente dos años más. Y fue en ese tiempo cuando mi infancia empezó de verdad. Mi padre era el funcionario encargado del departamento de fotografía del Museo de la Marina, situado en el edificio más hermoso de toda la ciudad. Lo que equivale a decir, de todo el imperio. El edificio había sido en otro tiempo la Bolsa: un edificio mucho más griego que ningún Partenón y, por otra parte, mucho mejor situado, en el extremo de la isla de Basilio, que se proyecta hacia el interior del río Neva en su tramo más ancho.

Algunas tardes, a la salida de la escuela, atravesaba la ciudad hasta el río, pasaba el puente del Palacio y me iba corriendo hasta el museo para recoger a mi padre y volver a casa con él. Cuando lo pasaba mejor era las veces en que estaba de servicio por la tarde y el museo ya estaba cerrado. Mi padre aparecía por el largo pasillo de mármol y avanzaba hacia mí en todo su esplendor, con el brazal azul-blanco-y-azul de los oficiales de servicio en el brazo izquierdo, la Parabellum enfundada, colgada del cinturón y balanceándose a su derecha, la gorra de la Marina con su visera lacada y su «ensalada» de oro cubriéndole aquella cabeza con su desconcertante calvicie.

– ¡Saludos, comandante! -le gritaba yo, puesto que ésta era su graduación.

El sonreía, orgulloso, y como todavía le quedaban una o dos horas de servicio, me dejaba errar solo por el museo.

Estoy plenamente convencido de que, aparte de la literatura de los dos últimos siglos y, quizá, la arquitectura de la antigua capital, la única cosa de la que Rusia puede enorgullecerse es de la historia de su Marina. Y ello no por sus espectaculares victorias, puesto que cuenta con pocas, sino por la nobleza del espíritu que informó su empresa. Llámesele idiosincrasia o incluso psicofantasía, pero este invento del único emperador ruso dotado de imaginación, Pedro el Grande, se me antoja un cruce entre la literatura a la que antes me he referido y la arquitectura. Creada según el modelo de la Marina británica, pero menos funcional que decorativa, más inclinada por el espíritu al gesto heroico y al propio sacrificio que a la supervivencia a toda costa, esa Marina fue ciertamente una creación fantástica: una visión de un orden perfecto, abstracto casi, nacida en las aguas de los océanos del mundo, que no habría podido alcanzarse en ningún otro lugar del suelo ruso.

Un niño es ante todo un esteta: reacciona ante las apariencias, las superficies, las formas y figuraciones. Difícilmente encontraría nada en mi vida que me haya gustado tanto como aquellos almirantes recién afeitados, puestos de frente y de perfil, enmarcados en oro y asomados a un bosque de mástiles, que se erguían sobre maquetas de barcos aspirantes al tamaño natural. Con sus uniformes de los siglos dieciocho y diecinueve, sus chorreras o sus cuellos altos, sus charreteras con flecos como escobones, sus patillas y sus anchas bandas azules atravesadas sobre el pecho, tenían todo el aire de ser los instrumentos de un ideal perfecto y abstracto, en nada menos precisos que los astrolabios montados en bronce, las brújulas, los catalejos y los sextantes que relucían a su alrededor. ¡Sabían calcular la situación de una persona bajo los astros con un margen de error más pequeño que sus amos! Y uno no podía por menos que desear que gobernasen también las aguas humanas: ponerse a merced de los rigores de su trigonometría antes que de la burda planimetría de los ideólogos, ser una ficción de la visión, tal vez de un espejismo, en lugar de ser parte de la realidad. Estoy convencido de que hoy en día sería mucho mejor para el país que no tuviera como enseña nacional esa obscena ave imperial bicéfala ni esa hoz y ese martillo vagamente masónicos, sino la bandera de la marina rusa: nuestra gloriosa e incomparablemente hermosa bandera de san Andrés, la cruz azul en diagonal sobre fondo blanco virginal.

15

De vuelta a casa, mi padre y yo entrábamos en alguna tienda para comprar comida o material fotográfico (película, productos químicos, papel) o nos deteníamos ante los escaparates. Mientras hacíamos camino en dirección al centro de la ciudad, me hablaba acerca de la historia de ésta o aquella fachada, de lo que había aquí o allí antes de la guerra o del año 1917. Me informaba de quién era el arquitecto, el propietario, el ocupante, de qué había sido de ellos y, en su opinión, por qué habían tenido aquel destino. Aquel comandante de la marina de un metro ochenta de altura sabía un montón de cosas sobre la vida de la ciudad y ocurrió que yo fui viendo gradualmente su uniforme como un disfraz; para decirlo con más exactitud, la idea de la distinción entre forma y contenido había empezado a echar raíces en mi cerebro de colegial. Su uniforme tenía mucho que ver con ese efecto, no menos que el contenido de aquellas fachadas que me iba señalando con el dedo. Por supuesto que, en mi mente de niño, esa disparidad se reflejaría en una invitación a la mentira (no es que la necesitara precisamente), aunque a un nivel profundo me parece que me enseñó el principio de cubrir las apariencias prescindiendo de lo que pudiera ocurrir en el interior.

En Rusia, es raro que los militares cambien el uniforme por el traje civil, ni siquiera en casa. Se trata en parte de una cuestión de armario ropero, que en ningún caso es muy abundante; sin embargo, tiene que ver en gran parte con el concepto de autoridad implícito en el uniforme y, por esa misma vía, con la posición social. Mucho más aún cuando uno es oficial. Hasta los mismos desmovilizados o los militares retirados suelen llevar durante un cierto tiempo, ya sea en casa, ya en público, ésta o aquella prenda perteneciente a su atavío militar: una camisa con hombreras, unas botas altas, una gorra, un capote, como para indicar a los demás (o para recordárselo a sí mismos) el grado de adscripción: aquél que ha servido una vez, servirá siempre. Viene a ser como el clero protestante de estas tierras y, en el caso de los marinos, la similitud todavía es más acusada debido al alzacuello blanco.

En uno de los cajones del armario guardábamos cuellos a montones, de plástico y de algodón; años más tarde, cuando yo cursaba séptimo grado y fue impuesto uniforme a los colegiales, mi madre los cortó y cosió al cuello fijo de mi blusa color gris rata. Aquel uniforme era también paramilitar: blusa, cinturón con hebilla, pantalones a juego, gorra con visera lacada. Cuanto más pronto empieza uno a identificarse como soldado, mejor para el sistema. A mí no me importaba, pese a que me molestaba el color, que me recordaba la infantería o, peor aún, la policía. De ningún modo podía casar con el capote de mi padre, negro como un pozo, con sus dos hileras de botones amarillos que hacían pensar en una avenida por la noche. Y, cuando se lo desabrochaba, la blusa azul marino debajo, con otra hilera de botones iguales que los otros: una calle de noche, ésta débilmente iluminada. «Una calle dentro de una avenida»… esto es lo que pensaba de mi padre, observándolo de soslayo mientras recorríamos el camino desde el museo a casa.

16

Aquí, en el patio de South Hadley, tengo dos cornejas. Son bastante grandes, casi del tamaño de un cuervo, y son lo primero que veo cuando llego en coche a casa o cuando salgo de ella. Aparecieron por aquí una después de la otra: la primera llegó hace dos años, cuando murió mi padre. O por lo menos fue entonces cuando advertí su presencia. Siempre aparecen o aletean por los alrededores una al lado de la otra y la verdad es que son muy silenciosas para ser cornejas. Yo trato de no mirarlas; o por lo menos trato de no observarlas. Pese a todo, he observado que suelen permanecer en el pequeño pinar que, sobre un terreno ondulante que cubre unos trescientos metros, se extiende desde el patio trasero de mi casa hasta una pradera que bordea un barranco con un par de enormes piedras en el borde. Yo no voy nunca por aquellos alrededores, porque sé que encontraría a las cornejas, dormidas sobre aquellas dos piedras tomando el sol. Tampoco he querido buscar su nido. Son dos pájaros negros, pero he observado que tienen la parte interna de las alas del color de la ceniza. La única vez que no las veo es cuando llueve.

17

Creo que fue en 1950 cuando mi padre fue desmovilizado de acuerdo con alguna norma del Politburó que decretaba que todo aquel que tuviera orígenes judíos no podía ostentar graduaciones militares elevadas. Si no me equivoco, la ley fue aplicada por Andrei Zdanov, en aquel entonces al mando del control ideológico de las fuerzas armadas. Mi padre tenía entonces cuarenta y siete años y, por así decirlo, tuvo que iniciar una nueva vida. Decidió volver al periodismo y dedicarse de nuevo a hacer reportajes fotográficos. Sin embargo, para ejercer esa profesión debía ser contratado por una revista o un periódico. Pero esto era difícil, porque eran los años cincuenta y corrían malos tiempos para los judíos. La campaña contra los «cosmopolitas sin raíces» arreciaba con todo su empuje. Después, en 1953, se produjo el «caso de los doctores», que si no terminó en el baño de sangre habitual fue únicamente porque su instigador, el propio camarada Stalin, cuando el caso se encontraba en su punto más bajo, estiró repentinamente la pata. Poco tiempo antes, sin embargo, el aire se había llenado de rumores acerca de las represalias que estaba planeando el Politburó contra los judíos y corría la voz de que todas aquellas criaturas del «párrafo cinco» serían confinadas al este de Siberia, a la zona conocida como Birobidyan, junto a la frontera con China. Incluso circulaba una carta, firmada por los individuos más notables del «párrafo cinco» -campeones de ajedrez, compositores y escritores- en la que se imploraba del Comité Central del Partido y del camarada Stalin en persona que permitiera que los judíos pudiéramos redimir con trabajos forzados en remotos lugares del país el daño inmenso que habíamos infligido al pueblo ruso. La carta debía aparecer en Pravda a manera de pretexto para la deportación.

Pero lo que apareció en Pravda fue la noticia de la muerte de Stalin, si bien por aquel entonces ya estábamos preparándonos para el viaje e incluso habíamos vendido nuestro piano vertical, que de todos modos ningún miembro de la familia sabía tocar (pese al pariente lejano que mi madre invitó para que me enseñara a tocarlo, yo no tenía el más mínimo talento y mucho menos la paciencia necesaria). En cualquier caso, dado el ambiente, las posibilidades que tenía un judío y, por añadidura, una persona ajena al Partido, de ser contratado por una revista o un periódico eran de lo más exiguo, por lo que mi padre se quedó en la calle.

Durante unos años estuvo ofreciéndose como colaborador independiente por todo el país, bajo contrato de la Exposición Sindical Agrícola de Moscú. Esto hacía que de vez en cuando tuviésemos en nuestra mesa maravillas tales como tomates de cuatro libras o híbridos manzana-pera. Sin embargo, la retribución era ridícula y si conseguíamos salir adelante era gracias al sueldo que cobraba mi madre como empleada del consejo de desarrollo del municipio. Aquéllos fueron años de gran escasez y coinciden con la época en que mis padres empezaron a enfermar. Pese a todo, mi padre seguía haciendo honor a su carácter gregario y a menudo me llevaba a ver a sus antiguos camaradas de la Marina, dedicados entonces a dirigir un club de navegación, a cuidar de los viejos astilleros, a entrenar a los jóvenes. Tenía gran número de amigos y todos, invariablemente, se alegraban de verlo (en toda mi vida nunca he conocido a nadie, hombre ni mujer, que tuviera una queja contra él). Uno de estos amigos, editor en jefe del periódico destinado a la sección regional de la Marina mercante, un judío que tenía un nombre de resonancias rusas, lo contrató finalmente y, hasta que mi padre se jubiló, estuvo trabajando para aquella publicación en el puerto de Leningrado.

Así pues, la mayor parte de su vida se la pasó de pie («los reporteros, como los lobos, viven de sus patas», solía decir), entre barcos, marineros, capitanes, grúas, cargueros. Como telón de fondo siempre tenía detrás de sí la rizada lámina de zinc del agua, los mástiles, el negro casco metálico de la popa de un barco con las primeras o las últimas letras blancas que declaraban su puerto de origen. Salvo en invierno, llevaba siempre la negra gorra de marino con su visera lacada. Le gustaba estar cerca del agua, adoraba el mar. En un país como aquél, es lo que está más cerca de la libertad: basta a veces con mirarlo, cosa que él hacía, y con fotografiarlo, cosa que hizo durante gran parte de su vida.

18

Aunque en grados variables, todos los niños anhelan llegar a mayores y ansian salir de sus casas, abandonar la opresión del nido. ¡Salir! ¡Vivir la verdadera vida! Ir hacia el ancho mundo, hacia la vida siguiendo las propias directrices.

Con el tiempo se acaba haciendo realidad su deseo y, durante un cierto período, se siente absorbido por nuevos panoramas, lanzado a construir su propio nido, a crear su propia realidad.

Pero llega un día en que, dominada, la nueva realidad, implantadas sus propias directrices, se da cuenta de pronto de que su nido ha desaparecido, de que aquellos que le dieron la vida han muerto.

Es un día en que se siente como un efecto que se hubiera quedado repentinamente sin causa. La enormidad de la pérdida la hace incomprensible. Su mente, desnuda de improviso como resultado de la pérdida, se encoge, lo que hace que aumente todavía más la magnitud de aquella pérdida.

Advierte entonces que su búsqueda juvenil de «la verdadera vida», su abandono del nido, ha dejado indefenso aquel nido. Sin embargo, aunque no está bien, achaca la culpa a la naturaleza.

De lo que no puede culpar a la naturaleza es del descubrimiento de que su obra, la realidad de su hazaña, es menos válida que la realidad del nido que abandonara un día, puesto que si en su vida ha habido algo real es precisamente aquel nido, tan opresivo y sofocante, del que tanto anhelaba huir. Porque estaba construido por otros, por aquéllos que le dieron la vida, no por él, que demasiado bien conoce el verdadero valor de sus propios trabajos que, para decirlo de algún modo, no hacen otra cosa que usar la vida que se le ha dado.

El sabe con qué voluntad, con qué intención y premeditación ha hecho todo cuanto ha hecho y cómo, al final, todo resulta provisional. Y, aun cuando perdure, el mejor uso que puede darle es el de demostración de su capacidad, para poder fanfarronear.

Pese a todo, por mucha que fuera su capacidad, nunca podrá reconstruir aquel nido tan sólido que tuvo en otro tiempo, en el que se oyó su primer grito de vida, como tampoco podrá reconstruir a aquellos que lo pusieron en él. Es un efecto, pero no puede reconstruir la causa.

19

El elemento más voluminoso de nuestro mobiliario o, por lo menos, el que ocupaba más espacio, era la cama de mis padres, a la que creo que debo la vida. Era una pieza enorme, de tamaño excepcional, cuyos relieves también armonizaban hasta cierto punto con todo lo demás, pese a estar realizados de acuerdo con un estilo más moderno. Estaba presente en ella el mismo motivo vegetal, por supuesto, pero la ejecución oscilaba entre el Art Nouveau y la versión comercial del Constructivismo. Aquella cama era objeto de un especial orgullo por parte de mi madre, ya que la había comprado en 1935, antes de que se casara con mi padre, al descubrirla, junto con un tocador a juego, provisto de tres espejos, en la tienda de un carpintero de segunda fila. La mayor parte de nuestra vida había gravitado alrededor de aquella cama y los momentos más decisivos de nuestra familia se habían ventilado sentados los tres, no alrededor de la mesa, sino en aquella inmensa superficie, yo a los pies y mis padres en la cabecera.

Para la media rusa, aquella cama era un verdadero lujo. Yo había pensado a menudo que había sido precisamente aquella cama lo que había inducido a mi padre a casarse, pues le gustaba demorarse en ella más que nada en el mundo. Incluso cuando él y mi madre se sumían en la más amarga acrimonia, la mayoría de las veces por culpa del presupuesto familiar («¡Tienes la maldita costumbre de vaciar toda la bolsa en el colmado!», echaba en cara a mi madre la indignada voz de mi padre, que llegaba hasta mi «media habitación» desde su «habitación entera» viajando por encima de las estanterías de libros. «¡Estoy harta, lo que se dice harta después de aguantar treinta años tu tacañería!», le replicaba mi madre), incluso entonces mi padre se mostraba reacio a salir de la cama, especialmente por las mañanas. Había quien nos había ofrecido unos buenos dineros por aquella cama, que en realidad ocupaba demasiado espacio dado lo exiguo de nuestra vivienda, pero pese a lo apurados que pudieran estar, mis padres no habían contemplado nunca aquella posibilidad. La cama era realmente excesiva, pero a mí me parece que a ellos les gustaba precisamente por esto.

Recuerdo verlos dormidos en ella, cada uno en su lado, dándose la espalda y con una sima colmada por mantas arrugadas entre los dos. Los recuerdo leyendo en la cama, hablando, tomándose sus píldoras, luchando con ésta o aquella enfermedad. La cama los enmarcaba para mí en su espacio más seguro y a la vez más indefenso. Esa era su madriguera particular, su última isla, su espacio inviolable -por nadie, salvo por mí- en el universo. Dondequiera que se encuentre en estos momentos, ha quedado reducida a un vacío dentro del orden mundial: un vacío de dos metros por metro y medio. Era de arce marrón claro, estaba barnizada y nunca crujía.

20

Mi media habitación estaba conectada con la suya por medio de dos grandes arcos que casi llegaban al techo y que yo trataba constantemente de llenar con diversas combinaciones de estanterías y maletas, al objeto de separar mi cuarto del de mis padres y de conseguir una cierta intimidad. Y si digo «cierta» es porque la altura y anchura de aquellos arcos, aparte de la configuración morisca de su borde superior, eliminaban cualquier posibilidad de gozar de la misma, a menos, por supuesto, de haber rellenado el espacio con ladrillos o de cubrirlo con planchas de madera. Pero esto habría sido contrario a la ley, puesto que entonces habríamos tenido dos habitaciones en lugar de la habitación y media que la orden emitida por el instituto de la vivienda nos había concedido. Dejando aparte las frecuentes visitas del inspector de nuestra casa, nuestros vecinos, pese a estar en buenos términos con nosotros, habrían informado en poco tiempo del hecho a las autoridades pertinentes.

Había que idear un paliativo y a ello me estuve aplicando a partir de los quince años. Discurrí toda suerte de disparatadas soluciones y en cierta ocasión llegué a imaginar la construcción de un acuario de tres metros y medio de altura en el centro del cual habría una puerta que conectaría mi media habitación con su habitación. Ni que decir tiene que tamaña proeza arquitectónica estaba por encima de mis posibilidades. La solución, pues, estribaba en la acumulación de estanterías por el lado que me correspondía y en capas y más capas de cortinas por el de mis padres. Como es lógico pensar, a ellos no les gustaba la solución ni la naturaleza del problema en sí.

Los amigos y amigas, sin embargo, crecían en número más lentamente que los libros, aparte de que estos últimos se quedaban en su sitio. Teníamos dos armarios, provistos de espejos, que cubrían las puertas en toda su altura, y, aparte de este detalle, absolutamente anodinos. Sin embargo, eran bastante altos y solucionaban la mitad del problema. A su alrededor y sobre ellos construí los estantes, dejando una estrecha abertura a través de la cual mis padres podían colarse en mi habitación y viceversa. A mi padre no le gustaba nada el arreglo, sobre todo desde que en el extremo más alejado de mi media habitación se había arreglado una cámara oscura en la que realizaba todos sus trabajos de revelado y copiado, es decir, los trabajos de los que procedían gran parte de los medios para nuestra subsistencia.

En aquel extremo de mi media habitación había una puerta que yo utilizaba para entrar y salir cuando mi padre no trabajaba en su cámara oscura.

– Así no tengo que molestaros -les decía a mis padres, pese a que en realidad lo hacía para evitar su escrutinio y la necesidad de presentarles a mis invitados o éstos a ellos. Para disimular la naturaleza de aquellas visitas, solía hacer funcionar un gramófono eléctrico, causante de que mis padres acabaran con el tiempo por odiar a Bach.

Tiempo después, cuando aumentaron espectacularmente tanto los libros como la necesidad de gozar de intimidad, subdividí mi media habitación ideando una nueva colocación de los armarios y haciendo que separaran mi cama y mi escritorio de la cámara oscura. Introduje entre ellos un tercer armario que teníamos en el corredor sin que desempeñara en él ninguna función particular. Arranqué de él la pieza trasera y dejé intacta la puerta, lo que tuvo por resultado que la persona que quería entrar en mi Lebensraum tuviera que hacerlo a través de dos puertas y una cortina. La primera puerta era la que daba al corredor, después de lo cual uno se situaba en la cámara oscura de mi padre y, levantando una cortina, se encontraba ante la puerta del armario, que debía abrir. En la parte superior de los armarios amontoné todas las maletas que teníamos y, pese a que eran muchas, no alcanzaban el techo. El efecto total era el de una barricada, detrás de la cual, sin embargo, el chico se encontraba seguro y la Mariana de turno podía mostrarle algo más que el pecho.

21

La mala impresión que aquellas transformaciones habían producido en mi padre y mi madre mejoró un tanto cuando empezaron a oír el ruido de la máquina de escribir que llegaba hasta ellos a través del parapeto. La abundancia de cortinajes lo amortiguaba bastante, pero no totalmente. La máquina de escribir, provista de tipos rusos, también formaba parte del lote que mi padre había traído de China, aunque poco podía esperar que sería su hijo quien sacaría partido de ella. La tenía sobre mi mesa, encajada en el rincón formado por la antigua puerta, tapada con ladrillos, que antes conectaba nuestra habitación y media con el resto del edificio. ¡Y aquí es dónde las cosas salieron a le medida de mis deseos! Como mis vecinos tenían un piano colocado al otro lado de esa puerta, fortifiqué contra las escalas de su hijita la parte que correspondía a mi habitación con una pared de estanterías para libros, que descansaban sobre mi escritorio y se amoldaban perfectamente al hueco.

Dos armarios con sus espejos y un paso entre ellos, a un lado; el alto ventanal con su cortina y el alféizar situado medio metro por encima de mi espaciosa cama turca, color marrón oscuro y sin cojines, al otro; el arco, rellenado hasta sus bordes moriscos con las estanterías, detrás; la librería que ocupaba el hueco de la puerta y mi escritorio con la Royal Underwood encima, delante de mis narices: esto era mi Lebensraum. Mi madre se encargaba de limpiarla, mi padre la atravesaba durante sus idas y venidas a la cámara oscura; y de vez en cuando él o ella acudían a refugiarse en mi sillón gastado, pero cómodo, después de uno de sus altercados. Aparte de esto, aquellos diez metros cuadrados eran míos y fueron los mejores diez metros cuadrados que he conocido en mi vida. Si el espacio tiene mente propia y genera su distribución, existe la posibilidad de que esos metros cuadrados también me recuerden con cariño. Especialmente ahora, bajo diferentes pies.

22

Estimo que a los rusos nos es más difícil aceptar la ruptura de vínculos que a nadie en el mundo. Después de todo, somos un pueblo muy afincado en nuestra tierra, más incluso que otros habitantes del continente -alemanes, franceses-, que se mueven de aquí para allá mucho más que nosotros, aunque sólo sea por el hecho de que tienen coches y carecen de fronteras propiamente dichas. Para nosotros, un piso es para toda la vida, una ciudad es para toda la vida, un país es para toda la vida. Por consiguiente, los conceptos de permanencia son más fuertes, como también la sensación de pérdida. Con todo, si una nación ha perdido en medio siglo casi sesenta millones de almas por culpa de su carnívoro estado (cifra que incluye los veinte millones que sucumbieron en la guerra) quiere decir que es capaz de superar su sentido de la estabilidad, aunque sólo sea porque esas pérdidas se produjeron debido al statu quo.

Así es que, si uno se demora en estas cosas, no lo hace necesariamente para obrar de acuerdo con la constitución psicológica de su tierra nativa. A lo mejor el responsable de esta efusión es exactamente lo contrario: la incompatibilidad del presente con el material de los recuerdos. Supongo que la memoria refleja la calidad de la propia realidad en no menor grado que el pensamiento utópico. La realidad que afronto no tiene ninguna relación ni correspondencia con la habitación y media ni con sus habitantes, todo ello ubicado al otro lado del océano y, en la actualidad, inexistente. En lo tocante a alternativas, no se me ocurre nada más diametralmente opuesto que lo que ahora tengo. La diferencia es la que existe entre dos hemisferios, entre el día y la noche, entre un paisaje urbano y una panorámica campestre, entre la muerte y la vida. Los únicos puntos en común son mi cuerpo y una máquina de escribir, aunque ésta de diferente factura y con tipos diferentes.

Supongo que, si hubiera vivido cerca de mis padres durante los últimos doce años de su vida, si hubiera estado a su lado en el momento de su muerte, el contraste entre el día y la noche o entre una calle de una ciudad rusa y un callejón de un pueblo americano no sería tan marcado; la acometida de la memoria cedería el paso a la del pensamiento utópico. El paulatino desgaste habría ido adormeciendo los sentidos y me habría hecho ver la tragedia como un hecho natural y que la dejara detrás de mí como un incidente lógico. Pero pocas cosas hay más fútiles que sopesar las opciones que uno ha tenido de manera retrospectiva; lo bueno de una tragedia artificial es que hace que uno preste atención al artificio. Los pobres suelen utilizarlo todo: yo utilizo mi complejo de culpabilidad.

23

Se trata de un sentimiento fácilmente dominable. Después de todo, todos los hijos se sienten culpables en relación con sus padres, aunque sólo sea porque saben que morirán antes que ellos. En consecuencia, lo único que se necesita para aliviar esta sensación de culpabilidad es que mueran por causas naturales: de una enfermedad, de viejos o de ambas cosas. Pero, ¿puede uno hacer extensiva esta ausencia de compromiso a la muerte de un esclavo? ¿De alguien que nació libre, pero cuya situación de libertad se ha visto alterada?

Restrinjo la definición de esclavo no por razones académicas ni por falta de generosidad, y estoy dispuesto a aceptar que un ser humano nacido en situación de esclavitud sabe de la libertad por razones genéticas o por razones intelectuales, por lecturas o de oídas, pero debo añadir que su ansia genética de libertad es, como todas las ansias, incoherente hasta cierto punto, puesto que no se trata de recuerdo real de su mente ni de sus miembros. De ahí la crueldad y la ciega violencia de tantas revueltas, de ahí también sus derrotas, o sea, sus tiranías. La muerte, para un esclavo de esa condición o para sus parientes próximos, tiene que ser como una liberación (la famosa frase de Martin Luther King Jr.: «¡Libre! ¡Libre! ¡Por fin, libre!»).

¿Qué habría que decir, sin embargo, del que ha nacido libre, pero muere como esclavo? Dejando al margen los conceptos eclesiásticos, ¿pensará también en la muerte como en un alivio? Pues, es posible, pero es más probable que la vea como el insulto final, como el último e irreversible robo de su libertad. Y así es como lo ven sus parientes o como lo ve su hijo, puesto que esto es lo que es: el robo final.

Me acuerdo de que una vez mi madre fue a la estación para comprar un billete en dirección al sur: iba al Sanatorio de Aguas Minerales. Después de dos años de trabajo en la oficina municipal de desarrollo, iba a disfrutar de veintiún días de vacaciones y había proyectado ir al sanatorio para someter a una cura su hígado enfermo (nunca llegó a saber que padecía cáncer). Cuando estaba haciendo la larga cola necesaria para sacar el billete, después de tres horas de espera descubrió que le habían robado el dinero que reservaba para el billete: cuatrocientos rublos. Estaba desconsolada. Volvió a casa y, de pie en la cocina comunitaria, se puso a llorar y a llorar sin parar. Yo la llevé a nuestra habitación y media, se tumbó en la cama y siguió llorando. El motivo de que recuerde este hecho es que ella no lloraba nunca, salvo en los entierros.

24

Al final, mi padre y yo acudimos con el dinero y pudo ir al sanatorio. Pero no era por el dinero perdido por lo que lloraba… Las lágrimas no eran frecuentes en nuestra familia y la afirmación también es válida, hasta cierto punto, para toda Rusia:

– Guarda las lágrimas para ocasiones más importantes -solía decirme ella cuando yo era pequeño.

Y me temo que he sabido hacerlo más de lo que ella habría deseado.

Me imagino que mi madre tampoco aprobaría que yo escriba esas cosas y, por supuesto, tampoco mi padre. Era un hombre orgulloso. Siempre que se cernía sobre él algo reprobable o temible, su rostro adoptaba una expresión desabrida, pero al mismo tiempo retadora. Como si, ante el umbral de algo que sabía más fuerte que él, dijera:

– ¡Inténtalo!

En ocasiones así, solía hacer una observación, observación que iba acompañada de su sometimiento:

– ¿Qué se puede esperar de esta gentuza?

No se trataba de ningún tipo de estoicismo: no había sitio para ninguna postura filosófica, por minimalista que fuera, en la realidad de aquel tiempo, que comprometiera cualquier convicción o escrúpulo exigiendo sumisión total a la suma de sus contrarios. (Sólo los que no volvieron de los campos podían alegar intransigencia; los que volvieron eran en todo tan dúctiles como los demás.) Y en cambio, no era cinismo, sí simplemente un intento de mantener alta la cabeza en una situación de total deshonor, de mantener abiertos los ojos. He aquí por qué las lágrimas estaban fuera de lugar.

25

Los hombres de aquella generación eran los hombres del o esto/o aquello. A ojos de sus hijos, mucho más versados que ellos en transacciones con la propia conciencia (muy provechosas en ocasiones), aquellos hombres parecían bobalicones. Como he dicho, no tenían mucha conciencia de su propia persona.

Nosotros, sus hijos, fuimos educados -o, mejor, nos educamos a nosotros mismos- en la creencia de la complejidad del mundo, en la importancia del matiz, de las sugestiones, de las zonas grises, de los aspectos psicológicos de las cosas. Ahora, llegados a la edad que nos hace iguales a ellos, adquirida la misma masa física y con vestidos de la misma talla que ellos llevaban, vemos que todo se reduce precisamente al o esto/o aquello, al principio del sí/no. Nos llevó casi una vida entera entender lo que ellos, al parecer, habían sabido desde el principio: que el mundo es un lugar sumamente desapacible y que no merece nada mejor. Aquel «sí» y «no» abarca muy bien, sin dejar nada fuera, toda aquella complejidad que nosotros descubríamos y estructurábamos con tanta fruición y que casi nos costó nuestra voluntad.

26

De haber buscado un lema para su existencia, habrían podido adoptar unos versos de una de las Elegías del norte, de Ajmatova:


Como un río, fui desviada por mi poderosa era

Cambiaron mi vida: seguí adelante por un valle distinto, a través de otros paisajes.

Y no conozco mis orillas ni sé dónde están.


Nunca me hablaron mucho de su infancia, ni de sus familias, ni de sus padres, ni de sus abuelos. Lo único que sé es que uno de mis abuelos (por parte de mi madre) era viajante de comercio de la casa Singer de máquinas de coser y que se dedicaba a introducirlas en las provincias bálticas del imperio (Lituama, Letonia, Polonia) y que el otro (el de la familia de mi padre) era propietario de una imprenta en San Petersburgo. Aquella reticencia tenía menos que ver con la amnesia que con la necesidad de ocultar sus orígenes de clase durante aquella poderosa era, con el solo objeto de sobrevivir. El verbo cautivador de mi padre se veía rápidamente interrumpido en sus recuerdos acerca de los esforzados tiempos de sus estudios secundarios por la amonestadora mirada de los ojos grises de mi madre. Y ella, a su vez, no parpadeaba siquiera al escuchar por la calle o de boca de mis amigos una expresión francesa ocasional, pese a que un día la encontré con una edición francesa de mis obras. Nos miramos, volvió a dejar en silencio el libro en el estante y salió de mi Lebensraum.

Un río desviado que corría hacia un estuario ajeno, artificial. ¿Podría alguien atribuir su desaparición a causas naturales? Y en caso afirmativo, ¿qué decir de su curso? ¿Cómo hay que ver el potencial humano, reducido y dirigido erróneamente desde el exterior? ¿Quién podría explicar de dónde ha sido desviado? ¿Hay alguien que pueda? Y mientras hago estas preguntas no pierdo de vista el hecho de que esta vida limitada y mal dirigida puede producir a lo largo de su curso otra vida, la mía por ejemplo, que, a no ser precisamente por esta reducción de opciones, no habría tenido lugar, para empezar, y no se habrían hecho estas preguntas. No, soy consciente de la ley de la probabilidad. No es que desee que mis padres no se hubieran conocido. Hago estas preguntas precisamente porque soy tributario de un río dirigido, desviado. En definitiva, supongo que estoy hablando conmigo mismo.

¿Así que cuándo y dónde, me pregunto, la transición de la libertad a la esclavitud adquiere la condición de inevitabilidad? ¿Cuándo se hace aceptable, sobre todo para un espectador inocente? ¿A qué edad es más perjudicial la intervención en la libertad de una persona? ¿A qué edad deja menos rastro en el recuerdo? ¿A los veinte años? ¿A los quince? ¿A los diez? ¿A los cinco? ¿En el seno materno? Preguntas retóricas éstas, ¿no es verdad? No del todo. Un revolucionario o un conquistador, por lo menos, conocería la respuesta adecuada. Gengis Jan por ejemplo, la sabía: eliminó a todo aquél cuya cabeza sobrepasase el eje de la rueda de su carro. Cinco, entonces. Pero el 25 de octubre de 1917 mi padre ya tenía catorce años y mi madre doce. Ella sabía algo de francés; él conocía el latín. Y ésta es la razón de que me haga estas preguntas. Es la razón de que hable conmigo mismo.

27

Las tardes de verano teníamos abiertos nuestros tres ventanales y la brisa que venía del río intentaba adquirir la categoría de objeto en las cortinas de tul. El río no estaba lejos, apenas un paseo de diez minutos desde nuestra casa. Nada estaba muy lejos: el Jardín de Verano, el Ermitage, el Campo de Marte. Mis padres rara vez salían a dar un paseo, ni juntos ni separados, ni siquiera cuando eran más jóvenes. Después de pasarse el día entero de pie, a mi padre lo que menos le apetecía era patearse las calles. En cuanto a mi madre, después de pasarse ocho horas en una oficina y del tiempo que pasaba de pie en las colas, estaba con las mismas ganas que él, aparte de que en casa tenía que hacer un montón de cosas. Si me aventuraba a salir, era sobre todo para asistir a alguna reunión familiar (un cumpleaños, un aniversario de boda) o para ir al cine, rara vez al teatro.

Después de pasar casi toda mi vida a su lado, había perdido la conciencia de su edad. Ahora que mi memoria se mueve como una lanzadera entre diferentes décadas, veo a mi madre asomada al balcón contemplando la figura pesada de su esposo y murmurando como para sus adentros:

– Un verdadero vejestorio, eso es lo que eres: un vejestorio.

Y oigo a mi padre que dice:

– Estás decidida a llevarme a la tumba… -frase con la que se terminaban sus peleas en los años sesenta, en lugar del portazo y del ruido de pasos que se alejaban, típicos de diez años antes.

Cuando me afeito, veo en mi barbilla los pelos entre grises y plateados de la suya.

Si mis pensamientos gravitan ahora en torno a sus imágenes en la vejez, posiblemente el hecho tenga que ver con aquella treta de la memoria que hace que se conserven mejor las últimas impresiones. (Añádase a esto nuestra afición a la lógica lineal, al principio de la evolución, y la invención de la fotografía resulta inevitable.) Pero me parece que mi camino hasta aquí, hasta la vejez, desempeña también una función: es raro que uno sueñe con su infancia, en los tiempos en que, por ejemplo, tenía doce años. Si tengo alguna noción del futuro, es a través de su apariencia que la obtengo, porque ellos son para mí el «Kilroy estuvo aquí» de mi mañana, por lo menos desde el aspecto visual.

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Como la mayoría de los hombres, me parezco más a mi padre que a mi madre. Pero cuando era niño pasaba más tiempo con ella, en parte a causa de la guerra y en parte por la vida nómada que mi padre tuvo que llevar después. Ella me enseñó a leer cuando yo tenía cuatro años y presumo que la mayoría de mis gestos, entonaciones de voz y poses son de ella. Y también algunas de sus costumbres, entre ellas la de fumar.

Para la media rusa, era bastante alta, un metro sesenta, rubia y más bien regordeta. Tenía el cabello de una tonalidad rubia oscura y toda su vida lo llevó corto, y sus ojos eran grises. Se sentía especialmente orgullosa de que yo hubiera heredado su nariz recta, casi romana, en lugar del espléndido pico curvado que mi padre tenía por nariz, que la tenía fascinada.

– ¡Ah, ese pico! -decía puntuando con pausas las palabras-. Esos picos… -pausa- se venden en el cielo… -pausa- a seis rublos la pieza.

Pese a su semejanza con uno de los perfiles de los Sforza, pintado por Piero della Francesca, el pico era evidentemente judío, por lo que ella tenía motivos sobrados para estar contenta de que yo no lo tuviera.

Pese a su nombre de soltera (que conservó después de casada), el «párrafo quinto» desempeñó en relación con ella un papel menos importante que de costumbre, y ello debido a su apariencia. Era una mujer positivamente atractiva, del estilo imperante en el norte de Europa, y aún diría mejor, báltico. En cierto sentido, fue una ventaja: no tuvo problemas para encontrar trabajo, por esto tuvo que trabajar toda su vida. Seguramente que, al no haber conseguido disfrazar sus orígenes pequeño-burgueses, tuvo que renunciar a sus esperanzas de cursar estudios superiores, lo que la obligó a pasarse la vida desempeñando distintos oficios, desde secretaria a contable. Pero la guerra trajo consigo un cambio: pudo trabajar como intérprete en un campo de prisioneros de guerra alemanes y obtuvo la graduación de alférez dentro de las fuerzas del Ministerio del Interior. Cuando Alemania firmó la rendición, se le ofreció la posibilidad de promocionarse y de hacer carrera en el ministerio. Pero como no se sentía con deseos de afiliarse al Partido, declinó el ofrecimiento y decidió volver a sus gráficos y a su ábaco.

– En primer lugar, no me apetece tener que saludar militarmente a mi marido -había dicho a su superior-, y no quiero convertir mi armario ropero en un arsenal.

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La llamábamos «Marusia», «Mania», «Maneczka», que eran los diminutivos que le daban mi padre y sus hermanas, y «Masia» o «Kisa», que eran invenciones mías. Con el paso de los años, fueron imponiéndose estos últimos, e incluso mi padre se dirigía a ella con esos nombres. A excepción de «Kisa», los demás apodos eran diminutivos de su nombre de pila, María. «Kisa» es un nombre ligeramente cariñoso que suele aplicarse a las gatas y, durante un cierto tiempo, mi madre se resistió a que le diéramos aquel nombre.

– ¡No te atrevas a llamarme así! -gritaba, indignada-. Y deja de una vez de usar todos esos nombres de felinos o acabarás teniendo cerebro de gato.

Esto era un reflejo de mi afición a pronunciar, de niño, ciertas palabras con las vocales adecuadas para ese tratamiento, de la manera que lo haría un gato. «Carne» era una de ellas. Cuando yo tenía quince años, en mi casa los maullidos eran abundantes. Mi padre demostró una susceptibilidad positiva ante esta afición mía y así fue cómo empezamos a interpelarnos mutuamente o a hacer mutua referencia a nuestras respectivas personas con el apelativo de «gato grande» y «gato pequeño». Nuestro espectro emocional quedaba sustancialmente cubierto con maullidos, miaus y mayidos: aprobación, duda, indiferencia, resignación, confianza. Gradualmente también mi madre también empezó a servirse de ellos, si bien lo hacía principalmente para demostrar desinterés.

Pero «Kisa» le quedó adjudicado de manera definitiva, sobre todo cuando se hizo muy vieja. Rotunda, arropada con un par de chales de tonalidad marrón, con aquella expresión de su rostro tan amable y dulce, parecía entonces muy mimosa y, al mismo tiempo, como encerrada en sí misma. Daba la impresión de que, de un momento a otro, se pondría a ronronear, pero en vez de hacerlo, preguntaba a mi padre:

– Sasha, ¿has pagado la electricidad este mes?

O decía, sin dirigirse a nadie en particular:

– La semana que viene nos toca limpiar el apartamento.

Esto quería decir que había que fregar y restregar los suelos de los corredores y de la cocina, así como limpiar el cuarto de baño y el retrete. Si no se dirigía a nadie en particular era porque sabía que le tocaría hacerlo a ella.

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Cómo se las arreglaron para llevar a cabo todas aquellas obligaciones, y sobre todo estas limpiezas, durante los doce años en los que no viví con ellos es cosa de la que no tengo la menor idea. Mi salida de casa significaba, naturalmente, una boca menos que alimentar, aparte de que de vez en cuando hubieran podido también pagar a una persona para que hiciera ese tipo de trabajos. Sin embargo, sabiendo cuál era su presupuesto (dos pensiones exiguas) y conociendo el carácter de mi madre, dudo que lo hicieran. Por otra parte, esta práctica es rara en los apartamentos comunitarios: después de todo, el sadismo natural de los vecinos necesita una cierta satisfacción. Un pariente sería tolerado, no una persona alquilada.

Pese a que con mi salario de la universidad me convertí en un Creso, no querían oír hablar siquiera de cambiar dólares americanos por rublos. Por un lado consideraban un robo el cambio oficial y, por otro, eran un tanto melindrosos o tenían miedo de entablar relaciones con el mercado negro. Tal vez esa última razón fuera la de más peso: se acordaban de que sus pensiones habían sido canceladas en 1964, cuando fue dictada contra mí una sentencia de cinco años, y de que entonces tuvieron que volver a buscar trabajo. Así es que opté por enviarles primordialmente ropas y libros de arte, porque sabía que éstos alcanzaban precios muy elevados entre los bibliófilos.

Las ropas les encantaban, especialmente a mi padre, que fue siempre una persona a la que le gustaba vestir bien y, en cuanto a los libros de arte, se los quedaban para ellos: para contemplarlos a sus setenta y cinco años, después de restregar los suelos comunitarios.

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Sus gustos en materia de lectura eran muy conservadores y las preferencias de mi madre se inclinaban por los clásicos rusos. Ni ella ni mi padre tenían opiniones definidas sobre literatura, música ni arte, pese a que en su juventud habían conocido personalmente a un gran número de escritores, compositores y pintores de Leningrado (Zoschenko, Zabolotski, Shostakovich, Petrov-Vodkin). Eran simplemente lectores -lectores nocturnos, para ser más preciso- y tenían un gran interés en renovar sus carnets de socios de la biblioteca. Al volver del trabajo, mi madre llevaba siempre en su bolsa de red, llena de patatas o de coles, un libro tomado en préstamo en la biblioteca, envuelto en papel de periódico para evitar que se ensuciase.

Fue ella la que me sugirió, cuando yo tenía dieciséis años y trabajaba en la fábrica, que me inscribiera en la biblioteca pública, y no creo que lo único que tuviera entonces en la cabeza fuera impedir que vagabundeara de noche por las calles. Por otra parte, tengo entendido que a ella le hubiera gustado que yo fuera pintor. Sea lo que fuere, las salas y corredores de aquel antiguo hospital, enclavado en la orilla derecha del río Fontanka, fueron el principio de mi vocación. Todavía recuerdo cuál fue el primer libro que, por consejo de mi madre, solicité de la biblioteca: Gulistan (El jardín de las rosas), del poeta persa Saadi. Descubrí entonces que mi madre era muy aficionada a la poesía persa. El libro siguiente que pedí, éste por cuenta propia, fue La maison Tellier, de Maupassant.

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Lo que tienen en común la memoria y el arte es el don de la selección, el gusto por el detalle. Si la observación puede parecer halagadora para el arte (para la prosa, en particular), resulta insultante para la memoria. Sin embargo, el insulto es merecido, puesto que la memoria presenta detalles, no el cuadro; para decirlo de alguna manera, no realza la totalidad de la representación. El convencimiento de que, en cierto modo, lo recordamos todo de forma universal, el convencimiento mismo que hace que la especie siga adelante en la vida, es infundado. La memoria se parece más que a otra cosa a una biblioteca en desorden alfabético en la que nadie hubiera clasificado los libros.

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De la misma manera que hay personas que señalan el crecimiento de sus hijos mediante marcas a lápiz en la pared de la cocina, todos los años, el día de mi cumpleaños, mi padre me hacía salir al balcón y me sacaba una foto en el mismo sitio. Como telón de fondo tenía una plazoleta de pavimento empedrado, de medianas dimensiones, en la que se levantaba la Catedral del Salvador del Batallón de la Transfiguración de Su Majestad Imperial. En los años de guerra su cripta fue convertida en refugio contra los bombarderos aéreos y a ella me llevaba mi madre durante las incursiones aéreas, metido en una gran caja vinculada a muchos recuerdos. Esto es algo que debo a la ortodoxia y que tiene relación con la memoria.

La catedral, un edificio clasicista de seis pisos de altura, rodeada por un amplio jardín lleno de robles, tilos y arces, fue escenario de mis juegos en los años de la posguerra y me acuerdo de que mi madre me iba siempre a buscar allí (ella tira de mí, yo escapo y grito: una alegoría de propósitos encontrados) y me llevaba a rastras a casa para que hiciera los deberes. Con la misma claridad la veo a ella, junto a mi abuelo y a mi padre, en un angosto sendero de ese mismo jardín, tratando de enseñarme a montar en bicicleta (una alegoría de un propósito común o una alegoría del movimiento). En la parte trasera, que era la pared este de la catedral, cubierto con un grueso cristal, había un icono grande y deslustrado que representaba la Transfiguración: Cristo flotando en el aire, sobre un montón de cuerpos reclinados, de seres absolutamente fascinados. Nadie pudo explicarme nunca el significado de aquel cuadro y ni siquiera ahora estoy seguro de haberlo captado totalmente. En el icono había muchas nubes, que yo asociaba al clima local.

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El jardín estaba rodeado por una verja negra de hierro fundido, sostenida por grupos de cañones situados a distancias iguales y puestos boca abajo, capturados a los británicos por los soldados del Batallón de la Transfiguración durante la guerra de Crimea. Como detalle a añadir a la decoración de la verja, los tubos de los cañones (tres en cada caso, puestos sobre un bloque de granito) estaban unidos por gruesas cadenas de hierro fundido en las que los niños se columpiaban como locos, enardecidos tanto por el peligro que suponía caer sobre las puntas de lanza que tenían debajo como por el estrépito que armaban. Ni que decir tiene que aquel juego estaba estrictamente prohibido y que los guardianes de la catedral no paraban de echarnos del lugar. Y ni que decir tiene también que aquella verja era muchísimo más interesante que el interior de la catedral, con su aroma a incienso y su actividad estática.

– ¿Ves eso? -me pregunta mi padre, indicándome con el dedo los pesados eslabones de las cadenas-. ¿Qué te recuerda?

Yo estoy en segundo grado y le digo:

– Son como el número ocho.

– Exacto -me dice-. ¿Y sabes de qué es símbolo el número ocho?

– ¿De la serpiente?

– Casi. Es un símbolo del infinito.

– ¿Qué es el infinito?

– Eso será mejor que lo preguntes ahí dentro -me dice con una sonrisa irónica, señalando la catedral con el dedo.

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Sin embargo, fue él quien, habiéndose tropezado conmigo en la calle, en pleno día, en ocasión de haberme fugado de la escuela, y habiéndome pedido una explicación, al contestarle yo que tenía un dolor de muelas insoportable, me llevó derecho a la clínica dental, donde hube de pagar mis mentiras con dos horas de pánico. Pero también fue él quien se puso de mi parte en el Consejo Pedagógico cuando estuve a punto de ser expulsado de la escuela por problemas disciplinarios.

– ¡Cómo se atreve! ¡Y vestido con el uniforme del ejército!

– De la marina, señora -dijo mi padre-. Y lo defiendo porque soy su padre. No es extraño. Hasta los animales defienden a sus cachorros. Incluso Brehm lo dice.

– ¿Brehm? ¿Brehm? Informaré a la organización del Partido de su respuesta.

Cosa que hizo, efectivamente.

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– El día de tu cumpleaños y el día de Año Nuevo debes estrenar algo. Aunque sólo sea unos calcetines…

Ésta es la voz de mi madre.

– Come siempre antes de ir a ver a una persona superior a ti: tu jefe o tu oficial. De esta manera le llevarás un poco de ventaja.

(Quien habla es mi padre.)

– Si has salido de casa y tienes que volver a ella porque te has olvidado algo, echa un vistazo al espejo antes de volver a salir. De lo contrario puedes encontrarte en un lío.

(Vuelve a ser ella.)

– No pienses nunca en cuánto has gastado. Piensa en cuánto puedes ganar.

(Éste es él.)

– No salgas nunca a pasear sin chaqueta. Está bien que seas pelirrojo, pese a lo que digan los demás. Yo era morena y las morenas constituyen mejor blanco.

Oigo todas estas admoniciones e instrucciones, pero no son sino fragmentos, detalles. La memoria traiciona a todo el mundo, especialmente a aquellos que mejor conocemos. Es un aliado del olvido, es un aliado de la muerte. Es una red que atrapa pocos peces, y sin agua. No se la puede usar para reconstruir a nadie, ni siquiera sobre el papel. ¿Qué pasa con los millones de células de nuestro cerebro? ¿Qué pasa con el «gran dios del amor, el gran dios de los detalles» de Pasternak? ¿En cuántos detalles debe estar uno preparado para acomodarse?

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Veo sus rostros, el de él y el de ella, con gran claridad y en toda su variedad de expresiones, pero esto, igualmente, no son sino fragmentos: momentos, ejemplos. Siempre son mejor que las fotografías, con su insoportable sonrisa, pero están tan desperdigados como éstas. A veces empiezo a sospechar que mi mente trata de producir una imagen generalizada y acumulativa de mis padres: un signo, una fórmula, un esbozo reconocible, como si quisiera que me acomodara en ellos. Supongo que podría, y me doy perfecta cuenta de lo absurdos que son los fundamentos de mi resistencia: la falta de continuum de estos fragmentos. No habría que pedir tanto a la memoria; no habría que esperar que una película impresionada en la oscuridad revelara nuevas imágenes. Por supuesto que no. Sin embargo, uno le puede reprochar a una película impresionada en pleno día de la vida de uno que no haya registrado ciertas formas.

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Es de presumir que todo estribe en que no hay continuum de nada. Y que los fallos de memoria no sean sino una prueba de la subordinación de un organismo vivo a las leyes de la naturaleza. No hay vida destinada a ser preservada y, a menos que uno sea faraón, no tiene por qué aspirar a convertirse en momia. Suponiendo que los objetos que forman parte de los recuerdos de uno posean este tipo de sobriedad, el hecho puede reconciliar al interesado con la calidad de su memoria. El hombre normal no se hace ilusiones con respecto a que nada continúe, es decir, no espera continuidad ni siquiera de sí mismo o de sus obras. El hombre normal no recuerda qué ha tomado para desayunar. Aquellas cosas que obedecen a una pauta rutinaria o repetitiva están predestinadas a ser olvidadas. El desayuno es una de ellas, las personas que uno ama son otra. Lo mejor que se puede hacer en estos casos es atribuirlo a la economía del espacio.

Y entonces es posible utilizar aquellas células cerebrales prudentemente salvadas para decidir si los fallos de la memoria no son sino la voz muda de la sospecha de que todos nos somos extraños, de que nuestro sentido de la autonomía es mucho más fuerte que el de la unidad, por no decir de la causalidad, de que un niño no recuerda a sus padres porque está siempre a punto de emprender la marcha, porque está orientado hacia el futuro. Es probable que también él se reserve las células del cerebro para servirse de ellas en el futuro. Cuanto más corta sea tu memoria, más larga será tu vida, dice un proverbio. Alternativamente, cuanto más largo sea tu futuro, más corta será tu memoria. Esta es una de las maneras que existen de determinar las perspectivas de longevidad que uno pueda tener, de decir quién será el futuro patriarca. El inconveniente es, sin embargo, que, patriarcas o no, autónomos o dependientes, somos excesivamente repetitivos y que hay Alguien Grande que guarda en mí las células de Su cerebro.

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No es aversión a este género de metafísica ni tampoco repudiación del futuro, garantizado evidentemente por la calidad de mi memoria, lo que me incita a reflexionar, pese a los menguados resultados que pueda conseguir. Los autoengaños de un escritor o el miedo a afrontar la acusación de conspirar con las leyes de la naturaleza a expensas de mi padre y de mi madre, también tienen muy poco que ver con el asunto. Yo creo simplemente que las leyes naturales que niegan el continuum a cualquiera que se ampare (o se disfrace) en su deficiente memoria sirven los intereses del estado. En lo que a mí se refiere, no estoy dispuesto a trabajar para que prosperen.

Por supuesto que doce años de esperanzas destruidas, renacidas y nuevamente destruidas, que condujeron a una pareja de ancianos a los umbrales de numerosas oficinas y cancillerías hasta llegar a los crematorios estatales, son repetitivos en sí no sólo si tenemos en cuenta su duración sino también el número de casos similares existentes. Con todo, me preocupa menos ahorrar esa monotonía a las células de mi cerebro que al Ser Supremo las Suyas. Además, las mías están muy contaminadas y, por otra parte, el hecho de recordar meros detalles, fragmentos, por no hablar de recordarlos en inglés, no interesa para nada al estado. Y esto es lo que me mantiene en la brecha.

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Las dos cornejas se han vuelto muy descaradas. Han aterrizado en el porche de mi casa y han estado remoloneando alrededor del montón de leña que tengo allí hacinada. Son negras como el azabache y, aunque evito mirarlas, he observado que hay una ligera diferencia de dimensiones entre las dos: una es más baja que la otra, más o menos como mi madre respecto a mi padre, al que le llegaba al hombro, pero sus picos son idénticos. No soy ornitólogo, pero tengo entendido que las cornejas viven mucho tiempo, como mínimo tanto como los cuervos. Pese a que no sabría decir qué edad tienen, parecen viejas. Como si hiciesen un viaje de placer. No soy yo quién va a ahuyentarlas, pero tampoco puedo comunicar con ellas de ninguna de las maneras. Por otra parte, me parece recordar que las cornejas no emigran. Si los orígenes de la mitología son el miedo y el aislamiento, me siento totalmente aislado y me pregunto cuántas cosas me recordarán a mis padres de ahora en adelante, lo que equivale a decir que, con esta clase de visitantes, ¿quién necesita tener buena memoria?

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Un indicio de su deficiencia es que recuerda cosas extrañas, como por ejemplo nuestro primer número de teléfono, en aquel entonces de cinco cifras, que tuvimos justo después de la guerra. Era el 265-39 y me imagino que, si lo recuerdo, es porque en la época en que instalaron el teléfono estaba aprendiendo de memoria la tabla de multiplicar en la escuela. De nada me sirve ya, como tampoco me sirve de nada nuestro último número de teléfono, el de nuestra habitación y media. No recuerdo el último número de teléfono, pese a que durante los doce años últimos llamaba cada semana. Como las cartas no resultaban efectivas, optamos por el teléfono: evidentemente es más fácil controlar una llamada telefónica que estudiar y mandar una carta. ¡Ay, aquellas llamadas semanales a la URSS! La ITT jamás había hecho tanto bien a nadie.

No se podían decir muchas cosas en aquellas conversaciones por teléfono: había que ser reticente, oblicuo, eufemístico. Hablábamos sobre todo del tiempo, de la salud… no se decían nombres, se daban muchos consejos de carácter dietético. Lo principal era oír las voces, como para asegurarnos de aquella manera animal de nuestras respectivas existencias. Eran en su mayoría conversaciones sin sentido y no ha de sorprender demasiado que no recuerde detalles, salvo la respuesta que me dio mi padre el tercer día de estancia de mi madre en el hospital.

– ¿Cómo está Masia? -le pregunté.

– Pues Masia ya no está, ¿sabes? -dijo.

Aquel «¿sabes?» estaba allí porque también en aquella ocasión quería ser eufemístico.

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O sube hasta la superficie de mi mente una llave: una llave alargada, de acero inoxidable, molesta en el bolsillo, pero que encajaba perfectamente en el bolso de mi madre. Aquella llave abría la puerta blanca y alta de nuestra casa y, en realidad, no sé por qué me acuerdo de ella ahora si aquel sitio ha dejado de existir. Dudo que esté vinculada a algún simbolismo erótico, puesto que los tres teníamos copias. Tampoco entiendo por qué recuerdo las arrugas que mi padre tenía en la frente y debajo de la barba, o la mejilla izquierda de mi madre, enrojecida y ligeramente inflamada (una manifestación a la que ella daba el nombre de «neurosis vegetativa»), puesto que ninguno de esos signos, ni tampoco quienes los padecían, existen ya. Lo único que pervive en mi conciencia son sus voces, tal vez porque la mía es la combinación de las suyas, al igual que los rasgos de mi fisonomía deben ser la combinación de los suyos. Lo demás -su carne, sus ropas, el teléfono, la llave, nuestras pertenencias, los muebles- ha desaparecido y ya nunca más volverá, como si nuestra habitación y media hubiera sido alcanzada por una bomba, aunque no por una bomba de neutrones, que por lo menos deja intacto el mobiliario, sino por una bomba del tiempo, que incluso hace astillas la propia memoria. El edificio sigue en pie, pero nuestra vivienda ha quedado arrasada y nuevos inquilinos, mejor dicho nuevos soldados, la han invadido. Porque así es una bomba de tiempo y ahora estamos librando una guerra de tiempo.

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A ellos les gustaban las arias operísticas, los tenores y los artistas de cine de su juventud, no se interesaban demasiado por la pintura, tenían alguna idea del arte «clásico», les encantaban los crucigramas y se sentían desorientados y trastornados ante mis logros literarios. Pensaban que yo estaba equivocado, se preocupaban por el camino que había emprendido, pero trataban de ponerse en mi lugar, porque yo era su hijo. Más adelante, cuando pude arreglármelas para que me imprimieran aquí o allí algunas de mis cosas, se sintieron satisfechos e incluso, a veces, orgullosos de mí, pese a que estoy convencido de que, aunque yo hubiera resultado un grafomaníaco o un fracasado, su actitud conmigo habría sido la misma. Me querían más que a sí mismos y es muy probable que no hubieran comprendido en absoluto mis sentimientos de culpabilidad para con ellos. Las principales cuestiones que les preocupaban eran que hubiera pan en la mesa, que los vestidos estuviesen limpios y que no hubiera problemas de salud. Éstas eran las cosas sinónimas de amor, en realidad mejores que las mías.

En lo que se refiere a aquella guerra del tiempo, la libraron valerosamente. Pese a que sabían que había una bomba que estaba por estallar, no cambiaron nunca su táctica. Mientras pudieron mantener la verticalidad, estuvieron moviéndose de aquí para allá, comprando comida y ofreciéndola a sus amigos y parientes, maniatados a una cama, o facilitándoles vestidos o todo el dinero que podían ahorrar o el refugio que podían brindar a los que de vez en cuando se encontraban en peores condiciones que las suyas. Siempre fueron de esta manera, desde los tiempos hasta los que retrocede mi memoria, y no eran así porque creyeran, en el fondo, que si eran amables con ciertas personas serían catalogados a una cierta altura y algún día serían tratados de la misma suerte. No, su generosidad era la natural, la ajena a todo cálculo, propia de los extrovertidos, que posiblemente se hacía más palpable a los demás ahora que yo, su principal objeto, había desaparecido. Y eso es lo que, en última instancia, puede ayudarme a llegar a un acuerdo con la calidad de mi memoria.

Que quisieran verme de nuevo antes de morir no tiene nada que ver con un deseo o un intento de eludir aquella explosión. Ellos no querían emigrar, no querían vivir los últimos días de su vida en América. Se sentían demasiado viejos para cambiar, y América, a lo sumo, era simplemente el nombre de aquel lugar donde podían ver a su hijo, un lugar que sólo cobraba realidad en la duda acerca de si serían capaces de hacer el viaje en caso de que se les permitiera hacerlo. Y sin embargo, ¡cuántas tretas estaban dispuestos a hacer con toda la chusma encargada de concederles el permiso aquellos dos pobres y frágiles viejos! Mi madre solicitaría un visado para ella sola, al objeto de indicar que no pretendía huir a los Estados Unidos, que su marido se quedaba como rehén, como garantía de su regreso. Más tarde cambiarían los papeles: estarían algún tiempo sin solicitar permiso, haciendo como que habían perdido interés o pretendiendo demostrar a las autoridades que comprendían cuan difícil debía resultarles tomar una decisión cualquiera dadas las relaciones entonces existentes entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Después solicitarían simplemente una estancia de una semana en los Estados Unidos o un permiso para trasladarse a Finlandia o a Polonia. Después irían a la capital para tener una entrevista con lo que en aquel país se tenía por presidente y llamarían a todas las puertas de los ministerios interiores y exteriores. Pero todo sería en vano: el sistema, desde la cabeza hasta los pies, no cometía nunca una sola falta. En lo que a sistemas se refiere, puede estar orgulloso de sí mismo. La falta de humanidad siempre es más fácil de estructurar que cualquier otra cosa. Rusia no ha tenido que importar nunca las directrices necesarias para imponer esa actitud. De hecho, el único camino que tiene ese país para hacerse rico es exportarla.

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Y esto es lo que hace, en un volumen que crece de día en día. Con todo, a uno le queda el consuelo, o la esperanza, de que, si no la última carcajada, por lo menos la última palabra, corresponde al código genético de cada cual. Por esto estoy agradecido a mi madre y a mi padre, no sólo por haberme dado la vida, sino también por no haber educado a su hijo como un esclavo. Procuraron lo mejor que supieron -aunque sólo fuera para preservarme contra la realidad social en la que había nacido- hacer de mí una persona fiel y obediente al estado. Que no supieran hacerlo, que tuvieran que pagar con el hecho de que la mano anónima del estado, no la de su hijo, les cerrara los ojos, no da testimonio de su negligencia sino de la calidad de sus genes, cuya fusión engendró a un ser que el sistema encontró suficientemente extraño para expulsarlo. Y ahora que lo pienso, ¿qué otra cosa podía esperarse de su respectiva capacidad de aguante?

Si esto suena a fanfarronada, dejémoslo así. La mezcla de sus genes es digna de cualquier fanfarronada, aunque sólo sea por haber demostrado ser capaz de resistir al estado. Y no un estado cualquiera, sino el Primer Estado Socialista de la Historia de la Humanidad, como gusta de etiquetarse: el estado específicamente versado en la combinación de genes. Esta es la razón de que sus manos estén siempre mojadas en sangre, debido a sus experimentos en el campo de aislar y paralizar la célula responsable de la fuerza de voluntad del ser humano. Así pues, dado el volumen de exportación del estado, si uno quiere hoy formar una familia, debe pedir algo más que el grupo sanguíneo o las arras a su posible cónyuge: debe pedirle su adn. Y quizá ésa sea la razón que explique por qué ciertos pueblos miran de reojo los matrimonios mixtos.

Conservo dos fotografías de mis padres tomadas en su juventud, en los años veinte. El está en la cubierta de un buque de vapor: un rostro sonriente, despreocupado, con una chimenea al fondo; ella, en el estribo de un vagón, agitando modestamente su mano enguantada, con los botones del revisor del tren detrás de ella. Ninguno de los dos es consciente de la existencia del otro; ninguno de los dos, por supuesto, soy yo. Por otra parte, es imposible percibir a nadie con una existencia objetiva o física fuera de la propia piel de uno, como parte de ti mismo. Como dice Auden, «… pero mamá y papá / no eran dos personas más». Y aunque no pueda volver a vivir su pasado, ni siquiera la más mínima parte posible de ninguno de los dos, ¿qué puede impedirme, ahora que no existen objetivamente fuera de mi piel, verme como la suma de los dos, como su futuro? Así, por lo menos, son tan libres como cuando nacieron.

¿Debo cobrar ánimo entonces y pensar que estoy abrazando a mi madre y a mi padre? ¿Debo atenerme al contenido de mi cerebro para saber qué ha quedado de ellos en la tierra? Posiblemente. Posiblemente soy capaz de esta proeza solipsista. Y supongo que es posible que no resista la reducción de su alma a las dimensiones de la mía, más pequeña que la suya. Tal vez podría hacerlo. ¿Debería lanzar un maullido para mis adentros después de pronunciar el nombre de «Kisa»? ¿En cuál de las tres habitaciones que actualmente ocupo debería meterme para que ese maullido fuera convincente?

Yo soy ellos, qué duda cabe. Yo soy ahora nuestra familia. Sin embargo, ya que nadie conoce el futuro, dudo que hace cuarenta años, una noche de septiembre de 1939, cruzara su mente la idea de que estaban concibiendo su libertad. Seguramente que, a lo sumo, pensaban en tener un hijo, en fundar una familia. Eran jóvenes, y por añadidura libres, y no sabían que en el país donde habían nacido habría un estado que decidiría qué familia constituirá uno o incluso si iba a constituirla. Cuando se dieron cuenta de cuál era la situación, ya era demasiado tarde para hacer nada y no quedaba otra cosa que la esperanza. No hicieron otra cosa hasta que murieron: esperar. Puesto que eran personas orientadas hacia la familia, no podían hacer otra cosa más que esperar, planificar, intentar…

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Por su propio bien, me gustaría pensar que no dejaron que sus esperanzas rayaran a demasiada altura. Tal vez mi madre cayera en esto pero, si fue así, esta postura tuvo que ver con su propia dulzura, pese a que mi padre no debía perder ocasión para señalárselo. («No hay nada que compense menos, Marusia -solía replicarle-, que hacer proyectos.») En cuanto a él, recuerdo que una tarde soleada fuimos juntos al Jardín de Verano cuando yo tenía ya veinte o quizá diecinueve años. Nos paramos ante la glorieta de madera donde la Banda de la Marina estaba interpretando viejos valses, puesto que él quería sacar unas cuantas fotografías de la banda. Aquí y allá había estatuas de mármol blanco, sobre las que se proyectaban sombras de dibujos que las situaban entre la cebra y el leopardo, mientras la gente paseaba lentamente sobre la grava que cubría el suelo, los niños gritaban junto al estanque y nosotros hablábamos de la guerra y de los alemanes. Contemplando la banda, me encontré sin saber cómo preguntándole qué campos de concentración eran peores en su opinión, si los nazis o los nuestros.

– En lo que a mí respecta -fue su respuesta-, preferiría ser quemado ahora mismo en la hoguera que morir de una muerte lenta y descubrir un sentido al procedimiento empleado.

Y continuó sacando fotografías.


(1985)

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