COMPLACER A UNA SOMBRA

1

Cuando un escritor recurre a un idioma que no es el suyo materno, o bien lo hace por necesidad, como Conrad, o debido a una ardiente ambición, como Nabokov, o en aras de un mayor distanciamiento, como Beckett. Perteneciente yo a diferente asociación, en el verano de 1977 y en Nueva York, cuando ya llevaba cinco años viviendo en el país, compré en una tiendecilla de máquinas de escribir, en la Sexta Avenida, una «Lettera 22» portátil y empecé a escribir en inglés (ensayos, traducciones, y de vez en cuando algún poema) por una razón que muy poco tenía que ver con lo antedicho. Mi único propósito entonces, como ahora, era aproximarme al hombre al que yo consideraba como la mente más privilegiada del siglo XX: Wystan Hugh Auden.

Desde luego, conocía perfectamente la futilidad de mi empresa, no tanto por haber nacido yo en Rusia y bajo los auspicios de su idioma (que nunca he de abandonar… y espero que por su parte también sea así) como por la inteligencia de este poeta, que en mi opinión no tiene igual. Conocía la futilidad de este esfuerzo, además, porque Auden había muerto hacía ya cuatro años. Sin embargo, para mí, escribir en inglés era la mejor manera de acercarme a él, de trabajar según sus normas, de ser juzgado, si no por su código de conciencia, al menos por lo que en el idioma inglés, sea lo que fuere, hizo posible este código de conciencia.

Estas palabras, la propia estructura de estas frases, muestran a cualquiera que haya leído una sola estrofa o un solo párrafo de Auden, cómo fallo yo. Para mí, no obstante, un fallo según los patrones de él es preferible a un éxito medido por los de otros. Además, desde un buen principio supe que estaba abocado al fracaso, y lo que ya no puedo decir es si esta especie de sobriedad era cosa mía o procedía de sus escritos. Todo lo que espero mientras escribo en su lengua es que no rebaje su nivel de operación mental, su plano de contemplación. Esto es todo cuanto uno puede hacer por un hombre mejor: continuar en su vena, y esto, creo yo, es en lo que consisten todas las civilizaciones.

Sabía que, por temperamento y otras cosas, yo era un hombre diferente y que, en el mejor de los casos, sería visto como su imitador. No obstante, ello sería para mí un cumplido. También contaba con una segunda línea defensiva: siempre podía volver a mis escritos en ruso, en los que tenía plena confianza y que incluso a él, de haber conocido el idioma, probablemente le habrían gustado. Mi deseo de escribir en inglés no tenía nada que ver con cualquier sensación de confianza, satisfacción o comodidad; se trataba, simplemente, del deseo de complacer a una sombra. Desde luego, allí donde él se encontraba entonces difícilmente podían importar las barreras lingüísticas, pero de algún modo yo pensaba que a él podría agradarle más que me expresara ante él en inglés. (Aunque, cuando lo intenté, en los verdes prados de Kirchstetten, hace ahora once años, la cosa no funcionó; mi inglés de entonces era mejor para leer y escuchar que para hablar. Y tal vez fuera mejor así.)

Para plantearlo de manera distinta, incapaz de devolver todo lo que se le ha dado, uno trata de pagar al menos en la misma moneda. Después de todo, él mismo lo hizo, al tomar la métrica de Don Juan para su Carta a Lord Byron o el hexámetro para su Escudo de Aquiles. Cortejar siempre exige un nivel de autosacrificio y asimilación, sobre todo si uno está cortejando a un espíritu puro. En vida, este hombre hizo tanto que la creencia en la inmortalidad de su alma resulta casi inevitable. Lo que nos dejó equivale a un evangelio a la vez aportado y llenado por un amor que lo es todo menos finito, es decir, con un amor que en modo alguno puede alojarse en carne humana y que, por consiguiente, necesita palabras. Si no hubiera iglesias, fácilmente se hubiera podido construir una sobre este poeta, y su precepto principal diría más o menos aquello suyo de


If equal affection cannot be,

Let the more loving one be me


«Si no puede haber un afecto igual / Deja que el más amante sea yo.»

2

Si un poeta tiene una obligación respecto a la sociedad, es la de escribir bien. Al formar parte de la minoría, no tiene otra opción. Si deja de cumplir este deber, se sume en el olvido. La sociedad, en cambio, no tiene obligaciones respecto al poeta. Mayoría por definición, la sociedad se considera poseedora de otras opciones distintas que la de leer versos, por más bien escritos que éstos puedan estar. Al no hacerlo, el resultado es el de sumirse en ese nivel de locución en el que la sociedad es presa fácil de un demagogo o de un tirano. Tal es el equivalente del olvido para la sociedad, y un tirano puede, claro está, tratar de salvar a sus súbditos de éste mediante algún espectacular baño de sangre.

Leí a Auden por primera vez en Rusia, hace veinte años, en unas traducciones más bien flojas y descuidadas que encontré en una antología de poesía inglesa contemporánea, subtitulada De Browning a nuestros días. «Nuestros días» eran los del año 1937, cuando fue publicado el volumen. Es innecesario añadir que casi todo el equipo de traductores, junto con su editor, M. Gutner, fueron detenidos poco después, y muchos de ellos perecieron. Innecesario añadirlo, ya que durante los cuarenta años siguientes no se publicó en Rusia ninguna otra antología de poesía inglesa contemporánea, y el volumen citado se convirtió casi en un ejemplar de coleccionista.

Un verso de Auden en esta antología captó, sin embargo, mi atención. Pertenecía, como supe después, a la última estrofa de uno de sus primeros poemas, No Change of Place, que describía un paisaje un tanto claustrofóbico donde «no one goes / further than railhead or the ends ofpiers, I Will neither go nor send his son…» [«Nadie va / más allá del final de las vías o el extremo de los muelles / no irá ni enviará allí a su hijo…»]. Este último fragmento del poema, «will neither go nor send his son», me impresionó por su mezcla de extensión negativa y sentido común. Por haber seguido una esencialmente enfática y sustanciosa dieta de verso ruso, en seguida registré esta receta, cuyo ingrediente principal era la autocontención. Sin embargo, los versos poéticos tienen el don de escapar del contexto para adquirir un significado universal, y el toque amenazador de absurdo contenido en «will neither go nor send his son» empezaría a vibrar en el fondo de mi cabeza cada vez que empezara a hacer algo sobre papel.

Esto es, supongo, lo que llaman una influencia, salvo que el sentido del absurdo nunca es invención del poeta, sino un reflejo de la realidad; las invenciones rara vez son reconocibles. Lo que aquí se le puede deber al poeta no es el sentimiento en sí, sino su tratamiento: discreto, sin ningún énfasis y sin ningún toque de pedal, casi en passant. Este tratamiento era especialmente significativo para mí, precisamente porque topé con esta línea a principios de los años sesenta, cuando el teatro del absurdo estaba en pleno auge. Dado este antecedente, el tratamiento de este tema por Auden destacaba, no sólo porque él se hubiera adelantado a muchos, sino debido a un mensaje ético considerablemente distinto. Su manera de tratar ese verso decía, al menos para mí, algo así como «No grites que viene el lobo», aunque el lobo se encuentre ante la puerta. (Aunque, añadiría, tenga exactamente el mismo aspecto que tú. Especialmente por esto, no des el grito de alarma.)

Aunque, para un escritor, mencionar sus experiencias carcelarias -o cualquier otro tipo de penalidad- es como para la gente normal citar los nombres de amigos importantes, resulta que mi siguiente oportunidad para echar un vistazo más a fondo a Auden se produjo cuando yo estaba cumpliendo mi condena en el Norte, en un pueblecillo perdido entre pantanos y bosques, cerca del círculo polar. Esta vez, la antología que tenía estaba en inglés y me la había enviado un amigo desde Moscú. Contenía abundantes textos de Yeats, al que entonces yo encontraba quizá demasiado retórico y chapucero con la métrica, y de Eliot, que en aquellos días reinaba con carácter supremo en la Europa del Este. Me había propuesto leer a Eliot.

Sin embargo, por pura casualidad, el libro se abrió en la página de In Memory of W. B. Yeats, de Auden. Yo era joven entonces y, por consiguiente, particularmente aficionado al género elegiaco, ya que a nadie tenía cerca y muriéndose para escribirle una. Por lo tanto, las leía tal vez con avidez mayor que todo lo demás, y con frecuencia pensaba que la característica más importante del género eran los esfuerzos inconscientes de los autores para trazar su autorretrato, de los que casi todo poema in memoriam está salpicado… o manchado. Por comprensible que sea esta tendencia, a menudo convierte uno de estos poemas en las elucubraciones del autor sobre el tema de la muerte, a partir de las cuales acabamos por saber más acerca de él que acerca del difunto. El poema de Auden no presentaba nada de esto y, lo que es más, pronto advertí que incluso su estructura iba destinada a rendir tributo al poeta muerto, imitando en orden inverso las etapas de evolución estilística del gran irlandés, siguiendo hasta llegar a su primera: los tetrámetros de la tercera y última parte del poema.

Gracias a estos tetrámetros, y en particular a los ocho versos de esta tercera parte, comprendí a qué clase de poeta estaba yo leyendo. Estos versos me eclipsaron aquella asombrosa descripción del «día frío y oscuro», última de Yeats, con su estremecedor


The mercury sank in the mouth of the dying day

«El mercurio se hundía en la boca del agonizante día.»


Eclipsaron aquella inolvidable representación del cuerpo herido por la muerte como una ciudad cuyos suburbios y plazas se vacían gradualmente, como después de una rebelión aplastada. Incluso eclipsaban aquella manifestación de la época:


…poetry makes nothing happen…

«… la poesía no hace que ocurra nada…»


Aquellos ocho versos en tetrámetro que conseguían que esa tercera parte del poema sonara como un cruce entre un himno del Ejército de Salvación, un canto fúnebre y una nana para dormir a los niños, decían lo siguiente:

Time that is intolerant

Of the brave and innocent,

And indifferent in a week

To a beautiful physique,

Worships language and forgives

Everyone by whom it Uves;

Pardons cowardice, conceit,

Lays its honours at their feet.

«Tiempo que es intolerante / con los bravos e inocentes, / e indiferente en una semana / a un físico hermoso, / adora al lenguaje y perdona / a todo junto al cual viva; / perdona la cobardía y la vanidad, / deposita honores a sus pies.»


Me recuerdo a mí mismo, sentado en la pequeña barraca de madera, atisbando desde la cuadrada ventana cuyo tamaño era el de una tronera, la húmeda y fangosa carretera sin asfaltar, recorrida por unas cuantas gallinas dispersas, medio creyendo lo que acababa de leer y medio preguntándome si mis nociones de inglés no me estarían gastando una broma. Tenía allí un diccionario inglés-ruso que era un verdadero mamotreto, y recorrí sus páginas una y otra vez, verificando cada palabra y cada alusión, con la esperanza de que pudieran evitarme el significado que me miraba fijamente desde la página. Supongo que simplemente me negaba a creer que en un lejano 1939 un poeta inglés hubiese dicho: «Time… worships language», y que el mundo en derredor se encontrara todavía donde estaba.

Pero por una vez el diccionario no me derrotó. Auden había dicho esa vez que «time (no "the time") worships language», y el tren de pensamiento que esta afirmación puso en marcha en mí todavía sigue rodando hoy. Y es que worship, «adoración», es una actitud del inferior frente al superior. Si «tiempo adora al lenguaje», ello significa que el lenguaje es superior, o más antiguo que el tiempo, el cual es, a su vez, más antiguo y mayor que el espacio. Así me lo enseñaron, y efectivamente así lo admitía yo. Por lo tanto, si el tiempo -que es sinónimo de la deidad… no, que incluso absorbe a la deidad- adora al lenguaje, ¿de dónde procede entonces éste? Pues el donativo es siempre más pequeño que el donante. Y además, ¿no es el lenguaje un depósito de tiempo? ¿Y no es ésta la razón de que el tiempo lo adore? ¿Y no es una canción, o un poema, o incluso un discurso, con sus cesuras, pausas, espondeos, etcétera, un juego que el lenguaje practica para reestructurar el tiempo? ¿Y no son aquellos junto a los cuales «vive» el lenguaje los mismos junto a los cuales vive también el tiempo? Y si el tiempo les «perdona», ¿lo hace por generosidad o por necesidad? ¿Y no es, por otra parte, una necesidad la generosidad?

Por cortos y horizontales que fuesen estos versos, a mí me parecieron increíblemente verticales. Eran también muy improvisados, casi elementales: metafísica disfrazada de sentido común, sentido común disfrazado de pareados de nana infantil. Por sí solas, estas capas de disfraz me decían a mí lo que es el lenguaje, y comprendí que estaba leyendo a un poeta que decía la verdad…, o a través del cual la verdad se hacía oír. Al menos, aquello se acercaba más a la verdad que cualquier otra cosa que yo lograra sacar de aquella antología. Y tal vez diera esta sensación precisamente por el toque de irrelevancia que yo notaba en la entonación declinante de «forgives / Everyone by whom it lives; / Pardons cowardice, conceit, / Lays its honours at their feet». Estas palabras estaban allí, pensé, simplemente para equilibrar la ascendente gravedad de «Time… worships language».

Podría seguir extendiéndome acerca de estos versos, pero sólo podría hacerlo ahora. Entonces y allí quedé simplemente estupefacto. Entre otras cosas, lo que me resultaba claro era que convenía estar ojo avizor al hacer Auden sus agudos comentarios y observaciones, manteniendo la vista fija en la civilización cualquiera que sea el tema inmediato (o condición) de él. Pensé habérmelas con una nueva especie de poeta metafísico, un hombre de asombrosas dotes líricas, que se disfrazaba como observador de costumbres públicas. Y mi sospecha era la de que esta elección de máscara, la elección de este idioma, tenía menos que ver con cuestiones de estilo y tradición que con la humildad personal que le era impuesta, no tanto por un credo particular como por su sentido de la naturaleza del lenguaje. La humildad nunca es elegida.

Todavía tenía que leer mucho de Auden. No obstante, después de In Memory of W. B. Yeats, sabía que me encontraba ante un autor más humilde que Yeats o Eliot, con un alma menos petulante que cualquiera de los dos, y al propio tiempo -me temía- no menos trágica. Con la ayuda de la percepción retroactiva, puedo decir ahora que yo no andaba del todo equivocado, y que si alguna vez hubo drama en la voz de Auden, no fue su propio drama personal, sino un drama público o existencial. El jamás se había situado en el centro del cuadro trágico; como máximo, reconocía su presencia en la escena. Todavía tenía yo que oír de su propia boca que «J. S. Bach fue enormemente afortunado. Cuando quería alabar al Señor, escribía una coral o una cantata dirigiéndose al Todopoderoso directamente. Hoy, si un poeta desea hacer lo mismo, ha de emplear un discurso indirecto». Lo mismo, presumiblemente, se aplicaría a la plegaría.

3

Mientras escribo estas notas, advierto que la primera persona del singular asoma su fea cabeza con alarmante frecuencia. Pero un hombre es lo que lee; en otras palabras, al atisbar este pronombre, detecto a Auden más que a cualquier otro: la aberración refleja simplemente la proporción de mi lectura de este poeta. Los perros viejos, desde luego, no aprenden trucos nuevos, pero los amos de perros acaban por parecerse a sus canes. Los críticos, y en especial los biógrafos, de escritores con un estilo distintivo adoptan con frecuencia, por más que sea inconscientemente, la modalidad de expresión de sus sujetos. Para exponerlo con sencillez, a uno le cambia lo que ama, hasta el punto de perder toda su identidad. No trato de decir que esto fue lo que me ocurrió a mí; lo único que pretendo sugerir es que esos por otra parte chillones «yo» y «mí» son, a su vez, formas de un discurso indirecto cuyo objeto es Auden.

Para aquellos de mi generación a los que les interesaba la poesía en inglés -y no puedo decir que fueran muchos- los sesenta fueron la era de las antologías. Al regresar a sus casas, los estudiantes y eruditos extranjeros que venían a Rusia a través de programas de intercambio académico trataban lógicamente de desprenderse de peso adicional, y los libros de poesía eran los primeros en desaparecer. Los vendían, casi por nada, a librerías de ocasión, que después pedían por ellos cantidades extraordinarias si uno quería comprarlos. La razón oculta tras estos precios era bien sencilla: disuadir a la población local de adquirir estos artículos occidentales; en cuanto al extranjero en sí, éste se había marchado ya, claro, y no podía observar esta disparidad.

Sin embargo, si uno conocía a un vendedor o vendedora, como le ocurre inevitablemente a todo el que frecuenta una tienda, es posible conseguir el tipo de acuerdo con el que todo cazador de libros está familiarizado: cambiar una cosa por otra, o dos o tres libros por uno, o comprar un libro, leerlo, devolverlo a la tienda y recuperar el dinero. Además, cuando me soltaron y regresé a mi ciudad natal, yo ya me había creado una cierta reputación y en varias librerías me trataron con gran amabilidad. Debido a esta reputación, a veces me visitaban estudiantes de los programas de intercambio y, como se supone que uno no debe cruzar el umbral de un extraño con las manos vacías, me traían libros. Con algunos de estos visitantes establecí estrechas amistades, a consecuencia de las cuales mis estanterías para libros se ampliaron considerablemente.

Me gustaban mucho esas antologías, y no sólo por su contenido, sino también por el olor dulzón de sus encuadernaciones y por los cantos amarillos de sus páginas. Tenían un aspecto muy americano y eran además de tamaño de bolsillo. Uno podía sacarlas del bolsillo en un tranvía o en un jardín público, y aunque sólo una mitad o un tercio de su texto resultara comprensible, borraban al instante la realidad local. Mis predilectas, sin embargo, eran las de Louis Untermeyer y de Osear Williams…, porque contenían fotos de sus participantes que excitaban la imaginación tanto como los propios versos. Durante horas seguidas, me dedicaba a escrutar un recuadro más bien pequeño, en blanco y negro, con las facciones de tal o cual poeta, tratando de imaginar qué clase de persona era, tratando de animarlo, de hacer coincidir la cara con sus versos entendidos sólo a medias o en una tercera parte. Más tarde, en compañía de amigos, intercambiábamos nuestras aventuradas suposiciones y los retazos de habladurías que de vez en cuando llegaban hasta nosotros y, tras haber sentado un denominador común, pronunciábamos nuestro veredicto. De nuevo con el beneficio de mirar hacia atrás, debo decir que, con frecuencia, nuestras suposiciones no quedaban demasiado lejanas de la realidad.

Así fue como vi por primera vez el rostro de Auden. Era una fotografía tremendamente reducida, un tanto estudiada y con un manejo de la sombra excesivamente didáctico; decía más acerca del fotógrafo que de su modelo. A juzgar por aquella foto, había que concluir que el primero era un esteta ingenuo o bien que las facciones del segundo eran demasiado neutras para su profesión. Preferí la segunda versión, en parte porque la neutralidad del tono era una característica muy sobresaliente en la poesía de Auden, y en parte porque la postura antiheroica era la idee fixe de nuestra generación. La idea consistía en ofrecer el aspecto de todos los demás: zapatos sencillos, gorra de obrero, chaqueta y corbata, preferiblemente grises, y ausencia de barbas y bigotes. Wystan era identificable.

Tan identificables hasta el punto de causar escalofríos eran los versos de September 1, 1939, que explicaban ostensiblemente los orígenes de la guerra que había acunado a mi generación, pero que en realidad describían igualmente nuestras propias personas, como pudiera hacerlo una instantánea en blanco y negro.


I and the public know

What all schoolchildren learn,

Those to whom evil is done

Do evil in return


«Yo y el público sabemos / Lo que todo escolar aprende, / Aquellos a quien se hace daño / Hacen daño a cambio.»


De hecho, esta cuarteta se salía del contexto, al igualar a los vencedores con las víctimas, y creo que el gobierno federal debería hacerla tatuar en el pecho de cada recién nacido, no a causa del mensaje en sí, sino debido a su entonación. El único argumento aceptable contra semejante procedimiento sería el de que hay mejores versos de Auden. ¿Qué haría el lector con éstos?

Faces along the bar

Cling to their average day:

The lights must never go out,

The music must always play,

All the conventions conspire

To make this fort assume

The furniture of borne;

Lest we should see where we are,

Lost in a haunted wood,

Children afraid of the night

Who have never been happy or good.

«Caras a lo largo del bar / se aferran a su día promedio: / las luces nunca deben apagarse, / la música siempre ha de sonar, / todas las convenciones conspiran / para que esta fortaleza asuma / el mobiliario de un hogar; / no fuera que viéramos donde estamos, / perdidos en un bosque encantado / niños temerosos de la noche / que nunca han sido felices o buenos.»


O si cree que esto es demasiado Nueva York, demasiado norteamericano, veamos qué le parece este pareado de The Shield of Achules, que, al menos para mí, suena un tanto como un epitafio dantesco para varias naciones de la Europa oriental:

…they lost their pride

And died as men before their bodies died.

«… perdieron su orgullo / y murieron como hombres antes de morir sus cuerpos.»


O, si uno está todavía en contra de semejante barbaridad, si quiere ahorrar esta herida a la tierna piel, hay otros siete versos en el mismo poema que deberían grabarse en las puertas de todo estado existente, y de hecho en las puertas de todo nuestro mundo:

A ragged urchin, aimless and alone,

Loitered about that vacancy, a bird

Flew up to safety from this well-aimed stone:

That girl are raped, that two boys knife a third,

Were axioms to him, who'd never heard

Of any world where promises were kept.

Or one could weep because another wept.

«Un andrajoso golfillo, sin objetivo y solo, / vagaba por aquel lugar vacío; un ave / voló a resguardarse de su bien apuntada piedra: / que las muchachas sean violadas, que dos muchachos apuñalen a un tercero, / eran axiomas para él, que jamás había oído / hablar de ningún mundo en el que las promesas se cumplieran, / o en el que uno pudiera sollozar porque sollozara otra persona.»


De este modo, el recién llegado no se engañaría en cuanto a la naturaleza de este mundo; de este modo, el residente en el mundo no tomaría a los demagogos por semidioses.

No es necesario ser gitano ni un Lombroso para creer en la relación entre la apariencia de un individuo y sus actos, pues al fin y al cabo en esto se basa nuestro sentido de la belleza. No obstante, cabe preguntarse cuál sería el aspecto de un poeta que escribiera:

Altogether elsewhere, vast

Herds of reindeer move across

Miles and miles of golden moss,

Silently and very fast.

«Juntos y por doquier, vastos / rebaños de renos avanzan a través / de millas y millas de musgo dorado, / en silencio y con gran rapidez.»


¿Qué aspecto tendría un hombre tan aficionado a traducir verdades metafísicas a lo más vulgar del sentido común, como a detectar las primeras en el segundo? ¿Qué aspecto tendría el que, profundizando concienzudamente en la creación, le hable a uno más del Creador que cualquier atleta en busca de atajos a través de las esferas? ¿No debería una sensibilidad única en su combinación de sinceridad, desprendimiento clínico y lirismo controlado dar como resultado, si no una distribución única de los rasgos faciales, sí al menos una expresión específica, no común? ¿Y podrían tales facciones o esta expresión ser captadas por un pincel? ¿Registradas por una cámara?

Me agradaba muchísimo el proceso de extrapolación a partir de aquella foto del tamaño de un sello de correos. Uno siempre pugna por encontrar una cara, uno siempre desea que se materialice un ideal, y Auden estaba entonces muy próximo a equivaler a un ideal. (Otros dos eran Beckett y Frast, pero yo sabía cuál era su aspecto; por más que atemorizadora, la correspondencia entre sus caras y sus logros era obvia.) Más tarde, claro está, vi otras fotografías de Auden: en una revista entrada de contrabando o en otras antologías. No obstante, nada añadían; aquel hombre eludía los objetivos, o éstos remoloneaban tras él. Empecé a preguntarme si una forma de arte era capaz de describir a otra, si lo visual podía aprehender lo semántico.

Y entonces un día -creo que fue en invierno de 1968 o de 1969-, Nadeyda Mandelstam, al visitarla yo en Moscú, me entregó otra antología más de poesía moderna, un libro espléndido, generosamente ilustrado con grandes fotografías en blanco y negro, debidas, si no recuerdo mal, a Rolhe Mc-Kenna. Encontré en él lo que yo estaba buscando. Un par de meses más tarde, alguien me pidió prestado ese libro y nunca más volví a ver la fotografía. Sin embargo, la recuerdo con toda claridad.

La foto había sido tomada, al parecer, en algún lugar de Nueva York, en un paso elevado: o bien el que hay cerca de Grand Central o el de la Columbia University, que cruza Amsterdam Avenue. Auden estaba allí de pie, con el aspecto de haber sido captado desprevenido, de paso, alzadas las cejas con una expresión de desconcierto. Sin embargo, los ojos, penetrantes, mostraban una calma tremenda. La época era, probablemente, finales de los años cuarenta o principios de los cincuenta, antes de que la famosa etapa de las arrugas -la «cama deshecha»- se apoderase de sus facciones. Todo, o casi todo, me resultó entonces claro.

El contraste o, mejor dicho, el grado de disparidad entre aquellas cejas alzadas en un asombro formal y lo penetrante de su mirada correspondían directamente, para mí, a los aspectos formales de sus versos (dos cejas enarcadas = dos rimas) y a la cegadora precisión de su contenido. Lo que me contemplaba desde la página era el equivalente facial de un pareado, de una verdad mejor conocida por el corazón. Las facciones eran regulares, incluso vulgares. Nada de específicamente poético había en aquel rostro, nada byroniano, demoníaco, aguileño, aquilino, romántico, herido, etc. Era más bien el rostro de un médico interesado por la historia de su paciente, aunque sabe que éste está enfermo. Un rostro bien preparado para todo, una suma total de un rostro.

Era un resultado. Su mirada profunda era un producto directo de esa proximidad cegadora de la cara al objeto que producía expresiones tales como «gestiones voluntarias», «asesinato necesario», «oscuridad conservadora», «yermo artificial» o «trivialidad de la arena». Causaba la misma impresión que se produce cuando una persona miope se quita las gafas, excepto que la vista penetrante de ese par de ojos nada tenía que ver con la miopía ni con la pequeñez de los objetos, sino con las amenazas hondamente arraigadas en éstos. Era la mirada de un hombre sabedor de que no le sería posible desarraigar esas amenazas y que, sin embargo, estaba dispuesto a describirle a uno los síntomas, así como la propia dolencia. No era esto lo que se llama «crítica social»…, aunque sólo fuera porque la dolencia no era social: era existencial.

En general, creo que a este hombre se le tomaba, de modo terriblemente erróneo, por un comentarista social, o por un diagnosticador, o cualquier cosa por el estilo. La acusación más frecuente que se ha alzado contra él era la de que no ofrecía un remedio. Sospecho que, en cierto modo, él se buscaba tal cosa al recurrir a la terminología freudiana, después marxista y después eclesiástica. El remedio, sin embargo, radicaba precisamente en su empleo de estas terminologías, pues son, simplemente, diferentes dialectos en los que uno puede hablar acerca de una y misma cosa, que es el amor. Lo que cura es la entonación con la que uno le habla al enfermo. Este poeta discurrió entre los casos graves, a veces terminales, del mundo, no como un cirujano sino como una enfermera, y todo paciente sabe que son las enfermeras y no las incisiones las que finalmente le ponen a uno de nuevo en pie. Es la voz de una enfermera, es decir, la del amor, la que se oye en el discurso final de Alonso a Ferdinand, en The Sea and the Mirror:


But should you fail to keep your kingdom

And, like your father before yon, come

Where thought acenses and feeling mocks,

Believe your pain…


«Pero si acaso no logramos conservar tu reino / Y, al igual que tu padre antes que tú, llegaras / A donde el pensamiento acusa y el sentimiento se mofa, / Cree en tu dolor…»


Ni médico ni ángel, ni-todavía menos- nuestra persona amada o familiar dirá esto en el momento de nuestra derrota final: sólo una enfermera o un poeta, como fruto de la experiencia y del amor.

Y a mí me maravillaba ese amor. Nada sabía yo acerca de la vida de Auden: ni que fuera homosexual ni acerca de su matrimonio de conveniencia (para ella) con Erika Mann, etc. Nada. Una cosa que presentía claramente era que este amor rebasaría su objeto. En mi mente -mejor dicho, en mi imaginación- era amor expandido o acelerado por el lenguaje, por la necesidad de expresarlo; y el lenguaje -esto ya lo sabía yo- tiene su propia dinámica y tiende, especialmente en poesía, a utilizar sus dispositivos auto generado res: métricas y estrofas que llevan al poeta mucho más allá de su destino general. Y la otra verdad acerca del amor en poesía que uno capta al leerla, es que los sentimientos de un escritor se subordinan inevitablemente a la progresión lineal y sin retroceso del arte. Este tipo de cosa asegura, en arte, un grado más alto de lirismo, y en la vida un equivalente en aislamiento. Aunque sólo sea por su versatilidad estilística, este hombre debió de haber experimentado un grado poco común de desesperación, como lo demuestra gran parte de su lírica más deliciosa y más hipnotizante. Y es que en arte es más que frecuente que la delicadeza de toque surja de la oscuridad de su propia ausencia.

Y, sin embargo, amor era pese a todo, perpetuado por el lenguaje, olvidando -puesto que el idioma era el inglés- el género, e intensificado por una honda agonía, porque también la agonía puede, al final, tener que ser articulada. El lenguaje, después de todo, es consciente por definición, y desea conocer el quid de cada nueva situación. Al contemplar la fotografía tomada por Rollie McKenna, me complació que la cara que había en ella no revelara ni neurosis ni cualquier otra clase de tensión; que fuese pálida y ordinaria, sin expresar, pero en cambio absorbiendo, todo lo que estaba sucediendo frente a sus ojos. Qué maravilloso sería, pensé, tener aquellas facciones, y traté de remedar la mueca ante el espejo. Fracasé, desde luego, pero ya sabía que fracasaría, porque semejante cara estaba destinada a ser única en su especie. No había necesidad de imitarla, pues ya existía en el mundo, y de algún modo el mundo me parecía más digerible porque en alguna parte de él se encontraba esa cara.

Extraña cosa son las caras de los poetas. En teoría, el aspecto de los autores no debiera tener importancia para sus lectores; leer no es una actividad narcisista, ni tampoco lo es escribir, y, no obstante, apenas a uno le agradan suficientemente los versos de un poeta, empieza a preguntarse cuál debe ser la apariencia del escritor. Probablemente, esto tenga algo que ver con la sospecha que abrigamos de que admirar una obra de arte es reconocer la verdad, o el grado de la misma que el arte expresa.

Inseguros por naturaleza, queremos ver al artista, al que identificamos con su obra, a fin de que la próxima vez podamos saber cuál es, en realidad, el aspecto de la verdad. Sólo los autores de la antigüedad escapan a este escrutinio, y por esto, en parte, se les considera como clásicos, y sus generalizadas facciones de mármol, que llenan hornacinas en las bibliotecas, guardan una relación directa con el significado arquetípico absoluto de su obra. Pero cuando uno lee

…To visit

The grave of a friend, to make an ugly scene,

To count the loves one has grown out of,

Is not nice, but to chirp like a tearless bird,

As though no one dies in particular

And gossip were never true, unthinkable…


«… Visitar / la tumba de un amigo, hacer una fea escena, / contar los amores que uno ha dejado atrás, / no es agradable, pero gorjear como pájaro sin lágrimas, / como si nadie muriera en particular / y los chismes nunca fueran ciertos, es impensable…»


empieza a sentir que detrás de estos versos no hay un autor de carne y hueso, rubio, moreno, pálido, bronceado, arrugado o de lisas mejillas, sino la propia vida, y eso uno querría encontrarlo, con eso uno querría hallarse en una proximidad humana. Tras este deseo no hay vanidad, sino una cierta física humana que atrae una pequeña partícula hacia un gran imán, aunque uno pueda acabar haciendo eco al propio Auden: «He conocido a tres grandes poetas, cada uno de ellos un verdadero hijo de mala madre». Yo: «¿Quiénes?». El: «Yeats, Frost y Bert Brecht». (Pero con respecto a Brecht se equivocaba: Brecht no era un gran poeta.)

4

El 6 de junio de 1972, unas cuarenta y ocho horas después de abandonar Rusia tras recibir una orden perentoria al efecto, me encontraba con mi amigo Cari Proffer, profesor de literatura rusa en la Universidad de Michigan (había volado hasta Viena para recibirme), ante la casa veraniega de Auden en el pueblecillo de Kirchstetten, explicando a su propietario las razones de nuestra presencia. Este encuentro estuvo en un tris de no tener lugar.

Hay tres Kirchstetten en el norte de Austria, y habíamos pasado ya por los tres y nos disponíamos a dar media vuelta cuando el coche enfiló un tranquilo y estrecho camino rural y vimos una flecha de madera con el rótulo «Audenstrasse». Lo llamaban anteriormente (si la memoria no me engaña) «Hinterholz», porque por detrás de los bosques el camino conducía al cementerio local. Probablemente, el hecho de rebautizarlo tenía tanto que ver con el deseo de los habitantes de librarse de ese memento mori, como con su respeto por el gran poeta que vivía entre ellos. El poeta contemplaba la situación con una mezcla de orgullo y de embarazo. Sin embargo, mostraba un sentimiento más claro respecto al párroco local, cuyo nombre era Schicklgruber, pues Auden no podía resistir el placer de dirigirse a él como «Padre Schicklgruber».

De todo esto me enteraría más tarde. Entretanto, Cari Proffer trataba de explicar los motivos de nuestra presencia allí a un hombre corpulento y sudoroso, con una camisa roja y unos tirantes anchos, la chaqueta al brazo y un montón de libros bajo ella. El hombre acababa de llegar en tren desde Viena y, tras haber ascendido por la colina, respiraba trabajosamente y no se mostraba proclive a la conversación. Estábamos a punto de darnos por vencidos cuando de pronto captó lo que Cari Proffer estaba diciendo, gritó: «¡Imposible!», y nos invitó a entrar en la casa. Era Wystan Auden, y esto ocurría menos de dos años antes de que muriese.

Permítaseme tratar de aclarar cómo llegó a producirse todo esto. En 1969, George L. Kline, profesor de filosofía en Bryn Mawr, me había visitado en Leningrado. El profesor Kline estaba traduciendo mis poemas al inglés para la edición de Penguin y, mientras repasábamos el contenido del futuro libro, me preguntó quién preferiría yo, idealmente, que escribiera la introducción. Sugerí a Auden…, porque Inglaterra y Auden eran entonces sinónimos para mí. Pero en aquel entonces la perspectiva de que mi libro llegara a publicarse en Inglaterra era de lo más irreal. Lo único que impartía una semejanza de realidad a esta aventura era su flagrante ilegalidad bajo la ley soviética.

De todas maneras, la cosa se puso en marcha, Auden recibió el manuscrito para que lo leyera y le gustó lo bastante como para escribir una introducción. Por tanto, cuando llegué a Viena yo llevaba conmigo las señas de Auden en Kirchstetten Rememorando las conversaciones que sostuvimos durante las tres semanas subsiguientes en Austria y más tarde en Londres y en Oxford, oigo su voz más que la mía, aunque debo reconocer que le acosé implacablemente a preguntas sobre el tema de la poesía contemporánea, en especial acerca de los propios poetas. No obstante, esto era bastante comprensible, porque la única frase en inglés en la que tenía la seguridad de no cometer ningún error, era la de: «Mr. Auden, ¿qué opina usted acerca de…?», y a continuación el nombre.

Y tal vez fuera esto lo conveniente, pues ¿qué podía decirle yo que él no supiera ya por un conducto o por otro? Hubiera podido explicarle, por supuesto, que había traducido al ruso varios poemas suyos y los había entregado a una revista de Moscú, pero aquel año resultó ser 1968, los soviéticos invadieron Checoslovaquia, y una noche la BBC emitió su «El Ogro hace lo que los ogros pueden hacer…» y esto fue el final de esa aventura. (Tal vez esta historia me hubiera dejado en buen lugar ante él, pero por otra parte yo no tenía una opinión muy halagüeña acerca de esas traducciones.) ¿Que nunca había leído una buena traducción de su obra en cualquier idioma del que yo tuviera alguna idea? Esto ya lo sabía él, acaso demasiado. ¿Que me entusiasmó enterarme un día de su devoción por la tríada Kierkegaardiana, que también para muchos de nosotros era la clave de la especie humana? Pero me preocupaba pensar que no sería capaz de articularla.

Era mejor escuchar. Por ser yo ruso, él se extendería sobre escritores rusos. «No me agradaría vivir con Dostoievski bajo un mismo techo», declararía. O bien: «El mejor escritor ruso es Chejov». «¿Por qué?» «Es el único de su gente que tenía sentido común.» O me preguntaría acerca de la cuestión que más parecía intrigarle referente a mi patria: «Me dijeron que los rusos siempre roban los limpiaparabrisas de los coches aparcados. ¿Por qué?». Pero mi respuesta-porque no había piezas de recambio- no le satisfizo; era evidente que él pensaba en una razón más inescrutable y, por haberle leído, casi empecé a ver una por mi cuenta. Después se ofreció para traducir algunos de mis poemas, cosa que me impresionó considerablemente. ¿Quién era yo para ser traducido por Auden? Sabía que, gracias a sus traducciones, algunos de mis compatriotas habían obtenido más provecho del que sus versos merecían, y sin embargo, por alguna razón, no podía permitirme el pensamiento de él trabajando para mí. Por lo tanto, dije: «Mr. Auden, ¿qué opina usted acerca de… Robert Lowell?». «No me gustan los hombres -fue la respuesta- que dejan tras de sí una senda humeante de mujeres llorosas.»

Durante aquellas semanas en Austria, él se ocupó de mis asuntos con la diligencia de la mejor gallina clueca. Para empezar, de manera inexplicable comenzaron a llegarme telegramas y correspondencia con la indicación «c/o W. H. Auden». Después escribió a la Academia de Poetas Americanos para solicitar que me prestara algún apoyo financiero. Así fue como obtuve mi primer dinero americano -1.000 dólares, para ser exactos-, y me duró hasta mi primer día de paga en la Universidad de Michigan. Me recomendó a su agente, me dio instrucciones acerca de a quién debía conocer y a quién evitar, me presentó amigos, me protegió de los periodistas, y explicó con tristeza que había abandonado su apartamento en St. Mark's Place… como si yo planeara instalarme en Nueva York. «Hubiera sido conveniente para usted. Aunque sólo fuera porque hay una iglesia armenia cerca de él, y la misa es mejor cuando no se entienden las palabras. ¿Usted no habla armenio, verdad?» No lo hablaba.

Después llegó de Londres -c/o W. H. Auden- una invitación para que yo participara en el Congreso «Poetry International», en el Queen Elizabeth Hall, y reservamos el mismo vuelo en la British European Airways. En este momento, surgió la oportunidad para que yo le devolviera en especie parte de mi deuda con él. Ocurrió que durante mi estancia en Viena me había tratado como amigo la familia Rasumovski (descendientes del conde Rasumovski al que están dedicados los Cuartetos de Beethoven). Olga Rasumovski, miembro de esta familia, trabajaba entonces en las líneas aéreas austríacas y, al enterarse de que W. H. Auden y yo efectuábamos el mismo vuelo hacia Londres, telefoneó a la BEA y sugirió que obsequiaran a estos dos pasajeros con el tratamiento propio de la realeza. Y así, efectivamente, fuimos tratados. Auden quedó muy complacido y yo me sentí orgulloso.

En varias ocasiones, durante este tiempo, me pidió que le llamara por su nombre de pila. Naturalmente, yo me resistí a ello, y no sólo por mi opinión sobre él como poeta, sino también a causa de la diferencia de nuestras edades, pues los rusos son terriblemente minuciosos con estas cosas. Finalmente, en Londres me dijo: «No nos entenderemos. O tú me llamas Wystan, o yo tendré que dirigirme a ti como señor Brodsky». Esta perspectiva me pareció tan grotesca que cedí. «Sí, Wystan -dije-. Lo que tú digas, Wystan.» Después, fuimos a la lectura. Se apoyó en el atril y, durante una buena media hora, llenó la sala con los versos que se sabía de memoria. Si alguna vez he deseado que el tiempo se detuviera fue entonces, en aquella sala grande y oscura de la orilla sur del Támesis. Por desgracia, no lo hizo. Aunque un año más tarde, tres meses antes de que él muriese en un hotel austriaco, volvimos a leer juntos otra vez. En la misma sala.

5

Para entonces, Auden tenía casi sesenta y seis años. «Tuve que trasladarme a Oxford. Mi salud es buena, pero he de tener a alguien que me cuide.» Por lo que pude ver, al visitarle allí en enero de 1973, sólo le cuidaban las cuatro paredes del cottage del siglo XVI que le había cedido el colegio, y la sirvienta. En el comedor, los alumnos de la facultad le apartaban a empellones del bufete. Supuse que se trataba tan sólo de modales escolares ingleses, cosa propia de chicos. Sin embargo, al mirarlos no pude dejar de recordar una más de aquellas cegadoras aproximaciones de Wystan: la «trivialidad de la arena».

Esta estupidez era, simplemente, una variación sobre el tema de la sociedad que no tiene obligación alguna respecto a un poeta, en especial un poeta viejo. Es decir, la sociedad escucharía a un político de edad comparable, o incluso más viejo, pero no a un poeta. Hay toda una variedad de motivos para ello, que van desde los antropológicos hasta los sicofánticos, pero la conclusión es evidente e inevitable: la sociedad no tiene derecho a quejarse si un político la perjudica, pues, como Auden dijo en su Rimbaud:


But in that child the rhetoncian's lie

Burst like a pipe: the cold bad made a poet.


«Pero en ese muchacho la mentira del retórico / reventó como una cañería: el frío había creado un poeta.»


Y si la mentira explota así en ese «muchacho», ¿qué le ocurre en el anciano que siente el frío con mayor intensidad? Por presuntuoso que ello pueda parecer al proceder de un extranjero, el trágico logro de Auden como poeta fue, precisamente, el haber deshidratado su verso de toda clase de engaño, tanto si era el de un retórico como el de un bardo. Este tipo de cosa le aliena a uno, no sólo de los miembros de la facultad, sino también de sus propios compañeros en su actividad, ya que en cada uno de nosotros existe aquel jovenzuelo con granos en la cara y sediento de la incoherencia de la elevación.

Al tornarse crítica, esta apoteosis de los granos contemplaría la ausencia de elevación como flojedad, pereza, charlatanería, declive. No se les ocurriría a los de esta especie que un poeta ya envejecido tiene derecho a escribir peor -si es que efectivamente lo hace- y que nada hay tan desagradable como una vejez indecorosa que «descubra el amor» y los trasplantes de glándulas de mono. Entre el bullicioso y el prudente, el público siempre elegirá al primero (y no porque tal elección refleje su estructura demográfica o por el hábito «romántico» de los poetas en cuanto a morir jóvenes, sino a causa de la resistencia innata de la especie en lo tocante a pensar en la senectud, y menos en sus consecuencias). Lo triste en este aferrarse a la inmadurez es que, en sí, esta condición dista de ser permanente. ¡Ah, si lo fuera! Entonces, todo podría explicarse a través del temor de la especie a la muerte. Entonces, todas aquellas «Poesías selectas» de tantos poetas serían tan inocuas como los ciudadanos de Kirchstetten al rebautizar su «Hinterholz». Si sólo se tratara del miedo a la muerte, los lectores y en especial los críticos apreciativos deberían haber puesto fin a sus días unos tras otros. Pero esto no ocurre.

La historia real tras el hecho de que nuestra especie se aferre a la inmadurez es mucho más triste. No tiene que ver con la desgana del hombre respecto a conocer la muerte, sino con su negativa a enterarse de la vida. Y sin embargo, la inocencia es la última cosa que cabe sustentar naturalmente. Por esto los poetas -en especial aquellos que vivieron largo tiempo- deben ser leídos en su integridad, no en selecciones. El comienzo sólo tiene sentido mientras haya un final, pues, a diferencia de los escritores de ficción, los poetas nos cuentan toda la historia, y no sólo en función de sus experiencias y sentimientos reales, sino -y esto es lo más pertinente para nosotros- en función del propio lenguaje, en función de las palabras que finalmente escogen.

Un hombre de edad ya provecta, si todavía sostiene una pluma, tiene una opción entre escribir memorias o llevar un diario. Por la misma naturaleza de su oficio, los poetas son escritores de diarios. A menudo contra su propia voluntad, mantienen el camino más sincero de lo que les está ocurriendo (a) a sus almas, ya se trate de una expansión del alma o -con mayor frecuencia- de su encogimiento, y (b) a su sentido del lenguaje, pues ellos son los primeros para los cuales las palabras se tornan comprometidas o devaluadas. Nos agrade o no, estamos aquí para aprender, no sólo lo que el tiempo le hace al hombre, sino lo que el lenguaje le hace al tiempo. Y los poetas, no lo olvidemos, son aquellos «para los cuales él (el lenguaje) vive». Es esta ley la que enseña a un poeta mayor rectitud de lo que puede enseñarle cualquier credo.

Por esta razón es posible edificar mucho sobre W. H. Auden. No sólo porque murió a una edad que doblaba la de Cristo, o a causa del «principio de repetición» de Kierkegaard. Sirvió, simplemente, a una infinitud mayor de la que normalmente reconocemos, y aporta un buen testimonio respecto a su disponibilidad, y, lo que es más, hizo que se mostrara hospitalaria. Para decir lo mínimo, cada individuo debiera conocer al menos a un poeta de una cubierta a otra de libro: si no como guía a través del mundo, sí como vara de medición del lenguaje. W. H. Auden serviría muy bien en ambos aspectos, aunque sólo fuera por sus respectivas semejanzas con el infierno y el limbo.

Fue un gran poeta (lo único incorrecto en esta frase es su tiempo en pasado, ya que invariablemente la naturaleza del lenguaje pone en presente los logros de uno en él), y me considero inmensamente afortunado por haberle conocido. Pero de no haberle conocido en absoluto, seguiría existiendo la realidad de su obra. Hay que sentirse agradecido al destino por haber estado expuesto a esta realidad, por la esplendidez de estos dones, tanto más valiosos cuanto que no iban destinados a nadie en particular. Cabría llamar a esto generosidad del espíritu, salvo que el espíritu necesita un hombre para su refracción a través de él. No es el hombre el que pasa a ser sagrado debido a esta refracción: es el espíritu el que se torna humano y comprensible. Esto -y el hecho de que los hombres son finitos- basta para que uno adore a este poeta.

Cualesquiera que fueran las razones por las que atravesó el Atlántico y se hizo americano, el resultado fue que fusionó ambos idiomas del inglés y se convirtió -parafraseando uno de sus propios versos- en nuestro Horacio transatlántico. De una manera o de otra, todos los viajes que emprendió -a través de tierras, cuevas de la psique, doctrinas, credos- sirvieron no tanto para mejorar su argumentación como para expandir su dicción. Si la poesía fue alguna vez para él una cuestión de ambición, vivió lo bastante para ella como para que se convirtiera, simplemente, en un medio de existencia. De ahí su autonomía, su cordura, su equilibrio, su ironía, su desprendimiento…, en una palabra, su sabiduría. Sea lo que fuere, leerle es uno de los pocos medios (por no decir el único) disponibles para sentirse decente. Yo me pregunto, no obstante, si era éste su propósito.

Le vi por última vez en julio de 1973, en una cena en casa de Stephen Spender, en Londres. Wystan estaba sentado allí ante la mesa, con un cigarrillo en su mano derecha y un vaso en la izquierda, disertando largamente sobre el tema del salmón frío. Debido a que la silla era demasiado baja, la dueña de la casa había colocado debajo de él dos tomos maltrechos del Oxford English Dictionary. Pensé entonces que estaba viendo al único hombre que tenía derecho a utilizar aquellos volúmenes como asiento.


(1983)

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