Primera Parte

1

Mariam tenía cinco años la primera vez que oyó la palabra harami.

Fue un jueves. Tenía que ser un jueves, porque Mariam recordaba que había estado nerviosa y preocupada ese día, como sólo le ocurría los jueves, cuando Yalil la visitaba en el kolba. Para pasar el rato hasta que por fin llegara el momento de verlo cruzando el claro de hierba que le llegaba hasta la rodilla y agitando la mano, Mariam se había encaramado a una silla y había bajado el juego de té chino de su madre. El juego de té era la única reliquia que la madre de Mariam, Nana, conservaba de su propia madre, muerta cuando Nana tenía dos años. Nana adoraba cada una de las piezas de porcelana azul y blanca, la grácil curva del pitorro de la tetera, los pinzones y los crisantemos pintados a mano, el dragón del azucarero, que protegía de todo mal.

Fue esta última pieza la que le resbaló de los dedos a Mariam, cayó al suelo de madera del kolba y se hizo añicos.

Cuando Nana vio el azucarero, enrojeció y el labio superior empezó a temblarle, y sus ojos, tanto el perezoso como el bueno, se clavaron en Mariam, fijos, sin pestañear. Parecía tan furiosa que Mariam temió que el yinn volviera a apoderarse del cuerpo de su madre. Pero el yinn no apareció esa vez. Nana agarró a Mariam por las muñecas, la atrajo hacia sí, y con los dientes apretados le dijo:

– Eres una harami torpe. Ésta es mi recompensa por todo lo que he tenido que soportar. Una harami torpe que rompe reliquias.

Mariam no lo entendió entonces. No sabía lo que significaba la palabra harami, «bastarda». Tampoco tenía edad suficiente para reconocer la injusticia, para pensar que los culpables son quienes engendran a la harami, no la harami, cuyo único pecado consiste en haber nacido. Pero, por el modo en que Nana pronunció la palabra, Mariam dedujo que ser una harami era algo malo, aborrecible, como un insecto, como las cucarachas que correteaban por el kolba y su madre andaba siempre maldiciendo y echando a escobazos.

Mariam lo comprendió al crecer, cuando se hizo mayor. Fue la manera de pronunciar la palabra, o más bien de escupirla, lo que más le dolió. Entendió entonces a qué se refería Nana, que una harami era algo no deseado, que Mariam era una persona ilegítima que jamás tendría derecho legítimo a las cosas que disfrutaban otros, cosas como el amor, la familia, el hogar, la aceptación.

Yalil nunca llamaba a Mariam por este nombre. Para Yalil ella era su pequeña flor. Le gustaba sentarla sobre su regazo y relatarle historias, como el día que le contó que Herat, la ciudad donde Mariam había nacido en 1959, fue en otro tiempo la cuna de la cultura persa, hogar de escritores, pintores y sufíes.

– No podías estirar una pierna sin darle a un poeta un puntapié en el trasero -dijo entre risas.

Yalil le refirió la historia de la reina Gauhar Shad, que en el siglo XV había erigido los famosos minaretes como tierna oda a Herat. Le describió los verdes trigales de la ciudad, los huertos, las vides cargadas de uvas maduras, los atestados bazares amparados bajo los soportales.

– Hay un pistachero -dijo un día Yalil-, y debajo está enterrado nada menos que el gran poeta Jami. -Se inclinó hacia ella y susurró-: Jami vivió hace más de quinientos años. Ya lo creo. Una vez te llevé a ver el árbol. Eras muy pequeña. No lo recordarás.

En efecto: Mariam no lo recordaba. Y aunque viviría los primeros quince años de su vida tan cerca de Herat que podría haber ido andando hasta allí, Mariam jamás vería el árbol de la historia. Jamás vería los famosos minaretes de cerca y jamás recogería la fruta de los huertos de Herat, ni pasearía por sus trigales. No obstante, siempre que Yalil le hablaba así, Mariam lo escuchaba con deleite. Admiraba a Yalil por su vasto conocimiento del mundo. Se estremecía de orgullo por tener un padre que sabía tales cosas.

– ¡Menudas mentiras! -espetó Nana cuando Yalil se fue-. Un hombre rico contando grandes mentiras. Nunca te ha llevado a ver ningún árbol. Y no te dejes engatusar. Tu querido padre nos traicionó. Nos echó. Nos expulsó de su casa tan grande y elegante donde tú y yo no pintábamos nada. Y lo hizo sin pestañear.

Mariam la escuchaba obedientemente. Jamás se atrevió a decirle a Nana cuánto le desagradaba esa forma de hablar acerca de Yalil. Lo cierto era que, junto a su padre, Mariam no se sentía en absoluto como una harami. Durante un par de horas cada jueves, cuando Yalil la visitaba, entre sonrisas y regalos y palabras cariñosas, Mariam se sentía merecedora de toda la belleza y los obsequios que podía ofrecer la vida. Y por eso Mariam lo quería.

Aunque tuviera que compartirlo.

Yalil tenía tres esposas y nueve hijos, nueve hijos legítimos, a los que Mariam no conocía. Él era uno de los hombres más ricos de Herat. Era dueño de un cine, que Mariam nunca había visto, pero, ante su insistencia, Yalil se lo había descrito, de modo que sabía que la fachada estaba hecha de azulejos azul y marrón claro, que tenía palcos privados y un techo con un enrejado. Una doble puerta batiente conducía a un vestíbulo enlosado, donde los letreros anunciaban películas hindúes en vitrinas de cristal. Los martes, dijo Yalil un día, en el puesto de helados les daban uno gratis a los niños.

Nana sonrió con disimulo al oírlo. Esperó a que Yalil se fuera antes de reírse abiertamente.

– A los hijos de los desconocidos les regala helados -dijo-. ¿Y qué te da a ti, Mariam? Historias sobre helados.

Además del cine, Yalil poseía tierras en Karoj y Fará, tres tiendas de alfombras, una tienda de paños y un Buick Roadmaster negro de 1956. Era uno de los hombres mejor relacionados de Herat, amigo del alcalde y el gobernador provincial. Tenía cocinero, chófer y tres amas de llaves.

Nana había sido una de sus amas de llaves. Hasta que su vientre empezó a abultarse.

Al ocurrir esto, decía Nana, el gemido ahogado de toda la familia de Yalil al unísono dejó Herat sin aire. Sus parientes políticos juraron que correría la sangre. Las esposas exigieron que la echara. El propio padre de Nana, un humilde carnicero de la aldea cercana de Gul Daman, renegó de ella. Deshonrado, recogió sus pertenencias, se subió a un autobús con dirección a Irán y nunca más volvió a saberse de él.

– A veces -dijo Nana una mañana temprano, mientras daba de comer a las gallinas en la puerta del kolba-, desearía que mi padre hubiera tenido agallas para coger uno de sus cuchillos y hacer lo que le exigía el honor. Tal vez habría sido mejor para mí. -Arrojó otro puñado de semillas al gallinero, hizo una pausa y miró a Mariam-. Y quizá también para ti. Te habría ahorrado el dolor de saber lo que eres. Pero mi padre era un cobarde. No tenía dil; le faltaba valor.

Tampoco Yalil tenía dil, añadió Nana, para hacer lo que exigía el honor. Para enfrentarse a su familia, a sus esposas y parientes políticos, y aceptar la responsabilidad de sus actos. A puerta cerrada, se llegó rápidamente a un acuerdo para guardar las apariencias. Al día siguiente, Yalil la había obligado a recoger sus escasas pertenencias de las habitaciones de los criados, donde ella vivía, y la había echado de su casa.

– ¿Sabes lo que les dijo a sus esposas para defenderse? Que yo lo había obligado. Que era culpa mía. Didi ¿Lo entiendes? Eso es lo que significa ser una mujer en este mundo.

Nana dejó el recipiente de grano para las gallinas y levantó el mentón de Mariam con un dedo.

– Mírame, Mariam.

Ella lo hizo a regañadientes.

– Aprende esto ahora y apréndelo bien, hija mía: como la aguja de una brújula apunta siempre al norte, así el dedo acusador de un hombre encuentra siempre a una mujer. Siempre. Recuérdalo, Mariam.

2

– Para Yalil y sus esposas, yo era un matojo de hierba carmín, de artemisa. Y tú también. Y eso que ni siquiera habías nacido aún.

– ¿Qué es la artemisa? -preguntó Mariam.

– Un hierbajo -explicó Nana-. Algo que se arranca y se tira.

Mariam se enfurruñó. Yalil no la trataba como a una mala hierba. Nunca lo había hecho. Pero le pareció más prudente acallar su protesta.

– Pero, al contrario de lo que se hace con los hierbajos, a mí tenían que volver a plantarme, ¿entiendes? Tenían que darme agua y comida. Por ti. Éste fue el acuerdo al que llegó Yalil con su familia.

Nana dijo que se había negado a vivir en Herat.

– ¿Para qué? ¿Para verlo todos los días paseando a sus esposas kinchini por la ciudad en el coche?

Dijo que tampoco había querido vivir en la casa vacía de su padre, en Gul Daman, una aldea situada en una empinada colina dos kilómetros al norte de Herat. Y añadió que había decidido instalarse en algún lugar solitario, aislado, donde los vecinos no miraran su vientre, la señalaran, soltaran risitas burlonas, o peor aún, la atacaran con falsa amabilidad.

– Y créeme -prosiguió Nana-, para tu padre fue un alivio no tenerme cerca. Le convenía.

Fue Muhsin, el hijo mayor de Yalil con su primera esposa, Jadiya, quien sugirió que se instalaran en el claro. Se encontraba a las afueras de Gul Daman. Para llegar hasta allí había que ascender por un sendero de tierra con rodadas que surgía de la carretera principal entre Herat y Gul Daman. A ambos lados del sendero crecía la hierba hasta la rodilla, salpicada de flores blancas y amarillas. El camino subía por la colina serpenteante hasta un campo llano, donde había altos álamos y abundantes arbustos silvestres. Desde allí arriba se distinguían los extremos de las herrumbrosas palas del molino de viento de Gul Daman, a la izquierda, y a la derecha se desplegaba todo Herat. El camino conducía a un amplio arroyo bien poblado de truchas que bajaba de las montañas de Safid-kó, las cuales rodeaban Gul Daman. Doscientos metros río arriba, en dirección a las montañas, había un bosquecillo circular de sauces llorones. En el centro, a la sombra de los árboles, se abría el claro.

Yalil fue hasta allí para echar un vistazo. Cuando regresó, dijo Nana, hablaba del claro como un carcelero que alardeara de los limpios muros y los suelos relucientes de su prisión.

– Y así fue como tu padre construyó esta madriguera de ratas para nosotras.

Una vez, cuando Nana tenía quince años, había estado a punto de casarse. El pretendiente era un muchacho de Shindand, un joven vendedor de periquitos. Mariam conocía la historia por la propia Nana, y aunque ésta quitaba importancia al episodio, el brillo melancólico de su mirada proclamaba que a la sazón había sido feliz. Tal vez en aquellos días previos a su boda Nana había sido realmente dichosa por primera y única vez en su vida.

Cuando Nana le contó la historia, Mariam estaba sentada en su regazo y trataba de imaginar a su madre ataviada con el vestido de novia. La imaginaba a caballo, sonriendo tímidamente tras el velo verde, con las palmas pintadas de roja alheña, los cabellos peinados con polvo de plata y las trenzas untadas de savia. Vio a los músicos tocando la flauta shanai y golpeando los tambores dohol, y a la chiquillería gritando y corriendo tras ella.

Pero una semana antes del día de la ceremonia, un yinn se había apoderado del cuerpo de Nana. Mariam no necesitaba que le diera más detalles. Lo había visto demasiadas veces con sus propios ojos: Nana desplomándose de pronto con el cuerpo rígido, los ojos en blanco y sacudiendo las extremidades como si algo la estrangulara desde dentro, mientras las comisuras de los labios se le cubrían de espumarajos blancos, algunos manchados de sangre. Después sobrevenía el sopor, la aterradora desorientación, los murmullos incoherentes.

Cuando la noticia llegó a Shindand, la familia del vendedor de periquitos anuló la boda.

«Tuvieron miedo», en palabras de Nana.

Escondieron el vestido de novia. Después de aquello, ya no hubo más pretendientes.

En el claro, Yalil y dos de sus hijos, Farhad y Muhsin, construyeron el pequeño kolba donde Mariam iba a vivir sus primeros quince años. Lo levantaron con ladrillos secados al sol y lo cubrieron de barro y paja. Tenía una ventana y dentro había dos jergones, una mesa de madera, dos sillas de respaldo recto y estanterías clavadas a las paredes, donde Nana colocó sus vasijas de barro y su querido juego de té chino. Yalil le llevó una estufa nueva de hierro forjado para el invierno y apiló leña en la parte trasera del kolba. En el exterior instaló un tandur, un horno cilíndrico de arcilla para hacer pan sobre carbón, y un gallinero con una cerca alrededor. Junto con Farhad y Muhsin cavó un profundo hoyo a un centenar de metros del círculo de sauces y levantó una caseta que haría de excusado.

Yalil podría haber contratado trabajadores para que construyeran el kolba, decía Nana, pero no lo hizo.

– Su idea de la penitencia.

Según el relato de Nana sobre el día en que dio a luz a Mariam, nadie acudió a ayudarla. Ocurrió un día húmedo y nublado de la primavera de 1959, dijo, el vigésimo sexto año del reinado del sha Zahir, que duró cuarenta años y en general no conoció acontecimientos de interés. Nana dijo que Yalil no se había molestado en llamar a un médico, ni a una partera, aunque sabía que el yinn podía entrar en su cuerpo y provocar uno de sus ataques durante el parto. Nana yació sola en el suelo del kolba, con un cuchillo al lado, empapada en sudor.

– Cuando el dolor se hizo insoportable, mordí una almohada y grité hasta quedarme ronca. Pero nadie acudió a secarme la cara ni darme un trago de agua. Y tú, Mariam yo, no tenías prisa. Casi dos días me tuviste tumbada en el frío y duro suelo. No comí ni dormí, sólo empujaba y rezaba para que salieras.

– Lo siento, Nana.

– Corté el cordón que nos unía con mis propias manos. Para eso tenía el cuchillo.

– Lo siento.

En este punto Nana siempre esbozaba una lenta y significativa sonrisa, en la que se intuía la recriminación o un perdón reticente, Mariam no acertaba a determinarlo. A la joven Mariam no se le ocurría que pudiera haber injusticia alguna en tener que pedir perdón por la manera de llegar al mundo.

Cuando finalmente se le ocurrió, más o menos al cumplir los diez años, Mariam dejó de creer en aquella historia sobre su nacimiento. Creía la versión de Yalil, que afirmaba que estaba fuera, pero había dispuesto que llevaran a Nana a un hospital de Herat, donde la había atendido un médico y había estado en una cama limpia en una habitación bien iluminada. Yalil meneó la cabeza con pesar cuando Mariam le habló del cuchillo.

Mariam también acabó dudando que hubiera hecho sufrir a su madre durante dos días enteros.

– Me dijeron que todo terminó en menos de una hora -aseguró Yalil-. Fuiste una buena hija, Mariam yo. Incluso al nacer fuiste una buena hija.

– ¡Él ni siquiera estaba allí! -espetó Nana-. Estaba en Tajt-e-Safar, montando a caballo con sus queridos amigos.

Cuando le informaron que le había nacido una hija, dijo Nana, Yalil se había encogido de hombros, había seguido cepillando las crines de su caballo, y se había quedado dos semanas más en Tajt-e-Safar.

– La verdad es que ni siquiera te cogió en brazos hasta que tuviste un mes. Y sólo te miró una vez, comentó que tenías la cara alargada y te puso de nuevo en mis brazos.

Mariam también acabó dudando de esta parte de la historia. Sí, admitió Yalil, estaba montando a caballo en Tajt-e-Safar, pero al recibir la noticia no se había encogido de hombros. Había saltado sobre su caballo y regresado a Herat. La había acunado en sus brazos, le había pasado el pulgar por las cejas casi sin pelo, y le había tarareado una nana. Mariam no se imaginaba a Yalil diciendo que tenía la cara alargada, pero era cierto que la tenía así.

Nana afirmaba que ella había elegido el nombre de Mariam porque era el de su madre. Yalil aseguraba que el nombre lo había elegido él, porque Mariam, el nardo, era una flor preciosa.

– ¿Tu favorita? -preguntó Mariam.

– Bueno, una de mis favoritas -respondió él, y sonrió.

3

Uno de los primeros recuerdos de Mariam era el chirrido de las ruedas de hierro de una carretilla rodando sobre las piedras. La carretilla llegaba una vez al mes, llena de arroz, harina, té, azúcar, aceite para cocinar, jabón y pasta de dientes. La llevaban dos de los hermanastros de Mariam; por lo general eran Muhsin y Ramin, a veces Ramin y Farhad. Los muchachos se turnaban para empujar la carretilla cuesta arriba por el sendero, sobre piedras y guijarros, evitando baches y arbustos, hasta llegar al arroyo. Allí tenían que vaciarla y cargar los bultos para vadearlo: primero pasaban con la carretilla y luego volvían a cargarla. A continuación debían empujarla doscientos metros más a través de la alta y espesa hierba, rodeando matorrales. Las ranas se apartaban de un salto a su paso. Los hermanos espantaban los mosquitos de sus caras sudorosas a manotazos.

– Tiene criados -decía Mariam-. Podría enviarlos a ellos.

– Su idea de la penitencia -replicaba Nana.

Mariam y Nana salían al oír el sonido de la carretilla. Mariam recordaría siempre a su madre tal como la veía el día del aprovisionamiento: una mujer alta, huesuda y descalza, que se apoyaba en el dintel con sus perezosos ojos convertidos en rendijas y los brazos cruzados en un gesto desafiante y burlón. El sol iluminaba sus cabellos cortos y despeinados, sin cubrir. Llevaba una camisa gris que no le sentaba bien abotonada hasta el cuello, y los bolsillos llenos de piedras del tamaño de castañas.

Los chicos se sentaban junto al arroyo y esperaban a que ellas dos metieran las provisiones en el kolba. No osaban acercarse a menos de treinta metros, aunque Nana tenía mala puntería y la mayor parte de las piedras aterrizaban lejos de su objetivo. Nana gritaba a los muchachos mientras acarreaba los sacos de arroz al interior del kolba y les llamaba cosas que Mariam no entendía, maldecía a sus madres y les hacía muecas de odio. Los muchachos nunca le devolvían los insultos.

Mariam se compadecía de ellos. Qué cansados debían de tener los brazos y las piernas, pensaba, de tanto empujar aquella pesada carga. Le habría gustado ofrecerles agua. Pero no decía nada, y si ellos la saludaban con la mano, ella no les devolvía el saludo. En una ocasión, para complacer a Nana, Mariam incluso gritó a Muhsin y le dijo que su boca parecía el culo de un lagarto, aunque luego se moría de culpabilidad, vergüenza y miedo de que se lo contaran a Yalil. Pero Nana se rió tanto, mostrando los picados dientes, que Mariam temió que le diera uno de sus ataques. Nana miró a Mariam cuando terminó y dijo:

– Eres una buena hija.

Cuando la carretilla quedaba vacía, los muchachos volvían corriendo y se alejaban empujándola. Mariam esperaba a verlos desaparecer entre la alta hierba y los matojos floridos.

– ¿Vienes?

– Sí, Nana.

– Se ríen de ti. En serio. Los oigo.

– Ya voy.

– ¿No me crees?

– Aquí estoy.

– Ya sabes que te quiero, Mariam yo.

Por la mañana, despertaban con lejanos balidos de ovejas y el agudo sonido de una flauta, cuando los pastores llevaban sus rebaños a pastar en la ladera de la colina. Mariam y Nana ordeñaban las cabras, daban de comer a las gallinas y recogían los huevos. Hacían el pan juntas. Nana le enseñaba a amasar, a encender el tandur y aplastar la masa de las tortas de pan contra las paredes interiores.

También a coser y a guisar el arroz y todos los demás ingredientes: estofado de shalqam con nabos, sabzi de espinacas, coliflor con jengibre.

Nana no ocultaba el desagrado que le producían las visitas -y, de hecho, la gente en general-, pero hacía excepciones con unos pocos escogidos. Y así, el arbab de la aldea de Gul Daman, Habib Jan, un hombre barbudo de cabeza pequeña y enorme vientre, se presentaba una vez al mes, más o menos, con un criado que portaba un pollo, o a veces una cazuela de arroz kirichi, o un cesto de huevos pintados, para Mariam.

También las visitaba una anciana rechoncha a la que Nana llamaba Bibi yo, cuyo difunto marido había sido cantero y amigo del padre de Nana. A Bibi yo la acompañaban siempre una de sus seis nueras y un par de nietos. Atravesaba el claro cojeando y resoplando, y se frotaba la cadera con grandes aspavientos antes de sentarse, con un suspiro de dolor, en la silla que le ofrecía Nana. Bibi yo siempre llevaba algo para Mariam: una caja de dulces dishlemé, una cesta de membrillos. A Nana, primero le soltaba las quejas sobre sus achaques, y luego los chismorreos de Herat y Gul Daman, en los que se explayaba a gusto, mientras su nuera permanecía sentada detrás de ella, callada y sumisa.

Pero el visitante favorito de Mariam, aparte de Yalil, por supuesto, era el ulema Faizulá, el anciano profesor del Corán en la aldea, el ajund. Éste subía una o dos veces por semana desde Gul Daman para enseñar a Mariam las cinco oraciones namaz diarias. También le enseñaba a recitar el Corán, tal como había hecho con su madre cuando ésta era una niña. El ulema Faizulá había enseñado a Mariam a leer, mirando pacientemente por encima de su hombro mientras los labios de su alumna formaban las palabras en silencio y su dedo índice se detenía en cada palabra, apretando hasta que la uña blanqueaba, como si de esta manera pudiera exprimir el significado de los símbolos. El ulema Faizulá le había sostenido la mano, guiando el lápiz en la elevación de cada alif, en la curva de cada bá, y los tres puntos de cada zá.

Era un anciano delgado, adusto y encorvado con una sonrisa desdentada y una barba blanca que le llegaba hasta el ombligo. Por lo general iba solo al kolba, aunque a veces lo acompañaba su hijo de cabello rojizo, Hamza, unos años mayor que Mariam. Cuando el ulema Faizulá se presentaba en el kolba, Mariam le besaba la mano -y parecía que besaba un grupo de ramitas secas cubiertas por una fina capa de piel-, y él le daba un beso en la frente, antes de sentarse para empezar la clase. Después, los dos salían a sentarse a la puerta del kolba para comer piñones y beber té verde, mientras observaban los bulbul, los ruiseñores que volaban velozmente de un árbol a otro. Algunas veces paseaban entre los alisos y la hojarasca color bronce, siguiendo el arroyo en dirección a las montañas. El ulema Faizulá pasaba las cuentas de su rosario tasbé mientras caminaban y con su voz temblorosa contaba a Mariam historias de todas las cosas que había visto en su juventud, como la serpiente de dos cabezas que había encontrado en Irán, en el Puente de los Treinta y Tres Arcos de Isfahán, o la sandía que había partido a las puertas de la mezquita Azul de Mazar, para descubrir que las pepitas formaban la palabra «Alá» en una mitad y «Akbar» en la otra.

El ulema Faizulá confesó a Mariam que en algunas ocasiones no comprendía el significado de las palabras del Corán, pero que le gustaban los sonidos cautivadores que surgían de su lengua al pronunciar las palabras en árabe. Dijo que lo consolaban, que sosegaban su corazón.

– También a ti te consolarán, Mariam yo -aseguró-. Puedes solicitar su ayuda en momentos de necesidad, y no te fallarán. Las palabras de Dios jamás te traicionarán, hija mía.

El ulema Faizulá sabía escuchar tan bien como se expresaba. Cuando Mariam hablaba, la atención del maestro jamás vacilaba. Asentía lentamente y sonreía con expresión de gratitud, como si se le otorgara un codiciado privilegio. A Mariam le resultaba fácil contar al ulema Faizulá cosas que no se atrevía a confiarle a Nana.

Un día, mientras paseaban, Mariam le dijo que deseaba ir a la escuela.

– Me refiero a una escuela de verdad, ajund sahib. A un aula. Como los demás hijos de mi padre.

El ulema Faizulá se detuvo.

La semana anterior, Bibi yo les había dado la noticia de que las hijas de Yalil, Saidé y Nahid asistirían a la escuela Mehir para niñas de Herat. Desde entonces, en la cabeza de Mariam daban vueltas pensamientos sobre aulas y maestros, imágenes sobre cuadernos con hojas pautadas, columnas de números y plumas que dejaban gruesos y oscuros trazos. Se imaginaba a sí misma en la clase con otras niñas de su edad. Mariam ansiaba colocar una regla sobre un papel y trazar líneas que parecieran importantes.

– ¿Es eso lo que quieres? -preguntó el ulema Faizulá, fijando en ella sus dulces ojos llorosos, con las manos a la espalda y la sombra de su turbante proyectándose sobre una mata de hirsutos ranúnculos.

– Sí.

– ¿Y quieres que yo le pida permiso a tu madre?

Mariam sonrió. Sabía que nadie en el mundo, aparte de Yalil, la comprendía mejor que su anciano maestro.

– Entonces, ¿qué puedo hacer? Dios, en su sabiduría, nos ha asignado a cada uno nuestras debilidades, y la mayor entre las muchas que poseo es mi incapacidad de negarte nada, Mariam yo -dijo el ulema, dándole unos golpecitos en la mejilla con su dedo artrítico.

Pero más tarde, cuando habló con Nana, ésta dejó caer el cuchillo con que estaba cortando cebollas en rodajas.

– ¿Para qué? -preguntó.

– Si la niña quiere aprender, permite que lo haga. Deja que reciba una educación.

– ¿Aprender? ¿Aprender qué, ulema sahib? -replicó Nana con aspereza-. ¿Qué ha de aprender? -Desvió la mirada hacia Mariam.

La pequeña bajó los ojos y se contempló las manos.

– ¿Qué sentido tiene enviar a la escuela a alguien como tú? Sería como sacar brillo a una escupidera. Además, en esos sitios no se aprende nada que valga la pena. Sólo existe una sola habilidad que las mujeres como tú y yo necesitamos en la vida, y eso no lo enseñan en los colegios. Mírame.

– No deberías hablarle así, hija mía -intervino el ulema Faizulá.

– Mírame.

Mariam obedeció.

– Sólo una habilidad. Y es ésta: tahamul. Resistir.

– ¿Resistir qué, Nana?

– Oh, no te preocupes por eso -contestó-. No te faltarán cosas que resistir.

Y añadió que las mujeres de Yalil la habían llamado horrible y sucia hija de cantero, y que la habían obligado a lavar la ropa en medio del frío hasta que la cara se le quedaba helada y le ardían los dedos.

– Es lo que nos toca en esta vida a las mujeres como nosotras. Resistimos. Es lo único que tenemos. ¿Lo entiendes? Además, en la escuela se reirían de ti. Sí. Te llamarían harami. Dirían cosas horribles sobre ti. No lo permitiré.

Mariam asintió.

– Y no quiero oírte volver a hablar de escuelas. Eres todo lo que tengo. No voy a perderte. Mírame. No vuelvas a hablar de escuelas.

– Sé razonable, mujer. Si la niña quiere… -empezó el ulema Faizulá.

– Y tú, ajund sahib, con el debido respeto, no deberías alentar esas ideas insensatas de la niña. Si realmente te importa, hazle comprender que su sitio está aquí, en casa con su madre. No hay nada para ella ahí fuera. Nada más que rechazo y tristeza. Yo lo sé, ajund sahib. Lo sé de sobra.

4

A Mariam le encantaba recibir visitas en el kolba. El arbab de la aldea y sus regalos, Bibi yo con su cadera achacosa y sus interminables chismorreos, y por supuesto el ulema Faizulá. Pero a nadie, a nadie esperaba con tanta impaciencia como a Yalil.

La inquietud se adueñaba de ella los martes por la noche. Mariam dormía mal, temiendo que alguna complicación en los negocios impidiera a Yalil visitarla el jueves y eso la obligara a aguardar otra semana para verlo. Los miércoles se paseaba alrededor del kolba y se dedicaba a arrojar comida a las gallinas distraídamente. Deambulaba por los alrededores, arrancando pétalos de las flores y espantando los mosquitos que le picaban en los brazos. Por fin, los jueves sólo era capaz de sentarse apoyada contra una pared, con los ojos fijos en el arroyo, y esperar. Si Yalil llegaba tarde, el pánico se adueñaba de ella poco a poco. Las rodillas no le respondían y tenía que ir a tumbarse.

Hasta que Nana la llamaba.

– Ahí está tu padre, en toda su gloria.

Mariam se levantaba de un brinco al verlo saltando de piedra en piedra para cruzar el arroyo, agitando las manos alegremente, todo sonrisas. Mariam sabía que Nana la observaba, midiendo su reacción, así que siempre debía esforzarse por quedarse en la puerta esperando mientras su padre avanzaba lentamente hacia ella, y no salir corriendo a su encuentro. Se contenía y se limitaba a mirar pacientemente cómo caminaba por la alta hierba, con la chaqueta del traje colgada del hombro y la corbata roja levantada por la brisa.

Cuando Yalil entraba en el claro, arrojaba su chaqueta sobre el tandur y abría los brazos. Mariam echaba a andar hacia él y finalmente empezaba a correr, luego él la tomaba por las axilas y la lanzaba en alto. Mariam gritaba.

Suspendida en el aire, veía el rostro de su padre vuelto hacia ella con su amplia sonrisa torcida, sus entradas en el pelo, su hoyuelo en la barbilla -el apoyo perfecto para la punta del meñique de Mariam-, sus dientes, los más blancos en una ciudad de muelas cariadas. A Mariam le gustaba su bigote recortado y que, hiciera el tiempo que hiciera, Yalil siempre llevase traje en sus visitas -marrón oscuro, su color favorito, con el triángulo blanco de un pañuelo en el bolsillo del pecho-, además de gemelos y corbata, roja por lo general, que dejaba un poco floja. Mariam se veía también a sí misma reflejada en los ojos castaños de Yalil, con los cabellos ondeando, el rostro encendido por la excitación sobre el fondo del cielo azul.

Nana decía que un día Yalil fallaría, que Mariam le resbalaría entre las manos, caería al suelo y se haría daño. Pero Mariam no creía que Yalil la dejara caer. Creía que aterrizaría siempre sana y salva en las manos limpias y de uñas bien arregladas de su padre.

Se sentaban a la puerta del kolba y Nana les servía té. Los dos adultos se saludaban con una sonrisa incómoda y una inclinación de la cabeza. A Yalil, Nana no lo recibía con piedras ni con insultos.

A pesar de que despotricaba contra él cuando no estaba, se mostraba contenida y cortés durante las visitas de Yalil. Siempre se lavaba el pelo, se cepillaba los dientes y se ponía su mejor hiyab. Se sentaba en silencio en una silla frente a él, con las manos cruzadas sobre el regazo. No lo miraba directamente a los ojos y jamás utilizaba un lenguaje grosero. Cuando se reía, se cubría la boca con la mano para ocultar los dientes picados.

Nana se interesaba por sus negocios. Y también por sus esposas. Cuando le dijo que se había enterado por Bibi yo de que su esposa más joven, Nargis, esperaba su tercer hijo, Yalil sonrió cortésmente y asintió.

– Bueno. Debes de estar muy contento -comentó Nana-. ¿Cuántos tienes ya? ¿Son diez, mashala? ¿Diez?

Él asintió.

– Once, contando a Mariam, por supuesto.

Más tarde, cuando Yalil se hubo marchado, madre e hija discutieron por eso. Mariam la acusó de haberlo engañado para que cayera en su trampa.

Después de tomar el té con Nana, padre e hija siempre iban a pescar al arroyo. Él le enseñaba a lanzar el sedal y enrollar el carrete cuando picaba una trucha. Le enseñaba a destripar y limpiar el pescado, sacándole la espina con un solo movimiento. Le hacía dibujos mientras esperaban a que picaran, le mostraba cómo dibujar un elefante de un solo trazo sin levantar la pluma del papel. Le recitaba poemas. Juntos cantaban:

Lili lili para pájaros la pila

en un sendero de la villa,

Minnow se posó en el borde y bebió,

resbaló y en el agua se hundió.

Yalil le llevaba recortes del Ittifaq-i Islam, el periódico de Herat, y se los leía. Era el vínculo de Mariam, la prueba de que existía todo un mundo más allá del kolba, más allá de Gul Daman y también de Herat, un mundo de presidentes con nombres impronunciables, trenes y museos y fútbol, cohetes que orbitaban alrededor de la Tierra y aterrizaban en la Luna, y cada jueves Yalil llevaba consigo una parte de ese mundo al kolba.

Fue él quien le contó en el verano de 1973, cuando Mariam tenía catorce años, que el sha Zahir, que había gobernado en Kabul durante cuarenta años, había sido derrocado por un golpe de estado incruento.

– Lo ha hecho su primo Daud Jan, mientras el sha estaba en Italia para recibir tratamiento médico. Sabes quién es Daud Jan, ¿verdad? Ya te había hablado de él. Era primer ministro en Kabul cuando tú naciste. El caso es que Afganistán ya no es una monarquía, Mariam. Ahora es una república y Daud Jan es el presidente. Corre el rumor de que los socialistas de Kabul le han ayudado a hacerse con el poder. No es que él sea socialista, claro, pero le han ayudado. Eso se rumorea al menos.

Mariam le preguntó qué era un socialista y Yalil empezó a explicárselo, pero Mariam apenas le prestaba atención.

– ¿Me estás escuchando?

– Sí.

Yalil vio que su hija miraba el bulto del bolsillo lateral de su chaqueta.

– Ah. Claro. Bueno. Pues toma. No hace falta esperar…

Sacó una cajita del bolsillo y se la entregó. De vez en cuando le llevaba pequeños regalos. Un brazalete de cornalinas una vez, una gargantilla con cuentas de lapislázuli otra. Ese día, Mariam abrió la caja y encontró un colgante con forma de hoja, del que pendían a su vez monedas pequeñas con lunas y estrellas grabadas.

– Póntelo, Mariam yo.

Mariam se lo puso.

– ¿Cómo me queda?

– Pareces una reina -respondió su padre con una sonrisa radiante.

Cuando Yalil se fue, Nana vio el colgante sobre el pecho de Mariam.

– Bisutería de los nómadas -dijo-. Ya he visto cómo la hacen. Funden las monedas que les echa la gente y hacen joyas. A ver cuándo te trae algo de oro, tu querido padre. A ver.

Llegado el momento en que Yalil tenía que irse, Mariam se quedaba siempre en el umbral de la puerta mientras él cruzaba el claro, abatida ante la idea de la semana que se extendía, como un objeto inmenso e inamovible, entre aquélla y la siguiente visita. Mariam siempre contenía el aliento mientras lo veía marchar. Contenía el aliento y contaba los segundos mentalmente, diciéndose que por cada segundo que no respirara, Dios le concedería otro día con Yalil.

Por la noche, se acostaba en su jergón y se preguntaba cómo sería la casa de Yalil en Herat. Se preguntaba cómo sería vivir con él, verlo todos los días. Se imaginaba tendiéndole una toalla mientras él se afeitaba, al tiempo que le preguntaba si se había cortado. Le prepararía el té. Le cosería los botones que se le cayeran. Darían paseos juntos por Herat, por los soportales del bazar en el que, según Yalil, era posible encontrar cuanto uno deseara. Irían en su coche y la gente los señalaría y diría: «Ahí va Yalil Jan con su hija.» Yalil le mostraría el famoso árbol bajo el cual habían enterrado a un poeta.

Mariam decidió que un día no muy lejano hablaría con Yalil de todas esas cosas. Y cuando él la oyera, cuando supiera lo mucho que lo echaba de menos cada vez que se iba, seguro que se la llevaría consigo. La llevaría a Herat, a vivir en su casa, como sus otros hijos.

5

– Ya sé lo que quiero -dijo Mariam a Yalil.

Era la primavera de 1974, el año en que Mariam cumplía quince años. Los tres estaban sentados a la puerta del kolba, a la sombra de los sauces, en sillas plegables dispuestas en triángulo.

– Para mi cumpleaños… Ya sé lo que quiero.

– ¿Ah, sí? -dijo Yalil con una sonrisa alentadora.

Dos semanas antes, Mariam había preguntado al respecto y él había comentado que se estaba proyectando una película americana en su cine. Era una película especial, de lo que él llamó «dibujos animados». Toda la película era una serie de dibujos, explicó, miles de dibujos, y al convertirse en película y proyectarse sobre una pantalla, daba la impresión de que se movían. Yalil dijo que la película contaba la historia de un viejo fabricante de juguetes que se sentía muy solo y deseaba con todas sus fuerzas tener un hijo. Así que decidió tallar una marioneta, un niño de madera que mágicamente cobraba vida. Mariam le había pedido que le contara más cosas, y Yalil le relató que el anciano y su marioneta corrían toda suerte de aventuras, que había un sitio que se llamaba Isla de la Diversión, donde los niños malos se convertían en burros. Al final, una ballena se tragaba a la marioneta y su padre. Mariam refirió toda la historia al ulema Faizulá.

– Quiero que me lleves a tu cine -pidió Mariam para su cumpleaños-. Quiero ver los dibujos animados. Quiero ver al niño marioneta.

Al decir esto, Mariam notó un cambio en el ambiente que respiraban. Sus padres se removieron en sus sillas y Mariam notó que intercambiaban miradas.

– No es buena idea -señaló Nana. Su voz sonó tranquila, con el tono contenido y educado que usaba siempre que Yalil estaba con ellas, pero Mariam notaba su mirada dura y acusadora.

Él cambió de posición en la silla, tosiendo y carraspeando.

– ¿Sabes? -dijo-. La calidad de la imagen no es muy buena. Ni la del sonido. Y últimamente el proyector no funciona muy bien. Me parece que tu madre tiene razón. Será mejor que pienses en otro regalo, Mariam yo.

Ané -dijo Nana-. ¿Lo ves? Tu padre está de acuerdo conmigo.

Pero más tarde, en el arroyo, Mariam insistió.

– Llévame.

– Vamos a hacer una cosa -propuso Yalil-. Enviaré a alguien a recogerte para que te lleve. Y me aseguraré de que te den un buen asiento y todas las golosinas que quieras.

– No. Quiero que me lleves tú.

– Mariam yo…

– Y también quiero que invites a mis hermanos y hermanas. Me gustaría conocerlos y que fuésemos todos juntos. Sí, eso es lo que quiero.

Yalil suspiró. Miraba a lo lejos, hacia las montañas.

Mariam recordaba que, según le había dicho, en la pantalla un rostro humano parecía tan grande como una casa, y cuando un coche se estrellaba, uno notaba en sus propios huesos cómo se retorcía el metal. Se imaginaba a sí misma sentada en un palco, lamiendo un helado, junto a sus hermanos y su padre.

– Eso es lo que quiero -repitió.

Yalil la miró con tristeza.

– Mañana. A mediodía. Nos encontraremos aquí mismo. ¿De acuerdo? ¿Mañana?

– Ven aquí -dijo él. Se agachó, la atrajo hacia sí y la estrechó entre sus brazos mucho, mucho tiempo.


***

Al principio, Nana se paseaba por el kolba, abriendo y cerrando los puños.

– De todas las hijas que podía haber tenido, ¿por qué Dios me ha dado una tan ingrata como tú? ¡Con todo lo que he tenido que soportar por tu culpa! ¡Cómo te atreves! ¿Cómo te atreves a abandonarme así, harami traidora?

Luego empezó con las burlas.

– ¡Qué estúpida eres! ¿Crees que le importas, que te aceptaría en su casa? ¿Crees que eres una hija para él? ¿Que te acogería en su familia? Pues escúchame bien: el corazón de un hombre es miserable. No es como el vientre de una madre. No sangra, ni se ensancha para hacerte sitio. Yo soy la única que te quiere. Soy lo único que tienes en el mundo, Mariam, y cuando muera no tendrás nada. ¡No tendrás nada porque no eres nada!

Luego intentó la táctica de la culpabilidad.

– Me moriré si te vas. Vendrá el yinn y tendré uno de mis ataques. Ya lo verás, me tragaré la lengua y me moriré. No me dejes, Mariam yo. Quédate, por favor. Me moriré si te vas.

Mariam permaneció en silencio.

– Tú sabes que te quiero, Mariam yo.

Mariam anunció que se iba a dar un paseo, porque si se quedaba temía decir cosas que hirieran a Nana: que sabía que lo del yinn era mentira, que Yalil le había contado que Nana tenía una enfermedad con un nombre y que tomándose unas pastillas se pondría mejor. Podría haberle preguntado a Nana por qué se negaba a ver a los médicos de Yalil, como él había insistido que hiciera, por qué no se tomaba las pastillas que él le había comprado. Si hubiera sabido expresarse, podría haberle dicho que estaba cansada de ser un instrumento, de que le contara mentiras, de que la reclamara como suya, de que la utilizara. Que estaba harta de que Nana distorsionara la verdad de su vida y la convirtiera a ella en otro de sus motivos de queja contra el mundo.

«Tienes miedo, Nana -podría haber dicho-. Tienes miedo de que encuentre la felicidad que tú nunca has tenido. Y no quieres que yo sea feliz. No quieres que disfrute de la vida. Tú eres la que tiene un corazón miserable.»

Al borde del claro había una atalaya que a Mariam le gustaba frecuentar. Se sentaba allí, sobre la hierba cálida y seca, y contemplaba Herat, que se extendía a sus pies como un tablero de juegos infantiles, con el jardín de las Mujeres al norte de la ciudad, y el bazar Char-suq y las ruinas de la antigua ciudadela de Alejandro Magno al sur. Mariam distinguía los minaretes a lo lejos, como gigantescos dedos polvorientos, y las calles que, imaginaba, bullían de gente, carros y mulas. Veía las golondrinas que descendían en picado y volaban en círculos, y las envidiaba porque habían estado en Herat. Las golondrinas habían volado por encima de sus mezquitas y bazares. Tal vez se habían posado incluso en los muros de la casa de Yalil, o en los escalones de entrada de su cine.

Cogió diez guijarros e hizo con ellos tres pilas. Era un juego al que se entregaba a veces en secreto, cuando Nana no la miraba. Colocó cuatro guijarros en la primera pila, por los hijos de Jadi-ya, tres en la segunda por los hijos de Afsun, y otros tres en la tercera por los hijos de Nargis. Luego añadió una cuarta pila. Un undécimo guijarro en solitario.

A la mañana siguiente, Mariam se puso un vestido de color crema que le llegaba hasta las rodillas, unos pantalones de algodón y un hiyab verde en la cabeza. Estuvo un buen rato preocupada porque el hiyab verde no hacía juego con el vestido, pero eso no tenía remedio, porque las polillas habían dejado el blanco lleno de agujeros.

Miró la hora. Llevaba un viejo reloj de cuerda con números negros y esfera verde, regalo del ulema Faizulá. Eran las nueve. Se preguntó dónde estaría Nana. Pensó en salir a buscarla, pero temía la confrontación, las miradas de agravio. Nana la acusaría de traicionarla. Se burlaría de sus absurdas ambiciones.

Mariam se sentó. Trató de pasar el rato dibujando un elefante de un solo trazo, tal como le había enseñado Yalil, una y otra vez. Se quedó entumecida de estar sentada, pero no quiso tumbarse por miedo a que se le arrugara el vestido.

Cuando por fin las manecillas del reloj señalaron las once y media, se metió los once guijarros en el bolsillo y salió. De camino al arroyo, vio a Nana sentada en una silla a la sombra de un sauce llorón. Mariam no sabía si su madre la había visto.

Al llegar al arroyo, esperó en el lugar acordado. Unas cuantas nubes grises con forma de coliflor surcaron el cielo. Yalil le había enseñado que las nubes grises tenían ese color porque eran tan densas que la parte superior absorbía la luz del sol y proyectaba su propia sombra sobre la parte inferior. «Eso es lo que se ve, Mariam yo -le había dicho-, la oscuridad de su vientre.»

Pasó un rato.

Mariam volvió al kolba. Esta vez, rodeó el claro por el oeste para no tener que pasar por delante de Nana. Consultó su reloj. Era casi la una. «Es un hombre de negocios -pensó-. Le habrá surgido un imprevisto.»

Volvió de nuevo al arroyo y esperó un poco más. Unos ruiseñores sobrevolaron la corriente y luego se posaron, perdiéndose de vista entre la hierba. Mariam observó una oruga que avanzaba despacio por el tallo de un cardo verde.

Aguardó hasta que las piernas se le agarrotaron. Esta vez no volvió al kolba. Se subió las perneras de los pantalones hasta las rodillas, cruzó el arroyo y, por primera vez en su vida, inició el descenso de la colina en dirección a Herat.

Nana también se equivocaba sobre la ciudad. Nadie la señaló con el dedo. Nadie se rió de ella. Mariam recorrió los bulevares ruidosos y atestados de gente, flanqueados de cipreses, dominados por un trasiego constante de transeúntes, gente en bicicleta y garis tirados por mulas. Nadie le arrojó ninguna piedra ni la llamó harami. De hecho, apenas le dirigieron la mirada. Inesperada y asombrosamente, allí no era más que una persona entre otras muchas. Se detuvo ante un estanque de forma ovalada que había en el centro de un gran parque, donde se cruzaban varios senderos de guijarros. Maravillada, acarició los hermosos caballos de mármol que bordeaban el estanque y contempló el agua con ojos opacos. También observó a unos niños que botaban barquitos de papel. Vio flores por todas partes, tulipanes, lirios, petunias, iluminados sus pétalos por el sol. Había gente paseando por los senderos, sentada en los bancos, tomando té.

A Mariam le costaba creer que estuviera realmente allí. El corazón le latía de emoción. Deseó que el ulema Faizulá pudiera verla. Qué atrevida le parecería. ¡Qué valiente! Se dedicó entonces a imaginar la nueva vida que la esperaba en la ciudad, una vida con un padre, con hermanas y hermanos, una vida en la que amaría y sería amada, sin reservas ni horarios, sin vergüenza.

Alegre y vivaz, volvió a la amplia avenida que discurría junto al parque. Pasó por delante de viejos vendedores ambulantes de rostro curtido, sentados a la sombra de los plátanos, que la contemplaron con aire impasible desde detrás de sus pirámides de cerezas y sus montones de uvas. Niños descalzos corrían en pos de coches y autobuses, agitando bolsas de membrillos. Mariam se detuvo en una esquina y observó a los transeúntes, incapaz de comprender cómo podían permanecer indiferentes a las maravillas que los rodeaban.

Al cabo de un rato, se armó de valor para preguntar al anciano propietario de un gari tirado por un caballo si sabía donde vivía Yalil, el dueño del cine. El anciano tenía las mejillas redondas y llevaba un chapan a rayas con los colores del arco iris.

– ¿No eres de Herat, verdad? -dijo afablemente-. Todo el mundo sabe dónde vive Yalil Jan.

– ¿Podría indicármelo?

El anciano le quitó el papel de plata a un caramelo y preguntó:

– ¿Estás sola?

– Sí.

– Sube. Te llevaré.

– No puedo pagarle. No tengo dinero.

El anciano le dio el caramelo. Dijo que de todas formas hacía dos horas que no llevaba a nadie y que estaba pensando en dejar el trabajo por ese día. La casa de Yalil le pillaba de camino.

Mariam subió al gari. Hicieron el trayecto en silencio, codo con codo. Por el camino, Mariam vio herbolarios y casetas donde se compraban naranjas y peras, libros, chales, incluso halcones. Había niños jugando a canicas en círculos trazados en el polvo. A la puerta de las casas de té, sobre plataformas de maderas alfombradas, había hombres bebiendo té y fumando tabaco de narguiles.

El anciano hizo virar su gari para entrar en una amplia calle flanqueada de coníferas. Al llegar a la mitad de la avenida, detuvo al caballo.

– Aquí es. Parece que tienes suerte, dojtar yo. Ése es su coche.

Mariam se bajó de un salto. El anciano sonrió y reanudó su camino.

Era la primera vez que Mariam tocaba un automóvil. Acarició el capó del coche de Yalil, que era negro y reluciente, con ruedas resplandecientes en las que vio una imagen ensanchada y plana de sí misma. Los asientos eran de cuero blanco. Tras el volante había esferas indicadoras.

Por un momento le pareció oír la voz de Nana burlándose de ella, apagando el resplandor de sus más íntimas esperanzas. Mariam se acercó al portón de la casa con piernas temblorosas. Apoyó las manos en sus muros. Eran muy altos, los muros de Yalil, llenos de malos presagios. Tuvo que levantar mucho la cabeza para ver las copas de los cipreses que sobresalían al otro lado. Las copas se balanceaban impulsadas por la brisa, y Mariam imaginó que se inclinaban para saludar su llegada. Tuvo que dominarse para reprimir la consternación que la atenazaba.

Una joven descalza abrió el portón. Llevaba un tatuaje bajo el labio inferior.

– He venido a ver a Yalil Jan. Soy Mariam, su hija.

El rostro de la joven expresó un desconcierto momentáneo. Después vino la comprensión, que suscitó una leve sonrisa y cierto aire de vehemencia, de expectación.

– Espera aquí -indicó rápidamente, y cerró el portón.

Transcurrieron unos minutos. Luego salió un hombre. Era alto, de hombros anchos, ojos soñadores y rostro sereno.

– Soy el chófer de Yalil Jan -dijo, no sin cierta amabilidad.

– ¿Su qué?

– Su conductor. Yalil Jan no está en casa.

– Veo ahí su coche -señaló Mariam.

– Está fuera, atendiendo un negocio urgente.

– ¿Cuándo volverá?

– No lo ha dicho.

Mariam respondió que esperaría.

El hombre cerró el portón. Mariam se sentó y dobló las rodillas hasta pegarlas contra su pecho. Era ya tarde y empezaba a tener hambre. Se comió el caramelo que le había dado el hombre del gari. Poco después, el chófer volvió a salir.

– Tienes que irte a casa -dijo-. Falta menos de una hora para que anochezca.

– Estoy acostumbrada a la oscuridad.

– También va a refrescar. ¿Por qué no dejas que te lleve a casa en el coche? Ya le diré que has venido.

Mariam se limitó a mirarlo.

– Pues te llevo a un hotel. Allí podrás dormir cómodamente. Ya veremos qué podemos hacer por la mañana.

– Déjeme entrar en la casa.

– No me lo permiten. Mira, nadie sabe cuándo volverá. Podría tardar días.

Mariam cruzó los brazos.

El chófer suspiró y le dirigió una mirada de leve reproche.

A lo largo de los años, Mariam tendría numerosas ocasiones para pensar en lo que podría haber ocurrido si hubiera accedido a que el chófer la llevara de vuelta al kolba. Pero no fue así. Pasó la noche ante la puerta de la casa de Yalil. Vio cómo se oscurecía el cielo y las sombras engullían las fachadas de las casas vecinas. La joven tatuada salió con pan y un plato de arroz para ella, pero Mariam lo rechazó. La joven lo dejó todo a su lado. De vez en cuando, la muchacha oía pasos en la calle, puertas que se abrían, saludos amortiguados. Se encendieron luces eléctricas y de las ventanas surgió un tenue resplandor. Unos perros ladraron. Cuando no pudo resistir más el hambre, Mariam se comió el pan y el plato de arroz. Luego estuvo escuchando el sonido de los grillos de los jardines. Las nubes se deslizaban en lo alto, ocultando la pálida luna.

Por la mañana, alguien la zarandeó para despertarla. Mariam vio entonces que durante la noche la habían tapado con una manta.

Quien la sacudía por el hombro era el chófer.

– Ya basta. Ya has hecho tu escena. Bas. Ahora tienes que irte.

Mariam se incorporó y se frotó los ojos. Tenía la espalda y el cuello doloridos.

– Me quedo para esperarlo.

– Mírame -ordenó el chófer-. Yalil Jan dice que he de llevarte a tu casa ahora mismo. ¿Lo entiendes? Lo ha dicho Yalil Jan.

El chófer abrió la puerta de atrás del automóvil.

Bia. Vamos -indicó amablemente.

– Quiero verlo -insistió Mariam con los ojos llenos de lágrimas.

El chófer suspiró.

– Deja que te lleve a casa. Vamos, dojtar yo.

Mariam se levantó y se dirigió al coche. Pero en el último momento, cambió de dirección y echó a correr hacia el portón. Notó la mano del chófer, que intentaba agarrarla por el hombro. Lo rehuyó e irrumpió en la casa.

En los pocos segundos que estuvo en el jardín de Yalil, los ojos de Mariam captaron una reluciente estructura de cristal con plantas en su interior, las uvas de un emparrado, un estanque de peces construido con bloques grises de piedra, árboles frutales y arbustos de flores vistosas por doquier. Su mirada pasó por encima de todas estas cosas antes de encontrar un rostro al otro lado del jardín, en una de las ventanas de arriba. La cara permaneció allí apenas un instante, como un destello, pero fue suficiente. Suficiente para que Mariam viera sus ojos de espanto y la boca abierta. Luego desapareció. Apareció una mano y tiró de un cordón frenéticamente. Las cortinas cayeron.

Después un par de manos la sujetaron por las axilas y la alzaron del suelo. Mariam pataleó. Se le cayeron los guijarros del bolsillo. Siguió pataleando y llorando mientras la llevaban al coche y la sentaban en el frío cuero del asiento posterior.


***

El chófer hablaba en tono apagado mientras conducía, tratando de consolarla. Mariam no lo escuchaba. No dejó de llorar, dando botes en el asiento de atrás, durante todo el trayecto. Eran lágrimas de dolor, de ira, de desilusión. Pero, sobre todo, eran lágrimas de una profundísima vergüenza por su estupidez al haberse entregado plenamente a Yalil, al haberse preocupado tanto por el vestido que debía ponerse y por el hiyab que no hacía juego, al haber ido a pie hasta su casa y haberse negado luego a marcharse, y por haber dormido en la calle como un perro vagabundo. Y sentía vergüenza de no haber hecho caso del rostro desconsolado de su madre, de sus ojos hinchados. Nana, que se lo había advertido, que siempre había tenido razón.

Mariam tenía grabado a fuego el recuerdo del rostro en la ventana. Había permitido que durmiera en la calle. En la calle. Mariam siguió llorando, tumbada en el asiento. No quería sentarse, no quería que la vieran. Imaginaba que todo Herat conocía ya su vergüenza. Deseó que el ulema Faizulá estuviera allí para apoyar la cabeza en su regazo y dejar que la consolara.

Al cabo de un rato, las sacudidas aumentaron y el morro del coche empezó a inclinarse hacia arriba. Se hallaban en la carretera que subía hasta Gul Daman desde Herat.

¿Qué iba a decirle a Nana?, se preguntó. ¿Cómo se disculparía? ¿Cómo la miraría a la cara?

El coche se detuvo y el chófer la ayudó a salir.

– Te acompañaré -se ofreció.

Mariam lo siguió al otro lado de la carretera y luego enfiló el sendero tras él. Al borde del camino crecían las madreselvas y también los algodoncillos. Las abejas zumbaban alrededor de las flores silvestres. El chófer la tomó de la mano y la ayudó a cruzar el arroyo. Luego la soltó y comentó que pronto empezarían a soplar los famosos vientos de ciento veinte días en Herat, desde media mañana hasta el anochecer, y que los mosquitos iniciarían su febril actividad, cuando de pronto se detuvo delante de ella, tratando de taparle los ojos y obligándola a retroceder.

– ¡Vuelve atrás! -ordenó-. No, no mires. ¡Date la vuelta! ¡Vuelve atrás!

Pero no fue lo bastante rápido. Mariam lo vio. Una ráfaga de viento levantó las ramas caídas del sauce llorón como si fueran una cortina y Mariam vislumbró lo que había bajo el árbol: la silla volcada. La cuerda colgando de una rama alta. Nana balanceándose al final de la cuerda.

6

Enterraron a Nana en un rincón del cementerio de Gul Daman. Mariam permaneció de pie junto a Bibi yo y las mujeres, mientras el ulema Faizulá recitaba las oraciones junto a la tumba y los hombres hacían descender el cuerpo amortajado.

Después, Yalil fue con ella al kolba, donde, delante de los aldeanos que los acompañaban, se mostró sumamente solícito con su hija. Recogió sus escasas pertenencias y las metió en una maleta. Se sentó junto a su jergón, donde ella estaba tumbada, y le abanicó el rostro. Le acarició la frente y, con expresión acongojada, le pregunto si necesitaba algo, algo; lo dijo así, dos veces.

– Quiero al ulema Faizulá -murmuró Mariam.

– Por supuesto. Está fuera. Iré por él.

Cuando la delgada figura encorvada del ulema apareció en el umbral de la puerta del kolba, Mariam se echó a llorar por primera vez ese día.

– Oh, Mariam yo.

El ulema se sentó a su lado y le tomó la cara entre las manos.

– Llora, Mariam yo. Llora. No te avergüences de ello. Pero recuerda, hija mía, lo que dice el Corán: «Bendito Aquel en Cuyas manos está el reino, y Aquel que tiene poder sobre todas las cosas, que creó la muerte y la vida con las que puede ponerte a prueba.» El Corán dice la verdad, hija mía. Dios tiene un motivo para cada prueba y cada desgracia que hace recaer sobre nosotros.

Pero Mariam no encontraba consuelo en las palabras de Dios. Ese día no. En su cabeza, sólo oía las palabras de Nana: «Me moriré si te vas. Me moriré.» Y sólo sabía llorar y llorar y dejar que sus lágrimas cayeran en la piel manchada y fina como el papel de las manos del ulema Faizulá.

Yalil se sentó en el asiento de atrás del coche con Mariam, rodeándola con un brazo durante el trayecto hasta su casa.

– Puedes quedarte conmigo, Mariam yo -dijo-. Ya les he pedido que te preparen una habitación. Está arriba. Creo que te gustará. Podrás ver el jardín.

Por primera vez, Mariam oyó a su padre con los oídos de Nana. Oía ahora con toda claridad la falsedad que se escondía siempre tras sus palabras, las promesas vacías, mentirosas. No fue capaz de mirarlo a la cara.

Cuando el coche se detuvo ante la casa de Yalil, el chófer abrió la puerta para que salieran y se ocupó de la maleta de Mariam. Yalil la condujo, las manos sobre sus hombros, a través del mismo portón que, dos días antes, había permanecido cerrado mientras ella dormía en la calle, esperándolo. Dos días antes Mariam no había deseado otra cosa en el mundo que entrar en ese jardín con Yalil; en cambio, en ese momento parecía que todo eso había ocurrido en otra existencia. ¿Cómo podía haber dado su vida un vuelco tan grande en tan poco tiempo?, se preguntó Mariam. Mantuvo la vista clavada en el suelo, en sus pies, que pisaban el sendero de piedras grises. Notó que había otras personas en el jardín, murmurando, apartándose al pasar ella con Yalil. Notó el peso de sus miradas desde las ventanas de arriba.

Dentro de la casa, Mariam también mantuvo la cabeza gacha. Caminó por una alfombra marrón en la que se repetía un motivo octogonal azul y amarillo, vio de reojo los pedestales de mármol de las estatuas, la parte inferior de jarrones, los bordes deshilachados de coloridos tapices que colgaban de las paredes. Las escaleras por las que subió con Yalil eran amplias y con una alfombra similar, clavada a la base de cada escalón. Al llegar a lo alto, Yalil la condujo hacia la izquierda, por otro largo pasillo alfombrado. Se detuvo delante de una puerta, la abrió e hizo pasar a Mariam.

– Tus hermanas Nilufar y Atié juegan aquí a veces -comentó-, pero sobre todo lo usamos como cuarto de invitados. Creo que aquí estarás a gusto. Es bonito, ¿verdad?

La habitación tenía una cama con una manta de flores verdes tejida en nido de abeja. Las cortinas, descorridas para dejar ver el jardín, hacían juego con la manta. Junto a la cama había una cómoda con tres cajones y un jarrón de flores encima. Había estantes en las paredes, y en ellos Mariam vio fotografías enmarcadas de personas a las que no conocía. Reparó en una colección de muñecas de madera idénticas, ordenadas según su tamaño, en uno de los estantes.

– Son muñecas matrioshka -comentó Yalil al ver que las miraba-. Las compré en Moscú. Puedes jugar con ellas si quieres. No le molestará a nadie.

Mariam se sentó en la cama.

– ¿Quieres algo? -preguntó Yalil.

Ella se tumbó. Cerró los ojos. Al cabo de unos instantes, oyó que Yalil cerraba la puerta con suavidad.

Salvo cuando tenía que usar el cuarto de baño que había al final del pasillo, Mariam no salía de su habitación. La chica del tatuaje, la que le había abierto la puerta, le llevaba la comida en una bandeja: kebab de cordero, sabzi, sopa aush. Apenas la probaba. Yalil iba a verla varias veces al día, se sentaba en la cama a su lado, le preguntaba si se encontraba bien.

– Podrías comer abajo con nosotros -comentó, aunque sin gran convicción. Se apresuró demasiado a mostrar su comprensión cuando Mariam manifestó que prefería comer sola.

Desde la ventana, Mariam observaba impasible lo que tanta curiosidad había despertado en ella y tanto había deseado ver durante toda su existencia: la vida cotidiana en casa de Yalil. Los criados entraban y salían por la puerta del jardín. Había siempre un jardinero podando los arbustos o regando las plantas del invernadero. Coches con largos y esbeltos capós se detenían en la calle, delante de la casa. De los vehículos emergían hombres trajeados, con chapans y gorros de karakul, mujeres con hiyabs y niños repeinados. Y cuando Mariam vio a Yalil estrechando la mano a todos esos desconocidos, cuando lo vio cruzar las manos sobre el pecho e inclinar la cabeza ante sus mujeres, supo que Nana había dicho la verdad, que aquél no era su lugar.

«Pero ¿cuál es mi lugar? ¿Qué voy a hacer ahora?»

«Soy lo único que tienes en el mundo, Mariam, y cuando muera no tendrás nada. ¡No tendrás nada porque no eres nada!»

Una indecible negrura recorría su cuerpo en oleadas, como las ráfagas de viento que soplaban entre los sauces alrededor del kolba.

El segundo día que Mariam estaba en casa de Yalil, una niña entró en la habitación.

– Tengo que coger una cosa -dijo.

Mariam se incorporó en la cama, cruzó las piernas y se tapó con la manta.

La niña cruzó rápidamente la habitación y abrió el armario, de donde sacó una caja cuadrada de color gris.

– ¿Sabes qué es esto? -preguntó la niña, y abrió la caja-. Se llama gramófono. Gramo. Fono. Se ponen discos y suena. Ya sabes, música. Es un gramófono.

– Tú eres Nilufar. Tienes ocho años.

La niña sonrió. Tenía la misma sonrisa que Yalil y el mismo hoyuelo en la barbilla.

– ¿Cómo lo sabes?

Mariam se encogió de hombros. No le dijo que había llegado a ponerle su nombre a un guijarro.

– ¿Quieres oír la canción?

Mariam volvió a encogerse de hombros.

Nilufar enchufó el aparato. Sacó un disco pequeño de un bolsillo que había en el interior de la tapa. Puso el disco e hizo bajar la aguja. Empezó a sonar la música.

Usaré un pétalo de flor como papel

y te escribiré una dulce carta.

Eres el sultán de mi corazón,

el sultán de mi corazón.

– ¿La conoces?

– No.

– Es de una película iraní. La he visto en el cine de mi padre. Oye, ¿quieres que te enseñe una cosa?

Antes de que Mariam atinara a contestar, Nilufar había apoyado las palmas de las manos y la frente en el suelo. Dándose impulso con los pies, levantó las piernas e hizo el pino, con la cabeza apoyada en el suelo.

– ¿Sabes hacer esto? -preguntó con voz ahogada.

– No.

Nilufar bajó las piernas, se enderezó y se alisó la blusa.

– Puedo enseñarte -dijo, apartándose el pelo de la enrojecida frente-. ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí?

– No lo sé.

– Mi madre dice que en realidad no eres mi hermana, como tú dices ser.

– Yo nunca he dicho eso -mintió Mariam.

– Ella dice que sí. Da igual. A mí me da igual que lo digas o no. Me da igual si eres mi hermana o no.

– Estoy cansada -replicó Mariam, tumbándose.

– Mi madre dice que tu madre se ahorcó por culpa de un yinn.

– Ya puedes pararla -dijo Mariam, volviéndose de costado-. La música, me refiero.

Bibi yo también fue a verla ese día. Llovía cuando llegó. Acomodó su corpulenta figura en la silla que había junto a la cama, haciendo una mueca.

– Esta lluvia, Mariam, es terrible para mis caderas. Terrible, en serio. Espero… Oh, ven aquí, hija. Ven con Bibi yo. No llores. Vamos, vamos. Pobrecita. Shhh. Pobrecita.

Por la noche, Mariam estuvo mucho rato despierta, desvelada. Contempló el cielo desde la cama y escuchó los pasos en el piso de abajo, las voces amortiguadas y la lluvia que azotaba las ventanas. Cuando por fin se le cerraron los ojos, unos gritos la despertaron. Abajo se oían voces estridentes y airadas. Mariam no entendió lo que decían. Alguien dio un portazo.

A la mañana siguiente fue a visitarla el ulema Faizulá. Cuando vio a su amigo en la puerta, con su barba blanca y su afable sonrisa desdentada, Mariam notó que las lágrimas pugnaban de nuevo por brotar. Se levantó de la cama y corrió hacia el ulema. Le besó la mano, como siempre, y él le dio un beso en la frente. Luego le acercó una silla.

El ulema le mostró el Corán que llevaba consigo y lo abrió.

– He pensado que no teníamos por qué abandonar nuestras clases, ¿no?

– Ya sabes que no necesito más clases, ulema sahib. Hace años que me enseñaste todos los suras y ayats del Corán.

Él sonrió y levantó las manos en gesto de rendición.

– Lo confieso, entonces. Me has descubierto. Pero se me ocurren excusas peores para visitarte.

– No necesitas ninguna excusa. Tú no.

– Eres muy amable, Mariam yo.

Le tendió su Corán. Ella besó el libro tres veces -tocándolo con la frente en cada beso-, tal como él le había enseñado, y se lo devolvió.

– ¿Cómo estás, hija mía?

– No dejo… -empezó Mariam, pero tuvo que interrumpirse, pues de pronto sintió una piedra en la garganta-. No dejo de pensar en lo que me dijo antes de que me fuera. Ella…

– ¡Quia! -El ulema Faizulá puso una mano sobre la rodilla de Mariam-. Tu madre, que Alá la haya perdonado, era una mujer atribulada e infeliz, Mariam yo. Cometió un acto terrible. Contra sí misma, contra ti, y también contra Alá. Él la perdonará, pues Él todo lo perdona, pero a Alá le entristece lo que hizo. Él no aprueba que se quite la vida, ni la de los demás, ni la de uno mismo, pues para Él la vida es sagrada. Escucha… -Acercó más la silla y cogió la mano de Mariam entre las suyas-. Yo conocí a tu madre mucho antes de que nacieras, cuando ella era una niña, y puedo decirte que ya entonces era desdichada. Me temo que la semilla de su terrible acto se plantó hace mucho tiempo. Con todo esto quiero decir que no fue culpa tuya. No fue culpa tuya, hija mía.

– No debería haberla dejado. Debería…

– Basta. Esos pensamientos no te hacen ningún bien, Mariam yo. ¿Me oyes, niña? Ningún bien. Te destruirán. No fue culpa tuya. No fue culpa tuya. No.

Mariam asintió, pero, a pesar de que deseaba creerlo con todas sus fuerzas, no consiguió convencerse.

Una tarde, una semana después, llamaron a su puerta y acto seguido entró en la habitación una mujer alta. Tenía piel blanca, cabello rojizo y largos dedos.

– Soy Afsun -dijo-. La madre de Nilufar. ¿Por qué no te lavas y bajas, Mariam?

Ella respondió que prefería quedarse en su habitación.

– No, na fahimidi, no lo entiendes. Es preciso que bajes. Tenemos que hablar contigo. Es importante.

7

Frente a ella tenía a Yalil y sus esposas, sentados a la larga mesa marrón oscuro. En el centro del tablero había un jarrón de cristal con caléndulas recién cortadas y una jarra de barro llena de agua. La mujer pelirroja que se había presentado como madre de Nilufar, Afsun, estaba sentada a la derecha de Yalil. Las otras dos, Jadiya y Nargis, se sentaban a su izquierda. Las tres llevaban un finísimo pañuelo negro, pero no en la cabeza sino anudado al cuello, como si se les hubiera ocurrido ponérselo en el último momento. Mariam, que no creía que llevaran luto por Nana, imaginó que tal vez una de ellas, o quizá Yalil, había sugerido que se lo pusieran antes de llamarla.

Afsun sirvió agua de la jarra y dejó el vaso delante de Mariam, sobre un salvamanteles de tela a cuadros.

– Apenas ha llegado la primavera y ya hace calor -comentó. Luego se abanicó con la mano.

– ¿Estás cómoda en tu habitación? -preguntó Nargis, que tenía barbilla pequeña y cabellos negros y rizados-. Esperamos que hayas estado a gusto. Esta… experiencia debe de ser terrible para ti. Muy difícil.

Las otras dos asintieron. Mariam vio sus frentes arrugadas, sus leves sonrisas comprensivas. Notaba un desagradable zumbido en los oídos. Le ardía la garganta. Bebió un poco de agua.

A través del ventanal que Yalil tenía a su espalda, Mariam veía una hilera de manzanos en flor. En la pared, junto a la ventana, había un aparador de madera oscura. En él destacaban un reloj y una foto enmarcada de Yalil y tres niños que sujetaban un pez. El sol se reflejaba en las escamas. Yalil y los niños sonreían.

– Bueno -empezó Afsun-. Yo… es decir, nosotros… te hemos llamado porque tenemos una buena noticia que darte.

Mariam alzó la vista.

Advirtió entonces un intercambio de miradas entre las mujeres por encima de Yalil, que estaba hundido en su silla, contemplando la jarra de agua sin verla. Fue Jadiya, que parecía la mayor de las tres, quien miró directamente a Mariam, y ésta tuvo la impresión de que también aquello se había discutido y acordado entre ellas antes de llamarla.

– Tienes un pretendiente -soltó Jadiya.

Mariam notó que se le formaba un nudo en el estómago.

– ¿Qué…? -dijo, notando de repente que los labios no le respondían.

– Un jastegar. Un pretendiente. Se llama Rashid -prosiguió Jadiya-. Es amigo de un conocido de tu padre por negocios. Es pastún, de Kandahar, pero vive en Kabul, en el distrito Dé Mazang, en una casa de dos pisos de su propiedad.

– Y habla farsi, como nosotros y como tú -añadió Afsun, asintiendo con la cabeza-. Así que no tendrás que aprender pastún.

Mariam notaba una opresión en el pecho. La habitación le daba vueltas y el suelo se movía bajo sus pies.

– Es zapatero -prosiguió Jadiya-, pero no uno de esos vulgares muchi callejeros; eso no. Tiene su propia tienda, y es uno de los zapateros más solicitados de Kabul. Hace zapatos para diplomáticos y miembros de la familia del presidente, para lo mejor de la sociedad. Así que, ya ves, no tendrá ningún problema para mantenerte.

Mariam miró fijamente a Yalil. El corazón le latía desbocado.

– ¿Es eso cierto? ¿Es cierto lo que dice?

Pero él no la miraba. Seguía con la vista fija en la jarra de agua, mordiéndose el labio inferior por un lado.

– Bueno, es un poco mayor que tú -intervino Afsun-. Pero no puede tener más de… cuarenta. Cuarenta y cinco como mucho. ¿No crees, Nargis?

– Sí. Pero he visto a niñas de nueve años a las que han casado con hombres veinte años más viejos que tu pretendiente, Mariam. Nos ha pasado a todas. ¿Cuántos años tienes? ¿Quince? La edad perfecta para que una joven se case.

Estas palabras suscitaron entusiastas asentimientos. A Mariam no se le escapó el detalle de que no se mencionaba a sus hermanastras Saidé y Nahid, ambas de su misma edad, ambas alumnas de la escuela Mehri de Herat, y ambas preparándose para asistir a la Universidad de Kabul. Evidentemente, quince años no era la edad perfecta para que ellas contrajeran matrimonio.

– Además -continuó Nargis-, también él ha sufrido una gran pérdida. Su mujer, según nos han dicho, murió de parto hace diez años. Y luego, hace tres años, su hijo se ahogó en un lago.

– Es muy triste, sí. Lleva varios años buscando esposa, pero no ha encontrado la joven adecuada hasta ahora.

– No quiero -declaró Mariam, y miró a Yalil-. No quiero casarme. No me obligues. -Detestó el tono lloroso y suplicante de su voz, pero no pudo evitarlo.

– Vamos, sé razonable, Mariam -dijo una de las esposas.

Mariam ya no respondía a quien le hablaba. Tenía la vista fija en su padre, esperando a que interviniera, a que dijera que nada de todo aquello era cierto.

– No puedes pasarte el resto de tu vida aquí.

– ¿No quieres tener una familia propia?

– Has de seguir adelante.

– Es cierto que sería preferible que te casaras con alguien de aquí, con un tayiko, pero Rashid es un próspero hombre de negocios y está interesado, en ti. Tiene casa y un buen trabajo. Eso es lo que realmente importa, ¿no? Y Kabul es una ciudad muy bonita y animada. Puede que no vuelva a presentarse una oportunidad como ésta.

Mariam volvió su atención hacia las esposas.

– Viviré con el ulema Faizulá -adujo-. Él me aceptará en su casa. Lo sé.

– No es una buena idea -replicó Jadiya-. Es viejo y demasiado… -Buscó la palabra adecuada.

Mariam comprendió que en realidad quería decir que estaba demasiado cerca. Comprendió qué se proponía. «Puede que no vuelva a presentarse una oportunidad como ésta.» Sobre todo para ellas. Su nacimiento las había deshonrado, y ahora tenían la ocasión de borrar de un plumazo el último vestigio del escandaloso error de su marido. Querían enviarla lejos, porque era la encarnación de su vergüenza.

– Es demasiado viejo y débil -acabó diciendo Jadiya-. ¿Y qué harás cuando muera? Serías una carga para su familia.

«Como ahora lo eres para nosotros.» Mariam casi vio esas palabras no pronunciadas saliendo de los labios de Jadiya, como una nube de vaho al respirar en un día gélido.

Mariam se imaginó a sí misma en Kabul, una ciudad grande, desconocida y llena de gente que, según le había dicho Yalil en una ocasión, se hallaba a unos seiscientos cincuenta kilómetros al este de Herat. Seiscientos cincuenta kilómetros. Mariam nunca se había alejado del kolba más de los dos kilómetros que había recorrido a pie para llegar a la casa de Yalil. Se imaginó viviendo allí, en Kabul, al final de esa inconcebible distancia, en la casa de un desconocido, donde debería someterse a sus estados de ánimo y sus exigencias. Tendría que limpiar para ese hombre, Rashid, cocinar para él, lavarle la ropa. Y habría otras obligaciones, además… Nana le había contado lo que los maridos hacían con sus mujeres. Era el pensamiento de esa intimidad en particular, que ella se representaba como dolorosos actos perversos, lo que la llenaba de miedo y le provocaba sudores. Se volvió de nuevo hacia Yalil.

– Díselo. Diles que no permitirás que hagan esto.

– En realidad, tu padre ya le ha dado a Rashid su respuesta -señaló Afsun-. Rashid está aquí, en Herat; ha venido desde Kabul. El nikka será mañana por la mañana, y hay un autobús que sale a mediodía con destino a Kabul.

– ¡Díselo! -gritó Mariam.

Las mujeres guardaron silencio. Mariam intuyó que también ellas observaban a Yalil, expectantes. Yalil no dejaba de dar vueltas a su alianza, con expresión dolida e impotente. El reloj seguía haciendo tictac dentro del aparador.

– ¿Yalil yo? -dijo al fin una de las esposas.

Éste levantó los ojos lentamente, los posó sobre Mariam, donde permanecieron unos instantes, y luego bajó la vista de nuevo. Abrió la boca, pero de ella sólo salió un único gruñido apenado.

– Di algo -pidió Mariam.

Finalmente Yalil habló con un hilo de voz:

– Maldita sea, Mariam, no me hagas esto -murmuró, como si fuera a él a quien estuvieran haciéndole algo.

Y Mariam notó que la tensión se desvanecía tras esas palabras.

Mientras las esposas de Yalil se lanzaban a una nueva -y más animada- ronda de frases tranquilizadoras, la muchacha se quedó contemplando la mesa. Sus ojos siguieron el esbelto contorno de las patas, las curvas sinuosas de las esquinas, el brillo de su tablero marrón oscuro. Se fijó en que la superficie se empañaba cada vez que le echaba el aliento, y entonces su reflejo desaparecía de la mesa de su padre.

Afsun la acompañó de vuelta a la habitación de arriba. Cuando cerró la puerta, Mariam oyó el ruido de la llave girando en la cerradura.

8

A la mañana siguiente le entregaron un vestido verde oscuro de manga larga y unos pantalones blancos de algodón. Afsun le dio un hiyab verde y un par de sandalias a juego.

La llevaron a la estancia de la larga mesa marrón, pero ahora en el centro había un cuenco de almendras garrapiñadas, un Corán, un velo verde y un espejo. Sentados a la mesa había dos hombres a los que Mariam nunca había visto -testigos, supuso- y un ulema al que no conocía.

Yalil le indicó la silla en que debía sentarse. Su padre llevaba un traje marrón claro y corbata roja. Se había lavado el pelo. Cuando apartó la silla para que Mariam se sentara, trató de animarla con una sonrisa. Esta vez Jadiya y Afsun se sentaron a su lado.

El ulema señaló el velo y Nargis cubrió la cabeza de Mariam con él antes de sentarse. La muchacha bajó la vista y se miró las manos.

– Ahora puede decirle que entre -indicó Yalil a alguien.

Mariam lo olió antes de verlo. Desprendía un efluvio a tabaco y a una colonia fuerte y dulzona, muy distinta del sutil aroma que desprendía su padre. El olor le anegó los orificios nasales. De reojo y a través del velo, vio a un hombre alto, de grueso vientre y hombros anchos, que se inclinaba para pasar por la puerta. Su tamaño estuvo a punto de hacerle soltar una exclamación ahogada, y tuvo que apartar la mirada con el corazón latiendo desbocado.

Aun así, percibió que el hombre se demoraba en la puerta. Luego sintió sus pasos lentos y pesados en la estancia. El cuenco de almendras tintineaba al mismo ritmo. Con un ronco gruñido, el hombre se sentó en una silla al lado de Mariam. Resollaba.

El ulema les dio la bienvenida. Dijo que aquél no iba a ser un nikka tradicional.

– Tengo entendido que Rashid aga tiene billetes para el autobús de Kabul que parte en breve. Así pues, para ahorrar tiempo, pasaremos por alto algunas de las partes tradicionales y terminaremos antes.

El ulema pronunció unas cuantas bendiciones y dijo unas palabras sobre la importancia del matrimonio. Preguntó a Yalil si tenía alguna objeción que hacer en contra de aquella unión y éste negó con la cabeza. Luego el ulema preguntó a Rashid si realmente quería formalizar el contrato matrimonial con Mariam. Rashid contestó que sí. Su voz áspera y ronca recordó a Mariam las hojas secas del otoño al crujir bajo las pisadas.

– Y tú, Mariam yan, ¿aceptas a este hombre como marido?

Ella no respondió. Se oyeron carraspeos.

– Sí acepta -intervino una voz femenina desde otro lado de la mesa.

– En realidad -objetó el ulema-, tiene que contestar ella. Y debe esperar a que yo se lo pregunte tres veces. Es el hombre quien la pretende, no al revés.

El ulema repitió la pregunta dos veces. Al ver que Mariam no respondía, la repitió una vez más y con más fuerza. Mariam notó que su padre se agitaba en su silla, que cruzaba y descruzaba los pies bajo la mesa. Hubo más carraspeos. Una mano blanca y pequeña limpió una mota de polvo de la mesa.

– Mariam -susurró Yalil.

– Sí -dijo ella con voz temblorosa.

Le pusieron el espejo bajo el velo. En él, Mariam vio primero su rostro, las cejas sin forma, los cabellos lacios, los ojos de un verde tristón y tan juntos que habría podido pasar por bizca. Tenía el cutis basto, apagado y con granos. Su frente le parecía demasiado ancha, el mentón demasiado estrecho, los labios demasiado finos. La impresión general era de una cara larga, triangular, un poco como la de un sabueso. Sin embargo, Mariam también vio que, extrañamente, el conjunto de aquellas toscas facciones formaba un rostro que, sin ser bonito, no resultaba desagradable.

En el espejo, Mariam vislumbró por primera vez a Rashid: el rostro grande, redondo y rubicundo; la nariz aguileña; las mejillas coloradas que daban la impresión de una traviesa jovialidad; los ojos llorosos e inyectados en sangre; los dientes apretados; la frente arrugada como un tejado de dos aguas; el nacimiento del pelo increíblemente bajo, apenas a dos dedos de las cejas hirsutas; la masa de espesos y ásperos cabellos entrecanos.

Sus miradas se encontraron brevemente en el espejo y luego se desviaron.

«Es el rostro de mi marido», pensó Mariam.

Se pusieron mutuamente las finas alianzas de oro que Rashid sacó del bolsillo de su chaqueta. Las uñas de él eran amarillentas, como el interior de una manzana podrida, y algunas se curvaban hacia arriba. Las manos de Mariam temblaban cuando trató de deslizarle el anillo en el dedo, y él tuvo que ayudarla. A ella el anillo le quedaba un poco justo, pero Rashid no tuvo dificultad alguna en hacerlo pasar.

– Ya está -dijo.

– Es un bonito anillo -observó una de las esposas-. Es precioso, Mariam.

– Y ahora ya sólo queda firmar el contrato -dijo el ulema.

Mariam firmó con su nombre -la mim, la ré, la ya, y la mim, otra vez-, consciente de que todos los ojos estaban puestos en su mano. Cuando volviera a firmar un documento por segunda vez en su vida, veintisiete años más tarde, también habría un ulema presente.

– Ahora sois marido y mujer -anunció el ulema-. Tabrik. Felicidades.

Rashid esperaba en el autobús multicolor. Mariam no lo veía desde donde estaba ella con Yalil, junto al parachoques trasero; sólo veía el humo de su cigarrillo que salía por la ventanilla abierta. A su alrededor había apretones de manos y despedidas. Se besaban ejemplares del Corán, cambiaban de manos. Unos niños descalzos iban de un viajero a otro, invisibles sus rostros tras las bandejas en las que ofrecían chicles y cigarrillos.

Yalil se afanaba por explicarle que Kabul era precioso, que el emperador mogol Babur había pedido ser enterrado allí. Mariam ya sabía que después continuaría con los jardines de Kabul, sus tiendas, sus árboles y su aire, y poco después, ella subiría al autobús y él se quedaría abajo saludando alegremente con la mano, indemne, libre.

Ella no se resignaba a permitirlo.

– Yo te adoraba -dijo.

Yalil calló a mitad de una frase. Cruzó los brazos y luego los dejó caer. Una joven pareja hindú, ella con un niño en brazos y él arrastrando tras de sí una maleta, pasaron entre ellos. Yalil pareció agradecer la interrupción. La pareja se excusó y él les sonrió cortésmente.

– Los jueves, me pasaba horas esperándote. Me moría de preocupación pensando que no aparecerías.

– Es un viaje largo. Deberías comer algo. -Yalil se ofreció a comprarle pan y queso de cabra.

– Pensaba en ti todo el tiempo. Rezaba para que vivieras hasta los cien años. No lo sabía. No sabía que te avergonzabas de mí.

Su padre bajó la vista y escarbó en la tierra con la punta del zapato, como un niño grande.

– Te avergonzabas de mí.

– Te visitaré -musitó él-. Iré a Kabul a visitarte. Nosotros…

– No, no -replicó ella-. No vengas. No quiero verte. No vengas. No quiero saber nada de ti. Nunca más. Nunca más.

Él la miró con expresión dolida.

– Aquí se acaba todo para ti y para mí. Despídete.

– No te vayas así -dijo él con un hilo de voz.

– Ni siquiera has tenido la decencia de darme tiempo para despedirme del ulema Faizulá.

Mariam dio media vuelta y se dirigió a la parte delantera del autobús. Oyó que Yalil la seguía. Cuando llegó a las puertas hidráulicas, lo oyó a su espalda.

– Mariam yo.

Ella subió al autobús, y aunque con el rabillo del ojo vio a Yalil caminando junto al vehículo, siguiéndola, no miró por la ventanilla. Recorrió el pasillo central hasta el fondo, donde Rashid se había sentado con la maleta de su flamante esposa entre los pies. Ella no se volvió para mirar cuando Yalil apoyó las manos en el cristal, ni cuando lo golpeó una y otra vez con los nudillos. El autobús inició la marcha con una sacudida, pero Mariam no se asomó para ver a su padre corriendo junto al costado. Y cuando el autobús se alejó, no se acercó al cristal para mirarlo, para verlo desaparecer en medio de la nube de gases y polvo.

Rashid, que ocupaba el asiento de la ventanilla y también el contiguo, puso su pesada mano sobre la de Mariam.

– Vamos, muchacha. Ya, ya -dijo, mirando por la ventanilla con los ojos entrecerrados, como si algo más interesante hubiera captado su atención.

9

Al día siguiente por la tarde llegaron a la casa de Rashid.

– Esto es Dé Mazang -anunció él. Estaban en la acera, frente a la casa. Él llevaba la maleta en una mano y abría el portón de madera con la otra-. En la parte sudoeste de la ciudad. El zoo está cerca y también la universidad.

Mariam asintió. Ya se había dado cuenta de que tenía que prestar mucha atención para entenderle cuando hablaba. No estaba acostumbrada al dialecto farsi de Kabul, ni al acento pastún que Rashid conservaba de su nativo Kandahar. Rashid, por su parte, no parecía tener dificultad alguna en comprender su farsi de Herat.

Mariam echó un rápido vistazo a la estrecha calle sin asfaltar en que estaba situada la casa de Rashid. Los edificios de aquella calle se apiñaban unos contra otros, compartiendo muros, y tenían pequeños jardines rodeados por tapias que los aislaban de la calle. La mayoría de los tejados eran planos, hechos de ladrillos cocidos, otros de barro del mismo color grisáceo que las montañas que rodeaban la ciudad. Por las alcantarillas que separaban la acera de la calzada a ambos lados de la calle fluía agua fangosa. Mariam vio pequeños montones de basura cubiertos de moscas esparcidos por la calle. La casa de Rashid tenía dos plantas. Se notaba que en otro tiempo había sido azul.

Cuando Rashid abrió el portón, Mariam se encontró en un pequeño jardín descuidado, en el que crecían con dificultad pequeñas franjas de hierba amarillenta. También vio un excusado a la derecha, en un lado del jardín, y a la izquierda descubrió un pozo con una bomba de mano junto a una hilera de árboles jóvenes y raquíticos. Cerca del pozo se alzaba un cobertizo de herramientas, una bicicleta apoyada contra la pared.

– Tu padre me dijo que te gusta pescar -comentó Rashid mientras cruzaban el jardín. Mariam vio que la casa no tenía patio trasero-. Hay valles hacia el norte. Con ríos llenos de peces. A lo mejor puedo llevarte algún día.

Abrió la puerta principal e hizo pasar a Mariam.

La casa de Rashid era mucho más pequeña que la de Yalil, pero comparada con el kolba de Mariam y Nana era una mansión. En la planta baja estaba el zaguán, la sala de estar y la cocina, donde Rashid le mostró los cacharros, una olla a presión y una ishtop de queroseno. En la sala de estar destacaba un sofá de piel verde pistacho. Tenía un desgarrón en el lado, con un tosco remiendo. Las paredes estaban desnudas. Había una mesa, dos sillas con el asiento de mimbre, dos sillas plegables y, en un rincón, una estufa negra de hierro forjado.

Mariam se plantó en el centro de la sala y miró en derredor. En el kolba alcanzaba el techo con la punta de los dedos. Podía tumbarse en su jergón y deducir qué hora era por la inclinación del sol que entraba por la ventana. Sabía hasta dónde se abriría la puerta sin que chirriaran los goznes. Conocía todas las rendijas y grietas de cada una de las treinta tablas de madera del suelo. Pero todas esas cosas familiares habían desaparecido. Nana había muerto y ella estaba allí, en una ciudad desconocida, separada de su vida anterior por valles, cadenas de montañas de cumbres nevadas y desiertos. Se encontraba en una casa extraña, con sus diferentes habitaciones y su olor a tabaco, con sus alacenas llenas de utensilios desconocidos, sus gruesas cortinas verde oscuro y un techo demasiado alto. Tanto espacio la ahogaba. Se sintió invadida por la nostalgia de Nana, del ulema Faizulá, de su antigua vida.

Y entonces se echó a llorar.

– ¿A qué vienen esos lloros? -preguntó Rashid malhumorado. Del bolsillo del pantalón sacó un pañuelo y se lo puso en la mano. Luego encendió un cigarrillo y se apoyó contra la pared, observando cómo Mariam se enjugaba los ojos-. ¿Ya?

Ella asintió.

– ¿Seguro?

– Sí.

Rashid la tomó entonces por el codo y la condujo hasta la ventana de la sala de estar.

– Esta ventana da al norte -dijo, dando golpecitos con la torcida uña del dedo índice-. Esa montaña de enfrente se llama Asmai, ¿la ves?, y a la izquierda está la montaña Alí Abad. La universidad se encuentra al pie de esa montaña. Detrás de nosotros, hacia el este, se encuentra el monte Shir Darwaza, pero desde aquí no se ve. Todos los días, a mediodía, disparan un cañón desde allí. Ahora no llores más. Lo digo en serio.

Mariam se secó los ojos por segunda vez.

– Es algo que no soporto -dijo, frunciendo el entrecejo-, el llanto de una mujer. Lo siento. No tengo paciencia.

– Quiero irme a casa -murmuró Mariam.

Él soltó un suspiro de exasperación. Su aliento con olor a tabaco le dio en el rostro.

– No me lo tomaré como algo personal… Esta vez.

De nuevo la cogió por el codo y la condujo al piso de arriba.

Dos estancias se abrían al pasillo tenuemente iluminado. La puerta de la más espaciosa estaba abierta de par en par. Mariam vio que se hallaba tan escasamente amueblada como el resto de la casa: una cama en el rincón, con un manta marrón y una almohada, un armario y una cómoda. En las paredes sólo colgaba un pequeño espejo. Rashid cerró la puerta.

– Éste es mi dormitorio. -Y añadió que Mariam podía quedarse con la otra habitación-. Espero que no te importe. Estoy acostumbrado a dormir solo.

Ella no le dijo lo aliviada que se sentía, al menos con eso.

La habitación era mucho más pequeña que la que había ocupado en la casa de Yalil. Contaba con una cama, una vieja cómoda marrón grisáceo y un armario pequeño. La ventana daba al patio y, más allá de la tapia, a la calle. Rashid dejó su maleta en un rincón.

Mariam se sentó en la cama.

– No te has dado cuenta -dijo él, parado en el umbral de la puerta, un poco agachado-. Mira el alféizar. ¿Sabes qué son? Los puse ahí antes de ir a Herat.

Sólo entonces Mariam vio un cesto en el alféizar, rebosante de nardos blancos.

– ¿Te gustan? ¿Son de tu agrado?

– Sí.

– Pues dame las gracias.

– Gracias. Lo siento. Tashakor…

– Estás temblando. A lo mejor te asusto. ¿Te asusto? ¿Me tienes miedo?

Mariam no miraba a su marido, pero detectó un tono levemente burlón en sus preguntas, como si tratara de provocarla. Rápidamente negó con la cabeza y reconoció en su respuesta la primera mentira de su matrimonio.

– ¿No? Eso está bien. Bien por ti. Bueno, ahora éste es tu hogar. Te gustará vivir aquí, ya lo verás. ¿Te he dicho que tenemos electricidad? Casi todos los días y todas las noches.

Rashid se dispuso a marcharse. Se detuvo en la puerta, dio una larga chupada al cigarrillo y entrecerró los ojos para protegerlos del humo. Mariam creyó que iba a añadir algo, pero no fue así. Él cerró la puerta y la dejó sola con su maleta y sus flores.

10

Los primeros días, Mariam apenas abandonó su habitación. Se despertaba al amanecer con la lejana llamada de azan a la oración, y luego volvía a acostarse. Seguía en la cama cuando oía a Rashid lavándose en el cuarto de baño, y también cuando, antes de irse a la tienda, él entraba en su habitación para ver cómo se encontraba. Desde su ventana, Mariam lo veía en el patio, atando el almuerzo al portabultos trasero de su bicicleta y saliendo a pie a la calle tirando de la bicicleta. Lo miraba mientras él se alejaba pedaleando y su figura corpulenta, de anchos hombros, desaparecía al doblar la esquina al final de la calle.

La mayoría de los días se quedaba en la cama, sintiéndose desorientada y perdida. A veces bajaba a la cocina, pasaba la mano por la encimera grasienta, el vinilo, las cortinas de flores que olían a guisos quemados. Observaba el contenido de los cajones, que no ajustaban bien, las cucharas y los cuchillos disparejos, el colador y las espátulas de madera astillada, que iban a ser los instrumentos de su nueva rutina diaria y le recordaban el vuelco que había dado su vida, dejándola desarraigada, desplazada, como una intrusa en la existencia de otra persona.

En el kolba, su apetito era predecible. En Kabul, rara vez notaba que el estómago le pidiera comida. A veces llenaba un plato con sobras de arroz blanco y un trozo de pan y se lo comía en la habitación, junto a la ventana. Desde allí veía las azoteas de las casas de la calle, todas de una sola planta. También veía los patios, y a las mujeres que tendían la ropa y alejaban a los niños, y las gallinas picoteando en la tierra, y los azadones y las palas, y las vacas amarradas a los árboles.

Pensaba con nostalgia en las noches estivales, cuando Nana y ella dormían en la azotea del kolba, contemplando la luna que resplandecía sobre Gul Daman, en noches tan cálidas que la camisa se les pegaba al pecho como una hoja mojada a una ventana. Echaba de menos las tardes invernales de lectura en el kolba con el ulema Faizulá, oyendo el tintineo de los carámbanos de hielo que caían de los árboles sobre la azotea, y los graznidos de los cuervos desde las ramas cubiertas de nieve.

Sola en la casa, Mariam deambulaba sin descanso, de la cocina a la sala de estar, de la planta baja al piso de arriba, y de nuevo abajo. Acababa siempre en su habitación, rezando o sentada en la cama, echando de menos a su madre, sintiéndose mareada y nostálgica.

Pero la ansiedad de Mariam alcanzaba su punto álgido apenas se intuía la puesta de sol. Le castañeteaban los dientes al pensar en la noche, en el momento en que Rashid decidiera hacerle por fin lo que los maridos hacían a sus mujeres. Se tumbaba en la cama hecha un manojo de nervios, mientras él cenaba solo abajo.

Rashid siempre pasaba por su habitación y asomaba la cabeza.

– No puede ser que ya estés durmiendo. Sólo son las siete. ¿Estás despierta? Contéstame. Vamos.

Y seguía insistiendo hasta que Mariam le contestaba desde las sombras:

– Estoy aquí.

Él se sentaba en el umbral. Desde la cama, Mariam veía su cuerpo voluminoso, sus largas piernas, las espirales de humo que se arremolinaban en torno a su perfil de nariz aguileña, la punta ámbar de su cigarrillo encendiéndose y apagándose.

Le hablaba de cómo le había ido el día. Había hecho un par de mocasines a medida para el viceministro de Exteriores, que, según afirmaba, sólo le compraba zapatos a él. Un diplomático polaco y su esposa le habían encargado sandalias. Le hablaba de las supersticiones que tenía la gente con respecto a los zapatos: que colocarlos sobre una cama invitaba a la muerte a entrar en la familia, que se produciría una pelea si uno se ponía primero el zapato izquierdo.

– A menos que se haga inintencionadamente un viernes -puntualizó-. ¿Y sabías que se supone que es de mal agüero atar los zapatos juntos y colgarlos de un clavo?

Él no creía en nada de todo aquello. En su opinión, las supersticiones eran cosas de mujeres.

Transmitía a Mariam noticias que había oído en la calle, como por ejemplo que el presidente americano Richard Nixon había dimitido debido a un escándalo.

Mariam, que nunca había oído hablar de Nixon ni del escándalo que lo había obligado a dimitir, no decía nada. Aguardaba con inquietud a que Rashid terminara de hablar, aplastara el cigarrillo y se despidiera. Sólo cuando le oía andar por el pasillo y abrir y cerrar su puerta, sólo entonces notaba que se aflojaba la mano férrea que le atenazaba el estómago.

Pero una noche, Rashid aplastó el cigarrillo y, en lugar de desearle buenas noches, se apoyó contra la jamba de la puerta.

– ¿No piensas deshacer el equipaje? -preguntó, señalando la maleta con la cabeza, y se cruzó de brazos-. Ya suponía que necesitarías algún tiempo. Pero esto es absurdo. Ha pasado una semana y… Bueno, a partir de mañana por la mañana, espero que empieces a comportarte como una verdadera esposa. Fahmidi? ¿Entendido?

A Mariam le castañeteaban los dientes.

– Necesito una respuesta.

– Sí.

– Bien. ¿Qué pensabas? ¿Que esto es un hotel? ¿Que soy una especie de hotelero? Bueno… Oh, oh. La ilá u ililá. ¿Qué te dije de los lloros, Mariam? ¿Qué te dije de los lloros?

A la mañana siguiente, después de que Rashid se fuera a trabajar, Mariam sacó su ropa de la maleta y la colocó en la cómoda. Llenó un cubo con agua del pozo y, con un trapo, limpió la ventana de su habitación y las de la sala de estar. Barrió los suelos y quitó las telarañas de los rincones del techo. Abrió las ventanas para ventilar la casa.

Puso tres tazas de lentejas en remojo en una cazuela, troceó unas zanahorias y un par de patatas y también las dejó en remojo. Buscó harina, la encontró en el fondo de una alacena, detrás de una hilera de tarros de especias sucios, y amasó pan tal como le había enseñado a hacer Nana, empujando la masa con la palma de las manos, doblando el borde exterior hacia dentro y volviendo a empujarlo hacia fuera. Cuando terminó, envolvió la masa con un paño húmedo, se puso un hiyab y salió en busca del tandur comunitario.

Rashid le había dicho dónde estaba, girando a la izquierda calle abajo y luego enseguida a la derecha, pero Mariam no tuvo más que seguir al tropel de mujeres y niños que se dirigían al mismo sitio. Los niños, caminando detrás de sus madres o corriendo por delante, llevaban camisas remendadas y vueltas a remendar. Sus pantalones parecían demasiado grandes o demasiado pequeños, las sandalias tenían tiras rotas que les azotaban los pies, y hacían rodar viejos neumáticos de bicicleta con unos palos.

Sus madres caminaban en grupos de dos o tres, algunas con burka y otras sin él. Mariam oía su aguda cháchara, sus risas cada vez más estridentes. Mientras caminaba con la cabeza gacha, captaba fragmentos de sus sarcasmos, que al parecer siempre tenían algo que ver con niños enfermos o maridos haraganes e ingratos.

– Como si los guisos se hicieran solos.

Walá o bilá, ¡no hay descanso para una mujer!

– Y va y me dice, juro que es cierto, viene él y me dice…

Esta interminable conversación, el tono quejicoso pero extrañamente alegre, se prolongaba dando vueltas y vueltas en círculos. Proseguía calle abajo, al doblar la esquina y en la cola junto al tandur. Maridos que jugaban. Maridos que malgastaban con sus madres y no se gastaban ni una rupia en sus esposas. A Mariam le asombró que tantas mujeres pudieran sufrir la misma suerte miserable de estar casadas, todas ellas, con hombres tan horribles. ¿O acaso se trataba de un juego entre esposas del que ella no sabía nada, un ritual diario, como el de poner arroz en remojo o amasar el pan? ¿Esperaban ellas que se uniera a su charla?

En la cola del tandur, percibió las miradas de reojo que le lanzaban y oyó cuchicheos. Empezaron a sudarle las manos. Imaginó que todas sabían que era una harami, un motivo de vergüenza para su padre y su familia. Todas sabían que había traicionado a su madre y se había deshonrado a sí misma.

Con una punta de su hiyab, se secó el sudor del labio superior y trató de serenarse.

Durante unos minutos todo fue bien.

Entonces alguien le dio unos golpecitos en el hombro. Mariam se dio la vuelta y vio a una mujer rechoncha de piel clara que llevaba hiyab, como ella. Sus cortos cabellos eran negros y ásperos, y su rostro, prácticamente redondo, resultaba afable. Sus labios eran más gruesos que los de Mariam, el inferior levemente caído, como arrastrado por un lunar grande y oscuro que tenía justo bajo la línea de la boca. Los ojos grandes y verdes la miraban con un brillo incitador.

– Eres la nueva esposa de Rashid yan, ¿verdad? -preguntó la mujer con una amplia sonrisa-. La que viene de Herat. ¡Qué joven eres! Mariam yan, ¿no? Yo me llamo Fariba. Vivo en tu misma calle, cinco casas a la izquierda, en la puerta verde. Éste es mi hijo Nur.

El niño que había a su lado tenía un rostro terso y feliz, y cabellos tan hirsutos como los de su madre. Tenía unos pelos en el lóbulo de la oreja izquierda. Sus ojos lanzaban destellos maliciosos y temerarios. Alzó la mano.

Salam, Jala yan.

– Nur tiene diez años. También tengo otro hijo mayor, Ahmad.

– Él tiene trece -apuntó Nur.

– A punto de hacer catorce. -La mujer rió-. Mi marido se llama Hakim. Es maestro aquí, en Dé Mazang. ¿Por qué no vienes a casa un día? Tomaremos una taza…

Y entonces, súbitamente envalentonadas, las demás mujeres empujaron a Fariba y se arremolinaron en torno a Mariam, rodeándola con alarmante velocidad.

– Así que eres la joven esposa de Rashid yan…

– ¿Te gusta Kabul?

– Yo he estado en Herat. Tengo un primo allí.

– ¿Qué prefieres primero, niño o niña?

– ¡Los minaretes! ¡Oh, qué belleza! ¡Qué ciudad tan espléndida!

– Un niño es mejor, Mariam yan, llevará el apellido de la familia…

– ¡Bah! Los niños se casan y se van. Las niñas se quedan y cuidan de ti cuando te haces vieja.

– Habíamos oído decir que vendrías.

– Mejor gemelos. ¡Uno de cada! Y todos contentos.

Mariam retrocedió, respirando agitadamente. Le zumbaban los oídos, tenía palpitaciones, sus ojos se movían frenéticamente de un rostro a otro. Volvió a retroceder, pero no veía escapatoria posible, se encontraba en el centro de un círculo. Divisó a Fariba, que fruncía el ceño, consciente de su angustia.

– ¡Dejadla! -dijo Fariba-. ¡Apartaos, dejadla! ¡La estáis asustando!

Mariam apretó la masa contra su pecho y trató de abrirse paso.

– ¿Adónde vas, hamshira?

Siguió dando empellones hasta que consiguió salir del círculo y entonces echó a correr. No se dio cuenta de que se había equivocado de camino hasta que llegó a la esquina. Dio media vuelta y corrió en dirección opuesta con la cabeza agachada. Tropezó, cayó y se hizo un feo rasguño en la rodilla, pero se levantó y siguió corriendo, pasando velozmente por delante de las mujeres.

– ¿Qué te ocurre?

– ¡Estás sangrando, hamshira!

Mariam dobló la esquina, luego la siguiente. Encontró la calle correcta, pero de repente no recordaba cuál era la casa de Rashid. Corrió de un extremo a otro de la calle, jadeando, al borde de las lágrimas, y empezó a probar todos los portones a ciegas. Algunos estaban cerrados, otros se abrieron a jardines desconocidos, con perros que ladraban y gallinas asustadas. Imaginó que Rashid llegaría del trabajo y la encontraría aún en la calle, buscando la casa con la rodilla sangrando, perdida en su propia calle, y rompió a llorar. Siguió empujando portones, mientras musitaba plegarias llena de pánico y con el rostro bañado en lágrimas, hasta que uno se abrió y Mariam vio, aliviada, el excusado, el pozo y el cobertizo. Lo cerró a sus espaldas y echó el pestillo. Luego se puso a cuatro patas junto a la tapia, sacudida por arcadas. Cuando terminó, se alejó a gatas y se sentó con la espalda apoyada contra la tapia y las piernas estiradas. Nunca se había sentido tan sola.

Cuando Rashid regresó esa noche, traía una bolsa de papel marrón. A Mariam le decepcionó que no se fijara en las ventanas limpias, los suelos barridos y la falta de telarañas. Pero pareció complacido al ver que lo tenía ya todo dispuesto sobre un sofrá limpio extendido en el suelo de la sala de estar.

– He preparado daal -dijo Mariam.

– Bien. Me muero de hambre.

Ella le echó agua del aftawa para que se lavara las manos. Mientras Rashid se secaba con una toalla, Mariam depositó frente a él un cuenco humeante de daal y un plato de esponjoso arroz blanco. Era la primera comida que cocinaba para él y habría deseado hallarse en mejor disposición al prepararla, pues aún seguía conmocionada por el incidente en el tandur. Durante todo el día había estado preocupada por la consistencia del daal y su color, temiendo que a Rashid le pareciera que tenía demasiado jengibre o que no había puesto suficiente cúrcuma.

Él hundió la cuchara en el dorado daal.

Mariam inspiró hondo, nerviosa. ¿Y si se sentía defraudado o se enfadaba? ¿Y si apartaba el plato con repugnancia?

– Cuidado -consiguió decir-. Está caliente.

Rashid sopló y luego se metió la cuchara en la boca.

– Está bueno -aprobó-. Le falta un poco de sal, pero está bueno. Quizá más que bueno, incluso.

Aliviada, Mariam lo contempló comer. Una punzada de orgullo la pilló desprevenida. Lo había hecho bien -quizá más que bien, incluso-, y la sorprendía la emoción provocada por ese pequeño cumplido. La angustia por el desagradable incidente de la mañana quedó algo mitigada.

– Mañana es viernes -dijo Rashid-. ¿Qué te parece si te llevo a dar un paseo?

– ¿Por Kabul?

– No, por Calcuta.

Mariam parpadeó.

– Es broma. ¡Claro que por Kabul! ¿Por dónde si no? -Metió la mano en la bolsa de papel marrón-. Pero primero tengo que decirte una cosa.

Sacó un burka azul celeste de la bolsa. Los metros de tela plisada se extendieron sobre sus rodillas cuando lo levantó. Rashid enrolló el burka y miró a su esposa.

– Mariam, algunos de mis clientes traen a sus esposas a mi tienda. Las mujeres vienen descubiertas, me hablan directamente, me miran a los ojos sin vergüenza. Llevan maquillaje y faldas por encima de las rodillas. A veces esas mujeres incluso ponen los pies delante de mí, para que les tome medidas, mientras sus maridos se quedan mirando. Lo permiten. ¡No les importa que un desconocido toque los pies desnudos de sus mujeres! Creen que son hombres modernos, intelectuales, por su educación, supongo. No se dan cuenta de que están mancillando su nang y namus, su honor y su orgullo.

Rashid meneó la cabeza.

– Casi todos ellos viven en los barrios más ricos de Kabul. Te llevaré allí. Ya verás. Pero también los hay aquí, Mariam, esos hombres débiles, en este mismo barrio. Hay un maestro que vive calle abajo, Hakim se llama, y veo a su mujer Fariba caminando sola por la calle y sólo con un pañuelo en la cabeza. La verdad, a mí me avergüenza ver a un hombre que ha perdido el control sobre su mujer.

Rashid le lanzó una dura mirada.

– Pero yo no soy como ellos, Mariam. Allí de donde yo vengo, basta con una mirada equivocada o una palabra improcedente para que se derrame sangre. Allí sólo el marido puede ver el rostro de una mujer. Tenlo presente. ¿Me has entendido?

Mariam asintió. Cuando él le tendió la bolsa, la cogió.

La satisfacción experimentada cuando él aprobó su forma de cocinar se había esfumado. En su lugar, le quedaba la sensación de haber encogido. La voluntad de aquel hombre le pareció tan imponente e inamovible como las montañas Safid Kó que se cernían sobre Gul Daman.

– Entonces, ha quedado claro. Bien, ahora sírveme un poco más de ese daal.

11

Mariam nunca había llevado burka. Rashid tuvo que ayudarla a ponérselo. La parte acolchada de la cabeza le apretaba y era pesada, y le resultaba extraño ver el mundo a través de una rejilla. Probó a caminar por la habitación con el burka puesto y tropezó una y otra vez al pisarse el dobladillo. La pérdida de visión periférica resultaba desconcertante, y no le gustaba la sensación opresiva de la tela plisada contra la boca.

– Ya te acostumbrarás -dijo él-. Con el tiempo, seguro que acaba gustándote.

Cogieron un autobús para ir a un lugar que Rashid llamó parque Shar-e-Nau, donde había niños columpiándose y lanzándose pelotas de voleibol por encima de unas maltrechas redes atadas a unos árboles. Pasearon y contemplaron a los niños que remontaban cometas. Mariam caminaba junto a Rashid, tropezando de vez en cuando con el dobladillo del burka. Rashid la llevó a comer a un pequeño restaurante de kebab cercano a una mezquita que llamó Hayi Yagub. El local tenía el suelo pegajoso y el ambiente saturado de humo. Las paredes desprendían un leve olor a carne cruda, y la música, que según Rashid era logari, sonaba demasiado fuerte. Los cocineros eran muchachos enclenques que avivaban el fuego de las brochetas con una mano y espantaban mosquitos con la otra. Era la primera vez que Mariam estaba en un restaurante y al principio le resultó extraño sentarse en una sala llena de tanta gente desconocida, y levantarse el burka para llevarse la comida a la boca. En el estómago notaba una leve punzada de la misma ansiedad que había sentido en la cola del tandur, pero la presencia de Rashid la aliviaba un poco, y al cabo de un rato ya no le molestó tanto la música, el humo e incluso la gente. Y se sorprendió al darse cuenta de que el burka también le resultaba cómodo. Era como una ventana sólo para ella. Desde su interior, podía observarlo todo, protegida de las miradas curiosas de los desconocidos. Ya no le preocupaba que la gente pudiera detectar, a primera vista, todos los vergonzosos secretos de su pasado.

En la calle, Rashid nombró varios edificios: ésta es la embajada americana, dijo; ése es el Ministerio de Asuntos Exteriores. Señaló los coches, dijo las marcas y dónde se fabricaban: Volga soviético, Chevrolet americano, Opel alemán.

– ¿Cuál te gusta más? -preguntó.

Ella vaciló, señaló un Volga y Rashid se echó a reír.

En Kabul había mucha más gente que en lo poco que había visto de Herat. Había menos árboles y menos garis tirados por caballos, y en cambio más coches, edificios más altos, más semáforos y más calles asfaltadas. Y por todas partes se oía el peculiar dialecto de la ciudad: «querida o querido» era yan en lugar de yo, «hermana» era hamshira en lugar de hamshiré, y así con todo.

Rashid compró un helado a un vendedor ambulante. Era la primera vez que Mariam comía helado y nunca había imaginado que el paladar pudiera disfrutar de tales sensaciones. Devoró la tarrina entera con los pistachos triturados que cubrían el helado, y los diminutos fideos de arroz del fondo. Le maravilló su cautivadora textura y el dulce sabor que dejaban sus lengüetazos.

Llegaron a un lugar llamado Koché Morga, la calle del Pollo. Se trataba de un bazar angosto y atestado en un barrio que, según Rashid, era uno de los más prósperos de Kabul.

– Aquí es donde viven los diplomáticos extranjeros, los más ricos hombres de negocios, los miembros de la familia real… esa clase de gente. No los que son como tú y yo.

– No veo ningún pollo -observó Mariam.

– De eso no vas a encontrar en la calle del Pollo -dijo él, y rió.

Había tiendas a ambos lados de la calle y pequeños puestos que vendían sombreros de borreguillo y chapans multicolores. Rashid se detuvo delante de una tienda para admirar una daga de plata grabada, y luego en otra para examinar un viejo rifle que, según le aseguró el vendedor, era una reliquia de la primera guerra contra los británicos.

– Sí, hombre, y yo soy Moshe Dayan -musitó Rashid. Esbozó una sonrisa y a Mariam le pareció que la sonrisa era sólo para ella. Una sonrisa privada, que sólo compartían los esposos.

Pasaron por delante de tiendas de alfombras, de artesanía, de repostería, de flores, y establecimientos donde vendían trajes para hombres y vestidos para mujeres, y en ellas, tras las cortinas de encaje, Mariam vio a chicas jóvenes cosiendo botones y planchando cuellos. De vez en cuando, Rashid saludaba a algún tendero conocido suyo, a veces en farsi, otras en pastún. Mientras se estrechaban la mano y se besaban en la mejilla, Mariam permanecía a unos pasos de distancia. Rashid no la llamó a su lado, no la presentó a nadie.

Le pidió que aguardara a la puerta de una tienda de bordados.

– Conozco al dueño -dijo-. Sólo entraré un minuto para dar el salam.

Mariam esperó fuera, en la atestada acera. Observó los coches que recorrían lentamente la calle del Pollo, avanzando entre la multitud de vendedores ambulantes y transeúntes, y tocando la bocina para que se apartaran los niños y los burros que no se movían. Observó a los mercaderes que ocupaban sus pequeños puestos con aire aburrido, fumando o lanzando escupitajos en escupideras de latón. Sus rostros emergían de las sombras de vez en cuando para ofrecer a los transeúntes telas y abrigos pustin con cuello de piel.

Pero fueron las mujeres las que más atrajeron las miradas de Mariam.

En esa zona de Kabul las mujeres no eran como las que vivían en barrios más pobres, o en el que vivía ella con su marido, donde muchas se cubrían enteramente. Esas mujeres eran -¿qué palabra había usado Rashid?- «modernas». Sí, mujeres afganas modernas casadas con hombres afganos modernos a los que no les importaba que sus mujeres se pasearan entre desconocidos con el rostro maquillado y la cabeza descubierta. Mariam las vio caminando desinhibidamente por la calle, a veces con un hombre, en ocasiones solas, o también con niños de mejillas sonrosadas que llevaban zapatos relucientes y relojes con correa de cuero, y bicicletas con manillares altos y ruedas de radios dorados, a diferencia de los niños de Dé Mazang, que tenían marcas de mosquitos en las mejillas y hacían rodar viejos neumáticos con palos.

Esas mujeres hacían balancear el bolso al compás del frufrú de sus faldas. Mariam incluso vislumbró a una de ellas fumando al volante de un coche. Llevaban las uñas largas, pintadas de rosa o naranja, y los labios rojos como tulipanes. Caminaban sobre tacones altos y con prisa, como si las esperara siempre algún asunto urgente. Llevaban gafas de sol oscuras, y cuando pasaban por su lado, a Mariam le llegaba el aroma de su perfume. Ella imaginaba que todas tenían títulos universitarios, que trabajaban en edificios de oficinas, en despachos propios, donde mecanografiaban y fumaban y hacían llamadas importantes a personas importantes. Todas esas mujeres dejaron perpleja a Mariam, que de pronto fue consciente de su propia inferioridad, de su aspecto vulgar, de su falta de aspiraciones, de su ignorancia respecto a tantas cosas.

De repente Rashid le dio unos golpecitos en el hombro y le tendió algo.

– Toma.

Era un chal de seda marrón oscuro con flecos de cuentas y bordado de hilo de oro en los bordes.

– ¿Te gusta?

Ella alzó la vista. Rashid hizo entonces algo conmovedor: parpadeó y desvió la mirada.

Mariam pensó en Yalil, en el modo enfático y jovial con que le ofrecía su bisutería, la alegría apabullante que no dejaba espacio para más respuesta que una dócil gratitud. Nana tenía razón sobre los regalos de Yalil. No eran más que muestras de penitencia desganada, hipócrita, gestos corruptos que hacía más para tranquilidad suya que para la de ella. Ese chal, en cambio, a ojos de Mariam era un auténtico regalo.

– Es bonito -dijo.

Aquella noche, Rashid volvió a pasar por su habitación. Pero en lugar de quedarse en la puerta fumando, cruzó el cuarto y se sentó junto a ella, que estaba en la cama. Los muelles crujieron bajo su peso.

Se produjo un momento de vacilación y luego él le deslizó una mano bajo el cuello. Sus gruesos dedos le apretaron lentamente la nuca. El pulgar se deslizó hacia abajo y le acarició el hueco por encima de la clavícula, y luego por debajo. Mariam empezó a temblar. La mano siguió bajando lentamente, y sus uñas se enganchaban en la blusa de algodón.

– No puedo -murmuró ella con voz ronca, mirando el perfil de Rashid iluminado por la luna, sus hombros fornidos y su ancho pecho, y los mechones de vello gris que asomaban por el cuello abierto de la camisa.

Él dejó la mano sobre su seno derecho y lo apretó con fuerza a través de la blusa, y Mariam le oyó respirar agitadamente por la nariz.

Su marido se metió en la cama y ella notó su mano desabrochándose el cinturón y desatando luego el cordón de sus pantalones. Apretó los puños, estrujando las sábanas que sujetaban. Rashid se colocó encima de ella y empezó a retorcerse, y ella dejó escapar un gemido. Cerró los ojos y apretó los dientes.

El dolor fue repentino e inesperado. Mariam abrió los ojos. Aspiró una bocanada de aire entre los dientes y se mordió el pulgar doblado. Pasó el brazo libre por encima de la espalda de Rashid e hincó las uñas en su camisa.

Rashid hundió el rostro en la almohada y Mariam se quedó mirando el techo por encima del hombro de su marido, con los ojos muy abiertos, temblando, apretando los labios, sintiendo el calor de su agitada respiración en el hombro. El aliento le olía a tabaco, a las cebollas y el cordero asado que habían comido. De vez en cuando, la oreja de Rashid le rozaba la mejilla y ella notaba que se había afeitado.

Cuando hubo terminado, él se apartó y se tumbó a su lado con el antebrazo sobre la frente. En la oscuridad, Mariam veía las manecillas azules de su reloj. Permanecieron así un rato, de espaldas, sin mirarse.

– No hay nada de que avergonzarse, Mariam -dijo él, algo azorado-. Esto es lo que hacen los esposos. Es lo que el Profeta en persona hacía con sus esposas. No es nada vergonzoso.

Instantes después, Rashid apartó la manta y abandonó la habitación, dejando a Mariam con la impresión de su cabeza en la almohada, esperando que remitiera el dolor que sentía, mirando las estrellas fijas en el firmamento y una nube que ocultaba el rostro de la luna como un velo de novia.

12

Ese año de 1974 el Ramadán cayó en otoño. Por primera vez en su vida, Mariam fue testigo de cómo la aparición de la luna creciente transformaba una ciudad entera, alteraba su ritmo y su estado de ánimo. Percibió el silencio somnoliento que se apoderaba de Kabul. El tráfico se volvía lánguido, escaso, silencioso incluso. Las tiendas se vaciaban. Los restaurantes apagaban las luces, cerraban las puertas. Mariam no veía fumadores en las calles, ni tazas de té humeantes desde los alféizares. Y al llegar el iftar, cuando el sol se hundía en el oeste y disparaban el cañón desde el monte Shir Darwaza, la ciudad entera rompía su ayuno con pan y un dátil, y lo mismo hacía Mariam, quien por primera vez en sus quince años de vida saboreaba la delicia de una experiencia compartida.

Rashid sólo observaba el ayuno unos pocos días. Las raras veces que ayunaba, volvía a casa de muy mal humor. El hambre lo volvía arisco, irritable, impaciente. Una noche, Mariam se demoró unos minutos en terminar de preparar la cena y él se puso a comer pan con rábanos. Y cuando ella le sirvió el arroz, el cordero y el qurma de quingombó, él lo rechazó. No dijo nada y siguió masticando pan, moviendo las sienes mientras la vena de la frente se le abultaba de pura rabia. Siguió mascando y mirando al vacío, y cuando Mariam le dirigió la palabra, la miró sin verla y se limitó a meterse otro trozo de pan en la boca.

Mariam sintió un gran alivio al ver que Rashid terminaba.

Cuando vivía en el kolba, el primero de los tres días del festival Eid-ul-Fitr, que seguía al Ramadán, Yalil visitaba a Mariam y Nana. Vestido con traje y corbata, llegaba con regalos de Eid. Un año regaló a su hija un pañuelo de lana para la cabeza. Los tres se sentaban juntos a tomar el té y luego Yalil se excusaba y se iba.

«A celebrar el Eid con su auténtica familia», decía Nana cuando él cruzaba el arroyo y agitaba la mano para despedirse.

El ulema Faizulá también las visitaba. Llevaba a Mariam chocolatinas envueltas en papel de plata, una cesta llena de huevos cocidos pintados y galletas. Cuando se marchaba, Mariam trepaba a un sauce con sus golosinas. Instalada en una rama alta, se comía las chocolatinas del ulema Faizulá y dejaba caer los envoltorios, que quedaban diseminados en torno al tronco del árbol como flores plateadas. Después de terminar las chocolatinas, empezaba con las galletas y, con un lápiz, dibujaba caras en los huevos cocidos. Pero era escaso el placer que obtenía con todo aquello. Mariam temía el Eid, un tiempo de hospitalidad y ceremonia en que las familias vestían sus mejores galas y se visitaban. Imaginaba un Herat bullicioso y alegre, y a gentes joviales y de ojos brillantes que se hacían regalos con palabras cariñosas, llenas de buenos deseos. Entonces se abatía sobre ella una tristeza que la cubría como un sudario y que sólo se levantaba cuando pasaban las fiestas.

Ese año, por primera vez, Mariam vio con sus propios ojos el Eid que había imaginado de niña.

Rashid y ella salieron de casa. Era la primera vez que Mariam veía semejante animación. Sin arredrarse por el frío, las familias inundaban la ciudad en sus rondas frenéticas de visitas a la parentela. En su calle, Mariam vio a Fariba y a su hijo Nur, que llevaba traje. Fariba se había cubierto la cabeza con un pañuelo blanco y caminaba junto a un hombre delgado y con gafas, de aspecto tímido. Su hijo mayor también los acompañaba; Mariam recordaba que Fariba había mencionado su nombre, Ahmad, en el tandur, aquel primer día. Ahmad tenía unos ojos inquietantes y hundidos, y su rostro era más serio, más solemne que el de su hermano menor, sugiriendo una madurez precoz, de la misma forma que el de su hermano se veía aún infantil. Ahmad llevaba al cuello un reluciente colgante con el nombre de Alá.

Fariba debió de reconocerla al verla caminando junto a Rashid con el burka, porque la saludó con la mano y exclamó:

Eid mubarak!

Mariam asintió apenas.

– ¿Así que conoces a esa mujer, la esposa del maestro? -preguntó Rashid.

Mariam dijo que no.

– Será mejor que te mantengas alejada de ella. Es una chismosa entrometida. Y el marido se cree una especie de intelectual, pero no es más que un ratón. Fíjate en él. ¿No parece un ratón?

Fueron a Shar-e-Nau, donde los niños correteaban alegremente con sus camisas nuevas bordadas con cuentas y sus chalecos de vistosos colores, y comparaban regalos de Eid. Las mujeres llevaban bandejas con dulces. Mariam vio farolillos colgados de los escaparates de las tiendas, y oyó la música que resonaba en los altavoces. Los desconocidos le gritaban «Eid mubarak» al pasar.

Por la noche fueron al barrio de Chaman y, desde detrás de Rashid, Mariam contempló los fuegos artificiales que iluminaban el cielo con destellos verdes, rosas y amarillos. Echaba de menos poder sentarse con el ulema Faizulá a la puerta del kolba para observar los fuegos artificiales que estallaban sobre Herat en la lejanía, y las súbitas explosiones de color reflejadas en los ojos amables y aquejados de cataratas de su tutor. Pero, sobre todo, echaba de menos a Nana. Mariam deseó que su madre estuviera viva para ver todo aquello. Para verla a ella, en medio de todo aquello. Para ver por fin que la alegría y la belleza no eran cosas inalcanzables. Ni siquiera para personas como ellas.

Recibieron visitas por la festividad Eid. Todos eran hombres, amigos de Rashid. Cuando llamaban a la puerta, Mariam sabía que debía subir a su habitación y quedarse allí encerrada mientras los hombres bebían té, fumaban y charlaban en la planta baja. Rashid le había advertido que no bajara hasta que se fueran las visitas.

A ella no le importaba. De hecho, incluso la halagaba. Rashid veía su relación como algo santificado, y consideraba que su honor, su namus, merecía ser protegido. Esa protección la hacía sentirse apreciada, valiosa, importante.

En el tercer y último día del Eid, Rashid fue a visitar a algunos amigos. Mariam, que había tenido el estómago revuelto toda la noche, puso un poco de agua a hervir y se preparó una taza de té verde espolvoreado con cardamomo. En la sala de estar se encontró con las huellas de los visitantes de la noche anterior: tazas volcadas, semillas de calabaza a medio masticar metidas entre los cojines y posos resecos en los platos. Mariam se dispuso a limpiarlo todo, maravillándose de lo activamente perezosos que podían ser los hombres.

No había pretendido entrar en la habitación de Rashid. Pero la limpieza la llevó de la sala de estar a la escalera, y de ahí al pasillo y a la puerta de su marido, y antes de darse cuenta se encontró en su dormitorio por primera vez, sentada en su cama, sintiéndose como una intrusa.

Paseó la mirada por las pesadas cortinas verdes, los pares de zapatos relucientes, pulcramente alineados junto a la pared, la puerta del armario, que mostraba la madera bajo un desconchón de la pintura. Vio un paquete de cigarrillos sobre la cómoda, al lado de la cama. Se puso uno entre los labios y se colocó delante del pequeño espejo ovalado de la pared. Echó una bocanada de aire al espejo y fingió sacudir la ceniza. Luego devolvió el cigarrillo a su sitio. Jamás podría imitar la gracia perfecta con que fumaban las mujeres de Kabul. En ella parecía un acto tosco, ridículo.

Sintiéndose culpable, abrió el primer cajón de la cómoda.

Lo primero qué vio fue la pistola. Era negra, de culata de madera y cañón corto. Antes de cogerla, Mariam se fijó bien en cómo estaba colocada. Le dio vueltas entre las manos. Era mucho más pesada de lo que parecía. La culata tenía un tacto suave y el cañón estaba frío. Le resultó inquietante que Rashid poseyera algo cuyo único propósito era matar a otras personas. Pero sin duda él tenía una pistola simplemente para proteger la casa. Para protegerla a ella.

Debajo del arma había varias revistas con las esquinas dobladas. Mariam abrió una y sintió que el corazón le daba un vuelco y se quedó boquiabierta sin pretenderlo.

En todas las páginas había mujeres, mujeres hermosas que no llevaban camisa ni pantalones ni ropa interior. Estaban completamente desnudas. Yacían en lechos entre sábanas revueltas y devolvían la mirada a Mariam con los párpados entornados. En la mayoría de las fotos tenían las piernas abiertas y lo mostraban todo. En algunas, las mujeres estaban postradas, como si -Dios no permitiera semejante cosa- adoptaran la postura sujda para rezar, y miraban hacia atrás por encima del hombro, con expresión de aburrido desdén.

Mariam volvió a dejar rápidamente la revista donde la había encontrado. Se sentía aturdida. ¿Quiénes eran esas mujeres? ¿Cómo podían permitir que las fotografiaran así? Se le revolvía el estómago con sólo pensarlo. Así pues, ¿era eso lo que hacía Rashid las noches que no iba a su habitación? ¿Lo había decepcionado Mariam en ese aspecto en particular? ¿Y todo lo que decía siempre sobre el honor y el decoro, cuando censuraba a sus clientas, que al fin y al cabo sólo le mostraban los pies para que les tomara las medidas de los zapatos? «Sólo el marido puede ver el rostro de una mujer», le había dicho. Sin duda las mujeres de la revista tenían marido, o al menos algunas de ellas. Como mínimo, tendrían hermanos. Entonces ¿por qué Rashid insistía en que ella se cubriera, y en cambio no le parecía mal ver las partes íntimas de las esposas y hermanas de otros hombres?

Se sentó en la cama de su marido, avergonzada y confusa. Se cubrió el rostro con las manos y cerró los ojos. Respiró hondo varias veces hasta que se notó más calmada.

Lentamente, la explicación se abrió paso en su mente. Rashid era un hombre, al fin y al cabo, que había vivido solo durante años antes de casarse con ella. Sus necesidades eran distintas. Para ella, aun después de varios meses, el acto sexual seguía constituyendo un ejercicio de tolerancia al dolor. El apetito de Rashid, por otra parte, era voraz, bordeando en ocasiones la violencia por el modo en que la sujetaba, le estrujaba los pechos y la embestía furiosamente con las caderas. Era un hombre. Después de tantos años sin una mujer, ¿podía recriminarle que fuera tal como Dios lo había creado?

Sabía que jamás podría hablar de todo aquello con él. Era un tabú. Pero ¿podía ser perdonado? Sólo tenía que pensar en los demás hombres que había conocido: Yalil, con tres esposas y nueve hijos a la sazón, acostándose con Nana sin estar casados. ¿Qué era peor: la revista de Rashid o lo que había hecho Yalil? Y además, ¿qué derecho tenía ella, una simple aldeana, una harami, a juzgarlo?

Abrió el segundo cajón de la cómoda.

En él encontró una foto del hijo, Yunus, en blanco y negro. Tenía unos cuatro o cinco años. Llevaba una camisa a rayas y pajarita. Era un niño muy guapo, con la nariz fina, los cabellos castaños y ojos oscuros ligeramente hundidos. Parecía distraído, como si algo hubiera captado su atención justo antes de que se disparara la cámara.

Debajo Mariam encontró otra foto, también en blanco y negro, pero de peor calidad. En ella se veía a una mujer sentada y, detrás de ella, a un Rashid más joven y delgado, con los cabellos negros. La mujer era hermosa. No tanto como las mujeres de la revista, quizá, pero hermosa en cualquier caso. Desde luego, más que ella. Tenía un delicado mentón y largos cabellos negros partidos por la raya en medio. Los pómulos eran prominentes y la frente tersa. Mariam imaginó su propio rostro, sus labios finos y su afilado mentón, y sintió celos.

Contempló la foto mucho rato. El modo en que Rashid parecía imponerse sobre la mujer le causaba un vago desasosiego. Por sus manos, que se apoyaban en los hombros de ella. Por la forma en que sonreía, recreándose, con los dientes apretados, y la expresión sombría de su esposa. Por el modo en que el cuerpo de ella se inclinaba sutilmente hacia delante, como si tratara de evitar el contacto.

Mariam lo colocó todo en su sitio.

Más tarde, mientras lavaba la ropa, lamentó haber fisgado en su habitación. ¿Para qué? ¿Qué había descubierto sobre Rashid que tuviera importancia? ¿Que poseía una pistola y que era un hombre con las necesidades propias de su sexo? Y no debería haberse quedado mirando la foto de Rashid con su primera mujer durante tanto tiempo. Sus ojos habían encontrado significados en lo que no era más que una postura al azar captada en un momento concreto.

Lo que sintió delante de la ropa tendida que se balanceaba pesadamente en las cuerdas era lástima. Compadecía a Rashid, que también había tenido una vida muy dura, marcada por los infortunios. Sus pensamientos volvieron al niño, Yunus, que había hecho muñecos de nieve en aquel mismo patio, que había subido por las mismas escaleras. El lago se lo había arrebatado a Rashid engulléndolo, igual que la ballena se había tragado al profeta del mismo nombre que aparecía en el Corán. A Mariam le entristeció -y no poco- imaginar a Rashid impotente y dominado por el pánico, paseándose frenéticamente por la orilla del lago, suplicándole que escupiera a su hijo de vuelta a la tierra. Y por primera vez sintió cierta afinidad con su marido. Se dijo que serían buenos compañeros, a pesar de todo.

13

Durante el trayecto de vuelta en el autobús después de la visita al médico, a Mariam le sucedió algo muy extraño. Allá donde posara la mirada, lo veía todo en colores brillantes: los apartamentos de cemento gris, las tiendas con tejado de zinc y las puertas abiertas, el agua fangosa que discurría por las alcantarillas. Era como si un arco iris se hubiera fundido en sus ojos.

Rashid hacía tamborilear sus dedos enguantados y tarareaba una canción. Cada vez que el autobús saltaba sobre un bache y daba una sacudida, su mano protectora salía disparada hacia el vientre de Mariam.

– ¿Qué te parece Zalmai? -preguntó-. Es un bonito nombre pastún.

– ¿Y si es una niña? -adujo Mariam.

– Yo creo que es un niño. Sí. Un niño.

Un murmullo recorría el autobús. Algunos pasajeros señalaban alguna cosa y otros se inclinaban sobre los asientos para mirar por las ventanillas.

– Allí -señaló Rashid, dando unos golpecitos en el cristal con un nudillo. Sonreía-. Ahí. ¿Lo ves?

Mariam advirtió que, en la calle, la gente se paraba en seco. En los semáforos emergían rostros por las ventanillas de los coches, vueltos hacia arriba, hacia los suaves copos que caían. ¿Qué tenía la primera nevada de la temporada para causar semejante fascinación?, se preguntó Mariam. ¿Era la oportunidad de ver algo inmaculado aún, sin marcas? ¿De captar la gracia fugaz de una nueva estación, de un precioso principio, antes de que fuera pisoteado y corrompido?

– Si es una niña -prosiguió Rashid-, que no lo es, pero si fuera una niña, podrás elegir el nombre que quieras.

Mariam despertó a la mañana siguiente con el sonido de una sierra y un martillo. Se envolvió en un chal y salió al patio cubierto por la nieve. La densa nevada de la noche anterior había amainado y ya sólo se notaba el cosquilleo de unos ligeros copos dispersos. No soplaba el viento y el aire olía a carbón quemado. Kabul se hallaba sumido en un silencio sobrecogedor, cubierto por un manto blanco, liberando espirales de humo aquí y allá.

Encontró a Rashid en el cobertizo de las herramientas, claveteando una tabla de madera. Cuando la vio, Rashid se quitó un clavo de la comisura de la boca.

– Iba a ser una sorpresa. El niño necesitará una cuna. No tenías que verla hasta que estuviera terminada.

Mariam deseaba que su marido dejara de aferrarse a la esperanza de que fuera un niño. A pesar de la felicidad que sentía por el embarazo, le pesaba aquella expectativa. La víspera, Rashid había salido y había vuelto a casa con un abrigo de ante para un niño, forrado por dentro de suave piel de cordero y con las mangas bordadas con hilo de seda rojo y amarillo.

Rashid cogió un largo y estrecho tablón. Mientras lo serraba por la mitad, comentó que le preocupaban las escaleras.

– Habrá que hacer algo más adelante, cuando empiece a andar. -Y añadió que también le preocupaba la estufa. Y los tenedores y los cuchillos habrían de guardarse fuera de su alcance-. Toda precaución es poca. Los niños son muy curiosos y no conocen el peligro.

Mariam se arrebujó en el chal para protegerse del frío.

A la mañana siguiente, Rashid dijo que quería invitar a sus amigos a cenar para celebrarlo. Mariam se pasó la mañana limpiando lentejas y poniendo el arroz en remojo. Cortó berenjenas en rodajas para hacer borani, y preparó aushak con puerros y buey picado. Barrió, sacudió las cortinas y ventiló bien la casa, a pesar de que volvía a nevar. Dispuso cojines grandes y pequeños contra las paredes de la sala de estar y colocó unos cuencos con caramelos y almendras tostadas sobre la mesa.

Se metió en su habitación al atardecer, antes de que llegaran los hombres. Estuvo tumbada en la cama escuchando risas, vítores y bromas, que fueron en aumento. No podía evitar que las manos se le fueran a cada momento hacia el vientre. Pensaba en lo que crecía en su interior y la felicidad la invadía como una ráfaga de viento abriendo una puerta de par en par. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Mariam pensó en su viaje de seiscientos cincuenta kilómetros en autobús con Rashid, desde Herat, que estaba situado al oeste, cerca de la frontera con Irán, hasta Kabul, en el este. Habían pasado por pueblos y ciudades, y por aldeas con un puñado de casas que surgían una tras otra. Habían atravesado montañas y desiertos pelados, recorriendo una provincia tras otra. Y allí estaba ahora, después de dejar atrás rocas y colinas resecas, con marido y casa propia, encaminándose a la etapa final y más preciada: la maternidad. Qué agradable pensar en su bebé, el bebé de los dos. Qué maravilloso saber que el amor por su bebé empequeñecía ya todo cuanto había sentido antes como ser humano, y que desde ese momento no necesitaría jugar más con guijarros.

Abajo alguien afinaba una armónica. Después se oyó el sonido de una tabla, ese instrumento musical consistente en dos tambores llamados dayan y bayan. Alguien carraspeó. Y después empezaron los silbidos, las palmas, las exclamaciones y los cánticos.

Mariam se acarició el suave vientre. «Tan pequeño como una uña», había dicho el médico. «Voy a ser madre», pensó ella.

– Voy a ser madre -dijo. Luego rió para sí y lo repitió una y otra vez, deleitándose con las palabras.

Cuando pensaba en su bebé, se le henchía el corazón. Crecía y crecía hasta borrar todo el dolor, la soledad y la humillación que había experimentado en su vida. Por eso Dios la había llevado hasta allí, al otro lado del país. Ahora lo comprendía. Recordó un versículo del Corán que le había enseñado el ulema Faizulá: «Y Alá es el este y el oeste, por tanto, allá donde vayas, será designio de Alá…» Colocó su estera y rezó el namaz. Cuando terminó, unió las manos frente al rostro y pidió a Dios que no permitiera que cambiara su buena fortuna.

Fue Rashid quien tuvo la idea de ir al hammam. Mariam no había estado nunca en unos baños, pero él le aseguró que no había nada mejor que salir del agua y respirar la primera bocanada de aire fresco, notando aún el calor que desprendía el cuerpo.

En el hammam de mujeres, las figuras se movían en medio del vapor alrededor de Mariam, y ella vislumbraba una cadera aquí y el contorno de un hombro allá. Los chillidos de las jovencitas, los gruñidos de las viejas y el sonido del agua resonaban entre las paredes, mientras se frotaban la espalda y se enjabonaban los cabellos. Mariam se sentó en el rincón más alejado, sola, y se frotó los talones con piedra pómez, aislada por una cortina de vapor de las figuras que pasaban cerca.

Hasta que vio la sangre y empezó a chillar.

Oyó el sonido de pisadas sobre las losas húmedas. Vio rostros que la escudriñaban entre el vapor y oyó chasquidos de lengua.

Esa noche, en la cama, Fariba le contó a su marido que, al oír el grito y acercarse corriendo, había encontrado a la esposa de Rashid encogida en un rincón, abrazándose las rodillas y con un charco de sangre a sus pies.

– Se le oían castañetear los dientes a la pobre chica, Hakim, de tanto como temblaba.

Al verla, explicó Fariba, Mariam le había preguntado con voz aguda y suplicante: «Es normal, ¿verdad? ¿Verdad? ¿Verdad que es normal?»

Otro viaje en autobús con Rashid. Nevaba de nuevo. Esta vez copiosamente. La nieve se amontonaba en las aceras, en las azoteas, en los troncos de árboles diseminados. Mariam contemplaba a los mercaderes que abrían caminos en la nieve frente a sus tiendas. Un grupo de niños perseguía a un perro negro y todos agitaron la mano para saludar juguetonamente al autobús. Mariam miró a Rashid. Su marido tenía los ojos cerrados. No tarareaba. Ella recostó la cabeza y cerró también los ojos. Quería quitarse los fríos calcetines y el húmedo suéter de lana que le producía picor. Quería abandonar aquel autobús.

En casa, Rashid la tapó con una colcha cuando ella se tumbó en el sofá, pero su gesto era envarado, maquinal.

– ¿Qué clase de respuesta es ésa? -volvió a quejarse-. Eso es lo que se espera de un ulema. Pero cuando uno paga a un médico espera una respuesta mejor que «Es la voluntad de Alá».

Mariam se acurrucó bajo la colcha y le dijo que debería descansar.

– La voluntad de Alá -repitió él, con ira sorda.

Rashid se pasó el día en su habitación, fumando.

Mariam se quedó acostada en el sofá con las manos metidas entre las rodillas, contemplando la nieve que se arremolinaba frente a la ventana. Recordó que Nana le había dicho en una ocasión que cada copo de nieve era el suspiro de una mujer a la que habían ofendido en algún lugar del mundo. Que todos los suspiros subían al cielo, formaban nubes y luego se deshacían en trocitos diminutos que caían silenciosamente sobre las personas.

«Para recordar cuánto sufren las mujeres como nosotras -había dicho-. Con cuánta resignación soportamos todo lo que nos toca sufrir.»

14

La pena no dejaba de sorprender a Mariam. Sólo tenía que pensar en la cuna sin terminar en el cobertizo, o el abrigo de ante en el armario de Rashid, para que volviera a desatarse. El bebé cobraba vida entonces y ella lo oía, oía sus quejidos de hambre, sus gorjeos y balbuceos. Lo notaba olisqueándole los pechos. El dolor la inundaba, la arrastraba, la zarandeaba. A Mariam le asombraba que pudiera echar tanto de menos a un ser al que ni siquiera había llegado a ver, a tal punto que la nostalgia la paralizaba.

Pero había días en que la tristeza no le resultaba tan implacable. Días en los que la mera idea de reanudar las viejas rutinas no le parecía tan agotadora, en que no precisaba de un gran esfuerzo de voluntad para levantarse, rezar, lavar, preparar las comidas para Rashid.

Temía salir a la calle. De repente, envidiaba a las mujeres del vecindario con su abundante prole. Algunas tenían siete u ocho hijos y no comprendían lo afortunadas que eran por haber sido bendecidas con el fruto de su vientre, que había vivido para agitarse entre sus brazos y mamar de sus pechos. Sus hijos no se habían ido por el desagüe de una casa de baños con su propia sangre, agua jabonosa y suciedad corporal de mujeres desconocidas. A Mariam le molestaba oírlas quejarse del mal comportamiento de sus hijos y la pereza de sus hijas.

Una voz interior trataba de tranquilizarla con palabras de consuelo bienintencionadas, pero torpes: «Tendrás otros hijos, Inshalá. Eres joven. Seguro que tendrás muchas otras oportunidades.» Pero la congoja de Mariam no era abstracta. Lloraba por aquel bebé concreto que la había hecho tan feliz durante un tiempo.

Algunos días le parecía que el bebé había sido una bendición que no merecía, que estaba siendo castigada por lo que le había hecho a Nana. ¿Acaso no era verdad que prácticamente le había puesto ella misma la soga al cuello? Las hijas traidoras no merecían ser madres y aquél era su castigo. Tenía sueños intermitentes en los que el yinn de Nana se metía en su habitación por la noche, le clavaba sus garras en el vientre y le robaba a su bebé. En esos sueños, Nana reía con el deleite de la revancha.

Otros días, Mariam se llenaba de cólera. La culpa era de Rashid, por su prematura celebración. Por su fe temeraria en que sería un varón. Por haberle puesto nombre. Por dar por sentada la voluntad de Alá. Y principalmente por haberla llevado a los baños. Algo había allí, el vapor, el agua sucia, el jabón, algo de aquello había sido la causa… Alto ahí. No, Rashid no. La culpable era ella. Y entonces se enfurecía consigo misma por dormir en una postura incorrecta, por comer platos demasiado especiados, por no tomar suficiente fruta, por beber demasiado té. Incluso Dios tenía la culpa. Por mofarse de ella. Por no concederle lo que concedía a tantísimas mujeres. Por ponerle delante, casi como provocándola, lo que Él sabía que sería su mayor felicidad, para luego arrebatárselo.

Sin embargo, de nada servía buscar culpables, ni hilvanar una acusación tras otra en su cabeza. Era kofr, un sacrilegio, pensar tales cosas. Alá no era rencoroso. No era un dios mezquino. Las palabras del ulema Faizulá resonaban en su cabeza: «Bendito Aquel en cuyas manos está el reino, y Aquel que tiene poder sobre todas las cosas, que creó la muerte y la vida con las que puede ponerte a prueba.»

Atormentada por un sentimiento de culpabilidad, Mariam se arrodillaba y rezaba pidiendo perdón por tales pensamientos.


***

Mientras tanto, en Rashid se había operado un cambio desde el día en los baños. La mayoría de las noches, cuando llegaba a casa, ya casi no hablaba. Cenaba, fumaba y se acostaba. A veces iba a la habitación de Mariam en medio de la noche para un coito breve y cada vez más violento. Tendía a mostrarse malhumorado, a encontrar defectos en su forma de cocinar, a quejarse del desorden del patio, o a señalar la más mínima suciedad que encontrara en la casa. De vez en cuando, los viernes la llevaba a pasear por la ciudad como antes, pero caminaba deprisa y siempre unos pasos por delante de ella, sin hablar, sin prestar atención a su esposa, que casi tenía que correr para no rezagarse. Durante aquellas salidas ya no se mostraba tan propenso a la risa como antes. Ya no le compraba dulces o regalos, ni se detenía para decirle el nombre de cada lugar. Y las preguntas que ella le hacía parecían irritarlo.

Una noche estaban sentados en la sala escuchando la radio. El invierno tocaba a su fin. Habían cesado los fuertes vientos que arrojaban la nieve contra la cara y dejaban los ojos llorosos. Pelusas de nieve plateada se derretían en las ramas de los altos olmos, y al cabo de unas semanas serían sustituidas por pequeños brotes verde pálido. Rashid movía el pie distraídamente siguiendo el ritmo de la tabla al son de una canción de Hamahang, con los ojos entrecerrados para protegerse del humo del cigarrillo.

– ¿Estás enfadado conmigo? -preguntó ella.

Él no contestó. La canción terminó y empezaron las noticias. Una voz femenina informó que el presidente Daud Jan había enviado a otro grupo de asesores soviéticos a Moscú, contrariando así al Kremlin, como era de esperar.

– Me preocupa que estés enfadado conmigo.

Rashid suspiró.

– ¿Lo estás?

– ¿Por qué habría de estarlo? -replicó Rashid, mirándola.

– No lo sé, pero desde que el bebé…

– ¿Ésa es la clase de hombre que crees que soy, después de todo lo que he hecho por ti?

– No. Por supuesto que no.

– ¡Entonces deja de incordiarme!

– Lo siento. Bebajsh, Rashid. Lo siento.

Él apagó el cigarrillo y encendió otro. Luego subió el volumen de la radio.

– He estado pensando una cosa -prosiguió Mariam, alzando la voz para hacerse oír.

Rashid volvió a suspirar, más irritado que antes, y bajó el volumen. Se frotó la frente con gesto de cansancio.

– ¿Y qué es?

– He estado pensando que quizá deberíamos hacerle un funeral. Al bebé, quiero decir. Sólo nosotros. Me gustaría que pronunciáramos unas plegarias, nada más. -Llevaba un tiempo dándole vueltas a la idea. No quería olvidar al bebé. No le parecía bien que no se señalara aquella pérdida de una forma permanente.

– ¿Para qué? Qué estupidez.

– Creo que me haría sentir mejor.

– Entonces hazlo tú -replicó él secamente-. Yo ya he enterrado un hijo. No pienso enterrar otro. Ahora, si no te importa, quiero escuchar la radio.

Volvió a subir el volumen, reclinó la cabeza y cerró los ojos.

En una mañana soleada de aquella misma semana, Mariam eligió un lugar del patio y cavó un agujero.

– En el nombre de Alá y con Alá, y en el nombre del mensajero de Alá, a quien Alá colme de bendiciones -susurró al hundir la pala en la tierra. Colocó el abriguito de ante que Rashid había comprado para el bebé en el agujero y volvió a cubrirlo con tierra-. Tú haces que la noche dé paso al día y que el día dé paso a la noche, y Tú levantas a los vivos de entre los muertos y a los muertos de entre los vivos, y das fuerzas a quien te place.

Aplastó la tierra con el dorso de la pala. Se agachó junto al pequeño montículo y cerró los ojos.

«Dame fuerzas, Alá. Dame fuerzas.»

15

Abril de 1978

El 17 de abril de 1978, el año en que Mariam cumplía los diecinueve, un hombre llamado Mir Akbar Jyber fue asesinado. Dos días más tarde se produjo una gran manifestación en Kabul. Todo el vecindario estaba en la calle hablando de lo mismo. Mariam vio por la ventana a los vecinos que formaban corrillos, hablando excitadamente con los transistores pegados a la oreja. Vio a Fariba apoyada en la pared de su casa, hablando con una mujer recién llegada a Dé Mazang. Fariba sonreía y apretaba las manos sobre su abultado vientre de embarazada. La otra mujer, cuyo nombre Mariam ignoraba, parecía mayor que Fariba y su pelo tenía una extraña tonalidad violeta. Sujetaba a un niño pequeño de la mano. Mariam sabía que el niño se llamaba Tariq, porque había oído a su madre en la calle llamándolo por ese nombre.

Mariam y Rashid no salieron para reunirse con los vecinos. Escucharon la radio mientras unas diez mil personas ocupaban las calles y se manifestaban en el distrito de las instituciones gubernamentales. Rashid dijo que Mir Akbar Jyber era un destacado comunista y que sus seguidores acusaban al gobierno del presidente Daud Jan del asesinato. Lo dijo sin mirar a su esposa. Ya nunca la miraba, y Mariam ni siquiera estaba segura de que hablara con ella.

– ¿Qué es un comunista? -preguntó.

Rashid soltó un bufido y alzó las cejas.

– ¿No sabes lo que es un comunista? Una cosa tan simple… Todo el mundo lo sabe. Es del dominio público. Tú no… Bah. No sé de qué me extraño. -Luego cruzó los pies sobre la mesa y masculló que era alguien que creía en Karl Marxist.

– ¿Quién es Karl Marxist?

Rashid suspiró.

En la radio, una voz de mujer decía que Taraki, el líder de la rama Jalq del PDPA, el comunista Partido Democrático Popular de Afganistán, arengaba a los manifestantes con discursos incendiarios.

– Me refiero a qué quieren -insistió Mariam-. ¿En qué creen esos comunistas?

Rashid soltó una carcajada y sacudió la cabeza, pero a ella le pareció percibir cierta vacilación en el modo en que cruzaba los brazos y desviaba la mirada.

– No sabes nada de nada. Eres como un niño. Tu cerebro está vacío, sin información.

– Lo pregunto porque…

Chup ko. Cállate.

Mariam obedeció.

No era fácil tolerar que le hablara así ni soportar su desprecio, sus insultos, que la ridiculizara y pasara por su lado como si no fuera más que un gato doméstico. Pero al cabo de cuatro años de matrimonio, Mariam sabía perfectamente lo mucho que podía soportar una mujer cuando tenía miedo. Y ella lo tenía. Vivía con el temor a los cambiantes estados de ánimo de su marido, su temperamento imprevisible, su insistencia en llevar las conversaciones más triviales al terreno de la confrontación, que en ocasiones resolvía mediante puñetazos, bofetadas y patadas. Luego, a veces trataba de enmendarse con abyectas disculpas y otras veces no.

En los cuatro años transcurridos desde el día de los baños, se habían producido seis ciclos más de nuevas esperanzas que luego acababan en una pérdida, y cada embarazo malogrado, cada viaje al médico había sido más devastador para Mariam que el anterior. Después de cada nueva decepción, Rashid se volvía más distante y resentido. Ahora nada de lo que hacía su mujer lo complacía. Ella limpiaba la casa, tenía siempre preparadas sus camisas, le cocinaba sus platos predilectos. En una desastrosa ocasión, incluso compró maquillaje y se lo puso para él. Pero cuando Rashid volvió a casa, le echó una mirada e hizo tal mueca de repugnancia que Mariam se fue corriendo al cuarto de baño y se lavó, mezclando las lágrimas de vergüenza con el agua jabonosa, el carmín y el rímel.

Ahora temía el momento en que Rashid volvía a casa por la tarde. Temía el ruido de la llave en la cerradura, el chirrido de la puerta; eran sonidos que aceleraban su corazón. Desde la cama, oía el repiqueteo de sus zapatos, el sonido amortiguado de sus pies después de descalzarse. Hacía inventario de sus actos con el oído: las patas de la silla al arrastrar sobre el suelo, el crujido quejumbroso del asiento de mimbre cuando se sentaba, el tintineo de la cuchara contra el plato, el susurro de las hojas del periódico, el ruido al sorber el agua. Y con el corazón desbocado, Mariam se preguntaba qué excusa tendría esa noche su marido para saltar sobre ella. Siempre había algo, alguna nimiedad que lo enfurecía, porque, por más que se esforzara en complacerlo, por más que se sometiera a sus deseos y exigencias, no bastaba. No podía devolverle a su hijo. Lo había defraudado en lo esencial -siete veces nada menos- y ya no era más que una carga para él. Lo notaba por el modo en que la miraba, cuando la miraba. Era una carga para su marido.

– ¿Qué va a ocurrir ahora? -preguntó a Rashid, que seguía escuchando la radio.

Él la miró de reojo y emitió un sonido entre suspiro y gruñido, bajó los pies de la mesa y apagó la radio. Subió a su habitación. Cerró la puerta.

El 27 de abril llegó la respuesta a Mariam en forma de potentes estallidos e intensos y súbitos estruendos. Bajó corriendo descalza a la sala y encontró a Rashid junto a la ventana, en camiseta, despeinado y con las manos apretadas contra el cristal. Se colocó junto a él. En el cielo vio aviones militares que pasaban zumbando en dirección nordeste. El ruido era ensordecedor, tanto que a Mariam le dolieron los oídos. A lo lejos resonaban las bombas y de repente se alzaron columnas de humo hacia el cielo.

– ¿Qué está pasando, Rashid? -preguntó-. ¿Qué es todo esto?

– Sabe Dios -musitó él. Intentó poner la radio, pero sólo se oían interferencias.

– ¿Qué hacemos?

– Esperar -dijo Rashid con tono impaciente.

Más tarde, Rashid seguía intentando sintonizar la radio mientras Mariam preparaba arroz con salsa de espinacas en la cocina. Recordaba la época en que disfrutaba cocinando para Rashid, e incluso esperaba con ansia que llegara el momento. Ahora cocinar era un ejercicio que le suscitaba una inquietud creciente. Los qurmas estaban siempre demasiado salados o demasiado sosos para el gusto de su marido; el arroz, demasiado grasiento o demasiado seco; el pan, demasiado blando o demasiado crujiente. Las críticas de Rashid la conducían a un estado de angustiosa indecisión en la cocina.

Cuando le sirvió el plato, en la radio sonaba el himno nacional.

– He hecho sabzi -dijo ella.

– Déjalo ahí y cállate.

Cuando terminó el himno, una voz de hombre se presentó a sí mismo como el coronel Abdul Qader de las Fuerzas Aéreas. Informó que, durante el día, la Cuarta División Acorazada rebelde se había apoderado del aeropuerto y las principales intersecciones de la ciudad. Radio Kabul, los ministerios de Comunicación e Interior, así, como el edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores, también habían caído en su poder. Kabul se hallaba en manos del pueblo, dijo orgullosamente. Aviones MiG de los sublevados habían atacado el Palacio Presidencial. Los tanques habían irrumpido en el recinto del palacio y se estaba librando una cruenta batalla en aquellos mismos instantes. Las fuerzas leales a Daud estaban a punto de ser derrotadas, afirmó Abdul Qader en tono tranquilizador.

Días más tarde, cuando los comunistas empezaran a ejecutar sumariamente a cuantos tenían alguna relación con el régimen de Daud Jan, y por Kabul empezaran a circular rumores sobre ojos arrancados y genitales electrocutados en la prisión de Pol-e-Charji, Mariam se enteraría de la matanza que se había cometido en el Palacio Presidencial. Habían matado a Daud Jan, pero no antes de que los comunistas asesinaran a unos veinte miembros de su familia, incluyendo mujeres y nietos. Se rumorearía después que el presidente se había quitado la vida, que había resultado herido en el fragor de la batalla; también que lo habían dejado para el final, para obligarlo a contemplar cómo masacraban a su familia antes de acabar con él.

Rashid subió el volumen de la radio y acercó la oreja para oír mejor.

«Se ha creado un consejo revolucionario de las fuerzas armadas y nuestro watan pasará a ser conocido a partir de ahora como República Democrática de Afganistán -decía Abdul Qader-. La época de la aristocracia, el nepotismo y la desigualdad ha llegado a su fin, camaradas hamwatans. Hemos puesto fin a décadas de tiranía. El poder se encuentra ahora en manos de las masas y las gentes que aman la libertad. Se inicia una nueva y gloriosa era en la historia de nuestro país. Ha nacido un nuevo Afganistán. Os aseguramos que no tenéis nada que temer, camaradas afganos. El nuevo régimen mantendrá el máximo respeto hacia los principios islámicos y democráticos. Es un momento de júbilo y celebración.»

Rashid apagó la radio.

– ¿Y esto es bueno o es malo? -preguntó Mariam.

– Malo para los ricos, tal como lo cuentan. Tal vez no sea tan malo para nosotros.

Los pensamientos de Mariam volaron hacia Yalil. Se preguntó si los comunistas lo perseguirían también a él. ¿Lo meterían en prisión? ¿Encarcelarían a sus hijos? ¿Le arrebatarían sus negocios y propiedades?

– ¿Está caliente? -preguntó Rashid, mirando el arroz.

– Acabo de servirlo de la cazuela.

Rashid soltó un gruñido y le dijo que le acercara el plato.


***

La noche estaba iluminada por súbitos destellos rojos y amarillos. Más abajo en la misma calle, una exhausta Fariba se había incorporado en la cama y se apoyaba en los codos. Tenía los cabellos pegajosos y las gotas de sudor vacilaban al borde del labio superior. Junto a la cama, la anciana comadrona, Wayma, observaba mientras el marido y los hijos varones de Fariba pasaban el bebé de unos brazos a otros. Se maravillaban al ver los claros cabellos de la recién nacida, sus mejillas sonrosadas, los labios como capullos de rosa, y los ojos verde jade que se movían bajo los párpados hinchados. Se sonrieron unos a otros cuando oyeron la voz del bebé por primera vez, un llanto que empezó como un maullido de gato y creció con toda la fuerza de un bebé saludable. Nur dijo que sus ojos eran como gemas. Ahmad, el miembro más religioso de la familia, cantó el azan al oído de su nueva hermana y le sopló tres veces en la cara.

– ¿Será Laila, entonces? -preguntó Hakim, meciendo a su hija.

– Laila -asintió Fariba, sonriendo con cansancio-. Belleza de la noche. Es perfecto.

Rashid hizo una bola de arroz con los dedos. Se la metió en la boca y la masticó un par de veces antes de esbozar una mueca y escupirla en el sofrá.

– ¿Qué pasa? -preguntó Mariam en un tono lastimero que ella misma detestaba. Notó que se le aceleraba el corazón y se le ponía piel de gallina.

– ¿Qué pasa? -gimoteó él, imitándola-. Lo que pasa es que has vuelto a hacerlo.

– Pero lo he dejado hervir cinco minutos más de lo habitual.

– Eso es mentira.

– Te juro…

Rashid se sacudió airadamente el arroz de los dedos y apartó el plato, derramando salsa y arroz en el sofrá. Mariam lo vio salir de la sala hecho una furia, y luego oyó el portazo que dio al abandonar la casa.

Se arrodilló en el suelo y trató de recoger los granos de arroz y devolverlos al plato, pero le temblaban demasiado las manos y tuvo que esperar a que se calmaran. Sentía la opresión del miedo en el pecho. Probó a respirar hondo unas cuantas veces. Captó su pálido reflejo en la ventana de la sala en penumbra y desvió la mirada.

Entonces oyó que la puerta se abría y Rashid volvió a entrar.

– Levántate -ordenó-. Ven aquí. Levántate.

Le cogió la mano, la abrió y dejó caer un puñado de guijarros en la palma.

– Métetelos en la boca.

– ¿Qué?

– Métete eso en la boca.

– Basta, Rashid, estoy…

La fuerte mano de su marido le sujetó la mandíbula. Le metió dos dedos entre los dientes para abrírsela y luego le introdujo las frías y duras piedras. Mariam forcejeó, mascullando, pero él siguió embutiéndole guijarros, con el labio superior torcido en una mueca desdeñosa.

– Ahora mastica -ordenó.

Mariam masculló una súplica a través del puñado de guijarros y arenilla. Se le saltaban las lágrimas.

– ¡Mastica! -bramó él. El aliento a tabaco la golpeó en la cara.

Mariam masticó. Algo crujió en su boca.

– Bien -dijo Rashid. Le temblaban las mejillas-. Ahora ya sabes cómo es tu arroz. Ahora ya sabes lo que me has dado en este matrimonio. Mala comida y nada más.

Y se fue, dejando sola a su esposa, que escupía guijarros, sangre y los fragmentos de dos muelas rotas.

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