Cuarta Parte

48

Tariq tiene migrañas.

Algunas noches, Laila se despierta y lo encuentra sentado al borde de la cama, meciéndose, con la camiseta por encima de la cabeza. Las migrañas empezaron en Nasir Bag, dice, y empeoraron en prisión. A veces le producen náuseas, le dejan un ojo ciego. Dice que se siente como si le horadaran la sien con un cuchillo de carnicero, lo retorcieran lentamente en el cerebro y luego asomara por el otro lado.

– Cuando empiezan, incluso noto el regusto del metal.

A veces Laila le aplica un paño húmedo en la frente y eso lo alivia un poco. Las pequeñas píldoras blancas que le recetó el médico de Sayid también ayudan. Pese a todo ello, algunas noches Tariq no puede hacer más que sujetarse la cabeza y gemir, con los ojos enrojecidos y moqueando. Cuando él sufre así, Laila se sienta a su lado, le frota la nuca, le toma la mano y nota el frío metal de su alianza.

Se casaron el día de su llegada a Murri. Sayid pareció aliviado cuando Tariq se lo dijo. Le habría incomodado tener que abordar el delicado tema de tener una pareja viviendo en su hotel sin estar casada.

Sayid no es en absoluto como Laila lo había imaginado, rubicundo y con los ojillos como guisantes. Tiene un mostacho canoso que se atusa hasta que los extremos se levantan formando una punta, y largos cabellos grises que se peina hacia atrás. Es un hombre de hablar pausado, cortés, con un lenguaje mesurado y elegantes movimientos.

Fue Sayid quien llamó a un amigo y a un ulema para el nikka, quien se llevó al novio aparte y le dio dinero. Tariq no quería aceptarlo, pero él insistió. Tariq fue entonces al Mall y volvió con dos sencillas alianzas. Se casaron por la noche, cuando los niños ya se habían acostado.

En el espejo, bajo el velo verde que el ulema les echó sobre la cabeza, los ojos de Laila se encontraron con los de Tariq. No hubo lágrimas, ni sonrisas de boda, ni se susurraron juramentos de amor eterno. En silencio, ella contempló su imagen en el espejo, los rostros avejentados, observó las bolsas y arrugas que marcaban aquellas caras flácidas, juveniles en otro tiempo. El novio abrió la boca y se dispuso a decir algo, pero justo entonces alguien apartó el velo y Laila se quedó sin saber qué era ello.

Esa noche, se acostaron como marido y mujer, mientras los niños roncaban en sendos catres, a los pies de su cama. Laila recordaba la facilidad con que, de jóvenes, Tariq y ella llenaban los espacios con palabras, el torrente de frases atropelladas con que siempre se interrumpían mutuamente, la manera de tirarse del cuello de la ropa para dar énfasis a sus argumentos, la risa fácil, la avidez por deleitar al otro. Muchas cosas habían ocurrido desde aquellos días de la infancia, mucho era lo que debían decirse. Pero esa primera noche, la enormidad de todo aquello la dejó sin palabras. Esa noche, le bastó con estar junto a él. Le bastó con saber que estaba allí, notar el calor de su cuerpo, y acostarse a su lado con las cabezas tocándose y la mano derecha de él enlazada con su mano izquierda.

En plena noche, cuando Laila se despertó con sed, descubrió que sus manos seguían enlazadas, con la misma fuerza y ansiedad con que los niños aferran la cuerda de un globo.

A Laila le gustan las frías mañanas brumosas de Murri y sus crepúsculos deslumbrantes, y el oscuro brillo del cielo por la noche: el verde de los pinos y el suave tono marrón de las ardillas que corretean por los gruesos troncos de los árboles; los súbitos aguaceros que empujan a los compradores del Mall a salir corriendo en busca de algún toldo para resguardarse. Le agradan las tiendas de recuerdos y los hoteles para turistas, aunque los nativos se quejan porque no dejan de construirse edificios nuevos y aducen que la expansión de las infraestructuras está devorando la belleza natural de Murri. Laila no acaba de entender que la gente proteste por que se construyan edificios. En Kabul, sería motivo de celebración.

Celebra tener un cuarto de baño, no un excusado fuera de la casa, sino un cuarto de baño de verdad, con cisterna para el váter, ducha, y lavabo con dos grifos que le permiten obtener, con un simple giro de muñeca, agua caliente o fría. Le encanta que la despierten los balidos de Alyona por la mañana, y el inofensivo refunfuño de la cocinera, Adiba, que obra maravillas en la cocina.

A veces, mientras Laila observa a Tariq durmiendo y sus hijos murmuran y se mueven en sueños, se le forma un nudo en la garganta de pura gratitud, y las lágrimas afluyen a sus ojos.

Todas las mañanas, sigue a su esposo de habitación en habitación. Él lleva un juego de llaves atado al cinturón y una botella de limpiador de cristales colgando de una presilla de los téjanos. Ella acarrea un cubo lleno de trapos, desinfectante, escobilla para el váter y cera para muebles. Aziza los acompaña con la fregona en una mano y la muñeca rellena de judías que le hizo Mariam en la otra. Zalmai va tras ellos a regañadientes, siempre rezagado.

Laila pasa el aspirador, hace la cama y limpia el polvo. Mientras, Tariq limpia el lavabo y la bañera, frota el váter con la escobilla y friega el suelo de linóleo. En los estantes dispone toallas limpias, diminutos botes de champú y pastillas de jabón con olor a almendras. La niña ha reclamado para sí la tarea de limpiar las ventanas. La muñeca nunca anda lejos de donde ella trabaja.

Unos cuantos días después del nikka, Laila contó a su hija que Tariq era su verdadero padre.

Es extraño, piensa la mujer, casi perturbador, lo que ocurre entre Tariq y Aziza. La niña termina las frases que empieza su padre, y viceversa. Le tiende objetos que necesita antes de que él los pida. Se intercambian sonrisas de complicidad en la mesa, como si no fueran casi desconocidos, sino compañeros que se hubieran reencontrado tras una larga separación.

Aziza se había mirado las manos pensativamente al recibir la noticia.

– Me gusta -dijo, después de una pausa.

– Él te quiere.

– ¿Te lo ha dicho?

– No hace falta, hija.

– Cuéntame el resto, mammy. Cuéntamelo para que yo lo sepa.

Y ella se lo refirió todo.

– Tu padre es un buen hombre. Es el mejor hombre que he conocido.

– ¿Y si se va? -preguntó la niña.

– Nunca se irá. Mírame, Aziza. Tu padre no nos hará daño y no se irá nunca.

El alivio que Laila vio en la cara de su hija le partió el corazón.

Tariq ha comprado a Zalmai un caballo balancín, le ha construido un carrito. Un compañero de prisión le enseñó a hacer animales de papel, y el hombre ha cortado y doblado infinidad de hojas para convertirlas en leones y canguros, en caballos y aves de vistosos plumajes. Pero Zalmai rechaza sus obsequios sin miramientos, a veces con malevolencia.

– ¡Eres un asno! -grita-. ¡No quiero tus juguetes!

– ¡Zalmai! -exclama Laila.

– No pasa nada -dice Tariq-. Laila, no importa. Déjalo.

– ¡Tú no eres mi baba yan! ¡Mi auténtico baba yan está de viaje, y cuando vuelva te dará una paliza! ¡Y no podrás salir corriendo porque él tiene dos piernas y tú sólo una!

Por la noche, Laila aprieta la mano de Zalmai contra su pecho y recita las plegarias Babalu con él. Cuando su hijo le pregunta, repite la mentira, le dice que baba yan se ha ido y que no sabe cuándo volverá. Aborrece esta tarea, se aborrece a sí misma por engañar así a un niño. Sin embargo, sabe que se verá obligada a contar esa vergonzosa falsedad una y otra vez. Porque Zalmai preguntará, al saltar del columpio al suelo, al despertar después de una siesta. Y más tarde, cuando tenga edad suficiente para atarse los cordones de los zapatos e ir solo al colegio, tendrá que volver a contarle la mentira.

Laila sabe que las preguntas se acabarán un día. Lentamente, Zalmai ya no querrá saber por qué su padre lo ha abandonado. Ya no le parecerá divisarlo de repente, parado en un semáforo, ni lo confundirá con uno de los viejos encorvados que ve por la calle o que se sientan en las terrazas de las casas de té. Y un día, caminando a orillas de un río sinuoso, o contemplando un campo cubierto por un manto de nieve, Zalmai se dará cuenta de que la desaparición de su padre ya no es una herida abierta. Que se ha convertido en algo completamente distinto, algo más borroso e indiferente. Como un cuento popular. Algo que lo dejara perplejo.

La mujer es feliz en Murri. Pero su felicidad no es fácil. Su felicidad tiene un precio.

En sus días libres, Tariq lleva a Laila y los niños al Mall, donde hay tiendas que venden baratijas y una iglesia anglicana construida a mediados del siglo XIX. Compra kebabs de chapli picante a los vendedores ambulantes. Luego pasean entre la muchedumbre de nativos, de europeos con sus teléfonos móviles y cámaras digitales, y de gente del Punyab que acude a Murri para escapar del calor de las llanuras.

De vez en cuando, cogen el autobús que los lleva a Kashmir Point. Desde allí, Tariq les muestra el valle del río Yhelum, las lomas pobladas de pinos y las colinas boscosas, donde dice que aún es posible ver monos saltando de rama en rama. También van a Nathia Gali, a treinta kilómetros de Murri, una zona llena de arces, donde Tariq coge a Laila de la mano mientras pasean por la avenida arbolada en dirección a la Casa del Gobernador. Visitan el antiguo cementerio británico, o suben en taxi a la cima de un cerro para disfrutar de la vista del verde valle envuelto en su mortaja de niebla.

A veces, durante estas excursiones, cuando pasan por el escaparate de una tienda, Laila ve su imagen reflejada. Marido, mujer, hija, hijo. Sabe que a ojos de los desconocidos deben de parecer una familia normal, libre de secretos, mentiras y pesares.

Aziza tiene pesadillas de las que se despierta chillando. Laila ha de tumbarse con ella en su catre, enjugarle las lágrimas con la manga y tranquilizarla hasta que vuelve a dormirse.

Laila tiene sus propios sueños. En ellos siempre se encuentra de nuevo en la casa de Kabul, caminando por el pasillo, subiendo las escaleras. Está sola, pero detrás de la puerta oye el rítmico siseo de una plancha, de sábanas que se sacuden y luego se doblan. A veces oye a una mujer tarareando una vieja canción de Herat. Pero cuando entra en la habitación, descubre que está vacía. No hay nadie allí.

Estos sueños dejan a Laila muy alterada. Se despierta bañada en sudor, con los ojos llorosos. Se siente desgarrada. Todas las veces se siente desgarrada.

49

Un domingo de septiembre, Laila está acostando a Zalmai, que tiene un resfriado, para que haga la siesta, cuando Tariq irrumpe en el búngalo.

– ¿Te has enterado? -dice, un poco jadeante-. Lo han matado. A Ahmad Sha Massud. Está muerto.

– ¿Qué?

Tariq le cuenta lo que sabe desde el umbral.

– Dicen que concedió una entrevista a dos periodistas que afirmaban ser belgas oriundos de Marruecos. Mientras hablaban, detonaron una bomba que llevaban oculta en la cámara. El artefacto mató a Massud y a uno de los periodistas. Al otro le dispararon cuando trataba de huir. Por lo visto los periodistas eran hombres de Al Qaeda.

Laila piensa en el póster que su madre había colgado en la pared de su dormitorio. En él aparecía Massud inclinado hacia delante, enarcando una ceja y con expresión concentrada, como si escuchara a alguien respetuosamente. Recuerda lo agradecida que estaba su madre porque Massud había rezado una oración junto a la tumba de sus hijos, y cómo se lo había contado a todo el mundo. Incluso después de que estallara la guerra entre la facción de Massud y las otras, su madre se había negado a censurarlo. «Es un buen hombre -decía-. Sólo busca la paz. Quiere reconstruir Afganistán. Pero los demás no lo dejan. Simplemente no quieren que lo haga.» Para su madre, incluso al final, incluso después de que todo se hubiera ido al traste y Kabul estuviera en ruinas, Massud seguía siendo el León de Panyshir.

Ella no es tan indulgente. El violento fin de Massud no le causa alegría, pero recuerda demasiado bien los barrios arrasados, los cadáveres que se sacaban de debajo de los escombros, las manos y los pies infantiles que se encontraban en las azoteas o las ramas altas de algún árbol días después del funeral. Evoca con excesiva claridad la expresión de su madre momentos antes de que cayera el cohete, y por mucho que ha tratado de olvidarlo, recuerda el torso decapitado de su padre aterrizando cerca de ella, con el puente estampado en su camiseta asomando por entre la densa humareda y la sangre.

– Se le va a hacer un funeral -dice Tariq-. Estoy convencido. Seguramente en Rawalpindi. Será digno de verse.

Zalmai, que casi se había dormido, se incorpora, frotándose los ojos con los puños.

Dos días más tarde, están limpiando una habitación cuando oyen un gran alboroto. Tariq deja caer la fregona y sale corriendo. Laila lo sigue.

El ruido procede del vestíbulo del hotel. A la derecha de la recepción hay un salón con varias sillas y dos sofás tapizados de ante beige. En el rincón se encuentra un televisor, frente a los sofás, y Sayid, el portero y varios huéspedes se han congregado en torno a él.

Laila y Tariq se abren paso.

Han sintonizado la BBC. En la pantalla aparece un edificio, una torre, de cuyas plantas superiores se eleva una enorme columna de humo negro. Tariq dice algo a Sayid, y mientras éste le responde, por la esquina de la pantalla surge un avión que se estrella contra la torre contigua y estalla en una bola de fuego que empequeñece cualquier otra que Laila haya podido ver. De la multitud apiñada en el vestíbulo surge un grito colectivo.

En menos de dos horas las dos torres se desploman.

Pronto todas las cadenas de televisión hablan sobre Afganistán, los talibanes y Osama bin Laden.


***

– ¿Has oído lo que decían los talibanes sobre Bin Laden? -pregunta Tariq.

Aziza está sentada en la cama frente a él, observando el tablero con aire pensativo. Tariq le ha enseñado a jugar al ajedrez. La pequeña frunce el ceño y se da golpecitos en el labio inferior, imitando el lenguaje corporal de su padre cuando está decidiendo su siguiente movimiento.

Zalmai se encuentra un poco mejor del resfriado. Duerme, y Laila le frota el pecho con Vicks.

– Lo he oído -asiente.

Los talibanes han anunciado que no entregarán a Bin Laden porque es un mehman, un huésped, al que han dado refugio en Afganistán, y que va en contra del código ético Pashtunwali entregar a un huésped. Tariq ríe amargamente y Laila comprende que le repugna que tergiversen así una honorable tradición pastún, que falseen de tal forma las costumbres de su pueblo.

Unos cuantos días después del ataque, Laila y Tariq están de nuevo en el vestíbulo del hotel. En la pantalla del televisor, habla George W. Bush. A su espalda hay una gran bandera americana. En cierto momento, se le quiebra la voz y Laila cree que va a echarse a llorar.

Sayid, que sabe inglés, les explica que Bush acaba de declarar la guerra.

– ¿Contra quién? -pregunta Tariq.

– Contra tu país, para empezar.

– Puede que no sea tan malo -dice él.

Acaban de hacer el amor. Tariq está tumbado junto a ella con la cabeza apoyada en su pecho y el brazo rodeándole el vientre. Las primeras veces que lo intentaban, tenían problemas. Él no hacía más que disculparse y Laila no hacía más que tranquilizarlo. Aún tienen problemas, pero no son físicos, sino logísticos. La casita que comparten con los niños es pequeña. Los pequeños duermen en catres, justo al lado, de modo que el matrimonio no disfruta de mucha intimidad. La mayoría de las veces, Laila y Tariq hacen el amor en silencio, con pasión muda, controlada, completamente vestidos bajo la manta por si los interrumpen los niños. Siempre se preocupan por el ruido de las sábanas y el crujido de los muelles. Pero ella sobrelleva de buen grado todos esos temores, con tal de estar junto a Tariq. Cuando hacen el amor, Laila se siente apoyada, protegida. Se disipan sus temores de que esa nueva vida sea sólo una bendición temporal, de que pronto se haga nuevamente pedazos. Desaparece el miedo a la separación.

– ¿A qué te refieres? -pregunta.

– A lo que ocurre en Afganistán. Tal vez no resulte tan malo, después de todo.

En su tierra vuelven a caer las bombas, esta vez americanas. Todos los días Laila ve imágenes de guerra en la televisión, mientras cambia las sábanas y pasa la aspiradora. Los americanos han armado a los cabecillas militares una vez más y han conseguido ayuda de la OTAN para expulsar a los talibanes y encontrar a Bin Laden.

Pero las palabras de Tariq hieren a Laila, y le aparta la cabeza del pecho bruscamente.

– ¿Que no será tan malo? ¿La muerte de mujeres, niños y ancianos? ¿La destrucción de sus hogares, de nuevo? ¿Que no será tan malo?

– Shhh. Despertarás a los niños.

– ¿Cómo puedes decir eso después del supuesto error de Karam? -le espeta ella-. ¡Un centenar de inocentes! ¡Tú mismo viste los cadáveres!

– No -aduce Tariq. Se incorpora, apoyándose en un codo, y mira a Laila-. Me has entendido mal. Lo que quería decir…

– Tú no sabes lo que es -insiste Laila. Se percata de que está alzando la voz, de que están teniendo su primera riña conyugal-. Tú te fuiste cuando los muyahidines empezaron a luchar entre ellos, ¿recuerdas? Yo me quedé. Yo conozco la guerra. Perdí a mis padres por culpa de la guerra. Mis padres, Tariq. ¿Y ahora tengo que oírte decir que la guerra no es tan mala?

– Lo siento, Laila. Lo siento. -Tariq le toma la cara entre las manos-. Tienes razón. Perdóname. Lo que quería decir es que al final de la guerra quizá haya una esperanza, que quizá por primera vez en mucho tiempo…

– No quiero seguir hablando de esto -lo interrumpe Laila, sorprendida por cómo ha arremetido contra su marido.

Sabe que no ha sido justa con él -¿acaso la guerra no se llevó también a sus padres?-, y su encendida reacción empieza ya a apagarse. Tariq sigue hablando dulcemente, y cuando intenta atraerla hacia sí, ella se lo permite. Tariq le besa la mano y luego la frente, sin hallar resistencia. Laila sabe que seguramente tiene razón. Sabe a qué se refería. Tal vez todo esto sea necesario. Tal vez sea cierto que habrá una esperanza cuando las bombas de Bush dejen de caer. Pero no puede decirlo en voz alta, porque la tragedia de sus padres se está repitiendo para otras personas en Afganistán, porque algún niño desprevenido que volvía a casa acaba de quedarse huérfano por culpa de un misil, igual que le ocurrió a ella. No, Laila no puede expresarlo en voz alta. Es difícil alegrarse de eso. Le parece hipócrita, perverso.

Esa noche Zalmai se despierta tosiendo. Antes de que Laila pueda moverse, Tariq se levanta. Se coloca la prótesis, se acerca al niño y lo toma en brazos. Desde la cama, Laila observa la forma de Tariq moviéndose en la oscuridad, meciendo al pequeño. Ve el contorno de la cabeza de Zalmai sobre su hombro, las manos del niño enlazadas en el cuello de Tariq y los piececitos colgando junto a su cadera.

Cuando el niño vuelve a la cama, ninguno de los dos dice nada. Laila le toca la cara. Él tiene las mejillas húmedas.

50

La vida en Murri transcurre cómoda y tranquila para Laila. El trabajo no es pesado, y en los días libres, Tariq y ella llevan a los niños a montar en el telesilla hasta lo alto de la colina Patriata, o a Pindi Point, desde donde se divisa Islamabad y, los días especialmente despejados, incluso el centro de Rawalpindi. Allí, extienden una manta sobre la hierba, comen bocadillos de albóndigas con pepinos y beben ginger ale frío.

Es una buena vida, se dice Laila, por la que ha de estar agradecida. Es, de hecho, la clase de vida con la que soñaba cuando padecía los peores momentos con Rashid. Todos los días Laila se lo recuerda a sí misma.

Una cálida noche de julio de 2002, Tariq y ella están tumbados en la cama, hablando en voz baja sobre todos los cambios que se han producido en Afganistán. Han sido muchos. Las fuerzas de la coalición han expulsado a los talibanes de todas las ciudades importantes, obligándolos a cruzar la frontera con Pakistán y a refugiarse en las montañas del sur y el este de Afganistán. Se ha enviado a Kabul la ISAF, una fuerza internacional de pacificación. El país tiene ahora un presidente interino, Hamid Karzai.

Laila decide que ha llegado el momento de decírselo a Tariq.

Hace un año, no habría vacilado en dar un brazo por salir de Kabul. Pero en los últimos meses ha empezado a echar de menos la ciudad de su infancia. Añora el bullicio del bazar Shor, los jardines de Babur, la voz de los aguadores que acarrean sus pellejos de piel de cabra. Se acuerda de los vendedores de ropa de la calle del Pollo y sus regateos, y los vendedores ambulantes de melones de Karté Parwan.

Pero no es sólo la nostalgia del hogar lo que le trae el recuerdo de Kabul. Es la inquietud lo que la consume. Oye decir que se están construyendo escuelas, se están reparando las carreteras, que las mujeres vuelven al trabajo, y a pesar de que su vida en Murri es muy agradable y de que se siente muy agradecida por ella, le parece… insuficiente. Intrascendente. Peor aún, desperdiciada. Últimamente, ha empezado a oír la voz de babi resonando en su cabeza. «Puedes llegar a ser lo que tú quieras, Laila -dice-. Lo sé. Y también sé que, cuando esta guerra termine, Afganistán te necesitará.»

Laila oye asimismo la voz de mammy, recuerda aquella frase suya tan significativa: «Quiero ver el sueño de mis hijos convertido en realidad. Quiero estar aquí cuando eso ocurra, cuando Afganistán sea libre, porque así también mis hijos lo verán. Yo seré sus ojos.» Ahora Laila desea regresar a Kabul por sus padres, para que ellos lo vean a través de sus ojos.

Pero sobre todo, lo que mueve a Laila es el recuerdo de Mariam. ¿Para esto murió?, se pregunta. ¿Se sacrificó para que Laila fuera camarera de un hotel en un país extranjero? Tal vez a Mariam no le importaría mientras ella y los niños fueran felices y estuvieran a salvo, pero a Laila sí que le importa. De repente, le importa muchísimo.

– Quiero volver -dice.

Tariq se incorpora en la cama y la mira.

Laila se sorprende de nuevo de lo atractivo que es, de la curva perfecta de su frente, de los esbeltos músculos de sus brazos, de sus ojos reflexivos e inteligentes. Ha transcurrido un año y todavía hay ocasiones en las que Laila apenas puede creer que hayan vuelto a encontrarse, que él esté realmente a su lado, que sea su marido.

– ¿Volver? ¿A Kabul?

– Sólo si tú también lo deseas.

– ¿No eres feliz aquí? Pareces contenta. Los niños también.

Laila se incorpora. Tariq se mueve para hacerle sitio.

– Soy feliz -afirma Laila-. Por supuesto que sí. Pero… ¿adónde nos conducirá esto, Tariq? ¿Cuánto tiempo nos quedaremos? Éste no es nuestro hogar. Nuestro hogar está en Kabul, y allí están ocurriendo muchas cosas buenas. Me gustaría formar parte de todo eso, hacer algo, contribuir. ¿Lo entiendes?

Él asiente despacio.

– ¿Es eso lo que quieres, pues? ¿Estás convencida?

– Sí, estoy segura. Pero hay algo más. Siento que he de volver. Ya no me parece bien seguir aquí.

Tariq se contempla las manos y luego vuelve a mirarla.

– Pero sólo si tú también lo deseas, sólo así -repite Laila.

Su marido sonríe. Se borran las arrugas de su frente y, por un momento, vuelve a ser el Tariq de antaño, el que no padecía migrañas y que en una ocasión había dicho que en Siberia los mocos se helaban antes de caer al suelo. Tal vez son imaginaciones suyas, pero Laila diría que últimamente cada vez son más frecuentes esas reapariciones del antiguo Tariq.

– ¿Yo? -replica él-. Te seguiría al fin del mundo, Laila.

Ella lo atrae hacia sí y lo besa en los labios. Tiene la impresión de que jamás lo ha amado tanto como en ese momento.

– Gracias -murmura, con la frente apoyada en la de Tariq.

– Regresemos a casa.

– Pero primero, quiero ir a Herat -añade ella.

– ¿A Herat?

Laila se explica.

Los niños necesitan que los tranquilicen, cada uno a su manera. Laila tiene que sentarse junto a una alterada Aziza, que aún sufre pesadillas, que se echó a llorar del susto hace una semana, cuando alguien disparó al aire en una celebración de boda cercana. La madre tiene que explicar a la niña que, cuando regresen a Kabul, los talibanes ya no estarán allí, que no habrá combates, y que no la enviarán de vuelta al orfanato.

– Viviremos todos juntos. Tu padre, Zalmai y yo, y tú también, Aziza. Nunca más tendrás que separarte de mí, te lo prometo. -Laila sonríe a su hija-. Hasta el día que tú quieras, claro está. Cuando te enamores de algún joven y quieras casarte con él.

El día que abandonan Murri, Zalmai está inconsolable. Se aferra al cuello de Alyona y se niega a soltarla.

– No consigo separarlo de ella, mammy -se lamenta Aziza.

– Zalmai, no podemos llevar una cabra en el autobús -vuelve a explicarle Laila.

Pero el niño sigue agarrándola, hasta que Tariq se arrodilla a su lado y le promete que en Kabul le comprará una cabra igualita que Alyona.

Hay lágrimas también en la despedida de Sayid. Para darles buena suerte, Sayid sujeta el Corán en el umbral para que Tariq, Laila y los niños lo besen tres veces, y luego lo sostiene en alto para que pasen por debajo. Sayid ayuda a Tariq a cargar las dos maletas en el portaequipajes del coche y luego los acompaña a la estación, donde se queda agitando la mano cuando el autobús se aleja con un petardeo.

Laila se recuesta en el asiento y observa la figura de Sayid, cada vez más lejana, por la ventanilla posterior. En su cabeza resuena una vocecita que expresa sus dudas y recelos. Se pregunta si no estarán cometiendo una locura al abandonar la seguridad de Murri para volver al país donde han perecido sus padres y hermanos, y donde el humo de las bombas apenas se ha disipado.

Y luego, de los oscuros recovecos de su memoria, surge el recuerdo de dos versos, la oda de despedida de babi dedicada a Kabul:

Eran incontables las lunas que brillaban sobre sus azoteas,

o los mil soles espléndidos que se ocultaban tras sus muros.

Laila parpadea para contener las lágrimas. Kabul los aguarda. Los necesita. Al volver a casa, están haciendo lo correcto. Pero primero tiene por delante una última despedida.

Las guerras de Afganistán han destruido las carreteras que conectan Kabul, Herat y Kandahar. Ahora la forma más sencilla de llegar a Herat es a través de Mashad, en Irán. Laila y su familia pasan la noche en un hotel de esa ciudad iraní, y por la mañana se suben a otro autobús.

Mashad es una ciudad llena de gente, ruidosa. Laila contempla los parques, mezquitas y restaurantes chelo kebab que el autobús va dejando atrás. Cuando pasan por delante del santuario consagrado al imán Reza, el octavo imán chií, Laila estira el cuello para ver mejor los azulejos relucientes, los minaretes, la magnífica cúpula dorada, todo ello cuidado con esmero y amor. Piensa entonces en los budas de su país, convertidos ahora en polvo que el viento lleva por el valle Bamiyán.

El viaje en autobús hasta la frontera dura casi diez horas. El terreno se vuelve más desolado, más árido, a medida que se acercan a Afganistán. Poco antes de cruzar, pasan junto a un campamento de refugiados afganos. Para Laila, no es más que un borrón de polvo amarillo, tiendas negras y alguna que otra estructura hecha de chapas de acero. Ella alarga la mano para apretar la de Tariq.

En Herat, la mayoría de las calles están asfaltadas y flanqueadas de pinos fragantes. Hay parques municipales, bibliotecas en construcción, jardines bien cuidados y edificios recién pintados. Los semáforos funcionan, y lo que más sorprende a Laila es que haya luz eléctrica de forma regular. Ha oído decir que el cabecilla militar de Herat, Ismail Jan, un señor feudal, ha ayudado a reconstruir la ciudad con las considerables tasas aduaneras que recauda en la frontera con Irán, dinero que Kabul afirma que no le pertenece a él, sino al Gobierno central. La voz del taxista que los lleva al hotel Muwaffaq tiene un tono reverente y temeroso cuando pronuncia el nombre de Ismail Jan.

La estancia de dos noches en el Muwaffaq les costará casi una quinta parte de sus ahorros, pero el viaje desde Mashad ha sido largo y pesado, y los niños están agotados. Cuando Tariq recoge la llave en recepción, el anciano que les atiende le comenta que el Muwaffaq es muy popular entre los periodistas y los trabajadores de las ONG.

– Bin Laden durmió aquí una noche -alardea.

La habitación tiene dos camas y cuarto de baño con agua corriente fría. En la pared, entre las dos camas, cuelga un retrato del poeta Jaya Abdulá Ansary. Desde la ventana se ve una calle muy transitada y un parque con senderos de ladrillos de color pastel, bordeados de espesos macizos de flores. Los niños se han acostumbrado a ver la televisión y sufren un desengaño al ver que en la habitación no hay aparato. De todas formas, se duermen enseguida. También los mayores caen rendidos al poco rato. Laila duerme profundamente en brazos de Tariq. Sólo se despierta una vez durante la noche a causa de un sueño que luego no puede recordar.

A la mañana siguiente, después de desayunar té, pan recién hecho, mermelada de membrillo y huevos pasados por agua, Tariq va en busca de un taxi para Laila.

– ¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? -pregunta, llevando a Aziza de la mano. Zalmai no le da la mano, pero está pegado a él, con un hombro apoyado en su cadera.

– Sí.

– Me preocupa.

– No pasará nada -lo tranquiliza Laila-. Te lo prometo. Lleva a los niños a un bazar. Cómprales algo.

Zalmai se echa a llorar al ver que el taxi se aleja, y cuando Laila vuelve la cabeza, lo ve alzando los brazos para que Tariq lo coja. Zalmai está empezando a aceptar a su nuevo padre, y para Laila es un alivio, pero también le parte el corazón.

– No eres de Herat -dice el taxista.

Los negros cabellos le llegan hasta los hombros -Laila ha comprobado que es una forma de desafío habitual hacia los expulsados talibanes-, y tiene una cicatriz que le corta el lado derecho del bigote. En el parabrisas lleva una foto pegada. Es de una muchacha con las mejillas sonrosadas y el pelo recogido en dos trenzas.

Laila le dice que ha estado viviendo en Pakistán durante un año, pero que ahora regresa a Kabul.

– A Dé Mazang.

Por la ventanilla, Laila ve herreros que sueldan asas de latón a sus correspondientes jarras, y fabricantes de sillas de montar que extienden cueros de animales para que se sequen al sol.

– ¿Hace mucho que vives aquí, hermano? -pregunta.

– Oh, toda la vida. Nací aquí. Lo he visto todo. ¿Recuerdas el alzamiento?

Laila asiente, pero él lo explica de todos modos.

– Fue en marzo de mil novecientos setenta y nueve, unos nueve meses antes de que nos invadieran los soviéticos. Unos cuantos heratíes furiosos mataron a unos asesores soviéticos, así que éstos enviaron tanques y helicópteros a machacarnos. Estuvieron bombardeando la ciudad durante tres días, hamshira. Derribaron edificios, destruyeron uno de los minaretes, mataron a miles de personas. Miles. Yo perdí a dos hermanas durante esos tres días. La pequeña sólo tenía doce años. -El taxista da unos golpecitos sobre la foto del parabrisas-. Es ella.

– Lo siento -dice Laila, y le parece casi increíble que la vida de todos los afganos esté marcada por la muerte y un sufrimiento inimaginable. Y, sin embargo, también ve que la gente encuentra el modo de sobrevivir y seguir adelante. Laila piensa en su propia existencia y en todo lo que le ha ocurrido, y le asombra que también ella haya sobrevivido, que siga en este mundo, sentada en un taxi, escuchando la historia de ese hombre.

La aldea de Gul Daman consta de unas cuantas casas cercadas por tapias y rodeadas de kolbas hechos de paja y adobe. Laila ve mujeres de rostro curtido por el sol cocinando a la puerta de los kolbas, con el rostro sudoroso por el vapor que desprenden las grandes ollas negras colocadas sobre fogatas. Las mulas comen en los pesebres. Los niños que perseguían a las gallinas acaban corriendo detrás del taxi. Laila ve hombres que empujan carretillas llenas de piedras y que se detienen a observar el paso del taxi. El conductor gira al llegar a un cementerio con un deteriorado mausoleo en el centro y explica a Laila que ahí yace un sufí de la aldea.

También hay un molino de viento. Tres niños pequeños juegan con el barro a la sombra de sus inmóviles aspas oxidadas. El taxista se detiene junto a ellos y saca la cabeza por la ventanilla. El niño que parece mayor le contesta, señalando una casa de más adelante. El taxista le da las gracias y vuelve a emprender la marcha.

Aparca frente a una casa de una planta rodeada por una tapia. Laila ve la copa de las higueras que asoman sobre el muro, con algunas ramas colgando por encima.

– No tardaré -le dice al taxista.

Le abre la puerta un hombre de mediana edad, bajo, delgado y de cabellos rojizos. En la barba tiene dos mechones grises paralelos. Lleva un chapan sobre el pirhan-tumban. Se saludan.

– ¿Es ésta la casa del ulema Faizulá? -pregunta Laila.

– Sí. Yo soy su hijo Hamza. ¿Qué puedo hacer por ti, hamshire?

– He venido por una vieja amiga de tu padre, Mariam.

El hombre parpadea con expresión perpleja.

– Mariam…

– La hija de Yalil Jan.

Hamza vuelve a parpadear. Luego se lleva la mano a la mejilla y su rostro se ilumina con una sonrisa que pone al descubierto una dentadura en la que faltan piezas y otras están podridas.

– ¡Oh! -exclama, alargando el sonido como si dejara escapar el aire-. ¡Mariam! ¿Eres su hija? ¿Está…? -El hombre estira el cuello para mirar detrás de Laila, buscando a Mariam con emoción-. ¿Está aquí? ¡Hace tanto tiempo! ¿Ha venido Mariam?

– Lo siento: ha muerto.

La sonrisa se borra del rostro de Hamza.

Así se quedan los dos, inmóviles en la puerta, Hamza mirando al suelo. Se oye el rebuzno de un burro.

– Pasa -dice Hamza, abriendo la puerta de par en par-. Por favor, entra.


***

Se sientan en el suelo de una habitación escasamente amueblada. Hay una alfombra típica de Herat, cojines bordados con cuentas y una foto enmarcada de La Meca colgada de la pared. Se sientan junto a la ventana abierta, a ambos lados de un rectángulo de luz. Laila oye voces femeninas que susurran en otra habitación. Un niño descalzo deposita en el suelo una bandeja con té verde y turrón gaaz de pistachos. Hamza lo señala con la cabeza.

– Mi hijo.

El niño se va sin decir nada.

– Cuéntame -indica el hombre en tono cansado.

Laila se lo relata todo. Tarda más de lo que pensaba. Hacia el final de la historia, tiene que esforzarse para no perder la compostura. Aunque ha pasado un año, sigue resultándole muy doloroso hablar de Mariam.

Cuando termina, Hamza guarda silencio durante un buen rato. Lentamente hacer girar la taza de té en el plato, primero hacia un lado, luego hacia el otro.

– Mi padre, que en paz descanse, la quería mucho -dice finalmente-. Fue él quien le cantó el azan en el oído cuando nació. La visitaba todas las semanas sin falta. A veces me llevaba con él. Era su tutor, sí, pero también su amigo. Mi padre era un hombre muy caritativo. Se le partió el corazón cuando Yalil Jan la dio en matrimonio.

– Siento mucho la muerte de tu padre. Que Alá perdone sus pecados.

Hamza agradece sus palabras con una inclinación de cabeza.

– Murió siendo muy anciano. De hecho, sobrevivió a Yalil Jan. Lo enterramos en el cementerio de la aldea, no lejos de donde descansa la madre de Mariam. Mi padre era un hombre muy bueno, que merecía el paraíso.

Laila bebe un poco de té.

– ¿Puedo preguntarte una cosa? -dice luego.

– Por supuesto.

– ¿Podrías mostrarme dónde vivía Mariam? -dice Laila-. ¿Podrías llevarme hasta allí?


***

El taxista acepta esperar un poco más.

Hamza y Laila salen de la aldea y bajan por la carretera que conecta Gul Daman con Herat. Al cabo de unos quince minutos, Hamza señala una angosta abertura en la alta hierba que bordea la carretera.

– Se va por ahí -dice-. Hay un sendero.

El camino es agreste, tortuoso, y apenas se intuye entre la vegetación y la maleza. Mientras Laila avanza con Hamza por la sinuosa vereda, la alta hierba agitada por el viento le azota las pantorrillas. A ambos lados crecen las flores silvestres que se inclinan a merced de la brisa, algunas altas y con pétalos redondos, otras bajas y con las hojas en forma de abanico, en un caleidoscopio de colores. Aquí y allá, asoman los ranúnculos por entre pequeños arbustos. Laila oye el chillido de las golondrinas en el cielo y el canto de las cigarras a sus pies.

El sendero se prolonga durante más de doscientos metros hasta que el suelo se nivela y llegan a un terreno más llano. Allí se detienen para recobrar el aliento. Laila se seca la frente con la manga y espanta una nube de mosquitos que vuelan delante de su cara. Desde allí se divisa el contorno de las montañas sobre la línea del horizonte, unos cuantos álamos y diversos arbustos silvestres cuyo nombre desconoce.

– Antes por aquí pasaba un arroyo -comenta Hamza, jadeando un poco-. Pero hace mucho que se secó.

El hombre le indica que cruce el lecho seco y que siga caminando en dirección a las montañas.

– Yo te espero aquí -dice, sentándose en una piedra, bajo un álamo-. Ve tú.

– Yo no…

– No te preocupes. Tómate tu tiempo. Ve, hamshiré.

Laila le da las gracias. Cruza el cauce, saltando de piedra en piedra, entre botellas de refrescos rotas, latas oxidadas y un recipiente metálico con tapa de zinc, cubierto de moho y semienterrado.

Toma el camino en dirección a las montañas, en dirección a los sauces que divisa a lo lejos, con sus largas y lánguidas ramas mecidas por las ráfagas de viento. El corazón le palpita con fuerza en el pecho. Ve que los sauces están dispuestos tal como le había contado Mariam, en círculo y con un claro en el centro. Laila aprieta el paso, casi echa a correr. Mira por encima del hombro y ve que Hamza no es más que una figura diminuta y que su chapan ha quedado reducido a una mancha de color sobre el fondo pardo de las cortezas de los árboles. Tropieza con una piedra y está a punto de caer, pero recupera el equilibrio. Recorre deprisa el resto del camino, subiéndose las perneras de los pantalones. Cuando llega a los sauces está sin aliento.

El kolba sigue allí.

Al acercarse, Laila ve que la única ventana carece de cristal y que la puerta ha desaparecido. Mariam le había descrito un gallinero, un tandur y también un excusado de madera, pero ella no los ve por ninguna parte. Se detiene ante la entrada. Oye el zumbido de las moscas en el interior del kolba.

Para pasar, tiene que esquivar una gran telaraña que se agita, temblorosa. Dentro reina la penumbra y Laila tiene que esperar unos instantes para que sus ojos se adapten. Entonces ve que el espacio es aún más pequeño de lo que había imaginado. Del suelo de madera sólo queda una única tabla podrida y astillada; supone que el resto lo habrá arrancado alguien para hacer leña. Ahora el suelo está cubierto por una alfombra de hojas secas, botellas rotas, envoltorios de chicles, viejas colillas amarillentas y setas. Pero sobre todo hay hierbajos, algunos raquíticos, mientras que otros crecen con descaro hasta mitad de pared.

Quince años, piensa Laila. Quince años en este lugar.

Laila se sienta con la espalda apoyada en la pared. Oye el silbido del viento entre los sauces. En el techo hay más telarañas. Alguien ha pintado algo en la pared con un spray, pero la mayor parte se ha borrado y Laila no consigue descifrarlo. Luego se da cuenta de que está escrito en ruso. Hay un nido vacío en un rincón y un murciélago colgando boca abajo en otro, justo donde la pared se junta con el techo.

Laila cierra los ojos y permanece inmóvil.

En Pakistán, a veces le resultaba difícil recordar los detalles del rostro de Mariam. Había veces en que sus facciones se le escapaban, igual que ocurre con una palabra esquiva que no acaba de venir a la memoria. Pero aquí, en este lugar, resulta fácil ver la imagen de Mariam: el suave brillo de su mirada, el largo mentón, la piel áspera de su cuello, la sonrisa con los labios apretados. Aquí Laila puede volver a apoyar la mejilla en su cálido regazo, nota el balanceo de Mariam mientras ésta le recita versículos del Corán, y cómo la vibración de las palabras recorre el cuerpo de la mujer y se transmite a sus oídos a través de las rodillas.

De repente, los hierbajos empiezan a desaparecer, como si algo tirara de las raíces bajo la tierra. Bajan y bajan hasta que el suelo engulle hasta la última hoja espinosa. Las telarañas se deshacen mágicamente. El nido se desmonta, las ramitas se sueltan una por una y salen volando del kolba girando sobre sí mismas. Un borrador invisible elimina la pintada rusa de la pared.

Las tablas del suelo han vuelto a su sitio. Laila ve ahora un par de catres, una mesa de madera, dos sillas, una estufa de hierro forjado en el rincón, estantes en las paredes, y en ellos cacharros de barro, una tetera renegrida, tazas y cucharitas. Oye las gallinas que cacarean en el corral y el rumor distante del agua del arroyo.

La niña Mariam está sentada a la mesa, haciendo una muñeca a la luz de una lámpara de aceite. Tararea una melodía. Tiene el cutis terso e inmaculado, los cabellos limpios y peinados hacia atrás. Conserva todos los dientes.

Laila contempla a la pequeña, que cose mechones de hilo en la cabeza de su muñeca. En unos cuantos años, la niña se habrá convertido en una mujer que no exigirá grandes cosas de la vida, que jamás supondrá una carga para nadie, que jamás revelará que también ella tiene penas y decepciones, y sueños que han sido ridiculizados. Será una mujer resistente, fuerte como una roca en un río, sin quejarse, sin que las aguas turbulentas consigan enturbiar su gentileza, sino meramente conferirle forma. Laila descubre algo en los ojos de esta niña, algo muy profundo que ni Rashid ni los talibanes conseguirán quebrar. Algo tan duro y resistente como un bloque de piedra caliza. Algo que, al final, será su perdición y la salvación de Laila.

La pequeña levanta la cabeza. Deja la muñeca sobre la mesa. Sonríe.

«¿Laila yo?»

Laila abre los ojos de pronto. Suelta una exclamación ahogada y salta hacia delante como un resorte. Asusta al murciélago, cuyas alas, al volar de un lado a otro del kolba, asemejan las hojas de un libro. Finalmente el animal sale volando por la ventana.

Laila se pone en pie y se sacude las hojas secas de los pantalones. Sale del kolba. Fuera, la luz ha cambiado un poco. Sopla el viento, ondulando la hierba y arrancando sonidos de las ramas de los sauces.

Antes de abandonar el claro, Laila echa una última mirada al kolba donde Mariam durmió, comió, soñó y contuvo el aliento mientras esperaba a Yalil. Sobre las paredes combadas, los sauces proyectan sombras huidizas que varían con cada ráfaga de viento. Un cuervo se ha posado sobre el tejado plano. Picotea alguna cosa, grazna, levanta el vuelo.

– Adiós, Mariam.

Y después, sin darse cuenta de que está llorando, Laila echa a correr.

Encuentra a Hamza sentado aún en la piedra. Él se levanta al verla llegar.

– Volvamos -dice. Luego añade-: Tengo que darte una cosa.

Laila espera a Hamza en el jardín, junto a la puerta. El niño que les ha servido el té antes la contempla desde debajo de una higuera, con una gallina entre las manos. Laila divisa dos rostros, de una vieja y una joven con yihabs, observándola recatadamente desde una ventana.

La puerta de la casa se abre y sale el dueño con una caja, que entrega a Laila.

– Yalil Jan le dio esto a mi padre un mes antes de morir -explica-, y le rogó que lo conservara hasta que Mariam viniera a buscarlo. Mi padre lo tuvo durante dos años. Luego, justo antes de fallecer, me lo dio a mí y me pidió que lo guardara. Pero ella… ya sabes, nunca vino.

Laila observa la pequeña caja ovalada de hojalata. Parece una vieja caja de chocolatinas. Es de color verde oliva, y tiene descoloridas volutas doradas alrededor de la tapa con bisagras. Los lados están un poco oxidados y tiene dos pequeñas melladuras por delante, en el borde de la tapa. Laila intenta levantar la tapa, pero el cierre no cede.

– ¿Qué hay dentro? -pregunta.

Hamza le pone una nave en la palma de la mano.

– Mi padre nunca la abrió. Y yo tampoco. Supongo que era voluntad de Alá que la abrieras tú.

Laila regresa al hotel. Tariq y los niños aún no han llegado.

Ella se sienta en la cama con la caja sobre las rodillas. Por una parte, piensa en dejarla tal como está para conservar así el secreto de Yalil. Pero al final la curiosidad es más poderosa. Mete la llave en el cierre. Tras alguna que otra sacudida, finalmente consigue abrirlo.

En el interior, encuentra tres cosas: un sobre, un saquito de arpillera y una cinta de vídeo.

Laila saca la película y baja a la recepción. El anciano recepcionista que les dio la bienvenida la víspera le indica que en el hotel hay un único reproductor de vídeo, en la suite principal. La habitación está desocupada en ese momento, y el recepcionista accede a acompañarla, dejando la recepción a cargo de un joven con bigote y traje, que habla por un teléfono móvil.

El anciano conduce a Laila hasta el segundo piso y luego hasta la puerta del final de un largo pasillo. Abre la puerta con llave y hace pasar a Laila. El televisor está en el rincón. Laila no ve nada más.

Enciende el aparato y también el reproductor de vídeo. Mete la cinta y pulsa el botón correspondiente. Durante unos instantes no se ve nada, y Laila empieza a preguntarse por qué Yalil se molestaría en entregar una cinta virgen a Mariam. Pero entonces se oye una melodía y empiezan a aparecer imágenes en la pantalla.

Laila frunce el ceño. Sigue mirando la cinta durante un par de minutos. Luego detiene la reproducción, aprieta el botón de avance rápido y vuelve a ponerlo en marcha. Las imágenes corresponden a lo mismo.

El anciano la mira socarronamente.

La película es Pinocho, de Walt Disney. Laila no entiende nada.

Tariq y los niños vuelven al hotel poco después de las seis. Aziza corre hacia su madre y le enseña los pendientes que le ha comprado su padre, de plata y con una mariposa esmaltada. Zalmai lleva en la mano un delfín hinchable que suena cuando se le aprieta el hocico.

– ¿Cómo estás? -pregunta Tariq, rodeando a Laila con el brazo.

– Bien. Luego te cuento.

Se dirigen a un restaurante de kebabs, no lejos del hotel. Es un local pequeño, con pegajosos manteles de plástico, ruidoso y lleno de humo. Pero el cordero es tierno y el pan está caliente. Después dan un paseo. En un quiosco de la calle, Tariq compra helado de agua de rosas para los niños y se lo comen sentados en un banco, con las montañas a su espalda, recortadas sobre el rojo escarlata del atardecer. El aire, cálido, está perfumado con la fragancia de los cedros.

Laila ha abierto la carta en la habitación después de ver la cinta de vídeo en la suite. La carta estaba escrita a mano con tinta azul, en una papel amarillo pautado.

Decía así:


13 de mayo de 1987

Mi querida Mariam:

Rezo para que goces de buena salud cuando recibas esta carta.

Como ya sabes, fui a Kabul hace un mes para hablar contigo, pero tú no quisiste recibirme. Fue una decepción, pero no te culpo de nada. Yo en tu lugar tal vez habría hecho lo mismo. Perdí el privilegio de tu cortesía hace mucho tiempo, y de eso sólo yo tengo la culpa. Pero si estás leyendo estas líneas, es que también leíste la carta que deje en tu puerta. La leíste y has ido a ver al ulema Faizulá, tal como te pedía en ella. Te agradezco que lo hayas hecho, Mariam yo. Te agradezco que me concedas esta oportunidad de decirte unas palabras.

¿Por dónde empiezo?

Tu padre ha conocido mucho dolor desde que nos vimos por última vez, Mariam yo. A tu madrastra Afsun la mataron la primera jornada del alzamiento de 1979. Una bala perdida acabó con tu hermana Nilufar ese mismo día. Aún puedo ver a mi pequeña Nilufar haciendo el pino para impresionar a los invitados. Tu hermano Farhad se unió a la yihad en 1980. Los soviéticos lo mataron en 1982 a las afueras de Helmand. No llegué a ver su cadáver. No sé si has tenido hijos, Mariam yo, pero si los tienes, ruego a Alá que los proteja y te ahorre el sufrimiento que yo he padecido. Aún sueño con ellos. Aún sueño con mis hijos muertos.

También sueño contigo, Mariam yo. Te echo de menos. Echo de menos el sonido de tu voz, tu risa. Echo de menos leerte en voz alta, y todas las veces que pescamos juntos. ¿Recuerdas cuando pescábamos juntos? Fuiste una buena hija, Mariam yo, y no puedo pensar en ti sin sentir vergüenza y arrepentimiento. Arrepentimiento… Cuando se trata de ti, Mariam yo, me asalta en oleadas. Me arrepiento de no haberte recibido el día que viniste a Herat. Me arrepiento de no haberte abierto la puerta y haberte invitado a entrar. Me arrepiento de no haberte reconocido como hija mía, de haber permitido que vivieras en ese lugar durante tantos años. ¿Y por qué? ¿Por el miedo a desprestigiarme? ¿A mancillar mi supuesto buen nombre? Qué poco me importa todo eso después de todas las pérdidas y las cosas terribles que he visto en esta maldita guerra. Pero ahora ya es demasiado tarde, por supuesto. Tal vez sea ése el castigo reservado a los duros de corazón: comprenderlo todo cuando ya nada se puede hacer. Ahora sólo puedo decirte que fuiste una buena hija, Mariam yo, y que jamás te merecí. Ahora sólo puedo pedirte que me perdones. Así pues, perdóname, Mariam yo. Perdóname. Perdóname. Perdóname.

No soy el hombre próspero que conocías. Los comunistas confiscaron gran parte de mis tierras y también todos mis negocios. Pero sería una mezquindad que me quejara, porque Alá, por razones que no alcanzo a comprender, ha seguido bendiciéndome con mucho más de lo que tiene la mayoría de la gente. Desde que volví de Kabul, he conseguido vender las pocas tierras que me quedaban. Con esta carta te dejo tu parte de la herencia. Está lejos de ser una fortuna, pero es algo. Es algo. (También verás que me he tomado la libertad de cambiar el dinero en dólares. Supongo que es lo más seguro. Sólo Alá sabe qué destino aguarda a nuestra moneda, en estos difíciles momentos.)

Espero que no pienses que pretendo comprar tu perdón, porque sé bien que tu perdón no puede comprarse. Simplemente te hago entrega, aunque sea con retraso, de lo que siempre te ha pertenecido por ley. No fui un buen padre para ti en vida. Tal vez pueda serlo tras mi muerte.

Ah, la muerte. No te cansaré con detalles, pero mi momento está ya muy cerca. Tengo el corazón débil, dicen los médicos. Una forma adecuada de morir, creo, para un hombre débil.

Mariam yo, me atrevo, me atrevo a esperar que, después de haber leído esto, serás más caritativa conmigo de lo que yo he sido contigo. Que se te ablandará el corazón y vendrás a ver a tu padre. Que llamarás a mi puerta un día y me concederás la oportunidad de abrirte esta vez, de darte la bienvenida, de abrazarte, hija mía, como debería haber hecho ese día, hace tantos años. Es una esperanza tan débil como mi corazón. Soy consciente. Pero seguiré esperando. Esperaré oír tu llamada. Mantendré la esperanza.

Que Alá te conceda una vida larga y próspera, hija mía. Que Alá te conceda muchos hijos saludables y hermosos. Que encuentres la felicidad, la paz y la aceptación que yo no te ofrecí. Te dejo en las manos amantes de Alá.

Tu indigno padre,


Yalil

Esa noche, cuando regresan al hotel, después de que los niños hayan jugado un rato y se hayan acostado, Laila le habla de la carta a Tariq. Le muestra el dinero de la bolsa de arpillera. Cuando se echa a llorar, su esposo la besa en la cara y la estrecha entre sus brazos.

51

Abril de 2003

La sequía ha llegado a su fin. Nevó por fin el invierno pasado, y la nieve llegaba hasta la rodilla. Y ahora lleva varios días lloviendo. El río Kabul de nuevo lleva agua. Las crecidas primaverales han barrido Ciudad Titanic.

Ahora las calles están embarradas. Los zapatos rechinan. Los coches se quedan atascados. Los burros avanzan trabajosamente con su carga de manzanas, salpicando barro al pisar los charcos. Pero nadie se queja del lodo, ni se lamenta de la desaparición de Ciudad Titanic. «Necesitamos que Kabul vuelva a ser verde», dice la gente.

Ayer, Laila vio a los niños jugando a pesar del aguacero, saltando en los charcos del patio, bajo el cielo plomizo. Los miraba desde la ventana de la cocina de la pequeña casa de dos habitaciones que han alquilado en Dé Mazang. En el patio crecen un granado y arbustos de eglantina. Tariq ha encalado los muros y ha construido un columpio y un tobogán para los niños, y un pequeño cercado para la nueva cabra de Zalmai. Laila se fijó en las gotas que se deslizaban por el cuero cabelludo de su hijo: ha querido afeitarse la cabeza, igual que Tariq, que ahora se encarga de rezar las oraciones Babalu con él. La lluvia empapaba los largos cabellos de Aziza, convirtiéndolos en tirabuzones mojados que salpicaban a su hermano cuando ella movía la cabeza.

Zalmai está a punto de cumplir seis años. La niña tiene diez: celebraron su cumpleaños la semana pasada. La llevaron al Cinema Park, donde por fin se proyectó Titanic abiertamente para el público de Kabul.

– Vamos, niños, o llegaremos tarde -grita Laila, mientras mete el almuerzo de sus hijos en una bolsa de papel.

Son las ocho de la mañana. Laila se ha levantado a las cinco. Como siempre, Aziza la ha despertado para el namaz. Ella sabe que las oraciones son una manera de recordar a Mariam, es la forma que tiene la pequeña de mantener el recuerdo de su jala, antes de que el tiempo todo lo borre, antes de que la arranque del jardín de su memoria, como si se tratara de un hierbajo.

Después del namaz., Laila ha vuelto a acostarse, y estaba profundamente dormida cuando se ha ido Tariq, aunque recuerda vagamente que le ha dado un beso en la mejilla. Él ha encontrado trabajo en una ONG francesa que proporciona prótesis a gente que ha perdido alguna extremidad por culpa de las minas antipersona.

Zalmai entra corriendo en la cocina detrás de Aziza.

– ¿Lleváis los cuadernos? ¿Los lápices? ¿Los libros?

– Sí, aquí dentro -asegura la niña, mostrando la mochila. Una vez más, Laila comprueba que ya no tartamudea tanto.

– Pues vamos.

Laila sale de casa con sus hijos y cierra la puerta. La mañana es fría, pero hoy no llueve. El cielo está despejado y no hay nubes en el horizonte. Los tres se dirigen a la parada del autobús cogidos de la mano. Las calles son ya un hervidero, con un intenso tráfico de rickshaws, taxis, camiones de las Naciones Unidas, autobuses y jeeps de la ISAF. Los comerciantes abren las puertas de sus negocios con ojos somnolientos. Tras las pilas de chicles y paquetes de cigarrillos están sentados ya los vendedores ambulantes. Ya las viudas ocupan sus esquinas para pedir limosna.

A Laila le resulta extraño vivir de nuevo en Kabul. La ciudad ha cambiado. Ahora ve todos los días a gente que planta árboles o pinta casas viejas, y a otros que acarrean ladrillos para levantar nuevos hogares. Se cavan pozos y alcantarillas. En los alféizares de las ventanas hay flores plantadas en casquillos de antiguos misiles muyahidines; flores misil, las llaman en Kabul. Hace poco, Tariq llevó a toda la familia a los jardines de Babur, que se están arreglando. Por primera vez en años, Laila oye música en las esquinas de la capital, rubabs y tablas, dutars, armonios y tamburas, y las viejas canciones de Ahmad Zahir.

La mujer desearía que sus padres estuvieran vivos para ver estos cambios. Pero el arrepentimiento de Kabul llega demasiado tarde, como la carta de Yalil.

Laila y los niños están a punto de cruzar la calle en dirección a la parada de autobús, cuando de repente un Land Cruiser negro con los cristales ahumados pasa por delante a toda velocidad. El coche da un volantazo y la esquiva por muy poco, pero salpica a los niños de agua sucia. Con el corazón en un puño, la madre tira bruscamente de los niños para que suban a la acera.

Laila siente como una herida en el corazón que se haya permitido volver a Kabul a los cabecillas militares, que los asesinos de sus padres vivan en casas lujosas con jardines tapiados, que los hayan nombrado ministros de esto y de lo otro, que viajen impunemente en vehículos blindados por los barrios que ellos mismos arrasaron. Es una puñalada.

Pero Laila ha decidido que no se dejará llevar por el resentimiento. Mariam no lo querría. «¿Para qué? -habría dicho, con una sonrisa inocente y sabia a la vez-. ¿De qué sirve, Laila yo?» Así pues, se ha resignado a seguir adelante por su propio bien, por el bien de Tariq y el de los niños. Y por Mariam, que sigue visitándola en sueños, que nunca se aleja demasiado de sus pensamientos. Ella sigue adelante. Porque sabe que no puede hacer otra cosa. Eso y tener esperanza.

Zaman se encuentra en la línea de tiros libres con las rodillas flexionadas, haciendo botar una pelota de baloncesto. Está entrenando a un grupo de chicos que llevan camisetas iguales y forman un semicírculo en la cancha. Divisa a Laila, sujeta la pelota bajo el brazo y saluda con la mano. Les dice algo a los chicos, que saludan a su vez, gritando: «Salam moalim sahib!» Laila les devuelve el gesto.

El patio del orfanato tiene ahora una hilera de manzanos jóvenes plantados a lo largo del muro que da al este. Laila proyecta plantar otra fila a lo largo de la pared que da al sur en cuanto la hayan reconstruido. Hay columpios nuevos y estructuras de barras para jugar.

Laila vuelve a entrar en el edificio por la puerta mosquitera.

Han pintado el orfanato, tanto las paredes de dentro como la fachada. Tariq y Zaman han reparado todas las goteras, han enyesado los muros, han puesto cristales en las ventanas y han alfombrado las habitaciones donde duermen y juegan los niños. El invierno pasado, Laila compró unas cuantas camas para los dormitorios infantiles, y también almohadas, y mantas de lana. Además hizo que instalaran estufas de hierro forjado.

El mes pasado, uno de los periódicos de Kabul, el Anis, ofreció un artículo sobre la reforma del orfanato. También publicó una foto de Zaman, Tariq, Laila y uno de los ayudantes, colocados en fila detrás de los niños. Cuando la mujer vio el artículo, pensó en sus amigas de la infancia, Giti y Hasina, y recordó lo que solía decir esta última: «Cuando cumplamos los veinte, Giti y yo habremos parido ya cuatro o cinco niños cada una. Pero tú, Laila, harás que dos tontas como nosotras nos sintamos orgullosas de ti. Serás alguien. Sé que un día cogeré un periódico y encontraré tu foto en primera plana.» La foto no había salido en primera plana, pero ahí estaba, de todas formas, tal como Hasina había vaticinado.

Laila dobla al llegar al mismo pasillo donde, hace dos años, Mariam y ella habían dejado a Aziza a cargo de Zaman. Recuerda a la perfección que entonces tuvieron que soltar los dedos de Aziza a viva fuerza, porque se aferraba a su muñeca. Recuerda que corrió por ese mismo pasillo, conteniendo un aullido, y a Mariam gritando su nombre y a Aziza chillando de pánico.

Ahora las paredes están cubiertas de pósters de dinosaurios y de personajes de dibujos animados, de los budas de Bamiyán y de diferentes muestras de las obras artísticas de los huérfanos. En muchos de los dibujos aparecen tanques que derriban chozas y hombres empuñando AK-47, o tiendas de campamentos de refugiados, o escenas de la yihad.

Laila vuelve a doblar cuando llega al extremo del pasillo y ve a los niños que la esperan en la puerta del aula. La reciben con sus pañuelos, sus cráneos afeitados con casquete, sus figuras menudas y delgadas, la belleza de sus sencillas ropas.

Al ver llegar a Laila, los niños salen disparados hacia ella a todo correr, y se arremolinan a su alrededor. Quieren saludarla todos a la vez con sus agudas voces, y le dan palmadas, le tironean de la ropa, se aferran a ella y se empujan unos a otros en su afán por encaramarse a sus brazos. Elevan las manitas, tratando de llamar su atención. Algunos la llaman «madre». Laila no los corrige.

Esta mañana le cuesta un poco calmarlos para que formen la fila y entren en el aula. Fueron Tariq y Zaman los que prepararon la clase, tirando el tabique que separaba dos habitaciones contiguas. El suelo aún está muy agrietado y le faltan algunas baldosas. Por el momento, lo han tapado con una lona, pero Tariq ha prometido poner muy pronto un pavimento nuevo y alfombras.

Sobre el dintel hay clavado un panel rectangular que Zaman ha lijado y ha pintado de un blanco resplandeciente. En él ha escrito cuatro versos con un pincel. Laila sabe que es su respuesta a los que se quejan porque no llega el dinero prometido, porque la reconstrucción va demasiado lenta, porque hay corrupción, porque los talibanes se están reagrupando y temen que regresen con ansias de venganza, y que el mundo vuelva a olvidar a Afganistán. Los versos pertenecen a uno de sus gazals preferidos de Hafez:


José volverá a Canaán, no sufráis;

las chozas se convertirán en rosales, no sufráis.

Si llega una inundación para sumergirlo todo,

Noé será vuestro guía en el ojo del huracán, no sufráis.


Laila entra en la clase pasando bajo el cartel. Los niños se sientan, abren los cuadernos y parlotean. Aziza habla con una niña de la fila de al lado. Un avión de papel vuela por el aula, trazando un arco. Alguien lo devuelve.

– Abrid los libros de farsi, niños -indica Laila, depositando sobre su mesa los libros que lleva.

Se dirige a la ventana sin cortinas en medio del susurro de las hojas de los cuadernos. A través del cristal ve a los niños de la cancha de baloncesto puestos en fila para practicar el tiro libre. Más allá, el sol sale sobre las montañas y sus rayos se reflejan en el borde metálico del aro de baloncesto, en la cadena de los columpios de neumáticos, en el silbato que cuelga del cuello de Zaman, en sus gafas nuevas. Laila aprieta las palmas contra el vidrio. Cierra los ojos. Deja que el sol le bañe las mejillas, los párpados, la frente.

Cuando llegaron a Kabul, a Laila le angustiaba no saber dónde habían enterrado a Mariam los talibanes. Deseaba visitar su tumba, sentarse allí un rato y dejar unas flores. Pero ahora comprende que no importa. Mariam nunca está muy lejos de ella. Se encuentra allí, entre esas paredes repintadas, en los árboles que han plantado, en las mantas que abrigan a los niños, en las almohadas, los libros y los lápices. Está en la risa de los pequeños, en los versos que recita Aziza y en las oraciones que musita cuando se inclina hacia occidente. Pero, sobre todo, se halla en el corazón de Laila, donde brilla con el esplendor de mil soles.

Se da cuenta de que alguien la llama. Da media vuelta e instintivamente ladea la cabeza para levantar un poco la oreja buena. Es Aziza.

¿Mammy? ¿Te encuentras bien?

El aula se ha quedado en silencio. Los niños la observan.

Ella está a punto de responder, cuando de repente se queda sin aliento. Rápidamente se lleva las manos al lugar donde ha notado un movimiento. Espera, pero ya no nota nada más.

– ¿Mammy?

– Sí, mi amor. -Sonríe-. Me encuentro bien. Sí, muy bien.

Mientras se encamina a su mesa, Laila piensa en el juego de los nombres que repitieron anoche durante la cena. Se ha convertido en un ritual desde que Laila comunicó la noticia a Tariq y los niños. Y ahora participan todos, cada uno defendiendo su elección. A Tariq le gusta Mohammad. Zalmai, que ha visto el vídeo de Superman recientemente, no entiende por qué a un niño afgano no se le puede llamar Clark. Aziza hace campaña por Aman. Laila preferiría Omar.

Pero el juego sólo sirve para nombres de varón. Porque, si nace una niña, Laila ya sabe cómo va a llamarse.

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