Segunda Parte

16

Kabul, primavera de 1987

Laila, de nueve años de edad, se levantó de la cama, como casi todos los días, deseosa de ver a su amigo Tariq. Sin embargo, sabía que esa mañana no podría verlo.

– ¿Cuánto tiempo estarás fuera? -había preguntado cuando Tariq le había dicho que sus padres se lo llevaban al sur, a la ciudad de Gazni, para visitar a su tío paterno.

– Trece días.

– ¿Trece?

– No hay para tanto. No pongas esa cara, Laila.

– No pongo ninguna cara.

– No irás a llorar, ¿eh?

– ¡No voy a llorar! No lloraría por ti ni en mil años.

Laila le había dado un puntapié en la espinilla, no en la pierna ortopédica, sino en la buena, y él le había dado un pescozón en broma.

Trece días. Casi dos semanas. Y al cabo de cinco días, Laila había aprendido una verdad fundamental sobre el tiempo: igual que el acordeón con que el padre de Tariq tocaba a veces viejas canciones pastunes, el tiempo se alargaba y se contraía dependiendo de la ausencia o presencia de Tariq.

Abajo, sus padres discutían. Otra vez. Laila conocía la rutina: mammy, feroz, indomable, paseándose de un lado a otro mientras despotricaba; babi sentado, con aire cohibido y atribulado, asintiendo obediente, esperando a que amainara la tormenta. Cerró la puerta de su habitación y se vistió. Pero igualmente seguía oyéndolos. Aún la oía a ella. Luego hubo un portazo. Unos fuertes pasos, el sonoro crujido de la cama de mammy. Al parecer babi iba a sobrevivir para ver un nuevo día.

– ¡Laila! -gritó su padre desde abajo-. ¡Voy a llegar tarde al trabajo!

– ¡Un momento!

La niña se calzó los zapatos y rápidamente se cepilló los rizados cabellos rubios que le llegaban hasta los hombros, mirándose en el espejo. Mammy siempre le decía que había heredado el color del pelo -así como las gruesas pestañas, los ojos verde turquesa, los hoyuelos de las mejillas, los pómulos prominentes y el mohín del labio inferior, que compartía con su madre- de su bisabuela, la abuela de mammy. «Era una auténtica pari, una mujer espectacular -decía mammy-. Su belleza era la comidilla de todo el valle. Se saltó a dos generaciones de mujeres en la familia, pero desde luego no te saltó a ti, Laila.» El valle al que se refería mammy era el Panyshir, en la región Tayik, situada a cien kilómetros al nordeste de Kabul, donde hablaban farsi. Tanto mammy como babi, que eran primos carnales, habían nacido y crecido en Panyshir; se habían trasladado a Kabul en 1960, siendo dos recién casados de ojos brillantes y llenos de esperanzas, cuando él fue admitido en la Universidad de Kabul.

Laila bajó corriendo las escaleras, esperando que mammy no saliera de su habitación para un nuevo asalto. Encontró a babi acuclillado junto a la puerta mosquitera.

– ¿Habías visto esto, Laila?

Hacía semanas que había un desgarrón en la malla protectora. Laila se agachó junto a su padre.

– No. Debe de ser nuevo.

– Eso es lo que le he dicho a Fariba. -Parecía tembloroso, encogido, como ocurría siempre tras un arrebato de mammy-. Dice que han estado entrando abejas por ahí.

Laila sintió lástima de él. Babi era un hombre menudo, de hombros estrechos y manos finas y delicadas, casi femeninas. Por la noche, cuando Laila entraba en la habitación de babi, lo encontraba siempre inclinado sobre un libro, con las gafas en la punta de la nariz. A veces ni siquiera se daba cuenta de que ella estaba allí. Cuando sí se daba cuenta, señalaba la página y sonreía amablemente sin despegar los labios. Babi se sabía de memoria la mayor parte de los gazals de Rumi y de Hafez. Podía hablar largo y tendido sobre el conflicto entre Gran Bretaña y la Rusia zarista por el dominio de Afganistán. Conocía la diferencia entre una estalactita y una estalagmita, y sabía que la distancia entre la Tierra y el Sol era medio millón de veces la que había entre Kabul y Gazni. Pero si Laila necesitaba que le abrieran la tapa de un tarro de caramelos, tenía que recurrir a mammy, lo que para ella era como una traición. Babi se ofuscaba con las herramientas más corrientes. Si dependía de él, las bisagras de las puertas nunca se engrasaban. Los techos seguían con goteras después de que él los reparara. El moho crecía desafiante en los armarios de la cocina. Mammy decía que antes de que se fuera con Nur para unirse a la yihad contra los soviéticos en 1980, era Ahmad quien se ocupaba con diligencia y eficacia de tales cosas.

– Pero si tienes un libro que es preciso leer con urgencia -decía-, entonces Hakim es tu hombre.

Aun así, Laila no podía evitar la sensación de que en otro tiempo, antes de que Ahmad y Nur se fueran a combatir a los soviéticos -antes de que babi les hubiera permitido ir a la guerra-, también mammy encontraba atractivo su carácter libresco; de que hubo una época en que el carácter olvidadizo y la ineptitud de su marido también a ella le habían resultado encantadores.

– Bueno, ¿qué día es hoy? -preguntó su padre, sonriendo con timidez-. ¿El quinto? ¿O el sexto?

– ¿Qué más da? No los cuento -mintió Laila, encogiéndose de hombros, pero adorando a su padre por acordarse. Mammy ni siquiera había reparado en la ausencia de Tariq.

– Bueno, su linterna se encenderá antes de que te des cuenta -dijo babi, refiriéndose a las señales nocturnas con que Laila y Tariq se comunicaban. Hacía tanto tiempo que lo hacían, que el juego se había convertido en un ritual antes de irse a dormir, como lavarse los dientes.

Babi pasó el dedo a través del desgarrón.

– Lo arreglaré en cuanto tenga un momento. Será mejor que nos vayamos. -Alzó la voz para gritar por encima del hombro-: ¡Nos vamos, Fariba! Llevo a Laila al colegio. ¡No te olvides de recogerla!

En la calle, mientras montaba en el portabultos de la bicicleta de babi, Laila divisó un coche aparcado calle arriba, frente a la casa donde vivía Rashid, el zapatero, con su recluida esposa. Era un Benz, un coche poco habitual en el barrio, azul y con una gruesa franja blanca que partía en dos el capó, el techo y el maletero. Laila distinguió a dos hombres sentados en el interior, uno al volante y otro en el asiento de atrás.

– ¿Quiénes son? -preguntó.

– No es asunto nuestro -contestó babi-. Sube, o llegarás tarde a clase.

Laila recordó otra pelea y a su madre inclinada sobre su padre, diciéndole sin pelos en la lengua: «Eso sí que es asunto tuyo, ¿verdad, primo? Nada es asunto tuyo, ¿eh? Ni siquiera que tus propios hijos se fueran a la guerra. ¡Cuánto te supliqué! Pero tú enterraste la nariz en esos malditos libros y dejaste que tus hijos se marcharan como si fuesen un par de haramis.»

Babi pedaleó calle arriba con Laila atrás, aferrada a su cintura. Cuando pasaron junto al Benz azul, la niña vislumbró fugazmente al hombre del asiento posterior: delgado, de pelo blanco y con un traje marrón oscuro, el triángulo de un pañuelo blanco asomando por el bolsillo del pecho. Sólo tuvo tiempo de observar además que el coche tenía matrícula de Herat.

Hicieron el trayecto en silencio, salvo en las curvas, cuando babi frenaba con cautela y decía:

– Sujétate, Laila. Voy a frenar. Voy a frenar. Ya está.

Ese día, en clase, entre la ausencia de Tariq y la pelea de sus padres, a Laila le costó mucho prestar atención. De modo que cuando la maestra le pidió que nombrara las capitales de Rumania y Cuba, la pilló desprevenida.

La maestra se llamaba Shanzai, pero a sus espaldas los alumnos la llamaban Jala Rangmaal (Tía Pintora), refiriéndose al movimiento de su mano cuando abofeteaba a los alumnos, primero con la palma y luego con el dorso, como un pintor dando brochazos. Jala Rangmaal era una mujer joven de rostro anguloso y cejas gruesas. El primer día del curso había comunicado orgullosamente a su clase que era hija de un campesino pobre de Jost. Iba siempre muy erguida y llevaba el cabello negro azabache recogido en un tirante moño, de modo que cuando se daba la vuelta Laila le veía el oscuro vello de la nuca. Jala Rangmaal no llevaba maquillaje ni joyas. No se cubría y prohibía a las alumnas que lo hicieran. Decía que hombres y mujeres eran iguales en todo y que no había razón para que las mujeres se cubrieran si los hombres no lo hacían.

Afirmaba que la Unión Soviética era la mejor nación del mundo junto con Afganistán. Allí se trataba bien a los trabajadores, que eran todos iguales. En la Unión Soviética todo el mundo era feliz y cordial, al contrario que en América, donde se producían tantos delitos que la gente tenía miedo de salir a la calle. Y todo el mundo sería feliz también en Afganistán, aseguraba, en cuanto derrotaran a los bandidos contrarios al progreso.

– Para eso vinieron nuestros camaradas soviéticos en mil novecientos setenta y nueve: para echar una mano a sus vecinos, para ayudarnos a derrotar a esos brutos que quieren que nuestro país sea una nación atrasada y primitiva. Y vosotros también tenéis que arrimar el hombro, niños. Debéis informar de cualquiera que pueda tener información sobre los rebeldes. Es vuestro deber. Debéis escuchar y luego informar. Aunque se trate de vuestros padres, tíos o tías. Porque ninguno de ellos os ama tanto como vuestro país. ¡Vuestro país es lo primero, recordadlo bien! Yo estaré orgullosa de vosotros, y también vuestro país lo estará.

En la pared, detrás de la mesa de Jala Rangmaal, había un mapa de la Unión Soviética, uno de Afganistán y una foto enmarcada del último presidente comunista, Nayibulá, que, según decía babi, había sido el jefe del temido KHAD, la policía secreta afgana. También había otras fotos, sobre todo de jóvenes soldados soviéticos estrechando la mano a campesinos, plantando nuevos manzanos y construyendo casas, siempre con una amistosa sonrisa en los labios.

– Bueno -dijo Jala Rangmaal-, ¿te he despertado de tus ensoñaciones, Niña Inquilabi?

Aquél era el apodo de Laila, la Niña Revolucionaria, porque había nacido la noche del golpe de abril de 1978, aunque Jala Rangmaal se enfurecía si algún alumno de su clase usaba la palabra «golpe». Ella insistía en que se trataba de una inquilab, una revolución, un levantamiento del pueblo contra la desigualdad. Yihad era otra palabra prohibida. Según ella, ni siquiera había guerra en las provincias, sólo escaramuzas contra revoltosos incitados por personas a las que ella llamaba agitadores extranjeros. Y desde luego, nadie, nadie en absoluto se atrevía a repetir en su presencia los crecientes rumores de que, al cabo de ocho años de guerra, los soviéticos estaban siendo derrotados. Sobre todo ahora que el presidente americano Reagan había empezado a entregar misiles Stinger a los muyahidines para que derribaran helicópteros soviéticos, y que musulmanes de todo el mundo se estaban adhiriendo a la causa: egipcios, pakistaníes, e incluso los ricos saudíes, que dejaban sus millones atrás para irse a combatir en la yihad de Afganistán.

– Bucarest. La Habana -consiguió decir Laila.

– ¿Y esos países son amigos o no?

– Lo son, moalim sahib. Son países amigos.

Jala Rangmaal asintió con una brusca inclinación de la cabeza.

Cuando acabaron las clases, mammy no fue a buscarla, como ocurría con frecuencia. Al final Laila volvió a casa con dos de sus compañeras de clase, Giti y Hasina.

Giti era una niña huesuda y muy envarada que llevaba el pelo recogido en dos coletas sujetas con gomas. Siempre fruncía el ceño y caminaba con los libros apretados contra el pecho, como un escudo. Hasina tenía doce años, tres más que Laila y Giti, pero había repetido el tercer curso una vez y dos veces el cuarto. Lo que le faltaba en inteligencia lo compensaba con malicia y una boca que, según decía Giti, era rápida como una máquina de coser. El apodo de Jala Rangmaal se le había ocurrido a ella.

Ese día Hasina les daba consejos para defenderse de pretendientes poco atractivos.

– Método infalible, éxito garantizado. Os doy mi palabra.

– Eso es una estupidez. ¡Soy demasiado joven para tener pretendientes! -replicó Giti.

– No eres demasiado joven.

– Bueno, pues nadie ha venido a pedir mi mano.

– Eso es porque tienes barba, hija mía.

Giti se llevó la mano a la barbilla y miró alarmada a Laila, que sonrió con expresión compasiva -Giti era la persona con menos sentido del humor que conocía- y negó con la cabeza para tranquilizarla.

– Bueno, ¿queréis saber lo que hay que hacer o no, señoritas?

– Cuenta -dijo Laila.

– Judías. No menos de cuatro latas. Justo la noche en que ese lagarto desdentado vaya a pedir vuestra mano. Pero hay que saber elegir el momento, señoritas. Tenéis que reprimir vuestros ímpetus hasta que llegue el momento de servirle el té.

– Lo recordaré -aseguró Laila.

– Y él también, te lo aseguro.

Laila podría haberle dicho que no necesitaba sus consejos, porque babi no tenía intención de darla en matrimonio en un futuro próximo. Aunque babi trabajaba en Silo, la gigantesca panificadora de Kabul, donde pasaba el día entre el calor y el zumbido de la maquinaria que alimentaba los enormes hornos, era un hombre educado en la universidad. Había sido profesor de instituto hasta que los comunistas lo habían destituido poco después del golpe de 1978, aproximadamente un año y medio antes de la invasión soviética. Babi había dejado muy claro a Laila desde muy niña que para él lo más importante, después de su seguridad, era su educación.

«Sé que aún eres pequeña, pero quiero que lo sepas y lo comprendas desde ahora -le dijo un día-. El matrimonio puede esperar; la educación no. Eres una niña muy, muy inteligente. De verdad, lo eres. Puedes llegar a ser lo que tú quieras, Laila. Lo sé. Y también sé que, cuando esta guerra termine, Afganistán te necesitará tanto como a sus hombres, tal vez más incluso. Porque una sociedad no tiene la menor posibilidad de éxito si sus mujeres no reciben educación, Laila. Ninguna posibilidad.»

Pero Laila no le contó a Hasina lo que le había dicho babi, ni lo feliz que era por tener un padre así, ni lo orgullosa que estaba del buen concepto que tenía de ella, ni su férrea determinación de seguir estudiando igual que su padre. En los dos años anteriores, Laila había recibido el certificado awal numra que se otorgaba anualmente al mejor estudiante de cada curso. Pero todas estas cosas no se las dijo a Hasina, cuyo padre era un taxista con muy mal genio que sin duda entregaría a su hija en matrimonio al cabo de dos o tres años. En una de las pocas ocasiones en que Hasina se mostraba seria, le había contado a Laila que ya se había decidido su matrimonio con un primo carnal veinte años mayor que ella, dueño de una tienda de coches en Lahore. «Lo he visto dos veces. Y las dos veces comió con la boca abierta», le había confiado.

– Judías, chicas -insistió Hasina-. Recordadlo. A menos, claro está -esbozó entonces una sonrisa pícara y dio un codazo a Laila-, que sea tu joven y apuesto príncipe de una sola pierna el que llame a tu puerta. Entonces…

Laila apartó el codo de Hasina de un manotazo. Se habría ofendido mucho si otra persona le hubiera hablado así de Tariq, pero sabía que Hasina no lo hacía con mala fe. Sólo se burlaba, como siempre, y nadie se libraba de sus bromas, ni siquiera ella misma.

– ¡No deberías hablar así de las personas! -protestó Giti.

– ¿Y quiénes son esas personas?

– Las que han resultado heridas por culpa de la guerra -replicó Giti con severidad, sin darse cuenta de que Hasina bromeaba.

– Creo que la ulema Giti se ha enamorado de Tariq. ¡Lo sabía! ¡Ja! Pero él ya está comprometido, ¿no te habías enterado? ¿No es verdad, Laila?

– ¡No estoy enamorada de nadie!

Hasina y Giti se despidieron de Laila y, sin dejar de discutir, volvieron la esquina al llegar a su calle.

Laila recorrió sola las tres últimas manzanas. Cuando llegó a su calle, se fijó en que el Benz azul seguía aparcado frente a la casa de Rashid y Mariam. Ahora el hombre mayor del traje marrón estaba de pie junto al capó, apoyado en un bastón y mirando hacia la casa.

Fue entonces cuando Laila oyó una voz a su espalda.

– Eh, Pelopaja. Mira.

Laila se dio la vuelta y se encaró con el cañón de una pistola.

17

La pistola era roja, el guardamonte verde. Era Jadim quien, con rostro risueño, empuñaba el arma. Jadim tenía once años, igual que Tariq. Era grueso, alto y con una mandíbula inferior muy prominente. Su padre era carnicero en Dé Mazang y de vez en cuando se había visto a Jadim arrojando trozos de intestinos de ternera a los transeúntes. A veces, cuando Tariq no andaba cerca, Jadim rondaba a Laila en el patio del colegio durante el recreo, lanzándole miradas lascivas y soltando gemiditos. En una ocasión le había dado unos golpecitos en el hombro y le había dicho: «Eres muy guapa, Pelopaja. Quiero casarme contigo.»

– No te preocupes -soltó, agitando la pistola-. No se va a notar en tu pelo.

– ¡No lo hagas! Te lo advierto.

– ¿Y cómo piensas impedirlo? -replicó él-. ¿Me enviarás al tullido? «Oh, Tariq yan. ¡Oh, vuelve a casa y sálvame del bad-mash!»

Laila retrocedió, pero Jadim ya había apretado el gatillo. Uno tras otro, los finos chorros de agua caliente cayeron sobre su pelo, y también en la palma de la mano cuando intentó protegerse la cara.

Los demás niños salieron entonces de su escondite, riendo como locos.

A Laila le pasó por la cabeza un insulto que había oído en la calle. En realidad no sabía qué significaba -era incapaz de imaginar cómo podía hacerse-, pero las palabras transmitían una gran fuerza, de modo que las soltó sin más.

– ¡Tu madre es una comepollas!

– Al menos no es una chiflada como la tuya -espetó Jadim, sin inmutarse-. ¡Y mi padre no es un mariquita! Por cierto, ¿por qué no te hueles las manos?

Los otros niños lo corearon:

– ¡Que se huela las manos! ¡Que se huela las manos!

Laila se las olió, pero antes de hacerlo ya sabía lo que significaba el comentario sobre su pelo. Dejó escapar un agudo chillido, y los niños se partieron de risa.

Laila dio media vuelta y echo a correr hacia su casa dando alaridos.

Sacó agua del pozo, llenó una tina en el cuarto de baño y se quitó la ropa. Se enjabonó el pelo, hundiendo los dedos en el cuero cabelludo frenéticamente y gimoteando de asco. Se lo aclaró echándose agua en la cabeza con un cuenco y volvió a enjabonárselo. Sintió arcadas. No dejaba de lloriquear, temblando, mientras se frotaba el rostro y el cuello con una manopla jabonosa hasta dejarse la piel roja como un tomate.

Nada de aquello habría ocurrido si Tariq hubiera estado con ella, pensó mientras se ponía una camisa y unos pantalones limpios. Jadim no se habría atrevido. Por supuesto, tampoco habría ocurrido si mammy hubiera ido a buscarla como se suponía que debía hacer. A veces se preguntaba por qué mammy se había molestado siquiera en tener una hija. Laila opinaba que no debería permitirse a la gente tener más hijos si habían volcado ya todo su amor en los anteriores. No era justo. Presa de un ataque de rabia, se refugió en su habitación y se tiró sobre la cama.

Cuando se le pasó, cruzó el pasillo y llamó a la puerta de mammy. Cuando era pequeña, se pasaba horas sentada junto a esa puerta. Daba golpecitos en ella y repetía una y otra vez, como un mágico conjuro destinado a romper un encantamiento: «Mammy, mammy, mammy…» Pero mammy nunca abría la puerta. Laila la abrió ahora. Hizo girar el pomo y entró en la habitación de su madre.

A veces, mammy tenía días buenos. Se levantaba con el ánimo alegre y los ojos brillantes. El labio inferior, siempre caído, se levantaba al fin en una sonrisa. Se bañaba. Se ponía ropa limpia y rímel en los ojos. Dejaba que Laila le cepillara el cabello, cosa que a la niña le encantaba, y se ponía pendientes. Luego iban juntas de compras al bazar Mandaii. Laila la convencía para jugar a Serpientes y Escaleras y comían trozos de chocolate negro, uno de los pocos gustos que compartían. La parte que prefería Laila de los días buenos de mammy era cuando babi volvía a casa, y entonces ellas levantaban la vista del juego y le sonreían con los dientes manchados de chocolate. Soplaba entonces un aire de satisfacción en el ambiente, y Laila tenía una percepción fugaz del amor, del cariño que en otro tiempo había unido a sus padres, cuando la casa estaba llena y era ruidosa y alegre.

A veces, en sus días buenos, mammy hacía repostería e invitaba a las vecinas a tomar el té con pastas. Laila dejaba los cuencos limpios a lametazos, mientras mammy ponía la mesa con tazas, servilletas y la vajilla buena. Después, Laila ocupaba su sitio en la mesa de la sala y trataba de intervenir en la conversación, mientras las mujeres charlaban bulliciosamente y bebían té y felicitaban a mammy por sus pastas. Aunque ella nunca tenía gran cosa que decir, a Laila le gustaba escuchar, porque en esas reuniones disfrutaba de un placer muy escaso: oía a su madre hablando con afecto de babi.

– Qué gran profesor era -decía-. Sus alumnos lo adoraban. Y no sólo porque no les pegaba con la regla, como hacían otros. Lo respetaban porque él los respetaba a ellos. Era maravilloso.

A mammy le encantaba contar la historia de cómo se le había declarado.

– Yo tenía dieciséis años y él diecinueve. Vivíamos puerta con puerta en Panyshir. ¡Oh, yo estaba loca por él, hamshiras! Trepaba por la tapia que separaba nuestras casas para jugar con él en el huerto de árboles frutales de su padre. A Hakim le daba miedo que nos pillaran y mi padre le pegara. «Tu padre me va a dar de bofetadas», decía siempre. Era muy prudente, muy serio, incluso de niño. Y un día fui y le dije: «Primo, ¿qué piensas hacer? ¿Vas a pedir mi mano o al final me convertirás en tu jastegari?» Se lo dije tal cual. ¡Deberíais haber visto la cara que puso!

Mammy juntaba entonces las manos y las mujeres y Laila se echaban a reír.

Escuchándola contar aquellas historias, Laila comprendía que en otra época su madre siempre había hablado así sobre babi. Una época en la que sus padres no dormían en habitaciones separadas. Y Laila deseaba haber podido vivirla con ellos.

Inevitablemente, la historia de su madre sobre la declaración conducía a conversaciones de casamenteras. Cuando Afganistán expulsara a los soviéticos y los hermanos de Laila regresaran a casa, necesitarían esposas, de modo que las mujeres revisaban una por una a todas las chicas del vecindario que podían convenir a Ahmad y a Nur. Laila siempre se sentía excluida cuando empezaban a hablar de sus hermanos, como si las mujeres comentaran una preciosa película que tan sólo ella no había visto. Tenía dos años de edad cuando Ahmad y Nur habían partido en dirección a Panyshir para incorporarse a las fuerzas del comandante Ahmad Sha Massud. Laila apenas los recordaba. Un reluciente colgante con el nombre de Alá que llevaba Ahmad. Y unos pelos negros en la oreja de Nur. Eso era todo.

– ¿Qué os parece Azita?

– ¿La hija del fabricante de alfombras? -dijo mammy, dándose una palmada en la cara con fingida indignación-. ¡Si tiene más bigote que Hakim!

– También está Anahita. Dicen que es la primera de su clase en Zarguna.

– ¿Le habéis visto los dientes? Son como lápidas. Esa chica esconde una tumba detrás de los labios.

– ¿Y las hermanas Wahidi?

– ¿Esas enanas? No, no, no. Oh, no. Ésas no son para mis hijos. No son para mis sultanes. Ellos se merecen algo mejor.

Mientras proseguía la cháchara, Laila dejaba vagar sus pensamientos y, como siempre, acababan en Tariq.


***

Mammy había echado las cortinas amarillentas. En la oscuridad, varios olores cohabitaban en la estancia: a sueño, a ropa de cama usada, a sudor, a calcetines sucios, a perfume y a restos del qurma de la noche anterior. Y Laila incluso tropezó con prendas de ropa desparramadas por el suelo.

La muchacha descorrió las cortinas. Al pie de la cama había una vieja silla plegable metálica. Laila se sentó y contempló el bulto de su madre, inmóvil y cubierta por las mantas.

Las paredes de la habitación estaban cubiertas de fotografías de Ahmad y Nur. Allá donde mirara, dos desconocidos le devolvían la sonrisa. Ahí estaba Nur montando en triciclo. Allá estaba Ahmad rezando, o posando junto a un reloj de arena que había hecho con babi cuando tenía doce años. Y allá estaban los dos, sus hermanos, sentados espalda contra espalda bajo el viejo peral del patio.

Laila vio una esquina de la caja de zapatos de Ahmad asomar bajo la cama de mammy. De vez en cuando, mammy le mostraba los viejos y arrugados recortes de periódico que guardaba en ella, y los panfletos que había reunido Ahmad sobre las bases que los grupos insurgentes y las organizaciones de resistencia tenían en Pakistán. Laila recordaba la foto de un hombre con un largo abrigo blanco que ofrecía una piruleta a un niño pequeño sin piernas. El pie de foto rezaba así: «Los niños son el objetivo de la campaña soviética de minas antipersona.» El artículo añadía que a los soviéticos les gustaba ocultar explosivos en juguetes de colores llamativos. El juguete estallaba cuando lo recogía un niño y le arrancaba varios dedos o la mano entera. Así el padre ya no podía unirse a la yihad, porque se veía obligado a quedarse en casa para cuidar a su hijo. En otro artículo de la caja de Ahmad, un joven muyahidín afirmaba que los soviéticos habían arrasado su aldea con un gas que quemaba la piel y dejaba a la gente ciega. Declaraba que había visto a su madre y su hermana corriendo hacia el arroyo, tosiendo sangre.

Mammy.

El bulto se movió ligeramente y emitió un gruñido.

– Levántate, mammy. Son las tres.

Otro gruñido. Una mano emergió como un periscopio saliendo a la superficie y luego se desplomó. El bulto se movió un poco más. Luego se oyó el susurro de las mantas cuando se fueron doblando una tras otra. Lentamente, por etapas, apareció mammy: primero el pelo enmarañado, luego el rostro pálido y crispado, con los ojos fuertemente cerrados para protegerse de la luz, y una mano que buscaba el cabezal de la cama a tientas; las sábanas se deslizaron hacia abajo cuando por fin se incorporó entre gruñidos. Mammy hizo un esfuerzo por alzar la vista, dio un respingo al recibir la luz en los ojos y dejó caer la cabeza sobre el pecho.

– ¿Qué tal el colegio? -musitó.

Así empezaban siempre las preguntas obligadas y las respuestas superficiales. Las dos fingían, como una vieja y cansada pareja de baile sin el menor entusiasmo.

– Muy bien.

– ¿Has aprendido algo?

– Lo de siempre.

– ¿Has comido?

– Sí.

– Bien.

Mammy volvió a alzar la cabeza hacia la ventana. Esbozó una mueca y parpadeó varias veces. Tenía el lado derecho de la cara rojo y el pelo aplastado.

– Me duele la cabeza.

– ¿Te traigo una aspirina?

Mammy se frotó las sienes.

– No, más tarde. ¿Ha vuelto tu padre?

– Sólo son las tres.

– Oh. Sí. Ya me lo habías dicho. -Mammy bostezó-. Ahora mismo estaba soñando. -Su voz era apenas un poco más audible que el frufrú del camisón contra las sábanas-. Justo antes de que entraras. Pero ahora ya no lo recuerdo. ¿A ti también te pasa?

– Le pasa a todo el mundo, mammy.

– Es muy extraño.

– Deberías saber que mientras estabas soñando, un chico me ha lanzado pipí a la cabeza con una pistola de agua.

– ¿Que te ha lanzado qué? ¿Qué has dicho?

– Pipí. Orina.

– Eso es… es terrible. Dios mío. Lo siento. Pobrecita. Tendré que hablar con él mañana sin falta, o quizá con su madre. Sí, creo que será lo mejor.

– Ni siquiera te he dicho quién ha sido.

– Oh. Bueno, ¿quién ha sido?

– Da igual.

– Estás enfadada.

– Se suponía que tenías que ir a recogerme.

– Sí -dijo su madre con voz ronca. Laila no alcanzó a discernir si era una afirmación o una pregunta. Mammy empezó a tirarse del pelo. Se trataba de uno de los grandes misterios de la vida para Laila: que su madre no se hubiera quedado calva de tanto tirarse del pelo-. ¿Y qué hay de…? ¿Cómo se llama tu amigo? ¿Tariq? Sí, ¿qué hay de Tariq?

– Hace una semana que se fue.

– Oh. -Mammy exhaló aire por la nariz-. ¿Te has lavado?

– Sí.

– Entonces ya estás limpia. -Desvió su mirada cansina hacia la ventana-. Estás limpia y todo en orden.

Laila se levantó.

– Tengo deberes.

– Por supuesto. Echa las cortinas antes de salir, cariño -dijo mammy, con voz cada vez más apagada, hundiéndose ya entre las sábanas.

Cuando Laila fue a cerrar las cortinas, vio pasar un coche que levantaba una nube de polvo. Era el Benz azul con la matrícula de Herat, que por fin se marchaba. Laila lo siguió con la mirada hasta que desapareció por una esquina, lanzando los últimos destellos de sol reflejados en la luna trasera.

– Mañana no me olvidaré -dijo mammy a su espalda-. Te lo prometo.

– Eso mismo dijiste ayer.

– Tú no sabes, Laila.

– ¿No sé qué? -Se volvió en redondo para encararse con su madre-. ¿Qué es lo que no sé?

La mano de su madre subió flotando hasta el pecho y dio unos golpecitos.

– Aquí. No sabes lo que hay aquí dentro. -La mano cayó flácida-. Tú no lo sabes.

18

Transcurrió una semana, pero Tariq seguía sin dar señales de vida. Luego transcurrió otra.

Para aliviar la espera, Laila arregló la puerta mosquitera que babi aún no había tocado. Bajó los libros de su padre, les quitó el polvo y los ordenó alfabéticamente. Fue a la calle del Pollo con Hasina, Giti y la madre de ésta, Nila, que era costurera y a veces trabajaba con la madre de Laila. Durante esa semana, Laila llegó a un convencimiento: de todas las penalidades que debía arrostrar una persona, la más dura era la espera.

Transcurrieron otros siete días.

Horribles pensamientos atormentaban a Laila.

Tariq jamás volvería. Sus padres se habían mudado para siempre; el viaje a Gazni era una argucia, un plan de los adultos para ahorrarles a los dos una amarga despedida.

Una mina antipersona había vuelto a estallarle, igual que en 1981, cuando Tariq tenía cinco años, la última vez que sus padres lo habían llevado al sur, a Gazni, poco después del tercer cumpleaños de Laila. Tariq había tenido la suerte de perder sólo una pierna; la suerte de haber sobrevivido.

Laila no hacía más que darle vueltas y más vueltas a todas las posibilidades.

Hasta que una noche distinguió el diminuto haz de una linterna que llegaba desde el otro lado de la calle. De sus labios brotó una especie de chillido ahogado. Rápidamente sacó su linterna de debajo de la cama, pero no funcionaba. Le dio unos golpes contra la palma de la mano, maldiciendo las pilas. Pero le daba igual, porque Tariq había vuelto. Laila se sentó en el borde de la cama, aturdida de alivio, y contempló la bonita luz amarilla que se encendía y se apagaba como un intermitente.

De camino a casa de Tariq al día siguiente, Laila vio a Jadim y un grupo de amigos suyos al otro lado de la calle. Jadim estaba en cuclillas y hacía un dibujo en la tierra con un palo. Al ver a Laila, dejó caer el palo, agitó los dedos y al mismo tiempo dijo algo que provocó las risas de sus amigos. Laila agachó la cabeza y pasó deprisa por su lado.

– ¿Qué te has hecho? -exclamó Laila cuando Tariq le abrió la puerta. Sólo entonces recordó que el tío de Tariq era barbero.

Tariq se pasó la mano por el cráneo afeitado y sonrió, mostrando unos dientes blancos y algo irregulares.

– ¿Te gusta?

– Parece que vayas a alistarte en el ejército.

– ¿Quieres tocarlo? -Bajó la cabeza.

El diminuto vello produjo un agradable cosquilleo en la mano de Laila. Tariq no era como otros niños, cuyos cabellos ocultaban cráneos cónicos y abultados. Su cabeza describía una curva perfecta y no mostraba defecto alguno.

Cuando él levantó de nuevo la cabeza, Laila vio que tenía las mejillas y la frente quemadas por el sol.

– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó.

– Mi tío estaba enfermo. Ven, entra.

La condujo por el pasillo hasta la habitación de la familia. A Laila le gustaba todo lo de aquella casa. Le gustaba la vieja alfombra raída dala sala de estar, la colcha de retales que cubría el sofá, el revoltijo de arreos que formaban parte de la vida diaria de Tariq: los rollos de tela de su madre, sus agujas de coser clavadas en carretes de hilo, las revistas atrasadas, el estuche del acordeón en el rincón esperando a ser abierto.

– ¿Quién es? -Era la madre de Tariq, que preguntaba desde la cocina.

– Laila -respondió él.

Acercó una silla a Laila. La habitación familiar tenía mucha luz y una ventana doble que daba al patio. En el alféizar había tarros vacíos en los que la madre de Tariq guardaba la berenjena en vinagre y la mermelada de zanahoria que preparaba ella misma.

– Te refieres a nuestra arus, nuestra nuera -anunció su padre, entrando en la habitación. Era carpintero, un hombre enjuto de pelo blanco, de sesenta y pocos años. Le faltaban algunos dientes de delante, y tenía los ojos llenos de arrugas y un poco achinados de las personas que pasan la mayor parte de su vida al aire libre. Abrió los brazos y Laila, al echarse en ellos, inspiró el agradable y familiar olor del serrín. Se besaron en las mejillas tres veces.

– Tú sigue llamándola así y dejará de venir a esta casa -advirtió su mujer al pasar por su lado. Llevaba una bandeja con un cuenco grande, un cucharón y cuatro escudillas. Depositó la bandeja sobre la mesa-. No hagas caso a este viejo. -Le cogió la cara entre las manos-. Me alegro de verte, cariño. Ven, siéntate. He traído fruta en remojo.

La mesa era grande y estaba hecha de una madera ligera y sin pulir. La había fabricado el padre de Tariq, igual que las sillas. Estaba cubierta por un mantel de vinilo verde con pequeñas lunas y estrellas magenta. Había una pared llena de fotografías de Tariq a distintas edades. En las más antiguas tenía las dos piernas.

– Me ha dicho Tariq que su hermano está enfermo -comentó Laila al padre de su amigo, hundiendo la cuchara en su cuenco de uvas, pistachos y albaricoques en remojo.

– Sí -dijo él mientras encendía un cigarrillo-, pero ahora ya está bien, shokr e Joda, gracias a Dios.

– Tuvo un ataque al corazón, el segundo -intervino la madre, lanzando a su marido una mirada reprobatoria.

Él lanzó una bocanada de humo mientras guiñaba un ojo a Laila, y ella volvió a pensar, como en tantas otras ocasiones, que los padres de Tariq podían pasar fácilmente por sus abuelos, ya que el niño había nacido cuando su madre pasaba ya de los cuarenta.

– ¿Cómo está tu padre, cariño? -preguntó la madre, mirándola por encima de su cuenco.

Desde que Laila la conocía, la madre de Tariq siempre había llevado peluca. Una peluca que se estaba volviendo de un apagado color violáceo con los años. Ese día la llevaba inclinada sobre la frente y Laila veía asomar el pelo gris de las patillas. Algunos días la llevaba mucho más arriba. Sin embargo, nunca le había parecido que tuviera un aspecto ridículo. Lo que veía era el rostro sereno y seguro de sí mismo que había bajo la peluca, con sus ojos inteligentes y sus modales agradables y temperados.

– Está bien -contestó-. Sigue en Silo, por supuesto. Está bien.

– ¿Y tu madre?

– Tiene días buenos. Y otros malos. Lo de siempre.

– Sí -convino la madre de Tariq pensativamente, dejando la cuchara en el recipiente-. Debe de ser muy duro, terriblemente duro para una madre, verse separada de sus hijos.

– ¿Te quedas a comer? -preguntó Tariq.

– Tienes que quedarte -dijo la madre-. Habrá shorwa.

– No quiero ser una mozahem.

– ¿Molestia tú? -dijo la madre-. ¿Estamos sólo un par de semanas fuera y te vuelves tan formal con nosotros?

– De acuerdo, me quedaré -accedió Laila sonriente, ruborizándose.

– Decidido, entonces.

Lo cierto era que a Laila le gustaba tanto comer en casa de Tariq como le desagradaba ir a la suya. En casa de Tariq nadie comía solo, siempre se hacía en familia. A Laila le gustaban los vasos de plástico violeta que usaban y el gajo de limón que siempre flotaba en la jarra de agua. Le gustaba que todas las comidas empezaran con un cuenco de yogur fresco y que le echaran zumo de naranjas amargas a todo, incluso al yogur, y que se lanzaran pullas inofensivas unos a otros.

Durante las comidas la conversación siempre era fluida. A pesar de que Tariq y sus padres eran de la etnia pastún, hablaban en farsi cuando Laila estaba con ellos, aunque ella entendía bastante bien el pastún, ya que lo había aprendido en el colegio. Babi decía que había tensiones entre su gente, los tayikos, que eran una minoría, y la gente de Tariq, los pastunes, que eran el grupo étnico más numeroso de Afganistán.

– Los tayikos siempre se han sentido despreciados -le había explicado babi-. Los reyes pastunes han gobernado este país durante cerca de doscientos cincuenta años, Laila, y los tayikos sólo durante nueve meses en mil novecientos veintinueve.

– ¿Y tú? -había preguntado Laila-. ¿Te sientes despreciado, bab?

Él se había limpiado las gafas con el borde de la camisa antes de contestar.

– Para mí, todo eso de yo soy tayiko y tú eres pastún y él es hazara y ella es uzbeka no son más que tonterías, y muy peligrosas, por cierto. Todos somos afganos, y eso es lo que debería importarnos. Pero cuando un grupo gobierna a los demás durante tanto tiempo… Hay desprecio, rivalidades. Las hay ahora. Siempre las ha habido.

Tal vez fuera así. Pero Laila nunca tenía esa impresión cuando estaba en casa de Tariq, donde tales cuestiones no se planteaban. Los ratos que pasaba con la familia de Tariq siempre le parecían naturales, fáciles, y nunca surgía complicación alguna por culpa de las diferencias tribales o idiomáticas, ni por los rencores y resentimientos que contaminaban el aire en su hogar.

– ¿Te apetece jugar a las cartas? -preguntó Tariq.

– Sí, id arriba -sugirió su madre, dando manotazos para disipar la nube de humo de su marido con aire de desaprobación-. Yo prepararé el shorwa.

Los dos niños se tumbaron en el suelo del dormitorio de Tariq y se pusieron a jugar al panypar. Tariq le contó su viaje, balanceando el pie. Habló de los jóvenes melocotoneros que había ayudado a plantar a su tío y de una culebra que había atrapado en el jardín.

Aquélla era la habitación donde ambos hacían los deberes, donde construían torres de naipes y dibujaban caricaturas el uno del otro. Si llovía, se apoyaban en el alféizar de la ventana y bebían Fanta de naranja caliente, mientras contemplaban los goterones de lluvia que se deslizaban por el cristal.

– Vale, me sé una adivinanza -dijo Laila, cambiando de postura-. ¿Qué da la vuelta al mundo, pero siempre se queda en un rincón?

– Espera. -Tariq se incorporó y se quitó la pierna ortopédica, la izquierda. Hizo una mueca de dolor y se tumbó de lado, apoyándose en el codo-. Pásame ese cojín. -Se colocó el almohadón bajo la pierna-. Así está mejor.

Laila recordó la primera vez que Tariq le había mostrado su muñón. Entonces ella tenía seis años. Con un dedo había apretado la piel lisa y reluciente del muñón, justo por debajo de la rodilla izquierda. El dedo había detectado pequeños bultos duros aquí y allá, y Tariq le había explicado que eran espolones de hueso que a veces crecían tras una amputación. Ella le había preguntado si le dolía, y él le había explicado que al final del día en ocasiones se le hinchaba y no encajaba bien en la prótesis, como un dedo en un dedal. «También me escuece, sobre todo cuando hace calor. Entonces me salen sarpullidos y ampollas, pero mi madre tiene cremas para aliviarme. No hay para tanto.» Laila se había echado a llorar. «¿Por qué lloras? -protestó Tariq, que había vuelto a ponerse la pierna ortopédica-. ¡Eres tú quien me ha pedido verlo, giryanok, llorona! Si hubiera sabido que te ibas a poner a berrear, no te lo habría enseñado», había acabado diciendo.

– Un sello.

– ¿Qué?

– La adivinanza. La respuesta es un sello. Deberíamos ir al zoo después de comer.

– Ya te la sabías, ¿verdad?

– Desde luego que no.

– Eres un tramposo.

– Y tú una envidiosa.

– ¿De qué?

– De mi inteligencia masculina.

– ¿Tu inteligencia masculina? ¿En serio? Dime, ¿quién gana siempre al ajedrez?

– Es porque te dejo ganar. -Tariq se echó a reír. Ambos sabían que no era cierto.

– ¿Y quién suspendió matemáticas? ¿A quién le pides ayuda con los deberes de matemáticas, a pesar de que estás en un curso superior?

– Estaría dos cursos por delante de ti si las matemáticas no me aburrieran.

– Y supongo que la geografía también te aburre.

– ¿Cómo lo sabes? Bueno, calla ya. ¿Vamos al zoo o no?

Laila sonrió.

– Sí, vamos.

– Bien.

– Te he echado de menos.

Se produjo un silencio. Luego Tariq se volvió hacia ella con una expresión que oscilaba entre una sonrisa y una mueca de desagrado.

– ¿Qué te pasa?

¿Cuántas veces se habían preguntado lo mismo Hasina, Giti y ella, pensó Laila, y lo habían dicho sin vacilar, después de apenas dos o tres días sin verse? «Te he echado de menos, Hasina.» «Oh, yo a ti también.» Con la mueca de Tariq, Laila aprendió que los chicos eran diferentes de las chicas en aquel aspecto. No hacían ostentación de su amistad. No sentían la necesidad de hablar de esas cosas. Laila imaginó que también sus hermanos serían así. Los chicos, comprendió, se planteaban la amistad de la misma forma que el sol: daban por sentada su existencia y disfrutaban de su resplandor, pero nunca lo contemplaban directamente.

– Sólo quería fastidiarte -dijo.

– Pues ha funcionado -replicó Tariq, mirándola de reojo.

Pero a Laila le pareció que su mueca se había suavizado. Y también le dio la impresión de que el tono de sus mejillas había subido de intensidad momentáneamente.

Laila no pensaba contárselo. De hecho, había llegado a la conclusión de que sería muy mala idea. Alguien saldría herido, porque Tariq sería incapaz de pasarlo por alto. Pero cuando más tarde salieron a la calle en dirección a la parada del autobús, Laila volvió a ver a Jadim apoyado contra una pared, rodeado de sus amigos y con los pulgares metidos en las presillas del pantalón, dedicándole una sonrisa desafiante.

Y entonces ella se lo contó. Todo lo sucedido le salió por la boca antes de que acertara a contenerlo.

– ¿Que hizo qué?

Laila se lo repitió.

Tariq señaló a Jadim.

– ¿Él? ¿Fue él? ¿Estás segura?

– Estoy segura.

Tariq apretó los dientes y masculló algo en pastún que Laila no entendió.

– Espera aquí -ordenó en farsi.

– No, Tariq…

Pero él ya estaba cruzando la calle.

Jadim fue el primero en verlo. Se le borró la sonrisa y se apartó de la pared. Sacó los pulgares de las presillas y se irguió, adoptando un afectado aire de amenaza. Los otros chicos siguieron su mirada.

Laila deseó haber callado. ¿Y si se ponían todos de parte de Jadim? ¿Cuántos había…? ¿Diez, once, doce? ¿Y si le hacían daño?

Tariq se detuvo a unos pasos de Jadim y su banda. A Laila le pareció que se tomaba un momento para reflexionar, tal vez para cambiar de opinión, y cuando él se agachó, imaginó que fingiría que se le había desatado el cordón del zapato y que luego volvería a su lado. Pero no fue eso lo que hizo Tariq, y entonces Laila lo comprendió todo.

Los otros también lo comprendieron al ver que Tariq se enderezaba sobre una sola pierna, se dirigía hacia Jadim a la pata coja, y luego se abalanzaba sobre él, blandiendo la pierna ortopédica como si de una espada se tratara.

Los demás chicos se apartaron rápidamente para dejarle libre el camino.

Entonces todo se convirtió en polvo, puñetazos, patadas y gritos.

Jadim no volvió a molestar a Laila nunca más.


***

Esa noche, como la mayoría de las noches, Laila puso la mesa sólo para dos. Mammy dijo que no tenía hambre. Cuando sí tenía hambre, siempre se llevaba el plato a su habitación antes incluso de que babi llegara de trabajar. Solía estar ya dormida o tumbada en la cama, despierta, cuando Laila y babi se sentaban a cenar.

Babi salió del cuarto de baño con el pelo -que traía blanco de harina al llegar a casa- limpio y peinado hacia atrás.

– ¿Qué hay para cenar, Laila?

– Sopa aush que sobró de ayer.

– Estupendo -dijo él, doblando la toalla con la que se había secado el cabello-. ¿Y en qué vas a trabajar hoy? ¿Suma de fracciones?

– No; pasar fracciones a números mixtos.

– Ah, muy bien.

Todas las noches, después de cenar, babi ayudaba a Laila con los deberes y le ponía otros. Sólo lo hacía para que Laila fuera un poco más adelantada que el resto de su clase, no porque desaprobara el programa del colegio, a pesar de toda la propaganda. De hecho, babi pensaba que, irónicamente, los comunistas sólo habían actuado bien -o al menos lo habían intentado- en el terreno educativo, precisamente la vocación de la que lo habían expulsado. Y sobre todo, en lo referente a la educación femenina. El gobierno había subvencionado clases de alfabetización para todas las mujeres. Y ahora, según afirmaba babi, casi dos tercios de las matrículas en la Universidad de Kabul correspondían a mujeres. Mujeres que estudiaban derecho, medicina, ingeniería.

– Las mujeres siempre lo han tenido difícil en este país, Laila, pero seguramente son más libres ahora, bajo el régimen comunista, y tienen más derechos que nunca -decía babi, siempre bajando la voz, consciente de la intransigencia de mammy con respecto a cualquier comentario positivo sobre los comunistas, por nimio que fuera-. Pero es cierto, ahora es un buen momento para ser mujer en Afganistán. Y tú puedes aprovecharlo, Laila. Por supuesto, la libertad de las mujeres -y aquí meneó la cabeza, apesadumbrado- fue también una de las razones por las que la gente empuñó las armas ahí fuera.

Al decir «ahí fuera» no se refería a Kabul, que siempre había sido una ciudad relativamente liberal y progresista. En la capital había profesoras universitarias, directoras de escuelas, funcionarias del gobierno. No, babi se refería a las áreas tribales, sobre todo a las regiones pastunes del sur o del este, cerca de la frontera con Pakistán, donde raras veces se veían mujeres por la calle, si no era con burka y acompañadas por algún varón. Se refería a las regiones donde los hombres que vivían de acuerdo con antiguas leyes tribales se habían sublevado contra los comunistas y sus decretos orientados a liberar a las mujeres, abolir los matrimonios forzados, elevar a dieciséis años la edad mínima de las jóvenes para casarse. Allí, los hombres consideraban un insulto a sus tradiciones ancestrales, decía babi, que el gobierno -un gobierno ateo, por añadidura- les dijera que sus hijas debían abandonar el hogar para ir a estudiar y trabajar rodeadas de hombres.

– ¡Dios nos libre! -solía exclamar babi sarcásticamente. Luego suspiraba y añadía-: Laila, cariño mío, el único enemigo al que un afgano no puede derrotar es a sí mismo.

Babi se sentó a la mesa y mojó pan en su cuenco de aush.

Laila decidió que le contaría lo que Tariq había hecho a Jadim durante la cena, antes de ponerse con las fracciones. Pero finalmente no tuvo oportunidad de hacerlo, porque justo entonces llamaron a la puerta y un desconocido se presentó en su casa con noticias.

19

– Tengo que hablar con tus padres, dojtar yan -dijo el hombre cuando Laila le abrió la puerta. Era robusto, de facciones angulosas y tez curtida. Llevaba un abrigo del color de la patata y un pakol de lana marrón en la cabeza.

– ¿Puedo saber quién pregunta por ellos?

La mano de babi se posó entonces sobre el hombro de Laila, apartándola suavemente de la puerta.

– ¿Por qué no vas arriba, Laila? Ve.

Cuando se dirigía a la escalera, Laila oyó al visitante decir a babi que tenía noticias de Panyshir. Mammy había bajado. Se tapaba la boca con una mano y sus ojos pasaban por encima de babi para detenerse en el hombre del pakol.

Laila espió desde lo alto de la escalera. Vio que el desconocido se sentaba con sus padres y se inclinaba hacia ellos. Pronunció unas palabras en voz baja. Entonces babi se quedó blanco como el papel, cada vez más blanco, y se miró las manos, y mammy empezó a chillar y chillar y a tirarse del pelo.

A la mañana siguiente, el día del fatiha, un tropel de vecinas irrumpió en la casa y se ocupó de los preparativos del jatm que se celebraría después del funeral. Mammy se pasó la mañana sentada en el sofá estrujando un pañuelo entre los dedos, con el rostro abotargado. La atendían un par de mujeres llorosas que se turnaban para darle palmaditas cautelosas en la mano, como si mammy fuera la muñeca más preciosa y frágil del mundo, aunque ella no parecía consciente de su presencia.

Laila se arrodilló ante su madre y le cogió las manos.

Mammy.

Su madre bajó la mirada. Parpadeó.

– Nosotros nos ocuparemos de ella, Laila yan -señaló una de las mujeres con aire de suficiencia.

Laila había asistido a funerales en los que había mujeres como aquéllas, mujeres que disfrutaban con todo lo que se relacionaba con la muerte, consoladoras oficiales que no permitían que nadie se entrometiera en lo que consideraban su deber.

– Nosotras nos ocupamos de todo. Tú ve a hacer alguna otra cosa, niña. Deja tranquila a tu madre.

Al verse marginada, Laila se sintió inútil. Fue pasando de una habitación a otra. Se entretuvo un rato en la cocina. Una alicaída Hasina, lo que no era normal en ella, se presentó con su madre. También llegaron Giti y la suya. Cuando Giti vio a Laila, se precipitó hacia ella, la rodeó con sus flacos brazos y le dio un largo abrazo con una fuerza sorprendente. Cuando se apartó, tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Lo siento mucho, Laila -dijo.

Ella le dio las gracias. Las tres niñas se sentaron en el patio hasta que una de las mujeres les encomendó la tarea de lavar vasos y poner platos en la mesa.

También babi salía y entraba de la casa sin ton ni son, como si buscara algo que hacer.

– Que no se acerque a mí -era lo único que había dicho mammy en toda la mañana.

Babi acabó sentándose solo en una silla plegable del pasillo, con aspecto desolado y encogido. Luego una de las mujeres le dijo que allí estorbaba. Babi se disculpó y se metió en su estudio.

Por la tarde, los hombres fueron a Karté Sé, a un salón que babi había alquilado para el fatiha. Las mujeres se dirigieron a la casa. Laila ocupó su lugar junto a su madre, cerca de la puerta de la sala de estar, donde era costumbre que se sentara la familia del difunto. La gente se quitaba los zapatos en la puerta, saludaba con inclinaciones de cabeza a los conocidos al cruzar la habitación, y se sentaba en sillas plegables dispuestas a lo largo de las paredes. Laila vio a Wayma, la anciana comadrona que había asistido a su nacimiento. Vio también a la madre de Tariq, con un pañuelo negro sobre la peluca, quien la saludó con un gesto y lentamente esbozó una triste sonrisa con los labios apretados.

Una voz nasal de hombre entonaba versículos del Corán en un casete. Las mujeres suspiraban, se sorbían la nariz y se removían en las sillas. Se oían toses ahogadas, murmullos y, de vez en cuando, alguien dejaba escapar un sollozo lastimero, muy teatral.

Entró la mujer de Rashid, Mariam, con un hiyab negro. Algunos mechones de pelo le caían sobre la frente. Se sentó frente a Laila.

Al lado de la muchacha, mammy no paraba de balancearse. Laila cogió la mano de su madre y se la puso sobre el regazo, cubriéndola con las suyas, pero ella no pareció darse cuenta.

– ¿Quieres un poco de agua, mammy? -le dijo al oído-. ¿Tienes sed?

Pero ella no respondió. No hizo más que seguir meciéndose adelante y atrás, fijando en la alfombra su mirada remota y sin vida.

De vez en cuando, sentada junto a su madre, viendo las caras largas y acongojadas de la habitación, Laila era consciente de la desgracia que había golpeado a su familia. De las posibilidades que habían acabado por cumplirse, aplastando toda esperanza.

Pero ese sentimiento no duraba mucho. Le resultaba difícil sentir, sentir de verdad, la pérdida que había sufrido su madre. Le costaba sentirse apenada, lamentar la muerte de personas que en realidad nunca le habían parecido que estuvieran vivas. Para ella, Ahmad y Nur siempre habían sido como una leyenda. Como personajes de una fábula. Como reyes de un libro de historia.

Sólo Tariq era real, de carne y hueso. Tariq le había enseñado palabrotas en pastún. A Tariq le gustaban las hojas de trébol con sal, y fruncía el ceño y emitía un pequeño gemido cuando masticaba, y debajo de la clavícula izquierda tenía una marca de nacimiento rosada que recordaba la forma de una mandolina vuelta del revés.

Así que Laila permaneció sentada junto a su madre, lamentándose por la muerte de Ahmad y Nur, como era su obligación; pero, en su corazón, su verdadero hermano estaba sano y salvo.

20

Mammy empezó a sufrir las dolencias que la aquejarían durante el resto de su vida. Jaquecas, dolores en el pecho y las articulaciones, sudoraciones nocturnas, punzadas en los oídos que la dejaban paralizada y bultos que nadie más notaba. Babi la llevó a un médico que le hizo análisis de sangre y orina, además de varias radiografías, pero no halló enfermedad física alguna.

Se pasaba casi todo el día en la cama. Vestía de negro. Se tiraba del pelo y se mordía el lunar que tenía bajo el labio. Cuando estaba despierta, Laila la encontraba vagando por la casa. Siempre acababa en la habitación de su hija, como si tarde o temprano fuera a encontrar a sus hijos sólo con que siguiera entrando en la habitación donde en otro tiempo ellos habían dormido y habían hecho pedorretas y guerras de almohadas. Pero lo único que encontraba indefectiblemente era su ausencia. Y a Laila. Y ésta acabó convenciéndose de que para su madre ambas cosas habían acabado siendo lo mismo.

La única tarea que mammy jamás descuidaba eran las cinco plegarias namaz. Terminaba cada una de ellas con la cabeza inclinada y las manos en alto, delante del rostro y vueltas hacia arriba, musitando una plegaria a Dios para que concediera la victoria a los muyahidines. Laila tenía que ocuparse de casi todas las tareas domésticas. Si no limpiaba, acababa encontrándose ropa, zapatos, bolsas de arroz abiertas, latas de judías y platos sucios esparcidos por todas partes. Lavaba la ropa de su madre y le cambiaba las sábanas. La convencía para que saliera de la cama para bañarse y comer. Planchaba las camisas de babi y le doblaba los pantalones. Y también se ocupaba de cocinar cada vez con mayor frecuencia.

A veces, después de terminar las tareas, Laila se tumbaba en la cama junto a su madre. La abrazaba, entrelazaba sus dedos con los de ella y hundía el rostro entre sus cabellos. Entonces mammy se agitaba y musitaba algo. Inevitablemente, acababa contándole una historia sobre sus hermanos.

Un día, estando así tumbadas, mammy dijo:

– Ahmad iba a ser un líder. Tenía carisma. Hombres que le doblaban la edad lo escuchaban con respeto, Laila. Era digno de verse. Y Nur. Oh, mi Nur. Siempre estaba dibujando puentes y edificios. Iba a ser arquitecto, ¿sabes? Iba a transformar Kabul con sus proyectos. Y ahora los dos son shahid, mis dos niños son mártires.

Laila la escuchaba, esperando que se diera cuenta de que ella no se había convertido en un shahid, que estaba viva, allí, tumbada a su lado, que tenía esperanzas y un futuro por delante. Sin embargo, Laila sabía que su futuro no podía rivalizar con el pasado de sus hermanos. La habían eclipsado cuando estaban vivos, y la borrarían por completo en su muerte. Mammy se había convertido en la conservadora del museo de su vida y Laila no era más que una mera visitante, un receptáculo para su mito. El pergamino sobre el que mammy quería escribir su leyenda.

– El mensajero que vino a traernos la noticia dijo que, cuando llevaron a los chicos de vuelta al campamento, Ahmad Sha Massud en persona presidió el funeral y pronunció una plegaria por ellos ante su tumba. Fíjate cómo eran tus jóvenes y valientes hermanos, Laila, que hasta el comandante Massud en persona, el León de Panyshir, que Dios lo bendiga, presidió su funeral.

Mammy se tumbó de espaldas y Laila cambió de postura para descansar la cabeza sobre el pecho de su madre.

– Algunos días -prosiguió mammy con voz ronca-, escucho el tictac del reloj del pasillo. Entonces pienso en todos los segundos y minutos y horas y días y semanas y meses y años que me esperan. Y todos sin mis hijos. Y entonces no puedo respirar, como si alguien me aplastara el corazón con los pies, Laila. Y me siento tan débil que lo único que deseo es tirarme en alguna parte.

– Ojalá pudiera hacer algo -dijo Laila con sinceridad, pero sus palabras sonaron trilladas, superficiales, como el consuelo simbólico de un amable desconocido.

– Eres una buena hija -murmuró mammy tras emitir un hondo suspiro-. Y yo no he sido demasiado buena madre para ti.

– No digas eso.

– Oh, es cierto. Lo sé y lo lamento, cariño mío.

Mammy?

– Mm.

Laila se sentó y miró a su madre, que ahora tenía mechones grises. Y le sorprendió comprobar lo mucho que había adelgazado, cuando siempre había sido más bien regordeta. Tenía las mejillas hundidas. La blusa le colgaba de los hombros y se le había formado un hueco entre el cuello y la clavícula. En más de una ocasión Laila había visto cómo le resbalaba la alianza en el dedo.

– Quería preguntarte una cosa.

– ¿Qué?

– Tú no… -empezó.

Laila lo había hablado con Hasina. Por sugerencia de su amiga, ambas habían vaciado el tubo de aspirinas por la alcantarilla, habían escondido los cuchillos de cocina y los pinchos de kebab bajo la alfombra que había debajo del sofá. Hasina había encontrado una cuerda en el patio. Y cuando babi buscó sin éxito sus cuchillas de afeitar, Laila tuvo que confesarle sus temores. Babi se sentó en el borde del sofá con las manos entre las rodillas. Laila esperaba de su padre alguna frase tranquilizadora, pero sólo obtuvo una mirada perpleja y hueca.

– Tú no… Mammy, tengo miedo de que…

– Lo pensé la noche que recibimos la noticia -admitió su madre-. No te mentiré, también lo he pensado otras veces. Pero no. No te preocupes, Laila. Quiero ver el sueño de mis hijos convertido en realidad. Quiero ver el día en que los soviéticos vuelvan a su país deshonrados, el día en que los muyahidines entren en Kabul victoriosos. Quiero estar aquí cuando eso ocurra, cuando Afganistán sea libre, porque así también mis hijos lo verán. Yo seré sus ojos.

Mammy se durmió enseguida, dejando a Laila debatiéndose entre emociones contradictorias: tranquilizada porque su madre quería seguir viviendo, pero dolida porque la razón no era ella. Nunca dejaría una huella indeleble, como habían hecho sus hermanos, porque el corazón de su madre era como una playa donde las huellas de Laila se borrarían siempre bajo las olas de su dolor, que crecían y se estrellaban contra la arena, una y otra vez.

21

El taxi se detuvo para dejar que pasara otro largo convoy de jeeps y vehículos blindados soviéticos. Tariq se inclinó hacia el taxista y gritó:

Payalusta! Payalusta!

Un jeep hizo sonar el claxon y el muchacho lo saludó con un silbido, sonriendo y agitando las manos alegremente.

– ¡Estupendos rifles! -gritó-. ¡Jeeps fabulosos! ¡Magnífico ejército! ¡Qué lástima que os estén ganando unos campesinos con hondas!

Cuando el convoy se alejó, el taxi volvió a incorporarse a la carretera.

– ¿Cuánto falta? -preguntó Laila.

– Una hora como mucho -respondió el taxista-. Salvo que encontremos más convoyes o puestos de control.

Laila, babi y Tariq habían salido de excursión. Hasina también habría querido ir, y de hecho se lo había rogado a su padre, pero él se había negado. La idea había sido de babi. Aunque con su sueldo difícilmente podía permitírselo, había alquilado un taxi para todo el día. No quiso decirle a Laila cuál era su destino, salvo que contribuiría a su educación.

Estaban en la carretera desde las cinco de la mañana. A través de la ventanilla de Laila, el paisaje cambiaba de los picos nevados a los desiertos, los cañones y las formaciones rocosas abrasadas por el sol. A lo largo del camino, encontraron casas de adobe con techo de paja y campos en los que se esparcían las balas de trigo segado. Aquí y allá, en medio de labrantíos polvorientos, Laila reconoció las negras tiendas de los nómadas kuchi. Y con frecuencia aparecían también los armazones calcinados de tanques soviéticos y helicópteros derribados. Aquél, pensó, era el Afganistán de Ahmad y Nur. En las provincias era, al fin y al cabo, donde se libraba la guerra; no en Kabul, donde reinaba una paz relativa. De no ser por las ocasionales ráfagas de disparos, los soldados soviéticos que fumaban en las aceras y los jeeps soviéticos que recorrían las calles, en Kabul la guerra no habría parecido más que un rumor.

Ya era casi mediodía cuando llegaron a un valle después de superar otros dos controles. Babi pidió a Laila que se inclinara para ver una serie de muros rojos de aspecto antiguo que se alzaban a lo lejos.

– Eso es Shahr-e-Zohak. La Ciudad Roja. Antes era una fortaleza. La construyeron hace unos novecientos años para defender el valle de los invasores. El nieto de Gengis Kan la atacó en el siglo XIII, pero lograron acabar con él. Tuvo que ser Gengis Kan en persona quien la destruyera.

– Y ésa, mis jóvenes amigos, es la historia de nuestro país: una invasión tras otra -intervino el taxista, echando la ceniza del cigarrillo por la ventanilla-. Macedonios, sasánidas, árabes, mongoles. Y ahora, los soviéticos. Pero nosotros somos como esas murallas, maltrechas y no demasiado bonitas, pero seguimos en pie. ¿No es cierto, badar?

– Cierto -convino babi.

Media hora más tarde, el taxista aparcó el vehículo.

– Vamos, salid -indicó babi-. Venid a echar un vistazo.

Los dos niños bajaron del coche.

– Ahí están. Mirad -dijo babi, señalando.

Tariq dejó escapar un grito ahogado. Laila también, y supo entonces que no volvería a ver cosa igual aunque viviera cien años.

Los dos budas eran enormes, y alcanzaban una altura mucho mayor de lo que ella había imaginado por las fotos. Tallados en una pared rocosa blanqueada por el sol, los contemplaban desde lo alto tal como habían contemplado las caravanas que atravesaban el valle siguiendo la Ruta de la Seda, casi dos mil años antes. A ambos lados de las estatuas, en toda la extensión del nicho se abrían multitud de cuevas en la pared rocosa.

– Me siento muy pequeño -murmuró Tariq.

– ¿Queréis subir? -preguntó babi.

– ¿A las estatuas? -dijo Laila-. ¿Se puede?

Su padre sonrió y le tendió la mano.

– Vamos.

La ascensión fue difícil para Tariq, que hubo de sujetarse a Laila y a babi. Los tres subieron lentamente por la escalera angosta, sinuosa y escasamente iluminada. Fueron viendo las negras bocas de las cuevas a lo largo del camino, y un laberinto de túneles que perforaban la pared rocosa en todas direcciones.

– Cuidado dónde ponéis los pies -dijo babi, y su voz produjo un sonoro eco-. El suelo es peligroso.

En algunas partes, la escalera se abría a la cavidad de los budas.

– No miréis hacia abajo, niños. Mirad hacia delante todo el rato.

Mientras subían, babi les contó que en otros tiempos Bamiyán había sido un floreciente centro budista, hasta que cayó en manos de los árabes islámicos en el siglo IX. Las paredes de arenisca eran el hogar de los monjes budistas, que abrían cuevas en la roca para vivir en ellas y ofrecerlas como santuario a los cansados peregrinos. Los monjes, añadió, pintaban hermosos frescos en los techos y las paredes de sus cuevas.

– En cierto momento -explicó-, llegó a haber cinco mil monjes viviendo en estas cuevas como eremitas.

Tariq resollaba cuando llegaron a lo más alto. Babi también jadeaba, pero sus ojos brillaban de emoción.

– Estamos justo encima de las cabezas -señaló, secándose la frente con un pañuelo-. Desde ese saliente podemos asomarnos.

Se acercaron muy despacio al escarpado antepecho y los tres muy juntos, con el adulto en el centro, contemplaron el valle.

– ¡Mirad eso! -exclamó Laila.

Su padre sonrió.

El valle de Bamiyán estaba alfombrado de fértiles campos de cultivo. Babi les contó que eran de trigo de invierno y alfalfa, y también de patatas. Los campos estaban bordeados de álamos y atravesados por arroyos y acequias, en cuyas orillas vieron diminutas figuras femeninas arrodilladas haciendo la colada. El padre de Laila señaló los arrozales y los campos de cebada que cubrían las lomas. Era otoño, y la muchacha divisó varias personas que, vestidas con vistosas túnicas, ponían a secar las cosechas en las azoteas de sus casas de adobe. La carretera principal que atravesaba el pueblo también estaba flanqueada de álamos. En ella había pequeñas tiendas, casas de té y barberos que trabajaban en ambas aceras. Más allá del pueblo, del río y los arroyos, Laila vio el pie de las colinas, árido y pardo, y más allá todavía, el Hindú Kush con sus cumbres nevadas, que formaba parte del horizonte de Afganistán.

El cielo aparecía inmaculado, de un azul perfecto.

– Qué silencio -comentó ella en voz baja. Veía ovejas y caballos diminutos, pero no oía sus balidos ni sus relinchos.

– Es lo que más me impresiona de este lugar -dijo babi-. El silencio. La paz. Quería que vosotros también lo experimentarais. Y también quería que vierais la herencia cultural de vuestro país, niños, para que aprendáis de su rico pasado. Mirad, algunos temas puedo enseñároslos yo. Otros los aprendéis de los libros. Pero hay cosas que, bueno, hay que verlas y sentirlas.

– Mirad -indicó Tariq.

Vieron a un halcón que sobrevolaba el pueblo en círculos.

– ¿Alguna vez has traído a mammy aquí arriba? -preguntó Laila.

– Claro, muchas veces. Antes de que nacieran los chicos. Y después también. Tu madre era muy aventurera por entonces y… muy vivaz. Era la persona más alegre y feliz que he conocido jamás. -Sonrió al evocarlo-. Tenía una risa muy especial. Te juro que me casé con ella por esa risa, Laila. Te avasallaba. Te dejaba sin defensas.

La niña experimentó una oleada de afecto. A partir de entonces, recordaría siempre a su padre de aquella manera: recordando a mammy, acodado en el saliente, con el mentón apoyado en las manos, el viento alborotándole el pelo y los ojos entrecerrados para protegerse del sol.

– Voy a echar un vistazo a esas cuevas -dijo Tariq.

– Ten cuidado -advirtió babi.

– Sí, Kaka yan -respondió el eco de la voz de Tariq.

Laila contempló a tres hombres que en lo hondo del valle charlaban cerca de una vaca atada a una cerca. A su alrededor, los árboles habían empezado a adquirir una tonalidad ocre, anaranjada y rojo escarlata.

– Yo también echo de menos a los chicos, ¿sabes? -dijo babi. Los ojos se le llenaron de lágrimas al tiempo que le temblaba la barbilla-. Puede que yo no… Tu madre sólo conoce la alegría o la tristeza más extremas, y no sabe disimular. Nunca ha sabido. Supongo que yo soy diferente. Tiendo más a… Pero a mí también me ha destrozado la muerte de los chicos. Yo también los echo de menos. No pasa un día sin que… Es muy duro, hija. Muy, muy duro. -Se apretó los ojos con el pulgar y el índice. Cuando trató de seguir hablando, se le quebró la voz. Se mordió el labio y esperó. Respiró despacio y profundamente antes de mirarla-. Pero me alegro de tenerte a ti. Todos los días doy las gracias a Dios por tenerte a ti. Todos los días. A veces, cuando tu madre está en sus horas bajas, me siento como si fueras lo único que me queda, Laila.

Ella estrechó a su padre y apoyó la mejilla en su pecho. Él pareció sobresaltarse un poco, pues, al contrario que la madre, raras veces expresaba su afecto físicamente. Por eso le plantó un rápido beso en la coronilla y le devolvió el abrazo torpemente. Estuvieron así un rato, contemplando el valle de Bamiyán.

– A pesar de lo mucho que amo este país, algunos días pienso en abandonarlo -dijo babi.

– ¿Y adonde irías?

– A cualquier sitio donde sea fácil olvidar. Supongo que primero a Pakistán, durante un par de años, hasta tener listos los papeles.

– ¿Y luego?

– Y luego, bueno, el mundo es muy grande. Tal vez a Estados Unidos. A algún sitio cerca del mar. Como California.

Su padre dijo que los americanos eran un pueblo generoso, que los ayudarían con dinero y comida durante un tiempo, hasta que pudieran mantenerse por sí mismos.

– Yo encontraría trabajo y en unos años, cuando ahorráramos lo suficiente, abriríamos un pequeño restaurante afgano. Nada demasiado lujoso, sólo un rincón modesto, con unas cuantas mesas y alfombras. Tal vez colgaríamos algunas fotografías de Kabul. Daríamos a probar a los americanos la comida afgana. Y con tu madre de cocinera, harían cola en la puerta.

»Y tú seguirías yendo al colegio, por supuesto. Ya sabes lo que pienso sobre el tema. Eso sería lo primero: que tú recibieras una buena educación, en el instituto y luego en la universidad. Pero en tu tiempo libre, si quisieras, podrías ayudarnos, anotar los pedidos, llenar las jarras de agua, esa clase de cosas.

Dijo que en el restaurante celebrarían fiestas de cumpleaños, banquetes de boda y fiestas de Año Nuevo. Se convertiría en un punto de encuentro para los afganos que, como él, hubieran huido de la guerra. Y por la noche, cuando el restaurante quedara vacío y estuviera limpio, se sentarían los tres a tomar un té entre las mesas vacías, cansados pero agradecidos por su buena suerte.

Cuando babi terminó de hablar, los dos se quedaron muy callados. Sabían que mammy se negaría a ir a ninguna parte. Abandonar el país había sido algo impensable mientras Ahmad y Nur estaban vivos. Pero desde que se habían convertido en shahid, hacer las maletas y salir corriendo sería una afrenta aún peor, una traición, como renegar del sacrificio que habían hecho.

Laila ya se imaginaba el comentario de su madre: «¿Cómo podéis pensarlo siquiera? ¿Su muerte no significa nada para ti, primo? Mi único consuelo es saber que piso el mismo suelo que han regado con su sangre. No. Jamás.»

Y babi no se iría sin ella, de eso Laila estaba segura, aunque mammy no fuera ya ni una esposa para él ni una madre para ella. Su padre se sacudiría de encima sus sueños, igual que se sacudía la harina de la chaqueta cuando volvía a casa del trabajo, y todo por su mujer.

La muchacha recordaba que en una ocasión su madre había dicho a su padre que se había casado con un hombre sin convicciones. Mammy no lo entendía. No entendía que, si se mirara a un espejo, no descubriera en su propia imagen la única convicción inquebrantable de la vida de su marido.

Más tarde, después de comer huevos duros y patatas hervidas con pan, Tariq echó una cabezada bajo un árbol a orillas de un arroyo que gorgoteaba. Durmió con la chaqueta pulcramente doblada a modo de almohada y las manos cruzadas sobre el pecho. El taxista se fue al pueblo a comprar almendras. Babi se sentó bajo una acacia de grueso tronco para leer un libro. Laila sabía cuál era; él mismo se lo había leído. Contaba la historia de un viejo pescador llamado Santiago que atrapaba un enorme pez. Pero cuando volvía a la orilla con su bote, no quedaba nada del pez capturado, pues se lo habían comido los tiburones.

La niña se sentó al borde del arroyo y metió los pies en el agua. Los mosquitos zumbaban sobre su cabeza y en el aire danzaba el polen de los álamos. Cerca de allí se oía el sonoro vuelo de una libélula. Vio los destellos del sol reflejado en sus alas mientras el insecto volaba de una brizna de hierba a otra, fulgores violáceos, verdes y anaranjados. Al otro lado del arroyo, un grupo de chicos hazaras recogían boñigas secas de vaca y las echaban en unos sacos que llevaban a la espalda. Un burro rebuznó. Un generador se puso en marcha con un petardeo.

La muchacha volvió a pensar en el sueño de su padre. «Algún sitio cerca del mar.»

Cuando estaban en lo alto de las efigies de Buda, Laila había ocultado algo a su padre: que se alegraba de que no pudieran irse, por un motivo importante: habría echado de menos a Giti y su rostro serio, sí, y también a Hasina, con su sonrisa maliciosa y sus payasadas. Pero, sobre todo, Laila tenía demasiado presente el tedio insoportable de aquellas cuatro semanas que Tariq había pasado en Gazni. Recordaba con excesiva viveza que el tiempo discurría infinitamente despacio, que ella se había arrastrado por los rincones sintiéndose perdida, sin rumbo. ¿Cómo iba a soportar una ausencia permanente?

Tal vez era absurdo desear tanto la compañía de una persona determinada en un país donde las balas habían abatido a sus propios hermanos. Pero no tenía más que recordar a Tariq abalanzándose sobre Jadim con su pierna ortopédica para que nada en el mundo le pareciera más sensato.

Seis meses más tarde, en abril de 1988, babi volvió a casa con una gran noticia.

– ¡Han firmado un tratado! -exclamó-. En Ginebra. ¡Es oficial! Se van. ¡Dentro de nueve meses ya no habrá soviéticos en Afganistán!

Mammy, que estaba sentada en la cama, se encogió de hombros.

– Pero el régimen comunista seguirá -objetó-. Nayibulá es una marioneta de los soviéticos. No se irá a ninguna parte. No, la guerra continuará. Esto no es el final.

– Nayibulá no durará mucho -aseguró babi.

– ¡Se van, mammy! ¡Se van de verdad!

– Celebradlo vosotros si queréis. Pero yo no descansaré hasta que los muyahidines organicen un desfile de la victoria aquí mismo, en Kabul.

Y con estas palabras, volvió a tumbarse y se tapó con la manta.

22

Enero de 1989

En un día frío y nublado de enero de 1989, tres meses antes de que Laila cumpliera once años, sus padres, Hasina y ella fueron a ver uno de los últimos convoyes soviéticos que abandonaban la ciudad. Los espectadores se habían concentrado a ambos lados de la carretera frente al Club Militar, cerca de Wazir Akbar Jan. Rodeados de nieve fangosa, contemplaron la hilera de tanques, camiones blindados y jeeps cuyos faros iluminaban los ligeros copos de nieve. Se oían insultos y abucheos. Soldados afganos mantenían a raya a la multitud. De vez en cuando, lanzaban al aire un disparo de advertencia.

Mammy sostenía una foto de Ahmad y Nur por encima de la cabeza. Era la imagen en la que aparecían sentados bajo el peral, espalda contra espalda. Había otras mujeres como ella, mujeres que mostraban en alto fotografías de maridos, hermanos, hijos shahid.

Alguien dio unos golpecitos en el hombro de Laila y de Hasina. Era Tariq.

– ¿De dónde has sacado eso? -exclamó Hasina.

– Quería vestirme adecuadamente para la ocasión -explicó él. Llevaba un enorme gorro ruso de pieles con orejeras, que se había bajado-. ¿Qué tal estoy?

– Ridículo -dijo Laila entre risas.

– De eso se trata.

– ¿Y tus padres han venido contigo y te han dejado llevar eso?

– Están en casa -contestó Tariq.

En otoño, el tío de Tariq que vivía en Gazni había muerto de un ataque al corazón, y unas semanas más tarde, el padre también había sufrido un infarto, a resultas del cual se hallaba débil y sin fuerza, propenso a padecer ansiedad y ataques depresivos que le duraban semanas. Laila se alegraba de ver a Tariq recuperado después de haberlo visto alicaído y malhumorado durante semanas, desde la enfermedad de su padre.

Los tres niños se escabulleron mientras mammy y babi se quedaban viendo partir a los soviéticos. Tariq compró un plato de judías hervidas con espeso chutney de cilantro para cada uno a un vendedor ambulante. Comieron bajo el toldo de una tienda de alfombras cerrada, y luego Hasina se fue en busca de su familia.

En el autobús de vuelta a casa, Tariq y Laila se sentaron detrás de los padres de ella. Mammy iba junto a la ventana, con la mirada fija en el exterior y la fotografía de sus hijos apretada contra el pecho. Junto a ella, babi escuchaba impasible los argumentos de un hombre, según el cual los soviéticos se iban, sí, pero enviarían armas a Nayibulá.

– Es su marioneta. Seguirán con la guerra a través de él, no le quepa duda.

En el otro lado del autobús, alguien se manifestó de acuerdo con lo dicho.

Mammy musitaba para sí largas plegarias, que se alargaban de forma interminable hasta que se quedaba sin aliento y tenía que pronunciar las últimas palabras con un débil y agudo chillido.

Por la tarde, Laila y Tariq fueron al Cinema Park y tuvieron que ver una película soviética doblada al farsi, que resultaba cómica sin pretenderlo. Trataba de un barco mercante y de un primer oficial enamorado de la hija del capitán, llamada Alyona. Se producía una gran tempestad que hacía zozobrar el barco. Uno de los angustiados marineros gritaba algo. Una voz afgana que mantenía una calma absurda, lo traducía como: «Señor mío, ¿sería usted tan amable de pasarme la cuerda?»

Tariq prorrumpió en carcajadas y muy pronto los dos sufrieron un irremediable ataque de risa. Cuando uno se cansaba, el otro soltaba un bufido, y vuelta a empezar. Un hombre sentado dos filas por delante se dio la vuelta y les mandó callar.

Hacia el final había una escena de boda. Finalmente el capitán había acabado cediendo y permitía que Alyona se casara con el primer oficial. Los novios se sonreían. Todos bebían vodka.

– Yo nunca me casaré -susurró Tariq.

– Yo tampoco -dijo Laila tras una breve y nerviosa vacilación. No quería que su voz delatara la decepción que habían supuesto las palabras de Tariq. Con el corazón desbocado, añadió, más decidida esta vez-: Nunca.

– Las bodas son una estupidez.

– Con tanto barullo.

– Y el dinero que cuestan.

– ¿Todo para qué?

– Para ponerse una ropa que nunca más vuelve a llevarse.

– ¡Ja!

– Y si algún día me casara -añadió Tariq-, tendrán que hacer sitio para tres. La novia, yo y el tipo que me apunte a la cabeza con una pistola.

El hombre de la fila de delante volvió a fulminarlo con la mirada.

En la pantalla, Alyona y su marido juntaron los labios.

Al contemplar el beso, Laila se sintió de pronto extrañamente expuesta. Notó con alarmante intensidad los latidos de su corazón, la sangre que se le agolpaba en las sienes, y el cuerpo de Tariq a su lado, tensándose, inmóvil. El beso se prolongaba. De repente a Laila le pareció absolutamente necesario no moverse ni hacer ruido alguno. Percibía que Tariq la estaba observando, con un ojo puesto en el beso y otro en ella, igual que ella lo observaba a él. ¿Escuchaba también el aire que entraba y salía silbando por su nariz, esperando detectar algún cambio sutil, una irregularidad reveladora que delatara sus pensamientos?

¿Y cómo sería besarlo a él, que el vello que tenía sobre el labio le hiciera cosquillas?

Entonces Tariq se agitó en su asiento.

– ¿Sabías que si lanzas mocos al aire en Siberia, se convierten en carámbanos verdes antes de tocar el suelo? -dijo con voz tensa.

Los dos se echaron a reír, pero fue una risa corta, nerviosa. Cuando terminó la película y salieron a la calle, a ella le alivió ver que había oscurecido y que no tendría que mirar a Tariq a los ojos a la luz del día.

23

Abril de 1992

Transcurrieron tres años.

Durante ese tiempo, el padre de Tariq sufrió varios ataques al corazón. Como consecuencia, la mano izquierda le quedó un poco torpe y tenía dificultades para hablar. Cuando se ponía nervioso, cosa que ocurría con frecuencia, aún le costaba más.

Al crecer, Tariq tuvo que cambiarse la pierna ortopédica. Se la proporcionó la Cruz Roja, aunque tuvo que esperar seis meses.

Tal como Hasina temía, su familia se la llevó a Lahore y la obligó a casarse con el primo que era dueño de una tienda de coches. La mañana en que emprendieron el viaje, Laila y Giti fueron a su casa para despedirse de ella. Hasina les contó que su futuro marido había iniciado ya los trámites para emigrar a Alemania, donde vivían sus hermanos. Ella creía que no tardarían más de un año en instalarse en Frankfurt. Las tres amigas se abrazaron y lloraron juntas. Giti estaba desconsolada. La última vez que Laila vio a Hasina, su padre la ayudaba a acomodarse en el atestado asiento de un taxi.

La Unión Soviética se desmoronaba con asombrosa rapidez. Laila tenía la impresión de que cada semana babi volvía a casa con la noticia de que una nueva república se había declarado independiente: Lituania, Estonia, Ucrania. En el Kremlin ya no ondeaba la bandera soviética. Había nacido la Federación Rusa.

En Kabul, Nayibulá cambió de táctica y trató de presentarse como un musulmán devoto.

– Demasiado tarde -dijo babi-. No se puede ser jefe de la KHAD un día, y al siguiente ir a rezar a una mezquita con los familiares de aquellos a quienes has torturado y asesinado.

Viendo que se estrechaba el cerco sobre Kabul, Nayibulá trató de llegar a un acuerdo con los muyahidines, pero éstos lo rechazaron.

Desde su cama, mammy dijo: «Me alegro mucho.» Esperaba que llegaran los muyahidines y desfilaran por las calles de Kabul. Esperaba la caída de los enemigos de sus hijos.

Finalmente, la caída llegó. Fue en abril de 1992, el año en que Laila cumplió los catorce.

Nayibulá se rindió por fin y buscó refugio en la sede de las Naciones Unidas cercana al palacio Darulaman, al sur de la ciudad.

La yihad había terminado. Los diversos regímenes comunistas que habían detentado el poder desde el nacimiento de Laila habían sido derrotados. Los héroes de mammy, los camaradas de armas de Ahmad y Nur, habían ganado. Y después de más de una década de sacrificarlo todo, de separarse de las familias para vivir en las montañas y luchar por la soberanía de Afganistán, los muyahidines volvían a Kabul, cansados de mil batallas.

Mammy sabía todos sus nombres.

Dostum, el extravagante comandante uzbeko, líder de la facción Yunbish-i-Milli, que tenía fama de cambiar fácilmente de aliados. El apasionado y adusto Gulbuddin Hekmatyar, líder de la facción Hezb-e-Islami, un pastún que había estudiado ingeniería y que en una ocasión había matado a un estudiante maoísta. Rabbani, el líder tayiko de la facción Yamiat-e-Islami, que enseñaba islam en la Universidad de Kabul en la época de la monarquía. Sayyaf, un corpulento pastún de Pagman con parientes árabes, líder de la facción Ittehad-i-Islami. Abdul Ali Mazarí, líder de la facción Hizb-e-Wahdat, conocido como Baba Mazarí entre sus compatriotas hazaras, con estrechos vínculos con chiíes de Irán.

Y, por supuesto, estaba el héroe de mammy, el aliado de Rabbani, el reflexivo y carismático comandante tayiko Ahmad Sha Massud, el León de Panyshir, cuya imagen aparecía en un póster que la madre de Laila había colgado en su dormitorio. El rostro apuesto y pensativo de Massud, con una ceja levantada y el característico pakol ladeado, se haría omnipresente en Kabul. Sus conmovedores ojos negros devolvían la mirada desde vallas publicitarias, paredes, escaparates y banderitas sujetas a las antenas de los taxis.

Para mammy, aquél era el día que tanto había anhelado y que convertía sus sueños en realidad.

Por fin habían terminado los años de espera: sus hijos ya podrían descansar en paz.

El día después de la rendición de Nayibulá, mammy se levantó convertida en una mujer nueva. Por primera vez en los cinco años transcurridos desde que Ahmad y Nur habían muerto como shahid, no se vistió de negro, sino que se puso un vestido de lino azul cobalto con lunares blancos. Limpió las ventanas, barrió el suelo, aireó la casa y se dio un buen baño. Su voz tenía un estridente tono de alegría.

– Hay que celebrarlo -anunció. Y envió a Laila a invitar a los vecinos-. ¡Diles que mañana daremos un gran festín!

En la cocina, mammy miró alrededor con los brazos en jarras.

– ¿Qué has hecho con mi cocina, Laila? -preguntó con afable tono de reproche-. Lo has cambiado todo de sitio.

Empezó a mover cacharros con grandes aspavientos, como si reclamara nuevamente la posesión de su territorio. Laila se mantuvo a cierta distancia. Era lo mejor. Mammy podía resultar tan avasalladora en sus arranques de euforia como en sus ataques de ira. Con inquietante energía, la mujer se dispuso a preparar la comida: sopa aush con judías blancas y eneldo, kofta, mantu humeante macerado en yogur espolvoreado con menta.

– Te has depilado las cejas -observó mammy, mientras abría un gran saco de arroz que había junto a la encimera.

– Sólo un poco.

La madre de Laila midió arroz del saco y lo puso en una olla negra llena de agua. Se arremangó y empezó a removerlo.

– ¿Cómo está Tariq?

– Su padre ha estado muy enfermo -contestó la hija.

– ¿Qué edad tiene ya?

– No lo sé. Sesenta y tantos, supongo.

– Me refiero a Tariq.

– Ah. Dieciséis.

– Es un niño muy agradable, ¿verdad?

Laila se encogió de hombros.

– Aunque ya no es tan niño, ¿no? Dieciséis. Casi un hombre, ¿verdad?

– ¿Qué quieres decir con eso, mammy?

– Nada, nada -contestó ella, sonriendo inocentemente-. Sólo pensaba que… Ah, tonterías. Será mejor que me lo calle.

– Pero si estás deseando decirlo -soltó la muchacha, irritada por la retorcida acusación que adivinaba.

– Bueno. -Cruzó las manos sobre el borde de la olla. A Laila le pareció que la forma en que decía «bueno» y cruzaba las manos era muy poco natural, casi ensayada. Mucho se temía que le caería un buen sermón-. Una cosa es que jugarais juntos de pequeños. No había nada malo en eso. Resultaba enternecedor. Pero ahora… Veo que ya llevas sujetador, hija.

A Laila el comentario la pilló desprevenida.

– La verdad es que podrías habérmelo contado. No lo sabía. Me decepciona que no me lo hayas dicho. -Percibiendo cierta ventaja, mammy siguió adelante, lanzada-. De todas formas, no se trata de mí ni del sujetador, sino de Tariq y tú. Es un chico, ¿entiendes?, y como tal no tiene que preocuparse por su reputación. Pero ¿y tú? La reputación de una mujer, sobre todo si es tan guapa como tú, es un asunto muy delicado, Laila. Es como tener un pájaro entre las manos. Si aflojas un poco, echa a volar.

– ¿Y qué me dices de cuando tú saltabas la tapia y te escondías en el huerto con bab?-replicó la muchacha, complacida por su rápida reacción.

– Nosotros éramos primos. Y luego nos casamos. ¿Ha pedido tu mano Tariq?

– Es un amigo. Un rafiq. Nada más -declaró Laila, poniéndose a la defensiva pero sin mucha convicción-. Para mí es como un hermano -añadió. Antes incluso de que la expresión de su madre se ensombreciera, comprendió su error.

– No, no lo es -afirmó la mujer categóricamente-. No compares a ese hijo cojo de un carpintero con tus hermanos. No hay quien pueda compararse a tus hermanos.

– Yo no he dicho que él… No me refería a eso.

Mammy suspiró exhalando el aire por la nariz con los dientes apretados.

– De todas formas -prosiguió, pero ya sin el alegre desenfado de antes-, lo que intento decirte es que si no te andas con cuidado, la gente empezará a rumorear.

Laila abrió la boca para hablar, pero sabía que a su madre no le faltaba razón: atrás habían quedado los días de retozar por la calle con Tariq, inocentemente y sin inhibiciones. Hacía algún tiempo que había empezado a notar una sensación extraña cuando estaban juntos en público, la impresión de que los miraban, los vigilaban y cuchicheaban a su paso. Era algo que nunca había sentido antes y que tampoco sentiría entonces, de no ser por un hecho fundamental: estaba locamente enamorada de Tariq. Cuando lo tenía cerca, no podía evitar que la consumieran los más escandalosos pensamientos del cuerpo esbelto y desnudo de Tariq entrelazado con el suyo. De noche, en la cama, se imaginaba a su amigo besándole el vientre, trataba de imaginar la dulzura de sus labios y el tacto de sus manos en el cuello, el pecho, la espalda y aún más abajo. Cuando pensaba en él de esa manera, se sentía sumamente culpable, pero también notaba una cálida y peculiar sensación que se extendía desde su vientre hasta el rostro, como si se hubiera ruborizado.

Mammy tenía razón. Más de lo que creía. De hecho, Laila sospechaba que algunos vecinos, si no la mayoría, chismorreaban ya sobre Tariq y ella. Ella había reparado en las sonrisas maliciosas y era consciente de que en el vecindario se rumoreaba que eran pareja. No hacía mucho, por ejemplo, que Tariq y ella se habían cruzado por la calle con Rashid, el zapatero, que iba seguido de su mujer, Mariam, vestida con el burka. Al pasar junto a ellos, Rashid había dicho en broma: «Si son Laili y Maynun», refiriéndose a los desventurados enamorados del popular poema romántico de Nezami del siglo XII; una versión farsi de Romeo y Julieta, había dicho babi, sólo que Nezami había escrito su poema cuatro siglos antes que Shakespeare.

Pero, aunque su madre tuviera razón, a Laila le dolía que no se hubiera ganado el derecho a actuar como tal. Habría sido distinto de haberse tratado de su padre. Pero después de tantos años de mantenerse distante, de encerrarse en sí misma sin preocuparse por dónde iba su hija, a quién veía y qué pensaba, había perdido ese derecho. Laila tenía la impresión de no ser mejor que los cacharros de la cocina, objetos que podían dejarse de lado para ser reclamados luego a voluntad, cuando uno tuviera ganas.

Sin embargo, aquél era un gran día, un día muy importante para todos. Habría sido una mezquindad arruinarlo, así que, impulsada por el espíritu del momento, lo dejó pasar.

– Sí, te entiendo.

– ¡Bien! -exclamó mammy-. Entonces, todo resuelto. ¿Y dónde está Hakim? ¿Dónde está ese dulce maridito mío?

Hacía un día radiante, perfecto para una fiesta. Los hombres se sentaron en destartaladas sillas en el patio, bebieron té, fumaron y comentaron a viva voz el plan de los muyahidines entre bromas. Laila tenía una idea aproximada gracias a su padre: Afganistán se llamaba ahora Estado Islámico de Afganistán. Un Consejo Islámico de la Yihad, formado en Peshawar por varias facciones muyahidines, se encargaría de gobernar durante dos meses, dirigido por Sibgatulá Moyadidi. Los cuatro meses siguientes, tomaría el poder un consejo dirigido por Rabbani. Durante ese total de seis meses, se celebraría una loya yirga, una gran asamblea de líderes y ancianos, que formaría un gobierno interino para los dos años siguientes, antes de convocar unas elecciones democráticas.

Uno de los hombres abanicaba los pinchos de cordero que chisporroteaban sobre una improvisada parrilla. Babi y el padre de Tariq, muy concentrados, jugaban una partida de ajedrez a la sombra del viejo peral. Tariq también estaba sentado junto al tablero, observando la partida a ratos, al tiempo que escuchaba la charla política de la mesa contigua.

Las mujeres se reunieron en la sala de estar, el zaguán y la cocina. Charlaban con los bebés en brazos, esquivando expertamente con mínimos movimientos de cadera a los niños que correteaban por la casa. En un casete sonaba a pleno volumen un gazal de Ustad Sarahang.

Laila estaba en la cocina, preparando jarras de dog con Giti. Su amiga ya no se mostraba tan tímida ni tan seria como antes. Hacía varios meses que había desaparecido de su rostro la severa expresión de antaño. Reía abiertamente y con mayor frecuencia, y Laila tenía la impresión de que también con algo de coquetería. Giti había desterrado las sosas colas de caballo, se había dejado crecer el pelo y se había hecho reflejos rojizos. Laila descubrió al final que el origen de semejante transformación se encontraba en un joven de dieciocho años que se interesaba por la muchacha. Se llamaba Sabir y era el portero del equipo de fútbol del hermano mayor de Giti.

– ¡Oh, tiene una sonrisa encantadora, y el cabello muy negro! -había explicado a Laila.

Nadie sabía que se gustaban, por supuesto. Se habían encontrado un par de veces en secreto para tomar el té, quince minutos en cada ocasión, en una pequeña casa de té del otro extremo de la ciudad, en Taimani.

– ¡Va a pedir mi mano, Laila! A lo mejor se decide este mismo verano. ¿Qué te parece? No puedo dejar de pensar en él, te lo juro.

– ¿Y los estudios? -había preguntado Laila.

Su amiga había ladeado la cabeza para lanzarle una mirada que lo decía todo.

«Cuando cumplamos los veinte -solía decir Hasina-, Giti y yo habremos parido ya cuatro o cinco niños cada una. Pero tú, Laila, harás que dos tontas como nosotras nos sintamos orgullosas de ti. Serás alguien. Sé que un día cogeré un periódico y encontraré tu foto en primera plana.»

Giti se encontraba ahora junto a Laila, troceando pepino con aire soñador.

Mammy andaba por ahí cerca, con un vestido veraniego de vistosos colores, pelando huevos duros con Wayma, la comadrona, y la madre de Tariq.

– Voy a regalarle al comandante Massud una foto de Ahmad y Nur -decía mammy a Wayma, mientras ésta asentía tratando de parecer interesada y sincera-. Él se encargó personalmente del funeral. Rezó una plegaria junto a su tumba. Sería una muestra de agradecimiento por su consideración. -Mammy cascó un huevo duro-. Dicen que es un hombre serio y honorable; seguro que sabrá apreciar el detalle.

A su alrededor, las mujeres entraban y salían de la cocina llevando cuencos de qurma, fuentes de mastawa y hogazas de pan, que disponían sobre el sofrá extendido en el suelo de la sala de estar.

De vez en cuando, Tariq se acercaba por allí como si tal cosa y picaba algo.

– No se permiten hombres aquí -dijo Giti.

– Fuera, fuera, fuera -exclamó Wayma.

Tariq sonrió al oír las protestas amistosas de las mujeres. Parecía complacerle no ser bien recibido y contaminar la atmósfera femenina con su sonriente falta de respeto masculina.

Laila se esforzó por no mirarlo y así no dar motivos a las mujeres para nuevos chismorreos. Así que mantuvo la vista baja y no le dijo nada, pero recordó un sueño que había tenido unas noches atrás, de su rostro y el de Tariq juntos en un espejo, bajo un fino velo verde. Y de unos granos de arroz que caían del cabello de Tariq y rebotaban en el espejo con un leve tintineo.

El joven alargó la mano para probar un trozo de ternera guisada con patatas.

Ho bacha! -exclamó Giti, dándole un golpe en la mano. Tariq cogió el trozo de todas formas y rió.

Era ya un palmo más alto que Laila. Se afeitaba. Su rostro era más anguloso. Sus hombros se habían ensanchado. A Tariq le gustaba llevar pantalones de pinzas, relucientes mocasines negros y camisas de manga corta que mostraban sus brazos, musculosos gracias a unas viejas pesas herrumbrosas con las que se ejercitaba a diario en el patio de su casa. Su rostro había adoptado últimamente una expresión de burlona belicosidad. Y también le había dado por ladear la cabeza con afectación cuando hablaba, y por arquear una ceja cuando reía. Se había dejado crecer el pelo y había adquirido la costumbre de sacudir la cabeza -a menudo innecesariamente- para echárselo hacia atrás. La sonrisita malévola también era una nueva adquisición.

La última vez que echaron a Tariq de la cocina, su madre captó la mirada de reojo que le lanzaba Laila. A la muchacha le dio un vuelco el corazón y pestañeó sintiéndose culpable. Rápidamente se concentró en echar los trozos de pepino en el cuenco de yogur sazonado con sal y rebajado con agua, pero no por ello dejó de percibir la mirada de la madre de Tariq fija en ella, y su sonrisa de complicidad y aprobación.

Los hombres se sirvieron de los distintos platos y volvieron al patio. Mujeres y niños se sirvieron también y se sentaron en torno al sofrá para comer.

Después de recoger y llevar la vajilla sucia a la cocina, cuando empezó el bullicio de preparar el té y recordar quién lo tomaba verde y quién negro, Tariq hizo una seña con la cabeza y salió por la puerta.

Laila esperó cinco minutos antes de seguirlo.

Lo encontró a tres puertas de su casa, apoyado en la pared a la entrada de un angosto callejón que separaba dos casas contiguas. Tarareaba una vieja canción pastún de Ustad Awal Mir:

Da ze ma ziba watan,

daze ma dada watan.

(Éste es nuestro hermoso país,

éste es nuestro amado país.)

Y estaba fumando, otro hábito nuevo que había copiado de los chicos con quienes Laila lo había visto rondando últimamente. Ella no soportaba a los nuevos amigos de Tariq. Todos se vestían igual, con pantalones de pinzas y camisas ajustadas para resaltar los brazos y el pecho. Todos se ponían demasiada colonia y fumaban. Se pavoneaban por el barrio en grupos, armando jaleo con bromas y risas, e incluso les decían cosas a las chicas, todos con la misma sonrisita estúpida de suficiencia. Uno de los amigos de Tariq insistía en que lo llamaran Rambo, basándose en un remotísimo parecido con Sylvester Stallone.

– Tu madre te mataría si supiera que fumas -dijo Laila, mirando a un lado y otro antes de entrar en el callejón.

– Pero no lo sabe -replicó él, moviéndose para dejarla pasar.

– Eso podría cambiar.

– ¿Y quién va a decírselo? ¿Tú?

Laila golpeó el suelo con el pie.

– Confía tu secreto al viento, pero luego no le reproches que se lo cuente a los árboles.

Tariq sonrió enarcando una ceja.

– ¿Quién dijo eso?

– Khalil Gibran.

– Eres una fanfarrona.

– Dame un cigarrillo.

Tariq negó con la cabeza y cruzó los brazos. Era una pose más de su nuevo repertorio: espalda contra la pared, brazos cruzados, cigarrillo colgando de la comisura de la boca, pierna buena doblada con aire desenfadado.

– ¿Por qué no?

– Es malo para ti -dijo él.

– ¿Y para ti no?

– Lo hago por las chicas.

– ¿Qué chicas?

Él sonrió con aire de suficiencia.

– Les parece atractivo.

– Pues no lo es.

– ¿No?

– Te lo aseguro.

– ¿No resulto atractivo?

– Pareces un jila, un imbécil medio lelo.

– Me ofendes -dijo él.

– ¿Y qué chicas son ésas?

– Estás celosa.

– Sólo siento una curiosidad indiferente.

– Eso es una contradicción. -Dio una calada al cigarrillo y entornó los ojos al soltar el humo-. Apuesto a que hablan de nosotros.

En la cabeza de Laila resonó la voz de su madre: «Es como tener un pájaro entre las manos. Si aflojas un poco, echa a volar.» Laila sintió la comezón de la culpabilidad, pero rápidamente desechó las palabras de mammy y saboreó el modo en que Tariq había pronunciado la palabra «nosotros». Qué excitante e íntima sonaba en sus labios. Y qué tranquilizador oírsela decir de esa forma tan natural y espontánea. «Nosotros.» Era una forma de reconocer su relación, de materializarla.

– ¿Y qué dicen?

– Que navegamos por el Río del Pecado -explicó Tariq-. Que estamos comiendo del Pastel de la Impiedad.

– ¿Y que viajamos en la Calesa de la Maldad? -añadió ella.

– Cocinando el Qurma Sacrílego.

Los dos se echaron a reír. Luego Tariq observó que Laila llevaba el pelo más largo.

– Te queda bien -comentó.

– Has cambiado de tema -apuntó Laila, esperando no haberse ruborizado.

– ¿Qué tema?

– El de las chicas con cabeza de chorlito que te consideran atractivo.

– Tú ya lo sabes.

– ¿Qué es lo que sé?

– Que sólo tengo ojos para ti.

Laila pensó que iba a desmayarse. Trató de interpretar su expresión, pero aquella alegre sonrisa de cretino, que no concordaba con la mirada de desesperación de sus ojos entornados, le resultaba indescifrable. Era una expresión astuta, calculada para quedarse justamente a medio camino entre la burla y la sinceridad.

Tariq aplastó el cigarrillo con el talón del pie bueno.

– ¿Y qué piensas tú de todo esto?

– ¿De la fiesta?

– ¿Quién está ahora medio lela? Me refiero a los muyahidines, Laila, y a su entrada en Kabul.

– Oh.

Ella empezó a contarle lo que había dicho su padre sobre la conflictiva combinación de armas y egos, cuando oyó un súbito alboroto procedente de su casa. Eran gritos y voces exaltadas.

Laila echó a correr. Tariq la siguió cojeando.

En el patio se había producido un tumulto. En el centro había dos hombres que gruñían y rodaban por el suelo. Uno de ellos empuñaba un cuchillo. Laila reconoció a uno de los hombres que antes discutía sobre política. El otro era el que abanicaba los kebabs. Varios trataban de separarlos, pero babi no era uno de ellos: él se mantenía pegado a la pared, alejado de la riña, junto con el padre de Tariq, que lloraba.

Laila captó fragmentos de información de las voces excitadas que la rodeaban: el tipo que hablaba de política, un pastún, había llamado traidor a Ahmad Sha Massud por «haber hecho un trato» con los soviéticos en la década de los ochenta. El hombre de los kebabs, un tayiko, se había ofendido y le había exigido que se retractara. El primero se había negado. El tayiko había afirmado que, de no ser por Massud, la hermana del otro aún «andaría entregándose» a los soldados soviéticos. En ese punto de la discusión llegaron a las manos. Uno de los dos había sacado un cuchillo; había discrepancias sobre cuál había sido.

Laila vio con horror que Tariq intervenía en la pelea. También vio que algunos pacificadores se lanzaban ahora puñetazos, y le pareció vislumbrar un segundo cuchillo.

Esa noche, Laila recordó cómo se habían abalanzado todos, unos encima de otros, entre gritos, aullidos y puñetazos, y en medio del barullo, un sonriente y despeinado Tariq trataba de salir a rastras sin la pierna ortopédica.

Fue increíble la rapidez con que se desarrollaron los acontecimientos.

La asamblea de gobierno se formó prematuramente y eligió a Rabbani como presidente. Las otras facciones se quejaron de nepotismo. Massud pidió paz y paciencia.

Hekmatyar se indignó por haber sido excluido. Los hazaras, que venían de una larga historia de opresión y olvido, estaban furiosos.

Se lanzaban insultos. Se señalaba con el dedo. Se lanzaban acusaciones. Las reuniones se suspendían airadamente y se daban portazos. La ciudad contenía el aliento. En las montañas, se cargaban los kalashnikovs.

Armados hasta los dientes, pero faltos de un enemigo común, los muyahidines habían hallado oponentes entre las diferentes facciones.

Llegó por fin la hora de la verdad.

Y cuando empezaron a llover misiles sobre Kabul, la gente corrió a buscar refugio. También mammy, que volvió a vestirse de negro, se metió en su habitación, corrió las cortinas y se cubrió con la manta.

24

– Es el silbido -dijo Laila-; detesto ese maldito silbido más que cualquier otra cosa.

Tariq asintió con ademán comprensivo.

No era tanto el silbido en sí, pensó Laila más tarde, sino los segundos que transcurrían desde que empezaba hasta que se producía el impacto. Ese breve e interminable momento de suspense, de no saber. Esa espera, como la de un acusado a punto de oír el veredicto.

A menudo ocurría durante la comida, cuando babi y ella estaban sentados a la mesa. Al oír el sonido, levantaban la cabeza como un resorte y lo escuchaban con el tenedor en el aire y sin masticar. Laila veía el reflejo de sus rostros en la ventana y sus sombras inmóviles en la pared. Y después del silbido se oía la explosión, por suerte en alguna otra parte. Expulsaban entonces el aire, sabiendo que se habían salvado de nuevo, mientras que en otra casa, entre gritos y nubes de humo, alguien escarbaba frenéticamente con las manos desnudas tratando de sacar de entre los escombros lo que quedaba de una hermana, un hermano, un nieto.

Lo peor de haberse salvado era el tormento de preguntarse quién habría caído. Después de cada explosión, Laila salía corriendo a la calle, musitando una plegaria, segura de que esa vez sin duda hallaría a Tariq enterrado bajo los cascotes y el humo.

Por la noche, observaba desde la cama los súbitos destellos blancos que se reflejaban en su ventana. Oía el tableteo de las armas automáticas y contaba los misiles que pasaban silbando por encima de la casa y la sacudían, haciendo que le llovieran trozos de yeso del techo. Algunas noches, cuando la luminosidad de las explosiones era tan intensa que incluso habría bastado para leer, no conseguía dormirse. Y si se dormía, sus sueños se poblaban de incendios y cadáveres desmembrados y gemidos de gente herida. La mañana no le traía alivio. Se oía la llamada al namaz del muecín y los muyahidines dejaban las armas para postrarse hacia el oeste y rezar. Luego, enrolladas las esteras y cargadas las armas, se disparaba sobre Kabul desde las montañas y Kabul devolvía los disparos, mientras Laila y el resto de sus conciudadanos observaban con la misma impotencia que el viejo Santiago veía a los tiburones comerse su presa.

Allá donde fuera, Laila encontraba hombres de Massud. Los veía recorriendo las calles y parando coches a intervalos de unos centenares de metros para interrogar a sus ocupantes. Se sentaban sobre los tanques a fumar, con el uniforme de trabajo y sus omnipresentes pakols. Espiaban a los transeúntes en los cruces desde detrás de sus barricadas de sacos terreros.

Claro que Laila ya no salía mucho a la calle. Y cuando lo hacía, iba siempre acompañada por Tariq, que parecía disfrutar con la caballerosa tarea.

– He comprado una pistola -comentó él un día. Estaban sentados en el patio de Laila, bajo el peral. Mostró la pistola a su amiga y dijo que era una Beretta semiautomática.

A ella simplemente le pareció negra y mortífera.

– No me gusta -objetó-. Las armas me dan miedo.

Él le dio vueltas al cargador en la mano.

– Encontraron tres cadáveres en una casa de Karté-Sé la semana pasada -dijo-. ¿No te enteraste? Eran tres hermanas. Las violaron a las tres y las degollaron. Les arrancaron los anillos de los dedos a dentelladas. Se veían las marcas de los dientes…

– No quiero oírlo.

– No pretendía asustarte -murmuró él-. Es que simplemente… me siento mejor llevando el arma.

Tariq se había convertido en el único contacto de Laila con el exterior. Él escuchaba los rumores de la calle y se los transmitía. Fue su amigo quien le contó, por ejemplo, que los milicianos de las montañas afinaban la puntería -y hacían apuestas sobre ello- disparando a civiles elegidos al azar, sin importar que fueran hombres, mujeres o niños. Le dijo que lanzaban misiles contra los coches, pero no se sabía por qué, nunca atacaban a los taxis, lo que explicaba que todo el mundo hubiese empezado a pintarse el coche de amarillo.

Tariq le habló de las fronteras internas de Kabul, inestables y traicioneras. Laila supo por él, por ejemplo, que esa calle hasta la segunda acacia de la izquierda pertenecía a un cabecilla; que las cuatro manzanas siguientes hasta la panadería contigua a la farmacia derribada constituían el sector de otro cabecilla; y que si cruzaba la calzada y caminaba aproximadamente un kilómetro hacia el oeste, se encontraría en el territorio de otro cabecilla y, por tanto, se convertiría en presa fácil para los francotiradores. Así llamaban ahora a los héroes de la madre de Laila. Cabecillas. Laila también oyó que los llamaban tofangdar, pistoleros. Otros seguían refiriéndose a ellos como muyahidines, pero hacían una mueca al decirlo, una mueca de burla y desagrado, y la palabra apestaba a una honda aversión y un gran desprecio. Como un insulto.

Tariq volvió a meter el cargador en la pistola.

– ¿Tienes agallas? -preguntó Laila.

– ¿Para qué?

– Para usarla. Para matar con ella.

Tariq se remetió la pistola en el cinturón de los téjanos. Luego dijo una cosa encantadora y terrible a la vez:

– Por ti sí. Mataría con ella por ti, Laila.

Se acercó más y sus manos se rozaron una vez, y luego otra. Cuando sus dedos se deslizaron tímidamente entre los de la muchacha, ella no los retiró. Y cuando de pronto Tariq se inclinó hacia ella y unió los labios a los suyos, Laila también se lo permitió.

En aquel momento, toda la charla de su madre sobre reputación y pájaros que escapaban le pareció irrelevante, absurda incluso. En medio de tantas muertes y saqueos, de tanta fealdad, sentarse bajo un árbol y besar a Tariq era un acto completamente inofensivo. Una nimiedad. Una licencia fácilmente perdonable. Así que dejó que Tariq la besara, y cuando él se apartó, fue ella quien se inclinó para besarlo a su vez, con el corazón en la garganta, un hormigueo en el rostro y un fuego que le abrasaba el vientre.

En junio de ese año, 1992, se produjeron intensos combates en el oeste de Kabul entre las fuerzas pastunes del cabecilla Sayyaf y los hazaras de la facción Wahdat. El bombardeo derribó líneas eléctricas y pulverizó manzanas enteras de tiendas y casas. Laila oyó decir que los milicianos pastunes atacaban las casas de los hazaras, forzando la entrada para ejecutar a familias enteras, y que los hazaras tomaban represalias secuestrando a civiles pastunes, violando a las chicas y bombardeando barrios, matando indiscriminadamente. Todos los días se hallaban cadáveres atados a árboles, a veces quemados hasta el punto de resultar irreconocibles. A menudo les habían pegado un tiro en la cabeza, arrancado los ojos y cortado la lengua.

El padre de Laila intentó de nuevo convencer a su mujer de que debían abandonar Kabul.

– Lo solucionarán -aseguró mammy-. Estas luchas son pasajeras. Al final se sentarán todos y hallarán una solución.

– Fariba, esa gente no conoce más que la guerra -adujo su marido-. Aprendieron a andar con una botella de leche en una mano y un arma en la otra.

– ¿Y quién eres tú para hablar así? -le espetó ella-. ¿Has luchado tú en la yihad? ¿Lo abandonaste todo para arriesgar tu vida? Recuerda que de no ser por los muyahidines, aún seríamos siervos de los soviéticos. ¡Y ahora quieres que los traicionemos!

– No somos nosotros los traidores, Fariba.

– Pues vete tú. Llévate a tu hija y huid los dos. Enviadme una postal. Pero la paz llegará, y yo estaré aquí esperándola.

Las calles se habían vuelto tan inseguras que babi hizo algo impensable en él: obligó a Laila a dejar la escuela.

Él mismo se encargó de darle clases. Ella iba a su estudio todos los días tras la puesta de sol y, mientras Hekmatyar lanzaba sus misiles sobre Massud desde el sur, en las afueras de la ciudad, babi y ella comentaban las gazals de Hafez y las obras del amado poeta afgano Ustad Jalilulá Jalili. Él le enseñó a resolver ecuaciones de segundo grado, a multiplicar polinomios y trazar curvas paramétricas. Cuando enseñaba, se transformaba. En su elemento, entre sus libros, a Laila incluso le parecía más alto. Su voz parecía surgir de un lugar más hondo y sereno, no parpadeaba tanto. Laila lo imaginaba tal como debía de haber sido en otro tiempo, cuando borraba su pizarra con elegantes movimientos, o miraba por encima del hombro de un alumno, atento y paternal.

Pero no resultaba fácil prestar atención. Laila no hacía más que distraerse.

– ¿Cuál es el área de una pirámide? -preguntaba babi, y Laila sólo pensaba en los labios carnosos de Tariq, en el calor de su aliento, en su boca, en su propia imagen reflejada en los ojos color avellana de su amado. Se habían besado dos veces más desde la primera vez debajo del árbol; habían sido besos más largos, más apasionados y, según creía ella, menos torpes. En ambos casos se habían encontrado en secreto en el oscuro callejón donde Tariq había fumado un cigarrillo el día de la fiesta de mammy. La segunda vez, también le había dejado que le tocara los pechos.

– ¿Laila?

– Sí, babi.

– Pirámide. Área. Estás en las nubes.

– Lo siento. Pues… Ah, sí. Pirámide, pirámide. Un tercio del área de la base por la altura.

Su padre asintió con aire vacilante mirándola fijamente, mientras ella sólo pensaba en las manos de Tariq acariciándole los pechos y deslizándose por su nuca para luego darle un beso interminable.

Aquel mismo mes de junio, un día que Giti volvía a casa con dos compañeras de clase, un misil perdido cayó sobre ellas cuando se encontraban a sólo tres manzanas de su casa. A Laila le dijeron más tarde, en aquella jornada aciaga, que la madre de Giti, Nila, había ido corriendo de un lado a otro de la calle donde habían asesinado a Giti, recogiendo los pedazos de su hija en un delantal, sin dejar de chillar histéricamente. Dos semanas más tarde hallaron en una azotea el pie derecho de Giti en descomposición, todavía con su calcetín de nailon y su zapato de color violeta.

En el fatiha de Giti, el día después de su muerte, Laila permaneció aturdida en una habitación llena de mujeres llorosas. Era la primera vez que moría alguien a quien conocía de verdad, alguien con quien mantenía una relación estrecha, alguien a quien quería, y no conseguía asimilar la incomprensible realidad de que Giti ya no estaba viva. La misma Giti con la que había intercambiado notitas en clase, a la que había pintado las uñas y había arrancado los pelos de la barbilla con unas pinzas. La misma que iba a casarse con Sabir, el portero de un equipo de fútbol. Giti estaba muerta. Muerta. Había volado en pedazos. Finalmente, Laila lloró por su amiga. Y todas las lágrimas que no había sido capaz de derramar en el funeral de sus hermanos, brotaron como un torrente.

25

Laila apenas podía moverse, como si tuviera las articulaciones soldadas con cemento. Se estaba desarrollando una conversación de la que formaba parte, pero se sentía distanciada, como si sólo las escuchara por casualidad. Mientras Tariq hablaba, ella imaginaba su propia vida como una cuerda podrida, rota bruscamente, cuyas fibras se separaban y caían, ya inútiles.

Se encontraban en la sala de estar de la casa de Laila, en una calurosa y húmeda tarde de agosto de 1992. Mammy llevaba todo el día con dolor de estómago, y babi la había llevado al médico a pesar de los misiles que había lanzado Hekmatyar desde el sur hacía apenas unos minutos. Y allí estaba Tariq, sentado junto a ella en el sofá, mirando el suelo con las manos entre las rodillas.

Le estaba diciendo que se iba.

No se marchaba del barrio. Ni de Kabul. Se marchaba de Afganistán.

Se iba.

La noticia había caído sobre ella como un mazazo.

– ¿Adónde? ¿Adónde te vas?

– Primero a Pakistán. A Peshawar. Luego no lo sé. Tal vez al Indostán. A Irán.

– ¿Cuánto tiempo?

– No lo sé.

– Quiero decir, ¿cuánto hace que lo sabes?

– Unos días. Quería decírtelo, Laila, te lo juro, pero no me atrevía. Sabía cómo te pondrías.

– ¿Cuándo?

– Mañana.

– ¿Mañana?

– Laila, mírame.

– Mañana.

– Es mi padre. Su corazón ya no puede soportar más tantas luchas y matanzas.

Laila se cubrió el rostro con las manos y sintió que el miedo le oprimía el pecho.

Pensó que debería habérselo imaginado. Casi toda la gente que conocía había hecho las maletas y se había ido. El barrio prácticamente se había vaciado de rostros familiares, y apenas cuatro meses después del inicio de los combates entre las facciones de muyahidines, Laila ya no reconocía a casi nadie por la calle. La familia de Hasina había huido a Teherán en mayo. Wayma se había ido con su clan a Islamabad ese mismo mes. Los padres y hermanos de Giti se habían marchado en junio, poco después de la muerte de la muchacha. Laila no sabía adónde se habían ido, pero le había llegado el rumor de que se dirigían a Mashad, en Irán. Cuando una familia emprendía el viaje, su casa permanecía desocupada unos días; luego se instalaban en ella milicianos o desconocidos.

Todo el mundo partía, y ahora también lo haría Tariq.

– Y mi madre ya no es joven -añadía él-. Tienen mucho miedo. Laila, mírame.

– Deberías habérmelo dicho.

– Por favor, mírame.

Laila soltó un gruñido, luego un gemido, y finalmente se echó a llorar. Y cuando Tariq quiso secarle la mejilla con el pulgar, ella le apartó la mano. Era un gesto egoísta e irracional, pero estaba furiosa porque él la abandonaba, Tariq, que era como una prolongación de sí misma y cuya sombra surgía junto a la de ella en todos y cada uno de sus recuerdos. ¿Cómo podía abandonarla? Lo abofeteó. Luego volvió a abofetearlo y le tiró del pelo, y él tuvo que sujetarla por las muñecas. Le murmuró algo que ella no entendió, en voz baja y tono razonable, y sin saber muy bien cómo, acabaron frente con frente, nariz con nariz, y Laila notó de nuevo la respiración de Tariq en sus labios.

Y cuando él se tumbó de repente, ella lo imitó.

En los días y semanas siguientes, Laila hizo esfuerzos denodados por memorizar todo lo que había ocurrido. Como un amante del arte que huyera de un museo en llamas, echó mano a cuanto pudo salvar del desastre para conservarlo: una mirada, un susurro, un gemido. Pero el tiempo es un fuego que no perdona, y al final no logró salvarlo todo. Sólo le quedó esto: la primera y tremenda punzada de dolor. Los rayos de sol oblicuos sobre la alfombra. Su talón rozando la fría y dura pierna ortopédica de Tariq, que yacía a su lado después de habérsela quitado apresuradamente. Sus manos tomando los codos de Tariq. La roja marca de nacimiento con forma de mandolina que tenía él bajo la clavícula. El rostro de su amado sobre el suyo. Los negros rizos de él cayendo sobre sus labios y su barbilla, haciéndole cosquillas. El terror a ser descubiertos. La incredulidad que les suscitaba su propia audacia, su valor. El extraño e indescriptible placer entremezclado con el dolor. Y la expresión, las múltiples expresiones de Tariq: miedo, ternura, arrepentimiento, vergüenza, y más que nada avidez.

Después llegó el nerviosismo. Camisas y cinturones abrochados a toda prisa, cabellos repeinados con las manos. Se sentaron luego muy juntos, oliendo el uno al otro, con los rostros arrebolados, atónitos ambos y mudos ante la enormidad de lo que acababan de hacer.

Laila vio tres gotas de sangre en el suelo, su sangre, e imaginó a sus padres más tarde, sentados en ese mismo sofá, ignorantes del pecado que había cometido su hija. Y entonces la embargó la vergüenza y la culpa, y arriba se oía el tictac del reloj, que a ella se le antojaba ensordecedor. Como el mazo de un juez que golpeara una y otra vez, condenándola.

– Ven conmigo -dijo Tariq.

Por un momento, Laila casi llegó a creer que sería posible, que podría irse con él y sus padres, hacer la maleta y subir a un autobús, dejando atrás tanta violencia para ir en busca de algo mejor, o de nuevos problemas, porque, fuera lo que fuese, lo afrontarían juntos. No sería necesario pasar por el triste aislamiento y la insufrible soledad que la aguardaban.

Podía irse. Podían estar juntos.

Habría otras tardes como aquélla.

– Quiero casarme contigo, Laila.

Por primera vez desde que se habían sentado, ella alzó los ojos para mirarlo. Escudriñó su rostro y esta vez no halló ni rastro de burla. La expresión del muchacho era firme, de una seriedad cándida pero férrea.

– Tariq…

– Deja que me case contigo, Laila. Hoy. Podríamos casarnos hoy mismo. -Y empezó a hablar de ir a una mezquita, buscar un ulema y un par de testigos y hacer un rápido nikka.

Pero Laila pensaba en mammy, tan obstinada e intransigente como los muyahidines, sumida en una atmósfera de rencor y desesperación, y también en babi, que se había rendido hacía ya mucho tiempo y no era más que un triste y patético oponente para su esposa. «A veces… me siento como si tú fueras lo único que me queda, Laila.» Aquéllas eran las circunstancias de su vida, las verdades inexorables.

– Pediré tu mano a Kaka Hakim. Él nos dará su bendición, Laila. Lo sé.

Estaba en lo cierto. Babi les daría su bendición, pero se quedaría con el corazón destrozado.

Tariq siguió hablando en un murmullo, luego alzó la voz para suplicar y trató de imponer sus argumentos; su expresión pasó de la esperanza a la congoja.

– No puedo -dijo Laila.

– No digas eso. Yo te quiero.

– Lo siento…

– Te quiero.

¿Cuánto tiempo había esperado para oír esas palabras de su boca? ¿Cuántas veces había imaginado que las pronunciaba?

Y cuando por fin se cumplía su sueño, Laila se sintió arrollada por la ironía de la situación.

– No puedo dejar a mi padre -declaró-. Soy todo lo que le queda. Su corazón no podría soportarlo.

Tariq lo sabía. Sabía que Laila no podía desentenderse de sus obligaciones, como tampoco podía él, pero la conversación prosiguió, repitiendo las súplicas de él y el rechazo de ella, las propuestas y las excusas, y las lágrimas de ambos.

Al final, Laila tuvo que obligarlo a marcharse.

En la puerta, ella le hizo prometer que se iría sin despedirse y cerró. Apoyó la espalda contra la madera, temblando al notar que Tariq aporreaba la hoja, aferrándose el estómago con un brazo y tapándose la boca con la otra mano, mientras él le hablaba desde el otro lado y le prometía que regresaría, que volvería a buscarla. Laila se quedó allí hasta que Tariq se cansó y se rindió, y luego oyó sus pasos desiguales hasta que se perdieron en la distancia y todo quedó en silencio, salvo por los disparos que se oían en las colinas y su propio corazón que palpitaba con fuerza en su vientre, en sus ojos, en sus huesos.

26

Era con diferencia el día más caluroso del año. Las montañas atrapaban el calor sofocante, que ahogaba la ciudad como si se tratara de humo. Hacía días que se habían quedado sin electricidad. Por todo Kabul había ventiladores eléctricos apagados, casi como una burla.

Laila estaba tumbada en el sofá de la sala de estar, inmóvil, sudando bajo la blusa. Cada vez que respiraba, el aliento le quemaba la punta de la nariz. Sabía que sus padres estaban hablando en la habitación de mammy. Dos noches atrás, y también la noche anterior, Laila se había despertado y le había parecido oír voces abajo. Sus padres hablaban ahora todos los días, desde que una bala había abierto un agujero en el portón de su casa.

En el exterior se oía el estruendo lejano de la artillería y, más cerca, una larga ráfaga de disparos, seguida de otras.

También en el interior de Laila se libraba una batalla: la culpa por un lado, asociada con la vergüenza; por el otro, la convicción de que Tariq y ella no habían cometido ningún pecado, que todo había sido natural, bueno, hermoso, incluso inevitable, alentado por la idea de que tal vez no volvieran a verse nunca más.

Se tumbó de lado y trato de recordar una cosa. En determinado momento, cuando estaban en el suelo, Tariq había apoyado la frente en la de ella y luego había dicho algo entre jadeos, algo como «¿Te hago daño?», o «¿Te hace daño?».

Laila no estaba segura de qué había dicho.

«¿Te hago daño?»

«¿Te hace daño?»

Sólo habían pasado dos semanas desde su marcha y ya estaba ocurriendo. El tiempo embotaba sus recuerdos. Se esforzó al máximo para recordar las palabras exactas. De repente le parecía de vital importancia saberlo.

Cerró los ojos para concentrase mejor.

Con el tiempo, acabaría cansándose de ese ejercicio. Cada vez le resultaría más agotador conjurar, desempolvar, resucitar de nuevo lo que llevaba tanto tiempo muerto. De hecho, llegaría un día, años más tarde, en que Laila ya no lloraría su pérdida. O al menos no estaría siempre llorándolo. Llegaría un día en que los detalles del rostro de Tariq empezarían a borrarse de su memoria, y cuando oyera a una madre en la calle llamando a su hijo por el nombre de Tariq, ya no se sentiría perdida. No lo echaría de menos como entonces, cuando el dolor de su ausencia era su compañero inseparable, como el dolor fantasma de un miembro amputado.

Cuando Laila fuera una mujer adulta, sólo muy de vez en cuando, mientras planchara una camisa o empujara a sus hijos en el columpio, algún detalle trivial, tal vez el calor de una alfombra bajo sus pies en un día de verano o la frente curvada de algún desconocido, despertaría algún recuerdo de aquella tarde. Y entonces lo reviviría todo de golpe. La espontaneidad. Su asombrosa imprudencia. Su torpeza. El dolor, el placer y la tristeza del acto. El calor de sus cuerpos entrelazados. Y la invadiría por completo, dejándola sin aliento.

Pero luego pasaría. El momento se iría, dejándola abatida, sin sentir nada más que una vaga inquietud.

Laila decidió finalmente que Tariq había dicho: «¿Te hago daño?» Sí. Eso era. Se alegró de haberlo recordado.

De pronto oyó a babi llamándola desde lo alto de la escalera, pidiéndole que subiera rápidamente.

– ¡Ha aceptado! -dijo babi con voz trémula por la emoción contenida-. Nos vamos, Laila. Todos juntos. Abandonamos Kabul.


***

Los tres estaban sentados en la cama de mammy. Fuera, los misiles silbaban cruzando el cielo, y las fuerzas de Hekmatyar y Massud seguían combatiendo sin descanso. Laila sabía que en alguna parte de la ciudad acababa de morir alguien, y que una cortina de humo negro se cernía sobre algún edificio derrumbado en medio de una nube de polvo. Al día siguiente, habría cadáveres en la calle y habría que sortearlos. Recogerían algunos. Otros no. Los perros de Kabul, que se habían aficionado a la carne humana, se darían un festín.

Aun así, Laila sentía la necesidad de correr por esas calles, incapaz de contener su felicidad. Tenía que esforzarse por permanecer sentada y no chillar de alegría. Babi dijo que primero irían a Pakistán para solicitar los visados. ¡Pakistán, donde estaba Tariq! Sólo hacía diecisiete días que se había ido, calculó con un arrebato de emoción. Si mammy se hubiera decidido diecisiete días antes, habrían podido marcharse juntos. ¡Estaría con él en ese preciso instante! Pero eso ya no importaba. Se iban a Peshawar los tres, y allí encontrarían a Tariq y a sus padres. Seguro. Tramitarían juntos los visados. Y luego, ¿quién sabía? ¿Europa? ¿América? Tal vez, como decía siempre babi, algún lugar cerca del mar…

Mammy estaba recostada en la cabecera de la cama. Tenía los ojos hinchados. Se tiraba del pelo.

Tres días antes, Laila había salido a la calle para tomar un poco el aire. Se había quedado apoyada en el portón y de pronto había oído un fuerte chasquido. Algo había pasado silbando junto a su oreja derecha y había hecho volar astillas de madera delante de sus ojos. A pesar de la muerte de Giti, de los miles de disparos y de los numerosos misiles que habían caído sobre Kabul, había tenido que ser la visión de aquel único agujero en el portón, a menos de tres dedos de donde Laila había apoyado la cabeza, lo que despertara por fin a su madre y le hiciera ver que una guerra le había arrebatado ya a dos hijos, y que la siguiente bien podía costarle la única hija que le quedaba.

Ahmad y Nur sonreían desde las paredes de la habitación. Laila vio los ojos de su madre yendo de una fotografía a otra con expresión de culpabilidad, como si solicitara su consentimiento, su bendición. Como si les pidiera perdón.

– Aquí no nos queda nada -dijo babi-. Nuestros hijos han muerto, pero aún tenemos a Laila. Aún nos tenemos el uno al otro, Fariba. Podemos empezar una nueva vida.

Babi alargó la mano sobre la cama, y cuando se inclinó para coger las de su esposa, ella no las apartó. En su rostro se leía la rendición, la resignación. Se cogieron de la mano levemente, y luego se abrazaron, meciéndose en silencio. Mammy apoyó el rostro en el cuello de su marido, se aferró a su camisa.

Esa noche, Laila estaba tan nerviosa que no consiguió conciliar el sueño. Desde la cama contempló los estridentes tonos amarillos y anaranjados que iluminaban el horizonte. Sin embargo, en determinado momento, a pesar de la euforia que la embargaba y de los estallidos de la artillería, se quedó dormida.

Y soñó.

Están en una playa, sentados sobre una colcha. El día es frío y nublado, pero se encuentra muy a gusto junto a Tariq bajo la manta que los envuelve. Ve coches aparcados tras una valla baja, blanca y cuarteada, bajo una hilera de palmeras azotadas por el viento. Tiene los ojos llorosos por culpa del viento y los zapatos medio enterrados en la arena. El viento arroja también matojos de hierba seca de las onduladas crestas de una duna a la siguiente. Tariq y ella observan unos veleros que se mecen en el agua a lo lejos. A su alrededor vuelan las gaviotas entre chillidos. El viento arranca una nueva lluvia de arena de las leves pendientes. Se oye entonces un sonido semejante a un cántico, y Laila le cuenta lo que babi le enseñó años atrás sobre ese canto.

Tariq le limpia la frente de arena. Laila capta el destello de una alianza en su dedo. Es idéntica a la que lleva ella, de oro y con una especie de dibujo laberíntico en todo su contorno.

«Es verdad -le dice a Tariq-. Es la fricción de los granos entre sí. Escucha.» Él obedece. Frunce el ceño. Vuelven a oír el sonido. Un quejido cuando el viento es suave, un agudo coro de maullidos cuando el viento sopla con fuerza.


***

Babi dijo que debían llevarse sólo lo absolutamente necesario. El resto lo venderían.

– Con lo que saquemos podremos vivir en Peshawar hasta que encuentre trabajo.

Durante los dos días siguientes reunieron todo lo que podía ser vendido y formaron grandes montones.

En su habitación, Laila apartó viejos zapatos, blusas, libros y juguetes. Bajo la cama encontró una diminuta vaca de cristal amarillo que Hasina le había dado durante el recreo en quinto curso. También un llavero con una pelota de fútbol en miniatura, regalo de Giti. Una pequeña cebra de madera con ruedas. Un astronauta de cerámica que Tariq y ella habían encontrado un día en una alcantarilla. Ella tenía seis años y él ocho. Laila recordaba que se había producido una pequeña disputa por ver quién de los dos lo había encontrado.

Mammy también recogió sus pertenencias, con movimientos reticentes y una expresión letárgica y distante en los ojos. Renunció a la vajilla buena, las servilletas y todas las joyas, salvo la alianza, y a la mayor parte de la ropa.

– No irás a vender esto, ¿verdad? -dijo Laila, levantando en alto el vestido de boda de su madre, que se abrió en cascada sobre su regazo. Acarició el encaje y la cinta que bordeaba el escote, y los aljófares cosidos a mano en las mangas.

Su madre se encogió de hombros y cogió el vestido para arrojarlo con brusquedad sobre el montón. Fue como quitarse un esparadrapo de un tirón, pensó Laila.

A babi le correspondió la tarea más dolorosa.

Lo encontró de pie en su estudio con expresión compungida, observando sus estantes. Llevaba una camiseta de segunda mano con una imagen del puente rojo de San Francisco. Una densa niebla ascendía de las aguas espumosas y engullía las torres del puente.

– Ya conoces esa vieja historia -dijo él-. Estás en una isla desierta y sólo puedes tener cinco libros. ¿Cuáles escogerías? Nunca pensé que tendría que hacerlo realmente.

– Tendremos que ayudarte a iniciar una nueva colección, babi.

– Mmm. -Él sonrió con tristeza-. Me cuesta creer que vaya a abandonar Kabul. Fui al colegio aquí, conseguí aquí mi primer trabajo, fui padre en esta ciudad. Resulta extraño pensar que pronto dormiré bajo el cielo de otra ciudad.

– También a mí me lo parece.

– Durante todo el día me ha rondado por la cabeza un poema sobre Kabul. Lo escribió Saib-e-Tabrizi en el siglo diecisiete, creo. Antes me lo sabía entero, pero ahora sólo recuerdo dos versos:

Eran incontables las lunas que brillaban sobre sus azoteas,

o los mil soles espléndidos que se ocultaban tras sus muros.

Laila alzó la vista. Vio que su padre estaba llorando y le rodeó la cintura con el brazo.

– Oh, babi. Volveremos. Cuando termine esta guerra, volveremos a Kabul, inshalá. Ya lo verás.

En la tercera mañana, Laila empezó a trasladar las pilas de bártulos al patio para depositarlos junto al portón. Buscarían un taxi y lo llevarían todo a una casa de empeños.

Laila se pasó la mañana yendo de casa al patio y viceversa, acarreando gran cantidad de ropa y discos, e innumerables cajas con los libros de su padre. Debería haberse sentido extenuada al mediodía, cuando la pila de objetos que había junto al portón le llegaba a la cintura. Pero sabía que, con cada viaje, se acercaba el momento de volver a ver a Tariq, y con cada viaje sus piernas se volvían más ágiles y sus brazos más incansables.

– Vamos a necesitar un taxi muy grande.

La joven alzó la vista. Era su madre, que le hablaba desde el dormitorio. Estaba asomada a la ventana con los codos apoyados en el alféizar. El sol, cálido y espléndido, se reflejaba en sus grises cabellos, iluminando su rostro demacrado. Mammy llevaba el mismo vestido azul cobalto que se había puesto para la fiesta celebrada cuatro meses antes, un vestido desenfadado pensado para una mujer joven, pero, por un momento, a Laila le pareció estar ante una anciana. Una anciana de brazos nervudos, sienes hundidas y ojos cansados con oscuras ojeras, una criatura completamente distinta de la mujer regordeta de cara redonda que exhibía una sonrisa radiante en sus viejas fotos de boda.

– Dos taxis grandes -puntualizó ella.

También veía a su padre en la sala de estar, apilando cajas de libros.

– Sube aquí cuando termines con eso -le indicó su madre-. Nos sentaremos a comer huevos duros y judías que sobraron.

– Mi plato favorito -declaró la muchacha.

Pensó de repente en su sueño. En Tariq y ella sobre una colcha. Con el océano, el viento, las dunas.

¿Cómo sonaban las dunas al cantar?, se preguntó.

Laila se detuvo. Vio una lagartija gris que salía reptando de una grieta en el suelo. La lagartija movió la cabeza de un lado a otro. Parpadeó. Se metió como una flecha bajo una roca.

Ella volvió a imaginar la playa. Sólo que ahora se oía el canto por todas partes, e iba en aumento. Cada vez era más estridente, más agudo, y le llenaba la cabeza, ahogando todo lo demás. Las gaviotas no eran más que mimos con plumas, abriendo y cerrando el pico sin que de él saliera sonido alguno, y las olas rompían en la arena con espuma, pero en silencio. La arena seguía cantando. Chillaba. Sonaba como… ¿un tintineo?

Un tintineo no. No. Un silbido.

Laila dejó caer los libros. Alzó los ojos hacia el cielo, haciendo pantalla con una mano.

Entonces se produjo un espantoso estallido.

Y a su espalda hubo un destello blanco.

El suelo se movió bajo sus pies.

Algo cálido y potente la golpeó por detrás y la levantó por los aires. Y Laila voló, retorciéndose, dando vueltas en el aire, viendo el cielo, luego la tierra, luego el cielo, luego la tierra. Un gran pedazo de madera en llamas pasó velozmente por su lado. También pasaron mil pedazos de cristal, y a ella le pareció que los veía todos individualmente volando a su alrededor, girando lentamente, reflejando la luz del sol por un lado y por otro, con preciosos arco iris diminutos.

Luego se estrelló contra la pared y se desplomó. Sobre su rostro y sus brazos cayó una lluvia de polvo, piedras y cristales. Lo último que vio antes de perder el conocimiento fue un objeto que caía pesadamente al suelo cerca de ella, un trozo sanguinolento de alguna cosa. Encima asomaba el extremo de un puente rojo a través de una densa niebla.

Formas que se mueven alrededor. Fluorescentes que brillan en el techo. El rostro de una mujer aparece sobre ella.

Laila vuelve a sumirse en la oscuridad.

Otro rostro. Esta vez de un hombre. Sus rasgos parecen grandes y flácidos. Sus labios se mueven, pero no producen ningún sonido. Laila sólo oye un pitido.

El hombre agita la mano delante de sus ojos. Pone mala cara. Sus labios vuelven a moverse.

Le duele. Le duele respirar. Le duele todo.

Un vaso de agua. Una píldora rosa.

De vuelta a la oscuridad.

La mujer otra vez. Rostro alargado, ojos juntos. Dice algo. Laila no oye nada más que el pitido. Pero ve las palabras, brotando de la boca de la mujer como espeso jarabe negro.

Le duele el pecho. Le duelen los brazos y las piernas.

Formas moviéndose a su alrededor.

¿Adónde ha ido Tariq?

¿Por qué no está aquí con ella?

Oscuridad. Una constelación de estrellas.

Babi y ella de pie en un lugar muy alto. Él señala un campo de cebada. Un generador cobra vida.

La mujer de rostro alargado se inclina sobre ella y la mira.

Le duele respirar.

En alguna parte suena un acordeón.

Gracias a Dios, la píldora rosa otra vez. Luego un profundo silencio. Un silencio que se cierne sobre cuanto la rodea.

Загрузка...