Tercera Parte

27

Mariam

– ¿Sabes quién soy?

Los ojos de la muchacha parpadearon.

– ¿Sabes lo que ha ocurrido?

Le tembló la boca. Cerró los ojos. Tragó saliva. Se tocó la mejilla izquierda con la mano. Trató de decir algo.

Mariam se inclinó más sobre ella.

– Por este oído -musitó la joven- no oigo nada.

Durante la primera semana, la muchacha no hizo más que dormir con la ayuda de las píldoras rosas por las que Rashid había pagado en el hospital. Murmuraba en sueños. A veces balbuceaba incoherencias, chillaba, gritaba nombres que Mariam no reconocía. Lloraba en sueños, se alteraba y apartaba las mantas a puntapiés, y ella tenía que sujetarla. A veces no hacía más que vomitar todo lo que le daba para comer.

Cuando no estaba alterada, la chica no era más que un par de ojos muy abiertos que miraban desde debajo de la manta, susurrando lacónicas respuestas a las preguntas de ellos dos. Algunos días se portaba como una niña pequeña y movía la cabeza de un lado a otro cuando uno tras otro trataban de alimentarla. Se ponía rígida cuando Mariam le acercaba una cuchara a la boca. Pero se cansaba fácilmente y acababa sometiéndose. Después de la rendición venían los largos episodios de llanto.

Rashid y Mariam le untaban una crema antibiótica en los cortes del cuello y la cara, y en las heridas suturadas de los hombros, los brazos y las piernas. Ella le ponía luego unas vendas que lavaba y reutilizaba. Y le sujetaba los cabellos cuando tenía que vomitar.

– ¿Cuánto tiempo se va a quedar? -preguntó Mariam a Rashid.

– Hasta que mejore. Mírala. No está en condiciones de irse a ninguna parte. Pobrecita.

Fue él quien encontró a la chica, quien la sacó de debajo de los escombros.

– Fue una suerte que estuviera en casa -dijo. Estaba sentado en una silla plegable junto a la cama de Mariam, donde yacía la muchacha-. Una suerte para ti, quiero decir. Te saqué con mis propias manos. Tenías un trozo de metal así de grande clavado en el hombro -explicó, separando el pulgar y el dedo índice para mostrar, y doblar al menos, según la apreciación de Mariam, el tamaño real-. Así de grande. Estaba muy profundo. Pensé que tendría que usar unas tenazas para sacarlo. Pero ya estás bien. Enseguida estarás nau socha. Como nueva.

Fue Rashid quien salvó unos pocos libros de Hakim.

– Casi todos estaban hechos cenizas. Me temo que el resto los robaron.

Ayudó a Mariam a cuidar de la chica durante la primera semana. Un día volvió del trabajo con una manta nueva y una almohada. Otro día, con un frasco de pastillas.

– Vitaminas -explicó.

Fue Rashid quien dio a Laila la noticia de que habían ocupado la casa de su amigo Tariq.

– Un regalo -dijo-. De uno de los comandantes de Sayyaf a tres de sus hombres. Un regalo. ¡Ja!

Los tres hombres eran en realidad muchachos de rostro juvenil y tostado por el sol. Mariam los veía al pasar, siempre con el uniforme de faena, acuclillados junto a la puerta de la casa de Tariq, fumando y jugando a las cartas, con los kalashnikovs apoyados contra la pared. El más musculoso, que se comportaba con suficiencia y desprecio, era el líder. El más joven era también el más reservado, el que parecía más reacio a adoptar el aire de impunidad de sus amigos. Había adquirido la costumbre de sonreír e inclinar la cabeza para saludar a Mariam. Al hacerlo, su petulancia superficial se desvanecía y Mariam vislumbraba cierta humildad aún no corrompida.

Hasta que una mañana cayeron misiles sobre la casa. Más tarde se rumoreó que los habían lanzado los hazaras de Wahdat. Durante un tiempo, los vecinos fueron encontrando trozos de los muchachos.

– Se lo estaban buscando -dijo Rashid.

La chica había tenido una suerte increíble al escapar con heridas relativamente leves, pensaba Mariam, teniendo en cuenta que el misil había dejado su casa convertida en ruinas humeantes. Lentamente, la joven fue mejorando. Empezó a comer más, a cepillarse el pelo ella sola, a bañarse. Empezó a compartir las comidas con Mariam y Rashid.

Pero de repente le venía a la cabeza un recuerdo y se sumía en un silencio sepulcral o períodos de malhumor. De retraimiento y desmayos. De rostro pálido y cansado. De pesadillas y súbitos accesos de pena. De vómitos.

Y a veces, de arrepentimiento.

– No debería estar aquí -dijo un día.

Mariam estaba cambiando las sábanas. La chica la observaba desde el suelo, con las rodillas llenas de heridas apretadas contra el pecho.

– Mi padre quería sacar las cajas. Los libros. Dijo que pesaban demasiado para mí. Pero yo no le dejé. Estaba impaciente. Debería haber estado dentro de casa cuando ocurrió.

Mariam sacudió la sábana limpia y dejó que se posara sobre la cama. Miró a la joven, sus rizos castaños, su esbelto cuello, sus ojos verdes, sus altos pómulos y sus labios carnosos. Mariam recordaba haberla visto en la calle de pequeña, trotando tras su madre camino del tandur, a caballito en los hombros de su hermano más joven, el que tenía un mechón de pelos en la oreja. Jugando a las canicas con el hijo del carpintero.

La chica la miraba como si esperara que Mariam le transmitiera un fragmento de sabiduría, que le dijera unas palabras de aliento. Pero ¿qué sabiduría podía ofrecerle ella? ¿Qué aliento? Mariam recordó el día en que enterraron a Nana y el escaso consuelo que había hallado en las palabras del ulema Faizulá, cuando le había citado el Corán. «Bendito Aquel en Cuyas manos está el reino, y Aquel que tiene poder sobre todas las cosas, que creó la muerte y la vida con las que puede ponerte a prueba.» O cuando le había dicho, hablando del sentimiento de culpa: «Esos pensamientos no te hacen ningún bien, Mariam yo. Te destruirán. No fue culpa tuya. No fue culpa tuya.»

¿Qué podía decirle a aquella joven para aliviar su carga?

Al final Mariam no tuvo que decir nada, porque la chica hizo una mueca y se puso a gatas diciendo que iba a vomitar.

– ¡Espera! Aguanta, iré por una cazuela. En el suelo no. Acabo de limpiar… Oh. Oh. Jodaya. Dios.

Y luego, un día, aproximadamente un mes después de la explosión que había matado a los padres de la chica, un hombre llamó a la puerta. Le abrió Mariam. El desconocido se explicó.

– Ha venido a verte un hombre -anunció Mariam.

La chica alzó la cabeza de la almohada.

– Dice que se llama Abdul Sharif.

– No conozco a nadie que se llame así.

– Bueno, pues pregunta por ti. Tienes que bajar y hablar con él.

28

Laila

Laila se sentó frente a Abdul Sharif, que era un hombre delgado y de cabeza pequeña, con una nariz protuberante llena de hondas cicatrices, igual que las mejillas. Los cortos cabellos castaños parecían clavados en su cuero cabelludo como alfileres en un acerico.

– Tienes que perdonarme, hamshira -dijo, ajustándose el cuello de la camisa y secándose la frente con un pañuelo-. Me temo que todavía no estoy recuperado del todo. Aún me quedan cinco días más de esas… ¿cómo las llaman?… sí, píldoras de sulfamida.

Laila se colocó en el asiento de modo que el oído bueno, el derecho, quedara más cerca del hombre.

– ¿Era usted amigo de mis padres?

– No, no -se apresuró a decir Abdul Sharif-. Perdóname. -Alzó un dedo y bebió un largo trago de agua del vaso que Mariam había dejado frente a él-. Supongo que debería empezar por el principio. -Se secó los labios y luego otra vez la frente-. Soy un hombre de negocios. Tengo tiendas de ropa, sobre todo de caballero. Chapans, sombreros, tumbans, trajes, corbatas… de todo. Dos tiendas aquí en Kabul, en Taimani y Shar-e-Nau, aunque éstas acabo de venderlas. Y dos en Pakistán, en Peshawar. Allí tengo también el almacén. Así que viajo mucho. Lo que en los tiempos que corren… -Meneó la cabeza y rió entre dientes con gesto cansado-. Bueno, digamos que es toda una aventura.

»Me hallaba en Peshawar recientemente por mis negocios, recogiendo pedidos y haciendo inventario, esa clase de cosas. Y también visitando a mi familia. Tenemos tres hijas, alhamdulelá. Las mandé a Peshawar con mi esposa cuando los muyahidines empezaron a enfrentarse entre ellos. No quería que sus nombres se añadieran a la lista de shahid. Ni tampoco el mío, para ser sincero. Muy pronto iré a reunirme con ellas, inshalá.

»El caso es que debía volver a Kabul hace dos miércoles, pero la suerte quiso que cayera enfermo. No te molestaré con detalles, hamshira, sólo te diré que cuando me disponía a hacer mis necesidades, las más sencillas, me sentí como si salieran astillas de cristales. No le desearía algo así ni al propio Hekmatyar. Mi esposa, Nadia yan, que Alá la bendiga, me suplicó que fuera al médico, pero yo pensé que se me pasaría tomándome aspirinas y bebiendo mucha agua. Nadia yan insistió y yo me negué una y otra vez. Ya sabes el dicho: «Un asno terco necesita un arriero igual de terco.» Me temo que esta vez ganó el asno. Que era yo.

Se bebió el resto del agua y le tendió el vaso a Mariam.

– Si no es mucha zahmat…

Mariam lo cogió y fue a llenarlo.

– Ni que decir tiene que debería haberle hecho caso. Siempre ha sido la más sensata de los dos, que Alá le conceda larga vida. Cuando fui al hospital, ardía de fiebre y temblaba como un árbol beid azotado por el viento. Apenas me sostenía en pie. La doctora dijo que tenía envenenamiento de la sangre. Aseguró que de haber tardado dos o tres días más, mi mujer se habría quedado viuda.

»Me ingresaron en una unidad especial, reservada para personas muy graves, supongo. Oh, tashakor. -Cogió el vaso que le ofrecía Mariam y se sacó una enorme píldora blanca del bolsillo de la chaqueta-. ¡Qué grandes son!

Laila lo observó tomarse la pastilla. Era consciente de que respiraba agitadamente y notaba las piernas muy pesadas, como si le hubieran atado unos plomos a los pies. Se dijo que el hombre aún no había acabado, que en realidad aún no le había dicho nada. Pero evidentemente el hombre seguiría hablando, y ella tuvo que resistirse al impulso de levantarse y salir, salir antes de que le dijera cosas que no quería oír.

Abdul Sharif dejó el vaso sobre la mesa.

– Allí fue donde conocí a tu amigo, Mohamad Tariq Walizai.

El corazón de Laila se aceleró. ¿Tariq en un hospital? ¿En una unidad especial? ¿Para personas muy graves?

Laila tragó una saliva seca y áspera. Se agitó en el asiento. Tenía que armarse de valor. De lo contrario, temía volverse loca. Desvió sus pensamientos de hospitales y unidades especiales y pensó que no había oído el nombre completo de Tariq desde que ambos se habían inscrito en un curso de farsi años atrás. El profesor pasaba lista después del timbre y decía su nombre: Mohamad Tariq Walizai. A la sazón, a Laila le había parecido de una cómica solemnidad.

– Una de las enfermeras me contó lo que le había ocurrido -prosiguió Abdul Sharif al tiempo que se daba golpes en el pecho con el puño, como tratando de facilitar el paso de la pastilla-. Con la de veces que he estado en Peshawar, he aprendido bastante bien el urdu. El caso es que me contó que tu amigo se encontraba en un camión lleno de refugiados, veintitrés exactamente, que se dirigían a Peshawar. Cerca de la frontera, se vieron atrapados en un fuego cruzado. Un misil dio en el camión. Seguramente era uno perdido, pero nunca se sabe con esa gente, nunca se sabe. Sólo hubo seis supervivientes y a todos los ingresaron en la misma unidad del hospital. Tres personas murieron en las veinticuatro horas siguientes. Dos de ellas se recuperaron, dos hermanas, según creo, y les dieron el alta. Tu amigo el señor Walizai era el último. Llevaba allí casi tres semanas cuando yo llegué.

Así que estaba vivo. Pero ¿eran graves sus heridas?, se preguntó Laila con desesperación. Lo bastante graves para hallarse ingresado en una unidad especial, evidentemente. Laila notó que había empezado a sudar, que tenía el rostro acalorado. Trató de pensar en otra cosa, en algo agradable, como el viaje a Bamiyán con Tariq y babi para ver los budas. Pero en lugar de eso se le presentó la imagen de los padres de Tariq: la madre atrapada en el camión volcado, gritando el nombre de su hijo en medio de la humareda, con los brazos y el pecho envueltos en llamas, y la peluca fundiéndose en su cabeza…

Laila tuvo que tomar aire varias veces seguidas.

– Estaba en la cama contigua a la mía. No había paredes, sólo una cortina entre los dos, así que lo veía bastante bien.

De repente Abdul Sharif sintió la imperiosa necesidad de toquetear su alianza de boda. Y empezó a hablar más despacio.

– Tu amigo tenía heridas graves, muy muy graves, ¿comprendes? Le salían tubos de todas partes. Al principio… -Carraspeó un poco-. Al principio pensé que había perdido las dos piernas en el ataque, pero una enfermera me dijo que no, que sólo la derecha, que la izquierda era de una herida antigua. También tenía lesiones internas. Ya lo habían operado tres veces, para cortarle trozos del intestino y no recuerdo qué más. Y tenía quemaduras muy graves. Sólo diré eso. Estoy seguro de que tienes ya tu dosis de pesadillas, hamshira. No es necesario que yo venga a aumentarla.

Así que Tariq ya no tenía piernas. Era un torso con dos muñones. Sin piernas. Laila sintió que iba a desmayarse. Con un esfuerzo lento y desesperado, arrojó sus pensamientos fuera de la habitación, por la ventana, lejos de aquel hombre, para enviarlos más allá de la calle, más allá de la ciudad, de manera que sus casas y bazares de azoteas planas, su laberinto de callejuelas estrechas, se convirtieron en castillos de arena.

– Estaba drogado la mayor parte del tiempo. Por el dolor, claro. Pero cuando se le pasaban los efectos tenía momentos de lucidez. Sufría, pero pensaba con claridad. Yo le hablaba desde mi cama. Le dije quién era, de dónde era. Creo que él se alegró de tener a un hamwatan a su lado.

»Sobre todo hablaba yo, porque a él le costaba un gran esfuerzo. Tenía la voz ronca y creo que le dolía hasta el simple hecho de mover los labios. Así que le hablé de mis hijas y de nuestra casa en Peshawar, y también de la galería que mi cuñado y yo estamos construyendo en la parte de atrás. Le conté que había vendido las tiendas de Kabul y que volvía aquí para terminar con el papeleo. No era una gran conversación, pero lo distraía. Al menos a mí me gusta pensar que era así.

»En ocasiones también hablaba él. Muchas veces no entendía lo que me decía, pero capté lo esencial. Describió el lugar donde vivía, aquí en Kabul. Me habló de su tío de Gazni. Y de cómo cocinaba su madre, que su padre era carpintero y que él tocaba el acordeón.

»Pero sobre todo me hablaba de ti, hamshira. Decía que tú eras… ¿cómo era…? Decía que tú eras su primer recuerdo. Creo que lo expresó así. Se notaba que te quería mucho. Balay, eso era evidente. Pero dijo también que se alegraba de que no estuvieras allí. Dijo que no habría querido que lo vieras en ese estado.

Laila sentía de nuevo los pies de plomo, anclados al suelo, como si de repente toda la sangre se hubiera acumulado allí. Pero su mente se hallaba muy lejos, volando en libertad, desplazándose como un misil sobre Kabul, dejando atrás las escarpadas colinas pardas y los desiertos pelados con matojos de salvia, y los cañones de piedra roja cortada a pico y las montañas de cumbres nevadas…

– Cuando le anuncié que regresaba a Kabul, me pidió que viniera a verte para decirte que se acordaba de ti, que te echaba de menos. Le prometí que lo haría. Le había tomado aprecio. Se notaba que era un joven muy decente.

Abdul Sharif se secó la frente con el pañuelo.

– Una noche me desperté -prosiguió, con renovado interés por su alianza-. Al menos creo que era de noche, porque en esa clase de sitios es difícil de saber. No había ventanas. Nunca estaba seguro de si era el amanecer o el crepúsculo. La cuestión es que me desperté y noté que había cierto bullicio alrededor de la cama contigua. Tienes que entender que yo también estaba drogado, oscilando siempre entre el sueño y la vigilia, hasta el punto de que la realidad y los sueños se confundían en mi mente. Sólo recuerdo que había médicos apiñados en torno a su lecho, pidiendo una cosa u otra, y que sonaban pitidos y había montones de jeringuillas por el suelo.

»A la mañana siguiente, su cama estaba vacía. Pregunté por él a una enfermera y ella me dijo que había luchado valientemente hasta el final.

Laila era vagamente consciente de que estaba asintiendo con la cabeza. Ya lo sabía. Claro que sí. Sabía por qué había ido a verla aquel hombre, qué noticias traía, desde el mismo instante en que se había sentado frente a él.

– Al principio… Bueno, al principio no creía que fueras real -continuó el hombre-. Suponía que era la morfina la que hablaba por su boca. Tal vez incluso esperaba que no existieras; siempre he temido tener que ser portador de malas noticias. Pero se lo había prometido. Y, como digo, le había tomado aprecio. Así que volví a Kabul hace unos días y pregunté por ti, hablé con algunos vecinos y ellos me indicaron esta casa. También me contaron lo que les había ocurrido a tus padres. Al oírlo, bueno, di media vuelta y me fui. No quería revelártelo. Decidí que sería demasiado para ti. Que sería demasiado para cualquiera.

Abdul Sharif alargó la mano por encima de la mesa y la posó sobre la rodilla de Laila.

– Pero he vuelto. Porque al final llegué a la conclusión de que él habría querido que lo supieras. Lo siento mucho. Ojalá…

Laila ya no lo escuchaba. Recordaba el día en que el hombre de Panyshir había ido a su casa para comunicarles la noticia de la muerte de Ahmad y Nur. Recordaba a babi, pálido como la cera, encorvado en el sofá, y a mammy, que se había llevado la mano a la boca. Laila había visto derrumbarse a su madre aquel día y se había asustado, pero no había sentido un auténtico pesar. No había comprendido la horrible inmensidad de la pérdida. En ese momento otro desconocido le traía la noticia de otra muerte; era ella la que estaba sentada. ¿Aquél era, pues, el castigo por haberse mostrado tan fría ante el sufrimiento de su propia madre?

Laila recordó que mammy se había arrojado al suelo y había empezado a chillar y arrancarse el pelo. Pero ella no consiguió ni siquiera hacer eso. Apenas era capaz de moverse. No podía mover ni un músculo.

Se quedó sentada en la silla, con las manos inertes sobre el regazo y la mirada perdida, y dejó que su mente siguiera volando. Dejó que siguiera volando hasta que encontró el lugar, el refugio seguro donde los campos de cebada eran verdes, las aguas discurrían límpidas y claras, y las semillas de algodón danzaban por millares en el aire; el lugar donde babi leía un libro bajo una acacia y Tariq dormitaba con las manos enlazadas sobre el pecho, y donde ella podía hundir los pies en el arroyo y tener sueños hermosos bajo la atenta mirada de los dioses antiguos de roca blanqueada por el sol.

29

Mariam

– Lo siento mucho -dijo Rashid a la chica, cogiendo el cuenco de mastawa con albóndigas que le tendía su esposa sin mirarla siquiera-. Sé que erais muy… amigos… vosotros dos. Siempre juntos, desde niños. Es terrible. Son demasiados los jóvenes afganos que están muriendo de esa forma.

Hizo un ademán de impaciencia sin dejar de mirar a la chica, y su mujer le pasó una servilleta.

Durante años, Mariam lo había observado cuando comía, viendo cómo se le movían los músculos de las sienes, cómo formaba pequeñas bolas compactas de arroz con una mano, mientras con el dorso de la otra se limpiaba la grasa de la boca o se quitaba granos sueltos. Durante años, Rashid había comido sin levantar la vista, sin hablar, en medio de un silencio condenatorio, como si estuviera celebrándose un juicio, un mutismo que sólo rompía para emitir un gruñido de acusación, un chasquido de censura, una orden monosílaba para pedir más pan, más agua.

En ese momento comía con cuchara. Usaba servilleta. Decía loftan cuando pedía agua. Y hablaba por los codos, muy animado.

– En mi opinión, los americanos se equivocaron de hombre al entregar armas a Hekmatyar, todas las que le entregó la CIA para luchar contra los soviéticos en los ochenta. Los soviéticos se han ido, pero él sigue teniendo las armas, y ahora las ha vuelto contra gente inocente como tus padres. Y a eso lo llama yihad. ¡Menuda farsa! ¿Qué tiene que ver la yihad con matar mujeres y niños? Habría sido mejor que la CIA diera las armas al comandante Massud.

Mariam enarcó las cejas sin poderlo evitar. ¿El comandante Massud? Aún resonaban en su cabeza las peroratas de Rashid despotricando contra ese hombre, acusándolo de traidor y comunista. Pero, claro, Massud era tayiko, igual que Laila.

– Él sí que es razonable. Un afgano con honor. Un hombre interesado de verdad en una solución pacífica.

Rashid se encogió de hombros y suspiró.

– Y no es que a los americanos les importe lo más mínimo, ojo. ¿Qué más les da a ellos que los pastunes, los hazaras, los tayikos y los uzbekos se maten mutuamente? ¿Cuántos americanos pueden siquiera distinguirlos? No hay que esperar ayuda de ellos, eso es lo que yo digo. Ahora que los soviéticos se han hundido, ya no nos necesitan para nada. Hemos servido a su propósito. Para ellos, Afganistán es un kenarab, un agujero de mierda. Disculpa mi lenguaje, pero es la pura verdad. ¿Qué opinas tú, Laila yan?

La muchacha musitó algo ininteligible, mientras desplazaba una albóndiga de un lado a otro del cuenco.

Rashid asintió pensativamente, como si Laila hubiera hecho el comentario más inteligente que había oído en su vida. Mariam desvió la mirada.

– ¿Sabes? Tu padre, que en paz descanse, tu padre y yo solíamos charlar de estas cosas. Fue antes de que tú nacieras, por supuesto. Nos encantaba hablar de política. Y también de libros. ¿No es cierto, Mariam? Tú lo recordarás.

Ella estaba demasiado ocupada bebiendo agua.

– En fin, espero que no te aburra tanta palabrería sobre política.

Más tarde, Mariam estaba en la cocina metiendo los platos en agua con jabón y notaba un nudo en el estómago.

No era tanto por lo que Rashid decía, por sus mentiras descaradas y su falsa simpatía, ni siquiera por el hecho de que no le hubiera levantado la mano desde que había sacado a la chica de debajo de los escombros.

Era por su forma de hacerlo, como si representara un papel. Era su intento, astuto y patético a la vez, de impresionar a la muchacha, de cautivarla.

Y de repente Mariam comprendió que sus sospechas eran ciertas. Comprendió, con un miedo que la asaltó como un terrible y doloroso mazazo, que estaba presenciando nada más y nada menos que un cortejo.

Cuando por fin se armó de valor, Mariam fue a ver a Rashid a su habitación.

– ¿Y por qué no? -preguntó él, encendiendo un cigarrillo.

Entonces comprendió que estaba derrotada de antemano. Había albergado una leve esperanza de que Rashid lo negara todo, que fingiera sorpresa, quizá indignación incluso, por lo que ella daba a entender. Entonces quizá habría tenido cierta ventaja. Tal vez habría podido hacer que se avergonzara. Pero al ver que él lo admitía tranquilamente, con total naturalidad, Mariam se quedó desarmada.

– Siéntate -le ordenó. Estaba tumbado en su cama, con la espalda apoyada en la pared y las largas piernas extendidas sobre el colchón-. Siéntate antes de que te desmayes y te partas la crisma.

Ella se dejó caer en la silla plegable que había junto al lecho.

– Pásame el cenicero, anda.

Mariam se lo pasó obedientemente.

El hombre debía de tener ya sesenta años o más, aunque Mariam no sabía su edad exacta, y de hecho el propio Rashid tampoco. Tenía el pelo blanco, pero tan espeso e hirsuto como siempre. Sus párpados eran flácidos, y también la piel del cuello, que estaba arrugada y curtida. Las mejillas le colgaban un poco más que antes. Por la mañana, caminaba un poco encorvado. Pese a todo ello, conservaba los hombros fornidos, el torso corpulento, las manos fuertes y el vientre abultado que entraba en la habitación antes que cualquier otra parte de su cuerpo.

En conjunto, Mariam pensaba que los años lo habían tratado bastante mejor que a ella.

– Tenemos que legitimar esta situación -declaró Rashid, colocando el cenicero en equilibrio sobre su vientre. Sus labios se fruncieron en un pícaro mohín-. La gente empezará a rumorean No es decente que una mujer joven y soltera viva aquí. Mi reputación se resentiría. Por no mencionar la de ella y la tuya, claro.

– En dieciocho años nunca te he pedido nada -dijo Mariam-. Nada en absoluto. Pero lo hago ahora.

Rashid dio una chupada al cigarrillo y exhaló el humo lentamente.

– No puede quedarse aquí tal cual, si es eso lo que sugieres. No puedo seguir alimentándola y proporcionándole ropa y cama. Yo no soy la Cruz Roja, Mariam.

– Pero ¿lo otro?

– ¿Qué pasa? ¿Qué? ¿Crees que es demasiado joven? Tiene catorce años. Ya no es una niña. Tú tenías quince, ¿recuerdas? Mi madre tenía catorce años cuando me tuvo a mí. Trece cuando se casó.

– Yo… yo no quiero -insistió Mariam, aturdida por el desprecio y la impotencia.

– La decisión no es tuya, sino mía y de la chica.

– Soy demasiado vieja.

– Ella es demasiado joven, tú eres demasiado vieja. Sólo dices tonterías.

– Soy demasiado vieja. Demasiado vieja para que me hagas esto -continuó Mariam, estrujándose el vestido con los puños con tanta fuerza que las manos le temblaban-. Para que después de tantos años me conviertas en una ambag.

– No te pongas melodramática. Es algo corriente y tú lo sabes. Amigos míos tienen dos, tres, cuatro esposas. Tu propio padre tenía tres. Además, lo que hago ahora, la mayoría de los hombres que conozco lo habría hecho hace tiempo, y tú lo sabes de sobra.

– No lo permitiré.

Rashid sonrió tristemente.

– Hay otra salida -dijo, rascándose la planta de un pie con el calloso talón del otro-. Puede marcharse. No se lo impediré. Pero sospecho que no llegaría muy lejos sin comida, sin agua y sin una rupia en el bolsillo, con balas y misiles silbando por todas partes. ¿Cuántos días crees que tardarían en secuestrarla, violarla o arrojarla a una cuneta degollada? ¿O las tres cosas?

Rashid tosió y se arregló la almohada detrás de la espalda.

– Las carreteras son peligrosas, Mariam, sé lo que me digo. Hay bandidos y hombres sanguinarios en cada recodo. No me gustaría estar en su pellejo. Pero pongamos que milagrosamente consigue llegar a Peshawar. ¿Qué haría allí? ¿Tienes idea de cómo son los campos de refugiados?

Miró a Mariam desde detrás de una columna de humo.

– La gente vive bajo pedazos de cartón. Hay tuberculosis, disentería, hambre, crímenes. Y eso antes del invierno. Luego llegará la estación del frío helador. Empezará la neumonía y se quedarán helados como carámbanos. Esos campos se convierten en cementerios helados.

»Por supuesto -añadió, haciendo un pícaro ademán con la mano-, podría calentarse en uno de los burdeles de Peshawar. Un negocio floreciente ahora mismo, según he oído decir. Una belleza como ella no tardaría en ganar una pequeña fortuna, ¿no crees?

Rashid dejó el cenicero sobre la mesita de noche y puso los pies en el suelo.

– Mira -añadió, empleando el tono conciliatorio que sólo pueden permitirse los vencedores-, sabía que no te lo tomarías bien. Y en realidad no me extraña. Pero es lo mejor para todos. Ya lo verás. Míralo de esta forma: tú tendrás ayuda con la casa y ella conseguirá un refugio seguro, una casa y un marido. En los tiempos que corren, una mujer necesita un marido. ¿No has visto todas esas viudas que duermen en la calle? Matarían por una oportunidad como ésta. De hecho, esto es… Bueno, creo que estoy siendo muy caritativo. -Sonrió-. Desde mi punto de vista, me merezco una medalla.

Más tarde, Mariam se lo dijo a la chica en la oscuridad de su cuarto.

Ella permaneció en silencio un buen rato.

– Quiere que le des una respuesta por la mañana -dijo la esposa.

– Puedes dársela ahora mismo -dijo la muchacha-. Dile que acepto.

30

Laila

Al día siguiente, Laila se quedó en la cama. Estaba debajo de las mantas por la mañana cuando Rashid asomó la cabeza y anunció que se iba al barbero. No se había levantado cuando él regresó a última hora de la tarde y le mostró el corte de pelo, el traje nuevo de segunda mano, azul a rayas de color crema, y la alianza que le había comprado.

Se sentó en el lecho junto a ella y con grandes aspavientos desató la cinta, abrió el estuche y sacó el anillo con movimientos delicados. Como quien no quiere la cosa, dejó escapar que lo había cambiado por la vieja alianza de boda de Mariam.

– A ella no le importa, en serio. Ni siquiera se dará cuenta.

Laila se acurrucó en el otro lado de la cama. Oía el siseo de la plancha abajo.

– Ya no se lo ponía nunca -insistió Rashid.

– No lo quiero -murmuró Laila débilmente-. Así no. Tienes que devolverlo.

– ¿Devolverlo? -Una sombra de impaciencia cruzó su rostro. Sonrió-. Y he tenido que poner dinero, un buen pellizco, por cierto. Este anillo es mejor, de veintidós quilates. ¿Ves cuánto pesa? Toma, míralo tú. ¿No? -Cerró el estuche-. ¿Y qué me dices de unas flores? Eso sería bonito. ¿Te gustan las flores? ¿Tienes alguna predilección? ¿Margaritas? ¿Tulipanes? ¿Lilas? ¿Flores no? ¡Bueno! Yo tampoco veo para qué. Sólo pensaba que… Bien, conozco a un sastre aquí en Dé Mazang. He pensado que podríamos ir a verlo mañana para que te haga el vestido.

Ella negó con la cabeza.

Rashid enarcó las cejas.

– Preferiría que… -empezó Laila.

Él puso una mano sobre su cuello. La muchacha esbozó una mueca y fue incapaz de reprimir un respingo. El tacto de aquella mano era como el de un viejo suéter de lana rasposa sobre piel desnuda.

– ¿Sí?

– Preferiría que lo hiciéramos cuanto antes.

Rashid abrió la boca y esbozó una amplia sonrisa que dejó al descubierto sus dientes amarillentos.

– Qué ansiosa -comentó.

Antes de la visita de Abdul Sharif, Laila había decidido irse a Pakistán. Incluso después de recibir la noticia de la que Sharif era portador, podría haberse marchado a algún lugar lejos de Kabul, haber abandonado aquella ciudad en la que cada esquina era una trampa, en la que todos los callejones ocultaban un fantasma que saltaba sobre ella como un muñeco de resorte. Podría haber corrido el riesgo.

Pero de pronto esa opción ya no existía.

No podía irse porque había empezado a vomitar todos los días.

Y tenía los pechos más llenos.

Y de pronto, en medio de tanta conmoción, había caído en la cuenta de que no le había llegado la regla.

Se imaginó en un campamento para refugiados, un campo pelado con miles de plásticos sujetos a postes, agitados por el frío viento. Bajo una de esas tiendas improvisadas, vio a su bebé, el hijo de Tariq, con las sienes hundidas, la mandíbula floja, la piel cubierta de llagas de un tono gris azulado. Imaginó su cuerpo diminuto lavado por desconocidos, envuelto en un sudario rojizo, metido en un agujero en una franja de tierra barrida por el viento, bajo la mirada decepcionada de los buitres.

¿Cómo iba a marcharse en esas circunstancias?

Hizo un lúgubre inventario de las personas que habían formado parte de su vida. Ahmad y Nur, muertos. Hasina se había ido. Giti, muerta. Mammy, muerta. Babi, muerto. Y también Tariq…

Pero, milagrosamente, conservaba algo de su antigua vida, el último vínculo con la persona que había sido antes de quedarse completamente sola. Una parte de su amado seguía viva dentro de ella, con unos brazos diminutos y unas manos translúcidas que empezaban a formarse. ¿Cómo podía poner en peligro lo único que le quedaba de él y de su antigua vida?

No tardó nada en tomar la decisión. Habían transcurrido seis semanas desde que Tariq y ella habían yacido. Si dejaba pasar más tiempo, Rashid podía sospechar algo.

Sabía que lo que hacía era una vergüenza, un deshonor, una falsedad. Y además tremendamente injusto para Mariam. Pero, aunque el bebé que crecía en su seno no era más grande que una mora, Laila era consciente ya de los sacrificios que debía hacer una madre. La virtud no era más que el primero.

Se apoyó una mano sobre el vientre y cerró los ojos.

Laila no recordaría más que retazos sueltos de la triste ceremonia: las rayas crema del traje de Rashid; el intenso olor de su fijador para el pelo; el pequeño corte que se había hecho al afeitarse justo encima de la nuez; el tacto áspero de sus dedos manchados de tabaco cuando le puso el anillo; la pluma, que no funcionaba; la búsqueda de otra pluma; el contrato y la firma: él con mano firme, ella con trazo tembloroso; las plegarias; darse cuenta a través del espejo de que Rashid se había recortado las cejas.

Y Mariam observándola desde un rincón. Y la atmósfera sofocante en la que se respiraba su desaprobación.

Laila no se atrevió a mirarla a la cara.

Por la noche, bajo las frías sábanas de la cama de Rashid, la muchacha lo vio cerrar las cortinas. Temblaba incluso antes de que los dedos del hombre le desabrocharan los botones de la camisa y le desataran los pantalones. Estaba muy nervioso. Tardó una eternidad en quitarse la camisa y el pantalón. Laila vio su torso flácido, su ombligo protuberante, con una pequeña vena azulada en el centro, y el espeso vello blanco que le cubría el pecho, los hombros y los brazos. Sintió sus ojos recorriéndole el cuerpo ávidamente.

– Válgame Dios, creo que te quiero -murmuró Rashid.

Ella le pidió que apagara la luz con un castañeteo de dientes.

Más tarde, cuando estuvo segura de que él se había quedado dormido, Laila metió la mano sigilosamente bajo el colchón para sacar el cuchillo que había escondido allí antes, y se pinchó la yema del dedo índice. Luego levantó la manta y dejó que el dedo sangrara sobre las sábanas donde habían realizado el acto.

31

Mariam

Durante el día, la muchacha no era más que el crujido de un muelle del colchón, el ruido de pasos en el piso de arriba. Era el chapoteo del agua en el cuarto de baño, o una cucharita que tintineaba en un vaso en el dormitorio. De vez en cuando Mariam vislumbraba algo: el vuelo de un vestido cuando la chica subía rápidamente las escaleras con los brazos cruzados sobre el pecho, dejando oír el golpeteo de las sandalias.

Pero era inevitable que se encontraran. Mariam se cruzaba con ella en la escalera, en el estrecho pasillo, en la cocina o en la puerta al entrar en casa desde el patio. Cuando se producían tales encuentros, el aire se cargaba de tensión. La joven se recogía las faldas, se ruborizaba y musitaba unas palabras de disculpa, mientras Mariam pasaba rápidamente por su lado, echándole una mirada de soslayo. A veces percibía el efluvio de su piel, que olía al sudor, al tabaco, al apetito de Rashid. Por suerte, el sexo era un capítulo cerrado en la vida de Mariam. Aún se le revolvía el estómago al recordar aquellas penosas sesiones durante las que yacía inmóvil bajo el cuerpo de Rashid.

Por la noche, sin embargo, esa danza orquestada por ambas partes para evitarse mutuamente no era posible. Rashid decía que los tres formaban una familia. Insistía en ello y en que debían comer juntos, como hacían las familias.

– ¿Qué es esto? -preguntó, arrancando la carne de un hueso con los dedos, pues había renunciado a la farsa de usar cubiertos una semana después de contraer matrimonio con la muchacha-. ¿Me he casado con un par de estatuas? Vamos, Mariam, gap bezan, dile algo. ¿Es que no tienes modales? -Sin dejar de chupar el tuétano del hueso, añadió, dirigiéndose a la joven-: Pero tú no debes molestarte con ella. Es muy callada. Una bendición en realidad, porque, walá, si una persona no tiene gran cosa que decir, más vale que no malgaste saliva. Tú y yo somos gente de ciudad, pero ella es una dehati. Una aldeana. No, ni siquiera eso. Se crió en un kolba hecho de adobe, fuera de la aldea. Su padre la instaló allí. ¿Se lo has contado, Mariam? ¿Le has contado que eres una harami? Bueno, pues lo es. Pero no por ello deja de tener algunas cualidades. Ya lo comprobarás por ti misma, Laila yan. Es robusta, para empezar, buena trabajadora y sin pretensiones. Para que me entiendas mejor: si fuera un coche, sería un Volga.

Mariam tenía ya treinta y tres años, pero aquella palabra, harami, aún le dolía. Al oírla, seguía sintiéndose como una cucaracha o como una apestada. Recordó a Nana agarrándola por las muñecas. «Eres una harami torpe. Ésta es mi recompensa por todo lo que he tenido que soportar. Una harami torpe que rompe reliquias.»

– Tú -dijo Rashid a la muchacha-, tú en cambio serías un Benz. Un Benz nuevo y reluciente de primera categoría. Wá, wá. Pero… -Alzó un grasiento dedo índice-. Un Benz merece ciertos… cuidados. Por respeto a su belleza y su excelente manufactura, ¿entiendes? Oh, debes de pensar que estoy loco, diwana, con toda esta charla sobre automóviles. No digo que seáis coches, sólo era un ejemplo.

Rashid devolvió al plato la bola de arroz que había formado con los dedos antes de seguir hablando. Sus manos quedaron suspendidas sobre la comida, mientras él mantenía la vista baja con expresión pensativa.

– No se debe hablar mal de los muertos, y mucho menos de los shahid. Y ten por seguro que no pretendo faltarles al respeto al decir esto, pero no puedo evitar ciertas… reservas… sobre el modo en que tus padres, que Alá los perdone y los acoja en el paraíso, bueno, sobre la indulgencia con que te trataban. Lo siento.

La fugaz mirada de odio que la muchacha lanzó a Rashid no escapó a la atención de Mariam, pero él seguía con los ojos bajos y no se dio cuenta.

– No importa. Lo que quiero decir es que ahora soy tu marido y no sólo debo proteger tu honor, sino el nuestro, sí, nuestro nang y namus. Eso es responsabilidad del marido. Déjalo en mis manos, por favor. En cuanto a ti, eres la reina, la malika, y esta casa es tu palacio. Cualquier cosa que necesites, se lo dices a Mariam y ella la hará por ti. ¿No es verdad, Mariam? Si te apetece algo, yo te lo traeré. Qué le voy a hacer, yo soy así.

»A cambio, bueno, sólo pido una cosa muy sencilla. Te pido que no salgas de casa si no es en mi compañía. Eso es todo. Fácil, ¿verdad? Si no estoy y necesitas algo con urgencia, y me refiero a que lo necesites de verdad y no puedas esperar a que yo vuelva, entonces puedes enviar a Mariam a buscarlo. Aquí habrás notado una contradicción, sin duda. Bueno, uno no conduce un Volga de la misma manera que un Benz. Sería estúpido, ¿no? Ah, y también te pido que te pongas burka cuando salgas conmigo a la calle. Para protegerte, naturalmente. Es lo mejor. Ahora hay muchos hombres libidinosos por la ciudad, hombres con viles intenciones, dispuestos a deshonrar a una mujer casada incluso. En fin. Eso es todo.

Rashid tosió.

– Debería añadir que Mariam será mis ojos y mis oídos cuando yo no esté. -Lanzó a Mariam una rápida ojeada, tan dura como una patada en la cabeza con una punta de acero-. No es que desconfíe. Muy al contrario. Francamente, me parece que eres muy madura para tu edad, pero de todas formas eres una mujer joven, Laila yan, una dojtar e yawan, y las mujeres jóvenes a veces toman decisiones desafortunadas. En ocasiones tienden a hacer travesuras. En cualquier caso, Mariam responderá por ti. Y si se produjera algún descuido…

Así prosiguió durante un buen rato. Mariam observaba a la muchacha de reojo mientras Rashid dejaba caer sobre ellas sus órdenes y exigencias, igual que caían los misiles sobre Kabul.


***

Un día, Mariam se hallaba en la sala de estar doblando unas camisas de Rashid que había recogido del tendedero del patio. No sabía cuánto tiempo llevaba allí la muchacha, pero al coger una camisa y darse la vuelta, la encontró de pie en el umbral, con una taza de té en las manos.

– No pretendía asustarte -dijo la muchacha-. Lo siento.

Mariam se limitó a mirarla.

A la muchacha le daba el sol en la cara, en los grandes ojos verdes y la lisa frente, en los altos pómulos y las atractivas cejas, que eran gruesas y no se parecían en nada a las de Mariam, finas y anodinas. La muchacha no se había peinado esa mañana y su pelo claro le caía a ambos lados de la cara.

Mariam percibió la rigidez con que la muchacha aferraba la taza, los hombros tensos, su nerviosismo. La imaginó sentada en la cama, armándose de valor.

– Empiezan a caer las hojas -comentó la muchacha en tono amigable-. ¿Te has fijado? El otoño es mi estación favorita. Me gusta el olor de la hojarasca que quema la gente en el jardín. Mi madre prefería la primavera. ¿Conocías a mi madre?

– No.

La joven ahuecó la mano alrededor de la oreja.

– ¿Perdón?

– He dicho que no -repitió Mariam, alzando la voz-. No conocía a tu madre.

– Oh.

– ¿Quieres algo?

– Mariam ya, quisiera… Sobre lo que dijo él la otra noche…

– Sí, tenía intención de hablar contigo sobre eso -la interrumpió Mariam.

– Claro, por favor -dijo la muchacha con seriedad, casi con vehemencia, y avanzó un paso. Parecía aliviada.

Fuera trinaba una oropéndola. Alguien tiraba de una carreta. Mariam oyó el crujido de sus goznes, el traqueteo de sus ruedas de hierro. No muy lejos sonó un disparo, uno solo, seguido de tres más; luego nada.

– No pienso ser tu criada -declaró Mariam-. Ni hablar.

– No -convino la muchacha, dando un respingo-. ¡Por supuesto que no!

– Puede que seas la malika del palacio y yo una dehati, pero no aceptaré órdenes de ti. Puedes quejarte a él y que venga a degollarme, pero no pienso aceptar tus órdenes. ¿Me oyes? No voy a ser tu criada.

– ¡No! Yo no esperaba…

– Y si crees que puedes usar tu atractivo para librarte de mí, estás muy equivocada. Yo llegué aquí primero. No permitiré que me eches. No voy a terminar en la calle por tu culpa.

– Yo no quiero eso -replicó la muchacha con un hilo de voz.

– Y ahora ya se ve que tus heridas se han curado, así que puedes empezar a encargarte de tu parte del trabajo en la casa…

Ella asintió rápidamente. Se le derramó un poco de té, pero no se dio cuenta.

– Sí, ésa es la otra razón por la que he bajado, para darte las gracias por cuidar de mí…

– Bueno, pues no lo habría hecho -le espetó Mariam-. No te habría alimentado, lavado y atendido de haber sabido que ibas a volverte contra mí y a robarme el marido.

– Robar…

– Seguiré cocinando y lavando los platos. Tú harás la colada y barrerás. Para el resto nos turnaremos cada día. Y una cosa más. No necesito tu compañía. No la quiero. Lo único que deseo es estar sola. Tú me dejas tranquila y yo te devuelvo el favor. Así serán las cosas. Ésas son las reglas.

Cuando terminó de hablar, el corazón le latía con fuerza y notaba la boca seca. Mariam jamás había hablado de esa manera, jamás había expresado su voluntad con tanta fuerza. Debería haberse sentido eufórica, pero los ojos de la joven se habían llenado de lágrimas y tenía una expresión compungida, y la escasa satisfacción que Mariam halló en su arrebato se convirtió en un sentimiento ilícito.

Entregó las camisas a la chica.

– Ponlas en el almari, no en el armario. Le gustan las blancas en el cajón de arriba y el resto en el del medio, con los calcetines.

Ella dejó la taza en el suelo y extendió las manos para recoger las camisas, con las palmas hacia arriba.

– Siento todo esto -dijo con voz ronca.

– Haces bien en sentirlo -replicó Mariam.

32

Laila

Laila recordaba una reunión en su casa, en uno de los días buenos de su madre, hacía unos cuantos años. Las mujeres estaban sentadas en el jardín comiendo moras frescas que Wayma había cogido del moral del patio de su casa. Las bayas eran blancas y rosadas, y algunas del mismo tono violáceo de las diminutas venas de la nariz de Wayma.

– ¿Sabéis cómo murió su hijo? -dijo ésta, metiéndose enérgicamente otro puñado de moras en la boca desdentada.

– Se ahogó, ¿no? -intervino Nila, la madre de Giti-. En el lago Garga, ¿no?

– Pero ¿sabíais, sabíais que Rashid…? -Wayma alzó un dedo y asintió y masticó con grandes aspavientos, haciéndose de rogar mientras tragaba-. ¿Sabíais que por entonces Rashid bebía sharab y que ese día estaba completamente borracho? Es cierto. Borracho perdido, me dijeron. Y era media mañana. A mediodía, se había quedado inconsciente en una tumbona. Podrían haber disparado un cañón junto a su oreja y ni siquiera habría pestañeado.

Laila recordaba que Wayma se había llevado la mano a la boca para eructar, y que luego se había hurgado en los pocos dientes que le quedaban con la lengua.

– Ya podéis imaginar el resto. El chico se metió en el agua sin que nadie se diera cuenta. Lo encontraron un poco más tarde, flotando boca abajo. La gente corrió en su ayuda, unos para tratar de reanimar al padre y otros al chico. Alguien se inclinó sobre él y le hizo el boca a boca. Fue inútil. Todos lo vieron. El chico estaba muerto.

Laila recordaba que Wayma había levantado un dedo y que su voz temblaba, compasiva.

– Por eso el Sagrado Corán prohíbe el sharab. Porque siempre hace pagar a justos por pecadores. Así es.

Esta historia era lo que a Laila le rondaba por la cabeza después de dar la noticia sobre su embarazo a Rashid, que inmediatamente se había montado en su bicicleta y se había ido a una mezquita a rezar para que fuera un varón.

Esa noche, Mariam se pasó toda la cena empujando un trozo de carne por el plato. Laila se encontraba presente cuando Rashid le había comunicado la noticia con voz aguda y teatral, en un acto de crueldad inusitada. Mariam pestañeó y se ruborizó al oírlo. Luego se quedó inmóvil, con expresión adusta y desolada.

Más tarde, cuando Rashid se fue arriba a escuchar la radio, Laila ayudó a Mariam a recoger el sofrá.

– No puedo imaginarme qué serás ahora -dijo Mariam, mientras recogía los granos de arroz y las migas de pan-, si antes eras un Benz.

– ¿Un tren? -apuntó Laila, intentando una táctica más desenfadada-. O quizá un gran avión jumbo.

– Espero que no creas que eso va a excusarte de tus quehaceres -añadió Mariam, irguiéndose.

Laila abrió la boca, pero se lo pensó mejor, recordándose a sí misma que Mariam era la única parte inocente en todo aquello. Mariam y el bebé.

Más tarde, en la cama, Laila estalló en sollozos.

Rashid quiso saber qué le pasaba, levantándole el mentón con una mano. ¿Se encontraba mal? ¿Era el bebé, le pasaba algo al niño? ¿No? ¿La había tratado mal Mariam?

– Es eso, ¿verdad?

– No.

Walá o billa, bajaré y le daré una buena lección. ¿Quién se habrá creído que es esa harami para tratarte…?

– ¡No!

Pero Rashid ya se estaba levantando, de manera que Laila tuvo que agarrarlo del brazo y tirar de él.

– ¡No lo hagas! ¡No! Se ha portado bien conmigo. Necesito un momento, eso es todo. Me encuentro bien.

Rashid se sentó a su lado y le acarició el cuello, musitando. Lentamente su mano bajó por la espalda y luego volvió a subir. Rashid se inclinó y mostró sus torcidos dientes.

– Pues entonces -dijo en un arrullo-, a ver si puedo hacer que te sientas mejor.

Primero, los árboles -los que no habían talado para hacer leña- perdieron las hojas moteadas de amarillo y cobre. Luego llegaron los intensos y fríos vientos que se desataron sobre la ciudad, arrancaron las últimas hojas y dejaron los árboles con un aspecto fantasmagórico, recortándose sobre el apagado fondo pardo de las colinas. La primera nevada de la estación fue ligera, los copos se derretían al tocar el suelo. Luego se helaron las carreteras y la nieve se amontonó en los tejados y tapó las ventanas cubiertas de escarcha. Con la nieve llegaron las cometas, que en otro tiempo dominaban los cielos invernales de Kabul, y eran ahora tímidas intrusas en un territorio gobernado por misiles y aviones de combate.

Rashid llegaba siempre a casa con noticias de la guerra, y Laila escuchaba perpleja mientras él intentaba explicarle las diferentes alianzas. Sayyaf luchaba contra los hazaras, decía, y éstos combatían contra Massud.

– Y también lucha contra Hekmatyar, por supuesto, que cuenta con el apoyo de los pakistaníes. Massud y Hekmatyar son enemigos mortales. Sayyaf apoya a Massud. Y Hekmatyar apoya a los hazaras, al menos de momento.

En cuanto a Dostum, el impredecible comandante uzbeko, Rashid decía que nadie sabía a quién apoyaba. Dostum había luchado contra los soviéticos en los ochenta, del lado de los muyahidines, pero luego los había abandonado para unirse al régimen comunista de Nayibulá, después de la retirada soviética. Había ganado incluso una medalla, que le había impuesto Nayibulá en persona, antes de cambiar de bando para unirse nuevamente a los muyahidines. En esos momentos, explicó Rashid, Dostum apoyaba a Massud.

En Kabul, sobre todo en la zona occidental, ardían varios incendios y las negras columnas de humo se alzaban como setas sobre los edificios cubiertos de nieve. Las embajadas cerraban. Las escuelas se desplomaban. En las salas de espera de los hospitales, contaba Rashid, los heridos morían desangrados. En los quirófanos, se practicaban amputaciones sin anestesia.

– Pero no te preocupes -añadía-. Conmigo estás a salvo, flor mía, mi gul. Si alguien intenta hacerte daño, le arrancaré el hígado y se lo haré tragar.

Durante ese invierno, allá donde Laila mirara, sólo veía paredes. Recordaba con añoranza los espacios abiertos de su infancia, la época en que asistía a los torneos de buzkashi con babi e iba de compras a Mandaii con mammy, cuando corría libremente por la calle y hablaba de chicos con Giti y Hasina. Recordaba la época en la que se sentaba con Tariq sobre los tréboles a orillas de algún arroyo, mientras los dos intercambiaban acertijos y caramelos contemplando la puesta de sol.

Pero recordar a Tariq era peligroso porque, sin poder remediarlo, enseguida lo veía tumbado en una cama, lejos de casa, con tubos atravesándole el cuerpo quemado. Una profunda congoja le oprimía entonces el pecho, dejándola paralizada, al tiempo que la bilis le quemaba la garganta. Las piernas le fallaban y tenía que buscar un asidero para no caer.

Laila pasó el invierno de 1992 barriendo la casa, frotando las paredes de color calabaza del dormitorio que compartía con Rashid, y lavando la ropa en el patio en un gran lagaan de cobre. A veces se veía a sí misma como suspendida sobre su propio cuerpo, se veía arrodillada sobre el borde del lagaan, arremangada hasta los codos, con las manos irritadas y escurriendo una de las camisetas de Rashid. Se sentía perdida entonces, como si fuera la única superviviente de un naufragio y se hallara en el agua sin tierra a la vista, sola ante la inmensidad del mar.

Cuando hacía demasiado frío para salir al patio, Laila deambulaba por la casa. Despeinada y sin haberse aseado siquiera, caminaba por el pasillo rascando la pared con una uña, regresaba sobre sus pasos, bajaba las escaleras y las subía de nuevo. Caminaba hasta que se encontraba con Mariam, quien le lanzaba una fría mirada y seguía cortando el tallo a un pimiento o quitando la grasa a la carne. En la habitación se hacía un silencio doloroso y Laila casi veía la hostilidad muda que emanaba de Mariam como el calor que se elevaba del asfalto en verano. Se retiraba entonces a su habitación, se sentaba en la cama y se limitaba a contemplar cómo caía la nieve.

Rashid la llevó un día a su zapatería.

En la calle, él caminaba a su lado, sujetándola por el codo. Para Laila, salir a la calle se había convertido en un mero ejercicio destinado a evitar daños. Sus ojos aún no se habían adaptado a la limitada visión que le permitía el burka, y sus pies seguían tropezando con el dobladillo. Caminaba con el miedo constante de dar un traspié y caer, de romperse un tobillo al meter el pie en un hueco. Aun así, el anonimato del burka le proporcionaba cierto consuelo. De esta manera, nadie la reconocería aunque se tropezara con algún viejo conocido. No tendría que ver la sorpresa reflejada en sus ojos, ni la compasión, ni la alegría por lo bajo que había caído, por cómo habían sido aplastadas sus grandes aspiraciones.

La tienda de Rashid era más grande y estaba mejor iluminada de lo que Laila había imaginado. Rashid hizo que se sentara detrás de su atestada mesa de trabajo, cubierta de suelas viejas y pedazos de cuero sobrantes. Le mostró sus herramientas y le enseñó cómo funcionaba la pulidora, con voz sonora y orgullosa.

Luego le palpó el vientre, pero no a través de la camisa, sino por debajo, y las yemas de sus dedos tenían un tacto frío y áspero. Laila recordó las manos de Tariq, tan suaves y fuertes, con el dorso cruzado por abultadas y sinuosas venas, que a ella siempre le habían parecido muy atractivas y masculinas.

– Está creciendo muy deprisa -comentó Rashid-. Va a ser un niño muy grande. ¡Mi hijo será un pahlawan! Como su padre.

Laila se bajó la camisa. Se asustaba mucho cuando oía a Rashid hablando de esa manera.

– ¿Qué tal van las cosas con Mariam?

Ella respondió que bien.

– Excelente.

Laila decidió no contarle que habían tenido su primera pelea de verdad.

Había ocurrido unos cuantos días atrás. Laila había entrado en la cocina y había encontrado a Mariam abriendo cajones de un tirón y cerrándolos otra vez de mala manera. Dijo que buscaba el cucharón de madera que usaba para remover el arroz.

– ¿Dónde lo has metido? -preguntó, dando media vuelta para encararse con Laila.

– ¿Yo? -respondió Laila-. No lo he cogido. Si apenas entro en la cocina.

– No, si de eso ya me había dado cuenta.

– ¿Y me lo echas en cara? Es lo que tú quisiste, ¿recuerdas? Dijiste que tú te ocuparías de guisar. Pero si quieres que cambiemos…

– O sea, que según tú le han salido patas y se ha ido él solo. ¿Es eso lo que ha ocurrido, dege?

– Lo que digo… -empezó Laila, tratando de conservar la calma. Por lo general conseguía contenerse cuando era objeto del escarnio y las acusaciones de Mariam. Pero los tobillos se le habían hinchado, le dolía la cabeza y ese día el ardor de estómago era especialmente intenso-. Lo que digo es que a lo mejor tú misma lo cambiaste de sitio.

– ¿Que yo lo he cambiado de sitio? -Mariam abrió un cajón. Espátulas y cuchillos tintinearon al entrechocar-. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Unos meses? Yo vivo en esta casa desde hace diecinueve años, dojtar yo. He guardado ese cucharón en este cajón desde que tú ibas en pañales.

– Aun así -insistió Laila con los dientes apretados, a punto de estallar-, es posible que lo pusieras en otra parte y ya no te acuerdes.

– Y es posible que tú lo pusieras en otra parte para irritarme.

– Eres una mujer amargada y mezquina -espetó Laila.

Mariam dio un respingo, pero se recobró y frunció los labios.

– Y tú eres una puta. Una puta y una dozd. ¡Una puta ladrona, ni más ni menos!

Después habían llegado los gritos. Habían blandido cacharros, pero sin lanzarlos, y se habían proferido unos insultos tales que Laila se ruborizaba al recordarlos. Desde entonces no se habían vuelto a dirigir la palabra. Laila seguía sorprendida por la facilidad con que había perdido los estribos, pero lo cierto era que en cierto modo le había gustado lo que había sentido al gritar a Mariam, al insultarla y maldecirla, al tener un objetivo sobre el que descargar toda la ira y el dolor que hervían en su interior.

Con súbita perspicacia, Laila se preguntó si Mariam no experimentaría algo parecido.

Después ella había subido corriendo las escaleras y se había arrojado sobre la cama de Rashid. Abajo, Mariam seguía gritando: «¡Sucia desvergonzada! ¡Sucia desvergonzada!» Laila gemía con la cara contra la almohada, y de pronto la asaltó el dolor por la pérdida de sus padres con una intensidad abrumadora que no había sentido desde los terribles días que sucedieron al ataque. Se quedó tumbada, estrujando las sábanas entre los puños, hasta que de pronto se le cortó la respiración. Se sentó y rápidamente se llevó las manos al vientre.

El bebé acababa de dar la primera patada.

33

Mariam

Un día de la primavera de 1993, por la mañana temprano, Mariam se hallaba junto a la ventana de la sala de estar contemplando a Rashid, que salía de casa acompañado de la muchacha. Ella se tambaleaba, doblada por la cintura, con un brazo en torno al abultado vientre, cuya forma se intuía bajo el burka. Nervioso y sumamente protector, Rashid la sujetaba por el codo, guiándola por el patio como un guardia de tráfico. Hizo un gesto a la chica indicándole que esperara y se apresuró hacia el portón, luego le señaló que avanzara, mientras abría el portón despacio, empujándolo con un pie. Cuando la joven llegó a su altura, él la cogió de la mano y la ayudó a traspasar el umbral. A Mariam casi le pareció oírle decir: «Ten cuidado ahora, flor mía, mi gul.»

Regresaron al día siguiente por la tarde.

Mariam vio que Rashid entraba en el patio el primero y que soltaba el portón antes de tiempo, por lo que casi le dio a la muchacha en la cara. El hombre cruzó el patio a grandes zancadas. Mariam detectó una sombra en su rostro a la luz cobriza del atardecer. Una vez en casa, su marido se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el sofá.

– Tengo hambre. Sirve la cena -ordenó al pasar junto a ella, rozándola.

La puerta de la casa se abrió nuevamente. Desde el pasillo, Mariam vio a la muchacha, que con el brazo izquierdo sostenía un bulto envuelto en ropas. Tenía un pie fuera y el otro dentro, impidiendo que la puerta se le cerrara de golpe. Estaba encorvada y gruñía al tratar de recoger la bolsa de papel con sus pertenencias, que había dejado en el suelo para abrir la puerta, mientras hacía una mueca de dolor debido al esfuerzo. Alzó la vista y vio a Mariam.

Ésta dio media vuelta y se metió en la cocina para calentar la cena de Rashid.

– Es como si alguien me estuviera metiendo un destornillador por la oreja -se quejó Rashid, frotándose los ojos desde la puerta de la habitación de Mariam. Tenía los ojos hinchados y sólo llevaba un tumban atado con un nudo flojo. Sus blancos cabellos eran greñas que salían disparadas en todas direcciones-. No soporto tantos lloros.

Abajo, la muchacha paseaba por la habitación con el bebé en brazos, cantándole.

– No he dormido una noche entera desde hace dos meses -siguió lamentándose Rashid-. Y la habitación huele a cloaca. Hay pañales sucios por todas partes. La otra noche, sin ir más lejos, pisé uno.

Mariam sonrió para sus adentros, sintiendo un perverso placer.

– ¡Llévatela fuera! -gritó Rashid por encima del hombro-. ¿No puedes sacarla fuera?

– ¡Pillará una pulmonía! -exclamó Laila, interrumpiendo su canto por un momento.

– ¡Es verano!

– ¿Qué?

Rashid apretó los dientes y alzó la voz.

– ¡He dicho que hace calor!

– ¡No pienso llevarla fuera!

Volvió a oírse el tarareo.

– A veces, te juro que a veces me entran ganas de meter esa cosa en una caja y dejarla flotando en el río Kabul. Como hicieron con Moisés.

Mariam jamás le había oído llamar a su hija por el nombre que le había puesto la muchacha: Aziza, la más preciada. Rashid siempre decía «el bebé» o, cuando más exasperado estaba, «esa cosa».

Algunas noches Mariam los oía discutir. Se acercaba de puntillas hasta su puerta y escuchaba a Rashid quejándose del bebé, siempre del bebé, de su incesante llanto, de los olores, de los juguetes con los que tropezaba, y de que la criatura había acaparado toda la atención de Laila exigiendo constantemente que la alimentara, le hiciera eructar, la cambiara, la paseara y la acunara. La muchacha, a su vez, lo reprendía por fumar en la habitación y por no permitir que el bebé durmiera con ellos.

Otras discusiones se producían en voz baja.

– El médico dijo que seis semanas.

– Todavía no, Rashid. No. Suelta. Por favor, no hagas eso.

– Ya hace dos meses.

– Sshh. ¿Lo ves? Has despertado al bebé. -Luego añadía más bruscamente-. Josh shodi? ¿Ya estás contento?

Mariam volvía entonces sigilosamente a su habitación.

– ¿Por qué no la ayudas? -preguntó Rashid a Mariam-. Algo podrás hacer.

– ¿Y qué sé yo de bebés? -dijo Mariam.

– ¡Rashid! ¿Puedes traerme el biberón? Está sobre el almari. No quiere mamar. Voy probar otra vez con el biberón.

Los chillidos de la criatura rasgaron el silencio como el cuchillo del carnicero hendía la carne. Rashid cerró los ojos.

– Esa cosa es un cabecilla, como Hekmatyar. Te lo aseguro, Laila ha dado a luz a otro Gulbuddin Hekmatyar.

Mariam observaba cómo la muchacha se pasaba los días dedicada a ciclos inacabables, alimentando, meciendo, acunando y paseando al bebé. Y cuando la niña dormía, tenía que lavar pañales y dejarlos en remojo en un cubo con el desinfectante que había pedido a Rashid con tanta insistencia. Después tenía que limarle las uñas con fino papel de lija, y lavar la ropa y los pijamas. También eso se convirtió en motivo de disputa, como todo lo que concernía al bebé.

– ¿Qué pasa con la ropa? -preguntó Rashid.

– Es ropa de niño. Para un bacha.

– ¿Y crees que ella se da cuenta de la diferencia? Me costó un buen dinero. Y otra cosa te digo: no me gusta nada ese tono. Considéralo un aviso.

Todas las semanas sin falta, la muchacha ponía a calentar un brasero de metal negro, arrojaba en él unas semillas de ruda silvestre fechaba el humo en dirección al bebé para protegerlo de toda maldad.

Pese a que a Mariam le resultaba agotador observar el torpe entusiasmo de la muchacha, debía admitir, aunque fuera en privado y a regañadientes, que también le inspiraba cierta admiración. Le maravillaba que los ojos de la muchacha brillaran de adoración, incluso por la mañana, cuando su rostro se veía apagado y pálido como la cera tras haberse pasado la noche entera acunando a la criatura. La joven tenía ataques de risa cuando el bebé expulsaba los gases. Los más pequeños cambios de su hija la tenían embelesada y todo lo que hacía lo encontraba espectacular.

– ¡Mira! Alarga la manita para coger el sonajero. Qué lista es.

– Llamaré a los periódicos -mascullaba Rashid.

Todas las noches había demostraciones. Cuando la muchacha insistía en que Rashid presenciara alguna cosa, él alzaba el mentón y lanzaba una impaciente mirada de reojo por encima de su aguileña nariz cruzada por venas azules.

– Mira. Mira cómo se ríe cuando hago chasquear los dedos. Mira. ¿Lo ves? ¿Lo has visto?

Rashid soltaba un gruñido y volvía a fijar su atención en el plato. Mariam recordaba que antes Rashid se sentía abrumado ante la mera presencia de la muchacha. Todo lo que ella decía le complacía, le intrigaba, le hacía levantar la cabeza del plato y asentir.

Lo extraño era que la caída en desgracia de la muchacha debería haber satisfecho a Mariam, quien debería haberse sentido vengada, pero no era así. No, no lo era. Sorprendida de sí misma, Mariam descubrió que la compadecía.

También era durante la cena cuando la muchacha soltaba toda una retahíla de preocupaciones. Encabezaba la lista una posible neumonía, de la que sospechaba al oír la más mínima tos del bebé. Luego estaba la disentería, cuyo espectro despertaba cada vez que hallaba una deposición un poco líquida. Y cualquier sarpullido tenía que ser la viruela o el sarampión.

– No deberías encariñarte tanto con ella -espetó Rashid una noche.

– ¿Qué quieres decir?

– La otra noche estaba escuchando la radio. La Voz de América. Y oí una estadística interesante. Dijeron que en Afganistán uno de cada cuatro niños morirá antes de cumplir los cinco años. Eso fue lo que dijeron. Y luego… ¿Qué? ¿Qué? ¿Adónde vas? Vuelve aquí. ¡Vuelve aquí ahora mismo!

– ¿Qué le pasa? -preguntó a Mariam, mirándola con perplejidad.

Esa noche, Mariam estaba acostada cuando volvió a producirse una pelea. Era una calurosa noche estival, típica del mes de Saratan en Kabul. Mariam había abierto la ventana y había vuelto a cerrarla al comprobar que por ella no entraba aire alguno que aliviara el bochorno, sólo mosquitos. Notaba el calor que desprendía el suelo en el patio, traspasaba las tablas astilladas del retrete y subía por las paredes hasta penetrar en su habitación.

Por lo general la discusión terminaba en unos minutos, pero pasó media hora y no sólo no había acabado, sino que iba subiendo de tono. Mariam oía los gritos de Rashid. La voz de la muchacha sonaba aguda y vacilante. Pronto el bebé empezó a protestar.

Entonces Mariam oyó que la puerta de la habitación de Rashid se abría violentamente. Por la mañana, encontraría la marca circular del pomo en la pared del pasillo. Mariam ya se incorporaba en la cama cuando su puerta se abrió de golpe y Rashid irrumpió en su habitación.

El hombre llevaba unos calzoncillos blancos y una camiseta a juego que el sudor amarilleaba en las axilas. Calzaba chancletas. En la mano sujetaba un cinturón, el de cuero marrón que había comprado para su nikka con la muchacha, con la parte perforada enrollada alrededor del puño.

– Es culpa tuya. Lo sé -gruñó, avanzando hacia Mariam.

Ella se levantó de la cama y empezó a retroceder. Instintivamente cruzó los brazos sobre el pecho, donde solía pegarle primero.

– ¿De qué hablas? -balbuceó la mujer.

– De su rechazo. Tú se lo has enseñado.

A lo largo de los años, Mariam había aprendido a insensibilizarse cuando su marido la despreciaba, le hacía reproches, la ridiculizaba y la reprendía. Sin embargo, no había conseguido dominar el miedo que le inspiraba. Después de tanto tiempo, seguía echándose a temblar cuando Rashid iba por ella con aquella expresión de sorna, apretando el cinturón en torno al puño, haciendo crujir el cuero, y con los ojos brillantes e inyectados en sangre. Era el miedo de la cabra a la que meten en la jaula de un tigre, cuando el tigre alza la cabeza y empieza a gruñir.

La muchacha entró en la habitación con los ojos como platos y el rostro crispado.

– Debería haber imaginado que tú la corromperías -espetó Rashid a Mariam, y probó el cinturón en su propio muslo. La hebilla tintineó con fuerza.

– ¡Basta, bas! -exclamó la joven-. Rashid, no puedes hacer esto.

– Tú vuelve a la habitación.

La mujer siguió retrocediendo.

– ¡No! ¡No lo hagas!

– ¡Obedece!

El hombre volvió a levantar el cinturón, esta vez con intención de golpear a Mariam.

Entonces ocurrió algo asombroso: la muchacha se abalanzó sobre él. Lo agarró por el brazo con ambas manos y trató de obligarle a bajar la mano, pero simplemente se quedó colgando. Lo que sí consiguió fue evitar que avanzara hacia Mariam.

– ¡Suéltame! -gritó Rashid.

– Tú ganas. Tú ganas. No lo hagas. ¡Por favor, no le pegues! Te lo ruego, no lo hagas.

Siguieron forcejeando así, con la chica colgada del brazo de Rashid, suplicando, y éste tratando de zafarse de ella sin apartar los ojos de Mariam, que estaba demasiado asombrada para moverse.

Al final, la mujer comprendió que esa noche no recibiría ninguna paliza. Rashid había conseguido lo que se proponía. Permaneció inmóvil durante unos instantes más, jadeando, con el brazo levantado y una fina película de sudor en la frente. Luego bajó el brazo lentamente. Aunque los pies de la muchacha tocaron el suelo, aun así no se soltó, como si no se fiara de él. Rashid tuvo que desasirse de un tirón.

– Te lo advierto -masculló, echándose el cinturón por encima del hombro-. Os lo advierto a las dos. No consentiré que me convirtáis en un ahmaq, un idiota, en mi propia casa.

Lanzó una última mirada asesina a Mariam y empujó a la joven para que saliera delante de él.

Cuando oyó que se cerraba la puerta de la habitación de Rashid, la mujer volvió a acostarse, se cubrió la cabeza con la almohada y esperó a que cesaran los temblores.

Tres veces se despertó Mariam esa noche. La primera fue por el estruendo de los misiles que llegaba desde el oeste, desde Karté Char. La segunda vez fue por el llanto del bebé en el piso de abajo, mientras la muchacha lo arrullaba para que callara al tiempo que agitaba la cucharilla en el biberón. Finalmente, fue la sed lo que la impulsó a levantarse.

La sala de estar se encontraba a oscuras, salvo por la franja de luz de luna que entraba por la ventana. Mariam oyó el zumbido de una mosca y distinguió la estufa de hierro forjado en un rincón, con el tubo que ascendía y luego formaba un ángulo agudo justo al llegar al techo.

De camino a la cocina, estuvo a punto de tropezar con algo. Había una forma a sus pies. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, descubrió que eran la madre y la hija tumbadas en el suelo sobre una colcha.

La muchacha dormía de lado y roncaba. El bebé estaba despierto. Mariam encendió la lámpara de queroseno que había sobre la mesa y se agachó. A la luz de la lámpara, vio de cerca a la niña por primera vez: su mata de cabellos oscuros, los ojos de color avellana con abundantes pestañas, las mejillas sonrosadas y los labios del color de una granada madura.

Mariam tuvo la impresión de que el bebé también la examinaba a ella. La niña estaba tumbada de espaldas con la cabeza ladeada, y la miraba fijamente con una mezcla de regocijo, confusión y suspicacia. La mujer se preguntó si su cara la asustaría, pero entonces el bebé soltó unos alegres gorjeos y ella supo que el juicio le había sido favorable.

– Shh -susurró-. Despertarás a tu madre, aunque esté muerta de cansancio.

El bebé cerró la manita. Levantó el puño y lo dejó caer, dirigiéndolo torpemente hasta la boca. Sin dejar de morderse el puño, la niña sonrió, dejando escapar pequeñas burbujas de saliva relucientes.

– Fíjate. Da lástima verte, vestida como un niño. Y tan tapada, con el calor que hace. No me extraña que aún estés despierta.

Mariam apartó la manta y se horrorizó al ver que había otra debajo. Chasqueó la lengua y apartó también la segunda manta. El bebé rió con alivio y agitó las manos como un pájaro que aleteara.

– ¿Mejor, nay?

Cuando se dispuso a incorporarse, la pequeña le agarró el meñique. Los diminutos dedos se cerraron con fuerza en torno al de Mariam. Eran suaves y cálidos, y estaban húmedos de babas.

– Gugú -dijo el bebé.

– De acuerdo, bas, suéltame.

La niña siguió aferrada al meñique y pataleó.

Mariam se desasió. La pequeña sonrió y soltó unos cuantos gorgoritos. Luego volvió a llevarse los nudillos a la boca.

– ¿Por qué estás tan contenta, eh? ¿Por qué sonríes? No eres tan lista como dice tu madre. Tu padre es un bruto y tu madre una tonta. No sonreirías tanto si lo supieras. No, ya lo creo que no. Ahora duérmete. Vamos.

Mariam se levantó y avanzó unos cuantos pasos antes de que el bebé empezara a hacer los sonidos típicos que indicaban el inicio de una buena llantina. Volvió entonces sobre sus pasos.

– ¿Qué pasa? ¿Qué quieres de mí?

El bebé esbozó una sonrisa desdentada.

Mariam suspiró. Se sentó, dejó que la pequeña le agarrara el dedo, y la contempló mientras chillaba y doblaba las piernas regordetas para patalear. La mujer se quedó sentada, observándola, hasta que la niña dejó de moverse y empezó a respirar pesadamente.

Fuera, los sinsontes cantaban alegremente y, por momentos, cuando levantaban el vuelo, Mariam veía en sus alas el reflejo azul fosforescente de la luna que brillaba entre las nubes. Y aunque tenía la boca reseca y notaba calambres en los pies, tardó un buen rato en soltarse delicadamente para levantarse.

34

Laila

De todos los placeres terrenales, el preferido de Laila era tumbarse junto a Aziza, con el rostro tan cerca del de su hija que veía cómo se dilataban y se contraían sus pupilas. Le encantaba acariciar con un dedo la tersa y delicada piel de la niña, sus nudillos, los pliegues de sus codos. A veces tumbaba a la pequeña sobre su pecho y le hablaba a la suave coronilla, susurrando cosas sobre Tariq, el padre que nunca conocería y cuyo rostro no podría ver. Laila le hablaba de su habilidad para resolver acertijos, de sus mañas y travesuras, de su risa fácil.

«Tenía unas pestañas preciosas, espesas como las tuyas. Un buen mentón, la nariz perfecta y la frente redondeada. ¡Qué guapo era tu padre, Aziza! Era perfecto. Tanto como tú.»

Pero ponía mucho cuidado en no mencionar nunca su nombre.

A veces sorprendía a Rashid observando a Aziza de un modo muy peculiar. Una noche, sentado en el suelo del dormitorio mientras se recortaba un callo del pie, preguntó con tono despreocupado:

– ¿Y qué relación teníais vosotros dos?

Laila lo miró desconcertada, como si no lo entendiera.

– Laili y Maynun. Tú y el yablenga, el lisiado. ¿Qué relación teníais él y tú?

– Éramos amigos -contestó ella, procurando que no la delatara la voz y afanándose en preparar el biberón-. Ya lo sabes.

– No sé lo que sé. -Rashid depositó la piel cortada en el alféizar y se echó en la cama. Los muelles protestaron con un sonoro chirrido. Se despatarró y se tocó la entrepierna-. Y como… amigos, ¿hicisteis alguna vez algo que no debierais?

– ¿Que no debiéramos?

Rashid sonrió con desenfado, pero Laila percibía su mirada, fría y alerta.

– Bueno, veamos. ¿Te besó alguna vez? ¿Tal vez metió la mano donde no está permitido?

Laila esbozó una mueca con expresión indignada, o al menos eso esperaba ella. Notaba los latidos del corazón en la garganta.

– Éramos como hermanos.

– ¿En qué quedamos, era un amigo o un hermano?

– Las dos cosas. Él…

– ¿Cuál de las dos?

– Era las dos.

– Pero los hermanos son criaturas curiosas. Sí. A veces un hermano deja que su hermana le vea la polla, y ella…

– Eso es asqueroso -replicó Laila.

– Así que no hubo nada.

– No quiero seguir hablando de esto.

Rashid ladeó la cabeza, frunció los labios y asintió.

– La gente rumoreaba, ¿sabes? Lo recuerdo. Decían todo tipo de cosas sobre vosotros dos. Pero tú afirmas que no había nada.

Laila hizo un esfuerzo para fulminarlo con la mirada.

Rashid le sostuvo la mirada durante un rato espantosamente largo, sin pestañear, hasta que a Laila se le pusieron las manos blancas de tanto apretar el biberón y estuvo a punto de perder los nervios.

La muchacha tembló de miedo pensando en lo que Rashid haría si descubría que le había estado robando. Cada semana desde el nacimiento de Aziza, le abría la cartera cuando él dormía o estaba en el excusado y cogía un billete. Algunas semanas, si la cartera no estaba muy llena, sólo cogía un billete de cinco afganis, o nada, por temor a que se diera cuenta. Cuando la cartera estaba llena, cogía uno de diez o de veinte, y una vez incluso se arriesgó a coger dos de veinte. Escondía el dinero en un bolsillo que se había hecho en el forro de su abrigo de invierno a cuadros.

Se preguntaba qué haría su marido si supiera que planeaba huir la primavera siguiente, o como máximo cuando llegara el verano. Para entonces, Laila esperaba tener mil afganis o más, y la mitad sería para el billete de autobús de Kabul a Peshawar. Empeñaría la alianza cuando llegara el momento, así como las demás joyas que le había regalado el año anterior, cuando ella era todavía la malika de su palacio.

– En cualquier caso -prosiguió Rashid al fin, tamborileando con los dedos sobre el estómago-, no puedes culparme. Soy tu marido, y un marido se pregunta este tipo de cosas. Pero tuvo suerte de morir, porque si estuviera aquí ahora, si le pusiera las manos encima… -Aspiró una bocanada de aire entre dientes y meneó la cabeza.

– ¿No decías que no querías hablar mal de los muertos?

– Supongo que algunas personas no están lo bastante muertas -replicó él.

Dos días más tarde, Laila se despertó por la mañana y encontró una pila de ropa de bebé pulcramente doblada en la puerta del dormitorio. Había un vestido con falda de vuelo y pececitos rosas en el cuerpo; un vestido de lana azul con estampado de flores, con calcetines y guantes a juego; un pijama amarillo con lunares naranjas y unos pantalones de algodón verdes con volantes de lunares en las vueltas.

– Corre el rumor -dijo Rashid esa noche durante la cena, relamiéndose, sin prestar atención a Aziza ni fijarse en el pijama que le había puesto Laila- de que Dostum va a cambiar de bando para unirse a Hekmatyar. Massud tendrá problemas para luchar contra esos dos. Y no nos olvidemos de los hazaras. -Cogió un trozo del encurtido de berenjena que había hecho Mariam en verano-. Esperemos que sólo sea eso, un rumor. Porque si llega a ocurrir de verdad, esta guerra parecerá un picnic en Pagman un viernes cualquiera -añadió, agitando una mano grasienta.

Más tarde, Rashid se acostó con Laila y se desahogó con mudo apremio, sin molestarse en desvestirse siquiera, limitándose a bajarse el tumban hasta los tobillos. Cuando terminó su frenético meneo, se apartó de ella y se quedó dormido casi al instante.

Laila salió de la habitación a hurtadillas y encontró a Mariam en la cocina sentada en cuclillas, limpiando un par de truchas. Junto a ella había una cazuela llena de arroz en remojo. La cocina olía a humo y comino, a cebollas sofritas y pescado.

Laila se sentó en un rincón y se cubrió las rodillas con el borde del vestido.

– Gracias -dijo.

Mariam no le prestó atención. Terminó de cortar la primera trucha y cogió la segunda. Con un cuchillo de sierra, recortó primero las aletas y luego le dio la vuelta para abrirle el vientre expertamente desde la cola hasta las agallas. Laila la observó mientras metía el pulgar en la boca del pez, justo por encima de la mandíbula inferior, y con un solo movimiento hacia abajo le sacaba las agallas y las entrañas.

– La ropa es preciosa.

– A mí no me servía para nada -musitó Mariam. Dejó caer el pescado sobre un periódico manchado de viscoso líquido gris y le cortó la cabeza-. Si no era para tu hija, se la habrían comido las polillas.

– ¿Dónde aprendiste a limpiar así el pescado?

– Cuando era niña vivía junto a un arroyo. Solía pescar allí.

– Yo nunca he pescado.

– No es gran cosa. Se trata de esperar sobre todo.

Laila la vio cortar la trucha destripada en tres trozos.

– ¿Has cosido tú la ropa?

Mariam asintió.

– ¿Cuándo?

Mariam metió los trozos de trucha en un cuenco con agua.

– Cuando me quedé embarazada la primera vez. O quizá la segunda. Hace dieciocho o diecinueve años. Ha pasado mucho tiempo ya. Como decía, nunca llegaron a servirme para nada.

– Eres una jayat realmente buena. A lo mejor podrías enseñarme.

Mariam colocó los trozos de trucha lavados en un cuenco limpio. Con las manos goteando agua, levantó la cabeza y miró a Laila como si la viera por primera vez.

– La otra noche, cuando él… Nadie me había defendido nunca -dijo.

Laila examinó las mejillas flácidas de Mariam, los párpados cubiertos de pliegues, las profundas arrugas que rodeaban su boca. Vio esas cosas como si también ella estuviera mirando a la mujer por primera vez. Y, en esa ocasión, no vio las facciones de su rival, sino un rostro marcado por injusticias y cargas soportadas sin protestar, por un destino al que se había resignado. Si se quedaba, ¿sería así ella misma al cabo de veinte años?, se preguntó Laila.

– No podía permitírselo -adujo-. En mi casa no se hacían esas cosas.

– Ésta es tu casa ahora. Más vale que vayas acostumbrándote.

– A eso no. Ni hablar.

– Se volverá contra ti también, ¿sabes? -dijo Mariam, secándose las manos con un trapo-. Muy pronto. Y le has dado una hija. Así que tu pecado es aún más imperdonable que el mío.

Laila se puso en pie.

– Sé que fuera hace fresco, pero ¿qué te parece si nosotras, pecadoras, tomamos una taza de chai en el patio?

– No puedo -respondió Mariam, sorprendida-. Tengo que cortar y lavar las judías.

– Te ayudaré a hacerlo por la mañana.

– Y tengo que recoger la cocina.

– Lo haremos juntas. Si no me equivoco, queda un poco de halwa. Está estupendo con chai.

Mariam dejó el paño sobre la encimera. Laila percibió cierta inquietud en la forma en que se bajaba las mangas, se ajustaba el hiyab y entremetía un mechón de pelo.

– Los chinos dicen que es mejor quedarse tres días sin comer que pasar un solo día sin té.

Mariam esbozó una media sonrisa.

– Es un buen dicho.

– Sí.

– Pero no puedo entretenerme mucho.

– Sólo una taza.

Se sentaron en el patio en las sillas plegables y comieron halwa con los dedos del mismo cuenco. Tomaron una segunda taza de té y cuando Laila preguntó a Mariam si quería una tercera, ésta aceptó. Mientras oían los disparos que resonaban en las colinas, observaron las nubes que surcaban el cielo, ocultando la luna, y las últimas luciérnagas de la temporada trazando brillantes arcos amarillos en la oscuridad. Y cuando Aziza se despertó llorando y Rashid llamó a gritos a Laila para que subiera y la hiciera callar, las dos mujeres se miraron. Fue una mirada franca, cómplice. Y con aquel fugaz intercambio sin palabras, Laila comprendió que habían dejado de ser enemigas para siempre.

35

Mariam

A partir de aquella noche, Mariam y Laila se ocuparon juntas de las tareas domésticas. Se sentaban en la cocina y amasaban el pan, cortaban las cebollas, picaban el ajo y daban trocitos de pepino a Aziza, que daba golpes con las cucharas cerca de ellas o jugaba con zanahorias. En el patio, colocaban a la niña en un moisés de mimbre, vestida con varias capas de ropa y bien abrigada con una bufanda. Las dos mujeres la vigilaban mientras hacían la colada, y sus nudillos se rozaban al frotar camisas, pantalones y pañales.

Poco a poco, Mariam se acostumbró a aquella compañía, tímida pero agradable. Aguardaba con impaciencia las tres tazas de chai que se tomaba con Laila en el patio y que se habían convertido en un ritual nocturno. Por la mañana, esperaba con ansia oír el sonido de las zapatillas rotas de Laila en las escaleras, cuando ésta bajaba a desayunar, y la risa aguda y cristalina de Aziza, y la visión de sus ocho dientecitos y el olor lechoso de su piel. Si Laila y Aziza dormían hasta tarde, Mariam se inquietaba. Lavaba platos que no necesitaban limpieza alguna. Arreglaba cojines en la sala de estar que ya había ahuecado antes. Quitaba el polvo a alféizares limpios. Se mantenía ocupada hasta que la joven entraba en la cocina con la niña apoyada en la cadera.

Cuando Aziza veía a Mariam por la mañana, sus ojos parecían abrirse de golpe, y empezaba a gemir y a retorcerse en los brazos de su madre. Alargaba los brazos hacia la mujer, pidiendo que la cogiera, abriendo y cerrando las manitas con apremio, y con una expresión de adoración y de temblorosa ansiedad pintada en el rostro.

– Qué impaciencia -decía Laila, soltándola para que fuera a gatas hasta Mariam-. ¡Qué impaciencia! Tranquila. Jala Mariam no se va a ninguna parte. Ahí tienes a tu tía. ¿La ves? Vamos, ve con ella.

En cuanto la niña se encontraba en brazos de la mujer, se metía el pulgar en la boca y enterraba el rostro en su cuello.

Mariam la mecía con el cuerpo rígido y una sonrisa entre perpleja y agradecida en los labios. Jamás la habían querido de ese modo. Jamás le habían entregado un amor tan incondicional, sin malicia alguna. Sosteniendo a Aziza, Mariam sentía deseos de llorar.

– ¿Por qué se ha fijado tu corazoncito en una vieja fea como yo? -musitaba Mariam en los cabellos de Aziza-. ¿Eh? Yo no soy nada, ¿no te das cuenta? Sólo una dehati. ¿Qué puedo ofrecerte yo?

Pero la pequeña se limitaba a soltar unos gemidos satisfechos y a acercar aún más su cara. Y cuando lo hacía, Mariam se sentía desfallecer. Se le llenaban los ojos de lágrimas. Se le alegraba el corazón. Y se maravillaba de que, después de tantos años de soledad, hubiera hallado en aquella criatura el primer lazo auténtico y sincero en toda una vida de vínculos falsos y fracasados.

A principios del año siguiente, en enero de 1994, Dostum acabó cambiando de bando. Se unió a Gulbuddin Hekmatyar y tomó posiciones cerca de Bala Hissar, los antiguos muros de la ciudadela que se alzaba sobre la capital desde las montañas de Kó-e-Shirda-waza. Juntos dispararon contra las fuerzas de Massud y Rabbani, que ocupaban el Ministerio de Defensa y el Palacio Presidencial. Sus respectivas artillerías intercambiaban disparos desde uno y otro lado del río Kabul. Las calles se llenaron de cadáveres, cristales y trozos de metal aplastados. Había saqueos, asesinatos y cada vez más violaciones, que se utilizaban para intimidar a los civiles y recompensar a los milicianos. Mariam oyó hablar de mujeres que se suicidaban por miedo a ser violadas, y de hombres que mataban a sus esposas o hijas, si las habían violado, apelando a su honor.

Aziza chillaba al oír el estruendo de los morteros. Para distraerla, Mariam echaba granos de arroz en el suelo y dibujaba con ellos la forma de una casa, un gallo o una estrella, y luego dejaba que la niña los esparciera. También dibujaba elefantes tal como le había enseñado Yalil, de un solo trazo, sin levantar la pluma del papel.

Rashid decía que mataban a docenas de civiles todos los días. Se bombardeaban hospitales y depósitos de suministros médicos. Se impedía la entrada a vehículos que llevaban alimentos a la ciudad, afirmaba, o los saqueaban, o les disparaban. Mariam se preguntaba si también en Herat estarían viviendo la misma situación, y de ser así, qué tal le iría al ulema Faizulá, si aún seguía vivo, y a Bibi yo, con todos sus hijos, nueras y nietos. Y, por supuesto, se preguntaba por Yalil. ¿Se ocultaba también, igual que ella? ¿O acaso habría huido del país con sus esposas e hijos? Mariam esperaba que estuviera a salvo en alguna parte, que hubiera logrado escapar de la masacre.

Durante una semana, los combates obligaron incluso a Rashid a permanecer en casa. Atrancó el portón, puso bombas trampa en el patio, cerró la puerta principal y formó una barricada desde el interior con el sofá. Luego se dedicó a pasear por la casa fumando, a mirar por la ventana y a limpiar su pistola, que cargaba una y otra vez. En dos ocasiones disparó a la calle con la excusa de que había visto a alguien tratando de trepar por el muro.

– Los muyahidines están obligando a combatir a los niños -dijo-. A plena luz del día, los encañonan y se los llevan de la calle. Y cuando los soldados de una milicia rival capturan a esos niños, los torturan. He oído que los electrocutan, eso se dice, y que les revientan los testículos con tenazas. Los obligan a conducirlos a su casa. Y entonces entran, matan a los padres y violan a las madres y a las hermanas.

Rashid agitó la pistola por encima de la cabeza.

– Que prueben a entrar en mi casa. ¡Seré yo quien les aplaste las pelotas! ¡Les volaré la cabeza! ¿Os dais cuenta de lo afortunadas que sois por tener a un hombre que no teme ni al propio Shaitán?

Miró al suelo y vio a Aziza a sus pies.

– ¡Fuera! -le gritó, blandiendo el arma para ahuyentarla-. ¡Deja de seguirme! Y deja de mover las manos. No voy a cogerte. ¡Vete! Vete antes de que te pise.

La niña dio un respingo y volvió gateando hacia Mariam con aire desolado y confuso. Acomodada en el regazo de la mujer, se chupó el pulgar con tristeza y observó a Rashid, enfurruñada y pensativa. De vez en cuando alzaba la vista hacia su protectora, buscando su consuelo, le pareció a ella. Pero, en lo tocante a padres, ella no podía ofrecerle consuelo alguno.

Mariam sintió un gran alivio cuando los combates empezaron a remitir, sobre todo porque ya no tenían que soportar a Rashid todo el día con su mal humor, que llenaba toda la casa. Además, le había dado un susto de muerte al blandir la pistola cargada cerca de Aziza.

Un día de aquel invierno, Laila pidió a Mariam que le dejara trenzarle los cabellos.

Ella se sentó y permaneció inmóvil observando los ágiles dedos de la muchacha en el espejo y su expresión concentrada. La pequeña dormía hecha un ovillo en el suelo. Bajo el brazo sujetaba una muñeca que Mariam le había hecho: la había rellenado con judías, le había cosido un vestido con tela teñida con té y le había puesto un collar hecho de pequeños carretes de hilo vacíos ensartados en una cuerda.

Cuando Aziza soltó unos gases mientras dormía, Laila se echó a reír y Mariam se unió a sus risas. Rieron así, mirándose en el espejo, con los ojos llorosos, y fue un momento tan natural, tan espontáneo, que de repente la mujer empezó a hablarle de Yalil, de Nana y del yinn. La joven se quedó con las manos quietas sobre los hombros de su compañera y los ojos fijos en la imagen del espejo. Las palabras fluyeron como la sangre de una herida abierta. Mariam le habló de Bibi yo, del ulema Faizulá, del humillante trayecto hasta la casa de Yalil, del suicidio de Nana. Le habló de las esposas de su padre y del precipitado nikka con Rashid; el viaje a Kabul, los embarazos, los interminables ciclos de esperanza y decepción, y cómo Rashid la había emprendido contra ella.

Después, Laila se sentó a los pies de la mujer mayor. Con aire distraído quitó una pelusa enredada en los cabellos de su hija. Se produjo entonces un silencio.

– Yo también tengo que contarte una cosa -empezó Laila.

Esa noche Mariam no durmió. Estuvo sentada en la cama, observando la nieve que caía silenciosamente.

Las estaciones se habían sucedido unas tras otras, en Kabul habían ascendido diversos presidentes al poder y habían sido asesinados, un imperio había sido derrotado, habían terminado viejas guerras y se habían desatado otras nuevas. Pero Mariam apenas lo había notado, apenas le había importado. Había pasado aquellos años escondida en un recoveco de su propia mente, en un campo seco y estéril, ajena a deseos y lamentos, a sueños y desilusiones. Allí el futuro carecía de importancia y el pasado sólo contenía una lección: que el amor era un error dañino, y su cómplice, la esperanza, una ilusión traicionera. Y siempre que esas dos venenosas flores gemelas empezaban a brotar en la cuarteada tierra de su campo, Mariam las arrancaba de raíz. Las arrancaba y las aniquilaba antes de que pudieran crecer.

Pero sin saber cómo, en los últimos meses, Laila y Aziza -que había resultado ser también una harami- se habían convertido en prolongaciones de su propio ser, y sin ellas, la vida que había soportado durante tanto tiempo, de repente le parecía insufrible.

«Aziza y yo nos iremos en primavera. Ven con nosotras, Mariam.»

Los años no habían sido clementes. Pero tal vez le aguardaban otros mejores, pensó, una nueva existencia en la que hallaría las satisfacciones que, según Nana, estaban vedadas a una harami como ella. Dos nuevas flores habían brotado inesperadamente en su vida, y mientras Mariam contemplaba la nieve caer, imaginaba al ulema Faizulá haciendo girar las cuentas de su tasbé, inclinándose y susurrándole con voz trémula: «Pero es Dios quien las ha plantado, Mariam yo. Y es Su voluntad que las cuides. Es Su voluntad, hija mía.»

36

Laila

El día despuntaba en el horizonte, desterrando la oscuridad del cielo, aquella mañana de primavera de 1994, y Laila estaba cada vez más convencida de que Rashid lo sabía, que en cualquier momento la sacaría a rastras de la cama y le preguntaría si realmente creía que era un jar, un asno, incapaz de descubrirlo. Pero se oyó la llamada al azan, el sol matinal iluminó los tejados, cantaron los gallos, y no sucedió nada fuera de lo corriente.

Laila oía a su marido en el cuarto de baño, los golpes que daba con la cuchilla en el borde del lavabo. Luego lo oyó moviéndose por el piso de abajo, poniendo a hervir el agua para el té. Oyó el tintineo de sus llaves y luego sus pasos al cruzar el patio llevando la bicicleta de la mano.

La joven atisbo por una abertura en las cortinas de la sala de estar. Vio a Rashid alejarse pedaleando en la pequeña bicicleta con toda su corpulencia, y la luz del sol reflejándose en el manillar.

– ¿Laila?

Mariam estaba en el umbral. Se notaba que tampoco ella había dormido y ella se preguntó si habría pasado la noche entre ataques de euforia y de angustia.

– Nos iremos dentro de media hora -anunció Laila.

Viajaban en el asiento posterior del taxi sin decir nada. Aziza iba sentada en el regazo de Mariam, aferrada a su muñeca y mirando con grandes ojos asombrados la ciudad que pasaba velozmente ante ella.

Ona! -exclamó, señalando a un grupo de niñas que saltaban a la comba-. ¡Mayam! Ona.

Allá donde mirara, Laila veía a Rashid. Lo veía saliendo de barberías con ventanas del color del polvillo del carbón, de los puestos diminutos en los que vendían perdices, de los destartalados almacenes donde se amontonaban neumáticos viejos desde el suelo hasta el techo. Se hundió en el asiento.

Junto a ella, Mariam mascullaba una plegaria. La joven tenía ganas de verle la cara, pero la mujer mayor llevaba el burka, igual que ella, y sólo veía el brillo de sus ojos a través de la rejilla.

Era la primera vez en semanas que Laila salía de casa, aparte del corto trayecto de la víspera hasta la tienda de empeños, donde había dejado la alianza de boda sobre el mostrador de cristal y de donde había salido emocionada por el carácter definitivo de su acción, consciente de que ya no había vuelta atrás.

Desde el taxi, Laila observaba las consecuencias de los combates más recientes, cuyo estruendo había oído desde la casa: viviendas convertidas en ruinas de piedra y ladrillo; edificios acribillados de boquetes por los que asomaban vigas caídas; coches quemados, destrozados, volcados, a veces apilados unos encima de otros; paredes plagadas de orificios de todos los calibres; cristales rotos por doquier. Vio una comitiva fúnebre camino de una mezquita, con una anciana vestida de negro que caminaba en retaguardia mesándose los cabellos. Pasaron por delante de un cementerio lleno de tumbas hechas con piedras amontonadas y raídas banderas shahid ondeando al viento.

Laila pasó la mano por encima de la maleta y sujetó el suave brazo de su hija.

En la estación de autobuses de Lahore Gate, cerca de Pol Mahmud Jan, en Kabul este, había una hilera de autobuses aparcados. Hombres con turbante se afanaban en subir cajas y bultos a los tejadillos, donde afianzaban las maletas con cuerdas. Dentro de la estación, había una larga cola de hombres hasta la ventanilla de venta de billetes. También vieron mujeres con burka, charlando en grupos, rodeadas de sus bártulos, mientras acunaban a sus bebés o regañaban a sus hijos por alejarse demasiado.

Milicianos muyahidines patrullaban dentro y fuera de la estación, soltando órdenes tajantes a diestro y siniestro. Llevaban botas, pakols y polvorientos uniformes verdes de faena. Y todos empuñaban kalashnikovs.

Laila se sentía observada. No miraba a nadie a la cara, pero tenía la impresión de que todos lo sabían, de que contemplaban con desaprobación lo que estaban haciendo Mariam y ella.

– ¿Ves a alguien? -preguntó la joven.

La mujer mayor cambió de posición a Aziza en sus brazos.

– Estoy buscando.

Aquélla sería la primera parte arriesgada de su plan, como había previsto Laila: encontrar a un hombre adecuado para que se hiciera pasar por un pariente de ellas dos. Las libertades y oportunidades de las que habían disfrutado las mujeres entre 1978 y 1992 eran cosa del pasado. Laila aún recordaba las palabras de su padre al hablar sobre aquellos años de gobierno comunista: «Ahora es un buen momento para ser mujer en Afganistán, Laila.» Desde que los muyahidines se habían hecho con el poder en abril de 1992, el país había pasado a llamarse Estado Islámico de Afganistán. Y ahora, bajo el gobierno de Rabbani, el Tribunal Supremo estaba formado sobre todo por ulemas integristas que habían sustituido los decretos de la era comunista, que otorgaban mayor libertad a las mujeres, por la sharia, las estrictas leyes islámicas que ordenaban a las mujeres cubrirse de pies a cabeza, les prohibían viajar sin la compañía de un pariente masculino, y castigaban el adulterio femenino con la lapidación; aun cuando la aplicación de tales leyes no pasaba de ser esporádica. «Pero las aplicarían eficazmente si no estuvieran tan ocupados matándose entre ellos, o a nosotros», había dicho Laila a Mariam.

La segunda parte arriesgada del viaje llegaría cuando se encontraran en Pakistán. Con la llegada de casi dos millones de refugiados afganos, el país vecino había cerrado sus fronteras a los afganos en enero de aquel mismo año. Laila había oído decir que sólo se admitía a los viajeros que disponían de visado. Pero la frontera era permeable, como siempre, y la joven sabía que miles de afganos seguían cruzándola gracias a los sobornos, o bien aduciendo motivos humanitarios. Y siempre se podía pagar a algún contrabandista. «Hallaremos la manera cuando lleguemos allí», había asegurado.

– ¿Qué tal ése? -propuso Mariam, señalando con el mentón.

– No parece muy digno de fiar.

– ¿Y ése?

– Demasiado viejo. Y viaja con dos hombres más.

Al final, la joven lo encontró sentado en un banco del parque, con una mujer velada a su lado y un niño pequeño, más o menos de la edad de Aziza, sentado en sus rodillas. Era alto y delgado, con barba, y llevaba una camisa con el cuello abierto y una modesta chaqueta gris a la que le faltaban un par de botones.

– Espera aquí -indicó la joven. Mientras se alejaba, volvió a oír a su compañera musitando una plegaría.

El hombre levantó la vista cuando Laila se acercó a él, protegiéndose los ojos con una mano.

– Perdóname, hermano, pero ¿vas a Peshawar?

– Sí -respondió él, entornando los párpados.

– Tal vez podrías ayudarnos. ¿Querrías hacernos un favor?

El hombre entregó el niño a su esposa. Luego se alejó un poco con Laila.

– ¿Qué es, hamshira?

La joven se animó al ver que tenía la mirada dulce y la expresión bondadosa, y se dispuso a contarle la historia que había convenido con Mariam. Era una biwa, dijo, una viuda. Su madre, su hija y ella se habían quedado solas en Kabul. Querían ir a Peshawar, a casa de su tío.

– Y queréis venir con mi familia -concluyó el joven.

– Sé que es zamat para ti. Pero pareces un hermano decente y yo…

– No te preocupes, hamshira. Lo entiendo. No es ningún problema. Iré a comprar vuestros billetes.

– Gracias, hermano. Lo que estás haciendo es una sawab, una buena acción. Dios te recompensará por ello.

Laila sacó el sobre del bolsillo del burka y se lo entregó. En su interior había mil quinientos afganis, más o menos la mitad del dinero que había recogido durante un año, más lo que había obtenido por el anillo. El hombre se metió el sobre en el bolsillo del pantalón.

– Esperad aquí.

Ella lo vio entrar en la estación, de la que regresó media hora más tarde.

– Será mejor que yo os guarde los billetes -señaló-. El autobús saldrá dentro de una hora, a las once. Subiremos todos juntos. Me llamo Wakil. Si me preguntan, aunque seguro que no será así, les diré que eres mi prima.

Laila le dio sus nombres y él afirmó que los recordaría.

– No os alejéis -advirtió.

Se sentaron en el banco contiguo al de Wakil y su familia. La mañana era cálida y soleada, y en el cielo sólo había unas cuantas nubes algodonosas sobre las colinas distantes. Mariam dio a Aziza unas galletas que se había acordado de coger pese a las prisas por hacer el equipaje. También ofreció a la joven.

– La vomitaría -dijo ella, entre risas-. Estoy demasiado nerviosa.

– Yo también.

– Gracias, Mariam.

– ¿Por qué?

– Por esto. Por venir con nosotras -respondió Laila-. No creo que hubiera podido hacerlo sola.

– No lo estás.

– Todo irá bien, ¿verdad?

Mariam alargó la mano para coger la de su compañera.

– El Corán dice que Alá es el este y el oeste, por lo tanto, allá donde vayas, hallarás a Alá.

Bov! -exclamó Aziza, señalando un autobús-. ¡Mayam, bov!

– Ya lo veo, Aziza yo -dijo Mariam-. Eso es, bov. Pronto iremos las tres en un bov. Oh, la de cosas nuevas que vas a ver.

Laila sonrió. Al otro lado de la calle vio a un carpintero en su taller manejando la sierra, que hacía volar las astillas de madera. Vio pasar los coches con las ventanillas cubiertas de polvo y suciedad. Vio los autobuses aparcados, con el motor al ralentí, y en los costados, imágenes de pavos reales, leones, soles nacientes y espadas centelleantes.

Al calor del sol matinal, se sentía mareada y audaz. Experimentó un nuevo y fugaz ataque de euforia, y cuando un perro callejero de ojos amarillos se acercó cojeando, ella se inclinó y le acarició el lomo.

Unos minutos antes de las once, un hombre con un megáfono llamó a los pasajeros con destino a Peshawar para que subieran al autobús. Las puertas hidráulicas se abrieron con un intenso silbido. Los viajeros corrieron hacia el vehículo, adelantándose unos a otros, empujándose para ser los primeros en subir.

Wakil cogió en brazos a su hijo y dirigió una seña a Laila.

– Nos vamos -anunció ella.

Wakil caminaba delante. Cuando se acercaron, Laila vio rostros en las ventanillas, con la nariz y las manos apretadas contra el cristal. Por todas partes se oían gritos de despedida.

Un joven soldado miliciano comprobaba los billetes en la puerta del autobús.

Bov! -exclamó Aziza.

Wakil entregó los billetes al soldado, que los partió por la mitad y se los devolvió. El hombre hizo subir primero a su esposa. Laila vio que Wakil y el miliciano intercambiaban una mirada. Cuando se hallaba en el primer escalón del autobús, Wakil se inclinó y murmuró algo al oído del soldado, y éste asintió.

A Laila se le cayó el alma a los pies.

– Vosotras dos, las de la niña, haceos a un lado -ordenó el militar.

Laila fingió no haber oído nada. Quiso subir los escalones del autobús, pero el miliciano la agarró por el hombro y la sacó a la fuerza de la fila.

– Tú también -gritó a Mariam-. ¡Deprisa! Estáis molestando a los demás.

– ¿Qué ocurre, hermano? -preguntó Laila, capaz apenas de mover los labios-. Tenemos billete. ¿No te los ha dado mi primo?

El soldado se llevó un dedo a los labios para indicarle que se callara y dijo algo a otro soldado en voz baja. El segundo miliciano, un tipo rechoncho con una cicatriz en la mejilla derecha, asintió.

– Seguidme -exigió a Laila.

– Tenemos que subir -exclamó ella, consciente de que le temblaba la voz-. Tenemos billete. ¿Por qué hacéis esto?

– Vosotras no subiréis al autobús, más vale que os vayáis haciendo a la idea. Seguidme. A menos que queráis que la niña vea cómo os llevamos a rastras.

Cuando las conducían a un camión, Laila miró por encima del hombro y divisó al hijo de Wakil en la parte posterior del autobús. El niño también la vio y agitó la mano con gesto alegre.

En la comisaría de policía de Torabaz Jan las obligaron a sentarse en los extremos opuestos de un largo y atestado pasillo. En el centro había una mesa y, sentado a ella, un hombre que fumaba un cigarrillo tras otro, tecleando de vez en cuando en una máquina de escribir. De esa forma transcurrieron tres horas. Aziza se las pasó correteando entre Laila y Mariam, jugando con un clip que le dio el hombre de la mesa y comiéndose las galletas. Al final se quedó dormida en el regazo de Mariam.

Hacia las tres de la tarde, se llevaron a la joven a una sala de interrogatorios, y la mujer mayor tuvo que quedarse esperando en el pasillo con la niña.

El hombre que se sentaba a la mesa en la sala de interrogatorios rondaba la treintena y vestía ropa de civil: traje negro, corbata y mocasines negros. Lucía una barba pulcramente recortada y los cabellos cortos, y sus cejas se unían en una sola. Miraba fijamente a Laila, haciendo botar un lápiz en el borde de la mesa por el extremo de la goma.

– Sabemos que hoy has dicho ya una mentira, hamshira -empezó diciendo, tras carraspear y cubrirse educadamente la boca con el puño-. El joven de la estación no era tu primo. Nos lo dijo él mismo. La cuestión es si vas a contar más mentiras hoy, cosa que no te aconsejo.

– Nos dirigíamos a casa de mi tío -afirmó Laila-. Es la verdad.

El policía asintió.

– La hamshira del pasillo, ¿es tu madre?

– Sí.

– Tiene acento de Herat, y tú no.

– Ella se crió en Herat. Yo nací aquí, en Kabul.

– Por supuesto. ¿Y te has quedado viuda? Eso le dijiste al joven. Mis condolencias. Y ese tío, ese kaka, ¿dónde vive?

– En Peshawar.

– Sí, eso habías dicho. -El hombro lamió la punta del lápiz y se preparó para escribir en una hoja de papel en blanco-. Pero ¿en qué parte de Peshawar? ¿En qué barrio, por favor? Necesito el nombre de la calle y el número del distrito.

Laila trató de contener la oleada de pánico que le subía por el pecho. Nombró la única calle que conocía de Peshawar. La había oído mencionar una vez, en la fiesta que había dado su madre al entrar los muyahidines en Kabul.

– La calle Jamrud.

– Ah, sí. La del hotel Pearl Continental. Tal vez tu tío lo mencionara.

Laila vio una oportunidad y quiso aprovecharla.

– Esa calle, sí.

– Pero el hotel Pearl Continental está en la calle Jyber.

Laila oyó el llanto de Aziza en el pasillo.

– Mi hija está asustada. ¿Puedo ir a buscarla, hermano?

– Prefiero que me llames «agente». No te preocupes, pronto volverás con ella. ¿Tienes el número de teléfono de ese tío?

– Lo tengo. Lo tenía. Bueno… -Ni siquiera el burka parecía frenar la penetrante mirada del agente-. Estoy tan nerviosa que lo he olvidado.

El agente soltó aire por la nariz. Preguntó el nombre del tío y el de su esposa. ¿Cuántos hijos tenían? ¿Cómo se llamaban? ¿En qué trabajaba? ¿Qué edad tenía? Sus preguntas no hicieron más que acrecentar el nerviosismo de Laila.

El agente dejó el lápiz sobre la mesa, enlazó los dedos y se inclinó hacia delante con la actitud de un padre a punto de reprender a un niño pequeño.

– ¿Eres consciente, hamshira, de que es delito que una mujer huya de su casa? Lo vemos muy a menudo. Mujeres que viajan solas y afirman que se han quedado viudas. Algunas dicen la verdad, pero la mayoría no. Podrían meterte en la cárcel por huir de casa, supongo que lo entiendes, nay?

– Déjenos marchar, agente… -Laila leyó el nombre en la placa que llevaba en la solapa-, agente Rahman. Haga honor al significado de su nombre y muestre compasión. ¿Qué puede importar que suelte a dos simples mujeres como nosotras? ¿Qué mal habría en ello? No somos delincuentes.

– No puedo.

– Se lo suplico, por favor.

– Es la ley, hamshira, la qanun -declaró Rahman, adoptando un tono grave de suficiencia-. Es responsabilidad mía mantener el orden, ¿entiendes?

A pesar de su angustia, Laila estuvo a punto de echarse a reír. Le asombraba que el agente usara aquella palabra después de todo lo que habían hecho las facciones de muyahidines: asesinatos, saqueos, violaciones, torturas, ejecuciones, bombardeos e intercambio de miles de misiles, sin importarles cuántos inocentes murieran bajo el fuego cruzado. Orden. Laila tuvo que morderse la lengua.

– Si nos envía de vuelta -dijo lentamente-, quién sabe lo que nos hará él.

Laila percibió el esfuerzo que hizo el agente para no apartar la vista.

– Lo que un hombre haga en su casa es asunto suyo.

– Y entonces, ¿qué hay de la ley, agente Rahman? -Lágrimas de rabia acudieron a sus ojos-. ¿Estará usted allí para mantener el orden?

– Nuestra política es no interferir en los asuntos privados de las familias, hamshira.

– Por supuesto, claro que no. Siempre que beneficie al hombre. ¿Y acaso no es esto «un asunto privado de la familia», como dice usted? ¿No lo es?

El hombre empujó su silla hacia atrás, se levantó y se alisó la chaqueta.

– Creo que la entrevista ha terminado. Debo decir, hamshira, que has hecho una pobre defensa de tu caso. Muy pobre, realmente. Bien, y ahora espera fuera mientras charlo un poco con tu… con quien quiera que sea.

Laila empezó a protestar, luego chilló, y el agente tuvo que solicitar la ayuda de dos hombres más, que la sacaron a rastras de la sala.

Tras apenas unos minutos de interrogatorio, Mariam salió de la sala temblando.

– Hacía demasiadas preguntas -se lamentó-. Lo siento, Laila yo. No soy tan lista como tú. Hacía demasiadas preguntas y yo no sabía las respuestas. Lo siento.

– No es culpa tuya -dijo ella con voz débil-, sino mía. Todo ha sido culpa mía.

Eran más de las seis cuando el coche policial se detuvo frente a la casa. Hicieron esperar a las mujeres en el asiento de atrás, vigiladas por un soldado muyahidín que se quedó en el asiento de delante. El conductor se apeó, llamó a la puerta y habló con Rashid. Luego les hizo señas para que bajaran del coche y se acercaran.

– Bienvenidas a casa -dijo el muyahidín del coche, y encendió un cigarrillo.

– Tú -dijo Rashid a Mariam-. Espera aquí.

La mujer se sentó en el sofá sin pronunciar.

– Vosotras dos, arriba.

Agarró a Laila por el codo y la obligó a subir las escaleras a empujones. Aún llevaba los zapatos, aún no se había puesto las chancletas, no se había quitado el reloj ni la chaqueta siquiera. Laila lo imaginó una hora, o quizá unos minutos antes, corriendo de una habitación a otra, dando portazos, furioso e incrédulo, y mascullando maldiciones.

Al llegar a lo alto de la escalera, Laila se dio la vuelta.

– Ella no quería hacerlo -dijo-. Yo la he obligado. Ella no quería irse…

La joven no vio llegar el puñetazo. Estaba hablando y de repente se encontró a cuatro patas, con los ojos como platos y la cara congestionada, tratando de coger aire. Fue como si un coche lanzado a toda velocidad la hubiera golpeado justo en la boca del estómago. Se dio cuenta de que había dejado caer a Aziza y de que la niña chillaba. Trató de respirar una vez más y sólo consiguió soltar un ronco sonido estrangulado. Babeaba.

Rashid la arrastró entonces por el pelo. Laila vio que cogía a Aziza del suelo y que la niña perdía las sandalias al patalear. A la joven se le llenaron los ojos de lágrimas por el dolor, al notar que le arrancaban mechones de cabello. Vio que él abría la puerta de la habitación de Mariam de una patada y arrojaba a Aziza sobre la cama. Rashid le soltó el pelo a Laila y le asestó una patada en la nalga izquierda. Ella aulló de dolor mientras él salía y cerraba la puerta de golpe. Luego oyó que echaba la llave.

Aziza seguía berreando. Laila se quedó tirada en el suelo, encogida, jadeando. Luego consiguió ponerse a cuatro patas y gatear hasta la cama para coger a su hija.

Abajo empezó la paliza. Los sonidos que oía Laila correspondían a un procedimiento metódico, casi familiar. No oyó maldiciones, ni aullidos, ni súplicas, ni gritos de sorpresa; sólo los ruidos sordos de los golpes, de algo sólido que vapuleaba la carne repetidamente, de algo o alguien que se estrellaba contra una pared, de tela que se rasgaba. De vez en cuando, también oía unos pasos apresurados, una persecución silenciosa, muebles que se volcaban, cristales que se rompían, y luego otra vez los golpes.

Laila cogió a Aziza en brazos y notó el calor que se extendía en su regazo, cuando Aziza se le orinó encima.

Abajo, las carreras y la persecución cesaron finalmente. Sólo se oía un sonido como el de un garrote de madera sacudiendo repetidamente un pedazo de carne de buey.

Laila meció a Aziza hasta que ya no hubo más ruidos. Y cuando oyó que la puerta mosquitera de la casa se abría y se cerraba, dejó a su hija en el suelo y miró por la ventana. Vio a Rashid cruzando el patio, llevando a Mariam sujeta por el cuello. Mariam iba descalza y doblada sobre sí misma. Laila vio sangre en las manos de Rashid, en el rostro de Mariam, en sus cabellos, en el cuello y la espalda. Tenía la camisa rasgada por delante.

– Lo siento mucho, Mariam -gritó Laila al cristal.

Vio que Rashid metía a la mujer en el cobertizo de las herramientas de un empellón y entraba tras ella. Rashid salió con un martillo y varios tablones de madera. Cerró la doble puerta del cobertizo y le echó el candado. Comprobó que las puertas estaban bien aseguradas y luego rodeó el cobertizo para ir en busca de una escalera.

Minutos después, su rostro apareció en la ventana de Laila, con unos clavos en las comisuras de la boca. Estaba despeinado y tenía un trazo de sangre en la frente. Al verlo, Aziza chilló y ocultó el rostro en la axila de Laila.

Rashid empezó a clavar los tablones sobre la ventana.

La oscuridad era absoluta, impenetrable y constante, sin capas ni textura. Rashid había rellenado las grietas que quedaban entre los tablones y había colocado un objeto grande debajo de la puerta para que no entrara luz por la rendija. También había metido algo en el ojo de la cerradura.

A Laila le era imposible determinar el paso del tiempo con la vista, de modo que usó su oído bueno. Azan y el canto de los gallos señalaban la mañana. El ruido de cacharros en la cocina y el de la radio indicaban la noche.

El primer día, Laila y Aziza anduvieron a tientas, palpando y buscándose en la oscuridad. La joven no veía a su hija cuando lloraba, cuando se alejaba gateando.

Aishi -pedía Aziza, lloriqueando-. Aishi.

– Pronto. -Laila intentó besar a su hija en la frente, pero la caricia acabó en la coronilla-. Pronto habrá leche. Has de tener paciencia. Sé una niña buena y paciente por mammy, y te daré aishi.

Laila le cantó unas canciones.

Sonó la llamada al azan por segunda vez y Rashid seguía sin darles comida, y lo que era peor, tampoco agua. Ese día empezó a hacer un calor denso y sofocante. La habitación se convirtió en una olla a presión. Laila se pasaba la lengua por los labios, pensando en el pozo, en el agua fría. Aziza no dejaba de llorar, y Laila se alarmó al descubrir que cuando trataba de secar las lágrimas de su hija, retiraba las manos secas. Le arrancó la ropa, trató de encontrar algo para abanicarla y estuvo soplando sobre ella hasta que empezó a marearse. Pronto Aziza dejó de gatear. Sólo dormitaba.

Durante ese día, Laila golpeó varias veces las paredes con los puños, gastando energías en chillar pidiendo ayuda con la esperanza de que la oyera algún vecino. Pero nadie acudió, y sus chillidos no sirvieron más que para asustar a Aziza, que empezó a llorar de nuevo con un gemido débil y ronco. Laila se deslizó hasta el suelo. Pensó en Mariam, ensangrentada y encerrada en el cobertizo con el calor que hacía, y se sintió culpable.

Por fin la joven se quedó dormida, mientras su cuerpo se cocía lentamente. Soñó que veía a Tariq en la otra acera de una calle llena de gente, bajo el toldo de una sastrería, y que echaba a correr hacia él con la niña en brazos. Estaba sentado en cuclillas y probaba los higos de una caja. «Ése es tu padre -decía Laila-. Ese hombre de ahí, ¿lo ves? Ése es tu baba de verdad.» Laila lo llamó por su nombre, pero el jaleo de la calle apagó su voz y Tariq no la oyó.

Laila se despertó al oír el silbido de los misiles. En alguna parte, el cielo que no podía ver se llenó de estallidos y se oyó el frenético tableteo de las ametralladoras. Cerró los ojos. Se despertó de nuevo con las fuertes pisadas de Rashid en el pasillo. La joven se arrastró hasta la puerta y la golpeó con las manos abiertas.

– Sólo un vaso, Rashid. No es para mí. Hazlo por ella. No querrás tener su muerte sobre la conciencia.

El hombre pasó de largo, pero ella siguió suplicando. Le pidió perdón, hizo promesas. Lo maldijo.

Rashid cerró la puerta de su habitación. Puso la radio.

El muecín llamó al azan una tercera vez. De nuevo el calor aplastante. La niña, cada vez más apática, dejó de llorar y de moverse.

Laila aplicaba el oído a la boca de su hija, temiendo en cada ocasión no oír el débil silbido de su respiración. Incluso el sencillo acto de incorporarse le causaba mareos. Se quedó dormida, tuvo sueños que luego no recordaba. Al despertar, comprobó que Aziza seguía respirando, le palpó los labios agrietados, le buscó el débil pulso en el cuello y volvió a tumbarse. Estaba convencida de que iban a sucumbir allí encerradas, pero lo que más pavor le causaba era ver morir a Aziza, que era tan pequeña y frágil. ¿Cuánto tiempo más resistiría? La pequeña se ahogaría de calor y Laila tendría que permanecer junto a su rígido cuerpecito, aguardando su propio fin. Volvió a dormirse. Se despertó. Se durmió. La línea entre el sueño y la vigilia se difuminó.

No fue el canto de los gallos ni el azan lo que volvió a despertarla, sino el ruido de algo pesado al ser arrastrado. Oyó la llave en la cerradura. De pronto, la habitación se llenó de luz, que la deslumbró cruelmente. Laila alzó la cabeza, esbozó una mueca de dolor y se protegió los ojos con la mano. Por entre los dedos vislumbró una silueta grande y borrosa recortada sobre un rectángulo de luz. La forma se movió, se agachó, se inclinó sobre ella y le habló al oído.

– Si vuelves a intentarlo, te encontraré. Te juro por el nombre del profeta que te encontraré. Y cuando dé contigo, no habrá tribunal en este maldito país que me condene por mis actos. Primero a Mariam, luego a la niña y por último a ti. Y te obligaré a verlo todo. ¿Me has comprendido? ¡Te obligaré a verlo!

Y tras estas palabras, abandonó la habitación, pero no antes de patearle el costado. De resultas de ello, Laila estuvo orinando sangre durante días.

37

Mariam

Septiembre de 1996

Dos años y medio más tarde, la mañana del 27 de septiembre, el ruido de gritos y silbidos, petardos y música despertó a Mariam, que bajó corriendo a la sala de estar. Allí encontró a Laila mirando por la ventana con Aziza a caballito sobre los hombros. La madre se dio la vuelta y sonrió.

– Han llegado los talibanes -dijo.

Mariam había oído hablar de los talibanes por primera vez hacía dos años, en octubre de 1994, un día que Rashid llegó a casa con la noticia de que habían derrotado al resto de los cabecillas militares en Kandahar y se habían hecho dueños de la ciudad. Se trataba de una fuerza guerrillera, explicó, compuesta por jóvenes pastunes cuyas familias habían huido a Pakistán durante la guerra contra los soviéticos. La mayoría de ellos habían crecido -algunos incluso habían nacido- en campos de refugiados situados en la frontera con Pakistán y en madrasas pakistaníes, donde los ulemas los habían instruido en la sharia. Su líder era un misterioso recluso analfabeto y tuerto, el ulema Omar, que, según explicó Rashid con cierto regocijo, se hacía llamar Amir-ul-Muminin, Líder de los Fieles.

– Es verdad que esos chicos carecen de risha, de raíces -añadió Rashid, aunque sin dirigirse a Mariam ni a Laila. Desde su fracasada huida, Mariam sabía que Rashid no establecía distinciones entre Laila y ella, que ambas eran igual de indignas para él, que las dos merecían su desconfianza, su desdén y su indiferencia. Cuando hablaba, Mariam tenía la sensación de que lo hacía consigo mismo, o acaso con una presencia invisible que, a diferencia de sus dos esposas, sí merecía escuchar sus opiniones-. Es posible que no tengan pasado -prosiguió Rashid, mirando al techo mientras fumaba-. Es posible que no sepan nada del mundo ni de la historia de este país. Sí. Comparada con ellos, hasta Mariam podría ser profesora de universidad. ¡Ja! De acuerdo. Pero mira a tu alrededor. ¿Qué ves? Cabecillas muyahidines corruptos y codiciosos, armados hasta los dientes, ricos gracias a la heroína, declarándose la yihad unos a otros y matando a todo el que pillan en su camino. Ni más ni menos. Al menos los talibanes son puros e incorruptibles. Al menos son jóvenes musulmanes decentes. Walá, cuando lleguen, limpiarán esta ciudad. Traerán la paz y el orden. Ya no matarán a la gente cuando salga a la calle a comprar leche. ¡Ya no se dispararán más misiles! Piénsalo.

Durante dos años, los talibanes habían avanzado hacia Kabul arrebatando ciudades a los muyahidines, y allí donde se asentaban ponían fin a la guerra entre facciones. Habían capturado al comandante Abdul Ali Mazarí y lo habían ejecutado. Durante meses, habían intercambiado fuego de artillería con Ahmad Sha Massud desde las afueras de Kabul, al sur de la ciudad. Y a principios de septiembre de 1996, se habían apoderado de Jalalabad y Sarobi.

Los talibanes tenían algo que a los muyahidines les faltaba, concluyó Rashid: estaban unidos.

– Que vengan -dijo-, que pienso recibirlos con una lluvia de pétalos de rosa.

Aquel día salieron los cuatro para dar la bienvenida a su nuevo mundo, a sus nuevos líderes. Rashid las condujo de autobús en autobús, y en cada barrio en ruinas, Mariam vio a personas que surgían de entre los escombros para ocupar las calles. Vio a una anciana desdentada que desperdiciaba puñados de arroz arrojándolos a los que pasaban por su lado con una mustia sonrisa. Dos hombres se abrazaban junto a las ruinas de un edificio. Unos muchachos lanzaban cohetes desde las azoteas, llenando el cielo de silbidos y estallidos. El himno nacional que sonaba en los casetes competía con los cláxones de los coches.

– ¡Mira, Mayam! -Aziza señaló un grupo de niños que corrían por Jadé Maywand. Lanzaban los puños al aire y arrastraban latas herrumbrosas atadas con cuerdas, gritando que Massud y Rabbani se habían retirado de Kabul.

Por todas partes se oían gritos: «Alá-u-akbar!»

Mariam vio una sábana colgada de una ventana en Jadé Maywand. En ella, alguien había pintado tres palabras en grandes letras negras: «Zenda baad taliban!» ¡Larga vida a los talibanes!

Mientras recorrían las calles, Mariam divisó otras pancartas colgadas de las ventanas, clavadas en las puertas, ondeando en las antenas de los coches, que proclamaban lo mismo.

Mariam, acompañada por Rashid, Laila y Aziza, vio a los talibanes por primera vez un poco más tarde, en la plaza de Pastunistán, donde se había congregado una muchedumbre. La gente estiraba el cuello, apiñada alrededor de la fuente azul del centro o encaramada a ella, ya que estaba seca. Todos trataban de ver el otro extremo de la plaza, donde se encontraba el antiguo restaurante Jyber.

Rashid aprovechó su corpulencia para abrirse paso a empujones y las condujo hasta un punto de la plaza donde había un hombre hablando por un megáfono. Cuando Aziza lo vio, soltó un chillido y ocultó el rostro en el burka de Mariam.

La voz del megáfono pertenecía a un joven delgado y barbudo que llevaba un turbante negro. Se hallaba sobre una especie de patíbulo improvisado. En la mano libre sostenía un lanzamisiles. Junto a él, dos hombres ensangrentados colgaban de cuerdas atadas a sendos postes de semáforos, con la ropa hecha jirones y los rostros hinchados de color morado.

– A ése lo conozco -dijo Mariam-, al de la izquierda.

Una joven que había delante de Mariam se dio la vuelta y dijo que era Nayibulá. El otro era su hermano. Mariam recordaba el rostro regordete de Nayibulá, con su mostacho, sonriendo desde los carteles y los escaparates de las tiendas durante la época de la dominación soviética.

Más tarde supo que los talibanes habían sacado a rastras a Nayibulá del edificio de las Naciones Unidas, cerca del palacio Darulaman, donde se había refugiado. Que lo habían torturado durante horas y que luego lo habían atado a un camión por las piernas y habían arrastrado su cadáver por las calles.

– ¡Mató a muchos, muchos musulmanes! -gritaba el joven talibán a través del megáfono. Hablaba farsi con acento pastún, y luego lo repetía en pastún. Enfatizaba sus palabras señalando los cadáveres con su arma-. Todos conocen sus crímenes. Era un comunista y un kafir. ¡Esto es lo que hacemos con los infieles que cometen crímenes contra el islam!

Rashid sonreía con aire de suficiencia.

Aziza se echó a llorar en brazos de Mariam.

Al día siguiente, Kabul se llenó de camiones. En Jair Jana, en Shar-e-Nau, en Karté-Parwan, en Wazir Akbar Jan y Taimani, camiones Toyota rojos recorrieron las calles. En ellos viajaban hombres armados, con barba y turbante negro. Todos los camiones llevaban altavoces desde los que se lanzaban proclamas, primero en farsi y luego en pastún. El mismo mensaje se profería desde los altavoces que había en lo alto de las mezquitas y desde la radio, que ahora se conocía como La Voz de la Sharia. También se lanzaron folletos con el mismo mensaje. Mariam encontró uno en el patio.


Nuestro watan se conocerá a partir de ahora como Emirato Islámico de Afganistán. Éstas son las leyes que nosotros aplicaremos y vosotros obedeceréis:

Todos los ciudadanos deben rezar cinco veces al día. Si os encuentran haciendo otra cosa a la hora de rezar, seréis azotados.

Todos los hombres se dejarán crecer la barba. La longitud correcta es de al menos un puño por debajo del mentón. Quien no lo acate, será azotado.

Todos los niños llevarán turbante. Los niños de uno a seis años llevarán turbantes negros, los mayores lo llevarán blanco. Todos los niños deberán vestir ropa islámica. El cuello de la camisa se llevará abotonado.

Se prohíbe cantar.

Se prohíbe bailar.

Se prohíben los juegos de naipes, el ajedrez, los juegos de azar y las cometas.

Se prohíbe escribir libros, ver películas y pintar cuadros.

Si tenéis periquitos, seréis azotados. A los pájaros se les dará muerte.

Si robáis, se os cortará la mano por la muñeca. Si volvéis a robar, se os cortará un pie.

Si no sois musulmanes, no podéis practicar vuestra religión donde puedan veros los musulmanes. Si lo hacéis, seréis azotados y encarcelados. Si os descubren tratando de convertir a un musulmán a vuestra fe, seréis ejecutados.

Atención, mujeres:

Permaneceréis en vuestras casas. No es decente que las mujeres vaguen por las calles. Si salís, deberéis ir acompañadas de un mahram, un pariente masculino. Si os descubren solas en la calle, seréis azotadas y enviadas a casa.

No mostraréis el rostro bajo ninguna circunstancia. Iréis cubiertas con el burka cuando salgáis a la calle. Si no lo hacéis, seréis azotadas.

Se prohíben los cosméticos.

Se prohíben las joyas.

No llevaréis ropa seductora.

No hablaréis a menos que os dirijan la palabra.

No miraréis a los hombres a los ojos.

No reiréis en público. Si lo hacéis, seréis azotadas.

No os pintaréis las uñas. Si lo hacéis, se os cortará un dedo.

Se prohíbe a las niñas asistir a la escuela. Todas las escuelas para niñas quedan clausuradas.

Se prohíbe trabajar a las mujeres.

Si os hallan culpables de adulterio, seréis lapidadas.

Escuchad. Escuchad atentamente. Obedeced.

Alá-u-akbar.


Rashid apagó la radio. Estaban cenando en el suelo de la sala de estar, menos de una semana después de haber visto el cadáver de Nayibulá colgando de una cuerda.

– No pueden obligar a la mitad de la población a quedarse en casa sin hacer nada -dijo Laila.

– ¿Por qué no? -replicó Rashid.

Por una vez, Mariam estuvo de acuerdo con él. ¿Acaso no era lo que les había pasado a ellas? ¿De qué se extrañaba Laila?

– Esto no es una aldea perdida, es Kabul. Aquí hay mujeres que practican el derecho y la medicina, que tienen puestos en el Gobierno…

Rashid sonrió.

– Has hablado como la arrogante hija de un universitario que leía poesía. Qué mundano, qué típico de los tayikos. ¿Te parece que las ideas de los talibanes son nuevas y radicales? ¿Alguna vez has salido de tu preciosa concha de Kabul, mi gu? ¿Te has molestado alguna vez en visitar el auténtico Afganistán, el sur, el este, la frontera tribal con Pakistán? ¿No? Pues yo sí lo he hecho. Y puedo asegurarte que en muchos lugares de este país siempre se ha vivido así, o de un modo muy similar. Claro que tú de eso no sabes nada.

– Me niego a creerlo -contestó Laila-. No pueden hablar en serio.

– Pues lo que hicieron los talibanes con Nayibulá a mí me pareció de lo más serio -dijo Rashid-. ¿No estás de acuerdo?

– ¡Era un comunista! Era el jefe de la Policía Secreta.

Rashid se echó a reír y Mariam supo por qué: a los ojos de los talibanes, ser comunista y jefe de la temida KHAD sólo hacía a Nayibulá un poco más despreciable que una mujer.

38

Laila

Cuando los talibanes se pusieron manos a la obra, Laila se alegró de que babi no estuviera vivo para verlo. Habría sido un trauma para él.

Grupos de hombres con picos irrumpieron en el desvencijado Museo de Kabul y destrozaron las estatuas preislámicas, es decir, las que aún no habían sido objeto del pillaje de los muyahidines. Cerraron la universidad y los estudiantes tuvieron que volver a casa. Arrancaron cuadros de las paredes y los rajaron. Rompieron televisores a puntapiés. Quemaron todos los libros, excepto el Corán, y se cerraron las librerías. Los poemas de Jalili, Paywak, Ansari, Hayi Deqan, Ashraqi, Beytaab, Hafez, Yami, Nizami, Rumi, Jayyám, Beydel y los demás se convirtieron en humo.

Laila supo de hombres a los que llevaron a rastras a las mezquitas, acusándolos de haberse saltado el namaz. Se enteró de que el restaurante Marco Polo, cerca de la calle del Pollo, se había convertido en un centro de interrogatorios. A veces se oían gritos al otro lado de las ventanas pintadas de negro. La Patrulla de las Barbas recorría la ciudad en camiones Toyota en busca de rostros afeitados que machacar.

También clausuraron los cines. El Cinema Park, el Ariana, el Aryub. Arrasaron las salas de proyección y prendieron fuego a los rollos de película. Laila recordaba todas las veces que Tariq y ella habían frecuentado aquellas salas para ver películas indias, todas las melodramáticas historias sobre amantes separados por un trágico vuelco del destino, uno perdido en algún remoto país, el otro obligado a casarse, y los llantos, y las canciones en campos de caléndulas y el ansia de reunirse al fin. Laila recordaba que Tariq se reía porque ella lloraba al ver esas películas.

– No sé qué habrá sido del cine de mi padre -le dijo Mariam un día-. No sé si seguirá abierto. O si él seguirá siendo el dueño.

Jarabat, el antiguo barrio musical de Kabul, se redujo al silencio. Después de apalear y encarcelar a los músicos, destrozaron sus rubabs, tamburas y armonios. Los talibanes fueron a la tumba del cantante preferido de Tariq, Ahmad Zahir, y dispararon sobre ella.

– Hace casi veinte años que falleció -dijo Laila a Mariam-. ¿No les basta con que muriera una vez?

A Rashid los talibanes no le resultaban demasiado molestos. Sólo tenía que dejarse crecer la barba y visitar la mezquita, cosas ambas que hizo. Rashid veía a los talibanes con cierto desconcierto afectuoso y comprensivo, como podría mirar a un voluble primo dado a actuar de manera imprevisible y a ser motivo de escándalo e hilaridad.

Todos los miércoles por la noche, Rashid escuchaba La Voz de la Sharia, cuando los talibanes divulgaban los nombres de aquellos a quienes se iba a aplicar un castigo. Luego, los viernes, iba al estadio Gazi, compraba una Pepsi y contemplaba el espectáculo. En la cama, obligaba a Laila a escucharle mientras describía con un extraño júbilo las manos que había visto cortadas, las flagelaciones, los ahorcamientos, las decapitaciones.

– Hoy he visto a un hombre degollando al asesino de su hermano -explicó una noche, mientras formaba anillos de humo.

– Son unos salvajes -espetó Laila.

– ¿Tú crees? -dijo Rashid-. ¿Comparados con quién? Los soviéticos mataron a un millón de personas. ¿Sabes a cuántos mataron los muyahidines en Kabul en los cuatro últimos años? A cincuenta mil. ¡Cincuenta mil! ¿No te parece sensato, en comparación, cortarles la mano a unos cuantos ladrones? Ojo por ojo, diente por diente. Está en el Corán. Además, dime una cosa. Si alguien matara a Aziza, ¿no querrías tener la oportunidad de vengarla?

Laila le lanzó una mirada de repugnancia.

– Sólo por poner un ejemplo.

– Eres igual que ellos.

– Siempre me ha extrañado el color de los ojos de Aziza, ¿a ti no? No los tiene como tú ni como yo.

Rashid se dio la vuelta en la cama para encararse con ella, y le rascó suavemente el muslo con la curva uña del dedo índice.

– Déjame que te lo explique -dijo-. Si me entrara el capricho, y no digo que eso vaya a ocurrir, aunque bien podría, estaría en mi derecho de regalar a Aziza. ¿Qué te parecería eso? O podría ir un día a los talibanes y decirles que tengo mis sospechas sobre ti. Sólo eso necesitaría. ¿A quién crees que creerían? ¿Qué crees que te harían?

– Eres despreciable -masculló Laila, apartándose de él.

– Ésas son palabras mayores -advirtió Rashid-. Ese rasgo tuyo nunca me ha gustado. Incluso cuando eras pequeña, cuando corrías por ahí con ese tullido, te creías muy lista porque leías libros y poemas. ¿De qué te sirve ahora todo eso? ¿Qué te ha librado de acabar en la calle, tu inteligencia o yo? ¿Yo soy despreciable? La mitad de las mujeres de esta ciudad matarían por tener un marido como yo. Matarían por ello.

Rashid volvió a tumbarse de espaldas y lanzó el humo del cigarrillo al techo.

– ¿Te gustan las palabras grandilocuentes? Yo te daré una: perspectiva. Eso es lo que hago yo, Laila, asegurarme de que no pierdes la perspectiva.

Lo que a Laila le revolvió el estómago para el resto de la noche fue que todas y cada una de las palabras que había pronunciado Rashid eran ciertas.

Pero a la mañana siguiente y en las mañanas sucesivas siguió teniendo náuseas, que luego se incrementaron hasta convertirse en algo que desgraciadamente ya conocía bien.


***

Poco después, en una fría tarde nublada, Laila yacía tumbada de espaldas en el suelo de la habitación. Mariam estaba en su dormitorio, echando la siesta con Aziza.

En las manos tenía una varilla metálica: era el radio de una rueda que había arrancado con unas tenazas a una bicicleta abandonada. La había encontrado en el mismo callejón donde había besado a Tariq hacía unos años. Laila permaneció en el suelo durante largo rato, respirando entre dientes, con las piernas abiertas.

Había adorado a Aziza desde el mismo momento en que sospechó su existencia. No había sentido dudas ni incertidumbre alguna. Qué terrible era para una madre, pensó, llegar a temer que no pudiera amar a su propio hijo. Era antinatural. Y sin embargo, mientras estaba en el suelo y empuñaba el trozo de metal, se preguntó si realmente podría querer al hijo de Rashid como había venerado a la hija de Tariq.

Al final, fue incapaz de hacerlo.

No fue el miedo a desangrarse lo que le hizo soltar el trozo de metal, ni tampoco la idea de que se tratara de un acto condenable, como ciertamente sospechaba. No. Laila dejó caer la varilla porque no podía aceptar lo que tan fácilmente habían asumido los muyahidines: que a veces, en la guerra, había que segar vidas inocentes. La guerra de Laila era contra Rashid. El bebé no tenía culpa alguna. Y ya se habían producido suficientes muertes. Laila había visto sucumbir demasiados inocentes bajo el fuego cruzado de los enemigos.

39

Mariam

Septiembre de 1997

– Este centro ya no atiende a mujeres -gritó el guardia, furioso, desde lo alto de la escalera, lanzando una mirada glacial sobre la multitud congregada frente al hospital Malalai.

Un gemido de consternación recorrió la multitud.

– ¡Pero si es un hospital para mujeres! -gritó una mujer detrás de Mariam, y sus palabras fueron recibidas con exclamaciones de aprobación.

Ella se cambió a Aziza de lado. Con el brazo libre sujetaba a Laila, que gemía y se apoyaba en Rashid, rodeándole el cuello con el brazo.

– Ya no -declaró el talibán.

– ¡Mi mujer está de parto! -bramó un hombre corpulento-. ¿Quieres que dé a luz en la calle, hermano?

En enero de ese mismo año, Mariam había oído el anuncio de que hombres y mujeres serían tratados en centros sanitarios distintos, y que se enviaría a todo el personal femenino de los hospitales de Kabul a una única clínica central. Nadie se lo había creído y los talibanes no lo habían puesto en práctica. Hasta entonces.

– ¿Y el hospital Ali Abad? -preguntó otro hombre.

El guardia negó con la cabeza.

– ¿Wazir Akbar Jan?

– Sólo para hombres -declaró el guardia.

– ¿Y qué se supone que debemos hacer?

– Id al Rabia Balji -respondió el guardia.

Una mujer joven se abrió paso y dijo que ya había estado allí, y que no había agua corriente, ni oxígeno, ni electricidad, ni medicamentos.

– Allí no hay nada.

– Pues es a donde tenéis que ir -indicó el guardia.

Se alzaron más quejas y gritos, se oyeron un par de insultos. Alguien arrojó una piedra.

El talibán alzó el kalashnikov y disparó varias veces al aire. Otro talibán blandió un látigo detrás de él.

La multitud se dispersó rápidamente.

La sala de espera del Rabia Balji estaba llena de mujeres con burka acompañadas de sus hijos. El aire apestaba a sudor, a cuerpos sucios, pies, orines, humo de cigarrillos y antisépticos. Bajo el lento ventilador del techo, los niños correteaban persiguiéndose, saltando por encima de las piernas estiradas de los padres, que dormitaban en el suelo.

Mariam ayudó a Laila a sentarse apoyada en una pared de la que habían caído trozos de yeso dejando desconchones con la forma de países extranjeros. Laila se mecía adelante y atrás, apretándose el vientre con las manos.

– Conseguiré que te visiten, Laila yo. Te lo prometo.

– Date prisa -urgió Rashid.

Ante la ventanilla de ingresos se apelotonaba una horda de mujeres que se empujaban unas a otras. Algunas sostenían a sus bebés en brazos. Otras se separaban de la masa para cargar contra la doble puerta que conducía a los consultorios. Un talibán armado les cerraba el paso y las enviaba de vuelta.

Mariam se metió entre ellas. Plantando bien los pies, arremetió contra codos, caderas y hombros de desconocidas. Alguien le dio un codazo en las costillas y ella se lo devolvió. Una mano trató desesperadamente de agarrarle la cara. Ella la apartó de un manotazo. Para impulsarse hacia delante, Mariam clavó las uñas en cuellos, brazos, codos y cabezas, y cuando una mujer le lanzó un bufido, ella se lo devolvió.

Ahora comprendía los sacrificios que hacía una madre. La decencia no era más que uno de ellos. Pensó compungida en Nana, en los sacrificios que también ella había tenido que hacer. En lugar de entregarla a una familia o arrojarla a una zanja y huir, había soportado la vergüenza de dar a luz una harami y había dedicado su vida a la ingrata tarea de criarla y amarla, a su manera. Y al final, Mariam había preferido a Yalil. Mientras se abría paso con insolente determinación hasta la ventana, Mariam deseó haber sido mejor hija. Deseó haber comprendido a la sazón lo que ahora sabía sobre la maternidad.

Se encontró de pronto ante una enfermera que iba cubierta de los pies a la cabeza con un sucio burka gris. La enfermera hablaba con una mujer joven que tenía una mancha de sangre en el burka, a la altura de la cabeza.

– Mi hija ha roto aguas y el bebé no sale -exclamó Mariam.

– ¡Estoy hablando yo con ella! -gritó la joven ensangrentada-. ¡Espera tu turno!

Toda la masa de mujeres se agitaba de un lado a otro, como la hierba alta alrededor del kolba cuando la brisa barría el claro. Detrás de Mariam, una mujer gritaba que su hija se había caído de un árbol y se había roto el codo. Otra vociferaba que sangraba al hacer sus necesidades.

– ¿Tiene fiebre? -preguntó la enfermera. Mariam tardó unos instantes en entender que hablaba con ella.

– No -contestó.

– ¿Sangra?

– No.

– ¿Dónde está?

Mariam señaló por encima de las demás cabezas hacia donde estaba Laila sentada con Rashid.

– La visitaremos -dijo la enfermera.

– ¿Cuándo? -gritó Mariam. Alguien la había agarrado por los hombros y tiraba de ella.

– No lo sé -replicó la enfermera. Explicó que sólo tenían dos doctoras y que en ese momento ambas estaban operando.

– Tiene dolores -insistió Mariam.

– ¡Y yo también! -exclamó la mujer de la cabeza ensangrentada-. ¡Espera tu turno!

Finalmente la sacaron a rastras. Los hombros y cabezas de las demás mujeres le impedían ver a la enfermera. Le llegó el olor lechoso del eructo de un bebé.

– Llévala a dar un paseo -gritó la empleada del hospital-. Y esperad.

Ya había anochecido cuando por fin las llamaron. La sala de partos tenía ocho camas, que no estaban separadas por cortinas. Unas enfermeras vestidas con burka atendían a las pacientes, entre ellas dos que estaban pariendo. A Laila le asignaron un lecho en el extremo más alejado, bajo una ventana que habían pintado de negro. Cerca había un fregadero agrietado y seco, y sobre él una cuerda tendida, de la que colgaban guantes quirúrgicos plagados de manchas. En el centro de la habitación, Mariam vio una mesa de aluminio. En la parte de arriba había una manta de color negro, la de abajo estaba vacía.

Una de las mujeres observó que Mariam miraba la mesa.

– A los bebés vivos los ponen arriba -dijo con tono cansado.

La doctora era una mujer menuda y atribulada, que se movía como un pájaro envuelta en un burka azul oscuro. Todo lo que decía tenía un tono impaciente, apremiante.

– Primer bebé. -Lo soltó así, no como una pregunta, sino como una afirmación.

– Segundo -apuntó Mariam.

Laila soltó un grito y se puso de lado. Apretó la mano de Mariam.

– ¿Algún problema con el primer parto?

– No.

– ¿Es usted su madre?

– Sí -dijo Mariam.

La médica sacó un instrumento metálico en forma de cono que llevaba bajo el burka. Luego levantó el de Laila y colocó la parte más ancha del instrumento sobre el vientre, aplicándose la parte estrecha a la oreja. Estuvo escuchando durante unos minutos, cambiando el aparato de lugar cada tanto.

– Ahora tengo que palpar al bebé, hamshira.

Se puso uno de los guantes que colgaban sujetos con pinzas sobre el fregadero. Con una mano apretó el vientre de Laila e introdujo la otra para palpar el bebé. Laila gimió. Cuando la médica terminó, le entregó el guante a una enfermera, que lo lavó y volvió a colgarlo de la cuerda.

– Su hija necesita una cesárea. ¿Sabe lo que es? Tenemos que abrirle el vientre y sacar al bebé, porque viene de nalgas.

– No entiendo -murmuró Mariam.

La doctora dijo que el bebé no estaba bien colocado y no podía salir solo.

– Y ya ha pasado demasiado tiempo. Tenemos que operarla ahora mismo.

Laila asintió con el rostro crispado por el dolor y dejó caer la cabeza hacia un lado.

– Hay algo que debo decirle -añadió la médica. Se acercó a Mariam, se inclinó hacia ella y le habló en tono más bajo y confidencial. Su voz denotaba cierto bochorno.

– ¿Qué dice? -gimió Laila-. ¿Le ocurre algo malo al bebé?

– Pero ¿cómo va a soportarlo? -preguntó Mariam.

La doctora debió de detectar un tono de acusación en la pregunta, a juzgar por el cambio que se produjo en su respuesta, a la defensiva.

– ¿Cree que esto es cosa mía? -replicó-. ¿Qué quiere que haga? No me dan lo que necesito. No tengo aparato de rayos X, ni de succión, ni oxígeno, ni los antibióticos más sencillos. Cuando las ONG ofrecen ayudas monetarias, los talibanes las rechazan. O desvían el dinero a los lugares donde se atiende a los hombres.

– Pero, doctora sahib, ¿no podría darle alguna cosa? -preguntó Mariam.

– ¿Qué pasa? -volvió a gemir Laila.

– Puede comprar el medicamento usted misma, pero…

– Escríbame el nombre -dijo Mariam-. Escríbalo y yo iré a buscarlo.

La médica sacudió la cabeza con gesto cortante bajo el burka.

– No hay tiempo -afirmó-. Porque ninguna farmacia cercana lo tiene. Así que tendría que sortear el tráfico e ir de un lugar a otro, quizá hasta el otro extremo de la ciudad, con escasas probabilidades de encontrarlo. Son casi las ocho y media, así que seguramente la arrestarían por no respetar el toque de queda. Y aunque encontrara la medicina, seguramente no tendría dinero suficiente para pagarla. O tendría que pujar por el producto con otra persona igual de desesperada. No hay tiempo. Hay que sacar al bebé ahora mismo.

– ¡Dígame qué está pasando! -exigió Laila, incorporándose.

La doctora respiró hondo y luego le explicó que no tenían anestesia.

– Pero si lo retrasamos, perderá al bebé.

– Entonces, hágalo -dijo. Se tumbó de nuevo y levantó las rodillas-. Ábrame y déme a mi bebé.

Dentro del viejo y sucio quirófano, Laila yacía temblando sobre una camilla mientras la doctora se lavaba las manos. Aspiraba el aire entre los dientes cada vez que la enfermera le pasaba por el vientre un paño empapado en un líquido amarillento tirando a marrón. Otra enfermera que estaba junto a la puerta no paraba de entreabrirla para echar un vistazo al exterior.

La médica se había quitado el burka y Mariam vio que tenía los cabellos plateados, los párpados caídos y pequeñas bolsas de cansancio alrededor de la boca.

– Quieren que operemos con el burka -explicó la doctora, señalando con la cabeza a la enfermera de la puerta-. Por eso tiene que vigilar. Cuando vienen, me tapo.

Lo dijo en un tono pragmático, casi indiferente, y Mariam comprendió que esa mujer ya había superado la etapa de la indignación. Vio en ella a una persona que se sabía afortunada por el mero hecho de seguir trabajando, porque era consciente de que aún podrían arrebatarle muchas más cosas.

A ambos lados de Laila, a la altura de los hombros, había dos varas metálicas verticales. La enfermera que le había desinfectado el vientre sujetó una sábana entre ambas varas con unas pinzas, formando así una cortina entre Laila y la doctora.

Mariam se colocó detrás de la cabeza de la parturienta y se inclinó hasta que sus mejillas se tocaron. Notó que a Laila le castañeteaban los dientes. Enlazaron las manos.

A través de la cortina, Mariam vio la sombra de la médica desplazándose hacia la izquierda de la futura madre y la de la enfermera hacia la derecha. Laila separó los labios todo lo que daban de sí, hasta que se formaron burbujas de saliva que reventaron sobre los dientes apretados. Al respirar se le escapaban unos pequeños y rápidos silbidos.

– Ánimo, hermanita -la alentó la médica, inclinándose sobre ella.

Laila abrió los ojos de golpe. Luego la boca. Se quedó así, temblando, con los tendones del cuello completamente tensos, estrujando los dedos de Mariam entre los suyos mientras el sudor le corría por la cara.

Ésta siempre la admiraría por lo mucho que tardó en gritar.

40

Laila

Otoño de 1999

La idea de cavar el agujero fue de Mariam. Una mañana señaló una franja de tierra detrás del cobertizo.

– Podemos hacerlo ahí -indicó-. Es un buen sitio.

Se turnaron para ir hundiendo una pala en la tierra y así abrir el hueco. No pensaban hacerlo demasiado grande ni profundo, por lo que no creyeron que fuera a costarles tanto como luego les costó. Era ya el segundo año de sequía, que causaba estragos en todo el país. El invierno anterior apenas había nevado y luego no llovió en toda la primavera. Los campesinos abandonaban sus tierras resecas, vendían sus pertenencias y vagaban de aldea en aldea en busca de agua. Se iban a Pakistán o a Irán. Se instalaban en Kabul. Pero el nivel freático también era bajo en la ciudad, y los pozos más superficiales se habían secado. Las colas para sacar agua de los pozos más profundos eran largas, y Laila y Mariam se pasaban horas enteras esperando su turno. El río Kabul, sin sus periódicas inundaciones primaverales, estaba completamente seco, convirtiéndose en un retrete público, lleno de deposiciones humanas y desperdicios.

Así que cogieron la pala y la hundieron en la tierra una y otra vez, pero, requemado por el sol, el suelo estaba duro como la roca, compacto, casi petrificado, y no cedía a sus golpes.

Mariam había cumplido cuarenta años. Tenía el pelo canoso y lo llevaba recogido en la coronilla. Bajo los párpados destacaban unas profundas ojeras oscuras. Había perdido dos incisivos.

Uno se le había caído, el otro se lo había arrancado Rashid de un golpe por haber dejado caer accidentalmente a Zalmai. Tenía el rostro moreno y curtido por la cantidad de tiempo que se pasaban sentadas en el patio, bajo el sol abrasador, contemplando a Zalmai, que perseguía a su hermana Aziza.

Cuando terminaron de cavar el agujero, se quedaron mirándolo.

– Servirá -asintió Mariam.

Zalmai tenía dos años. Era un niño regordete de cabellos rizados. Tenía los ojos pequeños y castaños, y las mejillas sonrosadas, como Rashid, hiciera el tiempo que hiciera. El cabello también le nacía muy cerca de las cejas, espeso y en forma de media luna, como a su padre.

Cuando Laila estaba a solas con él, Zalmai se mostraba cariñoso, de buen humor y juguetón. Le gustaba encaramarse a los hombros de su madre y jugar al escondite en el patio, con ella y con Aziza. A veces, cuando estaba más tranquilo, le gustaba sentarse en el regazo de Laila para que le cantara. Su canción favorita era Ulema Mohammad Yan. Balanceaba los gordezuelos pies mientras ella le cantaba con los labios en los cabellos, y se unía a la canción al llegar al estribillo, cantando las palabras que conocía con su áspera voz:

Ven, vamos a Mazar, ulema Mohammad yan,

a ver los campos de tulipanes, oh amado compañero.

A Laila le encantaban los besos húmedos que plantaba Zalmai en sus mejillas, los hoyuelos de sus codos y los dedos de los pies, tan redonditos. Le encantaba hacerle cosquillas, formar túneles con cojines y almohadas para que él pasara por debajo reptando, y contemplarlo mientras dormía entre sus brazos con una manita siempre aferrada a la oreja de su madre. Se le revolvía el estómago cuando recordaba aquella tarde, cuando se tumbó en el suelo con el radio de una rueda de bicicleta entre las piernas. Había estado a punto de hacerlo, y en ese momento le parecía inconcebible que hubiera llegado a pensarlo siquiera. Su hijo era una bendición y Laila había comprobado con alivio que sus miedos no tenían fundamento, pues amaba a Zalmai con todo su corazón, tanto como a Aziza.

Pero el niño adoraba a su padre, y por eso se transformaba siempre que Rashid andaba cerca para mimarlo y consentirlo. En su presencia, el pequeño siempre tenía a punto una sonrisa insolente o una risa desafiante, y se ofendía con facilidad. Era rencoroso. Persistía en su mal comportamiento aunque su madre le regañara, una actitud completamente distinta de la que mostraba en ausencia de Rashid.

El padre lo veía todo con buenos ojos. «Un signo de inteligencia», afirmaba. Y lo mismo opinaba de las imprudencias de su hijo: cuando se tragaba las canicas y luego las expulsaba con la caca; cuando encendía cerillas; cuando masticaba los cigarrillos de Rashid.

Al nacer Zalmai, Rashid lo había instalado en la cama que compartía con Laila. Le encargó una cuna nueva e hizo que le pintaran leones y leopardos agazapados en los lados. Le compró ropa nueva, sonajeros, biberones y pañales, aunque no podían permitírselo y los viejos de Aziza aún servían. Un día llegó a casa con un móvil a pilas, que colgó sobre la cuna. Consistía en unos pequeños abejorros negros y amarillos que pendían de un girasol y se arrugaban y pitaban al apretarlos. Cuando se encendía, sonaba una melodía.

– Creía que habías dicho que el negocio no iba bien -dijo Laila.

– Tengo amigos a los que puedo pedir prestado -replicó él en tono displicente.

– ¿Y cómo les devolverás el dinero?

– Las cosas ya mejorarán. Como siempre. Mira, le gusta. ¿Lo ves?

La mayoría de los días, Laila se veía privada de su hijo. Rashid se lo llevaba a la tienda, y allí lo dejaba gatear bajo la atestada mesa de trabajo, jugar con las viejas suelas de goma y los trozos de cuero sobrantes. El hombre claveteaba los clavos de hierro y hacía girar la pulidora sin perderlo de vista. Si Zalmai hacía caer un estante lleno de zapatos, le reñía con calma, esbozando una media sonrisa. Si el niño repetía la travesura, Rashid dejaba el martillo, lo sentaba sobre la mesa y le hablaba tranquilamente.

Su paciencia con Zalmai era un pozo profundo que nunca se secaba.

Por la tarde volvían a casa, el niño con la cabeza apoyada en el hombro de su padre, oliendo los dos a cola y a cuero. Sonreían como con picardía, como los que comparten un secreto, como si se hubieran pasado todo el día en la oscura tienda tramando conspiraciones, en lugar de haber estado haciendo zapatos. A Zalmai le gustaba sentarse junto a su padre durante la cena para jugar con él, mientras Mariam, Laila y Aziza depositaban los platos sobre el sofrá. Se daban golpecitos en el pecho por turnos y soltaban risitas, se lanzaban migas de pan y se hablaban al oído para que ellas no los oyeran. Si la madre les dirigía la palabra, Rashid alzaba la vista disgustado por su inoportuna intromisión. Si pedía que le dejara coger a Zalmai, o peor aún, si el niño levantaba los brazos para que ella lo cogiera, el hombre la fulminaba con la mirada.

Laila se alejaba sintiéndose dolida.

Una noche, pocas semanas después de que el pequeño cumpliera dos años, Rashid se presentó en casa con un televisor y un reproductor de vídeo. El día había sido cálido, casi agradable, pero al atardecer había refrescado y la noche se presentaba fría y sin estrellas.

Rashid colocó el televisor sobre la mesa de la sala de estar y dijo que lo había comprado en el mercado negro.

– ¿Otro préstamo? -preguntó Laila.

– Es un Magnavox.

Aziza entró en la sala de estar y, al ver el aparato, corrió hacia él.

– Cuidado, Aziza yo -le advirtió Mariam-. No lo toques.

Aziza tenía el cabello tan claro como su madre y también había heredado sus hoyuelos en las mejillas. Se había convertido en una niña tranquila y pensativa, con un comportamiento muy maduro para sus seis años. A Laila le maravillaba la forma de hablar de su hija, su ritmo y su cadencia, sus pausas reflexivas y sus entonaciones, como una voz adulta, tan dispar con el cuerpo inmaduro que la albergaba. Era Aziza la que, con desenfadada autoridad, había tomado a su cargo la tarea de despertar a Zalmai todos los días, vestirlo, darle el desayuno y peinarlo. Era ella quien lo ponía a dormir la siesta, la que actuaba como pacificadora, siempre comedida, de su imprevisible hermano. Al lado de éste, Aziza acostumbraba menear la cabeza con un gesto exasperado de asombrosa madurez.

Aziza apretó el botón de encendido del televisor. Rashid frunció el ceño, agarró a la niña por la muñeca y le puso la mano sobre la mesa con gran brusquedad.

– Este televisor es de Zalmai -dijo.

Aziza se fue hacia Mariam y se sentó en su regazo. Las dos eran inseparables. Con el beneplácito de Laila, Mariam había empezado a enseñar versículos del Corán a la niña. Aziza recitaba ya de memoria la surá de ijlas y la de fatiha, y sabía realizar los cuatro ruqats de la plegaría matinal.

– Es lo único que puedo darle -había dicho Mariam a Laila-: los rezos. Son las únicas posesiones que he tenido en mi vida.

Zalmai entró en la sala de estar. Rashid contempló a su hijo con ansia, igual que la gente espera los sencillos trucos de los magos callejeros. El pequeño tiró del cable del televisor, apretó los botones, apoyó las palmas sobre la pantalla. Cuando las levantó, la huella de sus manitas desapareció del cristal. Rashid sonrió con orgullo y siguió observando al niño, que apretaba las manos contra la pantalla y las levantaba una y otra vez.

Los talibanes habían prohibido la televisión. Habían roto cintas de vídeo públicamente y luego las habían enganchado a los postes de las vallas. Las parabólicas habían acabado colgadas de las farolas. Pero Rashid dijo que el hecho de que algo estuviera prohibido no significaba que no pudiera encontrarse.

– Mañana empezaré a buscar cintas de dibujos animados -dijo-. No será difícil. En los bazares clandestinos se encuentra de todo.

– Entonces quizá podrías conseguirnos un pozo nuevo -señaló Laila, y se ganó una mirada despectiva.

Más tarde, después de otro plato de arroz blanco sin acompañamiento alguno y de privarse nuevamente del té por culpa de la sequía, Rashid se fumó un cigarrillo y comunicó a Laila su decisión.

– No -dijo ella.

Rashid puntualizó que no se lo estaba consultando.

– Me da igual.

– Espera a oír toda la historia.

Rashid explicó que había pedido dinero a más amigos de lo que les había contado hasta entonces y que la tienda ya no daba para mantenerlos a los cinco.

– No te lo había dicho antes para que no te preocuparas. Además -añadió-, te sorprendería la cantidad de dinero que consiguen.

Laila volvió a decir que no. Estaban en la sala de estar. Mariam y los niños se encontraban en la cocina. Oyó el ruido de los platos, la risa aguda de Zalmai y a Aziza diciéndole algo a Mariam en su habitual tono firme y razonable.

– Habrá otros niños como ella, más pequeños incluso -insistió Rashid-. Todo el mundo en Kabul hace lo mismo.

Laila contestó que le daba igual lo que hicieran otras personas con sus hijos.

– La tendré vigilada -añadió Rashid, que empezaba a perder la paciencia-. Es un lugar seguro. Hay una mezquita al otro lado de la calle.

– ¡No permitiré que conviertas a mi hija en una mendiga! -espetó Laila.

La bofetada sonó con fuerza cuando la palma de la gruesa mano de Rashid chocó con la mejilla de Laila, volviéndole la cara. También acalló los ruidos de la cocina. Por unos instantes, la casa quedó sumida en un absoluto silencio. Luego se oyó el ruido de pasos apresurados en el pasillo y Mariam y los niños entraron en la sala de estar, mirando a uno y a otro.

Entonces Laila le asestó un puñetazo.

Era la primera vez que golpeaba a alguien, sin contar los puñetazos que había intercambiado en broma con Tariq. Pero ésos habían sido golpes flojos, con los puños abiertos, tímidamente amistosos, cómoda expresión de inquietudes que resultaban emocionantes y desconcertantes a la vez. Se los lanzaba al músculo que Tariq llamaba «deltoides» con tono enterado.

Laila observó el arco que trazó su puño al hendir el aire, y notó cómo se arrugaba la piel basta y sin afeitar de Rashid bajo sus nudillos. Se oyó un sonido como el de un saco de arroz al caer al suelo. El golpe fue fuerte. El impacto hizo que el hombre se tambaleara y reculara dos pasos.

En el otro extremo de la habitación se oyó un gemido ahogado, un chillido y un grito. Laila no sabía a quién correspondía cada sonido. En ese momento, estaba demasiado sorprendida para darse cuenta de nada o para que le importara siquiera. Simplemente, necesitaba asimilar lo que había hecho. Cuando lo consiguió, estuvo a punto de sonreír. Estuvo a punto de sonreír de oreja a oreja cuando vio con asombro que Rashid abandonaba tranquilamente la sala de estar.

De repente, a Laila le pareció que las penurias colectivas de Mariam, Aziza y ella misma, desaparecían sin más, que se evaporaban como la huella de las manos de Zalmai en la pantalla del televisor. Aunque fuera absurdo, le pareció que había valido la pena sufrir todo lo que habían sufrido para llegar a ese momento culminante, a ese acto de desafío que pondría fin a todas las humillaciones.

Laila no se percató de que Rashid había vuelto hasta que notó su mano alrededor de la garganta. Hasta que él la levantó del suelo y la lanzó contra la pared.

De cerca, el rostro despectivo de su marido parecía increíblemente grande. Reparó en lo abotargado que se estaba volviendo con la edad, y en que habían aumentado los vasos sanguíneos rotos que trazaban caminos diminutos en su nariz. Rashid no pronunció palabra. En realidad, ¿qué podía decirse, qué era necesario decir, cuando uno le metía a su mujer el cañón de una pistola en la boca?


***

Fueron las redadas lo que motivaron que cavaran el agujero en el patio. En ocasiones eran mensuales, a veces semanales. Últimamente, casi todos los días. Por lo general, los talibanes confiscaban cosas, pateaban algún culo y propinaban un par de golpes en la cabeza. Pero también azotaban públicamente a la gente en las palmas de las manos o las plantas de los pies.

– Con cuidado -jadeó Mariam, arrodillada al borde del agujero. Bajaron el televisor hasta el fondo, sujetando cada uno un extremo del plástico en el que lo habían envuelto-. Creo que así está bien.

Cuando terminaron de tapar el televisor, aplanaron la tierra y echaron un poco más alrededor del agujero para que no se notara tanto.

– Ya está. -Mariam suspiró, limpiándose las manos en el vestido.

Habían convenido en que desenterrarían el aparato cuando fuera más seguro, cuando los talibanes redujeran las redadas, en un mes, o dos, o seis, o quizá más.

En el sueño de Laila, Mariam y ella se encuentran detrás del cobertizo, cavando de nuevo. Pero esta vez es a Aziza a quien entierran. La respiración de la niña empaña el plástico en el que la han envuelto. Ella ve el pánico en sus ojos y la blancura de la palma de sus manos cuando empujan y golpean el plástico. La pequeña suplica. Laila no oye sus gritos. «Sólo será una temporada -le grita-. Sólo una temporada. Es por culpa de las redadas, ¿sabes, cariño? Cuando terminen las redadas, mammy y jala Mariam te sacarán de aquí. Te lo prometo, mi amor. Entonces podremos jugar. Podremos jugar todo lo que quieras.» Laila llena la pala de tierra.

Se despertó jadeando, con un regusto a tierra en la boca, cuando los primeros terrones ya caían sobre el plástico.

41

Mariam

El verano de 2000, la sequía alcanzó el tercer año consecutivo, el peor de todos.

En Hemand, Zabol, Kandahar, las aldeas se convirtieron en comunidades nómadas siempre en movimiento, en busca de agua y pastos para el ganado. Al no hallar ninguna de las dos cosas y morirse sus cabras y sus ovejas, los campesinos se fueron a Kabul. Se instalaron en la ladera del Karé-Ariana, en suburbios improvisados de chabolas en las que vivían quince o veinte personas.

También fue el verano de Titanic, el verano en que Mariam y Aziza rodaban enredadas por el suelo, muertas de risa, porque la niña insistía en que tenía que ser Jack.

– Calma, Aziza yo.

– ¡Jack! Di mi nombre, jala Mariam. Dilo. ¡Jack!

– Tu padre se enfadará si lo despiertas.

– ¡Jack! Y tú eres Rose.

Al final Mariam se rendía y acababa boca arriba, aceptando ser Rose nuevamente.

– De acuerdo, eres Jack -accedió Mariam-. Tú mueres joven y yo sobrevivo hasta llegar a anciana.

– Sí, pero yo muero siendo un héroe -apuntó Aziza-, mientras que tú, Rose, pasas tu larga y triste vida añorándome. -Se sentó a horcajadas sobre el pecho de Mariam y anunció-: ¡Ahora tenemos que besarnos!

Mariam negó con la cabeza, moviéndola de un lado a otro, y Aziza, encantada con su nuevo y escandaloso comportamiento, se reía con los labios apretados.

A veces Zalmai se acercaba despacio y contemplaba el juego. ¿Y qué era él?, preguntaba.

– Puedes ser el iceberg -decía Aziza.

Ese verano, la fiebre del Titanic se apoderó de Kabul. La gente traía copias ilegales de Pakistán, a veces debajo de la ropa interior. Después del toque de queda, todo el mundo cerraba las puertas, apagaba las luces, bajaba el volumen y derramaba lágrimas por Jack, Rose y el resto de los pasajeros del malhadado barco. Si había electricidad, Mariam, Laila y los niños también veían la película. Una docena de veces o más, desenterraron el televisor de detrás del cobertizo en plena noche, para mirarlo con las luces apagadas y las ventanas tapadas con unas colchas.

Los vendedores ambulantes se instalaron en el lecho seco del río Kabul. Muy pronto, en el cauce abrasado por el sol podían comprarse alfombras de Titanic, y también telas Titanic, de los rollos que mostraban en carretillas. Había desodorante Titanic, dentífrico Titanic, perfume Titanic, pakora Titanic, e incluso burkas Titanic. Un mendigo especialmente insistente empezó a llamarse a sí mismo «Mendigo Titanic».

Había nacido la «Ciudad Titanic».

«Es por la canción», decían.

«No, es el mar. El lujo. El barco.»

«Es el sexo», se susurraba.

«Es por Leo -decía Aziza tímidamente-. Todo es por Leo.»

– Todo el mundo quiere a Jack -dijo Laila a Mariam-. Eso es lo que pasa. Todo el mundo quiere que Jack los rescate del desastre. Pero no hay ningún Jack. No volverá, porque está muerto.

Avanzado el verano, un mercader de telas se quedó dormido y olvidó apagar su cigarrillo. Sobrevivió al fuego, pero su tienda no. El incendio se propagó a la fábrica de telas contigua, a un ropavejero, a una pequeña tienda de muebles y a una panadería.

A Rashid le aseguraron más tarde que si el viento hubiera soplado del este en lugar del oeste, su tienda, que estaba en la esquina de la manzana, tal vez se habría salvado.

Lo vendieron todo.

Primero las pertenencias de Mariam, luego las de Laila. Más tarde la ropa de bebé de Aziza y los pocos juguetes que la niña había conseguido que le comprara su padre, mientras ella lo observaba todo con mirada dócil. También se vendió el reloj de Rashid, su viejo transistor, sus dos corbatas, sus zapatos y su alianza. El sofá, la mesa, la alfombra y las sillas también salieron de la casa. Zalmai tuvo un buen berrinche cuando se desprendieron del televisor.

Después del incendio, Rashid se quedaba en casa casi todos los días. Abofeteaba a Aziza. Daba puntapiés a Mariam. Tiraba cosas. Encontraba defectos a Laila: su olor, su forma de vestir, su manera de peinarse, sus dientes amarillos.

– ¿Qué te ha pasado? -decía-. Me casé con una parí y ahora tengo que cargar con una bruja. Te estás volviendo igual que Mariam.

Lo despidieron de un local de kebabs situado junto a la plaza Hayi Yagub porque se enzarzó en una pelea con un parroquiano. El cliente se quejó de que Rashid le había lanzado el pan sobre la mesa con brusquedad. Se produjo un áspero intercambio de insultos. Él replicó que el cliente era un uzbeko con cara de mono. Uno de los dos había empuñado una pistola. El otro se había armado con un pincho de kebab. En la versión de Rashid, él blandía el pincho, pero Mariam tenía sus dudas.

Lo despidieron de un restaurante de Taimani porque los clientes se quejaban de las largas esperas. Rashid adujo que el cocinero era lento y un holgazán.

– Seguramente estabas en la parte de atrás durmiendo -observó Laila.

– No le provoques, Laila yo -murmuró Mariam.

– Te lo advierto, mujer -dijo él.

– O eso, o fumando.

– Te lo juro por Dios.

– No puedes evitar ser lo que eres.

En ese punto Rashid se abalanzó sobre Laila y le dio una paliza. La golpeó en el pecho, en la cabeza y en el vientre con los puños, le tiró de los pelos y la arrojó contra la pared. Aziza chillaba y tiraba de la camisa del hombre; Zalmai también gritaba y trataba de apartarlo de su madre. Él apartó a los niños, tiró a Laila al suelo y empezó a patearla. Mariam se arrojó sobre ella. Rashid siguió asestando patadas, que ahora recibía la mujer mayor, escupiendo saliva. Sus ojos tenían un brillo asesino. Siguió dando patadas hasta que se cansó.

– Te juro que un día harás que te mate, Laila -jadeó. Luego salió de la casa hecho una furia.

Cuando se acabó el dinero, el hambre se cernió sobre ellos. A Mariam le asombró la rapidez con que sus vidas empezaron a girar en torno al modo de paliar la necesidad.

El arroz hervido sin carne ni salsa se convirtió en un lujo. Se saltaban comidas con creciente y alarmante regularidad. A veces Rashid llevaba a casa una lata de sardinas y pan duro que sabía a serrín, y de vez en cuando una bolsa de manzanas robadas, a riesgo de que le cortaran una mano. En las tiendas de ultramarinos, se guardaba a hurtadillas una lata de raviolis, que luego dividía en cinco partes, la más grande de las cuales siempre se llevaba Zalmai. Comían nabos crudos con sal. Y para cenar, hojas mustias de lechuga y plátanos renegridos.

De repente, la muerte por inanición se convirtió en una clara posibilidad. Algunos decidieron no esperar más. Mariam oyó hablar de una viuda del vecindario que había molido un poco de pan seco, le había añadido veneno para ratas y se lo había dado a comer a sus siete hijos. La porción más grande se la había comido ella.

A Aziza empezaban a marcársele las costillas, tenía las mejillas hundidas y las pantorrillas cada vez más flacas, y su cara se volvió del color del té aguado. Cuando Mariam la cogía en brazos, notaba el hueso de la cadera a través de la fina piel. Zalmai se pasaba el día tumbado, con los ojos entrecerrados y sin brillo, o tirado como un trapo en el regazo de su padre. Se dormía llorando, cuando tenía fuerzas para hacerlo, pero su sueño era esporádico e irregular. Cada vez que se levantaba, Mariam veía puntitos blancos. Le daba vueltas la cabeza y tenía siempre un zumbido en los oídos. Recordaba lo que decía el ulema Faizulá sobre el hambre cada vez que empezaba el Ramadán: «Incluso el hombre al que ha mordido una serpiente puede dormir, pero no el hambriento.»

– Mis hijos van a morir -dijo Laila-. Morirán ante mis ojos.

– No -aseguró Mariam-. No lo permitiré. Todo se arreglará, Laila yo. Sé lo que tengo que hacer.

Un día de sol abrasador, Mariam se puso el burka y se fue con su marido al hotel Intercontinental. El billete del autobús era un lujo que ya no podían permitirse, y la mujer estaba exhausta cuando llegaron a lo alto de la empinada cuesta. Había tenido que detenerse un par de veces durante la subida, a esperar que se le pasara el mareo.

En la entrada del establecimiento, Rashid saludó y abrazó a uno de los porteros, que llevaba un traje de color burdeos y una gorra con visera. Charlaron un momento amigablemente, con la mano de Rashid en el codo del empleado. Rashid señaló a Mariam en un momento dado y ambos hombres le lanzaron una mirada fugaz. Mariam tuvo la impresión de que conocía al portero.

Mariam y Rashid se quedaron esperando mientras el portero entraba en el hotel. Desde aquella atalaya, Mariam vio el Instituto Politécnico y, más allá, el viejo distrito Jair Jana y la carretera que llevaba a Mazar. Hacia el sur, distinguió la panificadora Silo, que llevaba mucho tiempo abandonada, con su fachada de amarillo pálido plagada de boquetes producidos por los bombardeos. Más al sur aún, divisó las ruinas del palacio Darulaman, adonde Rashid la había llevado de picnic hacía ya tantos años. El recuerdo de aquel día era una reliquia del pasado que ya no reconocía como suya.

Mariam se concentró en esos puntos de referencia, temiendo que perdería el valor si dejaba vagar sus pensamientos.

A cada rato llegaban jeeps y taxis a la entrada del hotel. Los porteros acudían presurosos a recibir a los pasajeros, que eran todos hombres armados, barbudos y con turbante, que se apeaban de sus vehículos con el mismo aire amenazador, seguros de sí mismos. Mariam oyó retazos de conversación antes de que cruzaran las puertas del hotel. Les oyó hablar en pastún y farsi, pero también en urdu y árabe.

– Ahí tienes a nuestros auténticos amos -murmuró Rashid-. Los islamistas pakistaníes y árabes. Los talibanes no son más que marionetas suyas. Éstos son los auténticos jugadores de la partida y Afganistán es su tablero de juego.

Rashid añadió que, según se rumoreaba, los talibanes habían permitido que esa gente estableciera por todo el país campos secretos, donde se entrenaba a hombres jóvenes que habían de convertirse en suicidas con bombas y en combatientes de la yihad.

– ¿Por qué tarda tanto? -dijo Mariam.

Rashid escupió y movió el pie para echar tierra sobre el salivazo.

Una hora más tarde, Mariam y Rashid entraban en el hotel y seguían al portero. Los tacones del empleado resonaban en el embaldosado del vestíbulo, donde se disfrutaba de un agradable frescor. Mariam vio a dos hombres sentados en sendas butacas de cuero ante una mesita, con sus rifles al lado. Bebían té negro y comían jelabi cubiertos de sirope, con azúcar en polvo por encima. Mariam pensó en Aziza, que sentía pasión por los jelabi, y desvió la mirada.

El portero los condujo a una terraza. Del bolsillo se sacó un pequeño teléfono negro inalámbrico y un papelito con un número escrito. Dijo a Rashid que era el teléfono por satélite de su supervisor.

– Tenéis cinco minutos -advirtió-. Nada más.

Tashakor -dijo Rashid-. No olvidaré este favor.

El hombre asintió y se fue. Rashid marcó el número y entregó el teléfono a Mariam.

Mientras ella escuchaba los ásperos timbrazos, sus pensamientos regresaron a la última vez que había visto a Yalil, de eso hacía ya trece años, en la primavera de 1987. Su padre se encontraba en la calle, frente a la casa donde vivía ella, apoyado en un bastón junto al Benz azul con matrícula de Herat que tenía una raya blanca que partía en dos el techo, el capó y el maletero. Se había pasado horas esperándola, llamándola de vez en cuando, igual que ella había gritado el nombre de él en otro tiempo, ante la puerta de su casa. Mariam había separado las cortinas una vez, sólo un poco, para mirarlo. No había sido más que un vistazo, pero le bastó para saber que había encanecido y que empezaba a encorvarse. Yalil llevaba gafas, corbata roja, como siempre, y el habitual pañuelo blanco en el bolsillo del pecho. Lo más sorprendente había sido que estaba mucho más delgado de lo que ella recordaba, que la chaqueta del traje marrón oscuro le colgaba de los hombros y los pantalones le hacían bolsas en los tobillos.

Yalil también la había visto a ella, aunque sólo fuera un instante. Sus miradas se habían cruzado brevemente por entre la abertura de las cortinas, igual que había ocurrido muchos años atrás en otra ventana parecida. Pero Mariam se había apresurado a correr de nuevo los cortinajes y se había sentado en la cama a esperar que su padre se marchara.

Pensó en la carta que Yalil había dejado finalmente en su puerta. La había guardado durante días bajo la almohada, de donde la sacaba de vez en cuando para darle vueltas entre las manos. Al final, la había roto sin abrirla.

Y después de tantos años, intentaba hablar con él por teléfono.

Mariam se arrepentía de su estúpido orgullo juvenil y deseaba haberle dejado entrar aquel día. ¿Qué daño le habría hecho sentarse con él y escuchar lo que hubiera ido a decirle? Era su padre. No había sido un buen padre, cierto, pero qué corrientes le parecían sus defectos en ese momento, qué fáciles de perdonar comparados con la maldad de Rashid, o con la brutalidad y la violencia que había visto practicar a otros hombres.

Deseó no haber destruido su carta.

La profunda voz masculina que le habló por el teléfono le informó de que se había puesto en contacto con el despacho del alcalde de Herat.

Mariam carraspeó.

Salam, hermano, estoy buscando a un hombre que vive en Herat. O que vivía allí hace años. Se llama Yalil Jan. Vivía en Shar-e-Nau y era el dueño del cine. ¿Tienes alguna información sobre su paradero?

– ¿Y para eso llamas al despacho del alcalde? -dijo el hombre, con irritación.

Mariam explicó que no sabía a quién más llamar.

– Perdóname, hermano. Sé que tienes cosas importantes que atender, pero se trata de una cuestión de vida o muerte.

– No lo conozco. Hace muchos años que se cerró ese cine.

– Tal vez haya alguien ahí que lo conozca, alguien…

– No hay nadie.

Mariam cerró los ojos.

– Por favor, hermano. Está en juego la vida de unos niños, unos niños pequeños.

Oyó un largo suspiro.

– Tal vez alguien de ahí…

– Está el encargado de mantenimiento. Creo que ha vivido aquí toda la vida.

– Pregúntaselo a él, por favor.

– Vuelve a llamar mañana.

– No puedo. Sólo dispongo de cinco minutos con este teléfono. No…

Mariam oyó un clic al otro lado y creyó que el hombre había colgado, pero luego oyó pasos y voces, el claxon de un coche a lo lejos, y un zumbido mecánico con chasquidos a intervalos, tal vez de un ventilador eléctrico. Mariam se pasó el teléfono al otro lado y cerró los ojos.

Recordó a Yalil sonriendo, metiéndose la mano en el bolsillo.

«-Ah. Claro. Bueno. Pues toma. No hace falta esperar…

»Un colgante con forma de hoja, del que pendían a su vez monedas pequeñas con lunas y estrellas grabadas.

»-Póntelo, Mariam yo.

»-¿Qué te parece?

»-Creo que pareces una reina.»

Transcurrieron unos minutos. Luego Mariam volvió a oír unos pasos, un crujido y un nuevo chasquido.

– Lo conoce.

– ¿Sí?

– Eso es lo que él dice.

– ¿Dónde está? -preguntó Mariam-. ¿Sabe ese hombre dónde está ahora Yalil Jan?

Hubo una pausa.

– Dice que murió hace años, en mil novecientos ochenta y siete.

A Mariam se le cayó el alma a los pies. Había pensado en esa posibilidad, por supuesto, ya que su padre debía de rondar los setenta y tantos años, pero…

En 1987.

«Entonces, es que se estaba muriendo. Había venido desde Herat para despedirse.»

Mariam se acercó al borde de la terraza. Desde allí vio la famosa piscina del hotel, ahora vacía y sucia, con agujeros de balas y azulejos rotos. Y también la deteriorada pista de tenis, con la red hecha jirones, caída en el centro de la pista como la piel mudada de una serpiente.

– Tengo que colgar -dijo la voz al otro lado del teléfono.

– Siento haberte molestado -se disculpó Mariam, llorando en silencio. Recordó a Yalil saludándola con la mano, saltando de piedra en piedra para cruzar el arroyo, con los bolsillos llenos de regalos. Evocó todas las veces que había contenido la respiración por él, para que Dios le concediera un poco más de tiempo con él-. Gracias -empezó a decir, pero el hombre ya había cortado la comunicación.

Rashid la miraba. Ella meneó la cabeza.

– Inútil -dijo Rashid, arrebatándole el teléfono de las manos-. De tal palo tal astilla.

Cuando atravesaron el vestíbulo, Rashid se acercó rápidamente a la mesita del café, ahora abandonada, y se metió en el bolsillo el último jelabi que quedaba. Al llegar a casa se lo dio a Zalmai.

42

Laila

Aziza metió sus posesiones en una bolsa de papel: la camisa de flores y su único par de calcetines, los guantes de lana disparejos, una manta vieja de color naranja con estrellas y cometas, una taza de plástico rota, un plátano y su juego de dados.

Era una fría mañana de abril de 2001, poco antes del vigésimo tercer cumpleaños de Laila. El cielo era de un gris translúcido y las ráfagas de viento frío y húmedo sacudían la puerta mosquitera sin cesar.

Habían pasado unos días desde que Laila se enteró de que Ahmad Sha Massud se había ido a Francia y había hablado en el Parlamento europeo. Luego se había trasladado al norte de Afganistán, de donde era oriundo, y desde allí dirigía la Alianza del Norte, el único grupo que seguía combatiendo a los talibanes. En Europa, había advertido a Occidente sobre los campamentos para terroristas que había en Afganistán, y había pedido el apoyo de Estados Unidos en su lucha contra los talibanes.

«Si el presidente Bush no nos ayuda -había dicho-, muy pronto esos terroristas harán daño en Estados Unidos y Europa.»

Un mes antes, Laila había oído que los talibanes habían colocado trilita en las grietas de los budas de Bamiyán y los habían hecho volar en pedazos, aduciendo que eran motivo de pecado e idolatría. Su acción había suscitado un gran clamor en el mundo entero, desde Estados Unidos hasta China. Gobiernos, historiadores y arqueólogos de todo el planeta habían escrito cartas, rogando a los talibanes que no demolieran el monumento histórico más importante de Afganistán. Pero ellos habían seguido adelante con sus planes y habían hecho detonar los explosivos colocados en el interior de los budas milenarios. Habían entonado el Alá-u-akbar con cada explosión, lanzando vítores cuando las estatuas perdían un brazo o una pierna en medio de una nube de polvo. Laila evocó el día que había subido hasta lo alto de los budas con babi y Tariq, en 1987: recordaba la brisa acariciando sus rostros iluminados por el sol, mientras contemplaban un halcón que planeaba en círculos sobre el valle. Pero la noticia de la destrucción de las efigies la había dejado indiferente. No le parecía que tuviese demasiada importancia. ¿Cómo iban a afectarla unas estatuas cuando su propia vida se estaba haciendo añicos?

Hasta que Rashid anunció que había llegado la hora de marcharse, Laila permaneció sentada en el suelo en un rincón de la sala de estar, muda, con el rostro impávido y los cabellos cayéndole sobre la cara. Por mucho aire que tratara de inhalar, le parecía que nunca alcanzaría a llenarle los pulmones.

De camino a Karté-Sé, Rashid llevó a Zalmai en brazos mientras Aziza caminaba a paso vivo, de la mano de Mariam. El viento hacía ondear el sucio pañuelo que la niña llevaba atado bajo el mentón y también su vestido. La pequeña tenía ahora una expresión más lúgubre, como si con cada paso que daba fuera dándose cuenta de que la habían engañado. Laila no había tenido valor para contarle la verdad. Le había dicho que la llevaban a un colegio especial donde los niños se quedaban a comer y dormir y no volvían a casa después de las clases. Aziza no hacía más que repetir a Laila las mismas preguntas que llevaba días formulando. ¿Los alumnos dormían en habitaciones separadas o en un único dormitorio común? ¿Haría amigos? ¿Estaba segura de que los maestros serían agradables? En más de una ocasión quiso saber cuánto tiempo tendría que quedarse allí.

Se detuvieron a dos manzanas del edificio achaparrado, semejante a un barracón.

– Zalmai y yo esperaremos aquí -dijo Rashid-. Oh, antes de que se me olvide…

Sacó un chicle del bolsillo como regalo de despedida y se lo dio a Aziza con expresión de envarada magnanimidad. Ella lo aceptó y musitó las gracias. A Laila le maravilló el buen talante de su hija, su inmensa capacidad para perdonar, y los ojos se le llenaron de lágrimas. La abrumó una gran congoja y se le encogió el corazón de dolor al pensar que esa tarde la niña no dormiría la siesta a su lado, que no notaría el leve peso de su brazo sobre el pecho, la curva de su cabeza en las costillas, su cálido aliento en el cuello y sus pies en el vientre.

Cuando Laila y Mariam se alejaron con Aziza, Zalmai empezó a gemir y a gritar: «¡Ziza! ¡Ziza!», retorciéndose y pataleando en brazos de su padre, sin dejar de llamar a su hermana hasta que el mono de un organillero que había al otro lado de la calle distrajo su atención.

Recorrieron las dos últimas manzanas las tres solas. Cuando se acercaron al edificio, Laila vio su fachada agrietada, el tejado combado, los tablones de madera clavados en las aberturas donde faltaban las ventanas y la parte superior de un columpio asomando por encima de una tapia ruinosa.

Se detuvieron frente a la puerta y Laila repitió a Aziza lo que ya le había explicado antes.

– Y si te preguntan por tu padre, ¿qué dirás?

– Que lo mataron los muyahidines -respondió la niña con expresión recelosa.

– Eso es, cariño, ¿lo entiendes?

– Sí, porque ésta es una escuela especial -añadió la pequeña.

Ahora que ya había llegado y el edificio era algo real, parecía angustiada. Le temblaba el labio inferior y sus ojos amenazaban con llenarse de lágrimas. Laila comprendió que hacía denodados esfuerzos por mostrarse valiente.

– Si decimos la verdad -prosiguió Aziza con un hilillo de voz-, no me aceptarán. Es una escuela especial. Quiero ir a casa.

– Vendré a visitarte todos los días -consiguió decir la madre-. Lo prometo.

– Yo también -aseguró Mariam-. Vendremos a verte, Aziza yo, y jugaremos juntas, como siempre. Sólo será por una temporada, hasta que tu padre encuentre trabajo.

– Aquí tienen comida -añadió Laila con voz entrecortada. Se alegraba de que el burka impidiera que su hija viera cómo se desmoronaba-. Aquí no pasarás hambre. Tienen arroz, pan y agua, y puede que incluso te den fruta.

– Pero tú no estarás. Y jala Mariam tampoco estará conmigo.

– Vendremos a verte -insistió la madre-. Todos los días. Mírame, Aziza. Vendré a verte. Soy tu madre. Vendré a verte, cueste lo que cueste.

El director del orfanato era un hombre encorvado y enjuto con un rostro de facciones agradables. Se estaba quedando calvo, lucía una barba hirsuta y tenía los ojos como guisantes. Se llamaba Zaman. Llevaba casquete y el cristal izquierdo de sus gafas estaba roto.

De camino hacia su despacho, preguntó a Laila y a Mariam por sus nombres y también el nombre y la edad de Aziza. Recorrieron pasillos tenuemente iluminados en los que vieron niños descalzos que se apartaban para dejarles paso y se quedaban mirándolas. Iban despeinados o con la cabeza afeitada. Llevaban jerséis de mangas raídas, téjanos rotos con las rodillas deshilachadas y chaquetas con parches de cinta aislante. A Laila le llegó el olor a jabón y talco, amoníaco y orines, y al creciente temor de Aziza, que había empezado a gimotear.

Laila vislumbró el patio: lleno de malas hierbas, con un columpio desvencijado, neumáticos viejos y una pelota de baloncesto deshinchada. Pasaron por delante de habitaciones sin muebles apenas y con las ventanas tapadas con plásticos. Un niño salió corriendo de una de las habitaciones y cogió a Laila por el codo, tratando de encaramarse a sus brazos. Un ayudante, que estaba limpiando lo que parecía un charco de orina, dejó la fregona y se lo llevó.

Zaman se mostraba como un amable dueño con los huérfanos. Dio palmaditas en algunas cabezas al pasar, les dijo unas palabras cordiales, les alborotó el pelo, sin ser condescendiente. Los niños recibían sus caricias con agrado, alzando la mirada hacia él, esperando su aprobación, según le pareció a Laila.

El director les indicó que pasaran a su despacho, una habitación con tan sólo tres sillas plegables y una desordenada mesa cubierta de pilas de papeles.

– Eres de Herat -dijo Zaman a Mariam-. Se te nota en el acento.

El hombre se recostó en su silla, enlazó las manos sobre el vientre y dijo que su cuñado había vivido en Herat. Incluso en esos gestos corrientes, Laila percibió cierto esfuerzo en sus movimientos. Y aunque Zaman sonreía ligeramente, Laila lo notaba inquieto y dolido, como si disimulara la decepción y el sentimiento de derrota con un barniz de buen humor.

– Trabajaba el cristal -añadió el director-. Fabricaba hermosos cisnes del color del jade verde. Al mirarlos a la luz del sol, brillaban por dentro, como si el cristal estuviera lleno de joyas diminutas. ¿Has vuelto alguna vez a Herat?

Mariam dijo que no.

– Yo soy de Kandahar. ¿Has estado alguna vez en Kandahar, hamshira? ¿No? Es precioso. ¡Qué jardines! ¡Y qué uvas! Oh, las uvas. Son un deleite para el paladar.

Unos cuantos niños se apiñaban en la puerta para asomarse. Zaman los echó afablemente, habiéndoles en pastún.

– Por supuesto, también me encanta Herat. Ciudad de artistas y escritores, de sufíes y místicos. Ya conoces el viejo chiste: que no se puede estirar una pierna en Herat sin darle a un poeta un puntapié en el trasero.

Aziza soltó una carcajada.

Zaman fingió sorprenderse.

– Ah, vaya. Te he hecho reír, pequeña hamshira. Ésa suele ser la parte más difícil. Me tenías preocupado. Pensaba que tendría que cloquear como una gallina, o rebuznar como un burro. Pero ya está. Y eres encantadora.

El director llamó a un ayudante para que cuidara de la niña unos instantes. La pequeña se subió al regazo de Mariam y se aferró a ella.

– Sólo vamos a hablar, mi amor -la tranquilizó Laila-. Estaré aquí mismo. ¿De acuerdo? Estaré aquí.

– ¿Por qué no salimos unos minutos, Aziza yo? -dijo Mariam-. Tu madre necesita hablar con este señor. Sólo será un momento. Vamos.

Cuando se quedaron solos, el director preguntó la fecha de nacimiento de Aziza, así como su historial de enfermedades y alergias. Preguntó también por el padre de la niña y Laila vivió la extraña experiencia de contar una mentira que en realidad era verdad. Zaman la escuchó con una expresión que no revelaba credulidad ni escepticismo. Afirmó que dirigía el orfanato basándose en el honor. Si una hamshira decía que su marido había muerto y que no podía cuidar de sus hijos, él no lo ponía en duda.

Laila se echó a llorar.

Zaman dejó a un lado el bolígrafo.

– Estoy avergonzada -dijo la mujer con voz ronca, apretando la palma de la mano contra la boca.

– Mírame, hamshira.

– ¿Qué clase de madre abandona a su propia hija? -sollozó ella.

– Mírame.

Laila alzó la vista.

– No es culpa tuya. ¿Me oyes? No es culpa tuya. Es de esos salvajes, esos washis. Por su culpa siento vergüenza de ser pastún. Han deshonrado el nombre de mi pueblo. Y no eres tú sola, hamshira. Aquí vienen madres como tú a cada momento, a cada momento. Madres que no pueden alimentar a sus hijos porque los talibanes no les permiten trabajar para ganarse la vida. Así que no te culpes. Nadie aquí te culpa. Lo comprendo. -Se inclinó adelante-. Hamshira, lo comprendo.

Laila se secó los ojos con la tela del burka.

– En cuanto a este lugar… -Zaman suspiró y señaló con la mano-, ya ves que se encuentra en un estado desastroso. Siempre andamos faltos de recursos, siempre tenemos que arañar lo que podemos, improvisando. Hacemos lo que tenemos que hacer, como tú. Alá es bueno y generoso; Alá provee, y mientras Él provea, yo me encargaré de que Aziza esté vestida y alimentada. Eso puedo prometértelo.

Laila asintió.

– ¿De acuerdo? -preguntó Zaman, sonriendo amistosamente-. Pero no llores, hamshira. Que ella no te vea llorar.

– Que Alá te bendiga -dijo Laila con voz estrangulada de emoción, secándose de nuevo los ojos-. Que Alá te bendiga, hermano.

Pero cuando llegó el momento de las despedidas, se produjo la escena que tanto temía Laila.

A la niña le entró el pánico.

Mientras caminaba de vuelta a casa, apoyada en Mariam, la madre no dejaba de oír los agudos gritos de Aziza. En su cabeza, veía las grandes manos callosas de Zaman rodeando los brazos de su hija, veía cómo tiraban de ella suavemente al principio, con más fuerza después, y finalmente con energía, para obligar a la pequeña a soltarse de ella. Veía a Aziza pataleando entre los brazos de Zaman mientras éste se la llevaba apresuradamente, y oía sus gritos como si estuviera a punto de desvanecerse de la faz de la tierra. Y también se veía a sí misma corriendo por el pasillo con la cabeza gacha y conteniendo un aullido que pugnaba por salir de su garganta.

– La huelo -le dijo a Mariam cuando llegaron a casa. Sus ojos miraban ciegamente más allá de la otra mujer, del patio y de sus muros, en dirección a las montañas, oscuras como la saliva de un fumador-. Noto su olor cuando dormía. ¿Tú no? ¿No lo hueles?

– Oh, Laila yo. -Mariam suspiró-. No sigas. ¿De qué sirve lamentarse? ¿De qué sirve?

Al principio, Rashid seguía la corriente a Laila y los acompañaba -a ella, a Mariam y a Zalmai- al orfanato, pero durante el camino procuraba por todos los medios que Laila viera bien su expresión dolida y lo oyera despotricar por todo lo que le estaba haciendo sufrir, por lo mucho que le dolían las piernas y la espalda y los pies con tanto ir y venir del orfanato. Quería que supiera lo mucho que le molestaba.

– Ya no soy joven -se quejaba-. Claro que a ti eso no te importa. Acabarías conmigo si te dejara salir con la tuya. Pero no, Laila, de eso nada.

Se separaban a dos manzanas del orfanato y nunca les permitía quedarse más de un cuarto de hora.

– Un minuto de más y me voy. Lo digo en serio.

Laila tenía que insistirle y suplicarle para que alargara un poco más el tiempo que le permitía pasar con Aziza. A ella y a Mariam, que vivía la ausencia de Aziza con gran desconsuelo, aunque prefería, como siempre, sufrir calladamente a solas. Y también a Zalmai, que preguntaba por su hermana todos los días y tenía rabietas que a veces daban paso a interminables llantinas.

A veces, de camino al orfanato, Rashid se detenía y se quejaba de que le dolía la pierna. Entonces daba media vuelta y emprendía la vuelta hacia casa a largas zancadas, sin cojear lo más mínimo. O hacía chasquear la lengua y decía: «Son los pulmones, Laila. No respiro bien. Quizá mañana me encuentre mejor, o pasado mañana. Ya veremos.» Jamás se molestaba siquiera en fingir que le faltaba el aire. A menudo, cuando giraba en redondo para emprender el regreso, encendía un cigarrillo. Laila no tenía más remedio que seguirlo, temblando de resentimiento, rabia e impotencia.

Hasta que un día, Rashid anunció a Laila que ya no la acompañaría nunca más.

– Estoy demasiado cansado después de andar por la calle todo el día, buscando trabajo -afirmó.

– Entonces iré yo sola -declaró Laila-. No puedes impedírmelo, Rashid. ¿Me oyes? Ya puedes pegarme todo lo que quieras, que yo iré de todas formas.

– Haz lo que te dé la gana. Pero no conseguirás eludir a los talibanes. No vengas después con que no te lo he advertido.

– Te acompaño -dijo Mariam, pero Laila no se lo permitió.

– Tienes que quedarte en casa con Zalmai. Si nos detuvieran a las dos… No quiero que él lo vea.

Y así, súbitamente, toda la vida de Laila empezó a girar en torno a la manera de llegar hasta el orfanato. La mitad de las veces no lo conseguía. Nada más cruzar la calle, la descubrían los talibanes y la acribillaban a preguntas -«¿Cómo te llamas? ¿Adónde vas? ¿Por qué vas sola? ¿Dónde está tu mahram?-, antes de enviarla a casa. Si tenía suerte, le echaban una buena bronca o le daban una única patada en el trasero o simplemente la empujaban. Otras veces, topaba con una variedad de garrotes, varas, o látigos, o le daban bofetadas y puñetazos.

Un día, un joven talibán golpeó a Laila con una antena de radio. Cuando terminó, le dio un último golpe en la nuca y dijo:

– Si vuelvo a verte, te pegaré hasta sacarte de los huesos la leche que mamaste.

Ese día, Laila regresó a casa. Se tumbó boca abajo, sintiéndose como un estúpido y lastimoso animal, y bufó entre dientes mientras Mariam le aplicaba paños húmedos en la espalda y los muslos ensangrentados. Pero, por lo general, se negaba a ceder. Fingía volver a casa, pero luego tomaba una ruta distinta por callejuelas. A veces la detenían, interrogaban y reprendía dos, tres, e incluso cuatro veces en un mismo día. Entonces caían sobre ella los látigos y las antenas hendían el aire, y Laila volvía a casa trabajosamente, cubierta de sangre, sin haber visto a Aziza. Pronto se acostumbró a llevar varias prendas de ropa superpuestas, aunque hiciera calor, dos o tres jerséis bajo el burka, para amortiguar los golpes.

Sin embargo, si conseguía llegar al orfanato a pesar de los talibanes, la recompensa valía la pena. Entonces podía pasar todo el rato que quisiera con Aziza, incluso varias horas. Se sentaban en el patio, cerca del columpio, entre otros niños y madres de visita, y charlaban sobre lo que había aprendido la niña durante la semana.

Aziza decía que Kaka Zaman insistía en enseñarles algo nuevo cada jornada, que casi todos los días leían y escribían, a veces estudiaban geografía, también un poco historia o ciencias, en ocasiones sobre plantas y animales.

– Pero tenemos que echar las cortinas -le contaba la niña-, para que los talibanes no nos vean.

Kaka Zaman siempre tenía a mano agujas de tejer y ovillos de lana por si se presentaban y hacían una inspección.

– Entonces escondemos los libros y hacemos ver que tejemos.

Un día, durante una de sus visitas, Laila vio a una mujer de mediana edad con el burka echado hacia atrás, que visitaba a tres niños y una niña. Laila reconoció el rostro anguloso y las cejas gruesas, aunque la boca hundida y el pelo canoso no le eran familiares. De ella recordaba los chales, las camisas negras y la voz cortante, y que solía llevar los negros cabellos recogidos en un moño, de modo que se le veía la pelusa negra en la nuca. Se acordó de que aquella mujer prohibía a las alumnas que llevaran velo, porque afirmaba que todas las personas eran iguales y no había razón alguna para que las mujeres se cubrieran, si los hombres no lo hacían.

En un momento dado, Jala Rangmaal alzó la vista y sus miradas se cruzaron, pero Laila no detectó en los ojos de su antigua maestra ningún destello de reconocimiento.

– Hay fracturas a lo largo de la corteza terrestre -dijo Aziza-. Se llaman fallas.

Era una cálida tarde del mes de junio de 2001. Ese viernes estaban los cuatro sentados en el patio del orfanato, Laila, Zalmai, Mariam y Aziza. Rashid había cedido por una vez -cosa que casi nunca hacía- y los había acompañado. Esperaba en la calle, junto a la parada del autobús.

Había niños descalzos correteando a su alrededor, dando patadas a un balón de fútbol deshinchado, persiguiéndolo con desgana.

– Y a cada lado de las fallas, las placas de rocas forman la corteza terrestre -añadió Aziza.

Alguien le había trenzado los cabellos y se los había recogido en la coronilla. Laila pensó con envidia en la persona que se había sentado detrás de su hija para peinarla, pidiéndole que se estuviera quieta.

La niña hacía una demostración frotando una mano contra otra con las palmas hacia arriba. Zalmai la observaba con gran interés.

– ¿Placas quectónicas se llaman?

– Tectónicas -la corrigió Laila. Le dolía hablar. Aún tenía la mandíbula magullada y le dolían el cuello y la espalda. Tenía los labios tumefactos y la lengua se le metía en el agujero que había dejado el incisivo inferior que le había hecho saltar Rashid dos días atrás. Antes de que sus padres murieran y su vida cambiara tan drásticamente, Laila no habría creído posible que un cuerpo humano soportara tantas palizas, con tanta violencia y regularidad, y siguiera funcionando.

– Eso. Y cuando se deslizan una cerca de la otra, chocan así, ¿lo ves, mammy?, y entonces se libera energía, que se transmite hasta la superficie y hace que la tierra tiemble.

– Estás aprendiendo mucho -dijo Mariam-. Ahora eres mucho más lista que tu tonta jala.

– Tú no eres tonta, jala Mariam -replicó Aziza, con una sonrisa radiante-. Y Kaka Zaman dice que a veces los movimientos de rocas se producen a mucha, mucha profundidad, y que son muy potentes y terribles allí abajo, pero que en la superficie sólo notamos un leve temblor. Sólo un leve temblor.

En la visita anterior, la charla era sobre los átomos de oxígeno de la atmósfera, que dispersaban el color azul de la luz azul del sol. «Si la tierra no tuviera atmósfera -había dicho Aziza, jadeando un poco-, el cielo no sería azul, sino negro, y el sol no sería más que una gran estrella brillante en la oscuridad.»

– ¿Volverá Aziza con nosotros esta vez? -preguntó Zalmai.

– Pronto, mi amor -contestó su madre-. Pronto.

Laila vio que su hijo se alejaba con los andares de su padre: inclinado hacia delante y curvando los dedos de los pies. Zalmai se dirigió al columpio, empujó uno de los asientos vacíos y acabó sentándose en el cemento para arrancar hierbajos de una grieta.

«El agua se evapora de las hojas, mammy, ¿lo sabías?, igual que le ocurre a la ropa tendida. Y eso hace que el agua suba por el árbol desde la tierra y siguiendo las raíces, y luego hasta el tronco, pasando por las ramas hasta llegar a las hojas. Se llama transpiración.»

En más de una ocasión, Laila se había preguntado qué harían los talibanes si descubrían las clases secretas de Kaka Zaman.

Durante sus visitas, Aziza no permitía muchos silencios. Los llenaba todos con su cháchara aguda y cantarina. Tocaba todos los temas y gesticulaba ampliamente, exhibiendo un nerviosismo que no era propio de ella. También reía de una forma distinta. No era tanto una risa, en realidad, como una rúbrica nerviosa con la que Laila sospechaba que su hija trataba de tranquilizarla.

Y también observaba otros cambios. Se había fijado en que Aziza llevaba las uñas sucias y la niña, consciente de que su madre lo había notado, se metía las manos bajo los muslos. Siempre que un niño lloraba cerca de ellas, con los mocos colgándole de la nariz, o si pasaba alguno desnudo con el pelo sucio, Aziza parpadeaba y rápidamente trataba de justificarlo. Era como una anfitriona avergonzada por su mísera casa y sus desaliñados hijos.

Al preguntarle qué tal estaba, sus respuestas eran vagas, pero alentadoras.

– Estoy bien, jala. Estoy bien.

– ¿Te molestan los otros niños?

– No, mammy. Todos son buenos conmigo.

– ¿Comes? ¿Duermes bien?

– Como. También duermo. Sí. Anoche comimos cordero. O fue la semana pasada.

Cuando Aziza hablaba así, Laila reconocía en ella más de un rasgo de Mariam.

La niña había empezado a tartamudear. Fue Mariam la primera en notarlo. El tartamudeo era leve, pero perceptible, y más acusado en las palabras que empezaban con te. Laila preguntó a Zaman al respecto.

– Pensaba que era de nacimiento -respondió él, frunciendo el entrecejo.

Ese viernes por la tarde, salieron del orfanato con Aziza para dar un paseo con Rashid, que esperaba en la parada del autobús. Cuando Zalmai vio a su padre, soltó un emocionado grito y se retorció con impaciencia para desasirse de los brazos de su madre. Aziza saludó a Rashid con tono envarado, pero sin hostilidad alguna.

El hombre dijo que debían darse prisa porque sólo disponía de dos horas antes de volver al trabajo. Era su primera semana como portero del Intercontinental. Desde las doce del mediodía hasta las ocho de la tarde, seis días a la semana, Rashid abría las puertas de los coches, llevaba los equipajes y pasaba la fregona si se derramaba algo. A veces, al final de la jornada, el cocinero del bufet restaurante le daba unas sobras para que se las llevara a casa, siempre que fuera discreto: albóndigas frías y aceitosas; alas de pollo fritas con la piel seca y dura; pasta rellena que se había vuelto gomosa; arroz reseco. Rashid había prometido a Laila que, en cuanto ahorrara algo de dinero, la niña podría volver a casa.

El hombre llevaba puesto el uniforme, un traje de poliéster de color rojo burdeos, camisa blanca, corbatín y gorra con visera sobre los cabellos blancos. Con él Rashid se transformaba en un hombre vulnerable, lastimosamente perplejo, casi inofensivo. Como alguien que aceptaba sin protestar las humillaciones que le deparaba la vida. Una persona patética y admirable a la vez por su docilidad.

Fueron en autobús hasta la Ciudad Titanic. Llegaron al lecho seco del río, flanqueado a ambos lados por casetas improvisadas que se aferraban a las secas orillas. Cerca del puente, mientras bajaban las escaleras, vieron a un hombre descalzo que colgaba de la cuerda de una grúa con las orejas cortadas, ahorcado. En el río, se mezclaron con el gentío de compradores que pululaban por allí, los cambistas, los aburridos trabajadores de las ONG, los vendedores de tabaco, y las mujeres con burka que mendigaban ofreciendo recetas falsas para antibióticos. Talibanes armados con látigos y mascando naswar patrullaban la Ciudad Titanic a la caza de risas indiscretas y rostros femeninos al descubierto.

En un quiosco de juguetes que había entre un vendedor de abrigos pusti y un puesto de flores artificiales, Zalmai pidió una pelota de baloncesto de goma con espirales amarillas y azules.

– Elige lo que quieras -dijo Rashid a Aziza.

La niña vaciló, petrificada por la vergüenza.

– Deprisa. Tengo que estar en el trabajo dentro de una hora.

Aziza escogió un dispensador de bolas de chicle. Para conseguir una bola había que meter una moneda, que luego se recuperaba.

Rashid enarcó las cejas cuando el vendedor le dio el precio. Se produjo entonces un regateo.

– Devuélvelo -ordenó finalmente el padre en tono belicoso, como si hubiera estado regateando con ella-. No puedo pagar las dos cosas.

La alegre fachada que animaba a la pequeña fue desmoronándose a medida que se acercaban de vuelta al orfanato. Dejó de gesticular. Su rostro se ensombreció. Ocurría todas las veces. Había llegado el turno de Laila, ayudada por Mariam, de seguir con la cháchara, reír nerviosamente, llenar los melancólicos silencios con bromas apresuradas sin ton ni son.

Más tarde, cuando Rashid los dejó en el orfanato y cogió el autobús para irse a trabajar, Laila se despidió de Aziza, que agitaba la mano y caminaba pegada a la pared del patio. Pensó en su tartamudeo y en lo que le había explicado antes su hija sobre fracturas de placas y potentes colisiones que ocurrían en las profundidades de la tierra, y en que a veces en la superficie sólo se percibía un leve temblor.

– ¡Vete! ¡Fuera! -gritó Zalmai.

– Calla -dijo Mariam-. ¿A quién le gritas?

– A ese hombre de ahí -dijo el niño, señalándolo.

Laila siguió la dirección de su mano. En efecto, había un hombre apoyado en el portón de la casa. El hombre volvió la cabeza al ver que se acercaban, bajó los brazos y avanzó unos cuantos pasos hacia ellos, cojeando.

Laila se detuvo.

Un sonido ahogado le subió por la garganta. Le fallaron las piernas. De repente Laila quería, necesitaba aferrarse a Mariam, a su brazo, su hombro, su muñeca, lo que fuera. Pero no lo hizo. No se atrevió. No osó mover un solo músculo. No se aventuró a respirar, ni a pestañear siquiera, por miedo a que el hombre no fuera más que un espejismo que titilaba a lo lejos, una frágil ilusión que se desvanecería a la menor provocación. Laila se quedó absolutamente inmóvil, mirando a Tariq, hasta que el pecho le pidió aire dolorosamente y los ojos le escocieron de no pestañear. Y milagrosamente, después de inspirar profundamente y de cerrar y abrir los ojos, descubrió que él seguía allí. Tariq seguía frente a ella.

Laila se atrevió finalmente a dar un paso hacia él. Luego otro. Y otro más. Y luego echó a correr.

43

Mariam

Zalmai estaba arriba, en la habitación de Mariam, muy nervioso. Botó la pelota de baloncesto nueva durante un buen rato, en el suelo y en las paredes. Mariam le pidió que parara, pero el niño sabía que ella no tenía autoridad alguna sobre él, de modo que siguió a lo suyo, sosteniéndole la mirada con aire desafiante. Luego jugaron durante un rato con su coche de juguete, una ambulancia con la media luna roja pintada en los costados, lanzándolo de un lado a otro de la habitación.

Antes, cuando se habían encontrado con Tariq en la puerta, Zalmai había estrechado la pelota contra su pecho y se había metido el pulgar en la boca, cosa que sólo hacía ya cuando tenía miedo. Y había mirado a Tariq con recelo.

– ¿Quién es ese hombre? -preguntó a Mariam-. No me gusta.

Mariam iba a explicárselo, a decirle que Laila y él habían crecido juntos, pero el niño la interrumpió y le ordenó que le diera la vuelta a la ambulancia para que quedara mirando hacia él, y cuando ella le obedeció, dijo que quería la pelota de baloncesto otra vez.

– ¿Dónde está? -preguntó-. ¿Dónde está la pelota que me ha comprado baba ya? ¿Dónde está? ¡La quiero! -exigió, alzando la voz, que cada vez era más aguda.

– Estaba aquí mismo -dijo Mariam.

– No -gritó él-, se ha perdido. Lo sé. ¡Sé que se ha perdido! ¿Dónde está? ¿Dónde está?

– Aquí -respondió ella, sacando la pelota de debajo del armario, donde se había metido rodando. Pero Zalmai berreaba y daba de puñetazos, gritando que no era la misma pelota, que no podía ser la misma porque su pelota se había perdido y aquélla era falsa. ¿Adónde se había ido la de verdad? ¿Adónde? ¿Adónde, adónde, adónde?

Estuvo desgañitándose hasta que Laila tuvo que subir y cogerlo en brazos para mecerlo y pasarle los dedos por los espesos cabellos rizados, y secarle las mejillas húmedas y hacer chasquear la lengua en su oreja.

Mariam esperó fuera de la habitación. Desde lo alto de la escalera, lo único que veía de Tariq eran sus largas piernas, la ortopédica y la de verdad, embutidas en pantalones de color caqui, estiradas en el suelo sin alfombra de la sala de estar. Fue entonces cuando comprendió por qué el portero del Continental le había resultado conocido el día en que había ido allí con Rashid para llamar a Yalil. El portero llevaba gorra y gafas de sol, por eso no se había dado cuenta antes. Pero Mariam cayó en la cuenta de que lo había visto nueve años atrás, lo recordaba sentado en la sala de estar, enjugándose el sudor de la frente con un pañuelo y pidiendo agua, y la asaltaron toda clase de preguntas: ¿También las pastillas de sulfamidas habían formado parte del engaño? ¿Cuál de los dos había urdido aquella mentira, aportando los detalles convincentes? ¿Y cuánto había pagado Rashid a Abdul Sharif -si ése era su nombre en realidad- para ir a su casa y destrozar a Laila con la historia de la muerte de Tariq?

44

Laila

Tariq contó que uno de los hombres con quienes compartía la celda tenía un primo al que habían azotado públicamente por pintar flamencos. Al parecer el primo sentía una afición incurable por esas aves.

– Había llenado cuadernos enteros de dibujos -explicó Tariq-. Había pintado docenas de cuadros al óleo de flamencos caminando por lagunas, tomando el sol en marismas. Y me temo que también volando hacia puestas de sol.

– Flamencos -dijo Laila y miró a Tariq, que estaba sentado con la espalda apoyada en la pared y la pierna buena doblada por la rodilla. Sentía la necesidad de volver a tocarlo, como antes frente al portón, cuando había corrido hacia él. Ahora sentía vergüenza al recordar que se había lanzado a abrazarlo y había llorado sobre su pecho, susurrando su nombre una y otra vez con voz quebrada. ¿Había actuado con demasiada vehemencia?, se preguntaba, ¿con demasiada desesperación? Tal vez. Pero no había podido evitarlo. Y ahora deseaba tocarlo otra vez para comprobar de forma fehaciente que realmente estaba allí, que no era un sueño, una aparición.

– Eso -asintió Tariq-. Flamencos.

Cuando los talibanes habían descubierto todas sus pinturas, prosiguió, se sintieron ofendidos por las largas piernas desnudas de los animales. Habían azotado al primo en las plantas de los pies hasta hacerlo sangrar y luego le habían dado a elegir: o destruía las pinturas, o las rehacía para que fueran decentes. Así que el primo había cogido el pincel y había pintado pantalones a todos y cada uno de los flamencos.

– Y ya está: flamencos islámicos -añadió Tariq.

A Laila le entraron ganas de reír, pero se contuvo. Se avergonzaba de sus dientes amarillentos, del hueco del incisivo que le faltaba, de su aspecto envejecido y sus labios hinchados. Deseó haber tenido la oportunidad de lavarse la cara, o al menos de peinarse.

– Pero al final fue el primo quien rió el último -prosiguió Tariq-. Había pintado los pantalones con acuarelas, de manera que cuando los talibanes se fueron, sólo tuvo que lavarlos. -Sonrió (Laila reparó en que también a él le faltaba un diente) y se miró las manos-. Mira tú por dónde.

Tariq llevaba un pakol en la cabeza, botas de excursionista y un suéter de lana negro metido por dentro de unos pantalones caqui. Esbozaba una media sonrisa al tiempo que asentía lentamente. Laila no recordaba haberle oído nunca esa frase, y también aquel gesto pensativo, juntando las yemas de los dedos sobre el regazo y asintiendo, era nuevo. Era una frase de adulto, un gesto de adulto. ¿De qué se sorprendía? Tariq era ahora un hombre de veinticinco años, de movimientos lentos y sonrisa cansada. Alto, barbudo, más delgado que en sus sueños, pero con las manos fuertes, manos de trabajador, de venas abultadas y sinuosas. Su rostro seguía siendo delgado y atractivo, pero ya no tenía la piel blanca, sino que su rostro se veía curtido, quemado por el sol, igual que el cuello. Era el rostro de un viajero al final de un largo viaje agotador. Llevaba el pakol echado hacia atrás y se le notaba que el pelo le empezaba a ralear. Sus ojos castaños eran más apagados de lo que recordaba, más claros, aunque quizá fuera sólo un efecto de la luz de la habitación.

Laila pensó en la madre de Tariq, en sus ademanes pausados, su inteligente sonrisa, su peluca de color violáceo. Y en su padre, con su humor sardónico y su bizqueo. Antes, en la puerta, atropelladamente y con la voz entrecortada por la emoción, Laila le había contado lo que creía que había sido de él y de sus padres, y Tariq había meneado la cabeza, negándolo todo, de modo que Laila le preguntó por ellos. Pero se arrepintió enseguida cuando vio que Tariq inclinaba la cabeza y contestaba, un poco afectado:

– Murieron.

– Lo siento mucho.

– Bueno. Sí. Yo también. Mira. -Sacó una pequeña bolsa de papel del bolsillo y se la ofreció a Laila-. Con los saludos de Alyona. -Dentro había un queso envuelto en plástico.

Alyona. Es un bonito nombre. ¿Tu esposa? -preguntó Laila, tratando de que no le temblara la voz.

– Mi cabra. -Tariq sonreía con aire expectante, como si esperara que Laila diera algún signo de reconocimiento.

Entonces Laila lo recordó: la película soviética. Alyona era la hija del capitán, la muchacha enamorada del primer oficial. Fue el día en que Tariq, ella y Hasina vieron salir los tanques y los jeeps soviéticos de Kabul, el día que Tariq se puso aquel ridículo gorro ruso de piel.

– Tuve que atarla a una estaca -explicó Tariq-. Y levantar una cerca. Por los lobos. Vivo al pie de unas montañas y a medio kilómetro más o menos hay un bosque, de pinos sobre todo, con algunos abetos y cedros del Himalaya. Los lobos no suelen salir de la espesura, pero una cabra a la que le gusta corretear sin ton ni son, balando, puede atraerlos a campo abierto. Por eso levanté la cerca y la até a la estaca.

Laila le preguntó a qué montañas se refería.

– A Pir Panjal, en Pakistán -respondió él-. Vivo en un sitio que se llama Murri; es un refugio estival a una hora de Islamabad. Es montañoso y muy verde, con muchos árboles, y está muy por encima del nivel del mar, así que en verano refresca. Perfecto para los turistas.

En la época victoriana, los británicos habían levantado la ciudad cerca de su cuartel general de Rawalpindi, explicó, para que sus funcionarios y militares pudieran escapar al calor. Aún quedaban algunas reliquias de la época colonial, algún que otro salón de té, búngalos con tejado de zinc, y demás. La ciudad era pequeña y agradable. En la calle principal, llamada el Mall, había una estafeta de correos, un bazar, unos cuantos restaurantes y tiendas donde pedían precios desorbitados a los turistas por objetos de cristal pintados y alfombras tejidas a mano. Curiosamente, en el Mall, el tráfico de un solo sentido cambiaba de dirección cada semana.

– Los nativos dicen que en Irlanda también hay sitios donde el tráfico es así -explicó Tariq-. No lo sé. Pero de todas formas es un lugar agradable. Llevo una vida sencilla, pero me gusta. Me gusta vivir allí.

– Con tu cabra. Con Alyona.

Laila lo dijo no tanto como una broma, sino como una subrepticia manera de desviar la conversación hacia otros temas, como por ejemplo, quién más se ocupaba con él de que los lobos no se comieran a las cabras. Pero Tariq se limitó a asentir.

– Yo también siento mucho lo de tus padres -dijo.

– Te has enterado.

– Antes he hablado con unos vecinos -asintió Tariq, e hizo una pausa, que sirvió para que Laila se preguntara qué más le habrían contado-. No conozco a nadie. De los viejos tiempos, quiero decir.

– Todos se han ido. Ya no queda nadie de la gente que tú conocías.

– No reconozco Kabul.

– Ni yo tampoco -dijo Laila-. Y eso que no he salido de aquí.

Mammy tiene un nuevo amigo -dijo Zalmai después de la cena, esa misma noche, cuando Tariq ya se había ido-. Un hombre.

Rashid alzó la vista.

– ¿Ah, sí?

Tariq preguntó si podía fumar.

Él y sus padres habían pasado una temporada en el campamento de refugiados de Nasir Bag, cerca de Peshawar, explicó, al tiempo que echaba la ceniza en un platito. Cuando llegaron, había ya sesenta mil afganos viviendo allí.

– Gracias a Dios, no era tan malo como otros campamentos, como el de Yalozai, por ejemplo. Supongo que fue incluso una especie de campamento modelo en la época de la guerra fría. Un sitio que los occidentales podían señalar para demostrar al mundo que no se limitaban a enviar armas a Afganistán.

Pero eso había sido durante la guerra contra los soviéticos, añadió Tariq, en la época de la yihad y del interés internacional, de las generosas aportaciones y de las visitas de Margaret Thatcher.

– Ya conoces el resto, Laila. Después de la guerra, la Unión Soviética cayó y Occidente pasó a preocuparse de otros temas. Ya no había nada que les interesara en Afganistán, de manera que dejaron de mandar dinero. Ahora Nasir Bag no es más que polvo, tiendas de campaña y cloacas abiertas. Cuando llegamos nosotros, nos entregaron un palo y pedazo de lona, y nos dijeron que con eso montáramos una tienda.

Tariq dijo que lo que más recordaba de Nasir Bag, donde había pasado un año, era el color marrón.

– Tiendas marrones. Gente marrón. Perros marrones. Gachas marrones.

Había un árbol pelado al que trepaba todos los días para sentarse a horcajadas en una rama y contemplar a los refugiados tumbados, exponiendo llagas y muñones al sol. Veía a los niños raquíticos que llevaban agua en bidones, recogían excrementos de perro para encender fuego, tallaban en madera rifles AK-47 de juguete con cuchillos embotados, y arrastraban sacos de harina de trigo, con la que nadie podía amasar un pan decente. El viento azotaba las tiendas. Hacía rodar las matas de hierba por todas partes y levantaba las cometas que se echaban a volar desde los tejados de las casuchas de adobe.

– Muchos niños murieron. De disentería, de tuberculosis, de hambre, de todo lo habido y por haber. Sobre todo de la maldita disentería. Dios mío, Laila. He visto enterrar a tantos niños… No hay nada peor que eso.

Tariq cruzó las piernas y el silencio volvió a instalarse entre ellos.

– Mi padre no sobrevivió al primer invierno -añadió él-. Murió mientras dormía. No creo que sufriera.

Ese mismo invierno, añadió, su madre enfermó gravemente de neumonía, y de hecho habría muerto de no ser por un médico del campamento que trabajaba en una camioneta convertida en clínica móvil. Su madre se pasaba la noche en vela, abrasada de fiebre y tosiendo unas flemas espesas y amarillentas. Había largas colas para ver al médico. Todo el mundo temblaba, gemía, tosía. Algunos con la mierda resbalándoles por las piernas, otros demasiado cansados, o hambrientos, o enfermos, para poder hablar.

– Pero el médico era un hombre decente. Trató a mi madre, le dio unas pastillas y le salvó la vida.

Ese mismo invierno, Tariq había atacado a un muchacho.

– Tendría unos doce o trece años -dijo, sin alterarse-. Le puse un trozo de cristal en la garganta y le robé una manta para dársela a mi madre.

Después de la enfermedad de su madre, continuó Tariq, se juró a sí mismo que no pasarían otro invierno en el campamento. Trabajaría y ahorraría dinero para instalarse en Peshawar, en un apartamento con calefacción y agua corriente. Y, en efecto, cuando llegó la primavera buscó trabajo. De vez en cuando, llegaba un camión al campamento por la mañana temprano y se llevaba a un par de docenas de chicos a un campo a quitar piedras, o a un huerto a recoger manzanas, a cambio de algo de dinero, o a veces una manta o un par de zapatos. Pero a él nunca lo querían, dijo Tariq.

– En cuanto me veían la pierna, nada.

Había otros trabajos, como cavar zanjas, construir chozas, acarrear agua, o sacar los excrementos de las letrinas a paladas. Pero los jóvenes competían con fiereza por esos trabajos, y Tariq nunca tuvo la menor oportunidad.

Hasta que un día, en otoño de 1993, conoció a un tendero.

– Me ofreció dinero por llevar una chaqueta de piel a Lahore. No era gran cosa, pero bastaría para pagar uno o dos meses de alquiler de un apartamento.

El tendero le dio un billete de autobús, añadió Tariq, y la dirección de la esquina de una calle cerca de la estación de trenes de Lahore, donde debía entregar la chaqueta a un amigo del tendero.

– Yo sabía de qué iba. Por supuesto que lo sabía -admitió Tariq-. Me advirtió que si me pillaban, estaría solo, y que recordara que él sabía dónde vivía mi madre. Pero el dinero era demasiado tentador, y el invierno estaba a punto de empezar.

– ¿Hasta dónde llegaste? -preguntó Laila.

– No muy lejos -contestó él, y se echó a reír, pero como disculpándose, con expresión avergonzada-. Ni siquiera llegué a subir al autobús. Me creía inmune a todo, ¿entiendes? Como si allá arriba hubiera una especie de contable, un tipo con un lápiz en la oreja que se ocupara de estas cosas, que lo hiciera cuadrar todo, y que al verme diría: «Sí, sí, puede hacerlo, lo dejaremos pasar. Ya ha pagado lo suyo.»

El hachís, que estaba en las costuras, quedó esparcido por toda la calle cuando la policía rompió la chaqueta con un cuchillo.

Tariq volvió a reír al decir esto, con una risa temblorosa, que iba haciéndose agua, y Laila recordó que cuando de niño se reía así, siempre era para disimular la vergüenza, para restarle importancia a algún acto imprudente o escandaloso que hubiese cometido.

– Cojea -dijo Zalmai.

– ¿Es quien yo creo que es? -preguntó Rashid.

– Sólo ha venido de visita -intervino Mariam.

– Tú calla -espetó Rashid, alzando un dedo amenazador, y se volvió hacia Laila-. Bueno, ¿qué te parece? Laili y Maynun reunidos de nuevo, como en los viejos tiempos. -Su rostro se volvió pétreo-. Así que le has dejado entrar. Aquí. En mi propia casa. Le has dejado entrar. Ha estado aquí con mi hijo.

– Tú me engañaste. Me mentiste -le recriminó Laila, apretando los dientes-. Hiciste que aquel hombre viniera aquí y… Sabías que me marcharía si pensaba que él seguía vivo.

– ¿Y tú no me mentiste a mí? -bramó Rashid-. ¿Crees que no sabía lo de tu harami? ¿Me tomas por imbécil, puta?

Cuanto más hablaba Tariq, más temía Laila el momento en que callara, el silencio que sobrevendría, la señal de que le había llegado el momento de rendir cuentas, de explicar el porqué, el cómo y el cuándo, de hacer oficial lo que sin duda él ya sabía. Cada vez que Tariq hacía una pausa, Laila notaba una leve náusea. Apartó los ojos de él. Se miró las manos, el feo vello oscuro que le había salido en el dorso con el transcurso de los años.

Tariq no dijo gran cosa sobre su estancia en prisión, salvo que había aprendido a hablar urdu. Cuando Laila le preguntó, él sacudió la cabeza en un gesto de impaciencia. Mediante ese gesto, Laila vio barrotes oxidados y cuerpos sin lavar, hombres violentos y salas atestadas, techos podridos y enmohecidos. Leyó en el rostro de Tariq que había sido un lugar de humillaciones, de degradación y desesperación.

Tariq dijo que su madre trató de visitarlo después de su arresto.

– Tres veces vino. Pero no llegué a verla -se lamentó.

Tariq le escribió unas cuantas cartas, aunque no estaba muy seguro de que ella las recibiera.

– Y también te escribí a ti.

– ¿En serio?

– Oh, tomos enteros -contestó él-. Incluso Rumi habría envidiado mi prolífica obra. -Entonces volvió a reír, a grandes carcajadas esta vez, como si se sorprendiera de su propia audacia y se avergonzara de lo que acababa de confesar.

Zalmai empezó a berrear en el piso de arriba.

– Como en los viejos tiempos -repitió Rashid-. Vosotros dos. Supongo que habrás dejado que te vea la cara.

– Sí -intervino Zalmai. Luego dijo a Laila-: Es verdad, mammy. Te he visto.

– A tu hijo no le caigo bien -comentó Tariq cuando Laila volvió a bajar.

– Lo siento -dijo ella-. No es eso. Es sólo que… Nada, no te preocupes por él. -Luego cambió de tema rápidamente, porque se sentía malvada y culpable por pensar así de Zalmai, que sólo era un niño pequeño que amaba a su padre, y cuya aversión instintiva hacia aquel desconocido era legítima y comprensible.

«Y también te escribí a ti.»

«Tomos enteros.»

«Tomos enteros.»

– ¿Cuánto tiempo llevas viviendo en Murri?

– Menos de un año -contestó él.

En la cárcel se había hecho amigo de un hombre mayor, explicó, un pakistaní llamado Salim que había sido jugador de hockey. El tipo llevaba años entrando y saliendo de la cárcel, y a la sazón cumplía una condena de diez años por haber matado a un policía secreto. En todas las cárceles había un hombre como Salim, dijo Tariq. Siempre había alguien astuto y bien relacionado, que conocía el sistema a fondo y podía conseguir ciertos privilegios, del que emanaba una sensación de peligro y de oportunidad. Fue Salim quien se ocupó de que indagaran acerca de la madre de Tariq. Fue él quien se sentó a su lado y le comunicó con voz amable y paternal que su madre había muerto de frío.

Tariq pasó siete años en la cárcel pakistaní.

– Salí bastante bien parado -dijo-. Tuve suerte. Resultó que el juez que instruía mi caso tenía un hermano casado con una afgana. Tal vez por eso decidió mostrarse clemente, no sé.

Cuando cumplió su condena, al iniciarse el invierno de 2000, Salim le dio la dirección y el teléfono de su hermano, que se llamaba Sayid.

– Me contó que Sayid tenía un pequeño hotel en Murri -siguió relatando Tariq-. Era un establecimiento con veinte habitaciones y un salón comunitario, un lugar pequeño para turistas. Me indicó que le dijera que iba de su parte.

A Tariq le había gustado Murri nada más bajarse del autobús: los pinos cubiertos de nieve, el aire frío y cortante, las casitas de madera con postigos, el humo saliendo de las chimeneas.

Mientras llamaba a la puerta de Sayid, Tariq pensó que finalmente había encontrado un lugar que no sólo era completamente ajeno a la miseria que había conocido hasta entonces, sino que allí la mera idea del sufrimiento y las penurias parecía obscena, inconcebible.

– Me dije a mí mismo que era un lugar donde un hombre podía empezar de nuevo.

Sayid lo contrató como conserje y encargado de mantenimiento. Durante un mes lo tuvo a prueba, con la mitad del salario, y Tariq cumplió adecuadamente con su cometido. Mientras él hablaba, Laila imaginó a Sayid como un hombre de ojos rasgados y rostro rubicundo, de pie en la recepción de su hotel, vigilando a Tariq mientras éste cortaba leña y limpiaba la entrada de nieve. Se lo representó de pie, observando al nuevo empleado mientras éste arreglaba una tubería, tumbado bajo el fregadero. O comprobando la caja registradora por si faltaba dinero.

Su cabaña se encontraba junto al pequeño búngalo de la cocinera, prosiguió Tariq, una vieja matrona viuda llamada Adiba. Ambas viviendas estaban separadas del edificio principal del hotel por unos cuantos almendros, un banco, y una fuente de piedra en forma de pirámide, que en verano borboteaba todo el día. Laila imaginó a Tariq en su cabaña, sentado en la cama, contemplando el frondoso mundo que se extendía al otro lado de su ventana.

Al acabar el mes de prueba, Sayid empezó a pagarle el salario completo, le dijo que la comida sería gratis, le regaló un abrigo de lana y le encargó una pierna nueva. La bondad de aquel hombre lo emocionó hasta las lágrimas.

Con su primer salario completo en el bolsillo, había ido a la ciudad y había comprado la cabra.

– Es completamente blanca -dijo Tariq, sonriendo-. Algunas mañanas, cuando ha nevado durante toda la noche, al mirar por la ventana sólo se ven dos ojos y un hocico.

Laila asintió. Se produjo un nuevo silencio. Arriba, Zalmai había empezado a botar de nuevo la pelota contra la pared.

– Pensaba que habías muerto -dijo Laila.

– Lo sé. Ya me lo has dicho.

A Laila se le quebró la voz. Tuvo que carraspear, dominarse.

– El hombre que vino a traer la noticia fue tan convincente… Le creí, Tariq. Ojalá no hubiera confiado en él, pero lo hice. Y me sentía muy sola y asustada. De lo contrario, jamás habría aceptado casarme con Rashid. No habría…

– No tienes que explicarme nada -la interrumpió él en voz baja, evitando su mirada. Su tono no traslucía reproche ni recriminación alguna. No sugería en absoluto que le echara la culpa de nada.

– Sí, debo hacerlo. Porque había un motivo aún más importante para casarme con él. Algo que aún no sabes, Tariq. Tengo que contártelo.

– ¿Y tú también has hablado con él? -preguntó Rashid a Zalmai.

El niño guardó silencio. Laila vio en su mirada que empezaba a vacilar, como si acabara de darse cuenta de que había revelado un secreto mucho más importante de lo que él creía.

– Te he hecho una pregunta, hijo.

Zalmai tragó saliva, sin dejar de mirar a un lado y a otro.

– Yo estaba arriba, jugando con Mariam.

– ¿Y tu madre?

El pequeño miró a Laila con expresión de culpabilidad, al borde de las lágrimas.

– No pasa nada, Zalmai -lo animó Laila-. Di la verdad.

– Ella… Ella estaba abajo, hablando con ese hombre -contestó Zalmai con una vocecilla apenas audible.

– Ya veo -asintió Rashid-. Trabajo en equipo.

– Quiero conocerla -dijo él, al despedirse-. Quiero verla.

– Lo arreglaré -aseguró Laila.

– Aziza. Aziza. -Tariq sonrió, saboreando la palabra. Siempre que Rashid pronunciaba el nombre de la niña, a Laila le sonaba desagradable, casi vulgar-. Aziza. Es precioso.

– También lo es ella. Ya lo verás.

– Estaré contando los minutos.

Habían transcurrido casi diez años desde su último encuentro. Por la mente de Laila desfilaron rápidamente todas las veces que se habían encontrado en el callejón para besarse en secreto. Se preguntó qué opinaría él de su aspecto. ¿Aún la encontraba guapa? ¿O la veía envejecida, ajada, patética, como una vieja que se arrastraba temerosa por los rincones? Casi diez años. Pero, por un momento, al verse de nuevo a la luz del día con Tariq, se sentía como si todos aquellos años no hubieran pasado. La muerte de sus padres, el matrimonio con Rashid, las matanzas, los misiles, los talibanes, las palizas, el hambre, incluso sus hijos, todo se le antojaba un sueño, un extraño rodeo, un mero interludio entre la última tarde que habían estado juntos y el momento presente.

Entonces el gesto de Tariq cambió, se volvió grave. Laila conocía aquella expresión. Era idéntica a la de aquel día, siendo aún niños, cuando se había quitado la pierna ortopédica y se había abalanzado sobre Jadim. Tariq alargó la mano y le tocó el labio inferior.

– Él te ha hecho esto -declaró en tono glacial.

Al notar el tacto de su mano, Laila evocó vivamente el frenesí de aquella tarde en que habían concebido a Aziza. Recordó el aliento de Tariq en su cuello, los músculos de sus caderas flexionándose, su pecho contra sus senos, sus manos entrelazadas.

– Ojalá te hubiera llevado conmigo -dijo Tariq, en un susurro casi.

Laila tuvo que bajar la vista, tratando de contener el llanto.

– Sé que ahora estás casada y eres madre. Y yo me presento en tu puerta después de tantos años, después de todo lo ocurrido. Seguramente no es correcto, ni justo, pero he hecho un largo viaje para verte y… Oh, Laila, ojalá no te hubiera abandonado.

– No sigas -le rogó Laila con voz entrecortada.

– Debería haber insistido. Debería haberme casado contigo cuando tuve la oportunidad. ¡Qué distinto habría sido todo!

– No hables así, por favor. Es demasiado doloroso.

Él asintió, fue a dar un paso hacia ella, pero finalmente se detuvo.

– No doy nada por sentado. No pretendo trastornar tu vida, apareciendo así de la nada. Si quieres que me vaya, si prefieres que vuelva a Pakistán, dilo, Laila. En serio. Dilo y me iré. No volveré a molestarte jamás. Yo…

– ¡No! -exclamó Laila, con más vehemencia de la que pretendía. Se dio cuenta de que había cogido a Tariq por el brazo, que lo aferraba. Dejó caer la mano-. No, no te vayas, Tariq. No. Por favor, quédate.

Él asintió.

– Rashid trabaja desde mediodía hasta las ocho. Ven mañana por la tarde. Te llevaré a ver a Aziza.

– No le temo, ya lo sabes.

– Lo sé. Vuelve mañana por la tarde.

– ¿Y después?

– Después… No lo sé. Tengo que pensar. Esto es…

– Lo sé -intervino él-. Lo entiendo. Lo siento. Lamento muchas cosas.

– No lo sientas. Prometiste que volverías y lo has hecho.

Los ojos de Tariq se llenaron de lágrimas.

– Es agradable volver a verte, Laila.

Laila temblaba mientras él se alejaba caminando. Pensó: «Tomos enteros», y un nuevo escalofrío le recorrió el cuerpo, una sensación de tristeza y desamparo, pero también de expectación y de una esperanza temeraria.

45

Mariam

– Yo estaba arriba, jugando con Mariam -dijo Zalmai.

– ¿Y tu madre?

– Ella… Ella estaba abajo, hablando con ese hombre.

– Ya veo -asintió Rashid-. Trabajo en equipo.

Mariam vio que el rostro de su marido se relajaba. Vio que se borraban los surcos de su frente. Sus ojos lanzaban destellos de recelo y suspicacia. Rashid se irguió, y durante unos breves instantes, pareció meramente pensativo, como un capitán de barco al que acabaran de informar de un motín inminente y se tomara su tiempo para sopesar su siguiente movimiento.

El hombre alzó la vista.

Mariam quiso decir algo, pero él levantó una mano.

– Demasiado tarde, Mariam -espetó, sin mirarla-. Vete arriba, hijo -ordenó a Zalmai con frialdad.

Mariam vio la alarma pintada en el rostro del niño, que los miró a los tres con nerviosismo. Sin duda presentía que, jugando al acusica, había provocado una situación muy grave, de adultos. Lanzó una mirada abatida y contrita a Mariam y luego a su madre.

– ¡Vete! -exigió el padre con voz desafiante.

Rashid cogió a Zalmai por el codo y el niño se dejó conducir dócilmente.

Las dos mujeres se quedaron abajo petrificadas, con la vista clavada en el suelo, como si temieran que sólo con mirarse fueran a corroborar la certidumbre de Rashid: la convicción de que, mientras él abría puertas y acarreaba maletas de personas que ni siquiera le dedicaban una mirada, se estaba tramando una libidinosa conspiración a sus espaldas, en su propia casa, en presencia de su amado hijo. Las dos guardaron silencio. Oyeron el ruido de pasos en el pasillo de arriba, unos pesados y amenazadores, otros leves como los de un animalillo asustado. Les llegaron voces amortiguadas, una súplica chillona, una réplica cortante, una puerta que se cerraba y el ruido de la llave en la cerradura. Y finalmente, unas pisadas que volvían, más apresuradas.

Mariam vio los pies de Rashid en las escaleras. Observó que mientras bajaba se metía la llave en el bolsillo; se fijó en su cinturón con el extremo perforado firmemente envuelto en torno a los nudillos. Arrastraba la hebilla de falso latón por el suelo.

Mariam se lanzó sobre él para detenerlo, pero el hombre la empujó y pasó junto a ella como una exhalación. Sin pronunciar palabra, Rashid golpeó a Laila con el cinturón. Ocurrió todo tan rápido que Laila no tuvo tiempo de retroceder ni agacharse, ni siquiera de protegerse con el brazo. Se tocó la sien, miró la sangre y luego a su marido con asombro. Aquella expresión incrédula sólo duró un instante, y enseguida dio paso al odio.

Rashid volvió a blandir el cinturón.

Esta vez Laila se protegió con el brazo y trató de agarrar el cinto, pero falló, y él volvió a golpearla. La mujer consiguió atraparlo brevemente antes de que Rashid se lo arrebatara de un tirón para azotarla de nuevo. Ella echó a correr por la habitación al tiempo que Mariam empezaba a gritar atropelladamente y a suplicar a Rashid, que perseguía a Laila y le cerraba el paso sin dejar de vapulearla. En un momento dado, Laila lo esquivó y consiguió asestarle un puñetazo en la oreja, con lo que sólo consiguió que Rashid escupiera una maldición y la persiguiera aún con más saña. La atrapó, la estampó contra la pared para azotarla con el cinturón una y otra vez. La hebilla se clavó en su pecho, sus hombros, sus brazos alzados, sus dedos, haciendo brotar la sangre.

Mariam perdió la cuenta de las veces que oyó restallar el cinto, de las palabras de súplica que gritó a Rashid, de las vueltas que dio en torno a la mezcla incoherente de dientes, puños y cinturón, antes de distinguir unos dedos que se clavaban en el rostro de Rashid, unas uñas desiguales que se hundían en sus flácidos carrillos y le tiraban del pelo y le arañaban la frente, antes de darse cuenta, con sorpresa y deleite a la vez, de que esos dedos eran suyos.

El hombre soltó a Laila y se volvió hacia ella. Al principio, la miraba sin verla, luego entornó los párpados y la examinó con interés. Su expresión varió del asombro a la sorpresa, luego a la reprobación, la decepción incluso, y siguió así unos instantes.

Mariam recordó la primera vez que había visto los ojos de Rashid, bajo el velo nupcial, en presencia de Yalil, cuando sus miradas se habían cruzado en el espejo, indiferente la de él, dócil la suya, sumisa, casi como disculpándose.

Disculpándose.

Mariam vio ahora en esos mismos ojos que había sido una estúpida.

¿Acaso había sido una esposa infiel?, se preguntó. ¿Una esposa ingrata? ¿Había sido su comportamiento deshonroso? ¿Vulgar? ¿Qué daño había hecho ella voluntariamente a ese hombre para granjearse su maldad, sus continuos ataques, el placer con que la atormentaba? ¿Acaso no había cuidado de él cuando estaba enfermo? ¿No había agasajado a sus amigos, y había atendido la casa con diligencia?

¿Acaso no había entregado su juventud a ese hombre?

¿Había merecido alguna vez, en justicia, su crueldad?

El cinturón produjo un chasquido sordo cuando Rashid lo dejó caer y fue a por ella. Algunas cosas, decía ese ruido, debían hacerse con las manos desnudas.

Pero justo cuando Rashid se le echaba encima, Mariam vio a Laila detrás de él cogiendo algo del suelo. Vio la mano de Laila alzándose por encima de su cabeza y cayendo luego hasta estrellarse contra un lado de la cara de Rashid. Un cristal se hizo añicos. Los restos del vaso cayeron al suelo. Laila tenía las manos ensangrentadas, y también manaba sangre de la herida abierta en la mejilla del hombre, sangre que le bajaba por el cuello hasta la camisa. Él se dio la vuelta, enseñando los dientes con fiereza y echando chispas por los ojos.

Rashid y Laila fueron a parar al suelo, retorciéndose y pegándose. El hombre acabó encima de ella con las manos en torno a su cuello.

Mariam le arañó, le golpeó en el pecho, se arrojó sobre él. Trató de separarle los dedos del cuello de Laila. Los mordió. Pero esas garras seguían apretando con fuerza y Mariam comprendió que esa vez no iba a detenerse ante nada.

Pretendía estrangular a Laila, y nada ni nadie podría impedirlo.

La mujer mayor se apartó y salió de la estancia. Oyó un golpeteo en el piso de arriba y comprendió que Zalmai aporreaba la puerta cerrada con sus manos diminutas. Mariam corrió por el pasillo y cruzó el patio en un vuelo.

Una vez en el cobertizo, Mariam cogió la pala.

Rashid no advirtió que ella volvía a entrar en la sala de estar. Seguía encima de Laila con mirada de loco y apretándole el cuello. El rostro de la mujer se estaba amoratando y tenía los ojos en blanco. Mariam comprendió que había dejado de debatirse. «Va a matarla -se dijo-. Está decidido a matarla.» Y ella no podía, no pensaba permitir que lo hiciera. En veintisiete años de matrimonio, era mucho lo que Rashid le había arrebatado. No iba a dejar que también le quitara a Laila.

Mariam afianzó los pies y aferró con fuerza el mango de la pala. La levantó. Dijo el nombre de Rashid: quería que él lo viera todo.

– Rashid.

El hombre levantó la vista.

Ella blandió la pala.

Lo golpeó en la sien. El impacto hizo que soltara a Laila.

Rashid se tocó la cabeza. Miró la sangre que le manchaba la yema de los dedos. Observó a Mariam. A ella le pareció que la expresión de su marido se suavizaba. Le dio la impresión de que algo había cambiado entre los dos, que quizá con el golpe había conseguido literalmente meterle algo de sentido común en la cabeza. Tal vez él también descubría algo en su rostro, pensó Mariam, algo que le hacía vacilar. Acaso apreciaba algún indicio de la abnegación, el sacrificio y el esfuerzo que había supuesto para ella vivir con él tantos años, vivir con su actitud condescendiente y su violencia, con sus reproches y su mezquindad. ¿Era respeto lo que Mariam detectaba en sus ojos? ¿Arrepentimiento?

Pero luego Rashid torció los labios en una sonrisa desdeñosa y ella comprendió la futilidad, tal vez incluso la irresponsabilidad de dejar la tarea inconclusa. Si permitía que se levantara, ¿cuánto tiempo tardaría ese hombre en sacar la llave del bolsillo y subir a por la pistola que guardaba en la habitación donde había encerrado a Zalmai? Si Mariam hubiera tenido la certeza de que él se habría contentado con dispararle sólo a ella, de que existía la posibilidad de que no matara a Laila, tal vez habría soltado la pala. Pero los ojos de Rashid sólo transmitían la determinación de matarlas a las dos.

De modo que Mariam alzó la pala lo más alto que pudo, arqueándose hasta que le tocó la parte baja de la espalda. La hizo girar para que el extremo afilado quedara vertical y, al hacerlo, se le ocurrió que aquélla era la primera vez que decidía por sí misma el rumbo de su propia vida.

Y entonces descargó el golpe. En esta ocasión, puso el alma en ello.

46

Laila

Laila vio un rostro encima de ella, todo dientes y tabaco y ojos desorbitados. También vislumbró vagamente a Mariam, como una presencia detrás de la cara, que iba dejando caer una lluvia de puñetazos. Sobre ellos tres había el techo, y fue el techo lo que atrajo a Laila, las oscuras manchas de moho que se extendían de parte a parte como tinta vertida sobre un vestido, y la grieta en el yeso que era una sonrisa imperturbable o un ceño, dependiendo del lado de la habitación desde donde se mirara. Laila pensó en todas las veces que había atado un trapo a una escoba y había limpiado las telarañas de aquel techo, y en las tres veces que Mariam y ella lo habían pintado de blanco. La grieta ya no era una sonrisa, sino una mueca lasciva y burlona. Y retrocedía. El techo se alejaba, subía, huía de ella en dirección a una penumbra borrosa. En la oscuridad, el rostro de Rashid era como una mancha solar.

Breves estallidos de luz cegaron sus ojos, como estrellas plateadas que explotaran junto a ella. En la luz vio extrañas formas geométricas, gusanos, objetos con forma de huevo que se movían arriba y abajo y de lado a lado, fundiéndose unos con otros, separándose, transformándose en otra cosa antes de desvanecerse, dando paso a la negrura.

Captó unas voces apagadas y distantes.

Ante sus ojos cerrados brillaron y se apagaron los rostros de sus hijos. El de Aziza, alerta y preocupado, sabio, reservado. El de Zalmai, observando a su padre con temblorosa ansiedad.

Así pues, todo terminaría así, pensó Laila. Qué final tan lamentable.

Pero entonces la oscuridad empezó a aclararse. Tuvo la sensación de que subía, de que la levantaban del suelo. El techo ocupó lentamente su sitio, recuperó su tamaño habitual, y Laila distinguió de nuevo la grieta, que era la misma sonrisa sosa de siempre.

La estaban zarandeando. «¿Estás bien? Contesta, ¿te encuentras bien?» Mariam inclinaba sobre Laila su rostro lleno de preocupación, cubierto de arañazos.

Laila intentó respirar y su propio aliento le quemó la garganta. Probó de nuevo. Aún le quemó más, y no sólo la garganta, sino también el pecho. Y luego empezó a toser y a resollar. Jadeaba. Sin embargo, respiraba de nuevo. Oía un pitido en el oído bueno.

Rashid fue lo primero que vio al levantarse. Estaba tumbado de espaldas, con la mirada perdida, boquiabierto y con expresión impávida. Unos espumarajos levemente rosados le resbalaban por la mejilla. Tenía la entrepierna mojada. Laila se fijó en su frente.

Luego vio la pala y soltó un gemido.

– Oh -murmuró con voz trémula, apenas capaz de hablar-. Oh, Mariam.

Laila se paseaba de un lado a otro gimiendo y dando fuertes palmadas. Mariam permanecía sentada cerca de Rashid con las manos en el regazo, tranquila e inmóvil, sin decir nada durante un largo rato.

Laila tenía la boca seca y balbuceaba sin dejar de temblar como una hoja. Hacía esfuerzos para no mirar a Rashid, el rictus de su boca, sus ojos abiertos, la sangre que se iba coagulando en la clavícula.

Atardecía, y las sombras empezaron a alargarse. En la penumbra, el rostro de Mariam se veía delgado y consumido, pero no parecía alterada ni asustada, sino meramente pensativa, tan absorta que no prestó atención a una mosca que se le posó en la barbilla. Se limitaba a estar allí sentada, proyectando el labio inferior hacia delante, como siempre que se quedaba ensimismada en sus pensamientos.

– Siéntate, Laila yo -dijo finalmente.

La mujer más joven obedeció.

– Tenemos que sacarlo de aquí. Zalmai no puede ver esto.

Mariam sacó la llave del dormitorio del bolsillo de Rashid antes de envolverlo en una sábana. Laila lo cogió por las corvas y aquélla lo agarró por debajo de las axilas. Trataron de levantarlo, pero pesaba demasiado y al final tuvieron que llevarlo a rastras. Cuando se disponían a salir al patio, el pie de Rashid se enganchó en el marco de la puerta y se le dobló la pierna hacia un lado. Tuvieron que retroceder e intentarlo de nuevo; justo en ese momento se oyó un golpe sordo en el piso de arriba y a Laila le fallaron las piernas. Soltó a Rashid y se desplomó, sollozando y temblando, y Mariam tuvo que plantarse ante ella con los brazos en jarras y decirle que tenía que dominarse, que lo hecho, hecho estaba.

Al cabo de un rato, Laila se levantó, se secó las lágrimas, y las dos juntas sacaron al hombre al patio sin más incidentes. Lo llevaron al cobertizo de las herramientas y allí lo dejaron, detrás de la mesa de trabajo, sobre la que había una sierra, clavos, un cincel, un martillo y un bloque cilíndrico de madera que Rashid tenía previsto utilizar para tallarle algo a Zalmai, pero lo había ido dejando.

Luego volvieron a la casa. Mariam se lavó las manos, se las pasó por el pelo, respiró hondo y dejó escapar el aire.

– Ahora deja que te cure a ti. Estás llena de heridas, Laila yo.

Mariam dijo que necesitaba consultar con la almohada para aclarar las ideas y trazar un plan concreto.

– Existe un modo de solucionar esto -aseguró-; sólo hay que encontrarlo.

– ¡Tenemos que huir! No podemos quedarnos aquí -dijo Laila con voz ronca. De repente pensó en el sonido que debía de haber hecho la pala al golpear la cabeza de Rashid, y se dobló por la cintura con la sensación de la bilis que le subía a la garganta.

Mariam aguardó pacientemente a que Laila se recuperara. Luego la obligó a tumbarse con la cabeza apoyada en su regazo y, mientras le acariciaba el pelo, le dijo que no se preocupara, que todo se arreglaría. Le prometió que se irían todos: ella, Laila, los niños, y también Tariq. Abandonarían aquella casa y aquella ciudad implacable. Saldrían de aquel destrozado país, prosiguió Mariam, sin dejar de acariciar los cabellos de Laila, para irse a algún lugar remoto y seguro donde nadie los encontrara, donde pudieran renegar de su pasado y hallar refugio.

– Algún lugar con árboles -añadió-. Sí, con muchos árboles.

Vivirían en una casita a las afueras de alguna ciudad de la que nunca hubieran oído hablar, continuó Mariam, o en una aldea remota de callejuelas estrechas y sin asfaltar, pero bordeadas de toda clase de plantas y arbustos. Habría un sendero que conduciría a un prado donde jugarían los niños, o quizá un camino de grava que los llevaría hasta un lago azul de aguas cristalinas, lleno de truchas y con juncos asomando a la superficie. Tendrían ovejas y gallinas, y amasarían el pan juntas y enseñarían a leer a los niños. Forjarían juntos una vida nueva, pacífica y solitaria, y se librarían de la pesada carga que durante tanto tiempo habían tenido que soportar, y obtendrían toda la felicidad y la sencilla prosperidad que merecían.

Laila musitó palabras de aliento. Sabía que en esta nueva vida no faltarían las dificultades, pero serían dificultades placenteras, de las que causaban orgullo y se apreciaban como una vieja reliquia de familia. La dulce voz maternal de Mariam siguió hablando y procurándole cierto consuelo. «Existe un modo de solucionar esto», había afirmado, o sea que a la mañana siguiente Mariam le contaría lo que debían hacer y lo harían, y quizá a esa misma hora habrían emprendido ya el camino hacia su nueva vida, llena de abundantes posibilidades, alegrías y dificultades. Laila agradecía que Mariam se hiciera cargo de todo sin alterarse, con lucidez, que fuera capaz de pensar por las dos. Porque ella estaba muerta de miedo, nerviosa, hecha un lío.

– Ahora deberías ir a ver a tu hijo -dijo Mariam, levantándose. En su rostro, Laila vio la expresión más acongojada que había visto jamás en un ser humano.

Laila encontró a Zalmai a oscuras, acurrucado en el lado de la cama donde dormía Rashid. Se deslizó bajo las sábanas y echó la manta por encima de ambos.

– ¿Estás dormido?

– Todavía no puedo ponerme a dormir -respondió él, sin darse la vuelta-. Baba yan no ha rezado las oraciones Babalu conmigo.

– ¿Qué te parece si hoy las rezamos tú y yo juntos.

– Tú no sabes hacerlo como él.

Laila apretó el hombro de su hijo. Le dio un beso en la nuca.

– Puedo intentarlo.

– ¿Dónde está baba yan?

Baba yan se ha ido -contestó Laila, notando de nuevo un nudo en la garganta.

Ahí estaba: había pronunciado por primera vez la gran mentira condenatoria. ¿Cuántas veces más tendría que soltar esa misma falsedad?, se preguntó Laila con abatimiento. ¿Cuántas veces más tendría que engañar a su hijo? Recordó el júbilo con que Zalmai acudía corriendo cuando Rashid regresaba a casa, y a éste levantándolo por los codos para girar con él una y otra vez hasta que las piernas del niño se levantaban en el aire, y luego los dos se echaban a reír cuando Zalmai caminaba tambaleándose, mareado como un borracho. Recordó sus ruidosos juegos, sus risas bullangueras, sus miradas de complicidad.

La vergüenza y el dolor por su hijo se abatieron sobre Laila como una mortaja.

– ¿Adónde ha ido?

– No lo sé, mi amor.

¿Cuándo volvería? ¿Le traería un regalo baba yan cuando regresara?

Finalmente, rezaron juntos. Veintiún Bismalá-e-rahman-e-rahims, uno por cada articulación de siete dedos. Laila vio a su hijo juntar las manos frente a la cara y soplar sobre ellas, y colocárselas luego con el dorso sobre la frente y hacer un movimiento de rechazo, al tiempo que susurraba: «Babalu, vete, no vengas a Zalmai, no quiero saber nada de ti. Babalu, vete.» Para terminar, dijeron tres veces Alá-u-akbar. Más tarde, en medio de la noche, a Laila la sobresaltó una voz apagada: «¿Se ha ido baba yan por mi culpa? ¿Por lo que he dicho del hombre que estaba abajo contigo?»

Laila se inclinó sobre él con intención de tranquilizarlo, de asegurarle que él no había hecho nada malo, que no tenía nada que ver con él. Pero Zalmai ya se había quedado dormido, y su pecho bajaba y subía al ritmo de la respiración.

Cuando Laila se acostó, estaba aturdida, ofuscada. Era incapaz de razonar. Sin embargo, al despertarse con la llamada del muecín a la oración de la mañana, había recobrado la lucidez.

Se sentó en la cama y estuvo un rato contemplando a Zalmai, que dormía con la barbilla apoyada en un puño. Laila imaginó a Mariam entrando en la habitación a hurtadillas durante la noche, mientras el pequeño y ella dormían, para observarlos mientras consideraba posibles planes.

Laila se levantó. Le costó un gran esfuerzo ponerse en pie. Le dolía todo el cuerpo. En el cuello, los hombros, la espalda, los brazos y los muslos tenía las heridas causadas por la hebilla del cinturón de Rashid. Salió de la habitación silenciosamente, haciendo muecas de dolor.

La habitación de Mariam estaba sumida en una penumbra un poco más que gris, del tipo que Laila siempre había asociado con gallos cacareando y gotas de rocío en la hierba. La mujer estaba sentada en un rincón, sobre una estera de rezo, de cara a la ventana. Laila se agachó despacio para sentarse delante de ella.

– Deberías ir a ver a Aziza esta mañana -observó Mariam.

– Sé lo que piensas hacer.

– No vayas a pie. Coge el autobús, así pasarás desapercibida. Los taxis son demasiado llamativos. Si coges uno tú sola seguro que te detienen.

– Anoche me prometiste que…

Laila no pudo terminar la frase. Los árboles, el lago, la aldea sin nombre. Comprendió que todo era una ilusión vana, una bonita mentira para apaciguarla, el consuelo que se arrulla a un niño afligido.

– Lo decía en serio -la interrumpió Mariam-. Lo decía en serio para ti, Laila yo.

– No quiero nada si no es contigo -gimió ella.

La mujer mayor esbozó una sonrisa lánguida.

– Quiero que sea tal como dijiste para todos, Mariam -replicó la joven-. Para mí, para ti y los niños. Tariq tiene una casa en Pakistán. Podemos ocultarnos allí durante un tiempo, esperar a que se olvide todo…

– Eso no va a ser posible -replicó la otra en tono paciente, como hablaría una madre con un niño con buenas intenciones, pero equivocado.

– Nos cuidaremos la una a la otra -dijo Laila atropelladamente, con los ojos llenos de lágrimas-. Como tú dijiste. No. Yo cuidaré de ti, para variar.

– Oh, Laila yo.

La mujer más joven se lanzó a una atropellada perorata. Trató de negociar haciendo promesas. Ella se encargaría de todas las tareas de la casa, dijo, y también de cocinar.

– Tú no tendrás que hacer nada nunca más. Tú descansarás, dormirás hasta tarde, tendrás tu jardín. Todo lo que quieras me lo podrás pedir y yo te lo iré a buscar. Pero no hagas esto, Mariam. No me dejes. No le rompas el corazón a Aziza.

– Cortan manos por robar pan. ¿Qué crees que harán cuando encuentren a un marido muerto y dos esposas desaparecidas?

– No se enterará nadie. No nos encontrarán.

– Sí, tarde o temprano nos encontrarán. Son como sabuesos. -Mariam hablaba en voz baja, en tono admonitorio, haciendo que las promesas de Laila parecieran fantásticas, falsas, insensatas.

– Mariam, por favor.

– Y cuando nos encontraran, te considerarían tan culpable como a mí. Y a Tariq también. No permitiré que viváis los dos huyendo siempre como fugitivos. ¿Qué les ocurriría a tus hijos si os cogieran?

A Laila le escocían los ojos rebosantes de lágrimas.

– ¿Quién se ocuparía de ellos entonces? ¿Los talibanes? Piensa como una madre, Laila yo. Piensa como una madre. Es lo que yo hago.

– No puedo.

– Pues no te queda más remedio.

– No es justo -gimió Laila.

– Sí lo es. Ven aquí. Ven a tumbarte aquí.

Laila gateó hasta ella y apoyó la cabeza sobre su regazo. Recordó todas las tardes que habían pasado juntas, trenzándose los cabellos la una a la otra, y a Mariam escuchando pacientemente sus pensamientos al azar y sus historias corrientes con aire agradecido, con la expresión de una persona a la que se ha concedido un privilegio único y codiciado.

– Es justo -afirmó Mariam-. He matado a nuestro marido. He privado de su padre a tu hijo. No es correcto que huya. No puedo. Aunque no nos cogieran nunca, yo no podría… -Le temblaron los labios-. Jamás escaparía del dolor de tu hijo. ¿Cómo iba a mirarlo a la cara? ¿Cómo iba a atreverme a mirarlo a la cara, Laila yo?

Mariam jugueteó con un mechón de pelo de su compañera, le desenredó un terco rizo.

– Para mí, todo acaba aquí. No anhelo nada más. Todo lo que deseaba de niña tú me lo has dado ya. Tú y tus hijos me habéis hecho muy feliz. Todo está bien, Laila yo. No te preocupes ni te entristezcas.

La joven no halló ninguna réplica razonable a las palabras de Mariam. Aun así, continuó divagando de forma tan incoherente como infantil sobre los árboles frutales que plantarían y las gallinas que tendrían. Siguió hablando de casitas en lugares sin nombre, y de paseos a lagos rebosantes de truchas. Y al final, cuando se quedó sin palabras, descubrió que en cambio seguía teniendo lágrimas, y no le quedó más remedio que rendirse y llorar como una niña abrumada por la lógica aplastante de un adulto. Se encogió y enterró la cara una última vez en el agradable y cálido regazo de Mariam.

A media mañana, la mujer mayor metió pan e higos secos para la comida de Zalmai, y también unos cuantos higos y galletas con forma de animales para Aziza. Luego le entregó la bolsa a Laila.

– Dale un beso a la niña de mi parte -pidió-. Dile que es la nur de mis ojos y la sultana de mi corazón. ¿Lo harás?

Laila asintió con los labios apretados.

– Coge el autobús, como te he dicho, y no levantes la cabeza.

– ¿Cuándo volveré a verte, Mariam? Quiero verte antes de declarar. Yo les contaré cómo ha ocurrido todo. Les explicaré que no ha sido culpa tuya, que te viste obligada. Lo comprenderán, Mariam, ¿verdad? Lo comprenderán.

Ella la miró con ternura.

Se agachó luego para mirar a Zalmai a la cara. El niño llevaba una camiseta roja, pantalones caqui raídos y unas botas de vaquero de segunda mano que le había comprado Rashid en Mandaii. Aferraba la pelota de baloncesto con ambas manos. La mujer le dio un beso en la mejilla.

– Ahora tienes que ser muy fuerte y muy bueno -advirtió-. Trata bien a tu madre. -Le cogió la cara con las manos. Él quiso soltarse, pero Mariam lo sujetó-. Lo siento mucho, Zalmai yo. Créeme, siento mucho todo tu dolor y tu tristeza.

Madre e hijo enfilaron la calle cogidos de la mano. Justo antes de volver la esquina, Laila miró hacia atrás y vio a Mariam en el portón de la casa: llevaba un pañuelo blanco sobre la cabeza, una chaqueta de lana azul oscuro abrochada y pantalones de algodón blancos. Un mechón de pelo gris le caía sobre la frente. La luz del sol le iluminaba el rostro y los hombros. La mujer agitó la mano con gesto afable.

Laila y Zalmai volvieron la esquina. Jamás volvieron a ver a Mariam.

47

Mariam

De vuelta en el kolba, al parecer, después de tantos años.

La cárcel para mujeres de Walayat era un edificio gris de planta cuadrada en Shar-e-Nau, cerca de la calle del Pollo. Se hallaba en el centro de un complejo más grande que albergaba a presos varones. Una puerta con candado separaba a Mariam y a las demás mujeres de los hombres que las rodeaban. Mariam contó cinco celdas ocupadas. Eran calabozos desnudos, de paredes sucias y desconchadas, con ventanucos que daban a un patio. Las ventanas tenían barrotes, pero las puertas de las celdas no se cerraban con llave y las mujeres eran libres de salir al patio cuando quisieran. Tampoco tenían cristales, ni cortinas, lo cual significaba que los talibanes que las custodiaban y vagaban por el patio podían ver el interior de las celdas sin problemas. Algunas de las mujeres se quejaban de que los guardias se paraban a fumar junto a las ventanas para lanzar miradas lascivas al interior, con ojos brillantes y sonrisa de lobo, y que se susurraban bromas indecentes unos a otros. Por ello, la mayoría de las mujeres llevaban el burka todo el día, y sólo se lo quitaban con la puesta de sol, cuando se cerraba el portón principal y los guardias ocupaban sus puestos.

Por la noche, no había luz en la celda que Mariam compartía con otras cinco mujeres y cuatro niños. Las noches que había luz eléctrica, aupaban hasta el techo a Nagma, una joven menuda de pecho plano y negros rizos. En el techo había un cable pelado. Con las manos desnudas, Nagma enrollaba el cable en torno a la base de la bombilla para encenderla.

Las letrinas eran del tamaño de un armario con el suelo de cemento agrietado. Había un pequeño agujero rectangular en el suelo, siempre lleno de moscas, en cuyo fondo se acumulaban las heces.

En el centro de la cárcel había un patio rectangular a cielo abierto, y en medio del patio, un aljibe. Éste carecía de desagüe, por lo que el lugar se convertía a menudo en un pantano y el agua sabía a podrido. Las cuerdas de ropa se cruzaban unas con otras, cargadas de calcetines y pañales lavados a mano. Allí recibían las presas a sus visitas; allí hervían el arroz que les llevaban las familias, puesto que la cárcel no les proporcionaba comida. El patio era también el lugar de recreo de los más pequeños. Según habían contado a Mariam, muchos de los niños habían nacido en Walayat y jamás habían visto el mundo que había extramuros. La mujer los observaba cuando correteaban, persiguiéndose unos a otros, haciendo saltar el barro con sus pies descalzos. Corrían por el patio todo el día, enzarzados en alegres juegos, sin prestar atención al hedor a heces y a orina que impregnaba todo Walayat y sus propios cuerpos, sin preocuparse por los guardias talibanes, hasta que uno de ellos les pegaba.

Mariam no recibía visitas. Era lo primero y lo único que había preguntado a los funcionarios talibanes de la cárcel. Nada de visitas.

Ninguna de las presas que compartían celda con Mariam había sido condenada por un delito de sangre; todas estaban allí por el delito corriente de «huir de casa». En consecuencia, Mariam adquirió cierta notoriedad entre ellas, se convirtió en una especie de celebridad. Las mujeres la miraban con expresión reverente, casi sobrecogida. Le ofrecían sus mantas. Competían por compartir con ella su comida.

La más entusiasta era Nagma, que andaba siempre colgándose de su brazo y la seguía allá donde fuera. Era de esa clase de personas a las que se entretenía hablando de desgracias, fueran propias o ajenas. Contó a Mariam que su padre la había prometido a un sastre treinta años mayor que ella.

«Huele a gó y tiene menos dientes que dedos», afirmó Nagma del sastre.

Nagma había intentado huir a Gardez con un joven del que se había enamorado, el hijo de un ulema. Pero en cuanto salieron de Kabul, los atraparon y los enviaron de vuelta. Al hijo del ulema lo azotaron hasta que se arrepintió y declaró que Nagma lo había seducido con sus encantos femeninos. Dijo que ella le había lanzado un hechizo y prometió que a partir de entonces dedicaría su vida al estudio del Corán. Al hijo del ulema lo soltaron. A Nagma la condenaron a cinco años de cárcel.

Pero era mejor así, dijo ella, porque su padre había jurado que el día que la soltaran le rebanaría el cuello con un cuchillo.

Escuchando a Nagma, Mariam recordó el tenue brillo de las estrellas y los jirones de nubes rosadas sobre las cumbres de Sa-fif-kó, aquellos montes lejanos en el tiempo en que Nana le había dicho: «Como la aguja de una brújula apunta siempre al norte, así el dedo acusador de un hombre encuentra siempre a una mujer. Siempre. Recuérdalo, Mariam.»

El juicio de Mariam se había celebrado la semana anterior. No hubo abogados, ni audiencia pública, ni presentación o recusación de pruebas, ni apelaciones. La acusada renunció a su derecho de pedir testigos. El proceso entero no duró ni un cuarto de hora.

El jurado lo presidía el juez que se sentaba en el centro, un talibán de aspecto frágil. Estaba muy demacrado y tenía la piel amarillenta y curtida, y llevaba una rizada barba rojiza. Sus gruesas gafas delataban lo amarillo que tenía el blanco de los ojos. El cuello parecía demasiado delgado para sostener el intrincado turbante que le envolvía la cabeza.

– ¿Confiesas haberlo hecho, hamshira? -preguntó de nuevo con voz cansada.

– Sí -respondió Mariam.

El hombre asintió. O tal vez no. Era difícil decirlo, porque le temblaban mucho las manos y la cabeza, y Mariam evocó el temblor del ulema Faizulá. Para beber el té, no cogía él la taza. Hacía una seña al hombre de hombros fornidos que tenía a su izquierda, que respetuosamente se la acercaba a los labios. Después, el talibán cerraba los ojos amablemente, en un elegante y mudo gesto de gratitud.

Mariam se sentía desarmada ante él. Cuando hablaba, lo hacía con un deje de astucia y ternura a la vez. Su sonrisa era paciente. No la miraba con desprecio. No se dirigía a ella en tono despectivo ni acusador, sino de disculpa.

– ¿Entiendes de verdad lo que dices? -preguntó el talibán de rostro huesudo que se sentaba a la derecha del juez. Era el más joven de los tres. Hablaba deprisa y con arrogante suficiencia. Le había irritado que Mariam no supiera hablar pastún. A ella le dio la impresión de que era de esa clase de jóvenes pendencieros que disfrutaban mandando, que veían delitos por todas partes, como si tuvieran el derecho inalienable a juzgarlo todo.

– Lo entiendo -asintió Mariam.

– Lo dudo -dijo el joven talibán-. Dios nos ha hecho distintos a los hombres y las mujeres. Nuestros cerebros son distintos. Vosotras no sois capaces de pensar igual que nosotros. Los médicos occidentales y su ciencia lo han demostrado. Por eso nos basta con el testimonio de un varón, pero en cambio exigimos el de dos mujeres.

– Admito que lo hice yo, hermano -declaró Mariam-, pero, si no, él la habría matado. La estaba estrangulando.

– Eso dices tú. Pero las mujeres andan siempre jurando toda clase de cosas.

– Es la verdad.

– ¿Tienes testigos, aparte de tu ambag?

– No -respondió Mariam.

– Pues entonces. -El talibán levantó las manos y soltó una risita.

Fue el talibán enfermo el que habló después.

– Mi médico vive en Peshawar -dijo-. Es un agradable joven pakistaní. Fui a verlo hace un mes, y también la semana pasada. Le dije: «Dime la verdad, amigo», y él me contestó: «Tres meses, ulema sahib, seis como máximo; está en manos de Alá, por supuesto.»

Dirigió una discreta seña al hombre fornido de su izquierda y tomó un sorbo de té cuando éste le acercó la taza a los labios. Luego se secó la boca con el dorso de su trémula mano.

– No me asusta dejar esta vida que mi único hijo abandonó hace cinco años, esta vida que insiste en que suframos hasta el límite de nuestras fuerzas. No, creo que me despediré con alegría cuando llegue el momento.

»Lo único que temo, hamshira, es el día en que Alá me llame a Su presencia y me pregunte: "¿Por qué no cumpliste con mis mandamientos, ulema? ¿Por qué no obedeciste mis leyes?" ¿Cómo voy a justificarme ante Él, hamshira? ¿Qué podré alegar en mi defensa por no haber puesto en práctica Sus mandamientos? Lo único que puedo hacer, lo único que podemos hacer todos nosotros durante el tiempo que nos es concedido vivir, es obedecer las leyes que Él nos ha dado. Cuanto más se acerca mi fin, hamshira, cuanto más se acerca el día del juicio, más resuelto estoy a hacer cumplir Su palabra. Por doloroso que me resulte.

El juez cambió de posición sobre su cojín y esbozó una mueca de dolor.

– Te creo cuando dices que tu marido era un hombre de mal genio -prosiguió, lanzando a Mariam una mirada severa y compasiva a la vez, a través de sus gafas-. Pero no puedo por menos que sorprenderme ante la brutalidad de tu acción, hamshira. Me preocupa lo que has hecho; me preocupa que su pequeño hijo llorara por él en el piso de arriba mientras tú lo matabas.

»Estoy cansado y me muero, pero quiero ser clemente. Deseo perdonarte. Sin embargo, cuando Alá me llame y me diga: "Pero no te correspondía a ti perdonar, ulema", ¿qué le diré?

Sus compañeros asintieron y lo miraron con admiración.

– Algo me dice que no eres una mala mujer, hamshira. No obstante, has cometido un acto malvado. Y debes pagar por lo que has hecho. La sharia es clara a ese respecto. Dice que debo enviarte a donde pronto iré yo también. ¿Lo entiendes, hamshira?

Mariam se miró las manos y asintió.

– Que Alá te perdone.

Antes de que se la llevaran, entregaron un documento a Mariam y le indicaron que firmara bajo su declaración y la sentencia del ulema. Ante la mirada de los tres talibanes, Mariam escribió su nombre -la mim, la ré, la yá y la mim-, recordando la última vez que había firmado un documento, veintisiete años atrás, en la mesa de Yalil, en presencia de otro ulema.

Mariam pasó diez días en prisión. Se sentaba en la celda, junto a la ventana, y observaba la vida carcelaria que transcurría en el patio. Cuando soplaban los vientos estivales, observaba los trozos de papel que volaban trazando frenéticos movimientos, llevados violentamente de un lado a otro muy por encima de los muros de la prisión. Observaba cómo el viento levantaba nubes de polvo, convirtiéndolas en remolinos que arrasaban el patio. Todos -guardias, presas, niños, Mariam-, se tapaban la cara con el brazo, pero no había manera de escapar del polvo. Conseguía entrar en los oídos y en la nariz, por entre las pestañas y los pliegues de la piel, incluso entre los dientes. Los vientos no amainaban hasta al anochecer. Y entonces, si soplaba una brisa nocturna, lo hacía muy tímidamente, como desagravio por los excesos de su hermano diurno.

El último día de Mariam en Walayat, Nagma le dio una mandarina. Se la puso en la palma de la mano y le hizo cerrar los dedos. Luego rompió a llorar.

– Eres la mejor amiga que he tenido -dijo.

Mariam se pasó el resto del día junto a la ventana con barrotes, observando a las presas del patio. Alguien cocinaba y hasta ella llegó una ráfaga de aire caliente y el olor del comino. Mariam vio a los niños jugando a la gallinita ciega. Las niñas pequeñas cantaban una canción infantil que Mariam había oído también en su infancia, recordaba que Yalil se la cantaba a ella cuando estaban sentados en una roca del arroyo, pescando:

Lili lili para pájaros la pila

en un sendero de la villa,

Minnow se posó en el borde y bebió,

resbaló y en el agua se hundió.

Mariam tuvo sueños inconexos esa última noche. Soñó con guijarros, once en total, bien amontonados. Soñó con Yalil joven otra vez, con su encantadora sonrisa, su hoyuelo en la barbilla, las manchas de sudor y la chaqueta echada sobre el hombro, que llegaba por fin para llevarse a su hija a dar una vuelta en su reluciente Buick Roadmaster negro. Soñó con el ulema Faizulá, que pasaba las cuentas de su rosario mientras paseaba con ella a orillas del arroyo, y sus sombras gemelas se deslizaban sobre el agua y sobre las orillas cubiertas de hierba y salpicadas de lirios silvestres de color azul lavanda, que en su sueño olían a clavo. Soñó con Nana, que estaba en la puerta del kolba, llamándola para cenar, con voz amortiguada por la distancia, mientras Mariam jugaba en la fresca hierba de todas las tonalidades de verde, donde pululaban las hormigas, correteaban los escarabajos y brincaban los saltamontes. Soñó con el chirrido de una carretilla que subía trabajosamente por un sendero polvoriento. Soñó con el sonido de cencerros, y con ovejas balando en una colina.

De camino al estadio Gazi, Mariam iba dando botes en la parte posterior del camión que esquivaba los baches mientras las ruedas lanzaban piedrecillas del pavimento. Con tanto salto, le dolía la rabadilla. Un joven talibán armado viajaba sentado delante de ella, mirándola.

Mariam se preguntó si ese joven de aspecto amigable, ojos brillantes y hundidos y facciones finas, que tamborileaba en el costado del camión con un sucio dedo índice, se ocuparía de hacerlo.

– ¿Tienes hambre, madre? -preguntó el joven.

Mariam negó con la cabeza.

– Tengo un panecillo. Está bueno. Puedes comértelo si tienes hambre. No me importa.

– No. Tashakor, hermano.

Él asintió y la observó con expresión benevolente.

– ¿Tienes miedo, madre?

A Mariam se le formó un nudo en la garganta. Contestó la verdad con voz trémula.

– Sí. Tengo mucho miedo.

– Yo tengo en la cabeza una imagen de mi padre -dijo él-. No lo recuerdo apenas. Sé que trabajaba reparando bicicletas. Pero no recuerdo cómo se movía, ¿entiendes?, cómo se reía o el sonido de su voz. -El joven desvió la mirada y luego volvió a posarla en Mariam-. Mi madre siempre decía que era el hombre más valiente que había conocido. Igual que un león, aseguraba. Pero también me contó que la mañana que los comunistas se lo llevaron, lloraba como un niño. Te lo digo para que veas que es normal estar asustado. No te avergüences por ello, madre.

Mariam lloró un poco por primera vez ese día.

Miles de ojos la taladraban. En las atestadas tribunas descubiertas, todos estiraban el cuello para verla mejor. Hacían chasquear la lengua. Un murmullo recorrió el estadio cuando ayudaron a Mariam a bajar del camión. Ella imaginó el movimiento de las cabezas cuando se anunció su delito por el altavoz, pero no alzó la vista para comprobar si ese gesto expresaba desaprobación o caridad, reproche o piedad. Mariam permaneció ciega a cuanto la rodeaba.

Antes, en su celda, había temido hacer el ridículo, ofrecer un espectáculo patético, llorando y suplicando. Había tenido miedo de que le diera por chillar o vomitar, o incluso orinarse encima. Se había estremecido al pensar que, en sus últimos momentos, podía traicionarla el instinto animal o las necesidades corporales. Pero cuando la hicieron descender del camión, las piernas no se le doblaron. No hizo aspavientos con los brazos. No tuvieron que llevarla a rastras. Y cuando notó que sus fuerzas flaqueaban, pensó en Zalmai, a quien había arrebatado el amor de su vida, de manera que su futuro había quedado marcado por la tristeza de la desaparición de su padre. Entonces el paso de Mariam se afianzó y caminó sin protestar.

Un hombre armado se acercó a ella y le ordenó que se dirigiera a la portería del gol sur. Mariam percibió la tensión de la multitud expectante. No levantó la cabeza. Siguió con la mirada fija en el suelo, en su sombra y en la de su verdugo, que avanzaba detrás de ella.

Aunque había disfrutado de algunos momentos hermosos, Mariam sabía que en general la vida no se había mostrado amable con ella. Pese a ello, mientras recorría los últimos veinte pasos, no pudo contener el anhelo de seguir viviendo. Deseó ver a Laila de nuevo, oír su risa cantarina, sentarse con ella una vez más para tomar chai y comer halwa bajo un cielo estrellado. La entristecía no ver crecer a Aziza, no poder admirar a la hermosa joven en la que se convertiría, no poder pintarle las manos con alheña ni arrojar caramelos noqul el día de su boda. Nunca jugaría con los hijos de Aziza. ¡Cuánto le habría gustado llegar a vieja y jugar con esos niños!

Cuando estuvo cerca del poste, el hombre que avanzaba tras ella le indicó que se detuviera. Mariam obedeció. Por la rejilla del burka, vio la sombra de sus brazos alzando la sombra de su kalashnikov.

Mariam deseaba muchas cosas en aquellos momentos finales. Sin embargo, cuando cerró los ojos, ya no pensó en lamentarse, sino que se sintió invadida por una sensación de paz completa. Recordó las circunstancias de su nacimiento, como hija harami de una vulgar aldeana, un ser no deseado, un lamentable y triste accidente. Una mala hierba. Sin embargo, abandonaba este mundo como una mujer que había amado y había sido correspondida. Lo abandonaba como amiga, compañera y protectora. Como madre. Como una persona importante, al fin. No. No era tan malo, pensó, morir de esa manera. No era tan malo. Era el fin legítimo para una vida de origen ilegítimo.

Los pensamientos finales de Mariam fueron unas palabras del Corán, que musitó para sí.

«Él ha creado el cielo y la tierra con la verdad; Él hace que la noche se cierna sobre el día y que el día venza a la noche; Él ha creado el sol y la luna, supeditados el uno al otro, ambos sucediéndose tras el período que tienen asignado: porque sin duda Él es el Todopoderoso, Él es el que todo lo perdona.»

– Arrodíllate -le ordenó el talibán.

«¡Oh, Señor! Perdóname y apiádate de mí, pues Tú eres Misericordioso.»

– Arrodíllate aquí, hamshira. Y agacha la cabeza.

Mariam obedeció por última vez.

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