Fue idea del padre Martin que yo pusiera por escrito mi experiencia del hallazgo del cadáver.
– ¿Se refiere a algo así como si escribiera una carta para contárselo a una amiga? -pregunté.
– Quiero decir que lo escriba como si fuese ficción -contestó el padre Martin-, como si usted estuviera fuera de sí misma, observando lo que ocurrió, recordando lo que hizo y lo que sintió. Como si le hubiese sucedido a otra persona.
Le entendí, pero no sabía por dónde empezar.
– ¿Todo lo que sucedió, o únicamente mi paseo por la playa y el momento en que desenterré el cuerpo de Ronald?
– Cualquier cosa, todo lo que se le ocurra -respondió-. Si lo desea, escriba sobre el seminario y sobre su vida aquí. Creo que le resultará útil.
– ¿A usted le resultó útil, padre?
No sé por qué pronuncié esas palabras; sencillamente me pasaron por la cabeza y las dejé salir. Era una tontería, tal vez una impertinencia, y sin embargo a él no pareció molestarle.
– No, a mí no me ayudó -dijo después de unos segundos-, pero aquello ocurrió hace mucho tiempo. Creo que su caso podría ser diferente.
Supongo que pensaba en la guerra y en su época como prisionero de los japoneses, en sus pavorosas experiencias en el campo de concentración. Él nunca me habla de la guerra, aunque ¿por qué iba a hacerlo? De todos modos, creo que no toca el tema con nadie, ni siquiera con los demás sacerdotes.
Mantuvimos esta conversación hace dos días, mientras caminábamos por el claustro después de las vísperas. Desde que Charlie murió, he dejado de asistir a misa, pero sigo yendo al oficio vespertino. De hecho, lo hago por cortesía. No me parece apropiado trabajar en el seminario, recibir dinero y toda clase de gentilezas y no hacer acto de presencia en ninguna de las ceremonias de la iglesia. Aunque quizás esté siendo demasiado escrupulosa. El señor Gregory, que da algunas clases de griego y vive en una de las casas anexas, como yo, no pisa la iglesia a menos que toquen música que desee escuchar. Nadie me ha presionado para que acuda; ni siquiera me han preguntado por qué dejé de ir a misa. Pero lo han notado, naturalmente; ellos se fijan en todo.
Cuando volví a casa medité sobre la sugerencia del padre Martin y me pregunté si era una buena idea. Nunca he tenido dificultades para escribir. En la escuela se me daban bien las redacciones y la señorita Allison, la profesora de lengua y literatura, pensaba que tenía madera de escritora. No obstante, yo sabía que estaba equivocada. Me falta imaginación, al menos de la clase que un novelista necesita. Soy incapaz de inventar cosas. Sólo puedo escribir sobre lo que veo, lo que hago y lo que sé, y a veces sobre lo que siento, aunque esto último no me resulta fácil. En cualquier caso, siempre quise ser enfermera, incluso en mi infancia. Ahora, jubilada y con sesenta y cuatro años, sigo ejerciendo aquí, en Saint Anselm. Trato dolencias menores y me ocupo de la ropa blanca. Es un trabajo sencillo, pero tengo el corazón débil y me considero afortunada por continuar trabajando. En el seminario me facilitan las cosas al máximo. Incluso me han proporcionado un carrito para que no cargue con los pesados líos de sábanas. Debería haber contado todo esto antes. Ni siquiera he escrito mi nombre: me llamo Munroe, Margaret Munroe.
Entiendo por qué el padre Martin me aconsejó que empezara a escribir otra vez. Sabe que solía escribirle una larga carta a Charlie todas las semanas. Creo que es la única persona que lo sabe, con la excepción de Ruby Pilbeam. Cada semana me sentaba y pasaba revista a lo ocurrido desde la última carta, cosas pequeñas e intrascendentes que no le parecerían intrascendentes a Charlie: lo que comía, algún chiste que oía por ahí, anécdotas sobre los estudiantes y descripciones del tiempo. Nadie diría que hay mucho que contar en un sitio tranquilo como éste, situado en lo alto de un acantilado y alejado de todo, pero resulta sorprendente la cantidad de temas que encontraba. Y me consta que a Charlie le encantaban mis cartas. «Sigue escribiendo, mamá», me decía cuando regresaba a casa de permiso. Y yo lo hacía.
Después de que lo mataran, el ejército me devolvió sus efectos personales, entre los que se encontraban mis cartas. No estaban todas -no habría podido conservarlas-, pero había guardado las más largas. Las llevé al descampado e hice una hoguera con ellas. Era un día ventoso, como tantos otros en esta costa oriental, de manera que las llamas, avivadas, chisporroteaban y cambiaban de dirección a merced del viento. Los chamuscados trozos de papel volaron y se arremolinaron alrededor de mi rostro como polillas negras, y el humo me irritó la nariz. Me extrañó, pues no era más que un pequeño fuego. Lo que intento explicar es por qué el padre Martin sugirió que escribiese esta historia. Pensó que escribir algo -lo que fuese- me ayudaría a volver a la vida. Es un buen hombre, quizás incluso un santo, pero hay muchas cosas que escapan a su entendimiento.
Me produce una sensación rara escribir este relato sin saber quién, si acaso alguien, lo leerá algún día. Tampoco sé si lo estoy redactando para mí o para un lector imaginario a quien todo lo relativo a Saint Anselm le resultaría novedoso o desconocido. De manera que tal vez debería hablar sobre el seminario; ambientar la escena, como quien dice. Lo fundó en 1861 una mujer piadosa llamada Agnes Arbuthnot, que quería asegurarse de que siempre hubiera «jóvenes devotos e instruidos ordenados en la Iglesia anglicana». He puesto comillas porque ésas fueron sus palabras textuales. Lo sé porque en la iglesia hay un folleto con la historia de la señorita Arbuthnot. Ella donó los edificios, la tierra, prácticamente todos los muebles y el dinero suficiente -o eso creyó- para mantener la escuela por un tiempo indefinido. Sin embargo, el dinero nunca es suficiente, y ahora Saint Anselm está financiado principalmente por la Iglesia. El padre Sebastian y el padre Martin temen que cierren el seminario. Nunca hablan sin reservas de ese temor, y mucho menos con el personal, pero todos lo sabemos. En una comunidad pequeña y aislada como la de Saint Anselm, las noticias y los chismorreos vuelan como si el viento los transportase en silencio.
Además de donar la casa, la señorita Arbuthnot mandó construir los claustros norte y sur en la parte trasera con el fin de alojar a los estudiantes, además de una serie de habitaciones de huéspedes que comunican el claustro sur con la iglesia. También construyó cuatro casas para el personal a unos cien metros del seminario, situadas en semicírculo alrededor de un descampado. Les puso los nombres de los cuatro evangelistas. Yo ocupo la que está más al sur, San Mateo. Ruby Pilbeam, la cocinera y ama de llaves, y su marido, el encargado de mantenimiento, viven en San Marcos. El señor Gregory está en San Lucas, y en la casa del norte, San Juan, vive Eric Surtees, el ayudante del señor Pilbeam. Eric cría cerdos, aunque más como pasatiempo que para proveer de carne al seminario. Sólo estamos nosotros cuatro y unas asistentas de Reydon y Lowestoft que ayudan con la limpieza, pero como nunca hay más de veinte seminaristas y cuatro sacerdotes residentes, nos las arreglamos. No sería fácil encontrar sustituto para ninguno de nosotros. Este ventoso territorio sin pueblo, bares ni tiendas resulta demasiado aislado para la mayoría de la gente. Aunque a mí me gusta, a veces hasta yo lo encuentro temible y un poco siniestro. Cada año, el mar erosiona un poco más las arenosas paredes de los acantilados, y a veces, cuando contemplo el mar desde el borde del precipicio, imagino que una enorme ola se alza blanca y refulgente, y avanza hacia la orilla para romper contra las torres, la iglesia y las casas, arrastrándonos a todos. El viejo pueblo de Ballard’s Mere lleva siglos sumergido en el mar, y algunos dicen que en las noches ventosas se oye el repique ahogado de las campanas de las torres sepultadas. Lo que el mar no se llevó consigo lo destruyó un gran incendio en 1695. De la vieja aldea no queda ya nada, salvo la iglesia medieval que la señorita Arbuthnot mandó restaurar como parte del seminario y las dos precarias columnas de ladrillo de la fachada, el único vestigio de la casa solariega isabelina que allí se alzaba.
Será mejor que empiece a hablar de Ronald Treeves, el muchacho que murió. Al fin y al cabo, se supone que estoy escribiendo sobre su muerte. Antes de la vista, la policía, en un interrogatorio, me preguntó si lo conocía bien. Yo creo que lo conocía mejor que cualquiera de los que trabajan aquí, pero no lo dije. No podía contar gran cosa. No me pareció apropiado cotillear sobre los estudiantes. Sé que no era un joven popular, pero tampoco mencioné ese detalle. El problema es que no terminaba de encajar en este sitio, y supongo que él era consciente de ello. Para empezar, su padre era sir Alred Treeves, propietario de una importante fábrica de armamento, y a Ronald le gustaba recordarnos que era hijo de un hombre muy rico. Sus posesiones lo demostraban. Conducía un Porsche, mientras que los demás alumnos se conforman con coches más baratos…, cuando los tienen. También solía hablar de sus viajes a lugares remotos y caros que sus compañeros nunca podrían visitar, al menos en vacaciones.
Quizás esos detalles le habrían servido para adquirir popularidad en otros centros de enseñanza, pero aquí no. Todo el mundo se jacta de algo, digan lo que digan, y sin embargo aquí ese algo no es el dinero. Tampoco es la familia, aunque el hijo de un coadjutor disfruta de más privilegios que el de una estrella del pop. Creo que lo que de verdad les importa es la inteligencia… la inteligencia, el ingenio y el aspecto físico. Les gusta la gente capaz de hacerlos reír. Ronald no era tan listo como creía, y no le hacía gracia a nadie. Pensaban que era aburrido y, naturalmente, cuando se percató de ello se volvió aún más aburrido. No comenté nada de esto a la policía. ¿De qué habría servido? Estaba muerto. Ah, y creo que también era un poco fisgón; siempre quería enterarse de todo y no se cansaba de hacer preguntas. A mí no me sacó mucha información. Aun así, algunas noches iba a mi casa, se sentaba y charlaba mientras yo tejía y lo escuchaba. Los estudiantes saben que no es aconsejable que visiten al personal del seminario, a menos que los inviten. El padre Sebastian quiere que preservemos nuestra intimidad. No obstante, a mí no me importaba que Ronald viniera a verme. Ahora que lo pienso, creo que se sentía solo. Bueno, de lo contrario no se habría molestado en visitarme. Sea como fuere, me recordaba a mi Charlie. Charlie no era aburrido ni impopular, pero me gusta imaginar que, si alguna vez se hubiera sentido solo y con ganas de hablar tranquilamente, habría habido alguien como yo dispuesto a escucharlo.
La policía me preguntó por qué había ido a la playa a buscarlo. Pero lo cierto es que no lo hice. Unas dos veces por semana doy un paseo a solas después de comer, y cuando salí ni siquiera sabía que Ronald había desaparecido. Además, nunca se me habría ocurrido buscarlo en la playa. Me cuesta imaginar que a alguien pueda ocurrirle algo malo en una playa desierta. Resulta bastante segura si uno no trepa al espigón ni camina demasiado cerca del borde del acantilado, y hay letreros que advierten de ambos peligros. En cuanto llegan los estudiantes, se les informa de los riesgos que suponen nadar solo o caminar demasiado cerca de los inestables acantilados.
En tiempos de la señorita Arbuthnot era posible llegar a la playa desde la casa, pero la invasión del mar ha cambiado las cosas: ahora tenemos que recorrer a pie unos setecientos metros en dirección sur, hasta el único punto donde los acantilados son bajos y lo bastante firmes para sostener una barandilla y media docena de desvencijados escalones de madera. Más allá está la oscuridad de Ballard’s Mere, la laguna rodeada de árboles y separada del mar únicamente por un estrecho banco de guijarros. A veces me limito a caminar hasta allí antes de dar media vuelta, pero ese día bajé a la playa y eché a andar hacia el norte.
La noche lluviosa había cedido el paso a un día fresco y radiante; el cielo estaba azul, salpicado de escurridizas nubes, y la marea estaba alta. Rodeé un pequeño promontorio y vi la playa desierta que se extendía ante mí, con sus finos resaltos de guijarros y los oscuros contornos de las antiguas escolleras, llenas de algas incrustadas, que se desmoronaban en el mar. Entonces avisté un bulto negro a los pies del acantilado, a unos treinta metros de donde me encontraba. Caminé hacia allí y descubrí una sotana y una capa marrón, ambas cuidadosamente dobladas. A escasos metros de distancia el acantilado se había derrumbado y ahora yacía en grandes montículos de arena compacta, matas de hierba y piedras. Intuí de inmediato lo que había sucedido. Creo que dejé escapar un pequeño grito y luego empecé a excavar con las manos. Sabía que ahí debajo debía de haber un cuerpo, pero era imposible determinar el lugar preciso. Recuerdo la aspereza de la arena en mis uñas y la lentitud con que me parecía avanzar, de manera que empecé a asestar frenéticos puntapiés, como si estuviese enfadada, levantando altas nubes de arena que me azotaron el rostro y me nublaron los ojos. Entonces, a unos treinta metros en dirección al mar, divisé una afilada tabla de madera. La recogí y empecé a sondear el terreno, hundiéndola en la arena. Al cabo de unos minutos, cuando la madera tocó algo blando, me arrodillé y volví a cavar con las manos. Así descubrí que lo que había tocado eran unas nalgas cubiertas por una costra de arena y un pantalón de pana beige.
No me fue posible continuar. Mi corazón latía con furia, y se me habían agotado las fuerzas. Me asaltó la vaga sensación de que acababa de humillar a quienquiera que estuviese allí, de que los dos montículos que había dejado a la vista componían una imagen ridícula, casi indecente. Era consciente de que el hombre estaba muerto y mis frenéticas prisas no habían servido de nada. No habría podido salvarlo; y ahora, aunque hubiese tenido la fuerza necesaria, habría sido incapaz de seguir cavando sola, desenterrando el cadáver centímetro a centímetro. Tenía que pedir ayuda y avisar de lo sucedido. Creo que ya sabía de quién era el cuerpo, pero de repente me acordé de que las capas marrones de los seminaristas llevan una etiqueta con el nombre del propietario. Doblé el cuello hacia atrás y leí el nombre.
Recuerdo que me tambaleé por la playa, sobre el firme borde de arena entre los bancos de guijarros, y de alguna manera logré subir los peldaños hasta llegar a lo alto del acantilado. Eché a correr hacia el seminario por la carretera. Me hallaba a unos ochocientos metros, pero la distancia se me antojaba interminable y la casa parecía retroceder con cada doloroso paso. Entonces oí un coche. Me volví y vi que torcía desde la carretera principal en dirección a mí, avanzando por el escarpado camino que bordea el acantilado. Me detuve en medio de la vereda y agité los brazos hasta que el coche disminuyó la velocidad. Era el señor Gregory.
No recuerdo cómo le di la noticia. Me viene a la mente la imagen de mí misma de pie en el camino, recubierta de arena y con el cabello al viento, gesticulando hacia el mar. El señor Gregory no dijo nada; abrió la portezuela del coche en silencio y yo subí. Supongo que lo más sensato habría sido regresar al seminario, pero él dio media vuelta y nos apeamos junto a la escalera que conduce a la playa. Desde entonces me he preguntado muchas veces si no me creyó y quería cerciorarse de lo ocurrido antes de pedir ayuda. No recuerdo la caminata, y la última escena vivida que conservo en la memoria es la de los dos de pie junto al cadáver de Ronald. Aún sin decir palabra, el señor Gregory se arrodilló en la arena y se puso a excavar. Llevaba guantes de piel, lo que le facilitó las cosas. Ambos trabajamos en silencio, removiendo la arena a un ritmo febril y avanzando hacia la parte superior del cuerpo.
Ronald llevaba sólo una camisa gris encima del pantalón de pana. Su nuca quedó al descubierto. Fue como desenterrar a un animal; un perro o un gato muertos. En los estratos más profundos la arena estaba húmeda y se había adherido al pelo rubio pajizo de Ronald. Traté de sacudirla, y la noté fría y áspera en mis manos.
– ¡No lo toque! -exclamó el señor Gregory con brusquedad, y yo aparté la mano de inmediato, como si me hubiese quemado. Luego añadió en voz muy baja-: Ahora será mejor que lo dejemos como lo encontramos. Ya está claro quién es.
Yo sabía que estaba muerto, pero me pareció que debíamos darle la vuelta. Me rondaba la absurda idea de que podríamos practicarle el boca a boca. Sabía que era irracional, y aun así tenía la sensación de que estábamos obligados a hacer algo. Sin embargo, el señor Gregory se quitó el guante izquierdo, puso dos dedos en el cuello de Ronald y dijo:
– Está muerto. No cabe duda de que está muerto. No podemos hacer nada por él.
Guardamos silencio durante unos segundos, de rodillas, flanqueando el cuerpo. Cualquiera que nos hubiera visto habría pensado que rezábamos, y de hecho yo habría rezado una oración por él si hubiese encontrado las palabras apropiadas. De repente salió el sol y la escena se volvió irreal, como si nos estuviesen fotografiando en color a los dos. Todo presentaba un aspecto radiante y bien definido. Los granos de arena en el pelo de Ronald brillaban como minúsculos puntos de luz.
– Hay que ir a buscar ayuda y llamar a la policía -dijo el señor Gregory-. ¿Le importaría esperar aquí? No tardaré. Si lo prefiere, puede venir conmigo, pero creo que sería mejor que uno de los dos se quedara.
– Vaya usted -contesté-. Llegará más deprisa en el coche. No me importa esperar.
Lo observé mientras caminaba hacia la escalera con toda la rapidez que le permitían las piedras, rodeaba el promontorio y desaparecía. Un minuto después oí el sonido del coche que se alejaba hacia el seminario. Me aparté unos pasos del cuerpo y me senté sobre los guijarros, removiéndome y enterrando los talones para estar más cómoda. Debajo de la superficie, los guijarros aún estaban mojados por la lluvia, y la fría humedad se filtró por el algodón de mis pantalones. Crucé los brazos sobre las rodillas y contemplé el mar.
Allí sentada, pensé en Mike por primera vez en muchos años. Se mató en la Al cuando su moto derrapó y chocó contra un árbol. Hacía dos semanas que habíamos regresado de nuestra luna de miel y menos de un año que nos habíamos conocido. Lo que experimenté ante su muerte no fue dolor, sino impresión e incredulidad. Si bien en su momento pensé que era dolor, ahora sé que no. Yo estaba enamorada de Mike, pero no lo amaba. El amor llega tras mucho tiempo de convivencia y cuidados mutuos. Después de su muerte, yo era Margaret Munroe, viuda, pero aún me sentía como Margaret Parker, joven soltera de veintiún años y recién graduada como enfermera. Cuando descubrí que estaba embarazada, también eso se me antojó irreal. Al ver al recién nacido me pareció que no guardaba relación alguna con Mike, con nuestro breve idilio ni conmigo. La pena que me embargó después fue quizá más intensa precisamente porque llegó tarde. Cuando Charlie murió, lloré por los dos, pero todavía no consigo recordar con claridad el rostro de Mike.
Aunque sabía que el cuerpo de Ronald se encontraba a mi espalda, era un alivio no estar sentada a su lado. A algunas personas les resulta agradable la compañía de un muerto cuando lo velan, pero a mí no me ocurrió eso con Ronald. Lo único que sentía era una profunda tristeza. No por ese pobre chico, ni siquiera por Mike, por Charlie o por mí. Era una aflicción que, a mis ojos, impregnaba todo lo que me rodeaba, la fresca brisa en mis mejillas, un cúmulo de nubes que parecía surcar deliberadamente el cielo y el mar. Me sorprendí pensando en todas las personas que habían vivido y muerto en esa costa y en los restos mortales que yacían bajo las olas, a más de un kilómetro de profundidad, en los grandes cementerios. En aquella época, esas vidas debieron de ser importantes para los que las vivieron y sus seres queridos, pero ahora estaban muertos y todo seguiría igual aunque no hubiesen existido. Dentro de cien años, nadie recordará a Charlie, ni a Mike ni a mí. Nuestras vidas son tan insignificantes como un grano de arena. Sentí que me había vaciado, que incluso la tristeza me había abandonado. Mirando el mar, aceptando que a la larga nada importa y que lo único que tenemos es el momento presente para sufrir o gozar, una profunda sensación de paz se apoderó de mí.
Supongo que caí en una especie de trance, porque no vi ni oí a las tres figuras que se aproximaban hasta que los guijarros crujieron bajo las suelas de sus zapatos, y entonces ya estaban casi a mi lado. El padre Sebastian y el señor Gregory caminaban a la par. El padre Sebastian se había ceñido la sotana para protegerse del viento. Los dos llevaban la cabeza gacha y avanzaban con determinación, como si marcaran el paso. El padre Martin los seguía a escasa distancia, dando tumbos sobre las piedras. Recuerdo que me pareció una grosería que los otros dos no lo esperasen.
Me avergonzó que me sorprendieran sentada, así que me levanté.
– ¿Se encuentra bien, Margaret? -preguntó el padre Sebastian.
– Sí, padre -respondí, y me aparté para que pudiesen acercarse al cadáver.
El padre Sebastian se santiguó.
– Es una calamidad -dijo.
Incluso entonces me extrañó que emplease esa palabra y comprendí que no estaba pensando en Ronald Treeves, sino en el seminario.
Se inclinó y tocó la nuca de Ronald.
– No hay duda: está muerto -señaló el señor Gregory con aspereza-. No es aconsejable mover más el cadáver.
El padre Martin se había detenido a unos pasos de allí. Vi que sus labios se movían. Supongo que estaba rezando.
– Si tiene la gentileza de volver al seminario y esperar a la policía, Gregory, el padre Martin y yo nos quedaremos aquí -dijo el padre Sebastian-. Será mejor que Margaret vaya con usted. Ha sufrido una fuerte impresión. Si le parece, llévela con la señora Pilbeam y explíquele lo ocurrido. La señora Pilbeam le dará té caliente y cuidará de ella. Nadie debe decir una palabra de esto hasta que yo me dirija a los alumnos. Si la policía quiere hablar con Margaret, tendrá que hacerlo más tarde.
Curiosamente, recuerdo que me molestó un poco que hablase con el señor Gregory como si yo no estuviese allí. Además, no me apetecía que me llevaran a casa de Ruby Pilbeam. Ella me cae bien -sabe cómo mostrarse amable sin entrometerse en la vida de los demás-, pero lo único que quería en ese momento era volver a mi casa.
El padre Sebastian se acercó y me posó una mano en el hombro.
– Ha sido muy valiente, Margaret, gracias. Ahora vaya con el señor Gregory. Yo pasaré a verla más tarde. El padre Martin y yo nos quedaremos aquí con Ronald.
Era la primera vez que mencionaba el nombre del joven muerto.
En el coche, el señor Gregory condujo en silencio durante unos minutos y luego comentó:
– Es una muerte extraña. Me pregunto qué conclusiones sacará el forense. O la policía, desde luego.
– Sin duda fue un accidente -dije yo.
– Curioso accidente, ¿no cree? -Aguardó a que respondiera y, ante mi silencio, añadió-: Naturalmente, éste no es el primer cadáver que ve usted. Ya estará familiarizada con la muerte.
– Soy enfermera, señor Gregory.
Me vino a la mente el primer cadáver que había visto años atrás, cuando era una estudiante de enfermería de dieciocho años; el primero que había amortajado. En aquellos tiempos la profesión era diferente. Nosotras mismas preparábamos a los muertos, y lo hacíamos con gran reverencia y en silencio detrás de un biombo. Mi primera jefa, una monja, solía reunirse con nosotros para rezar una oración antes de empezar. Nos decía que ése era el último servicio que ofreceríamos a nuestros pacientes. Pero yo no tenía ganas de contarle esas cosas al señor Gregory.
– La visión de un cuerpo muerto, de cualquier cuerpo, es un reconfortante recordatorio de que, aunque vivamos como hombres, morimos como animales -aseveró-. Para mí, personalmente, eso es un alivio. No consigo imaginar un suplicio más grande que la vida eterna.
Seguí callada. No es que el señor Gregory no me caiga bien; de hecho, apenas tengo trato con él. Ruby Pilbeam le limpia la casa una vez a la semana y le lava la ropa. Es un acuerdo privado. Sin embargo, él y yo nunca habíamos conversado mucho, y yo no estaba de humor para charlas.
El coche torció hacia el oeste entre las torres gemelas y entró en el patio. Mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad y me ayudaba con el mío, el señor Gregory dijo:
– La acompañaré a la casa de la señora Pilbeam. Aunque es probable que no esté allí. En tal caso, será mejor que venga a la mía. Lo que los dos necesitamos es una copa.
Pero la señora Pilbeam estaba en casa, y me alegré de ello después de todo. El señor Gregory expuso de manera concisa los hechos y añadió:
– El padre Sebastian y el padre Martin se han quedado con el cuerpo, y la policía llegará muy pronto. Por favor, no comente esto con nadie hasta que vuelva el padre Sebastian. Él informará a todo el seminario.
Cuando él se hubo marchado, Ruby preparó un té fuerte, caliente y reconfortante. Revoloteaba alrededor de mí, aunque no recuerdo sus palabras ni sus gestos. No le conté gran cosa, pero ella tampoco lo esperaba. Me trataba como si estuviese enferma: me indicó que me sentara en uno de los sillones que están frente a la chimenea, encendió dos barras de la estufa eléctrica por si me había enfriado a causa de la conmoción y por último echó las cortinas para que disfrutara de lo que describió como un «agradable y largo descanso».
Supongo que transcurrió una hora antes de que llegase la policía: un joven sargento con acento galés. Era un hombre amable y paciente, y yo respondí a sus preguntas con serenidad. Al fin y al cabo, no había mucho que decir. Me preguntó si conocía bien a Ronald, cuándo lo había visto por última vez y si recientemente parecía deprimido. Le dije que lo había visto la tarde anterior, caminando hacia la casa del señor Gregory, probablemente para recibir su clase de griego. El trimestre acababa de empezar, y no nos habíamos encontrado antes. Me dio la impresión de que el sargento de policía -creo que se llamaba Jones o Evans; un apellido galés- se arrepintió de haber preguntado si Ronald estaba deprimido. De todas maneras dijo que todo parecía bastante claro, le hizo algunas preguntas a Ruby y se marchó.
El padre Sebastian comunicó la noticia a toda la facultad poco antes de las cinco, cuando se reunieron para cantar las vísperas. La mayoría de los seminaristas ya había adivinado que se había producido una tragedia; los coches de policía y el de la funeraria no aparecieron discretamente. No sé qué dijo el padre Sebastian, pues no fui a la biblioteca. Lo único que deseaba en esos momentos era estar sola. Sin embargo, más tarde, Raphael Arbuthnot, el delegado de los alumnos, me trajo una pequeña maceta con violetas africanas en nombre de todos los seminaristas. Uno de ellos debió de ir en coche a Pakefield o Lowestoft para comprarlas. Cuando me las dio, Raphael se inclinó y me besó en la mejilla.
«Lo lamento mucho, Margaret», dijo.
Era una frase típica en tales circunstancias, pero no sonó como un cliché. Más bien parecía una disculpa.
Dos noches después comenzaron las pesadillas. Jamás había tenido pesadillas, ni siquiera tras mis primeros contactos con la muerte como estudiante de enfermería. Los sueños son horribles, y ahora me quedo sentada frente al televisor hasta bien entrada la noche, temiendo el momento en que me venza el cansancio. Siempre sueño lo mismo. Ronald Treeves está de pie junto a la cama, desnudo y con el cuerpo recubierto de arena húmeda. La arena le cubre también el pelo rubio y la cara. Sólo sus ojos, libres de ella, me miran con reproche, como preguntándome por qué no hice algo para salvarlo. Sé que no podría haber hecho nada. Sé que había muerto mucho antes de que yo encontrase el cuerpo. Sin embargo, sigue apareciendo ante mí noche tras noche, con esa mirada rencorosa y acusadora y la arena húmeda que cae a terrones de su vulgar y regordeta cara.
Quizás ahora que he escrito esto me deje en paz. Aunque no me considero una mujer fantasiosa, hay algo extraño en su muerte, algo que debería recordar pero que yace enterrado en el fondo de mi mente, mortificándome. Intuyo que la muerte de Ronald Treeves no fue un final, sino un principio.
Dalgliesh recibió la llamada a las diez y cuarenta de la mañana, poco después de regresar a su despacho de una reunión con la Junta de Relaciones con la Comunidad. Se había alargado más de lo previsto -como ocurría siempre con esas reuniones- y faltaban sólo cincuenta minutos para su cita con el director general en las oficinas del ministro del Interior en la Cámara de los Comunes. Tiempo suficiente, pensó, para tomar un café y hacer un par de llamadas importantes. Sin embargo, no había llegado aún a su escritorio cuando la secretaria asomó la cabeza a la puerta del despacho.
«El señor Harkness le agradecería que pasara a verlo antes de marcharse. Sir Alred Treeves está con él.»
¿Y qué? Sir Alred quería algo, desde luego, como todos los que venían a ver a los altos cargos de Scotland Yard. Y sir Alred invariablemente conseguía lo que quería. Uno no llega a director de una de las multinacionales más prósperas sin saber controlar de modo intuitivo los delicados hilos del poder, tanto en las cuestiones pequeñas como en las grandes. Dalgliesh conocía su reputación; era prácticamente imposible ignorarla viviendo en el siglo xxi. Tenía fama de ser un jefe justo, incluso generoso, de un personal con éxito; un desprendido patrocinador de organizaciones benéficas; un respetado coleccionista de arte europeo del siglo xx. Para un cínico, todo eso podría significar que sir Alred era un implacable enemigo de los fracasados, un bien publicitado defensor de las causas de moda y un inversor con olfato para los beneficios a largo plazo. Hasta su fama de grosero era ambigua. Puesto que su descortesía era indiscriminada y la dirigía contra débiles y poderosos por igual, no había hecho más que forjarle una imagen de honrosa imparcialidad.
Dalgliesh tomó el ascensor hacia la séptima planta sin esperanzas de pasar un buen rato, pero con considerable curiosidad. Al menos la reunión sería breve; a las once y cuarto debía salir para recorrer aquel conveniente kilómetro que lo separaba del Ministerio del Interior. En el orden de prioridades, el ministro del Interior tenía precedencia incluso sobre sir Alred Treeves.
El subdirector y sir Alred estaban de pie junto al escritorio de Harkness, y ambos se volvieron para recibir a Dalgliesh. Como suele suceder con las personas que aparecen constantemente en los medios de comunicación, la primera impresión que Treeves causó en Dalgliesh fue desconcertante. Era más corpulento y menos apuesto de lo que parecía en televisión, con un contorno facial menos definido. En cambio, la sensación de que poseía un poder latente y se jactaba de él fue incluso más fuerte. Su punto débil consistía en vestir como un granjero próspero: sólo llevaba impecables trajes de tweed en las ocasiones más solemnes. Sin duda había algo de campesino en su aspecto: los hombros fornidos, el bronceado de las mejillas, la prominente nariz y el cabello rebelde que ningún barbero conseguía disciplinar. Era muy oscuro, casi negro, con un mechón cano peinado hacia atrás desde el centro de la frente. De hallarse ante un hombre más preocupado por su apariencia, Dalgliesh habría sospechado que ese mechón era teñido.
Cuando entró, Treeves le dirigió una mirada directa de genuino interés por debajo de sus pobladas cejas.
– Creo que ya se conocen -dijo Harkness.
Se estrecharon la mano. La de sir Alred era fría y fuerte, pero la retiró de inmediato como para dejar claro que se trataba de una mera formalidad.
– Nos conocimos en una reunión en el Ministerio del Interior a finales de la década de los ochenta, ¿no? -dijo-. Era sobre la política educativa en las zonas urbanas deprimidas. No sé por qué me metí en aquel asunto.
– Su empresa hizo una generosa donación a uno de los programas de enseñanza. Supongo que quería asegurarse de que su inversión resultaría útil.
– Dudo que eso sea posible. La gente joven quiere empleos bien remunerados por los que merezca la pena madrugar; no buscan formación para trabajos que no existen.
Dalgliesh recordó la ocasión. Había sido el habitual ejercicio de relaciones públicas, perfectamente organizado. Pocos de los altos funcionarios o ministros presentes esperaban gran cosa de la reunión y, en efecto, no habían sacado mucho en limpio. Treeves había formulado varias preguntas pertinentes y expresado su escepticismo ante las respuestas, sólo para marcharse antes de que el ministro expusiese las conclusiones. ¿Por qué había decidido asistir e incluso colaborar en el proyecto? Quizá también eso fuese un ejercicio de relaciones públicas.
Harkness hizo un vago ademán hacia las negras sillas giratorias alineadas junto a la ventana y murmuró algo sobre un café.
– No, gracias -respondió Treeves, cortante-, no quiero café. -Su tono daba a entender que acababan de ofrecerle una bebida exótica e inadecuada para las diez y cuarenta y cinco de la mañana.
Se sentaron con el aire ligeramente receloso de tres jefes de la mafia reunidos para delimitar territorios. Treeves consultó su reloj de pulsera. Sin lugar a dudas, la duración del encuentro estaba fijada de antemano. Él había aparecido cuando le convenía, sin previo aviso y sin aclarar lo que deseaba. Eso, naturalmente, le proporcionaba cierta ventaja. Se había presentado con la absoluta convicción de que un alto funcionario de la policía tendría tiempo para él, y no se había equivocado. Entonces dijo:
– Mi hijo mayor, Ronald, que dicho sea de paso era adoptado, murió hace diez días al caer de un acantilado en Suffolk. Sería más preciso describirlo como un alud de arena; el mar ha estado socavando esos acantilados del sur de Lowestoft desde el siglo xvii. Se asfixió. Ronald estudiaba en el seminario de Ballard’s Mere. Es una institución dedicada a la formación de sacerdotes anglicanos. Un antro de meapilas. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Usted sabe algo de estas cosas, ¿no? Tengo entendido que su padre era sacerdote.
¿Cómo lo sabía?, se preguntó Dalgliesh. Probablemente se lo habían dicho en algún momento, recordaba vagamente el dato y le había pedido a uno de sus esbirros que lo confirmase antes de salir para la reunión. Conocía las ventajas de disponer de la máxima información posible sobre la gente con la que trataba. Si dicha información los desacreditaba, tanto mejor, pero cualquier detalle personal que la otra parte no supiese que estaba en su posesión era un recurso potencialmente útil.
– Sí, era párroco en Norfolk -respondió Dalgliesh.
– ¿Su hijo estudiaba para ser sacerdote? -preguntó Harkness.
– Dudo que lo que le enseñaban en Saint Anselm le sirviera para otro empleo.
– La noticia apareció en los periódicos -comentó Dalgliesh-, pero no recuerdo haber leído nada sobre la investigación posterior.
– Desde luego. Se mantuvo en silencio. Muerte accidental. Si el director de la escuela y la mayoría del personal no hubiesen estado allí, como un grupo de vigilantes parapoliciales con sotana, es posible que el juez se hubiera armado de valor para emitir un fallo apropiado.
– ¿Usted estaba allí, sir Alred?
– No. Envié a un representante, ya que me encontraba en China. Debía negociar un contrato difícil en Pekín. Volví para la incineración. Trajimos el cadáver a Londres. En Saint Anselm celebraron una especie de ceremonia fúnebre, creo que lo llaman réquiem, pero ni mi esposa ni yo asistimos. Es un sitio donde jamás me sentiré cómodo. Inmediatamente después de la investigación, envié a mi chófer y a otro conductor a recoger el Porsche de Ronald, y las autoridades de la escuela les entregaron su ropa, su cartera y su reloj. Norris, mi chófer, me trajo el paquete. No contenía gran cosa, pues piden a los alumnos que lleven el menor número posible de prendas. Un traje, dos pares de tejanos con los correspondientes jerséis y camisas, zapatos y la sotana negra que les exigen usar. Tenía algunos libros, desde luego, pero les dije que se quedaran con ellos para la biblioteca. Resulta curiosa la rapidez con que se puede empaquetar una vida. Y entonces, hace dos días, recibí esto.
Sacó con parsimonia la cartera del bolsillo, desplegó un papel y se lo pasó a Dalgliesh. Éste le echó un vistazo y se lo entregó al subdirector. Harkness lo leyó en voz alta:
«¿Por qué no investiga la muerte de su hijo? Nadie cree que fuera un accidente. Esos curas son capaces de encubrir cualquier chanchullo con tal de proteger su reputación. En el seminario suceden muchas cosas que deberían salir a la luz. ¿Piensa dejar que se salgan con la suya?»
– En mi opinión, esto es prácticamente una acusación de asesinato -señaló Treeves.
Harkness le tendió el papel a Dalgliesh.
– Sin embargo -dijo-, en vista de que no proporciona pruebas ni menciona el móvil o el nombre de un sospechoso, ¿no es más probable que se trate de la obra de un bromista, quizá de alguien que quiere causar problemas al seminario?
Dalgliesh le devolvió el papel a Treeves, pero éste lo rechazó con un gesto de impaciencia.
– Es una de tantas posibilidades, evidentemente. Supongo que no la descartarán. Yo, personalmente, prefiero adoptar una actitud más seria. Quien escribió la carta utilizó un ordenador, desde luego, de manera que no encontrarán la «e» desalineada que suele aparecer en las novelas policiacas. Tampoco necesitan tomarse la molestia de buscar huellas digitales. Ya lo mandé hacer. En secreto, por supuesto. No hubo resultados, pero tampoco los esperaba. Y yo diría que la escribió una persona educada. Él, o ella, puntúa bien las frases. En esta era de deficiente formación académica, yo diría que eso apunta a alguien de mediana edad; no a un joven.
– También está escrita de la forma más adecuada para incitarle a la acción -observó Dalgliesh.
– ¿Por qué lo dice?
– Usted está aquí, señor, ¿no es cierto?
– Ha comentado que su hijo era adoptado -terció Harkness-. ¿Cuáles eran sus antecedentes familiares?
– Ninguno. Cuando nació, su madre contaba catorce años, y su padre sólo un año más. Lo engendraron contra la columna de cemento del paso subterráneo de Westway. Era blanco, saludable y recién nacido, todas ventajas considerables en el mercado de la adopción. Por decirlo sin tapujos, tuvimos suerte de conseguirlo. ¿Por qué me lo pregunta?
– Usted ha dicho que interpreta la carta como una acusación de asesinato. Reflexionaba acerca de quién, si acaso alguien, se beneficiaría con esta muerte.
– Todas las muertes benefician a alguien. En este caso, el único beneficiario es mi segundo hijo, Marcus, cuyo fondo de inversión para cuando cumpla los treinta se verá aumentado y cuya herencia será mayor que si Ronald siguiera vivo. Puesto que estaba en el colegio en el momento en que se produjeron los hechos, podemos descartarlo como sospechoso.
– ¿Ronald no le había dicho personalmente o por escrito que se sentía deprimido o descontento?
– No, aunque supongo que soy la última persona a quien habría confiado algo semejante. De todos modos, creo que no nos entendemos. No estoy aquí para que me interroguen ni para participar en su investigación. Ya les he dicho lo poco que sé. Ahora quiero que ustedes se hagan cargo del caso.
Harkness miró a Dalgliesh.
– Es un asunto para la policía de Suffolk, naturalmente -observó el último-. Son un cuerpo eficaz.
– No lo dudo. Estoy seguro de que el servicio de inspección policial de Su Majestad los habrá evaluado y declarado competentes. No obstante, ya participaron en la investigación original. Quiero que ustedes tomen el relevo. Concretamente, quiero que lo haga el comisario Dalgliesh.
El subdirector se volvió hacia Dalgliesh en ademán de protestar, pero cambió de idea.
– La semana que viene me marcho de vacaciones y había planeado pasar una semana en Suffolk -dijo Dalgliesh-. Conozco Saint Anselm. Podría hablar con la policía local y con la gente del seminario para comprobar si existen pruebas suficientes para continuar con el caso. Sin embargo, con el dictamen de la vista y el cuerpo de su hijo incinerado, es poco probable que hallemos algo nuevo.
Harkness recuperó el habla.
– Es poco ortodoxo.
– Tal vez sea poco ortodoxo, pero a mí me parece totalmente sensato -repuso Treeves-. Quiero discreción; por eso no he vuelto a hablar con la gente de allí. Ya se armó bastante alboroto cuando se publicó la noticia en los periódicos locales. No me gustaría que la prensa sensacionalista sugiriera que hubo algo misterioso en la muerte de mi hijo.
– Pero ¿usted cree que lo hubo? -inquirió Harkness.
– Por supuesto. La muerte de Ronald fue un accidente, un suicidio o un asesinato. Lo primero es improbable y lo segundo, inexplicable; de modo que sólo queda la tercera posibilidad. Por supuesto, usted se pondrá en contacto conmigo cuando llegue a alguna conclusión.
Se disponía a levantarse de su silla cuando Harkness preguntó:
– ¿Estaba usted conforme con la carrera que eligió su hijo, sir Alred? -Hizo una pequeña pausa antes de añadir-: Trabajo, vocación o como quiera llamarlo.
Algo en su tono -un difícil equilibrio entre tacto e interrogación- dejaban traslucir que no esperaba que su pregunta fuese bien recibida. Y no lo fue. Sir Alred respondió en voz baja, pero con un inconfundible dejo de advertencia:
– ¿Qué insinúa exactamente?
Harkness, que ya se había lanzado, no estaba dispuesto a dejarse intimidar.
– Me preguntaba si su hijo tenía alguna preocupación, un motivo concreto de inquietud.
Sir Alred miró deliberadamente su reloj.
– Sugiere que se suicidó. Creí que había dejado clara mi posición. Eso está descartado. Completamente descartado. ¿Por qué iba a matarse? Se había salido con la suya.
– ¿Usted no estaba de acuerdo? -preguntó Dalgliesh con delicadeza.
– ¡Desde luego que no! Es una profesión sin futuro. Si la actual decadencia continúa, la Iglesia anglicana se habrá extinguido dentro de veinte años. O será una secta excéntrica empeñada en mantener viejas supersticiones y edificios decrépitos…, eso si el Estado no los expropia para convertirlos en monumentos nacionales. Puede que la gente se aferre a la ilusión de la espiritualidad. No cabe duda de que la mayoría cree en Dios, y la idea de que la muerte equivale a la extinción no es agradable. Pero han dejado de creer en el cielo y no temen el infierno, de manera que no les dará por ir a la iglesia. Ronald tenía educación, inteligencia, oportunidades. No era tonto. Habría podido hacer algo con su vida. Conocía mi punto de vista, y ya habíamos zanjado la cuestión. De ningún modo iba a meter la cabeza bajo una tonelada de arena para fastidiarme.
Se puso de pie e hizo una breve inclinación de cabeza a Harkness y Dalgliesh. La entrevista había terminado. Dalgliesh bajó con él en el ascensor y lo acompañó hasta el Mercedes que el chófer acababa de detener frente a la puerta. Tal como había imaginado el comisario, sir Alred había calculado el tiempo con exactitud.
Dalgliesh se había vuelto para marcharse cuando una voz imperiosa lo llamó.
Sir Alred asomó la cabeza por la ventanilla.
– Supongo que habrá pensado en la posibilidad de que Ronald fuera asesinado en otra parte y luego arrastrado hasta la playa, ¿no?
– Sir Alred, puede estar seguro de que la policía de Suffolk contempló tal eventualidad.
– No sé si comparto su confianza en ellos. Sólo ha sido una hipótesis. Debería tenerla en cuenta.
No hizo un gesto para indicarle a su chófer, inmóvil e inexpresivo como una estatua ante el volante, que arrancase. En cambio, como movido por un impulso, añadió:
– Hay algo que me intriga. De hecho, se me pasó por la cabeza en la iglesia. Voy allí de vez en cuando, para la misa anual en el ayuntamiento, ¿sabe? Pensaba investigarlo cuando tuviese un momento. Es sobre el credo.
Dalgliesh era un experto en disimular su sorpresa.
– ¿Cuál de ellos, sir Alred? -preguntó.
– ¿Hay más de uno?
– En efecto; son tres.
– ¡Vaya! Bueno, cualquiera. Supongo que serán muy parecidos. ¿De dónde salen? Quiero decir: ¿quién los escribió?
Intrigado, Dalgliesh sintió la tentación de preguntarle si había formulado esta pregunta a su hijo, pero la prudencia prevaleció.
– Creo que un teólogo le resultaría más útil que yo, sir Alred.
– Usted es hijo de un pastor, ¿no? No tengo tiempo para ir interrogando a todo el mundo.
Dalgliesh regresó mentalmente al estudio de su padre en la rectoría de Norfolk, a datos que o bien le habían enseñado o había recogido curioseando en la biblioteca de su padre, a palabras que rara vez empleaba ahora y que sin embargo parecían arraigadas en su mente desde la infancia.
– El credo niceno fue redactado por el concilio de Nicea en el siglo iv. -Inexplicablemente, recordaba la fecha-. Creo que fue en el año 325. El emperador Constantino convocó el concilio para definir las creencias de la Iglesia y hacer frente a la herejía de los arríanos.
– ¿Por qué la Iglesia no lo actualiza? No nos remontamos al siglo iv para comprender la medicina, la ciencia o la naturaleza del universo. Yo no recurro a ideas del siglo iv para dirigir mis empresas. ¿Por qué hacerlo para entender a Dios?
– ¿Preferiría un credo del siglo xxi? -inquirió Dalgliesh. Le entraron ganas de preguntarle si tenía pensado escribir uno. En cambio, puntualizó-: En un cristianismo dividido como el actual, dudo que un concilio llegara a un acuerdo. Estoy seguro de que la Iglesia da por sentado que los obispos de Nicea recibieron una inspiración divina.
– Fue un concilio de hombres, ¿no? De hombres poderosos. Albergaban intenciones secretas, prejuicios y rivalidades. En esencia, todo giraba en torno al poder: quién lo conquista y quién lo pierde. Usted habrá formado parte de suficientes comisiones para saber cómo funcionan. ¿Ha conocido alguna que recibiese una inspiración divina?
– Ninguno de los grupos de trabajo del Ministerio del Interior, desde luego -repuso Dalgliesh, y agregó-: ¿Piensa escribir al arzobispo, o quizás al Papa?
Sir Alred lo observó con suspicacia, pero por lo visto decidió que, si estaba tomándole el pelo, lo pasaría por alto o le seguiría la corriente.
– Estoy demasiado ocupado. Además, ese asunto escapa de mi competencia. Me interesa, no obstante. Se les debería haber ocurrido a ellos. Si descubre algo en Saint Anselm, avíseme. Estaré fuera del país durante diez días, pero no hay prisa. Si mi hijo fue asesinado, sabré qué hacer. Si se suicidó…, bueno, sólo a él le atañía; pero de todas maneras me gustaría saberlo. -Se despidió con un ademán e introdujo rápidamente la cabeza en el coche al tiempo que indicaba al conductor-: Muy bien, Norris. Volvamos a la oficina.
El coche se alejó. Dalgliesh se quedó mirándolo por unos instantes. Alred no parecía un tipo que se molestara en disimular. ¿No había llegado a una conclusión excesivamente audaz, incluso presuntuosa? Era un hombre más complejo de lo que parecía, dotado de una mezcla de candidez, perspicacia, altanería y una inagotable curiosidad que, cuando se encaprichaba por un asunto, lo hacía merecedor de todo su interés. Dalgliesh, sin embargo, seguía intrigado. El dictamen sobre la muerte de Ronald, aunque sorprendente, había sido al menos misericordioso. ¿Había alguna razón, aparte de la natural preocupación paterna, para que Treeves insistiese tanto en que reabrieran el caso?
Regresó al séptimo piso. Harkness estaba mirando por la ventana.
– Un hombre extraordinario -dijo éste sin volverse-. ¿Le ha comentado algo más?
– Le gustaría reescribir el credo de Nicea.
– Es una idea absurda.
– Pero quizá menos perjudicial para la raza humana que el resto de sus actividades.
– Me refería a su pretensión de que un alto funcionario pierda el tiempo reabriendo la investigación de la muerte de su hijo. Sin embargo, no nos dejará en paz. ¿Hablarás con la policía de Suffolk, o prefieres que lo haga yo?
– Habrá que actuar con la máxima discreción posible. Peter Jackson fue transferido allí el año pasado como subdirector. Hablaré con él. Además, conozco Saint Anselm. Pasé tres veranos allí cuando era adolescente. Aunque dudo que me encuentre con la misma gente, supongo que mi visita les parecerá algo más o menos natural.
– ¿De veras lo crees? Es posible que vivan aislados del mundo, pero no creo que sean tan ingenuos. ¿Un comisario de la Policía Metropolitana interesado en la muerte accidental de un estudiante? En fin, no nos queda otra alternativa. Treeves no cejará en su empeño, y no podemos mandar a un par de sargentos a fisgonear en territorio ajeno. Si en efecto se trata de una muerte sospechosa, Suffolk deberá hacerse cargo, le guste o no a Treeves. Y más le valdría quitarse de la cabeza la idea de llevar en secreto una investigación por asesinato. Eso es algo que ni siquiera él puede manipular a su conveniencia. Qué extraño, ¿no? Quiero decir que resulta extraño que se tome tantas molestias, que convierta esto en una cuestión personal. Si no quiere que la prensa meta las narices en el caso, ¿por qué resucitarlo? ¿Por qué tomarse en serio esa nota? Debe de recibir muchas cartas de desequilibrados. Hubiera sido más lógico que la tirase a la basura.
Dalgliesh guardó silencio. Fuera cual fuese la motivación del remitente, el mensaje no le había parecido obra de un desequilibrado. Harkness se acercó un poco más a la ventana y, con los hombros encorvados, miró a la calle como si el familiar paisaje de torres y chapiteles acabara de transformarse en un interesante enigma. Sin desviar la vista, dijo:
– No demostró compasión por el joven, ¿verdad? Y las cosas no debieron de ser fáciles para él… Me refiero al chico. Lo adoptan, presumiblemente porque Treeves y su esposa creían que no podían tener hijos, y luego ella se queda embarazada y da a luz a un niño propio: el artículo legítimo, un ser que lleva la sangre de sus padres y no una criatura escogida por el Departamento de Asistencia Social. No se trata de un hecho insólito. Yo conozco un caso parecido. El niño adoptado siempre se siente como un intruso en la familia.
Pronunció esas palabras con una vehemencia apenas controlada.
– Tal vez eso lo explique todo -observó Dalgliesh tras un breve silencio-. Un sentimiento de culpa. Treeves no fue capaz de querer al chico mientras vivió, ni siquiera es capaz de llorar su muerte, pero puede conseguir que se haga justicia.
Harkness se volvió.
– ¿De qué les sirve la justicia a los muertos? -replicó con brusquedad-. Más vale concentrarse en la justicia para los vivos. Pero es posible que tengas razón. Bien, haz lo que puedas. Yo informaré al director general.
Aunque él y Dalgliesh llevaban ocho años tuteándose, le habló como si estuviese despidiendo a un sargento.
El expediente para la reunión con el ministro del Interior estaba preparado sobre el escritorio, los anexos señalados con separadores; su secretaria había actuado con su habitual eficiencia. Mientras guardaba los papeles en el maletín y bajaba en el ascensor, Dalgliesh liberó su mente de las preocupaciones de la jornada y la dejó vagar hasta la ventosa costa de Ballard’s Mere.
Así que al fin regresaría. Se preguntó por qué no había vuelto antes. Su tía había vivido en la costa de East Anglia, primero en una casa y luego en un molino reformado, y él habría podido pasar por Saint Anselm cuando iba a verla. ¿No lo había hecho a causa de un instintivo temor a desilusionarse, porque sabía que cuando uno vuelve a un sitio amado se halla siempre dominado por prejuicios, abrumado por la triste carga de los años? Y ahora regresaría como un extraño. Aunque el padre Martin seguía allí cuando visitó el lugar por última vez, sin duda se habría retirado ya; debía de tener ochenta años. Lo único que llevaría a Saint Anselm serían recuerdos no compartidos. Llegaría sin invitación y como funcionario de la policía para reabrir, con escasa justificación, un caso que seguramente había causado tristeza y vergüenza al personal del seminario. No obstante, ahora que estaba decidido a volver, la perspectiva le resultaba agradable.
Recorrió distraídamente los vulgares y burocráticos setecientos metros que separaban Broadway de Parliament Square, pero su mente albergaba una escena más tranquila, menos frenética: los frágiles acantilados de arena erguidos sobre una playa azotada por la lluvia; el espigón de roble, deteriorado por siglos de mareas pero aún firme ante los embates del mar; el camino de tierra, que antaño discurría a más de un kilómetro de la costa pero que ahora se hallaba peligrosamente cerca del borde del acantilado. Y el propio Saint Anselm, con las semiderruidas torres de estilo Tudor que flanqueaban el patio delantero, la puerta de roble con remaches de hierro y, detrás de la gran mansión victoriana de ladrillo y piedra, los bonitos claustros que rodeaban el patio oeste. El del norte conducía directamente a la iglesia medieval, la capilla de la comunidad. Recordó que los estudiantes llevaban sotanas y capas de estambre marrón con capucha para protegerse del viento, siempre presente en aquella costa. Los imaginó cubiertos con un sobrepelliz para las vísperas y acomodándose en los bancos de la iglesia; olió el aire impregnado de incienso, vio el altar -con más velas de las que su anglicano padre habría considerado oportunas- y encima de él, el retablo de la Sagrada Familia pintado por Rogier van der Weyden. ¿Seguiría allí? ¿Y conservarían aún esa otra posesión más secreta, misteriosa y celosamente guardada: el papiro de san Anselmo?
Sólo había pasado tres vacaciones escolares en el seminario. Su padre había intercambiado el puesto con un sacerdote de una conflictiva parroquia urbana para brindarle la oportunidad de cambiar de aires y de ritmo de vida. Los padres de Dalgliesh se resistían a encerrarlo en una ciudad industrial durante la mayor parte del verano, y consiguieron que lo invitaran a alojarse en la rectoría con los recién llegados. Sin embargo, la noticia de que el reverendo Cuthbert Simpson y su esposa tenían cuatro hijos menores de ocho años, incluidos unos gemelos de siete, había predispuesto a Dalgliesh contra esa idea; incluso a los catorce años, deseaba un poco de intimidad durante las largas vacaciones estivales. En consecuencia, había aceptado la invitación del rector de Saint Anselm, aunque su madre pensara que debería haber demostrado mayor generosidad ofreciéndose a quedarse y echar una mano con los gemelos.
El seminario estaba medio vacío, pues sólo unos pocos alumnos extranjeros habían decidido quedarse. Ellos y los sacerdotes se habían esforzado por hacer agradable la estancia de Dalgliesh: habían cortado el césped en un área situada detrás de la iglesia a fin de convertirla en un campo de críquet, y habían lanzado incansablemente para él. Recordaba que la comida era muy superior a la de la escuela, incluso a la de la rectoría, y que le gustaba su habitación pese a que no tenía vistas al mar. Pero por encima de todo había disfrutado de los paseos solitarios, bien hacia el sur -en dirección a la antigua laguna-, bien hacia el norte -en dirección a Lowestoft-; de la libertad para usar la biblioteca; del constante pero nada opresivo silencio; de la certeza de que podía tomar posesión de cada nuevo día con indiscutida libertad.
Y durante su segunda visita, el 3 de agosto, había aparecido Sadie.
«La nieta de la señora Millson vendrá a pasar unos días con su abuela -había dicho el padre Martin-. Creo que tiene aproximadamente tu edad, Adam. Quizá te haga compañía.» La señora Millson era la cocinera, aunque contaba sesenta y tantos años y hacía tiempo que estaba jubilada.
Hasta cierto punto, Sadie le había hecho compañía. Era una jovencita de quince años, con una fina melena de cabello trigueño que enmarcaba su delgada cara y unos ojos pequeños -de una curiosa tonalidad de gris con manchas verdes- que en el primer encuentro habían mirado a Dalgliesh con rencorosa intensidad. Aun así, no parecía molestarle caminar con él; rara vez hablaba, de vez en cuando recogía una piedra para arrojarla al mar y súbitamente echaba a correr con feroz determinación, sólo para detenerse más adelante y esperar a Dalgliesh, como un cachorrito que persigue una pelota.
Le vino a la mente un día. Después de una tormenta, el cielo se había despejado aunque el viento seguía soplando con violencia y las grandes olas rompían en la playa con el mismo furor que en las oscuras horas de la noche. Se habían sentado lado a lado al resguardo del espigón, pasándose una botella de limonada y bebiendo directamente de ella. Él le había escrito un poema: recordaba que había sido un ejercicio de imitación a Eliot (su pasión más reciente) más que un tributo a un sentimiento sincero. Ella lo había leído con el entrecejo fruncido y achicando mucho los ojos.
– ¿Lo has escrito tú?
– Sí, es para ti. Un poema.
– No, no es un poema porque no rima. Un chico de mi clase, Billy Price, escribe poesías. Y siempre riman.
– Es otra clase de poesía -replicó él, indignado.
– No es verdad. En una poesía, las palabras del final de cada verso tienen que rimar. Lo dice Billy Price.
Con el tiempo llegaría a creer que Billy Price tenía razón. Se levantó, rompió el papel en trozos pequeños y los arrojó a la húmeda arena, esperando que la siguiente ola los arrastrara hacia el olvido. «Para que luego hablen del poder erótico de la poesía», pensó. Pero la mente femenina de Sadie urdió un plan menos sofisticado y más atávico para alcanzar sus elementales objetivos.
– Apuesto a que no te atreves a lanzarte al agua desde el espigón -soltó.
Billy Price, pensó Dalgliesh, sin duda se habría atrevido a saltar desde el espigón, además de escribir poemas que rimaban. Sin decir una palabra, se levantó y se quitó la camisa. Vestido únicamente con pantalones cortos color caqui hizo equilibrios en el espigón, se detuvo por un instante, caminó sobre las resbaladizas algas hasta el borde y se arrojó de cabeza al turbulento mar. Era menos profundo de lo que pensaba, y se raspó las manos con las piedras antes de subir a la superficie. Aunque el mar del Norte estaba helado incluso en agosto, el impacto del frío duró poco. Lo que siguió fue aterrador. Se sintió presa de una fuerza incontrolable, como si unas fuertes manos lo asieran por los hombros y lo empujasen hacia atrás y hacia abajo. Jadeando, trató de nadar, pero la orilla quedó súbitamente oculta tras una alta cortina de agua. Chocó contra ella, notó que la corriente lo impulsaba hacia atrás y luego lo arrojaba hacia la luz del día. Nadó hacia el espigón, que parecía retroceder segundo a segundo.
Vio que Sadie estaba de pie en el borde, con el cabello al viento y agitando los brazos. Gritaba algo, pero él sólo oía un martilleo en los oídos. Se armó de valor, aguardó a que la ola avanzara y se dejó llevar, haciendo un pequeño progreso que trató desesperadamente de mantener antes de que la resaca le obligara a perder los pocos palmos que había ganado. Se dijo que no debía asustarse, que debía conservar sus fuerzas y aprovechar cada movimiento del agua hacia la costa. Por fin, avanzando con penosa lentitud, logró agarrarse del borde del espigón, jadeando. Durante varios minutos fue incapaz de mover un músculo, y ella le tendió la mano y lo ayudó a subir.
Se sentaron sobre un montículo de grava y Sadie, sin hablar, se quitó el vestido y comenzó a frotarle la espalda. Cuando estuvo seco, aún sin decir palabra, le tendió la camisa. Ahora recordó que la visión del cuerpo de la chica, de los pequeños pechos puntiagudos y los rosados y tersos pezones, no habían despertado deseo en él, sino un sentimiento que ahora reconocía como una mezcla de afecto y compasión.
– ¿Quieres ir a la laguna? -propuso ella entonces-. Conozco un lugar secreto.
¿Seguiría allí la laguna? Una extensión de agua turbia y quieta separada del turbulento mar por un banco de guijarros, con su aceitosa superficie que dejaba entrever profundidades insondables. Excepto en las peores tormentas, la estancada laguna y el agua salada nunca se juntaban por encima de esa voluble barrera. En los bordes, los troncos de negros árboles fosilizados se alzaban como tótems de una civilización perdida. Era un célebre reducto de aves marinas y, disimulados entre los árboles y los arbustos, había parapetos de madera, aunque sólo los más entusiastas observadores de pájaros se atrevían a penetrar en aquella oscura y siniestra porción de agua.
El lugar secreto de Sadie era el casco de madera de un barco hundido, medio enterrado en la arena en la franja de tierra que separaba el mar de la laguna. Aún quedaban algunos peldaños putrefactos para bajar al camarote, donde pasaron el resto de la tarde y todos los días siguientes. No había más luz que la que se colaba por entre las rendijas de las tablas de madera del techo, y se reían al ver las rayas que proyectaba sobre sus cuerpos, siguiendo las movedizas líneas con los dedos. Él leía, escribía o se sentaba en silencio contra la curva pared de la cabina mientras Sadie imponía su ordenada aunque excéntrica domesticidad al pequeño mundo de ambos. Disponía sobre piedras planas la merienda que le había preparado su abuela y se la entregaba ceremoniosamente a él, que debía comerla cuando ella lo decretase. Los botes de mermelada, que llenaban con agua de la laguna, contenían juncos, hierbas y misteriosas plantas de hojas gomosas procedentes de las grietas del acantilado. Juntos registraban la playa en busca de piedras con agujeros para añadirlas al collar que ella había hecho con una cuerda y colgado de la pared de la cabina.
Incluso años después de aquel verano, la combinación del olor a alquitrán, la dulzona podredumbre del roble y el penetrante aire de mar había tenido para él una carga erótica. Se preguntó dónde estaría Sadie ahora. Probablemente casada y con varios hijos de cabello dorado…, si su padre no se había ahogado, electrocutado o muerto de otra manera en el proceso de selección preliminar. Era difícil que quedasen restos del naufragio. Tras décadas de acometidas, el mar debía de haber cobrado por fin su presa. Y mucho antes de que la corriente arrastrase la última tabla de madera, la cuerda del collar debió de deshilacharse y romperse, dejando caer aquellas piedras cuidadosamente seleccionadas sobre la arena del suelo del camarote.
Era el jueves 12 de octubre, y Margaret Munroe estaba escribiendo su última anotación en el diario.
Al repasar este diario desde el principio, la mayor parte me parece tan aburrida que me pregunto por qué persevero. Las anotaciones posteriores a la muerte de Treeves han sido poco más que descripciones de mi rutina diaria intercaladas con comentarios sobre el tiempo. Después de la vista y del réquiem, fue como si desearan ocultar la tragedia, como si él nunca hubiera estado aquí. Ninguno de los alumnos habla de él; al menos conmigo y con los sacerdotes. Su cuerpo no regresó a Saint Anselm, ni siquiera para el réquiem. Sir Alred quería que lo incineraran en Londres, de manera que después de la vista se lo llevó una empresa fúnebre londinense. El padre John empaquetó las pertenencias del chico, y sir Alred envió a dos hombres a recogerlas junto con el Porsche. Las pesadillas cada vez son más escasas y ya no me despierto sudando, imaginando a un monstruo ciego y cubierto de arena que avanza a tientas hacia mí.
El padre Martin estaba en lo cierto: escribir todos los detalles de lo ocurrido me ha ayudado, así que seguiré con la tarea. Espero impaciente el final del día, cuando ya he recogido las cosas de la cena y puedo sentarme a la mesa con mi cuaderno. No tengo ningún otro talento, pero disfruto con las palabras, me gusta pensar en el pasado, tratar de analizar las cosas que me han sucedido y buscarles un sentido.
Pero lo que escriba hoy no será aburrido ni rutinario. Ayer fue un día diferente. Sucedió algo importante y debo contarlo para que el relato esté completo. Aunque, no sé si es prudente hacerlo. No es mi secreto y, si bien nadie excepto yo leerá estas líneas, no puedo evitar sentir que hay cosas que no conviene poner en un papel. Los secretos no pronunciados ni escritos permanecen a buen recaudo en la mente, pero escribirlos es como dejarlos sueltos y concederles el poder de propagarse por el aire, como el polen, y entrar en la mente de otros. Suena descabellado, lo sé, pero ha de haber algo de verdad en ello, de lo contrario, ¿por qué tengo la apremiante sensación de que debería detenerme ahora mismo? Por otro lado, no tiene sentido que continúe con el diario si voy a eludir los hechos más importantes. Y no hay peligro de que otros lean estas palabras, ni siquiera si las dejo en un cajón sin llave. Casi nadie entra aquí, y los que lo hacen no fisgonean entre mis cosas. Aunque tal vez debería tener más cuidado. Mañana pensaré en ello, pero ahora contaré lo que sé hasta donde me atreva.
Lo más curioso es que no habría recordado nada de esto si Eric Surtees no me hubiera regalado cuatro puerros de su huerto. Sabe que me gusta comerlos con salsa de queso para cenar, y a menudo me trae verduras. No soy la única; también las lleva a las otras casas y a la demás gente del seminario. Antes de que él llegase, yo estaba leyendo mi relato del descubrimiento del cuerpo de Ronald, y mientras desenvolvía los puerros la escena de la playa estaba fresca en mi memoria. Entonces até cabos y me vino a la mente algo más. El recuerdo se presentó con una claridad fotográfica, y evoqué cada gesto, cada palabra, todo salvo los nombres…, aunque no estoy segura de haberlos sabido nunca. Sucedió hace doce años, pero habría podido ser ayer.
Cené y me llevé el secreto a la cama. Por la mañana, sabía que debía contárselo a la persona interesada. Después, callaría para siempre. Aun así, primero tenía que comprobar si lo que recordaba era exacto, por lo que esta tarde, cuando fui de compras a Lowestoft, hice una llamada telefónica. Dos horas después, conté lo que sabía. No era asunto mío, y ya estoy tranquila. Después de todo, fue fácil, sencillo, nada inquietante. Me alegro de haber hablado. Me habría resultado incómodo seguir viviendo aquí sabiendo lo que sabía y callando, preguntándome constantemente si obraba bien. Ahora no tengo por qué preocuparme. De todos modos, aún me sorprende pensar que no habría atado cabos ni habría recordado nada si Eric no me hubiese traído esos puerros.
Ha sido un día agotador, y estoy muy cansada; quizá demasiado cansada para dormir. Creo que veré el principio del informativo y luego me iré a la cama.
Guardó el cuaderno en un cajón del escritorio. Luego se cambió las gafas por unas más apropiadas para ver la televisión, encendió el aparato y se arrellanó en el sillón de orejas, en uno de cuyos brazos descansaba el mando a distancia. Se estaba quedando sorda. El sonido se elevó de un modo alarmante antes de que regulara el volumen y la sintonía del programa terminara. Probablemente se quedaría dormida en el sillón, pero el esfuerzo de levantarse para ir a la cama se le antojó demasiado grande.
Estaba cabeceando cuando notó una ráfaga de aire fresco y tomó conciencia, más por intuición que porque hubiese oído algo, de que alguien había entrado en la habitación. Oyó que el pestillo de la puerta se cerraba. Estiró el cuello hacia un lado del sillón y vio de quién se trataba.
– Ah, es usted -dijo-. Supongo que le habrá extrañado ver las luces encendidas. Estaba pensando en irme a la cama.
La figura se acercó al respaldo del sillón, y ella alzó la cabeza, esperando una respuesta. Entonces las manos, unas manos fuertes, enfundadas en guantes de goma amarillos, descendieron sobre ella. Le cubrieron la boca y le taparon la nariz, empujándole la cabeza contra el respaldo.
Supo que había llegado su hora, pero no sintió temor; sólo una enorme sorpresa y una cansina resignación. Resistirse habría sido inútil, pero de todas maneras ella no deseaba hacerlo; lo único que quería era irse rápida y tranquilamente, sin dolor. Sus últimas sensaciones terrenas fueron la fría suavidad del guante en su rostro y el olor a látex en la nariz; después su corazón dio un postrer latido compulsivo y se detuvo.
El martes 17 de octubre, exactamente a las diez menos cinco, el padre Martin se dirigió a su pequeña buhardilla, situada en el ala sur del edificio y separada del despacho del padre Sebastian por una escalera de caracol y unos metros de pasillo. Hacía quince años que los sacerdotes celebraban su reunión semanal los martes a las diez de la mañana. El padre Sebastian presentaba su informe, y a continuación discutían incidentes y dificultades, ultimaban detalles para la eucaristía cantada del domingo y otros oficios, decidían a qué predicadores invitarían a participar y resolvían pequeños conflictos domésticos.
Después de la reunión, llamaban al delegado de los seminaristas para que hablase en privado con el padre Sebastian. Su tarea consistía en transmitir cualquier idea, queja o comentario del pequeño grupo de alumnos y a su vez recibir instrucciones o información que el claustro de profesores quisiera comunicar a los seminaristas, incluidos los pormenores de los oficios de la semana siguiente. Hasta ahí llegaba la participación de los estudiantes. Saint Anselm aún se ceñía a una anticuada interpretación de in statu pupillari, y todos respetaban la frontera entre educadores y educandos. No obstante, el régimen era sorprendentemente flexible, en particular en lo referente a los permisos de fin de semana, siempre y cuando los alumnos no se marcharan el viernes antes de las vísperas de las cinco y estuvieran de vuelta el domingo para la misa de las diez.
El despacho del padre Sebastian, situado encima del porche, daba al este y ofrecía una ininterrumpida vista del mar entre las dos torres de estilo Tudor. Aunque era demasiado amplio para un estudio, el padre Sebastian -al igual que el padre Martin antes que él- se había negado a estropear sus armoniosas proporciones con un tabique. Su secretaria, la señorita Beatrice Ramsey, ocupaba el recinto contiguo. Trabajaba allí de miércoles a viernes solamente, pero en esos tres días despachaba lo que a otras secretarias les llevaría cinco. Era una mujer madura que intimidaba con su rectitud y gazmoñería; el padre Martin siempre temía que se le escapara un pedo en su presencia. Ella profesaba auténtica devoción al padre Sebastian, aunque no era propensa a la sensiblería ni a la vergonzosa efusividad con que las solteronas suelen expresar su afecto por un párroco. De hecho, daba la impresión de que su respeto iba dirigido al ministerio más que al hombre, y parecía creer que una parte de su deber consistía en encargarse de que él estuviese siempre a la altura.
Además de ser amplio, el despacho del padre Sebastian contenía los objetos más valiosos que la señorita Arbuthnot había donado al seminario. Encima de la repisa de la chimenea -decorada con las palabras más representativas del ideario de Saint Anselm: Credo ut intelligam- colgaba un cuadro de Burne-Jones en el que unas jóvenes de increíble belleza y alborotadas melenas retozaban en un huerto. En un principio el cuadro estaba en el comedor, pero cierto día, sin dar explicaciones, el padre Sebastian lo había mandado trasladar a su estudio. El padre Martin había intentado disipar la sospecha de que esa decisión no obedecía al afecto del rector hacia el cuadro ni a su admiración por el artista, sino a un deseo de mantener vigilados los objetos más valiosos del seminario.
A la reunión de este martes sólo asistirían tres personas: el padre Sebastian, el padre Martin y el padre Peregrine Glover. El padre John Betterton se había excusado, pues tenía una cita urgente con el dentista en Halesworth. El padre Peregrine, el bibliotecario, se reunió con los otros dos unos minutos más tarde. A sus cuarenta y dos años, era el sacerdote más joven del seminario, aunque al padre Martin a menudo le parecía el más viejo. Las gafas redondas con montura de concha acentuaban el aspecto de lechuza de una cara regordeta y tersa, y el espeso cabello negro, con el flequillo recortado, sólo necesitaba una tonsura para asemejarse por completo al de un fraile medieval. La afabilidad de su rostro daba una idea engañosa de su fuerza física. Cuando se desvestían para nadar, la firme musculatura del padre Peregrine siempre sorprendía al padre Martin. Éste sólo nadaba ya en los días más calurosos, chapoteando aprensivamente y sobre pies temblorosos cerca de la orilla mientras contemplaba asombrado al padre Peregrine, que, ágil como un delfín, se zambullía de cabeza en el mar. En las reuniones de los martes, el padre Peregrine hablaba poco, casi siempre para constatar un hecho más que para expresar una opinión, pero siempre se le escuchaba. Poseía un historial académico notable: se había licenciado en Ciencias Naturales por Cambridge con promedio de sobresaliente antes de estudiar Teología y optar por el ministerio anglicano. En Saint Anselm enseñaba Historia de la Iglesia, a veces concediendo una desconcertante importancia a los avances del pensamiento y los descubrimientos científicos. Celoso guardián de su intimidad, se negaba en redondo a abandonar su pequeña habitación en la planta baja, en el fondo del edificio y cerca de la biblioteca, tal vez porque ese espacio aislado y austero le recordaba a la celda de monje que habría deseado ocupar. Estaba junto a la lavandería, y la única preocupación del padre Peregrine era que los estudiantes no usaran las anticuadas lavadoras después de las diez de la noche.
El padre Martin colocó tres sillas en semicírculo junto a la ventana, y, antes de sentarse, todos inclinaron la cabeza para rezar la oración de rigor, que el padre Sebastian pronunció sin concesiones a la liturgia contemporánea:
– Oh, Señor, asístenos en todos nuestros actos con Tu divina gracia y hónranos con Tu continua ayuda; que en todas nuestras obras, que comienzan, continúan y finalizan en Ti, glorifiquemos el santo Nombre y que al fin, gracias a Tu merced, alcancemos la vida eterna. Por Jesucristo nuestro Señor, amén.
Se sentaron, depositaron las manos sobre las rodillas, y el padre Sebastian comenzó:
– Lo primero que tengo que decir hoy es bastante inquietante. He recibido una llamada telefónica de Scotland Yard. Al parecer, sir Alred Treeves no está satisfecho con el dictamen sobre la muerte de Ronald y ha pedido a la policía que investigue el caso. Un tal Adam Dalgliesh, un comisario, llegará el viernes por la tarde. Naturalmente, me he comprometido a ofrecerle toda la ayuda que necesite.
La noticia fue recibida en silencio. El padre Martin sintió un nudo en el estómago.
– Pero si ya han incinerado el cuerpo -replicó-. Hubo una vista y un dictamen. Aunque sir Alred esté en desacuerdo con él, no veo qué puede descubrir aquí la policía. ¿Y por qué Scotland Yard? ¿Por qué un comisario? Es curioso que desperdicien de esta manera el tiempo de un alto funcionario.
El padre Sebastian esbozó su característica sonrisa sardónica.
– Creo que cabe dar por sentado que sir Alred acudió directamente a los altos cargos. Es típico de los hombres de su clase. Además, no podía pedir a la policía de Suffolk que reabriese el caso, puesto que ellos se ocuparon de la investigación anterior. En cuanto a la elección del comisario Dalgliesh, tengo entendido que planeaba venir a pasar unas cortas vacaciones en el condado y que conoce Saint Anselm. Por lo visto, Scotland Yard desea complacer a sir Alred con el mínimo de molestias para ellos y para nosotros. El comisario preguntó por usted, padre Martin.
Éste se debatía entre una vaga aprensión y la alegría.
– Lo conocí porque pasó sus vacaciones escolares aquí en tres ocasiones. Su padre era párroco en Norfolk; me temo que no recuerdo de qué parroquia. Adam era un joven encantador, inteligente y sensible. Naturalmente, no sé cómo es ahora. Pero será un placer volver a verlo.
– Los jóvenes encantadores, inteligentes y sensibles suelen convertirse en hombres insensibles y desagradables -observó el padre Peregrine-. Sin embargo, ya que no está en nuestras manos impedir que venga, me alegro de que su visita constituya un placer para uno de nosotros. No entiendo qué espera obtener sir Alred de esta nueva investigación. Si el comisario llega a la conclusión de que hubo juego sucio, sin duda la policía local lo relevará. «Juego sucio» es una expresión equivocada. La expresión deriva del inglés antiguo, pero ¿por qué usar una metáfora deportiva? Debería haber dicho «algo turbio».
Sus compañeros estaban demasiado acostumbrados al obsesivo interés del padre Peregrine por la semántica como para hacer comentarios al respecto. No obstante, era extraordinario oír esas palabras en voz alta, pensó el padre Martin, unas palabras que nadie se había atrevido a pronunciar desde la tragedia. El padre Sebastian se las tomó con calma.
– La idea de que haya algo turbio en el caso resulta absurda, desde luego. Si se hubiese encontrado algún indicio de que la muerte de Ronald no se debió a un accidente habría salido a relucir en la vista.
Sin embargo, cabía una tercera posibilidad, y todos estaban dándole vueltas. Aunque en Saint Anselm habían recibido el dictamen de muerte accidental como una bendición, la tragedia podría haber supuesto una catástrofe para el seminario. Y no había sido la única muerte. Quizá, pensó el padre Martin, el presunto suicidio había oscurecido el mortal ataque al corazón de Margaret Munroe. No los había sorprendido; de hecho, el doctor Metcalf les había advertido que la mujer podía morir en cualquier momento. Ella no había sufrido. Ruby Pilbeam la había encontrado a la mañana siguiente, apaciblemente sentada en un sillón. Ahora, cinco días después, era como si jamás hubiera formado parte de Saint Anselm. Su hermana -de cuya existencia nada sabían hasta que el padre Martin examinó los papeles de Margaret- había organizado el funeral, recogido los muebles y demás pertenencias de la difunta y excluido al seminario de las exequias. El padre Martin era el único que sabía cuánto le había afectado a Margaret la muerte de Ronald. A veces pensaba que él era el único que la echaba de menos.
– Esta semana, todas las habitaciones de huéspedes estarán ocupadas -anunció el padre Sebastian-. Además del comisario Dalgliesh, Emma Lavenham vendrá desde Cambridge, como convinimos, para dar tres días de clase sobre los poetas metafísicos. El inspector Roger Yarwood viajará desde Lowestoft. Padece un fuerte estrés desde su separación matrimonial y quiere pasar una semana aquí. Por supuesto, su visita no está vinculada con la muerte de Ronald Treeves. Clive Stannard volverá para continuar con su investigación sobre la vida cotidiana de los primeros tratadistas anglicanos. Puesto que todas las habitaciones para invitados estarán ocupadas, tendremos que alojarlo en la de Peter Buckhurst. El doctor Metcalf quiere que Peter permanezca en la enfermería por el momento. Allí estará más cómodo y pasará menos frío.
– Lamento que Stannard regrese -protestó el padre Peregrine-. Esperaba no verlo más. Es un joven maleducado, y sus pretensiones de investigador resultan poco convincentes. Le pedí su parecer sobre la influencia del caso Gorham en el cambio de opinión de los tratadistas sobre J. B. Mosley y fue evidente que no sabía de qué le hablaba. Su presencia en la biblioteca me molesta, y creo que a los seminaristas les ocurre lo mismo.
– Su abuelo fue un benefactor del seminario y su representante legal. No me gustaría que ningún miembro de esa familia fuese mal recibido. Sin embargo, eso no le da derecho a pasar un fin de semana gratis cada vez que le apetezca venir. El trabajo del seminario tiene prioridad. Si vuelve a pedir permiso para instalarse entre nosotros, solucionaremos el asunto con tacto.
– ¿Y el quinto visitante? -preguntó el padre Martin.
El esfuerzo del padre Sebastian por controlar su voz no fue enteramente eficaz:
– El archidiácono Crampton ha anunciado por teléfono que llegará el sábado y se quedará hasta el domingo después del desayuno.
– ¡Ya estuvo aquí hace dos semanas! -exclamó el padre Martin-. No pensará convertirse en un asiduo, ¿no?
– Me temo que así sea. La muerte de Ronald Treeves ha reabierto la discusión sobre el futuro de Saint Anselm. Como saben, mi política ha sido siempre la de evitar polémicas, continuar con nuestro trabajo en silencio y ejercer toda la influencia que tengo sobre los círculos eclesiásticos para evitar que cierren el seminario.
– No hay razones para cerrarlo, aparte de la pretensión de la Iglesia de centralizar la formación teológica en tres centros -repuso el padre Martin-. Si dicha decisión se impone, cerrarán el seminario, pero eso no guardará la menor relación con la calidad de nuestra enseñanza ni con la competencia de nuestros seminaristas.
El padre Sebastian pasó por alto esa constatación de lo evidente y dijo:
– Esta visita plantea otro problema, desde luego. Durante la última estancia del archidiácono, el padre John se tomó unas pequeñas vacaciones. Dudo que pueda volver a hacerlo. No obstante, la presencia del archidiácono será dolorosa para él y, como es natural, incómoda para nosotros.
Nada más cierto, pensó el padre Martin. El padre John Betterton había llegado a Saint Anselm después de pasar varios años en prisión. Lo habían enviado allí por abusar sexualmente de dos jóvenes feligreses de su antigua parroquia. Aunque él se había declarado culpable, su delito se había limitado a caricias y tocamientos indebidos, y no habría pisado la cárcel si el archidiácono Crampton en persona no se hubiera ocupado de buscar pruebas que lo incriminasen. Habían interrogado a los niños del coro -ahora jóvenes adultos-, hallado nuevos indicios de delito y alertado a la policía. El incidente había causado resentimiento y pesar, y la perspectiva de tener bajo el mismo techo al archidiácono y al padre John horrorizaba al padre Martin. Una profunda compasión lo embargaba cada vez que veía al padre John realizando sus tareas casi con sigilo, recibiendo la eucaristía sin celebrarla jamás, buscando en Saint Anselm un refugio más que una ocupación. Resultaba evidente que el archidiácono había cumplido con lo que él consideraba su deber y quizá fuese injusto suponer que, en este caso, ese deber no le hubiera resultado desagradable. Sin embargo, era inexplicable que hubiera perseguido de modo tan implacable un hermano con quien no podía tener un antagonismo personal, pues en aquel entonces ni siquiera se conocían.
– Me pregunto si Crampton estaba… bueno… en sus cabales cuando persiguió al padre John. Aquel asunto fue bastante irracional -observó el padre Martin.
– ¿A qué se refiere? -inquirió el padre Sebastian con brusquedad-. No insinuará que estaba mentalmente desequilibrado, ¿verdad?
– Bueno, todo sucedió poco después del suicidio de su esposa -respondió el padre Martin-, una etapa difícil para él.
– El duelo por un ser querido siempre constituye una etapa difícil. Aun así, no veo por qué su tragedia personal iba a afectarle la razón en el caso del padre John. Yo también pasé momentos terribles después de la muerte de Veronica.
El padre Martin tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir una sonrisa. Lady Veronica Morell había muerto al caer de su caballo durante una partida de caza, en una de sus visitas a la casa familiar que nunca había abandonado del todo y practicando un deporte al que jamás había querido renunciar. El padre Martin sospechaba que el padre Sebastian no habría preferido otra clase de muerte para ella. La expresión «mi esposa se rompió el cuello mientras cazaba» poseía un toque de distinción del que carecían frases como «mi esposa murió de neumonía». El padre Sebastian jamás había mostrado la menor intención de volver a casarse. Tal vez el hecho de que fuese hija de un conde, aunque le llevara cinco años y presentara un notorio parecido con los animales que adoraba, lo había llevado a considerar poco atractiva, o incluso degradante, la idea de unirse a una mujer de menor alcurnia. Consciente de que sus pensamientos eran innobles, el padre Martin hizo un rápido y mudo acto de contrición.
De hecho, lady Veronica le caía bien. Recordó a la larguirucha mujer caminando a paso vivo por el claustro después del último oficio al que había asistido, y diciéndole a su marido: «Tu sermón ha sido demasiado largo, Seb. No he entendido ni la mitad, y estoy segura de que los mozos tampoco se han enterado de nada.» Lady Veronica siempre se refería a los estudiantes como «mozos». Quizá creyera que su marido dirigía unas cuadras para caballos de carreras, pensó el padre Martin.
En el pasado, todo el mundo había notado que el padre Sebastian estaba más tranquilo y alegre cuando su esposa se encontraba en el seminario. Aunque el padre Martin jamás se habría atrevido a imaginar al padre Sebastian y a lady Veronica en el lecho conyugal, le había bastado con verlos para saber que entre ellos existía una gran afinidad. Ésa era, se dijo, otra manifestación de la heterogeneidad y las rarezas de la vida matrimonial, una vida que un solterón impenitente como él se había limitado a observar con fascinación. Acaso la afinidad fuese tan importante como el amor pero más duradera, pensó.
– Cuando llegue Raphael le informaré de la visita del archidiácono, por supuesto. Le profesa un gran cariño al padre John; de hecho, su postura ante el asunto no es en absoluto imparcial. No nos convendría que provocara una discusión. Sólo serviría para perjudicar al seminario. Tiene que entender que, además de ser miembro del consejo de administración de Saint Anselm, el archidiácono es nuestro invitado, y debe tratarlo con todo el respeto que merece un eclesiástico.
– ¿No fue el inspector Yarwood quien se ocupó de la investigación del suicidio de la primera esposa del archidiácono? -preguntó el padre Peregrine.
Los demás sacerdotes lo miraron con asombro. Era la clase de información que solía conseguir el padre Peregrine. A veces daba la impresión de que su subconsciente era un depósito de los más variados datos y sucesos, que él era capaz de rememorar a voluntad.
– ¿Está seguro? -inquirió el padre Sebastian-. En esa época, los Crampton vivían en el norte de Londres. El archidiácono se trasladó a Suffolk después de la muerte de su esposa. El caso debe de haber estado en manos de la Policía Metropolitana.
– Estas cosas se leen en los periódicos -replicó el padre Peregrine con tranquilidad-. Recuerdo bien la crónica de la vista. Ya verán que el hombre que prestó testimonio en nombre de la policía fue un agente llamado Roger Yarwood. Por entonces era sargento de la Policía Metropolitana.
El padre Martin frunció el entrecejo.
– En tal caso, será un inconveniente. Mucho me temo que el inevitable encuentro entre ambos reaviva dolorosos recuerdos en el archidiácono. El remedio, sin embargo, no está en nuestras manos. Yarwood necesita unos días de descanso para recuperarse, y ya nos hemos comprometido a cederle una habitación. Nos fue de gran ayuda tres años atrás, antes de que lo ascendieran, cuando estaba dirigiendo el tráfico y el padre Peregrine chocó contra un camión aparcado. Como ya saben, ha estado asistiendo con regularidad a la misa del domingo, y creo que le hace bien estar aquí. Si su presencia trae recuerdos tristes al archidiácono, éste deberá afrontar la situación, del mismo modo que le sucede al padre John. Alojaré a Emma en Ambrosio, junto a la iglesia; al comisario Dalgliesh, en Jerónimo; al archidiácono, en Agustín, y a Roger Yarwood, en Gregorio.
Les esperaba un fin de semana incómodo, pensó el padre Martin. Sería penoso para el padre John reencontrarse con el archidiácono, y el propio Crampton no acogería con agrado el encuentro, aunque difícilmente lo tomaría por sorpresa; de hecho, debía de saber que el padre John estaba en Saint Anselm. Y a menos que el padre Peregrine se equivocara -cosa que nunca ocurría-, la reunión del archidiácono con el inspector Yarwood resultaría violenta para ambos. Sería difícil controlar a Raphael o mantenerlo a distancia del archidiácono; al fin y al cabo, era el representante de los seminaristas. Por otro lado, estaría Stannard. Con independencia de sus dudosos motivos para visitar Saint Anselm, siempre era un huésped conflictivo. La presencia más problemática sería la de Adam Dalgliesh, un hombre que los observaría con ojos experimentados y escépticos y les recordaría un desgraciado suceso que todos creían haber dejado atrás.
La voz del padre Sebastian lo sacó de sus cavilaciones.
– Creo que ha llegado la hora del café.
Raphael Arbuthnot entró y aguardó de pie, con la actitud airosa y confiada que lo caracterizaba. La negra sotana de botones forrados caía con elegancia desde sus hombros y, a diferencia de las de los demás seminaristas, parecía recién estrenada; su austeridad contrastaba con la cara pálida y el brillante cabello de Raphael, confiriéndole un aspecto a un tiempo sacerdotal y teatral. El padre Sebastian no podía verlo a solas sin sentirse ligeramente incómodo. Él mismo era un hombre apuesto, y siempre había apreciado -tal vez en exceso- la apostura en otros hombres y la belleza en las mujeres. Sólo en el caso de su esposa la había considerado irrelevante. Sin embargo, la belleza en un hombre se le antojaba desconcertante, incluso repulsiva. Los jóvenes varones, y en particular los ingleses, no deberían parecerse a los disolutos dioses griegos. No es que Raphael tuviese rasgos andróginos, pero el padre Sebastian sabía que la clase de belleza que poseía era más susceptible de atraer a los hombres que a las mujeres, aunque no hiciese mella en su propio corazón.
Una vez más, acudió a su mente la más insistente de las muchas preocupaciones que le impedían estar con Raphael sin que volvieran a asaltarle antiguas dudas. ¿Hasta qué punto era sincera su vocación? ¿Habían obrado bien al aceptarlo como alumno cuando, por así decirlo, formaba parte de la familia? Saint Anselm era el único hogar que Raphael había conocido desde que su madre, la difunta señorita Arbuthnot, lo había dejado en el seminario veinticinco años antes, cuando era un niño de dos semanas, ilegítimo y no deseado. ¿No habría sido más inteligente, más prudente quizás, animarlo a solicitar una plaza en otro sitio, como en Cuddesdon o en Saint Stephen’s House, en Oxford? No obstante, el propio Raphael había insistido en formarse en Saint Anselm. ¿No había lanzado la velada amenaza de que, si no se ordenaba allí, no lo haría en ninguna otra parte? Tal vez se habían mostrado demasiado complacientes con él por temor a que la Iglesia perdiese al último de los Arbuthnot. En fin, ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto, y resultaba irritante comprobar con cuánta frecuencia su inútil inquietud por Raphael interfería en cuestiones más urgentes y prácticas. El padre Sebastian la apartó resueltamente de su mente y se concentró en los asuntos del seminario.
– Nos ocuparemos en primer lugar de algunos detalles sin importancia, Raphael. Los alumnos que se empeñan en aparcar delante del seminario deberían proceder de forma más ordenada. Como sabes, prefiero que dejen las motos y los coches en la parte trasera, fuera del recinto. Si insisten en hacerlo en el patio delantero, que al menos demuestren un poco de consideración. Este asunto irrita sobre todo al padre Peregrine. Y ¿podrían hacer el favor de no usar las lavadoras después de las completas? El ruido distrae al padre Peregrine. Por otra parte, ahora que falta la señora Munroe, las sábanas se cambiarán cada dos semanas. Los propios alumnos deberán ir a buscarlas y hacerse la cama. Estamos buscando una nueva encargada de la ropa blanca, pero es posible que tardemos en encontrarla.
– Sí, padre. Informaré de ello.
– Hay otras dos cuestiones más importantes. El viernes recibiremos la visita del comisario Dalgliesh, de Scotland Yard. Por lo visto, sir Alred Treeves está insatisfecho con el dictamen de la vista y ha solicitado que se abra una nueva investigación. No sé cuánto tiempo pasará aquí el comisario, aunque supongo que sólo el fin de semana. Como es lógico, todos debemos cooperar con él. Eso significa que hay que responder a sus preguntas con veracidad y sin reservas, lo que no equivale a aventurar opiniones.
– Pero Ronald ya ha sido incinerado, padre. ¿Qué espera probar el comisario Dalgliesh? No puede revocar el fallo de la vista, ¿verdad?
– Supongo que no. Creo que simplemente se trata de convencer a sir Alred de que la muerte de su hijo se ha investigado a fondo.
– Eso es del todo ridículo. La policía de Suffolk fue muy meticulosa. ¿Qué pretende descubrir ahora Scotland Yard?
– En mi opinión, muy poca cosa. De todas maneras, el comisario Dalgliesh vendrá y se alojará en Jerónimo. Además de Emma Lavenham, vendrán otras visitas. El inspector Yarwood permanecerá unos días aquí con el fin de recuperarse. Necesita descanso y silencio, así que supongo que tomará algunas de las comidas en su habitación. El señor Stannard vendrá para proseguir su trabajo de investigación en la biblioteca. También el archidiácono Crampton nos ofrecerá una breve visita. Llegará el sábado y se marchará el domingo, después del desayuno. Lo he invitado a pronunciar la homilía de las completas del sábado. La congregación será pequeña, pero no podemos hacer nada al respecto.
– Si lo hubiese sabido, padre -dijo Raphael-, habría hecho planes para marcharme.
– Lo sé. Teniendo en cuenta que eres nuestro estudiante más avanzado, espero que te quedes al menos hasta después de las completas y lo trates con la cortesía que merece un visitante, un hombre mayor y un sacerdote.
– No tengo ningún problema con las dos primeras formas de tratamiento; es la tercera la que se me atraganta. ¿Cómo es capaz de mirarnos a la cara, y en especial al padre John, después de lo que hizo?
– Deduzco que, como la mayoría de nosotros, se consuela pensando que hizo lo que le parecía justo.
El rostro de Raphael enrojeció.
– ¿Cómo pudo parecerle justo enviar a un hermano sacerdote a prisión? -exclamó-. Sería una vergüenza para cualquiera; pero en su caso fue abominable. Y precisamente el padre John, el más considerado y amable de los hombres…
– Olvidas que el padre John se declaró culpable en el juicio, Raphael.
– Se declaró culpable de conducta deshonrosa con dos menores. No los violó, ni los sedujo ni les causó daños físicos. No habría ido a la cárcel si Crampton no se hubiese empeñado en hurgar en el pasado, desenterrar la historia de aquellos tres jóvenes y convencerlos de que declarasen. ¿Qué interés tenía él en ese pleito?
– Consideró que era su deber. Recuerda que el padre John también declaró haber realizado tales actos, que eran bastante más graves.
– Desde luego. Porque se sentía culpable. Se siente culpable del mero hecho de estar vivo. Pero lo que quería, por encima de todo, era evitar que esos jóvenes cometiesen perjurio. El daño que se harían a sí mismos si mentían en un tribunal le resultaba insoportable. Quería ahorrárselo a toda costa, aunque para ello tuviese que ir a la cárcel.
– ¿Te lo ha dicho él? -interrumpió de golpe el padre Sebastian-. ¿Has hablado de este asunto con el padre John?
– No abiertamente. Pero es verdad; lo sé.
El padre Sebastian se sentía incómodo. Era una explicación plausible. A él también se le había ocurrido. Sin embargo, aunque esta perspicaz interpretación psicológica era propia de un sacerdote como él, resultaba desconcertante oírla de boca de un alumno.
– No tenías derecho a hablar del tema con el padre John, Raphael -le recriminó-. Él cumplió su sentencia y vino a vivir y a trabajar con nosotros. El pasado ha quedado atrás. Es una pena que deba coincidir con el archidiácono, pero si te entrometes no le facilitarás las cosas; ni a él, ni a nadie. Todos tenemos una parte oscura. La del padre John está entre él y Dios, o entre él y su confesor. Tu intervención sería un acto de arrogancia espiritual.
Como si no lo hubiese oído, Raphael dijo:
– Todos sabemos por qué viene Crampton, ¿no? Para buscarle nuevas pegas al seminario. Quiere que cierren Saint Anselm. Lo dejó claro desde el mismo momento en que el obispo lo nombró miembro del consejo de administración.
– Y si alguien lo trata con descortesía, le proporcionará la excusa que necesita. Para mantener abierto Saint Anselm me he visto obligado a usar todas mis influencias y llevar a cabo mi trabajo con discreción, evitando ganarme enemigos poderosos. El seminario atraviesa una mala racha y la muerte de Ronald Treeves no nos ha ayudado. -Hizo una pausa antes de formular una pregunta que, hasta el momento, había eludido-: Sin duda habréis hablado de su muerte. ¿Cuál es la opinión de los estudiantes?
Notó que la pregunta no era bien recibida. Raphael tardó unos instantes en responder:
– La opinión más generalizada, padre, es que Ronald se suicidó.
– Pero ¿por qué? ¿Tenéis alguna hipótesis?
Esta vez el silencio fue más prolongado.
– No, padre, no tenemos ninguna -contestó Raphael al fin.
El padre Sebastian se acercó al escritorio y echó un vistazo a un papel. Luego habló con tono más expeditivo.
– Veo que el seminario estará prácticamente vacío este fin de semana. Sólo quedaréis cuatro alumnos. ¿Te importaría recordarme por qué se marchan casi todos cuando acaba de empezar el trimestre?
– Tres estudiantes han empezado sus prácticas parroquiales, padre. A Rupert le han pedido que predique en Saint Margaret, y creo que irán a oírlo otros dos alumnos. La madre de Richard cumple cincuenta años, y la fecha coincide con sus bodas de plata, de manera que le han concedido un permiso especial para asistir a la celebración. Luego, como recordará, Toby Williams se instalará oficialmente en su primera parroquia y varias personas irán a acompañarlo. De manera que quedamos Henry, Stephen, Peter y yo. A mí me gustaría marcharme después de las completas. Me perderé la instalación de Toby, pero quisiera estar presente cuando oficie su primera misa en la parroquia.
El padre Sebastian seguía examinando el papel.
– Sí, ahora me salen las cuentas. Podrás irte después de la homilía del archidiácono; pero, ¿no tenías una clase de griego con el señor Gregory después de la misa del domingo? Será mejor que arregles ese asunto con él.
– Ya lo he hecho, padre. Tiene un hueco para mí el lunes.
– Bien, entonces creo que es todo por esta semana, Raphael. Por cierto, puedes llevarte tu trabajo. Está sobre el escritorio. En uno de sus libros de viajes, Evelyn Waugh escribió que concebía la Teología como la ciencia de la simplificación, en la cual las ideas nebulosas y escurridizas se vuelven inteligibles y claras. Tu trabajo no es ni una cosa ni la otra. Además, empleas mal el término «emular». No es sinónimo de imitar.
– Por supuesto que no. Lo lamento, padre. Yo podría imitarlo a usted, pero jamás conseguiría emularlo.
El padre Sebastian se volvió para ocultar una sonrisa.
– Te recomiendo encarecidamente que no intentes ninguna de las dos cosas.
La sonrisa permaneció en sus labios incluso después de que Raphael cerrase la puerta. Entonces el rector recordó que no le había arrancado una promesa de buena conducta. Si el joven hubiera dado su palabra, sin duda la cumpliría, pero no lo había hecho. Les aguardaba un fin de semana difícil.
Antes del amanecer, Dalgliesh salió de su piso de Queenshythe con vistas al Támesis. El edificio, ahora reconvertido en las modernas oficinas de una entidad financiera, había sido un almacén, y el olor a especias, huidizo como la memoria, impregnaba aún las amplias habitaciones, de mobiliario austero y revestimiento de madera, que él ocupaba en la última planta. En el momento de la venta y reforma de la finca, había resistido terminantemente los intentos del futuro propietario de anular su largo contrato de arrendamiento, y al final, después de que él rechazase la última y ridículamente alta oferta, la promotora inmobiliaria había reconocido su derrota y renunciado a renovar el último piso. La propia compañía le había instalado una discreta puerta en un costado del edificio y un ascensor privado y seguro, todo a cambio de un alquiler un poco más alto, pero con un contrato aún más largo. Dalgliesh sospechaba que el edificio, tal como estaba, reunía las condiciones ideales para la empresa y que la presencia de un policía de alto rango en la planta alta proporcionaba al guarda nocturno una reconfortante aunque infundada sensación de seguridad. Dalgliesh había conservado todo lo que le importaba: intimidad, pisos deshabitados bajo sus pies por las noches, poco ruido durante el día y una amplia vista a la cambiante vida que arrastraba el Támesis.
Condujo hacia el este por la City hasta Whitechapel Road, en dirección a la A12. A pesar de la temprana hora -las siete de la mañana-, las calles no estaban totalmente desiertas de coches, y pequeños grupos de oficinistas comenzaban a emerger de las estaciones de metro. Londres nunca dormía del todo, y él disfrutaba esta calma matutina, los primeros movimientos de una vida que en pocas horas se volvería bulliciosa, la relativa tranquilidad de avanzar por las calles libres de obstáculos. Cuando llegó a la A12, escapando de los tentáculos de Eastern Avenue, la primera rendija rosada del cielo nocturno se había convertido en una vasta extensión blanca, y los campos y setos se habían cubierto de un luminoso tono gris que permitía que los árboles y los arbustos, con la traslúcida delicadeza de una acuarela japonesa, cobrasen nitidez poco a poco y mostrasen la incipiente majestuosidad del otoño. Buena época para contemplar los árboles, pensó. Sólo en primavera ofrecían mayor placer a la vista. Las hojas no habían caído aún, y el oscuro perfil de las angulosas ramas adquiría nitidez tras una difusa nube de verdes, amarillos y rojos.
Mientras conducía meditó sobre el propósito de su viaje y analizó sus razones -sin duda poco ortodoxas- para involucrarse en la muerte de un joven desconocido, un caso que ya había sido investigado, examinado por un juez de instrucción y oficialmente cerrado de una forma tan definitiva como la incineración que había reducido el cuerpo a cenizas. No había actuado de forma impulsiva al ofrecerse a investigarlo, no había sido impulsivo, pues rara vez se dejaba mover por impulsos en su trabajo. Su decisión tampoco había obedecido por completo al deseo de sacar a sir Alred del despacho, aunque se trataba de un hombre cuya ausencia solía ser preferible a su presencia. Una vez más especuló sobre la preocupación del magnate por la muerte de un hijo adoptivo por quien no parecía sentir afecto. Aunque quizá lo estuviese interpretando negativamente. Al fin y al cabo, sir Alred era un hombre acostumbrado a ocultar sus sentimientos. Cabía la posibilidad de que quisiera a su hijo más de lo que demostraba. ¿O acaso estaba obsesionado por descubrir la verdad, por inconveniente, desagradable y difícil de esclarecer que fuese? En tal caso, se trataba de un motivo que Dalgliesh era capaz de entender.
Avanzó con rapidez y llegó a Lowestoft en menos de tres horas. Hacía años que no recorría el pueblo, y en su última visita le había impresionado el deprimente aire de deterioro y pobreza del lugar. Los hoteles del paseo marítimo, que en tiempos más prósperos habían alojado a los veraneantes de la burguesía, ahora anunciaban partidas de bingo. Las puertas y ventanas de muchas tiendas estaban cegadas con tablas, y los transeúntes de tez cenicienta andaban con paso cansino. Ahora, no obstante, se apreciaba una especie de renacimiento. Habían reparado los tejados y estaban pintando algunas casas. Dalgliesh tuvo la sensación de que entraba en una población que miraba con optimismo hacia el futuro. El puente que conducía a los muelles le resultó familiar, y mientras lo cruzaba su estado de ánimo mejoró. De niño, lo había recorrido en bicicleta para ir a comprar arenques frescos. Le vino a la memoria el olor de los brillantes pescados que se deslizaban desde los cubos hasta su mochila y el peso de ésta sobre sus hombros cuando regresaba con la cena o el desayuno para los sacerdotes. Percibió el conocido aroma a agua y alquitrán y con el mismo placer del pasado contempló los botes en el puerto, preguntándose si todavía sería posible comprar pescado en el muelle. Aunque así fuese, no volvería a llevar un regalo a Saint Anselm con el entusiasmo y la satisfacción de un adolescente.
Abrigaba la ilusión de que la comisaría de policía se asemejara a las que él recordaba de su infancia: una casa adosada o independiente reformada para un uso policial y con una lámpara azul en el exterior como única señal de la metamorfosis. En cambio, se encontró con un edificio moderno, con la fachada cruzada por una línea de oscuras ventanas, una antena de radio erguida con imponente autoridad en el tejado y la bandera británica ondeando en un mástil en la entrada.
Lo esperaban. La joven del mostrador de recepción lo saludó con un atractivo acento de Suffolk y con alegría, como si su llegada fuese lo único que le faltaba para terminar su jornada laboral.
– El sargento Jones le está esperando, señor. Lo llamaré y bajará enseguida.
El sargento Irfon Jones era un hombre de facciones delicadas, y su tez clara, apenas bronceada por el sol y el viento, contrastaba con el cabello prácticamente negro. Las primeras palabras que pronunció desvelaron de inmediato su nacionalidad.
– El señor Dalgliesh, ¿no? Lo esperaba. Acompáñeme, por favor, el señor Williams sugirió que utilizáramos su despacho. Lamenta mucho no estar aquí para recibirle, el jefe está en una reunión en Londres. Claro que usted ya lo sabía. ¿Quiere pasar por aquí, señor?
Mientras lo seguía por una puerta de cristal opaco y a lo largo de un estrecho corredor, Dalgliesh dijo:
– Está lejos de casa, sargento.
– Así es, señor Dalgliesh. A seiscientos kilómetros exactamente. Me casé con una chica de Lowestoft, ¿sabe?, y ella es hija única. Su madre no se encuentra bien, así que Jenny quería estar cerca de casa. En cuanto se presentó la ocasión, pedí el traslado desde Gower. Me da igual un sitio que otro mientras esté junto al mar.
– Es un mar muy diferente.
– Una costa muy diferente, pero ambas igual de peligrosas. No es que se produzcan muchas muertes. La de ese pobre chico es la primera en tres años y medio. Hay carteles de advertencia, y los lugareños conocen los riesgos de andar por el acantilado. O deberían conocerlos. Además, es un lugar bastante aislado. No vienen muchas familias con niños por aquí, que digamos, señor. El señor Williams ha despejado su escritorio. Aunque en realidad no hay muchas pruebas importantes que examinar. ¿Tomará café? Sólo tengo que encender la cafetera.
Sobre una bandeja había dos tazas con las asas escrupulosamente alineadas, una cafetera, una lata con una etiqueta que decía «café», una jarra con leche y un hervidor eléctrico. El sargento Jones se aplicó con eficiencia y algo de meticulosidad en la preparación, y el café salió excelente. Se sentaron en dos sillas de oficina situadas frente a la ventana.
– Tengo entendido que usted acudió a la playa al recibir la llamada -comentó Dalgliesh-. ¿Qué ocurrió exactamente?
– El primero en llegar no fui yo, sino el joven Brian Miles. Es el guardia local. El padre Sebastian telefoneó desde el seminario y Miles se encaminó hacia allí en el acto. No tardó más de media hora. Junto al cadáver sólo encontró a dos personas: el padre Sebastian y el padre Martin. El pobre chico estaba muerto, eso era evidente. Pero Brian es un muchacho listo y no le gustó lo que vio. No digo que pensara que era una muerte sospechosa, pero nadie puede negar que fue extraña. Como soy su supervisor, me llamó y me localizó aquí. Eran casi las tres, y puesto que el doctor Mallinson, el médico de la policía, se encontraba por casualidad en la comisaría, emprendimos juntos el camino.
– ¿En la ambulancia? -preguntó Dalgliesh.
– No, en ese momento no. Sé que en Londres el juez de instrucción dispone de una ambulancia propia, pero aquí tenemos que recurrir al servicio local para transportar un cadáver. La ambulancia había salido y tardó cerca de una hora y media en recoger el cadáver. Cuando llegamos al depósito hablé con el ayudante, que estaba convencido de que el juez pediría una autopsia. El señor Mellish es un hombre muy escrupuloso. Fue entonces cuando decidimos tratar el caso como una muerte sospechosa.
– ¿Qué encontraron exactamente en el lugar de los hechos?
– Bueno, el chico había perdido la vida, señor Dalgliesh. El doctor Mallinson certificó la muerte de inmediato; pero no hacía falta un médico para darse cuenta de su estado. En opinión del doctor, llevaba cinco o seis horas muerto. Cuando nosotros llegamos, todavía estaba medio sepultado. Aunque el señor Gregory y la señora Munroe habían desenterrado gran parte del cuerpo y la parte superior de la cabeza, la cara y los brazos aún estaban bajo la arena. Los padres Sebastian y Martin permanecieron en la playa. Ninguno de los dos podía hacer nada, pero el padre Sebastian insistió en quedarse hasta que sacáramos el cadáver. Creo que quería rezar. Así que terminamos de desenterrar al pobre chico, le dimos la vuelta y lo tendimos en una camilla. Entonces el doctor Mallinson lo examinó mejor. No había gran cosa que ver: estaba cubierto de arena y muerto. Eso es todo.
– ¿Presentaba lesiones visibles?
– Ninguna, señor Dalgliesh. Pero cuando uno acude al escenario de semejante accidente, se hace preguntas, ¿no? Es lógico. El doctor Mallinson, sin embargo, no encontró señales de violencia; ni un corte en la cabeza ni nada por el estilo. Naturalmente, no podíamos predecir lo que hallaría en la autopsia el doctor Scargill, nuestro patólogo forense. El doctor Mallinson dijo que él sólo haría un cálculo aproximado de la hora de la muerte y que deberíamos esperar los resultados de la autopsia. No es que creyéramos que había algo sospechoso en el caso; de hecho, en ese momento nos parecía bastante claro. El chico estaba caminando por el acantilado, demasiado cerca del saliente, y éste cedió bajo su peso. Era lo más probable y lo que dictaminaron tras la autopsia.
– ¿O sea que no observó nada sospechoso?
– Bueno, más que sospechoso, extraño. El muchacho estaba en una posición rara: boca abajo, como un conejo o un perro que hubiese estado escarbando en el acantilado.
– ¿Y no encontraron nada cerca del cadáver?
– Su ropa: una capa marrón y una túnica negra con botones…, la sotana. Estaban pulcramente dobladas.
– ¿Y algo susceptible de utilizarse como arma?
– Bueno, sólo un trozo de madera. Lo encontramos al desenterrar el cuerpo. Estaba bastante cerca de la mano derecha del muchacho. Lo traje a la comisaría por si era importante, pero nadie le prestó atención. Si quiere verlo, aún está aquí, señor. No entiendo por qué no lo tiraron a la basura después de la vista. No tenía huellas digitales ni restos de sangre.
Se dirigió a un armario situado en el fondo del despacho y extrajo un objeto envuelto en plástico. En efecto, se trataba de un pedazo de madera clara de unos setenta centímetros de largo. Al examinarlo, Dalgliesh vio unas manchas azules que parecían de pintura.
– A mi juicio, no ha estado en el agua, señor -señaló el sargento Jones-. Es posible que lo encontrase en la arena y lo recogiera sin ningún propósito. La gente recoge objetos en la playa por una especie de instinto. Al padre Sebastian se le ocurrió que tal vez el palo procedía de una vieja caseta de baño que habían demolido y que estaba justo en lo alto de la escalera que conduce a la playa. Por lo visto, el padre Sebastian pensó que la vieja caseta azul y blanca resultaba antiestética y que era preferible construir otra de madera sin pintar. Y eso es lo que hicieron. Además de usarla como vestuario, guardan en ella un bote de rescate, por si alguno de los bañistas necesita ayuda. La vieja caseta estaba muy deteriorada. Sin embargo, no se habían llevado todos los restos, y aún quedaba una pila de tablas podridas. Supongo que ya no estarán allí.
– ¿Había huellas de pisadas?
– Bueno, es lo primero que buscamos. La arena había borrado las del chico, pero encontramos una línea interrumpida de huellas más arriba. Eran suyas; lo sabemos por los zapatos, ¿sabe? De todos modos, recorrió la mayor parte del trayecto por las piedras, como podría haber hecho cualquiera. La arena estaba bastante pisoteada en el lugar de los hechos. Es lógico, teniendo en cuenta que la señora Munroe, el señor Gregory y los dos sacerdotes no se habían molestado en mirar dónde ponían los pies.
– ¿A usted le sorprendió el dictamen?
– Bueno, debo admitir que sí. Habría sido más razonable que se declarasen incompetentes para determinar las causas de la muerte. El señor Mellish formó parte del jurado; le gusta participar cuando el caso es complicado o de interés público. Hubo unanimidad entre los ocho miembros. Para qué negarlo: un veredicto no concluyente resulta siempre insatisfactorio, y Saint Anselm es una institución muy respetada en la zona. Están aislados, desde luego, pero los jóvenes predican en iglesias cercanas y prestan un servicio a la comunidad. Con eso no quiero decir que el jurado se equivocase. En fin, eso es lo que dictaminaron.
– Sir Alred no tiene motivos para poner en entredicho la rigurosidad de la investigación -apuntó Dalgliesh-. Dudo que hubiera sido posible llevarla mejor.
– Yo también lo dudo, señor Dalgliesh, y el forense opina lo mismo.
El sargento Jones no parecía disponer de más información, por lo que Dalgliesh le agradeció su ayuda y el café antes de marcharse. La tabla con restos de pintura azul estaba envuelta y etiquetada. Dalgliesh se la llevó, más que nada porque pensó que eso se esperaba de él.
En un extremo del aparcamiento, un hombre cargaba cajas de cartón en el maletero de un Rover. Al ver que Dalgliesh subía a su Jaguar, lo miró fijamente por unos instantes y luego, como movido por una súbita resolución, se acercó a él. Dalgliesh se encontró ante una cara prematuramente envejecida a causa del sufrimiento o la falta de sueño. Ofrecía un aspecto que había visto demasiado a menudo para no reconocerlo.
– Usted debe de ser el comisario Adam Dalgliesh. Ted Williams me comunicó que vendría. Soy el inspector Roger Yarwood. Estoy de baja por enfermedad y he venido a recoger parte de mis cosas. Sólo quería decirle que nos veremos en Saint Anselm. Los padres me acogen de vez en cuando. El seminario sale más barato que un hotel, y la compañía es más agradable que la del manicomio local, la alternativa lógica. Ah, y la comida es mejor.
Las palabras salieron de un tirón, como si las hubiese ensayado, y en los negros ojos del hombre había una expresión a un tiempo desafiante y avergonzada. A Dalgliesh no le agradó la noticia, pues alimentaba la absurda esperanza de ser el único huésped.
– No se preocupe -agregó Yarwood, como intuyendo su reacción-, no iré a su habitación a tomar cerveza después de las completas. Quiero alejarme de los chismorreos de la policía. Y sospecho que usted también.
Antes de que Dalgliesh pudiese hacer algo más que estrecharle la mano, Yarwood saludó con una breve inclinación de cabeza y se alejó con paso decidido hacia su vehículo.
Dalgliesh había avisado que llegaría al seminario después de comer. Antes de salir de Lowestoft, compró en una charcutería pan caliente, mantequilla, paté de campaña y medio litro de vino. Como siempre que abandonaba la ciudad, iba provisto de un vaso y un termo con café.
Salió del pueblo por callejuelas laterales y luego tomó un camino lleno de rodadas y cubierto en parte de maleza, apenas lo bastante ancho para el Jaguar. Al ver un portalón abierto con una amplia vista a los campos otoñales, se detuvo para comer, no sin antes apagar el teléfono móvil. Bajó del coche, se sentó contra uno de los postes de la portalada y cerró los ojos para escuchar el silencio. Era uno de esos momentos que más anhelaba en su ajetreada vida, en los que tenía la certeza de que nadie en el mundo sabía dónde estaba ni podía localizarlo. Una brisa de aroma dulzón transportó hasta él los casi imperceptibles sonidos del campo: el lejano canto de un pájaro imposible de identificar, el susurro del viento entre las altas hierbas, el crujido de una rama por encima de su cabeza. Después de comer, caminó a paso vigoroso unos setecientos metros, regresó al coche y puso rumbo a la A12 y Ballard’s Mere.
Un poco antes de lo que esperaba apareció el desvío; el mismo e imponente fresno -aunque ahora cubierto de hiedra y en franca decadencia- y, a su izquierda, dos casas bonitas con cuidados jardines. El estrecho camino, casi un sendero, estaba ligeramente hundido, y el crecido seto invernal que rodeaba el terraplén obstaculizaba la vista del cabo, de manera que sólo donde los arbustos eran menos espesos se vislumbraban las altas chimeneas de ladrillo y la cúpula sur del lejano Saint Anselm. No obstante, cuando llegó al acantilado y torció hacia el norte por la pedregosa carretera costera, Dalgliesh avistó el estrambótico edificio de ladrillo y piedra, tan colorido e irreal como un recortable de cartón contra el intenso azul del cielo. El edificio parecía moverse hacia él, llevando inexorablemente consigo imágenes de la adolescencia y vagos recuerdos de cambiantes estados de ánimo: alegría y dolor, incertidumbre y luminosa esperanza. El edificio no parecía haber cambiado. Las dos ruinosas torres de estilo Tudor, por entre cuyas grietas asomaban malas hierbas, todavía montaban guardia en la entrada del patio delantero, y al pasar entre ellas Dalgliesh admiró de nuevo la casa, esta vez en todo su complejo y autoritario esplendor.
Durante su adolescencia había imperado una actitud de desprecio hacia la arquitectura victoriana, y a la sazón él había contemplado el edificio con el debido desdén, aunque sintiéndose ligeramente culpable por ello. El arquitecto, quizá presionado por el propietario original, había incorporado todos los detalles al uso: chimeneas altas, miradores, una cúpula central, una torre al sur, una fachada almenada y un enorme porche de piedra. No obstante, Dalgliesh pensó que el resultado era menos discordante y monstruoso de lo que le había parecido en su juventud, y que el arquitecto había conseguido al menos un equilibrio y unas proporciones no del todo desagradables en su dramática mezcla de romanticismo medieval, estilo neogótico y domesticidad victoriana.
Lo estaban esperando. Antes incluso de que cerrase la portezuela del coche, se abrió la puerta principal y una frágil figura vestida con sotana bajó con cuidado los tres peldaños de piedra.
Reconoció al padre Martin Petrie de inmediato, aunque le sorprendió que continuara en la casa siendo ya un octogenario. Sin embargo, no cabía la menor duda de que ése era el hombre a quien Dalgliesh había admirado y… sí, también amado, en su juventud. Paradójicamente, los años se desvanecieron al tiempo que desvelaban sus inevitables estragos. Los huesos del rostro del anciano destacaban sobre el fino y descarnado cuello; el largo mechón de pelo que cruzaba la frente, antes de un intenso castaño, era ahora blanco plateado y fino como el de un bebé; la boca, con su grueso labio inferior, había perdido firmeza. Se estrecharon la mano. Para Dalgliesh fue como sujetar un montón de huesos dislocados envueltos en un fino guante de gamuza. A pesar de todo, el apretón del padre Martin todavía era fuerte. Los ojos, aunque hundidos, aún destilaban la inconfundible armonía de la autoridad espiritual. Al mirarlos, Dalgliesh captó algo más que la alegría lógica de quien recibe a un viejo amigo: lo que vio fue una mezcla de aprensión y alivio. Se asombró otra vez, no sin remordimiento, de haber dejado transcurrir tantos años. Había regresado por casualidad, movido por un impulso; y en ese instante se preguntó qué le aguardaba exactamente en Saint Anselm.
– Lamento tener que pedirte que dejes el coche en la parte de atrás -dijo el padre Martin mientras lo acompañaba al interior del edificio-. Al padre Peregrine no le gusta ver automóviles en el patio delantero. Pero no hay prisa. Te instalaremos en tu antigua habitación: Jerónimo.
Cruzaron el amplio vestíbulo con diseño de damero y una gran escalera de roble que conducía a las habitaciones de la planta superior, rodeadas por una galería. Al percibir el olor a incienso, cera de muebles, libros viejos y comida, Dalgliesh se sintió invadido por los recuerdos. En apariencia, nada había cambiado, salvo la presencia de un cuartito adicional a la izquierda de la entrada. A través de la puerta abierta, Dalgliesh atisbo un altar. Quizá fuese un oratorio, pensó. Al pie de la escalera aún se erguía la Virgen esculpida en madera, iluminada por la misma lámpara roja y con un búcaro lleno de flores en el pedestal. Cuando se detuvo a mirarla, el padre Martin aguardó pacientemente a su lado. Era una buena réplica de La Virgen y el niño que estaba en el museo Victoria and Albert y el nombre de cuyo autor Dalgliesh no recordaba. No tenía el aire de doliente devoción característico de esas figuras ni era una representación simbólica de futuros sufrimientos. Tanto la madre como el hijo reían: el bebé con sus regordetes brazos extendidos, y la Virgen, casi una niña, embelesada en la contemplación de su pequeño.
Mientras subían la escalera, el padre Martin dijo:
– Seguro que te ha extrañado verme. Oficialmente ya estoy retirado, desde luego, pero me han pedido que colabore en las clases de teología pastoral. El padre Sebastian Morell es el rector desde hace quince años. Aunque supongo que tendrás ganas de volver a ver tus lugares favoritos, el padre Sebastian nos está esperando. Siempre oye la llegada de los coches. El despacho del rector ocupa el mismo sitio de antes.
El hombre que se levantó de la silla de su escritorio para recibirlos era muy distinto del dulce padre Martin. Medía más de metro ochenta y era más joven de lo que Dalgliesh había imaginado. El cabello castaño claro, apenas matizado de plata y peinado hacia atrás, dejaba al descubierto una frente fina y prominente. La boca de aspecto inflexible, la nariz ligeramente ganchuda y la larga barbilla conferían fuerza a una cara de un atractivo quizá demasiado convencional, aunque austero. El rasgo más llamativo eran los ojos; Dalgliesh pensó que su intenso color azul chocaba de manera desconcertante con la agudeza de la mirada que el rector le dirigió. Era un rostro propio de un hombre de acción: de un soldado, antes que de un académico. La impecable sotana de gabardina negra parecía una prenda incongruente en un hombre que exudaba semejante poder.
Hasta los muebles de la habitación se le antojaron discordes. El escritorio, sobre el cual descansaban un ordenador y una impresora, era agresivamente moderno, pero encima de él colgaba un crucifijo tallado que bien podría ser medieval. En la pared de enfrente se apreciaba una colección de grabados recortados del Vanity Fair y en los que se caricaturizaba a prelados Victorianos: caras con barba, afeitadas, delgadas, rubicundas, lánguidas, con expresión piadosa o segura encima de los pectorales y las mangas de batista. A cada lado de la chimenea de piedra, decorada con un lema grabado, colgaban fotografías enmarcadas de personas y paisajes que sin duda ocupaban un lugar especial en la memoria de su propietario. Sin embargo, justo encima de la chimenea se veía un cuadro muy diferente. Era un óleo de Burne-Jones, un hermoso sueño romántico que rezumaba la célebre luz del pintor, una luz imposible de hallar en la tierra o en el mar. El cuadro mostraba a cuatro jovencitas reunidas alrededor de un manzano, luciendo guirnaldas y largos vestidos de muselina floreada en tonos rosados y pardos. Una estaba sentada, con un libro abierto en la mano y un gato acurrucado sobre el brazo derecho; otra sujetaba una lira y miraba a lo lejos con aire pensativo; las dos restantes estaban de pie: una con el brazo en alto, a punto de arrancar una manzana madura, mientras la otra extendía su delantal, con delicadas manos de largos dedos, para recibir la fruta. Dalgliesh observó que contra la pared derecha había otro objeto de Burne-Jones: un aparador de dos cajones y altas patas rectas con ruedas decorado con dos tablas: una de una mujer que alimentaba a unos pájaros; la otra, de un niño rodeado de corderos. Dalgliesh se acordaba tanto del cuadro como del aparador, aunque en sus visitas anteriores estaban en el refectorio. El deslumbrante romanticismo de estas piezas contrastaba con la austeridad monacal del resto del despacho.
Una sonrisa cordial transformó el rostro del rector, pero fue tan breve que podría haber sido consecuencia de un espasmo muscular.
– ¿Adam Dalgliesh? Le doy la bienvenida. El padre Martin me ha comentado que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo aquí. Desearía que hubiese vuelto en circunstancias más agradables.
– Yo también, padre -respondió Dalgliesh-. Espero no tener que molestarles durante mucho tiempo.
El padre Sebastian señaló los dos sillones situados a ambos lados de la chimenea, y el padre Martin acercó la silla del escritorio.
– Debo reconocer -dijo el padre Sebastian cuando los tres se hubieron sentado- que la llamada de su subdirector me sorprendió mucho. ¿No le parece un desperdicio de recursos humanos enviar a un comisario de la Policía Metropolitana a investigar la acción del cuerpo provincial en un caso que, aunque trágico, no reviste una importancia especial y quedó oficialmente cerrado tras la correspondiente vista? -Hizo una pausa y añadió-: ¿O incluso una medida irregular?
– No, padre, no es una medida irregular. Poco convencional, quizá. Sin embargo, puesto que yo tenía previsto venir a Suffolk, pensamos que ahorraríamos tiempo si pasaba por aquí, y que tal vez sería conveniente para el seminario que me ocupase en persona del caso.
– La mayor ventaja es que lo ha obligado a volver por aquí. Naturalmente, responderemos a todas sus preguntas. Sir Alred Treeves no ha tenido la amabilidad de ponerse en contacto con nosotros. No asistió a la vista, pues según tengo entendido estaba en el extranjero, pero envió a un abogado como observador. Que yo recuerde, éste no expresó insatisfacción. Aunque apenas hemos tratado con él, sir Alred siempre se ha mostrado difícil. Nunca disimuló su malestar ante la elección profesional de su hijo…, que él, por supuesto, nunca calificaría de «vocación». Nos cuesta entender sus motivos para solicitar que reabran el caso. No hay más que tres posibilidades. El asesinato queda descartado: Ronald no tenía enemigos aquí, y nadie ha ganado nada con su muerte. ¿Un suicidio? Es una explicación triste pero probable, desde luego, aunque en su conducta no había indicios de una infelicidad que justificase tamaña decisión. Sólo queda la muerte accidental. Yo suponía que sir Alred había acogido el dictamen con alivio.
– No obstante, hay que tener en cuenta el anónimo del que, si no me equivoco, el subdirector le ha hablado -dijo Dalgliesh-. Si sir Alred no lo hubiese recibido, yo no estaría aquí.
Lo sacó de su billetera y se lo entregó. El padre Sebastian le echó un breve vistazo.
– Es evidente que fue escrito con un ordenador -observó-. Aquí tenemos algunos…, uno de ellos en mi despacho, como ve usted.
– ¿Tiene idea de quién puede haberlo enviado?
Sin volver a mirar el papel, el padre Sebastian lo devolvió con un gesto de desdén.
– No. Tenemos algunos enemigos. Quizás ésa sea una palabra demasiado fuerte; sería más preciso decir que hay personas que preferirían que este seminario no existiese. Su oposición, empero, es ideológica, teológica o económica, relacionada con los recursos de la Iglesia. Me resisto a creer que alguno de ellos se haya rebajado hasta el punto de escribir esa calumnia. Y me sorprende que sir Alred la haya tomado en serio. Un hombre poderoso como él debería estar acostumbrado a recibir anónimos. Por descontado, le ofreceremos toda la ayuda posible. Supongo que antes de nada querrá inspeccionar el lugar donde murió Ronald. Por favor, discúlpeme si lo envío solo con el padre Martin. Esta tarde he de ocuparme de una visita y otros asuntos urgentes. Las vísperas se cantan a las cinco, por si desea asistir. Después tomaremos un aperitivo aquí antes de cenar. Como recordará, no servimos vino en las comidas de los viernes, pero cuando tenemos compañía nos parece razonable ofrecerles una copa de jerez antes de la cena. Este fin de semana tenemos cuatro visitantes aparte de usted: el archidiácono Crampton, uno de los miembros del consejo de administración del seminario; la doctora Emma Lavenham, que viene de Cambridge todos los trimestres para iniciar a los alumnos en el legado literario del anglicanismo; el doctor Clive Stannard, que se documenta en nuestra biblioteca; y otro policía, el inspector Roger Yarwood, que en la actualidad está de baja por enfermedad. Ninguno de ellos se hallaba presente cuando murió Ronald. Si quiere saber quiénes estaban aquí entonces, el padre Martin le entregará una lista. ¿Cenará usted con nosotros?
– Esta noche no, padre, aunque procuraré regresar para las completas.
– Entonces lo veré en la iglesia. Espero que se sienta cómodo en su habitación.
El padre Sebastian se puso en pie, dando por concluida la entrevista.
Supongo que querrás pasar por la iglesia camino de tu habitación -sugirió el padre Martin.
Saltaba a la vista que contaba con la conformidad de Dalgliesh, incluso con su entusiasmo, y no se equivocaba. El comisario estaba deseando volver a ver la pequeña iglesia.
– ¿La Virgen de Van der Weyden sigue encima del altar? -preguntó.
– Sí, desde luego. Ella y El juicio final son nuestras principales atracciones. Bueno, es posible que la palabra «atracción» no resulte apropiada. No he querido decir que fomentemos las visitas. Recibimos pocas, y siempre con cita previa. No damos publicidad a nuestros tesoros.
– ¿El Van der Weyden está asegurado, padre?
– No, nunca lo ha estado. No podemos permitirnos pagar la prima y, como dice el padre Sebastian, el retablo es irremplazable. El dinero no serviría para comprar otro. Aun así, somos precavidos. El aislamiento del edificio facilita las cosas, desde luego, y tenemos un moderno sistema de alarma. El tablero de control está junto a la puerta que comunica el claustro norte con el presbiterio, y el dispositivo protege también la puerta sur. Creo que lo instalaron mucho después de tu última visita. El obispo insistió en que tomásemos medidas de seguridad si queríamos conservar el retablo; y tenía razón, por supuesto.
– Creo recordar que cuando yo era adolescente la iglesia permanecía abierta todo el día -señaló Dalgliesh.
– Sí, pero eso fue antes de que los expertos confirmaran la autenticidad del retablo. A mí me entristece que haya que cerrarla, sobre todo habida cuenta de que nos encontramos en un seminario. Por eso mandé construir un pequeño oratorio cuando aún era rector. No pudimos consagrar el cuarto en sí, ya que forma parte de otro edificio, pero sí consagramos el altar, de manera que los alumnos disponen de un lugar donde rezar o meditar después de los oficios.
Para acceder a la puerta del claustro norte desde la parte posterior del edificio pasaron por el guardarropa. Era una habitación dividida en dos por un largo banco y una barra con perchas, debajo de las cuales había un receptáculo para los zapatos o las botas. La mayor parte de los ganchos estaba libre, pero de media docena de ellos colgaban capas marrones con capucha. Estas, al igual que las sotanas negras, seguramente habían sido adquiridas a instancias de la autoritaria fundadora del seminario, Agnes Arbuthnot. Si era así, ella habría recordado la fuerza y la inclemencia de los vientos del este en aquella despejada costa. A la derecha del vestuario, la puerta entornada de la lavandería permitía entrever cuatro lavadoras y una secadora, todas de gran tamaño.
Dalgliesh y el padre Martin salieron de la penumbra de la casa al claustro, y el vago pero penetrante aroma a academicismo anglicano se desvaneció con el aire fresco del silencioso y soleado patio. Como en su adolescencia, a Dalgliesh le asaltó la sensación de retroceder en el tiempo. Aquí los barrocos ladrillos rojos de la época victoriana cedían el paso a la simplicidad de la piedra. Los claustros, con sus esbeltas columnas, rodeaban tres lados del patio de adoquines. En las paredes revestidas con lajas de York había una sucesión de idénticas puertas de roble que conducían a las dos plantas destinadas a los dormitorios para estudiantes. Los cuatro apartamentos para visitantes daban a la fachada oeste del edificio principal y estaban separados del muro de la iglesia por una verja de hierro forjado, tras la que se divisaban varias hectáreas de terreno cubierto de pálidos matorrales y, más allá, el verde más intenso de los lejanos campos de remolacha. En el centro del patio, un vetusto castaño de Indias comenzaba a mostrar su otoñal decrepitud. Al pie del retorcido tronco, del que unos trozos de corteza se desprendían como postillas, habían brotado pequeños vástagos con hojas tan verdes y tiernas como los primeros retoños de la primavera. Más arriba, las grandes ramas estaban cubiertas de amarillo y marrón, y las hojas secas, retorcidas como dedos momificados, se veían agostadas y frágiles entre castañas de un luminoso tono caoba.
Dalgliesh creyó descubrir nuevos elementos en aquel escenario. Entre ellos, las sobrias pero elegantes macetas de barro alineadas a los pies de las columnas. Si bien debían de componer una bonita estampa en verano, los deformes tallos de los geranios, ahora leñosos, y las escasas flores supervivientes constituían un triste recordatorio de glorias pasadas. Habían plantado la fucsia que trepaba vigorosamente por la pared oeste de la casa cuando Dalgliesh era un niño. Aún tenía muchas flores, mas las hojas empezaban a perder su color y los dispersos montículos de pétalos caídos semejaban manchas de sangre.
– Entraremos por la puerta de la sacristía -indicó el padre Martin, sacando un abultado llavero del bolsillo de la sotana-. Siempre tardo en encontrar la llave, aunque ya debería conocerla, pero son tantas…, además, mucho me temo que jamás me acostumbre al sistema de seguridad. Tal como está programado, tenemos un minuto entero para teclear los cuatro dígitos, pero el pitido es tan débil que ya casi no lo oigo. Al padre Sebastian le molestan los sonidos estridentes, sobre todo en la iglesia. Si la alarma se dispara, arma un alboroto aterrador en el edificio principal.
– ¿Quiere que lo haga yo, padre?
– No, gracias, Adam. Me las apañaré. Nunca me ha costado recordar el número, corresponde al año en que la señorita Arbuthnot fundó el seminario: 1861.
A un ladrón se le ocurriría fácilmente, pensó Dalgliesh.
La sacristía era más grande de lo que recordaba y por lo visto hacía también las veces de guardarropa y cocina. A la izquierda de la puerta que comunicaba con la iglesia había una hilera de colgadores. Otra pared estaba ocupada por armarios para las vestiduras litúrgicas. Había dos sillas de madera, una pequeña pila con escurridero y, encima de un armario de fórmica, una cafetera y un hervidor eléctrico. Contra la pared habían apilado dos botes grandes de pintura blanca y uno más pequeño de pintura negra, todo junto a un frasco de mermelada que contenía pinceles. A la izquierda de la puerta y debajo de una de las dos ventanas, había un escritorio con cajones sobre cuya mesa reposaba una cruz de plata. Más arriba, Dalgliesh vio una caja de seguridad empotrada. El padre Martin se percató de que la observaba.
– El padre Sebastian la mandó instalar para guardar los cálices y la patena del siglo xvii -explicó-. Los donó la señorita Arbuthnot y son muy valiosos. Precisamente por eso antes los guardábamos en el banco, pero el padre Sebastian decidió que debíamos usarlos. Yo creo que tiene razón.
A un lado del escritorio, la pared estaba decorada con fotografías de color sepia, todas de los primeros tiempos del seminario. Dalgliesh, siempre interesado en las fotos antiguas, se acercó a examinarlas. Una de ellas debía de ser de la señorita Arbuthnot, pensó. Estaba flanqueada por dos sacerdotes con sotana y birrete, ambos más altos que ella. Tras un rápido pero escrupuloso escrutinio, resultaba obvio para Dalgliesh quién era la personalidad dominante. Lejos de dejarse amilanar por la severidad clerical de sus custodios, la señorita Arbuthnot estaba serena, con los dedos enlazados sobre los pliegues de la falda. Su ropa era sencilla, aunque cara; incluso en la foto era posible apreciar el brillo de la blusa con cuello alto y mangas abullonadas y la excelente calidad de la falda. No llevaba joyas, salvo un camafeo en el cuello y una cruz que pendía de una cadena. El cabello severamente recogido y en apariencia muy rubio, rodeaba un rostro en forma de corazón, y bajo las cejas rectas y más oscuras los ojos se hallaban bastante separados entre sí. Dalgliesh se preguntó si alguna vez la risa habría roto ese aire serio y más bien amedrentador. En su opinión, era la foto de una mujer hermosa que no se recreaba en su belleza y había buscado las gratificaciones del poder en otros ámbitos.
La nostalgia lo invadió al percibir el olor a incienso y humo de las velas. Mientras se dirigían a la nave izquierda, el padre Martin dijo:
– Supongo que querrás volver a ver El juicio final.
La obra se iluminaba con una lámpara acoplada a una columna cercana. El padre Martin extendió el brazo, y la tenebrosa e indescifrable escena cobró vida. Se hallaban ante una gráfica representación del juicio final pintada sobre madera, un conjunto en forma de media luna de unos cuatro metros de diámetro. Arriba estaba Cristo sentado en la Gloria, con sus manos heridas extendidas sobre el drama que se desarrollaba abajo. La figura central era san Miguel. Empuñaba una pesada espada en la mano derecha y con la izquierda sostenía una balanza en la que pesaba las almas de los justos y los malvados. A la izquierda, un demonio de rabo escamoso y sonrisa lasciva, la personificación del horror, aguardaba a sus presas. Los virtuosos alzaban sus pálidas manos en actitud de oración, mientras que los condenados formaban una retorcida masa de negros, barrigudos y boquiabiertos hermafroditas. Junto a éstos, un grupo de diablillos menores con tridentes y cadenas arrojaban a sus víctimas a las fauces de un pez descomunal con una dentadura que parecía una hilera de espadas. A la izquierda, el cielo estaba representado como un hotel con almenas, ante cuya puerta un ángel portero daba la bienvenida a las almas desnudas. San Pedro, ataviado con una capa y una triple tiara, recibía a los bienaventurados más importantes. Aunque todos iban desnudos, lucían aún los distintivos de su rango: un cardenal con bonete escarlata, un obispo con mitra, un rey y una reina con sendas coronas. Esta visión medieval del cielo no era muy democrática, pensó Dalgliesh. En su opinión, todos los bienaventurados tenían un semblante de piadoso aburrimiento; a los condenados se les veía bastante más vitales, más desafiantes que arrepentidos, mientras los lanzaban con los pies por delante a la garganta del pez. Uno de ellos, más corpulento que los demás, se resistía a su destino y parecía hacer un ademán de desprecio a san Miguel. El juicio final, que en tiempos pretéritos ocupaba un sitio más destacado, se valía del miedo al infierno para inculcar la virtud y la conformidad social en las congregaciones medievales. Ahora lo contemplaban académicos interesados en el tema o visitantes que ya no temían el infierno y esperaban encontrar el cielo en este mundo, no en el siguiente.
– Es un juicio final notable, quizás uno de los mejores del país, pero no puedo evitar desear que lo pusieran en otro sitio -confesó el padre Martin-. Data aproximadamente del año 1480. No sé si has visto el de Wenhaston. Éste se le parece tanto que es probable que lo haya pintado el mismo monje de Blythburgh. El de ellos estuvo a la intemperie durante muchos años e hizo falta restaurarlo, mientras que el nuestro se conserva mejor. Tuvimos suerte. Lo descubrieron en la década de los treinta en un granero de las cercanías de Wisset, donde lo usaban como tabique, de manera que seguramente ha estado a cubierto desde principios del siglo xix. -El padre Martin apagó la luz y siguió hablando animadamente-: Teníamos una antiquísima estructura circular que se mantenía en pie…, seguro que has visto la de Bramfield… pero de eso hace mucho tiempo. Ésta era una pila bautismal, pero, como puedes apreciar, queda poco del labrado original. Cuenta la leyenda que salió a la superficie del mar a finales del siglo xviii, durante una terrible tormenta. No sabemos si originariamente perteneció a esta iglesia o a alguna de las que quedaron sumergidas. Aquí hay muchos siglos representados. Como ves, aún conservamos cuatro sitiales del xvii.
Pese a su antigüedad, estas piezas remitían a Dalgliesh a la sociedad victoriana. El señor y su familia se sentaban en la intimidad de esos sitiales, rodeados por las mamparas de madera, sin ser vistos por el resto de la congregación ni desde el púlpito. Los imaginó reunidos allí y se preguntó si llevarían consigo cojines, mantas, bocadillos, bebidas o incluso algún libro discretamente escondido para aliviar las horas de abstinencia y el tedio del sermón. De niño, solía especular sobre qué haría el señor si sufría de incontinencia urinaria. ¿Cómo conseguían él y el resto de la congregación permanecer sentados durante las dos eucaristías del domingo, con sus largas homilías, o mientras se recitaba o cantaba la letanía? ¿Acaso era costumbre ocultar un orinal debajo del asiento de madera?
Ahora caminaban por la nave en dirección al altar. El padre Martin se acercó a una columna situada detrás del púlpito y pulsó un interruptor. La penumbra de la iglesia se intensificó mientras, con dramática rapidez, el retablo se llenaba de vida y color. Las figuras de la Virgen y san José, paralizadas en silenciosa adoración desde hacía más de cinco siglos, parecieron desprenderse momentáneamente de la madera para flotar en el aire como una temblorosa visión. La Virgen estaba pintada sobre un barroco brocado en tonos dorados y marrones, un lujoso fondo que ponía de relieve la sencillez y fragilidad de la figura. Su pálido rostro formaba un óvalo perfecto; la nariz era estrecha y la boca, delicada; y bajo las finas cejas arqueadas los ojos de pesados párpados contemplaban al niño con una expresión de resignado asombro. Una ondulada melena rojiza caía desde la ancha y tersa frente hasta la mantilla azul y las delicadas manos, con los dedos rozándose apenas en un gesto de oración. El Niño la miraba con los brazos en alto, como prefigurando su crucifixión. San José, vestido de rojo, estaba sentado en la parte derecha del retablo: un soñoliento guardián, prematuramente envejecido y encorvado sobre un bastón.
Dalgliesh y el sacerdote guardaron silencio por unos instantes. El padre Martin no volvió a hablar hasta que hubo apagado la luz y Dalgliesh se preguntó si el sacerdote se sentía incapaz de mantener una conversación mundana mientras el retablo obraba su magia.
– Los expertos parecen coincidir en que es un auténtico Rogier Van der Weyden, pintado entre 1440 y 1445. En los dos paneles que faltan seguramente había santos con las caras del donante y su familia.
– ¿Cuál es su procedencia? -preguntó Dalgliesh.
– La señorita Arbuthnot lo donó al seminario un año después de su fundación. Quería que estuviera en el altar, y nosotros nunca consideramos la posibilidad de cambiarlo de sitio. Fue mi predecesor, el padre Nicholas Warburg, quien llamó a los expertos. Le interesaba mucho la pintura, en particular el Renacimiento holandés, y sentía una natural curiosidad por saber si era auténtico. En el documento con el que acompañaba el regalo, la señorita Arbuthnot se limitaba a describirlo como parte de un tríptico que mostraba a santa María y san José, quizás atribuible a Rogier Van der Weyden. No puedo por menos de pensar que habría sido mejor dejar las cosas así. Ahora disfrutaríamos de la obra sin estar obsesionados por su seguridad.
– ¿Cómo llegó a manos de la señorita Arbuthnot?
– Se lo compró a una familia de terratenientes que se deshizo de algunas obras de arte para mantener sus fincas, o algo por el estilo. No creo que pagase mucho por él. Se ignoraba su autoría, pero de no haber sido así, en 1860 este pintor no gozaba de su fama actual. Para nosotros es una gran responsabilidad, desde luego. Sé que el archidiácono opina que deberían llevárselo de aquí.
– ¿Adónde?
– A una catedral, quizá, donde sería posible adoptar mejores medidas de seguridad. O incluso a una galería o un museo. Creo que hasta le ha insinuado al padre Sebastian que deberíamos venderlo.
– ¿Y donar el dinero a los pobres? -preguntó Dalgliesh.
– Bueno, a la Iglesia. Su otro argumento es que debería estar al alcance de más gente. ¿Por qué añadir este privilegio a los muchos que tenemos en este pequeño y remoto seminario?
No había resentimiento en la voz del padre Martin. Dalgliesh permaneció en silencio y hubo una larga pausa antes de que su acompañante agregara, como si temiese haber ido demasiado lejos:
– Son razones válidas. Quizás habría que tenerlas en cuenta, pero es difícil imaginar la iglesia sin esta pieza en el altar. La señorita Arbuthnot la donó para que la pusiésemos aquí, y creo que deberíamos negarnos en redondo a que se la lleven. Yo me libraría de buena gana de El juicio final, pero no de este retablo.
En cuanto dieron media vuelta, Dalgliesh comenzó a reflexionar sobre cuestiones más mundanas. No le habría hecho falta escuchar a sir Alred para saber que el seminario se encontraba en una difícil posición. ¿Qué futuro había a largo plazo para Saint Anselm cuando sus valores chocaban con las ideas eclesiásticas dominantes, educaba a sólo veinte alumnos y se hallaba en un sitio apartado e inaccesible? Si su porvenir estaba en juego, sin duda la muerte de Ronald Treeves inclinaría la balanza en su contra. Y si el seminario cerraba, ¿qué sucedería con el Van der Weyden, los demás objetos valiosos donados por la señorita Arbuthnot y el propio edificio? Al recordar la fotografía de la mujer, costaba creer que no hubiese previsto esta contingencia, aunque de mala gana y tomando precauciones para evitarla. Uno volvía, como de costumbre, a la cuestión primordial: ¿quién se beneficiaría del cierre? A Dalgliesh le habría gustado formulársela al padre Martin, pero decidió que sería una falta de tacto y que no estaban en el lugar apropiado. Sin embargo, en algún momento habría que plantearla.
La señorita Arbuthnot les había puesto a los cuatro apartamentos para invitados los nombres de los cuatro doctores de la Iglesia occidental: Gregorio, Agustín, Jerónimo y Ambrosio. Tras esta muestra de erudición teológica y la decisión de que las casas para el personal se llamarían San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan, por lo visto se habían quedado sin inspiración, de manera que las habitaciones de los alumnos en los claustros norte y sur se identificaban por números, un sistema menos imaginativo pero más práctico.
– Tú solías alojarte en Jerónimo -señaló el padre Martin-. Supongo que lo recordarás. Ahora alberga una cama de matrimonio, así que estarás cómodo. Es el segundo apartamento después de la iglesia. Me temo que no podré darte una llave, pues no incluimos en nuestras costumbres cerrar las habitaciones de los huéspedes. Este es un lugar seguro. Si tienes documentos que preferirías poner a buen recaudo, los guardaremos en la caja fuerte. Espero que te sientas como en tu casa, Adam. Observarás que hemos cambiado los muebles desde tu última visita.
Así era, en efecto. La salita, otrora un acogedor aunque abarrotado depósito de muebles dispares y viejos que parecían los restos de los mercadillos benéficos de la iglesia, era ahora tan funcional como el estudio de un universitario. No había un solo detalle superfluo; un estilo sencillo y moderno había reemplazado a la originalidad. El mobiliario se componía de una mesa con cajones -que bien cumplía las funciones de escritorio- ante la ventana con vista al oeste; dos sillones, uno a cada lado de la estufa de gas; una mesa auxiliar, y una estantería. A la derecha de la chimenea, sobre la encimera de fórmica de un armario, reposaba una bandeja con un hervidor eléctrico, una tetera y dos tazas con sus respectivos platos.
– En ese armario hay un refrigerador pequeño donde la señora Pilbeam te dejará una botella de leche al día -indicó el padre Martin-. Como verás cuando subamos, hemos instalado una ducha en el dormitorio. Antes, como recordarás, había que cruzar los claustros para acceder a uno de los cuartos de baño de la casa principal.
Dalgliesh lo recordaba. Uno de los placeres de su estancia en el seminario consistía en salir en bata al aire fresco de la mañana, con una toalla sobre los hombros, para ir al cuarto de baño, o bien recorrer los setecientos metros que lo separaban de la playa para darse un chapuzón antes de desayunar. La pequeña y moderna ducha era un burdo sustituto.
– Si no te molesta -dijo el padre Martin-, me quedaré aquí mientras deshaces tu equipaje. Quiero enseñarte un par de cosas.
El dormitorio estaba amueblado con la misma sencillez que la salita de abajo. Una cama doble de madera, una mesilla de noche con una lámpara, un armario empotrado, una estantería y un sillón ocupaban la habitación. Dalgliesh abrió su bolsa y colgó el único traje que había juzgado oportuno llevar consigo. Después de lavarse rápidamente, se reunió con el padre Martin, que contemplaba el paisaje por la ventana. Ante la presencia de Dalgliesh, el sacerdote extrajo un papel doblado del bolsillo de su sotana.
– Lo escribiste cuando tenías catorce años y yo no te lo envié porque no sabía cómo te sentaría descubrir que lo había leído. Durante todo este tiempo lo he conservado, pero quizás ahora quieras recuperarlo. Cuatro versos; supongo que es un poema.
Una suposición infundada, pensó Dalgliesh. Reprimió una protesta y aceptó el papel. ¿Qué indiscreción, vergüenza o veleidad juvenil resucitarían, muy a su pesar, esas líneas? La visión de su propia letra -a un tiempo familiar y extraña, vacilante e informe pese a la aplicada caligrafía- lo impulsó hacia el pasado con más fuerza que cualquier fotografía antigua, ya que era mucho más personal. Resultaba difícil creer que la mano infantil que se había movido sobre esa cuartilla era la misma que ahora la sostenía.
Leyó los versos en silencio:
Desconsolados
«Otro día precioso», dijiste al pasar
con voz queda, y continuaste andando con la mirada ausente.
No dijiste: «Por favor, cúbreme con tu abrigo;
fuera el sol, dentro la mortífera aguanieve.»
Otro recuerdo acudió a su mente, el de un hecho frecuente en la infancia: su padre pronunciando un responso, la fertilidad de la tierra removida junto al intenso verde del césped artificial, unas cuantas coronas, el sobrepelliz agitado por el viento, el aroma a flores. Recordó que había escrito aquellas líneas tras el entierro de un niño, un hijo único. Recordó también que el adjetivo del último verso no acababa de convencerle, pero no había encontrado un sustituto aceptable.
– Me pareció un escrito notable para un chico de catorce años -opinó el padre Martin-. Si no lo quieres, me gustaría quedármelo.
Dalgliesh asintió y le devolvió el papel en silencio. El padre Martin lo dobló y se lo guardó en el bolsillo con un aire de satisfacción infantil.
– Ha dicho que quería enseñarme algo más -le señaló Dalgliesh.
– Sí. Será mejor que nos sentemos. -Una vez más, el padre Martin metió la mano en el profundo bolsillo de su sotana y sacó lo que parecía un cuaderno escolar, enrollado y atado con una goma. Lo extendió sobre su regazo y enlazó las manos encima, como si quisiera protegerlo-. Desearía que leyeses esto antes de ir a la playa. Habla por sí mismo. La mujer que lo escribió murió de un infarto la misma noche en que hizo la última anotación. Quizá no guarde relación alguna con la muerte de Ronald. Eso dijo el padre Sebastian cuando se lo enseñé, él cree que podemos pasarlo por alto. Tal vez no signifique nada, pero a mí me preocupa. Me pareció que sería buena idea que lo leyeras aquí, donde nadie te interrumpirá. Fíjate especialmente en las anotaciones primera y última.
Le entregó el cuaderno y permaneció sentado en silencio hasta que Dalgliesh hubo concluido la lectura.
– ¿Cómo llegó a sus manos, padre? -preguntó el comisario.
– Lo busqué y di con él. La señora Pilbeam encontró a Margaret Munroe muerta en su casa a las seis y cuarto de la mañana del viernes 13 de octubre. La señora Pilbeam se dirigía al seminario y le sorprendió ver luces tan temprano en San Mateo. Después de que el doctor Metcalf, el médico que nos atiende a todos, examinase el cadáver y se lo llevaran, recordé que yo mismo le había sugerido a Margaret que contase por escrito cómo había descubierto el cadáver de Ronald. Me pregunté si me habría hecho caso. Encontré el cuaderno debajo de un bloc de papel de carta, en el cajón de un pequeño escritorio de madera. No había hecho nada por ocultarlo.
– ¿Y usted cree que nadie más sabe de la existencia de este diario?
– Nadie, excepto el padre Sebastian. Estoy seguro de que Margaret no se lo contó siquiera a la señora Pilbeam, el miembro del personal con quien tenía más confianza. Tampoco había señales de que hubiesen registrado la casa. La expresión de la difunta era serena. La encontramos sentada en su sillón, con una labor de punto sobre el regazo.
– ¿Sabe a qué se refiere?
– No. Tal vez lo que suscitó el recuerdo fuese algo que había visto u oído el día de la muerte de Ronald; eso y los puerros que le había regalado Eric Surtees. Es el ayudante de Reg Pilbeam, como ya se menciona en el diario. No sé de qué se trataba.
– ¿Su muerte fue inesperada?
– No exactamente. Hacía años que padecía una grave enfermedad cardíaca. Tanto el doctor Metcalf como un especialista de Ipswich le advirtieron que necesitaba un trasplante, pero ella no quería someterse a ninguna operación. Alegaba que los escasos recursos de la medicina debían destinarse a los jóvenes o a personas con responsabilidades familiares. Desde la muerte de su hijo, parecía que a Margaret le diera igual vivir que morir. No es que su actitud fuese morbosa; simplemente no sentía suficiente apego a la vida como para luchar por mantenerla.
– Me gustaría guardar este diario -dijo Dalgliesh-. Es posible que el padre Sebastian esté en lo cierto y que estas anotaciones carezcan de importancia, pero habida cuenta de las circunstancias de la muerte de Ronald Treeves, es un documento interesante.
Depositó el cuaderno en el maletín, cerró la tapa y echó la cerradura de seguridad, que se abría con una combinación de números. Permanecieron sentados en silencio durante un minuto. Dalgliesh sintió como si el aire se hallara cargado de mudos temores, sospechas a medio formular y una vaga sensación de intranquilidad. Ronald Treeves había muerto misteriosamente, y una semana después también había pasado a mejor vida la mujer que había encontrado su cadáver y que más tarde había descubierto un importante secreto. Hasta el momento no había indicios de delito, y el comisario compartía la aparente reticencia del padre Martin a pronunciar esas palabras en voz alta.
– ¿Le sorprendió el veredicto de la vista? -inquirió Dalgliesh.
– Un poco. Esperaba que dictaminaran que se desconocía la causa de la muerte. Aun así no soportamos la idea de que Ronald se suicidase, y mucho menos de una forma tan horrible.
– ¿Qué clase de chico era? ¿Estaba a gusto aquí?
– No estoy seguro, aunque me cuesta imaginar que hubiese encajado mejor en otro seminario. Era inteligente y aplicado, pero no muy simpático. Pobre chico. Yo diría que combinaba cierta vulnerabilidad con una considerable petulancia. No tenía ningún amigo especial, aunque tampoco alentamos esa clase de relaciones, y supongo que se sentía solo. Sin embargo, no había nada en su trabajo ni en su actitud que sugiriese que estaba desesperado o tentado de caer en el triste pecado de la autodestrucción. Naturalmente, si se suicidó, parte de la responsabilidad es nuestra. Deberíamos habernos percatado de que sufría. Pero no nos dio ninguna pista.
– ¿Y su vocación les parecía clara?
El padre Martin se tomó su tiempo antes de responder:
– Al padre Sebastian sí, aunque me pregunto si no se dejó influir por el historial académico de Ronald. Quizá no fuese tan brillante como creía, pero era listo. Yo tenía mis dudas respecto a su vocación; más bien consideraba que Ronald estaba desesperado por impresionar a su padre. Incapaz de estar a su altura en el mundo de las finanzas, escogió una carrera imposible de comparar con ese ámbito. Además, en el sacerdocio, en particular en el católico, existe siempre la tentación del poder. Cuando se ordenase, tendría la potestad de conceder la absolución. Algo que su padre nunca podría hacer. No le he contado esto a nadie, y tal vez me equivoque. Cuando se estudió su solicitud, yo me sentí incómodo. No es fácil para un rector que su predecesor continúe en el seminario. Por eso no me pareció correcto oponerme al padre Sebastian en este asunto.
Dalgliesh experimentó una profunda aunque absurda inquietud cuando oyó decir al padre Martin:
– Y ahora supongo que querrás ver el lugar donde murió.
Eric Surtees salió de la casa San Juan por la puerta trasera y caminó entre las ordenadas filas de otoñales hortalizas para visitar a sus cerdos. Lily, Marigold, Daisy y Myrtle corrieron patosamente a su encuentro, en alborotador tropel, y alzaron sus rosados hocicos para olfatearlo. Fuera cual fuese su estado de ánimo, a Eric siempre le complacía ver la pocilga que él mismo había construido. Sin embargo hoy, mientras se inclinaba para rascarle el lomo a Myrtle, no consiguió disipar la ansiedad que lo abrumaba como un peso que cargara sobre sus hombros.
Su hermanastra, Karen, llegaría a la hora del té. Por lo general viajaba en coche desde Londres el tercer fin de semana de cada mes y, con independencia del tiempo que hiciese, esos dos días permanecían soleados en la memoria de Eric; animaban e iluminaban las semanas que faltaban para el siguiente encuentro. En los últimos cuatro años ella le había cambiado la vida. Ahora era incapaz de imaginar su existencia sin Karen. En circunstancias normales, esta visita supondría un privilegio, pues la joven había estado allí el domingo anterior. No obstante, Eric sabía que quería volver a pedirle algo que él ya le había negado la semana anterior. También sabía que le resultaría difícil encontrar el valor necesario para rehusar por segunda vez.
Reclinado sobre la valla de la pocilga, meditó sobre los últimos cuatro años, sobre sí mismo y sobre Karen. En un principio la relación no auguraba nada bueno. Se habían conocido cuando él tenía veintiséis años y ella, tres menos. Eric y su madre habían ignorado su existencia hasta que la niña cumplió los diez años. El padre de ambos, representante de un importante grupo editorial, había mantenido con éxito dos hogares hasta que las presiones físicas y económicas, junto con las complicaciones de esa doble vida, se le habían antojado insoportables y se había marchado con su amante. Ni Eric ni su madre habían lamentado demasiado su partida; a ella le gustaba sentirse víctima, y su marido le había proporcionado un motivo para vivir en un estado de feliz indignación y librando encarnizadas batallas durante los últimos diez años de su vida. Luchó en vano por la propiedad de la casa de Londres, insistió en hacerse con la custodia del niño (aunque en este punto no hubo desacuerdo) y mantuvo una larga y enconada disputa por la distribución de los bienes. Eric no había vuelto a ver a su padre.
La casa de cuatro plantas formaba parte de una serie de edificios adosados Victorianos situados en las proximidades de la estación de metro Oval. Tras la muerte de su madre, condenada a una larga agonía por la enfermedad de Alzheimer, Eric había continuado en la casa, ya que el abogado le había informado de que podía permanecer allí sin pagar alquiler hasta que su padre muriese. Cuatro años atrás había fallecido en la calle de un ataque al corazón, y entonces Eric había descubierto que les había legado la casa por partes iguales a él y a su hermana.
Había visto a la chica por primera vez en el funeral de su padre. El acontecimiento -que no merecía dignificarse con un nombre más ceremonioso- había tenido lugar en un crematorio del norte de Londres sin el privilegio de un sacerdote; de hecho, sin el privilegio de otros deudos aparte del propio Eric, Karen y dos representantes de la editorial. La inhumación había durado unos minutos.
Al salir del crematorio, Karen había dicho sin preámbulos: «Ha sido tal como lo deseaba papá. Nunca fue un hombre religioso. No quería flores ni un funeral con mucha gente. Hemos de hablar sobre la casa, pero no ahora. Tengo una reunión urgente en la oficina. No me ha sido fácil escaparme.»
Ella no se ofreció a llevarlo, y Eric regresó solo a la casa. Sin embargo, al día siguiente Karen fue a verlo. Él recordaba claramente el momento en que había abierto la puerta. Iba vestida igual que en el funeral: con estrechos pantalones de piel negros, un holgado jersey rojo y botas de tacón alto. Su cabello estaba tieso, como si lo hubiese untado con gomina, y llevaba un lustroso pendiente en la aleta izquierda de la nariz. Presentaba una apariencia convencionalmente estrafalaria, y Eric descubrió con asombro que le gustaba. Se dirigieron en silencio a la sala delantera, que rara vez se usaba, y ella miró con expresión desdeñosa los vestigios de la vida de la madre de Eric: los aparatosos muebles que nunca se había molestado en cambiar, las polvorientas cortinas colgadas con el estampado hacia la calle y la repisa de la chimenea, abarrotada de chabacanos recuerdos de sus vacaciones en España.
– Debemos tomar una decisión con respecto a la casa -aseveró ella-. Podemos venderla y repartirnos el dinero a partes iguales, o alquilarla. Supongo que también podríamos invertir en reformas y convertirla en tres estudios. No saldría barato, pero papá me nombró beneficiaría de un seguro de vida, y no me importaría invertir ese dinero siempre que cobre una proporción más alta de los alquileres. ¿Qué quieres hacer tú? ¿Tenías intención de quedarte aquí?
– La verdad es que no quiero seguir en Londres. Si vendemos la casa, dispondré del dinero suficiente para comprarme una casita en el interior. Tal vez me dedique a cultivar y vender hortalizas.
– Sería una tontería. Necesitarás más capital del que podrías sacar de aquí, y esa clase de negocio no es rentable a menos que se monte a gran escala. De todos modos, si lo que quieres es marcharte, supongo que tendrás prisa por vender.
«Sabe lo que quiere y lo conseguirá -pensó Eric-, con independencia de lo que diga yo.» Pero no le preocupaba demasiado. La siguió de una habitación a otra en una especie de trance.
– No me importa conservarla, si es lo que deseas.
– No se trata de lo que desee yo; es lo más sensato para ambos. El mercado inmobiliario pasa por un buen momento y es muy probable que mejore. Naturalmente, si dividimos la casa en apartamentos, perderá valor como residencia unifamiliar. Por otro lado, nos proporcionará ingresos regulares.
Y así se hizo. Eric sabía que al principio Karen lo despreciaba, pero cuando empezaron a trabajar juntos, su actitud cambió de manera perceptible. Descubrió con sorpresa y alegría que él era hábil con las manos y que el hecho de que fuese capaz de pintar, colocar estanterías e instalar armarios les ahorraría mucho dinero. Eric jamás se había molestado en reformar una casa que fuese suya sólo de nombre. No obstante, ahora encontró en sí mismo unas aptitudes inesperadas y satisfactorias. Aunque contrataron a un fontanero, un electricista y un albañil para las obras más importantes, Eric se encargó de gran parte del trabajo. Se convirtieron en socios involuntarios. Los sábados salían a comprar muebles de segunda mano, ropa de cama y cubertería de oferta, y se mostraban mutuamente sus trofeos con entusiasmo infantil. Él le enseñó a utilizar un soplete, insistió en preparar a conciencia la madera antes de pintar -a pesar de las protestas de Karen- y la sorprendió con la escrupulosidad con que midió y montó los armarios de la cocina. Mientras trabajaban, ella hablaba de su vida; del periodismo autónomo, en el que empezaba a hacerse un nombre; de su satisfacción al ver su nombre en un artículo y de los cotilleos y pequeños escándalos del mundillo literario, en el que trabajaba de manera marginal. Era un universo que a Eric se le antojaba aterradoramente extraño. Se alegraba de no formar parte de él. Él soñaba con una casita de campo, un huerto y quizá su pasión secreta: criar cerdos.
Y recordaba -cómo no- el día en que se habían convertido en amantes. Él acababa de instalar una persiana en una de las ventanas que daba al sur, y estaban pintando las paredes juntos. Karen era muy sucia para trabajar y en mitad de la tarea anunció que quería ducharse porque estaba acalorada, sudorosa y manchada. Sería una oportunidad para probar el nuevo baño. De manera que Eric también dejó de trabajar y se sentó con las piernas cruzadas, apoyado contra la única pared sin pintar, observando las franjas que proyectaba la luz que se colaba por la persiana entornada sobre el suelo manchado de pintura; recreándose en su sensación de bienestar.
Entonces entró ella. Excepto por una toalla que se había atado a la cintura, estaba desnuda y llevaba una alfombra de baño sobre el brazo. La desplegó en el suelo, se acuclilló encima y le tendió los brazos a Eric. Sumido en una especie de éxtasis, él se arrodilló al lado de ella.
– No podemos -murmuró-. Somos hermanos.
– Sólo hermanastros. Mejor. Todo quedará en familia.
– La persiana. Hay demasiada luz -musitó él.
Ella se levantó, cerró la persiana y la habitación quedó en penumbra. Karen regresó junto a él y le apretó la cabeza contra sus pechos.
Había sido la primera experiencia sexual de Eric, y le había cambiado la vida. Sabía que Karen no lo quería, y él aún no estaba enamorado de ella. Durante ése y otros sorprendentes encuentros amorosos, Eric cerraba los ojos y se entregaba a todas sus fantasías secretas: románticas, tiernas, violentas, vergonzosas. Las imágenes se arremolinaban en su mente y tomaban cuerpo. Hasta que un día, por primera vez, mientras hacían el amor cómodamente en la cama, él abrió los ojos, miró a Karen y comprendió que estaba enamorado.
Había sido ella quien le había conseguido el empleo en Saint Anselm. Mientras llevaba a cabo un trabajo en Ipswich, había comprado un ejemplar del East Anglian Daily News. Esa noche regresó a la casa, en cuyo sótano se había alojado Eric durante las obras, llevando consigo el periódico.
– Éste sería un trabajo ideal para ti. Buscan a un hombre que se encargue de pequeñas reparaciones en un seminario del sur de Lowestoft. Sin duda está lo suficientemente aislado para tu gusto. Ofrecen una casita con jardín, y apuesto a que podrás convencerlos de que te dejen criar gallinas.
– No quiero gallinas, sino cerdos.
– Pues cerdos, si es que no apestan demasiado. No pagan mucho, pero sacarás unas doscientas cincuenta libras del alquiler de estos apartamentos. Hasta conseguirías ahorrar un poco. ¿Qué te parece?
A Eric le parecía demasiado bueno para ser cierto.
– Tal vez prefieran una pareja -añadió ella-, pero el anuncio no dice nada al respecto. Deberíamos actuar con rapidez. Si quieres, te llevaré allí mañana por la mañana. Llama a este número y concierta una cita.
Al día siguiente, ella lo acompañó hasta Suffolk, lo dejó en la puerta del seminario y dijo que regresaría a buscarlo una hora después. Lo entrevistaron el padre Sebastian Morell y el padre Martin Petrie. Aunque Eric temía que le pidiesen referencias parroquiales, o que le preguntasen si asistía a la iglesia con regularidad, nadie mencionó el tema de la religión.
Karen había dicho:
– Podrías conseguir recomendaciones del ayuntamiento, desde luego, pero lo mejor será que demuestres que eres un manitas. No buscan un oficinista. He traído mi Polaroid. Tomaré fotos de los armarios, las estanterías y los apliques para que se las enseñes. Recuerda que debes venderte bien.
Pero a Eric no le hizo falta venderse. Respondió a las preguntas de los sacerdotes y les mostró las fotografías con un conmovedor nerviosismo que demostró lo mucho que deseaba el trabajo. Luego lo llevaron a ver la casa. Era más grande de lo que él había imaginado o deseado, y estaba a unos ochenta metros de la parte trasera del seminario, con una amplia vista al descampado y a un pequeño y descuidado jardín. Eric no mencionó los cerdos hasta que llevaba un mes trabajando allí y, cuando lo hizo, nadie puso objeciones. El padre Martin, ligeramente incómodo, se limitó a preguntar:
– No escaparán, ¿verdad, Eric? -Como si se tratase de ovejeros alemanes.
– No, padre. Construiré una pocilga para mantenerlos aislados. Naturalmente, les enseñaré los planos antes de comprar la madera.
– ¿Y el olor? -quiso saber el padre Sebastian-. Dicen que los cerdos no huelen, pero yo siempre percibo su olor. Es posible que tenga un olfato más desarrollado que la mayoría de la gente.
– No olerán mal, padre. Los cerdos son unos animales muy limpios.
Así pues, Eric consiguió su casa, su jardín y sus cerdos. Además veía a Karen cada tres semanas. No alcanzaba a imaginar una vida más satisfactoria.
En Saint Anselm encontró la paz que había buscado durante toda su vida. No entendía por qué siempre había anhelado tanto la ausencia de ruido, de conflictos, de tensiones creadas por personalidades antagónicas. Su padre nunca lo había maltratado. De hecho, había pasado poco tiempo en casa, y las desavenencias conyugales de sus padres se habían manifestado con gruñidos y quejas entre dientes más que con gritos o arrebatos de ira. La reserva había formado parte de la personalidad de Eric desde la más tierna infancia. Incluso durante su etapa en el ayuntamiento -desempeñando un trabajo que difícilmente cabría calificar de estimulante- se había esforzado por mantenerse al margen de las pequeñas rencillas o disputas que algunos trabajadores se empeñaban en provocar. Antes de conocer y amar a Karen, ninguna compañía se le había antojado más deseable que la suya propia.
Y ahora, con su paz, su refugio, su jardín, sus cerdos, un trabajo que le gustaba y que los demás valoraban y las visitas periódicas de Karen, disfrutaba de una vida que superaba todas sus expectativas y lo satisfacía plenamente. Sin embargo, el nombramiento del archidiácono Crampton como miembro del consejo de administración había cambiado las cosas. El miedo a lo que Karen pudiese pedirle representaba sólo una preocupación adicional para Eric, que padecía una sobrecogedora ansiedad desde la llegada del archidiácono.
– Es posible que el archidiácono vaya a verte el domingo o el lunes, Eric -le había avisado el padre Sebastian durante la primera visita de Crampton-. El obispo lo ha nombrado miembro del consejo de administración, y supongo que querrá hacerte algunas preguntas.
Algo en el tono del padre Sebastian había puesto en guardia a Eric.
– ¿Sobre mi trabajo aquí, padre?
– Sobre los términos de tu contrato o sobre lo que se le ocurra. Tal vez quiera echar un vistazo a la casa.
Así fue. Se había presentado poco después de las nueve de la mañana del lunes. Karen, contrariamente a sus costumbres, había pasado la noche del domingo allí y se había marchado a toda prisa a las siete y media, una hora bastante tardía habida cuenta de que tenía una cita en Londres a las diez y los lunes por la mañana la autopista A12 estaba muy congestionada, sobre todo en la entrada a la ciudad. En su precipitación -más que habitual en ella-, había olvidado un sujetador y unas bragas en el tendedero de la casa. Fue lo primero que vio el archidiácono al acercarse por el camino.
– No sabía que tuviese visitas -comentó Crampton sin presentarse siquiera.
Eric retiró las ofensivas prendas de la cuerda y se las metió en el bolsillo, percatándose en el acto de que su actitud avergonzada y furtiva era un error.
– Mi hermana ha pasado el fin de semana aquí, padre.
– Yo no soy su padre. No empleo ese tratamiento. Llámeme archidiácono.
– Sí, archidiácono.
Era un hombre muy alto -debía de superar el metro noventa-, con rostro anguloso, ojos brillantes y vivarachos, cejas pobladas, bigote y barba.
Caminaron en silencio hacia la pocilga. «Al menos no podrá quejarse del estado del jardín», pensó Eric.
Los cerdos les recibieron con gruñidos más altos que de costumbre.
– No sabía que criaba cerdos -dijo el archidiácono-. ¿Provee de carne al colegio?
– A veces, archidiácono; aunque no suelen comer mucho cerdo. Compran la carne en una carnicería de Lowestoft. A mí me gusta criar cerdos. Le pedí permiso al padre Sebastian y me lo dio.
– ¿Cuánto tiempo le ocupan?
– No mucho, pa… No mucho, archidiácono.
– Son muy escandalosos, pero al menos no huelen mal.
Esa observación quedó sin respuesta. El archidiácono se volvió hacia la casa y Eric lo siguió. Una vez en el salón, éste señaló en silencio una de las cuatro sillas con asiento de paja que rodeaban la mesa cuadrangular. El archidiácono no se dio por enterado de la invitación.
Permaneció de pie, de espaldas a la chimenea, observando la estancia: los dos sillones -una mecedora y una butaca Windsor con almohadones de patchwork-, la baja estantería que cubría el ancho de una pared y los pósters que Karen había llevado y pegado con Blu Tack.
– Supongo que lo que usó para fijar esos carteles no estropea las paredes, ¿verdad?
– En absoluto. Está hecho especialmente con ese fin. Es una pasta moldeable parecida al chicle.
Entonces el archidiácono apartó una silla con brusquedad y se sentó, indicando a Eric que hiciera lo mismo. Si bien las preguntas que formuló a continuación no fueron agresivas, Eric se sintió como un sospechoso acusado de un delito indeterminado.
– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí? Cuatro años, ¿no es así?
– Sí, archidiácono.
– ¿Y cuáles son exactamente sus funciones?
Sus funciones nunca habían estado definidas con exactitud.
– Soy una especie de encargado de mantenimiento -respondió Eric-. Reparo toda clase de averías, siempre que no sean eléctricas, y me ocupo de la limpieza del exterior. Eso quiere decir que friego los suelos de los claustros, barro el patio y limpio las ventanas. La señora Pilbeam limpia el interior con la ayuda de un par de asistentas de Reydon.
– No parece un trabajo muy pesado. Los jardines están bien cuidados. ¿Le gusta la jardinería?
– Sí, mucho.
– Pero su huerto no es lo bastante grande para surtir de hortalizas al seminario.
– En efecto, no todas las verduras salen de aquí. Aun así, como cultivo demasiadas para mí solo, llevo las que me sobran a la señora Pilbeam. Y a veces al resto del personal.
– ¿Le pagan por ellas?
– No, archidiácono. Nadie paga nada.
– ¿Y qué sueldo recibe por estas sencillas tareas?
– Cobro el salario mínimo, basado en cinco horas de trabajo diario.
No mencionó el hecho de que ni él ni los sacerdotes se preocupaban mucho por las horas. A veces su trabajo llevaba menos tiempo, y a veces más.
– Por otra parte, vive en esta casa sin pagar alquiler. Supongo que sí pagará los gastos de calefacción, luz e impuestos municipales.
– Pago los impuestos municipales.
– ¿Y qué hace los domingos?
– El domingo es mi día libre.
– Me refería a la iglesia. ¿Asiste a los oficios?
Asistía sólo a las vísperas, cuando podía sentarse en una de las últimas filas para escuchar la música y las serenas voces de los padres Sebastian y Martin al pronunciar palabras poco familiares pero hermosas. Sin embargo, dudaba que el archidiácono se refiriese a eso.
– No suelo ir a la iglesia el domingo -respondió.
– Pero ¿el padre Sebastian no le interrogó al respecto cuando usted solicitó el empleo?
– No, archidiácono. Sólo me preguntó si estaba capacitado para el trabajo.
– ¿No le preguntó si era cristiano?
Por lo menos a eso podía responder.
– Soy cristiano, archidiácono. Me bautizaron cuando era un bebé. Tengo una estampita en alguna parte. -Miró alrededor, como si la estampa con los datos de su bautismo y la sentimental imagen de Cristo bendiciendo a unos niños fuese a materializarse de repente.
Se hizo un silencio. Eric comprendió que su respuesta había sido la esperada. Se preguntó si debía ofrecer café al archidiácono, pero las nueve y media de la mañana era una hora demasiado temprana para eso. Tras una larga pausa, el archidiácono se levantó.
– Veo que vive cómodamente aquí, y el padre Sebastian parece satisfecho con usted, pero nada es eterno -dijo-. Aunque Saint Anselm existe desde hace ciento cuarenta años, la Iglesia, como el mundo, ha cambiado mucho en ese tiempo. Si se entera de otro empleo que le interese, sugiero que considere seriamente la posibilidad de solicitarlo.
– ¿Quiere decir que Saint Anselm podría cerrar?
Sintió que el archidiácono se había ido involuntariamente de la lengua.
– No he dicho eso. Usted no debe preocuparse por esos asuntos. Sencillamente, y por su propio bien, le recomiendo que no piense que su trabajo aquí durará para siempre.
Y se marchó. De pie en el quicio de la puerta, Eric lo observó mientras se dirigía a grandes zancadas hacia el seminario. Experimentó una sensación insólita. Tenía el estómago revuelto y un amargo sabor a bilis en la boca. Él, que siempre había tratado de evitar las emociones fuertes, sufría una sobrecogedora reacción física por segunda vez en su vida. La primera se había producido ante el descubrimiento de su amor por Karen. No obstante, este sentimiento era diferente: igual de intenso, pero más turbador. De repente supo que, por vez primera, albergaba odio hacia otro ser humano.
Dalgliesh aguardó en el pasillo al padre Martin, que había subido a su habitación a buscar su capa negra. Cuando reapareció, el comisario preguntó: «¿Quiere que nos acerquemos en coche?» Aunque él habría preferido andar, sabía que la caminata por la playa resultaría agotadora para su acompañante, y no sólo físicamente.
El padre Martin aceptó el ofrecimiento con evidente alivio. Ninguno de los dos habló hasta que llegaron al punto donde el camino costero torcía hacia el oeste para enlazar con la carretera de Lowestoft. Dalgliesh aparcó cuidadosamente en el arcén y se inclinó para ayudar al padre Martin a desabrocharse el cinturón de seguridad. Le abrió la puerta y ambos echaron a andar hacia la playa.
Una vez que el camino hubo terminado, avanzaron por el estrecho sendero de arena y hierba pisoteada que se abría entre altos helechos y enmarañados matorrales. En ciertos puntos, los arbustos formaban un arco sobre el camino, y entonces los dos hombres caminaban por un sombrío túnel donde el ruido del mar era apenas un lejano y rítmico gemido. Los helechos mostraban ya sus primeros y frágiles ribetes de oro, y parecía que cada paso que daban sobre el esponjoso suelo liberaba los penetrantes y nostálgicos aromas del otoño. Al salir de la penumbra vieron la laguna que se extendía ante ellos con su oscura, siniestra y lisa superficie, separada sólo por unos cincuenta metros de pedruscos del turbulento brillo del mar. Dalgliesh tuvo la impresión de que el número de tocones negros que rodeaban la laguna se había reducido. Buscó con la vista algún indicio del barco hundido, pero no vislumbró más que una tabla negra, semejante a la aleta de un tiburón, que rompía la virgen planicie de arena.
Desde ahí, acceder al mar era tan sencillo que los seis escalones medio enterrados y la barandilla resultaban prácticamente innecesarios. En lo alto de la escalera, construida en un pequeño hueco, estaba la caseta de roble sin pintar, rectangular y más grande que el vestuario original. A su lado había una pila de madera cubierta con una lona. Dalgliesh levantó un extremo de la tela y vio los maderos astillados con restos de pintura azul.
– Es lo que queda de la antigua caseta de baño -explicó el padre Martin-. Estaba pintada como las de la playa de Southwold, pero al padre Sebastian le pareció que quedaba mal aquí sola. Estaba muy desvencijada y daba pena verla, de manera que la demolimos. El padre Sebastian decidió que un cobertizo de madera sin pintar sería más apropiado. Esta playa es tan solitaria que casi no nos hace falta cuando venimos a nadar, pero supongo que es necesario contar con un sitio donde cambiarse. No queremos aumentar nuestra fama de excéntricos. También la usamos para guardar el pequeño bote de salvamento. Esta costa puede ser peligrosa.
Dalgliesh no llevaba el trozo de madera consigo, ni lo consideraba necesario. No le cabía duda de que procedía de la caseta. ¿Ronald Treeves lo habría recogido de un modo casual, como suele hacerse con un palo que se encuentra en la playa, sin más razón, quizá, que el deseo de arrojarlo al mar? ¿Habría dado con él aquí, o más adelante? ¿Tendría la intención de usarlo para derribar la cornisa de arena sobre su cabeza? ¿O lo habría empuñado una segunda persona? Sin embargo, Ronald Treeves era joven y presumiblemente fuerte. ¿Cómo habían logrado hundirlo en la arena sin dejar señal alguna de lucha en su cuerpo?
La marea estaba bajando cuando se dirigieron hacia la lisa franja de arena húmeda que discurría junto a las olas y pasaron por encima de dos espigones. Saltaba a la vista que eran nuevos y que los que Dalgliesh recordaba de sus estancias juveniles estaban en medio: habían quedado reducidos a unas estacas de cabeza cuadrangular muy enterradas y enlazadas con tablas podridas de madera. El padre Martin se levantó la capa para pasar por encima del verde y resbaladizo extremo de un espigón.
– La Unión Europea compró estos espigones nuevos -señaló-. Forman parte de las defensas contra el mar. En algunos sitios han cambiado por completo el aspecto de la costa. Supongo que hay más arena de la que recordabas.
Habían recorrido más de doscientos metros cuando el padre Martin musitó: «Éste es el sitio» y continuó andando hacia el acantilado. Dalgliesh vio una cruz clavada en la arena, hecha con dos trozos de madera firmemente atados.
– Pusimos la cruz aquí el día que encontramos a Ronald -explicó el padre Martin-. Sigue en su sitio. Imagino que los paseantes no se habrán atrevido a tocarla. De todas maneras, no creo que dure mucho. Cuando lleguen las tormentas de invierno, el mar subirá hasta este punto.
Por encima de la cruz se alzaba el arenoso acantilado, de un intenso color terracota, como cavado con un pico en algunos tramos. En el borde, la hierba temblaba a merced de la suave brisa. Tanto a la derecha como a la izquierda había zonas donde la pared del acantilado se había desplazado, y dejado profundas grietas y huecos bajo los salientes. Era perfectamente posible, pensó Dalgliesh, tenderse con la cabeza bajo dicho saliente y echarlo abajo con un palo, provocando un alud de media tonelada de arena. No obstante, sería un extraordinario acto de voluntad o desesperación. Si Ronald Treeves deseaba suicidarse, podría haber optado por una acción más misericordiosa, como nadar en el mar hasta que el frío y el agotamiento lo vencieran. Ninguno de los dos había mencionado la palabra «suicidio» hasta ese momento, pero Dalgliesh pensó que debía hacerlo.
– Esta muerte semeja más un suicidio que el resultado de un accidente, padre. No obstante, si Ronald Treeves quería matarse, ¿por qué no se adentró en el mar?
– Ronald nunca habría actuado así. Le daba miedo el mar; ni siquiera sabía nadar. Nunca se bañaba con los demás, y no recuerdo haberlo visto pasear por la playa ni una sola vez. Es una de las razones por las que me sorprende que eligiera Saint Anselm en lugar de otro seminario. -Tras una pequeña pausa, añadió-: Temía que señalaras el suicidio como una explicación más lógica de su muerte que un accidente. Tal posibilidad nos resulta profundamente dolorosa. Si Ronald se suicidó sin que cayéramos en la cuenta de que era tan infeliz como para realizar un acto así, le fallamos de manera imperdonable. Me resisto a creer que viniera aquí con el propósito de cometer lo que para él habría sido un grave pecado.
– Se quitó la capa y la sotana y las dobló con cuidado -observó Dalgliesh-. ¿Por qué iba a hacerlo si su única intención era subir al acantilado?
– No es impensable. Resultaría difícil trepar con esas prendas. Sin embargo, hay algo que llama la atención sobre este particular. Las dobló concienzudamente, con las mangas hacia dentro, como quien prepara las maletas antes de un viaje. Claro que era un joven muy ordenado.
Pero ¿por qué subir al acantilado?, pensó Dalgliesh. Si buscaba algo, ¿qué podía ser? Aquellos frágiles y mudadizos bancos de arena compacta, con un fino estrato de guijarros y piedras, constituían un escondite poco apropiado. Él sabía por experiencia que de vez en cuando se realizaban hallazgos interesantes en ellos, como trozos de ámbar o huesos humanos procedentes de tumbas que llevaban mucho tiempo bajo el mar. No obstante, si Treeves había vislumbrado uno de esos objetos, ¿dónde estaba ahora? No se había encontrado nada interesante junto a su cuerpo, aparte de un trozo de madera.
Desandaron el camino por la playa, Dalgliesh intentando acompasar sus largas zancadas a los pasos vacilantes del padre Martin. El anciano sacerdote iba con la cabeza gacha para avanzar contra el viento y con la sotana ceñida alrededor del cuerpo. El comisario pensó que era como caminar junto a la encarnación de la muerte.
– Me gustaría hablar con la persona que encontró el cuerpo de la señora Munroe… -dijo Dalgliesh, una vez en el coche-. Una tal señora Pilbeam, ¿no? También me gustaría entrevistarme con el médico, aunque será difícil encontrar una excusa. No quiero despertar sospechas donde no las hay. Esta muerte ya ha causado suficientes disgustos.
– El doctor Metcalf tenía que pasar por el seminario esta misma tarde -le informó el padre Martin-. Uno de los alumnos, Peter Buckhurst, se está recuperando de una mononucleosis. Cayó enfermo al final del trimestre pasado. Sus padres están trabajando en el extranjero, así que lo acogimos durante el verano para asegurarnos de que recibiese los cuidados necesarios. Siempre que viene, George Metcalf aprovecha la oportunidad para ejercitar a sus perros si dispone de media hora libre antes de su siguiente visita. Es posible que lleguemos antes de que se marche.
Tuvieron suerte. Al entrar en el patio, por entre las dos torres, vieron un Range Rover aparcado frente al edificio. En el preciso momento en que Dalgliesh y el padre Martin se apeaban del coche, el doctor Metcalf, con su maletín en la mano, bajaba la escalinata y se volvía a despedirse de alguien que estaba en el interior de la casa. Cuando llegó al Range Rover y abrió la portezuela, lo recibieron fuertes ladridos, y dos dálmatas se lanzaron sobre él. Mientras gritaba órdenes, el médico sacó una botella de plástico y dos cubos grandes, en los que vertió agua. De inmediato, los perros se pusieron a beber a lametones, meneando con frenesí los fuertes rabos blancos.
Al ver a Dalgliesh y al padre Martin, el hombre gritó:
– Buenas tardes, padre. Peter se recupera a buen ritmo; no hay razón para preocuparse. Debería salir un poco más. Menos teología y más aire fresco. Ahora llevaré a Ajax y a Jasper hasta la laguna. Usted se encuentra bien, ¿no?
– Muy bien, gracias, George. Este es Adam Dalgliesh, de Londres. Pasará un par de días con nosotros.
El médico se fijó en Dalgliesh y, mientras le estrechaba la mano, hizo un gesto de aprobación, como si el comisario hubiese pasado un examen de aptitud física.
– Me hubiese gustado ver a la señora Munroe -comentó Dalgliesh-, no obstante he llegado tarde. Ignoraba que estuviera grave, pero el padre Martin me ha informado de que su muerte no fue inesperada.
El doctor Metcalf se quitó la chaqueta, sacó un voluminoso jersey del coche y se cambió los zapatos por unas botas.
– La muerte todavía tiene el poder de sorprenderme -aseveró-. Uno cree que un paciente no durará una semana, y un año después sigue en pie, dando la lata. Y cuando calculas que alguien vivirá por lo menos seis meses más, llegas y te encuentras que murió durante la noche. Por eso nunca comparto mis pronósticos con los pacientes. Sin embargo, el corazón de la señora Munroe estaba en mal estado y su muerte no me sorprendió. Podía morir en cualquier momento. Ambos lo sabíamos.
– Lo que significa que el seminario se ahorró el disgusto de una segunda autopsia -observó Dalgliesh.
– ¡Por Dios! ¡Desde luego! No era necesaria. Yo examinaba a Margaret con regularidad; de hecho, la vi el día anterior a su muerte. Lamento que usted llegara tarde. ¿Era una vieja amiga? ¿Esperaba su visita?
– No -respondió Dalgliesh-, no sabía que yo vendría.
– Es una pena. Quizá, si hubiera tenido algo que esperar, habría resistido más. Con los enfermos del corazón, nunca se sabe. Bueno, nunca se sabe con ningún paciente.
Subrayó sus palabras con un gesto de asentimiento y echó a andar mientras los perros corrían y saltaban a su lado.
– Si quieres -dijo el padre Martin-, podemos ir a averiguar si la señora Pilbeam está en su casa. Te acompañaré para presentarte y luego os dejaré solos.
La puerta del porche de San Marcos estaba abierta, y la luz bañaba las baldosas rojas del suelo, salpicando con su brillo las hojas de las plantas, dispuestas en macetas de terracota sobre dos pequeñas estanterías enfrentadas. Antes de que el padre Martin tocase la aldaba, la puerta interior se abrió y la señora Pilbeam los recibió con una sonrisa, apartándose para cederles el paso. El padre Martin hizo las presentaciones y se marchó, aunque primero vaciló en la puerta, como preguntándose si esperaban que pronunciase una bendición.
Dalgliesh entró en la pequeña y abarrotada sala con la reconfortante y nostálgica sensación de que regresaba a la infancia. De niño, había pasado muchas horas en una habitación similar mientras su madre recibía las vistas parroquiales: sentado a la mesa, balanceando las piernas y comiendo pudín o, en Navidad, pastelillos rellenos de frutos secos; oyendo la voz dulce y más bien titubeante de su madre. Todo lo que había en esa estancia le resultaba familiar: la pequeña chimenea de hierro con la campana decorada; la cuadrada mesa con mantel de felpilla rojo y, en el centro, una gran aspidistra en un tiesto verde; el sillón y la mecedora, situados a los lados del hogar; la repisa de la chimenea adornada con las estatuillas de dos perros Staffordshire de ojos saltones, un barroco florero con las palabras «Recuerdo de Southend» y varias fotografías en marcos de plata. De las paredes colgaban numerosos grabados Victorianos con sus marcos de nogal originales: El regreso del marinero, El perro del abuelo, un grupo de niños increíblemente limpios con sus padres que cruzaban un prado en dirección a la iglesia. Por la ventana que daba al sur, abierta de par en par, se divisaba el descampado, y el estrecho alféizar estaba cubierto con una variedad de pequeños recipientes que contenían cactus y violetas africanas. Los únicos elementos que desentonaban en el ambiente eran el gran televisor y el aparato de vídeo, que ocupaban un lugar preeminente en un rincón de la sala.
La señora Pilbeam era una mujer baja y rechoncha, con el rostro curtido por el viento y una melena rubia cuidadosamente rizada. Se quitó el delantal floreado que llevaba sobre la falda y lo colgó de un gancho de la puerta. Le señaló la mecedora a Dalgliesh, y una vez que se hubieron sentado frente a frente, el comisario tuvo que resistir la tentación de reclinarse y comenzar a mecerse.
Al advertir que miraba los cuadros, ella dijo:
– Los heredé de mi abuela. Yo crecí con esos grabados. Reg los encuentra un poco sensibleros, pero a mí me gustan. Ya nadie pinta así.
– No -convino Dalgliesh.
Los ojos que le contemplaban eran dulces y a la vez inteligentes. Sir Alred Treeves había insistido en que las pesquisas se llevasen a cabo con discreción, pero eso no significaba que hubiera que andarse con secretos. La señora Pilbeam tenía tanto derecho como el padre Sebastian a saber la verdad, al menos en la medida en que ello fuera necesario.
– Quisiera hablar acerca de la muerte de Ronald Treeves -comenzó Dalgliesh-. Su padre, sir Alred, no estaba en Inglaterra cuando se celebró la vista y me ha pedido que haga algunas averiguaciones para cerciorarse de que el dictamen fue correcto.
– El padre Sebastian nos anunció que usted vendría a interrogarnos -dijo la señora Pilbeam-. La actitud de sir Alred resulta curiosa, ¿no? Sería más lógico que dejase las cosas como están.
Dalgliesh la miró.
– ¿Usted estuvo conforme con el dictamen, señora Pilbeam?
– Bueno, yo no encontré el cadáver ni asistí a la vista. No era un asunto de mi incumbencia. De todos modos, lo que ocurrió me extrañó un poco, pues todo el mundo sabe que los acantilados son peligrosos. Sin embargo, el pobre chico está muerto. No entiendo qué espera conseguir su padre removiendo el caso.
– Como es obvio, no he podido hablar con la señora Munroe -prosiguió Dalgliesh-, pero me preguntaba si ella le habría comentado algo sobre el descubrimiento del cadáver. El padre Martin dice que ustedes eran amigas.
– Pobre mujer. Sí, supongo que éramos amigas, aunque Margaret no era la clase de persona que se presenta sin avisar. Ni siquiera me sentí muy unida a ella cuando murió Charlie. Era capitán del ejército, y ella estaba muy orgullosa de él. Decía que siempre había querido ser soldado. Lo capturó el IRA. Me parece que estaba involucrado en una operación secreta y que lo torturaron para sacarle información. Cuando le comunicaron la noticia a Margaret, yo me trasladé a su casa y pasé una semana con ella. Me lo pidió el padre Sebastian, pero yo lo habría hecho de todos modos. Ella no me lo impidió. Fue como si no notase mi presencia. Yo le ponía la comida delante y, de vez en cuando, ella comía un par de cucharadas. Me alegré cuando, de buenas a primeras, me pidió que me fuese. Me dijo: «Lamento haber sido mala compañía, Ruby. Te agradezco mucho tus atenciones, pero vete, por favor.» Así que me marché.
»Durante los meses siguientes parecía estar sufriendo los tormentos del infierno sin decir una palabra. Sus ojos se agrandaron, y fue como si el resto de su cuerpo se encogiera. Yo creía que estaba… bueno, no superándolo, porque uno nunca supera la muerte de un hijo… pero que empezaba a interesarse otra vez por la vida. Todos teníamos esa impresión. Pero después, un Viernes Santo, dejaron libres a esos asesinos, y ella fue incapaz de aceptarlo. Creo que se sentía sola. Adoraba a los chicos…, para ella, siempre eran chicos… y los cuidaba cuando enfermaban. Sin embargo, me parece que los alumnos se sentían cohibidos ante ella después de la muerte de Charlie. A los jóvenes no les gusta ser espectadores de la desdicha ajena. No los culpo por ello.
– Tendrán que aprender a afrontar esas situaciones si van a ser sacerdotes -señaló Dalgliesh.
– Ah, yo diría que aprenderán. Son buenos chicos.
– ¿Ronald Treeves le caía bien, señora Pilbeam?
La mujer tardó unos instantes en contestar.
– No me corresponde a mí juzgar a los alumnos. Bueno, no le corresponde a nadie. En una comunidad tan pequeña como ésta, conviene evitar los favoritismos. El padre Sebastian siempre ha estado en contra de eso. De todos modos, Ronald no era un joven muy querido, y me parece que no se encontraba a gusto aquí. Era un tanto presuntuoso y demasiado crítico con los demás. Eso suele ser un indicio de inseguridad, ¿no? Además, no permitía que olvidásemos quién era su padre.
– ¿Sabe si mantenía una relación particularmente amistosa con la señora Munroe?
– ¿Con Margaret? Bueno, supongo que sí. La visitaba con frecuencia. En teoría, los alumnos sólo acuden a las casas del personal si están invitados pero creo que él iba a ver a Margaret cuando le apetecía. No es que ella se quejase. No alcanzo a imaginar de qué hablaban. Quizás ambos necesitaran compañía.
– ¿La señora Munroe le comentó algo sobre el descubrimiento del cadáver?
– No mucho, y yo no quise interrogarla. Claro que todo salió a la luz durante la vista, y yo leí la crónica en el periódico, pero no asistí. Aquí todo el mundo hablaba del tema, aunque nunca delante del padre Sebastian. Él detestaba los cotilleos. El caso es que, de una manera u otra, me enteré de todos los pormenores.
– ¿Y Margaret le dijo que estaba escribiendo sobre el asunto?
– No, pero no me sorprendería. A Margaret le gustaba escribir. Antes de que Charlie muriese, le enviaba una carta a la semana. Cuando la visitaba, me la encontraba sentada a la mesa, rellenando una página tras otra. Aunque no me contó que estuviese escribiendo acerca de Ronald. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?
– Usted encontró su cuerpo después del ataque cardíaco, ¿no? ¿Cómo fue, señora Pilbeam?
– Bueno, vi luces en su casa cuando me dirigía a la escuela, poco después de las seis. Hacía un par de días que no pasaba a charlar con Margaret y me sentía un poco culpable. Pensé que la estaba descuidando y que quizás aceptara venir a cenar conmigo y con Reg, o a ver la televisión. Así que fui a su casa. Y allí estaba, muerta en el sillón.
– ¿La puerta estaba abierta? ¿O usted tenía llave?
– No, estaba abierta. Aquí rara vez cerramos con llave. Llamé a la puerta y, como no contestaba, entré. Siempre lo hacíamos. Entonces la encontré. Estaba sentada en el sillón, muy fría y rígida como una tabla, con la labor de punto sobre el regazo. Aún tenía una aguja en la mano derecha, metida en el siguiente punto. Como es lógico, avisé al padre Sebastian, y él llamó al doctor Metcalf. El doctor la había examinado el día anterior. Sufría del corazón, de modo que no surgieron complicaciones a la hora de redactar el certificado de defunción. En realidad, fue una muerte dulce. Ojalá todos tengamos esa suerte.
– ¿Vio usted algún papel o una carta?
– No había ninguno a la vista, y no iba a ponerme a fisgonear. ¿Qué sentido tendría?
– Ninguno, señora Pilbeam, sé que no haría nada semejante. Simplemente, me preguntaba si habría un manuscrito, una carta o un documento sobre la mesa.
– No, la mesa estaba vacía. De cualquier forma, noté algo raro. En realidad, no era posible que estuviese tejiendo.
– ¿Por qué no?
– Bueno, estaba haciendo un jersey para el padre Martin. Él le había descrito uno que había visto en Ipswich, y Margaret quería regalárselo para Navidad. El dibujo era muy complicado, con trenzas y otros motivos, y en más de una ocasión ella había comentado que llevaba mucho trabajo. No se habría puesto a tejer sin el patrón delante. Yo la había visto trabajar muchas veces y siempre tenía que recurrir a las instrucciones. Además, llevaba las gafas de ver la televisión. Siempre usaba unas con montura dorada para ver de cerca.
– ¿Y el patrón no estaba allí?
– No, sólo las agujas y el tejido. Además, sujetaba la aguja de una manera curiosa. Margaret no tejía como yo; decía que lo hacía al estilo europeo. A mí me parecía muy raro. Dejaba la aguja izquierda inmóvil mientras trabajaba con la otra. En su momento, me llamó la atención que tuviese la labor sobre el regazo cuando era imposible que estuviera tejiendo.
– ¿Se lo dijo a alguien?
– ¿Para qué? Era algo sin importancia. Esas cosas pasan. Supongo que se sintió mal, se sentó en el sillón con la lana y las agujas, y se olvidó el patrón. Sea como fuere, la echo de menos. No me acostumbro a ver la casa vacía, y su muerte fue muy repentina. Aunque nunca hablaba de su familia, resulta que tenía una hermana en Surbiton. Mandó el cuerpo a Londres, donde lo incineraron, y luego vino con su marido a desocupar la casa. No hay nada tan eficaz como la muerte para que aparezcan los familiares. Margaret no hubiera querido una misa de réquiem, pero el padre Sebastian organizó una bonita ceremonia en la iglesia en la que todos participamos. El padre Sebastian me sugirió que leyese un pasaje del evangelio de san Pablo, pero yo preferí rezar una oración. No sé bien por qué, pero san Pablo no me convence. Creo que era un poco alborotador. Antes de que él llegara varios grupos pequeños de cristianos que se ocupaban de sus asuntos convivían y se llevaban bastante bien. En términos generales, claro. Nadie es perfecto. Entonces aparece él y se pone a dar órdenes, a criticar y a enviar cartas iracundas. A mí no me gustaría recibir esa clase de cartas, y así se lo dije al padre Sebastian.
– ¿Y qué le contestó él?
– Que san Pablo había sido uno de los grandes genios del mundo y que, de no ser por él, hoy no habría cristianos. Yo le repliqué: «Bueno, padre, algo tendríamos que ser entonces. ¿Qué cree que seríamos?» No supo qué contestar. Prometió que lo pensaría, pero no ha vuelto a tocar el tema. En una ocasión dijo que yo hacía preguntas que no estaban contempladas en el plan de estudios de la facultad de Teología de Cambridge.
Y ésas no eran las únicas preguntas que había planteado la señora Pilbeam, pensó Dalgliesh al salir de la casa, tras declinar la invitación a tomar té con pastel.
La doctora Emma Lavenham se marchó de la Universidad de Cambridge más tarde de lo previsto. Giles había almorzado en el comedor universitario, y mientras ella terminaba de empacar, había hablado de ciertos asuntos que según él necesitaban zanjar antes de su partida. Ella intuía que la había demorado adrede. A Giles no le agradaba que se fuera una vez al trimestre para dar clases en Saint Anselm durante tres días. Si bien nunca había protestado abiertamente, quizá porque presentía que Emma lo tomaría como una inadmisible interferencia en su vida privada, tenía formas más sutiles de expresar su desaprobación hacia una actividad del todo ajena a él y que se desarrollaba en una institución por la cual, como ateo confeso, sentía poco respeto. Sin embargo, estas escapadas apenas afectaban al trabajo de Emma en Cambridge.
A causa de la demora, Emma no consiguió eludir lo peor del tráfico de la tarde del viernes, y los continuos atascos la llenaron de resentimiento hacia Giles por sus tácticas dilatorias y de irritación hacia sí misma por no haberse resistido a ellas. Al final del último trimestre, había notado que Giles estaba volviéndose más posesivo y le exigía más tiempo y cariño. Ahora, ante la perspectiva de conseguir una cátedra en una universidad del norte, Giles empezaba a pensar en boda, tal vez porque creía que era la mejor manera de asegurarse de que ella lo acompañara. Emma sabía que él tenía una idea bastante clara de cuáles eran los requisitos para ser una esposa apropiada. Por desgracia, ella parecía reunirlos todos. Decidió que durante los tres días siguientes arrinconaría ese problema y todos los relacionados con su vida universitaria.
Había llegado a un acuerdo con el seminario hacía tres años. El padre Sebastian la había reclutado de la forma habitual. Había corrido la voz entre sus contactos de Cambridge: lo que el seminario necesitaba era un profesor, preferiblemente joven, que impartiese tres seminarios, al comienzo de cada trimestre, sobre «el legado poético del anglicanismo»; una persona de renombre -o en vías de tenerlo- que supiese tratar a los jóvenes seminaristas y capaz de amoldarse a los valores de Saint Anselm. El padre Sebastian no había considerado necesario explicar cuáles eran esos valores. El puesto, según le había contado el clérigo con posterioridad, se había instituido por expreso deseo de la fundadora del seminario. Profundamente influida en esta cuestión, como en muchas otras, por sus amigos anglicanos de Oxford, la señorita Arbuthnot estimaba que era fundamental que los nuevos sacerdotes estuvieran informados de una herencia literaria que les pertenecía. Emma, que entonces contaba veintiocho años y acababa de empezar su carrera como docente universitaria, había recibido una invitación del padre Sebastian para lo que éste había descrito como una charla informal sobre la posibilidad de que ella se incorporase a la comunidad durante nueve días al año. Cuando le ofrecieron el puesto, lo aceptó con la única condición de que el programa no quedara restringido a la poesía de autores anglicanos ni a una época determinada. Le dijo al padre Sebastian que quería abarcar los poemas de Gerard Manley Hopkins y extender el período de estudio para incluir a poetas modernos, como T. S. Elliot. El padre Sebastian, que por lo visto estaba convencido de que ella era la persona idónea para el trabajo, le dio libertad para que se ocupase de esos detalles. Aparte de aparecer en el tercer seminario, donde su silenciosa presencia obró un efecto ligeramente intimidatorio, no había demostrado mayor interés en el curso.
Esos tres días en Saint Anselm, precedidos por el fin de semana, se habían convertido para Emma en una actividad importante, que siempre esperaba con ilusión y jamás la decepcionaba. Cambridge generaba tensiones y ansiedad. Ella había accedido a un puesto de profesora universitaria muy pronto…, quizá demasiado pronto. Para ella suponía un problema conciliar la enseñanza, que le encantaba, con la exigencia de investigar, las responsabilidades administrativas y la atención personal a los alumnos, que con creciente frecuencia acudían a ella en busca de consejo. Muchos eran los primeros de la familia en asistir a la universidad, y llegaban allí llenos de expectativas e inseguridad. Algunos, pese a haber sido buenos estudiantes en el instituto, se acobardaban ante las largas listas de libros por leer; otros sufrían nostalgia por el hogar paterno, se avergonzaban de reconocerlo y se sentían poco preparados para afrontar su nueva y aterradora vida universitaria.
A estas presiones, Emma debía sumar las exigencias de Giles y las complicaciones de su propia vida emocional. Era un alivio para ella formar parte temporalmente de la vida pacífica, alejada y maravillosamente ordenada de Saint Anselm, hablar de la poesía que amaba con jóvenes que no estaban obligados a escribir un trabajo semanal, que de un modo inconsciente deseaban complacerla con opiniones aceptables y sobre quienes no se cernía la sombra de un examen. Le caían bien y, aunque procuraba desalentar las ocasionales actitudes románticas o amorosas, sabía que ellos la apreciaban, estaban encantados de tener a una mujer en el seminario, aguardaban con ilusión su llegada y la tomaban por su aliada. Los alumnos, sin embargo, no eran los únicos que la recibían con cariño. A pesar de su serena y formal acogida, el padre Sebastian no podía ocultar su satisfacción por haber escogido, una vez más, a la persona adecuada. Los demás sacerdotes le demostraban su alegría con mayor efusividad cada vez que regresaba al seminario.
Si las escapadas a Saint Anselm representaban un anhelado placer para Emma, las periódicas y obligadas visitas a casa de su padre la llenaban invariablemente de angustia. Después de abandonar su puesto en Oxford, el hombre se había trasladado a un piso señorial cercano a la estación de Marylebone. Las paredes de ladrillo rojo le recordaban a Emma el color de la carne cruda, y los voluminosos muebles, el oscuro papel de las paredes y los visillos de las ventanas creaban una atmósfera pesimista que su padre no daba indicios de notar. Henry Lavenham se había casado tarde, y un cáncer de mama había matado a su mujer poco después del nacimiento de su segunda hija. Emma, que en aquel entonces contaba tres años, tenía la impresión de que su padre había depositado en su hija menor todo el amor que había profesado a su esposa, sin duda conmovido por la indefensión del bebé huérfano. Emma sabía que siempre la habían querido menos que a la pequeña. Aunque nunca había albergado resentimiento hacia su hermana, había compensado la falta de amor con trabajo y éxito. Dos palabras habían marcado su adolescencia: brillante y hermosa. Ambas habían supuesto una carga: la primera, la expectativa del éxito, que le había llegado con demasiada facilidad como para sentirse orgullosa de él; la segunda, un enigma, en ocasiones casi un tormento. No había sido hermosa hasta llegar a la adolescencia, cuando empezó a mirarse al espejo tratando de definir y evaluar esa posesión sobrestimada en extremo, consciente ya de que, mientras que el atractivo físico y el encanto eran bendiciones, la verdadera belleza constituía un don peligroso y menos apreciado.
Hasta que su hermana Marianne había cumplido los once años, las había criado una hermana del padre, una mujer sensata, poco expresiva y consciente de sus obligaciones pese a carecer del más elemental instinto maternal. Ella les proporcionó unos cuidados edificantes y desprovistos de sentimentalismo, pero regresó a su mundo de perros, bridge y viajes al extranjero en cuanto juzgó que Marianne tenía edad suficiente para quedarse sola. Las niñas la habían despedido sin pesar.
Sin embargo, Marianne también había muerto -atropellada por un conductor ebrio el día de su decimotercer cumpleaños-, y Emma y su padre se quedaron solos. Cuando iba a verlo, él la trataba con una cortesía forzada, casi dolorosa. Emma se preguntaba si la falta de comunicación y muestras de cariño entre ellos -que no cabía calificar de distanciamiento, porque ¿acaso habían estado cerca alguna vez?- se debía a que su padre, que se había convertido en un anciano depresivo de más de setenta años, consideraba degradante y vergonzoso exigirle un afecto que jamás había dado muestras de necesitar.
Ahora, por fin, se acercaba al final del trayecto. La estrecha carretera que conducía al mar era muy poco transitada, salvo en los fines de semana de verano, y en ese momento era la única conductora. El camino se extendía ante ella, pálido, sombrío y ligeramente siniestro a la luz mortecina del atardecer. Como siempre que viajaba a Saint Anselm, la asaltó la sensación de que avanzaba hacia una costa que se desmoronaba, indómita, misteriosa y aislada en el tiempo y el espacio.
Cuando torció hacia el norte por el camino que llevaba al seminario, y las altas chimeneas y el campanario aparecieron con su amenazadora negrura recortada contra el oscuro cielo, avistó una figura baja que caminaba con dificultad unos cincuenta metros más adelante y reconoció al padre John Betterton.
Emma frenó y bajó la ventanilla.
– ¿Lo llevo, padre? -preguntó.
El sacerdote parpadeó, como si no la reconociese. Luego esbozó su sonrisa característica, dulce e infantil.
– Ah, Emma. Gracias, gracias. Me harías un gran favor. Salí a dar un paseo por la laguna y he andando más de lo previsto.
Llevaba un grueso abrigo de tweed y unos prismáticos colgados del cuello. Subió al coche, y con él, impregnado en el tweed, entró el olor acre del agua salobre.
– ¿Ha tenido suerte con los pájaros, padre?
– Sólo he visto a los habituales en invierno.
Guardaron un cordial silencio. Durante un breve período, a Emma le había costado sentirse cómoda con el padre John. Eso había ocurrido tres años atrás, después de que Raphael le contara que el sacerdote había estado en la cárcel.
– Si no te enteras aquí -había dicho-, es muy posible que te lo digan en Cambridge, y prefiero que lo oigas de mi boca. El padre John confesó que había abusado de un par de niños que cantaban en el coro. Ése es el término que emplearon, pero yo dudo que se tratase de una agresión sexual. Lo sentenciaron a tres años de prisión.
– No sé mucho de leyes, pero parece una sentencia excesiva -había opinado Emma.
– No fue sólo por los niños. Un sacerdote de una parroquia vecina, Matthew Crampton, se ocupó de buscar más pruebas contra él y llevó a declarar a tres jóvenes, que acusaron al padre John de barbaridades aún peores. Según ellos, los abusos deshonestos que habían sufrido en la infancia los habían condenado al paro, la infelicidad, la delincuencia y la vida marginal. Mintieron, pero de todas maneras el padre John se declaró culpable. Tenía sus razones.
Aunque no estaba segura de compartir la fe de Raphael en la inocencia del padre John, Emma sentía una profunda compasión por él. Parecía un hombre aislado en un mundo propio, empeñado en proteger el núcleo de una personalidad vulnerable, como si llevase en su interior un objeto frágil, susceptible de quebrarse con la menor sacudida. Siempre se mostraba cortés y afable, y Emma sólo había atisbado su íntima angustia en las pocas ocasiones en que lo había mirado a los ojos; entonces había tenido que volver la cabeza. Quizás él también llevara una carga de culpa. En parte, Emma habría preferido que Raphael no le hubiese contado nada. No acertaba a imaginar la vida del sacerdote en la cárcel. ¿Qué clase de hombre se sometería por propia voluntad a ese infierno?, se preguntó. Y su vida en Saint Anselm no debía de ser fácil. Ocupaba un apartamento privado en la tercera planta, con una hermana soltera que, con un poco de benevolencia, podría calificarse de excéntrica. Aunque en las escasas ocasiones en que los había visto juntos Emma había notado que el padre John adoraba a la mujer, quizás el amor no significase para él un consuelo, sino una carga adicional.
Se preguntó si debía decir algo acerca de la muerte de Ronald Treeves. Había leído un artículo sobre el caso en un periódico nacional, y Raphael, que por una misteriosa razón se había impuesto la tarea de mantenerla en contacto con Saint Anselm, le había telefoneado para comunicarle la noticia. Después de meditarlo mucho, ella había escrito una carta breve y cuidadosamente redactada al padre Sebastian, dándole sus condolencias. La respuesta, escrita con la elegante caligrafía del rector, había sido aún más breve. Sin duda, lo más natural era comentar lo sucedido con el padre John, pero algo la retuvo. Intuía que se trataba de un tema conflictivo, incluso doloroso.
Ahora Saint Anselm se apreciaba con absoluta claridad: los tejados, las altas chimeneas, las torretas, el campanario y la cúpula se oscurecían a ojos vistas conforme se desvanecía la luz. En la parte delantera, los dos ruinosos pilares de la isabelina caseta de guardia, demolida mucho tiempo atrás, transmitían sus mudos y ambiguos mensajes; groseros objetos fálicos, centinelas indómitos contra el avance continuo del enemigo, recordatorios obstinadamente perdurables del inevitable final de la casa. ¿Cuál era la causa de este súbito sentimiento de tristeza y vaga aprensión?, se preguntó Emma. ¿La presencia del padre John a su lado, o la imagen de Ronald Treeves exhalando su último suspiro bajo el peso de la arena? Hasta el momento, siempre se había alegrado al aproximarse a Saint Anselm; ahora la embargaba una sensación muy parecida al miedo.
La puerta principal se abrió antes de que llegaran a ella, y Emma vislumbró la silueta de Raphael perfilada por la luz del vestíbulo. Era obvio que la esperaba. Permaneció allí inmóvil, como tallado en piedra, mirándolos. Ella recordó la primera vez que lo había visto; lo había mirado con momentánea incredulidad y luego se había reído de su propia incapacidad para disimular el asombro. Con ellos estaba otro alumno, Stephen Morby, que también se había echado a reír. «Es extraordinario, ¿no? -había dicho él-. Un día estábamos en un pub, en Reydon, y una mujer se acercó y dijo: “¿De dónde has salido? ¿Del Olimpo?” Yo hubiera querido saltar sobre la mesa, descubrirme el pecho y gritar: “¡Mírame! ¡Mírame!” Pero no tengo nada que hacer a su lado.»
Había hablado sin una pizca de envidia. Quizá comprendiera que la belleza en un hombre no era tan ventajosa como cabría suponer; en efecto, a Emma le costaba mirar a Raphael sin el supersticioso recelo que se experimenta ante la belleza extrema. También le llamaba la atención el hecho de que podía mirarlo con placer, pero sin sentir la más mínima atracción sexual. Tal vez fuese más atractivo para los hombres que para las mujeres. De cualquier forma, si ejercía algún influjo sobre cualquiera de los dos sexos, por lo visto él no era consciente de ello. Su actitud serena y confiada indicaba que sabía que era hermoso y que su belleza lo hacía diferente. Pese a que valoraba su excepcional apariencia y se alegraba de poseerla, no parecía importarle el efecto que causaba en otros.
Raphael sonrió y bajó la escalera tendiéndole las manos. Emma, presa de un temor irracional, interpretó ese gesto más como una advertencia que como un saludo. El padre John inclinó la cabeza, esbozó un gesto de agradecimiento y se marchó.
Raphael agarró la maleta y el ordenador portátil de Emma.
– Bienvenida -dijo-. No puedo prometerte un fin de semana agradable, pero quizá sea interesante. Tenemos un policía en la casa…, nada más y nada menos que de Scotland Yard. El comisario Dalgliesh ha venido a investigar la muerte de Ronald Treeves. Y hay alguien cuya presencia me preocupa más. Pienso guardar las distancias y te recomiendo que sigas mi ejemplo. Es el archidiácono Matthew Crampton.
Aún le quedaba una visita pendiente. Después de pasar por su habitación, Dalgliesh abrió la verja de hierro que se alzaba entre Ambrosio y la pared de piedra de la iglesia y recorrió los ochenta metros que lo separaban de la casa San Juan. Era la hora del ocaso y, al oeste, el día agonizaba en un llamativo cielo con vetas rosadas. Al borde del camino, las altas y delicadas hierbas se mecían a merced de una brisa que comenzaba a arreciar y de vez en cuando se inclinaban, empujadas por una súbita ráfaga. Detrás de Dalgliesh, pinceladas de luz adornaban la fachada oeste de Saint Anselm, y las tres casas deshabitadas resplandecían como iluminados puestos de avanzada de un castillo sitiado, acentuando el oscuro contorno de la vacía San Mateo.
A medida que la luz se desvanecía, el rumor del mar se intensificaba, y su antes suave y rítmico gemido comenzaba a semejarse a un rugido ahogado. El comisario evocó que la última luz de la tarde siempre producía la sensación de que el poder del mar aumentaba, como si noche y oscuridad fuesen sus aliados naturales. En sus tiempos de juventud, se sentaba ante la ventana de Jerónimo y contemplaba el monte ensombrecido, imaginando una quimérica costa donde los precarios castillos de arena se desmoronaban por fin, los gritos y risas de los niños se acallaban, las tumbonas se plegaban y retiraban y el mar se quedaba solo, removiendo los huesos de marineros ahogados en las bodegas de barcos hundidos tiempo atrás.
La puerta de la casa San Juan estaba abierta, y la luz del interior bañaba el camino que conducía a la armoniosa verja. Dalgliesh aún veía con claridad las paredes de madera de la pocilga, a la derecha, donde se oían amortiguados gruñidos y pisadas. Percibió el olor, ni fuerte ni desagradable, de los animales. Vislumbró el jardín que se extendía detrás, con ordenadas hileras de hortalizas irreconocibles, altas cañas que sujetaban los tallos de las habichuelas y, al fondo, un pequeño invernadero.
En cuanto oyó los pasos de Dalgliesh, Eric Surtees salió a la puerta. Pareció titubear y luego, sin abrir la boca, se hizo a un lado y lo invitó a pasar con un rígido ademán. El comisario sabía que el padre Sebastian había advertido al personal de su inminente visita, aunque ignoraba qué explicaciones les había dado. Intuyó que lo esperaban, aunque no con alegría.
– ¿El señor Surtees? -preguntó-. Soy el comisario Dalgliesh, de la Policía Metropolitana. Supongo que el padre Sebastian le habrá dicho que he venido a hacer averiguaciones sobre la muerte de Ronald Treeves. Su padre no estaba en Inglaterra cuando se celebró la vista y, como es natural, desea informarse de las circunstancias del fallecimiento de su hijo. Si no tiene inconveniente, me gustaría hablar con usted durante unos minutos.
Surtees asintió.
– Está bien. ¿Quiere pasar por aquí?
Dalgliesh lo siguió a una habitación situada a la derecha del pasillo. El ambiente no podía diferir más de la cómoda domesticidad de la casa de la señora Pilbeam. Aunque en el centro había una mesa de madera natural con cuatro sillas, la estancia estaba amueblada como un taller. En la pared opuesta a la puerta había unas rejillas de las que colgaban utensilios de jardinería inmaculadamente limpios -palas, rastrillos, azadas- junto con tijeras de trasquilar y serruchos. Justo debajo, un armario de madera con compartimientos contenía cajas de herramientas y enseres más pequeños. Frente a la ventana había un banco de trabajo, con un fluorescente encima. La puerta de la cocina, que estaba abierta, dejaba salir un olor penetrante y desagradable. Surtees estaba hirviendo bazofia para su pequeña piara.
Apartó una silla de la mesa. Sus patas chirriaron contra el suelo de piedra.
– Si no le importa esperar un momento, iré a lavarme. He estado cuidando a los cerdos.
Por la puerta entornada, Dalgliesh lo vio frotarse vigorosamente en el fregadero y arrojarse agua sobre la cabeza y la cara, como si ansiara quitarse algo más que una suciedad superficial. Regresó con una toalla alrededor del cuello y se sentó enfrente de Dalgliesh, rígidamente erguido y con el tenso semblante de un detenido que se prepara para un interrogatorio.
– ¿Le apetece una taza de té? -preguntó de pronto, con voz demasiado alta.
Dalgliesh pensó que quizás el té ayudaría a tranquilizar al chico.
– Si no es demasiada molestia… -respondió.
– En absoluto. Tengo té en bolsitas. ¿Leche y azúcar?
– Sólo leche.
Unos minutos después, Surtees puso dos tazones sobre la mesa. El té estaba cargado y muy caliente. Ninguno de los dos comenzó a beber. Dalgliesh nunca había interrogado a nadie con un aire tan culpable como el de Surtees: parecía poseer una información secreta. Pero ¿información sobre qué? Era absurdo imaginar que este muchacho de aspecto tímido -sin duda era casi un niño- pudiese matar a cualquier criatura viviente. Hasta sus cerdos debían de morir degollados en un aséptico matadero que cumpliese a rajatabla la normativa sanitaria. Y no porque Surtees careciera de la fuerza necesaria para un enfrentamiento físico, pensó Dalgliesh. Bajo las cortas mangas de su camisa a cuadros, las venas de sus músculos sobresalían como sogas, y sus ásperas manos eran tan desproporcionadamente grandes para el resto de su cuerpo que parecían injertadas. El delicado rostro estaba curtido por el sol y el viento, y los botones abiertos de la basta camisa de algodón permitían vislumbrar una piel blanca y tersa como la de un niño.
Dalgliesh levantó su taza y dijo:
– ¿Siempre ha criado cerdos… -inquirió Dalgliesh, levantando su taza-, o sólo desde que vino a trabajar aquí?
– Desde que vine aquí. Siempre me han gustado los cerdos. Cuando conseguí este empleo, el padre Sebastian me dio permiso para comprar media docena, siempre que no fuesen demasiado ruidosos ni olieran mal. Pero los cerdos son unos animales muy limpios. Los que piensan que apestan se equivocan.
– ¿Construyó la pocilga usted mismo? Me sorprende que haya utilizado madera. Pensaba que los cerdos eran capaces de destruir prácticamente cualquier material.
– Y así es. Sólo hay madera por fuera. El padre Sebastian detesta el cemento. El interior es de bloques de hormigón.
Surtees había aguardado a que Dalgliesh comenzara a beber para llevarse la taza a la boca. Al comisario le asombró el aparente placer con que el joven se tomaba el té.
– No sé mucho de cerdos -comentó-, pero tengo entendido que son unos animales inteligentes y amistosos.
Su interlocutor se relajó visiblemente.
– Sí, es verdad. Son muy inteligentes. A mí siempre me han gustado.
– Es una suerte para Saint Anselm. Me refiero a que pueden comer un tocino que no huele a productos químicos ni exuda ese líquido gelatinoso de olor y sabor desagradables, además de carne bien curada.
– En realidad, no los tengo para proveer al seminario. Los crío…, bueno, para que me hagan compañía. Por supuesto, llega un momento en que hay que matarlos, y ése es mi problema ahora. La Unión Europea ha impuesto tantas normas a los mataderos, como la de la vigilancia constante de un veterinario, que nadie quiere aceptar unos pocos animales. También está la cuestión del transporte. Aun así un granjero de las afueras de Blythburgh, el señor Harrison, me echa una mano. Envío mis cerdos al matadero junto con los suyos. Y él siempre se reserva una parte de la carne para consumirla, de manera que de vez en cuando puedo ofrecerles un buen trozo a los sacerdotes. No comen mucho cerdo, pero les gusta el tocino. El padre Sebastian insiste en pagarme, pero yo creo que mi deber es regalárselo.
Como en otras ocasiones, Dalgliesh especuló sobre esa capacidad de algunos seres humanos de profesar auténtico cariño a los animales, de preocuparse por su bienestar y satisfacer sus necesidades con devoción, resignados al mismo tiempo ante la inevitable matanza. Sea como fuere, ahora debía centrarse en el motivo de su visita.
– ¿Conocía a Ronald Treeves? Me refiero, claro está, a si tenía una relación personal con él.
– No. Sabía que era uno de los seminaristas y lo veía de tarde en tarde, pero no hablábamos. Creo que era un solitario. Bueno, casi siempre estaba solo.
– ¿Qué sucedió el día que murió? ¿Usted estaba aquí?
– Sí, estaba aquí con mi hermana. Ella había venido de visita ese fin de semana. El sábado no vimos a Ronald y nos enteramos de que había desaparecido cuando la señora Pilbeam se acercó a preguntarnos si había pasado por aquí. Le contestamos que no. No supimos nada más hasta las cinco de la tarde, cuando fui a rastrillar los claustros y el patio y a limpiar las losas del suelo. La noche anterior había llovido y estaba bastante enlodado. Casi siempre barro y riego con la manguera los claustros después de las vísperas, pero el padre Sebastian me había pedido que ese día lo hiciera antes. Y en eso estaba cuando el señor Pilbeam me dijo que habían encontrado el cadáver de Ronald Treeves. Más tarde, después de las vísperas, el padre Sebastian nos reunió a todos en la biblioteca y nos contó lo ocurrido.
– Debió de ser un fuerte golpe para todos.
Surtees se miraba las manos, enlazadas y apoyadas sobre la mesa. De repente, las retiró de la vista como un niño sorprendido en falta y se inclinó hacia delante.
– Sí. Un fuerte golpe. Desde luego -contestó con voz grave.
– Por lo visto, usted es el único jardinero de Saint Anselm. ¿Las hortalizas que cultiva son para usted o para el seminario?
– Para mí y para quien las quiera. El huerto no da las suficientes para abastecer al seminario cuando todos los seminaristas están aquí. Supongo que podría ampliarlo, pero me llevaría demasiado tiempo. El suelo es bastante bueno, habida cuenta de que está muy cerca del mar. Mi hermana se lleva algunas verduras a Londres, y la señorita Betterton las cocina para sí y el padre John. La señora Pilbeam también recoge algunas para comer con su marido.
– La señora Munroe dejó un diario -dijo Dalgliesh-. En él menciona que usted había tenido la gentileza de llevarle unos puerros el 11 de octubre, el día anterior al de su muerte. ¿Lo recuerda?
Tras una pequeña pausa, Surtees respondió:
– Sí, creo que sí. Es posible que lo hiciese. No lo recuerdo.
– No ha pasado tanto tiempo, ¿no? -insistió Dalgliesh con suavidad-. Algo más de una semana. ¿Está seguro de que no se acuerda?
– Ahora recuerdo. Le llevé los puerros por la tarde. La señora Munroe decía que le gustaba prepararlos con salsa de queso para cenar, así que le dejé algunos en San Mateo.
– ¿Y qué sucedió?
El joven alzó la vista, auténticamente confundido.
– Nada. No sucedió nada. Se limitó a darme las gracias y los metió en la casa.
– ¿Usted no entró?
– No, no me invitó a pasar. Y aunque lo hubiese hecho, yo no habría aceptado. Karen estaba aquí y yo quería volver. Esa semana se quedó hasta el jueves por la mañana. De hecho, pasé por casualidad. Pensé que la señora Munroe estaría en casa de la señora Pilbeam. Si no hubiese estado en casa, le habría dejado los puerros en la puerta.
– Pero estaba en casa. ¿Está seguro de que no ocurrió nada ni hablaron sobre algo en particular? ¿Sólo le entregó los puerros?
– Se los di y me fui -respondió con un gesto de asentimiento.
Fue entonces cuando Dalgliesh oyó el motor de un coche que se aproximaba. Los oídos de Surtees debieron de captar el sonido en el mismo momento. Se levantó de la silla con evidente alivio.
– Ha de ser Karen, mi hermana -dijo-. Viene a pasar este fin de semana.
Ahora el coche se había detenido. Surtees salió a toda prisa. Intuyendo que el joven quería hablar con su hermana a solas, quizá para ponerla sobre aviso de su presencia allí, Dalgliesh lo siguió en silencio y se detuvo junto a la puerta.
Una mujer se había apeado del coche, y ahora ella y su hermano estaban muy juntos, mirando a Dalgliesh. Sin hablar, la chica se volvió de espaldas, sacó una mochila grande y varias bolsas de plástico y cerró la portezuela con fuerza. Cargados con los bultos, los dos recorrieron el camino particular.
– Karen, éste es el comisario Dalgliesh, de New Scotland Yard -señaló Surtees-. Me estaba haciendo preguntas sobre Ronald.
La joven no llevaba gorro y tenía el pelo cortado en punta. Un pesado aro dorado en cada oreja acentuaba la palidez de un rostro de finas facciones. Bajo las arqueadas cejas, los ojos, pequeños y negros, brillaban con intensidad. La boca fruncida y toscamente perfilada con carmín rojo intenso prestaba a su cara el aspecto de un cuadro cuidadosamente diseñado en negro, rojo y blanco. La primera mirada que dirigió a Dalgliesh fue hostil, una reacción propia de alguien que recibe una visita inesperada y desagradable. Luego, sin embargo, su expresión se volvió inquisitiva y a continuación recelosa.
Entraron juntos en el taller de Eric. Karen Surtees dejó la mochila sobre la mesa.
– Será mejor que metas estos platos preparados en el congelador -le indicó a su hermano-. En el coche hay una caja con botellas de vino.
Surtees paseó la mirada entre Dalgliesh y su hermana y luego salió. Sin decir una palabra, la chica comenzó a sacar ropa y latas de su mochila.
– Es evidente que no desea visitas -observó Dalgliesh-. Pero, ya que estoy aquí, ahorraremos tiempo si responde a algunas preguntas.
– Pregunte. A propósito, soy Karen Surtees, la hermanastra de Eric. Ha llegado un poco tarde, ¿no? ¿Qué sentido tiene un interrogatorio sobre Ronald Treeves a estas alturas? Ya hubo una vista, y dictaminaron muerte accidental. Ni siquiera pueden exhumar el cadáver. Su padre lo mandó incinerar en Londres. ¿No se molestaron en decírselo? Además, no entiendo por qué han metido a la Policía Metropolitana en este asunto. ¿No es competencia de la policía de Suffolk?
– Sí, pero sir Alred siente una natural curiosidad por la muerte de su hijo. Yo tenía previsto visitar el condado, de manera que me pidió que averiguase lo que estuviera a mi alcance.
– Si de verdad le interesaban las circunstancias de la muerte de su hijo, debería haber asistido a la vista. Supongo que se siente culpable y quiere demostrar que es un buen padre. Pero ¿qué le preocupa? No pensará que Ronald fue asesinado, ¿verdad?
Resultaba curioso que pronunciara esa fatídica palabra con semejante despreocupación.
– No, no creo que piense eso.
– Bueno, yo no puedo ayudar a sir Alred. Sólo me crucé con su hijo un par de veces, mientras él paseaba, e intercambiamos un «buenas tardes» o un «bonito día», lo típico en estas situaciones.
– ¿No eran amigos?
– No soy amiga de ninguno de los estudiantes. Y si está insinuando lo que me imagino, debe saber que vengo aquí para desconectar con Londres y ver a mi hermano, ¡no para tirarme a los seminaristas! Aunque, a juzgar por la pinta que tienen, no les vendría mal echar un polvo.
– ¿Estaba aquí el fin de semana en que murió Ronald?
– Sí. Llegué el jueves por la noche, más o menos a la misma hora que hoy.
– ¿Lo vio ese fin de semana?
– No; ninguno de los dos lo vimos. Nos enteramos de que había desaparecido porque Pilbeam vino a preguntar si había estado aquí. Le contestamos que no, y eso es todo. Fin de la historia. Mire, si quiere saber algo más, ¿no puede esperar a mañana? Me gustaría instalarme, deshacer el equipaje, tomar una taza de té… ¿Entiende? He pasado por un infierno para salir de Londres. Así que lo dejaremos para otra ocasión, si no le importa. No es que tenga algo que añadir. Para mí, Ronald era un estudiante más.
– Aun así usted y su hermano debieron de formarse una opinión sobre la muerte del joven. Seguramente hablaron del tema.
Surtees, que había terminado de guardar la comida, apareció procedente de la cocina. Karen lo miró.
– Claro que hablamos -dijo-. Todo el maldito seminario hablaba de ello. Si quiere conocer mi opinión, creo que se suicidó. No sé por qué ni es asunto mío. Como ya he dicho, casi no lo conocía, pero fue un accidente extraño. Sin duda sabía que los acantilados eran peligrosos. En fin, todos lo sabemos, y además hay suficientes carteles de advertencia. ¿Qué hacía en la playa?
– Ésa es una de las incógnitas -respondió Dalgliesh. Les dio las gracias y se volvió para marcharse, pero de pronto lo asaltó una idea. Se dirigió a Surtees-: ¿Cómo estaban envueltos los puerros que le regaló a la señora Munroe? ¿Lo recuerda? ¿Estaban en una bolsa, o los llevó sin envolver?
Surtees parecía perplejo.
– No estoy seguro. Creo que los envolví en papel de periódico. Es lo que suelo hacer con las hortalizas, al menos con las grandes.
– ¿Recuerda de qué periódico se trataba? Sé que no es fácil. -Al ver que Surtees no respondía, preguntó-: ¿Un periódico serio, o uno sensacionalista? ¿Cuál compra habitualmente?
Fue Karen quien respondió.
– Era un ejemplar de Sole Bay Weekly Gazette. Soy periodista. Acostumbro a fijarme en los periódicos.
– ¿Usted estaba en la cocina?
– Debía de estar, ¿no? La cuestión es que vi a Eric mientras envolvía los puerros. Dijo que iba a llevárselos a la señora Munroe.
– No recordará la fecha del periódico, ¿verdad?
– No. Ya le he dicho que me acuerdo del periódico porque suelo fijarme en ellos. Eric lo abrió por la página central y vi la foto del entierro de un agricultor local. El tipo había pedido que asistiera su novillo favorito, así que llevaron al animal hasta la tumba con lazos negros atados a los cuernos y alrededor del cuello. No creo que lo metieran en la iglesia. Era la clase de fotografía que hace las delicias de los jefes de redacción.
Dalgliesh se volvió hacia Surtees.
– ¿Cuándo sale la Sole Bay Gazette?
– Todos los jueves. No suelo leerla hasta el fin de semana.
– De manera que el periódico que usó debía de ser de la semana anterior. -Se volvió hacia Karen y dijo-: Gracias, me ha ayudado mucho. -Y de nuevo percibió un destello inquisitivo en sus ojos.
Lo acompañaron a la puerta. Al llegar a la verja, vio que los dos continuaban mirándolo, como queriendo asegurarse de que se marchaba de verdad. Luego dieron media vuelta simultáneamente, entraron y cerraron la puerta.
Dalgliesh albergaba la intención de regresar a Saint Anselm a tiempo para las completas después de una cena solitaria en el Crown de Southwold. Sin embargo, la comida era demasiado exquisita para estropearla con prisas, de modo que llegó al seminario cuando el oficio ya había empezado. Esperó en su habitación hasta que vio luz en el patio: habían abierto la puerta sur de la iglesia, y el pequeño grupo de feligreses comenzaba a salir. Se dirigió a la sacristía, de donde por fin emergió el padre Sebastian. Mientras éste cerraba la puerta con llave, Dalgliesh lo abordó:
– ¿Podemos hablar, padre? ¿O prefiere dejarlo para mañana?
Sabía que en Saint Anselm respetaban la tradición de guardar silencio después de las completas, pero el rector respondió:
– ¿Tardaremos mucho, comisario?
– Espero que no, padre.
– Entonces podemos hablar ahora. ¿Vamos a mi despacho?
Una vez allí, el rector ocupó la silla situada detrás del escritorio y le señaló la de enfrente a Dalgliesh. La charla no sería lo bastante agradable para que se sentaran en los sillones próximos a la chimenea. El rector no estaba dispuesto a iniciar la conversación ni a preguntar a qué conclusiones había llegado el comisario sobre la muerte de Ronald Treeves, si es que había llegado a alguna. En cambio, aguardó en un silencio que, sin ser hostil, parecía poner a prueba la paciencia del comisario.
– El padre Martin -comenzó Dalgliesh- me ha mostrado el diario de la señora Munroe. Por lo visto el joven la visitaba más a menudo de lo que cabría esperar. Eso, sumado al hecho de que fue ella quien descubrió el cadáver, ocasiona que cualquier referencia al muchacho en el diario adquiera una importancia vital. Me refiero específicamente a la última anotación, la que la señora Munroe realizó el día de la muerte de Ronald. Usted no tomó en serio la prueba referente a ese secreto que había descubierto y que la intranquilizaba, ¿verdad?
– ¿Prueba? -preguntó el padre Sebastian-. Ése es un término legal, comisario. La tomé en serio porque era evidente la importancia que ella le daba. Leer un diario personal no me parecía del todo bien; pese a ello el padre Martin estaba interesado en saber lo que decía porque él mismo la había animado a escribirlo. Si bien la curiosidad natural quedó satisfecha, sigo pensando que habríamos debido destruir ese cuaderno sin leerlo. Creo, a pesar de todo, que los hechos están muy claros. Margaret Munroe era una mujer inteligente y sensata. Estaba preocupada por algo que había descubierto, habló con la persona involucrada y recuperó la tranquilidad. Cualquiera que fuese la explicación que le dieron, es obvio que la serenó. Si yo me hubiese puesto a husmear, no habríamos ganado nada y tal vez sí habríamos hecho mucho daño. ¿Insinúa que tendría que haber reunido a todo el seminario para preguntar si alguien guardaba un secreto que la señora Munroe conocía? Preferí confiar en lo que había escrito ella: que lo que le explicaron hacía innecesaria cualquier otra acción.
– Por lo visto, Ronald Treeves era un solitario, padre -observó Dalgliesh-. ¿A usted le caía bien?
Pese a la osada provocación que entrañaba la pregunta, el padre Sebastian no se inmutó. Sin embargo, Dalgliesh creyó detectar una ligera crispación en el atractivo rostro del sacerdote.
Si bien la respuesta del rector quizás encerraba una reprimenda tácita, su voz no reflejaba rencor:
– En mi relación con los seminaristas, no me molesto en preguntarme si me caen bien o mal. No sería correcto. El favoritismo, real o aparente, resulta peligroso en una comunidad tan pequeña como ésta. Ronald no era un joven muy simpático, pero ¿desde cuándo es la simpatía una virtud cristiana?
– ¿Tampoco se molestó en preguntarse si era feliz aquí?
– Saint Anselm no se ocupa de promover la felicidad personal. Seguramente me habría preocupado si lo hubiese visto infeliz. Tomamos muy en serio nuestra responsabilidad para con los alumnos. Ronald no pidió ayuda ni dio muestras de necesitarla. Claro que eso no me exime de culpa. Ronald concedía una gran importancia a la religión y estaba profundamente comprometido con su vocación. Sin duda sabía que el suicidio constituye un pecado grave. No cabe la posibilidad de que fuese un acto impulsivo, ya que tuvo que recorrer setecientos metros para llegar a la laguna y luego siguió andando por la playa. Si se quitó la vida, fue movido por la desesperación. Y si él o cualquier otro seminarista hubiese estado desesperado, yo lo habría advertido.
– El suicidio de un hombre joven y sano supone siempre un misterio -señaló Dalgliesh-. Los que lo cometen mueren sin que nadie entienda por qué. Quizá ni siquiera ellos serían capaces de explicarlo.
– No le estaba pidiendo su absolución, comisario -replicó el rector-. Me limitaba a exponer los hechos.
Se produjo una pausa. La siguiente pregunta de Dalgliesh, aunque igualmente incómoda, era ineludible. Temió estar procediendo de un modo demasiado franco y poco diplomático, pero intuía que el padre Sebastian valoraba la franqueza y despreciaba la diplomacia. Entre ellos había un entendimiento tácito.
– ¿Quién se beneficiaría del cierre del seminario? -inquirió por fin.
– Yo, entre otros. Sin embargo, me parece que nuestros abogados están más capacitados que yo para responder a esta clase de preguntas. Stannard, Fox y Perronet han prestado sus servicios al seminario desde su fundación y, en la actualidad, Paul Perronet es miembro del consejo de administración. Su bufete está en Norwich. Él le hablará de nuestra historia, si le interesa. Sé que de cuando en cuando trabaja los sábados por la mañana. ¿Quiere que le concierte una cita? Podría llamarlo a su casa.
– Me haría un favor, padre.
El rector acercó el teléfono que estaba sobre su escritorio. No le fue necesario buscar el número. Marcó y aguardó unos instantes.
– ¿Paul? Soy Sebastian Morell. Llamo desde mi despacho. El comisario Dalgliesh está conmigo. ¿Recuerdas que el jueves te comenté que vendría a vernos? Le gustaría hacerte algunas preguntas acerca del seminario… Sí, cualquier cosa que quiera saber. No es preciso que ocultes nada… Eres muy amable, Paul. Te paso con él.
Sin una palabra, le tendió el auricular a Dalgliesh.
– Soy Paul Perronet -dijo una voz grave-. Mañana por la mañana estaré en mi despacho. Tengo una cita a las diez, pero si pudiera venir más temprano, a eso de las nueve, tendríamos tiempo suficiente para charlar. Llegaré aquí a las ocho y media. El padre Sebastian le facilitará la dirección. El bufete queda muy cerca de la catedral. Muy bien; lo veré mañana a las nueve.
– ¿Hay algo más de lo que quiera hablar esta noche? -preguntó el rector cuando Dalgliesh se hubo sentado de nuevo.
– Me resultaría útil echar un vistazo al expediente de Margaret Munroe, en caso de que aún lo conserve.
– Si ella siguiera con nosotros, esos papeles serían confidenciales, naturalmente. Pero, dadas las circunstancias, no veo ningún inconveniente. La señorita Ramsey los guarda bajo llave en la habitación contigua. Iré a buscarlos.
Salió y, poco después, Dalgliesh oyó el chirrido del cajón de un archivador metálico. Al cabo de unos segundos, el rector regresó y le entregó un sobre marrón. No preguntó qué relación tenía el expediente de la señora Munroe con la trágica muerte de Ronald Treeves, y Dalgliesh creyó entender la razón. El padre Sebastian era un experimentado estratega que se abstenía de hacer preguntas cuando sospechaba que la respuesta era desagradable o de poca ayuda. Había prometido su colaboración y la prestaría, pero tomaría nota de todas las peticiones indiscretas y molestas de Dalgliesh hasta que llegase el momento oportuno para quejarse de que le habían exigido demasiado, con escasa justificación y para alcanzar unos resultados muy pobres. Poseía una habilidad inigualable para atraer a sus adversarios a un terreno imposible de defender legítimamente.
– ¿Quiere llevarse el expediente, comisario? -dijo.
– Sólo por esta noche, padre. Se lo devolveré mañana.
– Entonces, si no desea nada más, le doy las buenas noches.
Se levantó y le abrió la puerta a Dalgliesh. Aunque era un gesto que podría pasar por una gentileza, el comisario lo interpretó más bien como la estratagema de un director de escuela para quitarse de encima a un padre molesto.
La puerta del claustro sur estaba abierta. Pilbeam la cerraba todas las noches antes de retirarse, pero hoy aún no lo había hecho. El patio estaba en penumbra, iluminado únicamente por los débiles rayos de las lámparas adosadas a las paredes de los claustros, y sólo había luz en dos de las habitaciones de los seminaristas, ambas en el claustro sur. Camino de Jerónimo, Dalgliesh vio a dos personas en la puerta de Ambrosio. A una de ellas se la habían presentado esa tarde, y su cabeza, pálida y brillante bajo la luz de la lámpara, resultaba inconfundible. La otra era una mujer. Esta se volvió al oír pasos, justo en el momento en que el comisario llegaba a la puerta de su apartamento. Sus ojos se encontraron, y por unos instantes ambos se miraron con expresión de asombro. La luz caía sobre un rostro de sobria y sorprendente belleza, y Dalgliesh experimentó una emoción cada vez menos frecuente en él: una sacudida física de pasmo y optimismo.
– Creo que no los han presentado -dijo Raphael-. Emma, éste es el comisario Dalgliesh, que ha venido desde el cuartel general de Scotland Yard para aclararnos cómo murió Ronald. Comisario, ésta es Emma Lavenham, que viaja desde Cambridge tres veces al año para civilizarnos. Después de asistir devotamente a las completas, los dos decidimos, por separado, dar un paseo para contemplar las estrellas. Nos encontramos en el acantilado. Ahora, como buen anfitrión, he venido a acompañarla a sus habitaciones. Buenas noches, Emma.
Su voz y su postura destilaban posesividad, y Dalgliesh notó que la chica se sentía ligeramente cohibida.
– Habría vuelto sola sin problemas -repuso-, pero gracias, Raphael.
El seminarista inició el gesto de tomarle la mano, mas ella se despidió con un firme «buenas noches», destinado a ambos, y acto seguido entró en la salita de su apartamento.
– La vista de las estrellas era decepcionante -comentó Raphael-. Buenas noches, comisario. Espero que no le falte nada de lo que necesita. -Giró sobre sus talones y se alejó a paso vivo por el patio adoquinado en dirección al claustro norte, donde estaba su habitación.
Dalgliesh se puso de malhumor, aunque no habría acertado a explicar por qué. Raphael era un joven altanero y demasiado guapo para su propio bien. Debía de descender de la fundadora del seminario. En tal caso, ¿cuánto heredaría si lo cerraban?
Con determinación, el comisario se sentó a la mesa, abrió el expediente de la señora Munroe y comenzó a estudiar los papeles. La mujer había llegado a Saint Anselm el 1 de mayo de 1994, procedente de Ashcombe House, una clínica para enfermos terminales situada en las afueras de Norwich. El seminario había publicado anuncios en el Church Times y en un periódico local, en los que pedían una encargada de la ropa blanca que colaborara en las tareas domésticas. A la señora Munroe acababan de diagnosticarle una enfermedad cardíaca, y en la carta donde solicitaba el empleo aseguraba que el trabajo de enfermera se había vuelto demasiado pesado para ella. Buscaba un puesto más descansado que además incluyera alojamiento. Las referencias de la supervisora de la clínica, aunque buenas, no eran demasiado entusiastas. La señora Munroe, que se había incorporado a la plantilla el 1 de junio de 1988, había sido una enfermera concienzuda y diligente, si bien un tanto reservada en sus relaciones con los demás. La atención a los moribundos la agotaba física y psíquicamente, pero en la clínica estimaban que podía realizar labores propias de una enfermera en un internado donde los alumnos eran jóvenes y sanos, cosa que ella haría de buen grado además de ocuparse de la ropa blanca. Por lo visto, durante su estancia en Saint Anselm había salido en contadas ocasiones. Había muy pocas notas en las que solicitara permiso al padre Sebastian para ausentarse; todo indicaba que prefería pasar las vacaciones en casa con su único hijo, un oficial del ejército. La imagen que se extraía del expediente era la de una mujer seria, trabajadora y reservada, con pocos intereses aparte de su relación con su hijo. Éste, según constaba en el informe, había muerto dieciocho meses después de la llegada de la mujer al seminario.
Dalgliesh dejó el sobre en un cajón del escritorio, se duchó y se metió en la cama. Después de apagar la luz, trató de conciliar el sueño, pero las preocupaciones del día se agolpaban en su mente. Volvía a estar en la playa con el padre Martin. Imaginó la capa marrón y la sotana meticulosamente dobladas, como si el joven se preparase para un viaje: cabía la posibilidad de que lo hubiera considerado así. ¿De verdad se había quitado esas prendas para trepar a una pequeña loma de arena inestable, entremezclada con piedras y apuntalada de manera precaria por porciones de tierra cubierta de hierbajos? ¿Por qué? ¿Qué esperaba alcanzar o descubrir? En esa parte de la costa, entre la arena o en la pared del acantilado, aparecían de vez en cuando huesos de esqueletos enterrados mucho tiempo atrás, procedentes de los cementerios que ahora estaban bajo el agua y a más de un kilómetro de distancia de la orilla. Sin embargo, nadie había hallado ninguno de esos restos cerca del cadáver. Incluso si Treeves hubiera avistado la suave curva de una calavera o el extremo de un hueso largo entre la arena, ¿qué necesidad habría tenido de quitarse la capa y la sotana para llegar hasta ellos? Dalgliesh pensaba que había algo más significativo en la ordenada pila de ropa. ¿No había sido una forma deliberada, casi ceremonial, de renunciar a una vida, a una vocación, quizás incluso a una fe?
Debatiéndose entre la compasión, la curiosidad y la conjetura, apartó de su mente aquella muerte horrible para concentrarse en el diario de Margaret Munroe. Había leído tantas veces los párrafos de la última anotación que habría sido capaz de recitarlos de memoria. La mujer había descubierto un secreto de tal envergadura que sólo se había atrevido a aludirlo de manera indirecta. Pocas horas después de hablar con la persona interesada, había muerto. Claro que, habida cuenta del estado en que se encontraba su corazón, esa muerte habría podido producirse en cualquier momento. Quizá la ansiedad y la necesidad de afrontar las repercusiones de ese descubrimiento habían precipitado su fin. No obstante, también cabía la posibilidad de que dicha muerte beneficiase a alguien. ¡Y qué fácil habría sido matarla! Una mujer mayor con un corazón débil, sola en su casa; un médico local que la examinaba con regularidad y que redactaría sin vacilar el certificado de defunción… ¿Por qué tenía la labor de punto sobre el regazo si llevaba las gafas para ver la televisión? Y, suponiendo que estaba viendo un programa antes de morir, ¿quién había apagado el televisor? Naturalmente, había explicaciones posibles para todas estas incongruencias. Había anochecido y la mujer estaba cansada. Incluso si aparecieran más pruebas -aunque ¿qué pruebas podían aparecer a esas alturas?-, había pocas posibilidades de resolver ese enigma. Al igual que Ronald Treeves, Margaret Munroe había sido incinerada. A Dalgliesh le extrañaba que en Saint Anselm tomasen medidas tan expeditivas para despachar los cadáveres. Por otro lado, era una consideración injusta: tanto sir Alred como la hermana de la señora Munroe habían excluido al seminario de las exequias.
Deseó haber visto el cuerpo de Ronald Treeves. Las pruebas de segunda mano siempre resultaban insatisfactorias, y nadie había tomado fotografías del escenario de la muerte. De todos modos, los testimonios eran muy claros y todos apuntaban al suicidio. Pero ¿por qué? Con toda seguridad, para Treeves ese acto implicaba un pecado mortal. ¿Qué poderosa fuerza lo había empujado a buscar un final tan horrible como aquél?
Cualquier viajero que visite con frecuencia ciudades o pueblos históricos descubrirá muy pronto en sus peregrinaciones que las casas más atractivas del centro son, invariablemente, bufetes de abogados. El de Stannard, Fox y Perronet no era una excepción. Se encontraba muy cerca de la catedral, en una elegante casa georgiana separada de la calle por un estrecho cerco de adoquines. La brillante puerta delantera con su aldaba en forma de cabeza de león, la pintura impecable, las impolutas ventanas que reflejaban la débil claridad de la mañana y las inmaculadas cortinas de tul proclamaban la solera, el prestigio y la prosperidad de la firma. En la recepción, que a todas luces había formado parte de una sala más grande y de armoniosas proporciones, una joven dejó la revista que estaba leyendo y saludó a Dalgliesh con un agradable acento de Norfolk:
– Usted es el comisario Dalgliesh, ¿no? El señor Perronet lo espera. Me ha indicado que lo haga subir de inmediato. Está en la primera planta. Su secretaria personal no viene los sábados, pero le prepararé un café si lo desea.
Dalgliesh sonrió, declinó la invitación y subió por la escalera, entre las fotografías enmarcadas de antiguos miembros del bufete.
El hombre que lo esperaba a la puerta del despacho era mayor de lo que había sugerido su voz por teléfono; de hecho, debía de frisar los sesenta. Superaba el metro ochenta y cinco de estatura y era un hombre huesudo, con mentón alargado, ojos de una clara tonalidad de gris tras unas gafas con montura de carey y un cabello pajizo que caía en lacios mechones sobre una frente prominente. La cara correspondía más a un comediante que a un abogado. Llevaba un formal traje oscuro, obviamente antiguo pero de muy buen corte, cuya ortodoxia contrastaba con la camisa de anchas rayas azules y la pajarita rosa con topos de color turquesa. Era como una manifestación consciente de una contradicción en su personalidad o de una excentricidad que se esforzaba por cultivar.
La habitación en la que entró Dalgliesh era tal como él la había imaginado. Sobre el escritorio georgiano no había papeles ni carpetas. Un óleo, sin duda de uno de los fundadores de la firma, colgaba encima de la elegante chimenea de mármol, y las acuarelas de paisajes, alineadas con todo cuidado, parecían lo bastante buenas para ser de Cotman. Probablemente lo fueran.
– ¿No toma café? Prudente decisión. Es demasiado temprano. Yo salgo a tomar el mío a eso de las once. Voy dando un paseo hasta Saint Peter Mancroft. Me proporciona una buena excusa para salir de la oficina. La silla no es demasiado baja, ¿verdad? Si lo prefiere, siéntese en la otra. El padre Sebastian me ha pedido que responda a todas las preguntas que me haga sobre Saint Anselm. Por supuesto si ésta fuese una investigación oficial, mi deber sería cooperar, y lo haría gustoso.
La cordialidad de sus ojos grises resultaba engañosa, pues ocultaba una mirada escrutadora.
– No es exactamente una investigación oficial -repuso Dalgliesh-. Mi posición es ambigua. Supongo que el padre Sebastian le habrá contado que sir Alred Treeves está insatisfecho con el dictamen sobre las causas de la muerte de su hijo. Yo había planeado venir a este condado y ya conocía Saint Anselm, de manera que me pareció práctico y conveniente visitar el seminario. Como es lógico, si descubro algún indicio de delito, el caso tomará carácter oficial y pasará a manos de la policía de Suffolk.
– Conque Alred está insatisfecho con el veredicto, ¿eh? -dijo Perronet-. Yo pensé que sería un alivio para él.
– Cree que no hay pruebas concluyentes para determinar que la muerte fue accidental.
– Es posible, pero tampoco hubo indicios de otra cosa. Un veredicto de muerte por causa desconocida habría sido más apropiado.
– Considerando las dificultades que atraviesa el seminario, la difusión que ha tenido el caso debió de resultarles molesta.
– Sí, aunque el asunto se llevó con discreción. El padre Sebastian es un experto en estas cuestiones. Y en Saint Anselm han estallado escándalos mucho más grandes. Como el de 1923, cuando el sacerdote que enseñaba Historia de la Iglesia, un tal Cuthbert, se enamoró perdidamente de uno de sus alumnos, y el rector los descubrió a ambos en flagrante delito. Habían ido a los muelles de Felixstowe en el tándem del padre Cuthbert, y supongo que habrían cambiado las sotanas por unos bombachos Victorianos. Una imagen encantadora, en mi opinión. Más adelante, en 1932, se produjo un problema más serio: el rector se convirtió al catolicismo apostólico romano y se llevó consigo a la mitad de los profesores y a un tercio de los seminaristas. ¡Agnes Arbuthnot debió de revolverse en su tumba! Sin embargo, es verdad que la publicidad que se ha dado a este caso ha sido inoportuna, por supuesto.
– ¿Asistió usted a la vista?
– Sí, lo hice en nombre del seminario. Este bufete ha representado a Saint Anselm desde su fundación. La señorita Arbuthnot, como toda su familia, detestaba Londres y, en 1842, cuando su padre se trasladó a Suffolk y construyó la casa, nos pidió que nos hiciéramos cargo de sus asuntos legales. Aunque estábamos fuera del condado, supongo que él buscaba cualquier firma del este, no necesariamente de Suffolk. La señorita Arbuthnot mantuvo el trato con el bufete después de la muerte de su padre. Siempre ha habido uno de nuestros socios en el consejo de administración del seminario. La señorita Arbuthnot lo dispuso así en su testamento, especificando que dicha persona debía ser miembro practicante de la Iglesia anglicana. Yo ocupo ese lugar ahora. No sé qué haremos en el futuro si todos los socios resultan ser católicos romanos, protestantes o directamente ateos. Supongo que tendremos que convencer a alguien de que se convierta. Sin embargo, hasta la fecha siempre ha habido un socio anglicano.
– Ésta es una firma antigua, ¿verdad? -preguntó Dalgliesh.
– Se fundó en 1792. Ya no queda ningún Stannard entre nosotros. El único miembro de la última generación es catedrático; según creo, en una de las universidades nuevas. No obstante, pronto se nos unirá una joven Fox, Priscilla. Se licenció el año pasado y es una chica muy prometedora. Me gusta que el linaje de la firma se conserve.
– El padre Sebastian me dio a entender que es posible que la muerte de Ronald Treeves adelante el cierre del seminario -dijo Dalgliesh-. ¿Cuál es su opinión como miembro del consejo?
– Me temo que así sea. Podría adelantar el cierre, pero no causarlo. La Iglesia, como ya sabrá, se ajusta a la política de reunir las enseñanzas teológicas en irnos pocos centros, y Saint Anselm siempre ha constituido una especie de excepción. Aunque quizás ahora decidan cerrarlo antes de lo previsto, el cierre, por desgracia, era inevitable. No se trata sólo de una cuestión de recursos y política eclesiástica. El ideario de Saint Anselm ha quedado desfasado. Siempre ha habido críticos: decían que era elitista, esnob, que estaba muy aislado e incluso que se alimentaba demasiado bien a los estudiantes. Desde luego, cuentan con un vino exquisito. Yo siempre evito hacer mi visita trimestral en cuaresma o en viernes. Sin embargo, casi todo forma parte de su patrimonio y no le cuesta un penique al seminario. El canónigo Cosgrove les legó su bodega hace cinco años. El viejo tenía un paladar fino. Las reservas durarán hasta que cierren el seminario.
– Y si eso ocurre, ¿qué sucederá con el edificio y todo su contenido? -preguntó Dalgliesh.
– ¿No se lo ha dicho el padre Sebastian?
– Me contó que él figuraba entre los beneficiarios, y que usted me daría más detalles.
– Desde luego. Desde luego.
Perronet se levantó y abrió un armario situado a la izquierda de la chimenea. Con evidente esfuerzo, sacó una caja grande de metal negro con la palabra «Arbuthnot» escrita con pintura blanca.
– Como intuyo que a usted le interesa la historia del seminario, tal vez deberíamos empezar por el principio. Todo está aquí dentro. Sí, en esta caja encontrará la historia de la familia. Empezaré por el padre de Agnes, Claude Arbuthnot, que murió en 1859. Fabricaba botones y hebillas: cierres para esas botas altas que llevaban las mujeres, distintivos ceremoniales y cosas por el estilo. La fábrica estaba en las afueras de Ipswich. Las cosas le fueron muy bien y amasó una fortuna. Agnes, nacida en 1820, era la hija mayor. La seguían Edwin, nacido en 1823, y Clara, dos años menor. No nos entretendremos con Clara, ya que nunca se casó y murió de tuberculosis en Italia en 1849. La enterraron en el cementerio protestante de Roma… en muy buena compañía, desde luego. ¡Pobre Keats! En fin, en esa época los enfermos se marchaban a los países soleados con la esperanza de curarse, pero el viaje bastaba para matarlos. Es una pena que Clara no fuese a la estación balnearia de Torbay y encontrase su última morada allí. Sea como fuere, aquí acaba su historia.
»Naturalmente, el que construyó la casa fue el viejo, Claude. Había acumulado un capital considerable y quería verlo materializado en algo, como es lógico. Le dejó la casa a Agnes. El dinero se repartió entre ella y su hermano, Edwin, y creo que hubo disputas en torno a la concesión de la casa. No obstante, Agnes, a diferencia de Edwin, cuidaba el edificio y vivía allí, de manera que finalmente se quedó con él. Si su padre, un protestante intransigente, hubiera sabido lo que ella iba a hacer con la casa, las cosas habrían tomado otro rumbo. Pero uno no puede controlar sus propiedades desde la tumba. El caso es que se la legó a ella. Un año después de la muerte de su padre, Agnes pasó una temporada en Oxford con una antigua compañera de escuela, se dejó influir por el movimiento ritualista de la universidad y decidió fundar Saint Anselm. El edificio ya estaba allí, por supuesto, pero añadió los dos claustros, restauró la iglesia y construyó cuatro casas para el personal.
– ¿Qué pasó con Edwin? -quiso saber Dalgliesh.
– Era explorador. Salvo por Claude, a todos los hombres de la familia les apasionaban los viajes. De hecho, Edwin participó en unas importantes excavaciones arqueológicas en Oriente Medio. Rara vez venía a Inglaterra, y murió en El Cairo en 1890.
– ¿Fue él quien donó el papiro de san Anselmo al seminario?
Detrás de las gafas, los ojos de Perronet lo miraron con recelo. Tardó unos segundos en responder:
– De manera que sabe lo del papiro. El padre Sebastian no me avisó.
– Lo que sé es muy limitado. Mi padre estaba al tanto, y aunque siempre fue muy discreto, yo até algunos cabos cuando estuve en el seminario. Un chico de catorce años tiene el oído muy aguzado y es más perspicaz de lo que creen los adultos. Mi padre me reveló poca información y me hizo prometer que guardaría el secreto, aunque yo no albergaba la menor intención de divulgar la noticia.
– Bueno, el padre Sebastian me ordenó que respondiera a todas sus preguntas, pero poco puedo explicarle acerca del papiro -aseveró Perronet-. Sin duda sabe tanto al respecto como yo. En efecto, a la señorita Arbuthnot se lo regaló su hermano, que era perfectamente capaz de falsificarlo o mandarlo falsificar, pues era un hombre aficionado a las bromas y un ateo ferviente, si cabe calificar de fervoroso a un ateo.
– ¿Qué es exactamente el papiro?
– En teoría, es una comunicación que Poncio Pilatos envió a un oficial de la guardia, en la que se alude a la retirada de cierto cadáver. La señorita Arbuthnot estaba convencida de que se trataba de una falsificación, y la mayoría de los rectores que vieron la carta desde entonces opinó lo mismo. A mí no me la enseñaron, pero tengo entendido que mi padre y el viejo Stannard llegaron a echarle un vistazo. Aunque mi padre también estaba convencido de que no era auténtica, me aseguró que estaba hecha con gran habilidad.
– Resulta extraño que la señorita Arbuthnot no lo destruyese.
– No, a mí no me parece tan extraño. Hay una nota al respecto entre los papeles. Si no le molesta, le haré un resumen. Ella pensaba que si se deshacía del papiro, su hermano sacaría el asunto a la luz, de manera que su destrucción serviría para probar su autenticidad. Una vez destruido el documento, nadie podría demostrar que era una falsificación. Dejó instrucciones claras para que la conservara el rector, que tendría que legarla a su sucesor sólo después de su muerte.
– Lo que significa que ahora obra en poder del padre Martin -coligió Dalgliesh.
– Así es. Debe de estar entre las posesiones del padre Martin, y dudo que el padre Sebastian sepa dónde. Si desea más información sobre esa carta, tendrá que hablar con él. De todos modos, no veo qué relación puede guardar con la muerte de Ronald Treeves.
– Por el momento, yo tampoco -repuso Dalgliesh-. ¿Qué ocurrió con la familia después de la muerte de Edwin?
– Tenía un hijo, Hugh, que nació en 1880 y murió en la batalla del Somme, en 1916. Mi abuelo también perdió la vida allí. Los muertos de esa guerra todavía aparecen en los sueños de todos, ¿no? Dejó dos hijos. El mayor, Edwin, nació en 1903, nunca se casó y murió en Alejandría en 1979. El segundo, Claude, nació en 1905. Fue el abuelo de Raphael Arbuthnot, uno de los actuales seminaristas. Claro que ya lo conocerá. Raphael es el último miembro de la familia.
– Pero él no heredará nada, ¿no? -inquirió Dalgliesh.
– No. Por desgracia, es hijo ilegítimo. El testamento de la señorita Arbuthnot dejó instrucciones detalladas y precisas. No creo que nuestra querida dama imaginase que algún día cerrarían el seminario, pero mi predecesor, que en aquel entonces se encargaba de los asuntos de la familia, le aconsejó que tomase medidas con vistas a esa eventualidad. Y así lo hizo. El testamento dispone que la propiedad y todos los objetos donados por la señorita Arbuthnot a la escuela y la iglesia se dividan en partes iguales entre los descendientes directos de su padre, siempre y cuando dichos descendientes sean legítimos ante la ley de Inglaterra y anglicanos practicantes.
– «Legítimos ante la ley de Inglaterra» -repitió Dalgliesh-. Curiosa expresión.
– No lo crea. La señorita Arbuthnot era un exponente de su época y su clase social. Cuando había propiedades en juego, los Victorianos siempre temían que apareciese un descendiente extranjero de dudosa legitimidad, nacido de un matrimonio celebrado irregularmente fuera del país. Hay algunos casos famosos. A falta de un heredero legítimo, la propiedad y su contenido se dividirán por partes iguales entre los sacerdotes que residan en el seminario en el momento de su cierre.
– Así que, en otras palabras, los beneficiarios serían los padres Sebastian Morell, Martin Petrie, Peregrine Glover y John Betterton. Ha de ser duro para Raphael, ¿no? Supongo que no hay dudas sobre su ilegitimidad.
– En el primer punto, coincido con usted. Desde luego, al padre Sebastian no se le escapa que sería una injusticia. La posibilidad de cerrar el seminario se planteó por primera vez hace dos años, y entonces él habló conmigo. Como es lógico, no está conforme con los términos del testamento y sugirió que, cuando llegue el momento del cierre, los beneficiarios se pongan de acuerdo para que Raphael reciba una parte de la herencia. En circunstancias normales, es posible redistribuir un legado si existe el consentimiento de todos los herederos, pero en este caso el asunto resulta más complicado. Le contesté que no podía darle una respuesta sencilla y rápida a las preguntas sobre la cesión de las propiedades. Pongamos por ejemplo el valioso retablo que está en la iglesia. La señorita Arbuthnot lo donó para que se colocara sobre el altar. Si la iglesia sigue estando consagrada, ¿retirarán el cuadro, o habrán de decidir entre todos si desean venderlo a quienquiera que se haga cargo de la parroquia? El nuevo miembro del consejo de administración, el archidiácono Crampton, aboga por sacarlo de allí ahora mismo, bien para depositarlo en un sitio más seguro, bien para venderlo en beneficio de la diócesis. Si de él dependiera, mandaría retirar todos los objetos valiosos. Yo le he advertido que lamentaría una acción tan prematura como ésa, pero es posible que se salga con la suya. Tiene muchas influencias, y una medida semejante favorecería a la Iglesia en general más que a unos individuos.
»Los edificios suponen otro problema. Le confieso que no sé qué utilidad podrían sacarles; de hecho, es probable que ni siquiera sigan en pie dentro de veinte años. El mar avanza rápidamente en esas costas. Como es natural, la erosión afectará al valor de las propiedades. Incluso sin contar con el retablo, es probable que valga más el contenido, sobre todo los cálices de plata, los libros y los muebles.
– También está el papiro de san Anselmo -añadió Dalgliesh.
Una vez más, tuvo la sensación de que su comentario no era bien recibido.
– También quedaría en manos de los beneficiarios -dijo Perronet-, lo que acarrearía una dificultad especial. Si el seminario cierra, y en consecuencia no hay más rectores, el papiro pasará a formar parte del patrimonio.
– Supongo que es un objeto valioso, incluso en el caso de que se trate de una falsificación.
– Tendría un valor considerable para cualquier persona interesada en el dinero o en el poder.
Como sir Alred Treeves, pensó Dalgliesh. Por otro lado, costaba imaginar que sir Alred hubiera introducido de forma deliberada a su hijo adoptivo en el seminario con el fin de apoderarse del papiro.
– No existe la menor duda sobre la ilegitimidad de Raphael, ¿verdad? -inquirió.
– Oh, claro que no, comisario, ninguna en absoluto. Su madre no ocultó el hecho de que no estaba casada ni deseaba estarlo. Jamás reveló el nombre del padre, aunque expresó abiertamente su desprecio por el niño. Después de que éste naciera, lo dejó dentro de un cesto en el seminario con una nota que decía: «Ya que predican la caridad cristiana, practíquenla con este bastardo. Si quieren dinero, pídanselo a mi padre.» La nota está aquí, entre los papeles de la familia Arbuthnot. Fue un acto totalmente impropio de una madre.
Desde luego que sí, se dijo Dalgliesh. Algunas mujeres abandonaban a sus hijos, incluso los mataban. Aun así, el rechazo de esa mujer, a quien sin duda no le faltaban amigos ni dinero, había estado lleno de calculada brutalidad.
– Se marchó al extranjero poco después, y, según creo, durante los diez años siguientes viajó por Extremo Oriente y la India. La acompañaba una mujer, una médica que se suicidó poco antes de que Clara Arbuthnot regresase a Inglaterra. Clara murió de cáncer en Ashcombe House, una clínica para desahuciados situada en las afueras de Norwich, el 30 de abril de 1988.
– ¿Y nunca vio a su hijo?
– Ni lo vio ni se interesó por él. Claro que murió muy joven. Tal vez las cosas habrían cambiado. Su padre, que se casó después de cumplir los cincuenta, ya era un anciano cuando nació su nieto; no habría podido cuidar de él, aunque tampoco quiso hacerlo. Sin embargo, le dejó un pequeño legado en fideicomiso. El clérigo que entonces era rector de Saint Anselm se convirtió en tutor de Raphael. A todos los efectos, el seminario ha sido el único hogar del muchacho. En general, los sacerdotes han realizado un buen trabajo con él. Consideraron conveniente enviarlo a una escuela primaria para que entrase en contacto con otros chicos, y opino que fue una decisión acertada. Lo mandaron a una escuela privada, desde luego. El legado del abuelo apenas alcanzaba para pagarla. Pero ha pasado casi todas sus vacaciones en el seminario.
Sonó el teléfono que estaba sobre el escritorio. Después de contestar, Perronet dijo:
– Sally me avisa de que ha llegado mi próxima visita. ¿Necesita saber algo más, comisario?
– Nada, gracias. No sé hasta qué punto me será útil lo que hemos hablado, pero me alegro de haberme formado una idea general de la situación. Muchas gracias por dedicarme tanto tiempo.
– Me parece que nos hemos alejado mucho de la muerte de ese pobre chico -comentó Perronet-. Por supuesto, espero que me haga partícipe de los resultados de sus pesquisas. Como miembro del consejo de administración del seminario, me interesa mucho el asunto.
Dalgliesh le prometió que lo mantendría informado. Subió por la soleada calle en dirección a la majestuosa Saint Peter Mancroft. Al fin y al cabo, se suponía que estaba de vacaciones. Le asistía el derecho a dedicar al menos una hora a sus placeres personales.
Sopesó lo que había averiguado. Era una curiosa coincidencia que Clara Arbuthnot hubiera muerto en la misma clínica donde la señora Munroe había trabajado de enfermera. Por otro lado, quizá no lo fuese. Nada tenía de extraño que la señorita Arbuthnot deseara morir en el condado donde había nacido; la vacante en Saint Anselm se había anunciado en la prensa local y la señora Munroe estaba buscando empleo. No obstante, era imposible que las dos mujeres se hubieran conocido. Ya echaría un vistazo a sus notas, aunque en su mente estaba claro. La señorita Arbuthnot había muerto un mes antes de que Margaret Munroe entrara a trabajar en la clínica.
No obstante, el otro dato que había recabado implicaba una desagradable complicación. Fueran cuales fuesen las verdaderas causas de la muerte de Ronald Treeves, ese hecho precipitaría el cierre del seminario. Y cuando el seminario cerrase, cuatro miembros del personal serían muy ricos.
Si bien había supuesto que en Saint Anselm agradecerían su ausencia durante la mayor parte del día, le había avisado al padre Martin que estaría allí para la cena. Tras dos horas de satisfactorios paseos por la ciudad, encontró un restaurante donde ni la comida ni la decoración eran pretenciosas y tomó un almuerzo sencillo. Necesitaba hacer algo más antes de volver al seminario. Consultó la guía telefónica del restaurante y encontró la dirección de la Sole Bay Weekly Gazette. Sus instalaciones, donde se editaba una serie de periódicos y revistas locales, era un edificio bajo de ladrillo muy semejante a un garaje y situado junto a un cruce de carreteras en las afueras de la ciudad. No le resultó muy difícil comprar números atrasados. A Karen Surtees no le había fallado la memoria: en efecto, el ejemplar de la semana anterior a la muerte de la señora Munroe presentaba una fotografía de un novillo adornado con lazos junto a la tumba de su dueño.
Dalgliesh, que había aparcado en el patio delantero, regresó al coche y examinó el periódico. Era el típico semanario provinciano: la atención que prestaba a la vida local y las cuestiones rurales y pueblerinas constituía un refrescante descanso de los previsibles problemas que publicaba la prensa seria nacional. Había noticias sobre torneos de whist y de dardos, ofertas de trabajo, funerales, y reuniones de grupos y asociaciones locales. Destinaban una página entera a retratos de recién casados, que sonreían a la cámara con las cabezas juntas, y varias páginas a fotografías de casas, chalés y bungalós en venta. Cuatro estaban reservadas para la sección de contactos y otros anuncios. Sólo dos artículos recordaban las preocupaciones menos inocentes del resto del mundo. Habían descubierto a siete inmigrantes ilegales en un granero y sospechaban que habían llegado en un barco local. La policía había practicado dos arrestos relacionados con el hallazgo de un alijo de cocaína, lo que inducía a pensar que había un traficante en la zona.
Mientras doblaba el periódico, Dalgliesh se dijo que su pálpito había quedado en nada. Si la Gazette contenía algo que había despertado la memoria de Margaret Munroe, el secreto había muerto con ella.
El reverendo Matthew Crampton, archidiácono de Reydon, se dirigía a Saint Anselm por el camino más corto desde su vicaría, situada en Cressingfield, al sur de Ipswich. Tomó la A12 con la agradable sensación de que había dejado en orden todos los asuntos relacionados con la parroquia, su esposa y su despacho. Incluso en su juventud, siempre había salido de casa con la idea -nunca expresada en voz alta- de que quizá no volviera. Aunque no era una preocupación apremiante, siempre estaba allí, con otros temores inconscientes y agazapados, como una serpiente dormida, en el fondo de su mente. A veces le parecía que había pasado toda la vida aguardando su final. Los pequeños ritos diurnos que esto suponía no guardaban relación alguna con una morbosa preocupación por la mortalidad, ni con su fe; eran más bien, como reconocía él, el resultado de la insistencia de su madre en que se pusiera ropa interior limpia todas las mañanas, ya que ése podía ser el día en que lo atropellase un coche y apareciera ante la vista de las enfermeras, los médicos y el enterrador como una triste víctima de la negligencia materna. En su infancia solía imaginar la escena final: él tendido sobre la mesa de autopsias y su madre agradecida, hallando consuelo en el hecho de que al menos había muerto con los calzoncillos limpios.
Había despejado su mente de su primer matrimonio con la misma meticulosidad con que despejaba su escritorio. El silencioso fantasma que se le aparecía en un rincón de la escalera o al otro lado de la ventana de su despacho y la súbita conmoción que lo asaltaba al oír una risa familiar eran sensaciones misericordiosamente débiles, amortiguadas por las tareas de la parroquia, la rutina semanal y su segunda esposa. Había arrumbado su primer matrimonio en una oscura mazmorra de su mente y echado la llave, no sin antes dictar sentencia. Cuando una de sus feligresas, madre de una criatura disléxica y un poco sorda, le había contado que las autoridades locales habían «resolucionado» a su hija, él había entendido que las instituciones habían determinado las necesidades de la niña y tomado las medidas oportunas para satisfacerlas. Del mismo modo, en un contexto muy diferente pero con idéntica autoridad, él había «resolucionado» su matrimonio. Si bien nunca había pronunciado ni puesto por escrito las palabras de esa resolución, era capaz de recitarlas mentalmente como si hablara en tercera persona de una simple conocida y de sí mismo. Esa breve y definitiva liquidación de una vida conyugal estaba escrita en su mente, y siempre la imaginaba en cursivas:
El archidiácono Crampton se casó con su primera esposa poco después de que lo nombrasen vicario de la parroquia de un barrio pobre de su ciudad. Barbara Hampton era diez años menor que él, hermosa, terca y desequilibrada, detalle que su familia nunca había revelado. En un principio fueron felices. El se consideraba afortunado de ser el marido de una mujer excepcional sin merecerlo. El sentimentalismo de Barbara pasaba por bondad; su cordialidad con los extraños, su belleza y su generosidad le granjearon el afecto de todo el mundo. Durante meses no advirtieron los problemas o no hablaron de ellos. Con el tiempo, los coadjutores y los feligreses comenzaron a presentarse en la vicaría cuando ella estaba ausente para contar embarazosas historias. Los arrebatos de ira, los gritos, los insultos, todos los incidentes que Crampton suponía que sólo se producían en su presencia, se habían extendido al resto de la parroquia. Ella se negó a someterse a terapia, y afirmaba que era él quien estaba loco. Luego comenzó a beber sin medida y de manera sistemática.
Una tarde, cuatro años después de su boda, él tenía que visitara unos enfermos, pero antes pasó a ver a su esposa, que había dicho que estaba cansada y se había acostado. Al abrir la puerta de la habitación, la vio plácidamente dormida y se marchó sin molestarla. Cuando regresó por la noche la encontró muerta. Había tomado una sobredosis de aspirina. La vista dictaminó «muerte por suicidio». El se culpó a sí mismo por haberse casado con una mujer demasiado joven e indigna de vivir con un vicario. Si bien encontró la felicidad en su segundo y más apropiado matrimonio, nunca dejó de lamentar la muerte de su primera mujer.
Ésa era la historia que recitaba mentalmente, aunque cada vez con menor frecuencia. Se había vuelto a casar dieciocho meses después de quedar viudo. Un vicario sin esposa, y sobre todo uno que ha enviudado en circunstancias trágicas, cae víctima inevitablemente de los casamenteros de la parroquia. Tenía la impresión de que a su segunda esposa la habían elegido otros, aunque él había aceptado de buen grado el arreglo.
Hoy debía ocuparse de un asunto que le satisfacía sobremanera, por más que intentara persuadirse de que no era más que una obligación: debía convencer al padre Sebastian Morell de que era preciso cerrar Saint Anselm y buscar pruebas adicionales que convirtieran dicho cierre en algo tan rápido como inevitable. Se dijo (y con absoluta convicción) que Saint Anselm -demasiado oneroso, aislado, privilegiado, elitista y con sólo veinte seminaristas cuidadosamente seleccionados- representaba todo lo que iba mal en la Iglesia anglicana. Congratulándose de su honestidad, admitió que su desprecio por la institución se extendía también al director -¿por qué demonios había que llamarlo «rector»?- y que su antipatía era en gran medida personal, pues iba más allá de cualquier diferencia en cuestiones teológicas o de política eclesiástica. En parte, se trataba de un resentimiento de clase. Se veía a sí mismo como un hombre que había tenido que luchar para ordenarse sacerdote y ascender. En realidad, no había necesitado luchar demasiado: en sus tiempos de universitario le habían allanado el camino con becas bastante generosas, y su madre siempre había consentido a su único hijo. En cambio, Morell, hijo y nieto de obispos, descendía de uno de los grandes príncipes de la Iglesia del siglo xviii. Los Morell siempre habían frecuentado los palacios, y el archidiácono sabía que su adversario tendería sus tentáculos para conseguir el apoyo del gobierno, las universidades y la Iglesia, además de no ceder un ápice en la pugna por conservar su feudo.
¡Y aquella esposa suya con cara de caballo! Sólo Dios sabía por qué se había casado con ella. Lady Veronica vivía en Saint Anselm cuando el archidiácono había visitado el lugar por primera vez, mucho antes de que lo nombrasen miembro del consejo de administración, y se había sentado a su izquierda en la cena. La ocasión no había sido agradable para ninguno de los dos. Bueno, ahora estaba muerta. Al menos se ahorraría el disgusto de oír esa voz estridente y con un acento ofensivamente aristocrático, fruto de siglos de arrogancia e insensibilidad. ¿Qué sabían ella y su marido de la pobreza y sus humillantes privaciones, si nunca se habían visto obligados a convivir con la violencia y los irresolubles problemas de una decadente parroquia de barrio? Morell ni siquiera había sido párroco, salvo durante los dos años que había pasado en un próspero pueblo del interior. El hecho de que un hombre con su capacidad intelectual y su reputación se contentara con el cargo de director de un seminario pequeño y aislado constituía un misterio para el archidiácono, y, según sospechaba, también para otras personas.
Debía de existir una explicación, desde luego, y seguramente había que buscarla en el deplorable testamento de la señorita Arbuthnot. ¿Cómo era posible que sus consejeros legales le hubieran permitido redactarlo en esos términos? Claro que era posible que ella no imaginase que el valor de los cuadros y la plata que había donado a Saint Anselm se incrementaría tanto en el siguiente siglo y medio. Durante los últimos años, el seminario se había financiado con dinero de la Iglesia. Sería moralmente justo que, cuando cerraran el seminario, los bienes pasaran a manos de la Iglesia o de instituciones benéficas. Resultaba inconcebible que la señorita Arbuthnot pretendiera convertir en multimillonarios a los cuatro sacerdotes que casualmente vivieran en Saint Anselm en el momento del cierre. Para colmo, uno de ellos tenía ochenta años y a otro lo habían condenado por abusos a menores. El se ocuparía de que todos los objetos de valor fueran retirados del seminario antes de la clausura oficial. Sebastian Morell no podía oponerse a esta medida sin arriesgarse a que lo acusaran de egoísmo y avaricia. Su turbia campaña para mantener abierto el seminario era, con toda probabilidad, una estratagema para ocultar su interés por los tesoros de Saint Anselm.
Los territorios estaban formalmente delimitados, y el archidiácono marchaba con confianza hacia lo que esperaba que fuese una batalla decisiva.
El padre Sebastian sabía que acabaría por enfrentarse al archidiácono antes de que terminase el fin de semana, pero no quería que la discusión se produjese en la iglesia. Estaba preparado para defender su posición -de hecho, deseaba hacerlo-, mas no delante del altar. Sin embargo, cuando el archidiácono manifestó su deseo de ver la obra de Rogier van der Weyden, el padre Sebastian no tenía excusa para no acompañarlo y, consciente de que limitarse a entregarle las llaves supondría una descortesía, se consoló pensando que quizá la visita fuera breve. Al fin y al cabo, ¿de qué podía quejarse el archidiácono en la iglesia, aparte del olor a incienso? Tomó la decisión de mantener la calma y, en la medida de lo posible, hablar sólo de trivialidades. Cabía esperar que dos sacerdotes fuesen capaces de conversar sin hostilidad en una iglesia.
Recorrieron el claustro norte y llegaron a la puerta de la sacristía sin decir una palabra. Ninguno de los dos soltó prenda hasta que el padre Sebastian hubo encendido las luces que iluminaban el retablo. Se situaron lado a lado y contemplaron la obra en silencio.
El padre Sebastian nunca había encontrado las palabras apropiadas para describir el efecto que producía esa súbita revelación de una imagen, y tampoco se esforzó por buscarlas ahora. Transcurrió medio minuto antes de que el archidiácono hablara. Su voz sonó extraordinariamente alta en la quietud del templo.
– No debería estar aquí, desde luego. ¿Nunca ha pensado seriamente en trasladarlo?
– ¿Adónde, archidiácono? La señorita Arbuthnot lo donó al seminario con el deseo expreso de que se pusiera sobre el altar.
– Es un sitio poco seguro para un objeto de tanto valor. ¿Cuánto cree que vale? ¿Cinco millones? ¿Ocho? ¿Diez?
– No tengo idea. En cuanto a su seguridad, le diré que lleva aquí más de cien años. ¿Adónde propone que lo llevemos?
– A un lugar más seguro y donde lo admire más gente. Lo más sensato, y he discutido esta posibilidad con el obispo, sería venderlo a un museo para que lo expusieran ante el público. La Iglesia, o de hecho cualquier institución benéfica, sacaría buen provecho del dinero. Lo mismo puede decirse de los dos cálices más valiosos. No es apropiado conservar unos objetos de tanto valor con el único fin de que los disfruten veinte seminaristas.
El padre Sebastian estuvo tentado de citar un versículo de los evangelios -«Pues este perfume podría haberse vendido a mucho precio y habérselo dado a los pobres»-, pero se contuvo. Sin embargo, no logró reprimir un dejo de ira en su voz:
– El retablo pertenece a este seminario. No se venderá ni se moverá de aquí mientras yo sea rector. Los cálices de plata continuarán guardándose en la caja de seguridad del presbiterio y cumpliendo su función original.
– ¿Aunque su presencia obligue a impedir la entrada de los seminaristas en la iglesia?
– No está cerrada para ellos. Sólo tienen que pedir las llaves.
– La necesidad de rezar es demasiado espontánea para que uno tenga que acordarse de pedir unas llaves.
– Por eso disponemos de un oratorio.
El archidiácono dio media vuelta y el padre Sebastian apagó las luces.
– En cualquier caso -dijo Crampton-, cuando se cierre el seminario, habrá que retirar el retablo. No sé qué piensa hacer la diócesis con este sitio… Me refiero a la iglesia. Está demasiado alejada del mundo para volver a ser una parroquia, incluso como parte de un ministerio múltiple. ¿De dónde sacarían a los feligreses? Es improbable que quienquiera que compre la casa desee una capilla privada, pero nunca se sabe. Me cuesta imaginar que exista un posible comprador. Es un sitio aislado, de difícil acceso y sin comunicación directa con la playa. No resultaría apropiado para un hotel ni para una clínica de reposo. Además, debido a la erosión de la costa, ni siquiera es seguro que continúe en pie dentro de veinte años.
El padre Sebastian guardó silencio hasta que se sintió capaz de responder con serenidad.
– Habla como si ya hubieran tomado la decisión de cerrar Saint Anselm, archidiácono. Doy por sentado que me consultarán antes, habida cuenta de que soy el rector. Y de momento nadie me ha comunicado nada al respecto, ni verbalmente ni por escrito.
– Por supuesto que le consultarán. Se seguirán todos los tediosos y necesarios pasos del proceso. A pesar de todo, el final es inevitable, como usted bien sabe. La Iglesia anglicana está centralizando y racionalizando sus enseñanzas teológicas. Hace tiempo que se necesita una reforma. Saint Anselm es demasiado pequeño, remoto, caro y elitista.
– ¿Elitista, archidiácono?
– He empleado esa palabra a propósito. ¿Cuándo fue la última vez que aceptaron un estudiante procedente de una escuela pública?
– Stephen Morby se educó en escuelas públicas. Y es tal vez nuestro alumno más inteligente.
– El primero, supongo. Y sin duda llegó a través de la Universidad de Oxford y con las notas más altas. ¿Y cuándo aceptarán a una mujer como alumna, o a una mujer sacerdote en la plantilla?
– Ninguna ha presentado una solicitud de acceso.
– Desde luego. Las mujeres saben reconocer dónde no las quieren.
– Creo que la historia reciente desmiente esa afirmación, archidiácono. No tenemos prejuicios. La Iglesia, o más bien el sínodo, ha tomado su decisión. Pero este sitio es demasiado pequeño para recibir a alumnas mujeres. Hasta los seminarios más grandes lidian con ese problema. Los que sufren son los seminaristas. No presidiré una institución donde algunos miembros se nieguen a recibir el sacramento de manos de otros.
– Y el elitismo no es el único problema de este seminario. La Iglesia morirá a menos que se adapte a las necesidades del siglo xxi. La vida que sus jóvenes seminaristas llevan aquí es absurdamente privilegiada, muy diferente de la de los hombres y mujeres a quienes deberán servir. El estudio del griego y el hebreo tiene su sitio, no lo niego, pero también conviene investigar lo que pueden ofrecernos las nuevas disciplinas. ¿Qué formación se imparte aquí en los campos de la sociología, las relaciones interraciales y la cooperación entre distintos cultos?
El padre Sebastian consiguió mantener firme su voz al replicar:
– La formación que impartimos aquí está entre las mejores del país. Los informes de la inspección dejan muy claro ese punto. Y es absurdo que afirme que nuestros alumnos no tienen contacto con el mundo real o que no los estamos preparando para servir a ese mundo. Varios sacerdotes ordenados en Saint Anselm trabajaron en las zonas más deprimidas del país y del extranjero. ¿Qué me dice del padre Donovan, que falleció de fiebre tifoidea en el East End porque se negaba a abandonar a sus feligreses? ¿O del padre Bruce, que murió como un mártir en África? Y hay muchos más. Saint Anselm ha educado a dos de los obispos más distinguidos de este siglo.
– Eran obispos de su época, no de la nuestra. Está hablando del pasado. A mí me preocupan las necesidades del presente. No atraeremos gente a nuestra fe con convenciones obsoletas, una liturgia arcaica y una Iglesia con una imagen pretenciosa, aburrida, burguesa e incluso racista. Saint Anselm ha quedado desfasado en esta nueva era.
– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó el padre Sebastian-. ¿Una Iglesia sin enigmas, sin la erudición, la tolerancia y la dignidad que eran las virtudes características del anglicanismo? ¿Una Iglesia sin humildad ante el inefable misterio y el amor de Dios Todopoderoso? ¿Oficios con himnos banales, una liturgia modificada y una Eucaristía celebrada como una fiesta pagana? ¿Una Iglesia para la Gran Bretaña moderna? Pues yo no celebro esa clase de oficios en Saint Anselm. Lo lamento, reconozco que hay diferencias legítimas en nuestros puntos de vista sobre el sacerdocio. No lo tome como una ofensa personal.
– Pues yo creo que es una ofensa personal -replicó el archidiácono-. Permítame que le hable con franqueza, Morell.
– Ya lo ha hecho. ¿Y le parece que éste es el sitio más adecuado para ello?
– Pronto cerrarán Saint Anselm. Aunque no dudo que haya prestado un buen servicio en el pasado, en el presente resulta innecesario. La enseñanza es buena, pero ¿acaso le parece mejor que la de Chichester, Salisbury o Lincoln? Ellos aceptaron su fin.
– Nadie cerrará Saint Anselm, al menos mientras yo viva. Tengo influencias.
– Ah, ya lo sabemos. Precisamente me quejaba de eso: del poder de las influencias, de quien conoce a la gente adecuada, se mueve en los círculos adecuados y sabe decir lo más conveniente a los oídos apropiados. Esa visión de Inglaterra es tan obsoleta como Saint Anselm. El mundo de lady Veronica ha muerto.
Ahora, la ira apenas controlada del padre Sebastian halló una temblorosa salida. Era casi incapaz de hablar, y no obstante sus palabras, distorsionadas por el odio, prorrumpieron por fin en una voz que le costó reconocer:
– ¡Cómo se atreve! ¡Cómo se atreve a nombrar a mi esposa!
Se fulminaron con la mirada, como boxeadores. El archidiácono fue el primero en serenarse.
– Lo siento, he sido impulsivo y cruel. Me he expresado de forma inapropiada en el sitio menos indicado. ¿Nos vamos?
Se disponía a tenderle la mano, pero cambió de idea. Caminaron en silencio junto a la pared norte hasta la puerta de la sacristía. El padre Sebastian se detuvo de repente.
– Hay alguien más con nosotros -dijo-. No estamos solos.
Ambos aguzaron el oído y permanecieron inmóviles durante algunos segundos.
– No oigo nada -repuso el archidiácono-. Es obvio que la iglesia está vacía. Cuando llegamos, la puerta estaba cerrada con llave, y la alarma conectada. No hay nadie más.
– Desde luego. ¿Quién iba a entrar? Ha sido sólo una impresión.
El padre Sebastian activó de nuevo la alarma, cerró la puerta de la sacristía, y ambos salieron al claustro norte. Aunque se habían disculpado, los dos habían dicho cosas que jamás olvidarían. El padre Sebastian estaba indignado consigo mismo por haber perdido el control. Tanto él como el archidiácono se habían propasado, y sin embargo su responsabilidad era mayor porque había descuidado sus obligaciones de anfitrión. Al fin y al cabo, Crampton se había limitado a repetir lo que pensaban y decían otros. Le invadió una profunda angustia, acompañada de un sentimiento menos familiar y más intenso que la mera aprensión. Era miedo.
El té de los sábados en Saint Anselm constituía una costumbre informal: la señora Pilbeam lo preparaba y lo servía en la sala de los estudiantes, al fondo del edificio, a aquellos que habían indicado que estarían presentes. El número casi siempre era pequeño, sobre todo si había un partido de fútbol que mereciese verse a una distancia razonable del seminario.
Eran las tres de la tarde y Emma, Raphael Arbuthnot, Henry Bloxham y Stephen Morby holgazaneaban en la sala de la señora Pilbeam, situada entre la cocina principal y el pasillo que conducía al claustro sur. Desde ese mismo pasillo una empinada escalera descendía hasta el sótano. La cocina, con su cuádruple horno Aga, las brillantes superficies de aluminio y el moderno equipamiento, estaba vedada a los alumnos. Era aquí, en la pequeña sala contigua, donde la señora Pilbeam solía cocinar bollitos y pasteles, y preparar el té. La estancia, de acogedor aire doméstico, incluso parecía algo desordenada en contraste con la aséptica limpieza de la despejada cocina. La chimenea original, con su decorada campana de hierro, permanecía en su sitio y, aunque ahora los leños eran falsos y la estufa funcionaba con gas, aportaba un reconfortante centro de atención a la estancia.
Esta sala era en gran medida el coto privado de la señora Pilbeam. En la repisa de la chimenea exponía algunos de sus tesoros personales, casi todos regalos que los ex alumnos le habían traído de sus vacaciones: una tetera decorada, un juego de tazas y jarras, los perros de porcelana que tanto le gustaban e incluso una pequeña muñeca con ropa chillona y delgadas piernas que colgaban del borde de la repisa.
La señora Pilbeam tenía tres hijos, ahora dispersos, y Emma estaba convencida de que disfrutaba mucho en estas sesiones semanales con los jóvenes, tanto como ellos, que agradecían la oportunidad de descansar de la austeridad masculina de su rutina diaria. Al igual que los seminaristas, Emma se sentía cómoda con el afecto maternal y a la vez desprovisto de sentimentalismo de la señora Pilbeam. Se preguntó si el padre Sebastian aprobaría su presencia en esas reuniones informales. No le cabía duda de que estaba al tanto: al rector no se le escapaba prácticamente nada de lo que ocurría en el seminario.
Esta tarde sólo había tres alumnos presentes. Peter Buckhurst, todavía convaleciente de una mononucleosis, descansaba en su habitación.
Emma se había arrellanado en un sillón de mimbre situado a la derecha de la chimenea, y Raphael se había sentado en el de enfrente, con sus largas piernas extendidas. Henry había abierto una sección del Times del sábado en un extremo de la mesa y, en el otro, la señora Pilbeam le daba una clase de repostería a Stephen. La madre de éste, una mujer del norte rural que lo había criado en una impecable casa adosada, pensaba que los hijos varones no tenían por qué colaborar en las tareas domésticas, opinión que había heredado de su propia madre y de la madre de ésta. Sin embargo, durante su estancia en Oxford, Stephen se había comprometido con una brillante y joven genetista con ideas más igualitarias y menos indulgentes. Esta tarde, animado por la señora Pilbeam y criticado de vez en cuando por sus compañeros, estaba aprendiendo a preparar masa de tartas, y en esos momentos añadía una mezcla de manteca de cerdo y mantequilla a la harina.
– Así no, Stephen -corrigió la señora Pilbeam-. Use los dedos con suavidad, levante las manos y deje que la mezcla caiga poco a poco en el bol.
– Es que me siento ridículo.
– ¡Estás ridículo! -exclamó Charlie-. Si Alison te viera ahora, pondría en entredicho tu capacidad para ser el padre de los dos pequeños genios que sin duda habéis planeado tener.
– No, no es verdad -replicó Stephen con una sonrisa nostálgica.
– Eso tiene un color muy raro. ¿Por qué no vas al supermercado? Venden una estupenda masa congelada.
– No hay nada como la masa hecha en casa, señor Henry. No lo desanime. Bien, eso está mejor. Ahora empiece a añadir agua fría. No, de la jarra no. Hay que echarla a cucharadas.
– Cuando vivía en Oxford, preparaba un guiso de pollo fabuloso -rememoró Stephen-. Se compra el pollo cortado y se le añade una lata de sopa de champiñones. O de tomate. En realidad, se puede hacer con cualquier sopa. Siempre sale bien. ¿Ya está listo esto, señora P?
La señora Pilbeam miró el bol, donde la masa por fin se había transformado en una brillante bola.
– Prepararemos guisos la semana que viene. Sí, tiene buen aspecto. Ahora la envolveremos en papel transparente y la dejaremos reposar en la nevera.
– ¿Por qué ha de reposar? ¡Soy yo quien está agotado! ¿Siempre se pone de ese color? Parece sucia.
Raphael se levantó.
– ¿Dónde está el sabueso? -preguntó.
– Por lo visto, no volverá hasta la hora de la cena -respondió Henry sin apartar los ojos del periódico-. Lo vi marcharse inmediatamente después del desayuno. Y debo reconocer que supuso un alivio para mí. No me gusta que ande por aquí.
– ¿Qué espera descubrir? -terció Stephen-. No puede reabrir el caso, ¿o sí? ¿Se puede celebrar una segunda vista aunque el cadáver haya sido incinerado?
– Supongo que no será fácil -contestó Henry levantando la mirada-. Pregúntaselo a Dalgliesh; el experto es él. -Y volvió a concentrarse en el Times.
Stephen fue hasta el fregadero para lavarse las manos.
– Me siento un poco culpable por lo que le pasó a Ronald -contestó-. Nunca nos preocupamos mucho por él, ¿verdad?
– ¿Preocuparnos? ¿Deberíamos preocuparnos por nuestros compañeros? Saint Anselm no es una escuela primaria. -Raphael adoptó un tono pedante y quejumbroso-. «Éste es el joven Treeves, Arbuthnot, se alojará en la misma ala que tú. Vigílalo, ¿quieres? Enséñale cómo funciona todo.» Tal vez Ronald pensara que había regresado a la escuela. ¡Ese maldito hábito suyo de ponerle etiquetas a todo! A su ropa, al resto de sus cosas… ¿Qué pensaba? ¿Que íbamos a robarle algo?
– Todas las muertes súbitas provocan emociones previsibles: asombro, dolor, ira, culpa -observó Henry-. Ya hemos superado la etapa del asombro, no hemos sentido mucho dolor y no tenemos razones para experimentar ira. Eso nos deja con la culpa. Habrá una tediosa uniformidad en nuestras próximas confesiones. El padre Beeding se cansará de oír el nombre de Ronald Treeves.
– ¿No os confiesan los sacerdotes de Saint Anselm? -inquirió Emma, intrigada.
Henry rió.
– Por Dios, no. Puede que seamos incestuosos, pero no hasta ese punto. Dos veces al trimestre viene un clérigo de Framlingham. -Había terminado de leer el periódico y lo estaba doblando con cuidado.
– Hablando de Ronald, ¿os he dicho que lo vi el viernes por la noche, antes de que muriera?
– No, no lo has mencionado. ¿Dónde lo viste?
– Saliendo de la pocilga.
– ¿Y qué hacía allí?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? Rascarle el lomo a los cerdos, supongo. De hecho, me pareció que estaba deprimido; por un instante, pensé que lloraba. No creo que me viera. Pasó junto a mí como una exhalación.
– ¿Se lo contaste a la policía?
– No, no se lo dije a nadie. Lo único que me preguntó la policía, y en mi opinión con una sorprendente falta de tacto, fue si creía que Ronald tenía motivos para suicidarse. El hecho de que la noche anterior saliera de la pocilga en un estado de aparente angustia no justificaba que luego metiese la cabeza bajo una tonelada de arena. Pasó muy cerca de mí, casi rozándome, pero estaba oscuro. Quizá todo fuera producto de mi imaginación. Supongo que Eric tampoco aseguró nada; de lo contrario, lo habrían mencionado en la vista. De todas maneras, el señor Gregory lo vio más tarde, durante la clase de griego, y dijo que estaba bien.
– Pero es muy raro, ¿no? -señaló Stephen.
– A posteriori, me parece más raro que entonces. No logro quitármelo de la cabeza. Y es como si Ronald aún rondara por aquí, ¿no? A veces parece que estuviese más presente y que fuera más real que cuando estaba vivo.
Se quedaron en silencio. Emma no había abierto la boca. Contempló a Henry y deseó, como tantas otras veces, entender su carácter. Recordó una conversación que había mantenido con Raphael poco después de la llegada de Henry.
– Henry me desconcierta, ¿a ti no?
– A mí me desconcertáis todos -había respondido ella.
– Eso es bueno. No queremos ser transparentes. Además, tú también nos desconciertas a nosotros. Pero Henry… ¿qué hace aquí?
– Lo mismo que tú, supongo.
– Si yo ganara medio millón al año, con la perspectiva de recibir un premio de un millón por buena conducta todas las Navidades, dudo que quisiera cambiarlo por diecisiete mil al año, con suerte, y una vicaría que difícilmente valdrá la pena. Las han vendido todas a las familias de yuppies amantes de la arquitectura victoriana. Lo único que conseguiremos será una horrible casita adosada con espacio para aparcar un Ford Fiesta de segunda mano. ¿Recuerdas aquel incómodo pasaje del evangelio de san Lucas donde se habla de un joven rico que se marcha afligido por sus grandes posesiones? Pues yo me veo reflejado en él. Por suerte, soy un pobre bastardo. ¿Crees que Dios evita enviarnos tentaciones cuando sabe perfectamente que carecemos de la fuerza necesaria para resistirnos a ellas?
– La historia del siglo xx no confirma esa hipótesis -había respondido Emma.
– Tal vez le plantee la cuestión al padre Sebastian. Le sugeriré que prepare un sermón sobre el tema. Aunque, pensándolo mejor, no es buena idea.
La voz de Raphael devolvió a Emma al presente.
– Ronald era un poco pelmazo en tus clases, ¿no? Esa manía de prepararse con diligencia para formular preguntas inteligentes, y sus meticulosos apuntes… Sin duda buscaba citas útiles para sus futuros sermones. No hay nada como unos versos para poner a los mediocres a la altura de los memorables, sobre todo si los feligreses no caen en la cuenta de que estás citando a alguien.
– A veces me preguntaba por qué asistía a mis clases -admitió Emma-. Los seminarios son voluntarios, ¿no?
Raphael soltó una risa ronca, entre burlona y alegre, que la irritó.
– Sí, querida, del todo. Pero aquí la palabra «voluntario» no significa lo mismo que en el resto del mundo. Digamos que algunas conductas se consideran más aceptables que otras.
– Oh, vaya. Y yo que pensé que veníais porque os gustaba la poesía.
– Y nos gusta -afirmó Stephen-. El problema es que sólo somos veinte. Eso significa que estamos siempre vigilados. A los sacerdotes no les queda alternativa; es una cuestión de números. Por eso la Iglesia piensa que en los seminarios debería haber unos sesenta alumnos… Y tienen razón. El archidiácono no se equivoca cuando dice que nuestro grupo es demasiado pequeño.
– ¡Ah, el archidiácono! -espetó Raphael con disgusto-. ¿Es preciso que hablemos de él?
– De acuerdo, dejémoslo correr. Es un bicho raro, ¿no? En teoría, la Iglesia anglicana está compuesta por cuatro confesiones diferentes, pero ¿en cuál encaja él? Dice que debemos cambiar para adaptarnos al nuevo siglo, y él no es precisamente un representante de la teología liberal ni se ha pronunciado siquiera sobre los temas del divorcio y el aborto.
– Es un fósil Victoriano -agregó Henry-. Cuando está aquí me siento como en una novela de Trollope, aunque con los papeles invertidos. El padre Sebastian debería ser el archidiácono Grantly, y Crampton, Slope.
– No -repuso Stephen-. Slope era un hipócrita. Al menos el archidiácono es sincero.
– Claro que es sincero -señaló Raphael-. Igual que Hitler y Gengis Kan. Todos los tiranos son sinceros.
– No es un tirano en su parroquia -protestó con suavidad Stephen-. Es más, a mí me pareció un buen párroco. No olvides que pasé una semana allí durante la Pascua del año pasado. A la gente le cae bien. Hasta le gustan sus sermones. Uno de los coadjutores dijo: «Sabe cuáles son sus creencias y nos las transmite sin rodeos. No hay una sola persona necesitada de esta parroquia que no tenga algo que agradecerle.» Nosotros vemos su peor faceta; cuando está aquí, se comporta como una persona diferente.
– Acosó a otro sacerdote hasta conseguir que lo metieran en la cárcel -le recordó Raphael-. ¿Es eso caridad cristiana? Y odia al padre Sebastian, lo que constituye una buena muestra de amor fraternal. También detesta este sitio y todo lo que representa. Está haciendo todo lo posible para que cierren Saint Anselm.
– Y el padre Sebastian está haciendo lo posible para mantenerlo abierto -agregó Henry-. Sé por quién debo apostar.
– Yo no estoy seguro. La muerte de Ronald no nos ha favorecido.
– La Iglesia no va a cerrar un seminario porque muera uno de los seminaristas. De todas maneras, el archidiácono se marchará mañana después del desayuno. Por lo visto, lo necesitan en su parroquia. Sólo tendremos que compartir dos comidas más con él. Más vale que te portes bien, Raphael.
– Ya me lo advirtió el padre Sebastian. Procuraré demostrar un sorprendente dominio de mí mismo.
– Y si no lo consigues, ¿le pedirás disculpas al archidiácono por la mañana, antes de que se marche?
– Ah, no -respondió Raphael-. Tengo la sensación de que nadie le pedirá disculpas por la mañana.
Diez minutos después, los seminaristas se marcharon a tomar el té a la sala de los estudiantes.
– Parece cansada, señorita -comentó la señora Pilbeam-. Quédese a tomar una taza de té conmigo, si quiere. Estará más tranquila aquí.
– Lo haré encantada, señora P, gracias.
La señora Pilbeam colocó una mesa pequeña junto a Emma y le sirvió un tazón de té y un bollo con mantequilla y mermelada. Qué agradable era disfrutar de un rato de paz en compañía de otra mujer, pensó la joven, oír los crujidos de la silla de mimbre cuando la señora Pilbeam se sentaba, oler los templados bollos con mantequilla y contemplar las llamas azules de la estufa.
Ojalá no hubiera dicho nada sobre Ronald Treeves. No era consciente de hasta qué punto esa muerte, todavía misteriosa, se cernía como una sombra sobre el seminario. Y no sólo esa muerte. La señora Munroe había fallecido por causas naturales, pacíficamente, quizá con ganas de dejar este mundo, y sin embargo su pérdida representaba una carga más en una pequeña comunidad donde los estragos de la muerte jamás pasaban inadvertidos. Henry estaba en lo cierto: uno siempre se sentía culpable. Ahora deseaba haberse mostrado más amable y paciente con Ronald. La imagen del joven saliendo con paso tambaleante del jardín de Surtees era como un abrojo difícil de arrancar de su mente.
Y también estaba el archidiácono. La antipatía que Raphael le había tomado estaba convirtiéndose en una obsesión. Era algo más que antipatía. Su voz había reflejado odio, una emoción que ella no esperaba encontrar en Saint Anselm. Se percató de lo importantes que habían llegado a ser para ella estas visitas al seminario. Unas palabras del devocionario anglicano acudieron a su memoria: «Aquella paz que el mundo no puede proporcionar.» No obstante, la paz se había turbado ante la imagen de un joven boqueando en su intento por respirar aire puro y hallando sólo una arena asesina. Saint Anselm formaba parte del mundo. Aunque los estudiantes fuesen seminaristas, y sus profesores sacerdotes, todos seguían siendo hombres. El seminario se alzaba en desafiante y simbólico aislamiento entre el mar y hectáreas enteras de tierras sin cultivar, pero la vida entre sus paredes era intensa, estrechamente vigilada, asfixiante. ¿Cómo no iba a florecer todo tipo de emociones en esa atmósfera propia de un invernadero?
¿Y qué pensar de Raphael, criado sin madre en este mundo restringido del que sólo había conseguido escapar para llevar una vida igual de rígida en una escuela privada donde tampoco había mujeres? ¿De verdad seguía su vocación, o estaba pagando una antigua deuda del único modo que conocía? Por primera vez, Emma se sorprendió a sí misma criticando en su fuero interno a los sacerdotes. Sin duda les pasó por la cabeza que a Raphael le convenía educarse en otra clase de institución. Siempre había creído que los padres Sebastian y Martin poseían una sabiduría y una bondad apenas comprensibles para alguien como ella, que encontraba en la religión organizada una estructura para la lucha moral más que la fuente de las verdades reveladas. Una vez más la asaltó el mismo pensamiento incómodo: los sacerdotes no eran más que hombres.
El viento comenzaba a arreciar. Ahora lo oía como un suave e irregular rumor, apenas distinguible del rugido del mar.
– Se avecinan vientos fuertes -señaló la señora Pilbeam-, pero los peores llegarán por la mañana. A pesar de todo, pasaremos una noche bastante desapacible.
Bebieron el té en silencio, hasta que la señora Pilbeam dijo:
– Son buenos chicos, ¿sabe? Todos ellos.
– Sí -contestó Emma-, ya lo sé. -Y tuvo la impresión de que era ella quien estaba consolando a la otra mujer.
Al padre Sebastian no le gustaba merendar. Nunca comía pasteles y pensaba que los bollos y los bocadillos servían únicamente para estropear la cena. Se sentía obligado a presentarse en el comedor a las cuatro en punto cuando había invitados, y sólo permanecía allí el tiempo necesario para tomar un par de tazas de Earl Grey con limón y brindar la bienvenida a los recién llegados. Este sábado había dejado los saludos a cargo del padre Martin, pero a las cuatro y diez decidió que sería una muestra de cortesía hacer acto de presencia. Sin embargo, cuando iba por la mitad de la escalera, se topó con el archidiácono, que subía a toda prisa.
– Morell, necesito hablar con usted. En su despacho, por favor.
¿Y ahora qué?, se preguntó el padre Sebastian con desazón mientras seguía al archidiácono. Crampton subió los escalones de dos en dos y, una vez en la puerta, se precipitó al interior de manera poco ceremoniosa. El padre Sebastian, más tranquilo, lo invitó a sentarse en uno de los sillones situados junto a la chimenea, pero el archidiácono no le hizo caso y los dos permanecieron de pie, cara a cara, tan cerca que el padre Sebastian alcanzaba a oler el acre aliento de Crampton. No le quedó más remedio que sostener la mirada de los brillantes ojos, y de inmediato reparó con disgusto en todos los detalles de la cara de Crampton: los dos pelos negros que asomaban por la fosa nasal izquierda, las furiosas manchas rojas encima de los pómulos y una miga de lo que parecía un bollo con mantequilla en la comisura de la boca. No despegó la vista del archidiácono hasta que éste recuperó la compostura.
Cuando habló, estaba más sereno, si bien su voz reflejaba una amenaza inconfundible:
– ¿Qué hace aquí ese policía? ¿Quién lo invitó?
– ¿El comisario Dalgliesh? Creí que ya le había explicado…
– No me refiero a Dalgliesh sino a Yarwood. Roger Yarwood.
– El señor Yarwood es un invitado, como usted -respondió el padre Sebastian con calma-. Es detective inspector de la policía de Suffolk y se ha tomado una semana de excedencia.
– ¿Ha sido idea suya traerlo aquí?
– Es uno de nuestros visitantes habituales, y muy apreciado por cierto. En estos momentos está de baja por enfermedad. Nos escribió preguntando si podía pasar una semana aquí. Nos cae bien y nos alegra recibirlo.
– Yarwood estuvo a cargo de la investigación de la muerte de mi esposa. ¿No lo sabía?
– ¿Cómo iba a saberlo, archidiácono? ¿Cómo iba a saberlo cualquiera de nosotros? El no hablaría de un asunto así. Viene aquí para alejarse de su trabajo. Veo que le ha afectado mucho encontrarse con él, y lo lamento. Es obvio que su presencia le trae recuerdos tristes. Sin embargo, es una coincidencia, nada más. Estas cosas ocurren todos los días. Según creo, trasladaron al inspector Yarwood a Suffolk desde la Policía Metropolitana hace cinco años, poco después de la muerte de su esposa, calculo.
El padre Sebastian eludió la palabra «suicidio», pero ésta flotaba en el aire. Como era inevitable, en los círculos eclesiásticos todos conocían la tragedia de la primera esposa del archidiácono.
– Deberá marcharse, desde luego -exigió el archidiácono-. No estoy dispuesto a sentarme a la mesa con él.
El padre Sebastian se debatía entre una compasión sincera, aunque no lo bastante fuerte para angustiarlo, y un sentimiento más personal.
– Y yo no estoy dispuesto a pedirle que se vaya -replicó-. Como ya le he dicho, es un huésped. No sé qué clase de recuerdos despierta en usted, pero estoy seguro de que dos hombres adultos son capaces de compartir la mesa sin que eso provoque la ira de uno de ellos.
– ¿Ira?
– Me parece el término más apropiado. ¿Por qué está tan furioso, archidiácono? Yarwood hacía su trabajo. No fue un asunto personal.
– Él lo convirtió en personal desde el mismo momento en que pisó la vicaría. Ese hombre prácticamente me acusó de asesinato. Iba a verme todos los días, incluso cuando yo estaba más triste y vulnerable, y me asediaba a preguntas: quería conocer los detalles más nimios de mi matrimonio, cosas íntimas que no eran de su incumbencia. Después de la vista y el veredicto, me quejé a la policía. Habría ido al Departamento de Reclamaciones Policiales, pero no esperaba que me tomaran en serio y en esos momentos lo único que quería era dejar atrás lo sucedido. Pese a todo, la Policía Metropolitana llevó a cabo una investigación y admitió que Yarwood se había excedido en su celo profesional.
– ¿Excedido? -El padre Sebastian recurrió a una frase manida-: Supongo que pensaba que cumplía con su deber.
– ¿Su deber? ¡Aquello no tuvo nada que ver con su deber! Lo que creyó es que descubriría algo turbio y se convertiría en una celebridad. Habría sido un golpe maestro para él, ¿no? Vicario acusado de asesinar a su esposa. ¿Tiene idea del daño que podría acarrear semejante alegación a la diócesis y la parroquia? Me atormentaba, y disfrutaba con ello.
Al padre Sebastian le costaba conciliar estas acusaciones con el Yarwood que conocía. Era consciente de sus sentimientos encontrados: la compasión por el archidiácono, el deseo de no preocupar innecesariamente a un hombre que aún parecía estar psíquica y físicamente débil y la necesidad de sobrellevar el fin de semana sin buscarse más problemas con Crampton. Todas estas preocupaciones se sumarían de manera ridícula e incongruente a la hora de decidir dónde sentar a cada comensal para la cena. Prefería no poner juntos a dos funcionarios de la policía; sin duda no les apetecería entablar una charla profesional, y él tampoco quería que la mantuvieran en torno a su mesa. (Para el padre Sebastian, el comedor de Saint Anselm era «su» comedor, y la mesa era «su» mesa.) Por razones obvias, tampoco convenía situar a Raphael y al padre John al lado o enfrente del archidiácono. Clive Stannard era un pesado, y no podía endosárselo a Dalgliesh ni a Crampton. Habría deseado que su mujer estuviese allí. Nada de esto habría sucedido si Veronica siguiera viva. Sintió una punzada de rencor hacia ella por haberlo dejado en el momento menos oportuno.
Sonó un golpe a la puerta.
– Adelante -dijo, contento con la interrupción.
Y entró Raphael. El archidiácono le dirigió una breve mirada y se volvió hacia el padre Sebastian.
– Resolverá el problema, ¿verdad, Morell? -Y se marchó.
Aunque se alegraba de que el joven hubiese truncado su conversación con Crampton, el padre Sebastian no estaba de humor para gentilezas.
– ¿Qué pasa, Raphael? -preguntó con brusquedad.
– Se trata del inspector Yarwood, padre. No quiere cenar en el comedor. Ha preguntado si es posible que le lleven algo a su habitación.
– ¿Está enfermo?
– No tiene muy buen aspecto, pero no ha dicho que se encontrase mal. Ha visto al archidiácono a la hora del té, y creo que no quiere encontrarse de nuevo con él. No ha probado bocado, así que lo he seguido a su habitación para preguntarle si le ocurría algo.
– ¿Y te ha explicado por qué estaba disgustado?
– Sí, padre.
– No tenía derecho a hacerte confidencias. Ni a ti ni a nadie. Ha sido un acto poco profesional e imprudente, y tú deberías haberlo detenido.
– No me ha contado gran cosa, padre, aunque lo que ha dicho es muy interesante.
– Sea lo que fuere, no debes repetirlo. Ve a ver a la señora Pilbeam y pídele que le lleve la cena a su habitación. Sopa y ensalada, o algo por el estilo.
– Creo que es lo único que quiere, padre. Ha dicho que agradecería que no lo molestasen.
El padre Sebastian se preguntó si debía hablar con Yarwood, pero decidió no hacerlo. Quizá lo que deseaba -que lo dejaran solo- fuese lo mejor. El archidiácono se marcharía a la mañana siguiente, después de un desayuno temprano, ya que quería celebrar la Eucaristía de las diez y media en su parroquia. Había insinuado que en la congregación habría una persona importante. Con un poco de suerte, los dos hombres no volverían a verse.
Con paso cansino, el rector bajó la escalera y se dirigió a la sala de estudiantes para tomar un par de tazas de té.
El comedor daba al sur y, por lo que a sus dimensiones y estilo se refiere, era casi una réplica de la biblioteca: tenía el techo abovedado y el mismo número de ventanas altas y estrechas, aunque los cristales de éstas no eran coloridas vidrieras figurativas sino delicadas planchas de color verde pálido decoradas con uvas y sarmientos. Tres grandes cuadros prerrafaelistas, donados por la fundadora del seminario, alegraban las paredes entre ventana y ventana. En uno de ellos, pintado por Dante Gabriel Rosetti, una joven de llameante cabello rojo sentada junto a una ventana leía un libro que, con un poco de imaginación, podía pasar por un devocionario. El segundo era decididamente seglar: un Edward Burne-Jones de tres jóvenes morenas que bailaban bajo un naranjo, entre remolinos de seda dorada. En el tercero y más grande, obra de William Holman Hunt, un sacerdote bautizaba a un grupo de antiguos bretones junto a una capilla de adobe. Si bien no eran cuadros que Emma hubiera deseado para sí, le constaba que formaban parte del valioso legado de Saint Anselm. Saltaba a la vista que se había diseñado esa estancia como comedor familiar, aunque a ella le parecía más ostentosa que práctica o íntima. Hasta la familia numerosa victoriana se habría sentido aislada e incómoda ante este monumento a la opulencia paterna. Era evidente que las autoridades de Saint Anselm no se habían esforzado mucho en adaptar el comedor para su uso institucional. La ovalada mesa de roble tallado aún estaba en el centro de la estancia, aunque la habían alargado añadiendo en su parte media unos dos metros de madera sin barnizar. Las sillas, incluido el sillón colonial con brazos profusamente labrados, eran a todas luces los originales, y sin embargo la comida no se servía a través de la tradicional ventanilla que comunicaba con la cocina, sino sobre un largo aparador cubierto con un mantel blanco.
La señora Pilbeam atendía la mesa con la ayuda de dos seminaristas elegidos por turnos. Ella y su marido comían lo mismo que los demás, pero en la salita de la señora Pilbeam. En su primera visita, Emma se había sorprendido de lo bien que funcionaba ese excéntrico sistema. La señora Pilbeam parecía intuir el momento exacto en que terminaban cada plato y regresaba al comedor a tiempo para el siguiente. No necesitaban tocar una campanilla, y los dos primeros platos se ingerían en silencio mientras uno de los estudiantes leía en voz alta desde un atril situado a la izquierda de la puerta. Esta tarea también se asignaba por turnos.
La elección del tema se dejaba en manos del seminarista en cuestión, y las lecturas no eran obligatoriamente bíblicas o religiosas. Durante sus visitas, Emma había escuchado a Henry Bloxham leer versos de Tierra baldía y a Stephen Morby realizar una entusiasta interpretación de un pasaje de Mulliner, el cuento de P. G. Woodhouse. Peter Buckhurst había escogido El diario de un don nadie. En opinión de Emma, la principal ventaja de este sistema -además del interés de los textos y las revelaciones sobre el gusto personal de los alumnos- estriba en que le permitía disfrutar de la excelente comida de la señora Pilbeam sin verse obligada a entablar conversaciones intrascendentes con los comensales sentados a su lado.
Con el padre Sebastian en la cabecera de la mesa, la cena en Saint Anselm solía transcurrir en un ambiente algo formal, más propio de un hotel. No obstante, después de la lectura y los dos primeros platos, el silencio previo parecía facilitar la conversación, que por lo general continuaba alegremente mientras el lector de turno alcanzaba a los demás, dando buena cuenta de la comida que le aguardaba en el calientaplatos, y proseguía cuando todos se trasladaban a la sala de los estudiantes o al patio para tomar el café. Casi siempre la charla se prolongaba hasta la hora de las completas. Después de éstas, la costumbre dictaba que los seminaristas se retirasen a sus habitaciones y guardaran silencio.
Aunque la tradición mandaba que los estudiantes ocuparan cualquier silla vacía, el padre Sebastian determinaba la disposición de los invitados y el personal. Había situado al archidiácono Crampton a su izquierda y a Emma, entre éste y el padre Martin. A su derecha estaban, por orden, el comisario Dalgliesh, el padre Peregrine y Clive Stannard. Si bien George Gregory rara vez cenaba en el seminario, hoy se hallaba presente, sentado entre Stannard y Stephen Morby. Emma esperaba ver al inspector Yarwood, pero éste no apareció y nadie comentó su ausencia. El padre John tampoco se había presentado. Tres de los cuatro alumnos que no se habían marchado ese fin de semana ocuparon sus sitios y, al igual que el resto de los comensales, aguardaron de pie y detrás de las sillas el momento de bendecir la mesa. Sólo entonces entró Raphael, abotonándose la sotana. Murmuró una disculpa, abrió el libro que llevaba en la mano y se colocó ante el atril. Después de que el padre Sebastian rezara una breve oración en latín, todos retiraron las sillas de la mesa y se sentaron.
Al acomodarse junto al archidiácono, Emma estaba tan consciente de su proximidad física como suponía que lo estaba él. Su intuición le indicaba que era un hombre que reaccionaba ante las mujeres con un intenso aunque reprimido apetito sexual. Era tan alto como el padre Sebastian pero más corpulento, con hombros fornidos, cuello grueso y rasgos acentuados y atractivos. Tenía el cabello casi negro, la barba apenas salpicada de hebras grises y los ojos hundidos bajo unas cejas tan definidas que podrían haber estado depiladas y ponían una discordante nota femenina en su sombría y ceñuda masculinidad. El padre Sebastian se lo había presentado a Emma a su llegada al comedor, y él le había estrechado la mano con una fuerza carente de cordialidad mientras la miraba con asombro, como si ella fuese un enigma que debiera resolver antes de que terminara la cena.
Ya habían servido el primer plato: berenjenas al horno y pimientos con aceite de oliva. Se oyó un amortiguado tintineo de cubiertos cuando comenzaron a comer, y entonces, como si hubiera estado esperando esta señal, Raphael comenzó a leer.
«Es el primer capítulo de Las torres de Barchester, de Anthony Trollope», dijo como si anunciara una lectura en la iglesia.
Emma conocía la obra, pues era aficionada a las novelas victorianas, pero se preguntó por qué la había elegido Raphael. Aunque ocasionalmente los seminaristas extraían pasajes de novelas, era más habitual que escogieran un texto breve completo. Raphael leía bien, tanto que Emma descubrió que comía con irritante lentitud mientras el argumento de la historia absorbía su mente. Saint Anselm era un entorno apropiado para leer a Trollope. Bajo el cavernoso techo abovedado no costaba imaginar el dormitorio del obispo en el palacio de Barchester ni al archidiácono Grantly velando junto al lecho de muerte de su padre, sabedor de que si el viejo vivía hasta la caída del gobierno -que se esperaba de un momento a otro-, él perdería toda esperanza de convertirse en su sucesor. Era un pasaje dramático: el altivo y orgulloso hijo de rodillas, rezando para que Dios le perdonase el pecado de desear la muerte de su padre.
El viento había arreciado progresivamente desde el atardecer. Ahora azotaba la casa con ráfagas semejantes a cañonazos. Durante las peores arremetidas, Raphael hacía una pausa en la lectura, como un profesor que aguardara a que se callaran sus indisciplinados alumnos. En los momentos de calma, su voz adquiría un tono extraordinariamente claro y solemne.
Emma se percató de que la oscura figura sentada a su lado se había quedado inmóvil. Se fijo en las manos del archidiácono y vio que apretaban el cuchillo y el tenedor. Peter Buckhurst circulaba en silencio con el vino y cuando fue a servirle a Crampton, éste cubrió su copa con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos y Emma temió que fuese a romper el cristal. En la imaginación de la joven, la mano se volvió amenazadora y casi monstruosa, con oscuros pelos erizados en el dorso de los dedos. También advirtió que el comisario Dalgliesh, sentado enfrente, había alzado los ojos de su plato y observaba al archidiácono con expresión inquisitiva. Emma no entendía que el resto de los comensales no percibiera la fuerte tensión que irradiaba su compañero de mesa; Dalgliesh era el único que había reparado en ella. Gregory comía en silencio, con evidente satisfacción. Prácticamente no había alzado la cabeza hasta que Raphael había empezado a leer. Ahora lo miraba de vez en cuando con un gesto entre perplejo y divertido.
Raphael prosiguió con la lectura mientras la señora Pilbeam y Peter Buckhurst recogían los platos y servían el segundo: estofado de carne con patatas, zanahorias y judías. El archidiácono hizo un esfuerzo para recuperarse, pero casi no probó bocado. Después de los dos primeros platos, que remataron con fruta, queso y galletas, Raphael cerró la novela, fue a buscar su comida al calientaplatos y se sentó a un extremo de la mesa. Fue entonces cuando Emma observó al padre Sebastian. Tenía la cara crispada y la vista fija en Raphael, quien, por lo que percibió Emma, trataba de eludir los ojos del rector.
Nadie demostró deseos de romper el silencio hasta que el archidiácono se volvió hacia Emma e inició una conversación poco espontánea sobre la relación de la joven con el seminario. ¿Cuándo la habían contratado? ¿Qué enseñaba exactamente? ¿Los estudiantes eran receptivos? ¿Qué podía aportar el estudio de la poesía religiosa inglesa a un programa de formación teológica? Aunque Emma sabía que Crampton intentaba tranquilizarla, o al menos darle conversación, aquello parecía un interrogatorio, y en medio del silencio general las preguntas y las respuestas sonaban anormalmente altas. Sus ojos se desviaban una y otra vez hacia Adam Dalgliesh, sentado a la derecha del rector. Al parecer, tenían mucho de que hablar, aunque no era probable que estuviesen comentando la muerte de Ronald, sobre todo a la mesa. De cuando en cuando el comisario la miraba. Sus ojos se encontraron durante un segundo y ella apartó rápidamente la vista; luego, enfadada consigo misma por su embarazosa torpeza, se volvió con determinación, dispuesta a seguir soportando la curiosidad del archidiácono.
Al fin fueron a tomar el café en la sala, pero el cambio de lugar no sirvió para animar la conversación, que se convirtió en un desganado intercambio de lugares comunes. El grupo se dispersó mucho antes de la hora de las completas. Emma fue una de las primeras en marcharse. A pesar de la tormenta, necesitaba tomar aire fresco y hacer un poco de ejercicio antes de acostarse. Esa noche no asistiría a las completas. Era la primera vez que experimentaba un imperioso deseo de huir del seminario. No obstante, cuando salió por la puerta que conducía al claustro sur, la fuerza del viento la hizo retroceder como si le hubieran pegado un golpe. Pronto le resultaría difícil mantenerse en pie. No era una buena noche para dar un paseo por un lugar que de repente se había vuelto hostil. Se preguntó qué estaría haciendo Adam Dalgliesh. Probablemente asistiría a las completas por cortesía. Ella trabajaría -siempre tenía trabajo- y se iría a la cama temprano. Caminó por el oscuro claustro sur, hacia Ambrosio y la soledad.
A las nueve y veintinueve minutos, Raphael, que entró en la sacristía en último lugar, encontró al padre Sebastian a solas, cambiándose para el oficio. Raphael se disponía a abrir la puerta que conducía a la iglesia cuando el rector dijo:
– ¿Elegiste ese capítulo de Trollope con la deliberada intención de molestar al archidiácono?
– Es un capítulo que me gusta, padre. Ese joven altivo y ambicioso arrodillado junto a la cama de su padre, luchando con su deseo secreto de que el obispo muera a tiempo… Es uno de los pasajes más admirables de todos los que escribió Trollope. Pensé que todos sabríamos apreciarlo.
– No te he pedido una crítica literaria de Trollope. No has respondido a mi pregunta. ¿Lo escogiste para molestar al archidiácono?
– Sí, padre -contestó Raphael en voz baja.
– Deduzco que a raíz de lo que averiguaste de boca del inspector Yarwood antes de la cena.
– Estaba muy afectado. El archidiácono se metió prácticamente a la fuerza en su habitación y lo increpó. Roger me contó algo de lo que había sucedido, aunque luego me dijo que era confidencial y que debía olvidarlo.
– Y tu método para olvidar fue escoger con mala intención un pasaje literario que, además de disgustar a un huésped de esta casa, evidenciaría que el inspector Yarwood te había confiado su secreto, ¿no?
– El pasaje no resultaría ofensivo para el archidiácono a menos que lo que Roger me contó fuera verdad.
– Ya veo. Aplicabas la estrategia de Hamlet. Has ocasionado problemas y desobedecido mis instrucciones sobre la actitud que debías adoptar mientras el archidiácono fuese nuestro huésped. Ambos tenemos que reflexionar. Yo debo pensar si mi conciencia me permite recomendar tu ordenación. Tú debes preguntarte si de verdad estás capacitado para profesar el sacerdocio.
Era la primera vez que el padre Sebastian manifestaba abiertamente una duda que apenas se atrevía a reconocer en su fuero interno. Se obligó a mirar a Raphael a los ojos mientras aguardaba una respuesta.
– ¿Alguno de los dos tiene otra opción, padre? -preguntó Raphael en voz queda.
Lo que sorprendió al rector no fueron sus palabras, sino el tono. Oyó en la voz de Raphael lo mismo que veía en sus ojos, no un desafío a su autoridad ni bravuconería, ni siquiera la habitual expresión de indiferente ironía; se trataba de algo más turbador y doloroso: una triste resignación y, al mismo tiempo, un grito de socorro. El padre Sebastian terminó de vestirse en silencio, esperó a que Raphael le abriese la puerta de la sacristía y lo siguió a la penumbra de la iglesia iluminada con velas.
Dalgliesh fue la única persona que asistió a las completas. Se sentó en el centro de la nave derecha y observó a Henry Bloxham, que llevaba un sobrepelliz sobre la sotana, mientras encendía las dos velas del altar y luego las que rodeaban el coro dentro de pantallas de cristal. Henry había descorrido los cerrojos de la imponente puerta sur antes de que llegara Dalgliesh, y éste, sentado en silencio, esperaba oír el chirrido que emitiría al abrirse. Sin embargo, no se presentó nadie: ni Emma, ni los miembros del personal ni los huéspedes. La iluminación de la iglesia era tenue, y el comisario permaneció solo en una calma tan absoluta que el fragor de la tormenta parecía formar parte de otra realidad. Por fin Henry encendió las luces del altar, y el Van der Weyden tiñó de luz el aire quieto. Henry hizo una genuflexión delante del altar y regresó a la sacristía. Dos minutos después entraron los cuatro sacerdotes, seguidos por los seminaristas y el archidiácono. Las figuras vestidas con sobrepellices blancos avanzaron en un silencio casi absoluto y ocuparon sus sitios con pausada dignidad. La voz del padre Sebastian rompió la quietud con la primera oración: «Que el Señor Todopoderoso nos conceda una noche tranquila y un final perfecto. Amén.»
El oficio consistió en una sucesión de cantos gregorianos, entonados con una excelencia que era fruto de la práctica y la familiaridad. Dalgliesh se arrodilló y se puso de pie en los momentos oportunos y participó en las respuestas; no estaba dispuesto a interpretar el papel de un simple espectador. Apartó de su mente todos los pensamientos sobre Ronald Treeves y la muerte. No estaba allí como funcionario de la policía: lo único que se le pedía era un corazón abierto.
Después de la colecta y antes de la bendición, el archidiácono se levantó de su asiento para pronunciar la homilía. Decidió ponerse delante del comulgatorio, en lugar de subir al púlpito o situarse detrás del atril. A Dalgliesh le pareció una medida inteligente, pues de lo contrario habría predicado para una congregación de una sola persona: casi con seguridad, la persona a quien menos le interesaba dirigirse. El sermón fue breve -duró menos de seis minutos-, pero el archidiácono lo pronunció con vehemencia y en voz queda como si supiera que las palabras poco gratas cobraban intensidad cuando se decían por lo bajo. Habló de pie ante el altar, moreno y barbado como un profeta del Antiguo Testamento, mientras las figuras con sobrepellices le rehuían la mirada y permanecían sentadas, inmóviles como estatuas de piedra.
La homilía trataba de la formación cristiana en el mundo moderno y arremetía contra todo lo que había representado Saint Anselm durante más de cien años y todo lo que defendía el padre Sebastian. El mensaje quedaba claro: la Iglesia no lograría sobrevivir y atender las necesidades de una era violenta, conflictiva y cada vez más incrédula a menos que abrazara de nuevo los principios esenciales de la fe. La doctrina moderna no debía recrearse en un lenguaje hermoso pero arcaico, en el que las palabras velaban la realidad de la fe en lugar de confirmarla. Cuando se sucumbía a la tentación de supervalorar la inteligencia y las conquistas intelectuales, la teología se convertía en un ejercicio filosófico que contribuía a justificar el escepticismo. También resultaba tentador conceder demasiada importancia a la ceremonia, las vestiduras y otros puntos polémicos del protocolo, como la obsesión por la excelencia musical que a menudo convertía un oficio religioso en un espectáculo público. La Iglesia no era una organización social en cuyo seno la burguesía adinerada pudiese saciar su apetito de belleza, orden, nostalgia y una ilusoria espiritualidad. Si la Iglesia no retornaba a la verdad de los evangelios, nunca le sería posible aspirar a satisfacer las necesidades del mundo moderno.
Al final del sermón, el archidiácono volvió a su asiento, y los seminaristas y sacerdotes se arrodillaron mientras el padre Sebastian pronunciaba la bendición final. Después de que la pequeña procesión saliera de la iglesia, Henry regresó para apagar las velas y la luz del altar. Luego se dirigió a la puerta sur para dar las buenas noches a Dalgliesh y cerrar la puerta tras él. Salvo por esas dos palabras, ninguno de los dos habló.
Al oír el ruido de los cerrojos de hierro, Dalgliesh tuvo la sensación de que lo estaban desterrando para siempre de un mundo que nunca había comprendido ni aceptado del todo y al que ahora, por fin, se le negaba el acceso. Resguardado de la ferocidad del viento por el claustro sur, recorrió los pocos metros que lo separaban de Jerónimo y de su cama.