Dalgliesh llegó a Saint Anselm por última vez un día perfecto de mediados de abril en que el cielo, el mar y la renaciente tierra se habían aliado para crear una armoniosa estampa de serena belleza. Iba con la capota bajada, y la brisa que acariciaba su rostro transportaba la esencia -dulcemente perfumada, nostálgica- de los abriles de su adolescencia y juventud. Aunque había salido de casa con reparos, los había arrojado en el último barrio periférico del este y ahora su clima interior concordaba con la tranquilidad del día.
El padre Martin le había enviado una carta, una afectuosa invitación para que visitara Saint Anselm ahora que lo habían cerrado oficialmente. Había escrito: «Será un placer tener la oportunidad de despedirnos de nuestros amigos antes de marcharnos, y esperamos que Emma también pueda estar con nosotros el tercer fin de semana de abril.» Había querido que Dalgliesh se enterara de que ella estaría allí; ¿habría avisado también a la joven? En tal caso, ¿decidiría no asistir?
Y ahora por fin el familiar cruce, fácil de pasar por alto sin el fresno cubierto de hiedra. Los jardines delanteros de las casitas idénticas estaban salpicados de narcisos, cuyo fulgor contrastaba con el suave amarillo de las prímulas arracimadas en el arcén cubierto de hierba. Los setos que flanqueaban el camino exhibían sus primeros y verdes vástagos, y el mar, que Dalgliesh vislumbró con emoción, se extendía hasta el purpúreo horizonte en serenas franjas de una trémula tonalidad de azul. En lo alto, invisible y apenas audible, un caza trazó una deshilachada línea blanca sobre el despejado cielo, bajo cuyo resplandor la laguna adoptaba un tono azul lechoso y un aspecto nada amenazador. Dalgliesh imaginó los brillantes peces que se deslizaban bajo la quieta superficie. La noche del asesinato del archidiácono, la tormenta había destruido las últimas tablas del barco hundido; ya ni siquiera sobresalía del agua la negra aleta de madera, y la arena se extendía completamente lisa entre el banco de guijarros y el mar. En una mañana como ésta, no había lugar a lamentar siquiera esa prueba del poder del tiempo para borrarlo todo.
Antes de torcer hacia el norte por el camino costero, se acercó al borde del acantilado y apagó el motor. Necesitaba releer una carta. La había recibido una semana antes de que Gregory recibiera una sentencia de cadena perpetua por el asesinato del archidiácono Crampton. Estaba escrita con letra firme, clara y recta. No había encabezamiento; el nombre de Dalgliesh sólo aparecía en el sobre.
Le pido perdón por este papel de cartas, que, como imaginará, no he elegido yo. Supongo que ya le habrán comunicado mi decisión de declararme culpable. Podría alegar que lo hago para ahorrarles a esos necios patéticos -el padre Martin y el padre John- el suplicio de comparecer como testigos de la defensa, o porque me resisto a exponer a mi hijo y a Emma Lavenham al brutal ingenio de mi abogado defensor. Sin embargo, usted me conoce mejor. Mi objetivo consiste, por supuesto, en asegurarme de que Raphael no sufra durante toda su vida el estigma de las sospechas. He llegado a pensar que hay posibilidades reales de que me absuelvan. La brillantez de mi abogado es casi proporcional al monto de sus facturas, y desde un primer momento dejó claro que confiaba en que saliese impune, aunque tuvo la prudencia de no emplear esas palabras exactas. Al fin y al cabo, soy un hombre burgués y respetable.
Siempre confié en que me absolverían si el caso llegaba a los tribunales. No obstante, había planeado asesinar a Crampton un día en que Raphael no estuviera en el seminario. Como sabe, tomé la precaución de pasar por sus habitaciones para comprobar que se había ido. ¿Habría seguido adelante con el crimen si lo hubiese encontrado allí? La respuesta es no. Esa noche no, y quizá nunca. Habría sido difícil que las circunstancias necesarias para el éxito volvieran a concurrir de esa manera providencial. Resulta interesante que Crampton muriese gracias al solidario gesto de Raphael para con un amigo enfermo. He notado muchas veces que el mal procede del bien. Como hijo de un párroco, usted dispondrá de más recursos que yo para desentrañar este acertijo teológico.
La gente que vive en una civilización moribunda, como nosotros, tiene tres opciones. Podemos tratar de evitar la decadencia, como un niño que construye un castillo de arena para contener la marea. Podemos hacer caso omiso de la muerte de la belleza, la erudición, el arte y la integridad intelectual buscando solaz en las cosas que nos consuelan. Eso es lo que procuré hacer yo durante años. En tercer lugar, podemos unirnos a los bárbaros y exigir nuestra parte del botín. Esa es la elección más popular, y al final también fue la mía. El Dios de mi hijo le fue impuesto. El chico ha estado en poder de esos sacerdotes desde que nació. Quería brindarle la oportunidad de escoger una deidad más contemporánea: el dinero. Ahora lo tiene y descubrirá que le cuesta renunciar a él, al menos en su totalidad. Aunque siempre será un hombre rico, sólo el tiempo demostrará si seguirá siendo sacerdote.
Intuyo que no le contaré nada que no sepa sobre el asesinato. El anónimo que envié a sir Alred estaba destinado, por supuesto, a ocasionar problemas a Saint Anselm y a Sebastian Morell. No imaginaba que dicha carta conduciría al seminario al más distinguido de los detectives de Scotland Yard, pero su presencia, lejos de amedrentarme, supuso un reto más. Mi plan para atraer al archidiácono a la iglesia funcionó a la perfección; él ardía en deseos de ver la abominación que yo le había descrito. La lata de pintura negra y los pinceles estaban providencialmente a mano en el presbiterio y confieso que disfruté con la profanación de El juicio final. Es una pena que Crampton tuviese tan poco tiempo para contemplar mi obra de arte.
Supongo que aún le intrigarán las dos muertes por las que no me han procesado. La primera, la asfixia de Margaret Munroe, fue inevitable. Requirió poca planificación y el final fue fácil, casi natural. Era una mujer desdichada a quien seguramente le quedaba poco tiempo de vida, y sin embargo en ese tiempo podría haber hecho mucho daño. A ella le daba igual que su existencia llegase a su fin un día, un mes o un año antes de lo previsto. A mí sí me importaba. Había planeado que Raphael se enterase de la identidad de su padre sólo después de que el seminario hubiera cerrado y el escándalo del asesinato se hubiese aplacado. Desde luego, usted percibió muy pronto la esencia de mi plan. Me proponía matar a Crampton y al mismo tiempo dirigir las sospechas hacia el seminario sin proporcionar pruebas concluyentes contra mi persona. Deseaba que Saint Anselm cerrase lo antes posible, preferiblemente antes de que mi hijo se ordenase, y deseaba que su herencia estuviera intacta. Debo confesar que también disfruté con la perspectiva de que la carrera de Sebastian Morell desembocara en el fracaso, las sospechas y la ignominia. El se había asegurado de que la mía terminara de la misma manera.
Quizá le intrigue también la desgraciada muerte de Agatha Betterton, otra mujer desdichada. En ese caso me limité a aprovechar una oportunidad inesperada. Se equivocó al creer que se hallaba en lo alto de la escalera del sótano cuando llamé a la señora Crampton. No, entonces no me vio, aunque sí me vio la noche del asesinato, cuando fui a devolver la llave. Supongo que podría haberla matado allí y entonces, pero decidí esperar. Al fin y al cabo, todos la tachaban de loca. Incluso si me acusaba de estar en la casa después de medianoche, dudo que su palabra hubiera valido más que la mía. De hecho, el domingo por la tarde acudió a decirme que mi secreto estaba a salvo. Pese a que nunca fue una mujer coherente, me insinuó que ella jamás constituiría una amenaza para cualquiera que hubiese matado al archidiácono Crampton. Aun así, yo no podía correr ese riesgo. ¿Se da cuenta de que no le fue posible probar una sola de las dos muertes? El móvil no basta. Si esta confesión se usara contra mí, yo la negaría.
He aprendido algo sorprendente sobre el asesinato y sobre la violencia en general. Quizás usted ya lo sepa, Dalgliesh; después de todo es un experto en la materia. Yo, personalmente, lo encuentro interesante. El primer golpe fue un acto deliberado, no desprovisto de una natural aprensión y cierta repugnancia, y al mismo tiempo un ejercicio de fuerza de voluntad. Mi razonamiento era claro: necesito que este hombre muera y ésta es la mejor manera de matarlo. Había previsto asestarle un solo golpe, dos tal vez, pero después del primero el nivel de adrenalina aumenta vertiginosamente. La sed de sangre se apodera de uno. Continué pegándole sin ser consciente de ello. Dudo mucho que hubiese sido capaz de detenerme aunque usted hubiese aparecido en ese momento. Nuestro primitivo instinto asesino no emerge cuando contemplamos actos violentos, sino sólo cuando descargamos el primer golpe.
No he visto a mi hijo desde que me arrestaron. No quiere verme y sin duda es mejor así. He vivido sin afecto humano durante toda mi existencia y me resultaría incómodo sucumbir ahora a esos sentimientos.
La carta terminaba en este punto. Mientras la doblaba, Dalgliesh se preguntó cómo sobrellevaría Gregory una condena que duraría al menos diez años. Siempre que tuviera sus libros, era probable que sobreviviese. Pero ¿no estaría ahora mismo mirando por su ventana de barrotes, deseoso de oler el dulce perfume de ese día primaveral?
Puso el motor en marcha y tomó el camino directo al seminario. La puerta principal estaba abierta a la luz del sol, y Dalgliesh entró en el desierto vestíbulo. La lámpara continuaba encendida a los pies de la imagen de la Virgen, y en el aire se aspiraba aún un leve y eclesiástico aroma compuesto de incienso, cera para muebles y libros viejos. No obstante, le pareció que ya habían vaciado parcialmente la casa, que ahora aguardaba con serena resignación su inevitable final.
No oyó pasos, pero de repente intuyó una presencia. Alzó la vista y vio al padre Sebastian en lo alto de la escalera.
– Buenos días, Adam. Suba, por favor.
Dalgliesh advirtió que era la primera vez que el rector lo llamaba por su nombre de pila. Al entrar en el despacho, echó en falta algunas cosas: El Burne-Jones no colgaba ya encima de la chimenea y el aparador había desaparecido. También se había operado un cambio sutil en el padre Sebastian. Había abandonado su sotana y ahora llevaba un traje con alzacuello. Además, se le veía más viejo; la muerte se había cobrado su tributo. A pesar de todo, el semblante severo y apuesto, lejos de perder su autoridad y su confianza, había ganado algo: la controlada euforia del éxito. Le habían otorgado una cátedra universitaria prestigiosa y que sin duda él codiciaba. Dalgliesh le dio la enhorabuena.
– Gracias -respondió Morell-. Dicen que segundas partes no son buenas, pero espero por el bien de la universidad y por el mío propio que se demuestre lo contrario.
Se sentaron y conversaron durante unos minutos, en observancia de las reglas de cortesía. Aunque Morell no era propenso a sentirse a disgusto, Dalgliesh lo supuso resentido por la desagradable idea de que el hombre sentado frente a él había llegado a considerarlo sospechoso de asesinato, y dudaba que el rector olvidara algún día la vejación de la toma de huellas. Ahora, como por obligación, Morell puso al comisario al corriente de los cambios en Saint Anselm.
– Todos los estudiantes han encontrado plaza en otros seminarios. Los cuatro que usted conoció fueron aceptados en Cuddesdon o en Saint Stephen’s House, en Oxford.
– Entonces ¿Raphael sigue adelante con su ordenación?
– Desde luego. ¿Creía que abandonaría? -Hizo una pausa y añadió-: Raphael ha sido generoso, pero seguirá siendo rico.
Habló de los sacerdotes con brevedad pero también con mayor sinceridad de la que Dalgliesh esperaba. El padre Peregrine había aceptado un puesto de documentalista en una biblioteca de Roma, ciudad a la que estaba deseando volver. El padre John se establecería como capellán en un convento de los alrededores de Sacarborough. Dado que sus antecedentes como pederasta lo obligaban a comunicar cualquier cambio de dirección, creían que el convento sería un sitio tan seguro para él como Saint Anselm. Reprimiendo una sonrisa, Dalgliesh convino en que no podría haber hallado un empleo mejor. El padre Martin iba a comprar una casa en Norwich y los Pilbeam, que se irían a vivir con él, para cuidarlo, heredarían la propiedad cuando muriese. Si bien se había confirmado que Raphael tenía derecho a la herencia, su posición legal era complicada y había que decidir muchas cosas, entre ellas si la iglesia pasaría a formar parte de un conjunto de parroquias o si la cerrarían. El retablo y los cálices de plata estaban guardados en una cámara de seguridad. Raphael había decidido regalar a los Pilbeam y a Eric Surtees las casas que ocupaban. El edificio principal se había vendido, y en él se instalaría un centro residencial de meditación y medicina alternativa. Aunque el tono del padre Sebastian reflejó desprecio, Dalgliesh pensó que podría haber sido peor. Los cuatro sacerdotes y el personal permanecerían en el seminario temporalmente, a instancias de los albaceas, hasta que se entregara el edificio a los nuevos propietarios.
Cuando quedó claro que la conversación había concluido, Dalgliesh le entregó al padre Sebastian la carta de Gregory.
– Creo que tiene derecho a echar un vistazo a esto.
El sacerdote la leyó en silencio. Al fin la dobló y se la tendió a Dalgliesh.
– Gracias -le dijo-. Es increíble que un amante de la lengua y la literatura de una de las civilizaciones más grandes del mundo se rebaje a justificarse a sí mismo con razones tan siniestras como ésas. Dicen que los asesinos son siempre arrogantes, pero esta arrogancia es análoga a la del Satanás de Milton: «Que el mal sea mi bien.» Me pregunto cuándo habrá leído por última vez El paraíso perdido. El archidiácono Crampton acertó en una de las críticas que me hizo: debí ser más escrupuloso al seleccionar a la gente que trabajaba con nosotros. Tengo entendido que se quedará a pasar la noche.
– Sí, padre.
– Será un placer para todos nosotros. Espero que se encuentre cómodo.
El padre Sebastian no acompañó a Dalgliesh a Jerónimo, su antiguo apartamento, sino que llamó a la señora Pilbeam y le entregó la llave. La mujer, que se hallaba de un talante curiosamente locuaz, se cercioró de que al comisario no le faltase nada de lo que necesitaba. Parecía reacia a marcharse.
– Me imagino que el padre Sebastian le habrá contado las novedades. Aunque ni Reg ni yo somos muy amigos de la medicina alternativa, la gente que vino a ver la casa parecía inofensiva. Quieren que nosotros y Eric Surtees conservemos nuestros puestos. Eric está contento, pero Reg y yo somos demasiado viejos para estos cambios. Llevamos muchos años con los sacerdotes y nos costaría adaptarnos a unos desconocidos. El señor Raphael dice que somos libres de vender la casa, y quizá lo hagamos; así contaremos con unos ahorrillos para la vejez. ¿Le ha dicho el padre Martin que estamos pensando en irnos con él a Norwich? Ha encontrado una casa muy bonita, con un gran estudio para él y sitio de sobra para los tres. En fin, no podrá cuidarse solo con más de ochenta años, ¿verdad? Además, le hará bien ver un poco de mundo… y a nosotros también. ¿Le hace falta algo más, señor Dalgliesh? El padre Martin se alegrará mucho de verlo. Lo encontrará en la playa. El señor Raphael ha venido a pasar el fin de semana, al igual que la señorita Lavenham.
Dalgliesh aparcó el Jaguar detrás de la casa y echó a andar hacia la laguna. Reparó en que los cerdos de la casa San Juan, quizá más numerosos que antes, se paseaban a sus anchas por el campo. Por lo visto, hasta los animales habían percibido las novedades. Mientras los miraba, Eric Surtees salió de la casa con un cubo en la mano.
Dalgliesh enfiló el sendero del acantilado en dirección a la laguna. Desde lo alto de la escalera dominó por fin la playa en toda su extensión. Había tres figuras distantes entre sí, como si se hubieran alejado a propósito. Al norte vio a Emma Lavenham, sentada en un alto promontorio de piedras y con la cabeza inclinada sobre un libro. Raphael estaba sentado en el borde del espigón, balanceando las piernas y contemplando el mar. A una corta distancia, el padre Martin aparentaba estar encendiendo una fogata en la arena.
Al oír los pasos de Dalgliesh, el sacerdote se levantó con esfuerzo y esbozó la sonrisa que invariablemente le transformaba el semblante.
– Adam. Me alegro de que pudieras venir. ¿Has visto al padre Sebastian?
– Sí, y lo he felicitado por su cátedra.
– Es la que siempre había deseado -aseguró el padre Martin-, y sabía que quedaría vacante el próximo otoño. Claro que si Saint Anselm hubiera seguido abierto, ni siquiera se habría planteado la posibilidad de aceptarla.
Se inclinó otra vez y continuó con su tarea. Dalgliesh advirtió que había cavado un hoyo y se afanaba en construir una pequeña pared de piedras alrededor. Al lado había una bolsa de lona y una caja de cerillas. Dalgliesh se sentó, apoyándose sobre las manos y extendiendo los pies en la arena.
– ¿Eres feliz, Adam? -preguntó el sacerdote sin dejar su trabajo.
– Gozo de buena salud, un empleo que me gusta y comodidades; como bien y de vez en cuando me doy algún lujo si siento que lo necesito. Tengo mi poesía. Considerando la situación en que viven las tres cuartas partes de los pobres del mundo, ¿no cree que la infelicidad sería un vicio perverso?
– Casi diría que un pecado, o algo contra lo que hay que luchar. Si somos incapaces de adorar a Dios como merece, al menos deberíamos darle las gracias. Pero ¿te basta con esas cosas?
– ¿Se propone pronunciar un sermón, padre?
– Ni siquiera una homilía. Me gustaría que te casaras, Adam, o por lo menos que compartieses tu vida con alguien. Sé que tu mujer murió al dar a luz. Esa debe de ser una sombra constante en tu vida. Sin embargo, rehuir el amor no resulta posible ni deseable. Perdona si te parezco insensible e impertinente, pero es malo obsesionarse con el dolor por la pérdida de un ser querido.
– Ah, no es eso lo que me mantiene soltero, padre. No se trata de algo tan simple, natural y admirable. Es el egoísmo, el amor a mi intimidad, el miedo a que me lastimen pero también a responsabilizarme nuevamente de la felicidad de otra persona. Y no me diga que ese sufrimiento redundaría en beneficio de mi poesía. Ya lo sé. Veo suficiente sufrimiento en mi trabajo. -Hizo una pausa y agregó-: Es usted un mal casamentero. Ella no me aceptaría, ¿sabe? Soy demasiado mayor y demasiado reservado, me cuesta comprometerme y tengo las manos manchadas de sangre.
El padre Martin escogió una piedra lisa y redonda y la colocó con precisión. Parecía tan entretenido y contento como un niño.
– Además, seguramente hay alguien especial en Cambridge -añadió Dalgliesh.
– Para una mujer como ésa, seguro que sí. En Cambridge o en cualquier otra parte. Eso significa que tendrías que tomarte molestias y exponerte a un rechazo. Sería un buen cambio para ti. En fin, buena suerte, Adam.
Esas palabras sonaron como una despedida. Dalgliesh se puso en pie y miró a Emma, que también se había levantado y caminaba hacia el mar. Se hallaban a cincuenta metros de distancia. «Esperaré -se dijo-, y si ella viene hacia mí, pensaré que significa algo, aunque sólo lo haga para saludar.» De repente esa idea se le antojó cobarde y poco caballerosa. Tenía que tomar la iniciativa. Se acercó a la orilla. Aún llevaba en la cartera el papel con los seis versos. Lo sacó, lo rasgó en trozos pequeños que arrojó a una ola que se aproximaba y los observó mientras desaparecían en la movediza línea de espuma. Se volvió hacia Emma pero, cuando se disponía a moverse, se percató de que ella también había girado sobre sus talones y caminaba a su encuentro por la franja de arena seca que separaba las piedras del agua. Cuando la mujer llegó a su lado, guardaron un silencio durante unos instantes, contemplando el mar.
Las palabras de Emma lo sorprendieron:
– ¿Quién es Sadie?
– ¿Por qué lo pregunta?
– Cuando recuperó el conocimiento, fue obvio que deseaba que ella estuviera con usted.
Dios, pensó él, debía de ofrecer un aspecto espantoso: medio desnudo, sangrando, cubierto de arena, escupiendo sangre y agua, sacudido por las arcadas.
– Sadie era encantadora. Ella me enseñó que aunque la poesía es una pasión, no hay razón para que lo abarque todo en la vida. Era una chica muy lista para sus quince años y medio.
Alcanzó a oír lo que tomó por una risita de satisfacción antes de que se la llevara una súbita brisa. Resultaba ridículo que se sintiese tan inseguro a su edad. Se debatía entre la rabia por sucumbir a una humillante emoción adolescente y el placer perverso de saber que era capaz de experimentar un sentimiento tan intenso. Y ahora tenía que hablar. Aunque sus palabras también sonaron débiles en el viento, él se dio perfecta cuenta de que eran banales e inapropiadas.
– Me gustaría mucho volver a verla -dijo-, si es que la idea no le repugna. He pensado…, o deseado…, que podríamos conocernos mejor.
«Parezco un dentista concertando su próxima cita con una paciente», pensó. Pero entonces alzó la mirada hacia Emma y lo que vio en su cara le despertó deseos de gritar de alegría.
– Hay un excelente servicio de trenes entre Cambridge y Londres -respondió ella con seriedad-. En ambas direcciones.
El padre Martin, que había terminado de preparar su hoguera, extrajo de la bolsa de lona una hoja de periódico y la metió en el hueco. Colocó el papiro de san Anselmo encima y encendió una cerilla. El papel prendió de inmediato, y las llamas se abalanzaron sobre el papiro como si éste fuera su presa. Por un instante reinó un calor intenso, y el sacerdote retrocedió unos pasos. Vio que Raphael se había acercado y observaba la escena en silencio.
– ¿Qué está quemando, padre? -inquirió éste.
– Un escrito que ya ha tentado a alguien a pecar y que podría tentar a otros. Es hora de que desaparezca.
Al cabo de un silencio, Raphael dijo:
– No seré un mal sacerdote, padre.
El padre Martin, el menos efusivo de los hombres, le posó una mano sobre el hombro.
– No -convino-. Creo que serás bueno.
Luego contemplaron en silencio el fuego que se consumía y una última y frágil voluta de humo blanco que flotaba hacia el mar.