Ruby Pilbeam no necesitaba un despertador. Hacía dieciocho años que se despertaba a las seis en punto, tanto en invierno como en verano. Y así lo hizo el lunes, poco antes de extender el brazo para encender la luz de la mesilla. Reg se rebulló, apartó las mantas y comenzó a acercarse al borde de la cama. Ruby percibió el cálido aroma de su cuerpo, que siempre la reconfortaba. Se preguntó si unos segundos antes su marido había estado dormido o sólo quieto, aguardando a que ella se moviera. Ambos se habían limitado a dormitar durante breves períodos a lo largo de la noche y a las tres se habían levantado y bajado a la cocina para tomar una taza de té y esperar el amanecer. Por suerte el cansancio había acabado por imponerse sobre la inquietud y el horror, y a las cuatro habían vuelto a la cama. Se habían sumido en un sueño entrecortado e intranquilo, pero al menos habían descansado un poco.
Los dos habían pasado un domingo muy ajetreado, y sólo esa frenética actividad había conseguido dar visos de normalidad al día. La noche anterior, sentados muy juntos a la mesa de la cocina, habían hablado en susurros del asesinato, como si las pequeñas y acogedoras habitaciones de San Marcos estuviesen llenas de oyentes indiscretos. La conversación había estado salpicada de sospechas no expresadas, frases entrecortadas e incómodos silencios. El mero hecho de afirmar que resultaba absurdo pensar que alguien de Saint Anselm era un asesino habría implicado establecer una desleal asociación entre el lugar y el hecho; pronunciar un nombre, aunque sólo fuese para exculparlo, habría equivalido a aceptar la idea de que algún residente del seminario era capaz de perpetrar semejante barbaridad.
No obstante, habían llegado a elaborar dos teorías, ambas alentadoras y verosímiles. Antes de regresar a la cama, habían repetido mentalmente las historias como si de un mantra se tratase: alguien había robado las llaves de la iglesia, una persona que había visitado Saint Anselm quizá varios meses antes y sabía dónde las guardaban, así como que el despacho de la señorita Ramsey siempre estaba abierto. Ese mismo individuo había concertado una cita con el archidiácono Crampton antes del sábado. ¿Por qué en la iglesia? ¿Acaso había un lugar mejor? No habrían podido reunirse en el apartamento de huéspedes sin riesgos, y no había sitios recónditos en el campo. Cabía la posibilidad de que el propio archidiácono hubiese agarrado las llaves y abierto la iglesia para su visitante. Después habían sobrevenido los hechos: la llegada, la discusión, la furia asesina. Tal vez el visitante hubiera planeado el crimen y llegado con un arma: una pistola, una porra o un puñal. Si bien no les habían dicho cómo lo habían matado, ambos habían visto en su imaginación el brillo y la acometida de la hoja de un cuchillo. Y luego la huida: el individuo trepando por encima de la verja, tal como había entrado. La segunda teoría era aún más creíble y tranquilizadora: el archidiácono había tomado prestadas las llaves y había entrado en la iglesia por motivos personales. El intruso acudió allí para robar el retablo o los cálices de plata. Crampton lo había sorprendido y el asustado ladrón lo había atacado. Tras convencerse de que esta explicación era perfectamente racional, ni Ruby ni su marido habían vuelto a mencionar el asesinato.
Ruby solía ir sola al seminario. El desayuno no se servía hasta las ocho, después del oficio matutino, pero a ella le gustaba planificar su jornada. El padre Sebastian lo tomaba en la salita de su apartamento, y ella debía poner la mesa con todos los alimentos de costumbre: zumo de naranja natural, café y dos tostadas con mermelada casera. A las ocho y media llegaban de Reydon las asistentas, las señoras Bardwell y Stacey, en el viejo Ford del señor Bardwell. Sin embargo, hoy no acudirían. El padre Sebastian les había telefoneado para pedirles que no regresaran hasta dentro de dos días. Ruby se preguntaba qué excusa habría alegado, pero no se atrevía a plantearlo. Aunque ella y Reg se verían obligados a trabajar más de la cuenta, Ruby se alegró de saber que estaría a salvo de las especulaciones, las exclamaciones de horror y la inagotable curiosidad de las asistentas. Se percató de que un asesinato podía llegar a resultar casi divertido para las personas que no conocían a la víctima ni eran sospechosas. Elsie Bardwell lo habría encontrado particularmente emocionante.
Reg acostumbraba a ir al seminario después de las seis y media, pero ese día salieron juntos de San Marcos. Aunque él no le comentara la razón, ella supo por qué. Saint Anselm no era ya un lugar seguro y sagrado. Reg alumbró con su potente linterna el sendero que conducía a la verja del claustro oeste. Pese a que la tenue luz del amanecer comenzaba a extenderse por el campo, Ruby tuvo la impresión de que avanzaba en medio de una oscuridad impenetrable. Su marido apuntó a la verja con la linterna para localizar la cerradura. Al otro lado, las débiles lámparas de los claustros alumbraban las delgadas columnas y proyectaban sombras sobre los caminos de piedra. El claustro norte seguía precintado, y la mitad del suelo estaba libre de hojas. El tronco del castaño de Indias se alzaba, negro e inmóvil, sobre un maremágnum de papeles. Cuando el haz de la linterna pasó fugazmente sobre la fucsia de la pared este, las rojas flores resplandecieron como gotas de sangre. En el pasillo que separaba su salita de la cocina, Ruby alzó la mano para pulsar el interruptor. No obstante, la oscuridad no era absoluta. Unos pasos más allá había un rayo de luz procedente del sótano.
– Es extraño, Reg -comentó-. La puerta del sótano está abierta. Alguien se ha levantado temprano. ¿Anoche comprobaste que estuviese cerrada?
– Claro que sí -respondió él-. ¿Crees que la dejaría abierta?
Caminaron hasta lo alto de la escalera de piedra, brillantemente iluminada y provista de barandillas de madera. Al pie de los escalones, claramente visible bajo las potentes lámparas, yacía el cuerpo de una mujer.
Ruby profirió un grito estridente.
– ¡Ay, Dios! ¡Reg! Es la señorita Betterton.
Reg la apartó.
– Quédate aquí, cariño -dijo.
Ella oyó los rápidos pasos de su marido sobre los peldaños de piedra, titubeó sólo por un segundo y lo siguió, agarrándose con las dos manos a la barandilla izquierda. Los dos se arrodillaron junto al cuerpo.
La mujer estaba boca arriba, con la cabeza vuelta hacia el último escalón. En la frente presentaba un solo tajo cubierto de sangre seca. Llevaba una descolorida bata de lanilla con estampado de cachemir y debajo un camisón blanco de algodón. Por el costado de la cabeza asomaba una trenza de fino pelo gris, sujeta por la encrespada punta con una goma retorcida. Los ojos, fijos en lo alto de la escalera, estaban abiertos y sin vida.
– ¡Oh, no! ¡Dios santo! -musitó Ruby-. Pobrecilla, pobrecilla.
Puso un brazo encima del cuerpo en un instintivo gesto protector, aunque enseguida comprendió que era inútil. Percibió el acre olor de la vejez indolente en el cabello y la bata y se preguntó si eso sería lo único que quedaría de la señorita Betterton cuando todo lo demás hubiera desaparecido. Embargada por una infructuosa compasión, retiró el brazo. Si la señorita Betterton rehuía el contacto físico en vida, ¿por qué imponérselo ahora que estaba muerta?
– Está muerta -aseveró Reg, levantándose lentamente-. Muerta y fría. Parece que se desnucó. No podemos hacer nada por ella. Más vale que vayas a avisar al padre Sebastian.
La tarea de despertar al padre Sebastian, de buscar las palabras adecuadas y reunir el valor para decirlas, horrorizó a Ruby. Hubiera preferido que Reg le comunicase la noticia, pero eso habría significado quedarse sola con el cadáver, perspectiva que la asustaba aún más. La cavidad del sótano se extendía hasta perderse en amplias zonas negras donde acechaban peligros imaginarios. Si bien no era una mujer fantasiosa, ahora la invadió la sensación de que el familiar mundo de rutina, trabajo diligente y amor se desvanecía ante sus ojos. Sabía que bastaba con que Reg extendiese un brazo para que el sótano, con sus paredes encaladas y sus estanterías repletas de botellas, se convirtiese en el lugar conocido e inofensivo adonde ella y el padre Sebastian bajaban para escoger los vinos de la cena. Sin embargo, Reg no extendió el brazo. Todo debía quedar tal como lo habían encontrado.
Cada paso se le antojó titánico mientras ascendía los escalones con unas piernas que de pronto se habían vuelto demasiado débiles para soportar su peso. Encendió todas las luces del pasillo y se tomó unos segundos para armarse de valor antes de subir los dos tramos de escalera que conducían al apartamento del padre Sebastian. Su primer golpe en la puerta fue demasiado indeciso, de manera que llamó de nuevo, con más fuerza. El padre Sebastian abrió con desconcertante brusquedad y la miró. Ella nunca lo había visto en bata y por un momento, desorientada por la impresión, le pareció que se hallaba ante un extraño. La visión de la señora Pilbeam debió de desconcertarlo también a él, pues tendió una mano para tranquilizarla y la hizo pasar a la habitación.
– Es la señorita Betterton, padre. Reg y yo la hemos encontrado al pie de la escalera del sótano. Me temo que está muerta.
Le sorprendió que su voz sonara tan serena. Sin hablar, el padre Sebastian la tomó del brazo y bajó con ella. Al llegar a las escaleras del sótano, Ruby se detuvo junto a la puerta, observando al sacerdote mientras bajaba, le decía unas palabras a Reg y se hincaba junto al cuerpo.
Al cabo de un momento el padre se irguió y se dirigió al hombre con el sereno y autoritario tono de costumbre.
– Los dos han sufrido una fuerte experiencia. Sería conveniente que continuasen discretamente con las actividades habituales. El comisario Dalgliesh y yo nos encargaremos de todo lo necesario. Sólo el trabajo y la oración nos permitirán superar estos terribles momentos.
Reg subió la escalera para reunirse con Ruby, y entraron en la cocina en silencio.
– Me imagino que querrán desayunar como de costumbre -murmuró Ruby.
– Desde luego, cariño. No pueden empezar el día con el estómago vacío. Ya has oído al padre Sebastian; ha dicho que continuemos discretamente con las actividades habituales.
Ruby lo miró con ojos tristes.
– Ha sido un accidente, ¿no?
– Por supuesto. Podría haber ocurrido en cualquier momento. Pobre padre John. Esto lo destrozará.
Ruby no estaba tan segura. Supondría un golpe, claro, las muertes súbitas siempre lo eran. No obstante, saltaba a la vista que no debía de ser fácil convivir con la señorita Betterton. Con el corazón encogido, se puso el delantal y comenzó a preparar el desayuno.
El padre Sebastian fue a su despacho y llamó a Dalgliesh a Jerónimo. La respuesta fue tan rápida que dedujo que el comisario ya estaba levantado. Le comunicó la noticia y al cabo de cinco minutos se encontraron junto al cuerpo. El rector observó a Dalgliesh mientras éste se inclinaba, tocaba la cara de la señorita Betterton con manos expertas, se ponía en pie y la escrutaba desde arriba con muda concentración.
– Hay que decírselo al padre John, desde luego. Es mi responsabilidad. Supongo que todavía duerme, pero debo verlo antes de que baje para los maitines. Esto le afectará mucho. Aunque no era una mujer de trato fácil, no tenían otros parientes y estaban muy unidos. -Sin embargo, no hizo ademán de marcharse y preguntó-: ¿Cuándo cree que sucedió?
– A juzgar por el rigor mortis, yo diría que lleva unas siete horas muerta. El forense lo averiguará con mayor precisión. No basta con un examen superficial. Naturalmente, tendrán que practicarle la autopsia.
– Entonces murió después de las completas, probablemente a medianoche. En tal caso, debió de cruzar el vestíbulo con gran sigilo. En realidad siempre lo hacía. Se movía como una sombra. -Calló por unos instantes y agregó-: No quiero que su hermano la vea aquí y en ese estado. Podríamos llevarla a su habitación, ¿no? Ya sé que no era una mujer religiosa. Debemos respetar sus convicciones. No querría que la velaran en la iglesia, aunque estuviera abierta, ni en el oratorio.
– Conviene que permanezca donde está hasta que el forense la examine -señaló Dalgliesh-. Hemos de tratar este caso como una muerte sospechosa.
– Al menos deberíamos taparla. Iré a buscar una sábana.
– Sí -asintió Dalgliesh-, por supuesto. -Cuando el rector se volvió hacia la escalera, preguntó-: ¿Tiene idea de lo que estaba haciendo aquí, padre?
El padre Sebastian dio media vuelta y vaciló por un momento.
– Me temo que sí -dijo al fin-. La señorita Betterton bajaba a buscar una botella de vino con regularidad. Todos los sacerdotes lo sabían y supongo que los seminaristas y el personal lo sospechaban. Sólo se llevaba un par de botellas por semana, y nunca era del bueno. Desde luego, yo le planteé el problema al padre John con el mayor tacto posible. Decidimos no tomar medidas a menos que el asunto se nos escapase de las manos. El padre John solía pagar el vino, o al menos las botellas que encontraba. Por supuesto, éramos conscientes del riesgo que entrañaba una escalera tan empinada como ésta para una anciana. Por eso instalamos luces potentes y cambiamos el pasamanos de soga por barandillas de madera.
– De manera que al descubrir los hurtos, pusieron un pasamanos seguro para facilitarlos y evitar que ella se rompiese el cuello.
– ¿Le cuesta entenderlo, comisario?
– No, dadas sus prioridades, supongo que no.
Siguió con la vista al padre Sebastian mientras subía la escalera con paso firme y desaparecía, cerrando la puerta a su espalda. Era obvio que la mujer se había desnucado. Llevaba un par de estrechas zapatillas de piel, y Dalgliesh había notado que la punta de la suela derecha estaba despegada. La escalera estaba perfectamente iluminada y el interruptor se encontraba a menos de sesenta centímetros del primer escalón. Puesto que la luz debía de estar encendida cuando había comenzado a bajar, no había tropezado en la oscuridad. Por otra parte, si hubiese resbalado en el primer escalón ¿no habría quedado sobre la escalera, ya fuese boca abajo o de espaldas? En el tercer peldaño desde abajo Dalgliesh había detectado algo que semejaba una pequeña mancha de sangre. Por la posición del cuerpo parecía que había caído, se había golpeado la cabeza en el escalón de piedra y había dado una voltereta. Claro que era difícil que hubiese salido despedida con semejante fuerza, a menos que hubiese llegado a la escalera corriendo a toda velocidad, hipótesis a todas luces absurda. Pero ¿y si la hubiesen empujado? Le asaltó una deprimente y sobrecogedora sensación de impotencia. Si aquello era un asesinato, ¿cómo iba a conseguir demostrarlo con aquella suela levantada? La muerte de Margaret Munroe se había certificado como natural. Habían incinerado el cuerpo y esparcido o enterrado las cenizas. ¿Y esta nueva muerte beneficiaría al asesino del archidiácono Crampton?
No obstante, era hora de que se hicieran cargo los expertos. Mark Ayling acudiría a lo que bien podía ser un segundo escenario del crimen para determinar la hora de la muerte y curiosear alrededor del cadáver como un depredador. Nobby Clark y su equipo bajarían al sótano a buscar pruebas que difícilmente encontrarían. Si Agatha Betterton había visto u oído algo, si poseía una información que había transmitido imprudentemente a la persona equivocada, Dalgliesh jamás se enteraría.
Esperó hasta que el padre Sebastian regresó con una sábana y cubrió el cuerpo con reverencia; luego los dos subieron por la escalera. El rector apagó la luz y echó el cerrojo situado en lo alto de la puerta del sótano.
Mark Ayling llegó con la rapidez de costumbre y más barullo del habitual.
– Quería traer conmigo el informe de la autopsia de Crampton, pero lo están pasando a máquina -le dijo a Dalgliesh, caminando ruidosamente por el vestíbulo-. No hemos descubierto nada sorprendente. Muerte por múltiples golpes en la cabeza, asestados con un arma pesada de bordes afilados; el candelero, por ejemplo. Casi con seguridad lo mató el segundo impacto. Aparte de eso, era un hombre sano de mediana edad que habría llegado sin problemas a la jubilación.
Se enfundó los guantes de goma antes de empezar a bajar con prudencia por la escalera del sótano, pero esta vez no se molestó en ponerse el delantal de trabajo, y el examen del cuerpo, aunque riguroso, le llevó poco tiempo.
Al final se levantó.
– Murió hace unas seis horas -dictaminó-. Causa de la muerte: fractura del cuello. Bueno, no necesitaba llamarme para saber eso. Se precipitó con fuerza por la escalera, se golpeó la frente en el tercer escalón contando desde abajo y cayó de espaldas. Supongo que se hará la pregunta de costumbre: ¿tropezó o la empujaron?
– Pensaba preguntárselo a usted.
– Todo parece indicar que la empujaron, aunque necesitará algo más que una primera impresión. Yo no lo juraría ante un tribunal. La escalera es muy empinada. Podrían haberla diseñado adrede para matar ancianas. Debido a la inclinación, es perfectamente posible que no tocase los escalones hasta que se golpeó la frente, cerca del pie de la escalera. Debo decir que es tan probable que se trate de una muerte accidental como de un asesinato. Pero ¿a qué obedecen sus sospechas? ¿Cree que vio algo el sábado por la noche? ¿Y para qué quería bajar al sótano?
– Había adquirido el hábito de pasearse por las noches -contestó Dalgliesh con cautela.
– Buscaba vino, ¿eh?
Dalgliesh guardó silencio. El forense cerró su maletín y dijo:
– Enviaré una ambulancia -dijo el forense cerrando su maletín- y le haré la autopsia lo antes posible, pero dudo que pueda decirle algo que no sepa ya. Parece que la muerte lo persigue, ¿no? Acepto un puesto de forense mientras Colby Brooksbank se va a Nueva York para asistir a la boda de su hijo y me llaman para certificar más muertes violentas de las que normalmente veo en seis meses. ¿Lo han telefoneado de la oficina del juez de instrucción para darle la fecha de la vista de Crampton?
– Todavía no.
– Lo harán. A mí ya me han llamado.
Echó un último vistazo al cadáver.
– Pobre mujer -comentó con sorprendente dulzura-. Por lo menos fue rápido. Dos segundos de terror y luego nada. Seguro que habría preferido morir en la cama, aunque, por otro lado, ¿quién no?
Dalgliesh no había estimado necesario cancelar la visita de Kate a Ashcombe House, y a las nueve en punto ella y Robbins se pusieron en camino. Hacía un frío intenso, y la primera luz había avanzado, rosada como sangre diluida, sobre la gris superficie del mar. Caía una llovizna fina y el aire tenía un sabor acre. Detrás de los limpiaparabrisas que enturbiaban y luego despejaban el cristal, Kate contempló un paisaje despojado de color en el que incluso los lejanos campos de remolacha habían perdido su verdor. Se esforzó por reprimir el resentimiento que albergaba porque la habían escogido para una tarea que le parecía una pérdida de tiempo. Aunque Dalgliesh rara vez admitía que se dejara llevar por un pálpito, ella sabía por experiencia que la corazonada de un policía a menudo se basa en la realidad: una palabra, una mirada, una coincidencia o algo aparentemente insignificante y ajeno a la investigación arraiga en el subconsciente y aflora en forma de una vaga sensación de malestar. A menudo queda en nada, en ocasiones, sin embargo, proporciona una pista vital, de modo que sería imprudente pasarla por alto. No le gustaba abandonar el escenario del crimen mientras Piers se quedaba allí, pero el trabajo ofrecía sus compensaciones. Estaba conduciendo el Jaguar de Dalgliesh y ésa era una satisfacción que iba más allá de su aprecio por el coche.
Además, no lamentaba del todo tomarse un descanso de Saint Anselm. Nunca se había sentido tan fuera de lugar física y psíquicamente durante una investigación de asesinato. El seminario era un sitio demasiado masculino, aislado e incluso claustrofóbico. Los sacerdotes y los seminaristas se habían mostrado invariablemente corteses, pero su cortesía resultaba irritante. Para ellos era una mujer, no un funcionario de la policía. Y Kate creía que ésa era una batalla que ya había ganado. También le fastidiaba la sensación de que ellos poseían un conocimiento secreto, una misteriosa autoridad que sutilmente eclipsaba la suya. Se preguntó si a Dalgliesh y Piers les ocurriría lo mismo. Lo dudaba, porque eran hombres y Saint Anselm, pese a su aparente mansedumbre, era un mundo descaradamente masculino y, por añadidura, académico, otra razón para que Dalgliesh y Piers se encontrasen cómodos. Experimentó una punzada de antigua inseguridad social e intelectual. Creía haber superado ese problema, o al menos que había conseguido dominarlo. Resultaba humillante que menos de media docena de hombres con sotana desenterrasen estos viejos complejos. Sintió auténtico alivio cuando giró hacia el oeste por el camino de montaña y el pulso del mar se desvaneció gradualmente. Había latido en sus oídos durante demasiado tiempo.
Habría preferido que la acompañase Piers; al menos habrían hablado del caso en igualdad de condiciones, discutido y peleado con mayor espontaneidad de la que convenía demostrar ante un inferior. Además, el sargento Robbins comenzaba a ponerla de mal humor; siempre le había parecido demasiado perfecto para ser real. Echó varias ojeadas a su afilado perfil juvenil y los grises ojos fijos durante el trayecto y se preguntó una vez más por qué había decidido ser policía. Quizá fuese por vocación, como en su caso. Kate había buscado una profesión que le permitiera sentirse útil y en la que la falta de un título universitario no se considerase una desventaja; un empleo que le proporcionara estímulos, emociones y variedad. Para ella el cuerpo de policía había representado un medio para dejar atrás la miseria de su infancia y el olor a orín de las escaleras de los bloques de apartamentos Ellison Fairweather. El servicio le había brindado muchas cosas, incluido el piso con vistas al Támesis que todavía le parecía un sueño hecho realidad. A cambio, ella había ofrecido una lealtad y una devoción que a veces la asombraban. Para Robbins, que en su tiempo libre ejercía de predicador seglar, quizá servir a su Dios protestante fuera una vocación. Se preguntó si sus creencias diferían de las del padre Sebastian y, en tal caso, hasta qué punto y por qué, pero éste no era el momento oportuno para mantener una discusión teológica. ¿De qué serviría? En su clase del colegio había niños de trece nacionalidades y casi igual número de religiones. A su juicio, ninguna albergaba una filosofía coherente. Era capaz de vivir sin un dios, aunque no estaba segura de poder vivir sin su trabajo.
La clínica estaba en un pueblo situado al sureste de Norwich.
– No correremos el riesgo de quedarnos atascados en el tráfico de la ciudad. Busca la salida de Bramerton a tu derecha.
Al cabo de cinco minutos habían salido de la A146 y avanzaban más despacio entre unos setos ralos, detrás de los cuales las idénticas casas de techo rojo proclamaban la expansión de los suburbios sobre los verdes campos.
– Mi madre murió en una clínica para enfermos terminales hace dos años -musitó Robbins-. Lo normal: cáncer.
– Lo siento. Esta visita no te será fácil.
– Estoy bien. A mamá la trataron de maravilla en la clínica. Y a nosotros también.
– De todas maneras es posible que el lugar te traiga recuerdos dolorosos -señaló Kate, sin desviar la vista de la carretera.
– Lo doloroso fue lo que sufrió mamá antes de entrar en la clínica. -Después de una larga pausa, añadió-: Henry James llamaba a la muerte «ese algo distinguido».
«Ay, Dios -pensó Kate-. Primero Dalgliesh con su poesía, luego Piers con sus conocimientos sobre Richard Hooker, ¡y ahora resulta que Robbins lee a Henry James! ¿Por qué nunca me envían a un sargento cuya idea de un reto literario consista en tragarse una novela de Jeffrey Archer?»
– Tuve un novio, un bibliotecario, que quiso enseñarme a apreciar a Henry James -dijo-. Cuando llegaba al final de una frase, había olvidado cómo comenzaba. ¿Recuerdas esa crítica de que algunos escritores pegan bocados más grandes de lo que son capaces de masticar? Pues Henry James mastica más de lo que muerde.
– Yo sólo he leído Otra vuelta de tuerca -repuso Robbins-, y eso después de ver la película por televisión. Leí esa cita en algún sitio y se me quedó grabada.
– Suena bien, pero falta a la verdad. La muerte es como el nacimiento, dolorosa, sucia y poco digna. Al menos la mayor parte de las veces.
«Quizá sea mejor así -pensó-. Nos recuerda que somos animales. Tal vez nos iría mejor si intentáramos comportarnos como buenos animales en lugar de como dioses.»
Permanecieron un buen rato callados.
– La muerte de mamá no fue poco digna -replicó Robbins entonces.
«Bueno, qué suerte», pensó Kate.
Encontraron la clínica sin dificultad. Se hallaba a las afueras del pueblo, en la misma parcela que una sólida casa de ladrillo. Un cartel les indicó el camino al aparcamiento, a la derecha de la casa. Detrás se alzaba la clínica, un moderno edificio de una sola planta y con jardín delantero, donde dos arriates circulares con una variedad de arbustos perennes y brezos componían una osada exhibición de verdes, púrpuras y dorados.
La zona de recepción provocaba una inmediata impresión de luz, flores y diligencia. Había dos personas ante el mostrador: una mujer que llevaba a cabo gestiones para sacar a su marido a dar un paseo en coche al día siguiente y un sacerdote, que aguardaba con paciencia. Alguien pasó empujando el cochecito de una niña pequeña, con su calva cabeza ridículamente adornada con un lazo rojo. La pequeña se volvió y observó a Kate sin curiosidad. Otra niña, acompañada por una mujer que obviamente era su madre, entró con un perrito en las manos.
– Hemos traído a Trixie para que vea a la abuela -gritó y se echó a reír mientras el cachorro le lamía la oreja.
Una enfermera con delantal rosado y una tarjeta de identificación en el pecho cruzó el vestíbulo sosteniendo a un hombre escuálido. Los visitantes entraban con flores y bolsas, saludando con alegría al personal. Kate esperaba toparse con una atmósfera de calma reverencial, no este intenso trajín ni un edificio funcional que cobraba vida con las idas y venidas de gente que se comportaba como en su casa.
Cuando la mujer de cabello sano y sin uniforme que atendía en la recepción se volvió hacia ellos, miró la placa de Kate como si la llegada de dos miembros de la Policía Metropolitana constituyera un hecho rutinario.
– Ha llamado antes, ¿verdad? -dijo-. La señorita Whetstone, la supervisora, les recibirá. Su oficina está por ahí; sigan todo recto.
La señorita Whetstone los aguardaba a la puerta. O bien estaba acostumbrada a que sus visitas llegasen puntualmente, o poseía un oído extraordinariamente agudo y se había enterado de su llegada. Los hizo pasar al despacho, donde las paredes eran en sus tres cuartas partes de cristal. Situado en el centro del hospital, daba a dos pasillos que se prolongaban hacia el norte y el sur. Desde la ventana este se abarcaba un jardín que a Kate le pareció más institucional que la propia clínica. Contempló el cuidado césped, los bancos de madera situados a intervalos regulares a lo largo de los senderos de piedra y unos arriates escrupulosamente espaciados, donde los prietos pimpollos de rosa ponían una nota de color entre los desnudos arbustos.
La señorita Whetstone les señaló un par de sillas, se sentó detrás del escritorio y les dedicó la alentadora sonrisa de una maestra de escuela que recibe a unos alumnos poco prometedores. Era una mujer baja, de busto grande y grueso cabello, cuyo flequillo recortado caía sobre unos ojos que, según intuyó Kate, no dejaban escapar nada aunque juzgaban con deliberada caridad. Llevaba un uniforme de color azul claro, un cinturón con la hebilla plateada y un distintivo prendido a la pechera. Pese a la atmósfera de informalidad, saltaba a la vista que Ashcombe House creía en las jerarquías y en las ventajas de contar con una supervisora a la vieja usanza.
– Estamos investigando la muerte de un estudiante del seminario de Saint Anselm -explicó Kate-. Margaret Munroe, que fue enfermera aquí antes de irse al seminario, fue quien encontró el cuerpo. No hay nada que sugiera que estuvo involucrada en la muerte del joven, pero dejó un diario en el que describe en detalle el descubrimiento del cadáver. En una anotación posterior, menciona que la tragedia le recordó algo sucedido doce años antes. Por lo visto, era un asunto que le preocupaba. Nos gustaría averiguar de qué se trataba. Puesto que hace doce años trabajaba aquí, cabe la posibilidad de que fuese algo que ocurrió en este lugar: alguien a quien conoció o un paciente al que cuidaba. Nos preguntábamos si nos autorizaría a echar un vistazo en sus archivos, o si sería posible hablar con algún miembro del personal que la conociera.
Kate había ensayado mentalmente su discurso durante el viaje, seleccionando, descartando o sopesando cada palabra o frase que se le ocurría. Deseaba aclarar la situación tanto para sí misma como para la señorita Whetstone. Antes de salir había estado a punto de preguntarle a Dalgliesh qué debía buscar exactamente, pero no había querido manifestar confusión, ignorancia o disgusto por la tarea.
Como si hubiese intuido lo que pensaba, Dalgliesh había dicho:
– Hace doce años sucedió algo importante. En ese entonces Margaret Munroe era enfermera en Ashcombe House. Y hace doce años, el 30 de abril de 1988, Clara Arbuthnot murió en esa clínica. Los hechos podrían guardar relación entre sí o no. La envío en una misión que semeja más a una excursión de pesca que a una investigación propiamente dicha.
– Comprendo que quizás exista una conexión entre la muerte de Ronald Treeves, comoquiera que sucediese, y la de la señora Munroe -comentó Kate-. Lo que aún no entiendo es qué vínculo hay entre esos acontecimientos y el asesinato del archidiácono.
– Tampoco yo, Kate, pero tengo el pálpito de que las tres muertes están relacionadas. Aunque tal vez no directamente, sí de alguna manera. También es posible que a Margaret Munroe la asesinaran. En tal caso, su muerte estaría ligada a la de Crampton. Dudo que haya dos asesinos sueltos en Saint Anselm.
En su momento, esa explicación le había parecido verosímil. Ahora, al terminar su breve y preparado discurso, la asaltaron de nuevo las dudas. ¿Se había excedido al ensayar su perorata? ¿Habría debido confiar en su inspiración? La mirada clara y escéptica de la señorita Whetstone no la ayudó a despejarlas.
– Veamos si he entendido bien, inspectora. Margaret Munroe murió recientemente de un ataque al corazón, dejando un diario en el que menciona un importante hecho de su vida sucedido hace doce años. Ahora usted desea saber de qué se trataba porque lo asocia con cierta investigación policial. Dado que ella trabajaba aquí hace doce años, sugiere que ese hecho podría tener algo que ver con la clínica. Espera encontrar algún dato útil en nuestros archivos o hablar con alguien que la conociera y recordase incidentes de hace doce años.
– Ya sé que es una posibilidad remota -reconoció Kate-, pero la anotación está en su diario y debemos seguirle la pista.
– En conexión con un joven que apareció muerto. ¿Fue una muerte provocada?
– No hay indicios de ello, señorita Whetstone.
– Sin embargo, en Saint Anselm se produjo una muerte más reciente. Las noticias vuelan por aquí. Alguien asesinó al archidiácono Crampton. ¿Esta visita está relacionada con ese caso?
– No tenemos motivos para pensarlo. Nuestro interés por el diario surgió antes de la muerte del archidiácono.
– Ya veo. Bien, es nuestra obligación colaborar con la policía y no voy a negarme a que examinen el expediente de la señora Munroe ni a transmitirles cualquier información que pueda ayudarles, siempre y cuando considere que a ella no le molestaría si viviera. No creo que encuentren nada relevante. En Ashcombe House suceden a diario acontecimientos importantes, entre ellos la muerte y el consiguiente dolor de los deudos.
– De acuerdo con nuestros datos, una paciente de ustedes, la señorita Clara Arbuthnot, murió aquí un mes antes de que la señora Munroe se incorporase a la plantilla -dijo Kate-. Nos gustaría comprobar las fechas. Queremos saber si por casualidad las dos mujeres se conocieron.
– Eso es poco probable, a menos que ocurriera fuera de la clínica. Sin embargo, les confirmaré las fechas. Como es lógico, ahora todos nuestros archivos están informatizados, pero no hemos introducido datos de hace doce años. Sólo guardamos los expedientes del personal por si otra persona que desee contratarlo nos pide referencias. Tal vez haya información en el historial médico de la señorita Arbuthnot que yo considero confidencial. Comprenderá que no debo enseñárselo.
– Sería útil ver las dos cosas -señaló Kate-; la información laboral de la señora Munroe y el historial médico de la señorita Arbuthnot.
– No creo que me sea posible facilitárselos. Esta situación es irregular, desde luego. Nunca me han presentado una solicitud semejante. Usted no ha sido muy clara en lo que respecta a su interés por la señora Munroe y la señorita Arbuthnot. Creo que debo hablar con la señora Barton, nuestra directora, antes de dar cualquier otro paso.
Kate aún no había decidido cómo responder cuando Robbins dijo:
– Si todo esto le parece vago es porque nosotros mismos no sabemos qué estamos buscando. Sólo sabemos que en la vida de la señora Munroe ocurrió algo importante hace doce años. Por lo visto era una mujer sin mayores intereses fuera de su profesión, de modo que suponemos que hay un vínculo entre ese hecho y Ashcombe House. ¿Podría usted revisar los documentos para cerciorarse de que nuestras fechas son correctas? Si no encuentra en el expediente de la señora Munroe algo que usted considere significativo, le habremos hecho perder el tiempo. Si hay algo, podrá consultar a la señora Barton antes de decidir si resultaría apropiado revelarlo.
La señorita Whetstone clavó la vista en él por un momento.
– Eso suena razonable. Veré si localizo los expedientes. Supongo que tardaré un poco.
En ese momento se abrió la puerta y una enfermera asomó la cabeza.
– Acaba de llegar la ambulancia con la señora Wilson, señorita Whetstone. Sus hijas están con ella.
La cara de la supervisora se llenó de alegría y expectación. Era como si fuese a recibir a una nueva huésped en un hotel de prestigio.
– Bien. Bien. Ahora voy. La pondremos con Helen, ¿no? Creo que se sentirá más cómoda con alguien de su edad. -Se volvió hacia Kate-. Estaré ocupada durante un rato. ¿Esperarán, o prefieren regresar más tarde?
Kate pensó que con su presencia física en el despacho aumentarían las oportunidades de obtener la información rápidamente.
– Si no le importa, esperaremos.
No obstante, la señorita Whetstone salió del despacho antes de que terminase de hablar.
– Gracias, sargento -soltó Kate-. Me has ayudado mucho.
Caminó hasta la ventana y se quedó observando el tránsito de la gente por los pasillos. Al mirar a Robbins, notó que su rostro estaba pálido y crispado en un gesto de forzada entereza. Creyó atisbar el brillo de una lágrima en uno de sus ojos y se apresuró a desviar la vista. «Estas cosas ya no se me dan tan bien como hace dos años -se dijo-. ¿Qué me está pasando? Dalgliesh tiene razón. Si soy incapaz de dedicar a mi trabajo lo que me exige, y eso incluye cierta humanidad, tal vez sería mejor que lo dejase.» Al pensar en Dalgliesh, el súbito e imperioso deseo de que estuviese allí se apoderó de ella. Sonrió, recordando que en situaciones semejantes el comisario nunca se resistía al atractivo de las palabras. Kate a veces tenía la impresión de que era un maniático de la lectura. Aunque su honradez le habría impedido examinar los papeles que habían quedado sobre el escritorio, a menos que fuesen importantes para la investigación, sin duda habría leído las numerosas notas del tablón de corcho que tapaba una parte de la ventana.
Robbins y ella guardaron silencio y permanecieron de pie, tal como estaban desde que la señorita Whetstone se había levantado de su silla. No tuvieron que esperar mucho. Menos de un cuarto de hora después, la supervisora regresó con dos carpetas y ocupó de nuevo su puesto detrás del escritorio.
– Siéntense, por favor -los invitó.
Kate se sintió como una solicitante de empleo esperando la humillante exposición de unos antecedentes mediocres.
Evidentemente la señorita Whetstone había examinado los documentos antes de entrar.
– Me temo que aquí no hay nada de utilidad para ustedes. Margaret Munroe empezó a trabajar con nosotros el 1 de junio de 1988 y se marchó el 30 de abril de 1994. Padecía una enfermedad degenerativa de corazón y su médico le recomendó que consiguiese un empleo menos agotador. Como ya sabrán, la contrataron en Saint Anselm para que lavara la ropa blanca y se ocupara de tareas de enfermería poco importantes, las previsibles en una comunidad estudiantil pequeña e integrada mayormente por jóvenes sanos. En su expediente no figura mucho más que las habituales peticiones para las vacaciones, certificados médicos, y los informes anuales sobre su rendimiento en el trabajo, que son confidenciales. Yo llegué seis meses después de que ella se marchase, pero por lo que sé era una enfermera competente aunque con poca iniciativa, lo que podría considerarse una virtud; la falta de emotividad lo es sin duda alguna. El sentimentalismo no ayuda a nadie que trabaje en un sitio como éste.
– ¿Y la señorita Arbuthnot? -quiso saber Kate.
– Clara Arbuthnot murió un mes antes de que Margaret Munroe se incorporase a la plantilla. Por lo tanto, es imposible que la atendiera. Si se conocieron, no fue aquí.
– ¿La señorita Arbuthnot murió sola? -preguntó Kate.
– En esta clínica ningún paciente muere solo, inspectora. Aunque la señorita Arbuthnot no tenía parientes, antes de su muerte se mandó llamar a instancias suyas a un sacerdote, que fue el reverendo Hubert Johnson.
– ¿Sería posible hablar con él?
– Me temo que eso escapa del alcance incluso de la Policía Metropolitana. En aquel entonces él estaba ingresado en la clínica para recibir un tratamiento temporal y murió aquí mismo dos años después.
– Entonces ¿no queda nadie que mantuviese un trato personal con Margaret Munroe hace doce años?
– Shirley Legge es el miembro más antiguo de nuestra plantilla. Si bien no renovamos el personal con mucha frecuencia, este trabajo conlleva unas exigencias muy especiales y estimamos conveniente que las enfermeras se tomen un respiro de los casos terminales de cuando en cuando. Creo que la señora Legge es la única enfermera que queda de las que estaban aquí hace doce años, aunque tendría que mirar los archivos para confirmarlo. Y francamente, inspectora, no dispongo de tiempo. Por supuesto, si lo desea puede hablar con ella. Me parece que está de servicio.
– Lamento las molestias que le estamos ocasionando -se disculpó Kate-, pero me gustaría verla. Gracias.
La señorita Whetstone volvió a desaparecer, dejando los documentos sobre el escritorio. Aunque el primer impulso de Kate fue echarles una ojeada, se contuvo, en parte porque creía que la supervisora no había mentido al asegurarles que no había más información, pero también porque sabía que todos sus movimientos eran visibles a través de las mamparas de cristal.
La señorita Whetstone regresó al cabo de cinco minutos con una mujer de mediana edad y rasgos angulosos a quien presentó como Shirley Legge. Esta fue directa al grano.
– La supervisora dice que preguntan por Margaret Munroe. Me temo que no podré ayudarles. La conocía, pero no muy bien. No era propensa a entablar amistades íntimas. Recuerdo que había enviudado y que a su hijo le habían concedido una beca en una universidad privada, no sé cuál. Quería alistarse en el ejército y creo que le pagaban los estudios para que luego entrase como oficial, o algo por el estilo. Lamento oír que la señora Munroe ha muerto. Creo que su único familiar era su hijo, así que me imagino que él estará muy afectado.
– El hijo murió antes que ella -explicó Kate-. Lo mataron en Irlanda del Norte.
– Debió de ser un duro golpe para ella. Supongo que después de eso no le habrá importado morir. Ese chico era toda su vida. Siento no serles más útil. Si a Margaret le ocurrió algo importante mientras estaba aquí, no me lo dijo. Les sugiero que hablen con Mildred Fawcett. -Se volvió hacia la supervisora-. ¿Recuerda a Mildred, señorita Whetstone? Se retiró poco después de que usted llegara. Ella conocía a Margaret Munroe. Me parece que realizaron las prácticas juntas en el antiguo hospital de Westminster. Quizá valdría la pena que hablaran con ella.
– ¿Consta su dirección en los archivos, señorita Whetstone? -preguntó Kate.
Fue Shirley Legge quien respondió:
– No es necesario. Ya se la daré yo. Todavía nos enviamos tarjetas de Navidad y su dirección es una de esas que se quedan grabadas en la memoria. Vive en una casa llamada Clippety-Clop, en las afueras de Medgrave, junto a la A146. Creo que antes había unas caballerizas muy cerca de allí.
Por fin un golpe de suerte. Mildred Fawcett podría haberse retirado a una casa en Cornualles o en el noreste; sin embargo, Clippety-Clop se encontraba justo en el camino de Saint Anselm. Kate agradeció su cooperación a la supervisora y a la señora Legge y les pidió una guía telefónica. La fortuna les sonrió de nuevo: el número de la señorita Fawcett figuraba en el listín.
Sobre el mostrador de recepción había una hucha de madera con la inscripción: «Ayuda para flores.» Kate plegó un billete de cinco libras y lo deslizó en el interior. Dudaba que éste fuese un gasto lícito de los fondos policiales y ni siquiera estaba segura de si constituía un gesto de generosidad o una pequeña ofrenda supersticiosa al destino.
Una vez en el coche y con el cinturón de seguridad abrochado, Kate marcó el número de Clippety-Clop. No obtuvo respuesta.
– Será mejor que informe de nuestros progresos -dijo-, o de la falta de ellos. -La conversación fue breve. Mientras guardaba el teléfono móvil se dirigió a Robbins-: Veremos a Mildred Fawcett, si es que la encontramos. Luego el jefe quiere que regresemos de inmediato. El forense acaba de marcharse.
– ¿Te ha explicado cómo ocurrió? ¿Fue un accidente?
– Es demasiado pronto para asegurarlo, pero lo parece. Y si no lo fue, ¿cómo demonios vamos a probarlo?
– La cuarta muerte -comentó Robbins.
– Muy bien, sargento, sé contar.
Salió con cuidado del aparcamiento, y ya en la carretera pisó el acelerador. La muerte de la señorita Betterton le había causado inquietud además de la sorpresa inicial. Kate necesitaba sentir que la policía controlaba los acontecimientos desde el momento en que se embarcaba en una misión. Con independencia de si la investigación marchaba bien o mal, eran ellos quienes interrogaban, sondeaban, analizaban, evaluaban, escogían las estrategias y manejaban los hilos de la situación. Sin embargo, en el caso Crampton había algo, una sutil e inefable ansiedad, que permanecía en el fondo de su mente prácticamente desde el principio pero que no había afrontado hasta ahora. Se trataba de la conciencia de que el poder quizá residiese en otro lado, de que a pesar de la inteligencia y la experiencia de Dalgliesh había otro cerebro trabajando, un cerebro igual de inteligente, aunque con una experiencia distinta. Temía que el control, que una vez perdido jamás se recuperaba, ya se les hubiese escapado de las manos. Estaba impaciente por regresar a Saint Anselm. Entretanto, de nada serviría especular. Hasta el momento, no habían extraído una conclusión nueva del viaje.
– Lamento haberme mostrado tan brusca -dijo-. No vale la pena discutir ese punto hasta que dispongamos de más datos. Por ahora concentrémonos en cumplir con este cometido.
– Si esto es una cacería de gansos salvajes, al menos volamos en la dirección correcta -opinó Robbins.
Cuando se aproximaron a Medgrave, Kate redujo la velocidad al mínimo; perderían más tiempo si pasaban de largo la casa que si conducía despacio.
– Tú mira a la izquierda; yo me ocupo de la derecha. Podemos preguntar, pero preferiría no hacerlo. No quiero anunciar nuestra visita a los cuatro vientos.
No fue necesario preguntar. Antes de llegar al pueblo divisaron una bonita casa de ladrillo y tejas a unos doce metros del arcén, sobre una ligera pendiente. En la verja había un letrero de madera blanca con el nombre primorosamente pintado en letras negras: Clippety-Clop. El porche central tenía la fecha 1893 grabada en piedra en la parte superior, dos ventanas idénticas en la planta baja y otras tres en la alta. La pintura era de un blanco brillante, los cristales relucían y las losas que conducían a la entrada estaban libres de hierbajos. El lugar irradiaba una sensación de orden y comodidad. Encontraron sitio para aparcar en la calle y caminaron por el sendero particular hasta la puerta, que golpearon con una aldaba en forma de herradura. Nadie respondió.
– Tal vez haya salido -conjeturó Kate-, pero deberíamos echar un vistazo a la parte de atrás.
La llovizna había cesado y, aunque el aire aún estaba frío, el día se había despejado y al este se apreciaban desvaídos jirones azules de cielo. A la izquierda de la casa, un sendero de piedras conducía a una cancela sin llave y al jardín. Nacida y criada en la ciudad, Kate sabía poco de jardinería, aunque de inmediato cayó en la cuenta de que éste era la obra de un entusiasta. El espaciado de los árboles y los arbustos, el esmerado diseño de los macizos de flores y el cuidado huerto del fondo testimoniaban que la señorita Fawcett era una experta. La ligera elevación del terreno le proporcionaba una buena vista. El paisaje otoñal, con su abigarrada variedad de verdes, dorados y marrones, parecía extenderse hasta el infinito bajo el vasto firmamento del este de Inglaterra.
Había una mujer con un azadón en la mano inclinada sobre un arriate. Al oírlos llegar se irguió y se acercó a ellos. Era alta y con aspecto agitanado: tenía la cara bronceada y muy arrugada y una melena negra con hebras grises peinada hacia atrás y recogida, muy tirante, en la nuca. Llevaba una larga falda de lana, un delantal de arpillera con un amplio bolsillo central, toscos zapatos y guantes de jardinería. No manifestó sorpresa ni desconcierto al verlos.
Kate se presentó, le enseñó su identificación y repitió lo que había explicado a la señorita Whetstone.
– En la clínica no pudieron ayudarnos -añadió-, pero la señora Shirley Legge dijo que usted trabajaba allí hace doce años y que conocía a la señora Munroe. Encontramos su número de teléfono y la llamamos, y sin embargo no nos fue posible localizarla.
– Supongo que me hallaba al fondo del jardín. Mis amigos me aconsejan que compre un móvil, pero jamás lo haré. Son abominables. No volveré a viajar en tren hasta que pongan compartimientos donde esté prohibido usar el teléfono móvil.
A diferencia de la señorita Whetstone, no hizo preguntas. Cualquiera diría que estaba acostumbrada a recibir visitas de la policía, pensó Kate. La mujer la observó con fijeza.
– Será mejor que pasen. Veremos si puedo ayudarles.
Cruzaron un lavadero con suelo de ladrillo, un profundo fregadero de piedra bajo la ventana y estanterías y armarios empotrados en la pared opuesta. El cuarto olía a tierra húmeda y a manzanas, con un ligero tufillo a queroseno. Al parecer hacía las veces de despensa y trastero. Kate vio una caja de manzanas -en un estante-, ristras de cebollas, rollos de cuerda, cubos, una manguera enrollada alrededor de un gancho y una rejilla de la que colgaban herramientas de jardinería, todas limpias. La señorita Fawcett se quitó el delantal y las botas y, descalza, los guió hasta el salón.
En la estancia, Kate advirtió el reflejo de una vida autosuficiente y solitaria. Delante de la chimenea había un solo sillón, flanqueado por una mesita con una lámpara y otra con una pila de libros. Junto a la ventana había una mesa redonda preparada para una sola persona; las tres sillas restantes estaban contra la pared. Un gato leonado, gordo y grande como un cojín, descansaba sobre un sillón con botones en el respaldo. Al verlos entrar, alzó la fiera cabeza, los miró con indignación, saltó y se dirigió pesadamente hacia el lavadero. Kate pensó que nunca había visto un gato más feo.
La señorita Fawcett arrimó dos sillas y se acercó a un armario empotrado en un hueco, a la izquierda de la chimenea.
– No sé si les seré de mucha ayuda -admitió-. De todos modos, si a Margaret Munroe le ocurrió algo importante mientras trabajábamos en la clínica, es probable que lo haya apuntado en mi diario. Mi padre nos inculcó la costumbre de llevar un diario cuando éramos niños y yo la he mantenido. Es casi como insistir en que un niño rece antes de acostarse; cuando una adquiere el hábito en la infancia, más adelante se siente obligada a continuar, por muy desagradable que le resulte. Han dicho doce años, ¿no? Eso nos lleva a 1988.
Se sentó en el sillón situado junto a la chimenea y abrió lo que semejaba un cuaderno escolar.
– ¿Recuerda haber atendido a una tal Clara Arbuthnot mientras trabajaba en Ashcombe House? -preguntó Kate.
Si a la señorita Fawcett le sorprendió la mención a Clara Arbuthnot, no lo demostró.
– Sí, la recuerdo -respondió-. Fui la principal responsable de su cuidado desde que ingresó hasta que murió, cinco semanas después.
Sacó unas gafas del bolsillo de la falda y se puso a hojear el diario. Tardó un rato en encontrar la semana en cuestión; tal como Kate había temido, la señorita Fawcett se distrajo leyendo otras anotaciones. Kate se preguntó si su lentitud sería deliberada. Después de leer en silencio durante unos minutos, puso las dos manos sobre una página. Una vez más, Kate notó su mirada intensa e inteligente.
– Aquí hablo tanto de la señorita Arbuthnot como de Margaret Munroe -señaló-. Me encuentro en un dilema. En su momento prometí guardar el secreto y ahora no veo razón alguna para faltar a mi palabra.
Kate reflexionó antes de contestar:
– La información que tiene ahí podría ser crucial para nosotros no sólo por su posible relación con el presunto suicidio de un seminarista. Es de vital importancia que sepamos lo que escribió lo antes posible. Clara Arbuthnot y Margaret Munroe están muertas. ¿Cree que desearían seguir callando aunque supieran que se trata de colaborar con la justicia?
La señorita Fawcett se levantó.
– ¿Les importaría dar un pequeño paseo por el jardín? -preguntó-. Daré unos golpecitos en la ventana cuando esté lista. Necesito pensar a solas.
Continuaba de pie cuando ellos salieron. En el exterior, caminaron hombro con hombro hasta el fondo del jardín, donde se detuvieron para contemplar los campos arados. Kate se reconcomía de impaciencia.
– Ese diario estaba a unos pocos palmos de mí -se lamentó-. Lo único que necesitaba era echarle un vistazo rápido. ¿Qué haremos si se niega a revelarnos lo que dice? Bueno, siempre nos queda la opción de citarla oficialmente si el caso llega a los tribunales, pero ¿cómo sabremos si el diario contiene datos relacionados con el caso? Lo más seguro es que cuente que ella y Munroe fueron a Frinton y se pegaron un revolcón en el muelle.
– En Frinton no hay muelle -puntualizó Robbins.
– Y la señorita Arbuthnot estaba moribunda. Bien, volvamos. No quiero perderme el golpecito en la ventana.
Cuando por fin oyeron la señal, regresaron al salón en silencio, esforzándose por disimular su ansiedad.
– Quiero su palabra -dijo la señorita Fawcett- de que la información que buscan es necesaria para su investigación y de que, en caso de que no sea pertinente, no constará en acta nada de lo que les exponga.
– No sabemos si será o no pertinente, señorita. En caso afirmativo, naturalmente tendrá que salir a la luz, incluso es posible que como prueba. No puedo garantizarle nada, sólo pedirle su ayuda.
– Gracias por su franqueza. Tienen ustedes suerte. Mi abuelo fue jefe de policía y yo pertenezco a esa generación, tristemente en decadencia, que todavía confía en la policía. Estoy dispuesta a revelarles lo que sé y también, si hiciera falta, a entregarles el diario.
Kate juzgó que alegar más argumentos además de innecesario, podía resultar contraproducente, de modo que se limitó a dar las gracias y esperar.
– Mientras ustedes paseaban por el jardín yo he estado pensando -prosiguió la señorita Fawcett-. Según usted, esta visita guarda relación con la muerte de un estudiante de Saint Anselm. También explicó que no hay indicios de que Margaret Munroe estuviese vinculada con esa muerte, aparte del hecho de que encontró el cadáver. No obstante, hay algo más, ¿verdad? No habrían enviado a una inspectora y a un sargento si no sospechasen que hay algo turbio, ¿no? ¿Están investigando un asesinato?
– Sí -asintió Kate-. Formamos parte del equipo que investiga el asesinato del archidiácono Crampton en Saint Anselm. Aunque es posible que la anotación del diario de Margaret Munroe no tenga nada que ver con el caso, tenemos que comprobarlo. Supongo que ya estará al tanto de la muerte del archidiácono.
– No -replicó la señorita Fawcett-. No sé nada al respecto. Rara vez compro el periódico y no tengo televisor. Un asesinato cambia las cosas. El 27 de abril de 1988 escribí algo en mi diario sobre Margaret Munroe. El problema radica en que en su momento ambas prometimos guardar el secreto.
– ¿Me permite ver esa anotación, señorita Fawcett? -pidió Kate.
– Dudo mucho que sacara algo en limpio de ella. Sólo apunté un par de detalles. Sin embargo, recuerdo más cosas. Considero que es mi deber hablar, aunque dudo que esté relacionado con el caso. Y quiero su palabra de que no llevarán este asunto más lejos si no les ayuda a esclarecer las muertes.
– La tiene -prometió Kate.
La señorita Fawcett se sentó con la espalda muy erguida y apoyó las palmas de las manos sobre el diario abierto, como si quisiera protegerlo de miradas indiscretas.
– En abril de 1988 yo atendía a enfermos terminales en Ashcombe House. Esto ya lo saben, desde luego. Una de mis pacientes me contó que quería casarse antes de morir, pero que deseaba que la ceremonia se mantuviese en secreto. Me pidió que fuese testigo de su boda. Acepté. No me correspondía hacer preguntas y no las hice. Era el deseo de una paciente con quien me había encariñado y a la que le quedaba poco tiempo de vida. Lo sorprendente fue que no le faltaran fuerzas para la ceremonia. Se pidió la autorización del arzobispo, y la boda se celebró el mediodía del 27 en una pequeña iglesia, Saint Osyth, en Clampstoke-Lacey, en las afueras de Norwich. Los casó el reverendo Hubert Johnson, a quien mi paciente había conocido en la clínica. No vi al novio hasta que se presentó en coche para recogernos a la paciente y a mí con la excusa de ir a pasear por el campo. Aunque el padre Hubert se había comprometido a llevar otro testigo, no lo consiguió. No recuerdo qué salió mal. Cuando nos marchábamos de la clínica vi a Margaret Munroe, que regresaba de una entrevista de trabajo con la supervisora. De hecho, yo le había sugerido que solicitara el empleo. Sabía que podía confiar en su discreción. Habíamos realizado las prácticas juntas en el antiguo hospital de Westminster, aunque ella era bastante más joven que yo. Mi padre se oponía a que estudiase enfermería, así que no empecé hasta después de su muerte. Después de la boda, la paciente y yo regresamos a la clínica. Durante sus últimos días ella parecía más feliz y serena que antes, pero ninguna de las dos volvió a mencionar la boda. En los años que pasé en el hospital ocurrieron tantas cosas que difícilmente habría recordado todo esto sin la ayuda de mi diario y si una consulta anterior no me hubiese refrescado la memoria. Ver las palabras escritas, aunque no haya nombres, me ha permitido rememorar los hechos con sorprendente claridad. Fue un día precioso; el jardín de la iglesia de Saint Osyth estaba cubierto de narcisos amarillos, y al salir nos encontramos con un sol radiante.
– ¿La paciente era Clara Arbuthnot? -inquirió Kate.
La señorita Fawcett la miró.
– Sí.
– ¿Y el novio?
– No tengo idea. No recuerdo su nombre ni su cara y tampoco creo que Margaret lo recordase si estuviera viva.
– Y sin embargo habrá firmado un certificado de matrimonio. Y seguramente se mencionaron los nombres durante la ceremonia.
– Supongo que sí. Pero no había una razón especial para que ella los retuviese en la memoria. Al fin y al cabo, en una boda por la iglesia sólo se pronuncian los nombres de pila. -Hizo una pausa y añadió-: Debo confesar que no he sido del todo sincera. Quería tiempo para pensar, para decidir cuánto debía hablar, si es que debía hacerlo. No tenía necesidad de consultar el diario para responder a su pregunta. Había leído esa anotación hace poco. El jueves 12 de octubre, Margaret Munroe me telefoneó desde una cabina de Lowestoft. Me pidió el nombre de la novia, y se lo di. No me vino a la mente el del novio. No está en mi diario, y si alguna vez lo supe, lo olvidé.
– ¿Recuerda algo, cualquier cosa, del novio? Su edad, su aspecto, su forma de hablar… ¿Alguna vez regresó a la clínica?
– No, ni siquiera cuando Clara estaba a punto de morir y, que yo sepa, no asistió a la incineración. Una firma de abogados de Norwich se ocupó de ese asunto. No volví a verlo ni supe más de él. Aunque recuerdo una cosa: cuando estaba en el altar y le puso el anillo a Clara, reparé en que le faltaba la parte superior del anular izquierdo.
Kate experimentó una emoción y una sensación de triunfo tan grandes que temió que su semblante la delatara. No miró a Robbins. Esforzándose por mantener la voz serena, preguntó:
– ¿La señorita Arbuthnot le reveló los motivos de su boda? ¿Es posible, por ejemplo, que hubiese un hijo de por medio?
– ¿Un hijo? Nunca comentó que tuviera descendencia y, que yo recuerde, en su historial médico no se mencionaba ningún embarazo. Jamás la visitó alguien lo bastante joven para ser hijo suyo. Claro que tampoco la visitó su marido.
– De manera que no le habló de ello.
– Sólo dijo que quería casarse, que la boda debía permanecer en secreto y que necesitaba mi ayuda. Yo se la presté.
– ¿Hay alguien a quien pudiese haber confiado esta información?
– El sacerdote que la casó, el padre Hubert Johnson, pasó mucho tiempo junto al lecho de muerte de Clara. Recuerdo que le administró la Comunión y la confesó. Yo me ocupaba de que nadie los molestara mientras estaban juntos. Debió de contárselo todo, ya fuera como sacerdote o como amigo. Pero él también estaba gravemente enfermo y murió dos años después.
Ya no quedaba nada por decir, así que, después de darle las gracias, Kate y Robbins regresaron al coche. La señorita Fawcett los observaba desde la puerta, de modo que Kate continuó hasta estar fuera de su vista antes de detener el coche en el arcén cubierto de hierba. Levantó el teléfono móvil.
– Por fin algo positivo que informar. -Sonrió-. Ahora sí que estamos progresando.
Después del almuerzo, como el padre John no había aparecido, Emma subió y llamó a la puerta de su apartamento privado. Le causaba aprensión la idea de verlo, pero cuando abrió la puerta, advirtió que ofrecía el aspecto de siempre.
– Padre, lo siento, lo lamento muchísimo -dijo conteniendo las lágrimas.
Se recordó que había ido allí para consolarlo, no para aumentar su dolor. Sin embargo, era como reconfortar a un niño. Hubiese deseado abrazarlo. Él la condujo hasta un sillón situado junto a la chimenea -seguramente el de su hermana, pensó Emma- y se sentó frente a ella.
– Me preguntaba si querría hacerme un favor, Emma -dijo.
– Desde luego. Lo que quiera, padre.
– Es su ropa. Sé que hay que ordenarla y donarla. Parece muy pronto para pensar en ello, pero supongo que usted se marchará antes del fin de semana y me preguntaba si estaría dispuesta a hacerlo. Sé que la señora Pilbeam me ayudaría. Es muy amable, pero yo preferiría que lo hiciera usted. Quizá mañana, si no tiene inconveniente.
– Cuente conmigo, padre. Lo haré mañana después de la clase de la tarde.
– Todo cuanto poseía está en su dormitorio. Debe de haber algunas joyas. En tal caso, ¿le importaría llevárselas y venderlas por mí? Me gustaría que el dinero fuese a parar a alguna institución benéfica dedicada a los presos. Supongo que habrá alguna.
– Estoy segura de que sí, padre. Lo averiguaré. De cualquier modo, ¿no preferiría mirar primero las joyas para ver si quiere conservar alguna?
– No, gracias, Emma. Es usted muy considerada, pero prefiero que se lo lleve todo. -Calló por unos instantes y agregó-: La policía ha estado aquí esta mañana, examinando el apartamento y su habitación. El inspector Tarrant vino con uno de esos funcionarios de bata blanca, a quien presentó como el señor Clark.
– ¿Registraron el apartamento? -preguntó Emma con aspereza-. ¿Qué buscaban?
– No me lo dijeron. No se quedaron durante mucho tiempo y dejaron todo muy ordenado. -Hizo otra pausa y dijo-: El inspector Tarrant quería saber dónde había estado y qué había hecho entre las completas de ayer y las seis de la mañana de hoy.
– ¡Es vergonzoso! -exclamó Emma.
El sacerdote esbozó una sonrisa triste.
– No es para tanto. Están obligados a formular esas preguntas. El inspector Tarrant procedió con mucho tacto. Sólo cumplía con su obligación.
Emma pensó enfurecida que gran parte del sufrimiento del mundo estaba ocasionado por gente que afirmaba que sólo cumplía con su obligación.
La queda voz del padre John se quebró.
– Vino el forense. Supongo que lo habrá oído.
– Debió de oírlo todo el mundo. No fue una llegada discreta.
El padre John sonrió.
– No, ¿verdad? Él tampoco permaneció aquí mucho rato. El comisario Dalgliesh me preguntó si quería estar presente cuando retiraran el cadáver, pero yo preferí quedarme tranquilo aquí arriba. Al fin y al cabo, la persona que se llevaron no era Agatha. Ella se marchó hace tiempo.
Hace tiempo. ¿Qué quería decir exactamente? Esas dos palabra resonaron en su mente con la fuerza de unas campanadas fúnebres.
Al levantarse para irse, ella lo tomó de nuevo de la mano.
– Lo veré mañana, padre, cuando venga a empaquetar la ropa. ¿Está seguro de que no quiere que haga algo más por usted?
– Se lo agradezco -contestó él-. Hay otra cosa. Espero no estar abusando de su bondad, pero ¿podría buscar a Raphael? Aunque no lo he visto desde que ocurrió, sé que esto le afectará muchísimo. Siempre se mostraba amable con Agatha, y ella lo quería.
Encontró a Raphael de pie al borde del acantilado, a unos cien metros del seminario. Cuando la vio, se sentó. Emma lo imitó y le tendió la mano.
Con la vista fija en el mar, sin volverse, Raphael dijo:
– Era la única persona a quien yo le importaba.
– ¡No es verdad, Raphael! -protestó Emma-. Y tú lo sabes.
– Me refiero a que me quería a mí, a Raphael, no al objeto de la benevolencia colectiva. No como posible candidato a sacerdote. No como al último de los Arbuthnot…, aunque sea un bastardo. Ya te lo habrán contado. Me abandonaron aquí cuando era un crío de pecho, en uno de esos moisés de paja con un asa a cada lado. Habría resultado más apropiado que me dejasen entre los juncos de la laguna, pero supongo que a mi madre se le debió de ocurrir que allí no me encontrarían. Por lo menos me quería lo suficiente para traerme al seminario. No les quedó otro remedio que aceptarme. Sin embargo, ese hecho les ha permitido ejercitar la virtud de la caridad durante veinticinco años.
– Tú sabes que sus sentimientos no son ésos.
– Es como me siento. Sé que parezco un egoísta y un tipo que se compadece de sí mismo. De hecho, soy egoísta y me compadezco de mí mismo. No necesitas decírmelo. Antes pensaba que todo se arreglaría si tú accedieras a casarte conmigo.
– Eso es absurdo, Raphael. Cuando aclares tus ideas lo comprenderás. El matrimonio no es una terapia.
– Pero sería algo definitivo. Me serviría de apoyo.
– ¿No cumple esa función la Iglesia?
– La cumplirá cuando me ordene sacerdote. Entonces no habrá vuelta atrás.
Emma reflexionó por unos instantes.
– No tienes por qué ordenarte -observó al fin-. La decisión fue tuya, de nadie más. Si no estás seguro, no deberías seguir adelante.
– Hablas como Gregory. Si le menciono la palabra «vocación», me dice que no hable como un personaje de Graham Greene. Más vale que volvamos. -Hizo una pausa y rió-. A veces Agatha se ponía muy pesada durante nuestras escapadas a Londres, pero nunca deseé estar con otra persona.
Se levantó y echó a andar hacia el seminario. Emma no intentó alcanzarlo. Caminando más despacio por el borde del acantilado, la embargó una profunda tristeza por Raphael, el padre John y todas las personas de Saint Anselm que se habían granjeado su afecto.
Cuando llegó a la verja de hierro del claustro oeste, oyó una voz que la llamaba. Al volverse vio que Karen Surtees cruzaba el descampado en dirección a ella. Si bien habían coincidido en otras ocasiones, sólo habían intercambiado un saludo de buenos días. A pesar de ello, Emma nunca había considerado que existiese antipatía entre las dos. Ahora la aguardó con curiosidad. Karen echó un rápido vistazo a San Juan antes de hablar:
– Lamento haberte gritado de esa manera. Sólo quería preguntarte una cosa. ¿Qué es eso de que encontraron a la señorita Betterton muerta en el sótano? El padre Martin ha venido a avisarnos esta mañana, pero no ha entrado en pormenores.
Emma decidió que no había motivo para ocultar lo poco que sabía.
– Creo que tropezó en el primer escalón.
– O la empujaron, ¿no? Bueno, esta vez no nos achacarán la muerte a Eric o a mí…, al menos si murió antes de medianoche. Anoche fuimos al cine y a cenar a Ipswich. Nos hacía falta alejarnos de este sitio. Supongo que no tendrás idea de cómo marcha la investigación, ¿verdad? Me refiero a la del asesinato del archidiácono.
– No. La policía no nos cuenta nada -respondió Emma.
– ¿Ni siquiera el guapo comisario? Bueno, claro que no. ¡Dios, ese tipo es siniestro! Ojalá se dé prisa, porque quiero regresar a Londres. De cualquier manera sólo me quedaré con Eric hasta el fin de semana. En fin, sólo quería consultar algo contigo. Aunque es posible que no puedas o no quieras contestarme, no sé a qué otra persona recurrir. ¿Eres religiosa? ¿Comulgas? -La pregunta fue tan inesperada que Emma se quedó sin habla durante unos segundos. Karen añadió con impaciencia-: Me refiero a si vas a la iglesia y recibes la comunión.
– Sí, a veces.
– Estaba pensando en las hostias consagradas. ¿Cómo funciona eso? O sea, ¿abres la boca y te la ponen dentro, o te la dan en la mano?
Pese a lo estrafalario de la conversación, Emma contestó:
– Algunos abren la boca, pero en la Iglesia anglicana es más común tender las dos palmas juntas.
– Y supongo que el sacerdote se queda mirando mientras te la comes, ¿no?
– Es posible, sobre todo si está recitando las palabras del devocionario, aunque por lo general pasa al siguiente comulgante. También es posible que se produzca una pequeña espera mientras él u otro sacerdote va a buscar el cáliz. ¿Por qué quieres saberlo?
– Por nada en particular. Simple curiosidad. He pensado que a lo mejor vaya a un oficio y no quiero ponerme en ridículo. Pero ¿no es necesario que uno esté confirmado? No me gustaría que me echaran.
– No creo que lo hagan -repuso Emma-. Mañana por la mañana se celebrará una misa en el oratorio. -Añadió con un dejo de picardía-: Podrías decirle al padre Sebastian que te gustaría asistir. Quizá te formule algunas preguntas o quiera que te confieses primero.
– ¿Confesarme al padre Sebastian? ¿Estás loca? Me parece que esperaré a volver a Londres para regenerarme espiritualmente. A propósito, ¿cuánto tiempo más piensas pasar aquí?
– Debería irme el jueves -respondió Emma-, aunque tal vez me quede un día más. Supongo que me marcharé antes del fin de semana.
– Bueno, gracias por la información y que te vaya bien.
Dio media vuelta y arrancó a caminar rápidamente y con los hombros inclinados hacia la casa San Juan.
Mientras la observaba, Emma pensó que era una suerte que no se hubiese entretenido un rato más con ella. Habría resultado tentador hablar del asesinato con otra mujer que además tenía su edad; tentador y quizás imprudente. Karen podría haberla interrogado sobre el hallazgo del cuerpo del archidiácono y le habría costado mucho eludir sus preguntas. En Saint Anselm todos los demás habían mostrado una respetuosa reserva, cualidad que ella no asociaba con Karen Surtees. Continuó andando, intrigada. De todas las preguntas que podría haber hecho Karen, la que le había planteado era la que menos se esperaba.
Era la una y cuarto, y Kate y Robbins ya habían regresado. Dalgliesh notó que Kate trataba de controlar el tono de triunfo y emoción de su voz mientras presentaba un meticuloso informe de su misión. A pesar de que siempre actuaba de forma flemática y profesional en los momentos de éxito, ahora el entusiasmo se evidenciaba en sus ojos y en su tono, y Dalgliesh se alegró de que así fuese. Quizá recuperaría a la antigua Kate, aquella para quien el trabajo policial representaba algo más que un empleo, un salario adecuado y una perspectiva de ascenso, más que una escalera para escapar del lodazal de privaciones de su infancia. Tenía ganas de volver a ver a esa Kate.
Le había contado lo de la boda por teléfono en cuanto ella y Robbins se habían despedido de la señorita Fawcett. Dalgliesh le había ordenado que fuese en busca de una copia del certificado de matrimonio y regresase a Saint Anselm cuanto antes. Al estudiar el mapa, habían descubierto que Clampstoke-Lacey estaba a sólo veinte kilómetros de distancia, de manera que les pareció razonable pasar primero por la iglesia.
Sin embargo, no tuvieron suerte. Ahora Saint Osyth formaba parte de un conjunto de parroquias y se encontraba en un interregno, con un sacerdote nuevo que celebraba interinamente los oficios. Él se encontraba de visita en otra de las parroquias y su joven esposa ignoraba dónde estaba el antiguo registro de la iglesia; de hecho, ni siquiera sabía qué era y se limitó a sugerirles que aguardasen a su esposo. Lo esperaba a cenar, a menos que lo invitara uno de sus feligreses. En tal caso, telefonearía para avisar, aunque en ocasiones se enfrascaba tanto en los asuntos de la parroquia que olvidaba hacerlo. El matiz de resentimiento que Kate detectó en su voz le indicó que eso ocurría con cierta frecuencia, por lo que resolvió pasar por el registro civil de Norwich, donde encontraron lo que necesitaban. Rápidamente les hicieron una copia del certificado de matrimonio.
Entretanto Dalgliesh había telefoneado a Paul Perronet. Deseaba aclarar dos cuestiones importantes antes de entrevistarse con George Gregory. La primera eran los términos exactos del testamento de la señorita Arbuthnot. La segunda guardaba relación con las disposiciones de cierta ley parlamentaria y la fecha en que ésta había entrado en vigor.
Kate y Robbins, que no habían comido, se abalanzaron con avidez sobre los bocadillos de queso y el café que había preparado la señora Pilbeam.
– Estamos en condiciones de inferir cómo fue que Margaret Munroe recordó la boda -dijo Dalgliesh-. Había estado escribiendo en su diario, rememorando el pasado, y de repente asoció dos imágenes: Gregory en la playa, quitándose el guante izquierdo para tomarle el pulso a Ronald Treeves, y la página de fotografías de bodas de la Sole Bay Weekly Gazette: la unión de la vida y la muerte. Al día siguiente telefoneó a la señorita Fawcett, no desde su casa, donde podían interrumpirle, sino desde una cabina de Lowestoft. Le confirmaron lo que sin duda sospechaba: el nombre de la novia. Entonces habló con «la persona interesada». Esa expresión sólo era aplicable a dos personas: George Gregory y Raphael Arbuthnot. Y unas horas después de hablar y de que la tranquilizaran, Margaret Munroe murió. -Dobló la partida de matrimonio y agregó-: Interrogaremos a Gregory en su casa, no aquí. Me gustaría que viniera conmigo, Kate. He visto su coche, de manera que él no puede estar muy lejos.
– Pero ese matrimonio no constituye un motivo para que Gregory asesine al archidiácono. Se celebró veinticinco años atrás. Raphael Arbuthnot no heredará. El testamento establece que tiene que ser legítimo según la legislación inglesa.
– Y la boda lo convierte exactamente en eso: en hijo legítimo según la legislación inglesa.
Saltaba a la vista que Gregory acababa de regresar a su casa. Abrió la puerta vestido con un chándal negro y con una toalla al cuello. Llevaba el cabello mojado y el jersey de algodón adherido al pecho y los brazos.
– Me disponía a darme una ducha -comentó sin apartarse para dejarlos entrar-. ¿Los trae un asunto urgente?
Los trataba como a una pareja de vendedores inoportunos, y por primera vez Dalgliesh percibió en sus ojos una clara hostilidad.
– Sí, es urgente -respondió-. ¿Podemos pasar?
– Tiene el aire de un hombre que cree estar haciendo progresos, comisario -observó Gregory mientras los guiaba al anexo-. En opinión de algunos ya sería hora. Confiemos en que esto no acabe en el abismo de la desesperación.
Les señaló el sofá y se sentó al escritorio, haciendo girar la silla y extendiendo las piernas, para acto seguido empezar a secarse enérgicamente la cabeza. Dalgliesh alcanzaba a oler su sudor desde el otro extremo de la sala.
– Usted se casó con Clara Arbuthnot el 27 de abril de 1988, en la iglesia de Saint Osyth, en Clampstoke-Lacey, Norfolk -señaló sin sacar el certificado de matrimonio del bolsillo-. ¿Por qué no me lo dijo? ¿De verdad creía que las circunstancias de ese matrimonio no venían al caso en esta investigación de asesinato?
Por un par de segundos Gregory se quedó callado e inmóvil, pero cuando habló su voz sonó serena y despreocupada. Dalgliesh se preguntó si haría días que se preparaba para este encuentro.
– Puesto que se ha referido a «las circunstancias de ese matrimonio», doy por sentado que entiende el significado de la fecha. No se lo conté porque no estimé que se tratara de un asunto de su incumbencia. Esa es la primera razón. La segunda es que le prometí a mi esposa que la boda permanecería en secreto hasta que yo se la comunicase a nuestro hijo… A propósito, Raphael es mi hijo. La tercera es que aún no se lo he dicho a él porque no me parecía que hubiera llegado el momento oportuno. Sin embargo, usted va a obligarme a hacerlo.
– ¿Lo sabe alguien en Saint Anselm? -quiso saber Kate.
Gregory la miró como si la viese por primera vez y su aspecto no le gustara.
– Nadie. Es obvio que acabarán por enterarse y también que me culparán por haber mantenido a Raphael en la ignorancia durante tanto tiempo. Y por no hacerlos partícipes a ellos, desde luego. A tenor de la naturaleza humana, yo diría que les resultará más difícil perdonar esa segunda ocultación. Dudo que me permitan seguir ocupando esta casa. Aunque eso no me preocupa demasiado, pues sólo acepté este trabajo para llegar a conocer a mi hijo. Además, están a punto de cerrar Saint Anselm. No obstante, me habría gustado terminar este episodio de mi vida de una manera más agradable y en un momento elegido por mí.
– ¿Por qué tanto secreto? -preguntó Kate-. Ni siquiera le dijeron nada al personal de la clínica. ¿Por qué se molestaron en casarse si no iba a enterarse nadie?
– Ya he explicado por qué. Tenía que decírselo a Raphael, pero en el momento que me pareciese oportuno. No podía imaginar que me vería envuelto en una investigación de asesinato y que la policía se pondría a fisgonear en mi vida privada. El momento todavía no es oportuno, pero supongo que se darán el gusto de comunicárselo ustedes.
– No -respondió Dalgliesh-. Eso es responsabilidad suya; no nuestra.
Cambiaron una mirada, y Gregory dijo:
– Supongo que tiene derecho a oír una explicación, o lo más parecido a una explicación que pueda darle. Usted debería saber mejor que cualquiera que nuestros motivos rara vez son sencillos y nunca tan puros como parecen. Nos conocimos en Oxford, donde yo fui su tutor. Ella tenía dieciocho años y era increíblemente atractiva, de manera que cuando me dio a entender que buscaba una aventura, no fui capaz de resistirme. La experiencia resultó desastrosa y humillante. No me había percatado de que Clara estaba confundida con respecto a su sexualidad y pretendía usarme para experimentar. Ella eligió mal. Sin duda no me mostré todo lo sensible e imaginativo que debía, pero nunca he visto el acto erótico como un ejercicio de acrobacia. Era demasiado joven y engreído para tomarme un fracaso sexual con filosofía, y aquél fue un fracaso rotundo. Uno puede lidiar prácticamente con cualquier cosa menos con la repugnancia. Me temo que no fui muy considerado. No me confesó que estaba embarazada hasta que ya era demasiado tarde para un aborto. Creo que intentaba negar la situación. No era una chica sensata. Raphael ha heredado su belleza, pero no su inteligencia. Ni siquiera nos planteamos la posibilidad de casarnos; ese compromiso me ha horrorizado durante toda la vida, y ella no disimulaba el odio que albergaba hacia mí. Aunque no me comunicó el momento del nacimiento, más adelante me escribió informándome de que había alumbrado a un niño y lo había dejado en Saint Anselm. Después se fue al extranjero con una amiga y no volvimos a vernos durante mucho tiempo.
»Aunque yo no hice el menor esfuerzo por mantener el contacto, ella debió de seguirme la pista. A principios de abril de 1988, me envió una carta diciendo que estaba al borde de la muerte y pidiéndome que fuese a verla a Ashcombe House, una clínica de las afueras de Norwich. Fue entonces cuando me pidió que me casara con ella. Adujo que deseaba hacerlo por el bien de nuestro hijo. Por lo visto también había encontrado a Dios. Esa parece haber sido una constante en la familia Arbuthnot: siempre encontraban a Dios, por lo general en el momento más inconveniente para otros.
– ¿Y por qué el secreto? -repitió Kate.
– Ella insistió en ese punto. Yo me encargué de las gestiones necesarias y pedí permiso a la clínica para sacarla a dar un paseo. La enfermera que la atendía la mayor parte del tiempo estaba al tanto de lo que ocurría y fue testigo de la boda. Recuerdo que surgió un problema con el segundo testigo, pero una joven que había acudido a la clínica para una entrevista de trabajo se prestó a ayudar. El sacerdote también era paciente en Ashcombe House, donde lo había conocido Clara, y de cuando en cuando colaboraba con lo que creo que llaman «asistencia espiritual». Era párroco de Saint Osyth, en Clampstoke-Lacey. Consiguió una autorización del arzobispo, de modo que no fue necesario publicar las amonestaciones. Cumplimos con todos los formulismos y luego llevé a Clara a la clínica. Ella quiso que me quedase con la partida de matrimonio, y todavía la conservo. Murió tres días después. Su enfermera me comunicó por carta que había muerto sin dolor y que la boda le había proporcionado la paz de la que estaba tan falta. Me alegro de que significara algo para uno de los dos, ya que en mi vida no hizo mella en absoluto. Clara me había pedido que le comunicase la noticia a Raphael cuando considerase que había llegado el momento oportuno.
– Y ha esperado doce años -señaló Kate-. ¿Pensaba decírselo alguna vez?
– No necesariamente. Desde luego, no abrigaba la intención de cargar con un hijo adolescente ni de obligarlo a él a cargar con un padre. No había hecho nada por Raphael, no había participado en modo alguno en su educación. Me pareció innoble aparecer de repente como para echarle un vistazo y comprobar si era un hijo al que valía la pena reconocer.
– ¿No es exactamente lo que hizo? -preguntó Dalgliesh.
– De acuerdo, me declaro culpable. Descubrí en mí cierta curiosidad, o acaso fuese la llamada de los genes. Al fin y al cabo, la paternidad es nuestro único recurso para alcanzar una inmortalidad indirecta. Llevé a cabo averiguaciones discretas y anónimas y descubrí que había pasado dos años en el extranjero después de la universidad y que a su regreso había manifestado sus intenciones de ser sacerdote. Como no había estudiado Teología, debía seguir un curso de tres años. Hace seis vine aquí a pasar una semana como huésped. Más adelante descubrí que había una vacante para impartir clases de griego a tiempo parcial y solicité el puesto.
– Usted sabe que es muy probable que cierren Saint Anselm -aseveró Dalgliesh-. Después de la muerte de Ronald Treeves y el asesinato del archidiácono, el cierre se adelantará. ¿Es consciente de que tenía un motivo para asesinar a Crampton, y Raphael también? La boda se celebró después de que entrase en vigor la Ley de Legitimación de 1976, que cambió la situación legal de su hijo. La sección II de dicha ley dispone que, cuando los padres de un hijo ilegítimo se casan y el padre reside en Inglaterra o en Gales, el hijo es considerado legítimo desde el momento en que se celebra el matrimonio. Me he informado de los términos exactos del testamento de la señorita Agnes Arbuthnot. Si el seminario cierra, todo lo que ella donó a la institución se repartirá entre los descendientes de su padre, tanto por línea femenina como por línea masculina, siempre y cuando dichas personas sean miembros practicantes de la Iglesia anglicana e hijos legítimos según las leyes de Inglaterra. Raphael Arbuthnot es el único heredero. No me dirá que no lo sabía, ¿verdad?
Por primera vez Gregory se desprendió de su deliberada fachada de ironía y despreocupación. Su voz sonó autoritaria.
– El chico no está al corriente. Entiendo que esto le induzca a pensar que soy el principal sospechoso. Ni siquiera usted, con todo su ingenio, es capaz de concebir un móvil para Raphael.
Si bien los asesinatos no se cometían exclusivamente por móviles económicos, por supuesto, a Dalgliesh no le interesaba discutir ese punto.
– Sólo contamos con su palabra de que él no sabe que es el heredero -señaló Kate.
Gregory se puso de pie y se acercó a ella.
– Entonces vayan a buscarlo y se lo diré aquí y ahora.
– ¿Le parece que sería prudente o justo para él?
– ¡Me importa un rábano! No consentiré que acusen a Raphael de asesinato. Manden a buscarlo y se lo diré yo mismo. Pero primero quiero ducharme. Preferiría no hacer esta revelación apestando a sudor.
Se adentró en la casa, y enseguida oyeron sus pasos en la escalera. Entonces Dalgliesh se dirigió a Kate.
– Vaya a ver a Nobby Clark y pídale una bolsa para pruebas. Quiero llevarme el chándal. E indíquele a Raphael que venga dentro de cinco minutos.
– ¿Es realmente necesario? -preguntó Kate.
– Sí, es por su bien. Gregory tiene razón: para convencernos de que Raphael ignora la identidad de su padre, debemos encontrarnos presentes cuando se lo diga.
Kate regresó con la bolsa un par de minutos después. Gregory todavía estaba en la ducha.
– He visto a Raphael -dijo Kate-. Llegará dentro de cinco minutos.
Aguardaron en silencio. Dalgliesh escrutó la ordenada estancia y el estudio contiguo, cuya puerta estaba abierta: el ordenador sobre el escritorio, el archivador gris, las estanterías con los volúmenes encuadernados en piel escrupulosamente dispuestos. Allí no había elementos superfluos, ornamentales ni ostentosos. Era el refugio de un hombre cuyos intereses se ceñían a cuestiones intelectuales y que deseaba llevar una vida cómoda y ordenada. Dalgliesh pensó con ironía que estaba a punto de perder ese orden.
Oyeron el ruido de la puerta y poco después Raphael entró en el anexo. Al cabo de unos segundos apareció Gregory, ahora vestido con pantalones y una camisa recién planchada de color azul marino, pero todavía despeinado.
– Será mejor que nos sentemos -dijo.
Lo hicieron. Raphael, desconcertado, paseó la vista entre Dalgliesh y Gregory, sin hablar.
Gregory se volvió hacia su hijo.
– He de decirte algo -anunció-. Pese a que nunca habría elegido este momento, la policía ha demostrado más interés en mis asuntos personales del que yo había previsto, de manera que no me queda alternativa. Me casé con tu madre el 27 de abril de 1988. Supongo que pensarás que habría resultado más apropiado que esa ceremonia se celebrase hace veintiséis años. No hay forma de decir esto sin que suene melodramático. Soy tu padre, Raphael.
– No le creo. No es verdad -replicó el joven, mirándolo a los ojos. Era una respuesta normal ante una noticia inesperada y desagradable. La repitió en voz más alta-: No le creo.
No obstante, su expresión desmentía sus palabras. La frente, las mejillas y el cuello empalidecieron de manera progresiva, como si la sangre hubiese invertido su curso normal. Se levantó y se quedó muy quieto, posando los ojos en Dalgliesh y Kate, buscando con desesperación una negación de lo que acababa de oír. Los músculos de su rostro parecieron volverse momentáneamente flácidos, y las incipientes arrugas se hicieron más profundas. Dalgliesh advirtió fugazmente y por primera vez cierta semejanza entre Raphael y su padre, que desapareció en cuanto reparó en ella.
– No te pongas así, Raphael -le reconvino Gregory-. Podemos representar esta escena sin recurrir a Henry Wood, ¿no? Siempre he detestado los melodramas Victorianos. ¿Crees que mentiría sobre un asunto como éste? El comisario Dalgliesh tiene una copia del certificado de matrimonio.
– Eso no significa que usted sea mi padre.
– Tu madre sólo se acostó con un hombre en toda su vida. Yo admití mi responsabilidad en una carta que le envié. Por alguna razón, ella exigió ese pequeño reconocimiento de mi estupidez. Después de la boda, me entregó toda nuestra correspondencia. Por otra parte, también está la posibilidad de someternos a un análisis de ADN, desde luego. Los hechos son incontestables. -Guardó silencio por unos instantes y dijo-: Lamento que la noticia te repugne tanto.
Raphael habló con tanta frialdad que su voz sonó casi irreconocible.
– ¿Y qué pasó? Lo habitual, supongo. Usted se la tiró, la dejó embarazada, descubrió que no le apetecía casarse ni tener un hijo y la abandonó, ¿verdad?
– No exactamente. Ninguno de los dos deseaba un hijo y ni siquiera nos planteamos la posibilidad de casarnos. Yo era el mayor y con seguridad merezco cargar con la mayor parte de la culpa. Tu madre contaba dieciocho años. ¿Acaso tu religión no se basa en la indulgencia cósmica? Entonces, ¿por qué no la perdonas? Los curas te han cuidado mejor de lo que lo habría hecho cualquiera de nosotros dos.
– Yo habría sido el heredero de Saint Anselm -murmuró Raphael después de una larga pausa.
Gregory miró a Dalgliesh.
– Es el heredero de Saint Anselm -afirmó éste-, a menos que se me haya escapado alguna sutileza legal. He hablado con los abogados. Agnes Arbuthnot dispuso en su testamento que, si el seminario cerraba, todo lo que ella había donado iría a parar a los legítimos herederos de su padre, por línea masculina o femenina, siempre y cuando éstos fuesen miembros practicantes de la Iglesia anglicana. No escribió «nacidos dentro del matrimonio», sino «legítimos según las leyes de Inglaterra». Sus padres se casaron después de la entrada en vigor de la Ley de Legitimación. Eso lo convierte a usted en hijo legítimo.
Raphael caminó hasta la ventana y contempló el campo en silencio.
– Supongo que me resignaré. Me resigné a la idea de que mi madre me había dejado como quien deja un atado de ropa vieja en una tienda benéfica. Me resigné a no saber el nombre de mi padre, ni siquiera si estaba vivo. Me resigné a crecer en un seminario mientras que mis compañeros tenían un hogar. También me resignaré a esto. Por el momento, lo único que quiero es perderlo de vista para siempre.
Dalgliesh se preguntó si Gregory habría notado que la voz de su hijo temblaba de emoción, una emoción que se apresuró a controlar.
– Eso tiene arreglo, por supuesto -repuso Gregory-, pero no ahora. Me imagino que el comisario Dalgliesh querrá retenerme aquí. Esta emocionante información me ha proporcionado un móvil para el asesinato. Y a ti también, desde luego.
Raphael se volvió hacia él.
– ¿Lo mató usted?
– ¡Dios, qué ridiculez! -exclamó, y le soltó a Dalgliesh-: Creía que su obligación era investigar un asesinato, no complicarle la vida a la gente.
– Me temo que las dos cosas van unidas a menudo.
Dalgliesh intercambió una mirada con Kate y juntos se encaminaron hacia la puerta.
– Obviamente, habrá que decírselo a Sebastian Morell -señaló Gregory-. Preferiría que lo dejasen en mis manos o en las de Raphael. -Se dirigió a su hijo-. ¿Te parece bien?
– Yo no diré nada -respondió Raphael-. Cuéntele lo que quiera. Me es totalmente indiferente. Hace diez minutos no tenía padre. Y ahora tampoco lo tengo.
– ¿Cuánto tiempo piensa esperar? -preguntó Dalgliesh a Gregory-. No puede posponerlo indefinidamente.
– No lo haré, aunque después de doce años, no creo que importe que espere una semana más. Preferiría callar hasta que usted termine su investigación, suponiendo que alguna vez la termine. Pero no; eso no sería práctico. Se lo diré a finales de esta semana. Creo que deberían permitirme elegir el momento y el lugar.
Raphael ya había salido de la casa, y a través de los grandes paneles de cristal tiznados por la bruma, lo vieron caminar en dirección al mar.
– ¿Estará bien? -se preocupó Kate-. ¿No deberíamos seguirlo?
– Sobrevivirá -aseguró Gregory-. No es Ronald Treeves. A pesar de lo mucho que se compadece de sí mismo, Raphael ha sido un consentido durante toda su vida. Mi hijo está protegido por una saludable soberbia.
Cuando Nobby Clark acudió a buscar el chándal, Gregory no opuso reparos; se limitó a observar con una sonrisa sardónica mientras lo metían en la bolsa de plástico y lo etiquetaban. Luego acompañó a Dalgliesh, Kate y Clark a la puerta con la actitud formal de quien sale a despedirse de unos invitados queridos.
– Tiene un móvil -comentó Kate en el camino hacia San Mateo-. Supongo que ahora Gregory es nuestro principal sospechoso, pero no tiene mucho sentido, ¿no? Están a punto de cerrar el seminario, y al final Raphael heredaría los bienes. No había razón para precipitarse.
– Claro que la había, Kate -repuso Dalgliesh-. Piénselo bien.
Se ahorró más explicaciones, y Kate se abstuvo de pedirlas.
En cuanto llegaron a la casa San Mateo, Piers abrió la puerta.
– Estaba a punto de llamarlo, señor -dijo-. Han telefoneado del hospital. El inspector Yarwood ya está en condiciones de ser interrogado. Han recomendado que lo dejemos para mañana, cuando haya descansado un poco.
Todos los hospitales, con independencia de su estilo arquitectónico o su ubicación, son iguales en esencia, pensó Dalgliesh. Compartían el mismo olor; la misma pintura; los mismos letreros que indican a los visitantes las salas y pabellones; los mismos cuadros anodinos en los pasillos, obras escogidas para tranquilizar y no para estimular el intelecto; las mismas visitas cargadas de flores o paquetes avanzando con seguridad hacia una habitación conocida; el mismo personal vestido con una variedad de uniformes completos y parciales, moviéndose con soltura en su hábitat natural; las mismas caras cansadas y decididas. ¿En cuántos hospitales había entrado desde sus días de agente raso? ¿Cuántas veces había ido a vigilar a prisioneros o testigos, tomar declaraciones a moribundos o interrogar al personal médico, que continuamente tenía asuntos más urgentes de que ocuparse?
– Siempre procuro evitar estos sitios -dijo Piers mientras se dirigían hacia la sala-. Contagian infecciones que los médicos no saben curar, y si las visitas que uno recibe no lo dejan agotado, lo hacen las de los demás. Es imposible dormir bien y la comida resulta asquerosa.
Al mirarlo, Dalgliesh sospechó que sus palabras destilaban una repugnancia más profunda, cercana a una fobia.
– Los médicos son como la policía -observó-. Uno no piensa en ellos hasta que los necesita, y entonces espera que obren milagros. Quiero que aguarde fuera mientras hablo con Yarwood, al menos al principio. Si preciso de un testigo, lo llamaré. Tendré que actuar con tacto.
Un residente ridículamente joven, con el fonendoscopio de rigor alrededor del cuello, confirmó que el inspector Yarwood se encontraba lo bastante bien para responder a sus preguntas y los envió a una pequeña sala lateral. Un policía uniformado montaba guardia en la puerta. Al verlos, se levantó y se puso en posición de firmes.
– Agente Lane, ¿verdad? -preguntó Dalgliesh-. Creo que su presencia será innecesaria una vez que haya hablado con el inspector Yarwood. Supongo que se alegrará de marcharse.
– Sí, señor, andamos muy cortos de personal.
Y quién no, se dijo Dalgliesh.
La cama de Yarwood estaba situada frente a una ventana con vistas a los tejados de los suburbios, unificados por las ordenanzas municipales. El paciente tenía una pierna suspendida en el aire, sujeta a una polea. Después de que coincidieran en Lowestoft, el comisario sólo lo había visto brevemente una vez en Saint Anselm. Entonces le había sorprendido su gesto de cansado conformismo. Ahora parecía haber encogido, y el cansancio había cedido el paso a la derrota. Los hospitales se apropian de algo más que el cuerpo, pensó Dalgliesh; nadie ejerce poder alguno desde estas camas estrechas y funcionales. Yarwood había empequeñecido tanto desde el punto de vista físico como espiritual, y sus tristes ojos reflejaban una mezcla de perplejidad y vergüenza ante la fatalidad que había precipitado su caída.
Fue imposible eludir la primera pregunta banal mientras se estrechaban la mano.
– ¿Cómo se encuentra?
Yarwood no contestó directamente.
– Si Pilbeam y ese chico no hubiesen dado conmigo a tiempo, ahora estaría en el otro barrio. El fin de los sentimientos. El fin de la claustrofobia. Tanto mejor para Sharon, para los niños y para mí. Lamento comportarme como un llorica. En aquella zanja, antes de perder el conocimiento, no experimenté dolor ni inquietud; sólo paz. No habría sido una mala muerte. Si quiere que le sea franco, señor Dalgliesh, hubiera preferido que me dejaran allí.
– Yo no. Ya ha habido suficientes muertes en Saint Anselm. -No le comunicó la última.
Yarwood fijó la vista en los tejados.
– Ya no tendría que esforzarme por seguir adelante ni me sentiría como un maldito fracasado.
Dalgliesh buscó unas palabras de consuelo con las que sabía que no atinaría.
– No olvide que por terrible que sea el infierno en el que esté sumido ahora, no durará para siempre. Nada es eterno.
– Pero podría empeorar. Aunque me cueste creerlo, es posible.
– Sólo si usted lo permite.
Yarwood tardó unos segundos en responder:
– Entiendo a qué se refiere. Le pido perdón por haberle fallado. ¿Qué sucedió exactamente? Sé que asesinaron a Crampton, pero nada más. Veo que hasta el momento ha conseguido impedir que la noticia llegue a los periódicos nacionales, y en la radio local han sido muy escuetos al respecto. ¿Cómo fue? Supongo que salió en mi busca después de descubrir el cadáver y advirtió que había desaparecido. Justo lo que necesitaba: que un asesino anduviese suelto mientras el único hombre capacitado para prestarle ayuda profesional inmediata hacía todo lo posible para pasar por sospechoso. Aunque resulte extraño, no consigo interesarme por el caso ni superar mi indiferencia; yo, que fui un policía con fama de poner un celo exagerado en su trabajo. A propósito, yo no lo maté.
– Nunca lo he pensado. Crampton apareció muerto en la iglesia, y de momento todo indica que acudió allí engañado. Si usted hubiera querido enzarzarse en una pelea violenta con él, le habría bastado con ir a su habitación.
– Sin embargo, eso vale para todos los que se hallaban en el seminario.
– El asesino quiso incriminar a Saint Anselm. El archidiácono era la víctima principal, mas no la única. No creo que usted albergara semejantes propósitos.
Se produjo un silencio. Yarwood cerró los ojos y removió nerviosamente la cabeza sobre la almohada.
– No -convino-, no lo deseo. Me encanta ese lugar. Y ahora también se ha venido abajo por mi culpa.
– No es tan fácil lograr que Saint Anselm se venga abajo. ¿Cómo conoció a los sacerdotes?
– Fue hace tres años. Yo era sargento y acababa de incorporarme al cuerpo de Suffolk. El padre Peregrine había chocado con un camión en la carretera de Lowestoft. Pese a que no hubo heridos, me vi obligado a interrogarlo. Es demasiado distraído para conducir bien, de modo que lo convencí de que renunciara al volante. Creo que los demás padres me están agradecidos por ello. En fin, nunca me pareció que les molestaran mis visitas. No sé qué tiene ese lugar, pero me sentía distinto cuando iba allí. Cuando Sharon me abandonó, empecé a ir a la misa de los domingos. No soy un hombre religioso, así que no me enteraba de lo que decían. De todas maneras, tampoco me importaba; simplemente me gustaba estar allí. Los padres me han tratado muy bien. No meten las narices en mi vida ni me piden que les haga confidencias; me aceptan como soy. He pasado por todo: médicos, psiquiatras, consejeros… Sin embargo, Saint Anselm es diferente. No, jamás les haría daño. Aun así, hay un agente en la puerta de esta habitación, ¿no? No soy tonto. Quizás esté un poco loco, pero no soy tonto. Me he roto la pierna, no la cabeza.
– El agente está aquí para protegerlo. Yo no sabía lo que usted había visto ni si podría presentar testimonio. Cabía la posibilidad de que alguien quisiera quitarlo de en medio.
– Eso suena exagerado, ¿no?
– No quise correr riesgos. ¿Recuerda lo que ocurrió el sábado por la noche?
– Sí, al menos hasta el momento en que perdí el conocimiento en la zanja. Guardo una impresión muy confusa de la caminata, como si hubiese sido más corta de lo que fue, pero conservo fresco en la memoria el resto. O por lo menos la mayor parte.
– Empecemos por el principio. ¿A qué hora salió de su habitación?
– Hacia las doce menos cinco. La tormenta me despertó. Aunque había estado dormitando, no había llegado a conciliar un sueño profundo. Encendí la luz y consulté el reloj. Ya sabe lo que sucede cuando uno pasa una mala noche: está deseando que sea más tarde de lo que es, que llegue pronto la mañana. Entonces me asaltó el pánico. Me quedé paralizado de terror y empecé a sudar. Tenía que salir de la habitación, de Gregorio, de Saint Anselm. Me habría sentido igual en cualquier otro sitio. Por lo visto, me puse el abrigo sobre el pijama y los zapatos sin calcetines. No me acuerdo de eso. El viento no me preocupó; de hecho, en el estado en que me encontraba, me hizo bien. Habría salido incluso bajo una nevada y con el suelo cubierto por varios metros de nieve. Dios, ojalá hubiera sido así.
– ¿Cómo abandonó el recinto?
– Por la verja de hierro que se alza entre la iglesia y Ambrosio. Dispongo de una llave… Se la entregan a todos los huéspedes. Aunque usted ya lo sabe.
– Encontramos la verja cerrada con llave -explicó Dalgliesh-. ¿Recuerda haber cerrado al salir?
– Debí de hacerlo, ¿no? Es la clase de cosa que uno hace automáticamente.
– ¿Vio a alguien cerca de la iglesia?
– A nadie. El patio estaba desierto.
– ¿No oyó nada ni vio alguna luz, o la puerta de la iglesia abierta, por ejemplo?
– No oí nada aparte del viento y no recuerdo que hubiese luz en la iglesia. Si la había, no la vi. Creo que habría notado que la puerta estaba abierta de par en par, pero no me hubiera fijado en ella si estaba entornada. Vi a alguien, aunque no cerca de la iglesia, sino antes, cuando pasé por delante de Ambrosio. Era Eric Surtees. Estaba en el claustro norte, entrando en el edificio principal.
– ¿No le extrañó verlo allí?
– No mucho. No sabría describir lo que me pasaba por la cabeza en esos momentos. Respirar el aire fresco, la sensación de estar fuera de aquellas paredes… En el caso de que me hubiese detenido a pensar en Surtees, presumo que habría dado por sentado que lo habían llamado para solucionar alguna emergencia doméstica. Al fin y al cabo, es el encargado de mantenimiento, ¿no?
– ¿A medianoche y en medio de una tormenta?
Los dos se quedaron callados. A Dalgliesh le llamó la atención que el interrogatorio, lejos de inquietar a Yarwood, parecía haberle levantado el ánimo y desviado su atención, al menos por el momento, de sus problemas personales.
– Cuesta imaginarlo como un asesino, ¿no? -dijo éste-. Un muchacho tranquilo, tímido y servicial. Que yo sepa, no tenía motivos para odiar a Crampton. Por otro lado, estaba entrando en la casa, no en la iglesia. ¿Qué hacía si no lo habían llamado?
– Quizás iba a buscar las llaves de la iglesia. Sabría dónde encontrarlas.
– ¿No hubiera sido una imprudencia? ¿Y por qué tanta prisa? ¿No debía pintar la sacristía el lunes? Creo que se lo oí decir a Pilbeam. Y si quería una llave, ¿por qué no la robó antes? Era libre de pasearse por la casa.
– Se habría expuesto a que lo descubrieran. El seminarista encargado de preparar la iglesia habría notado que faltaba un juego de llaves.
– Muy bien, de acuerdo. Pero lo que dijo de mí es válido también para Surtees. Si quería pelear con Crampton, sabía dónde encontrarlo. Y también sabía que la puerta de Agustín no tenía llave.
– ¿Está seguro de que era Surtees? ¿Lo bastante seguro para jurarlo ante los tribunales si fuese necesario? Pasaba de medianoche, y usted no se encontraba bien.
– Era Surtees. Lo conozco bien. Las luces de los claustros son poco potentes, pero sé que no me equivoco. Podría jurarlo ante los tribunales y durante interrogatorios posteriores, si es eso lo que quiere saber. A pesar de todo, no sería de gran utilidad en un juicio. Ya me figuro el alegato final del defensor: mala visibilidad; una figura vislumbrada por un segundo o dos; un testigo perturbado, lo bastante loco como para salir a caminar durante una fuerte tormenta. Y luego, naturalmente, los indicios de que yo, a diferencia de Surtees, detestaba a Crampton.
Yarwood empezaba a cansarse. Su súbito entusiasmo por la investigación parecía haberlo agotado. Era tarde, y con esta nueva información, Dalgliesh estaba impaciente por marcharse. No obstante, primero debía cerciorarse de que no hubiese más información por asimilar.
– Necesitaremos una declaración, desde luego -dijo-, pero no corre prisa. A propósito, ¿cuál cree que fue la causa de su ataque de pánico? ¿La discusión que sostuvo con Crampton a la hora del té?
– ¿Se ha enterado? Claro que sí, es evidente. No esperaba verlo en Saint Anselm y supongo que me llevé una sorpresa tan grande como la suya. Yo no encendí la discusión; fue él. Se puso a lanzarme sus antiguas y venenosas acusaciones. Temblaba de furia, como si fuese a sufrir un ataque. Todo se remonta a la muerte de su esposa. En ese entonces yo era sargento, y aquél fue mi primer caso de asesinato.
– ¿Asesinato?
– Él mató a su esposa, señor Dalgliesh. Yo estaba seguro de ello entonces y sigo estándolo ahora. De acuerdo, me excedí, fastidié toda la investigación. Al final me denunció por acoso y me amonestaron. No benefició mi carrera. Dudo que hubiera llegado a ser inspector si me hubiese quedado en la Metropolitana. Sin embargo, no me cabe duda de que mató a su esposa y salió impune.
– ¿En qué se basa para afirmar eso?
– Había una botella de vino junto a la cama de la mujer, que murió de una sobredosis de alcohol y aspirinas. La botella no presentaba huellas porque las habían limpiado. No sé cómo consiguió obligarla a que tomase un frasco entero de pastillas, pero sé que lo hizo. Crampton declaró que ni siquiera se había acercado a la cama. ¡Hizo mucho más que eso!
– Quizá mintiese sobre la botella y al decir que no se había acercado a la cama -concedió Dalgliesh-, pero eso no significa que la matase. Es posible que el pánico se apoderara de él al encontrarla muerta. La gente reacciona de forma extraña en situaciones de estrés.
– La mató, señor -repitió Yarwood con terquedad-. Lo leí en su cara y en sus ojos. Mintió. De cualquier modo, no crea que aproveché la ocasión para vengar a aquella mujer.
– ¿Podría haberlo hecho alguien? ¿Ella tenía parientes cercanos, hermanos o un ex amante?
– No, señor Dalgliesh. Sólo unos padres que no se mostraron especialmente afectados. Nunca se le hizo justicia, y a mí tampoco. Aunque no lamento la muerte de Crampton, yo no lo maté. Y no me importaría que nunca descubriesen a su asesino.
– Lo descubriremos -replicó Dalgliesh-. Y usted es policía. En el fondo no está convencido de lo que acaba de afirmar. Me mantendré en contacto. No comente con nadie lo que me ha contado. Claro que usted sabe bien lo que es la discreción.
– ¿De veras? Bueno, supongo que sí. Ahora me cuesta creer que algún día regresaré al trabajo.
Volvió el rostro en un gesto de deliberado rechazo. No obstante, Dalgliesh necesitaba formular una última pregunta.
– ¿Habló de sus sospechas sobre el archidiácono con alguien de Saint Anselm?
– No. No era algo que les hubiese gustado oír. Además, todo eso pertenecía al pasado. No esperaba volver a ver a ese hombre. Aunque seguramente lo sabrán ya…, si es que Raphael Arbuthnot se ha molestado en sacarlo a la luz.
– ¿Raphael?
– Estaba en el claustro sur cuando Crampton me abordó. Raphael lo oyó todo.
Se habían desplazado al hospital en el Jaguar de Dalgliesh. Ni él ni Piers hablaron mientras se abrochaban los cinturones de seguridad, y ya habían dejado atrás los barrios periféricos del este de la ciudad cuando el comisario explicó escuetamente lo que había averiguado. Piers lo escuchó en silencio y luego dijo: -No veo a Surtees como un asesino, pero si fue él, no actuó solo. Su hermana debió de echarle una mano. Dudo que ella pasara por alto algo de lo que ocurrió en la casa San Juan durante la noche del sábado. Aun así, ¿por qué iban a desear la muerte de Crampton? Bueno, sabían que el archidiácono estaba empeñado en cerrar Saint Anselm, cosa que no le habría hecho gracia a Surtees. Parece muy contento en su casita y con sus cerdos. Sin embargo, no iba a evitar el cierre matando a Crampton. Y si se había enzarzado en una discusión personal con él, ¿por qué iba a molestarse en urdir un complicado plan para llevarlo a la iglesia? Sabía dónde dormía el archidiácono; tenía que saber también que la puerta no se cerraba con llave.
– Como todos los que estaban en el seminario -señaló Dalgliesh-, incluidos los huéspedes. Quienquiera que matase a Crampton quería que supiéramos que se trataba de un asunto interno. Eso ha estado claro desde el principio. No existe ningún móvil aparente para Surtees ni para su hermanastra. Si nos centramos en el móvil, Gregory ha de ser el principal sospechoso.
Estaba de más abundar en el tema, y Piers deseó haber mantenido la boca cerrada. Sabía que cuando Dalgliesh estaba meditabundo más valía callar, sobre todo si no había nada nuevo que añadir.
Una vez en la casa San Mateo, el comisario decidió interrogar a los Surtees con la ayuda de Kate. Llegaron cinco minutos después, escoltados por Robbins. Karen Surtees se quedó en la sala de espera, con la puerta firmemente cerrada.
Era obvio que Surtees estaba limpiando la pocilga cuando Robbins había ido a buscarlo, pues cuando llegó a la sala de interrogatorios despedía un fuerte aunque no desagradable olor a tierra y a animales. Sólo se había tomado el tiempo justo para lavarse las manos, que ahora descansaban, cerradas en puños, sobre su regazo. Las mantuvo allí con una inmovilidad tan controlada que parecían ajenas al resto de su cuerpo, y a Dalgliesh le recordaron a dos animalillos acurrucados y paralizados por el pánico. No había tenido ocasión de ponerse de acuerdo con su hermana, y las miradas que dirigió a la puerta después de entrar pusieron de relieve cuánto necesitaba la cercanía y el apoyo de la mujer. Ahora permanecía sentado con una rigidez antinatural; sólo sus ojos se posaron alternadamente en Dalgliesh y Kate hasta fijarse por fin en aquél. El comisario era un hombre experimentado en reconocer el miedo, de manera que no lo interpretó erróneamente. Sabía que a menudo eran los inocentes quienes se mostraban más asustados; los culpables, una vez que habían elaborado su ingeniosa historia, estaban impacientes por contarla y se sometían al interrogatorio con una mezcla de arrogancia y bravuconería que se llevaba por delante cualquier embarazosa manifestación de culpa o temor.
Sin perder el tiempo en formalidades, fue al grano.
– El domingo, cuando mis subalternos lo interrogaron, usted aseguró que no había salido de San Juan en ningún momento de la noche del sábado. Se lo preguntaré otra vez. ¿Estuvo en la iglesia o en el seminario después de las completas del sábado?
Surtees echó un rápido vistazo a la ventana, como deseando escapar por ella, antes de obligarse a clavar la vista de nuevo en Dalgliesh. Contestó en un tono extrañamente agudo.
– No, claro que no. ¿Por qué?
– Señor Surtees, un testigo lo vio entrar en Saint Anselm por el claustro norte poco después de medianoche -dijo Dalgliesh-. Lo identificaron de forma inequívoca.
– No era yo. Debió de ser otra persona. Nadie puede haberme visto porque no estuve allí. Es mentira.
La confusa negativa debió de sonar poco convincente incluso para Surtees.
– ¿Quiere que lo arrestemos por asesinato? -preguntó el comisario con notable paciencia.
Surtees pareció encogerse. Presentaba todo el aspecto de un niño. Después de un silencio, dijo:
– De acuerdo, entré en el seminario. Me desperté y vi luz en la iglesia, así que fui a investigar.
– ¿A qué hora vio luz?
– Hacia la medianoche, como ha dicho usted. Me levanté para ir al baño y vi luz.
Kate habló por primera vez.
– Sin embargo, todas las casas están diseñadas de igual manera, con los dormitorios y los cuartos de baño en la parte trasera. En su casa dan al noroeste. ¿Cómo alcanzó a ver la iglesia?
Surtees se humedeció los labios.
– Tenía sed. Fui a buscar un vaso de agua y vi la luz por la ventana del salón. Al menos me pareció verla. Era muy tenue. Pensé que debía salir a investigar.
– ¿No se le ocurrió despertar a su hermana o telefonear al señor Pilbeam o al padre Sebastian? -inquirió Dalgliesh-. Hubiera sido lo más natural.
– No quería molestarlos.
– Debe de ser muy valiente para salir solo en una noche de tormenta a enfrentarse con un posible ladrón -opinó Kate-. ¿Qué se proponía hacer cuando llegara a la iglesia?
– No lo sé. No pensaba con claridad.
– Tampoco está pensando con claridad ahora, ¿verdad? -terció Dalgliesh-. Pero continúe. Según usted fue a la iglesia. ¿Qué encontró allí?
– No entré. No podía porque no tenía llave. La luz continuaba encendida. Entré en la casa y fui a buscar las llaves al armario de la señorita Ramsey, pero cuando volví al claustro norte la luz de la iglesia estaba apagada. -Ahora hablaba con mayor seguridad, y sus manos se habían relajado visiblemente.
Tras cambiar una mirada con Dalgliesh, Kate se hizo cargo del interrogatorio.
– ¿Y qué hizo entonces?
– Nada. Creí que me había confundido respecto a la luz.
– Sin embargo antes había estado muy seguro, de lo contrario no habría salido en medio de la tormenta, ¿o sí? Primero hay luz y luego se apaga misteriosamente. ¿No se le ocurrió acercarse a la iglesia a ver qué sucedía? Ése era su propósito al salir de casa, ¿no?
– No me pareció necesario -farfulló Surtees-, puesto que ya no había luz. Ya se lo he dicho; pensé que me había equivocado. -Y añadió-: Probé a abrir la puerta de la sacristía, pero estaba cerrada con llave, así que me convencí de que no había nadie dentro.
– Después de que se encontrara el cuerpo del archidiácono, descubrimos que faltaba uno de los juegos de llaves de la iglesia. ¿Cuántos había cuando usted agarró uno?
– No lo recuerdo. No me fijé. Estaba impaciente por salir del despacho. Sabía exactamente dónde estaban las llaves y me limité a llevarme el juego más cercano.
– ¿Y no las devolvió?
– No. No quise entrar de nuevo en la casa.
Dalgliesh intervino con voz queda:
– En ese caso, ¿dónde están ahora, señor Surtees?
Kate había visto pocos sospechosos tan aterrorizados como éste. La valiente fachada de esperanza y seguridad se desmoronó, y Surtees se encorvó en la silla, con la cabeza gacha y tiritando de la cabeza a los pies.
– Voy a preguntárselo una vez más -advirtió Dalgliesh-. ¿Entró en la iglesia el sábado por la noche?
Surtees consiguió sentarse derecho e incluso fijar los ojos en los del comisario, y Kate tuvo la impresión de que el terror se transformaba en alivio. Estaba a punto de decir la verdad y se alegraba de poner fin a la angustia que le provocaba mentir. Ahora él y la policía estarían en el mismo bando. Aprobarían su conducta, lo absolverían, le dirían que entendían su posición. Kate había visto esa misma escena muchas veces.
– De acuerdo, entré en la iglesia -reconoció Surtees-. Pero yo no maté a nadie, lo prometo. ¡No sería capaz! Juro por Dios que ni siquiera me acerqué al archidiácono. Estuve allí menos de un minuto.
– ¿Haciendo qué? -preguntó Dalgliesh.
– Fui a buscar algo para Karen, una cosa que necesitaba. No tiene nada que ver con el archidiácono. Es un asunto privado.
– Señor Surtees, eso no nos vale -lo reprendió Kate-. En una investigación de asesinato nada es privado. ¿Para qué entró en la iglesia?
Surtees miró a Dalgliesh como implorándole comprensión.
– Karen necesitaba otra hostia consagrada. Tenía que estar consagrada. Me pidió que fuese a buscarla.
– ¿Le pidió que la robase por ella?
– Ella no lo veía de esa manera. -Después de una pausa, agregó-: Sí, supongo que sí. Aunque no fue culpa suya, sino mía. No tenía por qué aceptar. No quería hacerlo; los padres siempre han sido buenos conmigo. Pero para Karen era importante y al final me convenció. Debía conseguirla este fin de semana porque la necesita para el viernes. Para ella no era más que una hostia. Jamás me hubiera pedido que robase algo valioso.
– Pero una hostia es algo valioso, ¿no? -replicó Dalgliesh. Hubo otro silencio-. Cuénteme todo lo que sucedió la noche del sábado. Haga memoria y piense con claridad. Quiero todos los detalles.
Surtees se había tranquilizado. Estaba más erguido y el color había vuelto a sus mejillas.
– Esperé hasta muy tarde -comenzó-. Tenía que asegurarme de que todos dormían, o por lo menos estaban en sus habitaciones. Y la tormenta me fue de gran ayuda. Supuse que nadie saldría a dar un paseo. Salí a eso de las doce menos cuarto.
– ¿Qué llevaba puesto?
– Unos pantalones marrones de pana y una cazadora de piel. Nada de color claro. Pensamos que sería más seguro usar ropa oscura, pero tampoco iba disfrazado.
– ¿Llevaba guantes?
– No. No creímos… no creí que fuera necesario. Sólo dispongo de los gruesos guantes de jardinería y de un viejo par de lana. Habría tenido que quitármelos para recoger la hostia e introducir la llave en la cerradura. Además, hubiera sido absurdo. Nadie se enteraría de que había entrado. No iban a echar en falta una hostia; en el peor de los casos, pensarían que habían contado mal. Yo sólo dispongo de dos llaves: una de la verja y otra de la puerta que comunica la casa con el claustro norte. No suelo utilizarlas durante el día, ya que tanto la verja como las puertas que dan a los claustros permanecen abiertas. Sabía que las llaves de la iglesia estaban en el despacho de la señorita Ramsey. A veces, en fiestas como Pascua, les llevo flores o ramas y el padre Sebastian me pide que las deje en un cubo de agua en la sacristía. Siempre hay algún estudiante al que se le da bien decorar la iglesia. En ocasiones el padre Sebastian me entrega las llaves, o me indica que las saque del armario, que cierre bien al salir y que las devuelva. En teoría, estamos obligados a firmar cada vez que nos llevamos las llaves, pero en ocasiones la gente no se molesta en hacerlo.
– Le pusieron las cosas muy fáciles, ¿verdad? Aunque siempre es fácil robar a la gente que confía en uno.
Dalgliesh reparó al tiempo en el dejo de desprecio de su propia voz y en la muda sorpresa de Kate. Se percató de que estaba tomándoselo de una forma demasiado personal.
– No pretendía hacerle daño a nadie -protestó Surtees con mayor seguridad de la que había demostrado hasta el momento-. Jamás lo haría. Incluso si hubiera conseguido robar la hostia, no habría perjudicado a nadie del seminario. Dudo que se enterasen. Era sólo una hostia. No ha de valer más de un penique.
– Volvamos a lo que sucedió el sábado -ordenó Dalgliesh-. Dejemos a un lado las excusas y las justificaciones y ciñámonos a los hechos.
– Bueno, como ya he dicho, salí hacia las doce menos cuarto. El viento rugía y el seminario estaba muy oscuro. Sólo había una luz en uno de los apartamentos de invitados, pero las cortinas estaban corridas. Usé mi llave para entrar en el edificio por la puerta trasera, crucé la antecocina y me encaminé hacia la parte principal de la casa. Llevaba una linterna, de modo que no fue preciso encender ninguna luz, aunque había una encendida debajo de la imagen de la Virgen y el Niño, en el vestíbulo. Había preparado una historia por si me topaba con alguien: le aseguraría que había visto luz en la iglesia y que iba a buscar las llaves para investigar. Sabía que no era muy verosímil, pero no creía que tuviera que recurrir a ella. Tomé el llavero, salí por donde había entrado y cerré con llave. Apagué las luces del claustro y caminé pegado a la pared. No me costó abrir la cerradura embutida de la sacristía: siempre está engrasada, y la llave giró con facilidad. Empujé la puerta muy despacio, alumbrando el camino con la linterna, y desconecté la alarma.
»Empezaba a sentirme más tranquilo y optimista, pues todo estaba saliendo de maravilla. Por supuesto, sabía dónde se hallaban las hostias: a la derecha del altar, en una especie de hornacina iluminada por una luz roja. Siempre dejan algunas hostias consagradas allí por si los sacerdotes tienen que dárselas a un enfermo o llevarlas a alguna de las iglesias de los alrededores donde no hay párroco. Me había metido un sobre en el bolsillo para poner la hostia dentro. Sin embargo, cuando abrí la puerta de la iglesia vi que no estaba vacía. Había alguien.
De nuevo se quedó callado. Dalgliesh resistió la tentación de hacer comentarios o preguntas. Surtees, con la cabeza gacha, había enlazado las manos al frente. Era como si de repente recordar supusiera un esfuerzo para él.
– La luz de El juicio final estaba encendida. Y allí mismo había una persona, de pie; un hombre que llevaba una capa marrón con capucha.
Kate, presa de una irrefrenable curiosidad, preguntó:
– ¿Lo reconoció?
– No. Estaba parcialmente tapado por una columna, en penumbra. Además, llevaba la capucha puesta.
– ¿Alto o bajo?
– De estatura mediana, no muy alto. No lo recuerdo muy bien. Entonces, mientras lo observaba, se abrió la puerta sur y entró otro hombre. Tampoco lo reconocí. En realidad, ni siquiera lo vi; sólo le oí decir «¿dónde está?» y me apresuré a cerrar la puerta. Sabía que mi plan se había fastidiado. No me quedaba otro remedio que echar llave a la puerta y regresar a mi casa.
– ¿Está absolutamente seguro de que no reconoció a ninguna de las dos figuras? -quiso saber Dalgliesh.
– Sí. No les vi la cara a ninguno de los dos. De hecho, al segundo hombre ni siquiera llegué a verlo.
– Pero ¿sabe que era un hombre?
– Bueno, le oí hablar.
– ¿De quién cree que se trataba?
– A juzgar por su voz, yo diría que era el archidiácono.
– Entonces debió de hablar bastante alto, ¿no?
Surtees se ruborizó.
– Supongo que habló alto -contestó apesadumbrado-, aunque en su momento no me lo pareció. Claro que la iglesia estaba en silencio y la voz resonaba. No puedo afirmar con certeza que fuese el archidiácono; es sólo la impresión que me asaltó entonces.
Era obvio que no estaba en condiciones de ofrecer datos fidedignos sobre la identidad de ninguna de las dos figuras. Dalgliesh le preguntó qué había hecho después de salir de la iglesia.
– Conecté de nuevo la alarma, cerré la puerta con llave y crucé el patio, pasando junto a la puerta sur de la iglesia. No estaba abierta ni entornada. No recuerdo haber visto luz, aunque tampoco me fijé. Estaba ansioso por alejarme de allí. Atravesé el descampado con dificultad, batallando contra el viento, y le conté lo ocurrido a Karen. Esperaba que surgiese una oportunidad para devolver la llave el domingo por la mañana, pero cuando nos reunieron en la biblioteca y nos informaron del asesinato, supe que sería imposible.
– ¿Y qué hizo con ellas?
– Las enterré en una esquina de la pocilga -respondió Surtees con aflicción.
– Cuando terminemos esta entrevista, el sargento Robbins lo acompañará a buscarlas.
Surtees hizo ademán de levantarse, pero Dalgliesh lo atajó.
– He dicho «cuando terminemos». No hemos terminado todavía.
La información que acababan de recabar era la más valiosa que habían conseguido hasta el momento, y Dalgliesh sintió la tentación de usarla de inmediato. No obstante, antes había que confirmar la versión de Surtees.
En respuesta a la llamada de Kate, Karen Surtees entró en la sala con aparente serenidad, se sentó junto a su hermanastro sin esperar a que Dalgliesh la invitara a hacerlo, colgó un bolso negro del respaldo de la silla y se volvió de inmediato hacia Surtees.
– ¿Te encuentras bien, Eric? ¿Te han aplicado el tercer grado?
– Estoy bien. Lo siento, Karen. Les he contado todo. -Repitió-: Lo siento.
– ¿Por qué? Hiciste lo que pudiste. No fue culpa tuya que hubiese alguien en la iglesia. Lo intentaste. Y es una suerte para la policía que lo hicieras. Supongo que te estarán agradecidos.
Los ojos de Surtees se habían iluminado al verla, y cuando ella le tocó por un instante una mano, la fuerza que le transmitió fue casi palpable. Aunque las palabras del joven habían sido de disculpa, no había el menor rastro de servilismo en la expresión de su rostro. Dalgliesh detectó en el acto la más peligrosa de las complicaciones: el amor.
Ahora la joven dirigió su atención hacia él, clavándole una mirada intensa y desafiante. Abrió mucho los ojos, y a Dalgliesh le pareció que reprimía una sonrisa hermética.
– Su hermano ha admitido que estuvo en la iglesia el sábado por la noche.
– Más bien en la madrugada del domingo. Pasaba de la medianoche. Y es mi hermanastro… El mismo padre, distintas madres.
– Sí, ya se lo dijo a mis agentes. He oído la versión de su hermanastro. Ahora me gustaría oír la suya.
– Será la misma. Como ya habrán comprobado, Eric no es muy hábil para mentir. Aunque resulta muy inconveniente en ocasiones, tiene sus ventajas. Bueno, no hay para tanto. No ha hecho nada malo, y la idea de que pudiese causar daño a alguien o, peor aún, matar a alguien, es ridícula. ¡Ni siquiera es capaz de matar a sus cerdos! Le pedí que me consiguiera una hostia consagrada. Por si no entienden de estas cosas, les diré que son unos pequeños discos blancos, supongo que hechos de harina y agua, del tamaño de una moneda de dos peniques. Aunque lo hubiesen pillado robándola, dudo que los jueces lo hubieran enviado a juicio. El valor de una hostia es insignificante.
– Eso depende de su escala de valores -le apuntó Dalgliesh-. ¿Para qué la quería?
– No veo que eso guarde relación con su caso, pero no me importa contárselo. Soy periodista y estoy escribiendo un artículo sobre sectas satánicas. Me lo han encargado y ya he acabado la mayor parte de la investigación. La gente que he logrado infiltrar necesita una hostia consagrada, y yo les prometí que les conseguiría una. No me digan que habría podido comprar una caja entera de hostias sin consagrar por un par de libras. Es lo que sugirió Eric. Sin embargo, ésta es una investigación rigurosa y necesitaba el artículo auténtico. Quizá no respeten mi trabajo, pero yo me lo tomo tan en serio como ustedes el suyo. Prometí llevar una hostia consagrada y eso era lo que iba a hacer. De lo contrario, todo lo que he hecho hasta ahora habría resultado una pérdida de tiempo.
– De modo que convenció a su hermanastro para que la robase.
– Bueno, el padre Sebastian no me daría una aunque se lo pidiese cortésmente, ¿verdad?
– ¿Su hermano fue solo?
– Por supuesto. Si lo hubiese acompañado, el riesgo habría aumentado. Al menos él podía justificar su presencia en el seminario. Yo no.
– Pero ¿lo esperó levantada?
– Todavía no nos habíamos metido en la cama, al menos para dormir.
– De manera que se enteró de lo que había ocurrido de inmediato, no a la mañana siguiente, ¿verdad?
– Me lo refirió todo en cuanto volvió. Yo estaba esperándolo.
– Señorita Surtees, esto es muy importante: por favor, piense y trate de recordar las palabras exactas que le dijo su hermano.
– No sé si recordaré las palabras exactas, pero el sentido me quedó muy claro. Me dijo que no había tenido dificultades para agarrar la llave. Abrió la puerta de la sacristía y luego la que comunica con la iglesia alumbrándose con la linterna. Fue entonces cuando vio luz encima del óleo que está en la pared del fondo, El juicio final, ¿no? Y también vio a una persona de pie cerca del cuadro, alguien que llevaba una capa con capucha. Luego se abrió la puerta principal y entró otra persona. Le pregunté si había reconocido a alguna de las dos y me contestó que no. La que llevaba la capa llevaba la capucha puesta, y no llegó a ver a la que entró después. Le pareció oír que ésta preguntaba «¿dónde está?», o algo por el estilo. A Eric le produjo la impresión de que se trataba del archidiácono.
– ¿Y no hizo alguna conjetura sobre quién podría ser la otra persona?
– No. ¿Por qué iba a hacerlo? Quiero decir que no se le ocurrió pensar que hubiese algo siniestro en la presencia de un hombre embozado en la iglesia. Le extrañó que estuviera allí a esas horas de la noche y frustró nuestros planes, pero Eric dio por sentado que sería uno de los sacerdotes o de los seminaristas. Y yo pensé lo mismo.
Sólo Dios sabe qué hacían en la iglesia después de medianoche. Por mí, como si hubiesen estado celebrando su propia misa negra. Por supuesto, si Eric hubiera sospechado que iban a asesinar al archidiácono, habría prestado más atención, digo yo. ¿Qué crees que habrías hecho si te hubieses topado con un asesino armado con un cuchillo, Eric?
Surtees miró a Dalgliesh.
– Salir corriendo, supongo -respondió-. Habría dado la alarma, desde luego. Como los apartamentos de huéspedes no se cierran con llave, tal vez habría ido a buscarlo a usted. Sin embargo, lo que en realidad sucedió fue que me llevé una decepción porque había conseguido sacar la llave sin que me vieran y, a pesar de que todo parecía ir sobre ruedas, tendría que volver y reconocer que había fallado.
Por el momento no obtendrían más información de Surtees. Dalgliesh le dejó marchar, aunque antes les advirtió a los dos que debían mantener en absoluto secreto lo que habían revelado allí. Ya se habían expuesto a una acusación de obstrucción a la justicia, o incluso a un cargo peor. El sargento Robbins acompañaría a Surtees a recuperar las llaves, que pasarían a manos de la policía. Los dos prometieron lo que se les exigía: Eric Surtees con tanta formalidad como si estuviese jurando en los tribunales; su hermana a regañadientes.
Cuando Surtees se levantó para irse, su hermanastra lo imitó, pero Dalgliesh la detuvo.
– Si no le importa, me gustaría que se quedase. He de hacerle un par de preguntas más.
En cuanto la puerta se cerró detrás del muchacho, Dalgliesh dijo:
– Durante el interrogatorio, su hermano aseveró que usted le había pedido otra hostia, de manera que ésta no fue la primera. Lo habían intentado antes. ¿Qué ocurrió en esa primera ocasión?
Aunque la joven estaba rígida, su voz sonó serena cuando respondió.
– Eric debió de equivocarse. No hubo ninguna otra hostia.
– No lo creo. Si quiere, lo mando llamar otra vez y se lo pregunto; de hecho, tengo la intención de hacerlo. No obstante, sería más sencillo que usted me explicase qué pasó la otra vez.
– No tuvo nada que ver con este asesinato -replicó ella a la defensiva-. Sucedió el trimestre pasado.
– Será el juez quien decida qué cosas tienen que ver con este asesinato. ¿Quién robó la hostia para usted la primera vez?
– Nadie la robó. Me la dieron.
– ¿Quién? ¿Ronald Treeves?
– Pues sí, ya que lo pregunta. Algunas de las hostias consagradas se llevan a las parroquias de los alrededores que se han quedado temporalmente sin sacerdote y donde se requieren para la Comunión. El encargado de transportarlas es el seminarista que va a ayudar a celebrar el oficio. Esa semana le tocó a Ronald, y él consiguió una hostia para mí. Una de tantas. Era una pequeñez.
– Usted debía de saber que no significaba una pequeñez para él -intervino Kate de improviso-. ¿Cómo le pagó? ¿De la manera obvia?
La chica enrojeció, no de vergüenza sino de furia. Por un instante Dalgliesh creyó que iba a montar en cólera, lo que, a su juicio, habría estado justificado.
– Lamento si la pregunta le ha parecido ofensiva -dijo-. La formularé de otro modo: ¿cómo consiguió convencer a Ronald?
La fugaz expresión de furia se desvaneció. Karen Surtees lo escrutó con los ojos entornados, estudiándolo, pero enseguida se tranquilizó. Dalgliesh identificó el instante en que ella comprendió que sería más prudente -y quizá más satisfactorio- hablar con franqueza.
– De acuerdo, lo convencí de la manera obvia, y si piensa soltarme una perorata sobre la moral, olvídelo. No es asunto suyo. -Miró a Kate con clara hostilidad-. Ni de ella. No veo qué relación guarda esto con el asesinato del archidiácono. Es imposible que la haya.
– La verdad es que no estoy seguro -replicó Dalgliesh-. Es posible que haya alguna relación. Si no la hay, no usaremos esta información. No le estoy preguntando por el robo de la hostia porque sienta una curiosidad lasciva por su vida personal.
– Mire -dijo la chica-, Ronald me caía bien. Bueno, tal vez sería mejor decir que me daba pena. No era un chico exactamente popular aquí. Tenía un padre demasiado rico y poderoso, y encima metido en un mal negocio. Armamento, ¿no? Bueno, la cuestión es que Ronald no encajaba en este sitio. Cuando yo venía a ver a Eric, de vez en cuando nos encontrábamos, íbamos a dar un paseo por el acantilado hasta la laguna y charlábamos. Me contó cosas que usted no le habría sonsacado ni en un millón de años; y tampoco los sacerdotes, por más que lo confesasen. Le hice un favor. Ya había cumplido veintitrés años y todavía era virgen. Estaba desesperado…, se moría por tener relaciones sexuales.
Quizás hubiese muerto por eso, pensó Dalgliesh.
– Seducirlo no resultó del todo engorroso -prosiguió Karen-. Los hombres siempre se quejan de lo que les cuesta seducir a las chicas vírgenes, sabe Dios por qué. Aseguran que es agotador, que no vale la pena… No obstante, a la inversa, la cosa ofrece sus compensaciones. Y si quiere saber cómo se lo ocultamos a Eric, le diré que no nos acostamos en la casa, sino entre los helechos del acantilado. Tuvo mucha suerte de que lo iniciara yo en lugar de una prostituta… De hecho, había ido a ver a una en cierta ocasión, pero le dio tanto asco que no pudo seguir adelante. -Hizo una pausa, y al ver que Dalgliesh no hablaba, continuó en tono más defensivo-: Se estaba formando para ordenarse sacerdote, ¿no? ¿Qué servicio habría prestado a los demás sin una experiencia personal? Él hablaba mucho de las virtudes del celibato, y supongo que el celibato está bien cuando es lo que uno quiere. Pero créame, él no lo quería. Fue afortunado al encontrarme.
– ¿Qué pasó con la hostia? -preguntó Dalgliesh.
– Ah, ¡eso sí que fue mala suerte! No creerá lo que ocurrió: la perdí. La guardé en un sobre, y éste en mi maletín, junto con otros papeles. No volví a verla. Debió de caerse cuando saqué las cosas del maletín. Sea como fuere, no la encontré.
– De manera que le pidió otra a Ronald y esta vez él se mostró menos complaciente.
– Es una forma de plantearlo. Creo que estuvo reflexionando durante sus vacaciones. Cualquiera hubiera dicho que le había destrozado la vida en lugar de contribuir a su educación sexual.
– Y una semana después, Ronald estaba muerto -señaló Dalgliesh.
– Eso no es responsabilidad mía. Yo no le deseaba la muerte.
– Entonces, ¿piensa que quizá lo hayan asesinado?
La chica se quedó atónita, y Dalgliesh percibió sorpresa y terror en sus ojos.
– ¿Asesinado? ¡Por supuesto que no! ¿Quién iba a querer matarlo? Fue una muerte accidental. Se puso a fisgonear al pie del acantilado, y la arena le cayó encima. Hubo una vista. Usted ya sabe cuál fue el veredicto.
– Cuando se negó a proporcionarle una segunda hostia, ¿usted intentó chantajearlo?
– ¡Claro que no!
– ¿Le insinuó que ahora estaba a su merced, que poseía información que podía acarrear su expulsión del seminario e impedir que se ordenase?
– ¡No! -exclamó ella con vehemencia-. No hice nada por el estilo. ¿De qué hubiera servido? Para empezar, habría puesto a Eric en un compromiso. Además, los sacerdotes le creerían a él y no a mí. No me hallaba en condiciones de chantajearlo.
– ¿Cree que él era consciente de ello?
– ¿Cómo diablos quiere que sepa lo que pensaba él? Estaba medio loco, eso es lo único que sé. Oiga, se supone que usted está investigando el asesinato de Crampton. La muerte de Ronald no tiene nada que ver con su caso.
– Si no le importa, eso lo decidiré yo. ¿Qué pasó cuando Ronald Treeves fue a la casa San Juan la noche anterior al día de su muerte? -La chica guardó un hosco silencio-. Usted y su hermano ya han ocultado información vital para este caso -le recordó Dalgliesh-. Si lo que han declarado hoy lo hubiesen dicho el domingo por la mañana, es probable que ya hubiéramos arrestado a alguien. Si ni usted ni su hermano se vieron envueltos en la muerte del archidiácono, le sugiero que responda a mis preguntas con franqueza y veracidad. ¿Qué ocurrió cuando Ronald Treeves fue a San Juan la noche de aquel viernes?
– Yo ya estaba allí. Había venido a pasar el fin de semana. No sabía que él pensaba presentarse. Y Ronald no tenía derecho a irrumpir en la casa de ese modo. De acuerdo, estamos acostumbrados a dejar la puerta abierta, pero San Juan es la casa de Eric. Ronald subió a toda prisa las escaleras y, si quiere saberlo, nos encontró en la cama a Eric y a mí. Se quedó en la puerta, mirándonos fijamente. Parecía un loco, un loco de atar. Después empezó a lanzar acusaciones ridículas. No recuerdo las palabras exactas. Supongo que podría habérmelo tomado a risa, pero en su momento me asustó un poco. Deliraba y gritaba como un lunático. No, miento, no gritaba; en todo momento mantuvo la voz baja. Eso era lo más inquietante. Eric y yo estábamos desnudos, de manera que nos encontrábamos en una situación desventajosa. Nos incorporamos en la cama y escuchamos la interminable perorata de aquella voz aguda. Dios, fue muy raro. ¿Puede creer que pensaba que íbamos a casarnos? ¿Me imagina en el papel de esposa de un párroco? Había perdido la cabeza. Actuaba como un loco y lo estaba -concluyó con desconcierto e incredulidad, con el tono de alguien que charla con un amigo en un bar.
– Usted lo sedujo y él creyó que lo amaba -señaló Dalgliesh-. Le facilitó una hostia consagrada porque usted se la pidió y porque él era incapaz de negarle nada. Sabía muy bien lo que había hecho. Entonces descubrió que nunca había habido amor, que lo habían utilizado. Al día siguiente se suicidó. ¿No se siente mínimamente responsable de esa muerte, señorita Surtees?
– ¡No! -contestó con ímpetu-. Nunca le dije que lo quería. No fue culpa mía que lo creyese. Y no creo que se haya suicidado. Fue un accidente. Es lo que dictaminó el jurado y lo que yo pienso.
– Pues yo no opino igual, ¿sabe? -dijo Dalgliesh-. Me parece que usted está perfectamente al tanto de qué fue lo que empujó a Ronald Treeves al suicidio.
– Aunque lo esté, eso no me convierte en responsable de ello. ¿Por qué demonios tuvo que entrar en San Juan y subir a la planta alta como si fuese el propietario de la casa? Supongo que ahora se lo contará todo al padre Sebastian y los sacerdotes echarán a Eric.
– No, no se lo contaré al padre Sebastian -repuso Dalgliesh-. Usted y su hermano se han metido en una situación muy peligrosa. Debo insistir en que lo que me han dicho ha de permanecer en secreto. Absolutamente todo.
– De acuerdo -asintió ella de malhumor-. No diremos nada. ¿Para qué? Y no entiendo por qué tengo que sentirme culpable por la muerte de Ronald ni por el asesinato de Crampton. Nosotros no lo matamos, aunque pensamos que usted estaría encantado de achacarnos el crimen. Los sacerdotes son sacrosantos, ¿no? Le sugiero que investigue sus motivos en lugar de seguir acosándonos a nosotros. No me pareció que hiciera daño a nadie al ocultarle que Eric había ido a la iglesia. Pensé que lo había matado uno de los seminaristas y que tarde o temprano confesaría. Las confesiones son lo suyo, ¿no? No conseguirá que me sienta culpable. No soy insensible ni cruel. Lamenté mucho lo de Ronald. No lo obligué a procurarme la hostia. Se la pedí y él me la dio. Y no me acosté con él para que me la diera. Bueno, en parte sí, pero no fue la única razón. Lo hice porque me producía lástima, porque estaba aburrida y quizá por otras razones que usted no comprendería ni aprobaría.
No había más que hablar. Karen estaba asustada; no avergonzada. Nada de lo que le dijese Dalgliesh iba a hacerla admitir su responsabilidad en la muerte de Ronald Treeves. El comisario meditó sobre la desesperación que había impulsado al joven a buscar aquel horrible fin. Se había visto obligado a escoger entre dos opciones terribles: permanecer en Saint Anselm, con el constante temor a que lo traicionaran y los angustiosos remordimientos por lo que había hecho, o confesárselo todo al padre Sebastian, quien con toda probabilidad lo enviaría a casa, donde habría de presentarse ante su padre como un fracasado. Dalgliesh se preguntó qué habría dicho y hecho el padre Sebastian. El padre Martin habría demostrado clemencia, sin duda. En el caso del rector, no estaba seguro. No obstante, aun si lo hubiesen perdonado, ¿habría aguantado Treeves vivir en el seminario con la humillante sensación de que lo estaban vigilando?
Al final dejó ir a la joven. Lo embargaban una gran tristeza y una rabia dirigida hacia algo más profundo y menos identificable que Karen Surtees y su frialdad. Por otra parte, ¿qué derecho tenía él a enfadarse? Ella observaba su propia moral. Cuando prometía entregar una hostia consagrada, no faltaba a su palabra. Era una periodista de investigación que se tomaba su trabajo muy en serio y actuaba con diligencia, aunque para ello fuera preciso recurrir al engaño. No habían llegado a compenetrarse; habría sido imposible. Para Karen Surtees resultaba inconcebible que alguien se matara por un pequeño disco de harina y agua. Para ella las relaciones sexuales con Ronald no habían significado nada más que un remedio provisional contra el aburrimiento, la satisfactoria sensación de poder derivada del acto de iniciación; una experiencia nueva, un inofensivo intercambio de placer. Tomárselas más en serio conducía, en el mejor de los casos, a celos, exigencias, recriminaciones y problemas; en el peor, a un ser ahogado en la arena. ¿Acaso él mismo, en sus años de soledad, no había separado su vida sexual del compromiso? Era innegable, por mucho que se hubiera mostrado más prudente en su elección de pareja y más sensible ante los sentimientos de los demás. Se preguntó qué le diría a sir Alred; quizá que el veredicto no concluyente era más acertado que el de muerte accidental, pero que no había indicios de que hubiese ocurrido algo turbio. Y sin embargo, algo turbio había ocurrido.
Respetaría el secreto de Ronald. El joven no había escrito una nota de suicidio. No había modo de saber si en sus últimos segundos de vida, demasiado tarde, había cambiado de idea. Si había muerto porque no soportaba la idea de que su padre se enterase de la verdad, Dalgliesh no era quién para revelársela ahora.
Tomó conciencia de su prolongado silencio y de que Kate, sentada a su lado, se preguntaba por qué no hablaba. Detectó la controlada impaciencia de la chica.
– Bien -dijo él-. Por fin estamos progresando. Hemos encontrado las llaves perdidas. Eso significa que, después de todo, Caín regresó al seminario a devolver las suyas. Y ahora, a buscar la capa marrón.
– Si es que todavía existe… -apostilló Kate, como si le hubiese leído el pensamiento.
Dalgliesh llamó a Piers y a Robbins a la sala de interrogatorios y los puso al tanto de las novedades.
– ¿Revisaron todas las capas? ¿Las negras y las marrones?
Fue Kate quien respondió:
– Sí, señor. Ahora que Treeves está muerto, quedan diecinueve estudiantes internos y diecinueve capas. Hay quince alumnos ausentes y todos se han llevado su capa, con la excepción de uno que fue a celebrar el cumpleaños y el aniversario de bodas de su madre. Eso significa que en el vestuario debía haber cinco capas, y allí las encontramos. Las hemos examinado meticulosamente, al igual que las de los sacerdotes.
– ¿Las capas tienen etiquetas con el nombre? No me fijé cuando las vimos por primera vez.
– Sí, todas -confirmó Piers-. Por lo visto, son las únicas prendas con etiquetas. Me imagino que esto obedece a que son idénticas; sólo se diferencian por la talla. No hay ninguna sin nombre.
No podían saber si el asesino llevaba puesta la capa al atacar a Crampton. Era posible que una tercera persona aguardara al archidiácono en la iglesia, alguien a quien Surtees no hubiese visto. No obstante, ahora que sabían que alguien, probablemente el asesino, había usado una capa, habría que mandar las cinco al laboratorio para que las analizaran en busca de fibras, pelos y minúsculas manchas de sangre. Además, ¿qué había sucedido con la vigésima capa? ¿Y si después de la muerte de Ronald Treeves no la hubiesen enviado a la casa de su familia, junto con el resto de la ropa?
Dalgliesh rememoró su entrevista con sir Alred en New Scotland Yard. El chófer de Alred había ido con otro conductor a recoger el Porsche y un paquete de ropa. Sin embargo, ¿contenía éste la capa? Se esforzó por recordar. Estaba seguro de que el magnate había mencionado un traje, zapatos y una sotana, pero ¿también una capa marrón?
– Localice a sir Alred -ordenó a Kate-. Me entregó una tarjeta con su dirección y su número particular. La encontrará en su expediente. Aunque dudo que esté en su casa a estas horas, seguramente habrá alguien. Dígale a quienquiera que atienda la llamada que necesito hablar con él cuanto antes.
Había previsto dificultades. No era fácil comunicarse con sir Alred por teléfono, y siempre cabía la posibilidad de que estuviese en el extranjero. No obstante, tuvieron suerte. El hombre que se puso al teléfono tardó en dejarse convencer de la urgencia del asunto, pero acabó por darles el número de las oficinas de Mayfair. Allí contestó la típica voz aristocrática y displicente. Sir Alred se encontraba reunido. Dalgliesh pidió que fuesen a buscarlo. ¿Sería el comisario tan amable de llamar dentro de unos tres cuartos de hora? Dalgliesh repuso que no podía esperar ni siquiera tres cuartos de minuto.
– No cuelgue, por favor -dijo la voz.
Menos de un minuto después, sir Alred se puso al teléfono. Pese a que la voz grave y autoritaria no sonaba preocupada, dejaba traslucir cierta impaciencia contenida.
– ¿Comisario Dalgliesh? Aguardaba noticias suyas, pero no en medio de una reunión. Si tiene novedades que comunicarme, preferiría oírlas en otro momento. Doy por sentado que ese asunto de Saint Anselm está relacionado con la muerte de mi hijo, ¿no?
– Todavía no hay pruebas que lo demuestren. Me pondré en contacto con usted para hablarle del veredicto de la vista en cuanto haya completado mi investigación. Por el momento, el asesinato tiene prioridad. Ahora sólo quería preguntarle por la ropa de su hijo. Recuerdo que me contó que se la devolvieron. ¿Se hallaba presente cuando abrieron el paquete?
– No exactamente cuando lo abrieron, pero sí poco después. Si bien no suelo ocuparme de esa clase de asuntos, mi ama de llaves me consultó al respecto. Aunque yo le había indicado que regalara la ropa a la beneficencia, el traje era de la talla de su hijo y ella me preguntó si me importaba que se quedara con él. También le preocupaba la sotana. No creía que le encontraran utilidad en una organización benéfica y se preguntaba si debía enviarla de vuelta al seminario. Le respondí que si la habían enviado sería porque no la querían, y que se deshiciera de ella como mejor le pareciese. Creo que la tiró a la basura. ¿Algo más?
– ¿Y la capa? ¿No había una capa marrón?
– No.
– ¿Está seguro, sir Alred?
– Claro que estoy seguro. Yo no abrí el paquete, pero si hubiese habido una capa, la señora Mellors me habría preguntado con toda seguridad qué hacer con ella. Que yo recuerde, me enseñó el paquete entero. La ropa todavía estaba envuelta en papel marrón, con la cuerda colgando. No veo razón alguna para que sacase la capa. ¿Debo entender que reviste alguna importancia para su investigación?
– Una gran importancia, sir Alred. Gracias por su ayuda. ¿Es posible localizar a la señora Mellors en casa de usted?
La voz adoptó un tono decididamente exasperado.
– No tengo idea. No vigilo los movimientos de mis criados. Pero ella vive en mi casa, así que supongo que la encontrará allí.
De nuevo les sonrió la suerte cuando llamaron a la casa de Holland Park. Atendió el teléfono la misma voz masculina y dijo que pasaría la llamada a la habitación del ama de llaves.
Después de que Dalgliesh le explicase que había hablado con sir Alred y contaba con su aprobación, la señora Mellors le tomó la palabra y contestó que sí, que ella había abierto el paquete de la ropa del señor Ronald y había elaborado una lista del contenido. No figuraba ninguna capa marrón. Sir Alred le había concedido permiso gentilmente para quedarse con el traje. En cuanto al resto de los artículos, ella misma los había llevado a la tienda de Oxfam de Notting Hill Gate. Había tirado la sotana; aunque le apenaba desaprovechar la tela, había supuesto que nadie querría usarla.
Luego añadió algo sorprendente para una mujer que, a juzgar por su confiada voz y sus inteligentes respuestas, debía de ser sensata:
– Encontraron la sotana junto al cuerpo, ¿no? No me habría gustado usarla. Me pareció un poco macabra. Pensé en cortar los botones, que podrían haber resultado útiles, pero no quise tocarla. Para serle franca, fue un alivio arrojarla a la basura.
Dalgliesh le dio las gracias y colgó el auricular.
– ¿Qué pasó entonces con la capa? -dijo-. ¿Y dónde está ahora? El primer paso será interrogar a la persona que lió el paquete. Según el padre Martin, fue John Betterton.
Emma impartía su tercera clase delante de la gran chimenea de piedra de la biblioteca. Al igual que con las primeras, abrigaba pocas esperanzas de distraer la mente de su pequeño grupo de alumnos de las actividades tétricas y serias que se desarrollaban alrededor. El comisario Dalgliesh aún no había autorizado la reapertura de la iglesia ni el oficio de consagración que había preparado el padre Sebastian. Los técnicos de la policía seguían trabajando: todas las mañanas llegaban en una siniestra furgoneta que alguien debía de haberles enviado desde Londres y que, pese a las protestas del padre Peregrine, siempre aparcaban en el patio delantero. Dalgliesh y sus dos inspectores continuaban con sus misteriosos interrogatorios, y las luces de la casa San Mateo permanecían encendidas hasta altas horas de la noche.
El rector había prohibido a los estudiantes que discutieran el caso, lo que, en sus palabras, equivalía a «actuar en connivencia con el mal y agravar la situación con chismorreos desinformados o especulativos». Sin embargo, no era realista esperar que su prohibición se respetase, y Emma tenía la impresión de que había sido contraproducente. Circulaban rumores más discretos e intermitentes que generalizados o prolongados, pero el hecho de que les hubiesen desautorizado añadía culpa a la carga colectiva de ansiedad y tensión. Ella era de la opinión de que habría convenido más hablar abiertamente del tema. Como había dicho Raphael, «tener a la policía en casa es como sufrir una invasión de ratones; uno sabe que están ahí incluso cuando no los ve ni los oye».
La muerte de la señorita Betterton no había incrementado mucho el malestar. Era un segundo golpe, más suave, sobre unos nervios ya anestesiados por el horror. Ansiosa por aceptar que esta muerte era accidental, la comunidad pugnaba por desvincularla del terrible asesinato del archidiácono. La señorita Betterton no había tenido mucho trato con los seminaristas, y sólo Raphael había lamentado sinceramente su pérdida. Sin embargo, incluso él parecía haber recuperado la compostura y mantenía un precario equilibrio entre el ensimismamiento en su mundo particular y arrebatos de cruel mordacidad. Desde la charla en el acantilado, Emma no había vuelto a quedarse a solas con él. Se alegraba. No constituía una compañía agradable.
Si bien había una sala para seminarios al fondo de la segunda planta, Emma había preferido usar la biblioteca. Le pareció más práctico tener a mano los libros que necesitarían consultar, pero sabía que su elección obedecía a un motivo menos lógico. La sala de seminarios le producía claustrofobia; no debido a su tamaño, sino a su atmósfera. Por muy temible que resultase la presencia de la policía, era más soportable estar en el corazón de la casa que encerrada en el segundo piso, aislada de una actividad que resultaba menos traumática vista que imaginada.
La noche anterior había dormido bien. Habían instalado cerraduras de seguridad en los apartamentos de huéspedes y les habían dado las llaves. Se alegraba de dormir en Jerónimo en lugar de al lado de la iglesia, con aquella vista ineludible y tenebrosamente amenazadora. No obstante, sólo Henry Bloxham había mencionado el cambio; lo había oído hablando con Stephen: «Tengo entendido que Dalgliesh se cambió de apartamento para estar junto a la iglesia. ¿Acaso espera que el asesino vuelva al escenario del crimen? ¿Crees que se pasa la noche en vela, montando guardia junto a la ventana?» Nadie había comentado ese asunto con Emma.
Los sacerdotes, cuando estaban libres de otras ocupaciones, asistían a sus clases, siempre después de pedir permiso. Nunca hablaban, y Emma jamás había sentido que la estuvieran vigilando. Hoy fue el padre Betterton quien se unió a los cuatro ordenandos. Como de costumbre, el padre Peregrine trabajaba en silencio al fondo de la biblioteca, inclinado sobre su escritorio y aparentemente ajeno a la presencia de los demás. Estos se sentaron junto al pequeño fuego de la chimenea -destinado a confortar más que a añadir calor al ambiente- en sillas de respaldo bajo. Sólo Peter Buckhurst había escogido una de respaldo alto, que ocupaba erguido y silencioso, con las pálidas manos apoyadas sobre el texto como si leyese en braille.
Para este trimestre Emma había planeado leer y discutir la poesía de George Herbert. Hoy, rechazando la facilidad de lo conocido, había escogido un poema más complejo: «La quididad.» Henry acababa de leer en voz alta la última estrofa:
No es un arte, un oficio, un instrumento
ni es la Bolsa ni el Ayuntamiento,
sino aquello que siempre tengo a mano
y con lo que contigo el monte gano.
Después de un breve silencio, Stephen Morby preguntó:
– ¿Qué quiere decir «quididad»?
– Lo que es una cosa, su esencia.
– ¿Y las palabras finales «y con lo que contigo el monte gano»?
– Según la nota de mi edición -señaló Raphael-, alude a un juego de cartas donde el ganador se lleva el monte, es decir la totalidad de las cartas que hay en la mesa para robar. Así que supongo que Herbert quiere decir que, cuando escribe poesía, busca la mano de Dios, la mano ganadora.
– Herbert era muy aficionado a las metáforas relacionadas con los juegos de azar -explicó Emma-. ¿Recordáis «El pórtico de la iglesia»? En el caso que nos ocupa podría tratarse de un juego en el que hay que descartar naipes con el fin de conseguir otros mejores. No debemos olvidar que Herbert está hablando de su poesía. Cuando escribe lo tiene todo, porque está en comunión con Dios. Los lectores de la época debían de saber a qué juego se refería.
– Ojalá lo supiera yo -comentó Henry-. Deberíamos investigar y descubrir cómo se juega. No sería muy difícil.
– Pero sí inútil -le protestó Raphael-. Yo quiero que el poema me conduzca al altar y al silencio, no a un libro de consulta ni a una baraja.
– De acuerdo. Esto es típico de Herbert, ¿no? Santificar lo mundano, incluso lo frívolo. Aun así, me gustaría conocer el juego.
Emma mantenía los ojos fijos en el libro, de manera que no reparó en que alguien había entrado en la biblioteca hasta que los cuatro estudiantes se pusieron simultáneamente de pie. El comisario Dalgliesh estaba en la puerta. No demostró sorpresa por descubrir que había interrumpido una clase, y la disculpa que le presentó a Emma sonó más formal que sincera.
– Lo siento, no sabía que estaba con sus alumnos en la biblioteca. Quería hablar con el padre Betterton y me han dicho que lo encontraría aquí.
Ligeramente nervioso, el padre John se dispuso a levantarse de la silla tapizada en piel. Emma se ruborizó, e, incapaz de ocultar ese sonrojo delator, se obligó a mirar los negros y serios ojos de Dalgliesh. Permaneció sentada y la asaltó la impresión de que los cuatro seminaristas se habían acercado un poco más a ella, como un grupo de guardaespaldas con sotanas que la protegían de un intruso.
Raphael habló con ironía y en un tono demasiado alto cuando dijo:
– Las palabras de Mercurio parecen demasiado severas después de oír las canciones de Apolo. El policía poeta, justo el hombre que necesitábamos. Estamos batallando con un poema de George Herbert, comisario. ¿Por qué no se une a nosotros y aporta su erudición?
Dalgliesh lo contempló en silencio por unos instantes.
– Estoy seguro de que la señorita Lavenham está dotada de la erudición necesaria. ¿Nos vamos, padre?
En cuanto la puerta se cerró tras ellos, los cuatro seminaristas se sentaron. Para Emma, el episodio había tenido una trascendencia que iba más allá de las palabras y las miradas que se habían intercambiado. «Al comisario no le cae bien Raphael», pensó. Intuía que era un hombre que nunca permitía que sus sentimientos influyeran en su trabajo. Casi con seguridad, tampoco lo permitiría en este caso. Aun así estaba convencida de que no se había equivocado al detectar una pequeña chispa de antagonismo. Lo más extraño era la fugaz satisfacción que había experimentado ella ante esa idea.
El padre Betterton caminó junto a él por el vestíbulo, a través de la puerta principal y a lo largo del costado sur del seminario hasta la casa San Mateo, forzando sus cortas piernas a seguir el paso de Dalgliesh, como un niño obediente, y con las manos cruzadas y metidas en las mangas de la sotana. El comisario se preguntaba cómo reaccionaría ante el interrogatorio. De acuerdo con su experiencia, cualquier persona cuyo contacto previo con la ley hubiese acabado en arresto nunca volvía a sentirse cómoda con la policía. Temía que la comparecencia del sacerdote ante los tribunales y su estancia en la prisión, que debieron de ser terriblemente traumáticas para él, le impidieran ahora afrontar esta situación. Según le había contado Kate, el sacerdote había actuado con una estoica y mal disimulada repugnancia mientras le tomaban las huellas digitales, pero pocos sospechosos en potencia aceptaban de buen grado ese robo oficial de la identidad. A pesar de esto, el padre John parecía menos afectado por el asesinato del archidiácono y la muerte de su hermana que el resto de la comunidad y mantenía un aire de perpleja resignación ante una vida que, más que dominar, había que soportar.
En la sala de interrogatorios se sentó en el borde de una silla, sin dar muestras de prepararse para un suplicio.
– ¿Usted fue el encargado de empaquetar la ropa de Ronald Treeves, padre? -preguntó Dalgliesh.
Ahora el ligero gesto de turbación se vio sustituido por un inconfundible rubor de culpa.
– Oh, vaya, creo que cometí una estupidez. Supongo que quiere preguntarme por la capa, ¿no?
– ¿La envió a casa de la familia, padre?
– No, me temo que no. Es difícil de explicar. -Seguía más alterado que asustado cuando miró a Kate-. Sería más sencillo si estuviera presente su otro ayudante, el inspector Tarrant. Verá, resulta algo embarazoso.
Aunque normalmente Dalgliesh no habría accedido a una petición semejante, las presentes circunstancias no eran normales.
– Como funcionaría de la policía, la inspectora Miskin está acostumbrada a oír confidencias embarazosas. De todos modos, si cree que se sentirá más cómodo…
– Oh, sí, desde luego, por favor. Sé que es una tontería, pero me facilitaría las cosas.
A una señal de Dalgliesh, Kate se marchó. Piers estaba en la planta alta, sentado ante el ordenador.
– El padre Betterton quiere declarar algo demasiado sórdido para mis castos oídos femeninos -le informó Kate-. El jefe te reclama. Parece que la capa de Ronald Treeves nunca llegó a casa de papá. Si es así, ¿por qué diablos no lo dijeron antes? ¿Qué le pasa a esta gente?
– Nada -respondió Piers-. Simplemente no piensan como policías.
– No piensan como nadie que yo haya conocido. Prefiero mil veces a cualquier villano de la vieja escuela.
Piers le cedió el asiento y bajó a la sala de interrogatorios.
– Bien, ¿qué es lo que sucedió exactamente? -preguntó Dalgliesh.
– Supongo que el padre Sebastian le habrá dicho que me pidió que empaquetara la ropa. Pensó… bueno, pensamos que no sería justo pedirle algo así a un miembro del personal. La ropa de los muertos es algo tan íntimo, ¿no? Siempre causa malestar. Así que fui a la habitación de Ronald y recogí sus prendas. No tenía muchas, por supuesto. Les pedimos a los estudiantes que traigan sólo lo imprescindible. Cuando estaba doblando la capa, noté que… -Titubeó y luego prosiguió-:…en fin, noté que estaba manchada en el interior.
– ¿Manchada, padre?
– Bueno, era obvio que había hecho el amor encima de la capa.
– ¿Era una mancha de semen?
– Sí, así es. Y bastante grande. No quise enviársela así a su padre. Ronald no lo habría deseado y yo sabía… todos sabíamos que sir Alred se había opuesto a que viniese a Saint Anselm y a que se ordenara sacerdote. Si hubiese visto la capa, quizás habría ocasionado problemas al seminario.
– ¿Se refiere a que habría estallado un escándalo sexual?
– Sí, algo así. Y habría sido humillante para el pobre Ronald. Era lo último que él hubiese deseado. Yo estaba confundido, pero me pareció mal mandar la capa de vuelta en ese estado.
– ¿Por qué no intentó limpiarla?
– Lo pensé, pero no habría sido fácil. Temía que mi hermana me viese con la capa y me interrogase al respecto. No se me da muy bien lavar ropa y, naturalmente, no quería que me viesen haciéndolo. El apartamento es pequeño y no tenemos… no teníamos mucha intimidad. Me limité a desentenderme del problema. Sé que fue una tontería, pero el paquete debía estar listo para cuando llegase el chófer de sir Alred y pensé que me ocuparía de la capa en otro momento. Y había algo más; no deseaba que nadie se enterase, y mucho menos el padre Sebastian. Verá, yo sabía quién era la mujer con quien había estado haciendo el amor.
– ¿Así que era una mujer?
– Oh, sí, era una mujer. Sé que puedo contar con su discreción.
– Si esto no tiene nada que ver con el asesinato del archidiácono, no lo divulgaremos -le prometió Dalgliesh-. De cualquier forma, creo que puedo ayudarle. Era Karen Surtees, ¿no?
El semblante del padre Betterton reflejó alivio.
– Sí, era ella. Me temo que era Karen. Verá, soy aficionado a la observación de las aves y los avisté con mis prismáticos. Estaban en el helechal. No lo comenté con nadie, por supuesto. El padre Sebastian no haría la vista gorda ante una cosa así. Además, pensé en Eric. Es un buen hombre y está muy a gusto aquí, con nosotros y con sus cerdos. No quería causarle dificultades. Y a mí no me parecía algo terrible. Si se querían, si eran dichosos juntos… Claro que no sé qué clase de relación mantenían. No obstante, cuando uno piensa en la crueldad, la arrogancia y el egoísmo que tan a menudo condenamos…, bueno, no consideré que lo que hacía Ronald fuese muy grave. No vivía feliz aquí, ¿sabe? No terminaba de encajar, y creo que tampoco era feliz en su casa. Así que quizá necesitase encontrar a una persona que lo tratara con un poco de amabilidad y comprensión. La vida de los demás es misteriosa, ¿no? No debemos juzgarla. Los muertos merecen tanta indulgencia como los vivos. De manera que recé por él y opté por no decir nada. Claro que aún debía resolver el problema de la capa.
– Padre, tenemos que encontrarla pronto. ¿Qué hizo con ella?
– La enrollé bien y la guardé en el fondo de mi armario. Sé que fue una tontería, pero en su momento me pareció razonable. No creí que fuese un asunto urgente. Sin embargo, los días fueron pasando, y la cuestión se me antojaba cada vez más difícil de solucionar. Por fin, un sábado supe que debía tomar una decisión. Aguardé a que mi hermana saliera a dar un paseo, agarré un pañuelo, lo empapé con agua caliente y jabón y conseguí eliminar la mancha. Luego colgué la capa delante de la estufa de gas. Juzgué conveniente quitarle la etiqueta con el nombre para que no le recordase a nadie la muerte de Ronald. Después bajé y colgué la capa en una de las perchas del guardarropa. Así podría usarla cualquier seminarista que olvidara la suya. Decidí que luego le comunicaría al padre Sebastian que no había enviado la capa de Ronald junto con el resto de sus cosas. No le daría ninguna explicación; simplemente le informaría de que la había colgado en el guardarropa. Sabía que él supondría que había sido un descuido mío. De verdad me pareció la mejor solución.
Dalgliesh sabía por experiencia que era contraproducente apremiar a un testigo, de modo que se esforzó por reprimir su impaciencia.
– ¿Y dónde está la capa ahora, padre?
– ¿No está en el gancho donde la colgué, el último de la derecha? La puse allí el sábado antes de las completas. ¿No sigue en su sitio? No pude comprobarlo…, aunque tampoco se me habría ocurrido… porque ustedes cerraron el guardarropa.
– ¿Exactamente cuándo la colgó allí?
– Ya se lo he dicho, justo antes de las completas. Yo fui uno de los primeros en entrar en la iglesia. Con tantos estudiantes fuera, éramos pocos, y todas las capas estaban colgadas allí. No las conté, desde luego. Me limité a colgar la de Ronald de la última percha.
– ¿Alguna vez se puso la capa mientras obró en su poder?
El padre Betterton lo miró con asombro.
– No, jamás habría hecho una cosa así. Nosotros tenemos nuestras propias capas, que son negras. No necesitaba ponerme la de Ronald.
– ¿Los estudiantes llevan siempre su propia capa, o son comunitarias?
– No, cada uno usa la suya. Puede que alguna vez se confundan, pero es imposible que eso sucediera esa noche. Los ordenandos no llevan la capa puesta para las completas excepto en las noches más frías de invierno. Sólo tienen que recorrer una corta distancia por el claustro norte. Y Ronald jamás le habría dejado su capa a nadie. Era muy quisquilloso con sus pertenencias.
– ¿Por qué no me contó todo esto antes, padre? -inquirió Dalgliesh.
El padre John lo observó, perplejo.
– Porque no me lo preguntó.
– No obstante, cuando examinamos la ropa y las capas por si había manchas de sangre, ¿no se le ocurrió pensar que necesitábamos saber si faltaba algo?
– No -respondió el sacerdote-. Además, la capa estaba allí, colgada en el vestuario con las demás, ¿no? -Dalgliesh aguardó. La confusión del padre John se había convertido en angustia. Miró primero a Dalgliesh y después a Piers y no halló consuelo en ninguno de los dos. Por fin dijo-: No pensé en los pormenores de la investigación, en lo que estaban haciendo ni en lo que podía significar. No me apetecía pensar en ello y no creí que fuese un asunto de mi incumbencia. Lo único que he hecho es responder a sus preguntas con sinceridad.
Era una queja justa, pensó Dalgliesh. ¿Por qué iba a pensar el padre John que la capa era importante? Otra persona más conocedora de los procedimientos policiales, más curiosa o interesada en el caso, habría ofrecido voluntariamente esa información aunque dudase de su utilidad. Sin embargo, el padre John no poseía ninguno de esos rasgos, e incluso si se le hubiera ocurrido hablar, habría preferido proteger el penoso secreto de Ronald Treeves.
– Lo siento -se disculpó con expresión contrita-. ¿He estorbado el trabajo? ¿Tan importante es?
¿Era posible responder a eso con veracidad?, se preguntó Dalgliesh.
– Lo importante es la hora exacta en que colgó la capa del gancho. ¿Está seguro de que fue justo antes de las completas?
– Oh, sí, segurísimo. Serían las nueve y cuarto. Yo suelo ser de los primeros en entrar en la iglesia… Planeaba comentarle lo de la capa al padre Sebastian después del oficio, pero se marchó a toda prisa y no me dio ocasión. A la mañana siguiente, cuando nos informaron del asesinato, me pareció absurdo importunarlo con esa pequeñez.
– Gracias por su ayuda, padre -dijo Dalgliesh-. Lo que nos ha revelado es importante, pero es aún más importante que lo mantenga en secreto. Le agradecería que no hablase con nadie de esta conversación.
– ¿Ni siquiera con el padre Sebastian?
– Con nadie, por favor. Cuando la investigación haya terminado, será libre de contarle lo que quiera al rector. Por el momento, no quiero que nadie sepa que la capa de Ronald Treeves está en algún lugar del seminario.
– Pero si no está en «algún lugar» del seminario. -Lo miró con ojos llenos de inocencia-. Continúa colgada del gancho, ¿no?
– No, padre -repuso Dalgliesh-, pero la encontraremos.
Acompañó al padre Betterton a la puerta. El sacerdote parecía haberse convertido de pronto en un anciano preocupado. Aun así, al llegar a la puerta hizo acopio de valor y se volvió para pronunciar unas últimas palabras:
– Naturalmente, yo no hablaré con nadie de esta conversación. Usted me ha pedido que no lo divulgue, y no lo divulgaré. ¿Podría usted hacerme el favor de no decir nada sobre la relación de Ronald Treeves con Karen?
– Si está vinculada con la muerte del archidiácono Crampton, tarde o temprano saldrá a la luz. El asesinato es así, padre. Pocas cosas permanecen en secreto cuando se ha matado a un ser humano. A pesar de todo, sólo se revelará si es necesario y en el momento oportuno.
Dalgliesh le recordó de nuevo la importancia de no mencionar la capa a nadie y lo dejó marchar. Una de las ventajas de tratar con los sacerdotes y seminaristas de Saint Anselm, pensó, era que uno podía estar prácticamente seguro de que cumplirían sus promesas.
Al cabo de cinco minutos el equipo completo, incluidos los técnicos, se reunió a puerta cerrada en la casa San Mateo. Dalgliesh informó de su último descubrimiento.
– Bien -dijo-, ahora debemos emprender la búsqueda. Primero hay que aclarar el asunto de las llaves. Después del asesinato sólo faltaba un juego. Surtees se llevó uno durante la noche y no lo devolvió. Ya lo hemos desenterrado de la pocilga. Eso significa que Caín robó otro juego y lo devolvió. Suponiendo que Caín fuera el individuo que llevaba la capa marrón, ésta podría estar escondida en cualquier parte, dentro o fuera del seminario. Si bien no es una prenda fácil de ocultar, Caín dispuso de todo el campo y la playa, así como de tiempo de sobra para hacerla desaparecer entre la medianoche y las cinco y media de la madrugada. Hasta es posible que la quemara. En los alrededores hay multitud de zanjas donde un fuego pasaría inadvertido. Lo único que necesitaba era un poco de queroseno y una cerilla.
– Yo sé lo que habría hecho yo, señor -dijo Piers-. Se la habría arrojado a los cerdos. Esos animales son capaces de comer cualquier cosa, sobre todo una prenda manchada de sangre. En ese caso, tendremos suerte si encontramos algo aparte de la pequeña cadena de latón del cuello de la capa.
– Entonces busquen eso -ordenó Dalgliesh-. Usted y Robbins empiecen por la casa San Juan. El padre Sebastian nos ha autorizado para movernos libremente, de modo que no necesitamos orden de registro. Sin embargo, si alguno de los ocupantes de las casas pone objeciones, nos veremos obligados a conseguir una orden judicial. Es importante que nadie sepa qué buscamos. ¿Dónde están los seminaristas ahora? ¿Alguien lo sabe?
– Me parece que están en el aula de la primera planta -respondió Kate-. El padre Sebastian está impartiendo una clase de Teología.
– Eso los mantendrá ocupados y fuera de nuestro camino. Señor Clark, usted y sus hombres peinen el campo y la playa. Con la tormenta que se desató, dudo que a Caín se le ocurriese tirar la capa al mar, pero en los alrededores hay muchos escondites posibles. Kate y yo nos encargaremos de registrar el seminario.
El grupo se dispersó: los técnicos se dirigieron al mar, y Piers y Robbins a la casa San Juan. Dalgliesh y Kate entraron por el cancel de la verja de hierro. Aunque el claustro norte estaba despejado, la meticulosa batida de los técnicos no había revelado cosa alguna de interés, salvo la ramita con hojas todavía frescas que habían encontrado en la habitación de Raphael.
Dalgliesh abrió la puerta del guardarropa. El aire estaba viciado. Las cinco capas con capucha que colgaban de los ganchos presentaban un triste aire decrépito, como si llevasen décadas allí. Dalgliesh se puso unos guantes y examinó todas las capuchas. Las etiquetas de los nombres estaban en su sitio: Morby, Arbuthnot, Buckhurst, Bloxham, McCauley. Pasaron a la lavandería. Junto al marco inferior de las dos ventanas había una mesa de fórmica y, debajo de ésta, cuatro cubos de plástico para la ropa sucia. A la izquierda vieron un profundo fregadero de porcelana con un escurridero de madera en cada extremo y una secadora. Las cuatro lavadoras industriales estaban pegadas a la pared derecha, y todas tenían la puerta cerrada.
Kate se quedó junto a la puerta mientras Dalgliesh abría las primeras tres portezuelas. Cuando se inclinó ante la cuarta, la joven notó que se ponía rígido y corrió a su lado. Detrás del grueso cristal se distinguían los pliegues borrosos pero identificables de una prenda de lana marrón. Habían encontrado la capa.
Encima de la lavadora había una tarjeta blanca. Kate la tomó y se la pasó en silencio a Dalgliesh. En letras negras y regulares rezaba: «Este vehículo no debe estar aparcado en el patio principal. Por favor, llévelo a la parte trasera de la casa. P. G.»
– El padre Peregrine -observó Dalgliesh-. Y por lo visto apagó la lavadora mientras estaba en marcha. Sólo hay unos ocho centímetros de agua.
– ¿Está manchada de sangre? -inquirió Kate, agachándose para ver mejor.
– Es difícil asegurarlo -respondió Dalgliesh-. De cualquier modo, en el laboratorio no necesitarán mucha sangre para realizar una identificación. Telefonee a Piers y a los técnicos, por favor, Kate. Que interrumpan la búsqueda. Quiero que desmonten esta puerta y envíen el agua y la capa al laboratorio. Luego necesitaré muestras de pelo de todo el mundo. Bendito sea el padre Peregrine. Si una máquina de este tamaño hubiera completado el ciclo de lavado, dudo que ahora nos fuese posible encontrar algo útil, como sangre, pelos o fibras.
– Caín corrió un riesgo extraordinario -observó Kate-. Fue una locura que volviese y una locura más grande aún que pusiera en marcha la lavadora. Si no dimos antes con la capa fue por casualidad.
– A él no le preocupaba que la encontrásemos. Quizás hasta lo deseara. Lo único importante para Caín era que no pudiésemos vincularla con él.
– Pero debía de saber que se arriesgaba a que el padre Peregrine se despertara y apagase la lavadora.
– No, no lo sabía, Kate. Era una de las personas que nunca usaba la lavadora. ¿Recuerda el diario de la señora Munroe? A George Gregory le lava la ropa Ruby Pilbeam.
El padre Peregrine, sentado a su escritorio, en el extremo oeste de la biblioteca, estaba casi oculto tras una pila de libros. No había nadie más allí.
– Dígame, padre, ¿usted apagó una de las lavadoras la noche del crimen? -le preguntó Dalgliesh.
El padre Peregrine levantó la cabeza y pareció tardar unos segundos en reconocer a los visitantes.
– Lo siento -dijo-. Es el comisario Dalgliesh, desde luego. ¿De qué estamos hablando?
– De la noche del sábado pasado. La del asesinato del archidiácono Crampton. Le preguntaba si entró en la lavandería y apagó una de las lavadoras.
– ¿Lo hice?
Dalgliesh le entregó la tarjeta.
– Doy por sentado que escribió esto. Tiene su letra y sus iniciales.
– Sí, es mi letra, no cabe duda. Vaya, parece que me equivoqué de tarjeta.
– ¿Qué decía la otra, padre?
– Que los seminaristas no debían usar las lavadoras después de las completas. Me acuesto temprano y tengo el sueño ligero. Esas máquinas son antiguas y hacen un ruido insoportable cuando se ponen en marcha. Tengo entendido que el problema radica en la instalación del agua más que en las lavadoras, pero la causa es irrelevante. Los estudiantes están obligados a guardar silencio después de las completas. No es una hora indicada para hacer la colada.
– ¿Y usted oyó la lavadora, padre? ¿Dejó esta nota encima?
– Debo de haberlo hecho, pero supongo que estaba medio dormido y lo olvidé.
– ¿Cómo es posible que estuviese medio dormido, padre? -inquirió Piers-. Estaba lo bastante despierto para buscar papel y bolígrafo y escribir la nota.
– Ya se lo he explicado, inspector. Ésa es la nota equivocada. Guardo varias ya escritas. Si quieren verlas, están en mi habitación.
Lo siguieron por la puerta que conducía a una especie de celda. Allí, encima de una estantería abarrotada de libros, había una caja de cartón con media docena de tarjetas. Dalgliesh les echó un vistazo. «Este escritorio es exclusivamente para mi uso personal. Los estudiantes no deben dejar sus libros aquí.» «Tengan la bondad de colocar los libros en el orden correcto cuando los devuelvan a las estanterías.» «Las lavadoras no deben usarse después de las completas. En el futuro, cualquier máquina que esté funcionando después de las diez será desconectada.» «Este tablón de anuncios es para notas oficiales; no para que los estudiantes intercambien trivialidades.» Todas llevaban las iniciales P. G.
– Me temo que estaba medio dormido y escogí la tarjeta equivocada -repitió el padre Peregrine.
– Es obvio que oyó la lavadora en algún momento de la noche y se levantó para apagarla -dijo Dalgliesh-. ¿No reparó en la importancia de este hecho cuando la inspectora Miskin lo interrogó?
– Esa jovencita me preguntó si había oído a alguien entrar o salir del edificio, o si yo mismo había salido. Recuerdo perfectamente sus palabras. Me pidió que fuera preciso en mis respuestas. Y lo fui: dije que no. Nadie mencionó las lavadoras.
– Las puertas de todas las lavadoras estaban cerradas -continuó Dalgliesh-. Sin duda lo normal es que queden abiertas cuando no hay ropa dentro. ¿Las cerró usted, padre?
– No lo recuerdo, pero debí de hacerlo -respondió el padre Peregrine con suficiencia-. Sería lo natural. Me gusta el orden, ¿sabe? Detesto verlas abiertas. No hay ninguna razón para que queden así.
El padre Peregrine parecía estar pensando en el trabajo que se traía entre manos. Regresó a la biblioteca, seguido por Dalgliesh y Kate, y se sentó al escritorio como si la entrevista hubiese terminado.
– Padre Peregrine -dijo Dalgliesh en el tono más firme de que fue capaz-, ¿tiene usted el menor interés en ayudarme a atrapar al asesino?
Sin dejarse amilanar por el policía de un metro noventa que se alzaba sobre él, el sacerdote se tomó la pregunta como una solicitud más que como una acusación.
– Hay que atrapar a los asesinos, desde luego, pero no creo estar capacitado para ayudarlo, comisario. Carezco de experiencia en la investigación policial. Tal vez debería recurrir al padre Sebastian o al padre John. Los dos han leído muchas novelas policíacas, así que con seguridad poseen cierta perspicacia para estos asuntos. En una ocasión el padre Sebastian me prestó una de esas novelas; de un tal Hammond Innes, si mal no recuerdo. Me temo que era demasiado complicada para mí.
Atónito, Piers puso los ojos en blanco y dio la espalda a esa ridícula escena. El padre Peregrine fijó la vista en el libro, sin embargo de repente dio muestras de animarse y la alzó de nuevo.
– Sólo una idea: el asesino debía de querer huir lo antes posible después de cometer el crimen. Me imagino que tendría un coche preparado junto a la verja oeste. Eso sí que me suena familiar. Me cuesta creer, comisario, que considerase que era un buen momento para hacer la colada. La lavadora es una pista falsa. -Piers se alejó unos pasos del escritorio, como si no aguantara más-. Igual que mi nota, me temo -añadió el padre Peregrine.
– ¿Y usted no vio ni oyó nada cuando salió de su habitación? -quiso saber Dalgliesh.
– Como ya le he dicho, comisario, no recuerdo haber salido de mi habitación. Sin embargo, mi nota y el hecho de que la lavadora estuviese apagada parecen pruebas irrefutables de que lo hice. Si alguien hubiese entrado en mi habitación para robar la nota, lo habría oído, estoy seguro. Lamento no serle de gran ayuda.
Volvió a concentrar su atención en los libros, y Dalgliesh y Piers lo dejaron con su trabajo.
– No puedo creerlo -soltó Piers una vez fuera de la biblioteca-. Ese hombre está loco. ¿Y se supone que es competente para dar clases de posgrado?
– Por lo que sé, es un profesor brillante -repuso Dalgliesh-. Y su historia me parece verosímil: se despierta, oye un ruido que detesta, se levanta medio dormido y recoge sin querer la nota equivocada. Luego regresa y se mete en la cama. El problema es que ni siquiera es capaz de concebir la idea de que el asesino sea alguien de Saint Anselm. No admite esa opción. Es lo mismo que pasó con el padre John y la capa marrón. Ninguno de los dos pretende obstaculizar nuestro trabajo ni mostrarse poco servicial. Ellos no piensan como policías, y nuestras preguntas se les antojan poco pertinentes. Se niegan a aceptar la posibilidad de que alguien de Saint Anselm haya perpetrado el crimen.
– Pues entonces se van a llevar una buena sorpresa -señaló Piers-. ¿Y el padre Sebastian y el padre Martin?
– Ellos han visto el cadáver, Piers. Saben dónde y cómo ocurrió. La incógnita es: ¿saben quién lo hizo?
Ya habían sacado la empapada capa de la lavadora y la habían puesto en una bolsa de plástico. El agua, de un rosado tan claro que parecía más imaginado que real, se había trasvasado con sifón a unas botellas etiquetadas. Dos ayudantes de Clark estaban espolvoreando la lavadora para buscar huellas. A juicio de Dalgliesh, se trataba de un esfuerzo inútil. Gregory había usado guantes en la iglesia y difícilmente se los habría quitado antes de regresar a su casa. Aun así, había que hacerlo; la defensa aprovecharía cualquier oportunidad para cuestionar la eficacia de la investigación.
– Esto confirma que Gregory es el principal sospechoso -dijo Dalgliesh-, aunque ya lo era desde el momento en que nos enteramos de su boda con Clara Arbuthnot. A propósito, ¿dónde está? ¿Lo sabemos?
– Esta mañana se ha ido en coche a Norwich -respondió Kate-. Ha avisado a la señora Pilbeam que regresaría a media tarde. Ella le limpia la casa y ha estado allí esta mañana.
– Lo interrogaremos en cuanto vuelva, y esta vez usaremos una grabadora. Hay dos puntos importantes: no debe enterarse de que la capa de Treeves quedó en el seminario ni de que Peregrine apagó la lavadora. Hable de nuevo con los padres John y Peregrine, ¿quiere, Piers? Ándese con tacto. Asegúrese de que el padre Peregrine entiende lo que le dice.
Cuando Piers hubo salido, Kate preguntó:
– ¿Y si le pedimos al rector que informe a los estudiantes de que el claustro norte ya está abierto y se les permite usar la lavandería? Entonces podríamos montar guardia por si Gregory viene a buscar la capa. Querrá saber si la hemos encontrado.
– Muy ingenioso, Kate, pero no probaría nada. No caerá en esa trampa. Si decide venir, traerá ropa sucia consigo. Además, ¿por qué iba a venir? Confiaba en que la capa apareciera; así tendríamos una prueba más de que el asesino es alguien del seminario. Lo único que le preocupa es que no lleguemos a demostrar que él utilizó esa prenda en la noche del asesinato. En otras circunstancias no habría corrido un gran riesgo. Fue una desgracia para él que Surtees entrase en la iglesia. Sin su testimonio no dispondríamos de ninguna prueba de que el asesino llevaba una capa. También tuvo la mala suerte de que apagasen la lavadora. Si el lavado se hubiera completado, con toda seguridad habría desaparecido cualquier posible prueba contra él.
– Todavía puede alegar que Treeves le había dejado la capa en alguna ocasión -observó Kate.
– Sería poco verosímil, ¿no? Treeves era un joven muy cuidadoso con sus efectos personales. ¿Por qué iba a prestar su capa? A pesar de todo, tiene razón; ésa podría ser una estrategia de la defensa.
Piers regresó en ese momento.
– El padre John estaba en la biblioteca con el padre Peregrine -dijo-. Creo que los dos han captado el mensaje. No obstante, será mejor que esperemos a Gregory y lo interceptemos en cuanto vuelva.
– ¿Y si exige un abogado? -preguntó Kate.
– Entonces tendremos que esperar a que consiga uno -respondió Dalgliesh.
Sin embargo, Gregory no pidió un abogado. Media hora después se sentó ante la mesa de la sala de interrogatorios con apariencia de total tranquilidad.
– Conozco mis derechos y sé hasta dónde llegan las atribuciones de la policía, de manera que de momento no gastaré dinero en un abogado. No podría permitirme uno bueno, y los que están a mi alcance no resultarían muy útiles. Mi procurador es perfectamente competente para redactar un testamento, pero se convertiría en un irritante estorbo en esta situación. Yo no maté a Crampton. Además de que me repugna la violencia, no tenía motivos para desear su muerte.
Dalgliesh había decidido dejar el interrogatorio en manos de Kate y de Piers. Ambos se sentaron enfrente de Gregory mientras el comisario se alejaba hacia la ventana que daba al este. Un curioso escenario para un interrogatorio policial, pensó. La estancia, austeramente amueblada con una mesa cuadrada, cuatro sillas y dos sillones, estaba tal como la habían encontrado al llegar, salvo por una bombilla más potente en la única lámpara que colgaba sobre la mesa. Sólo había señales de los nuevos ocupantes en la cocina, con su colección de tazas y el tenue aroma a bocadillos y café, y en la sala contigua, más acogedora, donde la señora Pilbeam había puesto un jarrón con flores. Dalgliesh se preguntó qué impresión se llevaría un observador casual de aquella escena, de ese espacio desnudo y funcional, de los tres hombres y la mujer ostensiblemente enfrascados en sus asuntos. Aquello no podía ser más que un interrogatorio o una conspiración, y el rítmico rumor del mar acentuaba la atmósfera de clandestinidad e inquietud.
Kate encendió la grabadora y cumplieron con las formalidades preliminares. Gregory dijo su nombre y dirección, y los tres policías, sus nombres y sus rangos.
Fue Piers quien comenzó el interrogatorio.
– El archidiácono Crampton fue asesinado el sábado alrededor de la medianoche. ¿Dónde estaba usted esa noche después de las diez?
– Ya se lo dije la primera vez que me interrogaron. Me encontraba en mi casa, escuchando a Wagner. No salí de allí hasta que me llamaron por teléfono para que acudiese a una reunión en la biblioteca, convocada por el padre Sebastian.
– Hay pruebas de que alguien entró en la habitación de Raphael Arbuthnot esa noche. ¿Fue usted?
– ¿Cómo iba a ser yo? Acabo de decirle que no salí de mi casa.
– El 27 de abril de 1988 usted se casó con Clara Arbuthnot y nos ha asegurado que Raphael es su hijo. ¿Sabía en ese momento que la ceremonia lo convertiría en hijo legítimo y en el heredero de Saint Anselm?
Se produjo una breve pausa. «No tiene idea de cómo averiguamos lo de la boda -pensó Dalgliesh-. Ignora cuánto sabemos al respecto.»
– En ese momento no lo sabía -contestó Gregory-. Más adelante, no recuerdo la fecha exacta, descubrí que la ley de 1976 había legitimado a mi hijo.
– ¿Conocía las disposiciones del testamento de la señorita Agnes Arbuthnot cuando se celebró el matrimonio?
Esta vez no hubo titubeos. Dalgliesh estaba convencido de que Gregory había averiguado los términos del testamento, probablemente mediante gestiones en Londres. Por desgracia, era probable que no las hubiese realizado con su nombre verdadero, así que resultaría difícil encontrar pruebas de ello.
– No, no lo sabía -aseveró Gregory.
– ¿Y su esposa no se lo contó antes o después de la boda?
Otra pequeña vacilación y un destello en los ojos. Por fin decidió arriesgarse.
– No, no me lo contó. Estaba más preocupada por salvar su alma que por la situación económica de nuestro hijo. Y si con estas preguntas ingenuas pretenden insinuar que yo tenía un móvil, ¿me permiten que les recuerde que también lo tenían los cuatro sacerdotes del seminario?
– Creí que había negado todo conocimiento de los términos del testamento -interrumpió Piers.
– No me refería a beneficios económicos. Estaba pensando en el ostensible desprecio que sentían por el archidiácono prácticamente todos los residentes del seminario. Y si creen que maté al archidiácono para asegurarle la herencia a mi hijo, debo recordarles que están a punto de cerrar Saint Anselm. Todos sabíamos que nuestros días aquí estaban contados.
– El cierre era inevitable -replicó Kate-, pero no inminente. El padre Sebastian habría podido negociar y mantener el seminario abierto durante un par de años más, los suficientes para que su hijo terminara sus estudios y se ordenase sacerdote. ¿Era eso lo que usted quería?
– Habría preferido que escogiese otra carrera, pero tengo entendido que ése es uno de los pequeños inconvenientes de la paternidad. Los hijos rara vez toman decisiones sensatas. Puesto que yo no me he ocupado de Raphael en veinticinco años, difícilmente cabía esperar que tomase en consideración mis opiniones sobre cómo debe llevar su vida.
– Hoy nos hemos enterado de que es muy posible que el asesino del archidiácono llevara una capa marrón de seminarista. Hemos encontrado una en una de las lavadoras de Saint Anselm. ¿La puso usted allí?
– No, no lo hice ni sé quién lo hizo.
– También sabemos que alguien, probablemente un hombre, telefoneó a la señora Crampton a las nueve y veintiocho minutos de la noche del asesinato, fingiendo ser un empleado de las oficinas de la diócesis y pidiendo el número del móvil del archidiácono. ¿Efectuó usted esa llamada?
Gregory reprimió una sonrisa.
– Este interrogatorio resulta sorprendentemente simple para una brigada que, si no me equivoco, es una de las más prestigiosas de Scotland Yard. No, no efectué esa llamada ni sé quién la hizo.
– Fue a la hora en que los sacerdotes y los cuatro seminaristas debían estar en la iglesia para las completas. ¿Dónde estaba usted entonces?
– En mi casa, corrigiendo monografías. Y no fui el único hombre que no asistió a las completas. Yarwood, Stannard, Surtees y Pilbeam también se resistieron a la tentación de oír predicar al archidiácono, al igual que las tres mujeres. ¿Están seguros de que fue un hombre quien realizó la llamada?
– El asesinato del archidiácono no es la tragedia que ha puesto en peligro el futuro de Saint Anselm -intervino Kate-. La muerte de Ronald Treeves también perjudica al seminario. Él estuvo con usted un viernes por la tarde y murió al día siguiente. ¿Qué ocurrió ese viernes?
Gregory la miró con fijeza. Adoptó una expresión de desprecio tan cruda y ostensible como si hubiera escupido. Kate, ruborizada, continuó:
– Ronald había sufrido un rechazo y una traición. Fue a verle en busca de consuelo y consejo, y usted lo echó, ¿no es verdad?
– Acudió a mí para recibir una clase sobre el griego del Nuevo Testamento, y se la impartí. Es cierto que duró menos de lo normal, pero eso lo decidió él. Por lo visto ustedes están al tanto del robo de la hostia consagrada. Le aconsejé que se confesase con el padre Sebastian. Era el único consejo posible, y usted también se lo habría dado. Me preguntó si eso supondría su expulsión y yo le contesté que seguramente sí, habida cuenta de la peculiar visión de la realidad del padre Sebastian. Quería que lo tranquilizara, pero no estaba en mi mano hacerlo. Más valía que se arriesgase a la expulsión que a caer en las manos de una chantajista. Era hijo de un hombre rico; podría haberse pasado el resto de su vida manteniendo a esa mujer.
– ¿Tiene alguna razón para pensar que Karen Surtees es una chantajista? ¿La conoce bien?
– Lo suficiente para saber que es una joven ambiciosa y sin escrúpulos. El secreto de Ronald nunca hubiera estado seguro.
– De manera que el muchacho se marchó y se quitó la vida -afirmó Kate.
– Por desgracia, sí. Es algo que yo no era capaz ni de prever ni de evitar.
– Hubo una segunda muerte -intervino Piers-. Tenemos pruebas de que la señora Munroe había descubierto que usted era el padre de Raphael. ¿Puso ella esta información en su conocimiento?
Se hizo otro silencio. Gregory había posado las manos sobre la mesa y concentró su mirada en ellas. Aunque no alcanzaba a verle la cara, Dalgliesh supo que el hombre había llegado a un punto decisivo. Una vez más reflexionaba acerca de cuánto sabía la policía y con qué grado de certeza. ¿Margaret Munroe había hablado con alguien más? ¿Habría dejado una nota?
Aunque la pausa duró menos de seis segundos, pareció más larga.
– Sí, fue a verme -respondió-. Había hecho algunas averiguaciones, no explicó cuáles, y confirmado sus sospechas. Aparentemente le preocupaban dos cosas. La primera era que yo estuviese engañando al padre Sebastian y trabajando aquí de manera fraudulenta. La segunda y más importante, que Raphael tenía que saber la verdad. Nada de esto era asunto suyo, pero estimé conveniente explicarle por qué no me había casado con la madre de Raphael cuando ésta se quedó embarazada y por qué luego había cambiado de idea. Le dije que me proponía hablar con mi hijo cuando creyera que la noticia no iba a afectarle. Quería escoger el momento yo mismo. Ella me exigió que le prometiera que lo haría antes del final del trimestre. Después de esa promesa, que no tenía derecho a arrancarme, se comprometió a guardar el secreto.
– Y esa noche murió -señaló Dalgliesh.
– De un ataque al corazón. Si la impresión del descubrimiento y el esfuerzo que le supuso plantarme cara la mataron, lo lamento. No pueden responsabilizarme de todas las muertes acaecidas en Saint Anselm. Lo único que falta es que me acusen de empujar a Agatha Betterton por la escalera del sótano.
– ¿Lo hizo? -preguntó Kate.
Esta vez fue lo bastante astuto para disimular su desdén.
– Creí que estaban investigando el asesinato del archidiácono Crampton, no intentando convertirme en un asesino en serie. ¿No deberíamos concentrarnos en la única muerte que fue sin duda alguna un asesinato?
En ese punto terció Dalgliesh:
– Necesitaremos muestras de cabello de todas las personas que estaban en el seminario el sábado por la noche. Supongo que no opondrá reparos, ¿verdad?
– No si la vejación se hace extensiva a todos los demás sospechosos. No es un procedimiento que requiera anestesia general.
De nada servía prolongar el interrogatorio. Cumplidos los formulismos para terminar una entrevista, Kate apagó la grabadora.
– Si quieren pelos, será mejor que vayan a buscarlos de inmediato -dijo Gregory-. Me propongo empezar a trabajar y preferiría que no me interrumpieran.
Dicho esto, se perdió en la oscuridad.
– Que tomen las muestras de cabello esta misma noche -ordenó Dalgliesh-. Luego viajaré a Londres. Quiero estar en el laboratorio cuando examinen la capa. Si le conceden prioridad, recibiremos los resultados dentro de un par de días. Ustedes dos y Robbins se quedarán aquí. Pediré permiso al padre Sebastian para que ocupen esta casa. Si no hay camas libres, seguramente les enviará sacos de dormir o colchones. Gregory ha de permanecer vigilado las veinticuatro horas del día.
– ¿Y si no sacamos nada en limpio de la capa? -quiso saber Kate-. Los demás indicios son circunstanciales. Si no conseguimos una prueba forense, no podremos llevarlo a juicio.
Se había limitado a constatar lo evidente, por lo que ni Piers ni Dalgliesh respondieron.
Envida de su hermana, el padre John sólo aparecía en el comedor a la hora de la cena, donde se esperaba que todos estuvieran presentes para lo que el padre Sebastian a todas luces consideraba una unificadora celebración de la vida comunitaria. No obstante, ese martes entró de improviso en la sala a la hora del té. La última muerte no había suscitado una reunión ceremonial de todos los miembros del seminario; el padre Sebastian había comunicado la noticia discretamente y por separado a cada uno de los sacerdotes y estudiantes. Los cuatro seminaristas ya habían expresado sus condolencias al padre John y ahora demostraban su apoyo llenándole la taza y sirviéndole en rápida sucesión bocadillos, bollos y trozos de pastel. Sentado cerca de la puerta, ese hombrecillo callado y desmejorado respondía siempre con amabilidad y de vez en cuando esbozaba una sonrisa. Después de la merienda Emma le sugirió que era hora de revisar el armario de la señorita Betterton, así que subieron al apartamento juntos.
Emma le había pedido a la señora Pilbeam dos bolsas de plástico grandes, una para objetos que donarían a la beneficencia y otra para la ropa que iría a parar a la basura. Sin embargo, las grandes bolsas negras que le facilitaron ofrecían un aspecto tan inquietantemente inapropiado para cualquier cosa que no fuese basura que decidió hacer una clasificación preliminar del contenido del armario y luego empaquetar y retirar las prendas cuando el padre John no estuviera presente.
Lo dejó sentado en el salón, junto a las azules llamas de la estufa de gas, y entró en el dormitorio de la señorita Betterton. La lámpara que colgaba del centro del techo, con su anticuada y polvorienta pantalla, irradiaba una luz insuficiente, pero en la mesilla de noche, junto a la cama con respaldo de hierro, había un flexo con una bombilla más potente, y cuando lo dirigió al centro de la habitación veía lo bastante para empezar con su tarea. A la derecha de la cama había una silla y una cómoda de frente curvo. Un gigantesco armario de caoba, decorado con volutas talladas, ocupaba el espacio comprendido entre las dos ventanas. Emma abrió la puerta y percibió un olor a humedad combinado con aromas a tweed, espliego y naftalina.
La tarea de clasificar y desechar fue menos terrible de lo que había previsto. La señorita Betterton había comprado poca ropa en su solitaria vida, y resultaba difícil creer que hubiese adquirido algo nuevo en los últimos diez años. Emma sacó un pesado abrigo de piel de almizclero, lleno de zonas raídas; dos trajes de tweed que, a juzgar por las chaquetas entalladas y con gruesas hombreras, debían de haberse usado por última vez en la década de los treinta; una variada colección de rebecas y faldas largas de tweed, y varios vestidos de terciopelo y seda, de excelente calidad pero tan arcaicos que costaba imaginar que una mujer moderna se los pusiera con otro fin que el de disfrazarse. La cómoda contenía pañuelos y ropa interior: bragas limpias pero oscurecidas por el uso, camisetas de manga larga y gruesas medias plegadas en forma de ovillos. Pocas de estas cosas serían bien recibidas en una tienda benéfica.
Emma experimentó una súbita repugnancia y una profunda compasión por la señorita Betterton al pensar que el inspector Tarrant y sus colegas habían estado hurgando entre esos tristes vestigios de una vida. ¿Qué esperaban encontrar? ¿Una carta, un diario, una confesión? Los miembros de las congregaciones medievales, expuestos un domingo tras otro a las terribles imágenes de El juicio final, rezaban para que se les librase de una muerte súbita, pues temían llegar junto al Creador sin haberse confesado previamente. En la actualidad era más probable que un moribundo recordase con pesar el desorden de su escritorio, sus aspiraciones frustradas o unas cartas embarazosas.
En el último cajón descubrió algo inesperado. Cuidadosamente envuelta en papel marrón, había una chaqueta del Cuerpo de Voluntarios con alas estampadas encima del bolsillo izquierdo, dos insignias circulares en las mangas y la cinta de una posible medalla al valor. Junto a ella había una gorra aplastada. Tras apartar el abrigo de piel, depositó ambas cosas sobre la cama y las contempló durante unos segundos con mudo asombro.
Encontró las joyas en el cajón superior izquierdo de la cómoda, en el interior de una pequeña caja forrada en piel. No había gran cosa; los broches de camafeo, las pesadas cadenas de oro y los largos collares de perlas parecían reliquias familiares. Era difícil calcular su valor, aunque algunas piedras parecían auténticas, y Emma se preguntó cuál sería la mejor manera de cumplir con la petición del padre John. Tal vez, debería llevar todas las alhajas a Cambridge a que las tasara un joyero de la ciudad. Entretanto, su responsabilidad consistía en ponerlas a buen recaudo.
La caja tenía un fondo falso, y al levantarlo encontró un pequeño sobre amarilleado por el tiempo. Lo abrió y extrajo un anillo. Era de oro, con piedras pequeñas y elegantemente engarzadas: un rubí central rodeado de diamantes. Movida por un impulso, se lo puso en el anular de la mano izquierda y entonces se percató de que se trataba de un anillo de compromiso. Si la señorita Betterton lo había recibido de manos del aviador, éste debía de haber muerto, ¿de qué otra forma iba a llegar el uniforme a su poder? De repente vio la vivida imagen de un avión, un Spitfire o un Hurricane, que perdía el control y trazaba una larga estela de fuego en el cielo antes de caer en las aguas del canal. ¿O habría sido el piloto de un bombardero y tras ser derribado por el enemigo se había reunido con sus víctimas? ¿Agatha Betterton y él habían sido amantes?
Se preguntó por qué costaba tanto creer que los viejos habían sido jóvenes, que habían rebosado toda la fuerza y la belleza animal de la juventud, que habían amado y sido amados, que alguna vez habían reído, pictóricos del irreflexivo optimismo de la adolescencia. Rememoró el aspecto de la señorita Betterton en las pocas ocasiones en que la había visto: andando por el camino del acantilado con un gorro de lana en la cabeza y la barbilla en alto, como si se encarase con un enemigo más implacable y feroz que el viento; cruzándose con Emma en la escalera y saludándola con una breve inclinación de cabeza o dirigiéndole una mirada embarazosamente inquisitiva con sus negros ojos. Raphael la había apreciado y había pasado mucho tiempo con ella. Sin embargo, ¿lo había hecho inducido por un afecto sincero o porque se sentía obligado? Y si el anillo era de compromiso, ¿por qué había dejado de usarlo? Tal vez eso fuese fácil de entender. Representaba algo que había terminado y debía arrinconarse, tal como había hecho con el uniforme. No había querido enfrentarse cada mañana a un símbolo que había sobrevivido a quien lo había entregado y que la sobreviviría a ella, ni hacer públicos su dolor y su pérdida con cada ademán de la mano. Le acudió a la mente el tópico de que los muertos viven en la memoria de los vivos, ¿podía el recuerdo sustituir una voz amada y unos fuertes brazos que estrecharan el cuerpo? ¿No era el tema principal de casi toda la poesía del mundo la certeza de que la carroza alada del tiempo llevaba puñales en las ruedas?
Sonó un golpe en la puerta y ésta se abrió. Emma se volvió y vio a la inspectora Miskin. Por un instante se limitaron a mirarse, y Emma no percibió simpatía en los ojos de la otra mujer.
– El padre John me ha indicado que la encontraría aquí -dijo ésta por fin-. El comisario Dalgliesh me ha pedido que hablase con todo el mundo. Él ha regresado a Londres y yo me quedaré aquí con el inspector Tarrant y el sargento Robbins. Ahora que han instalado cerraduras de seguridad en los apartamentos de huéspedes, es importante que cierre bien la puerta por las noches. Vendré al seminario después de las completas y la acompañaré a su habitación.
De manera que el comisario se había ido sin despedirse. Claro que, ¿por qué iba a despedirse? Tenía cosas demasiado importantes en la cabeza para recordar las reglas de cortesía. Sin duda se habría despedido formalmente del padre Sebastian. ¿Hacía falta algo más?
La inspectora Miskin le había hablado con toda amabilidad, y Emma comprendió que su irritación era injusta.
– No necesito que me escolten hasta mi apartamento -repuso-. ¿Significa esto que creen que estamos en peligro?
– Nadie ha dicho eso -respondió la inspectora tras un breve silencio-. La cuestión es que todavía hay un asesino en los alrededores, y conviene que todo el mundo tome precauciones hasta que hayamos arrestado a alguien.
– ¿Y arrestarán a alguien?
Después de otra pausa, la inspectora Miskin dijo:
– Eso esperamos. Al fin y al cabo estamos aquí para detener al culpable, ¿no? Lamento no poder proporcionarle más información por el momento. Hasta luego.
Salió de la habitación y cerró la puerta. De pie junto a la cama, mirando la gorra y la chaqueta plegada y con el anillo todavía puesto, Emma notó que sus ojos se anegaban en lágrimas. No sabía si lloraba por la señorita Betterton, por el amante muerto o por sí misma. Metió de nuevo el anillo en el sobre y se dispuso a terminar con su trabajo.
A la mañana siguiente Dalgliesh salió hacia el laboratorio antes del amanecer. Había estado lloviendo durante toda la noche, y aunque había amainado, la luz alternativamente roja, ámbar y verde de los semáforos proyectaba temblorosas y chillonas imágenes sobre unas calles todavía mojadas, y el aire transportaba el fresco olor a río característico de la marea alta. Londres sólo parece dormir entre las dos y las cuatro de la madrugada, e incluso entonces su sueño es inquieto. Ahora despertaba lentamente, y pequeños y ensimismados grupos de trabajadores empezaban a emerger para tomar posesión de la ciudad.
Aunque el material procedente de un escenario criminal de Suffolk solía enviarse al laboratorio forense de Huntingdon, éste se hallaba ahora desbordado de trabajo. En Lambeth, por el contrario, estaban en condiciones de dar máxima prioridad a estos análisis, que era lo que Dalgliesh había solicitado. En el laboratorio lo conocían bien, y el personal lo recibió con cordialidad. La doctora Anna Prescott, la bióloga forense que lo estaba esperando, había oficiado de perito en varias investigaciones del comisario, por lo que éste sabía que gran parte del éxito de esos casos se debía a la reputación científica de la doctora, a la seguridad y la lucidez con que había presentado sus hallazgos ante el tribunal y a su serenidad durante el turno de repreguntas. No obstante, ella era una científica y no una agente de la policía. Si Gregory llegaba a sentarse en el banquillo, ella se presentaría como testigo experto independiente, comprometida únicamente con los hechos.
En el laboratorio habían secado ya la capa y acababan de desplegarla sobre una de las anchas mesas de pruebas, bajo el resplandor de cuatro fluorescentes. Habían enviado el chándal de Gregory a otra sala a fin de evitar la contaminación por contacto entre las muestras. Cualquier posible fibra del chándal se recogería de la superficie de la capa con cinta adhesiva y luego se sometería a un estudio microscópico comparativo. Si este primer examen revelaba una posible coincidencia, se realizaría otra serie de pruebas comparativas, entre ellas un análisis químico para determinar la composición de la fibra. Sin embargo, todo eso llevaría un tiempo considerable y aún formaba parte del futuro. La sangre ya se había analizado y Dalgliesh aguardó los resultados sin ansiedad; no le cabía la menor duda de que pertenecía al archidiácono. Lo que él y la doctora Prescott buscaban ahora eran pelos. Vestidos con batas y mascarillas, se inclinaron sobre la capa.
Dalgliesh reflexionó sobre la asombrosa eficacia del agudo ojo humano como instrumento de búsqueda. Sólo tardaron unos segundos en encontrar lo que necesitaban: dos cabellos grises se habían enredado en la cadenilla del cuello de la capa. La doctora Prescott los desenroscó con delicadeza y los puso en un pequeño plato de cristal. Los examinó de inmediato en un microscopio de baja potencia y dijo con satisfacción:
«Los dos tienen raíz. Eso significa que hay grandes posibilidades de determinar el perfil del ADN.»
Dos días después, a las siete y media de la mañana, Dalgliesh recibió una llamada del laboratorio en su apartamento junto al Támesis. El ADN de los pelos correspondía al de Gregory. Aunque Dalgliesh esperaba esa noticia, la acogió con un gran alivio. Si bien el estudio microscópico comparativo había demostrado una coincidencia entre fibras de la capa y del chándal, todavía no contaban con los resultados de las últimas pruebas. Mientras colgaba el auricular, Dalgliesh se preguntó si debía esperar o actuar de inmediato. No le agradaba postergar la detención. El análisis de ADN demostraba que Gregory había usado la capa de Ronald Treeves, y la coincidencia de las fibras sólo serviría para confirmar este hallazgo concluyente. Naturalmente, podía telefonear a Kate o a Piers; ambos eran perfectamente capaces de practicar un arresto. No obstante, deseaba estar allí cuando eso ocurriese y enseguida comprendió por qué. El acto de detener a Gregory, de leerle sus derechos, mitigaría en parte el fracaso de su último caso, en el que a pesar de saber quién era el asesino y haber escuchado su impulsiva confesión, no había hallado pruebas suficientes para detenerlo. Si ahora se perdía el arresto, dejaría algo incompleto, aunque no sabía exactamente qué.
Tal como había supuesto, los últimos dos días habían sido particularmente ajetreados. Había regresado para encontrarse con un montón de trabajo atrasado, algunos problemas que eran responsabilidad suya y otros que no pero que le preocupaban, como a todos los altos funcionarios del cuerpo. Andaban muy escasos de personal. Tenían la apremiante necesidad de reclutar hombres y mujeres cultos y motivados de todos los sectores de la comunidad en una época en que otras carreras ofrecían a ese codiciado grupo salarios más altos, mayor prestigio y menos estrés. Debían reducir la carga de la burocracia y el papeleo, aumentar la eficacia de los detectives y luchar contra la corrupción en un momento en que un soborno no significaba meter con disimulo un billete de diez libras en un bolsillo, sino participar de los sustanciosos beneficios del tráfico de drogas. Ahora, aunque por poco tiempo, regresaría a Saint Anselm. Ya no era un remanso de paz e inmaculada bondad, pero tenía que rematar un trabajo y deseaba ver a algunas personas. Se preguntó si Emma Lavenham seguiría allí.
Tras arrinconar los pensamientos sobre su abarrotada agenda, los expedientes que reclamaban su atención y la reunión programada para esa tarde, dejó un mensaje para su secretaria y otro para el subdirector. Luego llamó a Kate. En Saint Anselm todo estaba tranquilo…, extrañamente tranquilo, según ella. La gente realizaba sus actividades cotidianas con apatía, como si el ensangrentado cadáver todavía estuviera en la iglesia y a los pies de El juicio final. A Kate le parecía que todos esperaban la conclusión del caso con una mezcla de esperanza y temor. Gregory no se había dejado ver. A petición de Dalgliesh, había entregado su pasaporte, y no temían que intentara fugarse. Claro que la huida nunca había constituido una opción; Gregory no se arriesgaría a que lo deportaran ignominiosamente de un inhóspito refugio extranjero.
Era un día frío, y Dalgliesh percibió por primera vez en el aire de Londres el olor metálico del invierno. Un viento fuerte pero intermitente azotaba la ciudad, y cuando llegó a la A12 empezó a soplar con ráfagas más fuertes y continuas. El tráfico, cosa rara, era escaso, salvo por los camiones que se dirigían a los puertos del este, y Dalgliesh avanzó rápida y tranquilamente, con las manos apoyadas apenas sobre el volante y la vista fija en la carretera. ¿Con qué contaba aparte de dos pelos, dos frágiles instrumentos de justicia? Tendrían que bastar.
Su pensamiento pasó del arresto al juicio, y se sorprendió ensayando los argumentos de la defensa. La prueba de ADN era incuestionable: Gregory se había puesto la capa de Ronald Treeves. No obstante, el abogado defensor probablemente alegaría que Gregory se la había pedido a Treeves durante la última clase de griego, quizá porque tenía frío, y que en aquel momento llevaba puesto el chándal negro. Era de lo más inverosímil, pero ¿lo creería el jurado? Aunque Gregory tenía un móvil importante, otras personas también lo tenían, entre ellos Raphael. Quizá la ramita que habían hallado en la habitación de Raphael hubiese llegado allí sin que él la viera, empujada por el viento cuando el joven había salido para ver a Peter Buckhurst; el fiscal se guardaría mucho de insistir demasiado en esa prueba. La llamada a la señora Crampton, efectuada desde el teléfono público del seminario, era peligrosa para la defensa, pero cabía atribuir su autoría a otros ocho individuos, Raphael incluido. También era posible señalar a la señorita Betterton como sospechosa. Había tenido el móvil y la oportunidad, pero ¿también la fuerza necesaria para empuñar un candelero como arma? Nadie lo sabría jamás: Agatha Betterton estaba muerta. Gregory no había sido acusado de cometer su asesinato ni el de Margaret Munroe. En ninguno de los dos casos habían hallado pruebas suficientes para justificar un arresto.
Dalgliesh cubrió el trayecto en menos de tres horas y media. Ahora, al final del camino que conducía al seminario, contempló el vasto y turbulento mar, salpicado de blanco en el horizonte. Detuvo el coche y llamó a Kate. Gregory había salido de su casa una hora y media antes y estaba caminando por la playa.
– Espéreme al final de la carretera de la costa -ordenó Dalgliesh-. Y traiga unas esposas. Puede que no las necesitemos, pero no quiero correr riesgos.
Al cabo de unos minutos Kate se reunió con él. Ninguno de los dos habló mientras ella subía al coche y él daba media vuelta para dirigirse a la escalera que conducía a la playa. Ahora vieron a Gregory, una solitaria figura enfundada en un largo abrigo de tweed con el cuello levantado para protegerse del viento, contemplando el mar junto a uno de los deteriorados espigones. Mientras caminaban sobre los guijarros, una súbita ráfaga tiró de sus chaquetas, obligándolos a inclinarse, aunque el aullido del viento apenas se oía sobre el fragor del mar. Una tras otra, las olas rompían en explosiones de rocío, espumando en torno al espigón y haciendo que las burbujas bailaran y rodaran como iridiscentes pompas de jabón sobre las piedras de la orilla.
Se acercaron juntos a la inmóvil figura, que se volvió hacia ellos. Entonces, cuando se hallaban a unos veinte metros de distancia, Gregory se subió al espigón y se encaminó resueltamente hasta un poste del extremo. Tenía una base cuadrada de sesenta centímetros de lado y se encontraba a menos de un palmo por encima de las feroces aguas.
– Si se tira, llamen enseguida a Saint Anselm -le indicó Dalgliesh a Kate-. Dígales que necesitamos un bote y una ambulancia.
Luego, con igual decisión, el comisario subió al espigón y avanzó hacia Gregory. Se detuvo a dos metros y medio de distancia, y ambos se miraron. Gregory gritó, pero sus palabras sonaron ahogadas por el estruendo del mar.
– Si ha venido a detenerme, aquí me tiene. Pero tendrá que acercarse. ¿No está obligado a pronunciar una inútil paparruchada de advertencia? Creo que tengo derecho legal a oírla.
Dalgliesh no respondió. Durante dos minutos permanecieron callados, observándose, y al comisario le embargó la sensación de que ese breve período equivalía a media vida de introspección. Algo nuevo, una furia que no recordaba haber experimentado antes, se apoderó de él. La ira que lo había invadido al ver el cuerpo del archidiácono no era nada comparada con esta sobrecogedora emoción. Ni le gustó ni lo asustó; simplemente aceptó su poder. Comprendió por qué no había querido sentarse frente a Gregory a la pequeña mesa de la sala de interrogatorios. Al alejarse unos metros se había distanciado de algo más que de la presencia física de un adversario. Ya no podía seguir distanciándose.
Dalgliesh nunca había considerado su trabajo una cruzada. La visión de una víctima en su postrera y patética insignificancia grababa en la mente de algunos detectives una imagen tan poderosa que sólo eran capaces de conjurarla en el momento del arresto. Sabía que algunos llegaban al extremo de cerrar tratos personales con el destino; no beberían ni irían al pub ni se tomarían vacaciones hasta haber atrapado al asesino. El siempre había compartido la compasión y la rabia de esos hombres, pero nunca su hostilidad ni su implicación personal. Para él desenmascarar a un asesino formaba parte de su dedicación profesional e intelectual al descubrimiento de la verdad. Sin embargo, sentía algo diferente. No porque Gregory hubiese profanado un lugar donde él había sido feliz; se preguntó brevemente qué santificadora gracia recaía sobre Saint Anselm por el mero hecho de que Adam Dalgliesh hubiera sido feliz allí. Tampoco era sólo porque reverenciaba al padre Martin y no conseguía olvidar la angustiada expresión de su rostro cuando había alzado la vista del cadáver de Crampton, ni ese otro momento, el del suave roce de un cabello moreno contra su cara y Emma temblando en sus brazos por unos instantes tan breves que ahora le costaba creer que el abrazo se hubiera producido. Esta arrolladora emoción obedecía a una causa adicional, más primitiva y menos noble. Gregory había planeado y perpetrado el asesinato mientras él, Dalgliesh, dormía a cincuenta metros de distancia. Y ahora se proponía coronar su triunfo. Se arrojaría al mar, feliz y en su elemento, y nadaría hacia una misericordiosa muerte causada por el frío y el agotamiento. Y planeaba algo más. Dalgliesh leyó los pensamientos de Gregory con la misma claridad con que éste, lo sabía, estaba leyendo los suyos. Albergaba la intención de llevarse consigo a su adversario. Si se arrojaba al agua, el comisario lo seguiría. No tendría alternativa. No podría vivir con el recuerdo de que había permanecido inmóvil, mirando al asesino mientras se ahogaba voluntariamente. Y arriesgaría su vida no por compasión y humanidad, sino por terquedad y orgullo.
Evaluó las fuerzas. Aunque en lo que a condición física se refiere estaban bastante igualados, Gregory lo superaría como nadador. Ninguno de los dos duraría mucho en las heladas aguas, pero si los refuerzos llegaban pronto -como era su deber-, quizá sobrevivirían. Se preguntó si debía retroceder y ordenar a Kate que llamase a Saint Anselm pidiendo ayuda. Decidió no hacerlo: si Gregory oía coches aproximarse por el camino del acantilado no vacilaría un segundo más. Todavía había una posibilidad, aunque remota, de que cambiase de parecer. Dalgliesh sabía que Gregory contaba con una enorme ventaja: sólo uno de los dos quería morir.
Permanecieron inmóviles durante unos instantes más. De repente, tan despreocupadamente como si estuviesen en verano y el mar fuera una brillante extensión azul y plateada bajo el resplandor del sol, Gregory se quitó el abrigo y se zambulló.
El mudo careo de un par de minutos había durado una eternidad para Kate. Se había quedado muy quieta, como si todo su cuerpo estuviera paralizado, con los ojos fijos en las dos figuras impasibles. Aunque las olas le bañaban los pies, era insensible a las frías punzadas del agua contra sus piernas. A través de sus entumecidos labios había conseguido gritar «¡vuelva, vuelva, déjelo!», con una vehemencia que seguramente Dalgliesh había percibido. Al no obtener respuesta, comenzó a murmurar obscenidades que jamás pronunciaba. El timbre del teléfono continuó sonando. Por fin oyó la mesurada voz del padre Sebastian. Se esforzó por mantener la calma.
– Soy Kate Miskin, desde la playa. Dalgliesh y Gregory están en el agua. Necesitamos un bote y una ambulancia. Deprisa.
El padre Sebastian no hizo preguntas.
– Quédese donde está para que podamos identificar el lugar -pidió-. Llegaremos pronto.
Esta vez la espera fue más larga, pero la cronometró. Transcurrieron tres minutos y quince segundos antes de que oyese ruido de coches. Ya no alcanzaba a divisar las dos cabezas entre las altas olas. Corrió hasta el extremo del espigón y se detuvo donde había estado Gregory, ajena a las olas que lamían el poste y a las acometidas del viento. De repente los vio fugazmente -la cabeza gris y la morena separadas por un par de metros-, antes de que una ola los ocultase a sus ojos.
Aunque era importante que no los perdiese de vista, de vez en cuando se volvía hacia la escalera. Había oído más de un coche, aunque sólo veía el Land Rover aparcado en el borde del acantilado. Era como si todo el seminario estuviese allí. Trabajaban deprisa y metódicamente. Habían abierto las puertas de la caseta y desplegado una rampa de tablillas de madera sobre una cuesta cubierta de guijarros. El bote hinchable se deslizó por ella, tras levantarlo, seis hombres, tres a cada lado, corrieron con él hasta la orilla. Kate vio que Pilbeam y Henry Bloxham se encargarían del rescate y le llamó la atención que el corpulento Stephen Morby no figurase entre ellos. Quizás Henry fuese un marinero más experimentado. Parecía imposible botar la embarcación contra el aplastante peso del agua, pero al cabo de unos segundos oyó el rugido de un motor fuera borda y avistó a los hombres que avanzaban a toda velocidad hacia ella. Kate señaló las cabezas que acababa de vislumbrar por segunda vez.
Ahora no veía a los nadadores ni al bote, salvo cuando éste remontaba momentáneamente una ola. Como no podía hacer otra cosa, se unió al grupo que corría por la playa. Raphael llevaba una cuerda enrollada, el padre Peregrine sujetaba un salvavidas y Piers y Robbins se habían cargado sendas camillas de lona sobre los hombros. La señora Pilbeam y Emma también estaban allí: una con un botiquín de primeros auxilios, la otra con toallas y una pila de mantas de vivos colores. Se congregaron en un punto y dirigieron toda su atención al mar.
Por fin el bote regresaba. El rumor del motor sonó más fuerte y la embarcación apareció de súbito, levantada por una alta ola.
– ¡Los tienen! -exclamó Raphael-. Hay cuatro personas a bordo.
Se acercaban rápidamente, pero costaba creer que el bote permaneciera a flote en ese mar embravecido. Entonces sucedió lo peor. Dejaron de oír el motor y vieron que Pilbeam se inclinaba sobre él con expresión desesperada. La embarcación se sacudía de lado a lado como el juguete de un niño. De repente, a unos veinte metros de la orilla, se elevó en el agua, se quedó unos segundos quieta, vertical, y finalmente volcó.
Raphael, que había atado un extremo de la soga a uno de los postes del espigón, enlazó el otro extremo alrededor de su cintura y se zambulló. Stephen Morby, Piers y Robbins lo siguieron. El padre Peregrine se quitó la sotana y se lanzó contra las olas como si el turbulento mar fuese su elemento. Henry y Pilbeam, ayudados por Robbins, pugnaban por ganar la playa a nado. El padre Peregrine agarró a Dalgliesh, y Stephen y Piers apresaron a Gregory. Segundos después la corriente los empujó contra el banco de guijarros, y el padre Martin y el rector corrieron para ayudar a arrastrarlos a la playa. A continuación llegaron Pilbeam y Henry, que se quedaron tendidos, jadeando, mientras las olas reventaban contra sus cuerpos.
Dalgliesh era el único que estaba inconsciente, y mientras corría hacia él Kate vio que se había golpeado la cabeza contra el espigón y que la sangre mezclada con agua de mar le chorreaba sobre la desgarrada camisa. Presentaba una marca roja en la garganta, allí donde lo habían atenazado las manos de Gregory. Kate se quitó la camisa y la usó para restañar la herida. Entonces oyó la voz de la señora Pilbeam.
– Déjemelo a mí, señorita. Aquí tengo vendas.
Pero fue Morby quien tomó el mando.
– Primero, que vomite el agua -indicó. Le dio la vuelta y procedió a practicar la reanimación.
A unos pasos de allí, Gregory, vestido únicamente con unos calzoncillos, estaba sentado con la cabeza entre las manos, esforzándose por recuperar el aliento mientras Robbins lo vigilaba de cerca.
– Cúbrelo con una manta y dale una bebida caliente -le dijo Kate a Piers-. En cuanto esté en condiciones de entenderte, léele sus derechos. Y ponle las esposas. No correremos riesgos. Ah, y ya puedes añadir homicidio frustrado a la lista de cargos.
Se volvió otra vez hacia Dalgliesh, quien dio una súbita arcada, escupió agua y sangre y murmuró algo incomprensible. Sólo entonces Kate cayó en la cuenta de que Emma Lavenham, blanca como un papel, estaba arrodillada junto a la cabeza del comisario. No habló, pero al interceptar la mirada de Kate se retiró unos pasos, como si comprendiera que aquél no era su sitio.
No oían la sirena de la ambulancia ni sabían cuánto tardaría. Ahora Piers y Morby depositaron a Dalgliesh sobre una camilla y echaron a andar hacia los coches, seguidos por el padre Martin. Los que se habían sumergido estaban temblorosos, cubiertos por mantas y pasándose un termo; luego echaron a andar hacia la escalera. De pronto el cielo se desencapotó, y un tenue rayo de sol iluminó la playa. Al contemplar a los viriles jóvenes secándose el pelo y corriendo para activar la circulación, Kate pensó en un grupo de bañistas en verano dispuestos en cualquier momento a perseguirse por la arena.
Habían llegado a lo alto del acantilado y estaban cargando la camilla en la parte posterior del Land Rover. Kate cayó en la cuenta de que Emma Lavenham estaba a su lado.
– ¿Se pondrá bien? -preguntó ésta.
– Oh, sobrevivirá. Es un tipo duro. Las heridas en la cabeza sangran mucho, pero ésta no parecía profunda. Dentro de un par de días le darán el alta y volverá a Londres. Todos volveremos.
– Yo me voy a Cambridge esta noche -comentó Emma-. ¿Querrá despedirme de él y desearle buena suerte de mi parte?
Sin esperar respuesta, giró sobre sus talones y se sumó al pequeño grupo de seminaristas. Robbins empujaba a Gregory, esposado y envuelto en mantas, hacia el Alfa Romeo. Piers se acercó a Kate y ambos miraron a Emma.
– Va a regresar a Cambridge esta noche -señaló Kate-. Bueno, ¿por qué no? Ése es su sitio.
– ¿Y cuál es el tuyo? -inquirió Piers.
Aunque en realidad la pregunta no exigía una respuesta, ella dijo:
– Contigo, con Robbins y con Dalgliesh. ¿Qué pensabas? Al fin y al cabo, éste es mi trabajo.